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Conferencia en Barcelona (Balmesiana) febrero 2005

 

                  "ESPIRITUALIDAD EUCARISTICA" (MND 10)

 

Presentación:

 

       Sobre los contenidos doctrinales de la Eucaristía, ordinariamente se analizan tres aspectos: la presencia, el sacrificio y la comunión sacramental. Habría que ampliar el campo al significado pneumatológico, mariológico, escatológico, misionero, etc.

       La "espiritualidad" significa la vivencia o el estilo de vida. Se quiere "vivir y caminar según el Espíritu" (Gal 5,25). Ahora bien, si la Eucaristía tiene unos contenidos doctrinales que hay que profundizar, para celebrarlos, predicarlos y vivirlos, sin duda alguna que se puede hablar de una "espiritualidad eucarística". Es la invitación que hacia Juan Pablo II en Mane nobiscum, Domine (MND 10).

 

NOTA: NOTA: Intento seguir las pistas de la encíclica Ecclesia de Eucharistia (EdE) (2003), así como los de la exhortación apostólica Mane nobiscum, Domine (MND) (2004) y del documento de la Congregación para el Culto Divino Año de la Eucaristía, sugerencias y propuestas (2004). Este último documentos dedica algunos números a la "Espiritualidad eucarística": escucha de la Palabra, conversión, memoria, sacrificio, gratitud, presencia de Cristo, comunión y caridad, silencio, adoración, gozo, misión (nn.4, 20-31).

 

1. Espiritualidad relacional: Presencia)(Mt 26,27; cfr. 28,20)

 

- "Renovada necesidad de estar largos ratos en conversación espiritual, en adoración silenciosa, en actitud de amor" (EdE 25)

- "El rostro de Jesús... veladamente en el pan partido" (MND 1)

- "Almas enamoradas de El... escuchando su voz y sintiendo los latidos de su corazón" (MND 18).

- "El fruto de este año... Misa dominical... adoración" (MND 29)

- "Sacerdotes... haciendo oración frecuentemente ante el Sagrario...

- ... "consagrados y consagradas, llamados por vuestra propia consagración a una contemplación más prolongada, recordad que Jesús en el Sagrario espera teneros a su lado para rociar vuestros corazones con esa íntima experiencia de su amistad, la única que puede dar sentido y plenitud a vuestra vida" (MND 30)

       La presencia real del Señor en la Eucaristía pertenece a nuestra fe, que queremos profesar, celebrar, predicar y vivir. Es presencia real, de "transubstanciación", pero es también presencia de quien ha renovado la Alianza como declaración de amor y, consecuentemente, reclama una relación vivencial e incluso una presencia nuestra como respuesta.

       El encuentro del cristiano con Cristo resucitado tiene lugar principalmente en la celebración y adoración eucarística, que ordinariamente se relaciona con la lectura o meditación de la Palabra de Dios.

       La presencia permanente de Jesús en la Eucaristía reclama una actitud de "visita", de "cita" y de encuentro, concretada en "diálogo cotidiano" (PO 18). Es presencia que pide trato de amistad por parte de quien ha seguido a Cristo para "estar con él" (Mc 3,13). La presencia de Jesús es presencia de toda su persona, de todo su ser y, por tanto, presencia de su "sí" como donación personal que reclama presencia y amor de retorno.

       El Papa, en la encíclica "Ecclesia de Eucharistia", ofrece su propio testimonio: "¿Cómo no sentir una renovada necesidad de estar largos ratos en conversación espiritual, en adoración silenciosa, en actitud de amor, ante Cristo presente en el Santísimo Sacramento? ¡Cuántas veces, mis queridos hermanos y hermanas, he hecho esta experiencia y en ella he encontrado fuerza, consuelo y apoyo!" (EdE 25).

       La relación personal con Cristo, presente en la Eucaristía, se concreta en sintonía con su corazón, es decir, con sus amores e intereses salvíficos. Por esto también se puede hablar de sintonizar con Jesús adorador, reparador y salvador. Esta relación personal (que también es comunitaria) es un camino para entrar en el silencio activo de la adoración y acción de gracias, en sintonía con "el amor de Cristo que supera toda ciencia" (Ef 3,19). Así se aprende la amistad con El.

       Si es verdadera relación personal y de amistad, ha de concretarse en imitación y seguimiento. Con Cristo se aprende a adorar, alabar, agradecer, interceder, reparar. Bajo la acción del Espíritu Santo, comunicado por Jesús, se aprende a sintonizar con las "miradas" (o vivencias) de Cristo Redentor: glorificar al Padre y salvar a los hombres, haciendo de la vida una donación.

       Ya no se puede dudar de su amar, no se puede prescindir de su presencia, puesto que él es el centro de la creación y de la historia humana. En los momentos de soledad junto al sagrario se aprende el significado de la actitud permanente de Jesús resucitado ante el Padre: "vive siempre para interceder por nosotros" (Heb 7,25).

       En esta praxis de relación personal y comunitaria con Cristo Eucaristía, la Iglesia ha ido entrecruzando actos de culto y de devoción popular. Todo es consecuencia y prolongación del encuentro con Cristo en el sacrificio de la Misa, como celebración de toda la comunidad eclesial. Encontrar tiempo para estar con Cristo sin prisas psicológicas, es cuestión de amor y de una recta escala de valores.

       Su presencia es un don que reclama presencia de donación. Aunque seamos nosotros los que necesitamos esta relación, en realidad es él que sale al encuentro. Nuestra sed de él se despierta al descubrir que es él que tiene sed de nosotros. El prólogo de San Juan ("el Verbo habita entre nosotros": Jn 1,14) y la escena de la samaritana (Jn 4) son una buena lectura para comprender la promesa de la presencia de Cristo resucitado ("estaré con vosotros": Mt 28,20), que tiene lugar principalmente en la Eucaristía.

       A Teresa de Ávila le atraía irresistiblemente el poder colocar un nuevo sagrario en algún rincón del mundo. Era el ansia misionera de hacer presente a Cristo bajo signos permanentes en cada comunidad humana. Cuando el apóstol tiene que renunciar otras amistades y compañías, entonces es cuando, especialmente gracias a la Eucaristía, "experimenta la presencia de Cristo que lo acompaña en todo momento de su vida" (RMi 88).

       El secreto de la perseverancia en seguir generosamente a Cristo, sólo se explica a partir de estos momentos de amistad, en los que se escucha, como si se estrenaran por primera vez, las palabras del Señor: "sígueme","id", "estaré con vosotros", "vosotros sois mis amigos".

 

 

2. Espiritualidad oblativa (sacrificio) (Lc 22,19-20; imitación)

 

- «El Señor Jesús, la noche en que fue entregado» (1 Cor 11, 23), instituyó el Sacrificio eucarístico de su cuerpo y de su sangre... Es el sacrificio de la Cruz que se perpetúa por los siglos" (EdE 11)

- "Un único sacrificio" (EdE 12)

- "El sacrificio de conformarnos a Cristo" (EdE 57)

       En la celebración eucarística se actualiza el sacrificio de Cristo. El continúa dándose a sí mismo en sentido oblativo. Sus actitudes internas de oblación son las mismas que tuvo desde la Encarnación hasta la Cruz. Participar en la Eucaristía significa hacerse oblación con él, como compromiso de cumplir el mandato del amor.

       El sacrificio de Cristo se hace contemporáneo al hombre de cada época histórica. Se actualiza, para que seamos donación como él. "Si hoy Cristo está en ti, Él resucita para ti cada día" (EdE 14, cita a S. Ambrosio). Por ser Iglesia, compartimos la oblación-donación de Cristo a los hermanos.Ofrecemos a Cristo y nos ofrecemos con él. Es el sacrificio de "Cristo total", es decir, de Cristo y de la Iglesia.

       La Eucaristía es, pues, el sacrificio de Cristo, participado por la Iglesia, en cuanto que ella aporta los signos eucarísticos (materia, forma, ministerio sacerdotal, etc.). Toda la Iglesia se hace "complemento" del sacrificio de Cristo (Ef 1,23).

       Aunque sólo el sacerdote pronuncia la palabra de Cristo en su nombre, es toda la Iglesia la que ofrece a Cristo y se ofrece con él. Toda la Iglesia colabora responsablemente a que toda la humanidad se haga Cuerpo Místico de Cristo.

       La vida cristiana se hace oblación unida a la oblación de Cristo al Padre: "Por él, ofrezcamos continuamente al Padre un sacrificio de alabanza" (Heb 13,15). "Por él, decimos amén ("sí") para gloria de Dios" (2Cor 1,20). Este es el "sí" de toda la comunidad eclesial que se ensaya continuamente al terminar la oración eucarística de la Misa, antes del "Padre nuestro" y de la comunión.

       Todo el trabajo y convivencia humana se van convirtiendo en "pan!" y "vino", para transformarse en la oblación de Cristo. El "cuerpo" y la "sangre" del Señor son nuestra misma oblación, hecha oblación de Cristo al Padre en el amor del Espíritu, desde el día de la Encarnación hasta el día de nuestra glorificación con él en los cielos.

       El momento culminante de la cruz da sentido sacrificial a toda la existencia de Cristo y a todo el ser de la Iglesia como esposa o consorte, "la mujer", cuya figura y personificación es María al pie de la cruz (Jn 19,25-17; Apoc 12,1ss; Gal 4,4-19).

       El sacrificio pascual del Señor se prolonga continuamente en la Iglesia. Ya podemos compartir la tribulación y el triunfo de Cristo "con las palmas en las manos" (Apoc 7,9). La Iglesia esposa se engalana con el traje de las bodas o del encuentro definitivo, que es la "túnica blanca" del bautismo, "blanqueada con la sangre del cordero" (Apoc 7,9-14).

       La Iglesia deja transparentar el misterio pascual de Cristo, en la medida en que haga de su propia existencia el anuncio del sermón de la montaña: transformar el sufrimiento en amor y donación. Así se hace "trigo molido por los molares de las fieras" (San Ignacio de Antioquía), para convertirse ella misma en "pan de vida" compartido con todos los hombres. De este modo, a través de la Eucaristía, como sacrificio de Cristo y de su Iglesia, "el hombre y el mundo son restituidos a Dios por medio de la novedad pascual de la Redención" (Dominicae Cenae 9).

       La gran victoria del sacrificio de Cristo es la de que nosotros ya podemos ofrecer a Dios aquello por lo que Cristo murió y resucitó: nosotros mismos transformados en él. Somos oblación agradable a Dios gracias a la oblación de Cristo hecha nuestra.

 

       Las "ofrendas espirituales" (1Pe 2,5) de la Iglesia son la expresión del sacerdocio común de todo el Pueblo de Dios como "Pueblo sacerdotal" (1Pe 2,5-9). Es el sacrificio de hacer de toda la vida un "camino de amor", como el de Cristo, que "nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros en oblación y sacrificio" (Ef 5,1-2). La vida cristiana es, pues, la "ascética" oblativa de "ordenar todo según el amor" (Sto. Tomás). Cristo nos ofrece con él (1Pe 3,18).

 

 

3. Espiritualidad de transformación (comunión) (Jn 6,57)

 

- "Comunión con Dios Padre, mediante la identificación con el Hijo Unigénito, por obra del Espíritu Santo" (EdE 34)

- "Vivir en él (en Cristo) la vida trinitaria" (EdE 60)

- "Iglesia... comunión" (EdE 61)

- "En la escuela de los santos" (EdE 62). Espiritualidad pneumatológica.

 

       La acción del Espíritu Santo nos transforma en Cristo, nos hace "santos", configurados con Cristo. La comunión sacramental tiene este efecto pneumatológico y santificador, haciéndonos participar de la misma vida de Cristo.

       "El que se une al Señor, se hace un solo espíritu con Él" (1Cor 6,17). La participación en la comunión eucarística tiene como objetivo nuestra transformación progresiva en Cristo. Participamos de su cuerpo y sangre para participar de su misma vida.

       Vamos viviendo cada vez más de su presencia y de su misma vida (Jn 6,56-57). De nuestra vida que pasa, va quedando sólo lo que se convierte en participación de la vida de Cristo. Nuestra vida terrena se hace vida eterna.

       Comulgar equivale a hacer pasar todo nuestro ser, toda la humanidad y toda la creación, hacia la realidad última que será restauración de todo en Cristo resucitado. Por esto la comunión sacramental de Cristo unifica nuestro interior y armoniza toda nuestra vida, en sintonía cada vez mayor con Dios, con los hermanos, con la historia y con el cosmos.

       Por la comunión sacramental, nos vamos "injertando" cada vez más en el misterio pascual de Cristo (cfr. Rom 6,5). La vida nueva que Cristo nos comunica es su misma vida: "Yo soy la vid, vosotros los sarmientos" (Jn 15,5). Entrar en comunión con Cristo es participar en su misma vida y en su inmolación por el fuego o amor del Espíritu Santo (Heb 9,14).

 

       Es un proceso lento que necesita prolongación del encuentro sacramental en momentos de diálogo íntimo, donde se fragua la amistad con él. En estos momentos de "visita" o de "cita", la palabra de Dios meditada en el corazón se convierte en "pan de vida". Es el mismo Jesús, Palabra y Eucaristía, el que se comunica con todo lo que él es. Vivir de Cristo y en Cristo equivale a traducir a vivencias y compromisos concretos, el mensaje evangélico de las bienaventuranzas, del mandato del amor y del "Padre nuestro".

       La comunión sacramental transforma las personas y las comunidades para hacerlas transparencia del evangelio ante los que todavía no creen en Jesús. De la celebración eucarística nacen las comunidades cristianas (familia, comunidad de base, grupos apostólicos y espirituales, parroquia, etc.), que tienen "un solo corazón y una sola alma" (Hech 4,32) y que saben afrontar con "audacia" ("parresía") la evangelización (Hech 4,31). Este proceso de vida en Cristo lo describe san Pablo como "no vivir para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos" (2Cor 5,15). Equivale a dejar vivir a Cristo en nosotros: "No soy yo el que vivo, sino que es Cristo quien vive en mí" (Gal 2,20).

       El signo de haber recibido con provecho la comunión sacramental es la sintonía con los hermanos redimidos por Cristo, especialmente con los que sufren, con los marginados y olvidados, con los más pobres y con los que todavía no le conocen ni le aman explícitamente. El crecimiento en la vida divina, recibida de Cristo, se expresa también en el celo apostólico de ansiar ardientemente y de colaborar eficazmente a que toda la humanidad participe en el sacrificio y banquete eucarístico de la Iglesia.

       La comunión eucarística construye la comunión eclesial. "La Eucaristía continúa siendo el centro vivo permanente en torno al cual se congrega toda la comunidad eclesial" (EAm 35). "La Eucaristía se manifiesta, pues, como culminación de todos los Sacramentos, en cuanto lleva a perfección la comunión con Dios Padre, mediante la identificación con el Hijo Unigénito, por obra del Espíritu Santo" (EdE 34). "La Eucaristía crea comunión y educa para la comunión" (ibídem 40).

       "Porque el pan es uno, somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de este único pan" (1Cor 10,17). Así, pues, los que comemos del mismo "pan de vida", recibimos "el mismo Espíritu" (1Cor 12,11).

       Es el Espíritu Santo el que ha hecho posible la formación del cuerpo y sangre de Cristo en el seno de María. Y es el mismo Espíritu el que ahora hace posible, en la comunidad eclesial, que el pan y el vino se conviertan en el cuerpo y sangre del Señor, inmolado en sacrificio y hecho comunión.

       Al participar del pan eucarístico o del "maná escondido" (Apoc 2,17), la Iglesia sigue la voz del Espíritu Santo, para convertirse toda ella en el pueblo amado, "reino de sacerdotes", redimido por la sangre de Cristo (Apoc 1,5-6). Y es siempre el mismo pan, Jesús, el que hace posible la construcción del nuevo "templo del Espíritu" (1Cor 6,19).

       Es toda la creación la que se simboliza por el pan y el vino, y que debe pasar a la realidad futura de "restauración de todas las cosas en Cristo" (Ef 1,10). Y es toda la comunidad humana, de "todas las gentes", la que debe pasar a ser Cuerpo Místico de Cristo. El Espíritu Santo ha sido enviado por Jesús para que todos los hombres se hagan hijos de Dios por obra del mismo Espíritu. Se puede considerar a la Eucaristía como el momento culminante en que se nos comunica el Espíritu Santo.

       En la celebración eucarística, cuando invocamos al Espíritu Santo ("epíclesis"), pedimos que se realice la transformación del pan y del vino en el cuerpo y sangre de Cristo y que en nosotros, participando y comiendo ese pan y bebiendo ese vino que es Cristo, nosotros nos transformemos en Cristo, en el hombre nuevo y libre en Cristo (cfr. 2Cor 3,17; Jn 3,5), que es responsable de la transformación de todo el cosmos, del mundo entero en "un cielo nuevo y una tierra nueva" (Apoc 21,1). El "agua viva" o vida en el Espíritu, que Cristo nos comunica ahora por la Eucaristía, será un día la realidad de adentrarse en la vida de Dios, es decir, en el "río de agua viva" que procede del Padre y del Hijo (Apoc 22,1).

       El "amén" de toda la comunidad eclesial al terminar la oración eucarística, antes del "Padre nuestro", es el "sí" a la nueva Alianza sellada por la sangre de Jesús. En la primera Alianza, la nube sobre el Sinaí (cfr. Ex 24,18) y la nube sobre el tabernáculo (cfr. Ex 40,34-38) simbolizaba el Espíritu de Yavé. Entonces el pueblo respondió con un "sí": "Todo cuanto ha dicho Yavé lo cumpliremos" (Ex 24,3 y 7). En la nueva Alianza, que comienza con la Encarnación, la nube del Espíritu cubre a María Virgen, para hacerla morada de Dios (Lc 1,35). María, en nombre de toda la humanidad, responde con un "sí": "Hágase en mí según tu palabra" (Lc 1,38).

       El "sí" de la Iglesia a la invocación del Espíritu Santo y a la Alianza o desposorio con Cristo, es el "sí" de toda la humanidad. En realidad es la imitación del "sí" de María, que es Tipo o figura de la Iglesia asociada a la obra salvífica de redención universal.

 

 

 

4. Espiritualidad escatológica (esperanza)(1Cor 11,26)

 

- "El mundo retorna a El, redimido por Cristo" (EdE 8)

- "Recibimos la garantía de la resurrección corporal" (EdE 18)

- "Resquicio del cielo que se abre sobre la tierra" (EdE 19)

- "Semilla de viva esperanza" (EdE 20)

- "La prenda del fin al que todo hombre aspira" (EdE 59)

- "Transformar con él (Cristo) la historia" (EdE 60)

- "En ella (María) vemos el mundo renovado por el amor" (EdE 62)

- "La Eucaristía nos proyecta hacia el futuro de la última venida de Cristo... un dinamismo que abre al camino cristiano el paso a la esperanza" (MND 15).

 

       "En la Eucaristía recibimos la garantía de la resurrección corporal al final del mundo" (EdE 18). Nuestra esperanza se apoya en la Eucaristía, que "es verdaderamente un resquicio del cielo que se abre sobre la tierra" (EdE 19). Ella pone "una semilla de viva esperanza en la dedicación cotidiana de cada uno a sus propias tareas" (EdE 20).

       San Pablo, al describir la celebración eucarística afirma: "Anunciamos la muerte del Señor hasta que vuelva" (1Cor 11,26). La dinámica de la espera activa, "hasta" que vuelva el Señor, marca el tono de la vida cristiana. Es la esperanza que confía y tiende hacia el encuentro. Es la confianza de poder transformar el presente según los planes salvíficos de Dios Amor. Y es la tensión de un camino hacia la cena de las bodas (cfr. Apoc 3,20).

       La Iglesia entera y cada cristiano en particular, vive con Cristo la tensión pascual del "voy y vuelvo" (Jn 14,28). El lugar definitivo del encuentro se prepara ya desde ahora, haciendo de toda la creación y de toda la historia humana, que es trabajo y convivencia, el "pan" y el "vino" que se convertirán, por medio de la Eucaristía, en el Cuerpo Místico del Señor.

       La comunidad eclesial responde con un "sí", que es compromiso de anuncio y vivencia: "Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven Señor Jesús". Es el "amén" final del Apocalipsis (Apoc 22,17-20). Este "amén" final de la historia salvífica se hace, ya aquí y desde ahora, compromiso de construir "los cielos nuevos y la tierra nueva" (Apoc 21,1).

       En la celebración eucarística aseguramos la posibilidad de mantener el ritmo de confianza y de tensión hacia el encuentro final, haciendo avanzar toda la creación y toda la historia hacia una "restauración de todas las cosas en Cristo" (Ef 1,10).

 

       "La restauración prometida que esperamos, ya comenzó en Cristo, es impulsada por el Espíritu Santo y por él continúa en la Iglesia" (LG 48). La Iglesia vive su camino de peregrinación entre un "ya" y un "todavía no". Ya tiene, en la palabra y en la Eucaristía, las primicias de la plenitud futura, pero todavía no ha llegado a este encuentro final, que será visión de Dios y restauración en Cristo.

       El anuncio de que "vendrá como lo habéis visto subir al cielo" (Hech 1,12), se convierte en espera activa, responsable y misionera, gracias a la celebración eucarística "hasta que vuelva" (1Cor 11,26).

       La Palabra personal de Dios hecha nuestro hermano, se convierte en el "pan de vida" de la Eucaristía. De la Palabra, creída, contemplada, celebrada, anunciada y hecha vida propia, pasamos a la visión y al encuentro definitivo. Del "pan de vida", que transforma nuestra existencia en Cuerpo Místico, pasamos a la glorificación plena de todo nuestro ser. La humanidad entera y el cosmos están dramáticamente pendientes de nuestra apertura a la Palabra y de nuestra celebración responsable y comprometida de la Eucaristía. En la Eucaristía se nos da ya, como celebración y encuentro inicial, "la prenda de la gloria futura" (himno eucarístico). La Eucaristía es "fármaco de inmortalidad, antídoto contra la muerte" (S.Ignacio de Antioquía, Ad Efes. 20).

       "La Eucaristía es gustar la eternidad en el tiempo... es por naturaleza portadora de la gracia en la historia humana. Abre al futuro de Dios; siendo comunión con Cristo, con su cuerpo y su sangre, es participación en la vida eterna de Dios" (EEu 75).

       Jesucristo, presente en la Eucaristía, nos comunica el Espíritu Santo para hacer realidad este plan de salvación y para presentar al Padre toda la creación restaurada, "para que sea Dios todo en todas las cosas" (1Cor 15,28). Jesús instituyó la Eucaristía en el marco histórico de la Pascua, manifestando su gran deseo de celebrarla (Lc 22,15) como "paso" definitivo hacia el Padre (Jn 13,1). Los signos eucarísticos son ahora invitación de Cristo esposo a su esposa la Iglesia, para que comparta con él este "paso" hacia el Padre.

       La Eucaristía contiene ya una realidad escatológica (el cuerpo y la sangre de Cristo resucitado), que ha asumido una realidad terrena (pan y vino) transformándola incluso con el cambio de substancia ("transubstanciación"). De modo semejante o analógico, la Eucaristía hace "pasar" todo nuestro ser y toda la creación hacia "el cielo nuevo y la tierra nueva" (Apoc 21,1). Este paso es progresivo y depende de nuestra fe, esperanza y caridad.

       En la Eucaristía se anticipa la fiesta futura (cfr. Apoc 3,20). La fiesta cristiana es siempre "pascua", es decir, "paso" hacia el encuentro definitivo con Cristo. Es un encuentro que se va preparando por un proceso de imitación, seguimiento, unión y configuración con él (cfr. Apoc 14,4). El "canto nuevo" de la Pascua definitiva se inaugura en la celebración eucarística (Apoc 14,3; 5,9).

       Los cristianos "viven según el domingo" (S.Ignacio de Antioquía, Ad Magn. 9,1). "Es preciso insistir en este sentido, dando un realce particular a la Eucaristía dominical y al domingo mismo, sentido como día especial de la fe, día del Señor resucitado y del don del Espíritu, verdadera Pascua de la semana... Precisamente a través de la participación eucarística, el día del Señor se convierte también en el día de la Iglesia, que puede desempeñar así de manera eficaz su papel de sacramento de unidad" (MNi 35).

       En la Santísima Virgen, ya glorificada y asunta a los cielos en cuerpo y alma, "la Iglesia admira y ensalza el fruto más espléndido de la redención y la contempla gozosamente como una purísima imagen de lo que ella misma toda entera, ansía y espera ser" (SC 103).

       Los santos, como hermanos que ya celebran la Pascua definitiva, son un estímulo para la Iglesia peregrina: "Al celebrar el tránsito de los santos de este mundo al cielo, la Iglesia proclama el misterio pascual cumplido en ellos, que sufrieron y fueron glorificados con Cristo" (SC 104).

       A partir de la muerte y resurrección de Cristo, todas las realidades terrenas han recibido un impulso nuevo hacia una restauración final o plenitud escatológica. Cristo resucitado, presente en la Eucaristía, es el garante de este camino hacia una Pascua "cósmica" y universal, cuando aparecerá claramente que "todas las cosas subsisten por él" (Col 1,17).

       La Pascua final depende de la Pascua que tiene lugar en cada corazón humano y en cada comunidad donde se celebra la Eucaristía. En medio de la Iglesia, Jesús Eucaristía se hace camino de Pascua, enviando su Espíritu para que la misma Iglesia viva la tensión misionera de hacer que todo quede orientado hacia Cristo, el Señor resucitado. Es el deseo que se expresa en la celebración eucarística: "Ven, Señor" (Apoc 22,17 y 20).

       Todo sacrificio y la misma muerte queda "absorbida" por el misterio pascual de Cristo (1Cor 15,54). "Vivimos y morimos para él" (Rom 14,8). La Eucaristía es el sacramento que transforma nuestra vida y nuestra muerte en "Pascua", como participación en el misterio pascual de Cristo.

 

 

 

 

5. Espiritualidad mariana(Lc 1,31; Hech 1,14)

 

- "En la escuela de María" (EdE 7 y cap.VI)

- "Mujer eucarística con toda su vida" (EdE 53)

- "Amén" (fiat), "primer tabernáculo de la historia" (EdE 55)

- "Los sentimientos de María" (EdE 56), "presente" (EdE 57), "Magníficat" (EdE 58-59), "a la escucha de María" (EdE 62)

- "Desde la perspectiva mariana" (MND 9)

- "Presentando el modelo de María como mujer eucarística" (MND 10)

- "Tomando a María como modelo... Ave verum corpus natum de Maria Virgine" (MND 31)

 

       Jesús tomó carne y sangre en el seno de María Virgen por obra del Espíritu Santo, para ofrecerse al Padre en sacrificio ya desde la Encarnación (cfr. Heb 10,5-7). Desde el primer momento quiso asociar a su "sí" el "sí" o "fiat" de María como parte de su misma oración sacrificial (Lc 1,38).

       En "la hora" o momento supremo de la cruz y de la glorificación, la quiso también asociada a su sacrificio redentor como "la mujer" o Nueva Eva (Jn 2,4; 19,25-27). Toda esta realidad redentora es la que Cristo hace presente en la Eucaristía, como misterio pascual de muerte y resurrección, en el que quiso la cooperación activa de su Madre (LG 58 y 61).

       María es Tipo, figura o personificación de la Iglesia. Ahora el Señor toma de la Iglesia pan y vino para convertirlo, por obra del Espíritu, en su cuerpo y sangre. La Iglesia ha sentido siempre la necesidad de hacerse consciente de la presencia de María junto a la cruz y en la celebración eucarística. Así lo manifiesta en el recuerdo que hace de ella durante la oración eucarística o canon de la Misa.

       El hecho de vivir la presencia de María en el Cenáculo durante la preparación para Pentecostés (Hech 1,14), se convierte en paradigma o ejemplo de toda reunión eclesial y especialmente de la celebración eucarística. Es siempre la presencia humilde y callada de la esclava del Señor, que ayuda a centrar toda la atención en Cristo Redentor: "Haced lo que él os diga" (Jn 2,5).

       La presencia de María en la realidad y en la conciencia eclesial es la consecuencia de las palabras de Jesús: "He aquí a tu Madre" (Jn 19,27). La comunidad eclesial aprende de ella la actitud de recibir con fidelidad generosa al Verbo o Palabra. El "sí" que ofrece la Iglesia tiene ahora forma de pan y vino, como indicando toda la vida humana (trabajo y convivencia), para que Cristo lo transforme todo en su carne y sangre. Así la Iglesia aprende a ser misionera y madre como María y con su ayuda, para comunicar a Cristo al mundo (cfr. Mc 3,33-35).

       El gesto de María junto a la cruz es el gesto que debe imitar la Iglesia en la celebración eucarística: "Así avanzó también la Santísima Virgen en la peregrinación de la fe, y mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta la cruz, junto a la cual, no sin designio divino, se mantuvo erguida, sufriendo profundamente con su Unigénito y asociándose con entrañas de madre a su sacrificio, consintiendo amorosamente en la inmolación de la víctima que ella misma había engendrado; y finalmente fue dada por el mismo Cristo Jesús agonizante en la cruz como madre al discípulo" (LG 58).

       De la Santísima Virgen aprende la Iglesia esta actitud materna, tanto más joven o vital cuando más fecunda: "Esta maternidad de María en la economía de la gracia perdura sin cesar desde el momento del asentimiento que prestó fielmente en la Anunciación, y que mantuvo sin vacilar al pie de la cruz, hasta la consumación perpetua de todos los elegidos. Pues, asunta a los cielos, no ha dejado esta misión salvadora, sino que con su múltiple intercesión continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna" (LG 62).

       De la celebración eucarística, que es eminentemente mariana y eclesial, nace el celo apostólico universal, como signo y estímulo del amor materno de la Iglesia (cfr. Gal 4,19; 2Cor 11, 28; EN 79). De este modo, la celebración eucarística es un nuevo cenáculo actualizado continuamente, donde la comunidad eclesial se reúne "con María la Madre de Jesús" (Hech 1,14) y donde el Espíritu Santo sigue "infundiendo en el corazón de los fieles el mismo espíritu de misión que impulsó a Cristo" (LG 4). "La piedad del pueblo cristiano ha visto siempre un profundo vínculo entre la devoción a la Santísima Virgen y el culto a la Eucaristía... en la pastoral de los Santuarios marianos María guía a los fieles a la Eucaristía" (RMa 44).

       En la escuela de María, "mujer eucarística", la Iglesia aprende a ofrecer y ofrecerse con Cristo unida a su oblación. "María puede guiarnos hacia este Santísimo Sacramento porque tiene una relación profunda con él... la relación de María con la Eucaristía se puede delinear indirectamente a partir de su actitud interior. María es mujer « eucarística » con toda su vida. La Iglesia, tomando a María como modelo, ha de imitarla también en su relación con este santísimo Misterio" (EdE 53).

       En la adoración eucarística, podemos imitar la actitud interna de María, que es "el primer «tabernáculo» de la historia... la mirada embelesada de María al contemplar el rostro de Cristo recién nacido y al estrecharlo en sus brazos, ¿no es acaso el inigualable modelo de amor en el que ha de inspirarse cada comunión eucarística?" (Ed55).

       En la celebración eucarística, nuestra oblación se une a la de María, quien "con toda su vida junto a Cristo, hizo suya la dimensión sacrificial de la Eucaristía... «para presentarle al Señor» (Lc 2, 22)... Preparándose día a día para el Calvario, María vive una especie de «Eucaristía anticipada» se podría decir, una «comunión espiritual» de deseo y ofrecimiento, que culminará en la unión con el Hijo en la pasión... ¿Cómo imaginar los sentimientos de María al escuchar de la boca de Pedro, Juan, Santiago y los otros Apóstoles, las palabras de la Última Cena: «Esto es mi cuerpo que es entregado por vosotros» (Lc 22, 19)?" (EdE 56).

       En el seno de María, Jesús fue pronunciando su "sí" mientras asumía de ella carne y sangre. La virginidad de María, además de fisiológica, es principalmente espiritual, es decir, de apertura y consagración total al Verbo o Palabra de Dios. Este "sí" de María es el de "la mujer" asociada a "la hora" del Redentor. Ahora, en la Eucaristía, juntamente con el pan y el vino, Jesús recibe el "sí" eclesial de asociación a la obra redentora.

       El Espíritu Santo ayudó a María a decir un "sí" de cooperación virginal y materna, como modelo del "sí" de la Iglesia. En la celebración eucarística , el mismo Espíritu ayuda a la Iglesia a decir su "sí" o "amén" (final de la oración eucarística) que es asociación a Cristo Redentor. "El consentimiento de María fue en nombre de toda la humanidad" (Sto. Tomás, Summa Theol., III, q.30, a.1).

       La Iglesia se expresa a sí misma cuando se une al "sí" de Cristo Redentor como María. "Respondéis «amén» a eso mismo que sois vosotros", dice san Agustín. La Iglesia se hace realidad de esposa asociada a Cristo, precisamente a partir de la Eucaristía. "Hay, pues, una analogía profunda entre el fiat pronunciado por María a las palabras del Angel y el amén que cada fiel pronuncia cuando recibe el cuerpo del Señor... María ha anticipado también en el misterio de la Encarnación la fe eucarística de la Iglesia" (EdE 55)

       En el momento del "sí" ("fiat") de María, toda la creación y toda la historia estaban pendientes de este gesto generoso y transcendental, libre y responsable. Ahora toda la humanidad está pendiente del "sí" de la Iglesia al misterio pascual que se celebra en la Eucaristía. La fuerza evangelizadora del anuncio se basa en la fidelidad generosa de la Iglesia a la celebración de este misterio. Toda la fuerza de la Iglesia misionera se resume en este "amén".

 

       En este contexto mariano y eclesial, que desvela la fuerza espiritual y evangelizadora de la Iglesia, se puede comprender mejor cómo "la Iglesia hace la Eucaristía y la Eucaristía hace la Iglesia" (RH 20).

       "María está presente con la Iglesia, y como Madre de la Iglesia, en todas nuestras celebraciones eucarísticas. Así como Iglesia y Eucaristía son un binomio inseparable, lo mismo se puede decir del binomio María y Eucaristía. Por eso, el recuerdo de María en el celebración eucarística es unánime, ya desde la antigüedad, en las Iglesias de Oriente y Occidente" (EdE 57).

 

 

6. Espiritualidad eclesial (Iglesia comunión)(Hech 2,42; 4,32)

 

- "La Iglesia vive de la Eucaristía... «fuente y cima de toda la vida cristiana» (LG 11)... La Eucaristía contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, el mismo Cristo" (EdE 1)

- "Del misterio pascual nace la Iglesia" (EdE 3)

- "La Iglesia ha recibido la Eucaristía de Cristo... como el don por excelencia" (EdE 11)

- "La Eucaristía, construyendo la Iglesia, crea precisamente por ello comunidad entre los hombres" (EdE 24)

- "Centro y cumbre de la vida de la Iglesia" (EdE 31)

- "La Eucaristía crea comunión y educa para la comunión" (EdE 40)

- "La Iglesia expresa realmente lo que es... sacramento universal de salvación y comunión" (EdE 61)

- "La Eucaristía es fuente de unidad eclesial y, a la vez, su máxima expresión" (MND 21)

 

       La Eucaristía nos hace vivir la realidad eclesial de Cuerpo Místico y "comunión de los santos". "La Eucaristía es como la consumación de la vida espiritual y el fin de todos los sacramentos" (Sto. Tomás, Summa Theol., III, q.73, a.3).

       La Eucaristía como sacramento es signo eficaz de lo que ella misma contiene: Cristo "pan de vida". Los sacramentos y la palabra revelada tienen ya una eficacia especial de renovación, pero la comunicación de vida en Cristo encuentra su punto culminante en la comunión sacramental. En la comunión renovamos nuestro encuentro vivencial con Cristo como si fuera por primera vez.

       La presencia de Cristo en la Eucaristía se hace signo eficaz de comunicación de todo lo que es él. Es como la expresión externa de su decisión de transformarnos en él. Es él quien tiene la iniciativa de comunicarnos su vida y quien ha asumido la responsabilidad de reproducir en nosotros su rostro y su amor de Hijo de Dios y de hermano universal. Apoyados en él, comulgándole a él, ya es posible ir trazando en nosotros los rasgos de su fisonomía de Buen Pastor que da la vida por todos.

       En la tradición eclesial, se llama a la Eucaristía "sacramento de amor". Es el sacramento que expresa el amor de Cristo y que realiza nuestro amor a Cristo; pero es también el sacramento que fundamenta el amor a todos los hermanos. Es el "sacramento de fa piedad" (SC 47) que fundamenta nuestra relación filial con Dios en Cristo y nuestra relación fraterna con los demás hombres.

       La Eucaristía es el sacramento o "signo de unidad" (SC 47) y el "sacrificio de reconciliación" (plegaria eucarística). Tanto para participar en el momento sacrificial, como en la comunión sacramental (que es parte integrante del sacrificio), es necesaria la reconciliación previa con los hermanos (Mt 5,23-24). El signo de la paz, antes de la comunión, quiere expresar esta reconciliación, como tarea permanente de construir la paz empezando por el propio corazón y por la comunidad en que se vive.

       La misma comunidad se hace signo "sacramental" cuando vive en comunión como fruto de la celebración eucarística y de la comunión sacramental (PO 8). Esa comunidad es ya "un hecho evangelizador" (Puebla, 663). La Eucaristía, celebrada y participada en la comunidad eclesial (que tiene siempre una perspectiva universal), significa y realiza la caridad que abraza a todos los hombres.

       La santificación personal está en relación con la reconciliación comunitaria, en cuanto que supone vivencia de la "comunión" fraterna en todos los niveles del amor: colaboración, comunicación de bienes, vida comunitaria, escucha, comprensión, perdón, etc. Es la Eucaristía la que hace posible esta "comunión" eclesial en todos los niveles, puesto que es "el sacramento de la piedad, el signo de la unidad y el vínculo de la caridad". Por esto antes de comulgar sacramentalmente, hay que estar ya en "comunión" (reconciliación) con Dios y con los hermanos.

       La comunión eucarística va construyendo la unidad interior del corazón, en los criterios, escala de valores y actitudes hondas, por una vida de fe, esperanza y caridad. El hombre va recuperando su rostro primitivo que refleja a Dios Amor. Por la comunión se recupera o reconstruye la identidad del hombre, que había desparramado su propio ser en una dispersión o disgregación de fuerzas en contra de la unidad de la familia humana y del cosmos.

       De la unidad del corazón se pasa a la unidad de la humanidad y de la creación. La comunión no se reduce a un efecto individual, sino que opera en la persona como miembro de la comunidad eclesial y humana. La comunión eucarística opera una "conversión personal que es la vía necesaria para la concordia entre las personas" (Reconciliatio el paenitentia 4). Celebrando todos los signos de reconciliación y especialmente la Eucaristía y la penitencia, "la Iglesia comprende su misión de trabajar por la conversión de los corazones y por la reconciliación de los hombres con Dios y entre si, dos realidades íntimamente unidas" (ibídem 6).

 

       La persona que comulga se hace portadora de la vida nueva para todos los hermanos. Entonces la transformación que procede de Cristo por la fuerza del Espíritu Santo y que pasa a la comunidad eclesial y a cada creyente, se prolonga en toda la comunidad humana de toda la historia y en la creación entera.

 

       Por la celebración eucarística (Hech 2,42-47), la comunidad eclesial se hace "un solo corazón y una sola alma" (Hech 4,32). Los que comulgan deben tener "un mismo sentir" (1Pe 3,8). Entonces la comunidad se hace evangelizadora con la fuerza y la audacia del Espíritu (Hech 4,33).

 

 

7. Espiritualidad ministerial-sacerdotal(Lc 22,19; 1Cor 11,25)

 

- "El sacerdote pone su boca y su voz a disposición de Aquél que las pronunció en el Cenáculo" (EdE 5)

- "In persona, es decir, en la identificación específica, sacramental con el sumo y eterno Sacerdote" (EdE 29)

- "Centro y cumbre de la vida sacerdotal... El sacerdote... encontrando en el sacrificio eucarístico, verdadero centro de su vida y de su ministerio, la energía espiritual necesaria... Cada jornada será así verdaderamente eucarística... puesto central en la pastoral de las vocaciones sacerdotales" (EdE 31)

- "Los sacerdotes... atención todavía mayor a la Misa dominical" (MND 23)

- "Vosotros, sacerdotes... dejaos interpelar por la gracia de este Año especial, celebrando... con la alegría y el fervor de la primera vez, y haciendo oración frecuentemente ante el sagrario" (MND 30)

- ... "futuros sacerdotes... experimentar la delicia, no solo de participar cada día en la santa Misa, sino también de dialogar reposadamente con Jesús Eucaristía" (MND 30)

       El mismo Jesús es "pan de vida", en cuanto Verbo (la Palabra del Padre) hecho hombre y en cuanto comida eucarística bajo especies de pan y vino. "La totalidad de la evangeliza­ción, aparte la predicación del mensaje, consiste en implantar la Iglesia, la cual no existe sin este respiro de la vida sacramental culminante en la Eucaristía" (EN 28).

 

       El anuncio del evangelio incluye la invitación a participar en el sacrificio y banquete eucarístico, así como a prolongar en la vida la donación sacrificial del Señor.

       La acción evangelizadora de la Iglesia consiste en "predicar y enseñar, ser canal del don de la gracia, reconciliar a los pecadores, perpetuar el sacrificio de Cristo en la santa Misa, memorial de su muerte y resurrección" (EN 14). En la Iglesia somos todos servidores del pan y de la palabra, para construir la comunidad en el amor; todos somos profetas, sacerdotes y reyes (LG 31).

       La Iglesia, al celebrar la Eucaristía, toma conciencia de ser "sacramento universal de salvación" (LG 48), es decir, "signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano" (LG 1). La Iglesia realiza esta acción evangelizadora por medio del anuncio, de la presencialización y de la comunicación del misterio de Cristo. Anuncia la Palabra, es decir, el Verbo hecho hombre, que ha muerto y resucitado; esta realidad salvífica la hace presente en la Eucaristía y la comunica a todos los hombres.

       Los servicios o ministerios, como signos portadores de Cristo, hacen de la Iglesia el espacio de la fe, donde el hombre encuentra y acoge al mismo Cristo "Salvador del mundo" (Jn 4, 2; 1Jn 4,14).

       La promesa de "estaré con vosotros" está íntimamente relacionada con el encargo de celebrar la Eucaristía ("haced esto en conmemoración mía": Lc 22,20) y con el mandato misionero: "Id, enseñad a todas las gentes" (Mt 28,19-20). En realidad es una presencia múltiple de Cristo bajo diversos signos eclesiales (palabra, sacramentos, comunidad), entre los que sobresale la Eucaristía.

       Cuando se participa de la Eucaristía, como presencia, sacrificio y comunión, se siente en el corazón la misma fuerza del Espíritu enviado por Jesús, que insta a hacer de toda la humanidad el Cuerpo Místico del Señor y el único Pueblo de Dios.

       Todo creyente que recibe la palabra de Dios y participa en la Eucaristía, se convierte en instrumento vivo para la construcción de la humanidad como cuerpo de Cristo y templo del Espíritu. Todo cristiano es, pues, servidor del pan eucarístico y de la palabra evangélica, según las características de la propia vocación, y siempre con la dimensión universalista de la revelación y de la redención.

       El ministerio o servicio de presidencia y de pronunciar válidamente las palabras de la consagración "en persona" o "en nombre" de Cristo (para hacerle presente bajo signos eucarísticos), es un servicio exclusivo del sacerdote ordenado. "El sacerdote pronuncia estas palabras o, más bien, pone su boca y su voz a disposición de Aquél que las pronunció en el Cenáculo" (EdE 5). Las palabras de la consagración son pronunciadas, al mismo tiempo, por Jesús y por el ministro ordenado. Pero es toda la Iglesia la que queda comisionada para celebrar el misterio redentor y para colaborar responsablemente a que todos los hombres participen en él. La Iglesia entera, cada uno de modo distinto, según su propia vocación, realiza el servicio del anuncio de la palabra, que es invitación universal a participar en el sacrificio y banquete eucarístico.

       El servicio de los sacerdotes ministros está "en continuidad con la acción de los Apóstoles" (EdE 27) y "conlleva necesariamente el sacramento del Orden" (EdE 28). "El ministerio de los sacerdotes, en virtud del sacramento del Orden, en la economía de salvación querida por Cristo, manifiesta que la Eucaristía celebrada por ellos es un don que supera radicalmente la potestad de la asamblea y es insustituible en cualquier caso para unir válidamente la consagración eucarística al sacrificio de la Cruz y a la Última Cena" (EdE 29). Por esto, "si la Eucaristía es centro y cumbre de la vida de la Iglesia, también lo es del ministerio sacerdotal" (EdE 31).

       Las tensiones de la vida apostólica se superan en el encuentro con Cristo Eucaristía. Para todo apóstol, "cada jornada será así verdaderamente eucarística" EdE 31). La Eucaristía ha de tener "su puesto central en la pastoral de las vocaciones sacerdotales" (EdE 31). "El culmen de la oración cristiana es la Eucaristía, que a su vez es «la cumbre y la fuente» de los Sacramentos y de la Liturgia de las Horas" (PDV 48).

       El "amén" al final de la plegaria eucarística (canon de la Misa) es la expresión de esta participación en el ministerio de la palabra y de la Eucaristía. Es el "sí" de toda la Iglesia, que, a partir de la Eucaristía, se hace anuncio, testimonio y compromiso de vivir el misterio pascual de la muerte y resurrección del Señor.

 

 

8. Espiritualidad misionera(Mt 26,28: "por todos"; Jn 6,51)

 

- "La Iglesia se expresa como sacramento universal de salvación" (EdE 61)

- "Cristo... centro de la historia de la humanidad... gozo de todos los corazones" (MND 6; GS 45)

- (Emaús) "cuando se ha tenido la experiencia del Resucitado... no se puede guardar la alegría sólo para sí mismo... El encuentro con Cristo, profundizado continuamente en la intimidad eucarística, suscita en la Iglesia y en cada cristiano la exigencia de evangelizar y dar testimonio... el deber de ser misioneros del acontecimiento actualizado en el rito. La despedida al finalizar la Misa es como una consigna que impulsa al cristiano a comprometerse en la propagación del Evangelio y en la animación cristiana de la sociedad" (MND 24)

- "Misa... carácter de universalidad" (MND 27)

- ... "impulso para un compromiso activo de la edificación de la sociedad más equitativa y fraterna" (MND 28).

 

       En la celebración eucarística, "la Iglesia y se expresa realmente lo que es: una, santa, católica y apostólica; pueblo, templo y familia de Dios; cuerpo y esposa de Cristo, animada por el Espíritu Santo; sacramento universal de salvación y comunión jerárquicamente estructurada" (EdE 61).

       La naturaleza misionera de la Iglesia se concreta en ser "complemento" de Cristo (Ef 1,23), a modo de signo transparente y portador suyo para todos los pueblos. La "sacramentalidad" de la Iglesia expresa precisamente esta realidad, de modo especial en los siete sacramentos. La Eucaristía es la máxima expresión de la sacramentalidad de la Iglesia, en cuanto que es presencia y comunicación del sacrificio redentor de Cristo, del que proceden todos los signos salvíficos. La Iglesia es "sacramento universal de salvación" (AG 1).

       La misión de la Iglesia consiste en ser instrumento de la vida nueva o vida divina. Es maternidad ministerial, en cuanto que se realiza a través de ministerios o servicios que son signos salvíficos. El modelo y personificación de esta maternidad es María, Virgen y Madre: "La Iglesia, contemplando su profunda santidad e imitando su caridad y cumpliendo fielmente la voluntad del Padre, se hace también madre mediante la palabra de Dios aceptada con fidelidad, pues por la predicación y el bautismo engendra a una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por obra del Espíritu Santo y nacidos de Dios. Y es igualmente virgen, que guarda pura e íntegramente la fe prometida al Esposo, y a imitación de la Madre de su Señor, por la virtud del Espíritu Santo, conserva virginalmente una fe íntegra, una esperanza sólida y una caridad sincera" (LG 64).

       La misionariedad es la acción apostólica que deriva del mandato o envío de Cristo. Es acción que se desenvuelve en anuncio, presencialización y comunicación del misterio pascual de muerte y resurrección que celebramos en la Eucaristía. La Iglesia es misionera y madre en relación con su naturaleza de "sacramento" o signo portador de Cristo, por el profetismo, la liturgia y la construcción de la comunidad.

       Ésta es la naturaleza materna de la Iglesia a imitación de María: "la Iglesia, en su labor apostólica, se fija con razón en aquella que engendró a Cristo, concebido del Espíritu Santo y nacido de la Virgen, para que también nazca y crezca por medio de la Iglesia en las almas de los fieles" (LG 65).

       La Iglesia "sacramento" (Ef 5,32) se realiza principalmente en la Eucaristía. En ella encuentra los constitutivos esenciales de su propio ser: Palabra de Dios, presencia de Cristo, venida del Espíritu Santo, comunidad, servidores o ministros, santificación, misión, signos salvíficos, etc. A través de la Eucaristía y por medio de la Iglesia, Cristo sale al encuentro del hombre de todos los tiempos, razas y culturas. La Iglesia, principalmente por la Eucaristía, se hace lugar de encuentro del hombre con Cristo resucitado.

       Al celebrar y hacer presente el Misterio Pascual en la Eucaristía, la Iglesia "recuerda" que ella tuvo origen en "la hora" en que Cristo murió, resucitó y comunicó el Espíritu. La Iglesia nace como misionera o enviada a anunciar, presencializar y comunicar la salvación de Cristo Redentor de todos los hombres.

       Toda la realidad de Iglesia se podría concretar en ser signo transparente y portador de Cristo, es decir, en su "sacramentalidad". En la liturgia y principalmente en la celebración eucarística, la Iglesia recuerda y celebra su propio origen, "pues del costado de Cristo dormido en la cruz, nació el sacramento admirable de la Iglesia entera" (SC 5).

       Por esto, en la Eucaristía se encuentra "todo el bien de la Iglesia" (PO 5), puesto que la Eucaristía "construye la Iglesia" y "la Iglesia vive de la Eucaristía" (RH 20).

       La fuerza y "audacia" de la evangelización (Hech 4,31ss) le viene a la Iglesia de ser comunidad con "un solo corazón y una sola alma" (Hech 4,32). La fuente de esta unidad, como signo eficaz de evangelización y como "hecho evangelizador" (Puebla 663) es el "partir el pan" en un contexto de meditación de la Palabra y de fraternidad o comunión eclesial (Hech 2,42).

       La Iglesia aprende de María a ser "Madre de los hombres" (LG 69). En la celebración eucarística encuentra la presencia de María como en el cenáculo (Hech 1, 14). "La Madre de Jesús, de la misma manera que, glorificada ya en los cielos en cuerpo y alma, es imagen y principio de la Iglesia que habrá de tener su cumplimiento en la vida futura, así en la tierra precede con su luz al peregrinante Pueblo de Dios como signo de esperanza cierta y de consuelo hasta que llegue el día del Señor" (LG 68). Imitando a María, la Iglesia hará que todos los hombres y todos los cristianos "se reúnan en un solo Pueblo de Dios" (ibídem).

       El celo y compromiso apostólico se fraguan en estos momentos de sagrario, que parecen tiempo perdido. Allí se recupera el sentido esponsal de la vida, como amistad y seguimieto de Cristo, que abraza a todos los hermanos y a todo el cosmos.

 

 

A MODO DE CONCLUSION:

 

       En su caminar histórico, y como continuación de una historia milenaria de gracia, la Eucaristía es fuente y cumbre de la vida y de la misión de la Iglesia. La espiritualidad eclesial es, por su misma naturaleza, espiritualidad eucarística.

       El itinerario ya está programado; se nos invita a recorrerlo: la presencia, la oblación y la comunicación de Cristo piden actitud relacional y oblativa, para realizar con él la misma misión de ser "pan partido" para toda la humanidad, bajo la acción del Espíritu Santo, de camino hacia "el cielo nuevo y la nueva tierra" (Ap 21,1), siguiendo la pauta de "la mujer vestida de sol" (Ap 12,1), transparencia y portadora de Jesús. "El programa... se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia" (EdE 60).

       El camino eclesial está polarizado por la Eucaristía como centro, fuente y cumbre de su vida y de su misión. El "misterio de la fe" se profundiza por un conocimiento vivido de Jesucristo, para saberse amado por él, amarle y hacerle amar. Es la fe en Cristo, Dios hecho hombre, único Salvador, que se concreta en la adoración al Padre "en espíritu y verdad" (Jn 4,24).

       El Catecismo de la Iglesia católica (CEC n.1327), citando a San Ireneo, dice: "La Eucaristía es el compendio y la suma de nuestra fe: «Nuestra manera de pensar armoniza con la Eucaristía y a su vez la Eucaristía confirma nuestra manera de pensar»" (CEC n.1327).

       La renovación de la vida y de la misión de la Iglesia, en personas y comunidades, tiene siempre como pauta el evangelio hecho Eucaristía, "pan de vida... para la vida del mundo" (Jn 6,51). En la Eucaristía, celebrada, adorada y vivida, personal y comunitariamente, se encuentran las líneas de una renovación que es fidelidad más profunda, en armonía con toda la historia de gracia. El "nuevo vigor de la vida cristiana pasa por la Eucaristía" (EdE 60).

 

       La fe en la Eucaristía se profundiza celebrándola, contemplándola, viviéndola y comunicándola, sin buscarse a sí mismo. De este modo, la Eucaristía produce en nosotros la unión con Cristo, para descubrirle y servirle en la comunión eclesial, y especialmente en los hermanos más necesitados.

       La espiritualidad eucarística es actitud de fe en la Eucaristía ("lex credendi"), que se expresa en la actitud de oración y de caridad ("lex orandi", "lex agendi"). La vida y misión de la Iglesia se fraguan en la celebración y adoración eucarística. Entonces "el amor de Dios que ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado" (Rom 5,5), se concreta en la "caridad de Cristo" que urge a la contemplación, a la santidad ya la misión: "El amor de Cristo nos apremia al pensar que, si uno murió por todos... para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos" (2Cor 5,14-15).

       La Eucaristía es la escuela de los santos y de los apóstoles de todos los tiempos. El programa pastoral de la Iglesia, de toda parroquia y de todo cristiano se resume en "caminar desde Cristo" (NMi 29). "Que Jesús resucitado, el cual nos acompaña en nuestro camino, dejándose reconocer como a los discípulos de Emaús «al partir el pan» (Lc 24,30), nos encuentre vigilantes y preparados para reconocer su rostro y correr hacia nuestros hermanos, para llevarles el gran anuncio: «¡Hemos visto al Señor!» (Jn 20,25)" (NMi 59).

       El camino eucarístico es de oblación como verdad de la donación. "En la Eucaristía, la Iglesia se une plenamente a Cristo y a su sacrificio, haciendo suyo el espíritu de María... Puesto que el Magnificat expresa la espiritualidad de María, nada nos ayuda a vivir mejor el Misterio eucarístico que esta espiritualidad. ¡La Eucaristía se nos ha dado para que nuestra vida sea, como la de María, toda ella un magnificat!" (EdE 58). María Inmaculada y Asunta a los cielos es "la gran señal", para la Iglesia peregrina (Apoc 12.1). "Mirándola a ella conocemos la fuerza transformadora que tiene la Eucaristía. En ella vemos el mundo renovado por el amor" (EdE 62).

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Jueves, 16 Marzo 2023 11:48

1.Compartir la suerte de Cristo

  1. Compartir la suerte de Cristo

 

A partir de la encarnación y de la redención, la vida humana adquiere sentido esponsal. Cristo ha compartido nuestra existencia y nuestro caminar. Desde entonces, nuestra vida es parte de la suya. La mejor suerte que le puede tocar a un ser humano es la de compartir con Cristo su misterio de Belén, Nazaret y Calvario. No se trata de simples palabras, sino de realidades, porque verdaderamente se puede compartir su pobreza, su marginación, su trabajo de cada día, su vida oculta, su sacrificio, su cruz y su glorificación.

       A Pablo le tocó en suerte compartir esta vida de Cristo para anunciarla a todos los pueblos: "A mí, el menor de todos los creyentes, se me ha concedido este don de anunciar a las naciones la insondable riqueza de Cristo" (Ef 3,8). Hay muchas cruces de adorno, porque tal vez son pocos los cristianos que pueden decir como Pablo: "estoy crucificado con Cristo" (Gal 2,19); "jamás presumo de algo que no sea la cruz de Cristo... ya tengo bastante con llevar en mi cuerpo las llagas de Jesús" (Gal 6,17).

       Si se mira la cruz sólo como sufrimiento, no puede menos de espantarnos. Pero si se la considera como "alianza" o desposorio, entonces se descubre como una declaración de amor de Cristo Esposo que invita a compartir su misma suerte. La comunidad eclesial y todo creyente está invitado a reconocerse como esposa de Cristo que, por nacer de su costado, está llamada a compartir su misma vida. "Del costado de Cristo dormido en la cruz, nació el sacramento admirable de la Iglesia entera" (SC 5, citando a San Agustín).

       El título de "Esposo" aplicado a Cristo no es de adorno, ni una simple metáfora. Jesús se presenta con este calificativo (Mt 8,15; 25,6). Toda la acción pastoral de Pablo tendía a que la comunidad cristiana fuera fiel esposa de Cristo Esposo: "mis celos por vosotros son celos a lo divino, pues os he desposado con un solo marido, presentándoos a Cristo como una virgen casta" (2Cor 11,1-2).

       Esta línea esponsal cruza toda la Escritura, como antigua y nueva alianza (desposorio), sellada con sangre, como un pacto de amor definitivo. Cristo selló este desposorio con su propia sangre (Lc 22,20) y, por esto, invita a su esposa a beber su misma copa de bodas (Mt 26,27-28; Mc 10,38).

       Cuando no se quiere compartir la suerte de Cristo Esposo crucificado, nacen en el corazón ambiciones camufladas que impiden comprender el misterio pascual de Cristo y que intentan transformar a la Iglesia en un trampolín para escalar; fue también ésta la tentación de los primeros discípulos (Mc 9,31.41). La esterilidad espiritual y apostólica comienza a encubarse cuando no existe la cruz de Jesús.

       Toda vocación cristiana tiene sentido de desposorio: compartir la vida con Cristo. Por esto no admite rebajas en la entrega y en la misión. Cuando no se fomenta en los fieles este ideal cristiano de perfección, todos los demás deberes quedan cuestionados: compartir los bienes, vida familiar y matrimonial, evangelización, vida de oración... Los diversos modos de "vida apostólica" (sacerdotal, consagrada...) no tienen sentido si no es para compartir el mismo modo de vivir de Cristo, que fue humilde, obediente, casto, pobre...

       Sin la "mirada amorosa" de Cristo (Mc 10,21), que llama a un seguimiento esponsal, no se comprendería la doctrina evangélica sobre la cruz: "si alguno quiere seguirme, que renuncia a sí mismo, que tome su cruz y que me siga" (Mc 8,34); "el que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí" (Mt 10,38).

       "Estar con él" es el secreto de toda oración cristiana, especialmente cuando se trata de la vida apostólica: "estuvieron con él" (Jn 1,39); "llamó a los que quiso para estar con él" (Mc 3,13-14); "habéis estado conmigo desde el principio" (Jn 15,27). Cuando se vive esta intimidad con Cristo, no se hacen tantas cábalas sobre el sufrimiento. Al discípulo le basta con "seguir" al Maestro que se declara esposo y amigo. Basta con mirarle, amarle y seguirle, siempre confiando en su presencia y su ayuda.

       Una joven apóstol, que sufrió persecución y cárcel, decía que aprendió a "comulgar" diciendo "fiat" a todos los sacrificios. En su corazón experimentaba la presencia consoladora de Cristo que nunca abandona. Después de fundar una institución apostólica y después de muchos años de trabajos, siguió la misma costumbre. En el momento de su muerte pronunció estas palabras: "de mí ya no queda nada... 'fiat', 'magnificat'" (Paquita Rovira Nebot).

       Los santos, precisamente por estar enamorados de Cristo, han usado expresiones que no tienen sentido fuera del contexto de desposorio. "Muerte mística" es una de estas expresiones (San Pablo de la Cruz). No hay ningún motivo sólido para abandonar esta terminología cristiana nacida del amor y que ha animado grandes obras de caridad. Hay que acostumbrarse a escuchar en el corazón lo que Cristo dice en realidad a los suyos: "si te envío la cruz es porque te amo".

       Un fervoroso hindú manifestó a un obispo indio su extrañeza de ver que los cristianos usamos mucho la cruz como signo externo, pero que no aparece en nuestras vidas como realidad del crucifixión con Cristo. En toda religión, especialmente en nuestros días, hay quienes buscan dos tendencias facilonas: hacer de la religión un adorno o una cosa útil. La religión, como relación personal con Dios, no es un "quita y pon", una conveniencia ocasional, una experiencia sentimental..., como tampoco es un poder político, económico, ideológico... Las sectas y los fundamentalismos actuales acostumbran a ir por estas desviaciones o por otros sucedáneos que no son auténtica religiosidad. A este fenómeno sólo se puede hacer frente y responder con un cristianismo que transparente a Cristo crucificado. Pero hay que reconocer que este estilo de vida está algo lejos de nuestras comunidades.

       No hay mucha diferencia entre una religión de adorno o de utilitarismo, y una actitud "secularizante" de buscar sólo la eficacia inmediata, el poseer, dominar, disfrutar. Las dos tendencias son caducas porque no pasan de ser una tempestad de verano. Sólo va a quedar para el futuro lo que nazca del amor. Acomodarse a estas tendencias ("religiosas" o secularizantes) sería construir un cristianismo sin cruz y, por tanto, sin el mandato del amor y sin las bienaventuranzas.

       Compartir la suerte de Cristo incluye cruz y resurrección. De momento, se experimenta y se palpa sólo el sufrimiento, pero en el corazón comienza a sentirse el gozo de la presencia y del amor de Cristo. La fe inquebrantable en la resurrección de Cristo y en la nuestra, es, a la vez, dolorosa y gozosa, oscura y luminosa: "si ahora padecemos con él, seremos también glorificados con él" (Rom 8,17).

       Hay que decidirse a seguir esponsalmente a Cristo. No se trata de contabilizar el sufrimiento ni de hacer de él una tragedia. Basta con olvidarse de sí mismo, para vivir "una vida escondida con Cristo en Dios" (Col 3,3). La cruz se vive con la sonrisa en los labios, sirviendo a todos, fijándose en las necesidades y pequeñas circunstancias de los demás. Cuando llegue el momento del desprecio, de la humillación y del dolor, es Cristo quien nos hará experimentar el gozo de su presencia. Este gozo es un don exclusivamente suyo, que sólo él puede comunicar: "los apóstoles se fueron contentos... porque habían sido dignos de padecer ultrajes por el nombre de Jesús" (Act 5,41).

       La Iglesia, esposa de Cristo, encuentra en esta realidad de fe, viviéndola con María, la "asociada" a Cristo Redentor (LG 58). Por esto imita de la Virgen "la fe prometida al Esposo" (LG 64). "La Iglesia, reflexionando piadosamente sobre ella y contem­plándola en la luz del Verbo hecho hombre, llena de veneración entra más profundamente en el sumo misterio de la Encarnación y se asemeja más y más a su Esposo" (LG 65). María y la Iglesia comparten la misma "espada" o sufrimiento de Cristo (Lc 2,34.35), para mostrar en la propia vida la eficacia salvífica de su palabra y del escándalo de la cruz.

       Esta asociación esponsal con Cristo crucificado es un don suyo, que él da con largueza a todos los que le quieren seguir. Por esto hay que aprender a empezar diariamente, como estrenando un "sí" que lleva hasta la donación en la cruz. La Iglesia se siente identificada con María en el Calvario. "Junto a la cruz estaba su madre... Jesús, al ver a su madre y junto a ella, al discípulo que tanto amaba, dijo a su madre: 'Mujer, ahí tienes a tu hijo'" (Jn 19,25-26). En los momentos de crucifixión, hay que aprender a vivir la presencia activa y materna de María, diciéndole como en la liturgia de la fiesta de la Virgen Dolorosa: "¡Oh Madre, fuente de amor! - hazme sentir tu dolor - para que llore contigo... Y porque a amarte me anime - en mi corazón imprime - las llagas que tuvo en sí... porque acompañar deseo - en la Cruz donde le veo - tu corazón compasivo"...

 

2. Tener los sentimientos de Cristo

 

       Ningún tema cristiano se entiende, si no es a partir de los amores de Cristo. La cruz, como "anonadamiento" de Cristo, asumido por amor, sólo se capta en sintonía con él: "tened los mismos sentimientos que Cristo Jesús" (Fil 2,5). La santificación es seguimiento de Cristo para compartir su misma suerte (Mc 10,38). "No se puede comprender y vivir la misión, si no es con referencia a Cristo, en cuanto enviado a evangelizar" (RMi 88).

       Los sentimientos o amores de Cristo son de donación esponsal a toda la humanidad y a cada ser humano. La "Iglesia" es la comunidad de creyentes, "convocada" y hecha partícipe de la misma vida de Cristo. El amor de Cristo a su Iglesia es de donación sacrificial: "amó a su Iglesia y se entregó en sacrificio por ella" (Ef 5,2. Por esto el apóstol y todo cristiano "siente el ardor de Cristo por las almas y ama a la Iglesia como Cristo" (RMi 89).

       Las vivencias de Cristo son de sintonía con la voluntad del Padre y con el amor del Espíritu Santo, que le llevan al "desierto" (Lc 4,1), a "evangelizar a los pobres" (Lc 4,18) y al "gozo" de hacer de la vida una donación sacrificial por todos los hermanos (Lc 10,21ss; Mt 11,28). Estas son las reglas del discernimiento cristiano: "desierto", "pobres", "gozo". El sufrimiento personal de cada uno comienza a comprenderse y a hacerse "gozo" de Pascua, cuando se vive en esa misma dinámica de Cristo: entrar en los designios de Dios (oración) para poder servir y evangelizar a los hermanos (caridad).

       El "gozo pascual" nace en el corazón cuando, gracias a la presencia de Cristo, las dificultades se transforman en donación. Esa es la actitud de las bienaventuranzas, de reaccionar amando en toda circunstancia, sin lo cual no existe acción evangelizadora eficaz. "La característica de toda vida misionera auténtica es la alegría interior, que viene de la fe. En un mundo angustiado y oprimido por tantos problemas, que tiende al pesimismo, el anunciador de la 'Buena Nueva' ha de ser un hombre que ha encontrado en Cristo la verdadera esperanza" (RMi 91).

       El sufrimiento personal se hace frustración y soledad absurda cuando no se vive en unión con Cristo. Uniéndose a él, la persona que sufre se convierte en "una fuente de fuerza para la Iglesia y para la humanidad" (SD 31), porque "sufrir significa hacerse particularmente receptivos, particularmente abiertos a la acción de las fuerzas salvíficas de Dios, ofrecidas a la humanidad" (SD 23).

       Al experimentar la propia debilidad en el sufrimiento, hay que trascender esas limitaciones descubriendo a Cristo presente. En realidad es él quien se muestra cercano a nuestras llagas. en sus sentimientos de "compasión" por nosotros (Mt 15,32), comprendemos que la cruz es una declaración de amor, porque "nace del amor y se completa en el amor" (DM 7), como "toque del amor eterno sobre las heridas más dolorosas de la existencia terrena del hombre" (DM 8).

       Cristo nos contagia de su misma experiencia: el amor del Padre, tanto en el Tabor como en el Calvario. Nuestro amor a Cristo incluye el alegrarnos con él por ser el Hijo de Dios, amado por el Padre en el amor del Espíritu Santo. De esta vivencia, se pasa a descubrir nuestra existencia como prolongación de la suya. Ese "paso" es la "pascua": por la cruz, a la resurrección.

       A San Ignacio de Antioquía, camino del martirio, encontraba la fuerza para afrontar el sufrimiento al pensar que podría imitar los padecimientos y la muerte de Cristo. Humanamente es inexplicable la audacia de los santos ante la cruz, puesto que sentían, como nosotros, el rechazo y la debilidad de la naturaleza ante el sufrimiento y ante la muerte. No son las ideas y los conceptos los que transforman su vida, sino "alguien" que primero murió por ellos (2Cor 5,15).

       Los sacrificios que Cristo afrontó en su vida y, especialmente, la muerte en cruz, tuvieron su significado de reparación: "el Hijo del hombre ha venido para dar la vida en rescate por todos" (Mc 10,45; Mt 20,28). Será siempre difícil (si no imposible) explicar teológicamente el por qué de este misterio; pero todos los días, al celebrar la eucaristía, se repiten las palabras del Señor, en las que aparece el motivo principal de su inmolación: "para el perdón de los pecados" (Mt 26,28). El misterio de la encarnación y el de la redención seguirán siendo misterios basados en el "excesivo amor" de Dios (Ef 2,4). "El 'amor hasta el extremo' (Jn 13,1) es el que confiere su valor de redención y de reparación, de expiación y de satisfacción al sacrificio de Cristo. Nos ha conocido y amado a todos en la ofrenda de su vida" (Catecismo de la Iglesia Católica, n.616).

       Quien está enamorado de Cristo no se preocupa tanto de las explicaciones teóricas, cuanto de vivir la realidad del misterio de Cristo. El amó así, dándose en reparación por nuestros pecados y para la salvación del mundo. Sufrir con Cristo y reparar los pecados con Cristo, para extender su Reino en todos los corazones, es un nota dominante de quien desea de verdad ser santo y apóstol. "El valor salvífico de todo sufrimiento, aceptado y ofrecido a Dios con amor, deriva del sacrificio de Cristo, que llama a los miembros de su Cuerpo Místico a unirse a sus padecimientos y completarlos en la propia carne (cfr Col 1,24)" (RMi 78).

       Tener los sentimientos de Cristo (Fil 2,5) incluye vivir de los amores de su Corazón. El deseo de compartir la cruz de Cristo nace del deseo de compartir sus amores. La sintonía con los "sentimientos" de Cristo comporta orientar hacia él toda la interioridad: convicciones, motivaciones, decisiones. Es un proceso permanente de purificación e iluminación, que unifica el corazón con Cristo crucificado: "los que son de Cristo Jesús han crucificado su carne con sus pasiones y concupiscencias" (Gal 5,24).

       Precisamente por sintonizar con los sentimientos de Cristo, el amor a la cruz nos hace participar en el "abandono" doloroso y en el gozo indecible de su entrega total al Padre en el amor del Espíritu. Es la "locura" de la cruz, que no tiene explicación humana, sino que es comunicación o "noticia amorosa" por parte de Dios, más allá de las ideas y reflexiones. Sencillamente se sigue la invitación de Cristo: "permaneced en mi amor" (Jn 15,9).

       A la luz de las vivencias de Cristo, aparece el "carácter creador del sufrimiento" (SD 24). Sufrir con Cristo significa "hacerse particularmente receptivos" a los planes salvíficos de Dios en Cristo (SD 23). La vida humana, con sus "gozos y esperanzas, tristezas y angustias", se convierte en sintonía con los sentimientos de Cristo y, consecuentemente, en solidaridad afectiva y efectiva con todos los hermanos.

       Por el hecho de estar "injertados" en la muerte y en la resurrección de Cristo (Rom 6,5), el cristiano vive de los criterios, escala de valores y actitudes de Cristo, quien, desde su encarnación "se ha abierto y constantemente se abre a cada sufrimiento" (SD 24).

       En el corazón de Cristo encontramos solución también para nuestra cobardía y defecciones ante el misterio de la cruz. Nuestra cruz se hace más dolorosa cuando no hemos perseverado con fe, esperanza y amor. También entonces Cristo nos invita a experimentar sus sentimientos de compasión por nosotros y por todos. Su "carga" se nos hace "ligera" al escuchar y seguir su llamada: "venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviaré" (Mt 11,28).

       La Iglesia vive con María estos sentimientos de Cristo: "Virgen de vírgenes santas, - llore yo con ansias tantas - que el llanto duce me sea... haz que su cruz me enamore; - y que en ella viva y more - de mi fe y amor indicio" (fiesta de la Virgen de los Dolores). La "nueva maternidad" de María y de la Iglesia pasan por la cruz, vivida conjuntamente como desposorio con Cristo. "El divino Redentor quiere penetrar en el ánimo de todo paciente a través del corazón de su Madre Santísima, primicia y vértice de todos los redimidos" (SD 26). Por esto, "cada sufrimiento, regenerado con la fuerza de esta cruz, se convierte, desde la debilidad del hombre, en fuerza de Dios" (ibídem).

 

3. Completar a Cristo

      

Compartir la misma vida de Cristo (Mc 10,38) y vivir en sintonía con sus sentimientos (Fil 2,5), es una realidad cristiana que transforma al creyente en "complemento" o prolongación de Cristo en el tiempo. La realidad eclesial de ser "pleroma" o complemento de Cristo (Ef 1,23) tiene lugar principalmente cuando se comparte su misma cruz (Col 1,24). "El quiere en efecto asociar a su sacrificio redentor a aquellos mismos que son sus primeros beneficiarios (cfr Mc 10,39; Jn 21,18-19; Col 1,24). Eso lo realiza de forma excelsa en su Madre, asociada más íntimamente que nadie al misterio de su sufrimiento redentor (cfr Lc 2,35)" (Catecismo de la Iglesia Católica, n.618).

       El misterio de la encarnación tiene esta dimensión esponsal de hacernos consortes y complemento de Cristo. El Padre nos hace partícipes de la misma vida divina de su Hijo: "Dios envió a su Hijo nacido de mujer... para que recibiéramos la adopción de hijos" (Gal 4,4-5). Al mismo tiempo, nos transforma a nosotros en instrumentos de esta vida para "formar a Cristo" en los demás (Gal 4, 19). Este proceso de fecundidad eclesial pasa por el sufrimiento (Jn 16,20-22; Gal 4,19). María, "la mujer", es la figura de la Iglesia que, asociada a Cristo Redentor, se hace instrumento de filiación divina para todos (Gal 4,4-7.26; cfr Apoc 12,1).

       Poder completar a Cristo significaba, para Pablo, una vida hecho instrumento de gracia, precisamente por participar en la cruz de Cristo. Sus sufrimientos apostólicos eran fecundos (Gal 4,19) porque eran prolongación de los de Cristo: "ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros, y suplo en ni carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, por el bien de su cuerpo, que es la Iglesia" (Col 1,24).

       La cruz es la "gloria" del apóstol (Gal 6,14), como "cooperador" de Cristo (1Cor 3,9). A partir de esta experiencia personal, el apóstol sabrá guiar a la Iglesia esposa por este camino de desposorio con Cristo crucificado: "alegraos porque compartís los padecimientos de Cristo, para que también en la manifestación de su gloria os regocijéis alborozados" (1Pe 4,13).

       Esta realidad de poder "completar" la pasión de Cristo se convierte en luz y en fuerza, especialmente en los momentos de sufrimiento por la Iglesia y también de parte de la Iglesia. Sólo la presencia amorosa de Cristo, profundamente sentida en la oscuridad de la fe, puede sostener la entrega en esos momentos de sufrimiento humanamente inexplicable. Siempre se encuentran personas e instituciones que, por ser fieles a la Iglesia, sufren, por una parte, la marginación causada por quienes no tienen "sentido" ni amor de Iglesia; pero, por otra parte, sufren también la incomprensión y la acusación de quienes dicen defender a la Iglesia. Así le pasó al Cardenal arzobispo de Milán, Andrés Carlos Ferrari, ahora ya beatificado por la Iglesia.

       Es sólo Cristo quien puede comunicar un amor entrañable a la Iglesia, precisamente cuando se sufre por ella y de ella: "muero de pasión por la Iglesia" (Santa Catalina de Siena); "al fin, muero hija de la Iglesia" (Santa Teresa de Avila); "vivo y viviré por la Iglesia, vivo y moriré por ella" (Bto. Francisco Palau). En la tumba del P. Kentenich se lee el mejor epitafio que le puede caer en suerte a un apóstol: "Amó a la Iglesia" (cfr. Ef 5,25).

       Por esta participación en los sufrimientos del Señor, los cristianos son "los brazos de la cruz" de Cristo prolongados en el tiempo (San Ignacio de Antioquía). Es él quien hizo suya nuestra cruz "cargándola" como propia (Jn 19,17). Decía un misionero en los últimos momentos de su vida: "Cristo no tuvo cáncer; en mí tiene cáncer". Un moribundo recién bautizado decía a Madre Teresa de Calcuta: "muero feliz porque así puedo completar la muerte de Jesús". Una misionera, en plena juventud y a las puertas de la muerte, comunicó dejó a su comunidad este testamento: "Jesús ha perferido mi vida a mis obras".

       Cristo continúa sufriendo en cada hermano necesitado. Los creyentes se convierten en su "humanidad complementaria" (Bta. Isabel de la Trinidad). Cuando se profundiza en esta fe, brotan del corazón expresiones parecidas a las de San Ignacio de Antioquía: "dejadme ser imitador de la pasión de mi Dios... mi amor está crucificado".

       San Pedro invitaba a todos los cristianos a convertirse en "piedras espirituales" del tempo donde se inmola Cristo (1Pe 2,5); de ahí nace el gozo de la esperanza: "habéis de alegraros en la medida en que participéis en los padecimientos de Cristo, para que en la revelación de su gloria exultéis de gozo" (1Pe 4,13). Sufrir amando como Cristo es señal de que "el Espíritu de Dios reposa sobre nosotros" (1Pe 4,14). La imitación de Cristo es auténtica cuando incluye el asumir con él el sufrimiento por amor. Ser, con Cristo, "Sacerdote y Víctima... Estas palabras han sido mi vida en la tierra y espero que serán mi gloria en el cielo" (José María Lahiguera).

       San Pablo ni siquiera intentó esbozar una "teología" sobre el por qué podemos "completar" a Cristo. El sabía que esta realidad cristiana forma parte del misterio de la sabiduría de Dios, que se manifiesta en el amor de Cristo (1Cor 1,22-24). Por esto se dedicó a vivir y a anunciar "el misterio (de Cristo) escondido por los siglos en Dios" (Ef 3,9) y "la caridad de Cristo que supera toda ciencia" (Ef 3,19). Lo importante es que Cristo viva en el corazón de todo creyente (Ef 3,17); es entonces cuando se vive en él (Gal 2,20) y se sabe sufrir por él (Col 1,24), para a llegar a triunfar con él (Rom 8,17).

       Por estar injertados en Cristo, nuestra existencia completa la suya, como una página adicional de su biografía. El asumió nuestro sufrimiento y nuestro gozo en el suyo. "Cristo, en cierto sentido, ha abierto el propio sufrimiento redentor a todo sufrimiento del hombre... Ha obrado la redención completamente y hasta el final; pero, al mismo tiempo, no la ha cerrado. En este sufrimiento redentor, a través del cual se ha obrado la redención del mundo, Cristo se ha abierto desde el comienzo y constantemente se abre, a cada sufrimiento humano. Sí, parece que forma parte de la esencia misma del sufrimiento redentor de Cristo el hecho de que haya de ser completado sin cesar" (SD 24).

       En la conciencia de los santos, manifestada en sus escritos autobiográficos, había una convicción honda de completar a Cristo con la propia vida. No se trataba sólo de los grandes sufrimientos, sino también de los detalles pequeños de todos los días: una sonrisa, un servicio, un actitud de escucha y de perdón, una actitud constante de servicio y colaboración para hacer agradable la vida a los demás... Hay incluso un olvido del propio sufrimiento, para no hacerlo pesar sobre los otros. Ofrecer un rostro sereno es también fruto de este sacrificio de donación.

       San Ignacio de Loyola, en su autobiografía, pedía ser "puesto" en Cristo. En los "Ejercicios", invita a compartir el "dolor con Cristo doloroso" y el "gozo" de Cristo resucitado. La vida se hace oblación total a Cristo para poder "pasar todas injurias y todo vituperio y toda pobreza" por su amor. La vida ya tiene sentido porque se vive como respuesta al amor de Dios en Cristo: "dadme vuestro amor y gracia, que ésta me basta".

       Es frecuente encontrar en Iglesias de misión, algunos misioneros ancianos y enfermos que van terminando sus días como una lamparita del sagrario que está para consumirse. Han hecho obras maravillosas, a veces un tanto olvidadas (o criticadas) por quienes las disfrutan. Ahora ya sólo les queda la paz en el corazón y la serenidad en el rostro. Su cruz, amasada de gozo y de dolor, continúa suscitando, sin grandes propagandas, vocaciones y conversiones.

 

* * *

 

RECAPITULACION

 

- La vida cristiana consiste en compartir la misma vida de Cristo muerto y resucitado. La "Alianza" de Dios con la humanidad tiene sentido esponsal. La nueva Alianza está sellada con la sangre de Cristo. El cristiano le ha tocado en suerte beber la misma copa de Cristo, es decir, compartir su misma vida.

 

- Las exigencias del seguimiento de Cristo están enmarcados en el símbolo de la cruz: "si alguno quiere seguirme, que renuncia a sí mismo, que tome su cruz y que me siga" (Mc 8,34). El sufrimiento de esta cruz sólo se comprende a partir de una declaración de amor, que es el punto de partida de la vocación cristiana. Sólo el amor entiende de donación sacrificial.

 

- Las obras apostólicas marcadas con la cruz no fracasan. El apóstol, como Pablo, quiere hacer de su vida una prolongación de la vida de Cristo crucificado: "estoy crucificado con Cristo" (Gal 2,19); "jamás presumo de algo que no sea la cruz de Cristo... ya tengo bastante con llevar en mi cuerpo las llagas de Jesús" (Gal 6,17).

 

- María es el Tipo o figura de la Iglesia en esa asociación esponsal con Cristo crucificado. Ella sigue siendo modelo y ayuda materna junto a la cruz. La nueva maternidad de María y de la Iglesia está sellada con la cruz (Jn 19,25-27).

 

- La fuerza para afrontar la cruz deriva de la sintonía con los sentimientos o amores de Cristo (Fil 2,5). En unión con él, se comprende todo su mensaje salvífico iluminado por la cruz y la resurrección. "Si ahora padecemos con él, seremos también glorificados con él" (Rom 8,17). Su pobreza, su obediencia, su sacrificio, su humillación y su muerte, con expresiones de sus actitudes internas de donación.

 

- Sintonizar con los amores de Cristo comporta unirse a sus sentimientos de alabanza, gratitud y reparación de los pecados del mundo. Una sociedad de consumo no entiende de sacrificios, de penitencia ni de reparación, porque tampoco entiende el amor de donación vivido por Cristo desde la encarnación hasta la cruz. "Cristo amó a su Iglesia y se entregó en sacrificio por ella" (Ef 5,2). "Sin cruz no tendrás llave para abrir las puertas del cielo... Dirige todas tus mortificaciones a humillar tu amor propio y hacerte dueño de ti mismo... Sufre por Dios... sufre en silencio, y nadie podrá quitarte el mérito" (Bto. Pedro Poveda).

 

- La fe cristiana en la encarnación del Verbo y en la redención, pone de manifiesto la dignidad del ser humano "injertado" en Cristo y redimido por él. Dios "salva al hombre por medio del hombre", decían los Santos Padres. Todo redimido por Cristo completa a Cristo en su vida, pasión, muerte y resurrección (Col 1,24; Ef 1,23). Por esto dice San Pedro: "habéis de alegraros en la medida en que participéis en los padecimientos de Cristo, para que en la revelación de su gloria exultéis de gozo" (1Pe 4,13).

 

- Los cristianos prolongamos la cruz de Cristo en el espacio y en el tiempo. El sufrimiento de Cristo y el nuestro forman una sola cruz: la del "Cristo total". "Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros, y suplo en ni carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, por el bien de su cuerpo, que es la Iglesia" (Col 1,24).

 

 

                              Juan Esquerda Bifet

 

 

 

 

 

 

 

                            EL CAMINO DEL ENCUENTRO


 

 

      A todos mis hermanos en la búsqueda del Señor y, de modo especial, a quienes, habiendo leído ENCUENTRO CON CRISTO, me han preguntado sobre EL CAMINO DEL ENCUENTRO con él en el tercer milenio del cristianismo.


                                   Contenido

 

Introducción: Las etapas de un camino.

 

I. EL EVANGELIO REFLEJADO EN SU MIRADA

 

II. EL EVANGELIO REFLEJADO EN SUS PIES

 

III. EL EVANGELIO REFLEJADO EN SUS MANOS

 

IV.  EL EVANGELIO ESCRITO EN SU CORAZON

 

V. SUS HUELLAS EN MI VIDA

 

Líneas conclusivas: El camino hacia el corazón

 

Documentos y siglas

 

Indice de materias

 

Citas evangélicas comentadas

 

Indice general


                                 INTRODUCCION

 

                            Las etapas de un camino


 

      El evangelio sigue aconteciendo. Jesús sigue mostrando el evangelio escrito imborrablemente en la carne viva y gloriosa de su cuerpo resucitado: "mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo; palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo" (Lc 14,39.43). Según el discípulo amado, "les mostró las manos y el costado" (Jn 20,20).

 

      Aquellos pies siguen buscando, esperando, acompañando. Aquellas manos siguen bendiciendo, acariciando, perdonando, enseñando. Aquel corazón siguen abierto invitando a aceptar su amistad. El camino del encuentro se caracteriza por unas etapas concretas y entusiasmantes:

 

      - me espera en mi propia realidad, amándome tal como soy,

      - me invita a seguirle para compartir su misma vida,

      - me cuenta sus amores y vivencias,

      - me llama a prolongar su caminar, su enseñanza y su amor, para hacerle conocer y amar.

 

      El camino del encuentro es una experiencia irrepetible e irremplazable, porque sucede en el tiempo presente y nadie nos puede suplir. Jesús invita a todos, respetando la libertad de cada uno, porque no quiere autómatas, sino amigos: "venid a mí todos" (Mt 11,28-29)); "venid y veréis" (Jn 1,39).

 

      Hay que llegar a una experiencia fuerte de Jesús. Es él mismo quien invita y quien la hace posible: "acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado" (Jn 20,27). Después de experimentar este encuentro vivencial por la fe, "con tan buen amigo presente, todo se puede sufrir... es amigo verdadero" (Santa Teresa).

 

      El camino para llegar a esta experiencia de su amistad y de su "corazón", nos lo ha trazado el mismo Jesús, como un regalo, una "gracia" de su amor:

 

      - tener todos los días un encuentro con él, escuchando su palabra y participando en la eucaristía: "yo soy el pan de vida" (Jn 6,35ss),

      - reconocer en su mirada una declaración de amor: "le miró con amor" (Mc 10,21),

      - dejarse encontrar por sus pies, que siguen buscando a la oveja perdida: "va a buscar la que se perdió hasta que la encuentra" (Lc 15,4),

      - dejarse curar y perdonar por sus manos: "quiero, queda limpio" (Mt 8,3),

      - aceptar la invitación de sintonizar con su corazón: "aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas" (Mt 11,29).

 

      Ante Cristo crucificado, con sus manos y pies clavados y con su corazón abierto, nadie es capaz de resistir su desafío amistoso. Saulo, el perseguidor, lo encontró definitivamente cuando menos lo esperaba: "no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Gal 2,20).

 

      Ahora Cristo vive resucitado, con sus llagas gloriosas impresas en su cuerpo, invitándome a habitar en ellas, para hacerme experimentar su amistad. "Cristiano" es quien ha tenido "un conocimiento de Cristo vivido personalmente" (VS 88).

 

      De la humanidad de Cristo decía Santa Teresa: "por esta puerta hemos de entrar". Si por sus llagas hemos sido salvados, en ellas podremos experimentar su amistad: "llevó nuestros pecados en su cuerpo... con cuyas heridas habéis sido curados" (1Pe 2,24).

 

      Los gestos y las palabras de Jesús expresan toda su interioridad. El discípulo amado hablaba de ver y tocar: "lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida... os lo anunciamos" (1Jn 1,1-3). En Cristo, Dios nos la dicho todo: "en él, el Padre ha dicho la palabra definitiva sobre el hombre y sobre la historia" (TMA 5).

 

      El evangelista Juan cuenta su experiencia de fe, que es siempre don de Dios; entró en el sepulcro vacío y sólo vio el sudario plegado y las vendas por el suelo: "vio y creyó" (Jn 20,8). A esta experiencia profunda y sencilla, estamos llamados todos. Basta con emprender el camino:

 

      - sabiéndose amado e invitado por él,

      - queriéndole amar sin rebajas, con todo el corazón,

      - expresando este amor en las cosas pequeñas de cada día,

      - reconociendo, al atardecer de cada día, las propias limitaciones y defectos, para recibir confiadamente su perdón y su paz,

      - empezando de nuevo todos los días, para amarle más que antes.

 

      El camino no lo hacemos solos, puesto que él mismo se hace nuestro "camino" (Jn 14,6). Y son muchos los hermanos que comparten con nosotros este mismo camino. La historia está llena de amigos de Cristo, casi siempre anónimos, que se decidieron a emprender "una vida escondida con Cristo en Dios" (Col 3,3). Son las personas que más bien han hecho a la humanidad entera. Cuando lo necesitemos de verdad, Jesús se nos hará cercano por medio de estas personas que no hacen ruido.

 

      Los "santos", que eran del mismo barro que el nuestro, se hicieron santos por el camino de las llagas de Jesús, hasta entrar plenamente en su corazón. No hay que olvidar que el camino se dirige a la unión y amistad, es decir, al corazón. Jesús no necesita teóricos ni diletantes. Sólo quiere "sedientos" y "pobres" que se decidan a ser sus amigos, para que puedan contagiar a otros "su experiencia de Jesús" (RMi 24). Porque el encuentro con él, lleva siempre a la misión: "hemos encontrado a Jesús, el hijo de José, el de Nazaret" (Jn 1,45). Esta experiencia puede parecer ridícula a quien busca la felicidad fuera de Jesús, pero es la única experiencia que puede llenar el corazón y convencer a los buscadores sinceros de la verdad.

 

      Este camino es una experiencia de fe, sin privilegios y sin cosas extraordinarias. Nos basta el mismo Cristo, sin aditamentos. Porque son "bienaventurados los que, sin ver, creen" (Jn 20,29). El Señor se deja encontrar por "un movimiento del corazón", como decía San Bernardo. Basta con seguir su mirada amorosa, los pasos de sus pies y los gestos de sus manos, para entrar en su corazón.

 

      Jesús deja sus huellas en nuestro camino, para invitarnos a sintonizar con su modo de pensar, sentir y amar. "Pon los ojos sólo en él... y lo hallarás todo en él" (San Juan de la Cruz). Así de sencilla es la oración cristiana cuando se deja que Jesús ore en nosotros: "si no sabes meditar cosas sublimes y celestes, descansa en la pasión de Cristo, deleitándote en contemplar sus preciosas llagas" (Tomás de Kempis).

 

      En los sacramentos y, de modo especial, en la eucaristía, se encuentra "el cuerpo de Cristo, siempre vivo y vivificante" (CEC 1116). Esta humanidad vivificante de Cristo se formó, bajo la acción y unción del Espíritu Santo, en el seno de María. Ella, "la creyente" (Lc 1,45), sigue indicando el camino del encuentro: "haced lo que él os diga" (Jn 2,5).

 

      El camino hacia el corazón de Cristo recorre las etapas de la humildad, que es la verdad, y de la confianza, para vivir sólo de él y para él, en donación total:

 

      - dejarse conquistar por su mirada de amigo,

      - adivinar la cercanía de sus pies de Buen Pastor,

      - aceptar la caricia de sus manos de médico y de guía,

      - hacerse disponible para vivir en sintonía con los amores de su corazón abierto.

 

      En este caminar tendremos una gran sorpresa: sus huellas van desapareciendo, como si nos dejara solos en el camino... Es que se identifica con nosotros y sus huellas son ya las nuestras... El mejor regalo de esta experiencia es el de participar de su misma suerte: "en tus manos, Padre" (Lc 23,46). María, como Madre en el camino de la fe, nos hará descubrir que Jesús está más cerca que nunca...


                                       I

 

                      EL EVANGELIO REFLEJADO EN SU MIRADA


                                 Presentación

 

      Las miradas de Jesús transparentaban toda su interioridad. Eran un reflejo de su evangelio y de su misma vida. Con su mirar, conocía y conoce lo que había "en el corazón" de los demás (cfr. Jn 2,25), sin humillarles, porque son miradas de hermano, amigo y esposo. Con su mirada, llamaba y declaraba su amor.

 

      Aquellas miradas traspasan el tiempo y la historia. Jesús nos conocía y amaba tal como somos. Ahora, sus miradas de resucitado penetran nuestra vida sin herirla. El quiere imprimir en nuestra mirada un reflejo de la suya.

 

      Si leemos o recordamos los pasajes evangélicos, todavía hoy podemos descubrir la mirada de Jesús en nuestras circunstancias. Entonces lo sentiremos cercano, porque ahora nos acompaña y sigue mirándonos con el mismo amor. Las miradas de Jesús en el evangelio acontecen hoy, pero de modo nuevo, para cada uno. Son siempre nuevas, como el amor.

 

      Estar con él, como "con quien sabemos que nos ama" (como diría Santa Teresa), es posible hoy, en el aquí y el ahora de nuestra vida. Basta con dejarse mirar por él y devolverle nuestra mirada con el reflejo de la suya. La oración es un cruce de miradas, de corazón a corazón.

 

      La grandeza y autenticidad de María, la llena de gracia, Madre de Dios y nuestra, consiste en dejarse mirar por Dios, devolviéndole una mirada de corazón unificado: "Dios ha mirado la nada de su sierva" (Lc 1,48).


1. Mirada que invita a seguirle

 

      Jesús se volvió, y al ver que le seguían les dice: «¿Qué buscáis?» Ellos le respondieron: «Rabbí ‑ que quiere decir, "Maestro" ‑ ¿dónde vives?». Les respondió: «Venid y lo veréis».... Jesús, fijando su mirada en Simón, le dijo: «Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas» ‑ que quiere decir Piedra... Vio Jesús que se acercaba Natanael y dijo de él: «Ahí tenéis a un israelita de verdad, en quien no hay engaño».

 

                                                                  (Jn 1,38-47)

 

1. La mirada de Jesús no es para curiosear ni para utilizarnos, sino que es una invitación a compartir su misma vida. Escruta nuestro corazón porque nos ama. Quiere orientar nuestras intenciones y motivaciones hacia la donación. Si buscáramos sólo sus cosas, en lugar de él mismo, entonces no le encontraríamos de verdad. Su mirada corrige, pero también endereza, ilumina y fortalece. Confiados en esa mirada de amigo, ya es posible seguirle y aprender a estar con él. Invitados por su mirada, ya le podemos mirar con "una sencilla mirada del corazón" (Santa Teresa de Lisieux).

 

2. Su mirada es especial para cada persona: Juan, Andrés, Pedro, Felipe, Natanael... Para Jesús no existen cosas, sino personas irrepetibles, con una historia particular y diversa. Jesús mira a cada uno, tal como es, para ayudarle a ser él mismo trascendiéndose. Quiere a cada uno con sus particularidades y con su propio modo de ser, porque sólo a partir de ahí es posible realizarse amando. Su mirada no nos quita los obstáculos, sino que nos ayuda a verlos y a superarlos mirándole a él, amándole y amando como él. Que nos aprecien o no los demás, ya no importa tanto; nuestra vida y nuestro quehacer tiene sentido cuando se vive de su mirada y se aprende a mirar como él.


2. Mirada a un joven

 

      Jesús, fijando en él su mirada, le amó y le dijo: «Una cosa te falta: anda, cuanto tienes véndelo y dáselo a los  pobres y tendrás un tesoro en el cielo; luego, ven y sígueme».

 

                                           (Mc 10,21; cfr. Mt 19,21; Lc 18,22)

 

 

1. La vocación, por parte de Jesús, es una declaración de amor. Su llamada sólo se puede comprender y seguir a partir de su enamoramiento. Por esto, el amor exige echar por la borda todo lo que no suene a donación. El programa es exigente, pero también comprensible para quien entiende de amistad. La "totalidad" es el lenguaje del amor. Jesús invita a dejar la chatarra, que sería un gran estorbo en el camino del seguimiento. El secreto está en enterarse de su mirada de amor.

 

2. El joven rico, como tantos otros, no captó la mirada de Jesús. Tenía el corazón prisionero de espejismos, que se disfrazan de verdad. Y se marchó triste, porque algo había captado, pero no se decidió a cortar las amarras o los hilos que impiden volar. Jesús sigue mirando con amor a cada uno sin excepción. Hay muchos distraídos o con ojos legañosos. Urge aprender a "mirarle de una vez", como diría San Francisco de Sales. "Si pones los ojos en él, hallarás todo en él" (San Juan de la Cruz).


3. Mirada a Leví

 

      Después de esto, salió y vio a un publicano llamado Leví, sentado en el despacho de impuestos, y le dijo: «Sígueme». El, dejándolo todo, se levantó y le siguió.

 

                                            (Lc 5,27-28; cfr. Mt 9,9; Mc 2,14)

 

1. Jesús dirigió su mirada también a un publicano, enredado en sus cuentas. Lo importante es que aquella mirada de compasión cambió la vida de Leví en un apóstol, Mateo. La mirada era una invitación a seguirle dejándolo todo por él. Nadie se hubiera imaginado aquel cambio. Y hasta muchos lo criticaron. Pero Jesús defendió a su nuevo amigo, porque él siempre mira a todos con el mismo amor y misericordia. Si él "vino para llamar a los pecadores" (Mt 9,13), ¿quién le podría impedir sembrar miradas de compasión y llamadas de renovación?

 

2. La mirada de Jesús no es sólo llamada, sino también luz y fuerza para poder seguirle. El gozo de seguir al Señor es señal de que su mirada ha penetrado hasta el fondo del corazón. Desde este momento, si todavía queda en él algún bien, es para celebrar el encuentro y alegrar la vida a los demás, haciéndoles partícipes de la mirada misericordiosa de Jesús. El Señor se compara a un médico que tiene buen ojo clínico (Lc 5,31); sabe diagnosticar y sanar, sin humillar ni utilizar. Mateo aprendió a leer y a escribir el evangelio, gracias a la misericordia de Jesús insertada en su propia vida.


4. Mirada a Zaqueo

 

      Había un hombre llamado Zaqueo, que era jefe de publicanos, y rico. Trataba de ver quién era Jesús, pero no podía a causa de la gente, porque era de pequeña estatura. Se adelantó corriendo y se subió a un sicómoro para verle, pues iba a pasar por allí. Y cuando Jesús llegó a aquel sitio, alzando la vista, le dijo: «Zaqueo, baja pronto; porque conviene que hoy me quede yo en tu casa». Se apresuró a bajar y le recibió con alegría.

 

                                                                   (Lc 19,2-6)

 

1. Aquella mirada y aquella invitación, ni el mismo Zaqueo se la había imaginado nunca. Al fin y al cabo, Jesús iba de paso, aparentemente para cosas más importantes. Zaqueo se encaramó en la higuera, sin importarle el ridículo, porque "buscaba ver a Jesús" (Lc 19,3). A Jesús le gustan estos deseos espontáneos, que son ya un inicio del encuentro. Por esto sucedió lo inesperado: se cruzaron las miradas, porque uno buscaba al otro. Jesús, como siempre, había tenido la iniciativa y había hecho posible el encuentro. Siempre es posible cruzarse con su mirada.

 

2. La mirada surtió su efecto, porque el corazón de Zaqueo se abrió sin ocultar nada. Empezó la amistad que transfomaría radicalmente la vida de aquel publicano. El paso más difícil ya estaba dado: recibir a Jesús, ofreciéndole la propia casa como suya. Lo demás sería una consecuencia imparable: compartir los dones recibidos con los hermanos y aprender a reparar el pasado con un presente de donación. Y así se demostró, una vez más, que Jesús "ha venido para buscar y salvar lo que estaba perdido" (Lc 19,10). Todo empezó con el deseo sincero de "ver a Jesús" y de dejarse mirar por él.


5. Mirada a los que le rodean

 

      Jesús, dándose cuenta de la fuerza que había salido de él, se volvió entre la gente y decía: «¿Quién me ha tocado los vestidos?». Sus discípulos le contestaron: «Estás viendo que la gente te oprime y preguntas: "¿Quién me ha tocado?"». Pero él miraba a su alrededor para descubrir a la que lo había hecho. Entonces, la mujer, viendo lo que le había sucedido, se acercó atemorizada y temblorosa, se postró ante él y le  contó toda la verdad.

 

                                           (Mc 5,30-33; cfr. Mt 9,22; Lc 8,47)

 

1. Tanto si nos damos cuenta, como si lo olvidamos, Jesús nos acompaña continuamente con su presencia y su mirada cariñosa. Algunos aceptan su compañía para hacer de la vida una relación amistosa con él. "Tocarle", como la mujer enferma, significa aceptar con gozo su presencia y su mirada. Propiamente somos nosotros los "tocados" por él, que nos sana y salva. La "hemorruisa" logró tocar la orla de su manto y quedó curada. La mirada de Jesús en su corazón la había atraído de modo irresistible. Pero Jesús sigue mirando, también a los distraídos, para hacernles despertar de su letargo. Con la luz de su mirada, encontramos la verdadera luz (cfr. Sal 35).

 

2. La mirada de Jesús traspasa el espacio y el tiempo. Va siempre más allá de la superficie. Entra en el corazón sin violentarlo. Examina nuestras intenciones, motivaciones, actitudes, porque quiere sanarlas. Bastaría con dejarse mirar por él, tocarle con la fe y la esperanza, para quedar iluminados y sanados. A veces, descubriremos que su mirada se refleja en la pupila de algún hermano que necesita de nosotros. Podemos ser también mirada de Jesús. Esa mirada de Jesús siembra la paz y la serenidad, unificando el corazón y haciéndolo salir de su círculo cerrado para darse.


6. Mirada de compasión

 

      Se retiró de allí en una barca, aparte, a un lugar solitario. En cuanto lo supieron las gentes, salieron tras él viniendo a pie de las ciudades. Al desembarcar, vio mucha gente, sintió compasión de ellos y curó a sus enfermos.

 

                                          (Mt 14,13-14; cfr. Mt 9,36; Mc 6,34)

 

1. Para Jesús no hay "masas", sino personas concretas e irrepetibles, cada una con su historia peculiar como historia de amor de un Dios que a nadie olvida. Cada persona, con su nombre peculiar, atrae la mirada de Jesús. Su corazón tiene predilecciones infinitas, una para cada uno y de modo irrepetible. El leproso, el ciego, el paralítico, Zaqueo el publicado, Nicodemo el fariseo..., todos eran una fibra de su corazón. La mirada de compasión manifiesta el vibrar de cada una de sus fibras o latidos. En aquellos rostros hambrientos y sedientos, Jesús veía a toda la humanidad. Hoy mira con la misma compasión y amor.

 

2. Su mirada de compasión, entonces y ahora, es sintonía de preocupaciones, angustias y esperanzas. "Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón" (GS 1). Esta sintonía la vivió Jesús con la misma intensidad durante los nueve meses en el seno de maría, que durante los treinta años de Nazaret y los aproximadamente tres años de caminar por Palestina. Para él, ahora resucitado, el tiempo ya no pasa, pero lo vive como hermano, protagonista y consorte, en cada período de la historia humana, haciendo suya la biografía de cada caminante. Se compadece porque nos pertenece y le pertenecemos, como parte de su mismo ser y de su misma historia salvífica.


7. Mirada que examina de amor

 

      Jesús, mirando a su alrededor, dice a sus discípulos: «¡Qué difícil es que los que tienen riquezas entren en el Reino de Dios!»... «todo es posible para Dios».

 

                                               (Mc 10,23-27; cfr. Lc 18,24-27)

 

1. Jesús mira a sus amigos de modo especial. El joven rico no supo leer el amor en los ojos de Jesús y, por esto, se perdió en los harapos tristes de su riqueza. Jesús entonces quiso mirar a los suyos como para examinarles de amor. También ellos podían caer en la trampa de ambiciones camufladas. El corazón humano es siempre un misterio. Por esto, la mirada de Jesús apunta al corazón. Y su efecto no se hizo esperar en la respuesta de Pedro, que ha suscitado en cada época vocaciones generosas: "lo hemos dejado todo y te hemos seguido" (Mc 10,28). La mirada de Jesús, aceptada con el corazón abierto, hace posible esta respuesta incondicional de quien se quiere abrir totalmente al amor.

 

2. Seguir a Cristo, dejándolo todo por él, es sólo posible cuando nos dejamos conquistar por su mirada. La fuerza no radica en nosotros, sino en él. Hay que aprender a mirar, con él, el fondo de nuestra nada, de nuestras debilidades y de nuestras miserias. Este es el único camino para acertar. La fuerza de nuestro caminar está en el reflejo de su mirada sobre nuestra realidad caduca. Es verdad que, como dice Jesús, "sin mí no podéis hacer nada" (Jn 15,5). Pero precisamente por ello, podemos decir como San Pablo: "todo lo puedo en aquel que me da la fuerza" (Fil 4,13).


8. Llanto por el amigo muerto

 

      Viéndola llorar Jesús y que también lloraban los judíos que la acompañaban, se conmovió interiormente, se turbó y dijo: «¿Dónde lo habéis puesto?» Le responden: «Señor, ven y lo verás». Jesús se echó a llorar.

 

                                                                 (Jn 11,33-35)

 

1. Jesús era sensible a todo y a todos. A Lázaro, su amigo, le  probó dejándole morir aparentemente lejos de él. Pero para Jesús no hay distancias y, por esto, le acompañó siempre, en toda situación. Así ama Jesús a todos y a cada uno, con tal que no se cierren a su amor. Llegó a Betania cuando ya habían enterrado a Lázaro. Y ahí quiso unirse al dolor de sus amigos. Lloró conmovido, con llanto sincero, porque toda nuestra vida le pertenece como suya. "Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así que, ya vivamos ya muramos, somos suyos" (Rom 14,8).

 

2. Bien sabía Jesús que había de resucitar a Lázaro y, no obstante, lloró. Algunos lo atribuyeron a un simple sentimiento de nostalgia y a una falta de atención, por no haber llegado antes. Pero Jesús es perfecto hombre, siendo perfecto Dios. Su amor se expresa con todo su ser. Sus ojos necesitaban llorar como los nuestros, porque se trataba de un amigo íntimo, que había afrontado la muerte con el dolor de pensar que estaba lejos de Jesús. Cuando sentimos la ausencia de Jesús, es que él está más cerca. Este nuestro sentimiento lo suscita su mirada y su presencia de amigo. Si no nos da los dones visibles, es porque se nos quiere dar él.


9. Llanto ante Jerusalén

 

       Al acercarse y ver la ciudad, lloró por ella, diciendo: «¡Si también tú conocieras en este día el mensaje de paz! Pero ahora ha quedado oculto a tus ojos».

 

                                                     (Lc 19,41-42; cfr. 13,34)

 

1. El llanto de Jesús ante Jerusalén es muy distinto del llanto ante el sepulcro de Lázaro. Pero las lágrimas procedían del mismo amor. Lo que le dolía a Jesús era ver la ingratitud de quienes no habían aceptado el amor de Dios, quien había enviado a su Hijo al mundo para salvarlo. Jesús dio la vida por Jerusalén y por todos los pueblos. El camino para esa salvación universal pasa por su llanto y su dolor. Jesús no rechazó a nadie, sino que transformó el rechazo de los demás en oblación propia. Su rostro y su mirada contagiaban la serenidad, la paz y el perdón.

 

2. La visita de Jesús puede resultar incómoda cuando se espera un "salvador" según el propio gusto y preferencia. Desde niño, Jesús se conmovió a la vista de Jerusalén, como los demás peregrinos, especialmente en las peregrinaciones pascuales, al aproximarse a la ciudad santa. La ciudad y el templo eran signo de la "presencia" de Dios en medio de su pueblo elegido. Ahora esta presencia era el mismo Jesús, el Emmanuel, Dios con nosotros. A Jesús le hizo llorar el "no" de los hombres a tanto a amor de Dios. "El Amor no es amado", diría San Francisco de Asís. Quien no sintoniza con los amores de Cristo, pierde la conciencia de que el pecado es un "no" a Dios Amor.


10. Mirada de tristeza

 

      Mirándoles con ira, apenado por la dureza de su corazón, dice al hombre: «Extiende la mano». El la extendió y quedó restablecida su mano.

 

                                                       (Mc 3,15; cfr. Lc 6,10)

 

1. Amar es un riesgo. Es el mismo riesgo que asumió Jesús, quien amó hasta dar la vida, dándose él mismo según los designios del Padre. De este modo, asumió nuestra vida como propia y corrió nuestra misma suerte. Y aunque muchos interpretaron mal su amor, porque "no creyeron en él" (Jn 12,37), Jesús siguió mirando con el miso amor y con una gran pena en su corazón: "vino a los suyos y los suyos no le recibieron" (Jn 1,11). Le llamaron samaritano, endemoniado, amigo de publicanos y de pecadores... El les siguió amando mucho más.

 

2. Los sábados, día de fiesta, tenía Jesús la costumbre de visitar a los enfermos (cfr. Mc 6,5). Por esto no tenía reparo en curarlos, si ello convenía para su bien. A los puritanos les parecía una ofensa a Dios, por el hecho de quebrantar la ley del descanso. Pero Jesús había venido para "pasar haciendo el bien" (Act 10,38). Esta actitud bondadosa no necesita descanso. La dureza del corazón, que se cierra al amor, entristeció a Jesús. El seguirá su camino mirando a todos con amor para salvarlos a todos. Su amor será crucificado, para expresarse mejor en el dolor de la donación.


11. Mirada de gratitud

 

      Ordenó a la gente reclinarse sobre la hierba; tomó luego los cinco panes y los dos peces, y levantando los ojos al cielo, pronunció la bendición y, partiendo los panes, se los dio a los discípulos y los discípulos a la gente.

 

                              (Mt 14,19; cfr. Mc 6,41; Lc 9,16; Jn 6,11; 17,1)

 

1. Quien sabe mirar amando a los hermanos, porque sabe también mirar amando al corazón de Dios, de donde viene el amor. Jesús dio de comer milagrosamente a la muchedumbre, pero primero dio gracias al Padre, para hacerse luego pan partido para todos. Es la mirada "eucarística" de Jesús, es decir, de acción de gracias, porque todo viene de Dios para volver a Dios por un camino de caridad. Todo es gracia. Su mirada amorosa al Padre en el Espíritu, se convierte en amor de donación y en "torrentes de agua viva" para toda la humanidad (Jn 7,38). La oración de Jesús es siempre una "mirada" al Padre (Jn 17,1).

 

2. Jesús daba siempre gracias al Padre por todo: "se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo, y dijo: «te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito»" (Lc 10,21). Esta oración constituía su "gozo en el Espíritu", gozo desinteresado y de donación verdadera. Nosotros solemos dar gracias (si nos acordamos) por los dones pasajeros. Jesús daba gracias por todo, pero especialmente por el don de conocer al Padre y de amarle en el Espíritu. Los dones de esta tierra son dones pasajeros, como una rosa que se marchita. Jesús nos enseña a levantar los ojos al Padre: el amor que Dios pone en sus dones no se marchita nunca. La mirada de acción de gracias de Jesús al Padre, se hace nuestra propia mirada por la eucaristía de todos los días: "sí, Padre".


12. Mirada de perdón

 

      El Señor se volvió y miró a Pedro, y recordó Pedro las palabras del Señor, cuando le dijo: «Antes que cante hoy el gallo, me habrás negado tres veces». Y, saliendo fuera, rompió a llorar amargamente.

 

                                                  (Lc 22,61-62; cfr. Mc 14,72)

 

1. Aquella mirada fue, para Pedro, una sorpresa inesperada. Es que Jesús no falta nunca a la cita cuando se trata de perdonar y curar. La negación había sido anunciada y también la conversión (Lc 22,32). La experiencia de la mirada amorosa de Jesús, en aquella noche de pasión, dejó en Pedro una experiencia imborrable: "comenzó a llorar" (Mc 14,72). En el inicio de su seguimiento, Pedro había ya experimentado una mirada de amor (Jn 1,42); pero ahora era de mayor misericordia. Esta experiencia será una garantía para aprender a mirar a los demás del mismo modo. En los ojos y en el rostro de Pedro quedó impreso el modo de mirar del Buen Pastor (cfr. 1Pe 5,1-5).

 

2. El perdón de Jesús es único. Sólo él sabe perdonar así, sin humillar ni utilizar, sin hacer pesar el fardo de los propios pecados. Mira hasta el fondo del corazón, para recordar otras miradas y otros dones. Y al hacer despertar el amor y la confianza, las faltas presentes quedan anuladas. Es perdón de gratuidad, porque él es así: nos ama porque es bueno, no porque nosotros somos buenos. Pero exige reconocer la propia falta ante esa mirada amorosa que perdona y restaura plenamente. La vergüenza de haberle amado poco, recupera el tono del "primer amor" (Apoc 2,4).


13. Rostro ultrajado

 

      Entonces se pusieron a escupirle en la cara y a abofetearle; y otros a golpearle, diciendo: «adivínanos, Cristo. ¿Quién es el que te ha pegado?»

 

                     (Mt 26,67-68; cfr. Mt 27,30; Mc 14,65; Lc 22,64; Jn 19,3)

 

1. En el rostro de Jesús se complace el Padre como en su reflejo personal. Este mismo rostro es el que fue golpeado, ultrajado y cubierto de salivazos. Jesús seguía mirando con el mismo amor de antes. La noche en el calabozo (Mt 26,67-68) y la coronación de espinas (Mt 27,27-31) fueron testigos del rostro misericordioso y compasivo de Jesús. Las burlas y los salivazos no lograron apagar el brillo de su mirada. Entonces no hubo testigos, pero hoy es posible conectar con aquella misma mirada que traspasa la historia y llega al fondo del corazón.

 

2. Esbirros y soldados no fueron más que instrumentos providenciales para una nueva "transfiguración" de Jesús. No hay nadie que, si es auténtico, se resista al silencio impresionante del Señor. Siendo la Palabra personal del Padre, habla por medio de sus gestos y de su silencio de enamorado. A los santos, como Santa Teresa, que se sentían grandes pecadores, les atraían esos momentos oscuros y solitarios de la pasión, donde sólo se puede penetrar, "a solas", con el corazón en la mano. Esa amistad sincera se estila poco, pero todavía se da.


14. Mirada a su Madre y nuestra

 

      Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego dice al discípulo: «Ahí tienes a tu madre». Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa.

 

                                                                 (Jn 19,26-27)

 

1. Fue la mirada más tierna de Jesús: a su Madre y a su discípulo amado. Nosotros estábamos allí bien representados. Desde niño, Jesús aprendió a mirar como María y José. Su mirada reflejaba la de su Madre. Es la mirada de misericordia que Jesús mismo describió en el rostro del padre del hijo pródigo, unida a una emoción de ternura materna (cfr. Lc 15,20). En María, Jesús depositó su mirada para que ella viera en nosotros un Jesús viviente por hacer. Todas las miradas de Jesús las podemos encontrar de nuevo en las pupilas de María, porque ella es "la memoria" de la Iglesia (cfr. Lc 2,19.51).

 

2. La mirada de Jesús a Juan, el discípulo amado, refleja un amor eterno: "como mi Padre me amó, así os he amado yo" (Jn 15,9). Es como un resumen de su vida: "habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, les amó hasta el extremo" (Jn 13,1). Juan se sintió interpelado por la mirada amorosa de Jesús y buscó compartirla con María su Madre en la fe: "la recibió en su casa", es decir, en comunión de vida. La mirada de Jesús conduce a María: "he aquí a tu Madre". La mirada de María lleva a Jesús: "haced lo que él os diga" (Jn 2,5). En esas miradas que se cruzan, encontramos la eterna mirada del Padre en el amor del Espíritu Santo. Son siempre miradas nuevas por descubrir y vivir.


3. Rostro glorioso

 

      Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos  como la luz.

 

                                               (Mt 17,2; cfr. Mc 9,2; Lc 9,29)

 

1. Lo extraño, humanamente hablando, es que el rostro de Jesús no apareciera glorioso también en Belén, en Nazaret y en el Calvario. Su mirada comunica honduras de un amor eterno; pero prefiere mirarnos con un rostro como el nuestro, curtido por el sol de los días ordinarios. Ahí, en este rostro, se reflejan el Padre y el Espíritu, pero también una humanidad doliente y una familia de hermanos que ocupan su corazón. En sus ojos y en su rostro se descubre un amor que no tiene fronteras. Cuando resucite, su rostro será más glorioso, para siempre, pero sin perder el eco de tantos rostros de hermanos suyos de todos los tiempos.

 

2. Al aparecer resucitado, Jesús manifestó, con su rostro glorioso, la comunicación de una vida nueva, para que nosotros fuéramos expresión suya: "Jesús sopló sobre ellos... y dijo: «recibid el Espíritu Santo»" (Jn 20,22). Así había hecho Dios al crear el primer hombre: con su beso le infundió su mismo Espíritu y su misma fisonomía (cfr. Gen 2,7). Jesús, con su mirada gloriosa de Hijo de Dios, nos comunica el "agua viva", la "vida nueva", el "nuevo nacimiento por el agua y el Espíritu" (Jn 3,5). Somos hijos en el Hijo, somos su prolongación en el tiempo, para que todos los hermanos descubran, en nuestro rostro, las huellas de la mirada de Jesús. Esta es la misión que nos encarga para nuestra tiempo y para nuestras circunstancias.


                            Síntesis para compartir

 

* La mirada de Jesús se dirige a todos y a cada uno:

      - a sus amigos y discípulos,

      - a los alejados y pecadores,

      - a los enfermos y a los que sufren,

      - a su Madre y al discípulo amado.

 

* Las características de su mirada son:

      - una llamada amorosa,

      - un examen sobre el fondo del corazón,

      - una exigencia de respuesta,

      - una sintonía de compasión,

      - una oferta de perdón,

      - una propuesta de amistad y donación mutua.

 

* Su mirada es actual, en el aquí y ahora de nuestra vida:

      - en la eucaristía y en su evangelio,

      - en los signos sacramentales,

      - en nuestro Nazaret, Tabor y Calvario,

      - en el hermano necesitado,

      - comunicándonos su Espíritu,

      - haciéndonos reflejo de su mirada para mirar como él.

 

* ¿Cuál es mi experiencia personal de esta mirada? ¿Qué puedo compartir con los demás? ¿Qué huellas de esta mirada descubro en la vida de los hermanos? ¿Cómo ser trasunto de su mirada hacia todos los hermanos?

 

                                      II

 

                      EL EVANGELIO REFLEJADO EN SUS PIES


                                 Presentación

 

      A todos nos gustaría tener la experiencia de haber oído los pasos de Jesús caminando junto a nosotros y dejando sus huellas en nuestro caminar. No obstante, el pasar del tiempo, ello es hoy todavía posible, aunque de modo más sencillo y profundo, es decir, por la fe, que es un don suyo y que deja la convicción inquebrantable de que él nos acompaña. El secreto para tener esta experiencia consiste en descubrir a Jesús esperándonos y amándonos en nuestra misma realidad, tal como es.

 

      Se puede decir que las huellas de los pies de Jesús resucitado llegan a toda la historia y a la vida de cada persona en particular, porque "esa virtud (o fuerza) alcanza, por su presencia, a todos los tiempos y lugares" (Santo Tomás). Aquel caminar suyo de hace veinte siglos, sucede hoy de una manera real, tan nueva como profunda.

 

      Podemos descubrir en nuestra vida los pies del Buen Pastor, que buscan, esperan, acompañan... Podemos lavar sus pies cansados del camino, porque no se quedaron clavados en la cruz ni yertos en el sepulcro, sino que han quedado gloriosos entre nosotros, como todo su cuerpo, con las llagas de la pasión.

 

      No es atrevimiento nuestro desear este encuentro de su caminar con el nuestro, sino que él mismo nos ha despertado el deseo con su invitación formal, personal y comunitaria: "él les dijo: «mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo; palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo». Y, diciendo esto, los mostró las manos y los pies" (Lc 24,39-40). "Luego dice a Tomás: «acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente». Tomás le contestó: «Señor mío y Dios mío». Dícele Jesús: «porque me has visto has creído; dichosos los que no han visto y han creído»" (Jn 20,27-29).


16. Pies de niño.

 

      María dio a luz a su hijo primogénito, le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en el alojamiento... El ángel dijo a los pastores: «No temáis, pues os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor; y esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre».

 

                                                     (Lc 2,7-12; cfr. Mt 2,11)

 

1. Envueltos en pañales, los pies de Jesús eran los de un niño indefenso, pobre y débil, como "niño de la calle". Así lo pudieron encontrar los pastores y los magos, la gente sencilla y de buena voluntad. Es él quien se hace encontradizo, haciéndose pequeño y cercano. No tiene nada, para indicar que se da él mismo. Los pastores se acercaron tal como eran. Los pies de un niño acostado en un pesebre no espantan a nadie. El amor le ha hecho pobre, para encontrarse con los pobres. Es pan partido sólo para los que se hacen conscientes de su propia pobreza y tienen hambre de él.

 

2. María lavó, besó y fajó aquellos pies de miniatura, que han sido objeto del arte de todos los tiempos. El creador se asentó en nuestro suelo, para "habitar entre nosotros" (Jn 1,14). Sus pies son como los nuestros: buscan, acompañan, se cansan... Pero antes aprendieron a andar, con zozobras, tropiezos y caídas. María y José enseñaron a Jesús a caminar hacia la Pascua (Lc 2,41). Creció aprendiendo a caminar hacia la casa de su Padre, que también es el nuestro. Aquellos pies corretearon por Nazaret, sembrando paz y serenidad; construyeron el calor de un hogar, contagiando seguridad y esperanza. Caminaron y siguen caminando por nosotros y con nosotros.


17. Hacia el desierto

 

      Jesús, lleno de Espíritu Santo, se volvió del Jordán, y fue conducido por el Espíritu hacia el desierto.

 

                                                         (Lc 4,1; cfr. Mt 4,1)

 

1. Jesús acababa de "bautizarse" con el bautismo de "penitencia", en nombre nuestro. Su camino evangelizador empezó así, cargando con nuestra historia y con nuestros pecados, como parte de su misma historia. El camino que se le ofrecía era largo y lleno de sorpresas. Por esto prefirió caminar primero hacia el desierto, guiado por el Espíritu de amor, para hablar al Padre acerca de nosotros, antes de hablarnos a nosotros acerca del Padre. Jesús entró en el desierto pensando en nosotros y amándonos. Su caminar sería silencioso, como dejando sus huellas impresas en nuestro desierto. Es urgente descubrirlas antes de que se las lleve el viento.

 

2. Cuarenta días estuvo Jesús en aquel desierto. Sus pies, entre piedras y arena, eran portadores de sus afanes por redimir la humanidad. La prisa del amor se traducía en entrega de oración filial y de donación sacrificial. La capacidad de insertarse en el diálogo con el Padre, se traducirá en capacidad de cercanía a nuestros problemas. Son los mismos pies de Belén, de Nazaret, del desierto y de la cruz. El caminar de Jesús tiene la lógica del amor. Nos busca y nos espera así. Son pura capacidad de encuentro con quienes le dejan entrar.


18. De camino para predicar

 

      Iba por ciudades y pueblos, proclamando y anunciando la Buena Nueva del Reino de Dios; le acompañaban los Doce, y algunas mujeres... que les servían con sus bienes.

 

                                                                    (Lc 8,1-3)

 

1. Son muchas las veces que el evangelio describe a Jesús de camino para ir sembrando la semilla de su mensaje (Lc 8,1; 4,43-44; Mt 4,23; Mc 1,14). Su vida se puede resumir así: "Jesús hizo y enseñó desde un principio" (Act 1,1); "pasó haciendo el bien" (Act 10,38). Se acercaba a todos. Llegaba a los pueblos más lejanos, olvidados y marginados. Sus pies se movían para anunciar en todas partes la paz, la "buena nueva". Pasaba "curando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo" (Mt 4,23). No se trataba de moverse por moverse, sino de dedicar toda su existencia para acercarse, convivir y salvar a todos.

 

2. El caminar de Jesús por Palestina tenía siempre como meta la Pascua. Por esto se dirigía finalmente hacia Jerusalén, para dar su vida en sacrificio. Por donde pasaba, dejaba destellos de luz y de verdad, porque él es "la luz del mundo" (Jn 8,12). Se identificó con nuestros caminos, porque él mismo es "el camino" (Jn 14,6). Se prestaba al encuentro cuando se le buscaba de verdad. Pero su corazón le empujaba siempre a "otras ciudades" y a "otras ovejas", también a aquellas que ya no sabían buscar la verdad y el bien. Quien es "pan para la vida del mundo" (Jn 6,51), tiene que recorrer todos los caminos del mundo, para llegar a todos los corazones. Su camino todavía continúa hoy.


19. De paso

 

      Al día siguiente, Juan se encontraba de nuevo allí con dos de sus discípulos. Fijándose en Jesús que pasaba, dice: «He ahí el Cordero de Dios». Los dos discípulos le oyeron hablar así y siguieron a Jesús.

 

                                                    (Jn 1,35-37; cfr. Mt 4,18)

 

1. Da la sensación de que Jesús no quiere molestar. Da a entender su presencia, pero sólo lo suficiente para que el quiera le encuentre y le siga. Quiere personas libres. Pasa ante a unos eventuales discípulos (Jn 1,36), junto al despacho de un cobrador de contribuciones (Mc 2,14), cerca de la casa de Zaqueo (Lc 19,1), junto a unos ciegos de Jericó (Mt 20,30)... En el fondo, es él quien tiene la iniciativa; por esto se deja entender por algún signo o por algún testigo y amigo. Y cuando las personas han dado un primer paso, tal vez indeciso y tembloroso, él estrecha la mano para que se haga realidad el encuentro. Al fin y al cabo, él es el más interesado; por esto pasa muy cerca...

 

2. El paso de Jesús es siempre sorpresa. A él le gusta ser así porque no espera nuestros méritos y derechos, sino que los trasciende. Pasa para hacer el bien, aunque éste no se merezca. No es indiferente a nuestras preocupaciones. Busca y espera una actitud de apertura, de autenticidad y de coherencia. Su paso es ya un examen, como preguntando si de verdad le buscamos a él o a sus dones. Sus pies, como los nuestros, nos indican que es posible seguirle poniendo nuestros pies en sus pisadas. Las huellas del paso de Jesús todavía no se han borrado.


20. Esperando

 

      Jesús, como se había fatigado del camino, estaba sentado junto al pozo. Era alrededor de la hora sexta. Llega una mujer de Samaria a sacar agua. Jesús le dice: «Dame de beber».

 

                                                                    (Jn 4,6-7)

 

1. Jesús, cansado de un largo camino, se sentó sobre el brocal del pozo, esperando a la mujer samaritana. Su preocupación no estaba en el cansancio, sino más bien en aquella oveja perdida que tenía que encontrar a toda costa. No se imaginaba aquella pobre mujer la bondad y humildad de Jesús, el Mesías, cansando y sediento. Unos pies cansados y polvorientos de tanto buscar, no espantan a nadie. La voz y la mirada de Jesús, pidiendo humildemente de beber, llegan al corazón. Es que su sed y su cansancio son los nuestros, de tanto buscar sin encontrar.

 

2. Si Jesús no se escandalizó de los repetidos divorcios o separaciones de aquella mujer, es que vio alguna puerta abierta para el perdón. El fardo de unos pecados pesa mucho, pero se aligera dejándolo todo a sus pies cansados de Buen Pastor. Para eso ha venido él. Otros discutirán sobre lugares y tiempos para expresar su religiosidad. Jesús salva ayudando a dejar de lado las tonterías, para orar "en espíritu y en verdad" (Jn 6,23). Si llegamos a reconocer nuestra pobreza y a tener sed de verdad y de amor, las cuentas quedas saldadas sin déficit. Para eso viene Jesús a nuestros pozo de Sicar.


21. Llorar a sus pies

 

      Había en la ciudad una mujer pecadora pública, quien al saber que estaba comiendo en casa del fariseo, llevó un frasco de alabastro de perfume, y poniéndose detrás, a los pies de él, comenzó a llorar, y con sus lágrimas le mojaba los pies y con los cabellos de su cabeza se los secaba; besaba sus pies y los ungía con el perfume... Jesús dijo: «te digo que quedan perdonados sus muchos pecados, porque ha mostrado mucho amor».

 

                                                       (Lc 7,37-47) Lucas 7:47

 

1. Nosotros clasificamos y encasillamos a los demás para sentirnos dispensados del amor y del respeto a la persona. A los pies de Jesús, el Buen Pastor, pueden llegar todos sin distinción y sin sentirse clasificados en un escalafón artificial: la samaritana, la Magdalena, María de Betania, los aquejados de cualquier dolencia y miseria... Si sus pies habían entrado en la casa de un fariseo, como habían entrado también en la casa de un publicano, bien podían recibir las lágrimas de arrepentimiento de una pecadora pública. Al fin y al cabo, son los pies del Buen Pastor, que no se cansan de caminar por la historia, hasta que encuentra al hermano o hermana que se perdió. Cada uno, aunque sea un estropajo, es parte de su misma historia; ese estropajo le pertenece.

 

2. Jesús es sensible a nuestros detalles. La pecadora lloró a sus pies, los secó con sus cabellos, los besó y los ungió con ungüento perfumado. El amor vive de detalles: recuerdos, saludos, servicios, entrega. Para saber si uno "ama mucho" a Cristo, basta con saber si tiene tiempo o si toma el tiempo par estar con él. Los pecados desaparecen aceptando la mirada amorosa de Jesús. Sus pies siguen esperando, en cualquier parte donde nos encontremos, pero especialmente en los signos pobres de su palabra evangélica y en su eucaristía. Los sagrarios hablan de amistades y de olvidos. Jesús perdona y ama a todos. Todos le podemos amar mucho, porque a todos nos ha perdonado y nos sigue perdonando mucho.


22. Buscando la oveja perdida

 

      ¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas, si pierde una de ellas, no deja las 99 en el desierto, y va a buscar la que se perdió hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra, la pone contento sobre sus hombros; y llegando a casa, convoca a los amigos y vecinos, y les dice: «Alegraos conmigo, porque he hallado la oveja que se me había perdido».

 

                                         (Lc 15,4-6; cfr. Mt 18,12; Jn 10,3-4)

 

1. Desde la encarnación en el seno de María, Jesús está unido a cada ser humano para hacerlo hijo de Dios por participación en su misma filiación divina. Por esto, los pies de Jesús siguen buscando incesantemente. Una sola persona, para él, es irrepetible, como una parte de su corazón. Lo criticaron porque iba a buscar a los pecadores (Lc 15,1). Pero él "ha venido para busca y salvar lo que estaba perdido" (Lc 19,10). Donde Jesús no puede entrar, a pesar de su ardiente deseo, es en un corazón que se cree santo y sano. Pero él sigue buscando a la oveja perdida, "hasta que la encuentra". Esta búsqueda, como su "agonía", seguirá mientras dure la historia humana.

 

2. La parábola de la oveja perdida la elaboró y contó el mismo Jesús, para indicarnos el amor a "los más pequeños" (Mt 18,12-14). Como analogía, se sirvió de la figura del Buen Pastor, que conoce amando, guía a buenos pastos, defiende y da la vida (Jn 10,3ss). Lo importante es que él se describe a sí mismo así. Cada detalle es una pincelada de su fisonomía, un latido de su corazón por cada una de "sus" ovejas: "tengo otras ovejas y conviene que yo las traiga a mí" (Jn 10,16). Todas sus palabras son recién salidas de su corazón. Busca siempre y espera, oteando el horizonte, se acerca con sus pies ya cansados a la oveja perdida, la toma cariñosamente con sus manos, la coloca sobre sus espaldas junto a su corazón. Y la fiesta que organiza, ya ha empezado, pero sólo será plena y definitiva en el más allá.


23. Los pies del buen samaritano

 

      Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de salteadores, que, después de despojarle y golpearle, se fueron dejándole medio muerto... Un samaritano que iba de camino llegó junto a él, y al verle tuvo compasión; y, acercándose, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; y montándole sobre su propia cabalgadura, le  llevó a una posada y cuidó de él. Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y dijo: «Cuida de él y, si gastas algo más, te lo pagaré cuando vuelva».

 

                                                                 (Lc 10,30-35)

 

1. Jesús se describió a sí mismo, como yendo "de camino", movido a "compasión" por todos. Las prisas no cuentan cuando se ama de verdad. El amor sabe encontrar y tomar su tiempo. Y tampoco cuentan los gastos que hay que hacer. No se da lo que sobra, sino que se comparte todo lo que uno tiene. La descripción de la parábola es detallada, porque es el modo peculiar de amar que tiene Jesús: venda las heridas y paga el hospedaje. Aquellas vendas y aquel ungüento son sus dones: los dones del Espíritu Santo, comunicados por medio de los sacramentos. El hospedaje es su mismo corazón presente en la eucaristía. El hace ademán de irse; pero es siempre el "voy y vuelvo" (Jn 14,28). Nos deja caminar solos, pero se queda a nuestro lado invisible, esperando otra ocasión de hacernos el bien.

 

2. Se describe a sí mismo para programarnos nuestra vida. Nosotros somos, ante él, como el hombre a quien despojaron y malhirieron los bandoleros. Pero con él somos también nosotros el buen samaritano, porque él se prolonga en nosotros: "haz tú lo mismo" (Lc 10,37). El haber experimentado la misericordia de Jesús, que va de camino, es una invitación a hacer con otros lo que Cristo ha hecho con nosotros: "como yo he tenido compasión de ti" (Mt 18,33); "amaos como yo os he amado" (Jn 13,34). Al sintonizar con las necesidades de los demás, descubriremos la cercanía del mismo Jesús, que sigue caminando junto a nosotros.


24. Sentarse junto a sus pies

 

      Yendo de camino, entró en un pueblo; y una mujer, llamada Marta, le recibió en su casa. Tenía ella una hermana llamada María, que, sentada a los pies del Señor, escuchaba su Palabra, mientras Marta estaba atareada en muchos quehaceres. Acercándose, pues, dijo: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en el trabajo? Dile, pues, que me ayude». Le respondió el Señor: «Marta, Marta, te preocupas y te agitas por muchas cosas; y hay necesidad de una sola. María ha elegido la parte buena, que no le será quitada».

                                                                (Lc 10, 38-42)

 

1. Jesús pasaba con frecuencia por la casa de sus amigos de Betania: Lázaro, Marta y María. Era casi siempre yendo o viniendo de Jerusalén para celebrar la Pascua. Era muy buena la hospitalidad de esa familia, porque cada uno le recibía a su modo, para servirle compartiendo todo según las propias cualidades. Ninguno era más ni menos que el otro. María prefería estar sentada a los pies de Jesús para aprender a vivir su mensaje en un proceso de conversión y apertura al amor. De ahí sería fácil pasar al servicio y amor de los hermanos. Era un estar con humildad, tal vez apenada por su poco amor del pasado, sedienta de verdad, sedienta de Jesús. Esos pies del Maestro bueno reservan un lugar para cada uno.

 

2. Los pies de Jesús estaban también espiritualmente en la cocina, "entre los pucheros", como diría Santa Teresa. Pero la envidia cegó el corazón de Marta. Más tarde ya habrá cambiado, cuando la vemos sirviendo a Jesús sin envidias solapadas (Jn 12,2). Marta misma había sido una ayuda para su hermana María, cuando la muerte de Lázaro: "el Maestro está aquí y te llama" (Jn 11,28). María aprendió a escuchar a Jesús, postrada a sus pies, también en los momentos de dolor y de ausencia sensible: "cuando María llegó donde estaba Jesús, al verle, cayó a sus pies y le dijo: «Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto»" (Jn 11,32). Hay que aprender, como la Virgen Santísima, a "meditar en el corazón" las palabras de Jesús, también cuando parecen un misterio insondable (Lc 2,19.51).


25. Pies ungidos

 

      Le dieron allí una cena. Marta servía y Lázaro era uno de los que estaban con él a la mesa. Entonces María, tomando una libra de perfume de nardo puro, muy caro, ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos. Y la casa se llenó del olor del perfume... «Déjala, que lo guarde para el día de mi sepultura. Porque tendréis siempre pobres con vosotros; pero a mí no siempre me tendréis».

 

                                                   (Jn 12,2-3.7; cfr. Lc 7,38)

 

1. Aquellos pies ya los habían ungido la mujer pecadora (Lc 7,38). Ahora quien los unge es María de Betania, la que había aprendido a escuchar a Jesús también sentada a sus pies (Lc 10,39). La unción que describe el discípulo amado fue un derroche de "nardo precioso". El amor es así, y sólo parece excesivo a quien no entiende de amor. María quiso agradecer las visitas de Jesús y su perdón, ofreciéndole lo mejor, es decir, aquello que había ocupado hasta entonces su corazón. Con el ungüento, ofreció su corazón indiviso, ya libre para poder amar del todo y para siempre.

 

2. Jesús es siempre muy agradecido. Sus pies cansados necesitaban este alivio. Hubiera sido lo mismo lavárselos con agua de la fuente; pero ese ungüento tenía mucho significado, porque, sin saberlo, era el símbolo de un corazón que quería compartir la soledad de su sepulcro. El amor sincero intuye, es humildemente profético, marca una pauta para todos los  seguidores de Jesús. Cada uno encuentra los detalles apropiados para obsequiar al Señor que viene de camino. Sólo entonces se le sabe encontrar en los hermanos más pobres.


26. Los enfermos a sus pies

 

      Y se le acercó mucha gente trayendo consigo cojos, lisiados, ciegos, mudos y otros muchos; los pusieron a sus pies, y él los curó.

 

                                                      (Mt 15,30; cfr. Mc 3,10)

 

1. Los pies de Jesús sabían mucho de caminos, de muchedumbres hambrientas, de hogares necesitados y de personas sumergidas en el dolor. Su caminar era al unísono con el latir de su corazón: "tengo compasión" (Mt 15,32). Eran muchos los que querían acercarse y tocarle. Llevados por la confianza que inspiraban su mirada y sus palabras, le pusieron los enfermos a sus pies. Y Jesús les curó a todos. Era él quien, desde siempre, vivía en sintonía con su dolor. Más allá de la curación física, les comunicó la paz y el perdón (cfr. Mt 9,2). En realidad, cada persona que sufre es biografía de Jesús, es él mismo: "estuve enfermo y me vinisteis a ver" (Mt 25,36).

 

2. Nos dice el evangelio que "curó a todos" (Mt 4,24). Pero allí no estaban todos los que Jesús ya tenía en su corazón. La curación más profunda que comunica Jesús es la de asumir el dolor amando, siguiendo la voluntad del Padre, sintiéndose acompañado por Jesús y queriendo compartir y "completar" su misma pasión (cfr. Col 1,24). Esa curación trasciende la historia y prepara todo el ser para participar en la muerte y resurrección de Jesús. La paz que deja en el corazón vale más que la salud corporal. Y esa "curación" es la que construye la paz en la humanidad entera. Pero esa lógica evangélica sólo se aprende a los pies de Jesús; sólo él la puede enseñar, de corazón a corazón.


27. Buscando un fruto que no existe

 

      Al día siguiente, saliendo ellos de Betania, sintió hambre. Y viendo de lejos una higuera con hojas, fue a ver si encontraba algo en ella; acercándose a ella, no encontró  más que hojas; es que no era tiempo de higos. Entonces le dijo: «¡Que nunca jamás coma nadie fruto de ti!» Y sus discípulos oían esto.

 

                                                 (Mc 11,12-14; cfr. Lc 13,6-9)

 

1. El caminar de Jesús indica siempre cercanía a nuestra realidad concreta. Nos ama y nos examina de amor. Siembra buena semilla y espera el fruto de nuestra entrega. Su enseñanza es también por medio de signos y símbolos, como hablándonos por medio de los acontecimientos cotidianos. En su camino hacia Jerusalén, tenía hambre y se acercó a una higuera para pedir su fruto, no encontrando más que hojas de adorno. Y con un gesto suyo, secó a la higuera. El amor es exigente y sólo quien ama de verdad, puede hablar así. Si uno se cerrara definitivamente al amor de Cristo que pasa, transformaría su corazón en un absurdo, tal vez para siempre. Ese absurdo se lo va construyendo el mismo hombre, no Jesús (Mt 25,41).

 

2. Mientras queda un segundo de vida, ese momento le pertenece a Cristo. Siempre es posible abrirse a su venida. Basta con reconocer la propia pobreza, como el publicano y el hijo pródigo. La misericordia de Jesús no se resiste a la oración: "el que amas está enfermo" (Jn 11,3); "si quieres, puedes curarme" (Lc 5,12). Jesús contó la parábola de la higuera estéril (Lc 13,6-9); ante el riesgo y amenaza de cortarla, él mismo (el viñador) se ofrece a cuidarla mejor, para que dé fruto a su tiempo. Se ha convertido en nuestro consorte, responsable y protagonista.


28. Se fue

 

      Oyendo estas cosas, todos los de la sinagoga se llenaron de ira; y, levantándose, le arrojaron fuera de la ciudad, y le llevaron a una altura escarpada del monte sobre el cual estaba edificada su ciudad, para despeñarle. Pero él, pasando por medio de ellos, se marchó.

 

                               (Lc 4,28-30; cfr. Jn 6,15; 10,39; 11,54; 12,36)

 

1. Aquellos pies que, durante casi treinta años, anduvieron amigablemente por las calles de Nazaret, se alejaron un día para no volver más. Sería un desgajarse de algo muy querido, lleno de recuerdos compartidos con María y José. Jesús seguirá amando a los nazaretanos como antes, hasta dar la vida por ellos. Otras veces hizo Jesús un gesto semejante: cuando se marchó para que no le confundieran con el leader de un partido (Jn 6,15), cuando se refugió en Efrem porque habían decidido su muerte (Jn 11,54) y en otras ocasiones parecidas (Jn 10,39; 12,36). Se va de la vista, pero se queda invisiblemente con quienes siguen siendo parte de su misma biografía.

 

2. Parece inconcebible que tenga que marcharse, como si su caminar fuera un ensayo constante, llamando a la puerta del corazón. Si su caminar hacia nosotros es porque nos ama hasta dar la vida, ¿cómo es posible el rechazo de un amor tan grande? Las huellas de su caminar han quedado impresas en el nuestro. El rechazo sólo es posible cuando el corazón se ha cerrado en su propio interés egoísta: "amaron más la gloria de los hombres que la gloria de Dios" (Jn 12,43). Se fue de su Nazaret, de su Cafarnaún, de su Jerusalén, en busca de corazones capaces de amar.


29. Peregrino y sin hogar

 

      «Tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a verme... En verdad os digo que cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis».

 

                                                                 (Mt 25,35-40)

 

1. Jesús siempre encontró algún rincón pobre en que cobijarse. En Belén fue una gruta de pastores. En los días anteriores a la pasión fue la casa de sus amigos de Betania o el huerto de Getsemaní. Son siempre muchos los que le quieren de verdad y le ofrecen compartir todo lo que tienen, aunque sea lo poco de que disponen. A él le interesaba la amistad, no la casa material. En un viaje por Samaría no le quisieron hospedar (Lc 9,53). Pero él sabía comprender y esperar a otra ocasión; al fin y al cabo, ningún corazón puede ser feliz si no está él.

 

2. Lo que más le duele a Jesús es cuando cerramos la puerta a un hermano suyo y nuestro. Porque él se identifica con todo el que sufre y pasa necesidad: "a mí me lo hicisteis" (Mt 25,40). Le hospedamos o le cerramos la puerta cuando hacemos así con un hermano. Jesús pasa de camino, hambriento, sediento, peregrino, enfermo, en cualquier hermano que necesita de nosotros. Porque el hermano que pasa necesidad, ya sólo es hermano en Cristo, por encima de raza, lengua y nación. El mundo sería una familia si supiéramos ver a Jesús en todos. El encuentro definitivo con él se ensaya en la escucha, la amabilidad, la cooperación y la hospitalidad. Sus huellas se identifican con las de todo ser humano que pasa a nuestro lado.


30. De camino hacia la Pascua

 

      Iban de camino subiendo a Jerusalén, y Jesús marchaba delante de ellos; ellos estaban sorprendidos y los que le  seguían tenían miedo. Tomó otra vez a los Doce y comenzó a decirles lo que le iba a suceder: «Mirad que subimos a Jerusalén, y el Hijo del hombre será entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas; le  condenarán a muerte y le entregarán a los gentiles, y se burlarán de él, le escupirán, le azotarán y le matarán, y a los tres días resucitará».

 

                                   (Mc 10,32-34; cfr. Lc 9,51; 18,31; Mt 20,7)

 

1. Jesús orientó toda su vida hacia "su hora", es decir, hacia su muerte y resurrección. Era su "Pascua" o "paso hacia el Padre, con cada uno de nosotros, para salvarnos a todos. En este camino le acompañaban sus discípulos, algo rezagados, casi sin comprender nada. Jesús caminaba con la prisa de un enamorado que va a bodas. Ese paso apresurado sólo lo comprenden los que entiende de amor. No va a prisa para hacer algo ni para escapar, sino para ser donación. Por esto, sabe detenerse, sin prisas, para escuchar a un corazón que se siente pobre y necesitado. Quien camina aprisa hacia la donación, encuentra tiempo para todo y para todos.

 

2. Los pies de Jesús son pies de amigo, que acompañan y alegran nuestro caminar. Sabe buscar y esperar, pero, sobre todo, sabe compartir. A sus amigos les pidió seguirle dejándolo todo por él (Mt 4,19ss). Es que para caminar a su paso, es necesario liberarse de fardos inútiles. Su caminar de Pascua es como de quien va a bodas. Los "amigos del esposo" (Mt 9,15) tienen que aprender a caminar como él. Seguirle "de lejos" no lleva a buenos resultados (Mt 26,58). Es mejor decidirse a compartir su misma suerte: "vayamos y muramos con él" (Jn 11,16).


31. Pies crucificados

 

      El, cargando con su cruz, salió hacia el lugar llamado Calvario, que en hebreo se llama Gólgota, y allí le crucificaron y con él a otros dos, uno a cada lado, y Jesús en medio.

 

                                                                 (Jn 19,17-18)

 

1. La cruz la llevó él mismo. Sus pies no se detuvieron ante dolor. El camino sería arduo, como un resumen más de toda su vida. Fueron las últimas pisadas de su vida terrena, con el peso de todas nuestras vidas en la suya. Amó así, "hasta el extremo" (Jn 13,1). Alguien, el Cireneo, le ayudó con el madero o con el palo transversal de la cruz; pero el camino cuesta arriba lo tenía que pisar él, para abrir nuevos caminos. Eran pisadas ensangrentadas, polvorientas, temblorosas; pero decididas a llegar al momento culminante de su donación final. Esas huellas y pisadas han quedado grabadas en la historia, imborrables para siempre.

 

2. Sus pies, que habían camino por amor, quedaron clavados en el madero. Fue sólo por unas horas. Después, ya resucitado, quedaron definitivamente libres, para seguir caminando a nuestro lado. En ellos han quedado las llagas abiertas y gloriosas para siempre. Es la señal imborrable de un amor que no pasa. Aquellos pies los vieron y abrazaron su Madre, Juan, la Magdalena, las piadosas mujeres, José de Arimatea, Nicodemo... Pero nos esperan a todos. Crucifijos los han en todos los rincones de la tierra; allí esperan sus pies clavados y libres. Hay audiencia para todos, sin horarios y sin prisas. En sus pies ha quedado escrito todo el evangelio.


32. Pies gloriosos

 

      «Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo. Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo». Y, diciendo esto, los mostró las manos y los pies.

 

                                                                 (Lc 24,39-40)

 

1. Los pies gloriosos de Jesús los pidieron ver los apóstoles. Y los abrazaron la Magdalena y las piadosas mujeres (Jn 20,16; Mt 28,9). Son los mismos de Belén, de Nazaret, de los caminos polvorientos de Palestina y del Calvario. Pero ahora ya pueden acompañar simultáneamente a todos los caminantes de la tierra. Son pies que siguen caminando, abriendo caminos y sembrando esperanza. No hay nadie en el mundo que no tenga en su vida las huellas de Jesús resucitado. El problema consiste en enterarse y aceptar su compañía.

 

2. Cuando parece que se oye el ruido de sus pasos y se siente su cercanía, se acaban las tristezas anteriores. Pero esos favores no son mayor gracia que la vida de fe. Es verdad que Jesús deja sentir su presencia en momentos especiales. Siempre hay momentos en que podemos decir como Juan: "es el Señor" (Jn 21,7). Unos momentos antes, parecía ausente. Y unos momentos después, habrá que caminar de nuevo en fe oscura. El deja la convicción honda de que nos habla más al corazón y de que está más cercano, cuando nos parece que se fue. Si sus pies gloriosos siguen llagados, es que en ellos se está escribiendo nuestra propia vida al unísono con la suya. Jesús se hará presente de nuevo, en el momento en que volvamos a quedar desorientados y solos en el caminar de la vida. La sorpresa de esta experiencia es iniciativa suya.


33. En nuestro camino de Emaús

 

      Aquel mismo día iban dos de ellos a un pueblo llamado Emaús, que distaba sesenta estadios de Jerusalén, y conversaban entre sí sobre todo lo que había pasado. Y sucedió que, mientras ellos conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió con ellos.

 

                                                                 (Lc 24,13-15)

 

1. El Señor se acercó visiblemente, pero no descubrieron que era él. Estaba ya con ellos de modo invisible, porque si hablaban de él y tenían vivo su recuerdo, es que estaba él "en medio de ellos" (Mt 18,20). Ellos se fueron del Cenáculo, tal vez como escapando de una pesadilla: "algunas mujeres de las nuestras nos han sobresaltado,... fueron también algunos de los nuestros al sepulcro y lo hallaron tal como las mujeres habían dicho, pero a él no  le vieron" (Lc 24,22-24). Lo importante es que Jesús quería hacer sentir su presencia. Para ello era necesario que se lavaran los ojos echando fuera del corazón todos los estorbos. Las palabras de Jesús eran como el aceite del buen samaritano. Aunque hizo ademán de pasar adelante, se quedó porque le invitaron a quedarse.

 

2. Lo reconocieron al partir el pan; pero enseguida desapareció. En su nueva "ausencia" descubrieron que él está presente por un movimiento del corazón: "¿no estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino  y nos explicaba las Escrituras?" (Lc 24,32). Al Señor se le reencuentra cuando nos hacemos pan partido para los hermanos. Esta actitud de donación a los demás, deja una huella permanente de paz en el corazón. Es señal de su presencia. Los dos de Emaús se volvieron al Cenáculo. A Jesús sólo se le encuentra esperándonos en nuestra propia realidad. Cuando se huye de la realidad, es difícil encontrarle. Su misericordia deja siempre huellas que son otras tantas llamadas para encontrarle de nuevo, aquí y ahora.


                            Síntesis para compartir

 

* Los pies de Jesús crucificado y resucitado, presente en nuestra vida:

      - van de paso,

      - esperan pacientemente,

      - buscan con perseverancia,

      - acompañan amigablemente.

 

* Aprender a estar sentados a sus pies:

      - escuchando,

      - llorando,

      - deseando,

      - ofreciéndole lo mejor de nuestra vida,

      - sin prisas en el corazón.

 

* Pies llagados y glorificados:

      - nos pertenecen,

      - cargaron con el polvo de nuestro caminar,

      - quedaron llagados para siempre,

      - comparten con nosotros el camino de Pascua,

      - son pies de resucitado que contagian la paz.

 

* ¿En qué momentos de mi vida he sentido más cerca las pisadas de Jesús? ¿Podría compartir esta experiencia con otros y aceptar la suya con fe sencilla? ¿Cómo descubrir las huellas de Jesús en el camino de los hermanos que no le conocen?

 

                                      III

 

 

 

                      EL EVANGELIO REFLEJADO EN SUS MANOS

 

 


                                 Presentación.

 

      Las manos que Jesús mostró el día de su resurrección son expresión de todo el evangelio. En ellas quedaron grabadas para siempre las huellas de los clavos, pero también todos los gestos con que manifestaba su amor. Son manos que sanaron y, también hoy, continúan sanando, como siguen bendiciendo, acariciando, alentando, enseñando.

 

      Sus gestos eran sintonía de sus pies que buscaban, esperaban, acompañaban, porque el cuerpo entero de Jesús es armonía y sintonía con nosotros. En esos gestos se intuyen los latidos de su corazón. Ahí no hay magia, sino amor eterno y sintonía con nuestra historia. Si son capaces de calmar tempestades y de resucitar muertos, es porque todo su ser se hace "pan de vida" (Jn 6,48).

 

      Al partir el pan con sus manos (Mt 14,19), también ahora en su eucaristía, quiere indicar que se nos da él personalmente todo entero. Porque su "cuerpo" es él, en su expresión externa, así como su "sangre" es él mismo en su vida profunda donada por nosotros. De sus manos, crucificadas y gloriosas, y de su corazón, brota el agua viva de su Espíritu. Ellas son portadoras de su palabra de "espíritu y vida" (Jn 6,64). Si pongo mis manos vacías en las suyas, los hermanos verán sus manos en las mías. El creador quiere poner sus manos en las nuestras para una nueva creación.


34. Manos de trabajador

 

      ¿No es éste el hijo del carpintero? ¿No se llama su madre María, y sus parientes Santiago, José, Simón y Judas?

 

 

                                              (Mt 13,55; cfr. Mc 6,3; Jn 1,45)

 

1. Jesús creció en Nazaret, ayudando en los trabajos a San José. Le llamaban así: "el carpintero" (Mc 6,3) o también "el hijo del carpintero" (Mt 13,55). Para identificarlo bastaba con decir: "el hijo de José, de Nazaret" (Jn 1,45; 6,42; Lc 4,2). Ello era equivalente a decir que "su madre era María" (Mt 13,55). En el seno de la familia de Nazaret, Jesús "creció en edad, sabiduría y gracia, ante Dios y ante los hombres" (Lc 2,52; cfr. 2,40). En los gestos de sus manos podía adivinarse el trabajo y la convivencia de treinta años. Hoy sigue juntando sus manos con las nuestras.

 

2. A partir de las parábolas y analogías de Jesús, podemos descubrir que vivió, desde dentro, el trabajo de quien construye casas, puertas, yugos, y de quien siembra, siega, cuida viñedos y guarda ganados. Sus enseñanzas se presentaban siempre acompañadas de mil detalles de la vida de un trabajador. En sus manos se podían ver las señales del "faber" o del jornalero que se alquilaba para cualquier servicio. "Hizo y enseñó" (Act 1,1). Para él, no existían trabajos humillantes, porque lo que dignifica el trabajo es el amor de donación. Así demostró que "el primer fundamento del valor del trabajo es el hombre mismo como sujeto" (LE 6). Nuestras manos, puestas en las suyas, colaboran en la nueva creación. Los premios humanos sirven de poco. No existe otro premio mejor que el de su amor.


35. Manos que sanan

 

      En esto, un leproso se acercó y se postró ante él, diciendo: «Señor, si quieres puedes limpiarme». El extendió la mano, le tocó y dijo: «Quiero, queda limpio». Y al instante quedó limpio de su lepra.

 

                                       (Mt 8,2-3; cfr. Mt 1,41; Lc 4,40; 5,13)

 

1. Son las mismas manos que acarició y lavó María; las mismas que ayudaron en el trabajo duro de San José. Frecuentemente Jesús imponía las manos (Lc 4,40) o también ungía a los enfermos (Mc 6,13). Con ellas sanó a multitudes de ciegos, leprosos, paralíticos, sordomudos... Son las manos del Buen Pastor, que cargó sobre sus hombros a la oveja perdida (Lc 15,5). Son las mismas manos divinas que modelaron cariñosamente nuestro barro quebradizo, porque Dios es especialista en barro (Eccli 33,13; Rom 9,21). Y si la vasija se quiebra, él la sabe rehacer. Siempre deja entender que él puede hacer maravillas por medio de un instrumento débil y enfermizo.

 

2. Las muchedumbres de enfermos (Lc 4,40), el leproso (Mt 8,3), la suegra de Pedro (Mt 8,15), los ciegos (Mc 8,22-25; Jn 9,6), el sordomudo (Mc 7,33), la mujer encorvada (Lc 13,13) y tantos otros, recordarían aquellas manos que sanaban, daban nueva vida, devolvían la vista y el habla. Tal vez el recuerdo se esfumó cuando las vieron clavadas en el madero o cuando llegó una nueva enfermedad incurable, y no supieron dejarse sanar el corazón. Porque las manos de Jesús siempre sanan, o el corazón y o el cuerpo. La mejor curación es la de hacernos disponibles para compartir su misma suerte de peregrino hacia el Padre.


36. Manos que devuelven a la vida

 

      Cuando se acercaba a la puerta de la ciudad, sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda, a la que acompañaba mucha gente de la ciudad. Al verla el Señor, tuvo compasión de ella, y le dijo: «No llores». Y, acercándose, tocó el féretro. Los que lo llevaban se pararon, y él dijo: «Joven, a ti te digo: Levántate». El muerto se incorporó y se puso a hablar, y él se lo dio a su madre.

 

                                                    (Lc 7,12-15; cfr. Mc 5,41)

 

1. La fe cristiana se basa en la resurrección de Jesús. Nosotros, por la fe, ya le hemos encontrado resucitado y presente en nuestra vida. Nos ha dejado signos de esta presencia en momentos especiales. Todos recordamos alguna frase evangélica que nos cautivó, una llamada al corazón, un acontecimiento sencillo e inexplicable, una luz esperanzadora... Era él en persona, no una idea sobre él. Es que Jesús es capaz de reavivar lo que estaba adormecido o agonizando en nuestro corazón. Resucitó a la hija de Jairo, al hijo de la viuda de Naím y a Lázaro, para indicar que también es capaz de crear en nosotros "un corazón nuevo" (Ez 11,19).

 

2. Jesús, con su mano, tomó la mano de la niña difunta y le dirigió su palabra: "niña, levántate" (Mc 5,41). Y con la misma mano tocó el féretro del joven muerto, dirigiéndole un mandato apremiante: "joven, yo te lo digo, levántate" (Lc 7,14). El mismo, con sus manos y sus palabras, transmite el mensaje de "un nuevo nacimiento" (Jn 3,3). Cada una de sus palabras es un toque al corazón y una llamada por nuestro propio nombre, que sólo él conoce y sabe decir de verdad. Cuando uno se siente "tocado" por Jesús, ya no hace de él un simple recuerdo, sino "alguien" de quien no se puede prescindir: "mi vida en Cristo" (Fil 1,21).


37. Manos que fortalecen

 

      Bajó Pedro de la barca y se puso a caminar sobre las aguas, yendo hacia Jesús. Pero, viendo la violencia del viento, le entró miedo y, como comenzara a hundirse, gritó: «¡Señor, sálvame!». Al punto Jesús, tendiendo la mano, le agarró y le dice: «Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?». Subieron a la barca y amainó el viento.

 

                                                                 (Mt 14,29-32)

 

1. Pero se fió de sí mismo y, como consecuencia, comenzó a dudar de la presencia de Jesús. Todo se hunde bajo los pies cuando uno no piensa, siente y ama como Jesús. Pedro tenía experiencia de la pesca milagrosa y de la multiplicación de los panes. Ahí no habían valido las fuerzas y medios humanos, aunque Jesús quiso la colaboración y aportación de la propia realidad pobre. Pero el oleaje del mar y de la prueba hizo olvidar la lógica evangélica. Es la lógica que Jesús describiría para los suyos: "sin mí no podéis hacer nada" (Jn 15,5). Entonces, sabremos decir como Pablo: "todo lo puedo en aquel que me da la fuerza" (Fil 4,13); "porque cuando soy débil, entonces soy fuerte" (2Cor 12,10).

 

2. La bondad misericordiosa de Jesús no tiene límites. Sólo necesita que reconozcamos nuestra realidad limitada y que pongamos en él una ilimitada confianza. El Señor "extendió la mano" para salvar a Pedro. En la pasión, le miraría con amor para sacarle de otro atolladero peor (Lc 22,61). No hay que esperar a aprender esta lección a través de la experiencia del pecado, puesto que nos debería bastar la experiencia de la propia debilidad y el recuerdo de las faltas del pasado. De todos modos, lo que aparece con toda claridad es que Jesús nunca abandona a sus amigos.


38. Manos que calman la tempestad

 

      Mientras ellos navegaban, se durmió. Se abatió sobre el lago una borrasca; se inundaba la barca y estaban en peligro. Entonces, acercándose, le despertaron, diciendo: «¡Maestro, Maestro, que perecemos!». El, habiéndose despertado, increpó al viento y al oleaje, que amainaron, y sobrevino la bonanza.

 

                                                                  (Lc 8,23-24)

 

1. Con su palabra y con sus gestos, Jesús redujo a silencio una fuerte tempestad que parecía iba a hundir la barca. Los apóstoles tenían sus razones humanas para temer, porque Jesús dormía de verdad. Los gestos de Jesús ofreciendo un mensaje o una solución, siempre esperan nuestra colaboración confiada en él. Salva él, pero quiere tomar nuestras manos en la suyas. Cuando nuestra lógica está de parte de la lógica humana, sin atender a su lógica evangélica, entonces nos hace experimentar nuestra impotencia. La historia se repite cada día, con circunstancias nuevas. Jesús, protagonista de la historia, caminando con nosotros, examina nuestra fe, esperanza y caridad.

 

2. La iniciativa de ir hacia adelante es suya. Si nos quedáramos atrás, las tempestades serían mayores o incluso podrían convertirse en una derrota definitiva. Pero es él quien da la orden de "pasar a la otra orilla" (Mc 4,35). Es como cuando ordenó "echar de nuevo las redes", después de un fracaso (cfr. Lc 5,4). Quedarse en los propios esquemas significaría aniquilarse. Avanzar confiados en nosotros, equivaldría a un fracaso seguro. La solución la señala el mismo evangelio: "en tu nombre echaré las redes" (Lc 5,5). Cuando Jesús propone el seguimiento evangélico, con una lista de exigencias, él mismo nos indica la viabilidad: "por mi nombre" (Mt 19,29), es decir, confiados y apoyados en él.


39. Manos que bendicen y acarician

 

 

      Le presentaban unos niños para que los tocara; pero los discípulos les reñían. Mas Jesús, al ver esto, se enfadó y les dijo: «Dejad que los niños vengan a mí, no se lo impidáis, porque de los que son como éstos es el Reino de Dios. Yo os aseguro: el que no reciba el Reino de Dios como niño, no entrará en él». Y abrazaba a los niños, y los bendecía poniendo las manos sobre ellos.

 

                                    (Mc 10,13-16; cfr. Mt 19, 13-15; Lc 18,15)

 

1. Los débiles y los niños son siempre los predilectos del Señor. Era una escena singular aquella de ver a Jesús bendecir, acariciar y abrazar a los pequeños. Los mayores nos hemos fabricado enredos sofisticados y nos hemos construido autodefensas para sentirnos dispensados de la entrega. Jesús defendió a los niños, no por los defectos, sino por la inocencia, la transparencia y la receptividad. Era también un modo de agradecer a las madres los grandes sacrificios que hacían por la educación de sus hijos. Jesús buscaba corazones que quisieran estrenar o reestrenar la vida a modo de "infancia espiritual", sin condicionamientos ni cálculos rastreros.

 

2. En cierta ocasión, Jesús puso un niño en medio de los discípulos, para responder plásticamente a la pregunta sobre quién era el mayor en el reino de los cielos (Mt 18,1ss). Si Jesús abrazaba a los niños por su candor y debilidad, ahí estaba la respuesta que habían pedido. Por esto, el Señor acentuó la importancia de hacerse pequeño, es decir, la actitud humilde que se expresa con agradecimiento, admiración y servicio. Las mismas manos de Jesús que acariciaron y abrazaron a los niños, también supieron lavar los pies a los apóstoles, para poder decirles: "os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros" (Jn 13,15). El amor es el único baremo para medir el valor de nuestras obras, grandes o pequeñas.


40. Manos que siembra y enseñan

 

      Salió un sembrador a sembrar su simiente; y al sembrar, una parte cayó a lo largo del camino, fue pisada, y las  aves del cielo se la comieron; otra cayó sobre piedra, y después de brotar, se secó, por no tener humedad; otra cayó en medio de abrojos, y creciendo con ella los abrojos, la ahogaron. Y otra cayó en tierra buena, y creciendo dio fruto centuplicado... La parábola quiere decir esto: La simiente es la Palabra de Dios.

 

                                             (Lc 8,5-11; cfr. Mt 13,4; Mc 4,3)

 

1. Las manos de Jesús sembraron con abundancia la buena semilla de su palabra y de su testimonio. El conocía por experiencia qué es arar, sembrar, esperar, segar y trillar. Y conocía también los campos baldíos y los de tierra fértil. Por esto, sabía vivir la sorpresa de la siembra a manos llenas, como quien regala lo mejor de sí mismo: su persona como Palabra de Dios. Esta semilla entró primero en el seno de María y fructificó a la perfección (Lc 8,21). Las "semillas del Verbo" ya se encuentran en todos los corazones y culturas, esperando germinar en la fe cristiana.

 

2. Para Jesús, enseñar era como sembrar: a la orilla del mar desde una barca (Lc 5,3), sentado sobre la ladera del monte (Mt 5,1) y pasando por las aldeas de Palestina (Mt 4,23). Sembraba la palabra sin descanso. El mismo era la Palabra personal del Padre: "éste es mi Hijo amado..., escuchadle" (Mt 17,5). Todo creyente en Cristo va adquiriendo una fisonomía y un corazón moldeado por esta palabra: "la palabra de Cristo habite en vosotros abundantemente" (Col 3,16). Aquellas manos de Jesús siguen sembrando, sin medida, a la sorpresa de Dios.


41. Manos que lavan los pies de sus discípulos

 

      Luego echa agua en un lebrillo y se puso a lavar los pies de los discípulos y a secárselos con la toalla con que estaba ceñido.

 

                                                                     (Jn 13,5)

 

1. Debido a los caminos polvorientos, era costumbre lavar los pies a los amigos cuando llegaban de viaje. Por lo común, esa tarea se confiaba a los siervos. Con sus mismas manos y arrodillado, quiso Jesús lavó los pies a sus amigos y discípulos. El motivo fue una contienda originada entre los suyos, sobre "quién era el más importante" (Lc 22,24). Jesús quiso evidenciar el camino evangélico de servir humildemente como él había hecho siempre. Con este gesto humilde de amigo y servidor de todos, quiso derrumbar nuestros castillos de arena. El gesto es impresionante, porque las ambiciones del corazón suelen camuflarse de gloria de Dios y de autorealización de la persona.

 

2. Las manos de Jesús saben deshacer nuestros nudos y enredos, si le dejamos actuar libremente. No sólo lavaron los pies, sino que también los secaron amorosamente con la toalla que él mismo se había ceñido a la cintura. Son manos acostumbradas a todo, cuando se trata de servir. No tienen complejos, porque reflejan el amor de quien "está en medio para servir" (Lc 22,27). El espíritu de familia, creado por Jesús entre los suyos, no es muy frecuente, pero es el signo de su presencia (Mt 18,20). Cuando hay manos que sirven, es que está él. Otras categorías y clasificaciones no sirven gran cosa, porque son caducas. Los adornos y los títulos innecesarios se caen por su peso, para dejar paso sólo al amor.


42. Manos que parten el pan

 

      Tomó luego pan, y, dadas las gracias, lo partió y se lo dio diciendo: «Este es mi cuerpo que es entregado por vosotros; haced esto en recuerdo mío».

 

                           (Lc 22,19; cfr. Mt 14,19; 26,26; Mc 14,22; Jn 6,11)

 

1. Vivir es compartir. Las manos de Jesús partieron el pan en la multiplicación de los panes y de los peces ((Mt 14,19), en la institución de la Eucaristía (Lc 22,19) y en Emaús (Lc 24,30). Era su gesto habitual, por el que sus discípulos le podía reconocer (Jn 21,13; Lc 24,43). Quien comparte el pan, comparte la vida. Jesús se nos dio como "pan de vida", para que pudiéramos "vivir de su misma vida" (Jn 6,57). Pan partido es su vida gastada en acercarse, escuchar, sanar, perdonar, salvar. Todo lo suyo es nuestro. Pero este amor reclama nuestro compartir con él y con los hermanos.

 

2. Las manos se mueven al compás del corazón. El obrar o "hacer", si es auténtico, expresa el "ser" más profundo. Entonces es un hacer sencillo, de gestos humildes de fraternidad. Si el "ser" humano vale por lo que es, esta realidad tiene que expresarse en el "hacer" de compartir. No es el hacer de relumbrón ni de grandes cosas, sino el quehacer de todos los días, para compartir con los hermanos los dones recibidos y la misma vida. Porque "crece la caridad al ser comunicada" (Santa Teresa). Si la vida humana fuera sólo gestos de un compartir fraterno, habría comenzado ya el cielo en la tierra.


43. Manos atadas

 

      Entonces la cohorte, el tribuno y los guardias de los judíos prendieron a Jesús, lo ataron y le llevaron primero a casa de Anás.

 

                                                  (Jn 18,12-13; cfr. Lc 22,54)

 

1. Lo ataron fuertemente, según el consejo de Judas (Mt 26,48). Jesús había vivido siempre en la libertad, que consiste en la verdad de la donación. Atarle por fuera, era inútil, porque él no se pertenecía a sí mismo. Pero asumió esta realidad externa, como tantas otras, porque era un signo de la voluntad del Padre. Nadie le quitaba la vida, porque era él quien la daba por propia iniciativa (Jn 10,18). Siempre vivió "ocupado en las cosas del Padre" (Lc 2,49). Ya no importa saber si le ataron con cuerdas o con cadenas; simplemente, se dejó atar por amor.

 

2. El amor descubre que es lo mismo seguir la brisa y la luz, que ser arrastrado de mala manera por unos esbirros. Lo que le movía era sólo la libertad del amor. Con sus manos atadas o libres, siempre podía hacer lo mejor: darse. Con esas manos se presentó ante los tribunales del sanedrín y de Pilato. Así se pudieron mofar de él a mansalva, durante la noche en el calabozo o durante la coronación de espinas. Si estaban dispuestas a ser clavadas en la cruz, ya daba lo mismo estar atadas o libres al viento; siempre eran libres para servir. Pablo, "prisionero por Cristo" (Ef 3,1), experimentó que "la palabra de Dios no está encadenada" (2Tim 2,9).


44. Manos que cargan la cruz

 

      Tomaron, pues, a Jesús, y él cargando con su cruz, salió hacia el lugar llamado Calvario, que en hebreo se llama Gólgota.

 

                                                                 (Jn 19,16-17)

 

1. En sus manos se fueron reflejando los diversos momentos del camino del Calvario: decisión, debilidad, impotencia, bendición, disponibilidad, desnudez... Pero el primer momento marcó la pauta: tomó él mismo el madero, con decisión inquebrantable. Son las mismas manos que trabajaron, sanaron, bendijeron, acariciaron, alentaron... Pero ahora tomaban la cruz que nadie quería cargar. Era nuestra cruz y la tomó como suya. La cargó sobre sus hombros como a la oveja perdida y reencontrada. En aquellas manos, que agarraban con decisión el madero, estaba escrito todo el evangelio, y, por tanto, nuestra biografía con la suya.

 

2. A la cruz la huyen todos, menos el que ama. La cruz de Jesús ya había servido para otros, que tal vez fueron al cadalso sin esperanza. Al final de la genealogía aportada por los evangelistas, como resumen de la historia humana, allí está Jesús, haciendo de esa historia su misma vida: "Jacob engendró a José, esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo" (Mt 1,16). Las manos de Jesús tenían de cargar con aquella historia de gracia y de pecado, que apuntaba hacia la Inmaculada y la llena de gracia, figura de la Iglesia, fruto de la pasión. Jesús sintió en sus manos la cercanía cariñosa de las manos de María y de tantas manos que, como ella y con ella, quieren aligerar su cruz.


45. Manos clavadas en la cruz

 

      Llegados al lugar llamado Calvario, le crucificaron allí a él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la  izquierda. Jesús decía: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen». Se repartieron sus vestidos, echando a suertes.

 

                              (Lc 23,33-34; cfr. Mt 27,35; Mc 15,20; Jn 19,18)

 

1. Humanamente hablando, allí había acabado todo, como un enorme fracaso y absurdo. Pero el amor tiene otra lógica y sigue otros rumbos, porque "el amor nunca muere" (1Cor 13,8). Las manos quedaron hendidas y clavadas, más fecundas que nunca. Así como su cuerpo desnudo indica que se daba él mismo, así también sus manos fijas en el madero y traspasadas indican la máxima expresión del amor. Los poderes y las ambiciones de este mundo son capaces de crucificar a Cristo, pero nunca podrán impedir el amor que transforma la humanidad desde sus raíces.

 

2. Las manos de Jesús ya no necesitan ungir, porque ellas mismas son unción que traspasa el tiempo y el espacio. Ya no necesitan imponerse sobre la frente de los enfermos y pecadores, porque ellas mismas son perdón que se ofrece a cuantos las miran con fe, confianza y arrepentimiento. Los enfermos, los pecadores y los pequeños ya pueden, con una sola mirada, acercar esas manos a la propia frente, mejillas y corazón. María, su Madre y nuestra, "estuvo de pie" (Jn 19,25) ante esas manos clavadas, para poner ahí las suyas de "consorte" y "mujer", y compartir con él la misma "espada" (Lc 2,35). En ellas hay sitio y predilección para todos.


46. Manos gloriosas de resucitado

 

      Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: «La paz con vosotros». Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor.

 

                                                  (Jn 20,19-20; cfr. Lc 24,39)

 

1. Así quedaron sus manos para siempre: con las cicatrices de la crucifixión y con las huellas de un evangelio vivo. Y Jesús las mostró así a sus amigos, invitándolos a "tocarlas" (Lc 24,39; Jn 20,27). Esas manos que comunicaron perdón y sanación, ahora ya pueden comunicar el Espíritu Santo (Jn 20,22). Con ellas y por nosotros, trabajaron y acompañaron sus palabras. No están gastadas ni maltrechas, sino maduras para llegar a todos con sus bienes de salvación. Por la fe, hay que aprender a mirarlas y besarlas, porque son parte de nuestra historia.

 

2. Son manos que siembran la paz y el perdón. Nos dan mucho más de lo que nosotros creemos experimentar. Jesús invita a poner nuestras manos en las suyas, para que las nuestras ya no queden vacías. Ya pueden entrar en nuestra vida, sin sentirnos humillados, porque fortalecen nuestra debilidad sin quitarnos la responsabilidad e iniciativa. Son manos que transforman las nuestras en prolongación suya. Por esas manos, nuestra vida se hace misión.


                            Síntesis para compartir

 

* Las manos de Jesús son un resumen vivo de su evangelio:

      - sanan,

      - fortalecen y ayudan,

      - comunican nueva vida,

      - abrazan y acarician,

      - enseñan e iluminan,

      - comparten todo con nosotros.

 

* En ellas quedaron las huellas:

      - del trabajo,

      - del sufrimiento,

      - del servicio,

      - de los clavos,

      - del resplandor de su resurrección.

 

* Esas manos nos acompañan:

      - sembrando paz y perdón,

      - invitándonos a contemplarlas,

      - tomando nuestras manos en las suyas,

      - llamándonos a prolongarlas.

 

* ¿Qué mensaje del evangelio encuentro más claro en las manos de Jesús? ¿Qué podría compartir con los demás? ¿Adivino las huellas de las manos de Jesús en la vida de los hermanos? ¿Qué necesitaría preguntar a los demás para comprender mejor el evangelio escrito en las manos de Jesús?

 

                                      IV

 

                      EL EVANGELIO ESCRITO EN SU CORAZON


                                 Presentación

 

      Jesús mostró a los apóstoles y discípulos la llaga de su costado (Jn 20,20) e invitó a Tomás a poner su mano en ella. Ahí dentro, en su corazón, quedó escrito y escondido todo su evangelio. Es él mismo quien invita a entrar y a vivir en sintonía con sus vivencias: "permaneced en mí... permaneced en mi amor" (Jn 15,4.9). Nadie queda excluido.

 

      Entrar en el corazón de Jesús equivale a quedarse en él en silencio, sin saber qué decir, admirando, sin prisas psicológicas. Ningún espacio de tiempo y de nuestras prisas vale tanto como un momento de vivir ahí dentro, relacionándose de corazón a corazón. Ahí es donde a Jesús se le descubre "lleno de gracia y de verdad" (Jn 1,14), porque ahí está "el trono de la gracia" (Heb 4,16), la fuente de vida y de santidad, fuente de vida nueva.

 

      Así se llega a "conocer la caridad de Cristo que supera toda ciencia" (Ef 3,19). El y sus amigos se funden en una misma vida. "Un mismo sentimiento tienen los dos", diría San Juan de la Cruz. Entonces se aprende por experiencia la urgencia del amor: "la caridad de Cristo me apremia" (2Cor 5,14). Ya sólo se quiere "vivir para aquel que murió por todos" (2Cor 5,15). Quien entre de verdad una sola vez, ya no puede prescindir más de Jesús. Pero hay que seguir entrando cada día, porque el amor es siempre nuevo. Se entra más adentro cuando la fe es más oscura: nos basta él, su presencia, su amor. El es siempre sorprendente, más allá de nuestro pensar, sentir y poder.


47. Corazón manso y humilde

 

      «Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera».

 

                                                                 (Mt 11,28-30)

 

1. Así era el corazón del Señor: unificado, sin dispersión de fuerzas, orientado sólo hacia el amor. La mansedumbre de sus sentimientos se traducía en transformar las dificultades en donación, sin agresividad y sin desánimo. La humildad llegaba hasta el "anonadamiento" de sí mismo, para hacerse siervo de todos (Fil 2,7). En ese corazón cabemos todos; cada uno tiene reservado un lugar de privilegio, a condición de reconocer la propia pequeñez, limitación y miseria. Ese corazón sigue abierto, llamando e invitando a todos.

 

2. Desde el día de la encarnación, en el seno de María, el corazón de Jesús se resume en un "sí, Padre" (Mt 11,26). Es como una mirada que refleja toda su vida: mirada al Padre en el amor del Espíritu Santo, para preocuparse de sus planes salvíficos; mirada a todos sus hermanos, para identificarse con ellos asumiendo la historia como propia; mirada a sí mismo, para orientar todo su ser hacia la donación total. En ese corazón está escrita toda nuestra historia como parte de la suya. Gracias a él, entramos en los planes de Dios por la puerta ancha, como en casa propia.


48. Corazón compasivo

 

      Jesús llamó a sus discípulos y les dijo: «Siento compasión de la gente, porque hace ya tres días que permanecen conmigo y no tienen qué comer. Y no quiero despedirlos en ayunas, no sea que desfallezcan en el camino».

 

                                                                    (Mt 15,32)

 

1. Muchas otras veces manifestó Jesús su compasión por los que sufren: ante una muchedumbre (Mt 14,14), un leproso (Mc 1,41), unos ciegos (Mt 20,34), una viuda en el entierro de su hijo único (Lc 7,13), un endemoniado ya curado (Mc 5,19)... En su corazón encontraba acogida toda clase de miserias. Para él, la compasión consistía en sintonía de afecto, de escucha y de solidaridad efectiva. En cada uno de los enfermos, hambrientos o pecadores, veía a todos los demás de la historia humana. El había venido para compartir vivencialmente los problemas de todos y para darles solución definitiva.

 

2. El hecho de expresar en primera persona sus sentimientos de compasión, era como una escuela para sus discípulos. Estos estaban llamados a experimentar y anunciar la compasión y misericordia de Jesús. El Señor se describe a sí mismo al narrar la compasión del padre del hijo pródigo (Lc 15,20) y del buen samaritano (Lc 10,33). Es el amor tierno de una madre (la "misericordia" divina), que, sin dejar de querer lo mejor para su hijo, sabe comprender, esperar y acoger. No se trata sólo de sentimientos, sino de compromisos verdaderos, compartiendo la historia de cada uno.


49. Admiración

 

      Dijo el centurión: «Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo; basta que lo digas de palabra y mi criado  quedará sano. Porque también yo, que soy un subalterno, tengo soldados a mis órdenes, y digo a éste: "Vete", y va; y a otro:  "Ven", y viene; y a mi siervo: "Haz esto", y lo hace». Al oír esto Jesús quedó admirado y dijo a los que le seguían: «Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie una fe tan grande».

 

                                            (Mt 8,8-10; cfr. Mt 15,28; Mc 6,6)

 

1. La actitud de admiración es un sentimiento de sorpresa y respeto, como intuyendo un misterio de belleza y de gracia. La fe de aquel pagano superaba la de muchos que decían esperar el Mesías. Jesús había invitado a sentir admiración por la naturaleza (Mt 6,28). Ahora invita a admirar e imitar la fe del centurión. En otra ocasión se había admirado por la fe de una mujer cananea (Mt 15,28). El corazón ve siempre más allá de la superficie. Cada ser humano esconde en sí mismo el misterio de Dios amor, más allá de las cualidades, porque "vale más por lo que es que por lo que tiene" y hace (GS 35).

 

2. La sorpresa y admiración puede ser dolorosa, como cuando Jesús constató la falta de fe de sus conciudadanos de Nazaret: "se admiraba de su incredulidad" (Mc 6,6). El corazón humano es siempre sorprendente, para bien o para mal. Jesús respeta la libertad, invitando a desarrollarla en la verdad de la donación. Sería para él un golpe muy duro la cerrazón de los nazaretanos. Pero él vivió siempre a la sorpresa de Dios. Las flores, los pájaros, el agua y los ojos de los niños, seguirán reflejando el amor del Padre. El corazón de Cristo espera encontrar esa misma sorpresa esperanzadora en cada uno de nosotros.


50. Queja

 

      «Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me rinden culto, ya que enseñan doctrinas que son preceptos de hombres».

 

                                            (Mt 15,8-9; cfr. Is 29,13; Mc 7,6)

 

1. Las falsedades y dobleces no le gustan al Señor. Pero también se queja de la ingratitud de unos leprosos curados y olvidadizos (Lc 17,17). El habla siempre con el corazón en la mano, pero hay mucha fachada y oropel en la sociedad humana. A veces, la misma caridad es "fingida" (cfr. Rom 12,9). Jesús ha venido para romper ese hielo y falsedad de la convivencia humana. Se quejó y sigue quejándose de la "lejanía" de nuestro corazón (Mt 15,8s). La sintonía del nuestro con el suyo se expresa con la gratitud, humildad, servicio... El mejor modo de agradecer su amor es el de no dudar nunca de él.

 

2. Las quejas de Jesús son debidas a nuestra falta de relación personal con él. Al centrar nuestra atención en sus dones y no en él, nuestra actitud es utilitaria: o no agradecemos sus dones o nos desalentamos cuando faltan y también ambicionamos y envidiamos los de los hermanos. La relación personal con él, de corazón a corazón, ya no centra tanto la atención de los dones, sino en las misma persona de Jesús, amado por sí mismo. Entonces, el corazón no está lejos de él. Y cuando lleguen a faltar sus dones, nos bastará él. Esta actitud se expresa con la alegría inquebrantable de saberse amados por él y capacitados para amarle. Nuestra alegría es la suya. Uno se siente realizado de verdad, no cuando consigue sus preferencias o caprichos, sino cuando descubre que en todas la situaciones y circunstancias es acompañado y amado por Cristo.


51. Tristeza

 

      Y tomando consigo a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo, comenzó a sentir tristeza y angustia. Entonces les dice: «Mi alma está triste hasta el punto de morir; quedaos aquí y velad conmigo». Y adelantándose un poco, cayó rostro en tierra, y suplicaba así: «Padre mío, si es posible, que pase de mí esta copa, pero no sea como yo quiero, sino como quieras tú».

 

                                     (Mt 26,37-39; cfr. Mc 14,33-34; Lc 22,44)

 

1. La tristeza del corazón de Cristo en Getsemaní no era de desánimo, desconfianza o fracaso. Era como la "turbación" que sintió al referirse a la cruz (Jn 12,27). El dolor de su corazón se originaba en su amor al Padre y a toda la humanidad: ver que el Amor no es amado y que sus hermanos los hombres están inmersos en ese "no" a Dios que llamamos pecado. Aquella tristeza es indescriptible. Jesús la comparte sólo con quienes comienzan a entender que la pasión es "la copa" de bodas que el Padre le había preparado (Jn 18,11; cfr. Lc 22,20). Reparar y consolar al Señor equivale a compartir sus sentimientos.

 

2. El dolor profundo de aquella tristeza no le impedía la generosidad de su donación incondicional: "no se haga mi voluntad, sino la tuya" (Lc 22,42). Es como el preludio del "abandono" de la cruz. El corazón de Cristo quiso experimentar esa lejanía aparente del Padre, que es señal de su amor más profundo. Le despojaron de todo consuelo sensible, menos de la certeza de que las manos cariñosas del Padre estaban más cerca que nunca. Esa es la cruz que Jesús quiere compartir con "los suyos" (Jn 13,1). No nos va a dar explicaciones sobre el dolor; nos basta con su compañía y cercanía que parece ausencia. Así son las reglas del amor verdadero.


52. Gozo

 

      En aquel momento, se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo, y dijo: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito».

 

                                                     (Lc 10,21; cfr. Jn 15,11)

 

1. El corazón de Jesús se llenó de gozo en el Espíritu por el regreso de sus discípulos y por las actividades apostólicas que habían realizado. Gozaba con el éxito y con la compañía de sus amigos. Y principalmente gozaba porque el Padre había sido glorificado y amado de los pequeños y de los pobres. Es el gozo de quien ama de verdad porque busca el bien de la persona amada. Ese gozo no es el gozo pasajero de cuando se obtiene un éxito o se ha conseguido un bien. El gozo de la donación, amistad y servicio participa del gozo eterno de Dios Amor. Es el gozo de decir con Jesús: "Padre nuestro" (Mt 6,9). Es el gozo de los pobres, al estilo de Francisco de Asís.

 

2. Ese es el gozo que Jesús ha dejado en herencia a sus amigos: "os he dicho esto, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea colmado" (Jn 15,11). Es el gozo de transformar las dificultades en donación. El sufrimiento de una madre, gracias a su amor, se transforma en gozo de fecundidad (Jn 16,21). En los momentos de dolor, Cristo parece ausente; pero cuando se descubre su presencia, entonces nace en el corazón el gozo imperecedero de compartir su misma suerte: "vuestro gozo no os lo quitará nadie" (Jn 16,22). Es el gozo que Jesús ha pedido al Padre para todos los que le siguen: "que tengan mi gozo pleno en sí mismos" (Jn 17,13).


53. De corazón a corazón

 

      Uno de sus discípulos, el que Jesús amaba, estaba a la mesa al lado de Jesús. Simón Pedro le hace una seña y le dice: «Pregúntale de quién está hablando». El, recostándose sobre el pecho de Jesús, le dice: «Señor, ¿quién es?».

 

                                                                 (Jn 13,23-25)

 

1. Podría ser un hecho casual: acercarse a Jesús para preguntarle algo. Pero apoyar su cabeza sobre el pecho de Jesús es, en el evangelio de Juan, un signo de algo muy hondo: a Jesús no se le puede comprender, si no es de corazón a corazón, desde sus amores. Así empezó la verdadera teología en la Iglesia primitiva: "nadie puede percibir el significado del evangelio (de Juan), si antes no ha posado la cabeza sobre el pecho de Jesús y no ha recibido a María como Madre" (RMa 23, citando a Orígenes). La indicación sirve para todos los tiempos.

 

2. El evangelio de Juan narra una serie de "signos" por los que Cristo manifiesta su realidad e intimidad, "su gloria" (Jn 1,14). El declara su amor con el corazón en la mano: "como mi Padre me amó, así os he amado yo" (Jn 15,9). Y reclama la misma apertura de corazón: "permaneced en mi amor" (ibídem). La condición indispensable para conocerle de verdad es esa apertura de amor: "si alguno me ama, yo me manifestaré a él" (Jn 14,21); "si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él" (Jn 14,23). A Jesús se le conoce en la medida en que se le ama. No es un conocer técnico, sino un conocer amando, que se traduce en la relación personal, en el seguimiento de compartir su misma vida y en la misión de ser signo o transparencia de cómo ama él. Es el "conocimiento de Cristo vivido personalmente" (VS 88).


54. Declara su amistad

 

      Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros.

 

                                                      (Jn 15-13-16; cfr. 3,16)

 

1. La amistad de que habla Jesús es iniciativa suya y se expresa en la donación total de sí mismo: "dar la vida". Es el amor de quien da lo mejor a la persona amada, según los planes salvíficos de Dios. No utiliza a la persona mientras tenga unas cualidades, sino que la ama por sí misma. El corazón de Cristo ama con el mismo amor que existe en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Su amor procede de su bondad, no de la nuestra. Ama lo pequeño, enfermo, extraviado, marginado, deleznable y quebradizo, para hacerlo entrar en su corazón y transformarlo en él. "De tal manera amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo unigénito" (Jn 3,16; cfr. 15,9).

 

2. En el corazón de Jesús resuenan los amores eternos de Dios por nosotros. El Padre nos ama en su Hijo, como "hijos en el Hijo" (Ef 1,5). Este amor mutuo, entre el Padre y el Hijo, se expresa de modo personal y divino en el Espíritu Santo. Y este "misterio" o intimidad divina es lo que Jesús nos comunica y nos da a conocer, capacitándonos para participar en él. Formamos parte de la familia de Dios; ya no somos siervos, sino hijos, amigos y herederos (cfr. (Rom 8,17). En esta intimidad del corazón de Cristo se entra por el servicio humilde y perseverante a los hermanos. Participamos de su misma vida si permanecemos en él, como el sarmiento en la vid (cfr. Jn 15,2ss).


55. Corazón abierto

 

      Uno de los soldados le atravesó su costado con una lanza y al instante salió sangre y agua.

 

                                                      (Jn 19,34; cfr. 7,37-39)

 

1. Fue un capricho de un soldado. Al margen de toda normativa, abrió, con su lanza, el costado de Jesús. Pero para la providencia divina, no existe la casualidad. En el evangelio de Juan, todos los acontecimientos, siendo reales, son también signo del misterio de Jesús. El "agua" es la vida nueva que ofreció a Nicodemo y a una mujer samaritana (cfr. Jn 3 y 4). Jesús mismo se comparó al nuevo templo, anunciado por los profetas, del que brotarían "torrentes de agua viva" (Jn 7,38; Ez 47,1ss). En el corazón abierto de Jesús, tienen un puesto reservado todos los que tienen sed de él. Para entrar en él, basta con reconocerse pequeño y pobre.

 

2. La "sangre" indica una vida donada. En el corazón de Cristo se puede leer todo el evangelio: "habiendo amado a los suyos, les amó hasta el extremo" (Jn 13,1). Es la "sangre" que expresa y sella un pacto de amor eterno (la "alianza"). Por esta sangre hemos sido redimidos y vivificados. Es "la fuente de la caridad" (San Ignacio de Antioquía). "Cristo inunda los corazones de los pueblos, atormentados por la sed, con el torrente de su sangre" (San Ambrosio). En esta sangre, que brota de su corazón, está "la causa de la salvación de los hombres" (Santo Tomás). Jesús nos sigue ofreciendo esta "sangre" como vida donada.


56. Contemplarlo con ojos de fe

 

      Y todo esto sucedió para que se cumpliera la Escritura: «No se le quebrará hueso alguno». Y también otra Escritura dice: «Mirarán al que traspasaron».

 

                                         (Jn 19,36-37; cfr. Zac 12,10; Sal 21)

 

1. Todo el evangelio de Juan es una invitación a "contemplar", es decir, a mirar el misterio de Jesús, escondido y manifestado en los signos pobres de su humanidad. Se trata de "ver" a Jesús donde parece que no está, como en el sepulcro vacío (Jn 20,8). Al describir cómo el costado de Jesús quedó abierto en la cruz, el discípulo amado invita a "mirar" con la mirada de fe y de esperanza de los profetas (cfr. Zac 12,10). Humanamente hablando, no había más que un fracaso. Dios, que es Amor, se manifiesta y se da él mismo por medio de signos de pobreza absoluta.

 

2. Aquel corazón abierto, como signo de un "amor extremo" (Jn 13,1), sigue siendo desconocido, ultrajado, olvidado. Lo que más le duele al Señor es la desconfianza de los suyos: cuando se sienten solos, olvidan su cercanía; cuando se sienten frustrados, olvidan compartir su cruz; cuando ya no aspiran a la perfección, olvidan su donación total en su vida y en su muerte. El mejor modo de agradecer su amor consiste en no dudar nunca de él, especialmente al descubrir las propias faltas. Ese corazón abierto exige humildad, confianza, deseo de perfección y alegría de saberse amado y acompañado por él. Jesús aprieta más fuertemente contra su corazón a los más pequeños y a los más débiles.


57. Comunica el Espíritu

 

      Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor. Jesús les dijo otra vez: «La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío». Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo».

 

                                                                 (Jn 20,20-22)

 

1. Jesús resucitado, al mostrar sus manos y su costado abierto, comunicó el Espíritu Santo a los Apóstoles. Así quiso dar a entender que su cuerpo, inmolado por amor, era el precio que había pagado para tal regalo. El "agua" que brotó de su costado (Jn 19,34) era el símbolo de los dones del Espíritu Santo, de los sacramentos y de la Iglesia entera como esposa suya. "Del costado de Cristo dormido en la cruz, nació el sacramento admirable de la Iglesia entera" (SC 5). Así se comprende el amor entrañable de Cristo a su Iglesia, que es su esposa y su complemento (Ef 1,23; 5,25-27).

 

2. El Espíritu Santo con sus dones es el regalo del corazón de Cristo a su Iglesia y a toda la humanidad. En la última cena, Jesús prometió la presencia del Espíritu, su luz y su acción santificadora y evangelizadora (cfr. Jn 14-16). En la resurrección y ascensión, comunicó el Espíritu para poder prolongar su misma misión. El "bautizado" se configura con Cristo, se hace su imagen y su prolongación, por obra del Espíritu. Desde Pentecostés, Jesús sigue comunicando su Espíritu a cada comunidad eclesial y a cada creyente. Entonces es posible hacer de la vida un encuentro con Cristo para compartir su misma vida y misión.


58. Invita a entrar

 

      Jesús dijo a Tomás: «Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente». Tomás le contestó: «Señor mío y Dios mío». Dícele Jesús: «Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído».

 

                                                  (Jn 20,27-29; cfr. Mt 11,28)

 

1. La generosidad de Jesús sobrepasa las exigencias del apóstol Tomás. La invitación a meter su mano en el costado va más allá de la materialidad de un gesto físico. Jesús invita a conocerle vivencialmente, entrando en su corazón, en su intimidad. "Si una sola vez entrases en el interior de Jesús y gustases un poco de su ardiente amor, no te preocuparías ya de tus propias ventajas o desventajas" (Tomás de Kempis). Hay que pasar a los intereses y amores de Cristo, dejando los nuestros en un segundo lugar y encomendándolos a él. Vale la pena hacer el trueque.

 

2. La fe, como "conocimiento de Cristo vivido personalmente" (VS 88), se adquiere a través de un camino "bautismal": pensar, sentir y amar como él. Se trata de hacer de la vida un encuentro personal con él, que se convierte en seguimiento permanente y en decisión de amarle del todo y hacerle amar de todos. El camino hacia el corazón pasa por la humildad y conocimiento propio, la confianza y la decisión de amarle de verdad. A la unión con él se llega por la lectura del evangelio en las huellas de sus pies y en los gestos de sus manos.


59. El corazón de su Madre y nuestra

 

      María, por su parte, guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón... conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón.

 

                                                                  (Lc 2,19.51)

 

1. El corazón o interioridad de María es fruto de la redención de Cristo. Pero también es verdad que el corazón del Señor se moldeó en el de su Madre y nuestra. Ella recibió en su seno al Verbo y le dio carne y sangre por obra del Espíritu Santo. Los sentimientos de Jesús son también reflejo de los de María. Al mismo tiempo, el corazón de María se fue modelando continuamente en la contemplación de la palabra de Dios. Su vida consistía en compartir la misma suerte o "espada" de Cristo (Lc 2,35). Jesús nos la entregó como Madre y molde para transformarnos en él.

 

2. Como Jesús vivió nueve meses en el seno de María y la asoció de modo permanente a su obra redentora, así quiere vivir en nuestra vida para hacerla complemento de la suya. Nosotros estamos llamados a "nacer de ella", porque Jesús "quiere formarse y, por decirlo así, encarnarse todos los días por medio de su querida Madre en todos sus miembros" (San Luis Mª Grignon de Montfort). María nos mira en Jesús y nos une a él, para hacernos un "Jesús viviente", según la expresión de San Juan Eudes. Ella es "nuestra guía en los caminos del conocimiento de Jesús" (San Pío X). Ya podemos decir al Señor: "que en mí, como en tu Madre, vivas solamente tú" (Juan Santiago Olier).


                            Síntesis para compartir

 

* El corazón de Jesús encierra y manifiesta sus sentimientos:

      - sintonía con los que sufren,

      - mansedumbre ante las dificultades,

      - humildad para servir,

      - admiración y gozo,

      - queja y tristeza como examen de amor.

 

* Es un corazón que busca relación e intercambio:

      - declara un amor de amistad,

      - manifiesta sus sentimientos íntimos para compartirlos,

      - invita a entrar y sintonizar con él,

      - comunica la vida nueva del Espíritu Santo.

 

* Su corazón quedó abierto y glorioso para siempre:

      - para poder ver en él el resumen del evangelio,

      - para invitar a una fe de conocimiento vivencial,

      - para vivir de sus mismos intereses,

      - para comprometerse en el camino de la perfección,

      - para saberlo mostrar a todos los hermanos.

 

* ¿Qué sentimientos de Jesús han calado más en los míos? ¿Podría resumir el evangelio a partir del costado abierto de Jesús? ¿Cómo compartir con otros el modo de pensar, sentir y amar como Cristo? ¿Sabría explicar la misión como "hacer amar al Amor"?

 

                                       V

 

                            SUS HUELLAS EN MI VIDA

 

 

                                 Presentación

 

      Al contemplar la mirada, los pies, las manos y el corazón de Jesús, aprendemos que allí se resume todo el evangelio, mientras, al mismo tiempo, intuimos que lo podemos reflejar en nuestra propia vida. El evangelio acontece de nuevo. Jesús sigue dejando sus huellas en nuestra existencia y en la de los demás. Así podemos afirmar: "hemos visto su gloria" (Jn 1,14).

 

      Haciendo de la propia vida un caminar evangélico, que es de humildad, confianza y entrega, nos hacemos transparencia de Jesús para los demás, como si fuéramos "su humanidad prolongada" en el tiempo (Isabel de la Trinidad). Los hermanos, en quienes están también las huellas del Señor, encuentran en nosotros una ayuda para descubrir esas huellas que él dejó en sus propias vidas.

 

      Los hermanos esperan ver en nosotros el modo de mirar, caminar, hablar y amar de Jesús. No se trata de reemplazarle, sino de desaparecer para que aparezca él, a modo de cristal que deja pasar la luz sin darse a entender. Es como "revestirse de Cristo" (Rom 13,14) para ser fieles a su invitación: "haz tú lo mismo" (Lc 10,37). Al servir a los demás, les contagiamos de "la propia experiencia de Jesús" (RMi 24).

 

      Vivir "de la misma vida" de Jesús (Jn 6,57) es una especie de identificación con él. "Ya no éramos dos", diría Santa Teresa. Según San Juan de la Cruz, "un mismo sentimiento tienen los dos". Es el ideal de San Pablo: "mi vida es Cristo" (Fil 1,21). Ya todo se hace "en el nombre del Señor Jesús" (Col 3,17). Entonces Jesús dice al Padre en el Espíritu Santo: "los has amado como a mí" (Jn 17,23).

 

60. En los hermanos

 

      En verdad os digo que cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis."

 

                                                     (Mt 25,40.45; cfr. 18,20)

 

1. Siempre es posible encontrar a Jesús, su mirada de compasión, las huellas de sus pies, los gestos de sus manos, los sentimientos de su corazón. Basta con abrir los ojos, escuchar sin prisa, disponerse a acercarse o a dar una mano a cualquier hermano que se cruce en nuestro camino. Porque allí está él, en el hermano menos valorado y atendido: "a mí me lo hicisteis". Cada hermano es una historia de su amor, cuyas huellas frecuentemente siguen ocultas también para el mismo interesado. Si "Cristo murió por todos" (2Cor 5,15) y resucitó por todos, significa que él se hace camino y compañero de camino en la historia de cada ser humano (cfr. Act 9,4).

 

2. No es fácil descubrir esas huellas. Hay que intuirlas en la propia soledad, cuando parece que no hay ni rastro de ellas. Entrar en esa soledad "divina", es un ensayo para descubrir a Cristo presente en la existencia de cada hermano, más allá de cargos, simpatías, cualidades y utilidades. En los más pequeños, limitados y alejados, que tal vez nos producen fastidio, allí está él tejiendo el bordado maravilloso de su mismo rostro y de su mismo mirar, caminar, hablar y amar. Todo ser humano necesita ver en los demás las huellas de Jesús, para poder descubrirlas en su propia vida.

 

61. En mi camino

 

      Se dijeron uno a otro: «¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino  y nos explicaba las Escrituras?»

 

                                                                    (Lc 24,32)

 

1. Las huellas de Jesús se encuentran, más o menos veladas, en el camino histórico de cada ser humano. Para los dos discípulos que iban a Emaús, esas huellas consistían en la inquietud que sentían en el corazón, cuando les hablaba aquel que creían ser un forastero. El hecho era que "ardía el corazón" y no sabían por qué. Y cuando Jesús hizo ademán de "pasar adelante" (Lc 24,28), sintieron un vacío inexplicable que sólo lo podía llenar él: "quédate con nosotros, porque se hace tarde" (Lc 24,28). El "partir el pan" (Lc 24,30), al modo de Jesús, fue la huella definitiva.

 

2. Sólo Jesús sabe hablar al corazón, en el silencio y en la soledad, cuando nada ni nadie puede llenarlo ni satisfacerlo. Sus palabras son "espíritu y vida" (Jn 6,63), porque tocan el corazón y le señalan su verdadero rumbo. Hay momentos de la vida en que esas palabras evangélicas son verdaderamente actuales, como aconteciendo de nuevo. No hay explicación humana posible; en el corazón queda una convicción profunda que nadie puede borrar: "es el Señor" (Jn 21,7). Si para Saulo su encuentro con Cristo tuvo lugar en el camino de Damasco (Act 9,1ss), para nosotros sucede en el aquí y ahora de todos los días.

 

62. En la tempestad

 

      Subiendo a una barca, se dirigían al otro lado del mar, a Cafarnaúm. Había ya oscurecido, y Jesús todavía no había venido donde ellos; soplaba un fuerte viento y el mar comenzó a encresparse. Cuando habían remado unos veinticinco o treinta estadios, ven a Jesús que caminaba sobre el mar y se acercaba a la barca, y tuvieron miedo. Pero él les dijo: «Soy yo. No temáis».

 

                                          (Jn 6,17-20; cfr. Mt 14,27; Mc 6,50)

 

1. La vida es así. Es verdad que a nosotros nos gusta más cuando todo marcha bien; pero con frecuencia hay imprevistos y contratiempos. Dios, que nos da generosamente sus dones con amor, nos educa a descubrir que él se quiere dar a sí mismo, especialmente cuando los dones parecen esfumarse y las flores se marchitan. La calma se convierte en tempestad, y entonces la vida parece silencio y ausencia de Dios. Si no buscamos sucedáneos o suplencias, el Señor deja oír su voz en el corazón: "soy yo". Y esa voz es de quien está siempre presente y cercano, también cuando nos parece ausente.

 

2. Hay que aprender a pasar de los signos visibles a la realidad invisible. Jesús había multiplicado los cinco panes para una multitud inmensa. Ahora, en la tempestad, educa a los discípulos a descubrirlo como "pan de vida" (Jn 6,35). Aprender a "pasar" del pan de los bienes materiales, al pan que es el mismo Jesús, es un proceso lento, es un camino de Pascua. Urge vivir de la realidad de Jesús, sin hacer de él un simple recuerdo, una reliquia o un paréntesis. Se trata de aprender a vivir de su presencia y de su misma vida (cfr. Jn 6,56-57), más allá de la sequedad y de los sentimientos.

 

63. En el sepulcro vacío

 

      Salieron Pedro y el otro discípulo, y se encaminaron al sepulcro. Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió por delante más rápido que Pedro, y llegó primero al sepulcro. Se inclinó y vio las vendas en el suelo; pero no entró. Llega también Simón Pedro siguiéndole, entra en el sepulcro y ve las vendas en el suelo, y el sudario que cubrió su cabeza, no junto a las vendas, sino plegado en un lugar aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado el primero al sepulcro; vio y creyó.

 

                                                       (Jn 20,3-8; cfr. 20,16)

 

1. Aquellas huellas no eran suficientes para satisfacer una lógica humana. Pero el "discípulo amado" supo ver más allá de la superficie. Porque aquellas huellas (el sudario y las vendas o sábana), las dejó una persona amada. Sólo el que ama conoce las verdaderas huellas del amado. María Magdalena necesitaría oír su nombre pronunciado precisamente por los labios de Jesús (cfr. Jn 20,16). Juan supo creer, recordando las palabras siempre vivas y jóvenes del Señor. El secreto para descubrir sus huellas nos lo da el mismo Jesús: "si alguno me ama, yo me manifestaré a él" (Jn 14,21).

 

2. La presencia de Jesús resucitado es una promesa suya: "estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos" (Mt 28,20). El modo de esta presencia lo ha escogido él. No sería más presencia ni mayor amor un signo fuerte o lo que llaman una gracia extraordinaria (visiones, locuciones...). El está de modo especial en los momentos de tempestad, de fracaso, de Nazaret, de Getsemaní, de Calvario y de sepulcro vacío. Así trata a sus amigos, probando o purificando su fe, confianza y amor. Ya se dejará sentir más claramente cuando y como él quiera. Hay que dejarle a él la iniciativa.

 

64. En los fracasos

 

      Aquella noche no pescaron nada. Cuando ya amaneció, estaba Jesús en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús. Díceles Jesús: «Muchachos, ¿no tenéis pescado?» Le contestaron: «No». El les dijo: «Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis». La echaron, pues, y ya no podían arrastrarla por la abundancia de peces. El discípulo a quien Jesús amaba dice entonces a Pedro: «Es el Señor».

 

                                                      (Jn 21,3-7; cfr. Lc 5,5)

 

1. No pescaron nada, a pesar de tantas horas de faenar con las redes. Pero habían conseguido lo mejor: trabajar conviviendo como hermanos. Y como el Señor había prometido su presencia cuando se reunieran "en su nombre" o por amor suyo, allí estaba él "en medio de ellos" (Mt 18,20). Sólo faltaba descubrirle a través de la bruma del lago. Se necesitaban entonces los ojos del discípulo amado: "es el Señor". ¿Le descubrió sólo por el milagro de una pesca abundante? El corazón del creyente en Cristo ve más allá de las razones humanas, de las estadísticas y de las cuentas administrativas, por buenas que sean.

 

2. La palabra fracaso no es exacta. Lo que sucede es siempre una nueva e imprevista posibilidad de amar y de hacer lo mejor. El fracaso en la vida de Jesús se llama cruz. Y él mismo se comparó a un "grano de trigo", que tiene que morir para "dar mucho fruto" (Jn 12,24). Los que viven de la fe en Cristo presente, no se sienten nunca solos ni frustrados. Si el Señor nos acompaña, el fracaso se llama cruz, y la cruz, si se lleva con amor, lleva siempre a la resurrección. Jesús sigue dejando sus huellas en este camino pascual, compartiéndolo con nosotros.

 

65. En sus palabras de vida

 

      «El espíritu es el que da vida; la carne no sirve para nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida»... Le respondió Simón Pedro: «Señor, ¿donde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios».

 

                                                                  (Jn 6,63-68)

 

1. Las palabras evangélicas de Jesús siguen siendo tan vivas y actuales como cuando brotaban de sus labios por primera vez. No son palabras que ya pasaron a la historia y que sólo se recuerdan, sino que acontecen cada vez que las leemos, escuchamos o meditamos. Siempre comunican luz, paz, fuerza y nueva vida. Hablan al corazón. En ellas habla y se acerca personalmente el mismo Jesús. Nuestras circunstancias de la vida quedan iluminadas y acompañadas. El sigue viviendo nuestra vida.

 

2. No todos captan la vitalidad de esas palabras evangélicas. Jesús se esconde y se comunica. Hay muchos obstáculos que nos impiden encontrar ese tesoro escondido. La autosuficiencia no entiende esa vida escondida de Cristo hoy. Las ansias de dominio intelectual son incapaces de penetrar el evangelio. Este no se deja manipular por intereses personalistas. Las prisas no podrán nunca descubrir a quien ama y se da sin prisas en el corazón. Pero los niños, los pobres y los que reconocen su propia limitación y pecado, ésos sí que pueden experimentar la presencia misericordiosa de Jesús.

 

66. En la eucaristía

 

      Mientras estaban comiendo, tomó Jesús pan y lo bendijo, lo partió y, dándoselo a sus discípulos, dijo: «Tomad, comed, éste es mi cuerpo». Tomó luego una copa y, dadas las gracias, se la dio diciendo: «Bebed de ella todos, porque ésta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos para perdón de los pecados».

 

                   (Mt 26,26-28; cfr. Mc 14,22-25; Lc 22,19-20; 1Cor 11,23-26)

 

1. Todos los signos y todas las huellas de la presencia de Jesús resucitado son humanamente pobres, débiles y limitadas. Los signos eucarísticos son también así. Pero allí está él, dándose en sacrificio y comunicando su propia vida. Nos bastan sus "palabras de espíritu y vida" para creer en él (Jn 6,63). Se ha quedado por amor; por esto, su presencia se descubre y se vive comprometiendo nuestra presencia para "estar con quien sabemos que nos ama" (Santa Teresa). Su donación sacrificial se capta cuando nos hacemos donación como él. Recibimos su misma vida si entramos en sintonía con él.

 

2. La vida del creyente ya nunca es soledad vacía, sino que se hace "hostia viva" (Rom 12,1) por "el ofrecimiento de sí mismo en unión con Cristo" (Pío XII). La vida está jalonada de huellas del Señor, porque el pan y el vino que se transforman en él, significan nuestra historia de trabajo y de convivencia. Jesús nos los devuelve, transformados en su cuerpo y en su sangre, para que continuemos haciendo de la vida un encuentro con él. La eucaristía, como presencia, sacrificio y comunión, se prolonga en toda nuestra vida.

 

67. Presencia activa y permanente

 

      «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo».

 

                                                  (Mt 28,19-20; cfr. Mc 16,20)

 

1. Esta promesa de Jesús se cumple continuamente. Como resucitado, ya no está condicionado al tiempo ni al espacio. Todo ser humano es amado y acompañado por Jesús. Y él deja sentir su presencia por medio de huellas pobres, para no forzar nuestra libertad. Son las huellas de su palabra, sus sacramentos, su eucaristía, los hermanos, los acontecimientos, las luces y mociones comunicadas al corazón... Es verdad que cada uno de estos signos es diferente, porque su presencia tiene eficacia muy diversa según los casos. Pero lo importante es que siempre se trata de él, resucitado y presente.

 

2. Los apóstoles se fueron a predicar por todas partes; pero el Señor les acompañó siempre "cooperando con ellos" (Mc 16,20). Todo "apóstol" (enviado) es ya portador de una presencia de Jesús, porque precisamente por ser "enviado", "experimenta la presencia consoladora de Cristo, que lo acompaña en todos los momentos de su vida... y lo espera en el corazón de cada hombre" (RMi 88). Como Pablo, refugiado en Corinto después de muchas tribulaciones, también todo creyente puede escuchar al Señor que le dice en el silencio del corazón: "no temas... porque yo estoy contigo" (Act 18,9-10).

 

68. En la esperanza

 

      Estando ellos mirando fijamente al cielo mientras se iba, se les aparecieron dos hombres vestidos de blanco que les dijeron: «Galileos, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo? Este que os ha sido llevado, este mismo Jesús, vendrá así tal como le habéis visto subir al cielo».

 

                                                (Act 1,10-11; cfr. 1Cor 11.26)

 

1. La presencia de Jesús resucitado, ahora bajo signos de Iglesia peregrina, será un día visión y encuentro definitivo. Este es el fundamento de la esperanza cristiana: "vendrá". No se trata de calcular el tiempo, y menos de hacer predicciones y elaborar milenarismos tontos. Su venida actual es "ya" inicio de la venida definitiva, pero "todavía no" es la visión y posesión. Este "ya" da la confianza y la fuerza para vivir el "todavía no" en un deseo ardiente de unión plena. A Jesús sólo lo encuentra, ya desde ahora, quien, apoyado en la fe, vive de esta esperanza gozosa y dolorosa. Esta actitud de esperanza es ya amor verdadero.

 

2. Cuando celebramos la eucaristía, encontramos a Jesús en el signo más fuerte de su presencia entre nosotros. A partir de este encuentro eucarístico, lo iremos encontrando en todos los demás signos de su presencia. Pero esos signos, incluida la eucaristía, dejan entrever su presencia sólo cuando anhelamos el encuentro definitivo: "hasta que vuelva" (1Cor 11,26). Quien desea ese encuentro futuro, es que ya ha comenzado a encontrar al Señor en el presente de todos los días.

 

69. En medio nuestro

 

      «Os aseguro también que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, sea lo que fuere, lo conseguirán de mi Padre que está en los cielos. Porque donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos».

 

                                        (Mt 18,19-20; cfr. Jn 13,34-35; 17,23)

 

1. Las promesas de Jesús se realizan cuando se cumplen las condiciones que él mismo exigió. Para que él se haga presente de modo efectivo, hay que encontrarse con los hermanos con el mismo amor como si fuera un encuentro con Jesús. A él le encontramos cuando miramos, escuchamos, ayudamos al hermano, como haríamos con él mismo. Al fin y al cabo, cada hermano es una historia de la presencia y del amor de Jesús.

 

2. Para que Jesús esté "en medio", hay que eliminar muchos obstáculos, hasta amar "como él" (Jn 13,34-35). Todo aquello que no es donación al hermano, es un obstáculo para que Jesús esté en medio. Hay que aprender a amar a los demás, no por sus cosas y cualidades, sino por ellos mismos, por lo que son: una página de la biografía de Jesús. No hay que "utilizar" a los hermanos, sino gozarse de que se realicen según los planes de Dios Amor. Las alergias y las preferencias deben dejar paso al amor de gratuidad. Cuando amemos así, nos daremos cuenta que es él que ama en nosotros y en medio de nosotros. Sin su presencia aceptada y vivida, sería imposible amar como él.

 

70. Ve a mis hermanos

 

      Jesús le dice: «María». Ella se vuelve y le dice en hebreo: «Rabbuní» ‑ que quiere decir: «Maestro». Dícele Jesús: «No me toques, que todavía no he subido al Padre. Pero vete donde mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios».

 

                                                                 (Jn 20,16-17)

 

1. Si lo que Magdalena deseaba era estar con Jesús reencontrado, ¿por qué la envía a los hermanos? De hecho, recibía el encargo de presentar en su vida las huellas de haber encontrado al resucitado. Se convertía así en "apóstol de los Apóstoles". Pero es que a Cristo se le encuentra principalmente sirviendo a los hermanos, sea en el servicio misionero directo, sea en el servicio humilde de todos los días. Los signos extraordinarios de la presencia de Jesús no son signos mejores, sino más bien debidos a nuestra debilidad. El Señor prefiere manifestarse en el signo del sepulcro vacío y en el signo de Nazaret o de la vida ordinaria.

 

2. No resulta cómodo este signo fraterno de la presencia de Jesús, pero es el más seguro (cfr. Mt 18,20; Jn 13,35). La debilidad del signo del hermano y lo quebradizo de nuestro propio signo, al encontrarse en el amor de Cristo y en su palabra viva, se convierte en signo eficaz de su presencia, a modo de signo sacramental. La misión es un encuentro entre hermanos, cuya historia, de modo diverso, es una historia diferenciada de la presencia de Cristo. Al creyente en Cristo le toca, en este encuentro histórico, ser su transparencia.

 

71. Ser su huella para los demás

 

      «¿Quién de estos tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores?» El dijo: «El que practicó la misericordia con él». Díjole Jesús: «Vete y haz tú lo mismo».

 

                                                     (Lc 10,36-37; cfr. 22,32)

 

1. El haber encontrado a Jesús como buen samaritano, capacita al creyente para prolongar sus manos, pies y corazón: "haz tú lo mismo". La experiencia de su misericordia nos hace ser misericordiosos con los demás. Podemos "completar" a Cristo (cfr. Col 1,24), haciendo de buen samaritano con tantos hermanos que han quedado malheridos y olvidados en la cuneta de nuestro caminar. La visibilidad externa de Jesús ya terminó; pero queda siempre su presencia invisible. Nosotros podemos ser signo de esta presencia tan misteriosa como real.

 

2. Los que encontraron a Jesús se sintieron llamados a comunicar a otros la experiencia de ese encuentro inolvidable: "hemos encontrado a Jesús de Nazaret" (Jn 1,45). La experiencia es propiamente irrepetible, pero la autenticidad del encuentro produce una vida coherente que transparenta al Señor. El mismo Jesús invita a ser su huella para otros hermanos: "yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca; y tú, cuando te hayas convertido, confirma a tus hermanos" (Lc 22,32). Es el mejor modo de agradecer su misericordia. Si son dones de Jesús, serán también nuestros en la medida en que los compartamos con los demás. Sin ese compartir, los dones desaparecen.

 

72. Testigos y fragancia de Cristo

 

      Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra».

 

                                           (Act 1,8; cfr. Jn 17,10; 2Cor 2,15)

 

1. Encontrar a Cristo es siempre una sorpresa, porque es él quien tiene la iniciativa y quien escoge el cómo y el cuándo. Y una nueva sorpresa consiste en sentirse llamado para ser testigo de este encuentro. En un primer momento, uno se siente confuso; pero luego va descubriendo que el Señor sólo nos pide poner a su disposición todo lo que tenemos, por poco que sea. Con esta disponibilidad de servicio, todo lo demás lo hace él y el Espíritu Santo enviado por él. Para ser sus testigos, bastaría con dejar entender cómo nos ha tratado él en nuestra pequeñez y debilidades.

 

2. Jesús calificó a los suyos de "gloria" o expresión y signo personal (Jn 17,10). Pablo quería ser y quería dejar en todas partes el "olor de Cristo" (2Cor 2,15). No se trata de cosas extraordinarias, sino de autenticidad. Quien tiene una relación y amistad profunda con una persona, no puede disimularlo. Todos necesitamos intuir en los hermanos una historia de presencia y de amor de Cristo. Cada uno es diferente en sus expresiones psicológicas y culturales, que son secundarias; lo importante es que Jesús es el mismo, y su predilección es irrepetible para cada persona.

 

73. Transparencia de sus llagas

      "Estoy crucificado con Cristo... En adelante, que nadie me moleste, pues llevo sobre mi cuerpo las señales de Jesús".

 

                                          (Gal 2,19; cfr. Gal 6,17; 2Cor 4,10)

 

1. "Entrar" en las llagas de Jesús, es una expresión que han usado frecuentemente los santos, sus amigos. Pablo tenía a gala el llevar impresas en su vida las huellas de la pasión del Señor. Los viajes apostólicos le depararon no pequeños sufrimientos: azotes, pedradas, enfermedades, debilidades, desgaste... (cfr. 2Cor 4,7ss; 11,23-29). Su gloria era la de estar "crucificado con Cristo". Una vida gastada por él no puede menos que dejar sus huellas en el modo de vivir. Pero esas huellas no se contabilizan ni acostumbran a valorarse en el mercado humano, ni incluso en nuestro ambiente "cristiano".

 

2. Una vida que transparente las llagas de Jesús se caracteriza por la sencillez y la alegría, como en Francisco de Asís. Quien vive escondido en las llagas del Señor, participa y transparenta su gozo de resucitado. Quien modela su propia vida en la mirada, los pies, las manos y el corazón de Cristo, va perdiendo toda la chatarra o "basura", como diría Pablo (Fil 3,7-8). Hay demasiados crucifijos de adorno en nuestra vida. Se necesitan cristianos que sean transparencia de las llagas dolorosas y gloriosas de Cristo. Estamos llamados a vaciarnos del falso "yo", para llenarnos de la vida del Señor y hacer de la nuestra una donación como la suya.

 

74. Prolongar sus pies

 

      Ellos salieron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos y confirmando la Palabra con las señales  que la acompañaban.

 

                                           (Mc 16,20; cfr. Mt 28,19; Lc 24,47)

 

1. Jesús necesita de nuestro caminar para acercarse visiblemente a otros hermanos. Y también necesita de nuestras manos y especialmente de nuestro corazón. Nuestras pisadas pueden ser una prolongación de las suyas cuando nos acercamos a un enfermo, a un pobre o a cualquier miembro de la comunidad humana. El limitó su vida mortal a una geografía concreta: la de Palestina y alrededores. Nos encarga ir, en su nombre, a todos los hermanos por quienes él ha dado la vida. Y se queda con nosotros, acompañándonos y esperándonos allí a donde vamos en su nombre.

 

2. Ya durante su vida mortal, Jesús envió a sus discípulos allí "a donde él había de ir" (Lc 10,1). Es que la historia humana es toda ella parte de su misma historia y objetivo de su misión salvífica. A nosotros nos toca prolongarle, ser su "complemento" (Col 1,24). Ni vamos solos ni trabajamos solos. El "coopera" con nosotros, porque la obra es suya. Ha querido necesitar de nuestros pies y de todo nuestro ser, que él ha asumido en el suyo esponsalmente. La misión de prolongarle es continuación de la misma misión que él recibió del Padre (cfr. Jn 20,21).

 

75. Pan partido como él

 

      Jesús les dijo: «No tienen por qué marcharse; dadles vosotros de comer». Dícenle ellos: «No tenemos aquí más que cinco panes y dos peces». El dijo: «Traédmelos acá».

 

                                                    (Mt 14,16-18; cfr. Jn 6,5)

 

1. Para hacerse eucaristía, "pan partido", Jesús necesita de nosotros, de nuestro pan, de nuestro vino y de nuestros gestos de caridad. Podría hacerlo todo él, pero quiere que nosotros ofrezcamos nuestro pequeño todo transformado en gestos de donación y de servicio. Somos pan partido, no cuando damos las sobras, sino cuando nos damos a nosotros mismos con él y como él. Su modo de dar es así: no tiene nada más que dar; por esto se da sí mismo. Es la característica de su amor que quiere que se refleje en nuestra actitud de reaccionar amando: "amad... sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto" (Mt 5,44.48).

 

2. Es fácil dar cosas, especialmente cuando sobran como los trastos viejos. Ser pan partido para los pobres equivale a una actitud de pobreza que se refleja en el desprendimiento de todo. Sólo se puede ir a los pobres con gestos de Jesús: con un corazón pobre porque sólo busca agradar al Padre, y con una vida pobre para sintonizar con los hermanos necesitados. Quien es pobre de verdad, no tiene ni la riqueza de pensar que es pobre. Por esto, no gasta su tiempo en hablar de su pobreza, sino en escuchar, acompañar, colaborar, callar con el silencio activo de donación. Y también sabe desprenderse de las propagandas. Esta pobreza evangélica no se cotiza en el mercado de la moda.

 

76. Misión: comunicar la experiencia de Jesús

 

      Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida... os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo.

 

                                                    (1Jn 1,1-3; cfr. Ef 3,8-9)

 

1. En los escritos del discípulo amado, la palabra "ver" ("contemplar") tiene una connotación de experiencia profunda en la oscuridad de la fe: "ver" a Jesús donde parece que no está. Esta "contemplación" arranca de un corazón enamorado, que descubre a Jesús escondido bajo signos pobres, aunque sean los de un sepulcro vacío (cfr. Jn 20,8). No es una conquista ni un carisma extraordinario, sino un don concedido por Jesús a los pequeños y a los que aman (cfr. Jn 14,21). La experiencia de este don en la propia pobreza, se convierte en el deseo profundo y comprometido de que todos le encuentren: "lo llevó a Jesús" (Jn 1,42).

 

2. No se trata de explicar con palabras la propia "experiencia", sino de invitar a un encuentro que es irrepetible para cada uno. Es el Señor el único que puede comunicar esta fe viva, como conocimiento vivencial, personal y relacional. "La venida del Espíritu Santo convierte a los Apóstoles en testigos o profetas, infundiéndoles una serena audacia que les impulsa a transmitir a los demás su experiencia de Jesús y la esperanza que los anima" (RMi 24). Si el apóstol no tuviera esta experiencia "contemplativa", no podría "anunciar a Cristo de modo creíble" (RMi 91). Saulo, el perseguidor, se convirtió, después del encuentro con Jesús, en su heraldo para todos los pueblos: "a mí, el menor de todos los santos, me fue concedida esta gracia: la de anunciar a las gentes la inescrutable riqueza de Cristo" (Ef 3,8).

 

77. Ven y verás

 

      Felipe se encuentra con Natanael y le dice: «Ese del que escribió Moisés en la Ley, y también los profetas, lo hemos encontrado: Jesús el hijo de José, el de Nazaret». Le respondió Natanael: «¿De Nazaret puede haber cosa buena?» Le dice Felipe: «Ven y lo verás».

 

                                                    (Jn 1,45-46; cfr. 1,39.42)

 

1. Todos tenemos en el fondo del corazón un deje de escepticismo y de duda, además de otras grietas y debilidades. Después de haber experimentado mil veces la cercanía de Jesús en nuestra vida, todavía surgen nubarrones e indecisiones. Es que el encuentro con él se reestrena todos los días, con su presencia y ayuda. Su invitación sigue aconteciendo hoy: "venid y veréis" (Jn 1,39). Los encuentros del pasado se hacen actuales, como si acontecieran de nuevo en nuestra vida ordinaria, pero cada vez más sencillos y auténticos.

 

2. El "sígueme" de Jesús, cuando se ha aceptado vivencialmente, se hace contagioso. Entonces se quiere comunicar a todos la experiencia de su encuentro. Pero es Jesús mismo quien se manifiesta y se comunica: "lo llevó a Jesús" (Jn 1,42). De parte de quien quiere comunicar esta experiencia, debe haber un corazón sin intereses personalistas, como olvidando "el cántaro" de un agua que ya no sirve (cfr. Jn 4,28) y como desapareciendo para que aparezca sólo él (Jn 3,30). De parte de quien es invitado, debe haber una apertura "sin doblez" (Jn 1,47). Los recovecos del corazón transformarían la fe en chapucería o en un cristal opaco. El camino del encuentro es el mismo Jesús, aceptado tal como es, presente y resucitado, "el viviente" (Apoc 1,18), que sigue hablando de corazón a corazón.

 

                            Síntesis para compartir

 

* Las huellas de Jesús resucitado en la historia humana:

      - en los gozos y esperanzas,

      - en las angustias y en el dolor,

      - en la compañía y en la soledad,

      - en el éxito y en el fracaso.

 

* Las huellas de Jesús en la comunidad eclesial:

      - en su palabra viva,

      - en su eucaristía,

      - en los sacramentos,

      - en la comunidad reunida en su nombre,

      - en cada hermano con su vocación y sus carismas.

 

* Nuestra vida, transparencia de la suya:

      - ser huella de Jesús para los demás,

      - prolongar su mirar, hablar y caminar,

      - prolongar su modo de servir y de amar,

      - dejarle transparentarse en nuestra vida, tratando a los demás como hacía él.

 

* ¿Qué obstáculos me impiden descubrir las huellas de Jesús en mi vida y en la de los demás? ¿Tengo el suficiente "sentido" y amor de Iglesia, para descubrir la presencia activa de Jesús en la comunidad eclesial y en sus signos "pobres"? ¿Cómo compartir con los demás las huellas de Jesús y cómo ayudar a otros hermanos a que las descubran en su propia vida?

 

                Líneas conclusivas: El camino hacia el corazón

 

      El camino del encuentro con Cristo sigue la ruta del "corazón". El mismo Jesús se hace "camino", con su mirada, sus pisadas, sus manos y su costado abierto. Todos sus gestos siguen siendo fuente de santidad. Caminar con él es ya un encuentro. Lo importante es que este caminar se convierta en relación interpersonal y conocimiento vivido. Porque por medio de su humanidad "vivificante" (cfr. Ef 2,5), encontramos a Dios Amor.

 

      El camino del corazón lo ha trazado el mismo Jesús por su modo de relacionarse con nosotros. Es un camino que equivale a:

 

      - dejarse mirar y amar por él,

      - dejarse encontrar y acompañar por sus pies de Buen Pastor y amigo,

      - dejarse sanar y guiar por sus manos de Maestro bueno,

      - dejarse conquistar por su costado abierto,

      - abrirse definitivamente a su amor: saberse amado por él, quererle amar del todo y hacerle amar de todos.

 

      Este camino comienza en la propia realidad, en el propio "Nazaret", donde Jesús espera y acompaña como "consorte", es decir, que comparte nuestra suerte. Esa realidad concreta queda entonces abierta a la "vida eterna" (Jn 17,3). Desde la encarnación, el tiempo presente comienza a ser inicio de un encuentro definitivo. "En realidad el tiempo se ha cumplido por el hecho mismo de que Dios, con la encarnación, se ha introducido en la historia del hombre. La eternidad ha entrado en el tiempo" (TMA 9).

 

      En la medida en que uno tenga la audacia de perderse en Cristo, en esa misma medida se gana, recupera y trasciende (cfr. Mt 10,39). La opacidad del egoísmo, al ir desapareciendo, va dejando lugar a la transparencia del amor de Cristo. La vida es hermosa porque se hace huella y prolongación suya para servir a todos los hermanos como lo haría él.

 

      Para vivir este camino, hay que "traerle siempre consigo", como diría Santa Teresa, porque "con tan buen amigo presente, todo se puede sufrir". Poco a poco, la vida se va unificando en el corazón del seguidor de Cristo, porque "un mismo sentimiento tiene los dos" (San Juan de la Cruz). Así era el modo de vivir de Pablo: "mi vida es Cristo" (Fil 1,21; cfr. Gal 2,20). Somos su humanidad prolongada en el tiempo, porque "Cristo es nuestra vida" (Col 3,3).

 

      El camino hacia el corazón, sin descartar la oscuridad ni la debilidad, se hace sencillo:

 

      - por el conocimiento de las propias debilidades sin espantarse,

      - por la confianza inquebrantable en su amor,

      - por la decisión renovada diariamente de amarle del todo y para siempre.

 

      Cada uno debe encontrar unos medios sencillos que indiquen relación: el primer pensamiento al despertar, el trato con las personas como las trataba él, el trabajo hecho como prolongando el suyo de Nazaret... Los signos que él nos dejó para el encuentro, ya los conocemos bien; pero hay que convertirlos en realidad viviente y relacional: su palabra, su eucaristía, sus sacramentos, su comunidad eclesial, sus hermanos que son también los nuestros... Y la señal de haberle encontrado en esos signos, consiste en la necesidad de estar con él sin prisas en el corazón, especialmente aprovechando su presencia eucarística.

 

      Hay que aprender a "comulgar" a Cristo en todo momento. Es la adhesión con fe viva a los misterios de Cristo, prolongados en el espacio y en el tiempo, especialmente durante la celebración y los tiempos litúrgicos. Se comulga a Cristo haciendo de la vida un "fiat" (un "sí") generoso y un "magnificat" (un agradecimiento) gozoso. Cuando llegue el momento oscuro de la cruz, María nos acompañará y nos ayudará a vivir el "stabat" (estar de pie) como una nueva maternidad en el Espíritu.

 

      El primer interesado en el encuentro es el mismo Jesús, que para ello nos ha dejado sus signos. Es el quien, como Dios hecho hombre, tiene la iniciativa de salir al encuentro. "Si por una parte Dios en Cristo habla de sí a la humanidad, por otra, en el mismo Cristo, la humanidad entera y toda la creación hablan de sí a Dios, es más, se dan a Dios. Todo retorna de este modo a su principio. Jesucristo es la recapitulación de todo (cfr. Ef 1,10). Si Dios va en busca del hombre, creado a su imagen y semejanza, lo hace porque lo ama eternamente en el Verbo y en Cristo lo quiere elevar a la dignidad de hijo adoptivo... El Hijo de Dios se ha hecho hombre, asumiendo un cuerpo y un alma en el seno de la Virgen, precisamente por esto: para hacer de sí el perfecto sacrificio redentor" (TMA 6).

 

      El cuerpo resucitado de Jesús sigue siendo el camino hacia la verdad y la vida, que están en él (cfr. Jn 14,6), porque "todo lo que se verifique en la carne de Cristo, nos es saludable en virtud de la divinidad a ella unida" (Santo Tomás). Por esto, cada acción de Jesús produce una gracia que nos asemeja a su realidad y nos transforma en él. El sigue presente, asumiendo nuestra historia como parte de la suya, como "primogénito entre muchos hermanos" (Rom 8,29).

 

      A partir de esta experiencia de Jesús, que es un don suyo, ya sólo se quiere vivir siempre con él, por él, en él y para él, como si él se prolongase y proyectase en nosotros y en los demás hermanos. En la vida real y concreta, se busca la identificación con él, porque ya no se quiere saber nada más, sino en relación con él (cfr. 1Cor 2,2). Nos basta él, que vive en cada hermano y que es el centro de la creación y de la historia. Otro deseo bastardo, ya no interesa. Entonces la humanidad y la creación se van construyendo en la hermosura querida por Dios Amor, sin los utilitarismos que destruyen el ser humano y el universo.

 

      Imitar a Cristo equivale a entregarse a él para que viva en nosotros. Se busca vivir de "sus sentimientos" (Fil 2,5). La vida se hace "paso" con él, porque "Cristo es nuestra Pascua" (1Cor 5,7). Así es "el pleno conocimiento de él" (Ef 1,17), que rehace la mentalidad cristiana desde sus raíces. Es lo que pedían los santos: "Jesús, que vives en María, ven y vive en tus siervos, por tu Espíritu, para gloria del Padre" (San Juan Eudes).

 

      Un corazón auténtico no se resiste ante las llagas abiertas del Señor. El diálogo con él se hace charla familiar y mirada mutua en el silencio de la donación. Ya se puede caminar por la vida con la mirada fija en él. El costado abierto de Cristo es morada para todos. Sus heridas son biografía nuestra. Su amor y el nuestro son siempre amor nuevo, que se estrena continuamente.

 

      Hay que decidirse a entrar en ese corazón abierto, invitados por su mirada y por los gestos salvíficos de sus pies y de sus manos llagadas y gloriosas. Desde ahí, ya es posible mirar, caminar, obrar y amar como él. Y encontraremos siempre hermanos que, con su consejo y experiencia, nos ayudarán en el mismo camino.

 

      El impulso del camino lo sostiene él: mostrándonos sus pies, manos y costado abierto, nos comunica el Espíritu Santo para vaciarnos de nosotros mismos y de nuestro falso "yo", y llenarnos de él. La misión que Jesús recibió del Padre pasa a nosotros a través de su cuerpo llagado y glorioso. Esta misión de amor necesita la transparencia de nuestra crucifixión con él.

 

      En el cuerpo crucificado y resucitado de Jesús han quedado impresas las huellas de las manos de todo ser humano, de toda cultura y de todo pueblo. A veces han sido manos que le han crucificado; pero el amor de su corazón ha transformado la crucifixión en resurrección, el pecado en justificación, el trabajo en nueva creación. Las guerras y los odios han quedado vencidos por el amor de un Dios crucificado.

 

      Nuestra biografía y la de toda la historia humana se continúa escribiendo en su cuerpo de resucitado, que se nos hace camino y amigo, por sus pies, manos y costado abierto. En su corazón cabemos todos y ahí hemos de llegar todos, si no dejamos de caminar. Basta con dejarse mirar por él y hacer de la vida un "sí" como el de María (Lc 1,38).

 

      Hay muchas personas que, como nosotros, necesitan encontrar las huellas de Jesús en su propia vida. Todos podemos ser, para los demás, esas huellas de luz y aliento. Bastaría con mirar, escuchar, acompañar ayudar como lo haría él. Porque efectivamente es él quien vive en nosotros. Por el saludo María, Jesús santificó a Juan Bautista cuando todavía estaba en el seno de su madre, santa Isabel (Lc 1,44). Hoy sigue salvando el mundo por medio de nuestro modo de mirar, acompañar, escuchar, hablar, ayudar, darse... María es "la Madre del amor hermoso, la estrella que guía con seguridad los pasos de la Iglesia al encuentro del Señor" (TMA 59).

 

                              Documentos y siglas

 

AG    Ad Gentes (C. Vaticano II, sobre la actividad misionera).

 

CEC   Catechismus Ecclesiae Catholicae (Catecismo "universal", 1992).

 

CFL   Christifideles Laici (Exhortación apostólica de Juan Pablo II, sobre la vocación y misión de los laicos: 1988)

 

DV    Dei Verbum (C. Vaticano II, sobre la revelación).

 

DM    Dives in Misericordia (Encíclica de Juan Pablo II, sobre la misericordia: 1980).

 

DEV   Dominum et Vivificantem (Encíclica de Juan Pablo II, sobre el Espíritu Santo: 1986).

 

DV    Dei Verbum (C. Vaticano II, sobre la revelación).

 

EN    Evangelii Nuntiandi (Exhortación Apostólica de Pablo VI, sobre la evangelización: 1975).

 

GS    Gaudium et Spes (C. Vaticano II, sobre la Iglesia en el mundo).

 

LE    Laborem Excercens (Encíclica de Juan Pablo II, sobre el trabajo: 1981)

 

LG    Lumen Gentium     (C. Vaticano II, sobre la Iglesia).

 

TMA   Tertio Millennio Adveniente (Carta Apostólica de Juan Pablo II, sobre el Jubileio del año 2.000).

 

PDV   Pastores Dabo Vobis (Exhortación Apostólica postsinodal de Juan Pablo II sobre la formación de los sacerdotes: 1992).

 

PO    Presbyterorum Ordinis (C. Vaticano II, sobre los presbíteros).

 

RH    Redemptor Hominis (Primera encíclica de Juan Pablo II: 1979).

 

RM    Redemptoris Mater (Encíclica de Juan Pablo II, sobre el Año Mariano: 1987).

 

RMi   Redemptoris Missio (Encíclica de Juan Pablo II, sobre el mandato misionero: 1990).

 

SC    Sacrosantum Concilium (C. Vaticano II, sobre la liturgia).

 

SD    Salvifici Doloris (Exhortación Apostólica de Juan Pablo II, sobre el sufrimiento: 1984).

 

VS    Veritatis Splendor (Encíclica de Juan Pablo II, sobre la doctrina moral de la Iglesia: 1993).

 

                              Indice de materias

Admiración: n.49.

Agua viva: nn. 55, 57.

Alegría: n. 52.

Amor: nn. 7, 9, 23, 42, 45, 54, 56, 69 (ver: caridad).

Amistad: nn. 8, 30, 41, 54 (ver: fraternidad).

Anunciación (ver: María).

Apóstoles: nn. 67, 74, 76 (ver: misión).

Ascensión: n. 68.

Bautismo: nn. 17, 57-58.

Belén: nn. 16, 29.

Bienaventuranzas: n. 75.

Buen samaritano: n. 23 (ver: misericordia).

Calvario: nn. 14, 31, 44-45, 55.

Camino: nn. 18-19, 30, 61.

Caridad: nn. 7, 23, 42, 54, 60, 69, 75 (ver: amor).

Castidad: n. 45 (ver: virginidad).

Celo apostólico: nn. 18, 22.

Cenáculo: n. 33.

Ciegos: n. 35.

Compasión: nn. 6, 48 (ver: misericordia).

Confianza: nn. 26, 37-38 (ver: esperanza).

Contemplación: nn. 53, 56, 63, 65, 76.

Conversión: n. 12.

Corazón de Jesús: nn. 6, 47-59.

Corazón de María: n. 59.

Corona de espinas: n. 13.

Creación: n. 49.

Crucifixión: nn. 31, 45.

Cruz: nn. 31, 43-45, 51, 64.

Cultura: n. 40.

Curación: nn. 26, 35.

Desierto: n. 17.

Dificultades: nn. 62-63.

Dolor: nn. 9-10, 48, 51.

Emaús: nn. 33, 61.

Encarnación: n. 22 (ver: Verbo, María).

Enfermos: nn. 26, 35.

Enseñanza: nn. 34,40.

Escatología: n. 68.

Esperanza: nn. 38, 68.

Espíritu Santo: nn. 14, 46-47, 52, 57, 59.

Examen: nn. 5, 7, 27.

Experiencia de Dios: n. 76 (ver: contemplación).

Eucaristía: nn. 11, 33, 42, 66, 68, 75.

Familia: nn. 29,41.

Fe: nn. 32, 36, 46, 56, 58, 63, 76.

Fiesta (ver pascua, sábado).

Fortaleza: n. 37.

Fracasos: n. 64.

Fraternidad: nn. 42, 60, 69-70 (ver: amistad, caridad, familia).

Filiación adoptiva: n. 54.

Gozo: n. 52.

Gracia: n. 36 (ver: Espíritu Santo, filiación, inhabitación).

Gratitud: n. 11.

Higuera estéril: n. 27.

Historia: nn. 31-32, 44, 47.

Huellas de Cristo: nn. 60-77 (ver: pies).

Humildad: nn. 7, 39, 41, 47.

Iglesia: n. 57.

Infancia: n. 39.

Inhabitación: n. 53.

José: nn. 14, 16, 34.

Joven rico: n. 2.

Juan evangelista: n. 53.

Lágrimas: nn. 8-9, 21.

Lázaro: n. 8.

Leprosos: n. 35.

Leví: n. 3.

Libertad: n. 43.

Llagas: nn. 31, 45, 55, 73.

Llanto: nn. 8-9, 21.

Magdalena: nn. 21,32, 63, 70.

Mandato del amor: nn. 23, 69.

Manos de Jesús: nn. 34-46.

Mansedumbre: n. 47.

María Magdalena (ver: Magdalena).

María de Betania: nn. 24-25.

María Virgen: nn. 6, 14, 16, 34-35, 40, 44, 47, 59.

Marta: nn. 24-25.

Mateo: n. 3.

Maternidad: n. 48.

Miradas de Jesús: nn. 1-15.

Misericordia: nn. 3, 11, 23, 37 (ver: compasión).

Misión: nn. 46, 57, 67, 70-77.

Nazaret: nn. 17, 28, 70, 77.

Niños: n. 39.

Obediencia: n. 43.

Oración: 1, 11, 17, 20, 24, 52-53, 56, 63, 76 (ver: contemplación).

Oveja perdida: n. 22.

Pablo: nn. 61, 67, 72-73.

Padre nuestro: nn. 43, 52 (ver: oración).

Palabra de Dios: nn. 36, 40, 43, 61, 65.

Pan partido: nn. 42, 61, 75 (ver: eucaristía).

Pascua: n. 30 (ver: pasión, resurrección).

Pasión: nn. 13-14, 31, 43-45, 55.

Paso de Jesús: nn. 4, 19, 28.

Paz: n. 5.

Pecado: nn. 9, 12, 21, 37, 44, 51.

Pedro: nn. 12, 37.

Penitencia: n. 12.

Pentecostés: n. 57.

Pequeños: nn. 22, 39, 52.

Perdón: nn. 9, 12, 21, 45, 46.

Perfección: nn. 2, 56.

Pies de Jesús: nn. 16-33, 74.

Pisadas de Jesús (ver: pies).

Pobres: n. 75 (ver: pobreza).

Pobreza: nn. 2, 7, 20, 52, 75.

Predicación: n. 18.

Presencia de Jesús: nn. 5, 31, 33, 41, 60-77.

Providencia (ver: confianza, creación, historia).

Queja: n. 50.

Reconciliación (ver: perdón).

Reparación: n. 51 (ver: misericordia, perdón).

Resurrección: nn. 32, 36, 46, 64, 67-68, 77.

Rostro de Jesús: nn. 1-15.

Sábado: n. 10.

Sacrificio: nn. 17-18, 66.

Salvación: n. 55.

Samaritana: n. 20.

Sanación: nn. 26, 35.

Sangre de Jesús: n. 55.

Santidad: n. 2, 56 (ver: perfección).

Sed: n. 20.

Seguimiento evangélico: nn. 1-2, 7, 30, 77.

Sembrar: nn. 18, 40.

Semilla: n. 40.

Sepulcro vacío: n. 63.

Servicio: n. 41.

Silencio: n. 61.

Solidaridad: n. 42.

Sufrimiento: 9, 10, 48, 51.

Tabor: n. 15.

Tempestad: nn. 38, 62.

Testigos: n. 72.

Testimonio: nn. 72-73.

Tiempo: n. 21 (ver: historia).

Trabajo: nn. 34, 40.

Transfiguración: n. 15.

Trinidad: nn. 15, 54.

Tristeza: nn. 10, 51.

Unción: nn. 21, 25.

Verbo: nn. 13, 16, 40.

Vida apostólica: n. 7 (ver: Apóstoles).

Virginidad (ver: castidad, María Virgen).

Vocación: nn. 1-3, 7, 77.

Zaqueo: n. 4.

 

                         Citas evangélicas comentadas

 

Mateo:

 

1,16: n. 44.

2,11: n. 16.

4,1: n. 17.

4, 18: n. 19.

4,23: n. 18.

5,48: n. 75.

6,9: n. 52.

8,3: n. 35.

8,10: n. 49.

8,26: n. 18.

9,9ss: n. 3.

9,22: n. 5.

9,36: n. 6.

11,12-13: n. 27.

11,26: n. 47.

11,28-29: nn. 47, 58.

13,4: n. 40.

13,55: n. 34.

14,14: n. 6.

14,16: n. 75.

14,19: nn. 11, 42.

14,27: n. 62.

15,30: n. 26.

15,32: n.48.

17,2: n.15.

17,5: n. 40.

18,1ss: n. 39.

18,12: n. 22.

18,20: nn. 60,69.

18,33: n. 23.

19,13-15: n. 39.

19,21: n.2.

19,29: n. 38.

20,17: n. 30.

25,35.43: n. 29.

25,36: n. 26.

25,40: nn. 45, 60.

26,26: nn. 42, 66.

26,37-38: n. 51.

26,67-68: n. 13.

27,30: n. 13.

27,35: nn. 31, 45.

28,9: n. 32.

28,19: n. 74.

28,20: nn. 67, 63.

 

Marcos:

 

1,14: n. 18.

1,41: n. 35.

2,14: n. 3.

2,41: n. 16.

3,5: n. 10.

3,10: n. 26.

4,3: n. 40.

4,39: n. 38.

5,30-32: n. 5.

5,41: n. 36.

6,3: n. 34.

6,6: n. 49.

6,34: n. 6.

6,41: n. 11.

6,50: n. 62.

7,6: n. 50.

9,2: n. 15.

10,16: n. 39.

10,21: n. 2.

10,23-28: n. 7.

10,23-28: n. 30.

14,22: nn. 42, 66.

14,33-34: n. 51.

14,65: n. 13.

15,20: nn. 31, 45.

16,15: n. 74.

16,20: n.67.

 

Lucas:

 

1,38: conclusión.

1,48: I, presentación.

2,7.12: n. 59.

2,35: nn. 45, 59.

2,49: n. 43.

2,52: n. 34.

4,1: n. 17.

4,30: n. 28.

4,40: n. 35.

4,43-44: n. 18.

5,5: n. 64.

5,12: n. 27.

5,13: n. 35.

5,2728: n. 3.

6,10: n. 10.

7,13-15: n. 36.

7,38.47: nn. 21, 25.

8,1: n. 18.

8,5-15: n. 40.

8,24: n. 38.

8,47: n. 5.

9,16: n. 11.

9,29: n. 15.

9,51: n. 30.

9,53: n. 29.

10,1: n. 74.

10,21: n. 52.

10,30.37: n. 23.

10,38: n. 71.

10,39: n. 24.

13,6-9: n. 27.

15,4: n. 22.

15,20: n. 48.

18,15: n. 39.

18,22: n. 2.

18,24: n. 7.

18,31: n. 30.

19,5-10: n. 4.

19,41-44: n. 9.

22,19: nn.42, 46.

22,24: n. 41.

22,27: n. 41.

22,32: n. 71.

22,42-44: n. 51.

22,54: n. 43.

22,61: n. 12.

22,64: n. 13.

23,33-34: nn. 31, 45.

24,15: n. 33.

24,28-32: n. 61.

24,39: nn. 32, 46.

24,47: n. 74.

 

Juan:

 

1,11: n- 10.

1,14: n. 16.

1,36: n. 19.

1,38-47: nn. 1, 34, 42, 76, 77.

2,5: n. 14.

3,5: n. 15.

3,16: n. 54.

4,6: n. 20.

6,5: n. 75.

6,11: nn. 11,42.

6,15: n. 28.

6,20: n. 62.

6,23: n. 20.

6,35: n. 62.

6,51: n. 18.

6,57: n. 42.

6,63-68: n. 65.

7,37-39: n. 55.

8,12: n. 18.

10,3-4: n. 22.

10,16: n. 22.

10,39: n. 28.

11,3: n. 27.

11,16: n. 30.

11,28: n. 24.

11, 32: n. 24.

11, 33-35: n. 8.

11,54: n. 28.

12,3: n. 25.

12,24: n. 64.

12,27: n. 51.

12,36: n. 28.

12,37: n. 10.

12,43: n. 28.

13,1: nn. 14, 31, 55.

13,5.15: n. 41.

13,16: n. 39.

13,23-25: n. 53.

13,34-35: nn. 23, 69.

14,6: n. 18.

14,21: nn. 53, 63.

14,23: n. 53.

15,2ss: n. 54.

15,5: n. 7.

15,9: nn. 14, 53.

15,11: n. 52.

15,13-16: n. 54.

16,22: n. 52.

17,1: n. 11.

17,10: n. 72.

17,13: n. 52.

17,23: n. 69.

18,11: n. 51.

18,12: n. 43.

19,3: n. 13.

19,17: n. 44.

19,18: nn. 31, 45.

19,25: n. 45.

19,26-27: n. 14.

19,34: nn. 55,57.

19,37: n. 56.

20,7: n. 63.

20,16: nn. 32, 63.

20,17: n. 70.

20,20-23: nn. 46, 57.

20,27: n. 58.

21,3-7: nn. 61, 64.

 

                                Indice general

 

Contenido

 

Introducción: Las etapas de un camino.

 

I. EL EVANGELIO REFLEJADO EN SU MIRADA

 

Presentación.

1: Mirada que invita a seguirle. 2: Mirada a un joven. 3: Mirada a Leví. 4: Mirada a Zaqueo. Mirada a los que le rodean. 6: Mirada de compasión. 7: Mirada que examina de amor. 8: Llanto por el amigo muerto. 9: Llanto ante Jerusalén. 10: Mirada de tristeza. 11: Mirada de gratitud. 12: Mirada de perdón. 13: Rostro ultrajado. 14: Mirada a su Madre y nuestra. 15: Rostro glorioso.

Síntesis para compartir.

 

II. EL EVANGELIO REFLEJADO EN SUS PIES

 

Presentación.

16: Pies de niño. 17: Hacia el desierto. 18: De camino para predicar. 19: De paso. 20: Esperando. 21: Llorar a sus pies. 22: Buscando la oveja perdida. 23: Los pies del buen samaritano. 24: Sentarse a sus pies. 25: Pies ungidos. 26: Consuelo para los enfermos. 27: Buscando un fruto que no existe. 28: Se fue. 29: Peregrino y sin hogar. 30: De camino hacia la Pascua. 31: Pies crucificados. 32: Gloriosos. 33: En nuestro camino de Emaús.

Síntesis para compartir.

 

III. EL EVANGELIO REFLEJADO EN SUS MANOS

 

Presentación.

34: Manos de trabajador. 35: Manos que sanan. 36: Manos que devuelven a la vida. 37: Manos que fortalecen. 38: Manos que calman la tempestad. 39: Manos que bendicen y acarician. 40: Manos que siembran y enseñan. 41: Manos que lavan los pies. 42: Manos que parten el pan. 43: Manos atadas. 44: Manos que cargan con el madero. 45: Manos clavadas en la cruz. 46: Manos gloriosas de resucitado.

Síntesis para compartir.

 

IV.  EL EVANGELIO ESCRITO EN SU CORAZON

 

Presentación.

47: Corazón manso y humilde. 48: Compasivo. 49: Admiración. 50: Queja. 51: Tristeza. 52: Gozo. 53: De corazón a corazón. 54: Declara su amistad. 55: Corazón abierto. 56: Contemplarlo con la fe. 57: Comunica el Espíritu. 58: Invita a entrar. 59: El corazón de su Madre y nuestra.

Síntesis para compartir.

 

V. SUS HUELLAS EN MI VIDA

 

Presentación.

60: En los hermanos. 61: En mi camino. 62: En la tempestad. 63: En el sepulcro vacío. 64: En los fracasos. 65: En sus palabras de vida. 66: En la Eucaristía. 67: Presencia activa y permanente. 68: En la esperanza. 69: En medio nuestro. 70: Ve a mis hermanos. 71: Ser su huella. 72: Testigos. 73: Transparencia de sus llagas. 74: Prolongar sus pies. 75: Pan partido como él. 76: Misión: comunicar la experiencia de su encuentro. 77: Ven y verás.

Síntesis para compartir.

 

Líneas conclusivas: El camino hacia el corazón

 

Documentos y siglas

 

Indice de materias

 

Citas evangélicas comentadas

 

Indice general

VOCACION: A LA SORPRESA DE DIOS...

Don, iniciativa y sorpresa

     La llamada de Dios al sacerdocio, como toda llamada, es un don suyo, que se hace sentir al tiempo de Dios, cuando, donde y cómo él quiere. Es siempre una llamada que se fraguó en el corazón de Dios desde toda la eternidad, como "amor eterno" (Jer 31,3) y como elección en Cristo desde "antes de la creación del mundo" (Ef 1,4).

     Toda llamada divina llega de modo sorprendente, como el "sígueme" que Jesús pronunció invitando a Mateo el publicano (Mt 9,9) o al joven rico  (Mc 10,21). El primer momento produce incluso un cierto temor, ante lo inesperado, como en el caso de la Santísima Virgen (Lc 1,29).

 

Las primeras señales

     Esta llamada comenzó a ser realidad concreta "desde el seno de la madre" (Is 49,1; Gal 1,15), pero es una "gracia" que se irá manifestado en el momento oportuno, en la infancia, en la juventud o en edad adulta. Para Pablo, el perseguidor, fue en el camino de Damasco, y a esa gracia respondió "sin hacer esperar" (Gal 1,16).

     El "tiempo" de la vocación es un tiempo de gracia, un "tiempo oportuno" (2Cor 6,1). Si los efectos de esta llamada comienzan a manifestarse desde el seno de la madre, podrá dejarse sentir ya desde la infancia. Pero precisamente porque la vocación es un don gratuito de Dios, el tiempo de una clara manifestación puede darse en cualquier momento de la vida. De aquí que se hable también de vocación sacerdotal de personas adultas. Los Apóstoles fueron llamados así y, por esto, Jesús les hizo comprender que la llamada era una declaración de amor e iniciativa suya: "No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros" (Jn 15,16).

 

Las indicaciones de "Pastores dabo vobis"

     Según "Pastores dabo vobis", el "misterio de la vocación" sacerdotal se manifiesta en un dinamismo de "buscar a Jesús, seguirlo y permanecer con El" (PDV 34). En la vocación tiene lugar "un inefable diálogo entre Dios y el hombre", que consiste en el encuentro entre "el don gratuito de Dios y la libertad responsable del hombre" (PDV 36).

     Es toda la Iglesia la que se siente responsable de que esta vocación sacerdotal se realice a su debido tiempo. Por esto "en su misión educativa, la Iglesia procura con especial atención suscitar en los niños, adolescentes y jóvenes, el deseo y la voluntad de un seguimiento integral y atrayente de Jesucristo" (PDV 40).

     La "opción fundamental" por Cristo, en el camino del sacerdocio, para ser su signo personal o su transparencia, supone una cierta madurez, que se traduce en actitud relacional de encuentro, seguimiento y misión. Si la vocación sacerdotal es una declaración de amor (Mc 3,13; Jn 15,9), la respuesta debe darse en esta misma línea de amor y entrega incondicional: "permaneced en mi amor" (Jn 15,9).

     El sentido esponsal de la vocación sacerdotal, acentuado repetidamente en "Pastores dabo vobis" (nn. 22-23), podrá ser captado y vivido principalmente por jóvenes capaces de comprender el enamoramiento para toda la vida. Quien se enamora así de Cristo, comprende que la llamada sacerdotal, "al estilo de los Apóstoles" (PDV 42,60), incluye la actitud que manifestó San Pedro en nombre de todos: "nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido" (Mt 19,27). Es a partir de este enamoramiento, que se llamará caridad pastoral, cuando se podrán comprender y vivir las exigencias sacerdotales de contemplación, perfección y misión.

 

El ejemplo y el acompañamiento de María

     María será siempre el modelo y la guía en este camino vocacional. Ella influyó en la santificación de Juan Bautista, cuando el Precursor estaba todavía en el seno de Isabel (Lc 1,41-44). El ejemplo de fe de María influyó en la fe y en el seguimiento de los Apóstoles (Jn 2,11-12). Y María estaba también activamente presente en el Cenáculo cuando los Apóstoles con otros discípulos se preparaban para recibir el Espíritu Santo (Act 1,14).

     En todo momento del despertar vocacional y de la formación inicial y permanente, María está presente de modo activo y materno. "En íntima unión con Cristo, María, la Virgen Madre ha sido la criatura que más ha vivido la plena verdad de la vocación, porque nadie como Ella ha respondido con un amor tan grande al amor inmenso de Dios" (PDV 36). "Con su ejemplo y mediante su intercesión, la Virgen santísima sigue vigilando el desarrollo de las vocaciones y de la vida sacerdotal en la Iglesia" (PDV 82).

                                           Juan Esquerda Bifet

Jueves, 16 Marzo 2023 11:30

CONCLUSION: "Creo en la vida eterna"

CONCLUSION: "Creo en la vida eterna"

     A Dios no se le conquista. Es él mismo quien se da gratuitamente. Comienza a "ver" a Dios quien abre su corazón al amor. Quien se cierra en sí mismo o mancha su dignidad humana embruteciéndola con la posesión abusiva de los dones que son de toda la humanidad, no acierta a ver a Dios, ni en la creación ni en los hermanos ni en su corazón. Para empezar a "ver al Invisible" (Heb 11,27), hay que vivir de una convicción de fe que lleve a compromisos concretos: "creo en la vida eterna",

     Somos muchos los que decimos que "creemos" en Dios. Pero no en todos los creyentes aparecen los signos claros de esta fe. Creer en Dios supone vivir en un dinamismo de encuentro familiar con él, "nuestro Padre". Quien vive así, no se contenta con los velos de la fe ni con los dones pasajeros de esta vida, sino que aspira a una visión y encuentro, personal y universal, pleno y definitivo. El "Credo", que recitamos todos los cristianos y que profesa la realidad profunda de Dios Amor y de Jesucristo Salvador, termina con esta expresión a modo de síntesis sapiencial: "creo en la vida eterna".

     La vida cristiana es auténtica cuando se convierte en un "sí", un "amén", de todo lo afirmado en el "Credo". Este "sí" es personal, porque nadie nos puede suplir en el momento de decirlo y de vivirlo. Pero es también comunitario, porque refleja un corazón unificado por el amor a Dios y a toda la humanidad.

     Caminamos hacia una "vida eterna" (Mt 19,29), una vida que ya no será efímera, sino definitiva. Nuestros nombres se van inscribiendo en "el libro de la vida" (Apoc 20.15), en la medida en que vivimos el presente según la verdad y el amor, que no tienen fronteras. La vida eterna no es escapar del tiempo, sino salvar el tiempo trascendiéndolo, es decir, amándolo de verdad.

     La vida presente es siempre un don irrepetible de Dios Amor, que nos ensaya para pasar a vivir de su misma vida. Mientras tengamos un momento de vida presente, vale la pena vivirla. Por esto la vida es siempre sagrada y estamos llamados a respetarla y amarla, en nosotros y en los demás. Sólo Dios es dueño de la vida. Y sólo él puede transformar nuestra vida en vida eterna de encuentro, visión y donación plena. Si compartimos los dones de Dios con todos los hermanos, este amor romperá las fronteras del tiempo para convertirlo en eternidad. La fe se nos hará visión, en la medida en que la sepamos vivir y compartir sin fronteras.

     San Benito resume la espiritualidad y perfección en este lema: "desear fervientemente la vida eterna" (Regla). Así sus monasterios se convirtieron en centros de piedad, trabajo, cultura, vida familiar y progreso. En aquellos tiempos, en torno a los monasterios, como en torno a las catedrales, surgieron pueblos y ciudades que cifraban su felicidad en el compartir con los demás hermanos peregrinos hacia la vida eterna. Cuando disminuyó esta dinámica de fe, esperanza y caridad, las ciudades y pueblos se convirtieron en centros de poder, competencias, luchas y divisiones. Sólo los santos, por su deseo de vida eterna, han sabido construir la ciudad temporal, respetando la autonomía de las cuestiones técnicas y marcando fuertemente la línea del mandato del amor.

     Cuando decimos "fe", los cristianos queremos decir adhesión personal a Cristo y compromiso para poner en práctica su mensaje. La "inserción" de Cristo en el mundo tiene sentido de "fermento" (Mt 13,33), que transforma lo temporal en vida eterna. La trascendencia de la fe, que apunta al más allá, nos sitúa en una inserción que transforma la humanidad entera y la creación hasta "recapitular todas las cosas en Cristo" (Ef 1,10).

     Cuando afirmamos en el corazón y en la comunidad litúrgica, "creo en la vida eterna", trazamos un hito nuevo en la ruta de nuestro caminar de peregrinos. "Creemos lo que no vemos, para merecer, por la fe, llegar a ver lo que creemos" (San Agustín).

     Todo "discípulo amado" de Cristo puede descubrir en cualquier situación histórica, también en un sepulcro vacío o en el trabajo de todos los días, las huellas de Cristo resucitado: "vio y creyó" (Jn 20,8); "es el Señor" (Jn 21,7). Son estos discípulos de Cristo los que se convierten en testigos del Invisible. La fe vivida en el servicio de todos los días, se contagia a los hermanos, ayudándoles a vivir la fe en la presencia de Cristo escondido en el seno de María y en los signos pobres de la Iglesia: "Bienaventurada tú que has creído, porque se cumplirá lo que se te ha dicho de parte del Señor" (Lc 1,45). Entonces "la claridad de Cristo resplandece sobre la faz de la Iglesia" (LG 1).

     Elaborar y compartir el "pan nuestro de cada día" (Mt 6,11), a ejemplo de Jesús en Emaús, es el camino para ver a Dios. "Así por fin, se cumple verdaderamente el designio del Creador, al hacer al hombre a su imagen y semejanza, cuando todos los que participan de la naturaleza humana, regenerados en Cristo por el Espíritu Santo, contemplando unánimes la gloria de Dios, puedan decir: 'Padre nuestro'" (AG 7).

     En este camino hacia la visión de Dios, hay que convertir la vida en "pan partido". Dando a Dios esta "gloria", llegaremos a ver y participar de su "gloria", como María, "la mujer vestida de sol" (Apoc 12,1). "María, Madre de Misericordia, cuida de todos para que no se haga inútil la cruz de Cristo, para que el hombre no pierda el camino del bien, no pierda la conciencia del pecado y crezca en la esperanza en Dios, 'rico en misericordia' (Ef 2,4), para que haga libremente las buenas obras que él le asignó y, de esta manera, toda su vida sua 'un himno a su gloria' (Ef 1,12)" (VS 120).

 

 

 

     VI.UN ENSAYO PARA VER AL INVISIBLE: AMAR MAS A LA CREACION Y A LOS HERMANOS

     1. Cada hermano es una historia de amor

     2. El gozo de vivir: ¡bienaventurados!

     3. Sembrar y construir la paz definitiva

     Meditación bíblica.

 

1. Cada hermano es una historia de amor

     El camino y la escuela para "ver" a Dios es el amor incondicional a todos y a cada uno de los hermanos. Ya en esta tierra, encuentra filialmente a Dios sólo quien le descubre en los demás. "Dios" no es una simple palabra ni una simple idea, sino el Amor hecho relación de donación entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Se comienza a "conocer" a Dios y a aceptarlo, cuando la vida se hace relación de donación. Quien se cierra en sí mismo, niega a Dios, prescinde de él o hace de él un mero adorno. "El que no ama a su hermano, a quien ve, no es posible que ame a Dios a quien no ve" (1Jn 4,20).

     Dios es "alguien" que sale a nuestro encuentro para relacionarse con nosotros a través de las criaturas, los acontecimientos y las personas. Aunque "a Dios no le ha visto nadie" (Jn 1,18), es él quien se deja entrever viviendo en nosotros y en medio de nosotros. "Si amamos a Dios, él permanece con nosotros" (1Jn 4,12).

     No ha habido nadie en la historia que no haya experimentado la evidencia del pasar de las cosas y de las personas. El problema que todos se plantean, con soluciones diversas e incluso opuestas, es el del sentido de ese "pasar" que llamamos "contingencia". Ningún ser del cosmos tiene origen en sí mismo. Si todo pasa, ¿habrá una vida permanente?. La respuesta cristiana es el amor. Quien ama, pasa de la contingencia a la trascendencia, porque comienza ya a entrar en la vida eterna de Dios. "Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos!" (1Jn 3,14).

     Nuestros deseos más hondos no llegan nunca, en esta tierra, a la plena satisfacción. Todo va esfumándose en el tiempo. Y mientras poseemos algo bello y bueno, no deja de asaltarnos el temor de que todo se nos puede arrebatar. Pero podemos constatar otra experiencia profunda: cuando hacemos de nuestra vida una donación, a veces desde nuestra pobreza, entonces brota en nuestro interior una convicción de que aquel gozo de la donación se abre al infinito. En este momento comienza a vibrar en nosotros la imagen divina que el mismo Dios ha impreso en nuestro corazón. Nuestra historia definitiva se va construyendo en el amor.

     Este paso hacia el amor, donde encontraremos a Dios, no sería posible sin la convicción de que él nos ama y nos llama capacitándonos para dar el salto al infinito. "Es él quien nos ha amado primero" (1Jn 4,12), porque, desde la eternidad, "nos ha elegido en Cristo". haciéndonos participar en su misma "filiación", gracia a la donación sacrificial de Cristo ("por su sangre") y a la "prenda del Espíritu" de amor, que, como "señal" imborrable, ha impreso en nuestro interior (Ef 1,3-14).

     Cada ser humano es hermano nuestro; su historia es una historia de amor que comenzó eternamente en el corazón de Dios. Por esto, cada hermano está llamado a realizarse amando y a pasar a la misma vida eterna de Dios.

     Cada uno es, para los demás, un signo y estímulo del amor: anuncia que Dios ama a cada ser humano de modo irrepetible, y que cada uno puede y debe realizarse amando. La alegría del corazón y de la convivencia humana nacen de este anuncio expresado en respeto, servicio, escucha y colaboración, solidaridad (Rom 13,8).

     La presencia amorosa de Dios en la historia es un juicio permanente sobre nuestro amor. Si amamos, le descubrimos presente en todo y en todos. Nos juzga el Amor. Un día este juicio será definitivo, personal y comunitariamente. "A la tarde te examinarán en el amor" (San Juan de la Cruz, Avisos).

     Frecuentemente los que se dicen "ateos" o "agnósticos", es que vislumbran que, de aceptar la realidad de Dios, habrían de cambiar radicalmente su vida de relaciones personales. Por esto critican a los que creen en Dios cuando éstos no son consecuentes con su fe. El "Dios" de adorno, que no compromete a amar, no existe. Creer en Dios equivale a relacionarse responsablemente con Dios y con los hermanos.

     A las comunidades eclesiales primitivas, San Juan les escribe, desde la isla de Patmos, que se han enfriado en "el primer amor" (Apoc 2,4). Este es el riesgo de toda época histórica. Por esto Dios permite persecuciones y sufrimientos, para purificar a su Iglesia "esposa" de Cristo. Cada comunidad y cada creyente, como consortes de Cristo, deben aprender a correr esponsalmente su misma suerte, reaccionando con amor, y "lavar su túnica en la sangre del Cordero" (Apoc 7,14). No se podría llegar al encuentro definitivo con Cristo (a las "bodas"), si la esposa no estuviera todo ella "vestida de sol" como María (Apoc 12,1). La purificación, "como el oro en el crisol" (Apoc 3,18), si no termina en esta tierra, debe continuar en el "purgatorio" del más allá. A la "victoria" final se llega con un "nombre nuevo", que es obra del "Espíritu" de amor (Apoc 2,17).

     "Ver" a Dios será ver a "alguien" y, consiguientemente, convivir y participar en el intercambio vital de Dios Amor, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Esta visión se ensaya conviviendo y compartiendo la vida con los hermanos. "Amamos al prójimo como compartícipe nuestro en la bienaventuranza" (Santo Tomás). El reverso del amor es el "infierno", es decir, la decisión libre de apartarse definitivamente del primer Amor.

     Nuestra perfección en el más allá se está labrando ya en esta tierra. Si aprendemos a ver a Cristo en el rostro de cada hermano, llegaremos a ver a todos los hermanos en el rostro de Cristo resucitado. Para permanecer eternamente en Dios Amor, hay que vivir amando ya desde nuestro presente. "Dios es Amor; el que permanece en el amor, permanece en Dios, y Dios en él" (1Jn 4,16).

 

2. El gozo de vivir: "¡bienaventurados!"

     La bienaventuranza definitiva de la otra vida comienza a anticiparse en la vida presente, cuando el corazón experimenta la paz y la alegría de la donación a Dios y a los hermanos. En el sermón de la montaña, Jesús describe las situaciones más dolorosas de la humanidad, para proclamar "bienaventurados" a los que, en esas circunstancias, saben reaccionar amando (Mt 5,1-12.44-42).

     Es verdad que vivimos todavía de la fe, la cual sólo luego será visión y encuentro. Esta fe es siempre "oscura", aunque produce certeza. Jesús llama "gozosos" a los que viven de la fe: "bienaventurados los que sin ver, creen" (Jn 20,29). La fe es posesión anticipada de lo que se tendrá después, "garantía de lo que se espera, anticipación de las cosas que no se ven" (Heb 11,1).

     Las pruebas y sufrimientos nos hacen tomar conciencia de que los bienes pasajeros son un ensayo, para descubrir a quien se nos comienza a dar él mismo en ellos. Para poder llegar al encuentro definitivo con Dios y a los bienes eternos, vale la pena cualquier sufrimiento. "Tengo por cierto que los padecimientos del tiempo presente no son nada en comparación con la gloria que ha de manifestarse en nosotros" (Rom 8,18). Las quejas o "gemidos" de nuestra situación, manifiestan que aspiramos a algo duradero.

     Jesús ofrece "ver" y "entrar en el Reino de Dios" (Jn 3,3-5). "El Reino de Dios no es un concepto, una doctrina o un programa sujeto a libera elaboración, sino que es, ante todo, una persona que tiene el rostro y el nombre de Jesús de Nazaret, imagen del Dios invisible" (RMi 18). Para llegar al Reino definitivo, donde nos espera Jesucristo, hay que "renacer de nuevo" (Jn 3,3-5). Al Señor se le encuentra en el corazón (reino "carismático") y en la comunidad eclesial de hermanos (reino "institucional" de comunión). Sólo por este camino, de un nuevo nacimiento y apertura al amor, se llegará a encontrarle en el más allá (reino "escatológico").

     Todo es gracia. Pero Dios quiere una recepción libre y responsable de sus dones pasajeros para poder llegar al don definitivo de la visión y encuentro. Dios es tan misericordioso, que corona sus propios dones haciendo, con nuestra colaboración, que esos dones divinos se conviertan, al mismo tiempo, en nuestros méritos. "El Señor os retribuirá con su herencia" (Col 3,24).

     La paz y el gozo del corazón nacen cuando usamos rectamente de los dones creados. La vida es hermosa porque deja entrever que Dios es bueno. Si no llegamos a tener este gozo de la vida sencilla y ordinaria, no le descubriremos cuando parece que se nos esconde. Si él permite que sus dones pasen o desaparezcan, es porque se nos quiere dar él mismo. En la vida e historia humana hay suficientes huellas de Dios Amor, para sentirse amado por él y capacitado para amarle y hacerle amar.

     Cuando uno ha experimentado esta presencia y cercanía de Dios, queda misionado para comunicarlo a todos los hermanos: "ve y haz tú lo mismo" (Lc 10,37). Esta actitud es fruto del Espíritu Santo enviado por Jesús a sus apóstoles, "infundiéndoles una serena audacia que les impulsa a transmitir a los demás su experiencia de Jesús y la esperanza que los anima" (RMi 24).

     La alegría mayor de una apóstol de Cristo consiste en ayudar a los demás a sentirse amados por Cristo para decidirse a amarle y hacerle amar. El mayor servicio que se puede hacer a un hermano es el de que encuentre y viva su propia identidad: "caminad en el amor, como Cristo nos amó y se entregó por nosotros" (Ef 5,2).

     Mientras "nuestro exterior va decayendo, lo interior se renueva cada día" (2Cor 4,16). Aceptar con gozo este desmoronamiento, sólo es posible con la presencia y amor de Cristo, que experimentó nuestro mismo itinerario de contingencias y limitaciones, salvo en el pecado. "Pasar" con alegría "de este mundo al Padre" (Jn 13,1), es obra de la gracia o vida en Cristo. Nuestra naturaleza, sin la gracia, no llega a esta actitud de apertura al amor. Cuando el corazón se orienta hacia esta limpieza de toda mira egoísta, Dios se deja entrever: "los limpios de corazón verán a Dios" (Mt 5,8). A Dios se le ve y se le conoce más con el corazón que con la cabeza (cfr Jn 14,21). Ver con el corazón significa conocer a Dios amándole.

     La tierra se va convirtiendo en cielo cuando se ama de verdad de Dios, a los hermanos y a la creación entera. Cuando amamos "más" a la tierra, con esta perspectiva salvífica, caminamos hacia la visión de Dios. Desde el principio de la creación, Dios ha confiado al hombre todo el cosmos, porque "vio que todo era bueno" (Gen 1,3). Por el amor, la humanidad y el cosmos pasan a ser "el cielo nuevo y la tierra nueva" (Apoc 21,1). "El amor nunca pasa" (1Cor 13,8).

     Si "la bienaventuranza es el único bien del hombre", según Santo Tomás, es señal de que ya comienza en esta tierra, cuando experimentamos el gozo de recibir dones pasajeros de Dios como monedas para cambiarlos en dones imperecederos. Este trueque de todos los días produce el gozo de la esperanza, porque se confía en Dios y se tiende hacia él. "La esperanza no deja confundido" (Rom 5,5).

     El "descanso" hacia el que caminamos es fruto de una fatiga o trabajo, transformado en el gozo de la donación. Todo trabajo pasajero, convertido en amor, nos comunica el gozo de la cercanía de Cristo que viene: "alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos. Que todo el mundo conozca vuestra bondad. El Señor está cerca" (Fil 4,4). Sólo el encuentro definitivo será descanso verdadero: "dice el Espíritu: descansen de sus fatigas" (Apoc 14,13).

     Por Cristo, centro de la creación y de la historia, hemos descubierto que todo don de Dios es un "sí" de Dios al hombre. Amando esos dones de Dios (en los hermanos y en el cosmos), hacemos de nuestra vida un "sí" como respuesta al "sí" de Dios. "Cuantas promesas hay de Dios, son en él un sí; y por él decimos amén (sí) para gloria de Dios" (2Cor 1,20).

 

3. Sembrar y construir la paz definitiva

     La paz nace en el corazón que encuentra a Dios que es la suma verdad y sumo bien. Este encuentro es un camino hacia el infinito, que se rotura mientras uno avanza paso a paso, entre luces y sombras. El camino queda abierto para otros. Quien va encontrando al Dios de la paz, se hace sembrador y constructor de la paz: "dichosos los que construyen la paz, porque serán llamados hijos de Dios" (Mt 5,9).

     Todo momento presente queda salvado por Cristo y se va transformado en vida de un más allá, a condición de que haya sido un momento de donación. Favorecer el progreso, la justicia y la paz, a la luz de las bienaventuranzas y del mandato del amor, equivale a caminar hacia la verdad y la vida definitiva. El "camino" es siempre Cristo, y es él también la meta definitiva (cfr Jn 14,6).

     La "paz", que Cristo comunica en la resurrección (Jn 20,20), es la misma que anuncia el apóstol de Cristo (Mt 10.7). El anuncio auténtico se hace acontecimiento: la paz se construye en los corazones y en la comunidad, cuando hay un "hijo de la paz" (Lc 10,6).

     El cielo se construye en la tierra. Cristo resucitado, presente entre nosotros, nos hace sus colaboradores para "restaurar" o recapitular todas las cosas en él (Ef 1,10). Dios quiere necesitar de nuestras manos para una nueva creación. Así "Dios nos enseña que nos prepara una nueva morada y una nueva tierra, donde habita la justicia, y cuya bienaventuranza es capaz de saciar y rebasar todos los anhelos de paz que surgen en el corazón humano" (GS 39; cfr 2Cor 5,2; 2Pe 3,13).

     La palabra divina con que fue creado el cosmos, es ahora, para la nueva creación, el Verbo hecho nuestro hermano, "como lámpara que reluce en lugar oscuro, hasta que luzca el día y el lucero se levante en nuestros corazones" (2Pe 1,19). Llegará un día en que triunfará definitivamente la verdad y el amor, hasta hacer partícipe a toda la humanidad del cuerpo glorificado de Cristo. "Estoy seguro de que Dios, que ha comenzado en vosotros una obra tan buena, la llevará a término para el día en que Cristo Jesús se manifieste" (Fil 1,6).

     Al caminar en el amor, sembramos y construimos la paz, anticipando, como en esbozo, la vida nueva del más allá. Por esto, "la espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien avivar, la preocupación de perfeccionar esta tierra... El Reino está ya misteriosamente presente en nuestra tierra; cuando venga el Señor, se consumará su perfección" (GS 39).

     La paz en la comunidad humana se construye sólo desde un corazón unificado y una familia unida, donde se refleje la comunión trinitaria de Dios Amor. La paz la construyen los "hombres nuevos, creadores de una nueva humanidad" (GS 30).

     La misión de la Iglesia consiste en ser signo portador de la presencia de Cristo (Iglesia misterio), que unifica los corazones según el mandato del amor. Entonces la Iglesia aparece como comunión que construye la comunión humana. "Esta comunión, específicamente cristiana, celosamente custodiada, extendida y enriquecida con la ayuda del Señor, es el alma de la vocación de la Iglesia a ser sacramento" (SRS 40).

     La paz anunciada en Belén y comunicada por Cristo al resucitar, es ahora anunciada por la Iglesia que llama a adherirse personalmente a Cristo (conversión), para vivir en él y de él (bautismo). Es la paz mesiánica que Dios ya sembró (al menos en forma de deseo) en el corazón de todos los pueblos, y de la que el antiguo Israel era garante: "he aquí sobre los montes los pies del mensajero  que anuncia la paz" (Nah 2,1).

     El tapiz maravilloso que estamos tejiendo, sólo mostrará su belleza en el más allá. De momento, todo nos parece hilachas, como el desmoronamiento de nuestro cuerpo y el resquebrajamiento de nuestras obras. Pero así "completamos" a Cristo, en su vida, muerte y resurrección (Col 1,24; Ef 1,23). Nuestra vida y nuestra muerte, si se realizan amando, son biografía del "Cristo total". Pasamos y hacemos pasar a toda la humanidad y a toda la creación hacia la glorificación en Cristo, en la medida en que nuestra vida se convierta en donación.

     La donación perfecta a Dios y a los hermanos, sólo será posible en el cielo. En esta tierra realizamos un ensayo que ya es realidad cada vez más perfecta. Nuestra acción en la historia será también efectiva, incluso más efectiva, desde el más allá, cuando nuestro amor no tendrá altibajos ni defectos. El deseo de Santa Teresa de Lisieux, de seguir influyendo sobre este mundo, es algo que pertenece a todo glorificado en Cristo: "quiero pasar el cielo haciendo el bien en la tierra".

     Las "piedras vivas" del templo definitivo (1Pe 2,5) se comienzan a labrar en esta tierra por obra del Espíritu de amor. Para "tener un premio en el cielo" (Mt 19,21), hay que echar por la borda todo lo que no suene a amor, convivencia fraterna y solidaridad.

     La paz de Cristo es la de "un hombre nuevo" (Ef 2,15), que camina "a la verdad por la caridad" (Ef 4,15). En todo período histórico ha habido seres humanos que han marcado un hito en este camino hacia la ciudad definitiva. Casi siempre han sido vidas anónimas, sin pedestal ni galería. Todo lo que nace del amor viene de Dios y se dirige al encuentro definitivo con él. Todo va a desaparecer, menos lo que se haya hecho con amor.

     La Iglesia de Jesús, por su nota característica de "peregrina" ("escatológica"), es sólo un conjunto de signos transparentes y portadores de Jesús. Por esto no se entretiene en los poderes y ventajas pasajeras de este mundo, sino que, "mientras dure este tiempo de la Iglesia, tiene a su cargo la tarea de evangelizar" (EN 16), puesto que es "misionera por su misma naturaleza" (AG 2). La Iglesia peregrina se encuentra "entre la primera venida del Señor y la segunda"; ella sabe muy bien que "antes de que venga el Señor, es necesario predicar el Evangelio a todas las gentes" (AG 9). En el encuentro con el Señor no podemos presentarnos solos ni con las manos vacías.

     Haciéndose cada día más "comunión", la Iglesia es signo de la presencia de Cristo, como "misterio" o "sacramento universal de salvación" (AG 1). Esta realidad constituye su "misión", puesto que entonces se inserta en medio de todos los pueblos, donde Dios ya ha sembrado las "semillas del Verbo" y la "preparación evangélica". Entonces la Iglesia obra como fermento evangélico en medio de las culturas y situaciones humanas, "purificando, elevando y consumando" (AG 9). "De esta manera, la actividad misionera de la Iglesia tiende a la plenitud escatológica" (ibídem), donde se realizará el encuentro definitivo con Cristo.

     Cualquier comunidad eclesial, por pequeña que sea, y cualquier creyente, son una realidad de "comunión" que no tiene fronteras. Cuando el corazón y la comunidad viven de Dios Amor, entonces son el eco de toda la geografía y de toda la historia. Dios quiere llevar a la armonía del amor o "reconciliar todas las cosas en Cristo, pacificando con la sangre de su cruz las cosas de la tierra como las cosas del cielo" (Col 1,20). Así es el evangelio que Cristo ha confiado a sus apóstoles: "el evangelio que ha sido predicado a toda criatura, y cuyo ministro he sido constituido yo, Pablo" (Col 1,23).

 

                      MEDITACION BIBLICA

- En cada hermano se realiza una historia irrepetible de amor en la que todos colaboramos:

     "El que no ama a su hermano, a quien ve, no es posible que ame a Dios a quien no ve" (1Jn 4,20).

     "Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos!" (1Jn 3,14).

     "Si amamos a Dios, él permanece con nosotros" (1Jn 4,12).

     "Dios es Amor; el que permanece en el amor, permanece en Dios, y Dios en él" (1Jn 4,16).

     "La esperanza no engaña porque Dios, dándonos el Espíritu Santo, ha derramado su amor en nuestros corazones" (Rom 5,5).

 

- La vida es hermosa y gozosa cuando nace del amor, se ilumina con la fe y se apoya en la esperanza:

     "Bienaventurados los que sin ver, creen" (Jn 20,29).

     "La fe es garantía de lo que se espera, anticipación de las cosas que no se ven" (Heb 11,1).

     "Tengo por cierto que los padecimientos del tiempo presente no son nada en comparación con la gloria que ha de manifestarse en nosotros" (Rom 8,18).

     "El Señor os retribuirá con su herencia" (Col 3,24).

     "Nuestro exterior va decayendo, lo interior se renueva cada día" (2Cor 4,16).

     "Dios vio que todo era bueno" (Gen 1,3).

     "El amor nunca pasa" (1Cor 13,8).

     "La esperanza no deja confundido" (Rom 5,5).

     "Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos. Que todo el mundo conozca vuestra bondad. El Señor está cerca" (Fil 4,4).

     "Dice el Espíritu: descansen de sus fatigas" (Apoc 14,13).

     "Cuantas promesas hay de Dios, son en él un sí; y por él decimos amén (sí) para gloria de Dios" (2Cor 1,20).

 

- La misión de construir la paz en una nueva humanidad, recapitulando todas las cosas en Cristo:

     "He aquí sobre los montes los pies del mensajero  que anuncia la paz" (Nah 2,1).

     "Tendrás un tesoro en los cielos; ven y sígueme" (Mt 19,21).

     "El evangelio ha sido predicado a toda criatura, cuyo ministro he sido constituido yo, Pablo" (Col 1,23).

     "Ve y haz tú lo mismo" (Lc 10,37).

     "Caminad en el amor, como Cristo nos amó y se entregó por nosotros" (Ef 5,2).

     "Estoy seguro de que Dios, que ha comenzado en vosotros una obra tan buena, la llevará a término para el día en que Cristo Jesús se manifieste" (Fil 1,6).

     "La Palabra... es como lámpara que reluce en lugar oscuro, hasta que luzca el día y el lucero se levante en nuestros corazones" (2Pe 1,19).

     "Reconciliar todas las cosas en Cristo, pacificando con la sangre de su cruz las cosas de la tierra como las cosas del cielo" (Col 1,20).

Jueves, 16 Marzo 2023 11:29

V. VEREMOS A DIOS TAL COMO ES

 

 

     V. VEREMOS A DIOS TAL COMO ES

    

     1. Encuentro definitivo

     2. Visión de Dios

     3. Donación total

     Meditación bíblica.

 

1. Encuentro definitivo

     Apenas de habla del cielo o se habla incorrectamente. Dicen que, mal o bien, antes se hablaba más. La imagen del cielo como de un televisor panorámico no sirve de nada. Tampoco sirve la comparación de un museo, de una exposición universal o de un banquete opíparo. Las caricaturas, en este caso, no tienen valor. Nuestro gusto queda estragado por el abuso de los bienes terrenos que, de suyo, deberían ser un pregusto del más allá.

     Por más que imaginemos o inventemos comparaciones para describir el cielo, quedará siempre en pie la afirmación del evangelio de Juan: "a Dios no le ha visto nadie" (Jn 1,18). Pablo dejó constancia de que se trata de "lo que el ojo no vio, ni el oído oyó, ni al hombre se le ocurrió pensar" (1Cor 2,9), y de "palabras inefables que el hombre no puede expresar" (2Cor 12,4).

     Sólo a partir de una actitud humilde y auténtica de no saber, no ver, no poder, Dios comienza a manifestarse a sí mismo. Porque no somos nosotros los que conquistamos la visión de Dios, sino que es él quien se nos muestra y comunica: "los limpios de corazón verán a Dios" (Mt 5,8); "los pobres son evangelizados" (Lc 7,22).

     Detrás o "más allá" de cada flor que se marchita está el amor de nuestro Padre que no se desvanece nunca (cfr Mt 6,25-34). Lo que llamamos "cielo" será un encuentro personal, comunitario y pleno con Dios, nuestro "Padre que está en los cielos" (Mt 6,11). Dios está presente y amándonos dentro de cualquier don suyo, desde "su sol" que él nos comunica con amor (Mt 5,45), desde su universo, su tierra, su aire, sus seres vivientes, sus hijos que son nuestros hermanos, como "hijos de un mismo Padre" (ibídem). Todas las cosas, todos los acontecimientos y todos los seres humanos reflejan "su misericordia": "el Señor es bueno, su misericordia es eterna, su fidelidad por todas las edades" (Sal 99,5).

     Si todo ha salido de Dios, en él se encuentra toda la belleza, bondad, felicidad, verdad, saber, poder... Todo, pero de otro modo más profundo y en grado infinito. Dios ha creado al hombre para un encuentro de plenitud. Precisamente por ser la creatura a la que Dios ama por sí misma (GS 24), el hombre puede comenzar a encontrar a Dios en su propio corazón y en ese "más allá" que dejan entender las cosas. "Por su interioridad es, en efecto, superior al universo entero; a esta profunda interioridad retorna cuando entra dentro de su corazón, donde Dios le aguarda, escrutador de los corazones, y donde él personalmente, bajo la mirada de Dios, decide su propio destino" (GS 14).

     No podemos imaginar cómo será el encuentro pleno con Dios y cómo podremos verle tal como es. Sería un contrasentido y un absurdo que ya supiéramos hablar claramente de lo que todavía no podemos ver (1Cor 2,9).

     Lo más importante de nuestra vida es la actitud relacional con Dios y con los hermanos, que debemos ir adquiriendo. Porque es esa capacidad de relación, que Dios ha sembrado en nosotros, la que nos lleva a la trascendencia, al "cielo". "El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo  y definitivo de dicha" (Catecismo de la Iglesia Católica, n.1024).

     Hay un fenómeno constante en la historia humana que será siempre un "misterio": las diversas formas de esclavitud y de abuso de los hermanos. Porque este fenómeno, disfrazado con caretas intercambiables, se produce continuamente: dominar, utilizar, marginar, eliminar, intimidar, clasificar para despreciar... El hombre se construye como tal, sólo cuando adopta una actitud relacional de donación, a imagen de Dios Amor. Allí está la semilla del "cielo" como encuentro y visión de quien nos ha amado desde la eternidad. "Por su muerte y resurrección, Jesucristo nos ha abierto el cielo... El cielo es la comunidad bienaventurada de todos los que están perfectamente incoporados a él" (Catecismo de la Iglesia Católica, n.1026).

     Estamos embotados para hablar del cielo, porque no nos abrimos al amor. Por haber sido creados a imagen de Dios, que es Amor, "el hombre no puede encontrar su propia plenitud, si no es en la entrega de sí mismo a los demás" (GS 24).

     Este encuentro se puede frustrar para siempre. Cristo mismo, que ama a cada uno hasta dar la vida por él y por todos, ha hablado de este posible fracaso como de "fuego inextinguible" (Mc 9,48) y de "tormento eterno" por la "separación" de Dios (Lc 16,26; Mt 25,41-46).

     El ser humano, si no se abre al amor, se destruye a sí mismo, encerrándose en la soledad y frustración. Estos sentimientos (tan frecuentes hoy y traducidos en huida, divorcio, droga, suicidio...), son el subproducto de una sociedad que se cierra al "más allá", construyéndose paulatinamente un absurdo: la pérdida del encuentro con Dios Amor, por no descubrirle y amarle en los hermanos más pobres.

     ¿Cómo podremos hablar del "cielo" a un corazón embotado por la posesión abusiva de bienes que, de suyo, deberían dejar transparentar un amor infinito y misericordioso para toda la humanidad? O construimos la historia amando para poder pasar a la trascendencia y encuentro definitivo con Dios, o caemos en el absurdo de la separación definitiva de él.

     Sólo Cristo nos puede desvelar este misterio, porque "en la misma revelación del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al mismo hombre y le descubre la sublimidad de su vocación" (GS 22). La parábola del rico epulón y del pobre Lázaro, así como la narración del juicio final (donde nos examinarán de amor), brotaron del mismo corazón de Cristo que había narrado con alegría la conversión y el regreso del hijo pródigo a la casa del Padre. Todo lo hizo el mismo primer Amor.

     Los textos bíblicos nos hablan de visión y donación plena de Dios (1Jn 3,2). Pero esta realidad, tan esperanzadora como inexplicable, incluye un encuentro definitivo que será relación personal profunda y que y se ensaya y comienza ya en esta tierra. La relación personal con Dios es una actitud de sintonía y diálogo, a partir de un encuentro de fe, que tiende a la visión  encuentro. Se busca la unión verdadera, sin imágenes, directa, que sabemos que es posible gracias al mensaje de Jesús (Mt 25,34ss).

     Quien está enamorado de Cristo desea encontrarle en el reino de su Padre, que él quiere compartir con los suyos. Es Cristo mismo quien nos invita a estar con él definitivamente (Jn 14,3). Si el modo de pasar a este encuentro es la "muerte", no obstante prevalece el objetivo deseado: "deseo morir para estar con Cristo" (Fil 1,23). Por esto, "caminamos en la fe, no en la visión; pero confiamos y quisiéramos más partir del cuerpo y morar junto al Señor" (2Cor 5,8).

     Lo que llamamos "cielo", para el cristiano no suena a fantasía ni a alienación, sino a una realidad futura que sólo se construye cambiando el presente en donación. Entonces ya se puede hablar de algo definitivo, a manera de "hogar" (2Cor 5,1), "herencia" (1Pe 1,4), "ciudad futura" (Heb 13,14). El espacio y el tiempo ya no contarán, porque "después de esta vida, Dios mismo será nuestro hogar" (San Agustín). "Vivir en el cielo es 'estar con Cristo' (cf Jn 14,3)... Los elegidos viven en él, aún más, tienen allí, o mejor, encuentran allí su verdadera identidad, su propio nombre (cfr Apoc 2,17)" (Catecismo de la Iglesia Católica, n.1025).

     Esta dinámica del encuentro definitivo con Dios, deja bien a las claras que la felicidad del ser humano no puede consistir en la posesión y el uso de las cosas, por buenas y preciosas que sean, sino en la relación de amado y amante con Dios, es decir, en saberse amado infinitamente y poder amar con el mismo amor. "La bienaventuranza consiste en gozar de Ti, para Ti y por Ti, ésta es la felicidad y no otra"... "Allí descansaremos y veremos, veremos y nos amaremos, amaremos y alabaremos. He aquí lo que acontecerá al fin sin fin" (San Agustín).

     Al ser humano, especialmente hoy, le preocupa el ser y vivir según su propia identidad. Pero esta realidad profunda y coherente radica en el ser y, sólo a partir del ser, pasa necesariamente a un obrar de donación de sí mismo. Esta identidad, vivida plenamente, sólo será posible en el encuentro definitivo con Dios. Para el cristiano, "entrar en el descanso" (Heb 4,10) equivale a haberse gastado por amar como Cristo (2Cor 12,15)) y por hacerle amar.

     La invitación e iniciativa para este encuentro vienen del Señor: "estoy a la puerta y llamo; si alguno me abre, cenaré con él y él conmigo" (Apoc 3,20). Es siempre Cristo quien invita a un "seguimiento" especial, que se convierte en "canto nuevo" (Apoc 14,3-4). En el "más allá", es decir, en el "cielo", es Cristo quien nos espera para compartir plenamente con nosotros su misma glorificación en cuerpo y espíritu, como "alguien sentado en el trono" (Apoc 4,2).

     Puesto que "somos hijos", por participación en la misma filiación de Cristo, somos "herederos de Dios". Por esto seremos "glorificados con él". Para llegar a esta meta, hay que "compartir los padecimientos" y el amor de Cristo ya en esta tierra (Rom 8,15-17). Esta actitud filial es la "fe digna de alabanza, gloria y honor en la venida de Jesucristo" (1Pe 1,7).

     Este encuentro definitivo, hacia el que caminamos, será inagotable en la visión y donación de Dios que es infinito, como amor siempre nuevo y lleno de vitalidad. La Palabra personal de Dios, el Verbo encarnado, que Dios ha comenzado a pronunciar para nosotros, está penetrando en nuestro ser, purificándolo, iluminándolo y transformándolo en el suyo. Este proceso de contemplación, perfección y misión, desembocará en el encuentro vivencial de la visión y unión plena y definitiva.

 

2. Visión de Dios

     Lo más característico del cielo, tal como se describe en los textos bíblicos, es la visión de Dios. Pero es la visión del ser amado, que incluye profunda relación personal y donación mutua y total. Es la visión de Dios Amor. "Le veremos tal como es" (1Jn 3,2); "le veremos cara a cara... como Dios mismo me conoce" (1Cor 13,12).

     Cuando decimos "ver", no queremos decir que se trata de una visión curiosa o estática, como quien contempla un panorama. Es el ver de un conocimiento profundo, relacional, como en familia, que, por tanto, incluye el amar, darse y ser feliz con el intercambio total de las personas amadas. Es entrar de verdad en la "unidad" amorosa y en la "gloria" o realidad profunda de Dios Amor. Es "ver" amando y poseyendo la "gloria" del mismo Cristo como Hijo de Dios (cfr Jn 17,24).

     Ya en esta tierra se comenzó a "ver su gloria" en la humanidad de Jesús (Jn 1,14). Pero este inicio de fe va pasando a ser plenitud de visión y relación en la "vida eterna". "Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero y a tu enviado, Jesucristo" (Jn 17,3). Este "lugar" de visión y encuentro es el que nos ha preparado Jesús (Jn 14,2-3), para conocer amando a Dios, participando de su mismo conocimiento y amor sin estorbos ni esperas.

     El hombre ha sido creado para la "gloria" de Dios, para ser "alabanza (expresión) de su gloria" (Ef 1,6). La misma vida humana se va haciendo transparencia de Dios Amor, para llegar un día a la visión y transformación verdadera. "La gloria de Dios es el hombre viviente; la vida del hombre es la visión de Dios" (San Ireneo).

     En nuestra vida mortal puede haber un destello o anticipo de esta visión. Pero aún entonces no hay palabras ni conceptos capaces de expresar esta experiencia. Es la gracia que describe San Pablo: "fue arrebatado al paraíso y oyó palabras inefables que el hombre no puede repetir" (2Cor 12,4).

     Esta visión relacional que nos espera, es la consecuencia y herencia del hecho de participar en la filiación divina de Jesús. "Ahora somos hijos de Dios, aunque aún no se ha manifestado lo que hemos de ser. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es" (1Jn 3,2).

     A Dios le vemos o le podemos ver cada día en sus creaturas y, de modo especial, en los hermanos y en nuestro corazón. Pero este conocer y ver es "como en espejo" (1Cor 13,12). En cambio, "luego le veremos cara a cara" (ibídem), como comunicándonos el conocimiento y amor del mismo Dios.

     San Agustín, en las Confesiones, hablando con Dios, cuenta su conversación con su madre Santa Mónica en el puerto de Ostia: "nos preguntábamos ante la verdad presente, que eres Tú, cómo sería la vida eterna de los santos, aquella que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar. Y abríamos la boca de nuestro corazón, ávidos de las corrientes de tu fuente, la fuente de la vida que hay en Ti".

     Es todo nuestro ser el que verá y amará a Dios. Nuestra misma naturaleza, de cuerpo y espíritu, sin dejar de ser ella, será transformada y capacitada para la visión de Dios: "desde mi carne yo veré a Dios; yo le veré, veranle mis ojos, y no otros" (Job 19,26-27).

     Esta visión amorosa y transformante, visión beatífica, será posible gracias a la luz divina que el Señor nos comunicará elevando nuestra capacidad. Es en la misma luz de Dios que le veremos a él tal como es: "en tu luz veremos la luz" (Sal 35,10). Es luz que nos vendrá de Jesús, porque en el cielo "su lámpara es el Cordero" (Apoc 21,23) y "la gloria de Dios reverbera en la faz de Cristo" (2Cor 4,6).

     Los bienaventurados verán el rostro de Dios directamente, sin espejos ni mensajeros: "verán su rostro" (Apoc 22.4). El "rostro" significa el mismo ser de Dios, no su reflejo o "espalda" (Ex 33,23). Conoceremos a Dios con el mismo conocimiento con que él nos conoce: "entonces comprenderé como yo mismo soy conocido por Dios" (1Cor 13,12).

     Querer comprender ya ahora lo que sólo comprenderemos después, es como un círculo vicioso. La fe y la esperanza nos ayudan a fiarnos de las palabras y promesas de Dios. Ahora hablamos de lo que "ni ojo vio, ni oído oyó" en esta tierra (1Cor 2,9). Pero entonces, en el más allá, se nos comunicará el "Espíritu Santo", el cual nos hará capaces de "penetrar en lo más profundo de Dios" (1Cor 2,10).

     "A causa de su trascendencia, Dios no puede ser visto tal cual es más que cuando el mismo abre su misterio a la contemplación inmediata del hombre y le da capacidad para ello. Esta contemplación de Dios en su gloria celestial es llamada por la Iglesia 'visión beatífica'" (Catecismo de la Iglesia Católica, n.1028).

     La predicación de la Iglesia y la reflexión teológica han calificado la visión de Dios en el cielo como visión "clara" (sin sombras), intuitiva (como de mirada profunda de amor), inmediata (sin intermediarios ni "especies"). Será el mismo ser de Dios, su luz divina, que nos iluminará. Los santos agradecían a Dios el cielo futuro ya desde esta tierra: "a tanto llegó tu bondad, que quieres que nuestra gloria no consista principalmente en cosa criada..., sino en ver aquella cara llena de gracias, en ver aquella hermosura infinita que, cuando enhorabuena estemos allá, quitará el velo delante de si para que lo veamos presente, no por alguna especie criada, sino por sí mismo" (San Juan de Avila).

     Dios mismo, ya en esta tierra, por medio de Jesús su Hijo, nos ha comenzado a mostrar su ser y su vida: el Padre se expresa a sí mismo eternamente en el Verbo (su Palabra personal, su Hijo) (cfr Jn 1,1-18); el amor mutuo entre el Padre y el Hijo se expresa en el Espíritu Santo (cfr Jn 15,26). La "generación" del Verbo (por parte del Padre) y la "espiración" del Espíritu (por parte del Padre y del Hijo), constituyen la misma vida de Dios Amor. Dios no es una idea abstracta ni una cosa como un primer motor. Su vida es la máxima unidad y felicidad, por ser sólo donación, relación personal mutua, mirada amorosa e infinita... Este misterio, que ahora sólo "balbuceamos" como niños (1Cor 13,11), un día será visión y comunicación plena. Nos cuesta entender esto y entusiasmarnos por ello, porque todavía no vivimos sólo de amor.

     Al comunicársenos Dios por la creación, revelación y redención, nos ha herido de amor. No nos puede dejar en esta situación de ansiedad por ver su rostro o su realidad plena. Si uno vive con coherencia lo que Dios nos ha dicho en Cristo su Hijo, no puede menos de aspirar a la visión y encuentro definitivo: "descubre tu presencia, y máteme tu vista y hermosura; mira que la dolencia de amor, que no se cura, sino con la presencia y la figura" (San Juan de la Cruz).

     Nuestro egoísmo camuflado nos hace pensar principalmente en cómo podremos ser felices al dejar la vida y los bienes de esta tierra. No sabemos compartir con los hermanos los dones creados y los dones de la fe. Entonces hasta nos imaginamos el cielo como si fuera la tierra simplemente mejorada, y sólo para nosotros. Pero la felicidad nace sólo del amor. Dios es Amor y Verdad. En él está toda la belleza, bondad, verdad, fuerza, bienestar...; pero de otro modo y en grado sumo. Nuestra felicidad consistirá en gozarnos de que él sea así; entonces él nos comunicará toda su felicidad infinita. Los santos lo han expresado de un modo tan sencillo, que hasta lo puede comprender un niño, si es todavía niño: "me bastará para ser feliz, ver a Dios feliz" (Santa Teresa de Lisieux). Pero para gustar esto, hay que abrirse más a todos los hermanos de todos los pueblos; porque todos han sido creados y redimidos para esta felicidad. Sin "pregustar" este cielo, será difícil que contagiemos de evangelio a los que todavía no conocen a Cristo.

     Caminamos hacia esta visión clara de Dios. No entendemos porque todavía no hemos llegado a esta donación plena. Pero ya vislumbramos la visión porque él se nos ha comenzado a "revelar" por resquicios y, de modo especial, por medio de su Hijo, que es "su esplendor" personal (Heb 1,3) e "imagen invisible" (Col 1,15).

     Si, por hipótesis, en este momento llegara el encuentro directo con Dios Amor, tal vez nos sentiríamos avergonzados, porque no le amamos perfectamente con todo el corazón. Para llegar a ver a Dios, no basta con "comprender", hay que "purificarse" (en esta vida o en la otra) para amarle con el mismo amor con que él nos ama. Cuando nuestro corazón ame con éste amor, entonces veremos a Dios tal como es. "Dios es Amor... él nos ha amado primero... hemos conocido el amor y hemos creído en él; el que permanece en el amor, permanece en Dios y Dios en él" (1Jn 4,7-16).

 

3. Donación total

     El "cielo", por ser encuentro definitivo con Dios Amor, no es sólo relación y visión, sino también donación total y mutua, por parte de Dios y por parte nuestra. Nuestro ser, sin perder su identidad, pasará a transformarse plenamente por la inserción en la misma vida de Dios. Relación, visión y donación (o posesión mutua) no podrán ya separarse. "La promesa de ver a Dios supera toda felicidad. En la Escritura, ver es poseer. El que ve a Dios obtiene todos los bienes que se pueden concebir" (San Gregorio de Nisa).

     La plenitud del ser humano y su felicidad perfecta consistirá en la participación plena y para siempre de la vida trinitaria de Dios Amor. Será la "vida eterna" anunciada y comunicada por Jesús, en su expresión definitiva: "Dios nos ha dado la vida eterna... en su Hijo" (1Jn 5,13; cfr Jn 6,47; 17,3).

     Ya desde ahora "hemos recibido el Espíritu que procede de Dios, para que conozcamos los dones que Dios nos ha concedido" (1Cor 2,12). Es ese mismo Espíritu de amor el que nos garantiza que podremos entrar en las "profundidades" o intimidad de Dios (1Cor 2,10; 1Jn 4,13).

     Dios se nos dará del todo sólo en el más allá, en cuanto que nos hará semejantes a él, como partícipes de su misma vida. Ello será una consecuencia de nuestra participación en la filiación divina de Cristo. "Ahora somos hijos de Dios, aunque aún no se ha manifestado lo que hemos de ser. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es" (1Jn 3,2). Así será nuestra "herencia" de hijos de Dios (Rom 8,17).

     Nuestra participación en la vida trinitaria de Dios Amor es pura donación suya. En el encuentro definitivo, viviremos y contemplaremos cómo el Padre engendra eternamente al Hijo en el amor del Espíritu Santo. Nosotros seremos partícipes de esa misma vida divina, en cuanto que el Padre nos engendra en el Hijo, como "hijos en el Hijo" (cfr Ef 1,5), y, con el Hijo, nos comunica la misma vida del Espíritu. Experimentaremos en nosotros la misma mirada amorosa de Dios: "tú eres mi Hijo amado, en quien me complazco" (Lc 3,22; Heb 1,5). Será el fruto final de nuestro bautismo, como "inserción" en el misterio de Cristo (Roma 6,5) y como "complemento" suyo (Ef 1,23). Por esto los bautizados están llamados a ser santos y apóstoles, para comenzar a vivir esta realidad y anunciarla y comunicarla a todos los pueblos.

     La donación que Dios nos hará de sí mismo, como encuentro, visión y participación plena en su misma vida, será para nosotros una nueva vida, que ya comenzó en el bautismo y que será plenitud en el más allá: "por Cristo, podemos acercarnos al Padre en un mismo Espíritu" (Ef 2,19). Por medio de Jesús, nuestra vida quedará definitivamente orientada en el Espíritu Santo, al Padre. Participaremos en la donación de cada persona divina a los demás y entraremos en esa máxima unidad vital y comunión de Dios Amor, como quien entra en su propio hogar y familia (cfr Jn 17,21-24).

     El Espíritu Santo, que Dios, ya en esta tierra, "ha derramado en nuestros corazones" (Rom 5,5), nos hará capaces de ver a Dios y de participar en su mirada amorosa y transformante. El proceso comenzado llegará a su perfección. "A cara descubierta, reflejamos como en espejo la gloria del Señor, y nos transformamos en la misma imagen, de gloria en gloria, movidos por el Espíritu del Señor" (2Cor 3,18).

     Es todo nuestro ser, en la unidad integral de cuerpo y espíritu, el que participará de esta plena donación de Dios. Ya desde ahora somos "ciudadanos de los santos" (Ef 2,19), pero sólo después viviremos en la nueva ciudad, la Jerusalén celeste, cuando "Jesucristo transformará nuestro pobre cuerpo en un cuerpo glorioso semejante al suyo" (Fil 3,21). Jesús resucitado, que está a la derecha del Padre, es causa y modelo de nuestra plenitud y perfección final.

     Podremos participar, como componentes del mismo hogar y familia, en el diálogo de amor entre el Padre y el Hijo, y sondear con el Espíritu "las profundidades de Dios" (1Cor 2,10). Nuestro ritmo de vida será el mismo de Dios, puesto que, para los bienaventurados, "Dios mismo es la vida" (San Agustín).

     Nuestra vida definitiva será ya eternidad imperecedera. No será algo estático, sino "la posesión simultánea y perfecta de una vida que no acaba" (Boecio). Sólo conviviendo con Dios, es posible esa "vida eterna", como complemento de la promesa de Cristo, que es "la resurrección y la vida" (Jn 11,25).

     La actitud egoísta, que manifestamos frecuentemente, se hace evidente también en el modo de concebir el cielo, como si la felicidad fuera algo individualista. Por esto no acertamos en nuestras explicaciones sobre el más allá, e incluso aburrimos a los que nos escuchan. Pero si en Dios Amor todo es donación, nuestro cielo de visión beatífica será en comunión de hermanos, como miembros de una misma Iglesia que es esencialmente comunitaria, sin dejar de ser cada persona irrepetible. "No es satisfactoria la posesión de un bien, si se disfruta de él a solas" (San Buenaventura). Por esto, "la gloria es el gozo de la comunidad fraterna" (San Beda).

     El cielo, por ser donación total de Dios y entre Dios y los bienaventurados, no tiene que ver nada con lo estático y el aburrimiento. Allí, o mejor, entonces, podremos amar y ser amados plenamente en Dios. "Amar al Amor crea un círculo vital, de suerte que el amor ya no puede apagarse" (San Bernardo).

     Entonces "Dios será todo en todos" (1Cor 15,28). Sólo cuando los corazones se abran al amor, llegarán al encuentro, a la visión y a la donación plena de Dios Amor. Mientras tanto, el Espíritu Santo siembra en todos los corazones y en todas las culturas y los pueblos, esa "semilla" evangélica del Verbo que está llamada a "madurar en Cristo" (RMi 28; cfr LG 17; AG 3, 15).

     La tarea más hermosa del ser humano en esta vida, es la de realizarse según estos proyectos maravillosos que no tienen fronteras ni en la entrega ni en la misión. Los santos, que han vivido más cerca de este ideal, han gastado la vida para que todos los hermanos se abran al Amor. "Que todos te conozcan y te amen" (Inés Teresa Arias). Este deseo y compromiso misionero en el presente, es la mejor escuela para ensayar la visión y la donación de Dios en el más allá.

 

                      MEDITACION BIBLICA

-    Preparamos el encuentro definitivo, personal y comunitario con Dios

     "Deseo morir para estar con Cristo" (Fil 1,23).

     "Caminamos en la fe, no en la visión; pero confiamos y quisiéramos más partir del cuerpo y morar junto al Señor" (2Cor 5,8).

     "Estoy a la puerta y llamo; si alguno me abre, cenaré con él y él conmigo" (Apoc 3,20).

     "Fue arrebatado al paraíso y oyó palabras inefables que el hombre no puede repetir" (2Cor 12,4).

 

- Caminamos hacia la visión de Dios tal como es

     "Le veremos cara a cara... Entonces conoceré como Dios mismo me conoce" (1Cor 13,12).

     "Ahora somos hijos de Dios, aunque aún no se ha manifestado lo que hemos de ser. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es" (1Jn 3,2).

     "Desde mi carne yo veré a Dios; yo le veré, veranle mis ojos, y no otros" (Job 19,26-27).

     "La gloria de Dios reverbera en la faz de Cristo" (2Cor 4,6).

     "Verán su rostro" (Apoc 22.4).

 

- El encuentro y visión será donación mutua y total

     "Dios es Amor... él nos ha amado primero... hemos conocido el amor y hemos creído en él; el que permanece en el amor, permanece en Dios y Dios en él" (1Jn 4,7-16).

     "Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero y a tu enviado, Jesucristo" (Jn 17,3).

     "Dios nos ha dado la vida eterna... en su Hijo" (1Jn 5,13; cfr Jn 6,47; 17,3).

     "Y si somos hijos, también somos herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, ya que, si ahora padecemos con él, seremos también glorificados con él" (Rom 8,17).

     "Jesucristo transformará nuestro pobre cuerpo en un cuerpo glorioso semejante al suyo" (Fil 3,21).

     "Por Cristo, podemos acercarnos al Padre en un mismo Espíritu" (Ef 2,19).

     "A cara descubierta, reflejamos como en espejo la gloria del Señor, y nos transformamos en la misma imagen, de gloria en gloria, movidos por el Espíritu del Señor" (2Cor 3,18).

     "Dios será todo en todos" (1Cor 15,28).

 

 

 

     IV. HACIA UNA TIERRA Y UNA HUMANIDAD  NUEVA

 

     1. La verdad en el amor

     2. La historia solidaria de cada hermano y de cada pueblo

     3. La utopía cristiana de la esperanza

     Meditación bíblica.

 

     1. La verdad en el amor

     El cosmos, con toda su vitalidad estremecedora, empezó en un latido del corazón de Dios, es decir, con su palabra amorosa. Así fueron hechos cielo y tierra. "Por la palabra del Señor fueron hechos los cielos" (Sal 32,6).

     Aquello fue sólo un inicio de algo maravilloso que Dios quiere completar con nuestras manos puestas en las suyas. Los horizontes se abren al infinito cuando el hombre se hace libre para amar.

     Lo que procede de Dios nace de su amor y sólo se puede perfeccionar con un programa de donación generosa. Personas y cosas expresan su verdad más honda cuando trasparentan la realidad de Dios, suma verdad y sumo bien. Dios nos ha hecho libres, "a su imagen" (Gen 1,26-27), para que nos realicemos amando.

     La verdad de nuestro ser, de nuestra historia y de todo el universo, se construye en el amor. La verdad "nos hace libres" (Jn 8,32) cuando "caminamos en el amor" (Ef 5,2). "El hombre recibe de Dios su dignidad esencial y, con ella, la capacidad de trascender todo ordenamiento de la sociedad hacia la verdad y el bien" (CA 38). "Según la fe cristiana y la doctrina de la Iglesia, solamente la libertad que se somete a la verdad conduce a la persona humana a su verdadero bien. El bien de la persona consiste en estar en la verdad y en realizar la verdad" (VS 84).

     Comenzamos a ver a Dios en los hermanos, en los acontecimientos y en las cosas, cuando nuestro corazón se abre a la verdad del amor. Todo habla de Dios, verdad y bien, cuando se vive en sintonía de autenticidad y donación. La vida es hermosa cuando se convierte en ensayo de la visión y del encuentro definitivo con Dios, que es inicio de las semillas de verdad y de amor que él mismo ha sembrado en nuestro existir. Entonces "Dios será todo en todos" (1Cor 15,28). Mientras tanto, el hombre tiene la tarea de "construir la verdad por medio de la caridad" (Ef 4,15).

     No ha existido ni existirá nunca un hermano que no busque la verdad y el bien. Pero la debilidad, la oscuridad y, a veces, el desorden y la maldad del corazón, llegan a confundir la verdad con el error, y el bien con el mal. Cuando un corazón se cierra al amor, se obnubila la verdad. Entonces uno busca lo que cree ser su bien, atropella a los hermanos y se embota a sí mismo. Sólo Jesús, "camino, verdad y vida" (Jn 14,6), "conoce lo que hay en el hombre" (Jn 2,25) y puede redimir al hombre abriéndole nuevamente a la luz y al amor. Es él quien "siembra la buena semilla", para que "los justos resplandezcan como el sol en el Reino de su Padre" (Mt 13,37-43).

     Quien ha encontrado a Cristo siente el deseo ardiente de "estar" con él de modo definitivo (Fil 1,23). Mientras tanto, la vida se hace tarea de construir ese mundo nuevo que Cristo nos "prepara" con nuestra colaboración (cfr. Jn 14,2-3). Para llegar a "ver la gloria" de Cristo (Jn 17,24), hay que construir el corazón y la convivencia humana según la verdad y el amor de la "comunión" de Dios.

     En Dios se encuentra la máxima unidad, porque cada persona, Padre, Hijo y Espíritu Santo, es una relación pura y una donación plena, una mirada eterna y amorosa hacia la otra. La verdad de cada persona divina se resuelve en el amor de donación plena. De esa unidad nació el ser humano y a esta unidad debe volver. La vida en el tiempo es un proceso de construcción de esa unidad amorosa que expresa la verdad de Dios Amor: "que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, para que también ellos sean uno en nosotros... Yo les he dado la gloria que tú me diste, a fin de que sean uno como nosotros somos uno" (Jn 17,21.23).

     Llegar a ser "expresión" (gloria) de Dios Amor (Ef 1,4), es un proceso de relación, unión, imitación y transformación en Cristo, como "hijos en el Hijo" (Ef 1,5). El rostro del primer hombre tuvo los rasgos muy claros de la fisonomía de Dios. Hay que volver a este rostro original que, ahora en Cristo, en más resplandeciente, como "esplendor de la gloria" del Padre (Heb 1,3). En la medida en que cada uno se transforme en expresión de Cristo, que es "la verdad y la vida", en esa misma medida le encuentra como consorte, hermano y "camino", en la propia existencia y en la de los demás.

     En cada ser humano hay huellas imborrables de Dios y rasgos inconfundibles de Cristo crucificado y resucitado. Esas huellas y esos rasgos se hacen transparencia del Señor, si encuentran sintonía de verdad y de amor en los hermanos. Frecuentemente somos sólo cuerpos opacos, quistes cerrados, que se entrecruzan como en diálogo de sordos, o como sonámbulos que caminan a tientas porque no quieren despertar. Cuando uno decide "perderse" en el amor, se abre espontáneamente a un mundo maravilloso de hermanos y de seres que buscan "luz y vida" (Jn 1,4).

     Para que muchos hermanos encuentren a Cristo y para que nosotros tengamos esta misma suerte, es necesario echar por la borda toda la "basura" (Fil 3,8). La regla evangélica de "perder la vida" (Mt 10,39) se convierte en la mejor ganancia. No basta con dejar por Cristo todas las cosas; es imprescindible dejarse a sí mismo. El amor brota como "fuente" y "Espíritu" de vida, cuando se reconoce la "verdad" del propio ser y de la creación entera: "adorar al Padre en espíritu y en verdad" (Jn 4,23).

     Las cosas y los rostros se resisten a dejar entrever la realidad divina grabada en su ser más hondo, cuando encuentran en nosotros esas falsas autodefensas, conveniencias y preferencias egoístas. Para que todo quede orientado o "recapitulado en Cristo" (Ef 1,10), es necesario un proceso de actitud filial, que construya la familia humana como familia de hermanos. Sólo así se llegará con éxito a la "regeneración" de los hijos de Dios (Mt 19,28). Mientras tanto, caminamos "a tientas".

     En el "nuevo cielo" y "nueva tierra" (Apoc 21,1; Is 65,17), "reinará la justicia" (2Pe 3,13). Será un don de Dios, como fruto de la redención de Cristo. Pero los dones divinos requieren aceptación libre y amor de retorno. Dios no destruirá nada de lo que ha creado, sino que lo transformará; pero todo lo demás que no ha nacido del amor y de la verdad, se esfumará como una pesadilla "al despuntar la nueva jornada" (2Pe 1,19).

     La novedad evangélica es la verdad eterna de Dios Amor, manifestada, comunicada y prolongada en el tiempo. "Hago nuevas todas las cosas" (Apoc 21,5). La "venida de nuestro Señor Jesucristo", verdad y vida, ya acontece todos los días, salvando nuestro ser de lo pasajero y fugaz, para hacerlo pasar a una realidad "incorruptible" en el amor. "Que todo vuestro ser, espíritu, alma y cuerpo, se conserve irreprochable para la venida de nuestro Señor Jesucristo" (1Tes 5,23). Un día esta venida será definitiva y decisiva.

     Pensar que el tiempo final está lejano o que será sólo para otros, es tan equivocado como temer un cataclismo apocalíptico a la vuelta de la esquina o a la llegada de un nuevo milenio. Cristo ya viene todos los días, para transformar en vida eterna nuestro presente vivido en la verdad y en el amor. "Vengo pronto" (Apoc 3,11); "estoy a la puerta y llamo; si alguno me abre, cenaré con él y él conmigo" (Apoc 3,20); "estoy a punto de llegar" (Apoc 22,12).

     Por el anuncio y la vivencia de la verdad y del amor en comunión con Cristo, preparamos el encuentro final de toda la humanidad con él. Ese "juicio final", que será examen de amor, estimula a todo creyente y a todo apóstol a "preparar los caminos del Señor" (Lc 1,76), para recibir, ya desde ahora, a quien es "luz para iluminar a las naciones" (Lc 2,32).

 

2. La historia solidaria de cada hermano y de cada pueblo

     El camino hacia el "más allá", hacia el "cielo nuevo y tierra nueva", es una ruta solidaria de hermanos y de pueblos. La plenitud a que aspiramos es obra de todos. Sólo llegará a buen término lo que nazca del amor de comunión entre hijos del mismo Padre.

     La plenitud de la persona humana, el progreso auténtico de los pueblos y la perfección del cosmos, se van construyendo como respuesta personal y comunitaria a la iniciativa de Dios Creador. No es una evolución natural, sino una consumación del amor divino en nosotros, manifestado y comunicado por Cristo, "el primero entre muchos hermanos" (Rom 8,29).

     Este cambio profundo hacia el que caminamos es obra conjunta de Dios y del hombre, a modo de segunda creación, fruto de la redención de Cristo. "El universo será restaurado" (Santo Tomás), no aniquilado. El avance hacia esta restauración final está jalonado de innumerables gestos de amor y de solidaridad, casi siempre desconocidos por la publicidad. Lo demás es hojarasca de un "mundo" caduco, que "pasa" (1Cor 7,31). "La figura pasa, pero no la naturaleza" (San Agustín) ni lo que se construya compartiendo el caminar de los hermanos.

     Dios está presente en nuestra historia. Un día esta presencia será visión y donación. Ahora caminamos hacia esa definitiva "morada de Dios entre los hombres" (Apoc 21,3), cuando él hará de la familia humana su hogar o casa solariega para siempre.

     Los bienes que se poseen y usan en una caminata, son bienes pasajeros. A veces se pierden o los roban antes de llegar a la meta. Caminamos con la convicción de que "nos espera una fortuna mayor y más permanente" (Heb 10,34). Este caminar nos recuerda que "somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos como Salvador al Señor Jesús" (Fil 3,20). Por esto, "no tenemos aquí ciudad permanente, sino que andamos buscando la del futuro" (Heb 13,14).

     Los bienes pasajeros pasan a ser prenda de vida eterna cuando se comparten solidariamente. Así como en los dones de Dios lo más importante es que él se da a sí mismo, de modo semejante lo esencial de los bienes terrenos es que se "negocian" para producir convivencia de hermanos. El que da más es el que da "desde su pobreza" (Lc 21,4). Lo que no se convierte en donación queda "apolillado" y "corroído" (Mt 6,19).

     La cerrazón individualista se convierte frecuentemente en egoísmo colectivo del propio grupo. El mismo orín, que corroe los corazones, corroe también los pueblos en ansias de poseer y dominar (Mc 10,42). Toda violencia, tanto de tipo individual como colectivo, engendra nuevas violencias de la misma intensidad. La "paz" nunca es duradera cuando se basa en el bienestar de unos pocos. Apreciar sólo lo que es útil y agradable para nosotros, es la fuente de todas las discordias. El mensaje evangélico de "paz a los hombres de buena voluntad", se basa en la apertura del corazón y de la comunidad a la "gloria" o planes salvíficos de Dios (cfr. Lc 2,14). Lo que no refleja el amor o comunión trinitaria, produce violencia y va a desaparecer como caduco.

     El espacio y el tiempo, sin apertura al más allá, atrofian la vida del hombre, convirtiéndole en un tirano de la creación y en un mercader de esclavos. Las esclavitudes que se producen durante la historia no desaparecen, sino que cambian de disfraz. "Si no existe una verdad trascendente, con cuya obediencia el hombre conquista su plena identidad, tampoco existe ningún principio que garantice relaciones justas entre los hombres" (CA 44).

     Aprender a leer la presencia de Dios en la vida y en la historia, es la fuente de la convivencia humana en la solidaridad y en el respeto a la creación. Cuando el corazón se cierra a Dios, origina la cerrazón a los demás. "En vez de desempeñar el papel de colaborador en la obra de la creación, el hombre suplanta a Dios y, con ello, provoca la rebelión de la naturaleza, más bien tiranizada que gobernada" (CA 37).

     Cuando se pierde el sentido de admiración y de escucha, es que el hombre se ha cerrado a la presencia amorosa de Dios. Entonces nace la duda sobre el sentido de la vida, y cada uno intenta sobrevivir prescindiendo de los hermanos o atropellándolos como si fueran una cosa útil. "Esto demuestra, sobre todo, mezquindad o estrechez de miras del hombre, animado por el deseo de poseer las cosas en vez de relacionarlas con la verdad, y falto de aquella actitud desinteresada, gratuita, estética, que nace del asombro por el ser y por la belleza, que permite leer en las cosas visibles el mensaje de Dios invisible que la ha creado" (CA 37).

     En teoría, el hecho de desprenderse de las cosas y de sí mismo produce pobreza y desmantelamiento. En realidad, el ser humano se realiza dando y dándose, precisamente por la impronta e imagen de Dios Amor que está impresa en el fondo de su ser. "Esta semejanza demuestra que el hombre, única creatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo, no puede encontrar su propia plenitud, si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás" (GS 24). Los instintos llevan a la cerrazón consumista, a modo de suicidio y de atrofia. "Es mediante la propia donación libre como el hombre se realiza auténticamente a sí mismo, y esta donación es posible gracias a la esencial capacidad de trascendencia de la persona humana" (CA 41).

     En la creación hay todavía muchos "misterios" que escapan a la investigación humana. El ser humano será siempre un misterio insondable, precisamente por su capacidad de trascenderse. Cuando los hombres y los pueblos se cierran en su egoísmo, entonces se origina el absurdo. "Misterio" significa un amor escondido que se va descubriendo. "Absurdo" equivale a caos y destrucción. El hombre, "en cuanto persona, puede darse a otra persona o a otras personas y, por último, a Dios, que es el autor de su ser y el único que puede acoger plenamente su donación. Se aliena el hombre que rechaza trascenderse a sí mismo, y vivir la experiencia de la autodonación y de la formación de una auténtica comunidad humana, orientada a su destino último que es Dios" (CA 41).

     Cada persona y la humanidad entera, o se realizan en la "comunión" de solidaridad, o se destruyen y alienan, creando focos de violencia solapada, que van explotando cuando la resistencia llega a su límite. A la larga, el corazón humano no aguanta ni la masificación de las personas, ni el individualismo personalista que margina a los demás. Esos ateísmos son tan mortíferos como caducos. Hay que dar paso a la utopía de la comunión. "Se percibe, a la luz de la fe, un nuevo modelo de unidad del género humano, en el cual debe inspirarse en última instancia la solidaridad. Este supremo modelo de unidad, reflejo de la vida íntima de Dios, uno en tres personas, es lo que los cristianos expresamos con la palabra 'comunión'" (SRS 40).

     El "misterio" de la comunión es don de Dios. Precisamente por ello, se realiza en la historia con la colaboración libre del hombre. La unidad amorosa de Dios se refleja en el corazón humano por el mandamiento nuevo del amor (cfr. Jn 13,34-35; 17,21-23).

 

3. La utopía cristiana de la esperanza

     La superficie de las cosas y de la historia no siempre deja entrever la profundidad del misterio del hombre. Las cosas y acontecimientos que parecen más lógicos, no siempre son los más auténticos. Doblegarse ante la eficacia, el éxito y la demostración "lógica", puede llegar a ser una idolatría y una alienación. La "utopía" es una actitud positiva que permite ver más allá de los parámetros que nosotros nos hemos fabricado. Es verdad que puede haber una utopía falsa, a modo de espejismo en el desierto. Pero lo importante es acertar en el camino que cruza toda la historia humana. El hombre y la sociedad que viven sin utopía, se hunden.

     La "utopía" o ideal que propone el evangelio es la actitud de esperanza. Siempre se puede hacer lo mejor: amar. Todo es hermoso cuando se afronta la realidad como semilla de otro Reino, "donde reinará la justicia" y el amor (cfr 2Pe 3,13). Ahí no hay lugar para desesperación, la agresividad o violencia y la huida. La realidad con la que nos topamos diariamente es una programación que se lleva a efecto amando. Este es el programa del sermón de la montaña: "amad..., haced el bien... como vuestro Padre" (Mt 5,44-48).

     Alguien dijo que las bienaventuranzas seguirían siendo maravillosas aunque Cristo no hubiera existido... Pero esa afirmación es una utopía falaz. Las bienaventuranzas son la misma vida de Jesús, que "pasó haciendo el bien" (Mt 10,38). El evangelio vale porque son gestos de la vida de Jesús de Nazaret, el HIjo de Dios hecho hombre, muerto y resucitado, "el Salvador del mundo" (Jn 4,42; 1Jn 4, 14). Cuando Cristo está ausente, las mejores utopías se convierten en atropello de seres humanos.

     Algunos tienden, aparentemente, a sumar para perfeccionar. Están de moda los "sincretismos", que son más engañosos que las sectas fanáticas. Se dice que sumando todos los mejores programas de progreso y todos los "credos" religiosos, se podría construir el mejor sistema social y la mejor religión, como algo común a todos. Pero lo que no nace del amor no suma, sino que destruye los auténticos valores y absolutiza el error, relativizando la verdad. Jesús "no ha venido a destruir, sino a completar" o perfeccionar (Mt 5,17). La suma auténtica de programas, culturas y religiones será el desarrollo armónico de todas las "semillas del Verbo", hasta llegar a la "madurez en Cristo" (RMi 28).

     El cristianismo no propone una opción técnica, sino que valora y dinamiza todas las opciones que llevan a la "libertad del Espíritu" (2Cor 3,17), basada en la verdad y el amor. Las realidades terrenas (científicas, culturales, políticas, económicas, sociales...) conservan su autonomía, siempre que no cierren la puerta a la trascendencia de Dios Amor y del misterio de la vida y dignidad humana.

     La esperanza es actitud de confianza y tensión o dinamismo hacia un objetivo de plenitud en Cristo. Por una parte, es una seguridad de conseguir la meta: "esperamos lo que no vemos" (Rom 8,25). Por otra parte, es una tensión vital y comprometida hacia el encuentro: "ven, Señor Jesús" (Apoc 22,20). Mientras tanto, hacemos de la vida una "eucaristía", transformando la humanidad en Cuerpo Místico del Señor y construyendo una "nueva tierra". Así anunciamos el mensaje evangélico y, de modo especial, "anunciamos la muerte del Señor, hasta que vuelva" (1Cor 11,26).

     Nuestra seguridad no es ilusoria, porque nos apoyamos en la fuerza de Cristo resucitado presente. El "salir al encuentro" del Señor que viene (Mt 25,6) significa preparar las personas y las cosas orientándolas hacia el amor y la verdad. La misión tiene esta dinámica "escatológica" de encuentro final con Cristo y de plenitud por parte de toda la humanidad.

     Todo la Iglesia está llamada hacerse transparencia esperanzadora de la vida de Cristo, como "mujer vestida de sol" (Apoc 12,1). La comunidad eclesial, en esta transformación esperanzadora, mira a María como a su figura acabada, que "precede con su luz al peregrinante Pueblo de Dios, como signo de esperanza cierta y de consuelo hasta que llegue el día del Señor" (LG 68; cfr 2Pe 3,10).

     El futuro definitivo de este mundo no será fruto de una evolución ni un simple perfeccionamiento, sino un cambio radical por la fuerza de la resurrección de Cristo, que salvará la naturaleza de las cosas y a todos los hombres que se hayan abierto al amor, haciendo pasar todo a una participación plena en su glorificación de Hijo de Dios hecho nuestro hermano: "Dios, que resucitó al Señor, nos resucitará también a nosotros por su poder" (1Cor 6,14).

     Aquí no caben las teorías cósmicas (por válidas que sean a nivel temporal) ni menos aún las utopías materialistas de un paraíso en la tierra. Todos los humanos y todos los pueblos caminamos hacia una realidad última, que será una bienaventurada plenitud de la humanidad y del cosmos.

     Esta nuestra fe y esperanza no nacen de reflexiones (las cuales siempre ayudan), sino del mensaje proclamado por Jesús: "venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo" (Mt 25,34). El camino hacia esta plenitud ya está trazado: ver y amar a Cristo en los hermanos, hacer que todo hermano se entere de que Dios le ama en Cristo. "Lo que hicisteis a uno de estos mis hermanos pequeños, a mí me lo hicisteis" (Mt 25,40).

     La "utopía" de la esperanza cristiana promete lo mejor: "no habrá muerte, llanto, dolor" (Apoc 21,4). Desaparecerá el pecado y, por tanto, sus consecuencias de dolor y muerte. Apoyados en la resurrección de Cristo, nosotros "esperamos la redención de nuestro cuerpo" (Rom 8,23). No es que se desprecie la vida terrena y el quehacer en el tiempo, sino que se aspira y se trabaja para construir la ciudad del más allá desde las circunstancias presentes. "No deseamos ser despojados, sino revestidos para que nuestra mortalidad sea absorbida por la vida" (2Cor 5,4); "se siembra en corrupción y se resucita en incorrupción" (1Cor 15,42).

     Este dinamismo o tensión histórica de la esperanza cristiana no aminora en nada el quehacer y compromiso temporal, sino que lo orienta todo hacia una vida e historia nueva de visión y de encuentro definitivo con Cristo. Esta aspiración no nace de una reflexión o teoría, sino del Espíritu Santo que "Dios ha infundido en nuestros corazones" (Rom 5,5). Por esto, la comunidad eclesial, simbolizada por una esposa, aspira continuamente a las bodas eternas: "el Espíritu y la esposa dicen: ven..., ven Señor Jesús" (Apoc 17-20).

     El desmoronamiento de las cosas pasajeras va dando paso a la realidad definitiva: "vuestro exterior va decayendo; lo interior se renueva cada día" (2Cor 4,16). La "ciudad permanente" se construye amasando nuestra contingencia en la comunión, "hasta que venga el Señor" (Cant 5,7; 1Cor 11,26). Nosotros, en un cosmos renovado, seremos los mismos, pero con una existencia totalmente nueva, "como los ángeles del cielo" (Mt 22,30).

     Todo es don de Dios, todo es gracia y fruto de su misericordia. Pero, precisamente por ello, el Dios de la Alianza (o de un pacto de amor con un "sí" de ambas partes) quiere nuestra cooperación libre y responsable: "conservaos en el amor de Dios, esperando la misericordia de nuestro Señor Jesucristo para la vida eterna" (Jud 21).

     Apuntando a este encuentro definitivo, "en la manifestación de Jesucristo" (1Pe 1,7), el cristiano se caracteriza por sembrar y construir la paz en la esperanza: "que la esperanza os mantenga alegres" (Rom 12,12). Nuestra alegría se basa en Cristo resucitado: "cuando Cristo, vuestra vida, aparezca, entonces también vosotros apareceréis con él" (Col 3,3). A esta realidad grandiosa está llamada toda la humanidad. Los que ya somos "creyentes", quedamos comprometidos a anunciar y presentar en nuestras vidas esta vocación a la que están llamados todos los pueblos.

 

                      MEDITACION BIBLICA

- Una vida amasada de verdad y amor:

     "Por la palabra del Señor fueron hechos los cielos" (Sal 32,6).

     "La verdad os hará libres" (Jn 8,32).

     "Sed imitadores de Dios como hijos suyos muy amados, y caminad en el amor, a imitación de Cristo que nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros como ofrenda y sacrificio de suave olor a Dios" (Ef 5,1-22).

     "Construir la verdad por medio de la caridad" (Ef 4,15).

     "Conservaos en el amor de Dios, esperando la misericordia de nuestro Señor Jesucristo para la vida eterna" (Jud 21).

    

- Una humanidad construida en la comunión y solidaridad

     "Que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, para que también ellos sean uno en nosotros... Yo les he dado la gloria que tú me diste, a fin de que sean uno como nosotros somos uno" (Jn 17,21.23).

     "Amad..., haced el bien... como vuestro Padre" (Mt 5,44-48).

     "Lo que hicisteis a uno de estos mis hermanos pequeños, a mí me lo hicisteis" (Mt 25,40).

     "Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros. Como yo os he amado, así también amaos mutuamente. En esto conocerán que sois mis discípulos" (Jn 13,34-35).

- La esperanza cristiana hacia un nuevo cielo y una nueva tierra

     "Vi un cielo nuevo y una tierra nueva" (Apoc 21,1).

     "Los justos resplandezcan como el sol en el Reino de su Padre" (Mt 13,43).

     "Recapitular en Cristo todas las cosas" (Ef 1,10).

     "Nosotros esperamos, según la promesa de Dios, unos cielos nuevos y una tierra nueva, donde reina la justicia" (2Pe 3,13).

     "Tenemos la palabra de los profetas, que es firmísima, a la que hacéis bien en mirar como a una lámpara que alumbra en la oscuridad, hasta que despunte el día y el lucero matutino se alce en vuestros corazones" (2Pe 2,19).

     "Hago nuevas todas las cosas" (Apoc 21,5).

     "Que todo vuestro ser, espíritu, alma y cuerpo, se conserve irreprochable para la venida de nuestro Señor Jesucristo" (1Tes 5,23).

     "Vengo pronto" (Apoc 3,11); "estoy a la puerta y llamo; si alguno me abre, cenaré con él y él conmigo" (Apoc 3,20); "estoy a punto de llegar" (Apoc 22,12).

     "Esperamos lo que no vemos" (Rom 8,25).

     "Somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos como Salvador al Señor Jesús" (Fil 3,20).

     "No tenemos aquí ciudad permanente, sino que andamos buscando la del futuro" (Heb 13,14).

     "Nos espera una fortuna mayor y más permanente" (Heb 10,34).

     "Dios será todo en todos" (1Cor 15,28).

     "Anunciamos la muerte del Señor, hasta que vuelva" (1Cor 11,26).

     "Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo" (Mt 25,34).

     "No habrá muerte, llanto, dolor" (Apoc 21,4).

     "Esperamos la redención de nuestro cuerpo" (Rom 8,23).

     "No deseamos ser despojados, sino revestidos para que nuestra mortalidad sea absorbida por la vida" (2Cor 5,4).

     "Se siembra en corrupción y se resucita en incorrupción" (1Cor 15,42).

     "Vuestro exterior va decayendo; lo interior se renueva cada día" (2Cor 4,16).

     "El Espíritu y la esposa dicen: ven..., ven Señor Jesús" (Apoc 17-20).

     "Que la esperanza os mantenga alegres" (Rom 12,12).

     "Cuando Cristo, vuestra vida, aparezca, entonces también vosotros apareceréis con él" (Col 3,3).

Jueves, 16 Marzo 2023 11:28

III LOS TESTIGOS DEL ENCUENTRO

 

 

 

     III LOS TESTIGOS DEL ENCUENTRO

 

     1. Los hombres que más supieron de amor

     2. Autenticidad de los testigos del encuentro

     3. Un camino viable para todos

     Meditación bíblica.

 

1. Los hombres que más supieron de amor

     En toda la historia ha habido personas muy sensibles a la presencia y a la palabra de Dios. Son los "santos". Su vida, amasada de barro como la de cualquier mortal, fue modelada por una actitud relacional con Dios y con los hermanos. No es que necesariamente tuvieran visiones o revelaciones, sino que sencillamente fueron consecuentes, a partir de un primer encuentro con Cristo: "hemos encontrado a Jesús de Nazaret" (Jn 1,45).

     La vida de cada día es una búsqueda de Dios, donde se actualiza la experiencia de un primer encuentro. Ni el mismo Jesús dio explicaciones teóricas sobre la naturaleza de esta experiencia, sino que invitó a entrar en contacto con su presencia y cercanía: "venid y veréis" (Jn 1,39). Es esta "experiencia de Jesús" (RMi 24), a la que somos llamados todos, la que dinamiza todo el proceso de santidad y de misión, es decir, la actitud de gastar la vida por amarle y hacerle amar.

     Los santos encontraron a Dios porque se abrieron al amor. Su vida fue una búsqueda de Dios y de su Hijo amado, Jesús, sin admitir sucedáneos inútiles. Esa búsqueda es ya señal de haberle encontrado, porque sólo los enamorados buscan así.

     Cuando la esposa de los Cantares dice "busqué y no lo hallé" (Cant 3,2), nos recuerda que los dones de Dios nos dejan entrever a Dios, pero ellos no son Dios: "no quieras enviarme, de hoy más ya mensajeros, que no saben decirme lo que quiero" (San Juan de la Cruz). Trascendiendo las cosas y trascendiéndose a sí mismo, se encuentra a Dios cercano: "hallé al amado de mi alma" (Cant 3,4).

     La búsqueda de Dios es auténtica cuando le buscamos sólo a él. Los signos de su presencia y, sobre todo, Jesús escondido en ellos, son un examen de amor: "¿qué buscáis?" (Jn 1,38). Los dones y mensajeros nos cuestionan sobre la autenticidad de nuestra búsqueda. Cuando Jesús se quiere dar a entender, nos toca el corazón, llamándonos por nuestro verdadero nombre y preguntándonos si de verdad le buscamos a él: "¿por qué lloras? "¿a quién buscas?" (Jn 20,15).

     Los santos no son ídolos ni artículos de museo, sino testigos, modelos e intercesores, como hermanos que hicieron nuestro mismo camino y que ahora nos siguen acompañando en la "comunión de los santos". En ellos encontramos la visibilidad de Jesús y un evangelio viviente. No estorban para el encuentro personal con Jesús, sino que son a manera de cristal que, si está totalmente limpio, deja pasar toda la luz. Si ellos encontraron a Dios y a Jesús su Hijo en su caminar histórico, también podemos encontrarle nosotros.

     San Pedro, el día de Pentecostés, anunció a Jesús resucitado diciendo: "nosotros somos testigos" (Act 2,32). Más tarde, trazaría un  camino para ver a Jesús con los ojos de la fe: "que vuestra fe aparezca digna de alabanza en la revelación de Jesucristo, a quien amáis sin haberle visto, en quien ahora creéis sin verle, y os regocijáis con un gozo inefable y glorioso, logrando la meta de vuestra fe, la salvación de las almas" (1Pe 1,7-9).

     Siguiendo estas pautas, los santos han vivido en la oscuridad de la fe y, desde esta perspectiva, han encontrado a Cristo resucitado. "Bienaventurados los que sin ver creen" (Jn 20,29), dijo Jesús apareciendo a Santo Tomás y a los demás apóstoles. Es la actitud de María, que creyó apoyada en las palabras del ángel. Como Santa Isabel, los santos se han inspirado en esta fe mariana: "Bienaventurada tú que has creído" (Lc 1,45).

     Quien se abre a la verdad y al amor, es atraído por Dios que es la Verdad y el Amor. El deseo y la búsqueda de Dios es irresistible, porque nace del mismo Dios que lo ha sembrado en nuestro corazón: "no me escondas tu rostro" (Sal 142,7). Este deseo de ver a Dios es ya un preludio de la visión y del encuentro definitivo.

     Cuando se deja entrar "la palabra de Dios" en el corazón, es como una "espada de dos filos" (Heb 4,12), que, por una parte, corta las amarras que impiden la libertad, y, por otra, rasga el velo o la nube que nos separa de Dios. Esta palabra comunica "luz" a los que creen, pero se convierte en "escándalo" para los que se cierran a la fe (Lc 2,32-35). Los santos, a ejemplo de María, han sabido compartir la vida de Cristo y, por ello mismo, se han encontrado con él en los momentos más inesperados y de la manera más sencilla que podemos imaginar. A nosotros nos pasaría lo mismo si viviéramos como ellos...

     Las cosas, los acontecimientos y, sobre todo, las personas, dejan entrever a Dios Amor, que se desvive por todos y por cada uno. Pero se necesita un corazón abierto al amor para entender de amor. Quien sólo "utiliza" a los hermanos y a las cosas para su propio interés, embota su corazón y no acierta a ver a quien ha creado todo por amor y se da él mismo por amor. "En cada una de las criaturas vemos a Dios, su sello, su amor, su ternura" (María Inés Teresa Arias).

     Hay una nueva vida que Dios ha sembrado en nuestro ser más hondo. Es la vida de la "gracia", como participación en la misma vida de Dios Amor. Es esa vida, como injerto de la caridad divina, la que nos hace ver más allá de la superficie de las cosas. Es como la voz de la sangre, la "semilla incorruptible" (1Pe 1,23), que nos hace "consortes de la naturaleza divina" (2Pe 1,4).

     Cuando la vida se resuelve en amor, la presencia de Dios se hace más palpable, como inicio de un encuentro definitivo: "rompe la tela de este dulce encuentro" (San Juan de la Cruz). Se adivina entonces que ese encuentro sólo será definitivo después de esta vida mortal: "descubre tu presencia, y máteme tu vida y hermosura. Mira que la presencia de amor, que no se cura sino con la presencia y la figura" (San Juan de la Cruz).

     Ese deseo de ver a Dios nace de una realidad profunda que es ya inicio de la visión. Es como un "canto nuevo" que sólo saben cantar los que "siguen al Cordero" (Apoc 14,3-4), es decir, los que viven del encuentro con Cristo por la fe, la esperanza y el amor. Esa buena nueva de Jesús es un don suyo como patrimonio de toda la humanidad. Inmensas multitudes no saben este mensaje porque no ven su transparencia en la vida de quienes decimos que ya creemos.

     Algunos santos han expresado esta realidad por medio de poesía inigualable. Escribía Santa Teresa de Avila: "vivo sin vivir en mí, y de tal manera espero, que muero porque no muero". Pero los santos sabían muy bien que "de los niños es el reino de los cielos" (Mt 5,3). Ellos vivieron con un corazón de niño que se abre siempre al infinito. El día de su muerte fue propiamente el día de su verdadero nacimiento. Estos santos son los que amaron de verdad la existencia terrena y más se desvivieron por todos los demás hermanos.

 

2. Autenticidad de los testigos del encuentro

     Los santos nos acomplejan porque son personas auténticas. A veces nos formamos sobre ellos una idea inexacta. De hecho eran personas tan sensibles a la presencia de Dios, que vivían del deseo de verle y de encontrarle. Pero eran así porque reconocían su propia realidad quebradiza ante la infinita misericordia de Dios: "tenemos este tesoro en vasos de barro" (2Cor 4,7). Entonces sabían advertir las huellas de Jesús hasta en el rostro de un pobre, de un enfermo, de un marginado. Para ellos, cualquier persona es "el hermano por quien Cristo ha muerto" (Roma 14,15). Toda persona es una historia de amor.

     Si los santos fueran sólo ejemplo de cosas extraordinarias, ya no serían ellos, sino el fruto de nuestra imaginación. Ellos son ejemplo de que nuestro barro puede ser modelado cariñosamente y maravillosamente por el divino alfarero: "como el barro en la mano del alfarero, así sois vosotros en mi mano" (Jer 18,6). Dios se deja entrever sólo de los que se reconocen pequeños y pobres: "Dios ha mirado la nada (el "humus", la tierra) de su esclava" (Lc 1,48).

     Pedro, que sería el "testigo" cualificado de Cristo resucitado (Act 2,32) y el que recibiría el encargo de "reconfirmar a los hermanos" (Lc 22,32), aprendió la presencia amorosa de Cristo dejándose mirar por él en un momento de pecado y de fracaso (Lc 22,61-62). Así experimentó en sí mismo que cada persona es una oveja predilecta del "príncipe de los pastores" (1Pe 5,4).

     Pablo, que vivió siempre en sintonía con Cristo (Gal 2,20) y que experimentó repetidas veces su presencia y su palabra (Act 18,18,9-10; 2Tim 4,17), se consideró siempre lleno de "debilidades" (2Cor 12,5) y amado del Señor. Para él, todo ser humano ha sido amado eternamente por Dios en Cristo, hasta llegar a ser "hijo en el Hijo" (cfr. Ef 1,5).

     A Jesús le oyeron y vieron muchos. Todos contemplaron sus signos. No todos creyeron en él, porque muchos "amaron más la gloria de los hombres que la gloria de Dios" (Jn 12,37-43). Cuando Jesús, por intercesión de María, "manifestó su gloria" de Hijo de Dios que comparte con nosotros los gozos y las tristezas, entonces "sus discípulos creyeron en él" (Jn 2,11). A esos seguidores suyos, que descubrieron su presencia amorosa, Jesús les llamó "mis pequeñuelos" (Mt 10,42).

     Es interesante (y hasta nos parece curioso) observar la predilección de los santos por los "pequeños": niños, pobres, enfermos, marginados, personas que buscan la verdad, familia, jóvenes... No iban sólo para proporcionar una ayuda de beneficencia, sino que sabían, por propia experiencia, que esos "pobres" eran las personas más preparadas para encontrar a Dios y llegar a las alturas de la santidad y de la contemplación. Las mejores explicaciones sobre la experiencia de Dios, las escribieron los santos pensando en personas del pueblo sencillo.

     Cada vez es más frecuente ver y oir, en los medios de comunicación social, a personas que, por el hecho de tener un "pedestal", ya se creen con el derecho de hablar de todo y con un tono dogmático. Quien lee los místicos cristianos observa todo lo contrario. Ellos se consideran siempre aprendices. De hecho, sus mejores aplicaciones son frecuentemente una reflexión sapiencial suya sobre experiencias de personas pequeñas y pobres a las que ellos aconsejaron. Una persona de poca "altura" intelectual creía que no sabía orar y pasaba todo el tiempo de la oración pensando o diciendo: "estoy contenta porque Dios es bueno, hermoso, santo"... San Juan de la Cruz lo expresó con lírica inimitable: "gocémonos, Amado, y vámonos a ver en tu hermosura, al monte y al collado, do mana el agua pura; entremos más adentro en la espesura".

     La experiencia de la benignidad, de la misericordia y de la ternura paterna de Dios, se obtiene o, mejor, se recibe, reconociendo la propia realidad limitada y pobre. Ese fue el "camino" de los santos. Cristo espera, "sentado y cansado del camino", junto a nuestro pozo de Sicar (Jn 4,6). "El se acuerda de qué (barro) hemos sido hechos, se acuerda de que no somos más que polvo" (Sal 102,14).

     Los santos, por ser humildes, es decir, auténticos, no buscaban a Dios en "cisternas agrietadas", sino en "los manantiales de agua viva" (Jer 2,13). El secreto está en descubrir que los dones que Dios ha puesto en el cosmos y en nuestro corazón, son sólo un mensaje de que es él en persona quien se nos quiera mostrar y comunicar. A Dios se le encuentra en la propia realidad y pobreza. Ese es el único "camino" de la contemplación, es decir, de ver y descubrir a Cristo, la Palabra personal de Dios Amor cerca y dentro de nuestro corazón.

     Los santos lo expresaron así:

 

     "Con el corazón herido vi tu resplandor... Que me conozca a mí para que te conozca a ti" (San Agustín).

 

     "Señor, yo soy una pobre tierra sin agua; dad a este pobre corazón esta gracia" (Santa Juana F. Fremiot de Chantal).

 

     "Mi alma está enferma de hambre de tu amor; que tu amor la sacie... La oración es una queja de la ausencia de Dios... Estás dentro de mí, en torno a mí, y yo no te siento" (San Anselmo).

 

     "Yo no busco ni deseo otra cosa que a ti solo, Señor, atráeme a ti... Abre a un huérfano que te invoca. Méteme en el abismo de tu divinidad; hazme un solo espíritu contigo" (San Alberto Magno).

 

     "No me moveré en absoluto de mi nada, si no soy movido por Dios... Espero luz después de la tinieblas" (San Pablo de la Cruz).

 

     "Nosotros somos pobres de todo; pero si oramos, ya no somos pobres" (San Alfonso María de Ligorio).

 

     "¿Quieres y buscas a Dios? ¿con qué te podrás excusar si no lo tuvieres? No te excusará tu pobreza, que de balde se da" (San Juan Bautista de la Concepción).

 

     "La oración es un ratito que tenemos para conversar con el Esposo, para recrearnos con él... ¿Cuándo me uniré a mi Amado y daré un abrazo a mi Santísima Madre la Virgen María?" (Bta. Paula Montal).

 

3. Un camino asequible a todos

     La vida cristiana consiste en "caminar en el amor" (Ef 5,2). La "ley" que Dios Amor ha dictado y grabado en el corazón es como la ruta que nos lleva a la visión y encuentro con él: "amarás al Señor tu Dios con todo el corazón" (Deut 6,5; Mt 22,37). Esta pauta de la "perfección de la caridad" es una llamada "para todos" (LG 39-40). Jesús proclamó la llamada universal a la santidad con términos nuevos: "sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto" (Mt 5,48).

     Los niños aprenden a caminar porque son consecuentes con su ser de niños. El camino del amor hacia la visión de Dios sólo exige una actitud filial de reconocerse débil, amado y, consecuentemente, capacitado y decidido a abrirse totalmente al amor. San Juan de la Cruz describe los momentos más elevados de la vida espiritual y contemplativa con la comparación de la oveja perdida y reencontrada: "el Buen Pastor se goza con la oveja en sus hombros, que había perdido y buscado por muchos rodeos" (Cántico). Ese encuentro de Dios en lo más hondo del corazón tiene lugar cuando "el alma... con todas sus fuerzas entienda, ame y goce a Dios" (LLama).

     Se necesita sólo un corazón sano para "leer en las cosas visibles el mensaje de Dios invisible que las ha creado" (CA 37). Entonces se adquiere un "conocimiento interno", es decir, profundo de las cosas y de los acontecimientos. Dios ha creado todo por amor, lo conserva todo con amor y está presente amándonos. Diría San Ignacio de Loyola que en todas estas cosas y dones nacidos de su amor, "el mismo Señor desea dárseme" (Contemplación para alcanzar amor).

     Los ojos están sanos para ver a Dios cuando el corazón se hace libre de toda inclinación torcida y egoísta: "los limpios de corazón verán a Dios" (Mt 5,8). Quien se abre al amor, descubre a Dios Amor dándose. En el agua, en la brisa, en la luz, en la vida..., se contempla a Dios, se le descubre escondido, cuando uno tiene la audacia de decir: "dadme vuestro amor y gracia, que ésta me basta" (San Ignacio, ibídem).

     Lo que dicen los santos sobre la presencia de Dios en nuestras vidas, es algo sencillo y profundo a la vez, al alcance de los niños y de los pobres, como todo el evangelio. Si no fuera así, no sería el mensaje de Jesús o estaría mal expuesto. Pero hay que distinguir el meollo de este mensaje, de la exposición literaria hecha por un escritor humano. La lírica y la teología de San Juan de la Cruz no la puede repetir cualquiera. Tampoco son para todos algunas gracias extraordinarias que, de suyo, no constituyen la santidad y la contemplación. Cuando estos santos escriben, tiene en la mente, como interlocutores o lectores, a la gente del pueblo, con tal que abran el corazón a Dios. De ahí que pongan como modelo del encuentro con Dios a la ovejita perdida y reencontrada, la samaritana, Saulo, la Magdalena, etc. Basta con reconocer la propia sed de Dios, expresándola cada uno a su modo, y querer "amar con todo el corazón".

     Hay tres aspectos que se destacan en el mensaje que los santos, testigos del encuentro, nos quieren comunicar: hay que limpiar el corazón, orientarlo decididamente hacia el amor y procurar ver a Dios en todo. En nuestra vida hay siempre defectos y debilidades, pero hay que tomar una decisión, renovada todos los días, de volver al "primer amor" (Apoc 2,4).

     Podemos resumir brevemente la doctrina de San Juan de la Cruz de este modo: buscar con sinceridad ("buscando mis amores"), afrontando la realidad según los planes de Dios ("iré por esos montes y riberas"), dejando de lado todo lo que no suene a amor ("ni cogeré las flores"), si espantarse ante las debilidades y problemas ("ni temeré las fieras y pasaré los fuertes y fronteras"). No puede haber sucedáneos en esta búsqueda ("el ganado perdí que antes seguía"). Para llega al Todo, que es Dios, hay que estar dispuesto a "salir" de la propia instalación y a perder todo lo que no sirva para realizarnos según el amor: "diréis que me he perdido, que andando enamorada, me hice perdidiza, y fui ganada".

     Esta libertad del corazón es una tarea que se va realizando continuamente. Pero no sería posible sin un fuerte enamoramiento de Cristo. Estamos invitados a entrar en sus amores, para quedar captados por él: "en la interior bodega, de mi Amado bebí, y, cuando salía, por toda aquesta vega, ya cosa no sabía, y el ganado perdí que antes seguía" (San Juan de la Cruz). La vida es hermosa porque ya quiere vivirse como donación a Dios y a los hermanos. El hecho de vaciarse de sí (o del falso yo) para llenarse de Dios Amor, hace posible el realizarse a sí mismo de verdad: "ya sólo en amar es mi ejercicio" (idem). El salmista nos invita a orar así: "tu amor es mejor que la vida" (Sal 62,4).

     No es la lírica ni la explicación teológica ni las gracias extraordinarias lo que hace llegar a la experiencia de Dios Amor, sino esta orientación de todo el ser hacia él. Entonces el sol y la luna, el agua y la tierra, y todas las cosas, dejan entrever a quien lo ha creado y lo conserva por amor, y está presente para comunicarse él mismo: "mi Amado, las montañas"... Los "ojos" o mirada de Dios Amor ya se reflejan en el propio corazón y en todo el cosmos. Precisamente porque se experimenta la cercanía de Dios, se siente más fuertemente su ausencia y el "todavía no" de una visión plena. Sólo los enamorados pueden hablar así: "salí tras ti clamando, y eras ido".

     Parece como si del encuentro definitivo sólo nos separara un tenue "velo", a modo de "nube luminosa" que, en el Tabor, muestra a Cristo Hijo de Dios mientras lo esconde (Mt 17,5). Se desea ardientemente la visión: "descubre tu presencia"..., "rompe la tela de este dulce encuentro"...

     Uno desearía sentir los pasos de Jesús, ver sus huellas, oír su voz... Pero ya se ha aprendido a descubrirle más presente y más cercano cuando se le "siente" lejos y en silencio. El mejor regalo de Cristo, siempre presente y cercano, es la convicción de que, si no le vemos, es porque identifica su caminar con el nuestro: "mi alma se aprieta contra ti, tu diestra mi sostiene" (Sal 62,9).

                      MEDITACION BIBLICA

- Aprender de los santos a encontrar a Dios

     "Hemos encontrado a Jesús de Nazaret" (Jn 1,45).

     "Busqué y no lo hallé... Hallé al amado de mi alma" (Cant 3,2-4).

     "Nosotros somos testigos" (Act 2,32).

     "Los limpios de corazón verán a Dios" (Mt 5,8).

     "Mi alma se aprieta contra ti, tu diestra mi sostiene" (Sal 62,9).

 

- A Dios se le encuentra en la propia realidad y pobreza

     "¿Por qué lloras? "¿a quién buscas?" (Jn 20,15).

     "Tenemos este tesoro en vasos de barro" (2Cor 4,7).

     "Como el barro en la mano del alfarero, así sois vosotros en mi mano" (Jer 18,6).

     "Dios ha mirado la nada (el "humus", la tierra) de su esclava" (Lc 1,48).

     "Gustosamente presumiré de mis debilidades, para que habite en mí la fuerza de Cristo" (2Cor 12,9).

     "El se acuerda de qué (barro) hemos sido hechos, se acuerda de que no somos más que polvo" (Sal 102,14).

 

- La experiencia de los santos es imitable

     "Venid y veréis" (Jn 1,39).

     "Que vuestra fe aparezca digna de alabanza en la revelación de Jesucristo, a quien amáis sin haberle visto, en quien ahora creéis sin verle, y os regocijáis con un gozo inefable y glorioso, logrando la meta de vuestra fe, la salvación de las almas" (1Pe 1,7-9).

     "Bienaventurada tú que has creído" (Lc 1,45).

     "Bienaventurados los que sin ver creen" (Jn 20,29).

     "De los niños es el reino de los cielos" (Mt 5,3).

     "Jesús manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en él" (Jn 2,11).

     "Caminar en el amor, como Cristo nos amó" (Ef 5,2).

     "Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón" (Deut 6,5; Mt 22,37).

     "Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto" (Mt 5,48).

Jueves, 16 Marzo 2023 11:28

II. ¿NO ME CONOCEIS?

 

 

 

     II. ¿NO ME CONOCEIS?

 

     1. Sólo Jesús ha visto a Dios

     2. Dios cercano y visible en Jesús

     3. Compañero de viaje hacia la visión y encuentro definitivo

     Meditación bíblica.

 

     1. Sólo Jesús ha visto a Dios

     No hay ningún ser humano que haya visto verdaderamente a Dios en esta tierra. Ha habido siempre hombres auténticos, sabios, santos, fundadores de religión, pensadores, poetas, genios, hombres sencillos y comprometidos en la búsqueda de la verdad y en la práctica del bien... Ninguno ha dicho que ha visto a Dios cara a cara.

     Es verdad que ha habido y siguen habiendo muchas personas que dicen tener una fuerte experiencia de Dios, de tipo relacional, artístico, "místico"... Muchas religiones han tenido origen en una fuerte experiencia religiosa de un fundador. La providencia de Dios ha ido dejando huellas de su presencia amorosa, que tiende hacia un futuro de plenitud en la visión y en el encuentro. Pero "a Dios no lo ha visto nadie" (Jn 1,18).

     Nadie tiene derecho a considerar como exclusiva su propia experiencia de Dios, porque él se manifiesta a cada uno que abre su corazón al amor. Habrá siempre mucha escoria en el corazón, en las comunidades y en las instituciones civiles y religiosas. Pero "el Espíritu (de Dios Amor) se halla en el origen de los nobles ideales y de las iniciativas de bien de la humanidad... Es también el Espíritu quien esparce 'las semillas de la Palabra' presentes en los ritos y culturas, y los prepara para su madurez en Cristo" (Rmi 28).

     Jesús no ha dado origen a una religión sólo a partir de una fuerte "experiencia" religiosa. El es el Hijo de Dios hecho hombre, que "no ha venido a destruir, sino a completar" purificando (Mt 5,17). Se ha hecho hermano de todos y de cada uno sin excepción y sin preferencias de razas y culturas. La originalidad de su vida y de su mensaje radica en su realidad de Hijo de Dios: "a Dios no lo ha visto nadie; el Hijo unigénito, que está en el seno del Padre, nos lo ha dado a conocer" (Jn 1,18). "Yo hablo de lo que he visto en mi Padre" (Jo 8,38).

     Si Jesús nos ha legado un mensaje concreto (resumido en nuestro "credo"), un estilo de vida (mandamientos) y unos signos salvíficos de su presencia (sacramentos), es para invitarnos a una experiencia de encuentro con Dios (oración y caridad), que se convertirá en visión plena y encuentro definitivo en el más allá.

      Jesús "convoca" a todo ser humano y a todos los pueblos, con todo su bagaje cultural y religioso (valorado y purificado), para "pasar" a esa "visión" actual de Dios, que se llama "fe": "creed en el evangelio" (Mc 1,15). Los que ya han respondido a la "convocación" forman su "Iglesia" (=comunidad convocada), que él llama cariñosamente "mi Iglesia" (Mt 16,18). A "los suyos" (Jn 13,1), Jesús les confía ese tesoro de la fe, que debe ser patrimonio de toda la humanidad.

     La fe en Jesús equivale a una vida de sintonía con él, a un cambio o apertura ("conversión"), a modo de "adhesión plena y sincera a Cristo y a su Evangelio" (RMi 46). Es, pues, dejarse amar y perdonar por él, para dejarse contagiar de su "visión" de Dios.

     Sólo Jesús ha visto verdaderamente a Dios, por ser su Hijo que, como Dios, ha entrado en el seno del Padre, expresándole su amor en el Espíritu Santo. Desde el día de la encarnación en el seno de María, el Hijo de Dios es hombre verdadero, nuestro Salvador, que ha venido para que nosotros, "conociendo" a Dios Amor, tengamos una vida nueva: "ésta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo" (Jn 17,3).

     Cuando Jesús nos dice que "miremos" las flores y "observemos" los pájaros (Mt 6,26), nos hace una invitación a "ver" a Dios de modo nuevo. Porque Dios es nuestro Padre y Jesús nos hace partícipes de su misma filiación: "bien lo sabe vuestro Padre celestial" (Mt 6,32); "¡cuánto más vuestro Padre celestial dará cosas buenas a quien se las pida!" (Mt 7,11).

     Hay que aprender a leer en la vida una presencia amorosa de Dios. Pero sólo es posible conviviendo con Jesús. El Hijo de Dios no quiso ningún privilegio en provecho suyo. La novedad está en decir, con él: "sí, Padre, porque así te agrada" (Lc 10,21). La historia no se construye ni con la rabia ni con la huida ni con la indiferencia, sino que sólo se construye amando. Y eso sólo es posible cuando se vislumbra una presencia de Dios que nos ama y nos capacita para amar.

     En el sermón de la montaña, dice Jesús: "los limpios de corazón verán a Dios" (Mt 5,8). El "corazón" significa todo ese mundo interior que es expresión de todo cuanto sentimos, pensamos, amamos, queremos... Ahí debe construirse la unidad más profunda del ser humano, como el "ojo" interior, que puede transformar todo nuestro ser en "luz" o en "tinieblas" (Mt 6,22-23). La claridad o limpieza de nuestra "mirada" se traduce en apertura a todo lo bueno para hacerse uno mismo donación, a "imagen de Dios" (Gen 1,26-17). Cuando el "corazón" vive en ese tono, todas las cosas, acontecimientos y personas se hacen transparencia de Dios.

     No es posible "ver" a Dios sin vivir en sintonía con los amores y vivencias de Cristo: "tened los mismos sentimientos de Cristo Jesús" (Fil 2,5). El, en cuanto Verbo o Hijo de Dios, es una mirada amorosa al Padre; en cuanto hombre, tiene nuestros mismos sentimientos, pero abiertos siempre a la presencia y al amor del Padre. Vivió siempre "ocupado en las cosas del Padre" (Lc 2,49). Y esta ocupación era su plan de vida permanente (Mt 3,15), su "comida" o vivencia profunda (Jn 4,34), su "misión" o identidad (Jn 5,30), su "obra" que había de llevar a cabo (Jn 17,4). Por esto no estuvo "nunca solo" (Jn 8,29) y siempre habló de lo que estaba "viendo en el Padre" (Jn 8,38).

     Como hombre verdadero, Jesús experimentó la oscuridad de un aparente "silencio" y "ausencia" de Dios (Lc 22,42aa; Mt 27,46). Jesús sabía que el Padre "no le deja solo" (Jn 8,29). Por esto en los momentos de oscuridad y sufrimiento, manifiesta una experiencia más profunda de Dios: "en tus manos, Padre, encomiendo mi espíritu" (Lc 23,46). La vida mortal de Jesús es una "pascua", un "paso" hacia el Padre. El día de la encarnación había orado así: "vengo para hacer tu voluntad" (Heb 10,7). Después de su muerte, al aparecer resucitado, dice a los suyos: "voy a mi Padre y vuestro Padre" (Jn 20,17).

     Así, en nombre nuestro, como "primogénito entre muchos hermanos" (Rom 8,29), "Jesús, el Hijo de Dios, ha penetrado los cielos" (Heb 4,14), siendo "el mismo ayer, hoy y siempre" (Heb 13,8). "Nadie sube al cielo, sino el que bajó del cielo, el hijo del hombre que está en el cielo" (Jn 3,13).

     La palabra "cielo" no es, pues, una palabra de adorno, sino una realidad: nuestra misma vida que, por ser vida de Jesucristo, comienza a ser "vida eterna". Con Cristo y en unión con todos los hermanos, ensayamos la visión definitiva de Dios, que un día será nuestra plenitud.

 

2. Dios cercano y visible en Jesús

     Toda la historia humana es una búsqueda de la verdad y del bien. Y en esa búsqueda, gozosa y penosa a la vez, ningún corazón humano ha dejado de preguntarse sobre Dios. El hombre ha ido elaborando ideas y expresiones de ese "alguien", sin el cual la existencia humana se hace un misterio inexplicable. En toda religión hay el riesgo de construirse un "dios" a la medida del propio interés y según las preferencias del momento.

     El rechazo de Dios, que aparece con relativa frecuencia en nuestra época, refleja ordinariamente la resistencia innata del corazón a toda caricatura sobre Dios. "Hay quienes imaginan un Dios por ellos rechazado, que nada tiene que ver con el Dios del evangelio" (GS 19). Muchas veces son los mismos creyentes quienes "han velado más bien que revelado el genuino rostro de Dios" (ibídem).

     Dios se nos ha hecho cercano y visible en nuestra historia concreta por medio de Jesús, su Hijo, el "Emmanuel" o Dios con nosotros. Nos quejamos de que Dios parezca ausente y callado ante los acontecimientos humanos. Pero es él quien tiene toda la razón al quejarse de que no le hayamos descubierto presente entre nosotros: "¿tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me habéis conocido?" (Jn 14,9).

     Sólo Jesús ha podido decir con autenticidad y verdad: "quien me ve a mi, ve al Padre" (Jn 14,9). Los que buscaban "ver a Jesús" (Jn 12,21) tenían necesidad de sentir a Dios cercano. Jesús es la epifanía personal de Dios: "yo y el Padre somos una misma cosa" (Jn 10,30).

     El modo de amar de Jesús es original, porque presenta las características del amor divino. Si nace pobre en Belén y muere desnudo en la cruz, es para decirnos que se nos da él mismo en persona. Si se acerca y recibe a todos y a cada uno sin distinción, es porque transparenta el amor de Dios, que "hace salir su sol sobre buenos y malos" (Mt 5,45).

     El fenómeno de recibir o de rechazar a Jesús, es como una tensión histórica humanamente inexplicable: "vino a los suyos y los suyos no le recibieron; pero a cuantos le recibieron, dioles le poder de llegar a ser hijos de Dios" (Jn 1,11-12).

     La humanidad de Jesús es un signo o expresión de todo lo que es él. Es Dios, hombre y Salvador: "el Verbo se hizo hombre y habitó entre nosotros" (Jn 1,14). "Ver" la realidad de Jesús, en toda su "gloria" de Dios hecho hombre, sólo es posible cuando nos abrimos al amor: "hemos visto su gloria; la gloria propia del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad" (Jn 1,14). Cuando el corazón se cierra en sí mismo egoísticamente, buscando el propio interés, entonces no es posible ver a Dios presente en nuestra vida: "no creyeron en él... porque amaban más la gloria de los hombres que la gloria de Dios" (Jn 12,37.44).

     En toda la creación y en todo el decurso de la historia, se encuentran signos de la presencia, cercanía y amor de Dios. De modo semejante, desde la encarnación, en todo corazón humano hay huellas de la presencia de Jesús, el Hijo de Dios hecho nuestro hermano y protagonista: "todo ha sido creado por él y para él. El es antes que todo y todo subsiste en él" (Col 1,16-17).

     Es un hecho que se puede constatar continuamente: no hay un solo corazón humano que permanezca insensible ante la bienaventuradas y el mandato del amor. Y es más evidente este hecho cuando se presenta, con autenticidad y coherencia, la vida de Jesús que "pasó haciendo el bien" (Act 10,38). El atractivo de Jesús es irresistible, cuando su vida aparece a través de la vida de sus testigos. Entonces no deja de "arder el corazón" (Lc 24,32).

     La huella de Jesús, que se encuentra en todo corazón humano y en toda cultura, necesita, para despertar en la conciencia de cada persona, encontrar la sintonía de creyentes que vivan enamorados de Cristo y que sean su transparencia. Hace ya veinte siglos que resonaron en el mundo las palabras de Jesús: "yo soy el camino, la verdad y la vida" (Jn 14,6). "No hay salvación fuera de él" (Act 4,12). El problema de fondo es que Cristo ha querido necesitar de nuestro testimonio para que le encuentren a él como "Dios con nosotros".

     Los seguidores de Cristo están llamados a "transmitir a los demás su experiencia de Jesús y la esperanza que les anima" (RMi 24). "No hay que dejarse atemorizar por dudas, incomprensiones, rechazos, persecuciones" (Rmi 66). No se puede anunciar a Cristo por medio de evangelizadores tristes y desalentados. La sociedad humana necesita siempre ver en a los creyentes y apóstoles "la alegría de Cristo" (EN 80), como huella clara de su presencia salvífica.

     En toda época histórica y, de modo especial, en la nuestra, el ser humano busca garantías de "salvación". Hay miles de propuestas por parte de grupos fanáticos y de sectas ilusas, que, a pesar de ser trampa y cartón, han acertado en el blanco: "sentirse" salvados. La trampa está en el "sentirse" sujetivista al margen del amor de donación y, por tanto, al margen de Cristo "el Salvador del mundo" (Jn 4,42; 1Jn 4,14). Una "religiosidad sin Dios" (PDV 6) es un ateísmo camuflado, una religiosidad salvaje.

     Es fácil encontrar a Cristo y, en él, a Dios Amor, cuando uno sabe dar un "vaso de agua" al hermano sediento (Mt 10,42), respetar y admirar la inocencia de un niño (Mt 18,10), alentar a un enfermo (Mt 25,36), levantar a un marginado mal herido (Lc 10,33-34), compartir el pan con los demás (Mt 25,35), comprender los defectos del hermano (Mt 7,2ss). Entonces, a través nuestro, "Cristo se convierte en signo legible de Dios que es amor" (SD 3).

     Cristo deja sus huellas en la vida de cada persona. Para una mujer divorciada, las huellas de Jesús eran las de un forastero "cansado del camino", que pedía de beber (Jn 4,6). Para un enfermo que sufría parálisis hacía ya 38 años, fue una pregunta dirigida al corazón: "¿quieres curar?" (Jn 5,6-7). Para un ciego recién curado por Jesús, fue un examen sobre la fe: "¿crees en el Hijo de Dios?" (Jn 9,35). Para Saulo, el fariseo perseguidor de los cristianos, fue descubrir que Cristo vivía en cada hermano: "Saulo, ¿por qué me persigues?" (Act 9,4)...

     Jesús está acostumbrado a que le cierren las puertas (Lc 2,7) y a que le esquiven su mirada de amor (Mc 10,21) o a que interpreten mal sus deseos de salvarnos (Jn 4,9). Esos malentendidos son algo "mejor" que la adulación y la indiferencia. Nadie es capaz de reaccionar ante Cristo y ante su evangelio con "tranquilidad" estoica. Algunos aparentan quedarse tranquilos diciendo que son "agnósticos". Pero ya se encarga Jesús de dejarnos en el corazón una cierta inquietud, que sólo puede satisfacerse con un encuentro verdadero: "dame de esta agua" (Jn 4,15).

     En toda cultura y religión hay huellas de Dios Amor, como preparación para un encuentro con él, que se manifiesta en Cristo su Hijo. Siempre se puede adivinar huellas de Dios que conducen a una "madurez en Cristo" (RMi 28). Para avivar esas huellas, se necesitan creyentes y apóstoles que, por su vida profundamente relacionada con Cristo y con los hermanos, manifiesten "su experiencia de Jesús" (RMi 24).

     Dios se hace visible en nuestra historia personal y comunitaria. En el atropello y muerte de un inocente o de cualquier hermano, allí está él haciéndonos ver el rostro de su Hijo: "a mi me lo hicisteis" (Mt 25,40). Y cuando somos nosotros los hundidos o marginados y en plena tempestad, allí también está él: "soy yo" (Jn 6,20).

     Para que otros hermanos descubran a Cristo presente en su existencia cotidiana, como "pasando" y respetando su libertad, se necesita el testimonio de quienes, sin merecerlo, ya han encontrado al Señor: "este es el Cordero de Dios" (Jn 1,36); "hemos encontrado a Jesús de Nazaret... Ven y verás" (Jn 1,45-46).

 

3. Compañero de viaje hacia la visión y encuentro definitivo

     La cercanía de Jesús, en cada ser humano sin excepción, es una consecuencia de su realidad de Dios hecho nuestro hermano (Jn 1,14). Nuestro caminar hacia el más allá, se nos hace desposorio con Cristo. El comparte nuestro caminar, haciéndose nuestro "camino" y consorte. Y nos hace sentir su misma experiencia filial: nuestro Padre Dios nos mira con el mismo amor con que mira a Jesús (Jn 17,26). Así nos lo dice él mismo: "el Padre os ama" (Jn 16,27).

     Repetidamente Jesús explicó el sentido de la vida humana por medio de parábolas de bodas (Mt 22,1-14; 25,1-13). El mismo es el "esposo" (Mt 9,15), es decir, quien comparte nuestro existir corriendo nuestra misma suerte ("consorte") y haciéndonos complemento o prolongación de su misma vida.

     Jesús vivió la experiencia de Dios, su Padre, compartiéndola con nosotros: "yo les he dado la gloria que tú me diste" (Jn 17,22; cfr. 17, 5). Toda su vida es un "paso" (pascua) hacia el Padre (Jn 13,1), llevándonos de la mano a todos y cada uno: "salí del Padre y vine al mundo; ahora dejo el mundo y voy al Padre" (Jn 16,28); "subo a mi Padre y vuestro Padre" (Jn 20,17).

     El Señor habló de este caminar y de esta suerte común, como quien prepara un hogar futuro que ya comienza a ser realidad: "voy a prepararos lugar... De nuevo vendré y os tomaré conmigo, para que donde yo estoy, estéis también vosotros" (Jn 14,2-3). Esta preparación de un hogar común se hace con el seguimiento evangélico de Cristo, compartiendo su misma suerte: "si alguno me sirve, que me siga, y donde yo esté, allí estará también mi servidor" (Jn 12,26).

     Ahora Jesús vive glorificado junto al Padre; pero su deseo más hondo es el de compartir esta gloria y visión de Dios con nosotros, como él mismo lo pidió en la última cena: "Padre, los que tú me has dado, quiero que donde esté yo, estén ellos también conmigo, para que vean mi gloria que tú me has dado" (Jn 17,24).

     Nuestra realidad histórica de peregrinos que no pueden esquivar la muerte, se nos convierte en una nueva experiencia de Dios en Cristo su Hijo. En efecto, Cristo comparte con nosotros nuestras limitaciones y hasta nuestra muerte, para hacernos partícipes de su misma vida inmortal: "si morimos con Cristo, creemos que también viviremos con él" (Rom 6,8); "sea que vivamos, sea que muramos, somos del Señor" (Rom 14,8).

     Se dice de algunas personas santas que llegaron a experimentar sensiblemente la compañía y la palabra de Jesús. Esta experiencia, de suyo, no es señal de santidad, sino que es un signo de lo que hace Jesús con todos, aunque de modo diverso. Tal vez estas personas, debido a su debilidad, necesitaban estas gracias extraordinarias, o quizá también eran gracias concedidas para que pudieran reconfirmar a otros en la fe y vivencia evangélica. Pablo, refugiado en Corinto después de la predicación dolorosa de Atenas, oyó que Jesús le decía: "no tengas miedo... porque yo estoy contigo" (Act 18, 9-10). Juan Pablo II, en la encíclica misionera (RMi 80), aplica este texto a todo apóstol: "precisamente porque es 'enviado', el misionero experimenta la presencia consoladora de Cristo, que lo acompaña en todo momento de su vida. 'No tengas miedo... porque yo estoy contigo' (Act 18, 9-10). Cristo lo espera en el corazón de cada hombre".

     Nuestra fe en el cielo, donde veremos a Dios "cara a cara" (1Cor 13,12), se basa en el amor esponsal de Cristo resucitado. "Cristo ha resucitado de entre los muertos como primicia de los que duermen (o han muerto)" (1Cor 15,20). Su muerte y su resurrección son parte de nuestra herencia.

     El Padre nos ama como consortes y prolongación de Cristo. Por esto, "por el gran amor con que nos amó... nos dio vida por Cristo... y nos resucitó y nos sentó en los cielos con Cristo Jesús" (Ef 2,4-6).

     Es verdad que para experimentar esta cercanía de Cristo y vivir gozosamente la esperanza en la visión de Dios, hay que ser consecuentes con la fe cristiana. Pero Jesús ofreció este don a un criminal arrepentido, que nosotros hemos calificado de "buen ladrón": "hoy estarás conmigo en el paraíso" (Lc 23,43). Jesús ha dado "su vida en rescate por todos" (Mt 20,28), puesto que "tenía que morir para congregar a los hijos de Dios que estaban dispersos" (Jn 11,52).

     En este caminar personal y comunitario hacia la visión de Dios, encontramos, ya en esta vida, destellos de su presencia, palabra y amor. Cristo comparte con nosotros las luces y sombras de este caminar. Para él, nosotros somos parte de su misma biografía: "mi Iglesia" (Mt 16,18), "mis ovejas" (Jn 10,14), "mis hermanos" (Jn 20,17).

     Jesús nos incorpora a su misma vida, para formar una sola familia que siga sus mismos derroteros: "quienquiera que hiciere la voluntad de mi Padre que está en los cielos, éste es mi hermano, mi hermana y mi madre" (Mt 12,50). Esta familia de seguidores del Señor encuentra en María su modelo y madre, en una "comunión de vida", que se convierte en actualización y "memoria" del caminar histórico de Jesús.

     La Iglesia es la comunidad de creyentes convocada por Cristo resucitado, quien está presente en medio de ella. No es que la comunidad eclesial necesite privilegios históricos, sino que, en los mismos avatares del caminar de toda la familia humana, experimenta por la fe la cercanía del Señor resucitado. Experimentar a Cristo cercano es fruto de la solidaridad con los demás hermanos de todos los pueblos. "Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón. La comunidad cristiana está integrada por hombres que, reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el reino del Padre y han recibido la buena nueva de la salvación para comunicarla a todos. La Iglesia por ello se siente íntima y realmente solidaria del genero humano y de su historia" (GS 1).

     El caminar humano está sembrado también de sorpresas desagradables, que frecuentemente parecen ocultar el rostro amoroso de Dios. En estas circunstancias de cruz y de sepulcro vacío, Jesús deja sus huellas pobres, a modo de "lienzos" y de "sudario", para probar nuestra fe, confianza y amor (cfr. Jn 20,6-7). "Ver" a Jesús donde parece que no está, sólo es posible cuando el amor supera la agresividad y el desánimo (cfr Jn 20,8).

     El desierto tiene sus rutas conocidas sólo de los expertos. Se necesita un guía seguro para llegar al oasis de aguas refrescantes y sanas. Haciéndose nuestro hermano, como "cordero" llevado al matadero, Cristo es, al mismo tiempo, guía y pastor. El ha experimentado la amargura de las "lagrimas" (Heb 5,7), puesto que fue "tentado en todo a semejanza nuestra" (Heb 4,15). De este modo, el Hijo de Dios hecho nuestro hermano "vino a ser para todos causa de salvación eterna" (Heb 5,9).

     Sería una alienación mirar hacia el futuro para olvidar el presente. Pero la vida presente tampoco tendría sentido, si no estuviera abierta al más allá. Nuestros ojos, llenos de polvo, recobran la claridad de su mirada cuando levantamos la cabeza, sin dejar de caminar con los pies en el suelo. El corazón siente la cercanía de Dios en el presente, cuando recuerda que hay una vida definitiva. Cristo nos ayuda a levantar la mirada y a recobrar la esperanza. "El Cordero será su pastor y los conducirá a las fuentes de aguas vivas. Y Dios enjugará las lágrimas de sus ojos" (Apoc 7,17).

     La presencia de Jesús en nuestro caminar se descubre por sus huellas eclesiales: su palabra es todavía viviente, su eucaristía es él mismo como pan comido y sacrificio, sus sacramentos son signos eficaces de su acción salvífica, su comunidad eclesial es una fraternidad con Jesús en medio (Mt 18,20)... Su promesa de permanecer con nosotros se ha hecho realidad, que hay que descubrir diariamente, de corazón a corazón: "estaré con vosotros" (Mt 28,20).

 

                      MEDITACION BIBLICA

- Sólo Jesús, nuestro hermano, ha visto a Dios

     "A Dios no lo ha visto nadie; el Hijo unigénito, que está en el seno del Padre, nos lo ha dado a conocer" (Jn 1,18).

     "Yo hablo de lo que he visto en mi Padre" (Jo 8,38).

     "Salí del Padre y vine al mundo; ahora dejo el mundo y voy al Padre" (Jn 16,28).

     "Jesús, el Hijo de Dios, ha penetrado los cielos" (Heb 4,14).

     "El mismo ayer, hoy y siempre" (Heb 13,8).

     "Nadie sube al cielo, sino el que bajó del cielo, el hijo del hombre que está en el cielo" (Jn 3,13).

 

- Jesús se nos hace epifanía personal de Dios

     "¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me habéis conocido? Quien me ve a mi, ve al Padre" (Jn 14,9).

     "Yo y el Padre somos una misma cosa" (Jn 10,30).

     "El Verbo se hizo hombre y habitó entre nosotros; y hemos visto su gloria; la gloria propia del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad" (Jn 1,14).

     "Soy yo" (Jn 6,20).

     "Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único Dios verdadero y a tu enviado Jesucristo" (Jn 17,3).

     "Sí, Padre, porque así te agrada" (Lc 10,21).

     "En tus manos, Padre, encomiendo mi espíritu" (Lc 23,46).

     "Vengo para hacer tu voluntad" (Heb 10,7).

     "Todo ha sido creado por él y para él. El es antes que todo y todo subsiste en él" (Col 1,16-17).

 

- Jesús presente en nuestro caminar hacia visión de Dios

     "Yo soy el camino, la verdad y la vida" (Jn 14,6).

     "Padre, los que tú me has dado, quiero que donde esté yo, estén ellos también conmigo, para que vean mi gloria que tú me has dado" (Jn 17,24).

     "Yo les he dado la gloria que tú me diste" (Jn 17,22; cfr. 17, 5).

     "Subo a mi Padre y vuestro Padre" (Jn 20,17).

     "Primogénito entre muchos hermanos" (Rom 8,29).

     "Vino a los suyos y los suyos no le recibieron; pero a cuantos le recibieron, dioles le poder de llegar a ser hijos de Dios" (Jn 1,11-12).

     "Voy a prepararos lugar... De nuevo vendré y os tomaré conmigo, par que donde yo estoy, estéis también vosotros" (Jn 14,2-3).

     "Si alguno me sirve, que me siga, y donde yo esté, allí estará también mi servidor" (Jn 12,26).

     "Padre, los que tú me has dado, quiero que donde esté yo, estén ellos también conmigo, para que vean mi gloria que tú me has dado" (Jn 17,24).

     "Si morimos con Cristo, creemos que también viviremos con él" (Rom 6,8).

     "Sea que vivamos, sea que muramos, somos del Señor" (Rom 14,8).

     "No tengas miedo... porque yo estoy contigo" (Act 18, 9-10).

     "Vino a ser para todos causa de salvación eterna" (Heb 5,9).

     "El Cordero será su pastor y los conducirá a las fuentes de aguas vivas. Y Dios enjugará las lágrimas de sus ojos" (Apoc 7,17).

     "Cristo ha resucitado de entre los muertos como primicia de los que duermen (o han muerto)" (1Cor 15,20).

     "Por el gran amor con que nos amó... nos dio vida por Cristo... y nos resucitó y nos sentó en los cielos con Cristo Jesús" (Ef 2,4-6).

     "Hoy estarás conmigo en el paraíso" (Lc 23,43).

     "Estaré con vosotros" (Mt 28,20).

 

- La fe en Jesús tiene sus exigencias

     "No creyeron en él... porque amaban más la gloria de los hombres que la gloria de Dios" (Jn 12,37.44).

     "No hay salvación fuera de él" (Act 4,12).

     "El Salvador del mundo" (Jn 4,42; 1Jn 4,14).

     "¿Quieres curar?" (Jn 5,6-7).

     "¿Crees en el Hijo de Dios?" (Jn 9,35).

     "Saulo, ¿por qué me persigues?" (Act 9,4)...

     "Hemos encontrado a Jesús de Nazaret... Ven y verás" (Jn 1,45-46).

     "Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo" (Jn 1,29).

     "El hijo del hombre ha venido a dar su vida en rescate por todos" (Mt 20,28).

     "Jesús tenía que morir para congregar a los hijos de Dios que estaban dispersos" (Jn 11,52).

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