Super User

Super User

IX- Espiritualidad Mariana del Ministro de Cristo

Presentación

Toda la Iglesia, contemplando el misterio de María, penetra mejor su propia razón de ser como signo portador de Jesús (sacramento o misterio), comunión y misión. De este modo, entra más a fondo en el soberano misterio de la encarnación (LG 65). Cuando el sacerdote ministro reflexiona y vive el tema mariano, redescubre más profundamente el misterio de Cristo Sacerdote que se prolonga en la Iglesia, del que el sacerdote participa de modo especial.

La espiritualidad mariana ayuda al sacerdote a vivir la presencia activa y materna de María en la Iglesia y en la humanidad. Cristo resucitado, presente en la Iglesia y en el mundo, continúa asociando a María en la obra redentora, como figura de una Iglesia que es complemento e instrumento suyo (Ef 1,23; Col 1,24). La actitud y los sentimientos sacerdotales de Cristo respecto a su Madre son la pauta de la espiritualidad sacerdotal mariana (Flp 2,5; Jn 19,25-27). La unción sacerdotal de Cristo se realizó en el seno de María; su obra sacerdotal se llevó a cabo asociando a María.

La pauta del cenáculo (Hch 1,14) recordará siempre al sacerdote, como presidente de la comunidad, que la Iglesia necesita para vivir la presencia y el ejemplo de María. El ministerio sacerdotal ayuda a la comunidad eclesial a recibir la palabra, a asociarse a Cristo Redentor y a comunicar la vida de Cristo a los hermanos. Es el ministerio de hacer madre a la Iglesia (PO 6; LG 64), a ejemplo de María (LG 65). María acompaña a la Iglesia y a toda la acción ministerial en esta maternidad.

Cada cristiano recibe a María como Madre según las diversas vocaciones y carismas. «Puesto que los sacerdotes tienen particular título para que se les llame hijos de María, no podrán menos de nutrir hacia la Virgen una ardiente devoción» (Pío XII, Menti nostrae, n. 42). Por esto, los sacerdotes «Reverenciarán y amarán, con filial devoción y culto, a esta Madre del sumo y eterno Sacerdote, Reina de los Apóstoles y auxilio de su ministerio» (PO 18) 1.

1 La indicación mariana de Presbyterorum Ordinis 18 resume las afirmaciones de los documentos sacerdotales del magisterio anterior, especialmente Ad catholici, sacerdotii y Menti nostrae. Ver estos documentos en El sacerdocio hoy, Madrid, BAC, 1985.

La relación de María con cada cristiano hace referencia a la propia vocación y misión. Su relación con el sacerdote ministro se basa en la participación especial de éste respecto al sacerdocio de Cristo.

Es Madre del eterno Sacerdote y, por eso mismo, Madre de todos los sacerdotes... Si la Virgen Madre de Dios a todos ama con tiernísimo afecto, de una manera muy particular siente predilección por los sacerdotes, que son viva n de Jesús (Pío XII, Menti nostrae, n. 124) 2.

2 Algunos estudios de la época preconciliar estudian los documentos magisteriales sobre el sacerdocio en su contenido mariano: L. M. CANZIANI, Maria Santísima e il sacerdote, Milano, Massimo, 1954; P. CECCATO, María, madre del sacerdote, Roma, Centro Montfortiano, 1958; Mgr. DUPERRAY, Regina Cleri, en María III (Du Manori), París, Beachesne, 1954, 659-696; R. GARRIGOU LAGRANGE, La unión del sacerdote con Cristo Sacerdote y Víctima, Madrid, Rialp, 1955, cap. 8; T. M. GIACARDO, Maria Regina degli Apostoli, Roma, Paoline, 1961, 1961; L. J. MARK, Mary and the priest, Milwaukee, 1963; C. MORILLO, Maria, Mater cleri, en Maria et Ecclesia, Roma, PAMI, XVI, 165-171; E. NEUBERT, Marie et notre sacerdoce, París, Spes, 1953; P. PHILIPPE, La Virgen Santísima y el sacerdocio, Bilbao, Desclée, 1955; M. VENTURINI, Maria, Mater sacerdotis, Trento, 1964. Ver bibliografía posconciliar en las notas siguientes y en la orientación bibliográfica del final del capítulo.

La misma realidad de María, de ser asociada a Cristo, es realidad sacerdotal, como participación peculiar en el sacerdocio redentor de Cristo. Ella es figura de la Iglesia Pueblo sacerdotal, y ayuda a cada cristiano a vivir su propia participación en el sacerdocio del Señor. Los signos eclesiales del ministerio sacerdotal son signos de la maternidad de la Iglesia, que tiene a María como modelo y Madre. La espiritualidad mariana del sacerdote va siempre unida al amor y fidelidad a la Iglesia.

La fraternidad sacerdotal del Presbiterio, al servicio de la comunidad eclesial diocesana y universal, será una realidad cuando los sacerdotes vivan y ayuden a vivir la pauta mariana del cenáculo.

1- La Madre de Cristo Sacerdote

La unción sacerdotal de Cristo tuvo lugar en el seno de María, cuando el Verbo se hizo carne en ella por obra del Espíritu Santo (Mt 1,20; Lc 1,35). Esta unción en el Espíritu consiste en la unión hipostática, es decir, de la persona del Verbo con la humanidad de Cristo. Por esto Jesús se presentó en Nazaret (Lc 4,18) como ungido y enviado por el Espíritu Santo (ver el cap. II).

María engendró, gestó y dio a luz a Jesucristo en toda su realidad de Hijo de Dios, Cabeza de su Cuerpo Místico, Redentor, Sacerdote. María es, pues, Madre de Dios, Madre de la Iglesia, asociada a Cristo Redentor, Madre de Cristo Sacerdote. La maternidad en María dice relación a Cristo en toda su realidad.

Toda la vida de María es de asociación a Cristo Sacerdote, Mediador, Redentor. María es la mujer, Nueva Eva, asociada al Nuevo Adán (cf. Ga 4,4; Jn 2,4; 19,26). Es Madre asociada esponsalmente a Cristo Redentor en todos los momentos sacerdotales, desde la encarnación hasta la cruz y hasta la consumación perpetua de todos los elegidos (LG 62).

Mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta la cruz, junto a la cual, no sin designio divino, se mantuvo erguida (cf. Jn 19,25), sufriendo profundamente con su Unigénito y asociándose con entrañas de madre a su sacrificio consintiendo amorosamente en la inmolación de la víctima que ella misma había engendrado; y finalmente, fue dada por el mismo Cristo Jesús agonizante en la cruz como madre al discípulo con estas palabras: «Mujer, he ahí a tu hijo» (cf. Jn 19,26-27) (LG 58; cf. RM 23-24).

La maternidad de María es, pues, de asociación a Cristo su Hijo, el Redentor. «María está unida perfectamente a Cristo en su despojamiento» (RM 18). Por esto «participa, por su carácter subordinado, de la universalidad de la mediación del Redentor, único Mediador» (RM 40).

La misión materna de María durante toda su vida reviste caracteres sacrificiales, siempre en unión con Cristo, puesto que «lo ofreció como Nueva Eva al eterno Padre en el Gólgota, junto con el holocausto de sus derechos maternos» (Pío XII, Mystici Corporis Christi; cf. LG 58) 3.

3 El texto conciliar de Lumen Gentium 58 hace suya la doctrina de Pío XII en la encíclica Mystici Corporis Christi sobre la asociación de María a la obra redentora de Cristo Sacerdote: AAS 35 (1943) 247-248. El tema se repite en la encíclica Haurietis Aquas: AAS 48 (1956) 352. Ver J. A. DE ALDANA, Posición actual del Magisterio eclesiástico en el problema de la corredención, «Estudios Marianos» 19 (1958) 45-75. La encíclica mariana Redemptoris Mater (de Juan Pablo II) da un paso más, relacionando la asociación con la mediación materna de María (RM 18, 27, 39, 40). Ver estudios en la nota siguiente.

Esta unión de María a Cristo Sacerdote se expresa en diversos puntos fundamentales:

- aceptación de los planes salvíficos del Padre en sintonía con el «sí» de Cristo Sacerdote al Padre (cf. Heb 10,5-7; Lc 1,38).

- perseverancia en este «sí» durante toda la vida hasta el sacrificio en la cruz,

- asociación a Cristo Sacerdote y Víctima, Mediador y Redentor,

- intercesión como mediación materna participada de la única mediación de Cristo Sacerdote.

La relación de María con Cristo Sacerdote incluye una relación estrecha con la Iglesia. Tiene, pues, dimensión cristológica y eclesial. «María pertenece indisolublemente al misterio de Cristo y pertenece además al misterio de la Iglesia» (RM 27). «Asunta a los cielos, no ha dejado esta misión salvadora, sino que, con la múltiple intercesión, continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna» (LG 62).

Esta realidad mariana de madre y asociada a Cristo Sacerdote indica también su modo peculiar de participar en su sacerdocio ministerial, sino como tipo de toda participación eclesial en el sacerdocio del Señor 4.

4 Hay que distinguir nuestro tema (relación de María con Cristo Sacerdote) de la cuestión sobre el sacerdocio de la Santísima Virgen. Ver estudios sobre este tema: F. M. ALVAREZ, La Madre del Sumo y Eterno Sacerdote, Barcelona, Herder 1968. Idem, María y la Iglesia: espiritualidad mariana sacerdotal, «Seminarios» 33 (1987) 465-475; BASILIO DE SAN PABLO, Los problemas del sacerdocio y del sacrificio de María, «Estudios Marianos» 11 (1951) 141-220; D. BERTETTO, Maria Santísima e il sacerdocio della Chiesa, «Lateranum» 47 (1981) 233-286; G. CALVO, La espiritualidad mariana del sacerdote en Juan Pablo II, «Compostellanum» 33 (1998) 205-224; N. GARCIA GARCES, La Santísima Virgen y el sacerdocio, «Estudios Marianos» 10 (1950) 61-104 (recoge bibliografía hasta el año 1950); L. M. HERRAN, Sacerdocio y maternidad espiritual de María, «Teología del Sacerdocio» 7 (1975) 517-542; C. KOSER, De sacerdotio B. Mariae Virginis, en Maria et Ecclesia, II, Roma, PAMI (Congreso de Lourdes de 1958); R. LAURENTIN, Marie, l'Eglise et le sacerdote, París, 1952; P. PORRAT, Marie et le sacerdote, en Maria, o. c., I, 801-824; G. M. ROSCHINI, María Santísima y el sacerdocio, en Enciclopedia del sacerdocio, II/I, c. 7; E. SAURAS, María y el sacerdocio, «Estudios Marianos» 13 (1953) 143-172.

María es Madre del sumo y eterno Sacerdote y guiada por el Espíritu Santo, se consagró al ministerio de la redención de los hombres (PO 18). El ser, el obrar y la vivencia de Cristo son esencialmente sacerdotales, por ser Mediador, Redentor y Buen Pastor (cf. cap. II). Esta realidad de Cristo tiene relación con María su Madre, asociada a la obra redentora. A su vez, la maternidad de María dice relación al ser, a la función y a la vivencia sacerdotal del Señor.

La realidad sacerdotal de Cristo se prolonga en la Iglesia y es participada de modo especial por los sacerdotes ministros. María es Madre del Pueblo sacerdotal y de cada uno de sus componentes según el grado y el modo de participar en el sacerdocio de Cristo.

2- La Madre de la Iglesia, Pueblo sacerdotal

La Iglesia es el pueblo sacerdotal (1 P 2,5-9) porque en ella se prolonga Cristo Sacerdote y porque toda ella participa de la realidad sacerdotal del Señor (cf. cap. II, n. 3). María es tipo o personificación de la Iglesia:

La Madre de Dios es tipo de la Iglesia en el orden de la fe, de la caridad y de la unión perfecta con Cristo. Pues en el misterio de la Iglesia, que con razón es llamada también madre y virgen, precedió la Santísima Virgen, presentándose de forma eminente y singular como modelo tanto de la virgen como de la madre (LG 63).

La Iglesia, contemplando a María, imita su fidelidad y asociación a Cristo Redentor.

La Iglesia, meditando piadosamente sobre ella y contemplándola a la luz del Verbo hecho hombre, llena de reverencia, entra más a fondo en el soberano misterio de la encarnación y se asemeja cada día más a su Esposo (LG 65).

Si María es Madre y tipo de la Iglesia, Pueblo sacerdotal, lo es también por su asociación maternal a Cristo Sacerdote. La realidad sacerdotal de Cristo, que asocia a María, continúa en la Iglesia. Por esto la realidad sacerdotal de la Iglesia y de cada creyente según su propia vocación, está relacionada íntimamente con la realidad de María como Madre de Cristo Sacerdote que se prolonga bajo signos eclesiales 5.

5 La relación de María con la Iglesia se puede estudiar bajo diversos puntos de vista: tipo (modelo, figura, personificación), Madre, signo («sacramento»), misión, etc. AA. VV., María en los caminos de la Iglesia, Madrid, CETE, 1982; J. ESQUERDA, La maternidad de María y la sacramentalidad de la Iglesia, «Estudios Marianos» 26 (1965) 231-274; M. LLAMERA, J. A. ALDAMA, La Santísima Virgen y la Iglesia, en Comentarios a la Constitución sobre la Iglesia, Madrid, BAC, 1956, 924-1084. Ver las mariologías posconciliares y su bibliografía: J. C. R. GARCIA PAREDES, Mariología, Madrid, BAC, 1995; C. I. GONZALEZ, María, evangelizada y evangelizadora, Bogotá, CELAM, 1988; C. POZO, María en la obra de salvación, Madrid, BAC, 1974. Sobre el aspecto evangelizador, ver Puebla 282-303; J. ESQUERDA, En cenáculo con María, México, CLAEM, 1987; Idem, La gran señal, María en la misión de la Iglesia, Barcelona, Balmes, 1983.

La Iglesia ejerce su función sacerdotal anunciando a Cristo (línea profética), celebrando su sacrificio redentor y salvífico (línea cultual y litúrgica), comunicándolo a los hombres (línea hodegética o de dirección y servicio de caridad). Es siempre el misterio de Cristo, muerto y resucitado, nacido de María, que es anunciado, celebrado, comunicado. María ha sido y sigue siendo asociada al misterio sacerdotal y redentor de Cristo, que la Iglesia anuncia, hace presente, celebra y comunica.

La función sacerdotal de la Iglesia tiene, pues, dimensión mariana:

- anunciar a Cristo nacido de María,

- presencializar a Cristo que asocia a María,

- comunicar la salvación de Cristo que quiso y sigue queriendo la colaboración de María.

Los signos eclesiales son portadores de la realidad sacerdotal y redentora de Cristo, quien continúa presente y operante a través de ellos asociando a María. Todo cristiano participa en la función de servir algunos de estos signos portadores de salvación en Cristo. La función sacerdotal de cada creyente (cf. cap. II, n. 4) es de fidelidad a Cristo para ser instrumento suyo. Por esto toda la Iglesia como Pueblo sacerdotal, y cada creyente según su propia vocación, imita a María en su fidelidad a la palabra y a la acción del Espíritu Santo, para ser instrumento de gracia y de filiación divina. Es el misterio de la virginidad (fidelidad) y de la maternidad (fecundidad) de la Iglesia.

La presencia activa y materna de María en la Iglesia se concreta en amor, acompañamiento e intercesión, a fin de que la Iglesia pueda realizarse como sacramento o signo transparente y portador de Cristo, María es Madre en la Iglesia y mediante la Iglesia (RM 47; cf. n. 37).

Esta presencia mariana en el Pueblo sacerdotal (RM 1, 24, 28, 48, 52) se concreta especialmente en guiar a los fieles a la eucaristía (RM 44), así como los guía a meditar la palabra de Dios para vivirla y anunciarla, y a imitar a Cristo en su entrega de donación sacrificial.

La Iglesia se hace más virgen y madre cuando en la misión apostólica imita el amor materno de María (LG 65). Como pueblo sacerdotal, convoca a los creyentes (ecclesia o comunidad convocada) para la escucha de la palabra, la celebración eucarística (y litúrgica en general) y para construir la comunidad en el amor.

La Iglesia, contemplando su profunda santidad e imitando su caridad y cumpliendo fielmente la voluntad del Padre, se hace también madre mediante la palabra de Dios aceptada con fidelidad, pues por la predicación y el bautismo engendra a una vida nueva e inmoral a los hijos concebidos por obra del Espíritu Santo y nacidos de Dios (LG 64).

Por esto:

- La Iglesia, al contemplar a María, entra más a fondo en el misterio de la encarnación;

- anunciando y venerando a María, atrae a los creyentes a su Hijo;

- en su labor apostólica, se fija con razón en aquella que engendró a Cristo, concebido del Espíritu Santo y nacido de la Virgen, para que también nazca y crezca por medio de la Iglesia en las almas de los fieles (LG 65).

La consagración sacerdotal de Cristo en el seno de María el día de la encarnación, es como el anuncio del misterio que se realizaría a través de la Iglesia: «Fue en Pentecostés cuando empezaron los hechos de los Apóstoles, del mismo modo que Cristo fue concebido cuando el Espíritu Santo vino sobre la Virgen María» (AG 4).

En la economía de la gracia, actuada bajo la acción del Espíritu Santo, se da una particular correspondencia entre el momento de la encarnación del Verbo y el del nacimiento de la Iglesia. La persona que une estos dos momentos es María: María en Nazaret y María en el cenáculo de Jerusalén. En ambos casos su presencia discreta, pero esencial, indica el camino del nacimiento del Espíritu. Así la que está presente en el misterio de Cristo como Madre, se hace -por voluntad del Hijo y por obra del Espíritu Santo- presente en el misterio de la Iglesia (RM 24).

La participación de la Iglesia en el sacerdocio de Cristo tiene la característica de instrumento ministerial, es decir, de signo y servicio sacramental. Esta realidad eclesial es materna, por ser instrumento de vida en Cristo, sacerdotal, por ser participación en el sacerdocio de Cristo y misionera por prolongar la misión de Cristo. María es tipo o personificación, figura de la Iglesia en toda su realidad, aunque ella no ejerza los signos sacramentales. «María es Madre de la Iglesia como Madre de los pastores y de los fieles» (Pablo VI), que actúa por medio de la maternidad ministerial de la Iglesia 6.

6 Discurso de Pablo VI en la clausura de la tercera sesión conciliar: AAS 56 (1964) 1007-1008. Ver el tema de la maternidad de María sobre la Iglesia en las mariologías (nota anterior).

La Iglesia mira a Cristo Sacerdote para imitar su actitud relacional respecto a María su Madre y asociada en la obra redentora. Al mismo tiempo, la Iglesia mira a María para imitar su actitud materna, esponsal y sacerdotal de asociación a Cristo.

La espiritualidad mariana de cada fiel, como miembro del Pueblo sacerdotal, se concreta en una relación personal con María para conocerla, amarla, imitarla, pedir su intercesión y celebrar en ella el fruto del sacrificio sacerdotal y redentor de Cristo. En María todo creyente encuentra el afecto materno, el ejemplo y la ayuda para llevar a efecto la propia participación en el sacerdocio de Cristo y en la maternidad de la Iglesia.

La maternidad de María «perdura sin cesar en la economía de la gracia» (LG 62). Es una maternidad en el Espíritu, que acoge a todos y a cada uno por medio de la Iglesia (RM 47).

El pueblo sacerdotal, por medio del profetismo, culto y realiza, engendra nuevos hijos para Dios, en relación de imitación y dependencia respecto a la maternidad de María y a su asociación a Cristo Sacerdote.

La Iglesia, con la evangelización, engendra nuevos hijos. Ese proceso que consiste en «transformar desde dentro», en «renovar a la misma humanidad» (EN 18), es un verdadero volver a nacer. En ese parto, que siempre se reitera, María es nuestra Madre. Ella, gloriosa en el cielo, actúa en la tierra. Participando del señorío de Cristo Resucitado, «con su amor materno cuida de los hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan» (LG 62); su gran cuidado es que los cristianos tengan vida abundante y lleguen a la madurez de la plenitud de Cristo (Puebla 288).

3- La Madre del sacerdote ministro

El sacerdote ministro participa de modo especial en el ser, en la función y en la misión sacerdotal de Cristo como vivo instrumento suyo (PO 12; cf. cap. III, n. 2). María por ser Madre de Cristo Sacerdote, es Madre de cuantos participan en el sacerdocio del Señor. Por esto se puede llamar «Madre de los sacerdotes» ministros (Juan Pablo II, Carta del Jueves Santo, 1979). María ve en cada sacerdote un Jesús viviente (san Juan Eudes).

La realidad sacerdotal de la Iglesia, que es también realidad materna, se actualiza principalmente por medio del ministerio de los sacerdotes. Es maternidad ministerial, que encuentra en María su figura o tipo. El sacerdote es ministro de Cristo y de la Iglesia, prolongando la persona del Señor, su palabra, su acción sacrificial, salvífica y pastoral. Cristo Sacerdote se prolonga en la Iglesia, y especialmente en la vida y ministerio sacerdotal, asociado a María. Ella es Madre del sumo y eterno Sacerdote, Reina de los Apóstoles y auxilio de su ministerio (PO 18).

María sigue asociada al sacrificio de Cristo que se hace presente en la eucaristía por el ministerio de los sacerdotes. Esta dimensión mariana del misterio eucarístico ayuda al sacerdote a asociarse a Cristo Redentor con la actitud fiel, generosa, contemplativa y sacrificial de su Madre. La presencia activa y materna de María en la vida y ministerio sacerdotal es una realidad de fe, que debe hacerse consciente como fuente de renovación y de entrega a Cristo.

Cuando nosotros, al actuar in persona Christi, celebramos el sacramento del mismo y único sacrificio en el que Cristo es y sigue siendo el único sacerdote y la única víctima, no podemos olvidar este sufrimiento de la Madre... Conviene que se profundice constantemente nuestro vínculo espiritual con la Madre de Dios... Cuando celebramos la eucaristía, conviene que esté a nuestro lado (Juan Pablo II, Carta del Jueves Santo, 1988).

El sacerdote predica el mensaje de Cristo muerto y resucitado. María forma parte de este mensaje como la mujer Madre del Redentor asociada a él en la obra redentora (Ga 4,4-7). Con toda su acción ministerial, profética, cultual y de dirección y servicio, el sacerdote es instrumento de la vida nueva que Cristo transmite asociando a María.

María está relacionada con el sacerdote ministro como Madre de Cristo Sacerdote y de la Iglesia Pueblo Sacerdotal. Se puede decir que, por ello, ha adquirido unos derechos maternos sobre el sacerdote. Como Cristo no quiso ni quiere prescindir de María en la obra redentora, tampoco el sacerdote ministro puede prescindir de ella.

En la vida de santidad, María colabora a cada cristiano, según su propia vocación, para que se configure cada vez más con Cristo.

Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo al Padre en el templo, padeciendo con su Hijo cuando moría en la cruz, cooperó en forma enteramente impar a la obra del Salvador con la obediencia, la fe, la esperanza y la ardiente caridad con el fin de restaurar la vida sobrenatural de las almas. Por esto es nuestra Madre en el orden de la gracia (LG 61).

María, pues, colabora con su afecto, ejemplo e intercesión, a que el sacerdote ministro sea signo claro del Buen Pastor, configurándose con él. Quien formó a Cristo Sacerdote en su seno, sigue formando a quienes son signo personal y ministerial del Señor.

La relación de María con el sacerdote ministro se basa, pues, en una realidad querida por Cristo:

- es Madre especial del sacerdote (realidad y amor),

- es modelo de su relación con Cristo y de su actuar apostólico,

- actúa como asociada a Cristo Sacerdote y Madre de la Iglesia.

Los santos sacerdotes de la historia, como san Juan de Avila, san Juan Eudes, san Antonio Mª Claret... han acentuado también el paralelismo entre María y el sacerdote:

- por la vocación o elección especial,

- por la consagración a los planes salvíficos de Dios en Cristo,

- por la unión con Cristo Sacerdote y Víctima en la cruz y en la eucaristía,

- por la fidelidad a la acción y misión del Espíritu Santo,

- por el hecho de comunicar a Cristo al mundo (instrumento de gracia) 7.

7 La doctrina de san Juan de Avila recoge este sentir de los santos sacerdotes: «Mirémonos, padre, de pies a cabeza, alma y cuerpo, y nos veremos hechos semejantes a la sacratísima Virgen María, que con sus palabras trajo a Dios a su vientre» (plática primera, en Obras completas de BAC). «pastora, no jornalera que buscase su propio interés, pues que amaba tanto a las ovejas, que después de haber dado por la vida de ellas la vida de su amantísimo Hijo, diera de muy buena gana su vida propia sin necesidad de ella tuviera. ¡Oh qué ejemplo para los que tienen cargo de almas!» (sermón de la Asunción, ibídem). Ver la doctrina de san Juan de Avila sobre María en relación con el sacerdote: J. ESQUERDA BIFET, Introducción a la doctrina de San Juan de Avila, Madrid, BAC, 2000, cap. II B; VD, 4; VI A, 3.

El actuar de María en la Iglesia y por medio de la Iglesia (RM 37,47) comporta una relación con el actuar sacerdotal para formar a Cristo en los fieles. Es siempre Cristo quien actúa a través de los ministerios sacerdotales asociando a María.

La relación del sacerdote con la Iglesia está en la línea de la maternidad eclesial (cf. PO 6; LG 64-65). Servir a la Iglesia comporta ejercer unos ministerios que son la realización de esta maternidad, de la cual María es tipo y figura.

"Que la verdad sobre la maternidad de la Iglesia, a ejemplo de la Madre de Dios, se haga más cercana a nuestra conciencia sacerdotal... Es necesario profundizar de nuevo en esta verdad misteriosa de nuestra vocación: esta paternidad en el espíritu que a nivel humano es semejante a la maternidad... se trata de una característica de nuestra personalidad sacerdotal, que expresa precisamente su madurez apostólica y su fecundidad espiritual... Que cada uno de nosotros permita a María que ocupe un lugar en casa del propio sacerdocio sacramental, como madre y mediadora de aquel gran misterio (cf. Ef 5,32), que todos deseamos servir con nuestra vida" (Juan Pablo II, Carta del Jueves Santo, 1988).

Los sacerdotes, pues, tienen un vínculo especial con la Madre de Dios y un derecho especial a su amor (Juan Pablo II, ibídem); por esto, tienen particular título para que se les llame hijos de María (Pío XII, Menti nostrae, 42) 8.

8 AAS 42 (1950) 673. Ver las notas 1 y 2.

Las palabras constitutivas del sacerdocio ministerial «haced esto en conmemoración mía» se unen al encargo de la cruz «he aquí a tu Madre» y van dirigidas de modo especial al discípulo amado como representante especialmente de los apóstoles. Por esto,

todos nosotros... en cierto modo somos los primeros en tener derecho a ver en ella a nuestra Madre. Deseo, por consiguiente, que todos vosotros, junto conmigo, encontréis en María la Madre del sacerdocio que hemos recibido de Cristo. deseo además, que confiéis particularmente a ella vuestro sacerdocio (Juan Pablo II, Carta del Jueves Santo, 1979).

4- En la vida espiritual y en el ministerio sacerdotal

La espiritualidad sacerdotal es una vivencia del ministerio en el Espíritu de Cristo (PO 13). La unión con Cristo y el servicio de prolongarlo en la Iglesia y en el mundo, comportan una sintonía con sus sentimientos y amores (cf. Flp 2,5). Jesucristo no quiso ni quiere prescindir de María al ejercer sus funciones sacerdotales, que ahora realiza por medio de sus ministros. La caridad pastoral es una imitación de las actitudes del Buen Pastor, que quiso a María asociada a su obra redentora.

La gracia y el carácter sacramental del Orden urgen a vivir esta realidad sacerdotal, que es eminentemente mariana, puesto que María es parte integrante del misterio de Cristo anunciado, presencializado, celebrado, comunicado y vivido por el sacerdote.

No sería posible la configuración con Cristo Sacerdote si se prescindiera de María. El sacerdote pertenece a Cristo tal como es, nacido de María y que asocia a María para prolongarse en la Iglesia. La consagración sacerdotal participada de Cristo tiene, pues, una dimensión eclesial y mariana. La donación o consagración a Cristo es una entrega a su persona y su obra salvífica, vivida con la presencia, el ejemplo y la ayuda de María.

Las gracias y carismas que el sacerdote ha recibido para servir a Cristo y a la Iglesia, tienen el matiz de dependencia mariana: vocación, carácter y gracia sacramental, gracias peculiares y necesarias para el ministerio, etc. Todas y cada una de estas gracias se han recibido de Cristo que ha querido la cooperación de María y la sigue queriendo para una respuesta fiel y generosa.

En la santificación propia y en la acción ministerial, la sintonía del sacerdote con Cristo se expresará también con esta dimensión mariana en:

- conocerla en el misterio de Cristo Sacerdote y de la Iglesia Pueblo sacerdotal,

- amarla con actitud relacional imitada de Cristo, y con el gozo de ver en María el mejor fruto de la redención,

- imitarla especialmente respecto a su asociación esponsal con Cristo, a su contemplación de la palabra y a su fidelidad generosa a la acción del Espíritu Santo,

- celebrarla en el contexto del misterio pascual de Cristo, especialmente en la eucaristía, sacramentos, liturgia de las horas y año litúrgico,

- invocarla pidiendo su intercesión para el camino de configuración con Cristo Buen Pastor y para el proceso de evangelización.

La espiritualidad del sacerdote

debe extenderse también a la Madre de Dios, y con tanta mayor devoción y ternura en el sacerdote que en el simple fiel, cuanto son más reales y profundas las relaciones del sacerdote con Cristo y las relaciones de María con su divino Hijo (Pío XI, Ad catholici sacerdotti) 9.

9 Ver notas 1 y 2. Los autores espirituales han subrayado la relación de María con el sacerdote en un plan activo y vivencial: «Nuestro sacerdocio tanto más fecundo será cuanto más se apoye en la omnipotencia mediadora de María... Aquella que ha formado con su sangre al Sacerdote eterno, continúa formando en los sacerdotes la n de este mismo Cristo» (M. PHILIPON, Los sacramentos en la vida cristiana, Buenos Aires, 1965, 320-321).

En el ejercicio del ministerio, el sacerdote realiza la maternidad de la Iglesia, en el sentido de hacer madre a la comunidad eclesial como transmisora de vida en Cristo, a través del anuncio de la palabra, de la celebración litúrgica y de los servicios de caridad (PO 6; cf. LG 64-65).

La actitud espiritual del ministro debe ser, pues, de amor materno, del que María es modelo para todos aquellos que, en la misión de la Iglesia cooperan a la regeneración de los hombres (LG 65). «Vivir los ministerios en el Espíritu de Cristo» (PO 13) incluye la imitación de la actitud materna de María, asociada a Cristo Sacerdote y Redentor.

La fidelidad a los designios salvíficos del Padre y a la acción del Espíritu Santo, en sintonía con los sentimientos de Cristo, es el aspecto más fundamental de la caridad pastoral. «De esta docilidad hallarán siempre un maravilloso ejemplo en la Bienaventurada Virgen María, que, guiada por el Espíritu Santo, se consagró toda al ministerio de la redención de los hombres» (PO 18).

La devoción o actitud mariana es, pues, parte integrante de la espiritualidad sacerdotal: «Amen y veneren con filial confianza a la Santísima Virgen María, a la que Cristo, muriendo en la cruz, entregó como madre al discípulo» (OT 8) «En íntima unión con Cristo, María, la Virgen Madre, ha sido la criatura que más ha vivido la plena verdad de la vocación, porque nadie como Ella ha respondido con un amor tan grande al amor inmenso de Dios» (PDV 36) 10.

10 El nuevo Código concreta esta devoción mariana del sacerdote: can. 246, pár, 3 (durante la formación en el Seminario: «debe fomentarse el culto a la Santísima Virgen María, incluso por el rezo del santo rosario»), can. 276, pár. 2, 5º (para los ya sacerdotes: «tengan peculiar devoción a la Virgen Madre de Dios»). Ver: Ratio fundamentalis, n. 54; «Carta circular sobre algunos aspectos más urgentes de la formación espiritual en los Seminarios» (6 enero 1980), II, 4. Cfr. PDV 36,45,82; Dir 60,68,85,98.

Según las enseñanzas del magisterio, la devoción mariana del sacerdote se basa en:

- La relación del sacerdote con Cristo Sacerdote, que quiso nacer de María y la quiso asociar a su obra redentora,

- la relación del sacerdote con la Iglesia, Pueblo Sacerdotal, de la que María es Madre y tipo,

- la relación de María respecto a Cristo Sacerdote, a la Iglesia y al sacerdote ministro, como objeto especial de su maternidad 11. 11 «Deseo que confiés particularmente a Ella vuestro sacerdocio... Se da en nuestro sacerdocio ministerial la dimensión espléndida y penetrante de la cercanía a la Madre de Cristo» (Juan Pablo II, Carta del Jueves Santo de 1979, n. 11). «Nosotros tenemos, en cierto modo, derecho especial a este amor en virtud del misterio del Cenáculo» (idem, Carta del Jueves Santo de 1988, n. 6). La actitud mariana del discípulo amado continúa siendo programática para todo sacerdote, tanto en el gesto de recibir a María como Madre, como en el de auscultar la palabra de Dios desde el corazón de Cristo; cf. encíclica Redemptoris Mater, n. 23, nota 47). «Con su ejemplo y mediante su intercesión, la Virgen Santísima sigue vigilando el desarrollo de las vocaciones y de la vida sacerdotal en la Iglesia. Por eso, nosotros los sacerdotes estamos llamados a crecer en una sólida y tierna devoción a la Virgen María, testimoniándola con la imitación de sus virtudes y con la oración frecuente» (PDV 82).

Esta actitud o devoción mariana equivale, especialmente para el sacerdote, a introducirla en todo el espacio de la vida interior como el discípulo amado (cf. RM 45). La contemplación de la Palabra requerida para la predicación es una actitud mariana de meditar en el corazón (Lc 2,19.51). Sólo entonces se entra en el misterio de Cristo, auscultando sus amores (Jn 13,23-25) para anunciarlos a toda la humanidad (1 Jn 1,1ss).

El sacerdote aprende a sentir con la Iglesia y amarla, profundizando en su propia relación con María como Madre de la Iglesia y como modelo de su desposorio o asociación a Cristo. De esta espiritualidad eclesial y mariana, vivida en el cenáculo de la propia Iglesia particular y de la propia comunidad (Hch 1,14), pasará fácilmente a poner en práctica la fraternidad sacramental del Presbiterio (como familia (CD 28) de hermanos al servicio de toda la comunidad eclesial. María es Madre de la unidad del corazón como vida en Cristo, y de la unidad de la Iglesia como signo portador de Cristo.

Toda época de renovación eclesial ha sido una época de renovación sacerdotal y de profundización en el aspecto mariano de la vida espiritual y de la acción evangelizadora. Todo nuevo Pentecostés encuentra a los apóstoles en el cenáculo reunidos con María la Madre de Jesús (Hch, 1,14), para escuchar la palabra de Dios como ella y con ella, celebrar la eucaristía y construir la fraternidad como signo eficaz de evangelización. Las nuevas gracias del Espíritu Santo hacen posible que la comunidad eclesial, a la que sirve el sacerdote, se abra a los planes salvíficos de Dios como María 12.

12 La actitud mariana de la primera comunidad eclesial (Hch 1,14) se concreta en actitudes de escucha de la palabra, celebración eucarística, fraternidad y evangelización con la fuerza del Espíritu Santo (cf. Hch 2,42-47; 4,31-34). Esta sigue siendo la invitación de la Iglesia para la renovación de las comunidades, en vistas a una «evangelización renovada» de la que María es «figura» o «estrella» (EN 82; cf. LG 59; AG 4; RH 22; RM 26).

El ministerio del sacerdote tiene como objetivo ayudar a la comunidad a vivir su relación con María, para ser, como ella y con ella, fiel, virgen y madre:

María es verdaderamente Madre de la Iglesia... «No se puede hablar de la Iglesia, si no está presente María» (MC 28). Se trata de una presencia femenina que crea el ambiente familiar, la voluntad de acogida, el amor y el respeto por la vida. Es presencia sacramental de los rasgos maternales de Dios. Es una realidad tan hondamente humana y santa que suscita a los creyentes las plegarias de la ternura, del dolor y de la esperanza (Puebla 291).

«Junto con el Pueblo de Dios, que mira a María con tanto amor y esperanza, vosotros (los sacerdotes) debéis recurrir a ella con esperanza y amor excepcional» (Juan Pablo II, Carta del Jueves Santo, 1979).

El sacerdote sigue la actitud joánica de recibir a María en comunión de vida, es decir, de «introducirla en todo el espacio de la vida interior, es decir, en su `yo' humano y cristiano» (RM 45 y nota 130). La eficacia del ministerio sacerdotal está, en cierto modo, condicionado a la actitud mariana y eclesial del sacerdote, que es imitación de las vivencias sacerdotales de Cristo 13.

13 Para el ministerio en América Latina, además del documento de Puebla n. 282- 303, Santo Domingo n. 15, EAm n. 11, ayudará a conocer la realidad histórica y pastoral de los diversos santuarios marianos del Continente: CELAM, Nuestra Señora de América, Colección Mariológica del V Centenario, 1986ss; J. ESQUERDA BIFET, Los santuarios marianos: «memoria» celebrativa de la Iglesia, «Ephemerides Mariologicae» 47 (1997) 111-138.

Guía Pastoral

Reflexión bíblica

- María, la mujer, asociada a Cristo Sacerdote y Redentor: Lc 2,35; Jn 2,4; 19,25ss.

- La oración sacerdotal de Cristo en el seno de María: Hec 10,4-7.

- María en el camino del Pueblo sacerdotal: Ap 12,1.

- María Madre del sacerdote ministro: Jn 19,25-27 (cf. OT 8; PO 18; PDV 36, 45, 82).

- Actitud mariana de fidelidad, generosidad, contemplación y asociación a Cristo Sacerdote: Lc 1,26-56; 2,19.51; Jn 19,25ss.

- Caridad pastoral y amor materno del apóstol a ejemplo de María: Ga 4,4-19; Jn 16,21ss.

Estudio y revisión de vida en grupo

- ¿Cómo vivir estos puntos básicos?

- María Madre de Cristo Sacerdote (PO 18; OT 8).

- La asociación de María a la obra redentora de Cristo (LG 58).

- Figura de la Iglesia Pueblo sacerdotal (LG 63; SC 103).

- María modelo y ayuda de la Iglesia en la obra apostólica (LG 64-65; Puebla 268).

- Actitud y devoción mariana del sacerdote (PO 18; OT 8; cánones 246, par. 3; can 276, par. 2,5º, PDV 36, 45, 82).

- Renovación sacerdotal en Cenáculo con María (AG 4; LG 59; PO 12).

- El ministerio sacerdotal en la realidad mariana de América Latina (Puebla 282-303).

Orientación Bibliográfica

En las notas del presente capítulo hemos indicado algunos estudios sobre: espiritualidad sacerdotal mariana preconciliar como comentario al magisterio (notas 1 y 2), el sacerdocio de María (nota 4), relación María-Iglesia (nota 5), María en América Latina (nota 13).

ÁLVAREZ, F. M. La Madre del Sumo y Eterno Sacerdote, Barcelona, Herder, 1968.

____, María y la Iglesia: espiritualidad mariana sacerdotal, «Seminarios» 33 (1987) 465-475.

BECKER, G. B. Virgo Maria et formatio apostolica sacerdotalis, en Maria et Ecclesia, Roma, 1959, VII, 271-285.

CALVO, G. Espiritualidad mariana del sacerdote en Juan Pablo II, «Compostellanum» 33 (1988) 205-224.

D'AVACK, G. Il sacerdocio e Maria, Milano, Ancora, 1968.

ESQUERDA, J. María en la espiritualidad sacerdotal, en Nuevo Diccionario de Mariología, Madrid, Paulinas, 1988, 1799-1804.

____, Espiritualidad mariana sacerdotal, «Estudios Marianos» 34 (1970) 134-181.

____, María y la Iglesia en la espiritualidad sacerdotal, «Estudios Marianos» 40 (1976) 169-182.

____, Teología de la espiritualidad sacerdotal, Madrid, BAC, 1991, cap. XI.

FIORES S. DE. Significato e valore della devozione mariana nella vita en el ministerio sacerdotale, «Mater Ecclesiae» 9 (1973) 220-230.

FRANZI, F. M. Sacerdotes, en Nuevo Diccionario de Mariología, o. c., 1790-1799.

GALOT, J. Maria, la donna nell'opera della salvezza, Roma, Pont. Univ. Gregoriana, 1991.

GARCIA PAREDES, J. Mariología, Madrid, BAC, 1995.

GONZALEZ, C. I. María, evangelizada y evangelizadora, Bogotá, CELAM, 1988.

HERRAN, L. Mª. Sacerdocio y maternidad espiritual de María, «Teología del Sacerdocio» 7 (1975) 517-542.

HUERGA, A. La devoción sacerdotal a la Santísima Virgen, «Teología Espiritual» 13 (1969) 229-253.

JIMÉNEZ DUUE, B. María en la espiritualidad del sacerdote, «Teología Espiritual» 19 (1975) 45-59.

MARTINELLI, A. Maria nella formazione teologico-pastorale del futuro sacerdote, «Seminarium» 27 (1975) 621-640.

PHILIPPE, P. La Virgen Santísima y el sacerdote, Bilbao, Desclée, 1955.

POZO, C. María en la obra de salvación, Madrid, BAC, 1974.

RODRÍGUEZ, C. María en la vida espiritual del sacerdote, «Revista Espiritual» n. 57 (1977) 50-56.

INTRODUCCION

"Dejándolo todo, le siguieron"

(Lc 5,11)

 

      Así de sencillo es el evangelio para los que se han enamorado de Cristo: "Después de traer las barcas a tierra, dejándolo todo, le siguieron" (Lc 5,11). Y así lo entendieron y lo siguen entendiendo muchos creyentes que han optado por amar a los hermanos con el mismo amor de Cristo. A partir de esta opción, todos los problemas quedan relativizados.

 

      Pero hay que reconocer que, muchas veces, tal vez demasiadas, el evangelio no aparece en la vida de quienes decimos creer en Cristo. La realidad es que a Cristo no le podrá encontrar el hombre de hoy, si no es a través de quienes lo han dejado todo con una "adhesión plena y sincera a Cristo y a su evangelio mediante la fe" (RMi 46).

 

      Un evangelio "aguado" no convence a nadie. El evangelio contagia cuando se presenta tal como es: la misma persona de Cristo transparentada en la vida de "los suyos". Porque él, presente y resucitado, sigue llamando para un encuentro vivencial y para compartir su misma vida, para poder construir una comunidad universal de hermanos. Esa fue y ésa sigue siendo su misión: la misma misión que ha confiado a los que le siguen dejándolo todo por él.

 

      Hemos puesto muchas "etiquetas" al "seguimiento evangélico". Lo malo es que nos quedamos con las etiquetas olvidando el seguimiento esponsal. Porque ese seguimiento al que Cristo llama, o es para compartir todo con él o no es.

 

      Cuando un joven ha sentido llamada de Cristo para seguirle incondicionalmente (como laico, religioso o sacerdote), a veces sólo encuentra etiquetas de adorno, donde Jesús es el gran ausente o, tal vez, sólo un paréntesis. Las vocaciones existen, porque el Señor las sigue dando gracias también a muchos creyentes que oran y se sacrifican. Pero no pocas vocaciones se chamuscan apenas empiezan a germinar, porque no han encontrado el signo claro y gozoso de quienes lo han dejado todo para seguir a Cristo.

 

      Se ha hablado mucho, aunque siempre sabe a poco, sobre la vida laical comprometida, la vida consagrada y la vida sacerdotal. Es siempre poco lo hablado y lo escrito porque necesitamos renovar convicciones, motivaciones y decisiones. El problema consiste en si nuestras charlas y escritos llegan a enamorar de Cristo y de su evangelio. Si una conferencia o una publicación sobre el evangelio no contagia convicción y gozo por el amor de Cristo y compromiso por amarle y hacerle amar, es señal de que se ha hecho del evangelio un adorno o un trampolín para vender baratijas. Somos demasiados los cristianos que decimos creer en el evangelio, pero que no somos "olor de Cristo" (2Cor 2,15).

 

      La pastoral vocacional necesita testigos del encuentro y del seguimiento de Cristo. Tengo la sensación de que hacemos muchas cosas buenas y no tanto el anunciar con una vida coherente el mensaje vocacional: "Hemos encontrado a Cristo... le llevó a Jesús... ven y verás" (Jn 1,41-46). Porque, en este campo, como en el de la misión, los ya vocacionados deben  "transmitir a los demás su experiencia de Jesús y la esperanza que los anima" (RMi 24).

 

      Una vida laical comprometida no puede rebajar el tono de las bienaventuranzas. Nos faltan laicos que asuman su secularidad, decididos a ser, desde dentro de ella, santos y apóstoles, es decir, fermento evangélico. La exhortación apostólica Christifideles laici ha hablado de su vocación de fermento evangélico, en las estructuras humanas, con responsablidad propia y en la comunión de Iglesia.

 

      Una vida consagrada que no esté centrada en el seguimiento radical de Cristo pobre, obediente y casto, produce el vacío en el corazón y deja a uno indefenso y huidizo en la soledad y en el fracaso. La misión profética de la vida consagrada consiste en ese corazón de pobre, en sintonía con los amores de Cristo Esposo, que es capaz de amar y convivir con los más pobres, desde la propia comunidad, sintiéndose Iglesia esposa o consorte de Cristo, como "pueblo de su propiedad" (1Pe 2,9). Los documentos conciliares y postconciliares, así como el Sínodo Espicopal de 1994, han acentuado la relación entre la consagración y la misión, precisamente a partir del encuentro esponsal con Cristo.

 

      Una vida sacerdotal en el Presbiterio o en otro grupo apostólico, necesita presentar claramente la caridad del Buen Pastor. Yo no creo viable un proyecto de vida en el Presbiterio, si no está abierto generosamente al estilo de vida evangélica de los doce Apóstoles, sin rebajar en nada la práctica de los consejos evangélicos (cf. PDV 15-16, 60; Directorio 57-68).

 

      El gozo de la identidad brota en el corazón, cuando uno se siente amado por Cristo y capacitado para amarle y hacerle amar. Cuando se ponen trabas al seguimiento evangélico, brota en el corazón la necesidad morbosa de buscar o pedir privilegios y permisos para todo. El gozo del seguimiento evangélico es una realidad de gracia, que se armoniza con la renuncia por amor, aún en medio de defectos que se quieren corregir; pero que no se compagina con la postura habitual de mediocridad, rutina y tacañería.

 

      Cuando Cristo, por propia iniciativa suya, llama al seguimiento evangélico, invita a compartir su misma vida, en comunión con otros hermanos también llamados por él. La convivencia comunitaria, el diálogo y el ecumenismo son sólo posibles a partir de la experiencia de la misericordia de Cristo y de un seguimiento evangélico coherente. Quien no ha encontrado a Cristo en su propia pobreza, de donde Cristo le ha llamado para el seguimiento evangélico, no hará más que echar más leña al fuego y acrecentar las divisiones entre creyentes y entre instituciones eclesiales. El diálogo y el ecumenismo no son posibles sin el perdón y sin la propia conversión.

 

      El seguimiento evangélico es una actitud relacional y contemplativa con Cristo, y de desprendimiento de todo para abrirse al amor, de vida fraterna y de disponibilidad misionera. Este seguimiento de Cristo sólo se puede vivir amando a la Iglesia misterio, comunión y misión, porque sólo entonces se recupera el sentido de desposorio con Cristo, para compartir su misma vida y para ser signo o transparencia de cómo ama él.

 

      La vida sacerdotal y consagrada, así como la vida laical comprometida, pierden su sabor evangélico de "sal" y de "luz" cuando se reduce a competencias, derechos adquiridos, instalación y compensaciones. Es el tributo que se paga con frecuencia en una sociedad de consumo. Por esto hay mucha gente herida, cansada y amargada, que contagia a los demás la angustia y el desconcierto que lleva dentro.

 

      Una nueva evangelización necesita hombres y mujeres de "vida nueva" (Rom 6,4). Esos seguidores de Cristo ya existen, pero "los obreros" evangélicos "son pocos" (Lc 10,2). Su fuerza profética consiste en una "vida escondida con Cristo en Dios" (Col 3,3), trabajando si compensaciones ni protagonismos. El cristal deja pasar la luz sin ostentaciones.

 

      Al "seguimiento evangélico",  especialmente en la "vida consagrada" (con sus diversas modalidades), se le ha llamado "carisma y profecía". La afirmación es válida, puesto que todo cristiano, según su propia vocación, recibe gracias especiales ("carismas") para anunciar y testimoniar a Cristo. El profetismo es de todo el pueblo de Dios (Act 2,17; LG 35) y, de modo especial, de quien ha sido llamado a seguir el mismo camino evangélico radical de Cristo.

 

      La expresión máxima de este seguimiento evangélico se encuentra en la "vida apostólica" de los doce Apóstoles, que será siempre la pauta de toda "vida consagrada". Se trata siempre de "seguir a Cristo pobre y crucificado" (Santa Clara y San Francisco). Ese seguimiento evangélico es principalmente de desposorio o amistad profunda con Cristo, para compartir su misma vida y para ser signo de cómo ama él. "Por esto, seguir a Cristo es el fundamento esencial y original de la moral cristiana... No se trata aquí solamente de escuchar una enseñanza y de cumplir un mandamiento, sino de algo mucho más radical: adherirse a la persona misma de Jesús, compartir su vida y su destino, participar de su obediencia libre y amorosa a la voluntad del Padre... Por tanto imitar al Hijo, que es 'imagen de Dios invisible' (Col 1,15), significa imitar al Padre" (VS 19).

 

      Con estas breves reflexiones quiero hacer un pequeño servicio a cuantos quieran reestrenar la alegría de pertenecer esponsalmente a Cristo, como una respuesta al examen de amor para la misión: "¿Me amas más, tú?" (Jn 21,15ss).

 

      También podrían servir para ayudar a estrenar la vocación del seguimiento evangélico de Cristo, sin condicionarla a miopías y reduccionismos que luego se pagan muy caros. Pienso en grupos de oración, animadores de pastoral vocacional, formación inicial en seminarios y casas apostólicas, etc.

 

      Caminar en pos de Cristo, sólo es posible con él y en él. Su Madre, que es también la nuestra, le siguió así: "Jesús bajó a Cafarnaún, acompañado de su Madre, sus parientes y sus discípulos" (Jn 2,12). "En íntima unión con Cristo, María, la Virgen Madre ha sido la criatura que más ha vivido la plena verdad de la vocación, porque nadie como Ella ha respondido con un amor tan grande al amor inmenso de Dios" (PDV 36). Por esto "con su ejemplo y mediante su intercesión, la Virgen santísima sigue vigilando el desarrollo de las vocaciones... en la Iglesia" (PDV 82).

 

                              Juan Esquerda Bifet

 

 

      SEGUIMIENTO Y DESPOSORIO

 

 

 

                                    INDICE

 

Documentos y siglas

 

Introducción: "Dejándolo todo, le siguieron"

 

I. Respuesta a una llamada: vocación

 

      Presentación

      1. Iniciativa de Cristo, declaración de amor

      2. Opción fundamental, sin condicionamientos

      3. Es posible

      Puntos para la reflexión personal y en grupo

 

II. Relación personal: encuentro

 

      Presentación

      1. "Venid y veréis... Ven y verás"

      2. Amistad e intimidad

      3. Sus huellas en mi vida

      Puntos para la reflexión personal y en grupo

 

III. Compartir su misma vida: seguimiento y desposorio

 

      Presentación

      1. Cristo amó así

      2. Compartir esponsalmente su misma vida

      3. Ser signo de cómo ama él

      Puntos para la reflexión personal y en grupo

 

IV. Comunión de hermanos

 

      Presentación

      1. Cristo vive en el hermano

      2. "Ve a mis hermanos"

      3. "Que sean uno en nosotros"

      Puntos para la reflexión personal y en grupo

 

V. Fidelidad a la misión

 

      Presentación

      1. La fidelidad de Jesús: misterio pascual

      2. Prolongar su misma misión

      3. Hacer que todos conozcan y amen a Cristo

      Puntos para la reflexión personal y en grupo

 

Conclusión: María, modelo del seguimiento evangélico

 

Orientación bibliográfica

 

Jueves, 16 Marzo 2023 11:22

Juan Esquerda Bifet VER AL INVISIBLE

                      Juan Esquerda Bifet

 

 

                VER AL INVISIBLE

 

 

                            INDICE

Documentos y siglas

Introducción:"Ver al Invisible" (Heb 11,27)

I. Un corazón inquieto

     1. Dios escapa a nuestros conceptos y programaciones

     2. La búsqueda incansable del corazón humano

     3. Dios se manifiesta y comunica gratuitamente

     Meditación bíblica

II. ¿No me conocéis?

     1. Sólo Jesús ha visto a Dios

     2. Dios cercano y visible en Jesús

     3. Compañero de viaje hacia la visión y encuentro definitivo

     Meditación bíblica.

III Los testigos del encuentro

     1. Los hombres que más supieron de amor

     2. Autenticidad de los testigos del encuentro

     3. Un camino asequible todos

     Meditación bíblica.

IV. Hacia una tierra y una humanidad  nueva

     1. La verdad en el amor

     2. La historia solidaria de cada hermano y de cada pueblo

     3. La utopía cristiana de la esperanza

     Meditación bíblica.

V. Veremos a Dios tal como es

     1. Encuentro definitivo

     2. Visión de Dios

     3. Donación total

     Meditación bíblica.

VI.  Un ensayo para ver al Invisible: amar más la creación y los hermanos

     1. Cada hermano es una historia de amor

     2. El gozo de vivir: ¡bienaventurados!

     3. Sembrar y construir la paz definitiva

     Meditación bíblica.

Conclusión: "Creo en la vida eterna"

Selección bibliográfica

 

             CONCLUSION: María, modelo del seguimiento evangélico

 

      El seguimiento evangélico de Cristo tiene sentido de amistad íntima y profunda. Tiene el sentido esponsal de correr su misma suerte: "consorte". La Palabra de Dios, contenida en la revelación, manifiesta este significado de la fidelidad de Dios y a Dios, a modo de pacto esponsal o "Alianza". Dios es "fiel" al amor y a la existencia ("Yavé"). La encarnación es la presencia especial de Dios hecho hombre por nosotros, que "establece su tienda de caminante en medio nuestro", como esposo o consorte, protagonista de nuestra historia (Jn 1,14).

 

      Toda la vida cristiana tiene este sentido esponsal, a partir del misterio de la encarnación. Por esto San Pablo considera a la comunidad eclesial como esposa que debe estar enamorada de Cristo: "Os tengo desposados con un solo esposo, para presentaros cual casta virgen a Cristo" (2Cor 11,2). El amor de Cristo a su Iglesia, que somos todos nosotros, tiene este sentido de donación sacrificial y esponsal: "Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella" (Ef 5,25).

 

      El seguimiento radical o evangélico de Cristo tiene este sentido esponsal, como signo fuerte que recuerda a la Iglesia entera su calidad de esposa. La "vida apostólica", que continúa en los sucesores de los Apóstoles con sus colaboradores inmediatos y en la vida "consagrada" (según diversas modalidades), se caracteriza por este seguimiento incondicional. Por esto Cristo se llama "esposo", especialmente de sus "amigos" que comparten con él su misma vida (Mt 9,15). Esta amistad o desposorio es "la expresión más plena de la consagración bautismal" (RD 7).

 

      Sin esta dimensión esponsal, el seguimiento evangélico se convertiría en un formulismo o en una carga pesada y sin sentido, que produciría soledad, vacío y frustración. La alegría del seguimiento nace del hecho de saberse amado por Cristo y acompañado por él, para pertenecerle totalmente. Entonces ya se puede vivir con serenidad este "género de vida virginal y pobre que Cristo Señor escogió para sí y que la Virgen su madre abrazó" (LG 46; ET 2).

 

      En toda la historia de la Iglesia, los que han seguido más de cerca a Cristo, se han sentido identificados con la Iglesia esposa y con María, figura la Iglesia. Por seguir esponsalmente a Cristo, se han contagiado de su mismo amor a su esposa la Iglesia y a su Madre, que es también la nuestra. El seguimiento de Cristo va unido a ese amor tierno del Señor por su comunidad, a la que llamó cariñosamente "mi Iglesia" (Mt 16,18). Por esto, quienes siguen radicalmente a Cristo se saben siempre acompañados por María, como modelo y ayuda de este seguimiento (cf. Jn 2,12; 19,25-27).

 

      El amor a la Iglesia y a María es connatural al seguimiento evangélico, como nota de garantía y de perseverancia. San Pablo se siente apóstol, como instrumento materno "para formar a Cristo" en la comunidad (gal 4,19); por esto toma a María como modelo de esta maternidad apostólica y eclesial, querida por Dios para hacernos participar de la filiación divina de Cristo (Gal 4,4-7.19.26).

 

      La vocación al seguimiento evangélico encuentra en María el ejemplo y la ayuda para la fidelidad inicial (cf. Jn 2,11-12), para la perseverancia en los momentos difíciles (cf. Jn 19,25) y para la apertura renovada a las nuevas gracias del Espíritu Santo (cf. Act 1,14).

 

      En María, "la mujer" asociada a Cristo (Jn 2,4; 19,26), toda la Iglesia y, de modos especial, quienes han sido llamados al seguimiento evangélico, encuentran el modelo de la asociación esponsal a Cristo (cf. LG 58; RD 17). Entonces "el amor esponsal por Cristo se convierte de modo casi orgánico en amor a la Iglesia, que es, a la vez, esposa y madre" (RD 15).

 

      Este amor a María y a la Iglesia hace descubrir y vivir mejor los valores evangélicos del seguimiento esponsal y virginal, a modo de "nueva maternidad en el Espíritu" (RMa 47; RMi 70). De ese amor nace la "plena disponibilidad para servir al hombre y a la sociedad, siguiendo el ejemplo de Cristo" (RMi 69). Para una "nueva evangelización" se necesita principalmente el fermento evangélico de un seguimiento radical de Cristo, capaz de transformar la sociedad desde las raíces.

 

      María es la "memoria" evangélica de los que quieren seguir a Cristo como signo fuerte del amor de la Iglesia esposa (vida "consagrada") o como signo fuerte de Cristo Esposo ante la Iglesia (vida sacerdotal). Con ella se aprende a hacer de la vida un "sí" a la llamada de Cristo, que se traduzca en relación personal contemplativa, en seguimiento radical, en comunión de hermanos y en misión materna sin fronteras.

 

      Como María, "Madre de misericordia", la Iglesia "experimenta la riqueza y universalidad del amor de Dios, que le dilata el corazón y le capacita para abrazar a todo el género humano" (VS 120). La Santísima Virgen, "asociada íntimamente al misterio de Cristo, no cesa de engendrar nuevos hijos con la Iglesia, a los que estimula con amor y atrae con su ejemplo, para conducirlos a la caridad perfecta. Ella es modelo de vida evangélica y de ella nosotros aprendemos; con su inspiración nos enseña a amarlo sobre todas las cosas, con su actitud nos invita a contemplar la Palabra, con su corazón nos mueve a servir a los hermanos" (Prefacio de las Misas de la Virgen María, formulario 32: La Virgen María, Madre y Maestra de vida espiritual).

Jueves, 16 Marzo 2023 11:21

V. Fidelidad a la misión

V. Fidelidad a la misión

 

      Presentación

      1. La fidelidad de Jesús: misterio pascual

      2. Prolongar su misma misión

      3. Hacer que todos conozcan y amen a Cristo

      Puntos para la reflexión personal y en grupo

 

Presentación

 

      La misión que Jesús confió a su Iglesia no es un quehacer superficial o pasajero, sino una fidelidad constante al "encargo recibido" de su Padre (Jn 10,18). Es la misión de hacerle conocer y amar, para comunicar a todos una nueva "vida" (Jn 10,10; 17,3). En esta misión de salvación universal e integral, Cristo gastó su vida entera.

 

      Quien ha sido llamado para el encuentro y el seguimiento de Cristo, lo ha sido también para compartir y prolongar su misma misión (cf. Jn 17,18; 20,21). El apóstol se mueve en sintonía con los mismos amores de Cristo, con su mismo itinerario pascual.

 

      La "sed" de Cristo (Jn 19,28) y su "compasión" (Mt 15,32) sólo se experimentan de verdad, cuando uno se ha decidido a correr su misma suerte, que es la de "dar la vida como rescate por muchos" (Mc 10,45). De este sentido de totalidad de la redención de Cristo, que "murió por todos" (2Cor 5,14-15), se han contagiado sus amigos.

 

 

1. La fidelidad de Jesús: misterio pascual

 

      Para comprender y vivir la misión, hay que fijar la mirada y el corazón en Cristo. La misión da sentido a su vida. No es sólo cuestión de hacer cosas o de sentirse realizado, sino de saberse enviado por el Padre para hacer de su vida una donación total en bien de toda la humanidad.

 

      Desde el primer momento, hecho hombre en el seno de María, su vida está hipotecada por la misión salvífica del Padre: "Vengo para hacer tu voluntad" (Heb 10,7). Y hasta el último respiro, en la cruz, el tono seguirá siendo de donación incondicional: "Todo lo he cumplido" (Jn 19,20; "en tus manos, Padre" (Lc 23,46).

 

      Hoy resulta difícil apreciar esta misión totalizante de Jesús, porque se prefiere lo que agrada, lo productivo, lo inmediato. Pero la misión de Jesús procede del amor y conduce al amor. "El Padre me ama porque doy mi vida, para recobrarla de nuevo" (Jn 10,17). Es la misión de "buscar y salvar lo que estaba perdido" (Lc 19,10).

 

      A partir de la amistad profunda con Cristo, hay que acostumbrarse a afrontar la misión como donación total de sí mismo, sin hacer hincapié en lo que agrada o en el éxito inmediato. El gozo de la misión nace de esa donación que, a veces, puede ser dolorosa e incluso mal interpretada: "La mujer, cuando da a luz, está triste... También vosotros estáis tristes ahora, pero volveré a veros y si alegrará vuestro corazón, y nadie os podrá quitar vuestra alegría" (Jn 16,22).

 

      La fidelidad de Cristo a la misión se apoya en el amor del Padre hacia la humanidad entera: "De tal manera amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo unigénito" (Jn 3,16). A partir de este amor, ya podrá afrontar la pobreza de Belén, la marginación de Nazaret, el cansancio por lo caminos de Palestina y la crucifixión en el Calvario. Ya todo es "copa" de bodas "preparada por el Padre" (Jn 18,11). Al afrontar las dificultades y la cruz, Jesús va siempre a "bodas", es decir, a sellar "la nueva Alianza" con su sangre (Lc 22,20), como vida donada "por la vida del mundo" (Jn 6,51).

 

      Esta fidelidad a la misión pasa por el "anonadamiento" (la "kenosis": Fil 2,5), que no es destrucción, sino orientación plena hacia el amor. "Se trata de un anonadamiento que, no obstante, está impregnado de amor y expresa amor" (RMi 88). El haberse hecho hombre, asumiendo nuestra historia como propia, es para el Hijo de Dios un camino de "Pascua": "Pasar" por la pobreza, el dolor, la humillación y la misma muerte, hacia la resurrección. "La misión recorre este mismo camino y tiene su punto de llegada a los pies de la cruz" (RMi 88).

 

      Será imposible entender la misión de Cristo, si no es desde sus amores. Hoy se acepta fácilmente una filantropía o un "voluntariado" para colaborar en el progreso de personas y de pueblos. Pero la misión de Cristo, asumiendo al mismo tiempo toda la realidad humana de pobreza, injusticia y dolor, va más allá, porque llega a la raíz de todos los males: el pecado y el egoísmo humano, que sólo busca el propio interés si tener en cuenta los planes de Dios amor sobre toda la humanidad. La misión de Cristo es redención o liberación integral, por medio de una donación total de sí mismo (inmolación) "para el perdón de los pecados" (Mt 26,28). "Dios envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados" (1Jn 4,10).

 

      No se puede captar la misión de Cristo, sin haber experimentado en uno mismo la necesidad de su redención. Se pueden constatar fácilmente las consecuencias del egoísmo humano; basta con abrir cualquier libro de historia o con escuchar las noticias de todos los días. Lo que no aceptamos fácilmente es nuestra responsabilidad personal y la repercusión de nuestro egoísmo y pecado en los males que aquejan a los hermanos. A Cristo se le comienza a comprender cuando se le encuentra en la propia realidad pobre y pecadora, para perdonar, sanar, salvar. Ahí empezó la misión de Saulo, como "vaso de elección" y apóstol de todos "los pueblos" (Act 9,15).

 

      La fidelidad de Cristo a la misión parece ilógica, si se mide con los baremos humanos. Se acepta con cierta facilidad el valor de su mensaje, resumido en el sermón de la montaña. Pero su predicación duró apenas tres años y quedó circunscrita a unos rincones de Palestina. ¿Qué valor misionero puede tener su vida de treinta años en Nazaret? Y precisamente en este rincón de Galilea, un día de sábado y en la sinagoga, proclamaría el sentido de su vida: "El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido y me ha enviado a anunciar a los pobres la Buena Nueva" (Lc 4,18).

 

      La misión de Cristo se capta en sintonía con sus deseos ardientes de llegar a todo ser humano: "Venid a mí todos los que estáis fatigados y agobiados, y yo os aliviaré" (Mt 11,28). Ante cualquier género de pobreza sentía inmensa compasión: "Tengo compasión de esta muchedumbre" (Mt 15,32). No se contentaba con los que ya hubieran sido salvados por la fe en él, sino que decía mirando a un horizonte sin fronteras: "Tengo otras ovejas, que no son de este redil; también a ésas tengo que llevarlas y escucharán mi voz; habrá un solo rebaño y un solo pastor" (Jn 10,16).

 

      Su cercanía a cada ser humano necesitado, se convertía en inserción plena en la realidad, hasta sentir sed y cansancio como cualquier mortal (cf. Jn 4,6-7). De este modo, expresando su propia sed, pudo salvar a una mujer divorciada (la samaritana), ayudándola a salir de su atolladero por un proceso de humildad y caridad: "En espíritu y verdad" (Jn 4,23).

 

      La misión de Jesús se comienza a sentir en el corazón, cuando se vive en sintonía con sus amores (cf. Jn 14,21). Quien no entra en el corazón de Cristo, sólo encuentra en el evangelio hechos curiosos, tal vez conmovedores y llenos de colorido, objeto de estudio técnico o de lectura literaria, y poco más. Si la "sed" de Cristo en la cruz (Jn 19,28) no cambia el corazón del apóstol hasta enamorarlo de él y hasta comprometerlo de verdad a hacerle amar, es señal de que el evangelio no se ha tomado en serio.

 

      La misión de Jesús, si se vive de verdad, no se presta a tergiversaciones ni a recortes. Cuando nacen teorías achatadas sobre la misión, es que a Jesús no se le ha encontrado como Salvador. Anunciar y extender el "Reino" (Mt 10,7) no equivale a exponer una teoría religiosa más. Porque "el Reino de Dios no es un concepto, una doctrina o un programa sujeto a libre elaboración, sino que es ante todo una persona que tiene que tiene el rostro y el nombre de Jesús de Nazaret, imagen del Dios invisible" (RMi 18).

 

2. Prolongar su misma misión

 

      A los que le siguen, Cristo les comunica lo más querido que él recibió de su Padre: la misión. Fue el regalo que hizo a sus discípulos el día de su resurrección: "Como el Padre me envió, también yo os envío" (Jn 20,21). Y esta misma misión prolongada en los suyos, había sido el objeto de su oración al Padre en la última cena: "Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo" (Jn 17,18).

 

      Jesús llama a compartir su misma vida en todos sus aspectos. Si exige un seguimiento incondicional, es para que sus discípulos puedan ser su transparencia al prolongarle en la misión. Porque "llamó a los que él quiso... para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar" (Mc 3,13-14)).

 

      En el momento de prolongar al mismo Cristo, con su palabra, su acción salvífica y pastoral, el apóstol debe mostrar en su propia vida la misma vida de Jesús. Por esto, "al misionero se le pide renunciarse a sí mismo y a todo lo que tuvo hasta entonces y a hacerse todo para todos, en la pobreza que lo deja libre para el evangelio; en el despego de las personas y bienes del propio ambiente, para hacerse así hermano de aquellos a quienes es enviado y llevarles a Cristo Salvador" (RMi 88).

 

      La misión es un continuo examen de amor. Ya no es sólo el momento inicial de dejar todas las cosas, sino especialmente el proceso continuo de donación de sí mismo, sin buscar apoyo en las seguridades humanas y en las propias cualidades.

 

      Cada período de la vida apostólica es una sorpresa. El amor de Cristo se experimenta más fuerte y comprensivo, cuando uno ha palpado su propia limitación. Es entonces cuando Cristo, mostrando más su amor, pide un amor de retorno que sea de plena confianza en él: "¿Me amas?... Tú lo sabes todo; tú sabes que te amo... Apacienta mis ovejas" (Jn 21,17).

 

      Cuando la misión es más fecunda, entonces parece que todo se desmorona, como los andamios que se retiran para dejar libre la obra realizada: "Yo estoy a punto de derramarme en libación" (2Tim 4,6). En toda institución eclesial se pueden encontrar esas personas que, después de largos años de misión, ya quedan aparentemente como objeto de cuarto trasero. En esos momentos, el olvido de sí mismo hace que estos apóstoles sean sólo lo que siempre anhelaron ser: "Olor de Cristo" (2Cor 2,15), sembradores de serenidad y de paz, voceros para decir a todos que Dios les ama. Esa "kenosis" pascual de la misión se prepara ya desde el inicio, sirviendo en "los lugares más humildes" del propio Nazaret (RMi 66).

 

      La sintonía afectiva con la misión de Cristo potencia esta misión dejando actuar a Cristo mismo. El discurso misionero de Jesús (Mt 10,5ss; Lc 9,1ss; 10,1ss) traza las líneas maestras de la misión. Para poder anunciar el mismo mensaje de Cristo, se reciben sus mismos poderes de perdonar y sanar, se participa en su misma suerte hasta convertirse en un testimonio vivo que puede llegar a la donación martirial. De ahí deriva la necesidad de vivir el mismo estilo de vida del Señor. Entonces se capta con evidencia que la misión no tiene fronteras, puesto que es una llamada universal a un cambio de mentalidad ("conversión") para abrirse a los planes de Dios Amor.

 

      La acción providente y paternal de Dios invade toda la vida de Jesús y la de los suyos. La lógica humana no encaja bien con el seguimiento evangélico y con la acción apostólica. Las vocaciones son un don de Dios, que se alcanza con oración y cooperación, pero que no sigue el resultado de unas estadísticas o de unas previsiones técnicas. El sostenimiento económico de la vida del apóstol se confía también a esa acción providente, que reclama necesariamente la dedicación al trabajo encomendado (cf. Mt 10,29-30).

 

      Los Apóstoles supieron prolongar la misión de Cristo sin sentirse dueños de la misma, sino sólo servidores fieles, "testigos" de Cristo muerto y resucitado (cf. Act 2,32), propagandistas de un encuentro al vivo como quien "ha visto y tocado la Palabra de vida" (1Jn 1,1).

 

      Estos testigos convencen y contagian porque son la visibilidad y prolongación de Cristo. De él aprendieron a no aprovecharse del rebaño, sino a conducirlo con las mismas actitudes del "príncipe de los pastores" (1Pe 5,1-4). En el rostro del apóstol transparenta el evangelio, porque "Jesucristo, luz de los pueblos, ilumina el rostro de su Iglesia, la cual es enviada por él para anunciar el evangelio a toda criatura (cf. Mc 16,15). Así la Iglesia, pueblo de Dios en medio de las naciones, mientras mira atentamente a los nuevos desafíos de la historia y a los esfuerzos que los hombres realizan en la búsqueda del sentido de la vida, ofrece a todos la respuesta que brota de la verdad de Jesucristo y de su Evangelio" (VS 2).

 

      Prolongar la misma misión de Cristo es la única gloria del "apóstol" (Rom 1,1ss). Del encuentro personal y cotidiano con el Señor, se aprende a no pertenecerse a sí mismo, sino a considerarse "deudor" de todo, para anunciarles el evangelio sin titubeos ni reticencias (cf. Rom 1,14-16).

 

      El apóstol es el amigo de Cristo, su "colaborador" (1Cor 3,9), que no se predica a sí mismo, sino sólo al Señor crucificado y resucitado (cf. 2Cor 4,5). La vida ya no tendría sentido, si no se gastara para la misión encomendada.

 

      Con los ojos y el corazón puestos en el Señor, la misión recibida de él es fuente de gozo, por el hecho de participar en su misma copa de bodas y en su camino de Pascua (cf. Mc 10,38; Lc 9,51). La comunidad, confiada al apóstol por Cristo y por su Espíritu, le ha costado al Señor el precio de su propia "sangre" (Act 20,28; 1Pe 1,19).

 

      El verdadero apóstol ya sólo se mueve por el mismo Espíritu Santo que guió a Jesús "hacia el desierto" (Lc 4,1), hacia la "evangelización de los pobres" (Lc 4,14-18) y hacia la Pascua (cf. Lc 9,51; Heb 9,14). El gozo más profundo del apóstol consiste en pertenecer exclusivamente a Cristo y a su misión, como "prisionero del Espíritu" (Act 20,22) y, por tanto, totalmente libre para anunciar a todos los pueblos, "a tiempo y a destiempo" (2Tim 4,2), los planes de Dios Amor.

 

 

3. Hacer que todos conozcan y amen a Cristo

 

      La misión brota del corazón de Dios, pasando por el corazón de Cristo. No es, pues, un conjunto de ideas o una lista de datos de una programación, sino "el amor de Dios derramado en nuestros corazones, por el Espíritu Santo que se nos ha dado" (Roma 5,5).

 

      La misión es algo vivencial: la misma vida divina comunicada a los hombres por medio de Jesucristo. Por esto, "la misión, además de provenir del mandato formal del Señor, deriva de la exigencia profunda de la vida de Dios en nosotros" (RMi 11). Otro modo de orientar la misión, tanto en la acción actual como en la reflexión sobre la historia, sería una visión reductiva.

 

      Las "conversiones" se dan porque Cristo se hace encontradizo con los nuevos "Saulo" y "Agustín". Por esto, la tarea del apóstol es la de "instrumento vivo" (PO 12). La gracia viene del Señor; a nosotros nos toca la colaboración responsable. La misión universal es posible, especialmente cuando las dificultades humanas parecen insuperables. El despertar de las vocaciones y de las conversiones no sigue la lógica de la historia humana.

 

      El apóstol va a la misión urgido por el amor de Cristo: "El amor de Cristo nos apremia al pensar que uno murió por todos" (2Cor 5,14). A partir de los amores de Cristo, se comprende que la misión tiene esencialmente un sentido de totalidad y de universalismo: "Murió por todos para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos" (1Cor 5,15). "Recapitular todas las cosas en Cristo" (Ef 1,10) no es una acción triunfalista y proselitista, sino una exigencia de Dios Amor.

 

      La urgencia de este amor indica siempre un campo sin fronteras. Este respiro universal se atrofia cuando el corazón ha trazado límites al amor. El apóstol busca que todos conozcan y amen a Cristo, siguiendo las pautas trazadas por el mismo Señor: "Predicad a todos los pueblos" (Mt 28,10); "seréis mis testigos... hasta los confines de la tierra" (Act 1,8).

 

      Esta entrega a la misión no admite rebajas ni recortes cuando se vive a partir del seguimiento evangélico y de la relación íntima con Cristo. La "sed" de Cristo por las "otras ovejas", urge a buscar a cualquier oveja perdida o alejada, "hasta encontrarla" (Lc 15,4).

 

      La comunidad se hace misionera a partir del hecho de vivir la presencia de Cristo en su medio (Mt 18,20). Los signos de esta presencia son múltiples: palabra, eucaristía, sacramentos, hermanos... (cf. Act 2,42-47). La fuerza del Espíritu Santo, que Cristo comunica a los suyos, urge y capacita para evangelizar "con audacia" (Act 4,29-31).

 

      Cuando no se vive ese tono audaz y generoso de la misión, las personas y las comunidades comienzan un proceso de atrofia, que desemboca casi siempre en tensiones y polémicas sin solución. Sin el oxígeno de una misión vivida por amor, se inicia un proceso de descomposición, de gangrena e inercia, que cansa, entristece y desorienta. Carecen de vitalidad evangélica las personas, las instituciones y las comunidades que no sirven para anunciar el sermón de la montaña.

 

      El mundo sólo se puede transformar por el espíritu de las bienaventuranzas, haciendo que personas y comunidades se orienten siempre hacia la donación y el compartir los bienes con los demás. Esa transformación de todo el cosmos es posible, cuando los apóstoles presentan el evangelio en su propia vida. La sociedad se transforma "a través del corazón del hombre, desde dentro" (RD 9).

 

      La entrega a la misión de Cristo es "don de sí, para dejar que el amor de Cristo nos ame, nos perdone y nos arrebate en su deseo ardiente de abrir a nuestros hermanos los caminos de la verdad y de la vida" (Juan Pablo II, 31.5.92).

 

      Las ansias de hacer que todos conozcan y amen a Cristo nacen en el corazón según la medida con que se quiere vivir su mismo estilo de vida evangélica. Cuando se buscan otras compensaciones que parecen "legítimas", el ansia misionera se atrofia para convertirse en una tarea filantrópica más. Al compartir la misma vida de Cristo, se siente en el corazón su mismo fuego de salvación universal: "He venido a traer fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!" (Lc 12,49).

 

      Seguir a Cristo en su camino de Pascua, que es de "kenosis", de muerte y de resurrección, produce la libertad de poderse dedicar plenamente a la liberación de los demás, especialmente de los más pobres. Sin esta libertad apostólica, no podría darse la liberación de los hermanos. La opresión e injusticia producida por el pecado, sólo se puede vencer con la donación sacrificial del Buen Pastor, que vivió y murió amando. Su Pascua fue la de quien "pasó haciendo el bien" (Act 10,38) y "amó los suyos hasta el extremo" Jn 13,1).

 

      En un período de "nueva evangelización" se necesita rehacer el tejido cristiano de la sociedad. Los nuevos métodos y las nuevas expresiones necesitan con urgencia el nuevo fervor de los apóstoles. "Dios abre a la Iglesia horizontes de una humanidad más preparada para la siembra evangélica. Preveo que ha llegado el momento de dedicar todas las fuerzas eclesiales a la nueva evangelización y a la misión ad gentes. Ningún creyente en Cristo, ninguna institución de la Iglesia puede eludir este deber supremo: anunciar a Cristo a todos los pueblos" (RMi 3).

 

      El momento actual es irrepetible. "Nunca como hoy la Iglesia ha tenido la oportunidad de hacer llegar el Evangelio, con el testimonio y la palabra, a todos los hombres y a todos los pueblos. Veo amanecer una nueva época misionera, que llegará a ser un día radiante y rica en frutos, sin todos los cristianos y, en particular, los misioneros y las jóvenes Iglesias responden con generosidad y santidad a las solicitudes y deseos de nuestro tiempo" (RMi 92).

 

      La novedad del momento actual consiste en que nunca como hoy la humanidad ha mirado a la comunidad eclesial con tanta ansiedad, esperando la reafirmación de los valores permanentes de la vida humana. "El momento que estamos viviendo -al menos en no pocas sociedades- es más bien el de un formidable desafío a la nueva evangelización, es decir, al anuncio del Evangelio siempre nuevo y siempre portador de novedad, una evangelización que debe ser 'nueva en su ardor, en sus métodos, en su expresión'" (VS 106).

 

      Se necesitan apóstoles que, a partir del encuentro con Cristo y de su seguimiento evangélico, sientan en su corazón el celo misionero que abrasó el corazón de Pablo como trasunto del corazón de Cristo: "Celoso estoy de vosotros con celos de Dios, pues os tengo desposados con un solo esposo, para presentaros cual casta virgen a Cristo" (2Cor 11,2); "el amor de Cristo nos apremia" (2Cor 5,14).

 

      El mundo se evangeliza en la medida en que se presenta, con palabras y testimonio, el sermón de la montaña. "La evangelización - y por tanto la 'nueva evangelización' - comporta también el anuncio y la propuesta moral" (VS 107). Pero esta vida moral cristiana es la vivencia y el anuncio del amor: "La vida moral se presenta como la respuesta debida a las iniciativas gratuitas que el amor de Dios multiplica en favor del hombre. Es una respuesta de amor" (VS 10).

 

 

                 Puntos para la reflexión personal y en grupo

 

- La misión, a partir de los amores de Cristo:

 

      "¿No sabíais que me había de ocupar en las cosas de mi Padre?" (Lc 2,49).

 

      "El Padre me ama porque doy mi vida para recobrarla de nuevo... éste es el mandato que he recibido de mi Padre" (Jn 10,17-18).

 

      "Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo. El cual, siendo de condición divina... se despojó de sí mismo tomando condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres... y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz" (Fil 2,5-8).

 

      "En tus manos, Padre" (Lc 23,46).

 

      "Todo lo he cumplido... entregó su espíritu" (Jn 19,30).

 

      * La misión de Cristo sólo se entiende de corazón a corazón.

 

 

- Compartir la misma misión de Cristo:

 

      "Me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia" (Col 1,24).

 

      "Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo" (Jn 17,18).

     

      "Como el Padre me envió, también yo os envío" (Jn 20,21).

 

      "¿Me amas más?... apacienta mis ovejas" (Jn 21,15ss).

 

      * La misión de Cristo es un continuo examen de amor. Si se quiere prolongar su misión, hay que transparentar su misma vida.

 

 

- Hacer de Cristo el corazón del mundo:

 

      "Id, pues, haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28,19-20).

 

      "Seréis mis testigos... hasta los confines de la tierra" (Act 1,8).

 

      "Recapitular todas las cosas en Cristo, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra" (Ef 1,10).

 

      "Tengo otras ovejas" (Jn 10,16); "tengo compasión de esta muchedumbre" (Mt 15,32); "tengo sed" (Jn 19,28).

 

      * La misión no tiene fronteras cuando el corazón ama sin rebajas.

 

Jueves, 16 Marzo 2023 11:21

IV. Comunión de hermanos

IV. Comunión de hermanos

 

      Presentación

      1. Cristo vive en el hermano

      2. "Ve a mis hermanos"

      3. "Que sean uno en nosotros"

      Puntos para la reflexión personal y en grupo

 

Presentación

 

      No sería posible la relación personal con Cristo (la contemplación) ni el seguimiento evangélico y la disponibilidad misionera, sin la convivencia fraterna. Cristo se ha quedado presente entre nosotros, también en el signo del hermano (cf. Mt 25,40) y, de modo especial, en el grupo de los que le siguen fielmente (cf. Mt 18,20).

 

      La garantía de haber encontrado a Cristo y de haberle seguido, está en la vivencia de la fraternidad. La eficacia de la misión depende del signo de comunión (cf. Jn 13,34.35; 17,21-23). La capacidad de inserción y de acción apostólica es de la misma intensidad que la capacidad de compartir la vida con los hermanos que han sentido la misma vocación.

 

      Vivir fraternalmente en el propio grupo apostólico es la clave para saber servir a Cristo en todos los demás hermanos, especialmente en los más pobres.

 

1. Cristo vive en el hermano

 

      La vida es un caminar de sorpresa en sorpresa. Cuando abrimos los ojos de la fe, descubrimos a Cristo en el rostro de cada hermano. Saulo, el perseguidor, se convirtió en amigo y apóstol de Cristo, a partir de esta experiencia (cf. Act 9,4). Al final de nuestro camino histórico, Cristo también nos espera, para decirnos que él se nos hizo encontradizo en cada hermano, especialmente en el que sufre: "Lo que hicisteis a uno de mis pequeñuelos, a mí me lo hicisteis" (Mt 25,40). Sin esta vivencia de comunión con los hermanos, nunca encontraríamos a Cristo.

 

      En las comunidades cristianas primitivas, como en las nuestras, surgían problemas de convivencia no fáciles de arreglar. Cada uno tenía una opción y hasta un modo peculiar de obrar. Lo importante era la fe común; pero en ideas opinables, que a algunos les parecían certezas, había roces e incluso rupturas. En estas ocasiones hay que profundizar en la fe, para descubrir en todos los demás, al "hermano por quien Cristo ha muerto" (Rom 14,15). Las diferencias se hacen constructivas cuando es Cristo el punto de partida y de referencia, para hacer de la vida una donación.

 

      Jesús vivió siempre unido a cada persona: "Con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre" (GS 22). Su vida nunca fue la de un solitario ajeno a los acontecimientos, sino la de un esposo y amigo, que, aún en los momentos de soledad física, vive pendiente del consorte. Cada uno estábamos y seguimos estando en su corazón. Por esto, cuando encontraba a un leproso, un pecador o cualquier persona sedienta de verdad y de bien, se sentía en sintonía con ella, como con alguien que era parte de su misma biografía. Hoy Jesús resucitado vive en esta misma sintonía de solidaridad universal. En su oración al Padre, sigue diciendo: "Yo estoy con ellos" (Jn 17,23.26).

 

      Nunca podremos entender el misterio de la encarnación. Desde el momento en que el Hijo de Dios se hizo hombre, nosotros podemos ser su "complemento" (Ef 1,23). Somos como una fibra de su corazón. Pero nuestras palabras para expresar este misterio son todas inexactas. Lo importante es que él se prolonga en nosotros, más allá de nuestra ciencia y comprensión. Según las gracias y llamadas recibidas, somos su "gloria", su expresión, su signo, su prolongación: "He sido glorificado en ellos" (Jn 17,10).

 

      No se trata de una cosa que completa a otra, sino de personas que se intercomunican todo lo que son y tienen. En el caso de Jesús, es él quien nos comunica su filiación divina, su misma vida. Basta creer en él, "comulgarle", vivir en sintonía con él, para transformarse en él: "El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él... vive por mi misma vida" (Jn 6,56-57).

 

      El "misterio" de Jesús descifra el "misterio" del hermano: "En la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación" (GS 22). En cada hermano hay una historia de amor, cuyo protagonista es el mismo Jesús.

 

      Para poder comprender mejor el misterio de nuestra existencia, tendríamos que acostumbrarnos a captar los sentimientos de Cristo, que afloran en el evangelio y que él comunica a los que le aman (cf. Jn 14,21). El no vivió nunca encerrado en sí mismo, sino abierto a los planes del Padre sobre el mundo. En estos planes entramos todos y cada uno, como objetivo concreto del amor oblativo de Cristo: "Por ellos me inmolo a mí mismo" (Jn 17,19).

 

      Una de las alegrías más profundas de Jesús era y es la de vernos a cada uno amados profundamente por el Padre, en el mismo amor del Espíritu Santo, precisamente porque somos biografía de Cristo su Hijo. Por esto Jesús decía al Padre: "Les has amado como a mí" (Jn 17,23). El Espíritu Santo va haciendo de cada uno de nosotros un "Jesús viviente". Pero esta fuente de alegría es también fuente de dolor, porque no todo ser humano se abre plenamente a esos planes amorosos del Padre.

 

      Esta historia de amor, que se realiza de modo misterioso en cada hermano, tiene lugar también en todos y cada uno de los que conviven con nosotros. Por encima de cargos y cualidades, cada miembro de nuestra comunidad y familia es una prolongación del mismo Jesús.

 

      Nos resulta bastante fácil vivir en sintonía con los hermanos lejanos, especialmente cuando recibimos alguna noticia. Pero la fe cristiana es un desafío cotidiano en las circunstancias concretas y reales. Mi respuesta a Cristo, mi relación personal con él, mi seguimiento y mi apostolado, sólo son auténticos si encuentran eco de garantía en la comunión fraterna. Otro modo de actuar sería señal de personalismo y alienación.

 

      Hay que ir descubriendo las huellas de Cristo, como una historia maravillosa de amor, en el propio grupo donde uno está insertado. Cada persona, con sus cualidades y defectos, con sus cargos y servicios, es una prolongación de Cristo en el tiempo. Las cualidades y cargos son para servir. Los defectos ayudan a recordar la propia experiencia de encuentro con Cristo misericordioso y Buen Pastor.

 

      Cristo comunicó a Pedro y a sus sucesores la tarea de "confirmar a los hermanos" (Lc 22,32). A nivel de comunión eclesial fraterna, es también tarea de todos. Recordando la "mirada" misericordiosa de Cristo (Lc 22,61), también nosotros sabremos mirar a los hermanos como él nos ha mirado a nosotros.

 

      Hay un punto clave en la vida de Jesús: su amor a "los suyos" (Jn 13,1). En la oración sacerdotal de la última cena los recordó repetidamente: "Los que tú me has dado" (Jn 17,6ss). Para Jesús, cada persona y la humanidad entera forma parte de su existencia. Esos "suyos" son especialmente los "enviados" ("apóstoles") para anunciar este amor a todos los hombres.

 

      Los que hemos sido llamados a esta misión, por el seguimiento evangélico, no podremos vivir la relación personal con Cristo, ni el desprendimiento y  el apostolado, si no es unidos a la familia apostólica a la que pertenecemos por llamado expreso de Jesús. Cuando él envió a los suyos, los envió "de dos en dos" (Lc 10,1), los acompañó con su presencia amorosa (Mc 16,20) y los esperó para revisar la vida apostólica (Lc 10,17; Jn 21,12ss). Ahora sigue haciendo lo mismo. La eficacia de su presencia "en medio" de nosotros, está condicionada a nuestra vivencia de comunión fraterna en su "nombre" (Mt 18,20).

 

2. "Ve a mis hermanos"

 

      La principal huella que deja el encuentro con Cristo es el tono de serenidad y de donación en el trato fraterno. Entonces se hace espontáneo y coherente el servicio incondicional a los hermanos. María Magdalena encontró a Cristo resucitado antes que los mismos Apóstoles. Su encuentro quedó garantizado por el signo de la comunión y del servicio: "Ve a mis hermanos" (Jn 20,17). Y marchó sencillamente a realizar este servicio de anuncio y de testimonio, que no siempre tiene éxito y aceptación inmediata (cf. Lc 24,11).

 

      Es muy importante constatar que el encuentro con Cristo tiene lugar principalmente en la eucaristía, celebrada y adorada, siempre en relación con la palabra viva de Jesús. Es entonces cuando el corazón descubre que este encuentro eucarístico es "sacramento de unidad". El mismo Señor nos contagia del amor a los hermanos. Su presencia, experimentada en el corazón, se hace eco de la misma presencia en el corazón de los demás. Por comer "un mismo pan", formamos "un solo cuerpo" de Cristo (1Cor 10,17).

 

      Las circunstancias humanas reales son siempre sencillas y pobres. El misterio se esconde dentro, dejando sólo entrever su luz entre rendijas. El engaño consistiría en empeñarse en hacer el bien sólo desde un pedestal o monumento, o también sólo desde la imaginación. Cuando Jesús lavó los pies a los discípulos, realizó un gesto cotidiano de aquel entonces, que era, al mismo tiempo, gesto de amistad y humildad. "Lavarse los pies mutuamente", a ejemplo de Cristo (Jn 13,14-15), equivale a esconderse en la vida cotidiana de una comunidad o familia, como tantos hermanos, esposos, padres, personas consagradas y sacerdotes, que no se venden a la publicidad.

 

      El amor de "gratuidad", que se da sin esperar el premio, sólo es posible a partir del encuentro con Cristo. En él se aprende a "perder" para "ganar". Las ambiciones del corazón, que todo ser humano experimenta, se van encauzando hacia lo mejor: "El que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos" (Mc 10,44). Sin estos servicios humildes y, a veces, desconocidos, no sería posible la vida serena y gozosa de la comunidad cristiana.

 

      Nuestros conceptos y motivaciones pueden ayudar algo. Pero el aliento verdadero y decisivo sólo puede venir de las palabras siempre vivas del Señor: "Como yo os he amado" (Jn 13,34). El amor ya no es un simple concepto ni sólo un ideal, sino la presencia y amistad de Cristo escondido en cada hermano. Es él el primer interesado en que cada uno seamos su transparencia y en que todos juntos seamos su signo colectivo: "En esto conocerán que sois mis discípulos" (Jn 13,35).

 

      La vida "espiritual" es una vida según el Espíritu de amor. Perderse en "espiritualismos" o en "activismos" no hace al caso. A veces, las polémicas surgen para llenar el tiempo que se debería emplear más para la oración y los servicios de caridad. Las teorías son casi siempre un modo de escapar de la realidad. Cuando se siente la llamada a servir como Cristo, se pierden otras maneras de razonar. Ya sólo se busca, tanto en la oración como en la acción, "una vida escondida con Cristo en Dios" (Col 3,3).

 

      La vida de donación en la pequeña comunidad y, a partir de ella, en la comunidad más amplia, es sólo posible "en íntima unión con el sacrificio eucarístico" (ET 47). La actitud contemplativa se fragua en el silencio de la adoración y se concreta en el servicio al misterio de cada hermano. Entrando en el misterio de Cristo, se entra generosamente en el misterio de la vida humana personal y comunitaria.

 

      Cuando se vive en familia, todos quieren servir lo mejor posible, sin hacerse sentir. No es que se busque directamente el último lugar, como por propaganda, sino que ya no se clasifican los lugares por primeros y segundos, sino sólo para realizarse amando en el servicio, pequeño o grande, que cada uno puede desempeñar. Se busca evitar molestias a los otros, sin hacerles pesar nuestros problemas y exigencias. Basta con que cada uno se sienta alentado a seguir a Cristo, por el hecho de encontrar una comunidad serena donde se vive de los criterios de Cristo, de su confianza y de su donación.

 

      La fraternidad universal se comienza a construir en las pequeñas comunidades donde todos quieren servir en el último lugar (cf. Mt 20,26-27), sin aspiraciones empequeñecedoras y atrofiantes. Sólo en esas comunidades encuentra eco el clamor de tantos pobres que todavía no conocen a Cristo o que son víctimas del egoísmo humano.

 

      El amor a los hermanos, de la pequeña y de la gran comunidad, es la señal de un seguimiento evangélico al estilo de los Apóstoles. Es ahí, en esta experiencia de Cristo presente, donde se aprende a imitar el gesto del buen samaritano: "Ve y haz tú lo mismo" (Lc 10,37). "Jesús pide que le sigan y le imiten en el camino del amor, de un amor que se da totalmente a los hermanos por amor de Dios" (VS 20).

 

      La caridad hacia los más pobres, con compromisos estables de servicio desinteresado, sólo es posible empezando por el gesto de compartir con los hermanos del grupo apostólico la propia experiencia de Cristo Siervo. "Tampoco el hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos" (Mc 10,45). "La autoridad de Jesucristo Cabeza coincide, pues, con su servicio, con su don, son su entrega total, humilde y amorosa a la Iglesia" (PDV 21).

 

      Convertirse a Cristo es abrirse a su amor. Ello equivale a abrirse al amor de los hermanos más necesitados, débiles y marginados. El "sentido" del pobre se aprende en el "sentido" de Dios Amor y en el "sentido" de Cristo presente en la comunidad eclesial. Si tenemos este "sentido de Cristo" (1Cor 2,16), sabremos "evangelizar a los pobres" como Cristo (Lc 4,18; 7,22). Las disquisiciones sobre el amor a los pobres se convertirían en pantalla propagandística o en discusión dialéctica entre teóricos, si ese amor no se viviera a partir de la contemplación, de la celebración eucarística y de la comunión fraterna en la propia comunidad.

 

      El camino hacia la perfección pasa por el corazón para unificarlo, y un corazón unificado construye la comunión fraterna. La caridad es esencialmente donación e incluye necesariamente la renuncia a personalismos y preferencias egoístas. La vivencia más intensa de la comunión, hasta perderse en Cristo, es señal de contemplación y de disponibilidad misionera. Pero esta actitud no es rentable humanamente, ni aun en el seno de la misma comunidad eclesial.

 

      La "noche oscura" de la contemplación de la Palabra, es la misma que pasa por la comunión y la misión. Sólo la luz de Cristo puede iluminar esta noche dichosa, en la que todo lo que no suene a él y a su amor, ya se considera como "basura" (Fil 3,8). La única ganancia y recompensa apetecible es la de saberse amado por él, poderle amar y hacerle amar.

 

      La vocación al seguimiento evangélico de Cristo se garantiza sólo por el camino de la comunión fraterna. Allí es donde resuena el sermón de la montaña y el mandato del amor, como camino de perfección y de misión. Allí aparece la Iglesia como misterio, comunión y misión.

 

3. "Que sean uno en nosotros"

 

      Una de las grandes tareas que Cristo encomienda a los que le siguen, es la de construir el propio grupo apostólico o espiritual en una comunión fraterna, que sea reflejo de la comunión de Dios Amor: "Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado" (Jn 17,21).

 

      La eficacia apostólica de un grupo de seguidores de Jesús, radica en esa comunión de hermanos, que es un signo de cómo amó el Señor. No es fraternidad basada en simpatías, preferencias y utilidades, sino en el amor a Cristo que vive en cada hermano. La presencia de Cristo se hace eficaz cuando la fraternidad se basa en este amor: "Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18,20).

 

      Las diferencias de naturaleza o de carismas se convierte en servicio complementario y donación mutua. Entonces todos son "un solo corazón y una sola alma" (Act 4,32), como consecuencia del mandato del amor (cf. Jn 13,34). La misión de Jesús tendrá efecto en la medida en que los suyos formen esta unidad: "Que sean perfectamente uno, para que el mundo conozca que tú me has enviado" (Jn 17,23).

 

      Un corazón unificado construye la comunidad en la misma unidad o comunión de Dios uno y trino. Cada corazón y cada comunidad eclesial es "un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (LG 4). La comunidad humana se construirá según los valores evangélicos, en la medida en que las comunidades eclesiales sean comunión. "Donde hay caridad y amor, allí está Dios" (himno litúrgico).

 

      Esta unidad de comunión sólo se puede construir a partir del mensaje de Jesús, predicado por los Apóstoles y por sus sucesores, celebrado, celebrado en la Eucaristía, convertido en oración y expresado en intercambio de bienes (cf. Act 2,42-47). Es, pues, una comunión comprometida en construir o reconstruir todo el tejido de la comunidad humana según el mandato del amor.

 

      La referencia a los sucesores de los Apóstoles (que presiden las Iglesias particulares) y, de modo especial, la referencia al sucesor de Pedro (que preside la "caridad" o Iglesia universal), es algo que pertenece a la esencia de la comunión eclesial. Quien "preside la caridad universal" (según la expresión de San Ignacio de Antioquía), es decir, el sucesor de Pedro, no es forastero en ninguna comunidad eclesial, sino que pertenece a la naturaleza íntima de toda comunidad cristiana basada en la caridad de Cristo.

 

      Las comunidades cristianas, construidas en la comunión, no son centros de poder humano ni fuente de autosuficiencia personal o colectiva. Serán comunidades cristianas auténticas, en la medida en que sean escuela de encuentro con Cristo, de seguimiento evangélico, de comunión fraterna y de disponibilidad misionera.

 

      En la comunidad se aprende a escuchar la Palabra, meditándola en el corazón (Lc 2,19.51), para hacer de la propia vida un complemento de la oblación eucarística de Cristo (Col 1,24;  1Cor 11,23ss). La comunidad se hace camino de perfección cristiana evangélica, para configurarse con Cristo y seguirle radicalmente. Ahí se aprende la libertad del corazón, expresada en obediencia; el desposorio con Cristo, expresado en fraternidad familiar; el seguimiento evangélico, expresado en desprendimiento e intercambio de bienes.

 

      La comunidad es escuela de misión, donde se aprende el anuncio y testimonio de la Palabra, la celebración de los misterios de Cristo y el servicio a los hermanos. Ese ambiente de escuela fraterna reclama de cada uno la disponibilidad para dar y para recibir, sin buscarse a sí mismo.

 

      Es Jesús mismo quien convoca a todos y envía "de dos en dos" (Lc 10,1), para ser su signo personal y colectivo. Es él quien acompaña personalmente en el campo de misión (Mt 28,20), y quien espera para revisar continuamente la acción evangelizadora (Lc 10,17ss). Por esto les pide que se reunan en Cenáculo, "con María su Madre", para recibir nuevas gracias del Espíritu Santo (cf. Lc 24,49; Act 1,14). Toda comunidad cristiana tiene que confrontarse con la primitiva comunidad eclesial, sin olvidar uno solo de los elementos fundamentales (cf. Act 2,42-47; 4,32-34).

 

      Cuando se vive de verdad la comunión fraterna, allí resuena toda la Iglesia universal, con la variedad armónica de carismas, vocaciones y ministerios. El amor a la Iglesia es connatural a quien sigue a Cristo Esposo. Los signos "pobres" de la Iglesia (en la pequeña y en la gran comunidad) se descubren como signos del amor de Cristo a su esposa, como fueron las pajitas de Belén y el trabajo humilde de Nazaret. Entones, en la pequeña comunidad apostólica se respira el oxígeno de la Iglesia universal.

 

      En la práctica cotidiana de la fraternidad, se aprende, más que en los libros, que "la eclesiología de comunión es la idea central y fundamental de los documentos conciliares" (CFL 19). La "Iglesia" es comunidad "convocada" por Cristo, para vivir reunida "en su nombre", es decir, según sus criterios, su escala de valores y su mismo amor. Sin esta vida unificada en la comunión, la comunidad dejaría de ser Iglesia. Por esto, la Iglesia es "comunión de vida, de caridad y de verdad" (LG 9).

 

      A través de estas comunidades apostólicas, la Iglesia hace visible el rostro de Cristo en cada momento de la historia humana. Por medio de una vida de comunión, la Iglesia es transparencia e instrumento de Cristo. Es "sacramento" (signo portador y eficaz) en la medida en que sea "cuerpo" de Cristo, "pueblo" de Dios, "esposa" o consorte de Cristo pobre, obediente y virgen.

 

      El poder de inserción de una persona radica en la vida de comunión. Si el corazón vive unificado "en el Espíritu, por Cristo, hacia el Padre" (Ef 2,18), construye la comunidad en el mismo amor. Entonces se entiende el valor trascendente de quien, en la comunidad, se decide calladamente a ser una gotita de aceite para que todos "caminen en el amor" (Ef 5,2). Un apóstol de corazón unificado deja transparentar el evangelio a través de cualquier servicio a los hermanos. Sólo a partir de esta actitud humilde y fraterna, es posible la disponibilidad de ir a los más pobres, para vivir con ellos "una vida escondida con Cristo en Dios" (Col 3,3).

 

      Una comunidad cristiana es portadora de los valores evangélicos anunciados en las bienaventuranzas, cuando vive en comunión. La comunidad humana está herida por egoísmos colectivos, camuflados de progreso, cultura y bienestar. Esa enfermedad sólo se cura con comunidades eclesiales dispuestas a ser comunión, e decir, reflejo de la comunión trinitaria de Dios Amor. "Se percibe, a la luz de la fe, un nuevo modelo de unidad del género humano, en el cual debe inspirarse en última instancia la solidaridad. Este supremo modelo de unidad, reflejo de la vida íntima de Dios, uno en tres personas, es lo que los cristianos expresamos con la palabra 'comunión'" (SRS 40).

 

      Para ser "comunión", reflejo de la "comunión" trinitaria, hay que despojarse de mucha chatarra. El amor hay que sembrarlo, dispuestos a perder todo lo demás. "Donde no hay amor, pon amor y sacarás amor" (San Juan de la Cruz).

 

 

                    Puntos de reflexión personal y en grupo

 

- Descubrir el rostro de Cristo en el hermano:

 

      "Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis" (Mt 25,40; cf. Act 9,4).

 

      "Es el hermano, por quien Cristo ha muerto" (Rom 14,15).

 

      "Padre... los has amado como a mí" (Jn 17,23).

 

      "El amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos" (Jn 17,26.

 

      "El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él... vive por mi misma vida" (Jn 6,56-57).

 

      * Intuir en la vida de todo hermano las huellas de una historia de amor eterno.

 

 

- Servir a los hermanos como Cristo:

 

      "Amaos como yo os he amado" (Jn 13,34-35).

 

      "Si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros" (Jn 13,14).

 

      "El que quiere ser el primero entre vosotros, será servidor de todos" (Mc 10,44).

 

      "Somos un solo cuerpo porque participamos de un solo pan" (1Cor 10,17).

 

      * Aprender a servir, sembrando la serenidad, sin hacerse sentir ni hacer pesar sobre los demás los propios problemas.

 

 

- Construir la comunión fraterna:

 

      "Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado" (Jn 17,21).

 

      "Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18,20).

 

      "Todos los creyentes vivían unidos y tenían todo en común... acudían al templo todos los días con perseverancia y con un mismo espíritu, partían el pan por las casas y tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón... gozaban de la simpatía de todo el pueblo" (Act 2,44-47).

 

      "Eran un solo corazón y una sola alma" (Act 4,32).

 

      * Colaborar sencilla y calladamente para que en mi comunidad o en mi grupo apostólico, la comunión fraterna sea signo de los valores evangélicos y signo eficaz de evangelización.

III. Compartir su misma vida: seguimiento y desposorio

 

      Presentación

      1. Cristo amó así

      2. Compartir esponsalmente su misma vida

      3. Ser signo de cómo ama él

      Puntos para la reflexión personal y en grupo

 

Presentación

 

      La mayor sorpresa que se puede tener en el encuentro con Cristo, consiste en la invitación a compartir su misma vida. Ya no se trata sólo de orientar totalmente el corazón hacia él, sino de vivir como él, con su mismo radicalismo, con su mismo amor.

 

      Esta sorpresa produce, en un primer momento, la sensación de temor y, a veces, de susto. Pero la invitación de Jesús es tan seria como amistosa y esponsal. Para llamarnos, no ha esperado a que fuéramos dignos y santos, ni tampoco a que nos sintiéramos fuertes y seguros. La iniciativa sigue siendo suya y, por esto, infinitamente sorprendente.

 

      Para educarnos en ese camino inesperado, Cristo sigue una pedagogía original. Nos hace sentir más profundamente su amor en nuestra pobreza. Nos contagia de su inquietud por hacer conocer y amar al Padre en el Espíritu Santo. Nos dice que necesita nuestro ser quebradizo para prolongarse en nosotros y hacernos signo visible de cómo ama él. Y este signo suyo, tan pobre, va a llegar a muchos hermanos, especialmente los más pobres, sin herirles en su dignidad.

 

 

1. Cristo amó así

 

      Se lee poco el evangelio desde su realidad más íntima, es decir, desde la manifestación del amor de Cristo. Cada momento, gesto y palabra del Señor son una expresión de cuánto ama él: "Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo" (Jn 13,1). Es un amor de totalidad, hasta "dar la vida" (Jn 10,11; 15,13).

 

      Así como apenas conocemos de nuestro corazón más que la superficie, casi del mismo modo superficial conocemos a Cristo. Aquello que "hizo y enseñó" (Act 1,1) sucedió tal como nos lo cuenta el evangelio. Pero lo más importante es "ver su gloria" (Jn 1,14; 2,11), su realidad profunda, a través de su amor.

 

      Si nos entretenemos sólo en la superficie de lo que agrada o de lo que nos resulta más útil o más fácil, no captaremos el misterio de Cristo (cf. Jn 12,42). El seguimiento evangélico de Cristo sólo es posible a partir de una experiencia profunda de cómo ha amado él. Y esto es un don que él siempre quiere comunicar a "los suyos" (Jn 13,1).

 

      La sintonía y compromiso de Cristo con todo ser humano, se manifestó de muchas maneras: cercanía, compasión, ayuda concreta, perdón, salvación... Podía decir, ante una muchedumbre, "tengo compasión" (Mt 15,32), porque todo su ser era donación al Padre, en el amor del Espíritu Santo, por el bien de todos. Su vida era un "sí, Padre" (Lc 20,21), porque era sólo donación y "servicio para redención de todos" (Mc 10,45).

 

      Así amó él. No tenía nada, se había desprendido de todo, como en Belén, Nazaret y el Calvario, para darse él mismo. Al "no tener donde reclinar la cabeza" (Mt 8,20), manifestó la nota característica del amor de Dios: darse él y del todo. Esa donación era su verdadera "comida", sin preferencias y sin pertenecerse, según los planes salvíficos del Padre (Jn 4,34). Y era amor de quien comparte, como consorte o esposo, nuestra misma vida. Su caridad de Buen Pastor que da la vida, se expresó en pobreza, obediencia y virginidad.

 

      La lectura del evangelio comienza a hacer su efecto cuando se capta el amor de Cristo de modo concreto, como invitando a una respuesta en el mismo tono de donación: "Me amó y se entregó por mí" (Gal 2,20); "amó a la Iglesia y se entregó por ella" (Ef 2,25). A partir de esta experiencia de encuentro con Cristo, cuando se encuentra a un hermano, especialmente si está necesitado, se descubre siempre en su rostro los rasgos de la fisonomía de quien, "siendo rico, se hizo pobre por nosotros" (2Cor 8,9). Si no se vive en sintonía con los amores de Cristo, nuestra vida y la de los demás se hace ininteligible.

 

      Ese amor de Cristo, para quien lo descubre, es una llamada a compartir su misma vida. Desde el principio, lo fueron entendiendo así sus discípulos, hombres y mujeres (Lc 8,1-13), que, como María su Madre, le siguieron dejándolo todo por él (Jn 2,12). Aquella "vida evangélica" o "vida apostólica" sigue siendo realidad en quienes son signo sacramental-sacerdotal de Cristo, así como en quienes han sido llamados a compartir su misma vida para ser su transparencia.

 

      Esta "vida apostólica" ha tenido, tiene y tendrá muchas modalidades (sacerdotal, religiosa, laical...), según los diferentes carismas fundacionales. Pero las exigencias evangélicas serán siempre las mismas, es decir, aquellas a las que fueron llamados los Apóstoles, a imitación de Cristo casto, pobre y obediente. Los que han sido captados por el amor de Cristo lo han entendido siempre así.

 

      Al leer el evangelio, de corazón a corazón, no se puede hacer un "Jesús" recortado a nuestra medida. Tampoco se deben hacer proyecciones del propio egoísmo sobre el evangelio. En Jesús encontramos una fidelidad suma al amor verdadero, que se traduce en "anonadamiento" (Fil 2,7) y en negación de todo lo que no sea apertura al amor.

 

      Al mismo tiempo, Jesús, por el hecho de compartir nuestra vida, se hace asequible, cercano, imitable. Hombre entre los hombres, Jesús da seguridad y confianza a cada uno, para que se sienta amado de modo irrepetible y para que, por tanto, pueda devolver amor por amor.

 

      En Jesús encontramos al hermano que acompaña y ayuda. Y también al Maestro de equilibrio en un darse de relación personal con el Padre y con los hermanos. Su vida es una síntesis maravillosa de soledad y de cercanía, de donación a Dios y a los demás. Si "pasó haciendo bien" (Act 10,38), es porque fue coherente entre el "hacer y decir" (Act 1,1), entre una vida de silencio en Nazaret y una vida de predicación por los caminos de Palestina.

 

      Así fue el "género de vida virginal y pobre que Cristo escogió para sí y que la Virgen su madre eligió" (LG 46; ET 2). A esta vida se la ha llamado con diversos nombres: seguimiento evangélico, consejos evangélicos, vida apostólica, radicalismo... Y aunque llamó a todos a la perfección de la caridad, sólo llamó a algunos al seguimiento al estilo de los Doce y de otros discípulos, que lo dejaron todo por él. Por esto, "los consejos evangélicos son un don divino que la Iglesia recibió de su Señor" (LG 43).

 

      Contemplando este amor de Cristo, muchos se han sentido llamados por él a compartir esponsalmente su misma vida. Es un don inmerecido que no tiene explicación posible. Se recibe tal como es, porque se trata de "seguir más de cerca a Cristo... persiguiendo la perfección de la caridad en el servicio del Reino" (CEC 916; can. 573).

 

 

2. Compartir esponsalmente su misma vida

 

      Cuando Jesús invita a vivir su mismo estilo de vida, lo hace en un contexto de enamoramiento, de desposorio, de compartir su misma suerte. Jesús subía a Jerusalén para celebrar la Pascua y sellar la nueva Alianza (pacto esponsal) con su sangre. Entonces invitó a los suyos a participar en el mismo itinerario pascual y esponsal: "¿Podéis beber la copa que yo he de beber?" (Mc 10,38).

 

      Los apóstoles lo comenzaron a entender, con limitaciones, en este mismo contexto. Para seguir a Cristo, el amigo y el "esposo" (Mt 9,15), bien valía la pena dejar otras cosas: "Lo hemos dejado todo y te hemos seguido" (Mt 19,27). Jesús, al escuchar estas palabras de Pedro, hizo resaltar que lo importante era dejarlo todo por su amor, "por mi nombre" (Mt 19,29). Jesús continúa invitando a "permanecer" en su amor (Jn 15,9).

 

      La aventura del seguimiento radical de Cristo comenzó, a invitación suya, en el lago de Genesaret (Mt 4,19-22; Lc 5,1-11), pero se fue reestrenando en diversas ocasiones, como después del milagro de Caná (Jn 2,12) y cuando Jesús pasaba predicando por los pueblos de Palestina (Lc 8,1-3). Había, pues, el grupo de los "Apóstoles" y otras personas, incluso algunas mujeres y su misma madre (Jn 2,12). Se puede decir que estos discípulos habían sentido la llamada para vivir en intimidad con él, pertenecerle totalmente y colaborar en la evangelización. Con nuestra terminología actual, diríamos que fueron llamados a la consagración y a la misión.

 

      Este seguimiento evangélico se llama también "vida apostólica", porque tiene a los Apóstoles (y sucesores) como modelo en la imitación de la vida de Jesús. Es una vida sin recortes, como el mismo Jesús propuso repetidamente: "Si alguno quiere venir en pos de mí, que renuncie a sí mismo, cargue con su cruz y me siga" (Mt 16,24); "aquel de vosotros que no renuncia a todo lo que tiene, no puede ser mi discípulo" (Lc 14,33).

 

      Los Santos Padres explicaron este seguimiento como actitud permanente de "no anteponer nada a Cristo, puesto que él no antepone nada a nosotros" (San Cipriano). San Agustín hablaba de "un corazón unificado dirigido hacia Dios". En la regla de San Benito se matiza: "No anteponer absolutamente nada a Cristo".

 

      Es, pues, un amor de totalidad, personal y esponsal, que hace posible "encontrarse más profundamente en el corazón de Cristo, con sus contemporáneos" (CEC 932). Se quiere vivir plenamente la indicación de San Pablo: "Os he desposado con un solo marido, presentándoos a Cristo como una virgen casta" (2Cor 11,2). Es una respuesta de consorte, que no mira tanto lo que se deja, cuanto la persona amada: Cristo pobre, obediente, casto, humilde, sacrificado, inmolado por amor.

 

      La totalidad de la entrega arranca del enamoramiento. Quien sigue el estilo de vida de Cristo, se desprende de todo para amar con un corazón indiviso. Esta libertad sólo es posible en unión con él (Jn 15,4-5). Es la máxima libertad, que consiste en ordenar la vida abriéndola a un amor infinito. Se deja de lado todo lo que impide hacerse hijos en el Hijo (cf. Ef 1,5). "El amor puede ser profundizado y custodiado solamente por el Amor, aquel Amor que es «derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5,5)" (Juan Pablo II).

 

      El mismo Jesús nos da una comparación: el tesoro escondido y la perla preciosa (Mt 13,44-46). Vale la pena venderlo todo por el verdadero Todo que es Dios Amor. Se quiere seguir a Cristo (humilde, pobre, obediente y virgen), para hacerse como él: tener un corazón libre y desprendido para darse del todo.

 

      No sería posible este seguimiento tan radical, si no fuera a partir de una experiencia profunda y sencilla de su amor. En el diálogo con él ("contemplándolo" o viéndolo a la luz de la fe), el corazón queda contagiado de sus amores. Imitar su vida es el signo de garantía de haberle encontrado y seguido.

 

      Es él quien se hace maestro, guía, amigo, esposo o consorte. Entonces se aprende a dejarse conducir por él, con su pedagogía peculiar: "¿Me amas más, tú?... Cuando eras más joven, tú mismo te ceñías el vestido e ibas adonde querías; mas cuando llegues a viejo, extenderás tus brazos y será otro quien te ceñirá y te conducirá adonde no quieras ir... Sígueme" (Jn 21,17-19).

 

      Seguir a Cristo es como un "nuevo nacimiento" (Jn 3,3), para compartir su misma vida y su misma cruz, amando. "El mismo se hace ley viviente y personal, que invita a su seguimiento, da mediante el Espíritu, la gracia de compartir su misma vida y su amor, e infunde la fuerza para dar testimonio del amor en las decisiones y en las obras" (VS 15).

 

      Este seguimiento es la máxima libertad: aprender la donación total de sí, dejando que Cristo, desde nosotros, se haga nuestra donación, vaciando el corazón de todo estorbo. Con él es posible aprender su "anonadamiento" de Belén, de Nazaret y del Calvario, indefenso por amor, por fidelidad al Padre (Lc 2,49), como el granito de trigo que se hará donación por una vida escondida (Jn 12,24-26).

 

      Tomar su cruz equivale a compartir ese proceso de donación y de servicio "para redención de todos" (Mc 10,45). Es amor "radical", desde la raíz, desde lo más hondo del corazón; es simplemente darse. Y entonces se comienza a experimentar la verdadera paz. En este amor de Cristo y a Cristo, se encuentra a toda la humanidad, a todo el cosmos y a toda persona concreta como un hermano que forma parte de una misma biografía: la bibliografía del Cristo total.

 

      Todo esto es un comienzo, un balbucear y un ensayo. Se comienza a experimentar en el corazón el Reino de Dios. Es el mismo Reino que también ha iniciado en la comunidad eclesial de hermanos. Y se vislumbra y anuncia que este Reino sólo será definitivo en el más allá. Por el seguimiento evangélico, se "preanuncia mejor la futura resurrección y la gloria del Reino celestial" (LG 44); cf. PC 4). Se quiere "significar y anunciar en la Iglesia la gloria del mundo futuro" (CEC 916).

 

      Este camino evangélico sólo es posible, cuando se busca de verdad "la persona viva de Jesucristo" (RD 6). Porque cuando se le busca, es señal de que se le ha comenzado a encontrar. Y cuando se comienza a pregustar "la alegría de pertenecer exclusivamente a él" (RD 8), entonces ya se puede avanzar de entrega en entrega.

 

      El seguimiento evangélico sólo se entiende y vive, estrenando todos los días el sentido esponsal de un "amor eterno" (Jer 31,3) que es pertenencia mutua (cf. Cant 2,16; Is 43,1). Es un amor sellado, como pacto o alianza definitiva, con la sangre de Cristo Esposo (Lc 22,20; Ef 5,25-27). Por esto, los llamados se siente "invitados a las bodas" (Mt 9,15).

 

      Este desposorio con Cristo se manifiesta en el amor a la Iglesia, que sólo pueden entender quienes han experimentado el amor de Cristo Esposo, porque "viven más y más para Cristo y para su cuerpo que es la Iglesia" (PC 1). En estas personas de fe y de sentido eclesial, "su amor esponsal a Cristo se convierte, de modo casi orgánico, en amor a la Iglesia, Cuerpo, Pueblo de Dios, Esposa y Madre" (RD 15). Sólo este amor a Cristo, que vive en su Iglesia, puede agrandar el corazón abriéndolo a la dimensión universalista de la redención. Entonces se vive "segregado para el evangelio" (Rom 1,1).

 

 

3. Ser signo de cómo ama él

 

      La sorpresa mayor de este seguimiento esponsal, es el sentirse llamado para ser signo visible de Cristo y de su amor, para ser su prolongación y "complemento" (Ef 1,23). Jesús mismo calificó a los apóstoles de "expresión" o "gloria" suya (Jn 17,10). San Pablo se consideraba "olor de Cristo" (2Cor 2,15). Las gracias o carismas recibidos del Espíritu Santo, hacen partícipe de lo que Cristo es, hace y vive (cf. Jn 16,14-15). Por esto los apóstoles podrán prolongar la misma misión de Cristo (cf. Jn 17,18; 20,21-23).

 

      En esta participación del ser, del obrar y del estilo de vida de Cristo, hay diferencias, según la propia llamada: laical, religiosa, sacerdotal... Pero los que son llamados al seguimiento radical de Cristo, son todos urgidos a ser signo de cómo ama él.

 

      A partir de este seguimiento evangélico, unos serán llamados a representar a Cristo Cabeza, Buen pastor y Esposo de la Iglesia, como "signo personal y sacramental" suyo; son los sacerdotes ministros (ordenados). Su espiritualidad específica es de "caridad pastoral", expresada en las virtudes concretas del Buen Pastor, que fue obediente, casto y pobre (PDV 15-33). Así viven el mismo estilo de vida de los Apóstoles (PDV 15-16).

 

      Desde los tiempos evangélicos y desde el inicio de la Iglesia, muchas otras personas se han sentido llamadas a practicar la "vida apostólica" o "seguimiento evangélico", según diversas modalidades: las vírgenes, los anacoretas, los monjes y los contemplativos, los religiosos, las Congregaciones, los Institutos seculares, las asociaciones de vida apostólica, los movimientos, etc. El Espíritu Santo ha suscitado y sigue suscitando diversas modalidades de consagración total a Cristo. Las expresiones y compromisos de esta consagración corresponden a carismas o gracias especiales, que indican el amor esponsal de la Iglesia a Cristo. Todos, de modo diverso y con diversa intensidad, a veces "por vínculos más firmes y más estables", quieren vivir una consagración que "represente mejor a Cristo, unido con vínculo indisoluble a su Iglesia" (LG 44). La vida "laical" consagrada acentuará la inserción en las estructuras humanas (en la "secularidad"). Todos quieren seguir a Cristo con un corazón libre e indiviso, aunque algunos serán un signo más fuerte de la escatología o encuentro final.

 

      Es fundamental para todos los llamados al seguimiento evangélico, que el grupo sacerdotal que preside la comunidad (el obispo con sus presbíteros como partícipes en la sucesión apostólica) sea de verdad signo claro de la vida pobre, obediente y virgen del Buen Pastor, Esposo de la Iglesia. Si faltara claridad en este signo "apostólico", se resentirían todas las otras formas del seguimiento evangélico, especialmente por la falta de vocaciones, falta de formación adecuada y falta de comunión eclesial.

 

      La comunión eclesial, a nivel de Iglesia local y universal, se resiente siempre que la "vida apostólica" (y cualquier forma de "vida consagrada") se convierte en una lista de preferencias, privilegios, "derechos", reivindicaciones y seguridades humanas, que originan una autosuficiencia antievangélica personal y colectiva.

 

      El signo del amor de Cristo obediente aparece en la disponibilidad generosa y responsable de aceptar los signos pobres, por los que se manifiesta la voluntad del Padre y la acción santificadora del Espíritu. A imitación de Cristo, se quiere asumir un camino de "kenosis" o humillación, que deja el corazón totalmente libre para amar (Fil 2,5ss). En el fondo, está la actitud humilde y auténtica de considerar la propia obra de santificación, convivencia y apostolado, como obra de Dios.

 

      Los dones de Dios son para servir según sus planes de salvación. Se quiere obedecer a Dios, de cualquier modo como se manifieste su querer amoroso (Jn 4,34; Lc 2,49). Es la "ofrenda total de la voluntad personal, como sacrificio de sí mismo a Dios" (E 27; PC 14).

 

      El signo del amor de Cristo virgen se manifiesta en una vida de intimidad con él (dimensión cristológica: Mt 19,29), para servir más libremente a su Iglesia y a los más pobres (dimensión eclesiológica: 1Cor 7,32-33), apuntando al más allá del "Reino de los cielos" (dimensión escatológica: Mt 19,12). Esta intimidad con Cristo y este servicio de caridad, hace que la persona se sienta realizada por la fecundidad de "formar a Cristo" en los demás (dimensión antropológico-cristiana: Gal 4,19).

 

      A Cristo no se le da sólo una renuncia, sino lo mejor del corazón: la amistad profunda, que ya nada ni nadie podrá condicionar. Es el desposorio con él, escondido en su palabra, eucaristía y sacramentos, comunidad eclesial e innumerables campos de caridad. Ya no se buscan compensaciones. Lo que parecía soledad y fracaso, se convierte en una "soledad llena de Dios" (Pablo VI)  y en compartir esponsalmente la cruz de Cristo Esposo. La virginidad es la expresión máxima de la maternidad eclesial (cf. RMi 70). Es "expresión del amor esponsal por el Redentor mismo" (RD 11), "signo y estímulo de caridad" (LG 42; PO 6), "fuente de paz profunda" (ET 13).

 

      El signo del amor de Cristo pobre se expresa en la imitación de su modo de darse: sin condicionarse a nada, para poderse dar uno mismo a Dios y a los hermanos. Se ha "dejado todo" por él (Mt 19,27). Ya no se buscan los propios intereses, sino los de Jesucristo (1Pe 5,2-4; Act 20,33; Fil 2,21). Si faltara esta vida de pobreza, no se podría anunciar a Cristo de modo creíble (cf. Act 3,6).

 

      Se ama y se sigue a Cristo pobre, cuando se imita su paz, humildad, desprendimiento, actitud de compartir y amor entrañable a la Iglesia. Sólo con un corazón pobre (que contempla la Palabra como María) y con una vida pobre (como la de Jesús), se puede ir de verdad a servir a los pobres.

 

      Los valores evangélicos sólo se pueden anunciar plenamente con un seguimiento de Cristo que sea signo claro de cómo amó él (RMi 69). "El misionero es el hombre de las Bienaventuranzas... Viviendo las Bienaventuranzas el misionero experimenta y demuestra concretamente que el Reino de Dios ya ha venido y que él lo ha acogido. La característica de toda vida misionera auténtica es la alegría interior, que viene de la fe. En un mundo angustiado y oprimido por tantos problemas, que tiende al pesimismo, el anunciador de la 'Buena Nueva' ha de ser un hombre que ha encontrado en Cristo la verdadera esperanza" (RMi 91).

 

      El ser más profundo del hombre sólo se puede cristianizar con el anuncio y testimonio de las bienaventuranzas. El seguimiento evangélico hace de cada apóstol un evangelio vivo, "sal" y "luz" (Mt 5,13-16). Entonces "toda la existencia queda penetrada del amor de Dios y de los hombres" (ET 37). Por medio de la "consagración" a esta vida evangélica, "la Iglesia puede, a la vez, manifestar a Cristo y renovarse como Esposa del Salvador" (CEC 926).

 

      Todo el proceso de seguimiento evangélico es obra del Espíritu Santo, "para hacerse cada vez más semejantes a Cristo" (RMi 88). Es una tensión creciente, un proceso de madurez en el amor: convicciones, motivaciones, escala de valores, decisiones..., todo refleja ya el "sentido de Cristo" (1Cor 2,16). Así se va realizando la primacía del amor, que tendrá repercusiones evangélicas a nivel personal, comunitario y social.

 

      La "gratuidad" del amor se expresa en amor a Dios sobre todas las cosas y en servir incondicionalmente a Cristo en los hermanos. Esta realidad de vida evangélica y consagrada "pertenece a la vida y a la santidad de la Iglesia" (LG 44). Se quiere "seguir más de cerca a Cristo, entregarse a Dios amado por encima de todo" (CEC 916).

 

      María, figura de la Iglesia esposa, es el modelo de esta fidelidad generosa a Cristo Esposo, como vida "según el modelo de la consagración de la Madre de Dios" (RD 17) y como "género de vida virginal que Cristo Señor escogió para sí y que la Virgen Madre abrazó" (LG 46). Ella sigue siendo "la gran señal", como "mujer vestida de sol" (Apoc 12,1), transparencia de Cristo en medio de una Iglesia peregrina, que camina hacia las bodas del encuentro definitivo de la humanidad con Dios.

 

      La renovación y profundización del seguimiento evangélico de Cristo tendrá lugar continuamente en la Iglesia, tomando como punto de referencia el "modelo de los Apóstoles", plasmado en sus sucesores e inmediatos colaboradores. Toda adaptación auténtica se hace con una fidelidad mayor a os valores esenciales: cristocentrismo del seguimiento, elección radical de Dios sólo, servicio incondicional a la Iglesia especialmente en los más pobres, unidad de vida entre la contemplación y la acción apostólica, vida fraterna como expresión del mandato del amor.

 

      La práctica permanente de los "consejos evangélicos", como estilo de vida de Jesús, es el punto clave y esencial. Este modo de seguir a Jesús es el "don divino que la Iglesia ha recibido de su Señor y que con su gracia conserva siempre" (LG 43). De este modo, el rostro de Cristo aparecerá en el rostro de su Iglesia (LG 1; VS 2), y "el corazón de Cristo será reconocido en el corazón de la Iglesia" (Juan Pablo II, 31.5.92).

 

 

                    Puntos de reflexión personal y en grupo

 

- Cristo sigue amando dándose él, sin pertenecerse, como consorte:

 

      "Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos" (Jn 15,13).

 

      "El hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza" (Mt 8,20).

 

      "Cristo amó a la Iglesia hasta entregarse por ella" (Ef 5,25).

 

      "Me amó y se entregó por mí" (Gal 2,20).

 

      "El hijo de hombre ha venido a dar su vida en rescate por todos" (Mc 10,45).

 

      * Compartir experiencias de cómo el amor de totalidad refleja a Dios Amor.

 

 

- Cristo llama a compartir su mismo estilo de vida:

 

      "Ve, vende cuanto tienes, dalo a los pobres... y luego ven y sígueme" (Mc 10,21).

 

      "Como mi Padre me amó, así os he amado yo. Permaneced en mi amor" (Jn 15,9).

 

      "Lo dejaron todo y le siguieron" (Lc 5,11).

 

      "Lo hemos dejado todo y te hemos seguido" (Mt 19,27).

 

      "La mies es abundate, pero los obreros son pocos. Rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies" (Mt 9,37-38).

 

      * Compartir el significado de "vivir en familiaridad con él para pertenecerle totalmente" (Juan Pablo II).

 

 

- Cristo quiere hacer de nosotros su transparencia:

 

      "El Espíritu de la verdad... recibirá de lo mío y os lo comunicará a vosotros" (Jn 16,13-14).

 

      "Padre... he sido glorificado en ellos" (Jn 17,10).

 

      "Somos olor de Cristo" (2Cor 2,15).

 

      "Que nos tengan los hombres como servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios" (1Cor 4,1).

 

      * ¿Cómo ser su signo personal y su instrumento vivo?

 

      * El corazón de Cristo debe ser reconocido a través de quienes le siguen más de cerca y conviven con él esponsalmente.

Jueves, 16 Marzo 2023 11:20

II. Relación personal: encuentro

II. Relación personal: encuentro

 

      Presentación

      1. "Venid y veréis... Ven y verás"

      2. Amistad e intimidad

      3. Sus huellas en mi vida

      Puntos para la reflexión personal y en grupo

 

Presentación

 

      Una vida si relación personal con alguien profundamente amado, estaría abocada al fracaso, al aislamiento y a la frustración. La vocación empieza a descubrirse y a vivirse cuando a Jesús se le siente y se le trata como "alguien": "¿Dónde habitas?... Venid y veréis" (Jn 1,38-39).

 

      El camino de la vocación es relacional y de amistad. Si se perdiera esta orientación, ya no habría camino vocacional, ni en los comienzos ni después. Los fracasos vocacionales se incuban en el período inicial en que se estrena la vocación, y se manifiestan posteriormente cuando ya no se encuentra tiempo para estar con Cristo.

 

      No existe ningún corazón humano donde no resuene el "soy yo" de Jesús (Jn 6,20). Lo importante es darse cuenta, enterarse de ello, y, a partir de ahí, aprender el trato personal con él. "Tratar de amistad" con él, es siempre posible, porque consiste en "estar con quien sabemos que nos ama" (Santa Teresa de Jesús).

 

 

1. "Venid y veréis... Ven y verás"

 

      El encuentro con Cristo no es una conquista de una elucubración intelectual sobre él. Tampoco es el producto de una concentración y potenciación de las fuerzas psicológicas. Es él quien se hace encontradizo y quien se da, a partir de una relación personal: "Venid y veréis... Hemos encontrado al Mesías... Lo llevó a Jesús" (Jn 1,39-42).

 

      Cuando se inició el camino vocacional, Jesús hizo un examen de amor, como preguntando si le buscamos a él o a nuestros intereses: "¿Qué buscáis?" (Jn 1,38). Es como si dijera: ¿me buscáis a mí o a vuestras preferencias?. Este examen se irá repitiendo a los largo de toda la vida. En una dificultad, un cambio de cargo, un fracaso, el Señor nos irá diciendo que si le buscamos a él, nos basta él, porque él nos espera siempre en cualquier recodo del camino.

 

      Las crisis se originan cuando se buscan sucedáneos o suplencias, y no al mismo Jesús. Hay que estrenar y reestrenar la vocación desde un encuentro vivencial, que no se puede explicar técnicamente, sino que es una "experiencia" comunicada por él mismo.

 

      Cuando uno ya ha comenzado esta experiencia de encuentro relacional, tampoco la puede explicar teóricamente a otros, sino sólo testimoniar: "Ven y verás" (Jn 1,46). Nadie nos puede suplir en este encuentro con Cristo. Pero confiamos en la fuerza de su invitación y en la comunión fraterna de quienes han iniciado el mismo camino: "Permaneced en mi amor" (Jn 15,9).

 

      Jesús llama fundamentalmente para "estar con él" (Mc 3,14). Sólo a partir de este encuentro, es posible encontrarle y amarle en el hermano: daréis testimonio de mí, porque desde el principio estáis conmigo" (Jn 15,27). Todo apostolado, dentro una variedad enorme de expresiones y servicio, consiste siempre en "transmitir a los demás la propia experiencia de Jesús" (RMi 24).

 

      La actitud relacional empieza a experimentarse ya desde el primer momento en que Cristo "pasa" (Jn 1,36), como queriendo despertar en nosotros un movimiento o "fuego del corazón" (Lc 24,28), una mirada, un deseo ardiente: "¿Dónde habitas?" (Jn 1,38); "quédate con nosotros" (Lc 24,29). Y Jesús se queda de buena gana, para que nuestro corazón se abra tal como es, se deje mirar y amar por él y se estrene definitivamente en él.

 

      En este encuentro con él, nos cuenta sus preocupaciones y sus amores: "Tengo compasión de la muchedumbre" (Mt 15,32); "venid a mí todos" (Mt 21,28). El eco que produce en nuestro corazón su mirada y sus palabras, se puede expresar de mil maneras sencillas, desde "estar" como se está con un amigo, hasta "conversar" con confianza o "callar" escuchando, admirando y dándose. Es una presencia activa. La sencillez de saberse amado en la propia realidad o pobreza, se convierte en la relación de estar activamente con él, amándole y dispuestos a seguirle. "Mi vida es Cristo", decía Pablo (Fil 1,21).

 

      Aceptar a Cristo y creer en él, es una adhesión personal que va llenando el corazón, descubriendo que ya nada ni nadie lo puede llenar más que él: "Yo soy el pan de vida; quien viene a mí, no tendrá más hambre; y el que cree en mí, no tendrá más sed" (Jn 6,35).

 

      La relación personal con Cristo la hace posible él, con su cercanía amorosa como en las escenas evangélicas del leproso, del ciego, de la samaritana o del amigo Lázaro: "Si quieres, puedes curarme" (Mt 8,2); "Señor, que vea" (Mc 10,51); "dame de esta agua" (Jn 4,15); "el que amas está enfermo" (Jn 11,3).

 

      Mirar y escuchar a Cristo, es sentirse interpelado por Dios Amor que nos da a su Hijo (Jn 3,16), y que nos invita a escucharle, amarle y seguirle: "Este es mi Hijo muy amado; escuchadle" (Mt 17,5). Al encontrarnos con Cristo, ya podemos dejar que él ore en nosotros, porque nos da su mismo Espíritu, para decir con su misma voz y su mismo amor: "Padre nuestro" (Mt 6,9). La oración cristiana es así de sencilla, como una actitud filial y amorosa, desde la propia debilidad y pobreza.

 

      El seguimiento de Cristo es para cumplir su mandamiento nuevo de amar a los hermanos como a él. Este seguimiento evangélico es posible desde el momento en que aprendamos a relacionarnos con él, para dejarnos amar, perdonar y contagiar de sus amores. La respuesta a la llamada de Jesús es, pues, una actitud relacional con él, que vive también en los hermanos. Entonces "Cristo revela el secreto de su amor... contemplar a Cristo hace posible vivir en familiaridad con él" (Juan Pablo II, 31.5.92).

 

      Cuando lleguen los momentos de dificultad y de oscuridad, Cristo dejará entender de algún modo su presencia y su cercanía, como lo hizo con Pablo en un contexto de contratiempos y tal vez de fracasos humanos y apostólicos: "No temas, porque yo estoy contigo" (Act 18,10).

 

      Si la vocación no se estrena y no se renueva todos los días con esta actitud relacional, el sentido de la llamada se esfuma. La vida iría perdiendo su sentido. El apostolado no pasaría de ser una filantropía vacía de evangelio.

 

      Para ser un signo creíble de Cristo, el apóstol debe manifestarse como un hombre profundamente relacionado con él. "Si no es contemplativo, no puede anunciar a Cristo de modo creíble" (RMi 91). La "contemplación" cristiana, a la que estamos llamados todos, es una actitud relacional de sencillez y amistad con Cristo, que está ya, como en semilla, cuando se estrena con autenticidad la vocación. El riesgo consiste en perder el tono relacional de este "primer amor" (Apoc 2,4). Sería como perder el centro de gravedad y abocarse al caos.

 

      Si Cristo se ha hecho encontradizo en mi realidad concreta, ya puedo seguirle, con tal de que le abra mi interioridad y mis actuaciones, para que las sane y las transforme. Esta actitud relacional de escucha y de respuesta, hará que mi apostolado sea como otro encuentro con él, que me "espera en el corazón de cada hombre" (RMi 88).

 

      La oración, como actitud relacional (en cualquier modalidad de expresiones), es la garantía para poder encontrar a Cristo en el prójimo y en los acontecimientos. El don de la vocación incluye y hace posible el don de esta oración apostólica, que es "contemplación en la acción". El gozo de la propia identidad, de la perseverancia y del reestreno cotidiano de la vocación, tiene su fuente en la actitud relacional con Cristo. El "tiempo" para esta relación se toma de donde sea, porque siempre encontramos tiempo para quien amamos. Ese tiempo es cuestión de preferencias y escala de valores.

 

 

2. Amistad e intimidad

 

      La llamada de Jesús es siempre para entablar una amistad honda, que sólo él puede comunicar. Vale la pena entrar en sintonía con esta oferta inesperada e inmerecida: "Vosotros sois mis amigos" (Jn 15,14). Su amistad es una donación total: "Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos" (Jn 15,13).

 

      Es una amistad que Cristo ofrece generosamente y que espera un amor de retorno: "Permaneced en mi amor" (Jn 15,14). Toda vocación es una llamada a entrar en esta amistad íntima con Cristo, que tendrá su expresión en el amor a los hermanos: "Amaos mutuamente como yo os he amado" (Jn 15,12).

 

      La amistad es donación mutua y total. En nosotros es un proceso que comienza sintiéndonos amados por él y entrando en su intimidad. Cristo nos comunica todo lo que es él y todo lo que tiene. Y nos hace partícipes de los planes amorosos de Dios sobre el hombre y sobre el mundo: "Os he llamado amigos porque os he dado a conocer todo lo que he oído de mi Padre" (Jn 15,15).

 

      El trato personal con Cristo, escuchando sus palabras en el corazón, hace revivir cada detalle del evangelio, actualizándolo hoy. La mirada de Jesús, su misma voz, su cercanía, su comprensión y todo gesto suyo acontece aquí y ahora. El es así y, por esto, vivió todos los detalles de su vida "amando a los suyos" (Jn 13,1), a los de entonces y a los de ahora. Nuestra vida actual está plagada de detalles suyos, donde resuena su voz siempre joven, y donde podemos escuchar los latidos de su corazón.

 

      No es cuestión de teorías, sino de experiencia personal, donde todos somos invitados y donde nadie nos puede suplir: "Ven y verás" (Jn 1,46). El "vive" haciéndose encontradizo con cada uno (Lc 24,23). Y la prueba de que es él, es que, con su presencia, "arde el corazón" (Lc 24,32), como una convicción sencilla de que ya no se puede prescindir de él. La vida ya no tendría sentido sin él.

 

      Hay que aprender a "escuchar sus palabras" (Lc 10,39), de corazón a corazón (Jn 13,23-25), como quien las recibe tal como son, sin manipularlas, aceptando su misterio y su sorpresa, como María (Lc 2,19.51). Quien entabla amistad con Jesús, sabe "estar con él" (Mc 3,14), con una mirada sencilla de escucha, gratitud, unión, donación. Es él mismo quien guía por esos derroteros sorprendentes de la amistad.

 

      La amistad con Cristo tiene un precio, que no es excesivo para quien entiende de amor. El lo da todo y pide nuestro corazón entero. No es una utopía, porque el verdadero amor es así: darse del todo, en las cosas pequeñas, empezando todos los días. Si uno entra en sintonía con "los sentimientos de Cristo" (Fil 2,5), se siente capacitado por él para dejar otras cosas: "Todo lo tengo por basura, con tal de ganar a Cristo" (Fil 3,8). La amistad con Cristo lleva a vivir de su misma vida, de sus intereses, de sus ilusiones: "Mi vida es Cristo" (Fil 1,21; cf. Jn 6,57).

 

      Esta amistad es posible sólo cuando se estrena todos los días en el encuentro con Cristo presente en la eucaristía, en su palabra y en los hermanos. Un primer encuentro, si es auténtico, se convierte en una necesidad cotidiana: "Permanecieron con él aquel día" (Jn 1,39). Entonces uno aprende que "Cristo lo acompaña en todo momento de su vida" (RMi 88).

 

      La amistad hace posible vivir de los mismos sentimientos y amores. Cristo quiere compartir con los suyos los sentimientos más hondos de su corazón: que el Padre sea conocido y amado, que los hombres se abran totalmente al amor de Espíritu, y que "los suyos", juntamente con él, se entreguen a ese plan de salvación universal. Un apóstol se forma en sintonía con los amores de Cristo: "Su amor al Padre en el Espíritu Santo y su amor a los hombres hasta inmolarse entregando su vida" (PDV 49).

 

      El itinerario de esta amistad comienza con una iniciativa del Señor. Nos hemos sentido interpelados por él, como por una "mirada" inolvidable (Jn 1,42). Nuestro primer paso consiste en abrirse a él, dejarse mirar por él. Entonces se intuye que todo lo nuestro le interesa, como parte de su misma vida. Y nos sentimos "llamados por el nombre" Jn 10,3), como nadie más que él nos sabe llamar (Jn 20,16). Hasta nos parece extraño y le preguntamos conmovidos: "¿De dónde me conoces?" (Jn 1,48).

 

      En el estreno o reestreno de nuestra vocación, descubrimos que la amistad que Cristo ofrece es desde siempre, y que nuestro ser ya estaba hecho sólo para encontrarle a él. En el corazón nace un gozo sencillo e indescriptible; pero es sólo el comienzo de una aventura que no tiene fin...

 

      A partir de ese momento, nuestra vida tendrá necesidad constante de volver a él, para encontrar nueva luz y nueva fuerza en el camino de la vida: "Quédate con nosotros, que el día ya declina" (Lc 24,29). El tiempo se encuentra cuando uno ama de verdad, porque "la fe cristiana... es un conocimiento de Cristo vivido personalmente, una memoria viva de sus mandamientos, una verdad que se ha de hacer vida" (VS 88).

 

      Algo muy hondo ha cambiado en nuestra vida y no sabemos explicarlo. Hay "alguien", Cristo, que ha despertado nuestro corazón que estaba sonámbulo. La respuesta a su llamada se convierte en un camino de amistad. "Soplarán vientos", pero nuestra casa está ya "cimentada sobre la roca" de un amor que no abandona (Mt 7,24-25).

 

      En el camino vocacional habrá imprevistos agradables y desagradables. Incluso puede haber sustos y defecciones por parte de nuestra debilidad e inconstancia. Pero Cristo, amigo fiel, estará ahí, esperando puntual para mirarnos como a Pedro (Lc 22,61) o para decirnos, como a Pablo: "Soy yo" (Act 18,10). Y cuando parece que todo falla y que todos abandonan, él estará allí como la primera vez: "El Señor me asistió y me confortó" (2Tim 4,17). Durante la pasión, los discípulos se amilanaron, pero Jesús resucitado los fue recuperando uno a uno, sin humillarlos, para hacerles gustar de nuevo su amistad (Jn 20-21).

 

      El camino ya no lo recorremos solos, sino con él. Mientras él me señala un más allá ("voy al Padre"), me indica que el camino pasa por el servicio a los demás ("ve a mis hermanos") (cf. Jn 20,17). Allí me espera él, en mi realidad personal y comunitaria, para transformarla con mi cooperación. "Donde están dos o más reunidos en mi nombre, allí estoy yo" (Mt 18,20). La amistad con Cristo crea nuevos amigos que se aman con su mismo amor, sin condicionarse mutuamente, como signo y garantía de autenticidad.

 

 

3. Sus huellas en mi vida

 

      Jesús resucitado se deja encontrar en las huellas pobres que él va dejando en nuestro caminar. Es la misma pedagogía que usó en las escenas evangélicas: pasando por el camino (Jn 1,36), esperando sentado y cansado (Jn 4,6), durmiendo en la barca (Mc 4,38), dejando los lienzos por el suelo de un sepulcro vacío (Jn 20,6-7), haciendo ademán de pasar adelante (Lc 24,28), preguntando y dando indicaciones (Jn 21,5-6)... Esos signos casi siempre dicen relación al signo del hermano: "A mí me lo hicisteis" (Mt 25,40).

 

      Esas huellas suyas en nuestra vida son un examen de amor. Sólo las sabe captar quien sabe admirar, agradecer, esperar, buscar... La vocación es un don que se recibe tal como es. Esta llamada es para entablar una relación de amistad que debe hacerse permanente. Los que encuentran a Cristo lo expresan con gestos sencillos: "Hemos encontrado a Jesús, el hijo de José, de Nazaret... Ven y verás" (Jn 1,45-46). La sencillez de "Nazaret" es garantía de autenticidad.

 

      Ante la realidad de cada día, uno puede reaccionar con rutina, agresividad, desánimo, cansancio, frialdad... Entonces no se encuentra a Cristo, porque se huye de la realidad, donde nos espera el Señor. Cristo, el Hijo de Dios hecho nuestro hermano, camina con nosotros desde el día de su encarnación: "El Verbo se hizo carne y estableció su morada (tienda de caminante) entre nosotros" (Jn 1,14). Desde entonces, nos espera en nuestra realidad concreta y nos llama a cambiarla y a transformarla en donación. Pero él nos acompaña llamándonos a esa tarea que es suya y nuestra.

 

      Cuando Jesús apareció a los apóstoles, les mostró las huellas de su pasión y de su amor: sus manos, sus pies y su costado abierto (Jn 20,20; Lc 24,40). El rostro sereno de Jesús crucificado nos indica el camino para entrar en su intimidad: las huellas de sus pies y los gestos de sus manos. El evangelio ha quedado impreso en su cuerpo. Son pies que acompañan a sus amigos y que buscan la oveja perdida o la esperan como a la Samaritana, a la Magdalena y a María de Betania. Son manos que curan, perdonan, bendicen, acarician e indican un camino, que es él mismo. Pero, sobre todo, es un corazón que ama en todo momento y en todo detalle "hasta el extremo" (Jn 13,1). Para leer este evangelio en el cuerpo de Jesús, basta con "mirar" con los ojos de la fe, de corazón a corazón (Jn 19,37).

 

      Muchos hermanos nuestros nos manifestarán el mismo deseo que expresaron unos gentiles a los apóstoles: "Queremos ver a Jesús" (Jn 12,21). La persona llamada por Cristo se hace visibilidad suya por medio de servicios sencillos de caridad. Verán en nosotros a Jesús, si ven su modo de escuchar, mirar, servir, amar. Pero esto es sólo posible cuando el apóstol ha encontrado vivencialmente a Jesús: "Os anunciamos lo que hemos visto y oído... la Palabra de vida" (1Jn 1,1-3).

 

      El deseo de encontrarle es ya una huella de su presencia. El sentir sed y necesidad de él, también. No le buscaríamos si, de algún modo, no le hubiéramos encontrado. Apenarnos por ver que le amamos poco o que muchos todavía no le conocen ni le aman, es otra huella de su presencia. Porque sus huellas son así de sencillas y "pobres". Por esto no ensoberbecen, sino que convencen profundamente, dejando una audacia humilde y generosa, como de quien ha sido perdonado y amado sin merecerlo.

 

      La "nube" donde se esconde Jesús se hace "luminosa", si le buscamos de "verdad", con autenticidad y confianza (Mt 17,5; Jn 4,23). Sólo quien le encuentra misericordioso en la propia pobreza y sabe olvidar "su cántaro" (de agua que no sacia la sed), podrá contagiar a otros de esa fe en Jesús "Salvador del mundo" (Jn 4,28-42).

 

      Cuando se ha encontrado a Cristo compartiendo nuestra sed, se pierden todos los complejos de superioridad e inferioridad. Si él "ha venido para salvar a los pecadores", esto lo aprenderé si me siento perdonado y salvador "yo el primero" (1Tim 1,15). Sabré seguir a Cristo, si le sé descubrir ("ver") por medio de la fe. Esta fe es un don suyo, que él ofrece a todos los "sedientos" (cf. Jn 7,37-39).

 

      Es posible nuestra relación personal con Cristo, porque es él quien, haciéndose presente, despierta en nosotros esa relación. Es también él quien se hace nuestra oración, comunicándonos sus mismas palabras, que son siempre vivas como recién salidas de su corazón. El evangelio de Jesús nos llega inspirado por el Espíritu (Escritura), predicado por la Iglesia, celebrado en la liturgia, vivido por los santos, realizado en el pueblo creyente y en nuestro corazón. Así Jesús sigue iluminando el "hoy" de nuestra historia.

 

      Las palabras de Jesús, junto con su eucaristía y los demás sacramentos, son los signos "pobres" portadores de su presencia activa. A él lo encontraremos en sus palabras, siempre vivas, en la medida en que sepamos ver su rostro en el rostro de los hermanos, especialmente en los más pobres. Hay que "lavarse los ojos" para ver a Cristo "luz del mundo", y para creer en él como "Hijo de Dios" (Jn 9,1-41).

 

      La persona llamada por Cristo se va haciendo transparencia de su presencia y de su palabra, en la medida en que sepa perderse a sí misma, es decir, dejar de lado todo lo que no suene a amor y donación. Encontrando a Cristo en la propia pobreza, se le descubre también en los signos pobres de los demás. Unas huellas despiertan otras huellas.

 

      La "contemplación" del apóstol es esa actitud de saber "ver" a Jesús donde parece que no está, como cuando Juan entró en el sepulcro vacío y creyó en Jesús resucitado (Jn 20,8). Entonces uno se siente capaz de ir, sin ansia de privilegios y sin preferencias, tanto a la soledad del desierto, como a la convivencia y al trabajo de todos los días.

 

      Es siempre Cristo quien llama, envía, acompaña, espera. Quien ha aprendido la actitud de pobreza, no pide privilegios. Por esto, encuentra a Cristo en los signos más pobres y en las personas más olvidadas y menos atrayentes. El verdadero apóstol "prefiere los lugares más humildes y difíciles" (RMi 66). Es la "vida escondida con Cristo en Dios", como dice San Pablo (Col 3,3).

 

      A Cristo se le descubre en los signos pobres de la propia vida, cuando el corazón se va acostumbrando a "meditar sus palabras en el corazón", como María (Lc 2,19.51). Ella fue "bienaventurada" porque "creyó" con el corazón abierto (Lc 1,45). Para creer en Cristo, basta fiarse de los signos pobres de su presencia, por los que él habla al corazón: "Bienaventurados los que creen sin haber visto" (Jn 20,29). Al apóstol Tomás, le hubieran tenido que bastar los signos de los hermanos que ha habían encontrado a Cristo.

 

      El realismo cristiano aparece en el encuentro con Cristo, que espera a cada uno en su historia y en su circunstancia concreta. Los que siguen a Cristo le "conocen" amando (Jn 10,14). La "cristología" del apóstol, o es contemplativa o se reduce a teorías estériles. La experiencia del encuentro con Cristo (que es experiencia de Dios) se realiza en la misma vida cotidiana, iluminada por la palabra y centrada en la eucaristía. El apóstol, en un mundo secularizado, "si no es contemplativo, no puede anunciar a Cristo de modo creíble" (RMi 91).

 

 

                 Puntos para la reflexión personal y en grupo

 

- La llamada de Cristo hace posible una relación personal con él:

 

      "¿Qué buscáis?... ¿Dónde habitas?... Venid y ved" (Jn 1,38-39).

 

      "Llamó a los que quiso... para estar con él" (Mc 3,13-14).

 

      "Habéis estado conmigo desde el principio" (Jn 15,27).

 

      "No temas... estoy contigo" (Act 18,9-10).

 

      "Venid a mí todos los que estáis fatigados por el peso de vuestra cargo, y yo os aliviaré" (Mt 11,28).

 

      * Relacionarse con Cristo consiste en estar con él tal como uno es, respondiendo a su llamada: "Dame de esta agua" (Jn 4,15); "¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna" (Jn 6,68).

 

 

- La vocación es un camino de amistad con Cristo:

 

      "Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os mando" (Jn 15,14).

 

      "Os he llamado amigos porque os he comunicado todo lo que he oído de mi Padre" (Jn 15,15).

 

      "Tened los mismos sentimientos de Cristo Jesús" (Fil 2,5).

 

      "Quien come mi carne y bebe mi sangre, vive en mí y yo en él... vivirá por mí" (Jn 6,56-57).

 

      "No soy yo el que vivo, sino que es Cristo quien vive en mí" (Gal 2,20).

 

      * Los amigos, o son iguales o se hacen iguales, en el pensar, sentir y querer: "Mi vida es Cristo" (Fil 1,21); "no me he preciado de conocer otra cosa, sino a Jesucristo, a éste crucificado" (1Cor 2,2).

 

 

- A Cristo le encontramos esperándonos en nuestra realidad concreta:

 

      "Jesús, fatigado del camino, se sentó junto al pozo" (Jn 4,6).

 

      "Ardía el corazón en el camino" (Lc 24,32).

 

      "Les mostró las manos y el costado" (Jn 20,20; cf. Lc 24,40).

 

      "Sentada a sus pies, escuchaba sus palabras" (Lc 10,39).

 

      "El discípulo amado... entró en el sepulcro; vio y creyó" (Jn 20,8).

 

      * Jesús de Nazaret no escandaliza a quien vive amando la realidad de su propio Nazaret: "Hemos encontrado a Jesús... de Nazaret... Ven y verás" (Jn 1,45-46).

 

      * Su mirada y su palabra llegan al corazón: "María guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón" (Lc 2,19).

 

Jueves, 16 Marzo 2023 11:20

I. Respuesta a una llamada: vocación

I. Respuesta a una llamada: vocación

 

      Presentación

      1. Iniciativa de Cristo, declaración de amor

      1. Opción fundamental, sin condicionamientos

      3. Es posible

      Puntos para la reflexión personal y en grupo

 

Presentación

 

      El seguimiento evangélico de Cristo da sentido a la vida y resulta posible, cuando se acepta la llamada que es iniciativa suya y declaración de amor: "Le miró con amor... ven y sígueme" (Mc 10,21). Porque es Cristo mismo quien se hace encontradizo con cada uno, sin excepción. Esta iniciativa suya capacita para responder sin condicionamientos, desde lo hondo del corazón. La clave de la respuesta consiste en saberse llamado y amado por él.

 

      El "sígueme", pronunciado por Cristo hace veinte siglos, continúa brotando de su mirada amorosa y de sus labios, como recién salido de su corazón. Por esto la respuesta se puede reestrenar todos los días con la alegría de un "primer amor" (Apoc 2,4).

 

 

 

1. Iniciativa de Cristo, declaración de amor

 

      Nuestras seguridades y protagonismos egoístas nos atrofian. Jesús nos llama a "encontrar la propia plenitud en la entrega de sí mismo a los demás" (GS 24). La iniciativa de la llamada la sigue teniendo él: "No me habéis escogido vosotros a mí, sino que yo os he escogido a vosotros" (Jn 15,16).

 

      Esta iniciativa, que es declaración de amor, hace posible nuestra respuesta libre, responsable y generosa: "Como mi Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor" (Jn 15,9). Nos llama a salir de nuestras miradas miopes y de nuestro falso yo.

 

      La predilección de esta llamada enraíza en un "amor eterno" por parte de Dios (Jer 3,13), que "nos ha elegido en Cristo antes de la creación del mundo" (Ef 1,3). Cuando Jesús proclamó esta llamada, "llamó a los que quiso" (Mc 3,13), como indicando que la vocación es un don suyo.

 

      Cada uno sin excepción es amado y llamado tal como es, para encontrar en Cristo su propia razón de ser. El puesto que cada uno ocupa en el corazón de Cristo, es irrepetible e irreemplazable. Desde el día de la encarnación, el Hijo de Dios hecho nuestro hermano, "se ha unido, en cierto modo, con todo hombre" (GS 22). Y desde el corazón de cada uno, sigue llamando a un encuentro de relación personal y de seguimiento amistoso y generoso. Hay que salir del caparazón egoísta que nos rodea, para aprender a entrar en lo más hondo del corazón, donde nos espera el Amor.

 

      Son muchos los hombres que todavía no han encontrado a Cristo escondido y esperando en el fondo de su corazón. Por esto, Cristo sigue amando y llamando a "los suyos" (Jn 13,1), para que reestrenen generosamente la llamada y se consagren a despertar en los demás una fe explícita y coherente.

 

      La llamada de Dios en Cristo es un don, una gracia suya. El "nos amó primero" (1Jn 4,10). Nos llama a participar en todo lo que él es y tiene, también en su filiación divina, como "hijos en el Hijo" (GS 22; cf. Ef 1,5).

 

      No hay nadie que deje de recibir esta llamada personal. La cuestión es si se toma conciencia de ella y se responde con generosidad. Jesús espera pacientemente a la puerta de cada corazón: "Estoy a la puerta y llamo" (Apoc 3,20).

 

      El Señor se nos hace encontradizo y nos llama en nuestras circunstancias, como en las de la Samaritana, Leví, Zaqueo, Magdalena, Saulo o Agustín. Hay que saber "sentarse" junto a él, sin prisas en el corazón, y escucharle "respirando" sin ansiedad. Se comienza a escuchar su llamada, cuando, conscientes de su presencia, dejamos de lado las prisas, los ruidos y las preocupaciones enfermizas. La acción y la convivencia con los hermanos será después más auténtica.

 

      Sentirse llamado equivale a sentirse "tocado" por el amor de Cristo, Casi siempre esta llamada se manifiesta por medio de signos sencillos de la vida cotidiana, que sólo el interesado puede descifrar con ayuda de los hermanos. Porque es un tú a tú en el que nadie nos puede suplir, aunque todos nos pueden ayudar.

 

      La iniciativa de la llamada de Jesús aparece de modo especial en sus palabras evangélicas y en la celebración y adoración de su misterio eucarístico. Cuando leemos, escuchamos o recordamos sus palabras, nos damos cuenta de que no son como las afirmaciones de un pensador u orador cualquiera. Sus palabras son vivas, recién salidas de su corazón, siempre jóvenes, que llaman "por el nombre" a cada uno que las escucha, si es que escucha de verdad.

 

      Es fácil hacer esta experiencia porque es él el primer interesado. Basta con leer el evangelio (o recordarlo) sin defensas artificiales, recibiéndolo tal como es. En cada palabra está él, que sigue pasando como cuando "pasó haciendo el bien" (Act 10,38), y que "amó a los suyos hasta el extremo" (Jn 13,1). Quien escucha sus palabras en el corazón (como hacía María), ya no es capaz de quedar indiferente. O se le dice que "sí", o uno se da cuenta que hace esperar a un amigo...

 

      Esa llamada se nota todavía más fuerte, cuando uno se decide a pasar un espacio de tiempo, sin mirar al reloj, ante un sagrario, donde está Jesús eucaristía las veinticuatro horas del día. Y cuando uno ha aprendido a estar con él como con un amigo, sin prisas psicológicas, se siente interpelado por una presencia que llama a entablar relación amistosa más permanente. Yo no se puede prescindir de él.

 

      Aprender que la vocación es iniciativa de Cristo y declaración de su amor, no es cosa fácil cuando preferimos "seleccionar" nuestros modos de vivir, siguiendo nuestras conveniencias y preferencias que parecen lógicas y legítimas. Pero el verdadero amor, como es el de Cristo, no se compagina con una caricatura de vocación. Su llamada nace de su amor e invita a compartir ese mismo amor. Y el amor es siempre sorpresa.

 

      Pablo, el perseguidor cambiado en apóstol, después de haber encontrado a Cristo, se consideró llamado así, desde el seno de su madre (Gal 1,15; cf. Is 49,1). Por esto comprendió que su vida ya no tendría sentido, si no fuera para vivir "segregado para el evangelio" (Rom 1,1).

 

      Agustín, el pensador que buscaba ansiosamente la verdad en la superficie de las cosas, encontró finalmente a Dios en Cristo, cuando comprendió que le esperaba en lo más hondo de su corazón: "Te buscaba fuera de mí y tú estabas dentro... más íntimamente presente que yo mismo".

 

      Si la iniciativa de la vocación la tiene el Señor, quien ha sido llamado no debe perder el sentido de gratitud y de admiración. San Pablo repetía: "Me llamó a mí, el menor de todos" (Ef 3,8). Cuando se pierde el agradecimiento por la vocación, comienzan las dudas y las añoranzas. Entonces se atrofia el corazón y ya no entiende de generosidad evangélica. Sólo un corazón agradecido por la llamada, sabrá vivir contento de su propia identidad, orará por los demás llamados y será capaz de contagiar a otros la vocación de seguir a Cristo. La pastoral vocacional no existe sin la oración y el agradecimiento por las vocaciones (cf. Lc 10,2).

 

 

2. Opción fundamental, sin condicionamientos

 

      La respuesta sincera a la llamada de Jesús es una adhesión plena del corazón a su persona y a su mensaje. Es, pues, una opción fundamental, seria, convencida, decidida, del todo y para siempre. La vocación cristiana es así, sin rebajas, porque nace del amor de totalidad de Cristo, que llama a pensar, sentir y amar como él.

 

      Las palabras de Jesús no pueden ser más claras: "El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y que me siga" (Mt 16,24). La terminología de esas expresiones evangélicas nos puede espantar; pero el amor comprende que se trata del ofrecimiento de una amistad incondicional, que espera la respuesta de un amor sincero: salir de los enredos del propio egoísmo, afrontar la realidad sin imaginar fantasmas, y reaccionar amando como Jesús, con él y en él... Y eso ya lo puede entender un "niño", porque "de los niños es el reino de los cielos" (cf. Mt 19,14).

 

      Reconocer la propia debilidad no es obstáculo para una respuesta generosa, sino más bien una condición indispensable para apoyarse en Cristo: "Tú sabes que te amo" (Jn 21,17). La entrega al Señor se hace posible a partir de un encuentro con él, que nos espera en nuestra propia realidad.

 

      Estas exigencias evangélicas son para todos, porque es el programa de Jesús sobre la "perfección de la caridad" (LG 40), a la que está llamado todo creyente: "Se perfectos (es decir, amad), como vuestro Padre del cielo es perfecto" (Mt 5,48). Jesús no hizo rebajas a nadie, aun conociendo el corazón y la debilidad de todos (Jn 2,25). Jesús, que "ha muerto por todos", llama a todos a "caminar en el amor" y a "vivir para él", si replegarse en sí mismos (Ef 5,1-2; 2Cor 5,15).

 

      Este programa de perfección cristiana no debe inducir al engaño de pensar que es sólo para unos "selectos" o para una "élite". Jesús llama sin restricciones: "Venid a mí todos" (Mt 11,28). Ser pobre, enfermo o pecador, no es excusa válida, porque Cristo "ha venido a salvar lo que estaba perdido" (Lc 19,10). Y cuando llamó a un publicano (Leví), para convertirlo en apóstol, afirmó: "No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores" (Mt 9,13). A todos invitó a participar en las bodas de su reino: "A los pobres, débiles, ciegos y cojos" (Lc 14,11).

 

      Hechas estas puntuaciones, hay que recordar que la vocación cristiana no hace descuento a nadie, porque nace de un amor infinito, el de Cristo, que capacita para responder con un amor de totalidad. La "conversión" que predica Jesús (Mc 1,15) es la actitud de cambio radical, para abrirse totalmente al amor (Mt 5,48). Cada ser humano, cada familia y la sociedad entera está llamada a este amor, que sana de raíz el corazón humano, para hacerlo más humano.

 

      La respuesta a la llamada de Cristo es de por vida; no admite paréntesis, recortes, compases de espera ni fines de semana. Y es de totalidad, "con todo el corazón" (Mt 22,37). En este tú a tú, de corazón a corazón, nadie nos puede suplir. Nada ni nadie puede ocupar el puesto de Cristo. Pero todos los hermanos nos pueden ayudar.

 

      El "no vivir para sí", como decía San Pablo (2Cor 5,15), necesita previamente la convicción de ser amado sin reservas: "Me amó, se entregó por mí; no soy yo el que vivo, sino que es Cristo que vive en mí" (Gal 2,20).

 

      Crisis personales, comunitarias e históricas, las ha habido y las habrá siempre. La primera de esas crisis fue cuando Jesús anunció la Eucaristía en Cafarnaún. Muchos, que habían seguido a Cristo, se hicieron atrás. En aquella ocasión, sólo perseveraron los que habían tomado una decisión clara por "alguien", no por algo: "¿A quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios" (Jn 6,68).

 

      La opción fundamental por Cristo es la decisión de amarle de todo y de hacerle amar de todos. Siempre es a partir de saberse amado por él. Se trata de "no anteponer nada a Cristo, como él no antepone nada a nosotros" (San Cipriano). Sólo así se comparte su misma vida, que se concreta en la decisión de ser santo (amarle sin descuento) y de ser apóstol (hacerle amar sin fronteras).

 

      Sin esta opción fundamental cristiana, la espiritualidad de las vocaciones específicas de laicado comprometido, de vida consagrada y de sacerdocio ministerial, no pasaría de ser un barniz caduco o, por lo menos, artificial. Se trata de "adherirse a la persona misma de Jesús, compartir su vida y su destino, participar de su obediencia libre y amorosa a la voluntad del Padre" (VS 19).

 

      A esta respuesta decidida y generosa a la vocación cristiana, se la puede llamar "radical", es decir, desde la "raíz", con todas sus consecuencias. Ordinariamente reservamos este calificativo para la llamada a la práctica permanente los consejos evangélicos o estilo de vida evangélica de Jesús. Pero, para todo cristiano, es la opción fundamental ("radical") de vender todo para comprar la "perla preciosa" o "tesoro escondido" (Mt 13,44-46). Es la decisión de "no servir a dos señores" (Mt 6,24), de "renunciar a todo" (Lc 14,33), de "entrar por la puerta estrecha" (Mt 7,13), de no volver la cabeza hacia atrás (Lc 9,62). En definitiva, esa es la ley del amor: querer darse de verdad. Los propios proyectos y preferencias, personales, comunitarios y culturales, no pueden condicionar la entrega a Cristo.

 

      La vocación cristiana está siempre en la línea de las bienaventuranzas y del mandato del amor: amar en cualquier circunstancia, dándose al Padre y a los hermanos como Cristo. El corazón se va unificando, expulsando de él la dispersión, para abrirlo sólo al amor de Cristo que vive en los hermanos. Se quiere dar un "sí" total, como María la Madre de Jesús y Madre nuestra.

 

      Las virtudes teologales (fe, esperanza y caridad) se convierten en un tensión creciente hacia la perfección del amor: identificarse con Cristo, hasta pensar, sentir y amar como él, con él y en él.

 

      No es fácil dar una explicación de por qué uno se ha decidido a amar a Cristo de verdad, reestrenando la entrega cada día. Ante su mirada de amor, desde su cruz, desde su eucaristía, desde su palabra, desde sus pobres... ¿quién puede resistir? "Me sedujiste, Señor y me dejé seducir" (Jer 20,7). Cristo es siempre una sorpresa. La respuesta a su llamada consiste en aceptar las reglas de un amor que es así: "Señor, ¿qué quieres que haga?" (Act 9,6); "habla, Señor, que tu siervo escucha" (1Sam 3,10).

 

      El joven rico no se atrevió a seguir a Jesús; se quedó triste con sus harapos y sus riquezas de oropel. Otros prefirieron no mirar a lo que dejaban, sino a la persona de Cristo amigo, que les declaró su amor. Me decía un brahmán convertido: "A mí me ha conquistado Jesús, cuando, mirando un crucifijo, sentí en mi corazón: 'murió por mí'... Y lo dejé todo para seguirle".

 

 

3. Es posible

 

      El camino empieza donde uno está. Ahí, en nuestra realidad de peregrinos, ha llegado Jesús, para mirarnos con amor e invitarnos a seguirle dando un paso más. Su mirada y su llamada hacen posible nuestra respuesta. Si nos invita, como a Juan y a Santiago, a correr su suerte o "beber su cáliz", es que nos da fuerza para decir como ellos: "Podemos" (Mc 10,39).

 

      Sólo es posible responder a la llamada de Cristo, si lo hacemos desde nuestra limitación y debilidad, sin dejarse llevar por fantasías e imaginaciones. Como a la Samaritana, a mí me espera en el pozo donde voy todos los días a buscar un agua que no me puede saciar la sed (Jn 4,6ss). Cristo tiene sed de que mi corazón se abra a sus planes de su amor. La vocación es un encuentro entre la sed de Cristo y mi sed de algo más. Desde mi realidad, donde me espera Cristo, puedo responder con un primer paso de autenticidad, tal como soy, para ser lo que él quiere que sea, "en espíritu y en verdad" (Jn 4,23).

 

      La respuesta a la vocación comienza siempre con un gesto sencillo de autenticidad, que tiende a la totalidad de la donación. A veces es un desahogo amistoso con Cristo, exponiéndole mis preocupaciones de todos los días. Otras veces es un gesto de escucha, apertura y servicio a los demás. Dando un paso más hacia él y hacia los hermanos, confiado en su mirada y comprensión, oiré en mi interior: "Soy yo, el que habla contigo" (Jn 4,26). Porque las ansias de verdad y de bien, sólo las puede saciar él.

 

      Ningún apóstol y ningún santo espanta, si se lee con atención su verdadera biografía. Los que respondieron con una entrega total, fueron los que más experimentaron previamente su propia debilidad. Allí aprendieron que Cristo vino a "cargar con nuestras enfermedades" (Mt 8,17). El seguidor de Cristo se apoya en la experiencia de su misericordia, para decir, como Pablo: "Todo lo puedo en aquel que me conforta" (Fil 4,13); "cuando me siento débil, entonces es cuando soy fuerte"(2Cor 12 ,10); "sé de quién me he fiado" (2Tim 1,12).

 

      Podemos amar a Cristo con su mismo amor, porque Dios en él "nos ha amado primero" (1Jn 4,19). Al declararnos su amor, nos ha capacitado para "permanecer en su amor" (Jn 15,9).

 

      Los ideales del ser humano tienden siempre, directa o indirectamente, hacia la verdad, el bien, la felicidad. Para acertar, hay que apuntar hacia la fuente, hacia quien es la Verdad y el Bien: Jesús que se nos hace "camino", consorte, protagonista, amigo íntimo, hermano...

 

      Las cosas grandes y también las decisiones trascendentales, están hechas de cosas pequeñas, como un tejido maravilloso que se elabora hilo a hilo, día a día. Se empieza por un gesto sencillo de autenticidad, como puede ser un servicio al hermano; entonces el horizonte se abre al infinito del amor. En esas cosas pequeñas de cada día, uno aprende a saberse amado por Cristo, perdonado y contagiado de sus amores.

 

      Las cosas pequeñas son grandes por el amor que se pone en ellas. Y lo que parece tan sencillo, sólo es posible si nos atrevemos a tener todos los días un momento de encuentro con Cristo, esperando en su evangelio y en su eucaristía. Ahí ha empezado la audacia de los santos, tejiendo unas virtudes "heroicas", que están hechas de hilos pequeños como un día de trabajo en Nazaret. Esa santidad cristiana es posible, porque es Cristo el primer interesado en ella.

 

      La cosa más sencilla, siempre posible en este caminar vocacional, consiste en el empezar de nuevo todos los días, sin desanimarse, retractando las cobardías y las dudas, queriendo darse del todo en las cosas pequeñas y en la sorpresa de cada momento.

 

      Pedro y Andrés, como Juan y Santiago, dejaron las barcas para seguir a Cristo. La alegría y entusiasmo de un primer momento tuvo que madurar por un proceso de altibajos: desde ambicionar unos primeros puestos (Mc 10,37), hasta tener miedo de confesarse seguidor de Jesús (Mc 14,66ss). Pero el Señor se les hizo de nuevo encontradizo, para que, desde su pobreza, pudieran reestrenar la vocación con mayor generosidad. A Juan y a Santiago, Jesús les propuso compartir esponsalmente su misma suerte (Mc 10,38). A Pedro, le miró con misericordia (Lc 22,61), le examinó de amor y le hizo capaz de responder incondicionalmente a un nuevo "sígueme" que le llevaría a la oblación final (Jn 21,15-19).

 

      El punto de apoyo para decir el "sí" no se encuentra en nuestras cualidades, sino en la mirada amorosa y en la palabra viva de Jesús, que sigue llamando a los que él quiere para sí. Nuestra respuesta es también un don suyo; porque el don de la llamada capacita nuestra libertad endeble para seguirle generosamente. En la medida en que demos un paso sencillo en este seguimiento, descubrimos mejor y más claramente su llamada como iniciativa suya. A Jesús amigo, que invita al seguimiento, sólo se le comienza a conocer, cuando se le quiere amar.

 

      Jesús es buen pedagogo de "los suyos" (Jn 13,1). Comprende sus limitaciones como amigo y "consorte"; y al mostrar esa comprensión, exige una entrega total que él mismo hace posible a los que se fían de él. Como "buen samaritano", sabe que tendrá que repetir continuamente ("setenta veces siete") su gesto de comprensión y amor. La experiencia total a Cristo es posible, pero sólo a partir de la experiencia de su amor misericordioso.

 

      Amar a Cristo con el mismo amor con que él nos ama, ya es posible, si le dejamos vivir en nuestro interior. Si ello no fuera así, Jesús no nos hubiera podido dar el mandato de amarnos con su mismo amor (Jn 13,34-35). Con la imagen de la vid y de los sarmientos, nos ha dicho: "Sin mí no podéis hacer nada" (Jn 15,5). Pero al decirnos "permaneced en mí y no en vosotros" (Jn 15,4), nos da a entender que es posible "vivir de su misma vida" (Jn 6,57), "vivir por él" (1Jn 4,9).

 

      Desde el primer momento de balbucear nuestro "sí", ya nunca más estaremos solos en nuestro caminar. La promesa de Jesús sigue en pie: "Estaré con vosotros" (Mt 28,20). El es el único amigo que no abandona.

 

 

                 Puntos para la reflexión personal y en grupo

 

- La vocación es don e iniciativa de Dios, declaración de amor, sorpresa inimaginable:

 

      "Nos ha elegido en Cristo... por pura iniciativa suya" (Ef 1,4-5).

 

      "Con un amor eterno te he amado" (Jer 31,3).

 

      "Nos ha amado primero" (1Jn 4,10).

 

      "Llamó a los que quiso" (Mc 3,13).

 

      "Estoy a la puerta y llamo" (Apoc 3,10).

 

      "No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros" (Jn 15,16).

 

      "Así os he amado yo; permaneced en mi amor" (Jn 15,9).

 

      "Le miró con amor y le dijo... ven y sígueme" (Mc 10,21).

 

      * Compartir la experiencia vocacional: nos llama haciéndose encontradizo en nuestra realidad, como hizo con Leví (Mt 9,9-13) y Zaqueo (Lc 19, 1-10).

 

 

- La vida tiene sentido cuando se convierte en un "sí" de donación:

 

      "Me amó y se entregó por mí... Cristo vive en mí" (Gal 2,20).

 

      "Desde el seno de mi madre me llamó" (Is 49,1).

 

      "¿A quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna" (Jn 6,68).

 

      "Sé de quién me he fiado" (2Tim 1,12).

 

      "Los llamó y ellos... le siguieron" (Mt 4,22).

 

      "Nosotros te hemos seguido" (Mt 19,27).

 

      * Compartir la alegría de decidirse a vivir para Cristo (2Cor 5,15).

 

 

- ¿Por qué no voy a poder realizarme según los planes de Dios sobre mí?:

 

      "Yo soy el camino, la verdad y la vida" (Jn 14,6).

 

      "Todo lo puedo en aquel que me conforta" (Fil 4,13).

 

      "¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber?... Le respondieron: Podemos" (Mc 10,38-39).

 

      "Todo es posible para el que cree" (Mc 9,23).

 

      "Tú lo sabes todo, tú sabes que te amo" (Jn 21,17).

 

      * Compartir cómo se puede responder a la vocación desde el momento en que uno siente que el corazón se orienta hacia Jesús, tiene "sed" de él (Jn 4,15).

 

      * Es posible responder a la vocación mientras haya capacidad de escucha y de admiración: "Fijaos en las aves del cielo... vuestro Padre celestial las alimenta... Fijaos cómo crecen los lirios del campo"... (Mt 6,26-28).

 

Página 9 de 78