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IX. LA SANTISIMA VIRGEN, LOS MISTERIOS DE LA INFANCIA
Y DE LA VIDA OCULTA (Tiempo después de Epifanía)

 

ELVERBO DIVINO ASUME UNA NATURALEZA HUMANA PARA UNIRSE A ELLA PERSONALMENTE

 

El misterio de la Encarnación puede reducirse a un contrato, ciertamente admirable, entre la divinidad y nuestra humanidad. A cambio de la naturaleza humana que de nosotros recibe, el Verbo Eterno nos da participación en su Vida divina.

Es de notar, efectivamente, que somos nosotros los que damos al Verbo una naturaleza humana. Dios, ciertamente, podía haber producido, para unirla a su Hijo, una humanidad en su pleno desarrollo, en cuanto a la perfección de su organismo, como lo hizo con Adán el día que le creó; de este modo, Jesucristo habría sido con toda verdad un hombre, por no faltarle nada de lo esencial de éste; pero sin relación directa con nosotros por el nacimiento, no se podría considerar propiamente de nuestra raza.

Dios no quiso proceder así. ¿Cuál fue, pues, el plan de la Sabiduría infinita? Que el Verbo nos tomase la humanidad a la que debía unirse. De ese modo Jesucristo será de verdad el «Hijo del hombre»; será miembro de nuestra raza: «nacido de una mujer... de la descendencia de David».

Al celebrar en Navidad la Natividad de Jesucristo, nos remontamos a través de los siglos para poder leer la lista de sus antepasados y recorremos su genealogía humana, y repasando las generaciones, una tras otra, vemos que nace en la tribu de David, de la Virgen María: «De la cual nació Jesús, llamado el Cristo» ».

Dios quiso participar plenamente, por decirlo así, en nuestra raza por la naturaleza humana que destinaba a su Hijo, y darnos, a cambio, una participación en su divinidad:O admirabile comercium!  
Ya lo sabéis: Dios, por su naturaleza, está inclinado a una prodigalidad infinita, ya que es de la esencia del bien el comunicarse: Bonum est difusívum sui.

Si, pues, existe una bondad infinita, ésta se entregará, se comunicará, de una manera también infinita. Dios es esta bondad que no tiene límites; la Revelación nos enseña que existen entre las personas divinas, del Padre al Hijo, y del Padre y del Hijo al Espíritu Santo, infinitas comunicaciones que agotan en Dios esa propensión natural de su Ser a difundirse.

Pero además de esta comunicación natural de la bondad infinita, hay otra que fluye de su amor voluntario a la criatura. Dios, que es la plenitud del Ser y del Bien, se ha desbordado al exterior por amor. ¿Cómo tuvo lugar esto? Dios quiso primeramente darse de un modo particularísimo a una criatura uniéndola en unión personal a su Verbo. Este don de Dios a una criatura es algo único, y hace de esta criatura elegida por la Santísima Trinidad el mismo Hijo de Dios: «Tú eres mi Hijo: hoy mismo te he engendrado».

Jesucristo, el Verbo unido personalmente y de modo indisoluble a una humanidad, es semejante a nosotros en todo, menos en el pecado. A nosotros nos pide, pues, esta humanidad: «Dadme para mi Hijo vuestra naturaleza, parece decirnos el Padre Eterno, y, a cambio, os daré en primer lugar a esta naturaleza y, por medio de ella, a todos los hombres de buena voluntad, una participación en mi divinidad.» Pues Dios se comunica así a Jesucristo, para darse, por medio de Él, a todos nosotros: el plan divino consiste en que Cristo reciba la divinidad en su plenitud «y los demás, sucesivamente, participemos dé ella». Así comunica Dios su bondad al mundo: «Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su Unigénito Hijo». Ordenación admirable que gobierna el comercio maravilloso entre Dios y el género humano.

Y ¿a quién pedirá Dios concretamente el producir esa humanidad a la que quiere unirse de modo tan íntimo y ser el instrumento de sus gracias para el mundo? Hemos nombrado ya a esa criatura que llamarán bienaventurada todas las generaciones: la genealogía humana de Jesucristo termina en María, la Virgen de Nazaret. El Verbo la pidió una naturaleza humana, y por medio de ella a nosotros, y María se la dio; por eso, en lo sucesivo la veremos inseparable de Jesús y de sus misterios por donde ande Jesús, allí la encontraremos a ella también: es su Hijo tanto como lo es de Dios.

Aunque Jesús conserva siempre su cualidad de ser Hijo de María, se nos revela como tal, sobre, todo en los misterios de la infancia y de su vida oculta; y si es cierto que María ocupa siempre un lugar privilegiado, con todo, su oficio se manifiesta exteriormente más activo en estos misterios y hemos de contemplarla con preferencia en estos momentos, ya que en ellos resplandece principalmente su maternidad diviha; y no ignoráis que esta dignidad incomparable es la fuente de todos los demás privilegios de la Virgen Santísima.

Los que no conocen a la Virgen, ni profesan a la madre de Jesucristo un amor sincero, corren el peligro de no comprender fructuosamente los misterios de la humanidad de Jesucristo. Es el Hijo del hombre y es también el Hijo de Dios; caracteres ambos que le son esenciales; es el Hijo de Dios por una generación inefable y eterna, y se ha hecho Hijo del hombre al nacer de María, en el tiempo. Contemplemos, pues, a esta Virgen al lado de su Hijo, y ella, agradecida, nos alcanzará un conocimiento más’ y más íntimo de estos misterios de jesucristo, a los que se siente tan estrechamente unida.

 

 

1. CÓMOEN EL MISTERIO DE LA ANUNCIACIÓN DE LA VIRGEN SE FIRMA EL CONTRATO ENTRE LA DIVINIDAD
Y LA HUMANIDAD; LA MATERNIDAD DIVINA

 

Para hacer posible la unión que Dios quería establecer con la humanidad, se necesitaba el consentimiento de ésta. Es la condición que puso la Sabiduría infinita.

Trasladémonos a Nazaret. Llegó ya la plenitud de los tiempos; Dios, dice San Pablo, determinó enviar a su Hijo al mundo, para nacer de una mujer. El ángel Gabriel, celestial mensajero, trae las proposiciones divinas a la virgencita. Trábase un diálogo sublime, del cual pende la liberación del género humano. El ángel comienza por saludar a la virgen, proclamándola, de parte de Dios, “llena de gracia».

Y, en efecto, no sólo es inmaculada, es decir, ninguna mancha ha empañado su alma — la Iglesia ha definido que ella fue la única entre todas las criaturas a la que no alcanzó el pecado original —, sino también que por estar destinada a ser la madre de su Hijo, el Padre Eterno la colmó de sus dones. Está llena de gracia, pero no como lo estará Jesucristo; Él lo está por derecho y de la misma plenitud dé Dios; mientras que María la recibe por participación aunque no se puede calcular la medida, pero que está en relación con su dignidad eminente de Madre de Dios.

 “He aquí, dice el ángel, que concebirás en tu seno y darás a luz un Hijo, a - quien pondrás por nombre Jesús... llamado hijo del Altísimo; reinará en lá casa de Jacob por los siglos, y su reino no tendrá fin.» Dijo María al Ángel: «Cómo podrá ser esto, pues yo no conozco varón?» La Virgen quiere guardar la virginidad. “El Espíritu Santo vendrá sobre ti. y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra; y por esto el Hijo engendrado será santo, será llamado Hijo de Dios.» “He aquí la’ sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra».

En este instante solemne se ha firmado el contrato; y pronunciado el Fiat (Hágase) por María, la humanidad entera ha dicho a Dios por boca de Ella: « Sí, lo acepto, Dios mío! ¡Así sea!» «Y al instante el Verbo se hizo carne.» Se encarna en las purísimas entrañas de María por obra del Espíritu Santo: el seno de la Virgen viene a ser el Arca de la Nueva Alianza entre Dios y los hombres.

Al cantar la Iglesia en el Credo las palabras que recuerdan este misterio: «Y se encarnó por obra del Espíritu Santo, de la Virgen María, y se hizo hombre», obliga a sus ministros a doblar la rodilla en señal de adoración. Adoremos nosotros también a este Verbo divino que por nosotros se hace hombre en el seno de una virgen; adorémosle con tanto más amor cuanto más se humilla Él, «tomando, como dice San Pablo, la forma de siervo».Adorémosle juntamente con María, que, iluminada de una luz celestial, se postró ante su Creador y ahora Hijo suyo; y por fin, con los ángeles, que estaban pasmados de asombro de la condescendencia infinita de Dios para con nosotros los hombres.

Saludemos después a la Santísima Virgen y démosla gracias por habernos traído a Jesucristo, pues a su consentimiento se lo debernos: «Por Ella hemos merecido al Autor do la Vida». Añadamos, además, nuestro parabién.

Ved también cómo el Espíritu Santo, por boca de Santa Isabel — Isabel estaba llena del Espíritu Santo —, saludaba a la Virgen Santísima al día siguiente de la Encarnación: « Bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! Dichosa la que ha creído que se cumplirá lo que se le ha dichó de parte del Se- flor» Bienaventurada, porque esa fe en la palabra de Dios ha hecho de la Santísima Virgen la Madre de jesucristo. ¿Puede darse criatura alguna que haya recibido jamás elogios parecidos de parte del Ser infinito?

María devuelve al Señor toda la gloria de las maravillas que se obran en ella. A partir del instante en que el Hijo de Dios tomó carne en su seno, canta la Virgen en su corazón un cántico rebosante de amor y de agradecimiento. En casa de su prima Isabel le brotan, hasta desbordarse, los sentimientos íntimos de su alma, y entona el Magníficat, que repetirán con ella sus hijos en el correr de los siglos, para alabar a Dios por haberla escogido entre todas las mujeres: «Mi alma magnífica al Señor y salta de júbilo mi espíritu en Dios, mi Salvador, porque ha mirado la humildad de su sierva..., porque ha hecho en mí maravillas el Poderoso».

María se encontraba ya en Belén para el empadronamiento que había ordenado César Augusto, cuando, como dice San Lucas, «se cumplieron los días de su parto y dio a luz a su Hijo primogénito y le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre por no haber sitio para ellos en el mesón». ¿Quién es este Niño? Es el Hijo de María, pues ella acaba de darle a luz: su Primogénito.

Pero la Virgen ve en este Niño, semejante a los demás, al mismo Hijo de Dios. El alma de María rebosaba de una fe inmensa, fe que comprendía y rebasaba la de los justos todos del Antiguo Testamento; por eso reconoce Ella en su Hijo a su Dios.

Esta fe se traduce al exterior en un acto de adoración. Nada más mirarle, la Virgen se postró interiormente en una adoración cuyo alcance y profundidad noses imposible sondear.
A esta vivísima fe, a estas adoraciones tan hondas, sucedían los ímpetus de un amor inconmensurable.

Primeramente, el amor humano. Dios es amor; y para que nos podamos formar de éste una idea, Dios da a las madres una participación. El corazón de una madre, con su ternura incansable, la constancia en sus preocupaciones, las delicadezas inagotables de sus afectos, es una creación verdaderamente divina, aun cuando no sea más que una chispa del amor que Dios nos tiene.

Sin embargo de ello, por muy imperfectamente que el amor de una madre refleje el amor que el Señor nos profesa, Dios nos concede las madres para suplir ese amor de algún modo en nosotros; desde la cuna están junto a nosotros para guiamos, para cuidarnos, sobre todo en los primeros años en los que tanto cariño necesitamos.

Imaginaos, por consiguiente, con qué predilección modelaría la Santísima Trinidad el corazón de la Virgen que Dios se escogió para ser la Madre del Verbo Encarnado; Dios se ha complacido en derramar el, amor en su corazón, en formarle expresamente para amar a un Hombre Dios. En armonía acabada se juntaban en el corazón de María la adoración de la criatura con respecto a su Dios y el amor de la madre a su único Hijo.

No es menos admirable su amor sobrenatural Lo sabéis: el amor de un alma para con Dios hay que medirle por los grados de gracia que tiene. ¿Qué es lo que embaraza en nosotros el desarrollo del amor, de la gracia? Nuestros pecados, nuestras faltas deliberadas, nuestras la- fidelidades voluntarias, nuestra afición a las criaturas Toda falta voluntaria encoge el corazón y deja echar raíces al egoísmo.

Pero el alma de la Virgen tiene una pureza perfecta; no la mancilló ningún pecado, ni le llegó sombra alguna de falta; está llena de gracia; y lejos de encontrar en ElIa el menor estorbo al aumento de la gracia, el Espíritu Santo halló siempre en el corazón de la Virgen una docilidad admirable a todas sus inspiraciones. A eso se debe que al corazón de María le dilató magníficamente el amor. Cuál, pues, no debió ser la alegría que sintió el alma de Jesucristo al verse así amado por su Madre!

Si exceptuamos el gozo incomprensible que le provenía de la visión beatífica y de la mirada de complacencia infinita con que le contemplaba el Padre celestial, nada le debió alegrar tanto como el amor de su Madre Santísima.

Jesucristo encontraba en ese amor una compensación sobreabundante a la indiferencia de los que se negaban a recibirle; el corazón de esta doncella era un foco inextinguible de amor, cuyas llamas Él mismo animaba con sus divinas miradas y con la gracia interior de su Espíritu.

Entre estas dos almas se producían mutuas y continuas correspondencias que hacían crecer su unión; de Jesús a María existían tales donaciones y entregas, y de María a Jesús una correspondencia tan perfecta que no nos las podemos figurar mayores ni tan íntimas, si exceptuamos la unión de las divinas Personas en la Trinidad y la Unión hipostática en la Encarnación.

Acerquémonos a María con una confianza humilde y completa. Si su Hijo es el Salvador del mundo, Ella tiene gran parte en su misión y ha de compartir el amor que siente por los pecadores, Oh Madre de los pecadores, le cantaremos con la Iglesia, «tú que has dado a luz a tu Creador, sin dejar de ser virgen, socorre a este pueblo caído, que tu Hijo viene a levantar tomándonos la naturaleza humana»; «ten piedad de los pecadores a los que viene a redimir tu Hijo)). Pues para rescatamos, oh María, por nosotros se dignó bajar de los esplendores eternos tu seno virginal.

 


2. LA PURIFICACIÓN DE MARÍA Y LA PRESENTACIÓN DR JESÚS EN EL TEMPLO

 

María comprenderá bien esta súplica, pues está asociada íntimamente a Jesús en la obra de nuestra redención.
Transcurridos ocho días desde el nacimiento de su Hijo, la madre le hace circuncidar conforme a la ley judía; se le impone el nombre de Jesús que había indicado el Ángel, y que traza su misión de Salvador y su obra redentora. Al cumplir Jesús los cuarenta días, la Virgen se asocia ya más directa e íntimamente también. a la obra de nuestra salvación y le presenta en el Templo. Ella fué la primera que ofreció a su divino Hijo al Padre Eterno.

Esta ofrenda de María es la más perfecta, naturalmente, después de la oblación que Jesucristo, supremo Pontífice, hizo de Si mismo en su Encarnación y que terminó en el Calvario. Cae fuera de todos los actos sacerdotales de los hombres, y los excede, porque María es la Madre de Jesucristo, mientras los hombres no son más que sus ministros.

Contemplemos a María en el acto solemne de la presentación de su Hijo en el Templo de Jerusalén. Todo el ceremonial minucioso y magnífico del Antiguo Testamento tenía su punto de referencia en Jesucristo; todo en él era un símbolo oscuro que iba a encontrar su realidad perfecta en la Nueva Alianza.

Sabéis que una de las prescripciones rituales que obligaba a las mujeres judías, una vez madres, era la de presentarse en el Templo unas cuantas semanas después del alumbramiento. La madre tenía que purificarse de la mancha legal que contraía al nacer la prole, como consecuencia del pecado original; además, si se trataba de un primogénito y era varón, tenía que presentarle al Señor para consagrársele como a Dueño Soberano de todas las criaturas. Sin embargo de eso, se le podía «rescatar» por una ofrenda más o menos importante — un cordero o bien un par de tórtolas —, según la situación económica de las familias.

Ciertamente que estas prescripciones no obligaban ni a María ni a Jesús. Éste era el supremo Legislador de todo el ritual judío; su nacimiento fué milagroso y virginal y puro en todo: «El Hijo engendrado será santo, será llamado Hijo de Dios»;por lo tanto, no se hacía necesario consagrarle al Señor, ya que era el mismo Hijo de Dios; tampoco necesitaba purificación la que había concebido por obra del Espíritu Santo y continuó siempre virgen.

Pero María, guiada en esto por el mismo Espíritu Santo, que es el Espíritu de Jesucristo, abundaba en perfecta conformidad de sentimientos con el alma de su Hijo: «Padre, había dicho Jesucristo al entrar en el mundo, no quisiste sacrificios ni oblaciones: son insuficientes para satisfacer a tu adorable justicia y redimir al hombre pecador; pero me has preparado un cuerpo para inmolarle:
Heme aquí que vengo para hacer en todo tu voluntad» .Y la Virgen ¿qué dijo? «He aquí la sierva del Señor, hágase en mí según tu palabra.»

Quiso cumplir esta ceremonia para demostrar cuán profunda era su sumisión. En compañía de José, su esposo, lleva, pues, la Virgen a Jesús, su primogénito, y que será siempre su único Hijo, pero que tiene que ser el primogénito entre muchos hermanos que le serán semejantes por la gracia.

Al meditar este misterio nos vemos obligados a exclamar: « Ciertamente hay un Dios escondido, el Dios de Israel es Salvador!>. En este día, Jesucristo entraba por vez primera en el Templo, que en fin de cuentas era su templo. A Él le pertenecía aquel Templo maravilloso, admiración de las naciones y orgullo de Israel, y en el que tenían lugar todos los ritos religiosos y los sacrificios cuyos detalles Dios mismo había reglamentado: porque aunque le lleva una doncella virgen es el Rey de los reyes y el Señor soberano: «Vendrá a su templo el Señor».

Mas ¿de qué modo viene? ¿Con todo el brillo de su Majestad? ¿Como aquel a quien todas las ofrendas se le deben? De ninguna manera; viene de incógnito completamente.

Pero oigamos más bien lo que nos refiere el Evangelio. Alrededor del recinto sagrado debía de haber una multitud bulliciosa: mercaderes, levitas, sacerdotes, doctores de la Ley. Un grupito cruza y se pierde entre el gentío: son unos pobres que no llevan ni cordero ni ofrendas ricas, únicamente las dos palomas, sacrificio de pobres. Nadie se fija en ellos, pues no llevan séquito de criados; los grandes, los soberbios entre los judíos, ni siquiera les miran; el Espíritu Santo tiene que iluminar al anciano Simeón y a la profetisa Ana, para que ellos, al menos, reconozcan al Mesías. El que es «el Salvador que se prometió al mundo, la luz que tiene que lucir ante todas las naciones», viene a su Templo como Dios escondido.

Por otra parte, en nada se exteriorizaban lo sentimientos del alma de Jesús; los resplandores de su divinidad permanecían ocultos, velados; pero aquí, en el Templo, renovaba Él la oblación que de Sí mismo había hecho en el instante de su Encarnación, se ofrecía a su Padre para ser «cosa suya», le pertenecía con pleno derecho. Esto era como el ofertorio del sacrificio que tenía que consumarse en el Calvario.

Este acto fue también sumamente agradable al Padre Eterno. A los ojos de los profanos, en esta acción tan sencilla que todas las madres judías cumplían, nada de particular se encerraba. Pero Dios recibió aquel día infinitamente más gloria que recibiera antes en ese templo con todos los sacrificios y todos los holocaustos de la Antigua Alianza. ¿Por qué así? Porque en ese día se le ofrecía su propio Hijo Jesucristo, y, a su vez, el mismo Hijo le ofrece infinitos homenajes de adoración, de acción de gracias, de expiación, de impetración. Es un don digno de Dios; el Padre celestial debió de aceptar esta ofrenda sagrada con una alegría que excede a toda ponderación, y toda la corte del cielo fijaba u mirada extasiada en esta oblación única. Hoy no se necesitan ya holocaustos ni sacrificios de animales; la única Víctima digna de Dios acaba de serle ofrecida.

Esta ofrenda tan grata a Dios le es presentada por las manos de la Virgen, de la Virgen llena de gracia. La fe de María es perfecta; llena de las claridades del Espíritu Santo, su alma comprendía hasta dónde llegaba el valor de la ofrenda que a Dios hacía en ese momento; el Espíritu Santo, con sus inspiraciones, ponía a tono su alma con las disposiciones interiores del Corazón de su divino Hijo.

Así como la Virgen había dado asentimiento en nombre de todo el género humano al anunciarle el Ángel el misterio de la Encamación, de igual manera en ese día María ofreció a Jesús en nombre de toda la raza humana. Ella sabe que su Hijo es «el Rey de la gloria, la luz nueva, engendrada antes de la aurora, el Dueño de la vida y de la muerte». Por eso le presenta a Dios para conseguirnos todas esas gracias de salvación que su Hijo Jesús, conforme a la promesa del Ángel, traerá a la Tierra.

No olvidéis tampoco que el que ofrece la Virgen es su mismo Hijo, el que llevó en su seno virginal y fecundo. ¿Qué sacerdote, qué santo presentó jamás a Dios la oblación eucarística en una unión tan estrecha con la divina Víctima como lo estaba la Virgen en este momento? No sólo estaba unida con Jesús por sentimientos de fe y de amor, como podemos estarlo nosotros — aunque en un grado incomparablemente menor —, sino que el lazo que la ligaba a Jesucristo era único: Jesús era el fruto de sus mismas entrañas. Ved ahí por qué María desde este día en que presenta a Jesús como primicias del futuro sacrificio tiene parte principal en la obra de nuestra redención.

Y notad cómo, desde este momento también, Jesucristo quiere asociar a su Madre y hacerla Víctima con Él. He aquí que se acerca el anciano Simeón, guiado por el Espíritu Santo, que llenaba su alma. En este Niño reconoce al Salvador del mundo: le toma en sus brazos y canta su gozo de haber visto por fin con sus ojos al Mesías prometido. Y después de ensalzar «a la luz que tiene que manifestarse un día a todas las naciones”, mirad cómo entrega el Niño a su Madre, y dirigiéndose a Ésta le dice: «Puesto está para caída y levantamiento de muchos en Israel y para blanco de contradicción; y una espada atravesará tu alma”. Era el anuncio, un poco nebuloso, del sacrificio sangriento del Calvario. El Evangelio nada nos dice de los sentimientos que pudieron despertarse en el purísimo corazón de la Virgen al oír esta predicción.

¿Podemos creer que esta profecía nunca desapareció de su espíritu? San Lucas nos revelará más tarde, y a propósito de otros sucesos, que la Virgen «guardaba todo en su corazón”Pues lo mismo se puede decir de esta escena tan imprevista para ella. Sí, la Virgen conservaba el recuerdo de estas palabras, tan terribles como misteriosas para su corazón maternal; desde entonces no cesaron de atravesar su alma. Pero María aceptó, en un acuerdo total con los sentimientos del corazón de su Hijo, en quedar asociada desde ahora y de un modo tan completo a su sacrificio.

Un día la veremos consumar, como Jesús, su oblación en el monte del Gólgota; la veremos de pie— «su Madre estaba de pie»ofrecer también a su Hijo, fruto de sus entrañas, por nuestra salvación, como le ofreció treinta y tres años antes en el Templo de Jerusalén.

Demos gracias a la Santísima Virgen por haber presentado por nosotros a su divino Hijo; rindamos fervientes acciones de gracias a Jesucristo de haberse ofrecido a su Padre por nuestra salvación.
En la santa Misa, Jesucristo se ofrece de nuevo; presentémosle al Padre Eterno; unámonos a Él, y como Él en la misma disposición de una sumisión completa, perfecta a la voluntad de su Padre celestial; unámonos a la fe profundísima de la Santísima Virgen; «por esta fe sincera, por este amor fidelísimo», “nuestras ofrendas merecerán ser gratas a Dios”.

 

 

3. JESÚS SE PIERDE A LA EDAD DE DOCE AÑOS

 

Hasta tanto que se cumpla en toda su plenitud la profecía de Simeón, María tendrá desde ahora su parte en el sacrificio. Pronto se verá obligada a huir a Egipto, país desconocido, para alejar a su Hijo de las iras del tirano Herodes; y allí se queda hasta que el Ángel ordena a José, ya muerto el rey, que emprenda de nuevo el regreso a tierra de Palestina.

La Sagrada Familia se establece entonces en Nazaret. Y allí pasa Jesucristo su vida hasta llegar a los treinta años, y por eso se le llamará «Jesús el Nazareno”. Un rasgo tan sólo nos ha conservado el Evangelio de este período de la vida de Jesucristo: Jesús perdido en el Templo. No desconocéis las circunstancias que motivaron la ida de la Sagrada Familia a Jerusalén. El Niño Jesús cumplía los doce años. A esa edad comenzaban los jóvenes israelitas a estar sometidos a las prescripciones de la ley mosaica, y, de modo especial, a subir al Templo tres veces al año:
en Pascua, Pentecostés y en la fiesta de los Tabernáculos. Nuestro divino Salvador, que ya con su circuncisión quiso someterse al yugo de la Ley, se trasladó a la ciudad santa con María, su Madre, y con su padre nutricio. Sin duda era la primera vez que hacía esta peregrinación.

Al entrar en el Templo, nadie se imaginó que aquel adolescente era el mismo Dios que allí se adoraba. Jesús se mezcló con la turba de israelitas, tomando parte en las ceremonias y en el canto de los salmos. Su alma comprendía, como nadie jamás podrá comprender, el significado de los ritos sagrados y saboreaba la unción que fluye del simbolismo de aquella liturgia cuyos pormenores Dios mismo había dispuesto; Jesús veía en figura lo que tenía que realizarse en su misma persona; al mismo tiempo ofrecía a su Padre, en nombre de los allí presentes y de todo el género humano, una alabanza perfecta. Dios recibió en ese Templo homenajes infinitamente dignos de Él.

«Al fin de la fiesta, dice el Evangelista, quien debió oír relatar el hecho a la Santísima Virgen, el Niño Jesús se quedó en la ciudad, sin advertirlo sus padres» Como sabéis, por la Pascua la afluencia de judíos era muy considerable; de ahí ese amontonamiento embarazoso de que no podemos formarnos idea; al regreso, las caravanas se formaban con suma dificultad, y sólo al fin de la tarde lograban juntarse los diversos parientes.

Además, según costumbre, los jóvenes podían ir, a su gusto, con un grupo u otro de su caravana. María creía que Jesús se encontraba con José, y así seguía su camino tranquila, cantando himnos sagrados; pensaba sobre todo en Jesús, a quien esperaba volver a encontrar muy pronto.

Mas ¡cuál no sería su dolorosa sorpresa cuando, al juntarse con el grupo en que iba José, Ella no vio al Niño. «Y Jesús? ¿Dónde está Jesús?» Éstas fueron las primeras palabras de María y José. ¿Dónde estaba Jesús? Nadie lo sabía.

Cuando Dios quiere llevar a un alma hasta la cima de la perfección y de la contemplación, la hace pasar antes por muy rudas pruebas. Nuestro Señor lo tiene dicho: «Cuando un sarmiento que está unido a Mí, que soy la viña, produce fruto, mi Padre le poda: Le limpiara’. Y ¿para qué? Para que lleve ma’s fruto»  Estas duras pruebas consisten principalmente en tinieblas espirituales, en sentirse abandonada de Dios. Con ellas purifica el Señor a las almas con el fin de hacerlas dignas de más íntima unión y más levantada.

Sin duda, la Virgen María no tenía necesidad de tales pruebas; ¿qué rama pudo ser más fecunda jamás que la que dió al mundo el fruto divino? Pero al perder a Jesús, conoció esos intensosdolores, que tuvieron que aumentar también su capacidad de amor y la extensión de sus méritos.Se nos hace muy difícil medir hasta donde llegó la inmensidad de esta aflicción; para apreciarla, se necesitaría comprender todo lo que era Jesús para con su Madre.

Jesús no había dicho nada, y María lo conocía muy bien para pensar que se había extraviado; si había dejado a sus padres, es que así lo quiere el mismo Jesús. ¿Cuándo volverá? ¿Le verá nuevamente? María, en los pocos años que vivió en Nazaret al lado de Jesús, había sentido que se encerraba en el divino Niño un misterio inefable, y esto era en aquellos momentos causa de indecibles angustias.

Ahora lo urgente era buscar al Niño. Qué días aquéllos! Dios permitió que la Santísima Virgen se viese cercada de tinieblas en aquellas horas de congoja y rebosantes de ansiedad; no sabía dónde se encontraba Jesús, y no comprendía tampoco que no hubiese antes avisado a su Madre; y vivía en un inmenso dolor al verse privada de Aquel a quien amaba a la vez como Hijo suyo y como su Dios.

María y José regresaron a Jerusalén, con el corazón torturado de inquietudes; el Evangelio nos dice que le buscaron por todas partes, entre sus parientes y conocidos,pero nadie daba razón de Él. En fin, como sabéis, después de tres días, le encontraron en el Templo, sentado en medio de los doctores de la Ley.

Los doctores de Israel se reunían en una de las salas del Templo para explicar las Sagradas Escrituras; el que quería podía juntarse al grupo de los discípulos y de los oyentes. Esto mismo hizo Jesús. Había ido allí y en medio de ellos estaba, pero no para enseñar, pues aun no había llegado su hora de presentarse ante el mundo como el único Maestro que Viene a revelar los secretos de lo alto; estaba allí, como tantos jóvenes israelitas, «para escuchar y preguntar» : así dice textualmente el Evangelio.

¿Y qué intentaba el Niño Jesús al preguntar así a los doctores de la Ley? No cabe duda que quería ilustrarles, inducirles a hablar de ia venida del Mesías, a juzgar por las preguntas y respuestas y por las citas que hacía de la Sagrada Escritura, orientar sus indagaciones hacia ese punto, para despertar su atención sobre las circunstancias de la aparición del Salvador prometido. Esto es, al parecer, lo que el Padre Eterno quería de su Hijo, la misión que le encomendaba, y jara lo cual le hace interrumpir por breves momentos su vida escondida y tan callada. Y los doctores de Israel estaban maravillados de la sabiduría de sus respuestas.

María y José, llenos de alegría por haber encontrado a Jesús, se acercan a Él y su Madre le dice: Hijo, ¿por qué nos has hecho así? Y no hay en ello una reprensión — la Virgen humilde era prudente en extremo para osar reprender al que sabía que era Dios—; más bien es el grito de su corazón que revela sus sentimientos maternos. «Mira que tu padre y yo, apenados, andábamos buscándote.» ¿Y qué responde Jesús? «Por qué me buscabais? ¿No sabíais que conviene que me ocupe en las cosas de mi Padre?».

De las palabras que salieron de los labios del Verbo Encarnado y recogió el Evangelio, las primeras son éstas. Ellas resumen toda la persona, toda la vida y toda la obra de Jesús. Esas palabras explican su filiación divina, señalan su misión sobrenatural; toda la existencia de Jesucristo no será más que un comentario brillante y magnífico.

Y para nuestras almas encierran una enseñanza preciosa. Os lo he dicho ya muchas veces: en Jesucristo hay dos generaciones; es Hijo de Dios e Hilo del hombre. Como «Hijo del hombre», estaba obligado a observar la ley natural y la ley mosáica que imponían a los niños el respeto, el amor y la sumisión a sus padres. ¿Y quién lo cumplió mejor que Jesús? Más tarde ha de decir «que no vino a abrogar la Ley, sino a cumplirla, a perfeccionarla».

¿Quién como Él supo hallar en su corazón muestras más sinceras de ternura humana? Como «Hijo de Dios», tenía con respecto a su Padre celestial deberes superiores a los deberes humanos, y que a veces parecían oponerse a estos últimos. Su Padre le había dado a entender que debía quedarse aquel día en Jerusalén.

Con las palabras que Jesús pronunció en esta ocasión, nos quiere enseñar que cuando Dios nos pide que cumplamos su voluntad, no debe haber consideración humana que nos detenga, en estas ocasiones hay que decir: Tengo que entregarme por entero a las cosas de mi Padre celestial.

San Lucas, que debió sin duda recoger la confesión humilde de los labios de la misma Virgen María, nos dice que Esta no comprendió todo el alcance de estas palabras». Bien sabía la Virgen que su divino Hijo no podía merlos de obrar de modo perfecto; pero entonces, ¿por qué no lo previno con tiempo? María no comprendía la relación que existe entre este modo de obrar y los intereses de su Padre. ¿Cómo este modo de portarse Jesús entraba en el programa de salvación que le había dado su Padre celestial? Tampoco esto lo entendía.

Pero si es cierto que no vio entonces todo su alcance, no dudaba que Jesús fuese el Hijo de Dios. Por eso se sometía en silencio a esa voluntad divina que exigía de su amor sacrificio semejante: Ella conservaba en su corazón todas las palabras de Jesús. Las guardaba en su corazón, y en ese santuario adoraba el misterio de las palabras de su Hijo, hasta tanto que le fuese dado el poder gozar de la luz plena.

Dice el santo Evangelio que, después de haber sido encontrado Jesús en el Templo, se volvió a Nazaret con su Madre y San José y que allí permaneció hasta llegar a la edad de treinta años. Y el sagrado escritor resume todo este largo período con estas sencillas palabras: «Y les estaba sujeto». De modo que de una vida de treinta y tres años, el que es la Sabiduría eterna quiso pasar los treinta primeros en el silencio y la oscuridad, en la sumisión y el trabajo.

Hay aquí un misterio y unas enseñanzas cuyo significado completo no alcanzan ni siquiera muchas almas piadosas.
¿De qué se trata, en realidad? El Verbo, que es Dios también, se hizo carne; el que es infinito y eterno, se humilla un día — después de muchos siglos de espera yse viste de forma humana: “Se anonadó, tomando la forma de siervo... y haciéndose semejante a los hombres».

Aunque nace de una Virgen inmaculada, la Encarnación constituye para Él una humillación inconmensurable. «No vacilaste en bajar al seno de la Virgen» ». ¿Y por qué desciende hasta estos abismos? Para salvar al mundo, trayéndole la luz divina.

Ahora bien, salvo raros chispazos que iluminan a ciertas almas privilegiadas: los pastores, los Magos, Simeón y Ana, hay que decir que esta lumbrera se oculta, y queda voluntariamente durante treinta años «bajo el celemín» para manifestarse después únicamente tres años, y escasos.

¿No es esto misterioso? ¿Y no es para sacar de tino a nuestra pobre razón? Si hubiésemos conocido la misión de Jesús, no le hubiéramos dicho como muchos de sus parientes lo hicieron más tarde: «Manifiéstate, pues,. al mundo, ya que nadie hace esas cosas en secreto, si pretende darse a conocer»

Pero los pensamientos de Dios no son nltestroS pensamientos y sus caminos rebasan núestros caminos. El que viene a rédimir al mundo, quiere salvarle primero con una vida escondida a los ojos del mundo.

Durante treinta años, el Salvador del género humano no hace más que trabajar y obedecer en el taller de Nazaret; toda la actividad del que viene a enseñar a la humanidad para devolverle la herencia eterna se reduce a vivir en silencio y obedecer a dos criaturas en los trabajos más ordinarios.

Verdaderamente, oh Salvador mío!, «Tú eres un Dios escondido». “Sin duda, oh Jesús, que creces en edad, en sabiduría y en gracia, ante tu Padre y ante los hombres”, tu alma posee, desde el primer instante de tu entrada en el mundo, la plenitud de la gracia, todos los tesoros de ciencia y sabiduría, pero esta sabiduría y esta gracia se exteriorizan poco a poco y con medirla; a los ojos de los hombres eres un Dios escondido, y tu divinidad se encubre bajo las apariencias de un obrero.

Oh Sabiduría eterna, que para sacarnos del abismo al que nos había arrojado la desobediencia altanera de Adán, quisiste vivir en un humilde taller, y en él obedecer a simples criaturas, yo te bendigo y adoro!

A los ojos de sus contemporáneos, la vida de Jesucristo en Nazaret aparece como la existencia vulgar de un simple artesano. Y podéis ver cuán cierto es esto: andando el tiempo, al darse a conocer Jesucristo en su vida pública, los judíos de su tierra se quedan tan admirados de la sabiduría de sus palabras, de la sublimidad de su doctrina y de la grandeza de sus obras, que se preguntan: ¿De dónde le vienen a éste tal sabiduría y tales prodigios? ¿No es éste el hijo del carpintero? ¿Su madre no se llama María? ¿De dónde, pues, le viene todo esto?». Jesucristo era para ellos una piedra de escándalo, ya que hasta entonces no habían visto en él más que un obrero.

Este misterio de la vida oculta contiene enseñanzas que nuestra fe debe aprovechar con avidez. Y lo primero, que no hay nada grande a los ojos de Dios si no se hace a gloria suya y con la gracia de Jesucristo; cuanto más nos asemejemos a Jesucristo, más gratos seremos a su Padre.

La filiación divina de Jesucristo da a sus más insignificantes acciones un valor infinito; Jesucristo tan adorable y grato es a su Padre cuando maneja el escoplo o el cepillo como al morir en la cruz para salvar a la humanidad. La gracia santificante que nos hace hijos adoptivos de Dios, diviniza en nosotros radicalmente toda nuestra actividad, y nos hace dignos, como Jesús, aunque por diverso título, de las complacencias de su Padre.

Ya sabéis que los talentos más privilegiados, los pensamientos más sublimes, las acciones más generosas y más llamativas, nada valen para la vida eterna si no las vivifica esta gracia. Las puede admirar, las puede aplaudir el mundo, este mundo que pasa; la eternidad, que es lo único estable, no las acepta ni cuentan para nada ante ella. ¿Qué aprovecha, decía Jesucristo,Verdad infalible, de qué sirve conquistar el mundo entero por la fuerza de las armas, por los hechizos de la elocuencia o por el prestigio del saber, si falta mi gracia y queda excluido de mi reino, el único que no tiene fin?

Mirad, por el contrario, ese pobre obrero que gana su pan a fuerza de sudores, esa humilde sirvienta ignorada del mundo, ese pobre infeliz que tiene el desprecio de todos: su vida vulgar no llama la atención ni atrae las miradas de nadie. Pero la gracia de Jesucristo anima esas vidas, y son embeleso de los ángeles, y para el Padre, para Dios, para el Ser infinito que por Sí mismo subsiste, un objeto continuo de amor: estas almas llevan estampadas,
 por la gracia, la imagen de Jesucristo.

La gracia santificante es la fuente primera de nuestra
verdadera grandeza; ella le confiere su verdadera nobleza y un esplendor de eternidad a nuestra vida, por ordinaria y trivial que parezca,

Pero este don está oculto. El reino de Dios se levanta sobre todo en el silencio; es ante todo un reino interior y que se esconde en las profundidades del alma: «Vuestra vida está escondida con Cristo en Dios”. No cabe duda que la gracia posee una virtud que se traduce casi siempre al exterior por la luz que despiden las obras de caridad; pero el principio de su fuerza está muy adentro. La verdadera intensidad de la vida cristiana reposa en el fondo del corazón; allí es donde Dios mora, adorado y servido por la fe, por el recogimiento, por la humildad, por la obediencia, por la sencillez, por el trabajo y por el amor.

Nuestra actividad exterior no es estable ni es fecunda sobrenaturalmente, sino a base de vida interior. Conforme esté caldeado el horno sobrenatural de nuestra vida íntima, así será también el fruto exterior de nuestra irradiación. ¿Podemos hacer algo más grande en este mundo que promover el reino de Cristo en las almas? ¿Qué obra se la puede comparar, y cuál la aventajará? Es obra exclusiva de Jesucristo y de la Iglesia.

Así y todo, nada conseguiremos si empleamos medios distintos de los que empleó nuestro divino Caudillo. Estemos bien convencidos de que trabajaremos más por el bien de la Iglesia, la salvación de las almas y por la gloria de nuestro Padre celestial, buscando ante todo nuestra unión con Dios en una vida pletórica de fe y de amor, cuyo fin único es Él, que con esa actividad devoradora y de fiebre que no nos deja tiempo ni gusto para encontrar a Dios en la soledad, en el recogimiento, en la oración y en el desasimiento de nosotros mismos.

Ahora bien, no hay nada que tanto favorezca esta unión intensa del alma con Dios como la vida escondida. Y ésta es la razón por que las almas interiores, iluminadas por un rayo de luz de lo alto, sienten mi placer especial en contemplar la vida de Jesús en Nazaret; encuentran en ello un encanto particular y abundancia de gracias de santidad.

 


5. SENTIMIENTOS DE MARÍA SANTÍSIMA EN ESOS AÑOS
DE LA VIDA OCULTA

 

De la Santísima Virgen es de quien principalmente alcanzaremos la participación en las gracias que Jesucristo nos mereció con su vida oculta en Nazaret. Nadie conoce tan bien como la humildísima Virgen cuántas y cuáles fueron esas gracias, porque nadie recibió tantas como Ella. Esos años debieron ser para la Madre de Jesús una fuente inagotable de gracias de inestimable valor. Al pensar en esto, se ve uno como deslumbrado y sin palabras para traducir las intuiciones que se agolpan en los umbrales del alma.

Reflexionemos unos momentos en lo que debieron ser para María esos treinta años. Tantos gestos y palabras, tantas acciones de Jesús, tuvieron que ser para Ella verdaderas revelaciones.
Sin duda que había en .todo eso algo incomprensible, aun para la Santísima Virgen; no se puede vivir en contacto continuo con el infinito, como Ella lo hacía, sin sentir y a veces como palpar el misterio. Mas, ¡qué luz tan abundante y tan clara bañaba su alma! ¡ Qué acrecentamiento ininterrumpido de amor debió de obrar en su corazón inmaculado aquel trato inefable con Dios que trabaja y le obedece en todo!

María vivía allí con Jesús en tal unión que excede a cuanto se puede decir. Los dos formaban un todo; el espíritu, el corazón, el alma, todo el vivir de la Virgen estaba en perfecta armonía con el espíritu, con el corazón, con el alma y con la vida de su Hijo. Su existencia era, por decirlo así, una vibración pura y perfecta, serena y muy amorosa, de la vida misma de Jesús.

Pues bien, ¿de dónde venía a María esta unión, este amor? De su fe. La fe de la Virgen es una de sus virtudes más características.
¡Qué fe tan admirable y de confianza plena en la palabra del Ángel! El mensajero divino le anuncia un misterio inaudito que pasa y desconcierta a la naturaleza: la concepción de un Dios en el seno de una virgen. Y a eso ¿qué responde María? “He aquí a la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra».  

Si María mereció ser Madre del Verbo Encarnado, fué por haber dado asentimiento total a la palabra del Ángel: “Concibió antes en la mente que en el cuerpo». Jamás vaciló la fe de María en la divinidad; en su Hijo Jesús verá siempre al Dios Infinito.

Y, sin embargo de esto, ¡a qué pruebas no fue sometida su fe! Su Hijo es Dios, y el Ángel le tiene dicho que ha de ocupar el trono de David, y que Jesús ha de ser un signo de contradicción y motivo de ruina y también de salvación; María tendrá que huir a Egipto para librar al Niño de las furias del tirano Herodes; durante treinta años, su Hijo, que es Dios y que viene a redimir al género humano, vive en un pobre taller, en una vida de trabajo, de sujeción, de oscuridad.

Más tarde verá que a su Hijo le odian a muerte los fariseos, le verá abandonado por sus mismos discípulos, en manos de sus enemigos, colgado en una cruz, colmado de sarcasmos, hecho un abismo de sufrimientos. Le oirá gritar su abandono por el Padre, pero su fe seguirá inquebrantable. Hasta el pie de la cruz su fe brilla en todo su esplendor. María reconocerá siempre a su Hijo como a su Dios, y por eso la Iglesia la aclama la “Virgen fiel» por excelencia: Virgo Fidelis.

Esta fe es la fuente de todo el amor do María para con su Hijo, y la que la hace estar siempre unida con Él, aun en los dolores de su pasión y de su muerte. Pidamos a la Virgen que nos consiga esta fe firme y práctica que remata en el amor y en el cumplimiento de la voluntad divina: “He aquí a la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra»; estas palabras resumen toda la existencia de María; ¡que ellas también gobiernen la nuestra.

Esta fe ardorosa que era para la Madre de Dios una fuente de amor, era también causa de gozo. Nos lo enseña el Espíritu Santo, que sirviéndose de Isabel la proclama «bienaventurada la que creyó».

Lo mismo será con respecto a nosotros. San Lucas nos cuenta que a continuación de un discurso del Señor a las turbas, una mujer, levantando la voz, exclamó: «Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te criaron.» Y Jesucristo dijo: «Más bien, dichosos los que oyen la palabra de Dios y la cumplen».

 Jesús no contradijo en manera alguna la exclamación de la mujer judía; pues sabemos que fue Él quien inundó de alegrías incomparables el corazónde su Madre? Únicamente quiere enseñamos dónde se encuentra el principio de la alegría, lo mismo para nosotros que para Ella.

El privilegio de la maternidad divina es algo único: María es la criatura insigne que Dios escogió, desde toda la eternidad, para la asombrosa misión de ser la Madre de su Hijo: ahí está la raíz de todas las grandezas do María.

Pero Jesucristo quiere enseñarnos que así como merecióla Virgen las alegrías de la maternidad por si fe y por su amor, podemos participar también nosotros, no ciertamente en la gloria de haberle dado a luz, pero sí de la alegría de concebirle en nuestras almas. ¿Cómo alcanzaremos esta alegría? «Escuchando y practicando la palabra de DiosLa escuchamos por la fe, la practicamos, cumpliendo con amor lo que ella nos manda.

Tal es para nosotros, como para la Virgen, la fuente de la verdadera alegría del alma; tal el camino de la verdadera felicidad. Si después de haber inclinado nuestro corazón a las enseñanzas de Jesucristo, obedecemos a sus órdenes y permanecemos unidos con Él, nos amará tanto y es Jesucristo mismo quien lo afirma como si fuésemos «su madre, su hermano, su hermana». ¿Qué unión más estrecha y más fecunda podíamos desear?

 

DEL PRETORIO AL CALVARIO SIGUIENDO LOS PASOS DE CRISTO

 

La Pasión constituye el Sancta Sanctorum de los misterios de Cristo. Es también como el coronamiento de su vida pública, la cumbre de su misión en la tierra, la obra en la que convergen todas las demás y de la cual reciben su valor.

Todos los años, en Semana Santa, la Iglesia conmemora en particular las diferentes fases; todos los días, en el sacrificio de la Misa, hace presente este misterio para aplicarnos los frutos.

A este acto céntrico de la liturgia viene a agregarse una práctica de piedad que, sin formar parte del culto público y oficial de la Iglesia, por la abundancia de gracias que de ella manan como de un venero copioso, ha llegado a ser muy amada de las almas. Me refiero a la devoción a la Pasión de Jesucristo en la forma conocidísima del Vía crucis.

La preparación inmediata que hizo el Salvador a su oblación de Pontífice en el Calvario fijé la de llevar su cruz desde el pretorio al Gólgota, abrumado de dolores y oprobios. La Santísima Virgen y los primitivos cristianos, andando el tiempo debieron recorrer piadosamente y más de una vez este itinerario, regando con sus lágrimas los lugares santificados por los dolores del Hombre-Dios.

Tampoco ignoráis con qué entusiasmó y fervor los cristianos de Occidente en la Edad Media emprendían el largo y penoso viaje a los Santos Lugares para venerar en ellos los pasos y sangrientos recuerdos del Salvador: su piedad se nutría en una fuente fecunda de gracias de incalculable valor.

Y ya en su tierra, tomaban a pechos el mantener vivo el recuerdo de los días que habían pasado en oración en Jerusalén. Y, sobre todo, desde el siglo xv en adelante, se comenzó a reproducir en casi todos los pueblos los santuarios y las estaciones de la Ciudad Santa. Y de esa manera se satisfacía la piedad de los fieles con una peregrinación espiritual que se renovaba a gusto de cada uno. Y más tarde, en una época relativamente reciente, la Iglesia enriqueció dicha práctica con numerosas indulgencias.


1. LA CONTEMPLACIÓN DE LOS DOLORES DEL VERBO ENCARNADO ES SUMAMENTE FECUNDA PARA LAS ALMAS. NO HAY DETALLE QUE PUEDA PASAR INADVERTIDO EN LA PASIÓN DE CRISTO DONDE  JESUCRISTO MANIFIESTA DE UN MODO ESPECIAL SUS VIRTUDES; SIEMPRE VIVO, AHORA REPRODUCE EN NOSOTROS ESTOS SENTIMIENTOS.

Esta consideración de los sufrimientos de Jesucristo es fecundísima. Estoy convencido de que, aparte los sacramentos y los actos de la liturgia, no existe práctica alguna más provechosa a nuestras almas que el Vía crucis ejecutado con devoción. Su eficacia sobrenatural es incomparable.

Esto es debido en primer lugar, a que la Pasión de Jesucristo es su obra por excelencia; fue profetizada en casi todos sus pormenores, y no hay misterio de Jesús en el que hayan sido anunciadas sus circunstancias con tanto esmero por el Salmista y los profetas. Y al leer en el Evangelio el relato de la Pasión llama la atención el cuidado que tiene Jesucristo de “cumplir» todo lo que sobre Él estaba anunciado.

Si consiente que el traidor se halle presente en la Cena es “para que se cumpla la palabra de la Escritura» ; a los judíos que le vienen a prender les dice el mismo Señor que se entrega a ellos para que “se cumpliesen las Escrituras ». Y estando en la Cruz «todo iba ya a consumarse”, dice San Juan, y el Salvador recuerda que había profetizado el Salmista de Él: «Y en mi sed me abrevaron con vinagre» ». Después de esto, sabiendo Jesús que todo estaba ya consumado para que se cumpliera la Escritura, dijo: «Tengo sed». Todo aquí es grande y digno de que reparemos en ello, ya que todos estos detalles puntualizan los hechos de un Hombre Dios.

Todas las obras de Jesucristo son materia de las complacencias de su Padre. El Padre contempla a su Hijo con amor, no sólo en el Tabor, cuando brilla en todo el esplendor de su gloria, sino también al presentarle Pilato ante todo el pueblo, coronado de espinas y convertido en el desecho de la humanidad; el Padre envuelve a su Hijo en unas miradas de infinita complacencia, lo mismo en las ignominias de la Pasión que en los esplendores de la Transfiguración: «Éste es mi Hijo amado, en quien tengo mis complacencias”.

Jesucristo en su Pasión honra y glorifica a su Padre con un amor infinito, no sólo por ser Hijo de Dios, sino también porque se pone en sus manos para todo lo que exijan la justicia y el amor de su Padre. Si pudo decir, a lo largo de su vida pública, «hago siempre lo que es de su agrado”, esto es más verdad todavía en aquellas horas en que se entregó a la muerte, y a la muerte de cruz, para dar a conocer los derechos de la divina majestad ultrajada por el pecado y salvar al mundo: «Para que sepa el mundo que amo al Padre”; «El Padre le ama con un amor que no tiene límites porque da la vida por sus ovejas», y por medio de sus dolores y de sus satisfacciones, nos merece todas las gracias que nos devuelven la amistad con su Padre: «Por esoel Padre me ama, porquedoy mi vida””.

Además, nos debe agradar la meditación de la Pasión de Cristo porque en ella resaltan más sus virtudes. Su amor inmenso a su Padre, su caridad con los hombres, el odio al pecado, el perdón de las injurias, la paciencia la mansedumbre, la fortaleza, la obediencia a la autoridad legítima, la compasión, todas estas virtudes brillan de modo heroico en esos días de sus dolores.

Al contemplar a Jesús en su Pasión, le vemos como ejemplar y modelo de nuestra vida, modelo admirable y accesible a la vez, de esas virtudes de compunción, de abnegación, de paciencia de resignación, de abandono, de caridad, de mansedumbre que tenemos que practicar nosotros para ser semejantes a nuestro Jefe y modelo divino. «El que quiera venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga».

Existe un tercer aspecto que muy a menudo olvidamos, y que, sin embargo, tiene suma importancia. Al contemplar los sufrimientos de Jesús nos concede, conforme a la medida de nuestra fe, la gracia de practicar las virtudes que Él mismo manifestó en esas horas santas. Porque cuando vivía en la tierra, “una virtud omnipotente emanaba de su divina persona que curaba los cuerpos», iluminaba los espíritus y vivificaba las almas.

Algo parecido ocurre cuando, por la fe, nos ponemos en contacto con Jesús. Seguramente que Jesucristo concedió gracias especiales a los que con amor le iban siguiendo camino del Gólgota, o presenciaron su inmolación. Tal poder lo conserva aún, y si con espíritu de fe y para compadecer sus amarguras e imitarle le seguimos del Pretorio al Calvario, y nos mantenemos firmes al pie de la Cruz, nos otorga esas mismas gracias, nos da participación en los mismos favores.

Porque no conviene olvidar nunca que Jesucristo no es un modelo inerte y muerto; al contrario, está lleno de vida y produce sobrenaturalmente en los que se acercan a Él con las debidas disposiciones la perfección que ven en su Persona.

Nuestro divino Redentor se nos presenta en todas las estaciones con este triple carácter de mediador que nos salva por sus méritos, de modelo acabado de virtudes sublimes, y finalmente como causa eficaz que puede realizar en nuestras almas, por su omnipotencia divina, las virtudes de que nos da ejemplo;
Me diréis que tales caracteres aparecen en todos los misterios de jesucristo. Es cierto; pero, ¡con cuánta mayor plenitud brillan en su Pasión, que es el misterio de Jesús por excelencia!

Por lo tanto, si todos los días, por unos momentos, interrumpiendo vuestros trabajos, dejando a un lado vuestras preocupaciones, poniendo silencio en vuestro corazón a los ruidos de las criaturas, acompañáis al Hombre Dios camino del Calvario, con fe, humildad y amor, con el deseo sincero de imitar sus Virtudes que en su Pasión nos enseña, tened por seguro que vuestras almas recibirán gracias especiales, que la transformarán poco a poco hasta hacerla semejante a Jesús, y a Jesús crucificado.

Para recoger los frutos sabrosos de esta práctica, y para ganar las numerosas indulgencias con que la Iglesia la ha enriquecido, basta detenernos en cada estación y meditar algo sobre la Pasión del Señor. No está prescrita fórmula alguna de oración ni tampoco de meditación y ni siquiera el tema que nos sugiere «la estación». Cada cual tiene plena libertad conforme a su gusto y siguiendo la inspiración del Espíritu Santo.

 

 


2. MEDITACIONES SOBRE LAS ESTACIONES DEL CRUCIS.

 

Recorramos juntos ahora las «estaciones» del Vía crucis; las consideraciones que voy a presentaros sobre cada una de las estaciones no tienen otro objeto (no se necesita advertirlo) que ayudar a la meditación. Cada cual puede escoger lo que sea de su gusto y variar estas consideraciones y estos afectos conforme a sus aptitudes y las necesidades de su alma.

Antes de comenzar, recordamos la recomendación do San Pablo: «Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús... Se humilló, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz». Repasando la vía dolorosa ahondaremos más y más en las disposiciones que tenía el corazón de Cristo: amor a su Padre, caridad con los hombres, odio al pecado, humildad y obediencia, y nuestras almas se llenarán de más luces y gracias, ya que el Padre Eterno verá en nosotros una imagen más acabada y perfecta de su divino Hijo.

Oh Jesús mío! Por mi amor y cargado con tu Cruz has recorrido este itinerario. Yo también quiero andarlo contigo y como Tú; haz llegar a mi corazón los sentimientos que se desbordaban del tuyo en esas horas santas. Ofrece a tu Padre por mí la sangre preciosa que entonces derramaste por mi salvación y mi santificación.


1ª. Jesús condenado a muerte por Pilato

 

« Jesús, inocente, pero cargado con los pecados del mundo, tiene que expiarlos con su sacrificio sangriento. Los príncipes de los sacerdotes, los fariseos, su mismo pueblo, «le cercan como novillos furiosos». Nuestros pecados claman, dan voces y exigen osadamente la muerte del Justo: « Fuera, fuera, Crucifícalo! “. Y el cobarde gobernador romano «les entregó la víctima para ser crucificada».

¿Y qué hace Jesús? Porque es nuestro Jefe, está de pie, y  como dice San Pablo, «da testimonio» de la verdad de su doctrina, de la divinidad de su persona y de su misión, y se somete interiormente a la sentencia que pronunció Pilato: porque acepta en él al poder legítimo: «No tendrías ningún poder sobre Mí si no te hubiera sido dado de lo Alto» ». Y ¿qué hace? « Someterse al que le juzga injustamente», obedeciendo hasta la muerte, y muert de cruz por nosotros para devolvernos la vida la sentencia de condenación: «Como por la desobediencia de un solo hombre (Adán), muchos murieron, así también por la obediencia de uno (Cristo Jesús), todos volverán a la vida”.

Hermanos, debemos unirnos a Jesús en su obediencia y aceptar cuanto nuestro Padre celestial quiera imponernos, sin mirar a quién nos manda, ya sea un Herodes o un Pilato, si su autoridad es legítima. Aceptemos también desde ahora la muerte en expiación de nuestros pecados, con todas las circunstancias con que la divina Providencia nos la quiera enviar. Recibámosla como un tributo debido a la justicia y santidad divinas, que nuestras maldades han ultrajado; si nuestra muerte va unida a la de Jesús, será «preciosa a los ojos de Dios”.

Divino Maestro, me uno a tu Sagrado Corazón en su sumisión perfecta y en su conformidad total a los designios del Padre. Produzca la virtud de tu gracia en mi alma ese espíritu de sumisión que me entregue sin reserva y sin replicar al beneplácito de lo alto, a todo lo que gustes enviarme al tener que dar el último adiós a este mundo.

 


2ª. Jesús  cargado con la cruz

 

«Pilato les entregó a Jesús para ser crucificado, y ellos se lo llevaron cargado de su cruz». Jesús había hecho un acto de obediencia; habíase entregado a los designios de su Padre, y ahora el Padre le señala lo que esa obediencia le impone: la cruz. Acéptala entonces Jesús como venida de su Padre, con todo su cortejo de dolores e ignominias.

En este momento, Jesús aceptaba el cúmulo de penalidades que, cual pesada carga, recaerían sobre sus magulladas espaldas, las torturas indecibles de la crucifixión; aceptaba los amargos sarcasmos, las aborrecibles blasfemias con que sus rabiosos enemigos, triunfantes en apariencia, iban a abrumarle luego que le viesen colgado del patíbulo infame; aceptaba la agonía de tres horas, el abandono de su Padre... Jamás ahondaremos bastante en el abismo de aflicción que nuestro divino Salvador sintió al tomar la cruz.

También en este momento Cristo Jesús, que a todos nos representaba y que por todos iba a morir, acepta la cruz por todos sus miembros, que somos nosotros: «Verdaderamente, sufrió nuestras penalidades y padeció nuestros dolores”. Unió entonces a las suyas todas las penas de su cuerpo místico, y en esta unión estriba su valor y su precio.

Aceptemos, pues, nuestra cruz en unión con Él, y como Él, para ser dignos discípulos de este Maestro divino; aceptémosla sin deliberar, sin murmurar; por pesada que haya sido para Jesús la cruz que el Padre le imponía, ¿pudo tal vez entibiar su amor y la confianza en su Padre? Muy al contrario. « ¿Y no beberé, dice, el cáliz de amargura que mi Padre me presenta?”. Ojalá hagamos nosotros otro tanto. « Si alguien quiere ser mi discípulo, tome su cruz y sígame.  No seamos de los que San Pablo llama «enemigos de la cruz de Cristo « Carguemos con la cruz que Dios nos impone, porque hallaremos la paz en su aceptación generosa. Nada tranquiliza tanto a un alma que padece,
como esta entrega total al beneplácito de Dios.

Oh Jesús mío, acepto todas las cruces, toda las contradicciones, todas las adversidades que el Padre quiera o permitan que me sucedan! Dame la unción de tu gracia y fortaleza para llevarlas con la misma conformidad que Tú nos enseñaste al recibir la tuya por nosotros. a ¡Pero a mi jamás me acaezca gloriarme en otra cosa sino en la cruz de Nuestro
Señor Jesucristo!”

 

3ª.-Jesús cae por primera vez

 
“Será varón de dolores y conocerá la debilidad”. Esta profecía de Isaías se cumple a la letra cuando Jesús, agotado por el padecer de alma y cuerpo, sucumbe al peso de la cruz. ¡La omnipotencia cae al suelo abatida por la debilidad! Esta flaqueza de Jesús honra su poder divino. Por ella expía nuestros pecados repara las rebeliones de nuestro orgullo, «levanta al mundo caído por medio de la
humildad de su Hijo» ». Además, en este momento nos mereció la gracia de humillarnos por nuestras culpas, de reconocer nuestras caídas y confesarlas sinceramente; nos mereció la fortaleza que sostiene nuestra debilidad.

Con Cristo, prosternado ante su Padre, detestemos nuestro altivo amor propio y nuestra ambición; reconozcamos lo poquito que somos. Dios, que aplasta a los soberbios, se aplaca con la humilde confesión de nuestra pobreza, la cual atrae sus misericordias». Imploremos estas misericordias cuando nos sintamos flacos en presencia de la cruz, de la tentación y del cumplimiento de la voluntad divina.

“Señor, ten piedad de mí, porque soy débil». De este modo, proclamando humildemente nuestra debilidad, triunfará en nosotros la gracia que  solo puede salvarnos. “La fuerza se perfecciona en la flaqueza».

¡Oh buen Jesús! Prosternado a los pies de tu Cruz, te adoro. «Fortaleza de Dios». Tú te nos muestras débil y flaco para enseñarnos la humildad y confundir nuestro orgullo. «Oh Pontífice lleno de santidad, que has pasado por nuestras pruebas para poderte asemejar a nosotros y compadecerte de nuestros achaques! ” “No me abandones a mí mismo, ya que soy tan poca cosa; que tu virtud habite en mí», para que no sucumba al mal.

 

 

4ª.- Encuentro de Jesús con su Madre santísima

 

Llegó para la Virgen María el día en que debía realizarse plenamente la profecía de Simeón: “Una espada traspasará tu alma» ». Así como se había unido a Jesús al ofrecerle en el Templo, así ella quiere más que nunca abundar en sus mismos sentimientos y compartir sus penas en esta hora en que Jesús va a consumar su sacrificio. Y se va al Calvario, donde sabe que su Hijo ha de ser crucificado, y se encuentran en el camino. Pero ¡qué inmenso dolor el suyo al verle en estado tan lastimosol Míranse
Uno a otro, y el abismo de dolores del Hijo atrae el abismo de compasión de la Madre. ¡Qué no haría Ella por Él!

Este encuentro, que fue una fuente de penas fue también un principio de alegría para Jesús. Se dolía de ver la profunda desolación de su santísima Madre, pero le alegraba el pensar que sus dolores iban a pagar el precio de todos los privilegios con que Ella debía ser hermoseada.

Por eso, apenas se detiene. Cristo tenía el corazón más tierno que pudo jamás existir; derramó lágrimas junto a la tumba de Lázaro y lloró la triste suerte de Jerusalén. Jamás hijo alguno amé tanto a su madre como Él; por eso, al encontrarla tan apenada en el camino del Calvario,» debió de sentir conmoverse las fibras todas de su corazón amantísimo.

Sin embargo de ello, sigue caminando hacia el lugar de su suplicio, porque tal es la voluntad de su Padre. María se asocia a este sentimiento, sabe que debe cumplirse todo para nuestra salvación, y como quiere beber del mismo cáliz de Jesús, síguele hasta el Gólgota, en donde será corredentora.

Nada terreno debe embarazarnos en nuestra marcha hacia Dios; ningún amor natural debe estorbar nuestro amor por Cristo; por el contrario, hemos de ir más allá y permanecer unidos a Él.
Pidamos a María que nos asocie a la contemplación de los dolores de Jesús y nos dé algo de la compasión que Ella le tenía, para sacar de ahí gran odio al pecado que tan dura expiación exigió.

Plácele a Dios, a las veces, para manifestar sensiblemente el fruto que produce la contemplación de la Pasión, imprimir en el cuerpo de algunos santos, como fue San Francisco de Asís, los estigmas de las llagas de Jesús. No debemos desear esas señales exteriores, pero sí hemos de pedir que la imagen de Cristo paciente se grabe muy honda en nuestro  corazón. Solicitemos de la Virgen esta preciosa gracia.

¡Oh Madre, «ahí tienes a tu Hijo». Por lo mucho que le amas, haz que el recuerdo de tus tormentos nos acompañe en todas partes; te lo pedimos en su nombre; rechazarlo sería rechazarle a Él mismo, ya que somos sus miembros.

¡Oh Cristo Jesús!, «he ahí a tu Madre». Por ella, concédenos compadecer tus dolores para que lleguemos a asemejamos a Tí.

 

 

5ª. Simón Cirineo ayuda a Jesús a llevar su Cruz

 

«Según salían, encontraron un hombre de Cirene llamado  Simón y le ajustaron para llevar la cruz» ». Jesús se halla exhausto de fuerzas; aunque Omnipotente, quiere que su santa humanidad, cargada con todos los pecados del mundo, sienta el peso de la justicia y de la expiación. Pero quiere que le ayudemos a llevar su cruz.

Simón es figura de todos nosotros; y es a todos a quienes Cristo pide compartir sus dolores: sólo así seremos discípulos suyos: «Si alguien quiere seguirme, tome su cruz y vaya en pos de mí.»

El Padre Eterno quiso que una parte de los dolores se reservara al cuerpo místico de su Hijo, y que algo de la expiación quedara para sus miembros. «Completo en mi carne lo qu falta a la pasión de Cristo por su cuerpo que es la Iglesia”. Jesús también lo quiere, y para manifestar este decreto divino aceptó que le ayudase el Cirineo.

Mas también nos mereció en este momento la gracia de la fortaleza para aguantar generosamente las pruebas, colocando en su cruz esa suave unción que hace llevadera la nuestra, porque es cierto que llevando nuestra cruz llevamos la suya. Une nuestras penas a su dolor, y les confiere, por esta unión, un valor inestimable, fuente de grandes méritos. «Como mi divinidad atrajo hacia sí, decía Nuestro Señor a Santa Matilde, los tormentos de mi Humanidad, y los ha hecho suyos (es la dote de la esposa),
así yo traspasaré tus penas a mi divinidad y las uniré a mi Pasión, y te haré participante de aquella gloria que mi Padre ha conferido a mi santa Humanidad por todos sus dolores>.

San Pablo nos da a entender esto mismo en su epístola a los hebreos, para reanimarnos y movemos a sufrirlo todo por amor de Cristo. Corramos, dice, con perseverancia por la carrera que se nos tiene abierta, los ojos fijos en Jesús, guía y consumador de la fe; quien en lugar de la alegría que se le brindaba, despreciando la ignominia, sufrió la cruz, y desde entonces mereció estar sentado a la diestra del trono de Dios. Considerad a Aquel que ha soportado contra su persona tan gran contradicción de parte de los pecadores, para que no os dejéis abatir por el desaliento”.

Oh Jesús mío!, acepto de tu mano las astillitas que arrancas para mí de tu cruz; acepto todas las contrariedades, penas, dolores, que permitas o te plazca enviarme; las acepto como parte de mi expiación. Une lo poco que hago a tus indecibles amarguras, porque por ellas llegarán a valer algo las mías.

 

 

 


VIª. — Una mujer enjuga el rostro de Jesús

 

La tradición cuenta que una mujer, movida de compasión, se acercó a Jesús y le ofreció un lienzo para enjugar su faz adorable.
El Evangelio nos dice que los soldados le daban brutales bofetadas, y que le escupían a la cara; la corona de espinas le había hecho correr la sangre por su sacratísimo rostro. Cristo Jesús quiso padecer todo esto para expiar nuestros pecados; «quiso curarnos “por las salivas y bofetadas)) que recibió su divina faz.
Siendo nuestro hermano primogénito, nos quiso dar, al padecer por nosotros, la gracia que nos hace hijos de su eterno Padre.

Desfigurado y todo como está por nuestros pecados, Cristo sigue siendo en su Pasión el Hijo muy amado, el objeto de todas las complacencias de su Padre. En esto somos semejantes a Él si conservamos en nuestro corazón la gracia santificante que es el principio de nuestra semejanza divina. Lo somos también al practicar las virtudes que en su Pasión resplandecen y si tenemos algo de aquel amor que Él tiene a su Padre y a las almas, su paciencia, su fortaleza, su mansedumbre, su dulzura.

¡Oh Padre celestial!, en pago de las amarguras que tu Hijo quiso padecer por vosotros, glorifícale, sublímale, comunícale aquella claridad que mereció cuando su faz adorable quedó desfigurada por nuestra salvación.

 


VIIª. — Jesús cae por segunda vez

 

Consideremos ahora nuestro divino Salvador que sucumbe una ver más bajo la pesada cruz. «Dios cargó sobre sus espaldas los pecados del mundo entero» Son nuestros pecados los que le aplastan; los ve todos, uno por uno; los toma como suyos, hasta el punto de parecer, según la expresión de San Pablo, que “por nosotros se hizo pecado».

Como Verbo, Jesús es omnipotente; sin embargo de ello, quiere probar toda la flaqueza de una humanidad abatida; esta debilidad, enteramente voluntaria, honra la justicia de su Padre y nos merece el don de fortaleza.

No nos olvidemos nunca de nuestras miserias; no nos dejemos hinchar jamás del orgullo; por muy grandes que nos parezcan los progresos realizados, es cierto que seguimos siendo siempre flacos para llevar nuestra cruz en seguimiento de Jesús: “Sin mí nada podéis hacer». “Todo lo puedo en aquel que me conforta”. Únicamente en la virtud divina que de Él nos viene, encontraremos fuerza para llevarla; pero no se nos dará sino implorándola con frecuencia.

¡Oh Jesús!, tan débil por mi amor, abrumado por el peso de mis pecados, dame la fortaleza que hay en ti, para
que tú solo seas glorificado por mis obras.

 


VIIIª. Jesús habla a las mujeres de Jerusalén

 

Seguían a Jesús gran multitud de pueblo y de mujeres que golpeaban su pecho y se lamentaban por Él; mas
volviéndose hacia ellas Jesús, les dice: “Hijas de Jerusalén: no lloréis por mí, más bien llorad por vosotras y por vuestros hijos, porque han de venir días en que se dirá: Bienaventuradas las estériles...”

Jesús conoce las exigencias inexorables de la justicia
y santidad de su Padre. Recuerda a las hijas de Jerusalén que esta justicia y santidad son perfecciones adorables del Ser divino. Jesús es un “pontífice santo, inocente, puro, separado de los pecadores»; no hace más que sustituirse por ellos; sin embargo, considerad con qué golpes tan rudos le hiere la justicia divina. Si esa justicia exige de Él tan grande expiación, ¿cuál no será el rigor de sus castigos contra los culpables obstinados que hayan rehusado hasta el último día unir su parte de expiación a los tormentos de Cristo?

Imploremos la misericordia de Jesús para el día terrible en que venga, no ya como víctima desfallecida por el peso de nuestros pecados, sino como Juez soberano «a quien el Padre ha sometido todo poder» ».

¡Oh buen Jesús, ten misericordia de mí! Tú, que eres la vid, dame que permanezca unido contigo por la gracia y mis buenas obras, para que dé buenos frutos y sean dignos de Ti.

 

 

IXª. Jesús cae por tercera vez

 

Jesús es aplastado por la justicia. Jamás podremos, ni siquiera en el cielo, ponderar lo penoso que fue a Jesús someterse a las exigencias de la justicia divina. Ninguna criatura, ni siquiera los condenados, pudo cargar con todo su peso. Pero la santa Humanidad de Jesús, unida a esta justicia divina por contacto inmediato, experimenté todo su rigor y todo su poder.

Por eso, como víctima entregada a sus venganzas, Jesús fueen su Humanidad aplastado por el abatimiento de sus sufrimientos.

 

Xª. Jesús es despojado de sus vestiduras


«Sortearon mis vestidos y echaron a suertes mi túnica». Así lo profetizó el Salmista. Jesús, despojado de todo y reducido a extrema pobreza, no dispone ni siquiera de sus vestidos, pues una vez levantado en la cruz, los soldados han de repartírselos y los han de echar a suertes.

Jesús «por el Espíritu Santo se ofreció a Dios» », y se abandona a sus verdugos, como víctima de nuestras culpas.
Nada hay tan glorioso para Dios, ni tan útil para nuestras almas, como el ofrecernos del todo juntamente con Jesús, cuando se ofrecía a los verdugos para ser despojado de sus vestiduras y ser clavado en la cruz, «a fin de enriquecernos con su pobreza» ».

 Esta oblación de nosotros mismos es un verdadero sacrificio; esta inmolación a la voluntad divina es la base de toda vida espiritual. Sin embargo de ello, para que logre todo su valor, debemos unirla a la de Jesús, «ya que por esta oblación nos quiso santificar a todos».

Oh Jesús mío! Toma la ofrenda que te hago de todo mi ser y júntala con la que hiciste a tu Padre celestial al llegar al Calvario; desnúdame de todo apego a la criatura, y aun de mí mismo.

 

 


XIª.  Jesús clavado en la Cruz


«Le crucificaron y a otros dos con Él, uno a cada lado y Jesús en medio». Jesús se pone en manos de sus verdugos «cual manso cordero sin gemir. La tortura de la Crucifixión es crudísima. Pues ¿quién podrá apreciar los sentimientos del Sagrado Corazón de Jesús en medio de tan gran suplicio? Sin duda que repetiría las palabras que había dicho al entrar en este mundo: «Padre, no quieras ya más holocaustos de reses; son ineficaces para reconocer tu santidad..., pero Tú me has dado un cuerpo a propósito. Heme aquí».

Jesús contempla siempre la faz de su Padre, y ardiendo en llamas de amores, entrega su cuerpo para reparar los ultrajes hechos a la eterna Majestad. Le crucifican entre dos ladrones: «Se hizo obediente hasta la muerte.» Y ¡qué muerte la suya!... ¡La muerte de cruz! Porque así está escrito: «Maldito todo el que pende del madero». Quiso ser contado « entre criminales” a fin de reconocer los derechos soberanos de la santidad divina.

Se entrega también por nosotros. Jesús, como Dios que era, nos veía a todos en este momento; se ofrece para rescatamos, pues a Él, pontífice y mediador, nos dió el Padre: Pues tuyos son» Qué revelación inefable del amor de Jesús! «Nadie puede mostrar mayor amor que dar la vida por sus amigos» »». No pudo hacer más por los hombres: «Los amé hasta el último extremo” y ese amor es también del Padre y del Espíritu Santo, pues los tres no son más que uno...

«Oh Jesús!, que, obedeciendo a la voluntad del Padre
y por la cooperación del Espíritu Santo, diste vida al
mundo con tu muerte, líbrame, por, tu cuerpo y tu sangre sacratísimos, de todas mis culpas y de todos mis males,
y haz que yo me adhiera inviolablemente a tusmandamientos, y no permitas que me separe jamás de ti»

 

 
XIIª. Jesús muere en la Cruz

 

Y clamando con voz potente Jesús dijo: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu. Y dicho esto, expiró». Después de tres horas de tormentos indecibles, Jesús muere. «La única oblación digna de Dios, el único sacrificio que rescata al mundo y santifica las almas, queda cumplido».

Cristo Jesús había prometido que, «una vez levantado de la tierra lo atraería todo a Sí». Le pertenecemos por doble título: como criaturas a quienes sacó de la nada y para Él, y «como almas rescatadas por su sangre preciosa».

Una sola gota de la sangre de Jesús, Hombre Dios, habría bastado para salvarnos, porque todo en Él tiene un valor infinito; pero entre muchas razones, por las que quiso derramar hasta la última gota, permitiendo fuese atravesado  su sagrado corazón para manifestarnos su amor entrañable.

Por nosotros todos la derramó, y cada cual bien puede decir con toda verdad aquello de San Pablo: «Me amó y se entregó por mí”.

Pidámosle que nos arrastre hacia su corazón sagrado por la virtud de su muerte de cruz, y que «nos haga morir a nuestro amor propio y a nuestra propia voluntad, origen de tantas infidelidades y pecados, y vivir para Él, ya que Él murió por nosotros».

Y si a su muerte debemos la vida de nuestras almas, ¿no será justo que vivamos sólo para Él? “Para que los que viven no vivan ya para sí mismos, sino para aquel que por ellos murió» ».

Oh Padre!, glorifica a tu Hijo pendiente del patíbulo. «Puesto que se ha humillado hasta la muerte y muerte de cruz, ensálzale ahora y que sea exaltado el nombre que le diste. Toda rodilla se doble ante Él, y toda lengua confiese que tu Hijo Jesús vive desde ahora en tu eterna gloria. »



XIIIª.  El cuerpo de Jesús es entregado a su Madre

 

El cuerpo exánime de Jesús es puesto en brazos de su Madre; no podemos imaginarnos cuál fue el dolor de la Virgen en esta hora. No hay madre alguna que ame tanto a sus hijos, como María amó al suyo; su corazón de madre fue modelado por el Espíritu Santo para amar a un Hombre Dios. Jamás un corazón humano latió con tanta ternura por el Verbo Encarnado como el corazón de María, porque estaba llena de gracia y su amor no encontraba obstáculo alguno a sus expansiones.

Además, ella lo debía todo a Jesús: su inmaculada concepción, los privilegios que la hacen criatura única, se le habían concedido en previsión de la muerte de su Hijo. Pues, según esto, ¿cuál no sería su dolor al recibir en sus brazos el cuerpo ensangrentado de Jesús?

Echémonos a sus pies para pedirle perdón de los pecados que fueron causa de tanto quebranto. Oh dulce Madre, fuente de amor, hazme comprender la fuerza de tu dolor para tomar parte en él: haz que mi corazón se abrase en amor a Cristo, mi Dios, para no pensar más que en agradarle!.

 

 

 

 


XIVª. Jesús puesto en el sepulcro

 

« Descolgado ya de la cruz el cuerpo de Jesús, José de Arimatea lo envolvió en un lienzo y lo colocó en un sepulcro cavado en la roca, en donde nadie había sido aún enterrado».
San Pablo decía que Cristo debía «asemejarse en todo a nosotros» ; hasta en su sepultura se nos parece Jesús: “Se le sepultó — dice San Juan —- a la manera judía, con lienzos y aromas»

Mas el cuerpo de Jesús, unido al Verbo, «no podía sufrir la corrupción’”. Quedará en el sepulcro apenas tres días; pero luego, por su propia virtud, saldrá Jesús triunfantede la muerte, resplandeciente, lleno de vida y de gloría, y «la muerte no tendrá ya imperio sobre Él».

Nos dices el Apóstol, además, que «por nuestro bautismo hemos sido sepultados en Cristo, a fin de morir para Él al pecado» ». Las aguas del bautismo son como un sepulcro donde debemos dejar el pecado y de donde salimos animados de una nueva vida, la vida de la gracia.

Unidos por la fe y el amor a Cristo yacente en el sepulcro, renovamos esa gracia de «morir para el pecado a fin de vivir sólo para Dios»

¡ Oh Jesús, Señor mío!, entierre yo en tu tumba todos mis pecados, todas mis culpas e infidelidades; por tu muerte y tu sepultura, dame la gracia de dar el adiós, cada día con más firmeza, a todo aquello que me aparta de ti: al diablo, a las máximas del mundo, a mis concupiscencias. Y por la virtud de tu resurrección, haz que, como Tú, sólo viva para gloria de tu Padre.

 

 

XII. — EN LA. CUMBRE DEL TABOR

(II Domingo de Cuaresma)

 

La vida de Jesucristo en la tierra tiene tal importancia, hasta en sus mismos detalles, que nunca podremos agotar toda su profundidad; una sola palabra del Verbo Encarnado, de Aquel que vive siempre en el seno del Padre es una revelación tan grande que podría bastar, cual fuente siempre viva de aguas saludables, para fecundar toda una vida espiritual.

Una palabra suya, como vemos en la vida de muchos santos, fue suficiente muchas veces para convertir totalmente las almas a Dios. Sus palabras vienen del cielo, y por eso tienen tanta virtud.
Otro tanto se puede decir de sus acciones, pues hasta las más pequeñas son para nosotros modelo, luz y fuente de gracias.

Son muchos los aspectos de su vida pública en que podemos descubrir lo que hay de inefablemente divino e indeciblemente humano en este período de tres años. Hay, sin embargo, una página, única en su género, que encierra un misterio tan hondo, y al propio tiempo tan fecundo para nuestras almas, que merece ser meditado exclusivamente: es el misterio de la Transfiguración ».

Todos sabemos que todo lo referente a Cristo se apoya y se fundamenta en su divinidad, que es a la vez base y fundamento, centro y coronamiento de toda nuestra vida espiritual. Pues bien, la Transfiguración es uno de esos episodios en que, a los ojos humanos, más resplandecen los esplendores de esta divinidad.
Contemplémosle con fe, pero también con amor; cuanto más viva sea nuestra fe, más grande será también el amor con que nos acerquemos a Jesucristo en este misterio, más ancha y más profunda también nuestra capacidad para quedar llenos interiormente de su luz e inundados por su gracia.

¡Oh Jesús, Verbo eterno, Maestro divino, que eres el esplendor de la gloria del Padre y figura de su sustancia! Tú mismo lo has dicho: « Si alguien me ama, me manifestará a él. » Haz, pues, que te amemos con tal fervor que podamos recibir de Ti una vista más clara de tu divinidad, pues ahí está el secreto de nuestra vida y de la vida eterna, como Tú nos dijiste: “la eterna es que te conozcan a Ti único Dios verdadero y a tu enviado Jesucristo”, enviado al mundo para ser nuestro Rey y Pontífice único de nuestra salvación. ¡Alumbra los ojos de nuestras almas con un rayo de esos resplandores divinos que brillaron en el Tabor para que se afiancen y aumenten nuestra fe en tu divinidad, nuestra esperanza en tus méritos y nuestro amor a tu adorable persona.

 
1. EL RELATO EVANGÉLICO DE LA TRANSFIGURACIÓN

 

Vamos a leer atentamente el relato que traen los Evangelios, para meditar luego y ahondar en comprensión y sentido. Corría el último año de la vida pública de Jesucristo. Hasta entonces habían sido muy raras las alusiones a su futura Pasión, pero, dice San Mateo, que «Jesucristo desde entonces comenzó a manifestar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén para sufrir mucho de parte de los ancianos, de los príncipes de los sacerdotes y de los escribas, y ser muerto, y al tercer día resucitar”. Y añadió: «En verdad os digo que hay algunos entre los presentes que nogustarán la muerte antes de haber visto al Hijo del hombre venir a su reino».

Unos días después de esta predicción, Jesús toma consigo a sus tres apóstoles preferidos: Pedro, a quien días antes había prometido fundar sobre él su Iglesia; a Santiago, que iba a ser el primer mártir del Colegio apostólico, y Juan, el discípulo amado. Jesucristo les había escogido ya antes para testigos de la resurrección de la hija de Jairo, ahora les lleva a un monte elevado para presenciar la manifestación más estupenda de su divinidad.

La tradición señala el monte Tabor como sitio donde tuvo lugar la escena. Está situado este «monte elevado» a varias leguas al este de Nazaret, aislado, a unos seiscientos metros de altura y alfombrado de exuberante vegetación; desde su cima se extiende la vista en todas las direcciones.

Y allá se dirige Jesucristo con sus discípulos, a esa cumbre » “apartada” del bullicio del mundo. Y como era su costumbre, se pone en oración. San Lucas apunta este detalle: «Mientras oraba, el aspecto de su rostro se transformó. Su rostro resplandece como el sol, sus vestidos se tornan blancos como la nieve”, y queda envuelto en una atmósfera divina.

Al comenzar su oración Jesucristo, los apóstoles se habían dejado ya vencer por el sueño, pero el resplandor de la luz les despierta y le ven hermoso y radiante, y a su lado, Moisés y Elías  conversando con Él. Pedro, lleno de gozo al ver la gloria de su Maestro, fuera de sí, «sin saber lo que se decía”, exclama: Maestro, «qué bien se está aquí» . ¡Oh Señor, qué bien se está contigo!; cesen las luchas con los fariseos, las fatigas, correrías y viajes; basta de humillaciones y asechanzas; «quedemos aquí, y hagamos tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías».

Los Apóstoles se creyeron ya en el cielo pues era tanta y  tan resplandeciente la gloria de Jesucristo y tanto saciaba también su corazón su sola vista que se taparon los ojos.
Y estando hablando Pedro, una nube luminosa les cubrió y de ella salió una voz que dice: «Éste es mi Hijo muy amado, en quien tengo todas mis complacencias, escuchadle”. Y al instante, los tres apóstoles, sobrecogidos de espanto y respeto, se postraron ante Dios y lo adoraron”.

Pero Jesús les tocó al momento y les dijo: “Levantaos y no temáis”. Ellos ”levantando los ojos al cielo, no vieron a nadie más que a Jesús. Y le vieron como le habían visto momentos antes, al subir junto al monte; vieron al Jesús que estaban acostumbrados a ver, al Jesús hijo del artesano de Nazaret, al Jesús que poco después iba a morir en una cruz.

 

 

2. Lo QUE SIGNIFICA ESTE MISTERIO PARA LOS APÓSTOLES
QUE LO PRESENCIARON: JESUCRISTO, AL MANIFESTARLES
AHORA SU DIVINIDAD, QUIERE PREVENIRLES AHORA CONTRA
EL «ESCÁNDALO» DE SU PASIÓN

 

He aquí el misterio tal como nos le describe el santo Evangelio. Veamos ahora su sentido oculto. En la vida de Jesús, Verbo Encarnado, todo ciertamente tiene un alto significado. Jesucristo es el gran sacramento de la Nueva Ley. Porque todo sacramento es un signo sensible de una gracia interior e invisible; por consiguiente podemos decir que Jesucristo es el gran sacramento de todas las gracias que Dios concedió al género humano. Como nos dice el apóstol San Juan, «Jesucristo apareció en medio de nosotros como Hijo único de Dios, lleno de gracia y  verdad»; y añade a renglón seguido: «y todos hemos de recibir de su plenitud». Jesucristo realizó y nos comunica en todos sus misterios estas gracias como Hombre Dios, ya que como tal nos las mereció, y porque el Padre Eterno le constituyó único pontífice y supremo mediador de los hombres y del mundo.

Los misterios del Señor, como ya sabemos, deben servirnos de tema de meditación, de admiración y de culto; deben ser, además, para nosotros, como unos sacramentos que produzcan en el alma, según el grado de nuestra fe y de nuestro amor, la gracia vinculada a cada uno de ellos. Y esto podemos decirlo de cada uno de los estados de Jesús, do todas las obras del Señor. Porque, si Jesucristo es siempre el Hijo de Dios, si ante todo da gloria a su Padre en cuanto dice y hace, es cierto también que jamás aparta de nosotros su pensamiento; a todos sus misterios asigna una gracia que ha de ayudarnos a comunicárnosla y a vivirla en nosotros y así salvarnos haciéndonos semejantes a Él.

Aquí echamos de ver por qué Jesucristo quiere que conozcamos sus misterios, que ahondemos en ellos, que los meditemos para poderlo comprender y vivirlos. Esto es precisamente lo que nos dice el gran San León al hablar de la Transfiguración: «El relato evangélico que acabamos de oir con los oídos corporales, y que ha cautivado la atención de nuestro espíritu, nos convida a indagar el significado de este gran misterio”. Gracia inestimable es la de poder penetrar en el sentido que tienen los misterios de Jesucristo y en los cuales «se encierra la
vida eterna… esta es la vida eterna, que te conozcan a ti único Dios verdadero y a tu enviado, Jesucristo”.  Y nuestro Señor Jesucristo decía a sus discípulos que esta gracia de espiritual inteligencia sólo era concedida a los que viven unidos a Él: «A vosotros os ha sido
dado el conocer el misterio oculto por los siglos del reino de Dios; a los demás, sólo en parábolas».

Es tan importante para nuestras almas esta gracia, que la Iglesia, guiada en esto por el Espíritu Santo, la pide de modo especial en la poscomunión de la fiesta: «Escucha nuestras súplicas, Dios Omnipotente, y otórganos que, una vez purificadas nuestras almas, tengamos una inteligencia fecunda de los santos misterios de la Transfiguración de tu Hijo que acabamos de celebrar con solemne oficio... ».

Veamos, pues, el significado de este misterio, y primeramente para los apóstoles, ya que tuvo lugar en presencia de tres de ellos.
¿Por qué se transfiguró Jesucristo ante ellos? San León nos lo dice también claramente: “El fin principal de esta Transfiguración era alejar del corazón de los discípulos el escándalo de la Cruz y fortalecer su fe frente a las humillaciones de la Pasión libremente aceptada, una vez conocida la excelencia de su naturaleza divina oculta bajo el velo de su humanidad».

Imposible para los apóstoles el creer que Jesucristo pudiese sufrir, ya que vivían en íntimo trato con el divino Maestro y además estaban imbuidos de los prejuicios de su raza respecto a los destinos de un Mesías glorioso.

Ved, por ejemplo, a San Pedro, príncipe del colegio apostólico. Hacía poco que había proclamado ante todos y en nombre de todos la divinidad de Jesucristo: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» . El amor que profesaba a nuestro Señor y los ideales todavía terrestres que conservaba de su reino le hacían rechazar la idea de la muerte de su Maestro. Además, al hablar Jesucristo, de un modo claro, a sus discípulos días antes de su Transfiguración de su cercana Pasión, Pedro se impresionó y tomando aparte a Jesús exclama resueltamente: « Lejos de ti tal cosa, Señor”. Pero Jesús reprende al momento a su apóstol: «Retírate de mí, Satanás, porque tú piensas como los hombres, no como Dios”.

Había previsto, pues, el Señor, que sus apóstoles no se conformarían con sus humillaciones, y que su Cruz sería para ellos ocasión de caída. Si escogió con preferencia a estos tres apóstoles para que presenciaran su Transfiguración, obedecía también a que dentro de poco habían de ser testigos de su flaqueza, de sus congojas y de su inmensa tristeza al sufrir su agonía en el huerto de los Olivos. Quiere pertrecharles contra el escándalo que sufriría su fe al verle tan humillado, quiere afianzados en su fe por medio de su Transfiguración. Y ¿cómo? En primer lugar, por el misterio en sí mismo.

Jesucristo durante su vida mortal, «se hizo semejante a los nosotros, los hombres, menos en el peccado», dice San Pablo, y lo hizo tan perfectamente, que muchos de los que le ven le toman por un hombre como los demás; hasta aquellos a los que el escritor sagrado, conforme al uso de su tiempo, llama frates Domini,  hermanos del Señor, es decir, primos y parientes cercanos, al oír su doctrina tan extraordinaria le consideran que está fuera de sí; los que le conocieron en Nazaret, en el taller de José, se hacen cruces y se preguntan de ¿dónde le viene a este esta sabiduría? « ¿No es éste el hijo del carpintero?».

No cabe duda que en Jesucristo había una virtud divina totalmente interior que se manifestaba por medio de acciones prodigiosas; «salía de Él una virtud que sanaba a todos »; era como un perfume de la divinidad que se desprendía de Él y atraía a las muchedumbres; leemos en el Evangelio que a veces los judíos, aunque groseros y carnales, se quedaban tres días sin comer para poder seguirle y oirle.

Y la divinidad, sin embargo, estaba en Él exteriormente oculta y velada por una carne flaca y mortal como la de todos; Jesús se hallaba sometido a las condiciones diversas y ordinarias de la vida humana, débil y pasible : sujeto al hambre y a la sed, al cansancio y al sueño, a la lucha y al camino. Tal era el Cristo de todos los días, tal el modesto vivir del cual fueron testigos diariamente los apóstoles.

Pero ahora le ven transfigurado en el monte; los efluvios de la divinidad todopoderosa atraviesan los velos de su santa humanidad; el rostro de Jesucristo brilla como el sol; «Sus vestidos se volvieron resplandecientes, blancos, dice San Marcos, como no los puede blanquear lavandera alguna sobre la tierra». Los apóstoles comprenden por esta maravilla que aquel Jesús es verdadero Dios; la majestad de la divinidad les inunda, la gloria eterna de su Maestro se les revela en toda su integridad.
Y observad también que Moisés y Elías aparecen al lado de Jesús, conversando con Él y adorándole.

Ya lo sabéis; para los apóstoles, lo mismo que para los judíos fieles, Moisés y los profetas resumían todo; Moisés era su legislador, los profetas representados en estos personajes vienen a atestiguar que Cristo es ciertamente el Mesías anunciado y figurado. La presencia de Moisés y de Elías es una prueba ante Pedro y sus compañeros de que Jesucristo respeta la ley y anda de acuerdo con los profetas; no se puede dudar de que es el Enviado de Dios, El que tenía que venir. Finalmente, como digno remate de todos estos testimonios y para acabar de manifestar de modo evidente la divinidad de Jesucristo, se deja oír la voz del Padre Eterno. Dios Padre proclama que Jesucristo es su Hijo, y Dios como Él. De esta manera contribuye todo a consolidar la fe de los apóstoles en Aquel que Pedro reconoció como Enviado e Hijo de Dios vivo.

 

 


3.TRIPLE GRACIA QUE ESTE MISTERIO CONTIENE PARA NOSOTROS: FORTECE NUESTRA FE, SEÑALA DE MANERA ESPECIAL NUESTRA ADOPCIÓN SOBRENATURALNOS HACE DIGNOS DE TENER PARTE UN DÍA EN LA GRACIA ETERNA DE JESUCRISTO

 

Los discípulos de Jesús tal vez no calaron entonces toda la grandeza de esta escena ni toda la profundidad del misterio a que asistían por un privilegio. Les bastaba estar alerta contra el escándalo de la cruz; por eso Jesucristo les ordenó lo siguiente:«No deis a conocer a nadie esta visión”. Mástarde, resucitado ya Cristo, y confirmados en su dignidad apostólica por el Espíritu Santo el día de Pentecostés, Pedro les descubrió los esplendores que habían contemplado en el Tabor.

Pedro, cabeza de la Iglesia, el que recibió del Verbo Encarnado la misión «de confirmar a sus hermanos en la fe»  anuncia que «la majestad de Jesucristo le ha sido revelada, que Jesucristo recibió
de Dios Padre el honor y la gloria en el monte santo». Pedro, supremo Pastor, basándose en esta visión, exhorta a sus fieles y a nosotros en ellos a no vacilar en su fe.

Porque hay que tener en cuenta que la Transfiguración se obró también para nosotros. Los discípulos elegidos para ser testigos, dice San León, representan a toda la Iglesia y el Padre se dirige a ella lo mismo que a los apóstoles al proclamar la divinidad de su Hijo Jesucristo y al mandar escucharle. «Todo esto, carísimos, no se dijo sólo para utilidad de los que lo oyeron directamente, sino que en aquellos tres apóstoles aprendió toda la Iglesia cuanto vieron con su vista y percibieron por su oído».

La Iglesia ha resumido perfectamente en la oración de la fiesta las enseñanzas preciosas de, este misterio. Para nosotros, lo mismo que para los apóstoles, la Transfiguración «confirma nuestra fe»: Con el testimonio de los Padres has vigorizado el misterio de nuestra fe; además, en ella está significada de modo admirable nuestra adopción perfecta de hijos, conforme a aquella voz que bajó de la nube clara; y finalmente, la Iglesia pide que seamos un día coherederos del Rey de la gloria y tengamos parte en. su misma gloria triunfal.

La Transfiguración confirma nuestra fe.

Porque la fe, efectivamente, no es más que la participación misteriosa en el conocimiento que Dios tiene de sí mismo. Dios se conoce como Padre, Hijo y Espíritu Santo. El Padre, al conocerse, engendra desde toda la eternidad un Hijo semejante, igual a Él. Éste es mi Hijo amado en el que me complazco. Estas palabras encierran la revelación más grande que Dios ha hecho al mundo y son como el eco mismo de la vida del Padre.

El Padre, como tal, vive engendrando a su Hijo; esta generación, que no conoce ni principio ni fin, constituye propiedad exclusiva del Padre. En la eternidad, veremos con gran asombro y amor esta procesión del Hijo engendrado en el seno del Padre. Es una generación eterna: Tú eres mi Hijo, hoy te engendré.  Este «hoy»  es el hoy perenne de la eternidad.

Al decirnos que Jesucristo es su Hijo muy amado, el Padre nos revela su misma vida; y al creer en esta revelación participamos del conocimientode Dios mismo. El Padre conoce al Hijo en los esplendores sin fin; y nosotros, nosotros sólo en las sombras de la fe, mientras llegan las claridades de la eternidad.

El Padre declara que el niño de Belén, el adolescente de Nazaret, el predicador de la Judea y el ajusticiad0 del Calvario es Hijo suyo, su Hijo muy amado; nuestra fe consiste en creerlo.
Aprovecha mucho en la vida espiritual tener siempre ante los ojos, por decirlo así, este testimonio del Padre. Nuestra fe no encuentra mayor sostén, prueba y apoyo. Al leer el Evangelio o una Vidade Nuestro Señor Jesucristo, al celebrar sus misterios, al hacer una visita al Santísimo Sacramento, al prepararnos para recibirle en nuestro corazón por medio de la sagrada comunión o en nuestros ratos de adoración; cuandole hemos recibido y lo tenemos dentro de nosotros, muchas veces y a lo largo de toda nuestra vida, procuremos tener siempre muy presente estas palabras: «Éste es mi hijo muy amado, en quien tengo mis complacencias».

Y entonces debemos decir: «Padre mío, sí, lo creo, y quiero repetirlo contigo. Este Jesús que vive en mi por la fe, por la comunión es tu Hijo, y lo creo porque Tú lo has dicho, y porque lo creo, adoro a tu Hijo y le tributo mis homenajes; y por Él y en Él, te doy a Ti también, oh Padre celestial, todo honor y toda gloria, juntamente con tu Santo Espíritu.»

Una oración así es sumamente agradable a nuestro Padre celestial y si es sincera, pura y frecuente, nos convierte en el blanco del amor del Padre, y Dios nos envuelve en las complacencias quetiene con su mismo Hijo Jesucristo. Nos lo tiene dicho nuestro Señor Jesucristo mismo: «El Padre os ama, porque habéis creído que Yo he salido de El y soyHijo suyo. ¡Yqué dicha para un alma ser objeto del amor del Padre, de este Padre “de quien desciende  todo don perfecto» y que regocija los corazones.

Pero, además, es muy grata a Jesucristo pues desea ardientemente que anunciemos su divinidad, que nuestra fe en ella sea viva,firme y profunda y que no conozca la menor vacilación: «Bienaventurado el que no se escandalizare de mí»; el que siga inquebrantable creyendo en Mí y no se avergüence de Mí, a pesar de las humillaciones de mi Encarnación, de los ignorados trabajos de mi vida oculta, de los abatimientos de mi Pasión, de los ataques y de las blasfemias de que soy blanco continuamente, de las luchas que tienen que sostener en el mundo mis discípulos y mi Iglesia.

Recordad la conducta de los apóstoles en la Pasión de Jesucristo: su fe se sintió cobarde y huyeron. Sólo Juan siguió a su divino Maestro hasta el Calvario. Y sabernos que después de la resurrección, al ir por encargo de Cristo la Magdalena y las otras santas mujeres a comunicarles que ellas le habían visto resucitado, no las creyeron; dijeron que eran historias de mujeres y de cuentistas.

Tened presente también a los dos discípulos de Emaús; tiene que juntarse a ellos nuestro Señor, y, descubriéndoles el sentido de la Escritura, mostrarles «que era necesario que todo lo que de Él se escribió en la Ley de Moisés y en los profetas y en los salmos se cumpliese» antes de entrar Cristo en su gloria. Creamos, pues, firmemente en la divinidad de Jesucristo; jamás consintamos que se mengüe esta fe, y para sostenerla recordémonos del testimonio del Padre Eterno en la Transfiguración: en él encontrará nuestra fe uno de sus mejores apoyos.

La oración de la fiesta nos dice también «que nuestra adopción como hijos de Dios fue admirablemente indicada por la voz divina que salió de la nube luminosa». El Padre Eterno nos hace saber que Jesucristo es su Hijo; pero es también, como sabéis, «el primogénito entre muchos hermanos».

Al tomar nuestra naturaleza humana nos hace partícipes de su filiación divina por medio de la gracia. Si Jesucristo es el Hijo propio de Dios por naturaleza, nosotros lo somos por gracia. Por su Encarnación Jesucristo es uno de los nuestros; nos hace semejantes a Él al conferirnos una participación en su divinidad, de suerte que formamos Con Élun solo Cuerpo místico. En eso consiste laadopción divina: «Que seamos llamados hijo de Dios y lo seamos».

Al anunciar que Jesucristo es su Hijo, el Padre nos quiere decir también que los que participan de su divinidad por la graciason igualmente  sus hijos, aunque a título distinto. Por Jesucristo Verbo Encamado, se nos concede esta adopción «Nos engendra por la palabra de la verdad» ». Yal adoptarnos por hijos suyos, el Padre nos da el derecho de tener parte un día en su vida divina y gloriosa. Y éstaes la «adopción perfecta».

Es perfecta de parte de Dios «porque todas sus obras llevan el sello de una sabiduría infinita». Y, en efecto, pensad de qué riquezas colma Dios a sus hijosadoptados en el Hijo al comunicarles este don incomparable, la gracia santificante, las virtudes infusas, los dones del Espíritu Santo, los auxilios que nos concede cada día y todo ese cúmulo de bienes que constituye para nosotros en esta vida el orden sobrenatural.

Y para asegurarnos todas estas riquezas, tenemos la Encarnación de su Hijo, los méritos infinitos de Cristo que se nos aplican en los sacramentos la Iglesiacon todos los privilegios inherentes a su título de Esposa de Jesucristo, porque de parte de Dios, ciertamente, esta adopción es perfecta.

Pero de parte nuestra, mientras vivimos en este mundo, también puede serlo desde el día en que se nos confirió por medio del bautismo y sigue desarrollándose más y más por los sacramentos y las buenas obras; es como un germen que tiene que crecer, un Principio destinado a perfeccionarse una aurora que ha de llegar a pleno día.

Obtendremos la perfección sipersevera mos constantemente fieles, y entonces nuestra adopción alcanzará su desarrollo total, convertida en gloria. « Si Somos hijos, también herederos de Dios y coherederos de Cristo» ».

Por eso la iglesia termina la oración de la fiesta pidiendo para nosotros la gracia de llegar a la perfecta adopción que sólo tendrá su realización cornpleta en el cielo: «Haz propicia, que seamos coherederos del mismo Rey de la gloria y partícipes de su misma gloria. »

Así, pues, vemos en la Transfiguración, revelada ya de antemano nuestra futura grandeza, esa gloria que rodea a Cristo y que será un día la nuestra. ¿Por qué? Porque la herencia que posee como Hijo propio de Dios nos la da como a miembros suyos con derecho a tener parte en ella.

Así piensa también San León, al decir: «La esperanza de la santa Iglesia se fundaba por medio de este misterio de la Transfiguración en una gran providencia; todo el cuerpo místico de Cristo (es decir, las almas que forman su cuerpo místico) desde ahora puede reconocer la transformación que les será concedida, y los miembros pueden estar seguros de que un día tendrán parte en la gloria que ha resplandecido en su Jefe».

Por la gracia «somos hijos de Dios desde este mundo, aunque no se ha manifestado aún todo lo que seremos»; habrá llegado este día en el que «los justos, según la palabra de Jesucristo mismo, brillarán como el sol en el reino de su Padre». Sus cuerpos serán gloriosos como el cuerpo de Cristo en el Tabor, y la misma gloria que vemos brillar en la Humanidad del Verbo Encarnado transfigurará nuestros cuerpos, como lo dice expresamente San Pablo: “Reformará el cuerpo de nuestra vileza, conforme a su cuerpo glorioso».

No es de creer que Jesucristo tuviera en la montaña santa todo el esplendor de que ahora goza en el cielo su Humanidad; apenas descorrió un poco el velo de su gloria, pero bastó eso para deslumbrar a sus discípulos.

¿De dónde procedía, pues, aquella irradiación tan admirable? De la divinidad. Era como un infiltrarse de la divinidad en la santa humanidad, un resplandor del foco de vida eterna que de ordinario se ocultaba en Cristo, y en este momento resplandecía en su sagrado cuerpo con un fulgor maravilloso. No era, luz recibida de prestado ni procedente de fuera, sino un reflejo de la infinita inconmensurable majestad que Jesucristo contenía y como aprisionaba en Sí mismo, para que no saliese al exterior.

Por nuestro amor, a lo largo de su existencia terrena, Jesucristo ocultaba de modo habitual y a través de una vida mortal la vida divina, no le permitía desbordarse en continuo chorro de luz para no cegar nuestros pobres ojos; pero en la Transfiguración el Verbo, dejando en libertad a la gloria eterna, le permitió proyectar sus resplandores en la Humanidad que un día tomó.

Esto nos enseña que nuestra santidad se reduce a semejarnos a Jesucristo; una santidad cuya fuente primera está fuera de nosotros, y es la derivación en nuestras almas de la vida divina.
Esta santidad comenzó «a lucir en nosotros» » por la gracia de Cristo desde el bautismo que inaugura nuestra transformación a imagen de Jesucristo Y, en efecto, la santidad en este mundo, no es más que una transfiguración interior modelada conforme a la imagen de Cristo: « Nos predestinó Dios a ser conformes con la imagen de su Rijo» .

Dicha imagen, si somos fieles a la acción del Espíritu Santo, crece poco a poco, se desenvuelve, se perfecciona, hasta que lleguemos a la luz eterna. Entonces aparecerá la transfigjraj a la vista de los ángeles y de los escogidos y será como la ratificación suprema de la «adopción perfecta», que hará brotar en nosotros una fuente inagotable de gozo.

 

 

 
4.MEDIO DE LLEGAR AL ESTADO GLORIOSO FIGURADO POR LA TRANSFIGURACIÓN: ESCUCHARA JESUCAARISTO EL HIJO
PREDILECTO DEL PADRE. «IPSUM AUDITE»

 

Tal es el estado glorioso que nos espera, porque ése es también el estado glorioso de nuestra cabeza suprema, Cristo Jesús, de quien somos miembros; estado admirable que la Transfiguración del Tabor nos permite entrever y propone también a nuestra fe como un objeto de esperanza.

Y ¿qué hemos de hacer, me diréis, para llegar a ese estado? ¿Qué camino hemos de seguir para alcanzar esta gloria bienaventurada de la cual contemplamos un destello en la Transfiguración de nuestro divino Salvador? No hay más que un camino, y quien nos le puede enseñar es el Padre. El Padre que nos adopta, que nos llama a la herencia celestial para tomar parte en su felicidad, para participar un día sin fin en la plenitud de su vida, el Padre mismo nos señala el camino, nos le indica en este mismo misterio: «Éste es mi Hijo muy amado, en quien he puesto mis complacencias.»

Cierto que ya oímos estas palabras en el bautismo de Jesucristo; pero en la Transfiguración, el Padre añade una nueva palabra que encierra todo el secreto de nuestra vida: Escuchadle. Es como si para hacernos llegar hasta Él, Dios recurriese a Jesucristo. Así es, en efecto, la economía de los planes divinos.

Jesucristo, el Verbo Encarnado, que por ser el Hijo de Dios vive siempre en el seno del Padre, nos da a conocer los secretos divinos: Él mismo nos los ha dado a conocer ». Él es la luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo; donde brilla esa luz no hay tinieblas; oírla, es lo mismo que oír al Padre que nos llama, porque la doctrina de Jesucristo no es doctrina suya, sino la del Padre que le envió: «todo lo que oí de mi Padre os lo he dado a conocer» «. Él es el único camino, «nadie va al Padre sino por Mí» ». « Muchas veces y de muchas maneras habló en otro tiempo a nuestros padres por ministerio de los profetas; últimamente, en estos días, nos habló por su Hijo».

Y mirad cómo para dárnoslo a entender mejor Moisés y Elías desaparecen al oírse la voz del Padre que nos manda escuchar a su Hijo: «Y mientras sonaba la voz (del Padre), Jesús estaba solo». En lo sucesivo, Él es el único Mediador, el único que cumple las profecías y resume la Ley. Él sustituye las figuras y las predicciones por las realidades; Él reemplaza la Ley Antigua, ley de servidumbre, por la Ley Nueva, ley de adopción y de amor. Para ser del Padre Eterno, para llegar a la adopción perfecta y gloriosa sólo necesitamos escuchar a Jesús: «Mis ovejas oyen mi voz».

Y ¿cuándo nos habla? Nos habla en el Evangelio; nos habla por la voz de la Iglesia, de los pastores, por la de los acontecimientos y pruebas, por las inspiraciones del Espíritu Santo. Pero para oírle bien es necesario el silencio; muchas veces hay que retirarse a un lugar solitario, como Jesucristo en su Transfiguración.

A Jesucristo se le encuentra en todas partes, es cierto, aun en la barahunda de las grandes ciudades, pero sólo se le oye bien en una alma serena y silenciosa y únicamente se le comprende en la oración» en esos momentos sobre todo se revela al alma para atraerla hacia Sí y transfigurarla en Él.

En los ratos de oración, pensemos que el Padre nos muestra a su Hijo: Éste es mi Hijo amadísimo. Adorémosle, entonces, con una reverencia profunda, con viva fe y amor ardiente. Y entonces le escucharemos también: «Señor, ¿a quién oiremos? Tú tienes palabras de vida eterna».

Escuchémosle por la fe, aceptando todo cuanto nos diga: «Sí, Dios mío, lo creo, porque Tú lo dices; estás de continuo en el seno del Padre» y ves los secretos divinos en el resplandor de la luz eterna; creemos lo que nos revelas. Para nosotros la fe es aquella lámpara de que habla el apóstol, testigo de tu Transfiguración, «lámpara que luce en lugar tenebroso».

Vamos camino de esta luz rodeada de tinieblas, y a pesar de esta oscuridad debemos andar con paso firme. Escuchar a Jesucristo quiere decir algo más que prestar atención con los oídos materiales, pues el corazón también tiene su oído: es necesario que nuestra fe sea práctica, que se traduzca en obras dignas de un verdadero discípulo de Jesucristo y conformes al espíritu de su Evangelio, lo que San Pablo llama “agradar a Dios » , término que emplea la Iglesia » al pedir a Dios que nos hagamos hijos dignos de nuestro Padre celestial, no obstante las tentaciones, las pruebas y sufrimientos que nos puedan sobrevenir.

No demos oídos a la voz del demonio, porque sus sugestiones son las de un príncipe de las tinieblas; no nos dejemos arrastrar por los prejuicios del mundo, porque sus máximas son falaces; ni nos seduzcan los halagos de los sentidos, ya que satisfacerlos sólo traen al alma desasosiego e inquietud.

Únicamente a Jesucristo debemos escuchar y seguir. Entreguémonos a Él por la fe, la confianza, el amor, la humildad, la obediencia, el abandono total en sus manos. Si nuestra alma se cierra a los ruidos del mundo, al tumulto de las pasiones y de los sentidos, poco a poco se irá adueñando de ella el Verbo Encarnado, y entonces nos hará comprender que los verdaderos goces, las alegrías más hondas son las que se sienten en el servicio de Dios. El alma que, a ejemplo de los apóstoles privilegiados, tiene la dicha de trabar amistad con el divino Maestro, experimentará más de una vez la necesidad de exclamar con San Pedro en tiempos de soledad y oración: « Señor, bien se está aquí ».

No siempre, es verdad, nos conduce el Señor al Tabor, «donde luce claro sol»; tampoco nos concede a todas horas consuelos sensibles; si nos los da, no debemos rechazarlos, pues de Él vienen; al contrario, tenemos que recibirlos con humildad, sin buscarlos por lo que en sí son ni apegamos a ellos.

San León advierte que Nuestro Señor Jesucristo no respondió a Pedro al proponerle éste levantar unas tiendas para quedarse en aquel lugar de tanta dicha; y dice que la petición no era condenable, sino que el momento no había llegado. Mientras dura nuestro peregrinar por este mundo, lo más corriente es que Jesucristo nos lleve al Calvario, es decir, a través de las contradicciones, las pruebas, las tentaciones».

Mirad, ¿de qué hablaba en el monte nuestro Señor con Moisés y Elías? ¿De sus prerrogativas divinas, de la gloria que tenía embelesados a sus discípulos?  no; su conversación versaba sobre su Pasión ya vecina, del exceso de sus padecimientos que causaban a Moisés y a Elías tanta extrañeza cuanta la inmensidad de su amor les deslumbraba.

Por la cruz nos lleva Jesucristo a la vida, y porque sabe que somos flacos en los trabajos, quiso mostrarnos en su Transfiguración el grado de gloria a que estamos destinados con Él, si permaneciéremos fieles: “Coherederos con Cristo, si permanecemos en Él, para ser con Él glorificados». No es esta vida para vivir regalados, sino para trabajar, luchar y ejercitarse en la paciencia con Cristo.

Por eso, contra viento y marea, no dejemos de ser fieles a Cristo. Hemos oído ya que es Hijo de Dios e igual a Dios; su palabra no falla, pues es el Verbo Eterno. Ahora bien, Él mismo asegura que quien le sigue tendrá «la luz de la vida».

¡Dichosa el alma que le escucha a Él solo y le escucha siempre, sin dudar de su palabra, sin dejarse perturbar por las blasfemias de sus enemigos, sin ser vencido en las tentaciones, sin abatirse en las pruebas! « Desconocemos, dice San Pablo, el peso eterno de gloria incalculable que nos está reservado por la transitoria y leve tribulación, tolerada en unión con Jesucristo!”. «Dios es fiel”, es decir, no falta a sus promesas, y a través de todas las vicisitudes por las que pasa un alma, Dios la guía de un modo infalible a esa transformación que la asemeja a su Hijo.

Así, pues, nuestra transformación en Jesucristo se va realizando paulatinamente en nuestro interior hasta que llegue el día en que aparezca radiante entre aquella compañía de elegidos que llevan impresa la señal del Cordero y que el mismo Cordero transfigura porque son propiedad suya.

Nuestro Señor mismo nos lo prometió antes de dejar este mundo: «En verdad, en verdad os digo que lloraréis y os lamentaréis, y el mundo se alegrará”  y «también fue preciso que el Mesías padeciese y entrase así en su gloria». Es necesario padecer, pues así lo tiene dispuesto mi providencia; pero cobrad ánimos. «Tened confianza»; con vosotros estoy hasta la consumación de los siglos».

Ahora vuestra fe me recibe todos los días  en el misterio de  mis humillaciones, pero un día vendré en la manifestación completa de mi gloria y vosotros, fieles discípulos míos, entraréis en mi gozo y participaréis de mi gloria, porque sois una misma cosa conmigo Así lo pedí a mi Padre al saldar vuestras cuentas con mi sacrificio. Padre mío, quieroque mis discípulos, los que me diste, estén también donde yo estoy; que vean, y participen de mi gloria, la que Tú me diste antes de la creación del mundo». Yvosotros, a quienes llamo amigos, a los que confié los secretos de la vida divina, según mi Padre lo ordenó vosotros que habéis creído y no me abandonasteis, vosotros entraréis en mi gozo, viviréis mi misma vida, vida divina y trinitaria, vida perfecta, gozo plenísimo, ya que es mi propia vida y mi gozo personal lo que os daré, mi vida y mi felicidad de Hijo de Dios: “Esto os lo digo para que mi gozo esté en vosotros y vuestro gozo esté cumplido».

 

 

“SED SANTOS COMO VUESTRO PADRE CELESTIAL ES SANTO”

(Para este tema ver textos y doctrina del Vaticano II)

 

1.-“Bendito sea Dios,  Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales. Él nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor. Él nos ha destinado en la persona de Cristo, por pura iniciativa suya, a ser sus hijos según el beneplácito de su voluntad...”. 

Tal es el plan divino, tal nuestra predestinación; ser conformes al Verbo Encarnado, Hijo de Dios por naturaleza y nuestro modelo de santidad: “Nos predestinó a ser conformes con la imagen de su Hijo». De este eterno decreto, de esta predestinación amorosísima proviene esa serie de misericordias que llueven de arriba sobre cada uno de nosotros. Para realizar este plan y llevar a cabo sus soberanos designios, Dios nos da la gracia, esa misteriosa participación de su naturaleza; por esa gracia que Cristo nos mereció, somos hechos verdaderos hijos adoptivos del mismo Dios.

Y al realizar, por medio de nuestra santificación, el plan que Dios tiene sobre nosotros, llegamos a ser para Él como una parte de la gloria que es para Él su Hijo Jesús: «Esplendor de su gloria »: somos como una prolongación, los rayos de esta gloria, siempre que nos esforzamos, cada uno en su puesto y en su cargo, por copiar y realizar en nosotros el ideal divino, cuyo modelo único es este Verbo Encarnado.

Nuestras relaciones con Dios no serán ya simples relaciones de criaturas; no nos uniremos a Él tan sólo por los homenajes y deberes de una religión natural fundada en nuestra condición de seres creados; sin destruir ni mermar nada de todo eso, entramos con Dios en relaciones todavía más íntimas, cuales son las de hijos, que crean en nosotros especiales deberes para con un Padre que nos ama: “Sed imitadores de Dios como hijos muy queridos». Relaciones y deberes puramente sobrenaturales, ya que superan las exigencias y los derechos de nuestra naturaleza, y sólo la gracia de Dios nos los hace posibles.

Ahora podéis comprender ya cuál es el carácter esencial de nuestra santidad. Imposible ser santos sin conformarnos al plan divino: es decir, por la gracia que debemos a Jesucristo; ahí tenemos la condición primordial. Por eso se llama esta gracia, gracia santificante. Y tanto es así, que sin dicha gracia no puede haber salvación.

En el reino de los escogidos sólo entran almas que se asemejan a Jesucristo: pues bien, la semejanza fundamental que con Él debemos tener únicamente la gracia la realiza. Veis cómo Dios mismo ha fijado el carácter de nuestra santidad. Querer darle otro sería, como dice San Pablo, andar a la ventura y «azotar al viento» ».

Dios mismo nos ha señalado también el camino que hemos de seguir; no tomarle es extraviarse y; al fin, perderse: “Yo soy el camino: nadie viene al Padre sino por Mí»; Él mismo puso el fundamento de toda perfección fuera del cual sería cimentar sobre arena: “nadie puede poner otro fundamento, sino el que está puesto, que es Jesucristo». Y esto vale decirlo de la salvación lo mismo que de la santidad: una y otra toman su principio y encuentran su apoyo únicamente en la gracia de Jesucristo.

 

 

2. CRISTO ES FUENTE DE TODA SANTIDAD POR SER EL CAMINO, LA VERDAD Y LA VIDA

 

Debemos ir a Dios del modo que Él quiere que vayamos, pues nunca seremos santos sin adaptarnos al plan divino. Ya llevamos trazadas las grandes líneas de este plan magnífico; veamos ahora más despacio de qué modo es Jesucristo fuente de toda santidad para nosotros.

Supongamos un alma que a impulsos del Espíritu Santo, y en un arranque de generosidad cae de rodillas ante el Padre celestial, y le dice: Padre, te amo, nada deseo tanto como tu gloria; quiero glorificarte eternamente con mi santidad. Mas, para esto, dime lo que he de hacer y muéstrame lo que de mí esperas.

¿Qué le respondería el Padre? Le mostraría a su Hijo Jesucristo y le diría: «Ahí tienes a mi Hijo muy amado, objeto de mis complacencias, escúchale.» Luego se retiraría dejando esa alma a los pies de Jesús. Y Jesús, ¿qué nos dice?: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida». Tres palabras muy profundas en su sentido que yo quisiera meditar con vosotros y que permaneciesen grabadas en el fondo de nuestros corazones.

« ¿Deseáis ir a mi Padre?, dice Jesús. ¿Queréis uniros al que es fuente de todo bien y principio de toda perfección? Santo y buen deseo, que yo mismo sembré en vuestro corazón; pero sabed que sin mi no podéis realizarlo. «Yo soy el Camino; nadie viene al Padre sino por Mí.»

Existe, como ya sabéis, una distancia infinita entre la criatura y el Creador; entre el que posee el ser por participación y el que es el Ser subsistente. Tomemos, por ejemplo, el ángel más encumbrado de las jerarquías celestes: pues entre él y Dios hay un abismo que ninguna fuerza creada puede salvar.

Ahora bien, Dios ha levantado un puente sobre este abismo, Cristo, Hombre Dios que une al hombre con Dios. El Verbo se hízo carne uniendo a la Divinidad una naturaleza humana: entrambas naturalezas, divina y humana, tienen una unión tan apretada, tan indisoluble que no constituyen más que una sola persona, la Persona del Verbo, en quien subsiste la naturaleza humana; y así desaparece el abismo de separación.

Jesucristo; siendo Dios como lo es, y uno con su Padre, es también el camino que nos lleva a Dios. Por eso, si queremos llegarnos a Dios, esforcémonos por adquirir una fe ilimitada en el poder que Jesús tiene para unirnos a su Padre.

Mirad lo que dice: «Padre, quiero que allí donde Yo estoy, estén también ellos conmigo». Y Cristo ¿dónde está? «En el seno del Padre.» Cuando nuestra fe es ardiente y nos damos por completo a Jesús, Él mismo nos arrastra en pos de Sí y nos hace penetrar en el «seno del Padre», pues Jesucristo es a la vez el camino y el término: es el camino por su Humanidad, via qua ibimus, y es el término por su Divinidad, patria quo ibimus ». De ahí que no tiene pérdida este camino; es un camino ideal, pues contiene en sí mismo el término.

Por eso aprovecha tanto ejercitamos cuando oramos, en actos de fe en la virtud omnipotente que Jesús tiene para conducirnos a su Padre.

« Oh Jesús mío!, yo creo que eres verdadero Dios y verdadero Hombre; que eres camino divino e infinitamente eficaz para hacerme franquear el abismo que me separa de Dios; creo que tu sacratísima Humanidad es tan perfecta y poderosa, que puede, a pesar de mis miserias, de mis flaquezas y deficiencias, atraerme allí donde Tú resides, al seno del Padre. Haz que yo escuche tus palabras, siga tus ejemplos y jamás me aparte de Ti.»

Es una gracia, por cierto, de inestimable valor, la de haber hallado el camino que nos conduce al término final; pero preciso es además caminar con luz que nos alumbre. Mas como ese fin es sobrenatural y muy por encima de nuestras potencias creadas, de ahí que la luz que ha de guiar con su claridad nuestro camino, debe también proceder de lo alto.

Dios se muestra tan magnífico que Él mismo será nuestra luz, y en el cielo nuestra felicidad consistirá en contemplar la luz infinita y encontrar en su esplendor la fuente de toda la vida y de toda dicha: “Por tu luz hemos podido ver”. Aquí abajo esta luz nos deslumbra a causa de su excesiva claridad; nuestros ojos son demasiado tiernos para poder resistirla. Sin embargo de ello, nos es de todo punto necesaria para conseguir nuestro fin.

¿Quién será nuestra luz? El mismo Jesucristo. «Yo soy la verdad. » Él solo puede revelarnos las claridades infinitas, pues es «Dios que procede de Dios y luz que dimana de la luz» ». Como verdadero Dios, «es la luz misma, sin sombra de tinieblas»; esa luz que bajó hasta nuestros valles y que sirviéndose de la Humanidad supo atenuar el resplandor inmenso de sus rayos.

 Nuestros ojos, aunque tan débiles, podrán así contemplar esa luz divina que se oculta y a la vez se revela bajo la flaqueza de una carne pasible: “Ha hecho brillar (esa luz) en nuestros corazones, para que demos a conocer la ciencia de la gloria de Dios que Jesucristo, Verbo eterno, nos enseña a mirar a Dios, y al par que nos le revela nos dice: «Yo soy la verdad; si creéis en mí, no sólo aprenderéis a conocer la verdad en todo, sino que permaneceréis en la misma verdad, pues el que me sigue no anda a oscuras, sino que llegará a la luz de la vida».

¿Qué hemos, pues, de hacer para caminar en la luz? Guiamos simplemente por las palabras de Jesús y conforme a las máximas de su Evangelio, considerar todas las cosas a la luz de sus palabras. Jesús nos dice, por ejemplo, que «los bienaventurados que poseen su reino son los pobres de espíritu, los mansos, los que lloran, los que han hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón, los pacíficos y los que sufren persecución por la justicia».

Debemos creerlo así y unimos a Él mediante un acto de fe; depositar a sus pies, como grato obsequio, el asentimiento de nuestra inteligencia a sus palabras, y esforzarnos por vivir humildes, mansos, misericordiosos, puros, guardando paz con todos, soportando las contradicciones con paciencia y confianza.

Si de ese modo vivimos en la fe, el Espíritu de Cristo irá penetrando poco a poco en nuestra alma para guiarla en todo y dirigir su actividad conforme a las máximas del Evangelio. El alma entonces, dejando las luces puramente naturales de su propio juicio, verá todas las cosas por los ojos del Verbo: “El Señor te servirá de luz» .

Viviendo en la verdad, adelantará sin cesar en el camino; unida a la Verdad, vivirá de su espíritu; los pensamientos, sentimientos y deseos de Jesús, serán los suyos, y no hará nada sin estar plenamente de acuerdo con la voluntad de Cristo. ¿No es acaso esto el fundamento mismo de toda santidad?
Mas no nos basta haber dado con el camino y andar por él con luz; es necesario, además, el alimento que nos sostenga durante nuestra peregrinación, y este alimento de vida sobrenatural es también Cristo quien nos lo da. «Es Vida.»

“En está la fuente de la vida» y el torrente de esa vida inefable y subsistente inunda el alma de Cristo con la plenitud de su virtud: “Así como el Padre tiene la vida en sí mismo, así dió también al Hijo tener vida en sí mismo» Y el Hijo, ¿qué hace? “Viene a darnos parte en esa vida y parte abundante». Él mismo nos dice: «Del mismo modo que Yo vivo de la vida que el Padre me comunica, así quien me come, también él vivirá por Mí”.

Si la santidad consiste en vivir esta vida divina, síguese que el apartar de esta vida todo aquello que pudiera destruirla o disminuirla — como es el pecado, las infidelidades, el apego a las criaturas, las miras puramente naturales — y el procurar su expansión con las virtudes de fe, esperanza y amor que nos unen Con Dios, constituyen para nosotros, como ya os lo dije », el doble elemento de nuestra santidad.

Siendo Jesucristo la vida, «se convierte en nuestra santidad”, por ser la fuente misma de ella. Dándose a nosotros en la comunión, comunícanos su humanidad y su divinidad, activa el amor y nos transforma poco a poco en Sí, de modo que ya no vivamos en nosotros, sino en Él y por Él. Establece entre nuestros deseos y los suyos, entre nuestras voluntades y las suyas, tal conformidad y relación, “que no somos ya nosotros quienes vivimos, sino Él quien vive en nosotros”.

 No hay fórmula tan expresiva como estas palabras del Apóstol que pueda resumir toda la obra de la santidad.

 

 

 

3.- SENTIMIENTOS QUE DEBEN GUIARNOS HASTA LA SANTIDAD: HUMILDAD PROFUNDA Y ABSOLUTA CONFIANZA

 

De esta doctrina nacen los sentimientos que deben animarnos en la adquisición de la santidad: una humildad profunda en vista de nuestra flaqueza y una confianza absoluta en Jesucristo. Nuestra vida sobrenatural oscila entre dos polos; por una parte, debemos estar íntimamente convencidos de nuestra impotencia para llegar, sin el auxilio de Dios, a conseguir la perfección; por otra, debe siempre animarnos la firme esperanza de que todo lo podremos con la gracia de Jesucristo.

Como quiera que ésta es algo sobrenatural y Dios es dueño absoluto de sus designios y de sus dones, resulta que la gracia está por encima de las exigencias y derechos de toda la naturaleza creada, y por eso mismo, la santidad a que estamos llamados se hace inaccesible sin la gracia divina. Ya lo dijo Nuestro Señor: « Sin mí nada podéis hacer», y advierte San Agustín que no dice Jesucristo «sin mí no podéis hacer gran cosa», sino que dice: «sin mí no podéis hacer nada en orden a la vida eterna».

San Pablo explica detenidamente esta doctrina de nuestro divino Maestro: «No somos capaces, dice, por nosotros mismos, de concebir un solo pensamiento que algo valga para el cielo, sino que nuestra suficiencia o capacidad viene de Dios». «Él es quien nos da el poder querer y ejecutar todas las cosas conforme a un fin sobrenatural» »». Así, pues, sin la gracia divina, no podemos absolutamente nada, en lo que a nuestra santidad se refiere.

¿Hay algún motivo para entristecernos y abatirnos? Ninguno. La convicción íntima de nuestra propia impotencia no debe desalentarnos ni servir de excusa a nuestra pereza. Es cierto: nada podemos sin Cristo; mas con Él, todo lo podemos. «Todo lo puedo, no por mis fuerzas, sino en Aquel que me conforta» ». Sean cuales fueren nuestras pruebas, dificultades y flaquezas mediante Cristo, podemos llegar a la más encumbrada santidad.

¿Por qué? Porque en Él «se hallan escogidos todos los tesoros de la ciencia y de la sabiduría »; porque «en Él habita la plenitud de la Divinidad», y siendo nuestro jerarca supremo, puede repartirnos algo de todos esos dones. «De esa plenitud de vida y de santidad es de la que todos participamos » »», y de tal modo, que «en punto a gracias, de ninguna carecemos»

Oh, qué seguridad causa la fe en estas verdades! Cristo se da a nosotros y en Él todo lo hallamos. «Cómo no nos ha de dar con Él (su Hijo) todas las cosas?» ¿Qué podrá impedirnos llegar a ser santos? Si el día del juicio nos pregunta Dios: ¿Por qué no habéis subido a la altura de vuestra vocación? ¿Por qué no habéis llegado a la santidad a que yo os llamaba? No podremos responder: « Señor, mi debilidad era tanta y las dificultades tan insuperables, las pruebas tan recias y sobre mis fuerzas... » Mas Dios nos contestará: « Cierto que por vosotros mismos nada podéis, pero os he dado a mi Hijo, y con Él nada os ha faltado de cuanto os era necesario; su gracia es todopoderosa, y por Él podíais uniros a la fuente misma de la vida.»

Es tan cierto esto, que un gran genio, tal vez el mayor que el mundo ha conocido, un hombre que pasó su juventud en los desórdenes, que apuró la copa de los placeres y cayó en todos los errores de su tiempo, el gran Agustín, vencido al fin por la gracia, se convirtió y alcanzó una santidad sublime. Nos  dice él mismo que un día, solicitado por la gracia, pero cautivo de sus viciosas inclinaciones, veía niños, jovencitas, vírgenes, que brillaban por su pureza y  dignas de veneración por su virtud; parecía le oír la dulce invitación de una voz que le decía: «Lo que hacen estos niños, estas vírgenes, ¿no podrás hacerlo tú? ¿ No podrás llegar a ser lo que ellos son? ».

Y a pesar del ardor de la sangre juvenil que hervía en sus venas, a pesar de la tempestad de sus pasiones, de sus extravíos, se entregó Agustín en manos de la gracia, y la gracia hizo de él uno de sus más prodigiosos trofeos.

Al celebrar la festividad de los santos, debemos repetirnos las palabras que oía San Agustín: « ¿Por qué no vas a poder lo que éstos y éstas?» ¿Qué motivos tenemos para no encaminarnos a la santidad? Bien sé que todos podemos decir: «Tengo tal dificultad, se me atraviesa tal contratiempo; por eso no podré llegar a ser santo. » Pero estad seguros de que todos los santos «han tenido también dificultades y contradicciones» y mucho mayores que las Vuestras.

Nadie, pues, puede decir que la santidad no está hecha para él; porque, ¿dónde estaría la imposibilidad. No de parte de Dios, que quiere que seamos santos para gloria suya y Contento nuestro: «Esta es la voluntad de Dios, que os santifiquéis». Dios no se burla de nosotros. Cuando Nuestro Señor nos dice: «Sed perfectos», bien sabe Él lo que nos pide y no exige nada que exceda a nuestras fuerzas si nos apoyamos en su gracia.

El que pretendiese conquistar la santidad por sus propios puños, cometerla el pecado de Lucifer, que decía: «Me elevaré y colocaré mi trono sobre los cielos: seré semejante al Altísimo ». Por lo cual Satanás fué derribado y lanzado al abismo.

¿Qué diremos, qué haremos nosotros? Tendremos la misma ambición que aquel orgulloso; desearemos llegar al fin que se proponía aquel ángel soberbio; pero él pretendía conseguirlo por sí mismo; mas nosotros, al contrario, confesaremos que nada podemos sin Jesucristo; diremos que sólo con Él y por Él podremos penetrar en los cielos.

« ¡Oh Jesús mío! tengo tanta fe en Ti, que te creo bastante poderoso para obrar la maravilla de elevar una deleznable criatura como yo, no sólo hasta las jerarquías angelicales, sino hasta el mismo Dios; únicamente por Ti podemos llegar a ese vértice divino.

Aspiro con todas las ansias de mi alma a esa sublimidad a que tu Padre me predestinó; deseo ardientemente, según Tú mismo lo pediste para nosotros, tomar parte en tu misma gloria y participar de tu propio gozo de Hijo de Dios; aspiro a esta suprema felicidad, pero únicamente por mediación tuya; deseo que mi eternidad se consuma cantando tus loores y repitiendo sin cesar con los escogidos: «Nos has redimido, Señor, con tu sangre.» Tú, Señor, nos has salvado; tu preciosa sangre derramada sobre nosotros nos abrió de par en par las puertas de tu reino; nos preparó morada en la compañía gozosa de tus santos; a Ti sea dada alabanza, gloria y honor por los siglos de los siglos.

Un alma que vive de continuo embebida en esos sentimientos de humildad y confianza, da mucha gloria a Jesucristo, porque toda su vida es como un eco de aquellas palabras: «Sin mí no podéis hacer nada», y porque proclama que Él es la fuente de toda salvación y santidad, y ¡ toda gloria para Él.

“Oh Dios mío, diremos con la Iglesia en una de sus más preciosas oraciones, creo que eres todopoderoso, y que tu gracia es bastante eficaz para elevarme, aunque balo y miserable, a un alto grado de santidad; creo también que eres la misericordia infinita y que si te abandoné más una vez, tu amor y bondad jamás me abandonan; de Ti, Dios mío y Padre celestial, procede todo don perfecto; tu gracia nos convierte en fieles servidores para que te agrademos con obras dignas de tu majestad y de tu honra. Concédeme que, desasido de mí mismo y de las criaturas, pueda correr sin tropiezo alguno por esta senda de la santidad, en la que tu Hijo nos precede cual esforzado gigante, a fin de que por Él y con Él llegue a la felicidad que nos has prometido.

Los santos vivían de estas verdades, y por eso llegaron a las cumbres de la santidad, donde hoy los contemplamos. La diferencia que existe entre ellos y nosotros no proviene del mayor número de dificultades que tenemos que vencer, sino del ardor de su fe en la palabra de Jesucristo y en la virtud de su gracia, y también, de su generosidad fervorosa. Bien podemos, si queremos, hacer otra vez la experiencia, pues Cristo sigue siempre el mismo, tan poderoso y tan espléndido en la distribución de su gracia, y sólo en nosotros se hallan obstáculos para la efusión de sus dones. ¿Por qué desconfiar de Dios, del Dios de todos nosotros, almas de poca fe?

 

 

 

5. TENDER A LA SANTIDAD, COMO LOS QUE HONRAMOS EN ESTE DÍA, UNIDOS A CRISTO Y PERMANECIENDO EN UNIDOS A ÉL EN LAS PRUEBAS Y DIFICULTADES DE LA VIDA

      

¿Qué conclusiones prácticas hemos de sacar de estas verdades tan benéficas de nuestra fe?

Lo primero, celebrar de todo corazón las solemnidades de los santos, persuadidos de que honrar a los santos equivale a afirmar que ellos son la realización de un pensamiento divino, las obras maestras de la gracia de Jesucristo. Dios pone en ellos sus complacencias, porque son los miembros ya gloriosos dé su Hijo muy amado, y forman parte de aquel reino esplendoroso conquistado por Jesús para gloria de su Padre. «Y nos hiciste reyes para nuestro Dios ».

Debemos, en segundo lugar, invocarles. No cabe duda que Jesucristo es nuestro único mediador: “Uno es Dios, uno también el mediador entre Dios y los hombres», dice San Pablo, y sólo por Él tenemos acceso al Padre. No obstante eso, Jesucristo, no para disminuir su mediación, sino para hacerla todavía mayor, quiere que los príncipes de la corte celestial le ofrezcan nuestros votos para presentarlos Él mismo a su Padre.

Los santos, por otra parte, tienen vivísimos deseos de nuestro bien. Contemplan a Dios en el cielo, su voluntad está inefablemente unida a la divina, y por eso quieren también que seamos santos. Forman, además, un solo cuerpo místico juntamente con nosotros, siendo, como dice San Pablo, “miembros de nuestros miembros»; nos tienen inmensa caridad, la cual les viene de su unión con Jesucristo, único Jerarca de esta sociedad, de la que ellos son flor y nata, y en la cual Dios tiene ya señalado el sitial que hemos de ocupar.

A estas relaciones de homenajes y oraciones que nos unen cori los santos, debemos añadir nuestro esfuerzo personal para asemejamos a ellos. Debe estar animado nuestro corazón, no de esas fugaces veleidades que nunca se traducen en obras, sino de un deseo firme y sincero de  perfeccionamiento, de una voluntad eficaz de responder plenamente a los planes misericordiosos de nuestra divina predestinación en Jesucristo: «En la medida del don de Cristo».

¿Qué se requiere para conseguirlo? ¿Qué medios emplearemos para perfeccionar obra tan grande, tan gloriosa para Cristo y tan fecunda para nosotros? Permanecer unidos con Cristo, pues Él mismo nos tiene dicho que si queremos conseguir copiosos frutos y llegar a un grado eminente de santidad, «hemos de estarle unidos como los pámpanos lo están a la vid».

Mas ¿cómo permaneceremos unidos con Él? Primeramente, por la gracia santificante, que nos hace miembros vivos de su cuerpo místico; después, mediante una intención recta y renovada con frecuencia, la cual «nos hace buscar en todas las circunstancias» en que nos haya colocado la divina Providencia « el santo beneplácito de nuestro Padre celestial».

Con esta intención orientamos toda nuestra actividad hacia la gloria de Dios, en unión con los pensamientos, sentimientos y afectos del corazón de Jesús, nuestro modelo y nuestra cabeza: «Hago siempre lo que es de su agrado»; es la fórmula con la que resumía Jesucristo todas las relaciones con su Padre y traduce de modo maravilloso la obra toda de la santidad humana.

Ahora me diréis: Pero, ¿y nuestras miserias? No deben en modo alguno desalentarnos; por desgracia, son muy reales y harto conocidas, pero Dios las conoce aún mejor que nosotros. El reconocer y confesar nuestra flaqueza hace honor a Dios. ¿Y por qué así? Porque hay en Dios una perfección en la que desea le glorifiquemos eternamente, una perfección que explica tal vez todo cuanto nos ocurre en este mundo; y es la misericordia.

La misericordia es el amor frente a la miseria, y no habría misericordia si no hubiese miserias. Los ángeles proclaman la santidad de Dios, pero nosotros seremos en el cielo testimonios vivos de la misericordia divina; al coronar Dios nuestras obras, de hecho, lo que corona es el don de su misericordia: «Quien te corona de gracia y de ayuda compasiva», y nosotros la ensalzamos por toda la eternidad en nuestra bienaventuranza: «Porque su misericordia es eterna.

No nos dejemos abatir ya por las pruebas y contradicciones, que han de ser tanto más grandes y profundas, cuanto más sublime y elevado sea el grado de santidad a que Dios nos llama. ¿Por qué así? Porque ése es el camino que Cristo siguió; de ahí que cuanto más fundidos deseemos estar con Él, tanto más debemos asimilamos a Él en el más íntimo y más profundo de sus misterios.

San Pablo, como sabéis, reduce toda la vida interior « al conocimiento práctico de Jesucristo y de Jesucristo crucificado ». Y es el mismo Señor quien nos dice que el «Padre es el divino viñador que podará la vid para que dé más fruto». Dios, con su potente mano y sus operaciones purificadoras, llega a unos extremos de que sólo saben los santos; con las tentaciones que permite, con las contrariedades que manda, con el abandono y la soledad espantosa que en el alma algunas veces produce, la pone a prueba para desasirla de lo creado, se entra en ella para vaciarla de sí misma; la «persigue» y «la atormenta para conquistarla» llega hasta la medula, «tritura los huesos», como dice en alguna parte de sus escritos Bossuet, «para reinar Él solo».

¡Dichosa el alma que se entrega en manos del eterno Artífice! Por su Espíritu, todo fuego y amor, y que se llama « el dedo de Dios » el divino Artista irá grabando en ella con su buril los rasgos característicos de Cristo para hacerla semejante al Hijo de su dilección, conforme a los inefables designios de su sabiduría y de su misericordia.

Dios halla todas sus glorias en comunicarnos la bienaventuranza, siendo todos los padecimientos que permite o envía, otros tantos títulos de gloria y de felicidad celestial. El mismo San Pablo se declara incapaz de describir el resplandor de aquella gloria y felicidad con que Dios galardona el menor de nuestros dolores, llevados con ayuda de la divina gracia ».

Por eso animaba tanto a sus amados fieles. ¡Mirad, les decía, qué precauciones toman, qué privaciones se imponen y qué esfuerzos realizan los que van a los juegos y a las corridas del estadio! Y al fin de cuentas, ¿para qué? Para recoger los aplausos de una hora, para gozar de una gloria efímera y siempre discutida, para ganar una corona perecedera. Nosotros, en cambio, si luchamos, es para lograr una corona incorruptible, una gloria sin fin, una dicha que ya no perderemos jamás ».

El alma, sin duda, en aquellos momentos tan ricos y tan cuajados de gracias, se ve abrumada por el dolor y el sufrimiento, la frialdad y la aridez. Pero el alma sigue valiente aún con estas pruebas que el Pontífice supremo le envía, pues Dios pone la suave unción de su gracia aun en las amarguras de la cruz.

Mirad San Pablo. ¿Quién como él vivió en tan estrecha unión con Dios en Cristo? ¿Quién, pues, podía separarle de Jesús? «°. Y sin embargo de eso, ved cómo, por divina dispensación, Satanás le affige e insulta en su cuerpo y en su alma con sus dardos malignos, hasta el punto de tener que llamar tres veces a Jesús en demanda de auxilio. Y ¿qué le responde Jesucristo? «Te basta mi gracia, que en la flaqueza llega al colmo el poder» «, es decir, que su poder nunca resplandece tanto como en las dificultades de las que tiene que triunfar.

 

 

6. EL FIN ETERNO DE NUESTRA SANTIDAD ES ENGRANDECER EL PODER DE LA GRACIA DE JESÚS: «IN LAUDEM GLORIAE EJUS».

 

Veamos ya cuál es la razón profunda de esta extraña y providencial disposición. No podríamos terminar mejor esta instrucción que considerando cómo la obra de nuestra santidad se elabora en medio de las pruebas y de la flaqueza.

«De gracia habéis sido salvados por la fe, y esto no bs viene de vosotros, dice San Pablo, es don de Dios; no viene de las obras, para que nadie se gloríe».

¿Quién será el acreedor de todas nuestras alabanzas ¿Sobre quién redundará la gloria de nuestra santidad? Sobre Jesucristo.

El Apóstol expone a sus queridos fieles de Éfeso el plan divino, y les indica en estos términos el fin supremo: Dios dispuso de antemano todas las cosas- para dar más realce a la munificencia de su gracia «.

Dios nos predestinó a ser los coherederos de su Hijo, «a fin de mostrar en los siglos venideros la excelsa riqueza de su gracia, por su bondad hacia nosotros et Cristo Jesús» «.

En este mundo, todo se lo debemos a Jesús, puesto que Él nos mereció con sus misterios todas las gracias de justificación, de perdón y de santidad que necesitamos. Él es el principio mismo de nuestra perfección, y del mismo modo que la vid envía su savia fecunda a todos los sarmientos para que produzcan su fruto, así Cristo derrama sin cesar su gracia sobre todos los que tiene unidos consigo.

Esta gracia es la que anima a los apóstoles, la que ilumina a los doctores, esfuerza a los mártires, sostiene a los confesores y hermosea a las vírgenes con su incomparable pureza.

Toda la gloria de los santos en el cielo dimana también de esta misma gracia; todo el resplandor de su triunfo tiene su origen en esta fuente única; por estar teñidas en la sangre del Cordero, son tan vistosas las vestiduras de los elegidos, cuya santidad se gradúa según la semejanza con el divino modelo.

Por eso, al comenzar la gran solemnidad de Todos los Santos, en la cual junta la Iglesia a todos los escogidos en una misma alabanza, nos invita a adorar a Aquel que es su Señor y a la vez corona de todos los santos«. Comprenderemos en el cielo cómo todas las misericordias de Dios parten del Calvario, y cómo la sangre de Jesús es el precio de la dicha infinita de que gozaremos allá para siempre.

No olvidemos que en la Jerusalén celestial viviremos embriagados de una felicidad divina, pero que la plenitud de esa felicidad la pagarán en cada momento los méritos de la sangre de Cristo Jesús. «La ola de felicidad que eternamente inundará a esta ciudad de Dios», fluirá del sacrificio de nuestro Pontífice divino. ¿Qué gozo no será el nuestro al reconocer y cantar el triunfo de Jesús, diciendo: «Todo lo debemos a Ti, Señor; que se te tribute todo honor, alabanza y acción de gracias»

Entonces, con todos los demás elegidos, arrojaremos a sus pies nuestras coronas para proclamar que de Él nos vienen. Éste es el término final a que se encamina todo el misterio de Cristo, Verbo Encarnado. Dios quiere que su Hijo Jesús sea ensalzado para siempre, precisamente por ser su propio y único Hijo y objeto de sus complacencias, y también porque este Hijo, aunque era Dios, se anonadó para santificar a su cuerpo místico: «Por lo cual Dios le exaltó».

Entremos, pues, con fe profunda en estos pensamientos divinos. Cuando celebramos a los santos, engrandecemos el poder de la gracia que los elevó a tales cimas; nada agrada tanto a Dios como esta alabanza, puesto que por ella nos unimos al más íntimo de sus designios, que es glorificar a su Hijo: “Le glorifiqué y de nuevo le glorificaré». Procuremos realizar, con ayuda de la gracia, el plan que Dios tiene formado sobre todos nosotros, pues a esta perfecta conformidad, digámoslo una vez más, se reduce toda la perfección.

He procurado, en todas estas conferencias, mostraros hasta qué punto nos unía el Padre con su Hijo Jesucristo, tratando de poneros ante la vista el divino modelo, tan incomparable y a la vez tan accesible.

Habéis podido ver cómo vivió por nosotros Cristo cada misterio, uniéndonos a Sí con lazo tan apretado, que poco a poco pudiéramos, bajo la acción de su divino Espíritu, reproducir su fisonomía inefable y asemejamos a Él, conforme al decreto de nuestra predestinación.

No cesemos, pues, de mirar a ese modelo. Jesucristo es Dios que se apareció entre nosotros y con nosotros mora para señalarnos el camino que lleva a la vida. Él mismo nos tiene dicho que la vida eterna consiste en confesar con nuestros labios y también con nuestras obras que su Padre es el verdadero Dios, y que Él es también Dios, juntamente con el Padre, pero que vino a este mundo en carne mortal, para llevar a Dios a todo el género humano.

Si, a lo largo de nuestra existencia, hemos seguido con fidelidad a Jesucristo, si todos los años, con amor y fe, le hemos contemplado en el ciclo de sus misterios, esforzándonos por imitarle y vivir en su intimidad, estemos persuadidos de que la oración ininterrumpida que dirige por nosotros a su Padre, como mediador único, ha de ser atendida; imprimirá en nuestras almas, por medio de su Espíritu, su imagen viva; el Padre nos reconocerá en el último día como miembros de su Hijo predilecto y nos hará coherederos suyos.

El día del juicio final entraremos a formar parte de aquella sociedad que Cristo, nuestro divino capitán, quiso que fuese purísima y esplendorosa, y según dice el mismo apóstol San Pablo tiene que entregar este reino a su Padre como trofeo maravilloso de su gracia todopoderosa. Dios haga que allí nos veamos todos nosotros para dicha inmensa de nuestras almas y gloria de nuestro Padre celestial; para alabanza de la gloria de su gracia.

 

VERBUM MANENS APUD FATREM, VERITAS ET VITA; INDUENS    SE CARNE, FACTUM EST VIA.

 

 

 

 

 

EL CORAZÓN DE CRISTO

(Fiesta del Sagrado Corazón)

 

EL AMOR EXPLICA TODOS LOS MISTERIOS DE JESÚS. LA FE QUE DEBEMOS TENER EN LA PLENITUD DE ESTE AMOR; LA IGLESIA NOS LO PROPONE COMO OBJETO DE CULTO EN LA FIESTA DEL SAGRADO CORAZÓN

 

       Todo lo que poseemos en el campo de la gracia nos viene de Jesucristo, “de cuya plenitud todos hemos participado» ». Él destruyó e] muro de separación que nos impedía llegar hasta Dios; nos mereció todas las gracias con una abundancia infinita, y como cabeza divina del cuerpo místico, tiene poder para comunicarnos el espíritu y la virtud de sus misterios para transformarnos en Él.

¿Cuál es la perfección que más resalta al considerar los misterios de Jesús? El amor. Por él se obró la Encarnación: «Por nosotros... descendió de los cielos y se encarnó» ». El amor hizo nacer a Cristo en carne mortal y pasible, inspiró la oscuridad de su vida oculta y sostuvo el celo de la pública. Si Jesús se entrega por nosotros a la muerte, es cediendo a «un exceso de amor sin límites», si resucita es “para nuestra justificación», si sube al cielo «es para prepararnos como precursor un lugar» en aquella morada de eterna bienaventuranza, si envía “el Espíritu Consolador» es para «no dejarnos huérfanos», si instituye el sacramento de la Eucaristía «,es como memorial de su amor. Todos estos misterios tienen su origen en el amor.

Es menester que nuestra fe en este amor de Jesucristo sea viva y constante. Porque la fe es uno de los más fuertes puntales de la fidelidad. Mira San Pablo: ¿quién trabajó como él y amó y de dió del todo a Cristo? Un día en que sus enemigos atacan la legitimidad de su misión, se vió precisado a trazar él mismo, en su propia defensa, el cuadro de sus obras, de sus tareas y padecimientos.

Ciertamente conocéis ya este cuadro tan emotivo, pero siempre es grato volver a leer esta página, pues es única en los anales del apostolado. «He visto de cerca, más de una vez, la muerte, dice el gran Apóstol; cinco veces fui azotado por los judíos y tres veces con varas, una vez apedreado, tres veces naufragué, estuve una noche y un día como hundido en lo profundo del mar. En mis numerosos viajes me he visto con frecuencia en peligro: peligros en los ríos, peligros por parte de ladrones, peligros de los de mi nación, peligros de los infieles, peligros en las ciudades, en los desiertos, peligros en la mar. Me he visto en toda suerte de trabajos y fatigas, en muchas vigilias, con hambre y sed, en muchos ayunos, en frío y desnudez; sin contar los cuidados de cada día y solicitud de las Iglesias que fundé».

Y en otra parte se aplica a sí mismo aquella palabra del Salmista: «Por ti,Señor, estamos entregados todo el día a la muerte y se nos mira como ovejas destinadas al matadero... «hasta desesperar de la vida» » Y no obstante esto, prosigue diciendo: Pero «en todo esto vencemos”. Y da la razón: en todo esto vencemos por el amor de Cristo…¿dónde encuentra el secreto de ésta victoria? ¿Por qué soporta tantos trabajos» «Por obra de Aquel que nos amó» porque en todas estas pruebas permanece unido a Cristo con invencible firmeza por el amor, de modo que «ni la tribulación, ni la angustia, ni la persecución, ni el hambre, ni la espada, le pueden separar de Cristo».

Lo que a Pablo le sostiene en sus tribulaciones y luchas, lo que le anima y estimula es su profunda convicción de que Cristo le ama: «Me amó y se entregó por mí». Y Pablo asegura que “que no quiere vivir ya sino para Él que murió y resucitó por todos”.

El que blasfemó el nombre de Dios y persiguió a los cristianos ya no quiere vivir y morir “sino para Aquel que tanto le amó y dió su vida por él». Y en otro lugar de sus carta nos dice: “La caridad de Cristo me apremia, para mí la vida es Cristo, no quiero saber más que de mi Cristo y este crucificado», y por eso yo con sumo gusto me gastaré y desgastaré sin reserva ni miramiento por Cristo y las alma de mis fieles».

La persuasión que tiene de que Cristo le ama es la clave que nos explica toda la obra del gran Apóstol. Nada impulsa tanto al amor’ como el sentirse amado. « Siempre que se piense de Cristo, dice Santa Teresa, nos acordemos del amor con que nos hizo tantas mercedes y cuán grande nos le mostró Dios en darnos tal prenda del que nos tiene; que amor saca amor».

Mas ¿cómo conoceremos ese amor que yace en el fondo de del corazón de Pablo y explica y resume todos los estados y situaciones de su vida? ¿Dónde encontraremos esa ciencia, tan saludable y fecunda que pedía a Dios una vez y otra vez en favor de sus cristianos?

Esa ciencia solo la conseguía en la contemplación de los misterios de Cristo. Si los estudiamos y contemplamos con fe en ratos de oración, el Espíritu Santo, que es Amor, todo el Amor de Dios, nos descubriría sus riquezas y nos llevaría hasta ellas.

En la vida y liturgia de la Iglesia existe una fiesta cuyo objeto nos recuerda de modo general el amor que demostró el Verbo Encarnado; es la fiesta del Sagrado Corazón. Inspirándose la Iglesia en las revelaciones de nuestro Señor a Santa Margarita María, cierra, por decirlo así, con esta solemnidad el, ciclo anual de las fiestas del Salvador; cual si al llegar al término de la contemplación de los misterios del Señor, sólo le quedara por celebrar el amor mismo que los inspiró a todos.

De este amor de Cristo, de su sagrado corazón que tanto nos ama y amó hasta dar la vida y el tiempo por nosotros, quiero hablaros un poco, una vez que hemos visto los principales misterios de nuestro divino Salvador, y así nos compenetraremos una vez más de aquella verdad tan capital de que, en realidad, todo se reduce, para nosotros, al conocimiento y amor del misterio de Jesús.

 

 

 
1. QUÉ VIENE A SER, EN CENERAL, LA DEVOCIÓN AL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS Y CUÁN HONDASTIENE SUS RAÍCES
ESTA DEVOCIÓN EN EL DOGMA CRISTIANO

 

«Devoción» deriva de la palabra latina devovere: dedicarse, consagrarse a una persona amada. La devoción, con respecto a Dios, es la consagración total de nuestra vida a Él y la más sublime expresión de nuestro amor. «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todas tus fuerzas » La palabra toda señala la devoción: pues amar a Dios con todo el ser, sin reservarse nada, sin interrupción alguna, y amarle hasta el punto de dedicarse y entregarse a su servicio con prontitud y espontaneidad es lo que genera’ mente llamamos devoción; y así entendida ésta, constituye la perfección, Porque es la flor misma de la caridad.

La devoción a Jesucristo es el obsequio u ofrenda de todo nuestro ser, de toda nuestra actividad a la persona de Jesús Encarnado, haciendo abstracción de tal o cual estado particular de la persona de Jesús o de tal misterio particular de su vida. Mediante esta devoción a Jesucristo procuramos conocer, honrar y servir al Hijo de Dios que se manifiesta a nosotros en su santa Humanidad.

Una devoción particular, o bien es la «entrega» a Dios,
considerado especialmente en uno de sus atributos, o en
una de sus perfecciones, como la santidad la misericordia
o también la entrega hecha a una de las tres personas divinas, o bien hecha a Cristo, contemplado en uno de sus misterios o en uno de sus estados.

Como ya hemos visto a lo largo de estas instrucciones, siempre honramos a Jesucristo y a su persona adorable con nuestros homenajes, sólo que consideramos su persona bajo tal o cual aspecto particular, que nos impresiona más en tal o cual determinado misterio.

Así, por ejemplo, la devoción a la, Santa Infancia es la devoción a la persona misma de Cristo, considerado especialmente en los misterios de su nacimiento y de su adolescencia en Nazaret; la devoción a las cinco llagas es la devoción a la persona del Verbo Encarnado en sus dolores simbolizados en las cinco llagas, cuyas gloriosas cicatrices quiso Cristo conservar después de su resurrección.

La devoción puede también tener un objeto especial, propio e inmediato, pero siempre termina en la persona misma. Por lo dicho comprenderéis cómo ha de entenderse la devoción al Sagrado Corazón. Es, hablando de un modo general, una entrega a la persona misma de Jesús, que nos manifiesta su amor y nos muestra su corazón, símbolo de aquél.

¿A quién honramos, pues, en esta devoción? Al mismo Jesucristo en persona. Pero, ¿cuál es el objeto inmediato, distintivo y propio de esta devoción? El corazón de carne de Jesús, el corazón que latía por nosotros en el pecho del Hombre Dios; pero no le honramos separado de la naturaleza humana de Jesús ni de la persona del Verbo eterno, a quien se unió esta naturaleza humana en el misterio de la Encarnación. ¿Y nada más? — No por cierto. Tenemos también esto: Honramos a este corazón como símbolo del amor que Jesús nos tiene.

La devoción al Sagrado Corazón se reduce, pues, al culto del Verbo Encarnado, que nos manifiesta su amor y nos muestra su corazón como símbolo de ese mismo amor. No necesito justificar ante vosotros una devoción que os es familiar, aunque tampoco dejará de seros útil decir siquiera una palabra sobre el particular.

La Iglesia, a juicio de algunos protestantes, es como un cuerpo sin vida, que recibió desde el principio su total perfeccionamiento y queda después como petrificado; por lo mismo, todo cuanto ha venido a añadirse en el curso de los tiempos, ora en materia dogmática, ora en materia de piedad, no es, según ellos, más que superfetación y pura corruptela.

Pero nosotros concebimos la Iglesia muy de otro modo:
ésta es un organismo vivo, y, como tal, debe desarrollarse y perfeccionarse El depósito de la revelación quedó sellado con la muerte del último Apóstol. Desde ese momento no se admite corno inspirado ningún escrito, ni entran tampoco en el depósito oficial de las verdades de la fe las revelaciones particulares de los santos.

Pero hay que decir que muchas de las verdades contenidas en la revelación oficial sólo se hallan en ella, como en germen, hasta que, presentándose la ocasión poco a poco, por fuerza de los acontecimientos y bajo la dirección del Espíritu Santo, llegan a ser definiciones explícitas que fijan en fórmulas concretas y determinadas lo que antes sólo era objeto de un conocimiento implícito.

Hemos visto cómo Jesucristo, desde el primer instante de su Encamación Poseía en su alma santísima todos los tesoros de ciencia y sabiduría divinas, y cómo fueron revelándose poco a poco; pues a medida que Cristo crecía en edad, se veía aparecer aquella ciencia y sabiduría, y florecer las virtudes contenidas como germen en Él. Cosa análoga ocurre en la Iglesia, cuerpo místico de Cristo.

Encontramos, por ejemplo, en el depósito de la fe esta magnífica revelación: “El Verbo era Dios y el Verbo se hizo carne». Tal revelación encierra en sí tesoros inmensos, que sólo paulatinamente han ido apareciendo manera de semilla que se convierte en fruto de verdad para aumentar nuestro conocimiento de Jesucristo.

 Con ocasión de las herejías que se fueron suscitando, la Iglesia, guiada por el Espíritu Santo, definió que en Jesucristo no hay más que una sola persona divina, aunque en dos naturalezas distintas y perfectas que hay en Él dos voluntades y dos fuentes de actividad, que la Virgen María es Madre de Dios, que todas las partes de la Humanidad Santísima de Jesús son adorables por su unión con la persona divina del Verbo. ¿Diremos acaso que ésto son dogmas nuevos? De ninguna manera. Es el de la fe que se explica, se hace más explícita y se desarrolla.

Pues lo que decimos de los dogmas se aplica perfectamente a las devociones Han nacido, en el curso de los siglos, algunas devociones que la Iglesia, guiada por el Espíritu Santo, admitió e hizo suyas. Pero estas no son innovaciones propiamente dichas, sino efectos que fluyen de los dogmas ya definidos y de la actividad orgánica de la Iglesia.

Desde que la Iglesia docente aprueba una devoción y la confirma con su autoridad suprema, debemos aceptarla con gozo. Obrar de otro modo no sería «sentir con la Iglesia», sentire cum Ecciesia, ni entrar en los planes de Jesucristo, el cual dijo a sus apóstoles y sucesores: «EL que a vosotros oye, a Mí me oye, y el que os desprecia, a Mí me desprecia». Además, ¿cómo iremos al Padre si no escuchamos a Cristo?

Aunque la forma que hoy reviste la devoción al Sagrado Corazón sea relativamente moderna, tiene, no obstante esto, su fundamento dogmático en el depósito de la fe. Hallábase contenida, como en germen, en aquellas palabras de San Juan: “El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros... Como amase a los suyos, los amó hasta el fin» ¿Qué es, en efecto, la Encarnación? Es la manifestación de Dios, es “Dios que se revela a nosotros mediante la Humanidad de Jesús»: Nova mentis nostrae oculis lux tuae claritatis infulsit», es la revelación del amor de Dios al mundo: » Hasta tal punto amó Dios al mundo, que le entregó su propio Hijo»; y este Hijo, a su vez, de tal modo amó a los hombres, que por ellos se entregó: y «no hay amor tan grande que el de dar la vida por sus amigos»: Maiorem hanc dilectione nemo habet«. Toda la devoción al Sagrado Corazón de Jesús se halla contenida en estas palabras suyas.

Y para demostrar que este amor había llegado al supremo grado, quiso Jesucristo que su Corazón, después de exhalar el último suspiro sobre la cruz, fuese traspasado por la lanza de un soldado.

El amor simbolizado por el Corazón en esta devoción es, primeramente, como vamos a ver, el amor creado de Jesús,, mas como Él es el Verbo hecho carne, de ahí que los tesoros de ese amor creado nos manifiesten las maravillas del amor divino, del Verbo eterno.

Ya podéis ver hasta dónde hunde sus raíces esta devoción en el depósito de la fe. No es, pues, ni mucho menos, una alteración o una corrupción, sino una adaptación sencilla, pqeo grandiosa, de las palabras de San Juan sobre el Verbo humanado e inmolado por nosotros.

 

 

 

2.- SUS DIVERSOS ELEMENTOS

 

       Si ahora volvemos a examinar brevemente los diversos elementos de este culto, veremos cómo todos ellos están justificados y tienen perfecta razón de ser.

El objeto propio y directo de esta devoción es el corazón físico de Cristo, el cual es digno de adoración, puesto que forma parte de su naturaleza humana, y que el Verbo unió a su divina persona, por lo cual se llama y es «peefectus homo».

 La misma adoración que tributamos a la persona del Verbo divino se extiende a todo cuanto está unido personalmente a Él, a todo cuanto en El y por El subsiste; por consiguiente, se extiende a toda la naturaleza humana y a cada una de las partes que la integran; el corazón de Jesús es el corazón de Dios.

Ahora bien, este corazón que honramos y adoramos en su Humanidad sirve aquí de símbolo, símbolo de su amor, ya que en el lenguaje corriente el corazón se considera como símbolo del amor. Cuando Dios nos dice en la Escritura: «Hijo mío, dame tu, corazón», entendernos que el corazón aquí es el amor. Se puede decir de uno: le estimo, le respeto, mas no puedo darle el corazón; indicando con estas palabras que la amistad, la intimidad y la unión son imposibles.

Ahora bien, con la devoción al Corazón sacratísimo de Jesús honramos el amor que nos tiene el Verbo Encarnado.
Y lo primero, su amor creado. Cristo es Dios y hombre, Dios perfecto y hombre perfecto. Ahí tenemos el misterio de la Encamación En cuanto es «Hijo del hombre», tiene Cristo un corazón como el nuestro, un corazón de carne, un corazón cuyos amorosos latidos son los más tiernos y sinceros, los más nobles y fieles que jamás existieron.

Escribiendo el Apóstol a los de Éfeso, les decía que rogaba a Dios con insistencia para que se dignase darles a conocer la anchura, largura, altura y profundidad del misterio de Jesús; tanto le maravillaba la consideración de las inmensas riquezas que en él están atesoradas.

Lo mismo hubiera podido decir del amor que nos tiene el corazón de Jesús, aunque ya lo dejó entender al proclamar que «ese amor rebasa todo conocimiento». Jamás, en efecto, podremos agotar los tesoros de dulzura, mansedumbre y caridad que encierra esa hoguera de amor que llamamos el Corazón del Hombre Dios. Bástanos abrir el Evangelio para ver cómo en cada página resalta la bondad, la misericordia, la condescendencia de Jesús para con los hombres. Ya, al exponeros algunos aspectos de la vida pública, procuré mostraros algo de lo humano e infinitamente delicado de este amor.

No es en Cristo este amor una ficción, sino una verdadera realidad fundada en el misterio mismo de la Encarnación. Dígannoslo, si no, la Virgen Santísima y San Juan, Lázaro y Magdalena. No se trata ya tan sólo de un amor frío de voluntad, sino que mueve hasta las fibras más finas de la sensibilidad.
Al decir Jesús: «Me da compasión esta muchedumbre», es que sentía verdadera pena su tiernísimo corazón al verlos hambrientos; cuando vio a Marta y a María llorar la muerte de su hermano, llora Él también con ellas y derrama dulces lágrimas que le arranca e1 sentimiento que oprimía su corazón. Por eso se decían entre sí los judíos testigos de aquella escena: «¡ Mirad cómo le amaba!».

Jesucristo es siempre el mismo, y lo que era ayer, lo es hoy y lo será en el cielo; por eso su corazón será siempre el más amante y amable que darse pueda. San Pablo nos dice, en propios términos, que debemos tener plena confianza en Jesús, por ser pontífice compasivo que conoce nuestras flaquezas, penas y miserias, como quiera que Él también quiso probarlas todas, menos el pecado.

Jesucristo ya no puede padecer: Mors illi ultra non dominabitur 33; pero siempre se le derretía el corazón al ver las miserias de los hombres por quienes sufrió y a quienes rescató por amor: Dilexit me et tradidit semetipsum pro me.

Mas este amor humano de Jesús, este amor creado, ¿de dónde procede? Procede del amor increado y divino, del amor del Verbo eterno, al cual se halla indisolublemente unida su Humanidad, pues aunque haya en Cristo dos naturalezas perfectas y distintas, y éstas conserven sus energías específicas y sus propias operaciones, no hay más que una sola persona divina.

El amor creado de Jesús, como ya llevo dicho, no es una manifestación de su amor increado; y todo cuanto realiza el amor creado lo hace en unión con el amor increado, y por Él. De modo que el Corazón de Cristo bebe su bondad humana del océano divino
Vemos morir en el Calvario a un hombre como nosotros, abrumado de angustias y atormentado como nadie podrá serlo jamás, y llegamos a comprender el amor que este hombre nos demuestra; pero ese amor que, por ser tan excesivo, supera nuestro conocimiento, es la expresión concreta y tangible del amor divino.

El corazón de Jesús, clavado en la cruz, nos revela el amor humano de Cristo; y por entre el velo de su Humanidad, se descubre igualmente el inefable e incomprensible amor del Verbo.
Cuánta y cuán amplias perspectivas nos abre esta devoción al sagrado corazón de Jesús que ofrece un profundo y particular atractivo para el alma fiel, pues que le facilita el medio de honrar lo más grande y subido, lo más eficaz que hallamos en Jesucristo, Verbo encamado, su corazón amante, el amor que tiene al mundo, y cuyas llamas están siempre ardiendo, como horno encendido, en su Corazón sacratísimo.

 

 


3. LA CONTEMPLACIÓN DE LOS BENEFICIOS QUE NOS HA
CONSEGUIDO EL AMOR DE JESÚS, SIMBOLIZADO POR SU CORAZÓN, ES EL ORIGEN DEL AMOR QUE DEBEMOS DEVOLVERLE; DOBLE CARÁCTER DE NUESTRO AMOR‘A JESUCRISTO: DEBE SER
AFECTIVO Y EFECTIVO, COMO LO ES EL DE NUESTRO MODELO

 

El amor es de suyo activo e impetuoso; por eso, el amor que Jesús nos tiene no puede menos de ser manantial inagotable de dones. «En el Sagrado Corazón de Jesús hallaréis el símbolo y la imagen sensible de la infinita caridad de Jesucristo, de esa caridad que nos mueve a pagarle amor con amor., León XIII, bula Annum.  Y Iglesia nos invita en la oración de la fiesta del Sagrado Corazón a «repasar con el pensamiento los principales beneficios que debemos al amor de Jesucristo». Praecipua in nos caritatis ejus beneficia recolimus.

Esta contemplación constituye uno de los elementos de la devoción al Sagrado Corazón. ¿Cómo habíamos de honrar un amor cuyas manifestaciones nos fuesen desconocidas? Pues este amor, según llevamos dicho, es el amor humano de Jesús, que nos manifiesta aquel otro amor increado, que le es común con el Padre y con el Espíritu Santo, y que es principio de donde proviene todo don. ¿Quién, en efecto, sacó a los seres de la nada? El amor. Así lo cantamos en el himno de la fiesta: «la tierra, el mar y los astros son obra del amorii: ille amor almus artificex terrae marísque et siderum.

La Encarnación, aun más que la Creación, se debe al amor, <el cual hizo descender al Verbo de los resplandores del cielo, para unirse a una naturaleza débil y mortal»: Amor coegit te tuus mortale corpus sumere.

Pero los beneficios que sobre todo debemos recordar son: la redención por medio de la Pasión, la institución de los Sacramentos, y de un modo especial, el de la Eucaristía, debido tanto al amor humano de Jesús, como a su amor increado.

Al contemplar aquellos misterios vimos ya el profundo y acendrado amor que nos revelan. Nuestro Señor mismo decía: “No hay mayor amor que el que da la vida por sus amigos»; y Él así lo hizo. Aunque en su sacratísima Pasión brillan un sinnúmero de virtudes, ninguna campea tanto como el amor, pues sólo un exceso de amor nos explica las diversas fases de la Pasión a que libremente se sometió y los abismos de humillaciones, oprobios y dolores.

Y así como el amor obró nuestra Redención, así también inventó los sacramentos, con los cuales se aplican a toda alma de buena voluntad los frutos del sacrificio de Jesucristo. San Agustín se complace en subrayar la expresión elegida de intento por el Evangelio para darnos a conocer la herida producida por la lanza en el costado de Jesús después de morir en la cruz.

El escritor sagrado no dice que la lanzada «golpeó» o «hirió», sino que «abrió» el costado del Salvador: Latus ejus aperuit. Fué la puerta de la vida, dice el gran Doctor, lo que se abrió, para que del corazón traspasado de Jesús se desbordasen sobre el mundo los ríos de gracia que debían santificar a la Iglesia.

Esta contemplación de los beneficios que Jesús nos hizo, debe ser la fuente de nuestra devoción práctica a su Corazón sacratísimo. El amor, sólo se paga con amor. ¿De qué se quejaba Nuestro Señor a Santa Margarita María? De no ver correspondido su amor: «He aquí este corazón que tanto ha amado a los hombres y que no recibe de ellos más que ingratitudes.» Por consiguiente, con amor, esto es, con el don de nuestro corazón, es como hemos de corresponder a Jesucristo. ¿Quién no amará a quien le ama? ¿Qué redimido no amará a su redentor?»: Quis non amantem redamet? Quis non redemptus diligat?».

Para que este amor sea perfecto, deberá ser afectivo y efectivo. El amor afectivo consiste en los diversos sentimientos que hacen vibrar al alma ante la persona amada: sentimientos de admiración, de complacencia, de gozo, arción de gracias. Este amor engendra la alabanza de los labios; y así, nos gozamos de las perfecciones del corazón de Jesús, y celebramos sus hechizos y grandezas, y nos complacemos en la magnificencia de sus beneficios: Exsultabunt labia mea cum cantavero tibi.

Es necesario este amor afectivo, pues cuando el alma contempla a Cristo en su amor, no puede resistir a la admiración, al júbilo y honda complacencia que en sí experimenta. ¿Por qué? Porque debemos amar a Dios con todo nuestro ser, y Dios quiere que este amor sea conforme a nuestra naturaleza, que no es angelical, sino humana, en la cual la sensibilidad entra por mucho. Jesucristo acepta esta forma de amor por estar fundada en nuestra naturaleza que por Él fue creada.

Contempladle, si no, en su entrada en Jerusalén, pocos días antes de su Pasión. Estaba ya Jesús junto a la falda del monte de los Olivos. La muchedumbre de los discípulos, transportada de gozo, se puso a alabar a Dios a grandes voces, por todos los milagros que habían presenciado: ¡Bendito sea, exclamaban, el Rey que viene en el nombre del Señor! ¡Paz en el cielo y gloria en las supremas alturas! Entonces, unos fariseos, mezclados entre las turbas dijeron a Jesucristo: «Maestro, riñe a tus discípulos.» Y a esto ¿qué contesta nuestro Señor? ¿Se impone Él, para que terminen tales aclamaciones? Antes bien, todo lo contrario, pues replica a los fariseos:«En verdad os digo que, si éstos callan, hablarán las piedras”.

Jesucristo se complace en las alabanzas que brotan del corazón a los labios, y por lo mismo, nuestro amor deberá prorrumpir en afectos a ejemplo de los Santos: Francisco, el pobre de Asís, de tal manera le había trocado el amor que cantaba por los caminos las divinas alabanzas 41; Magdalena de Pazzis corría por los claustros de su monasterio gritando: » ¡Oh amor! ¡oh amor! » 42; Santa Teresa saltaba de gozo siempre que cantaba estas palabras del Credo «y su reino no tendrá fin» <. Leed sus Exclamaciones y veréis cómo se traslucen los sentimientos de la naturaleza humana en ardientes alabanzas cuando un: alma está prendada de amor.

No temamos, pues, multiplicar nuestras alabanzas al Corazón de Jesús. Las <‘Letanías» y los actos de reparación y de consagración son otras tantas expresiones de este amor del sentimiento, sin el cual el alma humana no llega a la perfección de su naturaleza.

No obstante eso, este amor afectivo no bastaría por sí solo, pues para tener todo su valor ha de «traducirse en obras»: Probatio dilectionis exhibitio operis”. «Si me amáis, decía el mismo Jesús, guardad mis mandamientos» Ésta es la piedra de toque.

Y así veréis almas que tienen abundancia de afectos y don de lágrimas, y que, sin embargo de ello, no se preocupan poco ni mucho de reprimir sus dañadas inclinaciones, de destruir sus hábitos viciosos, de huir de las ocasiones de pecar, que sueltan riendas cuando les asalta la tentación, o murmuran en presencia de cualquier contratiempo.

Es que en ellas el amor afectivo es pura ilusión y fuego de pajas, que no puede durar y que luego se reduce a cenizas. Si amamos de veras a Jesucristo, no sólo nos gozaremos de su gloria, cantaremos sus perfecciones con todos los bríos de nuestra alma, lamentaremos las injurias hechas a su corazón, y le ofreceremos humildes reparaciones, sino que procuraremos sobremanera obedecerle en todo, aceptar con entusiasmo todas las disposiciones de su Providencia con respecto a nosotros, tratar de extender su reino en las almas, y procurar su gloria, gastándonos, si fuere menester, conforme a aquellas hermosas palabras de San Pablo: «Con sumo gusto gastaré y me desgastaré» 46 Esto decía el Apóstol refiriéndose a la caridad para con el prójimo; pero, aplicado a nuestro amor a Jesús, es fórmula que resume a maravilla la práctica de la devoción a su sagrado Corazón.

Consideremos a nuestro divino Salvador, pues en esto, como en todas las virtudes, es nuestro mejor modelo; en Él hallaremos estas dos formas de amor. Mirad el amor que tiene a su Padre, y veréis que experimenta en su corazón los más tiernos sentimientos de amor afectivo que puedan hacer latir a un corazón humano.

Muéstranos un día el Evangelio, desbordando su corazón de entusiasmo por las infinitas perfecciones del Padre, y prorrumpiendo en alabanzas en presencia de sus discípulos. Henchido Jesús de gozo, y bajo la acción del Espíritu Santo, exclama: «Yo te alabo, Padre mío, Señor de cielos y tierra, porque has encubierto estas cosas a los sabios y prudentes del siglo, y las has revelado a los humildes y pequeñuelos. Así ,Padre, te ha parecido mejor”.

Fijaos también cómo en la Cena su corazón sagrado sólo respira amor a su Padre, y qué bien sabe traducir sus sentimientos en una inefable oración. Para demostrar al mundo la sinceridad de su encendido amor — Ut cognoscat mundus quia diligo Patrem »» — se encamina inmediatamente Jesús al Jardín de los Olivos, donde había de inaugurar la larga serie de humillaciones y dolores de su Pasión.

Encontramos igualmente este doble carácter en su amor para con los hombres: hacía ya tres días que le iba siguiendo una multitud del pueblo engolosinada por el hechizo de sus palabras divinas y la novedad de sus milagros. Al fin, comienza a sentir el cansancio y el hambre, y Jesús, que lo sabe, exclama: «Me da lástima esta pobre gente, porque hace ya tres días que está conmigo y no tiene qué comer. Si los envío a sus casas en ayunas, desfallecerán en el camino, pues muchos de entre ellos han venido de lejos. » Ved qué sentimientos tan tiernos brotan de su corazón, y cómo se traducen en obras: en sus manos benditas se multiplican los panes hasta poder saciarse las cuatro mil personas que le seguían.

Y vedle sobre todo en el sepulcro de Lázaro: Jesús llora, derrama verdaderas lágrimas, lágrimas humanas. ¿Puede acaso darse mayor manifestación, más auténtica y conmovedora, de los sentimientos de su corazón? Inmediatamente, y poniendo su poder al servicio de su amor, exclama: «Lázaro, ven afuera» »°.
El amor sincero se manifiesta en la entrega de sí mismo, pues al desbordarse del corazón se apodera de toda la persona con toda su actividad, para dedicarlas a los intereses y a la gloria del objeto amado.

¿Hasta dónde, pues, habrá de llegar el amor que debemos a Jesús en pago del suyo? Ha de comprender ante todo el amor esencial y soberano que nos hace mirar a Cristo y a su divino querer como a Bien Supremo; el que preferimos a todo cuanto existe, amor que prácticamente se reduce al estado de gracia santificante.

Ya dijimos que la devoción es un sacrificio; pero ¿dónde está el sacrificio de un alma que no procura primeramente conservar a cualquier precio la gracia del Salvador, y que, en la tentación, está vacilando entre la voluntad de Jesús y las sugestiones de su eterno enemigo?

Este amor, como ya sabéis, es el que avalora toda nuestra vida y hace de ella perpetuo y agradable homenaje al corazón de Cristo. Sin este amor esencial no hay cosa que algo valga a los ojos de Dios.

Mirad con qué términos tan expresivos pone de relieve está verdad el apóstol San Pablo: «Si hablare las lenguas de los hombres y de los ángeles, mas no tuviere caridad, vengo a ser como un metal que resuena o campana que retiñe. Y si poseyere la profecía y conociere todos los misterios y toda la ciencia, y si tuviere toda la fe hasta trasladar montañas, mas no tuviere caridad, nada soy. Y si repartiere todos mis haberes, y si entregare mi cuerpo para ser abrasado, mas no tuviere caridad, ningún provecho saco» 51

En otros términos, no puedo agradar a Dios si no poseo aquella caridad esencial, por la cual me uno a Él como a soberano Bien. Es, pues, bien evidente que donde no hay amor no puede haber tampoco verdadera devoción.

Acostumbrémonos después a hacer todas las cosas, aun las más menudas, por amor y por agradar a Jesucristo, trabajemos y aceptemos cuantos padecimientos y penas nos imponen nuestros deberes de estado únicamente por amor y para agradar a Dios nuestro Señor, y unirnos a los sentimientos que experimentó su corazón durante su vida mortal; tal modo de obrar es una excelente práctica de devoción al Sagrado Corazón. Toda nuestra vida ha de mirar siempre a Él y estarle orientada como a único norte, mediante el amor. Éste también la hace subir de quilates y le presta pasmosa fecundidad.

Por otra parte, éste es el que da a nuestra vida nuevos quilates de fecundidad. Todo acto de virtud, de humildad, de obediencia, de religión, como bien lo sabéis, realizado en estado de gracia, tiene su mérito propio, su valor y especial esplendor; pero cuando ese acto va imperado por el amor, entonces se le añade nueva belleza y particular eficacia, y sin perder nada de su propio valor, adquiere el mérito de un acto de amor: « Oh Señor, exclamaba el Salmista, sentada está la reina a tu diestra, ataviada con vestido de oro y variados colores! : Adstitit regina a dextris tuis in vestitu deaurato, circumdata varietate ». La reina es el alma fiel en la que impera Cristo por su gracia. Está sentada a la diestra del Rey, revestida con manto recamado de oro, por donde se significa el amor; los variados colores simbolizan las diferentes virtudes; el amor, como rico venero que es de todas ellas, resalta con brillo particular, aun cuando cada virtud deje ver sus especiales hechizos.

El amor, pues, reina como soberano en nuestro corazón, para enderezar todos los movimientos a la gloria de Dios y de su Hijo Jesús.

 

 

 


4.VENTAJAS DE LA DEVOCIÓN AL SAGRADO CORAZÓN; NOS
HACE POCO A POCO ADQUIRIR LA VERDADERA DISPOSICIÓN
QUE DEBE CARACTERIZAR A NUESTRAS RELACIONES CON DIOS.
NUESTRA VIDA ESPIRITUAL DEPENDE, EN GRAN PARTE, DE LA
IDEA QUE HABITUALMENTE NOS FORMAMOS DE DIOS. DIVERSIDAD DE ASPECTOS EN EL MODO DE CONSIDERAR
LAS ALMAS A DIOS

 

Así como el Espíritu Santo no llama a todas las almas a brillar de igual manera y en las mismas virtudes, de igual modo, en materia de devoción particular, deja a cada cual una santa libertad que todos debemos cuidadosamente respetar. Siéntense éstas movidas a honrar de un modo especial los misterios de la santa infancia de Jesús, aquéllas se ven atraídas por los íntimos hechizos de su vida oculta, y hay quienes no pueden apartarse de la meditación de su Pasión sacratísima.

No obstante eso, la devoción al Sagrado Corazón de Jesús nos debe ser de las más queridas porque en ella se honra a Jesucristo, no ya en uno de sus estados o misterios particulares, sino en la generalidad y totalidad de su amor, de ese amor que nos da la clave para explicar lo más hondamente posible todos los demás misterios.

Esta devoción, aunque sea especial y tenga su carácter propio, a pesar de todo, tiene un algo universal, pues al honrar al Corazón de Jesús, no es ya en Jesús niño, adolescente, o víctima, donde terminan nuestros homenajes, sino en la persona de Jesús en la plenitud de su amor.

Además, la práctica general de esta devoción propende, en último término, a devolver a Nuestro Señor amor por amor », a apoderarse de toda nuestra actividad, y penetrarla de amor que sea agradable a Jesucristo; los ejercicios particulares no son más que medios de expresar a nuestro divino Maestro el recíproco amor que le tenemos.

Es esto efecto, y muy precioso por cierto, de esta devoción, puesto que toda la religión cristiana se reduce a dedicarnos por amor al servicio de Jesucristo, y por Él al servicio del Padre y del Espíritu Santo. Este punto es de importancia potísima; por eso no quiero terminar esta instrucción sin detenerme en él unos instantes.

Es una verdad confirmada por la experiencia de las almas, que nuestra vida espiritual depende en gran parte de la idea que habitualmente nos formamos de Dios. Existen; entre Dios y nosotros, relaciones fundamentales basadas en nuestra condición de criaturas, y relaciones morales que resultan de la actitud que con Él observamos, la cual depende, las más de las veces, del concepto que de Dios tenemos.

Si éste es erróneo, nuestros esfuerzos por adelantar serán generalmente vanos y estériles, por ir fuera de vereda; si fuere incompleto, nuestra vida espiritual estará plagada de lacras e imperfecciones, y si llegare a ser exacto y cabal, en cuanto es dado a una criatura que en este mundo vive de la fe, nuestra alma, ciertamente, se dilatará en esa luz soberana.

Esta idea que habitualmente tenemos de Dios, es, pues, la clave de nuestra vida interior, y no sólo porque regula nuestra conducta para con Dios, sino también porque más de una vez determina las disposiciones de Dios para con nosotros, pues en muchos casos Dios se las ha con nosotros del mismo modo que nosotros con Él.

Pero me diréis ahora: ¿Es que la gracia santificante no nos hace hijos de Dios? Sí, por cierto; pero con todo eso y prácticamente, hay almas que no obran como hijos adoptivos que son del Padre Eterno. Diríase que el ser hijos de Dios no tiene, para ellas, más que un valor nominal, y no comprenden que constituye un estado fundamental que requiere manifestarse de continuo con actos correspondientes, y que toda la vida espiritual debe estar como embebida en ese espíritu de adopción divina que, por virtud de Jesucristo, recibimos en el bautismo.

Encontraréis, sin duda, almas que consideran habitualmente a Dios cual se le representaban los israelitas. Cuando Dios se manifestaba en el Sinaí, entre el fragor de relámpagos y truenos, aquel pueblo, duro de cerviz y siempre pronto a la infidelidad e idolatría, consideraba a Dios como Señor a quien se debe adorar, como Dueño a quien es preciso servir, como Juez a quien se ha de temer.

Los israelitas habían recibido, como dice San Pablo, “espíritu de esclavitud para reincidir de nuevo en el temor». Por eso se les aparecía Dios con todo el aparato de la majestad y del soberano poder, y los trataba con rigor. Se abre la tierra para tragar a los culpables 67, quedan heridos de muerte los que, sin tener derecho alguno, osan tocar el arca de la alianza 58 perecen los murmuradores mordidos de serpientes venenosas», y apenas se atreven a pronunciar el nombre de Jehová. Una vez al año, y aun entonces temblando, entra el Sumo Sacerdote en el Santo de los Santos, provisto de la sangre de las víctimas inmoladas por el pecado». Ahí tenéis hasta dónde llegaba el espíritu de servidumbre.

Hay almas que viven de ordinario penetradas únicamente del temor servil, y que si no fuera por miedo a los castigos de Dios, le ofenderían sin el menor reparo. Consideran a Dios como a un Señor a quien no les interesa dar gusto. Se parecen a aquel siervo de quien habla Jesús en la parábola de las “minas». Antes de ir a lejanas tierras llama un rey a sus siervos y les confía unas minas o monedas de plata, para que negocien con ellas hasta su regreso. Uno de ellos guarda en depósito la mina, sin hacerla producir. Vuelto el rey de su jornada, se presenta aquel siervo, y éste le dice: “He aquí tu mina, que he conservado envuelta en un pañuelo, porque tuve miedo de ti, por cuanto eres un hombre de natural austero, tomas lo que no has depositado y siegas lo que no has sembrado.» Y a esto, ¿qué contesta el rey? Replica al siervo descuidado de esta manera: “De tu propia boca te juzgo siervo perverso. Sabías que soy hombre exigente. . ¿Por qué, pues, no pusiste mi dinero en el banco?””. Y el rey ordena que a ese criado se le quite lo que se le había dado.

Esa clase de almas tratan a Dios como a distancia, Como tratarían a un gran Señor, y Dios las trata de igual modo: no se da plenamente a ellas ni cabe entre ellas y Dios intimidad personal; de consiguiente, se hace imposible toda expansión y confianza.
Otras almas, y éstas abundan tal vez más aún, miran habitualmente a Dios como al gran bienhechor; de ordinario, sólo obran «en vista de la recompensa» 62 Tal idea no es errónea, puesto que el mismo Jesucristo compara a su Padre a un amo que recompensa —y con larga mano — al siervo fiel cuando le dice: «Entra en el gozo de tu Señor» 63 nos dice asimismo que sube al cielo «para preparamos allí una morada» »4. Pero cuando esta disposición es habitual, como en algunas almas, hasta hacerse exclusiva, a más de ser ruin e interesada, no responde plenamente al espíritu del Evangelio.

La esperanza es una virtud cristiana que sostiene poderosamente el alma en medio de la adversidad, de las pruebas y tentaciones, pero no es la única ni la más perfecta de las virtudes teologales, que son las virtudes que distinguen a los verdaderos hijos de Dios. ¿Cuál es, pues, la virtud más perfecta y más noble de todas? Es la caridad, nos responde San Pablo: «Ahora subsisten estas tres, la fe, esperanza y caridad; pero la mayor de ellas es la caridad» 6»

 

 
5. ÚNICAMENTE CRISTO NOS REVELA LA VERDADERA DISPOSICIÓN DEL ALMA ANTE DIOS; LA DEVOCIÓN AL CORAZÓN
DE JESÚS NOS AYUDA A ADQUIRIRLA.

 

Por eso, sin perder de vista el temor, mas no un temor servil, cual es el del esclavo que teme al castigo, sino el temor del agravio causado a Dios nuestro Creador; y sin apartar tampoco del pensamiento la recompensa que nos espera, si somos fieles, debemos procurar tener con Dios de modo habitual una disposición que nace de filial confianza y amor, condición que el mismo Jesucristo nos revela como propia de la Nueva Alianza.

Cristo, en efecto, sabe mejor que nadie cuáles deben ser nuestras relaciones con Dios, pues Él conoce los secretos divinos. Escuchándole, no hay peligro de extraviarse, como quiera que es la misma Verdad. Ahora bien: ¿qué actitud o disposición desea que tengamos con Dios? ¿Bajo qué aspecto quiere que le contemplemos y le honremos? Enseñamos que Dios es, sin duda, dueño y soberano, a quien debemos adorar. Escrito está: «Adorarás al Señor y a Él solo servirás» 66; pero «ese Dios a quien debemos adorar es un Padre»: «Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, pues el Padre busca a los que le adoran de ese modo».

Pero ¿es acaso la adoración el único sentimiento que debe hacer vibrar nuestros corazones? ¿Es lo único que debemos a este Padre tan bueno que es Dios? En modo alguno, sino que Cristo nos pide, además, amor, mas un amor pleno, perfecto, sin restricción ni reserva. ¿Qué respondió, en efecto, Jesús, al preguntarle cuál era el mayor de los mandamientos? «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con todo tu espíritu, con toda tu alma y todas tus fuerzas» 68 Amarás: se trata de un amor de complacencia a este Señor de tanta majestad, a este Dios de infinita perfección; se trata de un amor de benevolencia que procura la gloria del mismo que es su objeto, de un amor recíproco a un Dios que ha sido el primero en amamos» 69

Dios desea, pues, que nuestras relaciones con Él estén impregnadas de filial reverencia, a la vez que de profundo amor. Sin la reverencia, correría riesgo de degenerar el amor en descuido incalificable y sumamente peligroso, y sin el amor que nos empuja hacia Dios, viviría el alma en el error y haciendo a la vez injuria al don divino. Y en defensa de estos dos sentimientos que en nosotros parecen contradictorios, comunícanos Dios el Espíritu de su Hijo Jesús, quien con sus dones de temor y de piedad armoniza en nosotros, eh las proporciones que se requieren, la adoración más íntima y el amor más tierno: “Porque sois hijos, envió Dios el espíritu de su Hijo a vuestros corazones» 70. Este mismo Espíritu es el que, según nos lo enseña Jesucristo, ha de regular toda nuestra vida: es el Espíritu de adopción de la Nueva Alianza, y opuesto, según San Pablo, «al espíritu totalmente esclavo» de la Antigua Ley.

Ahora acaso me interroguéis, ¿de dónde proviene esta diferencia? De que una vez verificada la Encarnación, mira Dios a la humanidad en la persona de su Hijo Jesús y por Él envuelve a toda la humanidad en la misma mirada de complacencia que dirige a Jesús, nuestro hermano mayor; por eso quiere también que como Él, por Él y con Él vivamos «cual hijos carísimos » 71

Me diréis también: Y ¿cómo hemos de amar a un Dios a quien no vemos? Es cierto que «la luz divina en este mundo es inaccesible,>, pero Dios se reveló a nosotros por medio de su Hijo Jesucristo El Verbo Encarnado es la revelación auténtica de Dios y de sus perfecciones, y el amor que nos demuestra Jesucristo no es más que la manifestación del amor que Dios nos tiene.

En efecto, el amor de Dios es en sí mismo incomprensible; nos supera totalmente, no alcanza el espíritu del hombre a comprender lo que es Dios, como quiera que en Él no son las perfecciones distintas de su naturaleza, por lo cual el amor de Dios es Dios mismo

¿Cómo nos formaremos, pues, una idea cabal del amor de Dios? Mirando a Dios que se nos manifiesta bajo una forma tangible. Mas ¿qué forma es ésa? La Humanidad de Jesús, el cual, siendo también Dios, se revela a nosotros. La contemplación de su sacratísima Humanidad es el camino más seguro para llegar al verdadero conocimiento de Dios. «Quien ve a Jesús, ve al Padre» 76, porque el Verbo y el Padre son una misma cosa» , y el amor que el Verbo Encarnado nos manifiesta revela el amor que el Padre nos tiene.

Una vez establecido este orden, ya no varía. El cristianismo es el amor de Dios manifestado al mundo por Cristo, y toda nuestra religión ha de reducirse a contemplar este amor en Cristo y responder al amor de Cristo para llegarnos hasta Dios.
Tal es el plan divino y lo que Dios quiere de nosotros. Si no nos amoldamos a él, no tendremos ni luz, ni verdad, ni seguridad, ni salvación.

Pues bien, la disposición respecto a ese plan que Dios nos exige es la de hijos adoptivos y seres sacados de la nada, que se postran ante un «Padre de inconmensurable majestad», sobrecogidos de profunda humildad reverencia. Pero a estas relaciones fundamentales que nacen de nuestra condición de criaturas, hay que añadir otras que no las destruyen, antes bien completan su obra, y son relaciones infinitamente más elevadas, más amplias y más íntimas derivadas de nuestra adopción divina y todas ellas tienen por objeto servir a Dios por amor.

Esta última disposición, que responde a la realidad de nuestra adopción celestial, es la que fomenta de un modo especial la devoción al corazón de Jesús. Al hacernos contemplar el amor humano que Cristo nos tiene, introdúcenos en el secreto del amor divino, e inclinando nuestras almas a reconocerle por una vida cuyos resortes Son el amor, mantiene en nosotros aquellos sentimientos de piedad que todos debemos tener siempre para con el Padre.

Al recibir a Nuestro Señor en la sagrada Comunión, hospedamos en nosotros a aquel Corazón divino, hoguera de amor. Pidámosle muy de veras nos haga Él mismo comprender este amor, porque un rayo que nos venga de arriba es harto más eficaz que todos los discursos humanos; pidámosle que nos haga amar a su divina Persona. «Porque si una vez, dice Santa Teresa, nos hace el Señor merced que se nos imprima en el corazón este amor, sernos ha todo fácil y obraremos muy en breve y muy sin trabajo».

Si arde en nuestro corazón una chispita siquiera do amor por la persona de Jesucristo, ya se traslucirá en nuestra vida. Aunque encontremos dificultades y estemos sometidos a grandes pruebas y suframos violentísimas tentaciones, si amarnos a Jesucristo, esas dificultades, esas pruebas y tentaciones nos encontrarán impertérritos: «Las muchas aguas (tribulaciones) no pudieron apagar la caridad» »». Cuando «el amor de Cristo nos urge e impele, ya no deseamos vivir para nosotros, sino para Aquel que nos amó y se entregó por nosotros”. 79. viida de Santa Teresa escrita por ella misma, t. 1, pág. 728 del cap. XXII, edic. de los Padres Efrén y Otilio, O. C. D. La BAC, Madrid, 2952. «Empieza por amar a la persona; el amor a la persona te hará amar la doctrina y el amor a la doctrina te llevará suavemente y a la vez con decisión a la práctica. No descuides conocer a Jesucristo y meditar sus misterios; eso te despertará su amor y luego vendrá el deseo de agradarle y ese deseo dará frutos de obra» buenas.»

 

1- PASCUA: RESUCITAR CON CRISTO POR LA EUCARISTÍA Y LA TRANSFORMACIÓN DE NUESTRAS VIDAS. POR EL BAUTISMO SE INAUGURA EN NOSOTROS LA GRACIA PASCUAL.

 

En el bautismo recibimos la vida de Cristo resucitado que debe ser modelo de la nuestra. No nos mereció esta vida nueva solo con su resurrección sino con toda su vida, especialmente con su muerte y resurrección, hechos presentes en la Eucaristía, desde la Encarnación hasta su Ascensión, “viviendo siempre ya para interceder por nosotros...Por el bautismo fuimos sepultados con Cristo para morir al pecado, para vivir ya la nueva vida en Cristo”. Hemos resucitado con Cristo para que podamos vivir su vida gloriosa, especialmente por la Eucaristía.

Este «vivir para Dios», la vida resucitada en Cristo, la vida de gracia recibida  en el bautismo y potenciada comprende una infinidad de grados; supone, primero, que uno está totalmente reñido con el pecado mortal, puesto que éste es del todo incompatible con la vida divina. Supone además abstención de pecado venial y de sus raíces y desasimiento de todo lo creado y de todo móvil humano.

Cuanto mayor sea la separación, tanto más libres y espiritualizados estaremos y mayor incremento tomará en nosotros la vida divina; pues a medida que el alma se desliga de lo humano, así va gustando y saboreando las cosas celestiales y vive de la misma vida divina.

En este estado felicísimo, no sólo se ve el alma libre de todo pecado, sino que obra ya solamente a impulsos de la gracia y por un motivo sobrenatural. Ahora bien, cuando este motivo se extiende a todas sus acciones, cuando el alma, por un movimiento de amor habitual y estable, lo endereza y refiere todo a Dios, a gloria de Cristo y del Padre, entonces, se puede decir, ha llegado a la plenitud de la vida, a la santidad: Vivít Deo.

Ya habréis notado que la Iglesia durante el tiempo pascual nos habla muy a menudo de vida, y no tanto por haber vencido Cristo a la muerte con su Resurrección, cuanto por haber vuelto a abrir a las almas las fuentes de vida eterna.

Esta vida la hallamos en Cristo: «Yo soy la vida» ». Por eso también nos hace leer la Iglesia, repetidas veces, la parábola de la viña, en estos santos días... «Yo soy, dice Jesús, la viña, y vosotros los sarmientos; permaneced en mí y Yo en vosotros, porque sin mí no podéis hacer nada» ». Es necesario permanecer en Cristo y que Él permanezca en nosotros para poder cosechar copiosos frutos.

¿Y de qué modo? Por su gracia, por la fe que en Él tenemos, por las virtudes que en Él imitamos como en ejemplar perfecto. Cuando renunciando al pecado morimos a nosotros mismos, «como muere en la tierra el grano de trigo antes de producir sus fecundas espigas»; cuando obramos únicamente bajo la inspiración del Espíritu Santo y conforme a los preceptos y máximas del Evangelio, entonces la vida divina de Cristo se derrama pujante en nuestras almas y entonces vive en nosotros, como dice el Apóstol: «Pero vivo.., no ya yo, sino Cristo vive en mí» ».

Tal es el ideal de la perfección: Vivir para Dios en Jesucristo. Mas no podemos llegar a Él en un día, pues la santidad, que se inicia en el bautismo, no se labra sino poco a poco y como por etapas sucesivas. Procuremos obrar de tal suerte que cada Pascua, cada día de ese sagrado tiempo que abarca desde Resurrección a Pentecostés produzca en nosotros una muerte más completa al pecado, a las criaturas, y mayor acrecentamiento de la vida de Cristo.

Es preciso que Jesucristo reine en nuestros corazones y que todo cuanto tenemos le esté sometido. ¿Qué hace Jesucristo desde el día de su triunfo? Vive y reina g1rioso en Dios, en el seno del Padre: Vivit et regnat Deus. Cristo vive únicamente en el lugar donde reina, y según, el grado en que reina en nuestra alma, así vive en nosotros. Es rey al par que pontífice. Por eso, cuando Pilato le preguntó si era rey, le conjvstó Jesús: «Tú dices que Yo soy rey, pero mi reino no es de este mundo.»

 «El reino de Dios está dentro de vosotros» ». Es menester que Cristo mande en nosotros cada día con más plenitud, como lo pedimos en el padrenuestro: ¡Llegue ya, Señor, llegue ya tu reino! « ¡ Que llegue ese día en el que de veras reinarás en nosotros por medio de tu Ungido!”.

¿Por qué no llegó ya? Porque hay todavía en nosotros muchas cosas: la voluntad, el amor propio, la actividad natural y otras mil que no están aún sometidas a Cristo, porque, conforme a los deseos del Padre Eterno, «no lo hemos puesto todo a los pies de Jesucristo», en cuyo acto estriba parte de la gloria que el Padre quiere dar en adelante a su Hijo: «Le exaltó y le dió un nombre... para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla».

El Padre quiere glorificar a Cristo, porque Cristo es su Hijo, que tanto se humilló; quiere que se hinque toda rodilla ante el nombre de Jesús, y que toda la creación le esté sumisa, en el cielo, en la tierra y en los abismos, y también todo lo que hay en nosotros, voluntad, inteligencia, imaginación y energías.

Vino a nosotros como Rey el día del bautismo, pero el pecado le ha disputado el dominio en nosotros; mas cuando destruimos el pecado, las infidelidades, el apego a las criaturas; cuando vivimos confiados en Él, en su palabra, en sus méritos; cuando procuramos agradarle en todo, Cristo, entonces, es dueño soberano y reina en nosotros de igual, modo que reina en el seno del Padre, vive en nosotros y puede decir de nosotros a su Padre: « Padre mío ! ¡Mira esta alma en la cual yo vivo y reino, para que vuestro nombre sea santificado!»

Éstos son los aspectos más profundos de la gracia pascual: desasimiento de todo lo humano, creado y terrenal y plena entrega a Dios por medio de Cristo. De ahí resultará que la Resurrección del Verbo Encarnado será para nosotros un misterio de vida y de santidad, «por habernos con-resucitado» Dios con Cristo nuestro gran Capitán. Debemos, pues, ver el modo de reproducir en nosotros la fisonomía y la vida de Jesús resucitado.

A eso nos exhorta San Pablo con tanta insistencia estos días: «Si habéis resucitado, dice, con Cristo, es decir, si queréis que Jesucristo os haga partícipes del misterio de su resurrección, si queréis entrar en los sentimientos de su sacratísimo Corazón, si queréis «comer la Pascua» con Él y tener parte un día en su gloria triunfal, buscad las cosas de arriba, aspirad por las cosas del cielo, que son las que perduran, desasíos de las de la tierra»,que son pasajeras: honores, placeres, riquezas. «Porque habéis muerto al pecado y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios.., y así como Cristo resucitado ya no muere, sino que vive siempre para su Padre, así vosotros debéis también morir al pecado y vivir para Dios por la gracia de Cristo »

 

 

5. CÓMO POR LA CONTEMPLACIÓN DEL MISTERIO Y LA COMUNIÓN EUCARÍSTICA ROBUSTECEMOS MÁS EN NOSOTROS
ESTA DOBLE GRACIA PASCUAL

 

Me preguntaréis ahora: ¿De qué modo podremos acrecentar en nosotros esta gracia pascual?

En primer lugar contemplando con rendida fe este misterio;pues cuando Jesucristo, al aparecerse a sus discípulos, manda al apóstol incrédulo Tomás que meta el dedo en sus llagas, ¿qué es lo que le dice?: “No seas incrédulo, sino creyente.» Y al adorarle el Apóstol como a su Dios, añade nuestro Señor: “ creíste en Mí, Tomás, porque me viste y tocaste; bienaventurados los que sin haber visto creyeron».

La fe nos pone en contacto con Cristo; si contemplamos con fe este misterio, Cristo producirá en nosotros la gracia que trajo al aparecerse resucitado a sus discípulos. Vive en nuestras almas, y mientras vive obra sin cesar en ellas, conforme al grado de fe y según la gracia propia de cada unode sus misterios.

Cuéntase en la vida de Santa María Magdalena de Pazzis que, un día de Pascua, sentada a la mesa en el refectorio, se hallaba tan contenta y gozosa, que una novicia quela servía no pudo por menos de preguntarla cuál era la causa de tanta alegría. “La hermosura de mi Jesús — respondió — es la -que me llena de gozo, pues le veo ahora en el corazónde todas mis hermanas. Y ¿qué forma tiene? — replicó la novicia —. Le veo en todas, respondió la Santa, resucitado y glorioso cual hoy nos le representa la Iglesia».

Los frutos de este misterio los asimilamos sobre todo por medio de la Comunión sacramental. Porque en la Eucaristía recibimos el Cuerpo y la Sangre de Cristo resucitado, tal cual ahora existe en los cielos gozando de la plenitud de la gloria de su resurrección.

El Señor que recibimos real y verdaderamente es la fuente de toda santidad y no puede dejar de compartir con nosotros la gracia de su «santa» resurrección, dado que, en éste como en los demás misterios, tenemos que recibir todo de su plenitud. Aun en nuestros días, Cristo, siempre vivo, sigue diciendo a cada una de las almas las palabras que pronunció en presencia de sus discípulos al instituir su Sacramento de amor el día de Pascua: «Con grandes ansias he deseado celebrar con vosotros esta Pascua».

Desea Jesucristo realizar en nosotros el misterio de su Resurrección: Él vive muy por encima de todo lo terrestre, enteramente dado a su Padre, y quiere, para consuelo nuestro, arrastramos consigo en esa corriente divina.

Si después de haberle recibido en la’ Comunión, le dejamos plena libertad de acción, seguramente que dará a nuestra vida, por medio de las inspiraciones de su Espíritu, aquella orientación estable que  mira hacia el Padre y en la cual se cifra toda santidad. De modo que todos nuestros pensamientos, todas nuestras aspiraciones, toda nuestra actividad van enderezados a la gloria de nuestro Padre celestial.

« ¡Oh divino resucitado! Tú eres el que vienes a mí; Tú eres el que después de haber expiado el pecado por medio de tan atroces martirios has vencido a la muerte con tu triunfo, y ya glorioso, sólo vives para tu Padre. Ven a mí para destruir la obra del enemigo, para desterrar el pecado y todas mis infidelidades; ven a mí, para que yo me desapegue de todo aquello que o eres Tú; ven para hacerme participante de esta sobreabundancia de vida perfecta que se desborda ahora de tu Humanidad sacratísima; cantaré entonces contigo un cántico de acción de gracias a tu Padre que te ha coronado en este día de gloria y honor como a Jefe y Cabeza nuestro.»

Estas aspiraciones son las mismas que la Iglesia eleva en una de sus oraciones, en que resume, después de la Comunión, las gracias que de Dios solicita en favor de sus ‘hijos: «Dígnate, Señor, librarnos de todas las reliquias del hombre viejo, y haz que la participación de tu augusto sacramento nos confiera un nuevo ser».

Quiere además la Iglesia que esta gracia perdure en nosotros aun después de la comunión y aun cuando hubieren pasado las solemnidades pascuales: «Haz, Dios omnipotente, que la virtud del misterio pascual persevere constantemente en nuestras almas.”

Es una gracia permanente que nos otorga, según expresión de San Pablo, que podemos renovar continuamente» y aumentar en nosotros la vida de Cristo, copiando más y más los rasgos gloriosos de nuestro divino modelo.

 

 

 

6. LA RESURRECCIÓN DE LOS CUERPOS ACABA DE MANIFESTAR LA GRANDEZA DE ESTE MISTERIO GLORIOSO.

 

Al indicaros antes el doble aspecto del misterio de santidad que la Resurrección d Cristo debe producir en nuestros corazones, no hemos apurado, ni mucho menos, los ricos tesoros de la gracia pascual. Dios se muestra tan generoso en todas las obras que ceden en honra de Cristo, que quiere que el misterio de la Resurrección de su Hijo alcance a nuestras almas y también a nuestros cuerpos, pues es dogma de fe que resucitaremos, y resucitaremos corporalmente, como Cristo y con Cristo.

Cristo es nuestra Cabeza, formando nosotros con Él un cuerpo místico. Si Cristo resucitó — y resucitó con su naturaleza humana —, nosotros, que somos miembros suyos, tenemos que participar de la misma gloria, pues somos miembros de Cristo, no sólo por nuestra alma, sino también por nuestro cuerpo y por todo nuestro ser, ligándonos a Él la unión más íntima que puede darse. De modo que si Jesús resucitó glorioso, los fieles que por medio de su gracia forman parte de su cuerpo, le estarán también unidos hasta en su misma resurrección.

Escuchad, si no, lo que a este propósito nos dice San Pablo: « Cristo ha resucitado y constituye las primacías de los muertos”; representa los primeros frutos de la mies; tras de El seguirá la cosecha: «Por un hombre, Adán, entró la muerte en el mundo, por un hombre debe venir tambien la resurrección de los muertos: pues así como en Adán mueren todos, así en Cristo todos serán vivificados» «Dios, dice aún con más energía el Apóstol, nos con-resucitó en su Hijo Jesucristo» Por medio de la fe y de la gracia, la cual, haciéndonos miembros vivos de Cristo, nos da a participar de sus diversos estados y nos une con Él. Y como la gracia es el principio de nuestra gloria, aquellos que están ya salvados en esperanza, por la gracia, puede decirse que también están resucitados en Cristo.

Ésa es nuestra fe y nuestra esperanza. Pero, «mientras tanto, nuestra vida está escondida con Cristo en Dios»; vivimos ahora sin que la gracia produzca aquella claridad y resplandor que tendrá en la gloria; así como Jesucristo, antes de su resurrección, contuvo la irradiación gloriosa de su divinidad, y no dejó traslucir más que un reflejo a tres de sus discípulos el día de la Transfiguración en el Tabor.

Sólo Dios conoce en este mundo nuestra vida interior, quedando oculta a los ojos de los hombres. Además, si tratamos de reproducir en nuestras almas por medio de nuestra libertad espiritual los caracteres de la vida de Jesús resucitado, ello supone un trabajo para nuestra carne, viciada todavía por el pecado, sujeta a las flaquezas del tiempo; y no llegamos a aquella santa libertad sino a costa de recia y continuada pelea.

También nosotros hemos «de sufrir antes de entrar en la gloria», como Cristo decía a los discípulos de Emaús el día de su Resurrección: «Por ventura no era necesario que el Mesías padeciese y entrase así en su gloria?” «Nosotros, como dice el Apóstol, somos hijos de Dios y herederos suyos, y, por tanto, coherederos con Cristo; pero no seremos glorificados en Él sin que antes padezcamos con Él».

Quiera Dios que estos pensamientos celestiales nos sostengan durante los días que nos restan aquí en la tierra; pues “día vendrá en que no habrá ya ni dolores, ni gemidos ni llantos, y Dios mismo se encargará de enjugar las lágrimas de sus servidores»;  convertidos ya en coherederos de su Hijo, nos sentará consigo en el eterno festín que tiene preparado para celebrar el triunfo de Jesús y de todos sus hermanos.

Si somos fieles cada año en participar de los dolores de Cristo durante la Cuaresma y Semana Santa, también cada año la celebración del misterio de Pascua, al mismo tiempo que nos hace contemplar la gloria de Jesús, venciendo a la muerte, nos hará sentir con más fruto y con más abundancia aún, su divina condición de resucitado.

Esta celebración nos despegará más de todo lo que no es Dios, y acrecentará en nosotros, por la gracia, la fe, el amor y la vida divina. Avivará también nuestra esperanza, porque «al aparecer el último día, Cristo, que es nuestra vida», y nuestra Cabeza, «apareceremos también nosotros con El en la gloria»,por haber antes participado de su vida.

Esta esperanza nos colma de gozo, y como quiera que el misterio de Pascua es misterio de vida, por eso mismo confirma nuestra esperanza y resulta misterio de gozo en grado eminente. Y la Iglesia nos lo demuestra al repetir continuamente a lo largo del tiempo pascual el Alleluya, ese grito de alegría y de felicidad tomado de la liturgia del cielo.

En la Cuaresma prescindió de dicho cántico para manifestar su tristeza y poder tener parte en los dolores de su Esposo; pero ahora que lo ve resucitado, se regocija con Él y vuelve a entonar con nuevo fervor esa exclamación jubilosa que resume todos los sentimientos que la embargan.

No olvidemos nunca que formamos una misma cosa con Cristo, que su triunfo es el nuestro y que su gloria es principio de nuestro gozo. Repitamos también con la Iglesia nuestra Madre, con frecuencia el Alleluya, para demostrar a Cristo nuestra alegría por verle triunfador de la muerte, y para dar gracias al Padre por la gloria que tributa a su Hijo.

El Alleluya, repetido sin cesar por la Iglesia durante los cincuenta días del período pascual, como un eco continuado de aquella oración con la que termina la semana de Pascua: «Te pedimos, Señor, nosconcedas que estos misterios de Pascua sirvan de acción de gracias en nuestra vida , y que la continua operación de la obra de nuestra regeneración sea para nosotros causa de la perpetua alegría».

)

 

¡O ADMIRABILE COMMERCIUM¡ (Tiempo de Navidad)


EL MISTERIO DE LA ENCARNACIÓN,  ADMIRABLE INTERCAMBIO ENTRE LA DIV1NIDAD Y LA HUMANIDAD

 

La venida del Hijo de Dios al mundo es un acontecimiento tan notable que Dios quiso irle preparando durante siglos; ritos y sacrificios, figuras y símbolos, todo lo hace converger en Jesucristo; le predice, le anuncia por medio de los profetas que se van sucediendo de generación en generación.

Pero ahora es el Hijo mismo de Dios el que viene a instruirnos: « Muchas veces y en muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres... ahora, en este etapa final, nos ha hablado por su Hijo.  Porque Jesucristo no nació sólo para los judíos de su tiempo, sino que bajó del cielo por nosotros y por todos los hombres. La gracia que mereció en su nacimiento quiere repartirla entre todas las almas.

Y para eso la Iglesia, guiada por el Espíritu Santo, ha hecho suyos los suspiros de los Patriarcas, las aspiraciones de los antiguos justos, y los anhelos del pueblo escogido, para ponerlos en nuestros labios y llenar nuestro corazón: Quiere prepararnos al advenimiento de Jesucristo, como si todos los años se renovase en nuestra presencia.

Observad, pues, cómo, al conmemorar la Iglesia la venida de su divino Esposo al mundo, despliega toda la magnificencia de sus pompas, y celebra con todas las galas de su esplendor litúrgico el nacimiento del «Príncipe de la Paz,  «Sol de Justicia» », que se levanta «en medio de nuestras tinieblas para iluminar a todo hombre» que viene a este mundo; además, concede a sus sacerdotes el privilegio, casi único en todo el año, de poder ofrecer tres veces el santo sacrificio de la misa.

Estas fiestas son grandiosas y llenan de un encanto que embelesa: la Iglesia trae a nuestra mente el recuerdo de los ángeles que cantan en las alturas la gloria del recién nacido; el de los pastores, almas sencillas que acuden a adorarle en el pesebre; el de los Magos, que vienen del Oriente a tributarle sus adoraciones y ofrecerle ricos dones.

Os dije al principio de estas conferencias que todos los misterios de Cristo, además de constituir un hecho histórico realizado en el tiempo, contienen también una gracia propia que sirve de alimento para sostener la vida del alma. La gracia íntima del misterio de Navidad, la que la Iglesia pide para todos en estos días de contemplación del Niño Dios es que nosotros comprendamos el amor extremo de un Dios que se hace humano y finito por nosotros.

En la primera misa, la de la medianoche, nos lo indica nuestra madre la Iglesia, una vez hecha la ofrenda del pan y del vino que dentro de breves momentos se convertirán, en virtud de las palabras de la consagración, en el cuerpo y la sangre de Jesucristo, con la siguiente oración: Dígnate, Señor, aceptar la oblación que te presentamos en la solemnidad de este día, y haz que con tu gracia y mediante este intercambio santo y sagrado reproduzcamos en nosotros la imagen de Aquel que unió contigo nuestra naturaleza»

Pedimos, pues, la gracia de tener parte en esta divinidad con la cual está unida nuestra humanidad. Hay como un intercambio: Dios, al encarnarse, toma nuestra naturaleza humana, y a cambio nos da una participación en su naturaleza divina.

Este pensamiento, tan conciso en su forma, se halla expresado de modo más explícito en la secreta de la segunda misa: «Haz, Señor, que nuestras ofrendas sean conformes con los misterios de Navidad, que hoy celebramos, y así como el niño que acaba de nacer con naturaleza humana resplandece también como Dios, del mismo modo esta sustancia terrestre (a la que se une) nos comunique lo que hay en Él de divino».

La gracia propia de la celebración del misterio de este día consiste en hacernos participantes de la Divinidad a la cual ha quedado unida nuestra humanidad en la persona de Jesucristo, y recibir este divino don por medio de esta misma Humanidad.

Es como una transacción humano-divina: el niño que nace hoy es a la vez Dios, y la naturaleza humana, que Dios asume, le servirá de instrumento para comunicarnos su divinidad. «Que así como el Niño que acaba de nacer con naturaleza humana resplandece también como Dios; del mismo modo esta sustancia terrestre nos comunique lo que tiene de divino».

 Nuestras ofrendas serán conformes a los misterios de la Natividad de este día, si mediante la contemplación de la obra divina en Belén y la recepción del Sacramento Eucarístico participamos de la vida eterna que Jesucristo quiere comunicarnos por su Humanidad.

«Oh comercio admirable, cantaremos estos días, el Creador del género humano, vistiéndose de un cuerpo animado, se dignó nacer de una Virgen, y presentándose en el mundo como un hombre, nos ha hecho partícipes de su divinidad»

Detengámonos unos instantes a admirar con la Iglesia este mutuo préstamo entre la criatura y el Creador, entre el cielo y la tierra, que constituye todo el fondo del misterio de Navidad. Consideremos los actos y la materia, y de qué modo se realiza; luego veremos los frutos que para nosotros se derivan, y finalmente las obligaciones que nos impone.

 


1. PRIMER ACTO DE ESTE INTERCAMBIO: EL VERBO ETERNO NOS PIDE UNA NATURALEZA HUMANA PARA UNIESE A ELLA EN UNIÓN PERSONAL

 

Trasladémonos a la gruta de Belén, y contemplemos al Niño reclinado en el pesebre. ¿Qué es a los ojos de un profano, de un habitante de la pequeña ciudad, que acudiera al establo de casualidad después de haber nacido Jesucristo? No vería más que un niño que acaba de nacer, y que tiene por madre a una mujer de Nazaret; es un hijo de Adán como nosotros, puesto que sus padres se han inscrito en los registros del empadronamiento; puede fijarse la línea de sus progenitores con todo detalle, desde Abraham a David, de David a José y a su madre. No es más que un hombre, mejor dicho, lo será, andando el tiempo, pues ahora no pasa de ser niño, un tierno niño que necesita unpoco de leche para seguir viviendo.

Tal aparece a los sentidos aquella criatura, tan chica, que ven acostada en la paja. Muchos judíos, de hecho, no vieron en Él otra cosa. Más tarde oiréis a sus compatriotas que preguntan, admirados, dónde aprendió tanta Sabiduría, porque para ellos, siempre fué el hijo del carpintero».

Pero los ojos de la fe ven en ese niño otra vida más alta que la simple vida humana; tiene unavida divina. Y, en efecto, ¿qué nos dice la fe sobre este punto? ¿Qué nos revela? La fe nos dice, en una palabra, que este Niño es el mismo Hijo de Dios, el Verbo, la segunda persona de la adorabilísima Trinidad, el Hijo que recibe de su Padre la vida divina, por medio de una comunicación inefable.

“Así como el Padre tiene la vida en Sí mismo, así dio también al Hijo tener vida en Sí mismo» ». Posee la naturaleza divina con todas sus perfecciones infinitas. En los esplendores de los cielos Dios engendra a este Hijo en una generación eterna.

A esta divina filiación de Jesucristo en el seno del Padre se dirige en primer lugar nuestra adoración, y es la que celebramos en la Misa de medianoche. Al romper el día, a la aurora, el santo, sacrificio celebrará el nacimiento de Jesucristo según la carne, en Belén, de la Santísima Virgen; y, finalmente, la tercera misa honra la venida de Jesucristo anuestras almas.

Envuelta enteramente en las nubes del misterio, la misa de medianoche comienza por estas palabras: “El Señor me ha dicho: Tú eres mi Hijo, yo te he engendradohoy».  Es el grito que se escapa del alma de Jesucristo unida a la persona del Verbo, y que por vez primera revela a la tierra lo que están oyendo los cielos desde toda la eternidad. Este “hoy» es el día de la eternidad, día que no conoce aurora ni ocaso.

El Padre celestial contempla ahora a su Hijo Encarnado. El Verbo, por haberse hecho hombre, no deja de ser Dios, y hecho hijo del hombre, sigue siendo Hijo de Dios. La primera mirada que descansa en la persona de Cristo, el primer amor de que se ve rodeado, es la mirada y el amor de su Padre: “El Padre me ama».

¡Y qué mirada y qué amor! Jesucristo es el Unigénito del Padre; ahí está su gloria esencial; es igual y «consustancial al Padre, Dios de Dios, luz de luz». “Por Él fueron hechas todas las cosas y nada se hizo sin Él.» “Por este Hijo fueron creados los siglos; con el poder de su palabra sustenta a todos los seres. Él es quien desde el principio sacó de la nada la tierra, y los cielos obra son de sus manos; ellos envejecerán como un vestido, y se cambiarán como un manto, pero Él, Él sigue siempre el mismo y sus años no acabarán!

Pues bien, este Verbo se encarnó por nosotros: «Jesucristo nos ha nacido. Venid, adorémosle…Un Dios se reviste de nuestra humanidad; concebido por misteriosa operación del Espíritu Santo en el seno de María, Jesucristo fue engendrado de la más pura sustancia de la sangre de la Virgen, y esa vida que Ella le comunica le hace nuestro semejante: «El Creador del género humano se dignó nacer de una Virgen, y se hizo Hombre sin obra de varón.»

Aquí está lo que nos dice la fe: este niño es el Verbo de Dios Encarnado, es el creador del género humano, ahora hecho hombre; si Él necesita un poco de leche para alimentarse, de su mano reciben también su alimento los pájaros del cielo: «El que alimenta a las aves, con un poco de leche se alimentó».  

Contempla a este Niño recostado en el pesebre; cerrados sus ojos, duerme, sin manifestar al exterior todo lo que es; en apariencia es semejante a los demás niños, y, sin embargo, en ese mismo momento, en cuanto Dios, en cuanto Verbo eterno, juzgaba a las almas que ante Él comparecían. « Como hombre, está reclinado sobre unas pajas, y como Dios, sostiene el universo y reina en los cielos».

Este Niño, que pronto comenzará a crecer, «el Niño crecía... y adelantaba en edad»,es el Eterno «cuya naturaleza divina no cambia»: «Tú eres siempre el mismo y tus años no menguarán.» Aunque nacido en el tiempo, es anterior a todos los tiempos; se manifiesta a los pastores de Belén y es el mismo que creó de la nada las naciones «que ante Él son como si no fuesen» ».

De modo que ya lo veis: los ojos de la fe descubren dos vidas en este Niño; dos vidas unidas de manera indisoluble e inefable, porque de tal forma pertenece la naturaleza humana al Verbo, que no existe más que una sola persona, la persona del Verbo, que sustenta a la naturaleza humana con su propia existencia divina.

Esta naturaleza humana es perfecta, no cabe duda: hombre perfecto;nada le falta de lo que esencialmente le compete. Este Niño tiene un alma como la nuestra, y un cuerpo semejante al nuestro también; las facultades de la inteligencia y voluntad, la imaginación la sensibilidad, parecidas a las del hombre: y a lo largo de una existencia de treinta y tres años se revelará como una de tantas criaturas, muy auténticamente humana.

No conocerá el pecado, eso no: «en todo semejante a sus hermanos los hombres menos en el pecado”. Esta naturaleza humana, perfecta en sí misma, conservará su actividad propia y nativo esplendor. Entre estas dos vidas de Jesucristo la divina, que posee siempre por su nacimiento eterno en el seno del Padre, y la humana, que comenzó a tenerla en el tiempo, por su encarnación en el seno de una Virgen no hay mezcla ni confusión.

El Verbo, al hacerse Hombre, continúa siendo lo cine era; lo que no era, lo toma de nuestra especie; pero sin absorber lo divino a lo humano, ni lo humano achicando a lo divino. La unión se realiza en tal forma, os lo he dicho ya bastantes veces, que no resulta más que una persona — la Persona divina — y que la naturaleza humana pertenece al Verbo, es la humanidad propia del Verbo: «Admirable es el misterio que se nos revela el día de hoy: se unieron las dos naturalezas por un prodigio inaudito: Dios se hizo hombre: y siguiendo siendo lo que era, asumió lo que no era: y con todo eso, no sufrió mezcla ni división».  

 

 

 

 

2. SEGUNDO ACTO DE ESTE INTERCAMBIO: AL ENCARNARSE EL VERBO, NOS HACE PARTICIPAR DE SU DIVINIDAD: «LARGITUS EST NOBIS SUAM DEITATEM»

 

Aquí tenemos, pues, si se puede decir así, uno de los actos de este intercambio. Dios toma nuestra naturaleza para unirse con ella en una unión personal.

He aquí los dos actos del comercio admirable que Dios realiza entre Él y nosotros: toma nuestra naturaleza para comunicarnos su divinidad; toma una vida humana para darnos parte en su vida divina; se hace hombre para hacernos dioses. Y su nacimiento humano es el camino para que nosotros lleguemos a la vida divina.

También en nosotros habrá, de aquí en adelante, dos vidas. Una natural, que nos viene de nuestro nacimiento según la carne, y que ante Dios, a consecuencia del pecado original, no sólo carece de mérito, sino también, antes del bautismo, está totalmente manchada, nos hace enemigos de Dios, de su justicia, y nacemos, «hijos de iras>.Otra sobrenatural, por encima infinitamente de los derechos y exigencias de nuestra naturaleza. Ésta es la que Dios nos comunica por su gracia, después de habérnosla merecido el Verbo Encarnado.

De estas dos vidas, lo mismo en nosotros que en Jesucristo, debe dominar la divina, aunque no se manifieste todavía en Jesucristo Niño, y en nosotros esté siempre encubierta bajo las apariencias vulgares del vivir ordinario. La vida divina de la gracia es la que debe mandar y gobernar y hacer también grata al Señor toda nuestra actividad natural, divinizándola de esa manera en su raíz.

¡Oh si la contemplación del nacimiento de Jesús y la participación en este misterio por medio de la recepción del Pan de vida, acabara de una vez con todo lo que destruye o mengua la vida divina en nosotros: con el pecado, del cual viene Jesucristo a librarnos: su nacimiento expulsa todo lo viejo que hay en nosotros» «Enseñándonos a negar los deseosdel mundo» Ojalá nos lleven a entregarnos del todo a Dios, corno lo prometimos un día en el bautismo al nacer a la vida divina; a darnosal cumplimiento total de todo su querer y beneplácito, como lo hacía el Verbo Encarnado al entrar en este mundo: «Heme aquí que vengo.., para hacer, ¡oh Dios, tuvoluntad»;a abundar en las buenas obras por las que somos gratos a Dios: «¡Un pueblo propio, celador de obras buenas!
Entonces, la vida divina que nos trajo Jesucristo desde su nacimiento, no encontraría ya más obstáculos; entonces, y con todas nuestras obras procedentes de la gracia, sí que celebraríamos dignamente el nacimiento de Jesucristo según conviene a la grandeza del misterio yal don inefable que enél se nos hace:

 

 

3. LA ENCARNACIÓN HACE A DIOS VISIBLE, PARA QUE PODAMOS ESCUCHARLE E IMITARLE

 

Lo que hace más admirable todavía este intercambio, es el modo de efectuarse. ¿Cómo se realiza? ¿Cómo nos hace partícipes de su vida divina este Niño que es el Verbo Encarnado? Por su humanidad. La humanidad que nos toma el Verbo le va a servir de instrumento para comunicarnos su divinidad; y esto por dos motivos, en los que brilla de modo infinito la eterna Sabiduría: la humanidad hace visible a Dios y le hace también pasible.

Le hace visible. La Iglesia canta alborozada esta “aparición” de Dios a los hombres, sirviéndose de las expresiones de San Pablo. “Se ha manifestado la gracia salvadora de Dios a los hombres»;»apareció la bondad y el amor de Dios hacia los hombres; «hoy brillará sobre nosotros una luz, porque nos ha nacido el Señor»;«el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros>.

La Encarnación realiza esta maravilla inaudita: los hombres vieron a Dios vivir entre ellos. San Juan se complace en hacer resaltar este aspecto del misterio. «Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos tocante al Verbo de vida, porque la vida se ha manifestado y nosotros hemos visto y testificamos y os anunciamos la vida eterna que estaba en el Padre y se nos manifestó; lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos para que sea vuestro gozo completo».

¡Y qué gozo, por cierto, ver a Dios que se manifiesta a los hombres, no ya en el resplandor deslumbrante de su omnipotencia, ni en la gloria indecible de su soberanía, sino bajo el velo de una humanidad sencilla, pobre, débil, para ser el modelo que debemos imitar, que podemos ver y tocar! 

Hubiéramos podido espantarnos ante la majestad aterradora
de Dios: los israelitas, llenos de temor y terror, se
prosternaban en tierra al hablar Dios a Moisés en el Sinaí,
en medio de relámpagos. Mas nosotros nos vemos atraídos
por los hechizos de un Dios hecho Niño. El Niño del pesebre parece decirnos: «Tienes miedo de Dios?» Vano temor: «El que me ve a Mí, ve también a mi Padare».

 No escuchéis a vuestra imaginación, no os forjéis un Dios a base de vuestras deducciones filosóficas, ni pidáis a la ciencia que os dé a conocer mis perfecciones. El verdadero Dios Todopoderoso soy Yo y como tal me manifiesto; Dios verdadero soy Yo, que me llego a vosotros en la pobreza, en la humildad, en la infancia, pero que un día daré por vosotros mi vida. Soy «el esplendor de la gloria del Padre Eterno y la imagen de su sustancia» », su Hijo único y Dios como Él; en Mí aprenderéis a conocer sus perfecciones, su sabiduría y su bondad, su amor a los hombres y su misericordia con los pecadores: «Hizo brillar la luz en nuestros corazones... la gloria de Dios que brilla en rostro de Cristo». Venid a Mí, que aunque soy Dios, he querido ser hombre como vosotros y no desecho a los que se acercan a Mí con confianza: «Lo mismo resplandeció como Dios que como hombre”.

« ¿Por qué, me preguntaréis, se ha dignado Dios hacerse visible?»  Pues primeramente para instruirnos: “Se apareció dándonos enseñanzas». Y, en efecto, en lo sucesivo, «Dios nos hablara ya por su mismo Hijo»; basta que escuchemos este Hijo carísimo para saber lo que Dios quiere de nosotros. El mismo Padre celestial nos lo dice: Éste es mi hijo amado; escuchadle»; y Jesucristo tendrá el gusto de repetir que su doctrina es la del Padre: «Mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado».

Además, se hace visible el Verbo a nuestras miradas, para ser  el modelo que debemos imitar. Basta que miremos cómo crece este Niño, que le contemplemos cómo vive entre nosotros y como nosotros en cuanto hombre, para aprender cómo debemos vivir nosotros ante Dios y como hijos de Dios; porque todo cuanto es agradable a su Padre: “Hago siempre lo que es su agrado».

Por sus enseñanzas es la misma Verdad, con su ejemplo nos señalará el camino; si vivimos iluminados con su luz y seguimos este camino, llegaremos a vida: «Yo soy el camino, y la verdad, y la vida »»; manera que al conocer a Dios aparecido entre nosotros, vemos impelidos hacia los bienes invisibles» ».

 

 

 

LA ENCARNACIÓN HACE A DIOS PASIBLE Y CAPAZ DE EXPIAR NUESTROS PECADOS

 

La humanidad de Jesucristo hace a Dios visible, pero todo — y aquí se muestra ((admirable» la sabiduría le hace pasible.

El pecado acabó con la vida divina en nosotros, y era toda necesidad, una satisfacción, una expiación, y sin ella, imposible que se nos devolviese esa vida divina. Pues bien, el hombre, criatura como siempre, estaba incapacitado para satisfacer por una ofensa de malicia infinita, y, por otra parte, la divinidad no puede sufrir ni expiar. Y sin borrar el pecado, Dios no puede comunicar la vida; y conforme a un decreto inmutable de la Sabiduría eterna, el pecado sólo se borra con una expiación equitativa.

¿Cómo se resolverá este problema? La encarnación nos responde. Mirad el Niño de Belén, que es el Verbo hecho carne. La humanidad, incorporada Verbo, es pasible; ella sufrirá y expiará. Tales sufrimientos y expiaciones, obras propias y muy propias suyas, pertenecerán, sin embargo, como la misma humanidad, al Verbo, y recibirán de la Persona divina un valor infinito, o bastará para rescatar al mundo, destruir el pecado y hacer aumentar la gracia en las almas, cual río impetuoso y fecundo: «La fuerza del río alegra la ciudad de Dios”.

¡Oh comercio admirable! No nos paremos a indagar cómo pudo Dios obrarle; miremos tan sólo de qué modo lo realizó. « El Verbo nos pide una naturaleza humana para hallar en ella un medio de padecer, un medio de expiar, un medio de merecer y colmarnos de bienes. Por la carne se aparta el hombre de Dios, y Dios libra al hombre encarnándose, como canta el himno de Laudes de Navidad:

 

Beatus auctor saeculi
servile corpus induit
ut carne carrem liberans ne perderet quos condidit
.

 

El santo creador del mundo se viste un cuerpo de siervo para librar a la carne con la carne y los que creó no pereciesen. La carne que viste el Verbo de Dios se convertirá en instrumento de salvación para toda carne. Oh admirable intercambio!
Lo sabéis ya seguramente: hay que esperar la inmolación del Calvario para que la expiación sea completa; pero, como nos lo enseña San Pablo, «desde el primer instante de su Encamación, Jesucristo aceptó el cumplir la voluntad de su Padre y ofrecerse como víctima en favor del género humano. Por lo cual, al entrar en este mundo, dice: « No has querido sacrificios ni oblaciones, pero me has preparado un cuerpo... Entonces dije: Heme aquí que vengo... para hacer, ¡ oh Dios!, tu voluntad”

«Por esta oblación comienza Jesucristo a Santificarnos”;en la cuna inaugura esta existencia de dolor que quiso vivir por nuestra salvación, terminando en el Gólgota con la destrucción del pecado, y nosotros siendo otra vez amigos de su Padre. El pesebre no es más que la, primera etapa, pero en ella está el germen de todas las demás.

Ahora ya sabéis por qué en la solemnidad de Navidad la Iglesia atribuye nuestra salvación al nacimiento temporal del Hijo de Dios. «Señor, que el nuevo nacimiento de tu Hijo según la carne, nos libere de la vieja servidumbre a la que nos tenía sometidos el yugo del pecado.  Aquí está explicado por qué, desde ahora, se estará hablando continuamente de liberación, de redención, de salvación, de vida eterna. Jesucristo es el pontífice y mediador, que por medio de su humanidad nos une con Dios; en Belén se nos ofrece ya esta humanidad.

Ved también como nada más nacer empieza a llevar cabo su cometido. ¿Qué es lo que destruye en nosotros la vida divina? El orgullo. Por creer que iban a ser semejantes a Dios y conocedores de la ciencia del bien y del mal, perdieron Adán y Eva, para ellos y su descendencia, la amistad con Dios. Jesucristo, el nuevo Adán, nos redime y nos vuelve a Dios por la humildad de su Encarnación.

 «Existiendo en la forma de Dios, se anonadó tomando la forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres todas sus manifestaciones”.  ¡Y vaya humillación la suya! Más tarde, es cierto, la Iglesia ensalzará hasta lo más encumbrado de los cielos su gloria prodigiosa de triunfador del pecado y de la muerte; pero en estos momentos Jesucristo no sabe más que de humillaciones y flaquezas.

Al fijar nuestras miradas en ese Niño pequeño, que en todo se parece a los demás y que nosotros creemos que es Dios, el Dios infinito que posee todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia, se siente el alma sobrecogida y confundido nuestro orgullo frente
a un abatimiento como ése.

¿Qué otra cosa nos perdió? Nuestra falta de obediencia. Mirad cómo el Hijo de Dios nos da ejemplo de una obediencia admirable; con la ingenuidad de los niños se entrega en las manos de sus padres; se deja tocar, traer y llevar donde se quiera; y el Evangelio resume en estas breves palabras su infancia, adolescencia y juventud: “Y les estaba sumiso” (Jesús a María y a José).

 ¿Y qué más? Nuestros apetitos: «la concupiscencia de los ojos», todo lo que tiene apariencia, que brilla, que fascina y seduce; y posponemos a Dios ante esa vanidad
esencial que tienela bagatela fugaz. El Verbo se hizo carne, pero nació en la pobreza y en la abnegación. «Siendo rico, se hizo pobre Jesucristo por amor nuestro”.Y aunque era el «rey de los siglos”  con una sola palabra sacó de la nada toda la creación, y le basta «abrir la mano para colmar de bendiciones a todo ser viviente», no por eso nació en un palacio; y no admitiendo a su madre en la posada, tuvo que refugiarse en una gruta: el Hijo de Dios, la Sabiduría increada quiso nacer en la más completa pobreza y dormir sobre unas pajas.

 

 

5. «LOS QUE HAN RECIBIDO AL HIJO DE DIOS HECHO CARNE PODRÁN LLEGAR A SER HIJOS DE DIOS.

 

Resulta que por cualquier parte que dirijamos la mirada de nuestra fe, y sean cuales fueren los detalles en que nos fijemos, nos parecerá siempre admirable este intercambio. ¿Acaso no es admirable, efectivamente, el parto de una Virgen? ». «Una madre jovencita ha dado a luz al Hoy cuyo nombre es eterno: a la honra de la virginidad juntólas alegrías de la maternidad; nadie antes de ella conoció tal prodigio, ni se verá después otro semejante”. Por qué me admiráis, hijas de Jerusalén? El misterio que en mí se ha realizado es del todo divino,.

Admirable, por cierto, se nos presenta esta unión indisoluble, aunque sin confusión, de la divinidad con la humanidad, en la persona única del Verbo. Admirable misterio: se unieron las dos naturalezas por un prodigio inaudito.

Este intercambio resulta admirable por los contrastes de su
realización: Dios nos da parte en su divinidad, pero la humanidad que nos toma para comunicarnos su vida divina es una humanidad paciente que sabrá de dolores, hombre que conoce las miserias, que sufrirá la muerte y con su muerte nos devolverá la vida.

Admirable es este cambio en su origen, que no puede otro que el amor infinito de Dios para con nosotros. “De tal modo amó Dios al mundo, que le entregó su Unigénito”. Dejemos, pues, que nuestras almas rebosen de cantando con la Iglesia «Un pequeñuelo nos ha nacido, un hijo se nos ha dado”.

Y ¿de qué modo «se nos dio»? — «En semejanza de carne pecadora como la nuestra”. Por esoel amor que nos le da de ese modo en nuestra humanidad pasible, para expiar el pecado, es un amor que no conoce medida”. “Por la excesiva caridad con que nos amó Dios, al darnos a su Hijo en semejanza de carne pecadora como la nuestra”.

Admirable es, finalmente, este cambio, por sus frutos y efectos, pues por él Dios nos devuelve su amistad y el derecho de entrar nuevamente en posesión de la eterna herencia; mira otra vez a la humanidad con agrado y con amor.

 De ahí que la alegría es uno de los sentimientos más salientes en la celebración de este misterio. A ella nos invita la Iglesia constantemente, pues nos recuerda las palabras del ángel a los pastores. “Os anuncio una gran alegría, que es para todo el pueblo: Os ha nacido hoy un Salvador. Esta alegría es la alegría de la liberación, de la herencia reconquistada, de la paz hallada otra vez y, sobre todo, de la visión del mismo Dios concedida a los
hombres: «Y le pondrán por nombre Emmanuel».

Y esta alegría será duradera si perseveramos en la gracia que nos viene del Salvador, y nos hace hermanos suyos. “Oh cristiano, exclama San León en un sermón que lee la Iglesia en esta santa noche, reconoce tu dignidad, y una vez hecho participante de la divinidad, guárdate bien de caer de tan sublime estado!».

Si conocieras el don de Dios, decía Nuestro Señor. Sí conocieras quién es este Hijo que se te ha dado»! Pero, sobre todo, ¡si le recibiéramos como Él se merece! Que no se diga de nosotros: «Vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron».

Por la creación, del dominio del Señor somos todos y pertenencia suya; pero hay quienes no le quisieron recibir en este mundo. « Cuántos judíos y Cuántos paganos rechazaron a Cristo tan sólo por verle en la pobreza de una carne pasible!» Almas sumidas en las tinieblas del orgullo y de los sentidos: “La luz nace en las tinieblas, pero las tinieblas no la abrazaron».

Y ¿cómo hemos de recibirle? Con fe. Los que creen en su nombre, en su palabra, en sus obras, ésos recibieron al Niño como Dios, que como tal se les dio, y por eso vinieron a ser hijos de Dios,
Ésta es, en efecto, la disposición fundamental que debe adornarnos para que este cambio admirable produzca en nosotros todos sus frutos.

Únicamente la fe nos da a conocer los términos y el modo de realizarse, y cómo penetrar en las profundidades de este misterio; gracias a ella conseguimos el verdadero conocimiento que Dios se merece.

Porque hay que saber que los modos y grados del conocer son muchos. «El buey y el asno conocieron a su Dios», escribía Isaías, al hablar de este misterio. Esos brutos vieron al Niño reclinado en el pesebre, pero como lo podía ver un animal, es decir, la forma, tamaño, color, el movimiento, un conocimiento tan rudimentario que no traspasa la frontera de los sentidos. Y nada más.

Los transeúntes y curiosos que se acercaron a la cueva también vieron al Niño; pero para ellos fue como uno de tantos. Su conocimiento no pasó tampoco más allá del simple conocimiento natural. Tal vez les llamó la atención la belleza del Niño. Acaso se dolieron de tanta pobreza. Pero este sentimiento les duró poco, y bien pronto la indiferencia le fue ganando terreno.

Están también loi pastores, de corazón sencillo, ilustrados por celestial resplandor”. Seguramente que le comprendieron mejor; vieron en Él al Mesías prometido y deseado, «el Esperado de las naciones»; le tributaron sus homenajes, y sus almas quedaron mucho más henchidas de santa paz y alegría.

Contemplaron, además, al recién nacido, al Verbo Encarnado, los ángeles. Vieron en Él a su Dios, y fue tal el conocimiento de estos espíritus puros, que se maravillaron y pasmaron ante un anonadamiento tan incomprensible, pues no quiso unirse a los ángeles, sino a la naturaleza humana o raza de Abraham.

Y ¿qué diremos del mirar de la Virgen a su Hijo Jesús? Hasta qué honduras del misterio penetraría aquella mirada tan pura, tan humilde, tan tierna y tan llena de complacencia! No hay palabras para describir los esplendores divinos con que el alma de Jesucristo anegaría entonces a su Madre, y las sublimes adoraciones, los perfectos homenajes que María tributaría a su Hijo, a su Dios, en todos los estados y en todos los misterios, cuya sustancía y raíz es la Encarnación.

Tenemos por fin —pero esto es inenarrable la mirada del Padre que contempla a su Hijo que se encarnó por nosotros. El Padre celestial veía lo que jamás podrán comprender ni ei hombre, ni e1 ángel, ni siquiera la Virgen María: veía las perfecciones infinitas de la divinidad, ocultas bajo los velos de la infancia... y esta contemplación era venero de un gozo indecible: «Tú eres mi Hijo amado, en quien yo me complazco».

Al contemplar en Belén al Verbo Encarnado, levantémonos por encima de los sentidos y vean sólo los ojos de la fe. Ésta es la que nos hace participar ya aquí en la tierra del conocimiento que las divinas Personas se tienen mutuamente. Y no exageramos al hablar así.

La gracia santificante, en efecto, nos da participación en la naturaleza divina; pues bien, la actividad de la naturaleza divina consiste en el conocimiento y en el amor recíproco que las Personas divinas se tienen; luego participamos de este conocimiento. Y así como la gracia santificante, al adquirir su completo desarrollo en la gloria, nos dará el derecho a contemplar a Dios como Él es, de igual manera, en esta vida, aunque entre las penumbras de la fe, la gracia nos permite mirar con los ojos de Dios en las reconditeces de sus misterios: «Brilló la luz de tu claridad».

Si nuestra fe se despierta y se perfecciona, no nos detenemos en lo exterior, en la corteza del misterio, sino que vamos al fondo para contemplarle con ojos divinos; pasamos a través de la humanidad para penetrar en la divinidad que aquélla encubre y revela al mismo tiempo; y así vemos los misterios divinos en la luz divina.

El alma que vive de esta fe, admirada y pasmada ante tan grande humillación, cae de hinojos, se entrega sin reserva a procurar la gloria de Dios, que de esa manera — por amor a sus criaturas — oculta la magnificencia innata de sus insondables perfecciones. Le adora, se pone a su disposición, no descansa hasta darle todo ella también, para llevar a cabo el cambio que Dios quiere hacer con esa alma; hasta que no le somete todo, su ser, su actividad, al «Rey pacifico que viene con tanta magnificencia» a salvarla, a santificarla y, por decirlo así, a deificarla.

Acerquémonos, pues, con una gran fe al Niño Dios, aunque no hayamos vivido en Belén, para darle hospedaje. Tan real es la entrega, que nos hace en la Sagrada Comunión, aunque nuestros sentidos no le reconozcan. El mismo Dios Todopoderoso, el mismo Salvador rebosando bondad, es el del tabernáculo y el del pesebre.

Si queremos, el intercambio admirable sigue todavía, pues Jesucristo nos infunde su vida divina lo mismo por medio de su humanidad que por la Sagrada Eucaristía; al comer su cuerpo y beber su sangre, y unirnos a su humanidad, bebemos en la fuente misma dç la vida eterna: «El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene la vida eterna».

De ese modo, cada día continúa y se estrecha más y más la unión entre el hombre y Dios por medio del misterio de la Encarnación. Al dársenos en la comunión, Jesucristo acrecienta en el alma generosa y fiel la vida de la gracia; la permite vivir con más libertad y desarrollarse con más pujanza; «la confiere, además, la prenda de aquella feliz inmortalidad, cuyo germen es la gracia, y en la que se nos comunicará el mismo Dios en toda su plenitud, descorridos todos los velos»: «Que el Salvador del mundo nos ha nacido hoy, así como es el autor de la divina generación que Él mismo sea el que nos conceda la inmortalidad”.

Éste será el coronamiento magnifico y glorioso del comercio que se inauguró en Belén, en medio de la pobreza y humillaciones del establo.

 

II. NOS ASOCIAMOS A LOS MISTERIOS DE JESUCRISTO MEDITANDO EL EVANGELIO, Y SOBRE TODO PARTICIPANDO EN LA LITURGIA A LA IGLESIA

 

El conocimiento de Jesucristo y de las diversas situaciones de su vida se adquiere en el Evangelio, antes que en otra fuente cualquiera y se viven en la liturgia de la Iglesia. Las páginas sagradas que inspiró el Espíritu Santo encierran la descripción y las enseñanzas de la vida de Jesucristo en este mundo. Nos basta leer, pero leer con fe y amor, esas páginas tan sencillas y tan sublimes para ver y ofr al mismo Jesucristo.

El alma piadosa que en la oración recorre a menudo ese libro excepcional, poco a poco llegará a conocer y amar a Jesucristo y sus misterios, a penetrar en los secretos de su Sagrado Corazón, a comprender esta magnífica revelación de Dios al mundo que se llama Jesucristo: “El que me ve a mí ve también a mi Padre”.

Como este libro está inspirado, brotan de él una luz y una fuerza que ilumina y fortalece los corazones rectos y sinceros. Dichosa el alma que le abre todos los días ! Bebe en la fuente misma de las aguas vivas.

Hay otro modo de conocer los misterios de Jesucristo:
celebrando la liturgia de la Iglesia (texto del Vaticano II que tengo en mi libro Celebrar la Eucaristía). Ya antes de subir al cielo, dijo Jesucristo a los Apóstoles sobre los que fundaba su Iglesia: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra,..»  «Como mi Padre me envió a Mí, así os envío Yo». «El que a vosotros oye a mí me oye...

Por eso la Iglesia por su liturgia es como una prolongación de la Encarnación, a lo largo de los siglos, y hace las veces de Jesucristo entre nosotros, pues ha heredado de su celestial Esposo divinal ternura; de Él recibió como dote, además del poder de santificar a las almas, las riquezas de gracias adquiridas por Jesucristo en la cruz el día de sus místicos desposorios. Puede, pues, decirse de la Iglesia, en cierto modo, es la prolongación de Cristo en la tierra y puede decir con Cristo “yo soy el camino, la verdad y la vida”.

El camino, porque no podemos llegar a Dios sino por Jesucristo, y nos es imposible estar unidos con Jesucristo sin estar incorporados (de hecho o de deseo) a la Iglesia por la liturgia de los sacramentos que hacen presente a Cristo predicando, consagrando, predicando…

La verdad, porque con toda la autoridad de su Fundador conserva en depósito y ospropone en nombre suyo a nuestra fe las verdades de la Revelación.

Finalmente, la vida, ya que por el culto público que ella sola tiene derecho a realizar así como los sacramentos que administra en nombre de Cristo como única dispensadora, solo ella puede santificar y mantener en los cristianos vida de la gracia. Por eso 
el Señor dirá « El que a vosotros oye, a Mí me oye».

Ya sabéis que es sobre todo por la liturgia que instruye la Iglesia y educa el alma de sus hijos, hasta hacerlas semejantes a Jesús, y de ese modo, dar la última mano «a esa copia de Jesucristo que es el dechado perfecto de nuestra predestinación«.

La Iglesia, guiada por el Espíritu Santo, que es el Espíritu del mismo Jesucristo, descorre ante la vista de todos sus hijos, desde Navidad a la Ascensión, el ciclo completo de los misterios de Jesucristo, unas veces resumiéndoles, y proponiéndoles otras en perfecto orden cronológico, como ocurre en Semana Santa y en el Tiempo Pascual. Y así es como hace revivir ante nosotros, no de una manera cualquiera, sino de modo animado y dramático, todos y cada uno de los misterios de su divino Esposo; merced a Ella, podemos recorrer las diversas etapas de su vida mortal y gloriosa. Y si no abandonamos a guía tan buena, infaliblemente llegaremos a conocer los misterios de Jesucristo, y lo que es más, penetraremos en los sentimientos de su divino Corazón.

Por eso, la Iglesia, que conoce bien los secretos del Sumo y Eterno Sacerdote escoge las páginas del Evangelio que más y mejor ponen de relieve los diversos misterios de su vida, muerte y resurrección; después, con arte exquisito, los ilustra, sirviéndose de ciertos pasajes de los salmos, de las profecías, de las epístolas de San Pablo y demás apóstoles y de citas de los antiguos Padres. Y así logra que aparezcan más luminosas y vibrantes las enseñanzas del divino Maestro, los detalles de su vida, lo esencial de sus misterios.

Además, con la selección de las citas de la Sagrada Escritura y autores antiguos, con las aspiraciones que nos sugiere la Iglesia, con su simbolismo y sus ritos, fuerza a nuestras almas a tomar la actitud que reclama el sentido de los misterios y hace que nazcan en nuestros corazones las disposiciones que se requieren para asimilarnos, lo más posible, el fruto espiritual de todos ellos. (para esta parte tener en cuenta en Vaticano II)

 

 

2.- VARIEDAD Y FECUNDIDAD DE LA GRACIA DE LOS MISTERIOS REPRESENTADOS EN LA LITURGIA

 
        Cada misterio trae a nuestras almas un modo nuevo en la manifestación de Jesucristo, aunque sea siempre el mismo Salvador, el mismo Jesús el que trabaja en esta obra de nuestra santificación; todos tienen su encanto especial, su particular esplendor y gracia propia.

La gracia que dimana y llega hasta nosotros en Navidad tiene diferente carácter que el que nos trae la celebración de la Pasión; Navidad es tiempo de alegría, y, en cambio, nuestros pecados nos tienen que apenar al considerar los indecibles dolores con que Jesucristo expió nuestras culpas; de igual modo, la alegría interior que rebosan nuestras almas en las fiestas de Pascua brota de otra fuente y tiene un brillar muy distinto de la otra alegría que nos hace estremecer al cantar la venida del Salvador al mundo.

Los Padres de la Iglesia hablan con frecuencia de lo que llaman ellos la vis mysterii, es decir, la virtud, la fuerza del misterio, el significado propio del misterio que se celebra. En todos los misterios de Jesucristo podemos aplicar a los cristianos lo que dice San Gregorio Nacianceno de los fieles con ocasión de la fiesta pascual: «Es de todo punto imposible presentar a Dios un don que le sea más grato, que el de ofrecemos a nosotros mismos con una inteligencia cabal del misterio.»

Hay espíritus que no ven más en la celebración de los misterios de Nuestro Señor Jesucristo que lo perfecto e
las ceremonias, la belleza de los cantos, los ornamentos refulgentes, la armonía de los ritos. Todo ello puede dase, y de hecho ahí lo encontramos y de manera excelente.

En primer lugar, porque al ser la Iglesia, Esposa de Jesucristo, la que ha reglamentado todos los detalles del culto de su Esposo, su perfecta observancia honra a Dios y a su divino Hijo. «Hay una ley ya fija para todos los misterios ¡del cristianismo, que antes de pasar a la inteligencia tienen que presentarse a los sentidos, y así tenía que ser para honrar al invisible por naturaleza y que quiso, por amor nuestro, aparecer en forma sensible».

Pero, además, es ley psicológica de nuestra naturaleza
— materia y espíritu — que vayamos de lo visible a lo invisible. Los elementos externos de la celebración de los misterios tienen que servir como de peldaños a nuestras almas para levantarse a la contemplación y al amor de las realidades celestes y sobrenaturales; sin contar que ésta es también la economía de la Encarnación, conforme se canta en Navidad: « que al conocer a Dios visiblemente, seamos arrebatados por Él al amor de las cosas invisibles. ¡Estos elementos externos tienen, pues, su utilidad, pero no podemos detenernos en ellos exclusivamente, ya que no son más que la orla del vestido de Jesucristo. La gloria, el esplendor y la virtud de los misterios de Jesús es sobre todo interior, y ésa es la que tenemos que buscar principalmente una vez y otra vez.

La santa madre Iglesia pide a Dios de cuando en cuando, y como un fruto de la comunión, el que nos conceda comprender la virtud propia de cada misterio, hasta compenetramos y vivir de él Eso se llama conocer a Jesucristo como lo desea San Pablo «en toda sabiduría e inteligencia espiritual». Y es que, en efecto, los misterios de Jesucristo, además de modelos y temas de contemplación, son también veneros de gracias.

Se cuenta de Jesucristo en el Evangelio, viviendo en este mundo, que “una virtud se desprendía de su persona y sanaba a todos”. Jesucristo continúa siendo siempre el mismo; si contemplamos con fe sus misterios, ya en el Evangelio, ya en la liturgia que nos ofrece la Iglesia, produce en nosotros la gracia que nos mereció cuando los vivía.

Vemos en esta contemplación cómo practicó las virtudes nuestro modelo Jesucristo, y compartimos los sentimientos particulares que animaron a su divino Corazón en sus diversos estados; pero principalmente recogemos las gracias especiales que nos mereció entonces.

Los misterios de Jesucristo son como diversos estados de su santa Humanidad; todas las gracias que tuvo, las recibió de su divinidad para comunicarlas a la humanidad y, por ésta, a todos los miembros de su cuerpo místico «en la medida del don de Jesucristo».

El Verbo, al asumir la naturaleza humana de nuestra raza, se desposó, por decirlo así, con toda la humanidad, y todas las almas participan de la gracia que inunda el alma santa de Jesucristo, en una medida que Dios conoce, y con respecto a nosotros, proporcionada al grado de nuestra fe.

Como quiera que todo misterio de Jesucristo representa un estado de la santa Humanidad, nos ofrece, en consecuencia, una participación especial de su divinidad. Un ejemplo: En Navidad celebramos el nacimiento temporal de Jesucristo; cantamos aquel «admirable intercambio» que se obra en Él entre la divinidad y la humanidad: nos toma la humanidad para darnos su divinidad; y cada fiesta de Navidad que celebramos santamente, en virtud de una comunicación más copiosa de la gracia, se convierte para el alma como en un nuevo nacer a la vida divina; en el Calvario, morimos para el pecado, con Jesucristo, y Jesús nos concede la gracia de detestar con todas veras todo lo que sea ofensa suya; en el tiempo pascual participamos de una libertad de alma, de una vida más intensa con Dios, cuyo modelo tenemos en su Resurrección; en el día de la Ascensión nos levanta al cielo con Él y por la fe y. nuestros santos deseos nos quedamos, lo mismo que El, junto al Padre celestial, in sinu Patris, en la intimidad del Santuario de Dios´

Siguiendo, de este modo, a Jesucristo en todos sus misterios, y uniéndonos a Él, vamos teniendo parte lentamente, pero de un modo seguro, y cada vez en mayor escala, y con una intensidad más profunda, en su vida divina. San Agustín expresa esta bella idea: «Lo que un di se realizó en Cristo, se va renovando espiritualmente e nuestras almas por la reiterada celebración de sus miste nos».

Por lo tanto, bien se puede decir que al contemplar en su orden sucesivo los diversos misterios de Jesucristo, lo hacemos no sólo para evocar el recuerdo de aquellos sucesos augustos que ya se cumplieron para salvación nuestra y para glorificar a Dios con nuestras alabanzas y acción de gracias, y ver cómo vivió Jesucristo y tratar de imitarle, sino también para que nuestras almas participen de un estado especial de su santa Humanidad y saquen de cada uno de ellos la gracia propia que plugo al divino Maestro vincularles, ganándola ‘como cabeza de la Iglesia, para su cuerpo místico.

De ahí que el Soberano Pontífice San Pío X, de gloriosa memoria, pudiera escribir que «la participación activa de los fieles en los sacrosantos misterios y en la oración pública y solemne de la Iglesia es la fuente primera e indispensable del espíritu cristiano» (repito, si alguna vez tengo que hablar esta conferencia, mirar el vaticano II)

Y a este propósito hay, en efecto, una verdad de suma importancia que con mucha frecuencia se olvida, y a veces se desconoce también. De dos modos puede el hombre imitar el modelo que tiene en Jesucristo. Puede esforzarse para conseguirlo con un trabajo meramente natural, como aquel que se imagina que está reproduciendo un ideal humano que nos ofrece un héroe o un personaje al que se ama o se admira.

Hay ciertos espíritus que creen que de esta manera hay que imitar a Nuestro Señor y reproducir en nosotros los rasgos de su persona adorable. Pero por este camino se llega a la imitación de un Jesucristo que soñaron nuestros pensamientos humanos.
Eso es lo mismo que perder de vista que Jesucristo es un modelo divino. Su hermosura y sus virtudes humanas hunden sus raíces en su divinidad y de ella sacan todo su esplendor.

Podemos y debemos, sin duda ninguna, con la ayuda de la gracia, poner todo nuestro empeño en conocer a Jesucristo y modelar nuestras virtudes y nuestras acciones conforme a las suyas; pero sólo el Espíritu Santo, «dedo de la diestra del Padre”, es capaz de reproducir en nosotros la verdadera imagen del Hijo, por ser nuestra imitación de orden sobrenatural.

Pero este trabajo del Artista divino se realiza principalmente en la oración que va fundada en la fe y abrasada de amor. Al contemplar con los ojos de la fe y con el amor que ansía entregarse al Amado en los misterios de Jesucristo, el Espíritu Santo, que es el Espíritu de Jesús, obra en lo íntimo del alma y con sus toques soberanamente eficaces, va moldeando a ésta, para reproducir en ella como por una virtud sacramental, los rasgos del divino modelo.

Aquí tenemos la razón de ser tan fecunda en simisma  esta contemplación de los misterios de Jesucristo, y por qué el contacto esencialmente sobrenatural en que la Iglesia — guiada en esto por el Espritu Santo — nos pone en la liturgia con los diversos estados de su Esposo, crea en nuestras almas una corriente de vida. Imposible encontrar camino más seguro ni medio más infalible para transformarnos en Jesucristo

 

3. DISPOSICIONES QUE DEBEMOS TENER PARA BENEFICIARNOS DE TODOS LOS FRUTOS: FE, ADORACIÓN, AMOR

      

Así y todo, esta contemplación de los misterios de
Jesucristo no producirá en nosotros tan copiosos frutos sin aportar de nuestra parte ciertas disposiciones, que pueden reducirse a tres: la fe, la reverencia y el amor.

La fe es la disposición primordial para ponerse en contacto vital con Jesucristo. (Ver citas finales al charla). Yes que celebramos misterios, es decir, signos humanos y visibles de una realidad divina y oculta. Y para comprender y palpar esta realidad necesitamos la fe.

Jesucristo es a la vez Dios y hombre, y en Él lo humano se encuentra siempre junto a lo divino. Veremos que aparecen Dios y el hombre en todos estos misterios, pero sucede con más frecuencia en la Natividad y en la Pasión por ejemplo — que la Divinidad queda más en oculto que en otros pasos de su vida; para sentirla, para rasgar el velo y llegar hasta ella, para ver a Dios en el niño reclinado en el pesebre, en el «maldito» que pende del leño en el Calvario, en las Especies eucarísticas, necesitamos la fe: «Supla la fe lo que falta a los sentidos».

Jamás penetraremos en lo íntimo de los misterios de Jesucristo sin la fe; mas con ella, nada tenemos que envidiar a los contemporáneos del Salvador. Cierto que no vemos a Nuestro Señor como aquellos que vivieron con Él, pero la fe nos permite contemplarle y estar con Él y unirnos a Él de un modo tan eficaz como los de su tiempo.

Decimos algunas veces: Oh, quién me diera haber vivido en sus días, haberle podido seguir con las turbas y los discípulos, servirle como Marta y escucharle de rodillas con la Magdalena! — Jesús dijo un día: «Bienaventurados los que no me vieron y creyeron en mí»  ¿Por qué «bienaventurados? Porque el contacto con Jesucristo por medio de la fe no es ni menos fecundo para nuestras almas, ni sobre todo menos glorioso para Jesús, a quien rendimos este homenaje de la fe a su persona sin haberle visto.

Nada tenemos que envidiar a los discípulos que vivieron con Él. Si tenemos fe, permaneceremos tan unidos a Él como pudieron estarlo los que le vieron y tocaron. Y aun diré más: la medida de esta fe es la que fija y determina, en cuanto a nosotros, el grado de nuestra participación en la. gracia de Jesucristo, encerrada en sus misterios.

Ved lo que pasó en los días do su vida mortal: los que vivieron con Él o tuvieron algún contacto material, como los pastores y los magos en el pesebre, los apóstoles y los judíos en los años de su vida pública, San Juan y la Magdalena al pie de la Cruz, los discípulos que le vieron resucitado y subir al cielo, todas esas almas que le buscaban, recibían la gracia, en razón de su fe. A la fe concede Jesucristo cuantos milagros se le piden; todas las páginas del Evangelio nos están pregonando que en el plan de Jesús la fe es la condición indispensable para recibir su gracia.

Ahora bien, nosotros no podemos ver ya a Jesucristo, pues subió a los cielos. Pero ahí está la fe que hace las veces de nuestras miradas; y el grado de esta fe, como en otro tiempo para los contemporáneos de Jesucristo, es, juntamente con el amor, el grado de nuestra unión con Él.

No olvidemos jamás esta verdad importante: Jesucristo nos dará una participación en su gracia, pero siempre a la medida de nuestra fe, y sin Él nada podemos, y de su plenitud tenemos que recibir todos.

San Agustín dice que «llegamos a nuestro Salvador no caminando, sino cre1 yendo». Por consiguiente, cuanto más viva y profunda sea nuestra fe en Jesucristo, Verbo encarnado e Hijo de Dios, más íntimamente nos uniremos con Él.

Por otra parte, a impulsos de la fe brotan en nuestras almas dos nuevos sentimientos que deben complementar su actitud en presencia de Jesucristo: el respeto y el amor. A Jesucristo hemos de acercarnos con gran reverencia, con una reverencia imponderable. Porque Jesucristo es Dios, y por lo mismo Todopoderoso, el Ser infinito que posee toda sabiduría, toda justicia, y tiene todas las perfecciones, el Dueño Soberano de todas las cosas, el Creador de todo cuanto existe y el fin último de todo lo creado y fuente de toda felicidad.

Jesucristo sigue siendo Dios, esté donde esté. Y aun al entregársenos con toda su bondad y liberalidad no deja tampoco de ser el que «adoran las Dominaciones y ante quien tiemblan las Potestades» y los ángeles más encumbrados se cubren el rostro.
En el pesebre se deja tocar, el Evangelio nos dice «que las turbas le oprimían por todas partes”, en su Pasión permite ser azotado, abofeteado, insultado, pero sin dejar de ser Dios. Aun cuando le azotan y cubrende esputos su rostro y expira en la Cruz, sigue siendo siempre el que con su poder y sabiduría creó y gobierna cielos y tierra; por lo tanto, le debemos tributar nuestra adoración lo mismo al leer una página del Evangelio que al celebrar cualquier misterio de nuestro Señor.

Si alienta viva y pujante la fe, es tan profunda esta reverencia, que nos fuerza a postrarnos en tierra ante este Hombre Dios y adorarle: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo, y cayendo en tierra le adoró».

La adoración es el primer movimiento del alma que por la fe llega a Jesús: el amor es el segundo. ¡Os lo decía hace un momento: en el fondo de todos los misterios de Jesucristo bulle el amor. Todo se debe al amor: la humildad de la cuna, la oscuridad de la vida oculta, los trabajos dé la vida pública, los tormentos de la Pasión, la gloria de la Resurrección: «Como amase a los suyos, les amó extremamente».

En los misterios de Jesús lo que más se revela y brilla es el amor. Y por el amor, principalmente, llegamos a comprenderlos. «Y nosotros hemos creído en el amor.» Si queremos meditar con fruto en los misterios de Jesucristo hay que hacerlo con fe, con reverencia, pero más que nada con ese amor que se afana por darse, por entregarse a la voluntad divina para cumplirla.
De ese modo la contemplación de los misterios de Jesucristo resulta fecunda. «Al que me ama.., me manifestaré a él», decía Nuestro Señor; ¿Qué quiere decir eso? Si alguien me ama en la fe y me contempla en mi Humanidad y en los estados de mi Encarnación, Yo le descubriré también los secretos de mi divinidad.

¡Dichosa y mil veces dichosa el alma en la que se realiza tan magnífica promesa! Jesucristo la revelará “el don divino» 20; la introducirá en el santuario de ese Sacramentum Abscondjtum , que son sus misterios, su Espíritu “que escudriña hasta las profundidades de Dios abrirá esas «bodegas del Rey»  de que habla el Cantar de los Cantares, donde el alma se embriaga de verdad y de alegría.

Sin duda que esta manifestación íntima de Jesucristo al alma, no llegará en este mundo a igualar a la visión beatífica, siendo ésta privilegio...de los bienaventurados en el cielo, pero llenará el alma de claridades divinas que le darán bríos en su ascensión hacia Dios: «conocer la caridad de Cristo, que sobrepuja a toda ciencia, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios>>.

Aquí se encuentra verdaderamente la fuente de agua viva que para nuestro provecho brota hasta la vida eternidad, porque la vida, Dios mío, ¿no consiste acaso en conocerte a Ti, y conocer a tu divino Hijo», en proclamar con nuestros labios y con nuestra vida que Jesucristo es tu Hijo muy amado, el Hijo de tu predilección, en quien tienes puestas todas tus complacencias y en quien quieres que lo busquemos todo?

 

 

1.LOS MISTERIOS DE JESUCRISTO SON NUESTROS MISTERIOS

 

 

Al leer atentamente las Epístolas de San Pablo, procurando sintetizar en ellas la doctrina y la obra del gran apóstol, claramente percibimos desde la primera página que en él todo reduce al conocimiento práctico del misterio de Jesucristo.

En su carta a los Efesios nos dice: «Por la lectura de lo que os he escrito, podéis conocer mi inteligencia del misterio de Cristo... a mí, el menor de todos los santos, me fijé otorgada esta gracia de anunciar a los gentiles la incalculable riqueza de Cristo, y darles luz acerca de la dispensación del misterio oculto desde los siglos en Dios».

Pues de este misterio inefable, aunque con muchas limitaciones, quisiera, con la ayuda del Espíritu Santo, hablaros esta mañana, siguiendo a san Pablo, el mayor o uno de los mayores conocedores del misterio de  Cristo, su Dios y Señor, constituido por el mismo Cristo heraldo de su evangelio.

Como todo sabéis por su mismo testimonio, al día siguiente de su conversión, recibió Pablo la misión de dar a conocer el nombre de Jesucristo. Su único anhelo fue, desde entonces, cumplir este mandato, emprendiendo frecuentes viajes, llenos de innumerables peligros, predicando en todas partes, en las sinagogas, en el Areópago, delante de los judíos, de los sabios de Atenas, de los procuradores romanos; hasta en la misma prisión siguió predicando y escribiendo largas cartas a sus fieles, sufriendo mil persecuciones por todos lado porque solo deseaba «llevar el nombre de Jesucristo a todas las naciones y a todos los reyes e hijos de Israel».

Es en su predicación a los gentiles donde mejor se aprecia cuán hondamente vivía y estaba penetrado San Pablo de este misterio, del cual había sido constituido Apóstol para los gentiles. Se presenta ante el mundo pagano para regenerarle, renovarle y salvarle.

Y ante esta sociedad tan corrompida no hace gala de la superioridad de su linaje, ni de la sabiduría de los filósofos, ni de la ciencia de los doctos, o la fuerza de los conquistadores.  Nada de eso posee el Apóstol. Confiesa que no es más que un aborto.

Escribiendo a los Corintios, dice que se presenta a ellos “en debilidad, temor y mucho temblor”» y recuerda a los Gálatas “que cuando por vez primera les predicó el Evangelio estaba consumido de enfermedades”. Por todo lo cual san Pablo no hacia las gentes apoyado en la seducción de su persona, ni en el prestigio de la ciencia, ni en la autoridad de su sabiduría humana, ni en el brillo de la elocuencia, ni los atractivos de la palabra humana; siente desprecio por todo eso ¿Qué lleva, pues, el Apóstol en su haber? Sólo a Jesucristo, y a Éste, crucificado. Y a esta ciencia reduce toda su predicación, y en este misterio cifra toda su doctrina.

Y tan penetrado está de ello, que la pide también en su oración para sus discípulos: «Doblo mis rodillas ante el Padre de Nuestro Señor Jesucristo para que os otorgue en abundancia la fuerza de su Espíritu y se forme en vosotros
el hombre interior, de forma que lleguéis a comprender, con todos los santos, la anchura y la longitud y la altura y profundidad del misterio de su Hijo; también le pido que lleguéis a conocer la caridad de Jesucristo, que rebasa todo humano conocimiento, y seáis plenamente colmados (por Jesucristo) de toda la plenitud de Dios”

¡Sublime oración! Y ¡cómo se siente a través de esas líneas la íntima convicción del Apóstol, y ese llamear de su alma que quiere comunicar a todos los hombres!

Pero, además, esta oración no se interrumpe un momento. “No cesamos de orar y pedir por vosotros, para que seáis llenos del conocimiento de la voluntad de Dios, con toda sabiduría e inteligencia espiritual»

Queridos hermanos ¿Con qué fin insiste San Pablo una vez y otra vez sobre este punto, y es para él el único tema doctrinal de toda su enseñanza?
¿Por qué eleva a Dios, en favor de sus queridos cristianos, tan fervientes y continuas súplicas? ¿Por qué se abrasa en deseos de ver conocido y vivido por todos los cristianos el misterio de Jesucristo?

Y ya sabéis que San Pablo no dirige su carta a unos cuantos iniciados, sino a todos los fieles de las iglesias que había fundado; sus escritos estaban destinados a leerse públicamente en las asambleas cristianas.

Es el mismo Apóstol el que nos lo declara en su carta a los Colosenses: “Deseo que tengáis conocimiento de mi continua solicitud por vosotros, y cuánto ansío que vuestros corazones se enriquezcan con una cumplida inteligencia del misterio de Dios Padre y de Jesucristo, ya que en Él están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia».

Esta última frase nos revela la razón de todo el modo de obrar de San Pablo. Está convencido de que en Jesucristo lo encontramos todo; de “que teniéndole a Él, nada nos falta”;  “esel mismo Jesucristo que existía ayer, vive hoy y permanecerá por todos los siglos».

Para renovar la sociedad pagana y levantar al mundo caído, San Pablo no aduce otro medio si no es a Jesucristo, y a Jesucristo crucificado. Cierto que este misterio es “ escándalo para los judíos y necedad para los sabios de Grecia»; pero contiene «la virtud del Espíritu divino» 1» el único «capaz de renovar la faz de la tierra».

Sólo en Jesucristo se halla «toda sabiduría, toda justicia, toda santificación y toda redención» y de ellas tienen necesidad las almas de todos los tiempos. Y por eso reduce San Pablo toda la formación del hombre interior al conocimiento práctico del misterio de Jesucristo. En relación con esto hace mucho tiempo leí en el Cardenal Mercier:

“Cuántas veces perdemos el tiempo en especulaciones estériles y laboriosos rodeos, y tenemos a mano un medio tan sencillo como es Jesucristo, para ir camino recto a Dios y vivir en unión íntima con Él.. Y cuando los portavoces del Verbo Eterno, en vez de comunicar a las almas al que es «la resurrección y la vida, es decir, a Jesucristo, las quitan el gusto de Dios, dándolas a comer y a beber esas disoluciones empalagosas del pensamiento humano de una literatura sin consistencia, no se puede por menos de exclamar con San Pablo: «¿Dónde andan los fieles dispensadores del Evangelio?» (Cardenal José Mercier, La clévot ion au Christ et é sa saínte Mére.)

 

 

 

 

 

2. CUÁNTO DESEA DIOS QUE EL MISTERIO DE CRISTO SEA CONOCIDO

 

La doctrina del Apóstol Pablo, aunque no escuchó a Cristo en Palestina, no es más que un eco fiel de su divino Maestro, ya que fue instruido por el mismo Jesucristo, desde su conversión, especialmente por los tres años que pasó en el desierto de Arabia.

 El Señor Jesús, en aquella inefable oración que siguió a la Cena, en la cual nuestro Salvador expresó ante sus discípulos el íntimo sentir de su alma, en aquel momento supremo de su despedida de vida en la tierra, le oírnos estas palabras manifestadoras de su intimidad con el Padre: «Padre mío, esta es la vida eterna, que te conozcan a ti único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo.

Entonces aprendimos de los labios mismos de Jesús, Verdad infalible, que toda la vida cristiana, cuyo desenvolvimiento total y término natural es la vida eterna, se reduce al conocimiento práctico de Dios y de su Hijo.
Seguidamente me diréis que nosotros no vemos a Dios: Deum nemo vidit unquam ». Es cierto. No conoceremos a Dios de modo perfecto hasta que le veamos cara a cara en la eterna bienaventuranza.

Pero ya en este mundo se nos manifiesta Dios a través de nuestra fe en Jesucristo, su Hijo, Jesucristo, el Verbo encarnado, la gran revelación de Dios al mundo: Mas por él estáis vosotros en Cristo Jesús, el cual nos ha sido hecho por Dios sabiduría.. Jesucristo es Dios mismo que vivió con los hombres, conversó con ellos bajo el cielo de Judea, y con su vida humana nos enseña cómo vive un Dios entre los hombres, para que éstos aprendan cómo deben vivir ellos  para Dios. Así que todas nuestras miradas deben centrarse en Jesucristo.

Abrid, si no, el Evangelio: en él veréis que hasta tres veces se deja oír la voz del Padre Eterno en el mundo para decirnos que contemplemos, que escuchemos a su Hijo y así será glorificado el Padre celestial: «He aquí mi Hijo muy amado, en quien tengo puestas todas mis complacencias: escuchadle.» Todas las exigencias que el Padre nos pide se reducen a esto: contemplar a Jesucristo, Hijo suyo, escucharle para amarle e imitarlo porque Jesucristo, por ser su Hijo, es imagen total de su amor de Padre.

Por eso, debemos contemplarle en su persona, en todos los actos de su vida y de su muerte, en todos los estados de su gloria, porque Nuestro Señor, siendo también Dios, las circunstancias más insignificantes de su vida, todos los pormenores de sus misterios deben merecernos nuestra atención.

Queridos hermanos, en la vida de Jesucristo no hay nada pequeño, nada que no tenga un ejemplo y expresión de su amor al Padre y a sus hermanos, los hombres. Por eso, el Padre eterno, mira con más agrado la menor acción de Jesucristo que al mundo entero.

Antes de la venida de su Hijo, Jesucristo, todo lo hace converger Dios en Él; después de su Ascensión, todo lo reduce a Él. Cuanto se refiere a Jesucristo ha sido previsto y predicho; todos los detalles importantes de su vida, todos los pormenores de su muerte fueron prefigurados por la eterna Sabiduría, y anunciados por los profetas mucho antes de que sucedieran. Por esta misma razón todos los evangelistas, inspirados por el mismo Espíritu Santo, Espíritu del Padre y del Hijo, nos dejaron tantos y tantos detalles de la vida y las enseñanzas del Hijo para que nosotros descubramos también y vivamos todo el misterio de Cristo, como nos dice el apóstol Pablo en todas sus cartas.

3. ESTE CONOCIMIENTO DE CRISTO ES EL VERDADERO FUNDAMENTO DE NUESTRA FE Y SALVACIÓN.

 

El conocimiento de Jesucristo, adquirido en la oración por la fe, y con las luces del Espíritu Santo, es ciertamente «la fuente de agua viva que salta hasta la vida eterna» Pues el Padre eterno depositó para nosotros, en Jesucristo, su Hijo, su Palabra, todas las gracias y todos los dones de santificación que ha destinado para las almas. «No podemos ir al Padre sino por Jesucristo… en Él lo tenemos y lo podemos todo y sin Él no poseemos nada, porque en Él habita toda la plenitud de la Divinidad“.

El que comprenda y viva así todo el misterio de Cristo, ése encontró la perla preciosa de que habla el Evangelio, “que es preferida a todos los tesoros, y por ella lo vendió todo para comprarla pues con ella se compra la vida eterna”.

Cuanto más conozcamos a, Jesucristo, y más profundicemos en los misterios de su persona y de su vida, y más comprendamos en la oración, las circunstancias y detalles que la Revelación ha puesto a nuestro alcance, más sólida será también nuestra santidad y más real nuestra piedad.

Porque nuestra piedad debe basarse en la fe y en el conocimiento y seguimiento del Hijo enviado por el Padre para hacernos a todos hijos en el Hijo y llevarnos a todos a la vida y felicidad eterna con el Padre, con la Santísima Trinidad. Esto es construir nuestra vida espiritual, no sobre arena frágil donde puede derrumbarse fácilmente, sino sobre cimentada en la fe firme, en convicciones que son resultantes de un hondo conocimiento por la oración y la vida de los misterios de Jesucristo, único Dios verdadero, juntamente con su Padre y con su común Espíritu».

Este conocimiento por la oración y vida de gracia es además, para nosotros, fuente inagotable de gozo. La alegría es un sentimiento que nace en el alma consciente del bien que posee. El bien de nuestra inteligencia es la verdad; cuanto más abundante y luminosa sea esta verdad, más profundo se hace el gozo del espíritu.

Jesucristo nos ha traído la verdad, Él es la misma Verdad », llena de dulzura reveladora del amor del Amor de nuestro Padre celestial, del Espíritu Santo; «desde el seno del Padre, donde vive siempre, nos revela Jesucristo los secretos divinos», que ya poseemos por la fe, comunicados en plenitud de Amor de Espíritu Santo.

¡Qué festín! ¡Qué hartura y regalo para el alma fiel el contemplar a Dios, al Ser infinito e inefable en la persona de Jesucristo; el escuchar a Dios mismo, al Padre, en las palabras de Jesús; el descubrir, por decirlo así, los sentimientos de Dios en los sentimientos del Corazón de Jesús; el mirar las obras divinas, el penetrar en su misterio, para beber allí, como en la fuente, la vida misma de Dios!

Oh divino Jesús, Dios y redentor nuestro, revelación del Padre, nuestro hermano mayor y amigo nuestro, haz que te conozcamos! Purifica los ojos de nuestro corazón, para que podamos contemplarte con gozo; otórganos que cese el estrépito de las criaturas para que podamos seguirte in obstáculo alguno. ¡Descúbrete tú mismo a nuestras almas, como lo hiciste a los discípulos de Emaús, explicándoles las sagradas páginas que trataban de tus misterios, y sentiremos «arder nuestros corazones” para amarte y unirnos contigo!

 

 

4.CRISTO VIVIÓ TODOS LOS MISTERIOS DE SU VIDA POR NOSOTROS Y PARA NOSOTROS.

 

Meditemos ahora sobre alguno de los principales misterios de Jesucristo, contemplando sus palabras y acciones.  Veremos todo lo que tienen de inefablemente divino y de profundamente humano cada uno de los hechos del Verbo encarnado. Todos los vivió por nosotros y para nosotros. Por eso, es gozo grande para el alma piadosa y una fuente inagotable de confianzasentirse íntimamente ligado por medio de Jesucristo a cada uno de sus misterios. Esta verdad hace que el alma prorrumpa en actos de agradecimiento porque « nosotros.., hemos creído en el amor» .

No cabe duda que el móvil principal de todos los actos de la vida de Cristo, Verbo encarnado fue el amor a su Padre. Jesucristo declaró a sus apóstoles, al terminar su obra, «que todo lo ha hecho y lo hace por amor a su Padre”. En esta admirable oración que dirige a su Padre declara Jesucristo «que cumplió su misión de glorificar al Padre en el mundo» ». «En todos los instantes de su vida, efectivamente, pudo decir con plena verdad que no buscó más que el honor y la gloria de su Padre».

Pero no es sólo el amor del Padre el que hace latir el corazón de Jesucristo; también a nosotros nos ama, y con un amor infinito. Por nosotros realmente bajó de los cielos, para obrar nuestro rescate, para librarnos de la muerte, para darnos la vida.

No tenía Él necesidad de satisfacer ni de merecer, siendo el Unigénito de Dios igual a su Padre, sentado a su diestra en lo más encumbrado de los cielos; y, sin embargo, todo lo padeció por nosotros.

Por nosotros únicamente y por nuestro amor se encamó, nació en Belén, vivió en la oscuridad de una vida de trabajo, predicó e hizo milagros, murió y resucitó y subió a los cielos, nos envió al Espíritu Santo y mora en la Eucaristía.

“Jesucristo, dice San Pablo, "Cristo amó a su Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para consagrarla... y para colocarla ante sí gloriosa, la Iglesia, sin mancha ni arruga ni nada semejante, sino santa e inmaculada...” De forma que Jesucristo vivió todos los misterios en favor nuestro, y para darnos más tarde un puesto junto a Él en la gloria de su Padre, donde está con todo derecho. Todos, ciertamente, podemos decir con San Pablo: «Jesucristo me amó y se entregó por mí» “.

Y esa inmolación no es más que el coronamiento de los misterios de su vida terrenal; por mí, y porque me amó, llevó a cabo todo.
Gracias te sean dadas, Dios mío, por este inefable don que me has hecho en la persona de tu Hijo, nuestra salvación y redención nuestra.


La segunda razón de pertenecernos los misterios de Jesucristo es porque vino para ser nuestro modelo, y como tal se nos muestra en todos ellos. El Verbo se encarnó para algo más que para anunciarnos la salvación y realizar nuestra redención; tenía que ser también el modelo de nuestras almas. Jesucristo es Dios que vive entre nosotros; es Dios que se manifiesta, se hace visible, tangible, se pone a nuestro alcance, enseñándonos con su vida lo mismo que con sus palabras el camino de la santidad, sin que tengamos que buscar fuera de Él otro modelo de perfección.

Todos sus misterios son una revelación de sus virtudes: la pobreza del pesebre, el trabajo y oscuridad de la vida oculta, el celo de su vida pública, el anonadamiento de su inmolación, la gloria de su triunfo, son virtudes que debemos imitar, sentimientos que debemos procurar o estados en que tenemos que tomar parte.

En la última Cena, después de haber lavado Nuestro Señor los pies a sus apóstoles, y haberles dado un ejemplo de humildad, siendo Maestro y Señor, decía a los suyos: «Os he dado ejemplo, para que lo que he hecho con vosotros os hagáis también vosotros, unos con otros”. Y lo mismo podía haber dicho de todo cuanto hizo.

En otro lugar nos dice: «Yo soy el camino, la verdad y la vida…El que me sigue no anda en tinieblas, sino tendrá la luz de la vida… aprended de mí que soy manso y humilde de corazón… y encontraréis vuestro descanso…” Jesús, en sus misterios, ha ido, por decirlo así, señalando las diversas etapas que tenemos que recorrer en pos de Él y en su compañía, en nuestra vida de gracia, mejor dicho, Él mismo arrastra al alma fiel «en su marcha de gigante» . <<Te he creado a mi imagen y semejanza, decía Nuestro Señor a Santa Catalina de Sena; más aún, me he hecho semejante a ti, tomando tu misma naturaleza, y, por consiguiente, no ceso de trabajar por hacerte tan semejante a mí cuanto eres capaz de serlo, y procuro renovar en las almas, en su caminar hacia el cielo, todo lo que se realizó en mi cuerpo.»

De ahí se deriva que la contemplación de los misterios de Jesucristo sea tan fecunda para el alma, pues la vida, la muerte y la gloria de Jesucristo son el modelo de la nuestra. No olvidemos nunca que en tanto agradaremos al Padre .eterno en cuanto imitemos a su Hijo, y en la misma medida en que vea en nosotros la semejanza del Hijo. ¿Por qué? Porque ((desde la eternidad nos tenía predestinados a esa misma semejanza» Y no tenemos otra forma de santidad que la que nos ha enseñado Jesucristo, ni distinta medida de perfección que la fijada por Él, conforme al grado en que le imitemos y sea nuestra unión.

Los misterios de Jesucristo son misterios nuestros, no sólo porque los vivió Jesucristo por nosotros, ni porque son modelos para nosotros, sino sobre todo porque en sus misterios Jesucristo se hace uno con nosotros. No hay verdad en que más haya insistido San Pablo; por eso deseo vivamente hacer presente su doctrina y vivencia: “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo, según nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él, 
en amor habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo, según el puro afecto de su voluntad, 
para alabanza de la gloria de su gracia, con la cual nos hizo aceptos en el Amado,  en quien tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados”.

Es tan estrecha la unión que Dios quiere realizar entre Jesucristo, su Hijo, y los escogidos, que en frase de San Pablo se compara a la que existe entre los miembros y la cabeza de un mismo cuerpo. La Iglesia, dice el Apóstol, es el cuerpo. de Cristo, y Cristo es la cabeza unidos entrambos, forman lo que San Agustín llama el « Cristo total»: “El Cristo total lo forman la cabeza y el cuerpo; la cabeza es el Hijo unigénito de Dios, y el cuerpo su Iglesia» ». Tal es el plan divino: “Dios lo sometió todo a Él y sujetó todas las cosas bajo sus pies y le puso por cabeza de toda la Iglesia».

Jesucristo es la cabeza de ese cuerpo místico que se forma con la Iglesia, porque es su jefe y soberano y la fuente de vida para todos sus miembros. La Iglesia y Jesucristo son, por decirlo así, un solo cuerpo con el mismo ser: «Somos miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos» . De tal modo unió Dios Padre a los escogidos con su divino Hijo, que todos los misterios los vivió Jesucristo como cabeza de la Iglesia.

San Pablo es en esta materia bien explícito: «Dios, dice, que es rico en misericordia, movido por el excesivo amor con que nos amó, aun cuando por nuestras ofensas estábamos muertos para la vida eterna, nos volvió a la vida con Jesucristo, nos resucitó con El, nos hizo sentar en los cielos con Jesucristo, para demostrar en los siglos venideros las infinitas riquezas de su gracia, por la bondad para con nosotros, en Jesucristo».

Este pensamiento reaparece varias veces en la pluma del Apóstol: «Dios nos ha sepultado con Jesucristo» y quiere que seamos uno con Jesucristo en su resurrección y en su ascensión: nos ha resucitado con Él, y nos hizo sentar con Él también a a derecha del Padre.

En el pensamiento divino no existe nada que se afirme tanto como esta unión de Jesucristo con sus elegidos; de ahí viene que los misterios de Jesucristo son también nuestros, principalmente porque el Padre eterno nos vio con su Hijo en cada uno de esos misterios vividos por Jesucristo y realizados por Él como cabeza de la Iglesia.

Por eso, apurando un poco más, podemos decir que los misterios de Jesucristo son más nuestros que suyos. Jesucristo, como Hijo de Dios, no habría padecido las humillaciones de la Encarnación ni los dolores y sufrimientos de la Pasión; tampoco habría necesitado del triunfo de la Resurrección, que sucedió a la ignominia de su muerte. Pasó por todo como cabeza de la Iglesia; tomó sobre Sí nuestras iniquidades y nuestras enfermedades; quiso pasar por donde teníamos que pasar nosotros y nos mereció, como cabeza, la gracia de caminar en pos de Él en todos sus  misterios.

 Jesucristo tampoco nos deja a un lado en todo lo que obra. Afirma muchas veces que «Él es la vid y nosotros los sarmientos». ¿Qué mayor unión puede darse que ésta, puesto que la misma savia y la misma vida circula por la cepa que por los sarmientos. ((Como desarrollo de estas ideas, remitimos al lector a la conferencia La Iglesia, cuerpo místico de Jesucristo,, de nuestra obra Jesucristo, vida del alma. Véase al fin del capítulo la nota 4.
6. Juan)).

Y tan verdadera y real es esta unión que el Señor nos dice que “todo cuanto hagáis a otra persona conmigo lo hicisteis”. Jesucristo quiere que la unión que le liga con sus discípulos, mediante la gracia, sea la misma que tienen el Padre y el Hijo por naturaleza. Tal es el fin sublime a que quiere conducirnos por medio de sus misterios.

Por eso mismo, todas las gracias que nos mereció en cada misterio las mereció para repartírnoslas. Recibió de su Padre la gracia en toda su plenitud, pero no para Él solo, puesto que San Juan añade inmediatamente que «de su plenitud todos hemos participado»; de ella recibimos todo, por ser nuestra cabeza y por haberle sometido todo su Padre. De modo que «su sabiduría, y su justicia, y su santidad, y su fortaleza se han convertido en nuestra sabiduría, en nuestra justicia y en nuestra fortaleza». Todo lo que tiene el Hijo nos pertenece, es también nuestro; somos ricos con sus riquezas, santos con su santidad. «Oh hombre, dice el Venerable Ludovico Blosio, si deseas de veras amar a Dios, mira lo que eres en Jesucristo, por más pobre y necesitado que te veas, ya que te puedes humildemente apropiar lo que Jesucristo hizo y padeció por ti».

Jesucristo nos pertenece con toda verdad, puesto que somos su cuerpo místico. Nuestras son sus satisfacciones y sus méritos, sus alegrías y sus glorias... ¡Oh condición inefable la del cristiano, tan íntimamente asociado a Jesucristo y a sus diversos estados! ¡ Oh grandeza admirable la de un alma que no carece de ninguna de las gracias que Jesucristo nos mereció en sus misterios!

 

 

5. LA VIRTUD DE ESTOS MISTERIOS ES SIEMPRE ACTUAL

 

La duración histórica y material de  los misterios de Cristo en su vida terrestre ya pasaron, pero su virtud perdura, y por la gracia participamos de ellos y siguen obrando en nosotros.

Jesucristo, ya glorioso, no puede merecer; sólo pudo merecer en su vida mortal, hasta exhalar el último suspiro en la cruz. Pero no cesa de procurar que hagamos nuestros los méritos que nos adquirió. «Jesucristo es ayer, y  hoy y lo será por los siglos de los siglos ».

No olvidemos que Jesucristo quiere que sea santo su cuerpo místico, y a eso se ordena toda su vida y todos sus misterios, por nosotros y para nosotros los vivió y sufrió: «Amó a su Iglesia y se entregó por ella, para santificarla»  Nuestro Señor no vino tan sólo por los habitantes que entonces vivían en Palestina, sino que «murió por todos los hombres de todos los siglos». La mirada de Jesucristo, por tanto, alcanzaba a todas las almas; su amor se extendía a cada una de ellas, y su voluntad santificadora sigue hoy todavía soberana, tan eficaz como el día en que derramaba su sangre para salvar al mundo.

Aunque ya terminó para Él el tiempo de merecer, sigue y perdura siempre el de comunicar el fruto de sus méritos, hasta que se salve el último de los elegidos; «Jesucristo vive para interceder siempre por nosotros”.  
Levantemos nuestro pensamiento hasta el cielo, hasta el santuario adonde Jesucristo subió cuarenta días después de su Resurrección, y veamos allí a Nuestro Señor colocado siempre ante la faz de su Padre: « entró en el mismo cielo, para comparecer ahora en la presencia de Dios a favor nuestro”.

 Y ¿por qué está Jesucristo continuamente ante la faz de su Padre?
Porque es su Hijo, el único Hijo de Dios. «No reputó codiciable tesoro mantenerse igual a Dios », puesto que es verdadero Hijo de Dios. El Padre eterno le mira y le dice: «Tú eres mi Hijo, hoy te engendré» . En este mismo momento en que os hablo, Jesucristo está ante su Padre diciéndole: «Tú eres mi Padre” , y Yo tu verdadero Hijo. Y como Hijo de Dios, tiene derecho a mirar cara a cara a su Padre, y tratar con Él como a igual, y a reinar con Él por los siglos de bis siglos.

Pero añade San Pablo que si usa de ese derecho es por nosotros y por nosotros también está delante del Padre. Y todo esto quiere decirnos que si Jesucristo está ante la faz de su Padre, no es sólo por ser su Hijo único, objeto de las complacencias divinas, sino también como mediador. Se llama Jesús, es decir, Salvador, nombre divino, porque viene de Dios y Dios se le impuso Jesucristo está en los cielos, a la diestra de su Padre, como nuestro representante, como nuestro pontífice, como nuestro mediador. Y como tal, cumplió en este mundo, hasta en sus mínimos detalles, la voluntad de su Padre, quiso vivir todos sus misterios, y ahora está a la diestra de Dios para presentarle sus méritos y comunicar incesantemente a nuestras almas — para santificarlas — el fruto do sus misterios: «Viviendo siempre para ,interceder por nosotros. »

¡Oh! qué poderoso motivo tenemos de confianza al saber que Jesucristo, cuya vida leemos en el Evangelio, y ¡cuyos misterios celebramos, está alerta, viviendo e intercediendo siempre por nosotros, que la virtud de su divinidad es siempre operante, que el poder que tenía su santa humanidad (como instrumento unido al Verbo) de curar a los enfermos, consolar a los afligidos y dar vida a las almas, continúa siendo siempre el mismo.

Jesucristo es hoy todavía lo que fue antiguamente, el camino infalible que nos conduce a Dios, la verdad que ilumina a todo hombre que viene a este mundo, la vida que nos salva de la muerte: « Cristo es el mismo ayer, y hoy, y siempre y por todos los siglos”.

¡Cristo Jesús, yo así lo creo, pero aumenta mi fe! Tengo entera confianza en la realidad y en la plenitud de tus méritos, pero afiánzala más! Te amo, Señor, ya que nos has manifestado tu amor en todos tus misterios, hasta el fin, pero aumenta mi amor!...


4. — «Aunque cada uno de los elegidos haya sido llamado a su tiempo debido, y todos los hijos de la Iglesia se diferencian por la sucesión de los tiempos, sin embargo, todos los fieles que han salido de las aguas del bautismo han sido engendrados con Jesucristo en su nacimiento, del mismo modo que fueron crucificados con Él en su Pasión, y resucitaron en el día de su Resurrección y se sentaron con Él a la diestra de su Padre el día de su gloriosa ascensión a los cielos.» (San León, Sermón XXVI, in Nativitate Domini, VI, 2.)

 

 

 


En esta meditación vamos a meditar sobre el amor misericordioso de Jesús para con todos los hombres de cualquier condición y estado, de gracia o de pecado. Jesús, Tú dijiste: «Aprended de Mí que soy manso y humilde de corazón» haznos, Señor, semejantes a Ti, que, imitándote, seamos misericordiosos «para conseguir nosotros también misericordia como nuestro Padre celestial es misericordioso con todos sus hijos.

 

 

1. LA BONDAD HUMANA DE CRISTO, REVELACIÓN DEL AMOR TRINITARIO DEL PADRE

 

       Jesucristo, Dios encarnado, en su vida y doctrina nos revela al Dios Amor.

El corazón humano necesita un amor tangible para poder vislumbrar el amor infinito, mucho más profundo y que sobrepuja a todo conocimiento. Y, en efecto, nada seduce tanto a nuestro pobre corazón como contemplar a Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, reduciendo a gestos humanos la eterna bondad.

Al verle repartir con profusión, a su alrededor, tesoros inagotables de compasión, riquezas inmensas de misericordia, podernos figurarnos un poco la infinidad de ese océano de la bondad divina, de donde nace y obra y se manifiesta para nosotros su Sacratísima Humanidad.

Detengámonos a considerar un poco unos cuantos rasgos, y comprobaremos la condescendencia, a veces chocante, de nuestro Señor, que se rebaja ante la miseria humana en todas sus formas, incluso el pecado. Y no olvidemos nunca que también entonces, es decir, cuando se inclina hacia nosotros, continúa siendo el propio Hijo de Dios, Dios mismo, el Ser Omnipotente, la Sabiduría infinita, que después de poner todas las cosas en la verdad, nada ejecuta que no sea soberanamente perfecto.

Esto, sin duda ninguna, da un valor inestimable a las palabras de bondad que profiere, a las acciones misericordiosas que obra, realzándolas de modo infinito; pero, sobre todo, acaba por cautivar nuestras almas al mostrarnos los encantos profundos del corazón de nuestro Cristo, de nuestro Dios.

Conocéis el primer milagro de la vida pública de Jesucristo: el agua convertida en vino en las bodas de Caná, a ruegos de su madre. Para nuestros corazones humanos ¡qué revelación inesperada de ternuras y delicadezas divinas! La Virgen no vaciló en pedir Jesucristo este milagro para sacar de apuros a los novios.  A Jesucristo le llega también al alma el apuro en que se va a ver públicamente aquella pobre gente; para evitarlo, Jesucristo obra un gran prodigio. Y lo que su corazón muestra aquí de humana bondad y de humilde condescendencia no es más que la manifestación exterior de una bondad más elevada, la bondad divina, fuente de la otra. Pues todo lo que hace el Hijo lo cumple igualmente el Padre.

Poco después, en la sinagoga de Nazaret, Jesucristo lee el texto de Isaías, para apropiárselo, como programa de su obra de amor: «El Espíritu Santo está sobre Mí, Porque me ungió para evangelizar a los pobres, me envió a predicar a los cautivos la libertad, a los ciegos la recuperaciónde la vista, para poner a salvo a los oprimidos, para anunciar un año de gracia del Señor.»
«Esta escritura que acabáis de oír, añadió Jesucristo comienza a cumplirse hoy»

Y en efecto, el Salvador se revelaba a todos desde entonces como «un Rey lleno del mansedumbre y de bondad». Tendría que citar todas laspáginas del Evangelio, si quisiera demostraros cuánto le llegaron al alma del Salvador las miserias, las debilidades,  las enfermedades, los dolores, y de manera tan irresistible que nunca se pudo negar; San Lucas hace resaltar con cuidado que «se compadeció»

Se presentan ante Él los ciegos, los leprosos, los sordomudos, los paralíticos; el Evangelio nos dice que «a todos curaba». A todos acoge también con una dulzura infatigable; se deja estrujar por las turbas, asediar por todas partes y continuamente, aun después de la puesta del sol; tanto que un día ni comer pudo

Otra vez, a las orillas del lago de Tiberíades, se vio obligado a subir a una barca, y de ese modo distribuir la palabra divina con más libertad »; en otro lugar, la .multitud de tal forma llena la casa en que se encuentra Jesucristo, que para llevar hasta Él a un paralítico echado en su camilla, tuvieron que descolgar al enfermo por una abertura que practicaron en el techo».

Los apóstoles, con frecuencia, se mostraban impacientes; el divino Maestro aprovechaba la ocasión para demostrarles su mansedumbre. Un día quieren apartar de Cristo a los niños que le presentan y que ellos juzgan molestos: «Dejad que los niños vengan a Mí, les dice Jesucristo y no les estorbéis, porque de los tales es el reino de Dios». Y se detenía para bendecirles, imponiéndoles las manos.

En otra ocasión, irritados los discípulos porque no recibieron al Señor en una aldea de Samaria, le dicen: « Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo que los consuma? » Y volviéndose Jesús les reprendió: No sabéis a qué espíritu pertenecéis. El Hijo del hombre no ha venido a perder a los hombres, sino a salvarlos».

Y tan cierto es esto que hace hasta milagros para devolver la vida a los muertos El caso de Naím. Un día encuentra a una pobre viuda deshecha en lágrimas que acompaña al cadáver de su hijo único. Jesucristo la ve, y ve sus lágrimas; su corazón se conmueve hondamente hasta no poder aguantar este dolor y le dice: «No llores», y al punto manda a la muerte que suelte su presa: « Joven, a ti te hablo, levántate!» El joven se levanta y Jesús se lo entrega a su madre ».

Todas estas manifestaciones de la misericordia y de la bondad de Jesucristo nos descubren los sentimientos de su corazón humano y conmueven las fibras más profundas de nuestro ser; ellas nos revelan, en una forma impresionante, el amor infinito de nuestro Dios. Al ver llorar a Jesucristo ante la tumba de Lázaro y oír a los judíos, testigos de esta escena, que dicen: «Cómo le amaba!» Ciertamente nuestros corazones comprenden ese lenguaje silencioso de las lágrimas humanas de Jesucristo y penetramos en el santuario del amor eterno que nos descubren: “El que me ve a Mí ve también al Padre».

Pero esta conducta de Cristo también condena a la vez nuestros egoísmos, nuestras asperezas, nuestras frialdades de corazón, nuestras indiferencias, nuestras impaciencias, nuestros rencores, nuestros movimientos de cólera y de venganza, nuestros resentimientos para con el prójimo! ... Con frecuencia olvidamos más de lo justo la palabra del Salvador: “En verdad os digo que cuantas veces habéis sido misericordiosos con uno de estos mis hermanos menores, a Mí me lo hicisteis»

 

 

 
2. MISERICORDIOSO PROCEDER DE JESUCRISTO PARA CON LOS PECADORES: EL HIJO PRÓDIGO, LA SAMARITANA MAGDALENA, LA MUJER ADÚLTERA…

      

El pecado es una de las formas más profundas de la miseria humana y es lo que sedujo principalmente al corazón de Cristo. Si hay un rasgo que llama la atención de modo particular en la conducta del Dios Encarnado, a lo largo de su vida pública, se puede decir que es esa extraña preferencia que se deja ver, en su ministerio, por los pecadores.

Los escritores sagrados nos dicen «que vinieron muchos publicanos y pecadores a sentarse a la mesa con Jesús y sus discípulos. Esta conducta le era tan familiar que se le llamaba «el amigo de los publicanos y pecadores. Ysi los fariseos se mostraban escandalizados, lejos de negar el hecho, Jesucristo le confirmaba, dando esta razón profunda: «No tienen los sanos necesidad de médico, sino los enfermos, y no vine yo a llamar a los justos, sino a los pecadores».

Según el plan eterno, Jesucristo es nuestro hermano primogénito: «Nos predestinó Dios a ser conformes con la imagen de su Hijo, para que Éste sea el primogénito entre muchos hermanos».Tomó nuestra naturaleza pecadora en la raza, pero pura en su Persona, «en carne semejante a la de pecado».Sabe que la gran masa de los hombres sucumbe en el pecado y necesita el perdón, que las almas esclavas del pecado y sentadas en las tinieblas y en la sombra de la muerte, lejos de Dios, no podrán comprender la revelación directa de lo divino; sólo las condescendencias de la Humanidad Santísima de Cristo las atraerá al Padre.

Por eso, una gran parte de su enseñanza y de su doctrina, muchísimas de las obras de mansedumbre y de perdón con los pecadores tienden a hacer comprender algo a esas pobres almas de las profundidades de las misericordias divinas.

En una de sus bellas parábolas que todos conocéis,la del hijo pródigo, Jesús nos descubre el retrato auténtico de su Padre celestial, aunque tiene por objeto inmediato, como lo indica clarísimamente el Evangelio, explicar sus propias condescendencias para con los pecadores.

San Lucas nos dice, efectivamente, que «los fariseos murmuraban de que todos los publicanos y pecadores se acercaban para oir a Jesús: Éste acoge a los pecadores y ce con ellos». Y para justificar su manera de obrar, «les propone esta parábola».

Ante todo pone a la vista la extraordinaria bondad  del padre, que olvida toda la ingratitud, toda la bajeza del culpable, para no pensar más que en una cosa: «Su hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, se había perdido y ha sido hallado; por eso debemos regocijarnos y preparar ahora mismo un banquete»

Si Jesucristo hubiera pretendido sólo hacer resaltar la misericordia del padre de familia para con el hijo pródigo, aquí podría terminar la exposición de su parábola. Pero es más larga, tan larga, en efecto, que no conocemos otra mayor que ésta en los evangelios; estamos tan maravillados, llega tan adentro nuestra admiración, que dicha parábola logra retener toda nuestra atención, y pasa, con mucha frecuencia, que perdemos de vista la lección que quería dar Jesucristo a los murmuradores, a los que vituperaban su modo de portarse con los pecadores.

Pero Jesucristo continúa la parábola, describiéndonos el proceder odioso del hijo mayor que se niega a tomar parte en el regocijo común, y no quiere sentarse a la mesa en el banquete que se preparó para su hermano. Jesucristo queríadar a entender a los fariseos, no sólo cuán dura era su orgullosa conducta y cuán desatinado su escándalo, sino también enseñarles que Él, nuestro hermano mayor, en vez de evitar el contacto con sus hermanos arrepentidos, los publicanos y los pecadores, los busca y toma parte en sus festines, pues “en el cielo será mayor la alegría por un pecador que haga penitencia que por noventa y nueve justos que no necesitan de penitencias ».

La parábola del hijo pródigo constituye por sí sola una magnífica revelación de la misericordia divina. Pero nuestro divino Salvador tuvo a bien ilustrar esta doctrina y subrayar esta enseñanza con actos suyos de bondad y misericordia que nos hechizan y conmueven hondamente.

 

Ya conocéis el encuentro de Jesús con la samaritana. Comenzaba entonces su vida pública nuestro Señor, y se dirigía de Jerusalén a Galilea; como el camino era largo, salió muy de mañana y llegó como al mediodía a Sicar, ciudad de Samaria. El santo Evangelio cuenta que «Jesucristo estaba fatigado, cansado del camino», como lo hubiéramos estado nosotros después de andar tan largo trecho. Y «se sentó sin más junto al pozo» que allí tuvo Jacob.

No existe acción del Verbo Encarnado que en su misma sencillez no contenga algo muy bello, pero sin la menor afectación y con la ausencia total de todo boato; siendo todo un Dios, Jesucristo es además, si así se me permite expresar, muy humano, en el sentido noble y completo de la palabra. Dios perfecto y perfecto hombre «». En Él reconocemos perfectamente a cualquiera de nosotros.

Siéntase, pues, junto al pozo, mientras los discípulos van en busca de víveres a la ciudad cercana. Pero, ¿qué tenía que hacer Él allí? ¿Acaso tan sólo descansar un rato? ¿Esperar la vuelta de sus apóstoles? ¡Oh,no! Venía también a buscar la oveja perdida, a salvar un alma. Jesucristo había bajado del cielo para rescatar las almas: “Se entregó a Sí mismo para redención de todos».

Treinta años tuvo que reprimir el ardor que le abrasaba por el celo de las almas. No cabe duda que trabajaba, sufría y rogaba por ellas, pero no iba en su busca ni las salía al encuentro. Pero había llegado el momento esperado, y su Padre quería que comenzase la predicación de la verdad y la revelación de su misión, y de ese modo conquistarlas.

Nuestro Señor se llegó a Sicar para salvar un alma predestinada desde toda la eternidad. Y ¿qué alma era ésta? Bien seguro que en aquella localidad se encontraría el Señor otras mucho menos corrompidas que la pecadora que quería salvar; y sin embargo de eso, a la que espera es a ésta; conocía muy bien todos los desvaríos; todos los malos pasos de esta pobre mujer, y a ella se va a manifestar, con preferencia a otra cualquiera.

Llega, pues, la pecadora; trae su cántaro para sacar agua del pozo. Inmediatamente Jesucristo le dirige la palabra. Y ¿qué le dice? ¿Comienza acaso por echarla en cara su vida rota, hablándole de los castigos que merecen sus desórdenes? En modo alguno; un fariseo así se habría explicado, pero Jesucristo obra de manera muy diversa.

Lo que allí ve le da margen para entablar conversación: “Dame de beber”. La mujer, extrañada, le mira; termina por reconocer que el que le habla es un judío; pues bien, los judíos despreciaban a los samaritanos y éstos no podían ver alos habitantes de la Judea: «no se tratan» judíos y samaritanos. “Cómo tu siendo judío me pides de beber?», dice ella a nuestro Señor. Y Cristo, buscando el modo de despertar en ella una santa curiosidad, le contesta: «¡Si conocieras el don de Dios y quien es el que te pide de beber!  «¡Si supieras quién es el que te dice: Dame de beber, tú le pedirías a Él, y Él te daría agua viva!»

Aquella pobre mujer, enteramente engolfada en la vida de los sentidos, no percibe nada de las cosas espirituales; se pasma más y más de lo que está oyendo y se pregunta cómo podrá su interlocutor darle agua si no tiene medio para sacarla,y ¿qué agua puede haber mejor que la de este pozo, del que bebieron el patriarca Jacob, sus hijos y sus rebaños? «Acaso eres tú más grande que nuestro padre Jacob?», le pregunta ella a Jesucristo. Y el Salvador insiste en su respuesta: “El que bebe del agua que yo le diere no tendrá jamás sed; que el agua que yo le dé se hará en él una fuente que salte hasta la vida eterna.» « Oh Señor, dame de esta agua!», le responde la mujer.

El Salvador le hace saber entonces que conoce la vida  desordenada que lleva. Esta pecadora, a quien la gracia va iluminando, ve que se halla en presencia de alguien que lee en el fondo de los corazones: « Veo que eres profeta.» Y al instante, conmovida su alma, se va acercando a la luz. «A Dios ¿hay que adorarle en este monte vecino o en Jerusalén?» Sabéis que esto era motivo de continuas disputas entre judíos y samaritanos.

Jesucristo ve que empieza a surgir en esa alma, en medio de su corrupción, una lucecita de buena voluntad: eso basta para concederle una gracia mayor, pues en cuanto ve rectitud y sinceridad en la búsqueda de la verdad, envía la luz y se complace en premiar ese deseo del bien y de la justicia.

Por eso, a esta alma le va a hacer doble revelación. Le enseña que «llega la hora, y ésta es cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre er espíritu y en verdad, pues tales son los adoradores que el Padre busca»; se da a conocer como el Mesías enviado por Dios: «Soy yo, el que contigo habla», revelación que no había hecho a nadie aún, ni a sus discípulos.

¿No es de admirar que estas dos grandes revelaciones hayan sido hechas, antes que a nadie, a una miserable pecadora, sin poder alegar otro título para tan singular privilegio que su necesidad de salvación y una chispita de buena voluntad?... Volvió justificada esta mujer, puesto que recibió la gracia y la fe. «Dejó, pues, su cántaro la mujer», se fue a la ciudad pregonando al Mesías con quien se había encontrado; dar a conocer «el don de Dios” que se comunicó a ella con tanta liberalidad, fue la primera preocupación de aquella mujer.

Entretanto, los discípulos estaban de vuelta con las provisiones de víveres y le ofrecieron a su Maestro: «Rabbí, come.» Y ¿qué les responde Jesús? «Yo tengo una comida que vosotros no sabéis, y es hacer la voluntad del que me envió».

Y ¿cuál es la voluntad del Padre? «Que todos los hombres vengan al conocimiento de la verdad y se salven. Y en esto se ocupa Cristo Jesús; es voluntad de su Padre que Jesucristo le lleve las almas que el Padre quiere salvar, que les enseñe el camino, que les revele la verdad, y de ese modo les haga llegar a la vida: “Todo lo que me da el Padre vendrá a Mí, y no echará fuera al que a Mí venga”. Aquí tenemos toda la obra de Cristo.

La pecadora de Sicar en nada se diferenciaba de las demás, a no ser por la profundidad de su miseria; pero el Padre la atrajo hacia Cristo; y entonces el Salvador la recibe, la ilumina, la santifica, la transforma y hace de ella su apóstol: “Y no echará fuera al que a Mí venga.» «Voluntad del que me envió es que no deje perder ninguno de los que me dio, sino que los resucite” aquí en este mundo a la gracia, mientras llega «el último día» «en el que los resucitaré para la gloria. La samaritana es una de las primeras que Jesucristo resucitó a la gracia.

 

La Magdalenaes otra, pero mucho más gloriosa todavía.
«Había en la ciudad una mujer de mala vida». Así comienza en el Evangelio su historia dando fe de sus desórdenes. La Magdalena tiene como profesión la de dedicarse al pecado, como la profesión del soldado es vivir bajo las armas, y la del político dirigir los destinos del Estado. Sus desórdenes eran notorios. Como símbolo del abismo adonde había llegado, moraban en su alma siete demonios.

Un día, Simón el fariseo invita a Jesús a comer con él en su casa. Y apenas se había sentado a la mesa cuando la pecadora con un pomo de alabastro de ungüento, irrumpe en la sala del banquete. Y, acercándose llorando a Jesús, se pone a sus pies, los baña con sus lágrimas, los enjuga con sus cabellos, los besa y los unge con el ungüento».

El fariseo, desde que la vió dentro, todo escandalizado, se decía para sí: « Oh, si éste supiere quién y cuál es la mujer que le toca, porque es una pecadora» «Decididamente no es un profeta.»

 

Tomando Jesucristo la palabra (reparad en la palabra respondens, pues el fariseo no dijo nada en voz alta, pero Jesucristo contesta a supensamiento interior), le propone la cuestión que ya conocéis. De los dos deudores insolventes a quienes el acreedor condona sus deudas, ¿quién le amará más? Aquel, responde Simón, a quien perdonó más. Bien has respondido, replicó Jesucristo. Y vuelto a la Magdalena: « ¿Ves a esta mujer?», pues esta mujer es, en efecto, una pecadora, a la que tú despreciabas allá en tu corazón, pero «ha amado mucho» y lo prueba en lo que acaba de hacer: Por lo cual te digo que le son perdonados sus muchos pecados, porque amó mucho.

La Magdalena, la pecadora, se ha convertido en el triunfo de la gracia de Cristo y en uno de los trofeos más magníficos de su sangre preciosa. Esta piedad del Verbo Encarnado por los pecadores es tan intensa que a veces parece que olvida los derechos de su justicia y de su santidad; los enemigos de nuestro Señor la conocían tan bien que llegan a tenderle lazos insidiosos en este punto.

 

Un día presentan a Jesús una mujer adúltera,no se puede negar el crimen o disminuir su gravedad: nos cuenta el Evangelio que la culpable fue cogida en flagrante delito; la ley de Moisés manda apedrearla. Los fariseos, que conocen la piedad de nuestro Señor, esperan que la absolverá, y con eso ya está en oposición con su legislador. «Tú, ¿qué dices, pues, a esto?».

Pero si Jesucristo es la bondad por esencia, es también la eterna Sabiduría. Desde luego, la maligna pregunta de sus acusadores no obtiene ninguna respuesta; ellos insisten, y nuestro Señor les dice entonces: «El que entre vosotros no tenga pecado, sea el primero en tirar la piedra.»

Semejante respuesta desconcierta a sus enemigos, y no les queda más recurso que retirarse uno en pos de otro. Jesucristo queda a solas con la culpable. Allí están frente por frente, una gran miseria y una gran misericordia. Y en el caso la misericordia se inclina hacia la miseria: «Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Nadie te ha condenado?» Dijo ella: «Nadie, Señor. Jesús dijo: Ni Yo te condeno tampoco; vete y no peques más”.

Tan excesiva pareció a algunos cristianos de la primitiva Iglesia la bondad de Jesús, que este episodio fue suprimido en muchos manuscritos de los primeros siglos; pero es muy auténtico, y fue voluntad del Espíritu Santo que se insertase en el Evangelio.

Todos estos ejemplos de la bondad del corazón de Cristo no son más que manifestación de otro amor más elevado: el amor infinito del Padre celestial hacia los pobres pecadores. No olvidemos nunca que debemos ver en lo que Jesucristo hace como hombre una revelación de lo que realiza como Dios, en unión con el Padre y su común Espíritu. Jesucristo recibe a los pecadores y los perdona:
es Dios mismo quien en una forma humana se inclina hacia ellos y los acoge en el seno de su misericordia eterna.

 


3. LA MISERICORDIA DEL SALVADOR ES LA FUENTE PRIMERA DE NUESTRA CONFIANZA; ESTA CONFIANZA SE ROBUSTECE CON LA PENITENCIA

 

La revelaciónde la misericordia divina por Jesucristo es la fuente primera de nuestra confianza. A todos nos llegan estos momentos de gracia en que descubrimos a la luz divina el abismo de nuestras faltas, de nuestras miserias, de nuestra nada; y al vernos tan sucios, decimos a Jesucristo, como San Pedro: “Señor, apártate de mí, quesoy hombre pecador». No olvidemos
que Cristo dijo también: « No vine a llamar a los justos, sino a los pecadores.” Y en prueba de ello, ¿no llamó al rango de apóstol a Mateo, el publicano y pecador?

¿Y a quién colocó de cabeza de su Iglesia, como jefe de esta sociedad que Él quiere «santa, inmaculada, sin tacha, para cuya santificación viene a dar toda su preciosa sangre? ¿A quién ha escogido? ¿A Juan Bautista, santificado en el vientre de su madre, confirmado en gracia y de una perfección tan eminente que le tomaron por el mismo Mesías? No. ¿A Juan Evangelista, el discípulo virgen, el que amó con especialísimo amor, el que le fué fiel hasta el fin, hasta el pie de la cruz? Tampoco. ¿A quién, pues, eligió? A sabiendas, deliberadamente, nuestro Señor escogió a un hombre que luego le dejaría solo. Y ¿no merece esto considerarse?

En su presciencia divina, Jesucristo conocía ya todo lo que iba a ocurrir; y al prometer a Pedro que sobre él construiría su Iglesia, Jesucristo sabía que Pedro le negaría, no obstante la espontaneidad de su fe. A pesar de todos los milagros que en su presencia obró el Salvador, a pesar de todas las gracias que había recibido, a pesar de la gloria que había visto resplandecer en la Humanidad de Cristo sobre el monte Tabor, el mismo día de su primera comunión y de su ordenación sacerdotal,  Pedro «jura que no conoce a aquel hombre». Y Jesucristo le escogió a él, con preferencia a todos los demás.

Y ¿por qué así? Porque la Iglesia se había de componer de pecadores. Salvo la Santísima Virgen, todos somos pecadores, todos necesitamos de las misericordias de Dios; y por eso quiso Jesucristo que la cabeza de su Reino fuese un pecador, cuyo pecado quedaría consignado en las Sagradas Escrituras con todos los detalles que prueban su flaqueza e ingratitud.

Consideremos igualmente a María Magdalena. En el Evangelio leemos que algunas mujeres acompañaban a Jesús en sus correrías apostólicas para ayudarle en sus necesidades y en las de sus discípulos. Entre todas estas mujeres, cuya abnegación era incansable, ¿a quién distinguió más Jesucristo? A Magdalena. De ella dijo: «Donde: quiera que sea predicado este Evangelio, se hablará también de lo que ésta ha hecho».

Quiso nuestro Señor también que el escritor sagrado no ocultase nada de los desórdenes de la pecadora, pero a la vez que supiésemos que había aceptado la presencia de la Magdalena al pie de la cruz, al lado de su Madre, la Virgen de vírgenes que para ella reservó, antes que para nadie, su primera aparición de resucitado.

Una vez más podemos preguntarnos: Y ¿a qué obedece tanta condescendencia? «Para exaltar a vista de todos la gloria triunfal de su gracia» Tal es, en efecto, la grandeza del perdón divino que a una pecadora hundida en el abismo la ha levantado a una santidad de las más encumbradas: «Abismo llama abismo ».

Jesucristo encontró una mujer perdida en sus costumbres, dice un autor de los primeros siglos, y Él la hizo, por medio de una penitencia admirable, más pura que una virgen». Dios quiere que «nadie se gloríe de su propia justicia» sino más bien que todos ensalcen el poder de su gracia y lo largo de sus misericordias: «Porque su misericordia es eterna».

Nuestras miserias, nuestras culpas, nuestros pecados, ya los conocemos bastante; lo que desconocemos — ¡almas de poca fe! — es el precio de la sangre de Cristo y la virtud de su gracia. El origen de nuestra confianza se funda en la infinita misericordia de Dios para con nosotros; en la penitencia encuentra uno de los más poderosos acrecentamientos.

La condescendencia extrema de Jesucristo con los pecadores no puede servirnos de motivo para permanecer en el pecado o recaer en él después de habernos liberado. « ¿Permaneceremos en el pecado, dice San Pablo, para que abunde la gracia? Lejos de eso. Los que hemos muerto al pecado, ¿cómo vivir todavía en él?”.

Habréis notado que al perdonar a la mujer adúltera, Jesús le da un aviso importante: «Y no peques más.» Lo mismo dice al paralítico, y añade la razón: « Mira que has sido curado; no vuelvas a pecar, no te suceda algo peor».

Y es que, en efecto, decía el mismo Jesucristo, «cuando el espíritu malo ha sido arrojado de un alma, vuelve a asediarla con otros espíritus peores, y si se apoderan de ella y habitan allí, vienen a ser las postrimerías de aquel hombre peores que los principios ».

La penitenciaes la condición que se requiere para conseguir y conservar en nosotros el perdón de Dios. Mira a Pedro: pecó y pecó gravemente, pero refiere el Evangelio también que “lloró amargamente su culpa; más tarde tuvo que borrar sus negaciones con la triple protesta de amor: «Sí, Señor, Tú sabes que te amo!”.

 Mira también a la Magdalena, pues es a la vez uno de los trofeos más espléndidos de la gracia de Cristo y un símbolo magnífico del amor penitente. ¿Qué hace? Sacrifica a Cristo lo que tiene de más preciado, aquella cabellera, que constituye su aderezo, su gloria, porque, dice San Pablo “que la mujer se honra dejando crecer su cabellera”.

Magdalenase sirvió de ella para llevar al pecado de lujuria a los hombres, tenderles lazos y perderlos; y ahora ¿en qué la emplea? En enjugar los pies del Salvador. Como si fuese una esclava, se rebaja, se envilece y deshonra públicamente, en presencia de los convidados, con su cabellera lo más apreciado por la mujer de entonces que la conocían, y que hasta entonces había constituido su belleza y orgullo de mujer. Es el amor arrepentido que se inmola, pero al sacrificarse atrae y conserva los tesoros de la misericordia de Cristo: “Se le perdonan muchos pecados porque ha amado mucho”.

Sean cuales fueren las recaídas de un alma, nunca debemos desesperar de ella. Señor, preguntaba Pedro a Jesucristo, si mi hermano peca contra mí? cuantas veces tengo que perdonarle? Hasta setenta veces siete, responde Jesucristo, queriendo indicar con eso un número indefinido de veces. En este mundo, la medida inagotable del arrepentimiento es la que Dios mismo tiene.

Para completar la exposición que acabo de haceros de la bondad y condescendencia de Jesucristo para con nosotros, quiero añadir una pincelada que termina de «humanizarle» y nos descubre uno de los aspectos más encantadores de su ternura: me refiero al cariño que profesa a Lázaro y a sus dos hermanas de Betania.

En toda la vida pública del Verbo Encarnado, tal vez no se encuentre otra cosa que tanto nos acerque a Él y Él se aproxime a nosotros, como el cuadro íntimo de sus relaciones con sus amigos de la aldea. Si la fe nos dice que es el Hijo de Dios, iDios mismo, las condescendencias de su amistad nos revelan, a mi parecer, mejor que toda otra manifestación, su cualidad de «Hijo del hombre”.

Los escritores sagrados apenas esbozaron el cuadro de este santo afecto, pero lo que nos dejaron es suficiente para poder entrever lo que en aquel cariño había de infinitamente delicioso.

Nos dice, pues, San Juan, que “Jesús amaba a Marta, a su hermana María y a Lázaro”». Ellos eran sus amigos y los amigos de sus apóstoles; hablando a éstos de Lázaro, Jesucristo le llama «nuestro amigo Lázaro”. El Evangelio añade que “María era la que ungió al Señor con ungüento y le enjugó los pies con sus cabellos”.
Su casa de Betania era este hogarque Cristo, el Verbo Encamado, escogió en este mundo como lugar de reposo y escenario de aquella santa amistad de la que el mismo Hijo de Dios se digné darnos ejemplo.

 Para nuestros corazones humanos, nada tan dulce como la vista de ese interior que nos descubre el Espíritu Santo en el capítulo X del Evangelio de San Lucas. Jesucristo es el huésped más íntimo de ese hogar, y para Él son también los honores. Debió de ser como uno de casa, y así se comprende que cierto día, estando sirviéndole María, y muy atareada, osase ponerle de árbitro en una ligera disputa doméstica con su hermana María, que sentada tranquilamente a los pies de Jesús gozaba de las palabras del Salvador.

 «Señor, ¿no te da enfado que mi hermana me deje a mí sola en el servicio? Dile, pues, que me ayude.» Y en vez de ofenderse el Señor por esta confianza, que la englobaba, por decirlo así, en la queja que Marta hace a su hermana, Jesucristo interviene y zanja la cuestión a favor de la que simboliza la oración y la unión con Dios: Marta, Marta, tú te inquietas y te turbas por muchas cosas, y una sola es necesaria. María ha escogido la mejor parte, que no le será arrebatada».

Al asistir con espíritu de fe a esta escena deliciosa, sentimos en nuestros corazones que Jesucristo es verdaderamente uno de los nuestros: «Hubo de asemejarse en todo a sus hermanos»;sentimos también que se realiza en su persona de modo admirable esta revelación que hace al mundo la Sabiduría eterna, al proclamar que «sus delicias es estar con los hijos de los hombres»; y por todo esto nosotrosexperimentamos «que no hay nación tan grande que tenga los dioses tan cercanos a sí, como lo está nuestro Dios de nosotros».

Jesucristo es verdaderamente el «Emmanuel», Dios con nosotros, que vive en nosotros, con nosotros, entre nosotros.

Pero no solo con los amigos y discípulos es Jesús dulce, misericordioso y compasivo; hasta con los propios enemigos, los fariseos que le odian y le condenan a muerte: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen”.

Lo podemos ver en lo evangelios, en su vida. La dulzura de Jesús es tan intensa, que aun en los momento de fulminar contra los fariseos terribles maldiciones y anunciarles castigos tremendos del cielo, el Evangelio nosle muestra hondamente conmovido; el pensamiento del castigo que va a recaer sobre la ciudad santa por haber rechazado al Mesías, dando oídos a «aquellos ciegos»  arranca a su corazón sagrado estos ayes y lamentos de dolor:«¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados! Cuántas veces he querido reunir a tus hijos bajo mis alas como la gallina a sus polluelos y tú no has querido”.

Y con alusión clara al Templo, en el que no entraría ya más, pues eran las vísperas de la Pasión, añadió: «Vuestra casa quedará desierta, porque en verdad os digo que no me veréis más hasta que digáis: ¡ Bendito el que viene en el nombre del Señor!.

Mientras vivimos en este mundo, los llamamientos de la eterna bondad se suceden sin cesar: « ¡Cuántas veces quise!”. Pero no seamos de esos que desperdiciando de continuo la gracia y habituándose al pecado deliberado aunque leve, se endurecen de tal forma que ya ni los entienden: « cuántas veces…y no quisiste.»

Mucho cuidado para no expulsar al Espíritu Santo del templo de nuestra alma con resistencias tercas y voluntarias, porque entonces Dios no abandonaría a nuestra propia ceguera: Vuestra casa quedará desierta. Nunca falta la misericordia a un alma; es el alma quien provoca a la justicia por no atender a la misericordia.

Procuremos permanecer fieles, no con esa fidelidad que no  se ciñe exclusivamente a la letra, sino más bien a esa letraque nace del amor y se apoya en la confianza de un Salvador que rebosa bondad, compasión y ternura.

Por lo tanto, sean cuales fueren nuestras flaquezas, nuestras miserias, nuestros fallos, las faltas que se nos deslicen, llegará un día en que bendeciremos para siempre al que apareció entre nosotros en forma humana. Venía “a curar nuestras  enfermedades y miserias y a rescatamos del abismo del pecado; El es también el que «coronará en nosotros los dones de su misericordia y de su amor» AMEN, ASÍ SEA.

 

 

 

 

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