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8.-PANIS VITÆ

 

LA COMUNIÓN EUCARÍSTICA ES EL MEDIO MÁS EFICAZ PARA ALIMENTARNOS Y VIVIR LA VIDA DE CRISTO

 

«Haz, Señor, que todos los que participemos de este altar, recibamos el sacrosanto cuerpo y sangre de tu Hijo y seamos llenos de toda y bendición celestial » [Ut quotquot, ex hac altaris de toda graciaparticipatione, sacrosanctum Filii tui corpus et sanguinem sumpserimus, omni benedictione cælesti et gratia repleamur. Canon de la Misa].

Con estas palabras finaliza una de las oraciones que en el santo sacrificio de la Misa se dicen después de la consagración. Cristo, bien lo sabéis, está realmente presente en el altar, no ya sólo para tributar al Padre homenaje perfecto con su inmolación, sino también para darse en alimento a nuestras almas bajo las especies sacramentales.

Claramente manifestó Jesús esta intención de su corazón al instituir este sacramento: «Tomad y comed, ésto es mi cuerpo»; «tomad y bebed, ésta es mi sangre» (1Cor 11,24; Lc 22,17 y 20).

Si Nuestro Señor quiso quedarse presente bajo las especies de pan y de vino, fue para ser nuestro alimento de vida espiritual. Mi cuerpo es verdadera comida y mi sangre, verdadera bebida... si no coméis mi carne, no tendréis vida en vosotros… el que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo le resucitaré en el último día, porque la Eucaristía es el cuerpo de Cristo resucitado.  Y también, recibiendo a Cristo Eucaristía, permanecemos unidos a Él, “el que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en Él. La Comunión sacramental, fruto del sacrificio eucarístico, es para el alma el medio más seguro de vivir unida a Cristo Jesús.

La verdadera vida del alma, la santidad sobrenatural, consiste, ya lo he dicho también, en esa unión con Cristo. Jesús es la vid, nosotros los sarmientos; la gracia es la savia que del tronco pasa a las ramas para que den fruto. Pues bien, es sobre todo al venir  nosotros por la Eucaristía, cuando esa savia divina, Jesucristo en persona, nos colma de sus gracias.

Contemplemos con reverencia y fe, con amor y confianza, este misterio de vida, en el cual nos unimos con Aquel que es a un mismo tiempo nuestro alimento, nuestro divino modelo, nuestra satisfacción y la fuente misma de toda santidad. Luego veremos cuales son las disposiciones requeridas para recibirle y llegar así a la perfecta unión con Él.

1. FRUTOS DE LA COMUNIÓN: ES LA CENA DEL SEÑOR EN LA QUE CRISTO SE NOS DA COMO PAN DE VIDA

 

Cristo Jesús,  al anunciarnos la institución de la Eucaristía después de la multiplicación de los panes y de los peces, en el sermón del pan de vida, nos ha dicho a todos: «Como el Padre que vive me envió, y yo vivo por el Padre, así el que me comiere vivirá por mí» (Jn 6,58). Como si dijera: Todo mi anhelo es comunicaros mi vida divina. A mí, el ser, la vida, todo me viene de mi Padre, y porque todo me viene de El, vivo únicamente para El; así, pues, yo sólo ansío que vosotros también, que todo lo recibís de mí, no viváis más que para mí.

Vuestra vida corporal se sustenta y se desarrolla mediante el alimento; yo quiero ser manjar de vuestra alma para mantener y dar auge a su vida, que no es otra que mi propia vida. El que me comiere, vivirá mi vida; poseo en mí la plenitud de la gracia, y de ella hago partícipes a los que me doy en alimento.

El Padre tiene en sí mismo la vida, pero ha otorgado al Hijo el tenerla también en sí (Jn 5,26); y como yo poseo esa vida, vine para comunicárosla abundante y plena (ib. 10,10). Os doy la vida al darme a mí mismo como manjar. Yo soy el pan de vida, el pan vivo que bajó del cielo para traeros la vida divina; ese pan que da la vida del cielo, la vida eterna, cuyo preludio es la gracia (Jn 6,35,48,51). Los judíos en el desierto comieron el mana, alimento corruptible; pero yo soy el pan que siempre vive, y siempre es necesario a vuestras almas, pues «si no le comiereis, pereceréis sin remedio» (ib.6,54).

Tales son las palabras mismas de Jesús. Luego Cristo no se hace realmente presente sobre el altar tan sólo para que le adoremos, y le ofrezcamos a su Eterno Padre como satisfacción infinita; no viene tan sólo a visitarnos, sino para ser nuestro manjar como alimento del alma, y para que, comiéndole, tengamos vida, vida de gracia en la tierra, vida de gloria en el cielo.

«Como el Hijo de Dios es la vida por esencia, a El le corresponde prometer y comunicar la vida. Él es el pan de la vida divina en nosotros, porque ese pan sagrado es la carne de Cristo, carne viva, carne unida a la vida, carne llena y penetrada del espíritu vivificador. ´

Pues si el pan común, que carece de vida, mantiene y conserva la del cuerpo, ¿cuán admirable no será la vida del alma en nosotros, que comemos un pan vivo, que comemos la vida misma en la mesa del Dios vivo? ¿Quién oyó jamás semejante prodigio: que la vida pudiera ser comida? Sólo Jesús pudo darnos tal manjar. Porque Él es vida por naturaleza, por eso, quien la come, come la vida, la vida auténtica, divina, llena de amor y de vida divina, llena de Dios. ¡Oh sagrado banquete, en que Cristo es nuestra comida, el alma se llena de gracia…  Por eso hace años, el sacerdote, al dar la Comunión, decía al comulgante: «¡El cuerpo de Cristo guarde tu alma para la vida eterna!».

Ya os dije que los sacramentos producen la gracia que significan.- En el orden natural, el alimento conserva y sustenta, aumenta, restaura y prolonga la vida del cuerpo. [Son, según Santo Tomás, los cuatro efectos del alimento: el santo Doctor los aplica a la Eucaristía, alimento del alma. III, q.79, a.1]. Así, ese pan celeste es manjar del alma que conserva, repara, acrecienta y dilata en ella la vida de la gracia, puesto que le comunica al Autor mismo de la gracia.

Por otras puertas puede entrar en nosotros la vida divina, pero en la Comunión inunda nuestras almas «cual torrente impetuoso». De tal modo es la Comunión sacramento de vida que, por sí misma, perdona y borra los pecados veniales, a los que no sentimos apego; obra de tal manera, que, recobrando en el alma la vida divina su vigor y su hermosura, crece, se desarrolla y da frutos abundantes. ¡Oh sagrado banquete, en que Cristo es nuestra comida, el alma se llena de gracia y se nos da la prenda de la vida futura…, [O sacrum convivium in quo Christus sumitur... mens impletur gratia. Antíf. del Magnificat de las II Vísperas del Corpus].-

Oh Cristo Jesús, Verbo encarnado!, «en quien habita corporalmente la plenitud de la divinidad» (Col 2,9), ven a mí para hacerme partícipe de esa plenitud; ahí está mi vida, puesto que recibir es llegar a ser hijo de Dios (Jn 1,12); es tener parte en la vida que del Padre recibiste y mediante la cual vives para el Padre; vida que de tu Humanidad se desborda sobre todos tus hermanos en la gracia: ¡Ven, Señor, sé mi manjar, para que tu vida sea la mía!

 

 

 

2. POR LA COMUNIÓN, JESUCRISTO MORA EN NOSOTROS Y NOSOTROS EN EL

 

Una de las intenciones del Corazón de Jesús, al instituir el sacramento de la Eucaristía, fue el convertirse en el pan celestial que conserve y aumente en nosotros la vida divina; pero aun perseguía Cristo otra finalidad que viene a completar la anterior: «El que come mi carne y bebe mi sangre, habita en Mí y yo en él» (ib.6,55). No hay unión más estrecha que la del Padre y del Hijo en la Trinidad adorable, puesto que entrambos poseen, en unión también con el Espíritu Santo, la misma y única vida divina; pues bien: San Juan dice que «el Padre vive en el Hijo»

«Vivir en Cristo» es ser uno con El, vivir su misma vida. Es la unión íntima y fundamental, a la que el mismo Cristo alude en la parábola de la viña: «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos: el que mora en mí y yo en él, ese da frutos abundante» (Jn 15,5).

Vivir en Cristo es identificarse con El en todo lo tocante a nuestra inteligencia voluntad y actividad.- «vivimos» en Cristo por la inteligencia, al acatar por un acto de fe simple, puro e íntegro cuanto Cristo nos enseña. El Verbo está siempre en el seno del Padre, ve los divinos arcanos y nos manifiesta lo que ve (ib. 1,18). Por la fe respondemos «así es», Amén, a cuanto el Verbo encarnado nos dice; creemos en su palabra, y de este modo nuestra inteligencia se identifica con Cristo.

La sagrada Comunión nos hace vivir en Cristo y como Cristo por la fe; no podemos recibirle si no aceptamos por la fe cuanto El es y cuanto enseña. Mirad cómo, al anunciar Jesús la Eucaristía les dice: «Yo soy el pan de vida; el que viene a Mí, no tendrá hambre y el que cree en Mí no tendrá sed jamás» (ib. 6,35). Y viendo que los judíos incrédulos murmuran, repíteles sus palabras: «En verdad, en verdad os digo, el que cree en Mí tiene la vida eterna» (ib. 6,47). Cristo, pues, se nos da en alimento, mediante la fe, y unirse a El es aceptar, inclinando la inteligencia ante su palabra, todo cuanto El nos revela. Cristo es alimento de nuestra inteligencia al comunicarnos toda verdad.

Vivir en El es también someter nuestra voluntad a la suya y hacer que toda nuestra actividad dependa de su gracia. Es decir, que debemos permanecer en su amor, acatando reverentes su santísima voluntad: «Si guardáis mis preceptos, permaneceréis en mi amor, del mismo modo que yo he guardado los preceptos de mi Padre y permanezco en su amor» (ib. 15,10).

Es anteponer sus deseos a los nuestros, abrazar sus intereses, entregarnos a El enteramente, sin cálculo ni reserva alguna, pues no puede permanecer quien no es constante y estable, con la confianza ilimitada de los buenos y verdaderos amigos o esposos. Nunca un amigo o una esposa es más grata al esposo como  cuando se fía y confía totalmente en él. De aquí que este pan celestial sea el mejor alimento para, siendo sustento del amor, conserve la vida de nuestra voluntad.

Tal es la divina disposición que Cristo quiere despertar en el alma del que le recibe. El Señor viene a ella para que ella «permanezca en El», esto es, para que, teniendo confianza plena en su palabra, se abandone a El dispuesta a cumplir en todo su divino beneplácito, sin tener otro móvil en toda su actividad que la acción de su Espíritu. «El que se une al Señor es un espíritu con El» (1Cor 6,17).

Nuestro Señor también mora en el alma. «Y yo en él» (Jn 15,5).- Mirad lo que ocurría en el Verbo encarnado. Existía en El una actividad natural, humana muy intensa pero el Verbo, al que estaba indisolublemente unida la humanidad, era la hoguera en que se alimentaba y de donde irradiaba toda su actividad.

Lo que Cristo anhela obrar al darse al alma es algo parecido. Sin que la unión llegue a ser tan estrecha como la del Verbo con su santa humanidad, Cristo se da al alma para ser en ella, por medio de su gracia y la acción de su Espíritu, fuente y principio de toda su actividad interior.

Por la comunión eucarística Cristo viene a cada uno de nosotros pero no para permanecer inactivo, sino para ser vida del alma, alimentándola con su vida de entrega, con su palabra y sentimientos; está en el alma, mora en ella, quiere obrar en ella (Jn 5,17), y cuando el alma se entrega de veras a El, a su voluntad, tan poderosa se manifiesta entonces la acción de Cristo, que esa alma llegará infaliblemente a la más alta perfección, en conformidad con los designios que Dios tenga sobre ella.

Pues Cristo viene a ella con su divinidad, con sus méritos, sus riquezas, para ser su luz, su camino, su verdad, su sabiduría, su justicia, su redención; «Cristo al que hizo Dios nuestra sabiduría y justicia y santificación y redención» (1Cor 1,30); en una palabra, para ser la vida del alma, para vivir El mismo en ella: «Vivo yo, mas no yo, sino Cristo vive en mí» (Gál 2,20). El anhelo del alma es no formar más que una sola cosa con el amado; la Comunión, en la que el alma recibe a Cristo en alimento, realiza ese anhelo, transformando poco a poco al alma en Cristo.

 

 

 

 

 

 

3. POR LA COMUNIÓN EUCARÍSTICA CRISTO NOS TRANSFORMA EN EL

 

Los Padres de la Iglesia hicieron notar la enorme diferencia que hay entre la acción del alimento que da vida al cuerpo y los efectos que en el alma produce el pan eucarístico.

Al asimilar el alimento corporal, lo transformamos en nuestra propia sustancia, en tanto que Cristo se da a nosotros a modo de manjar para transformarnos en El. San León lo expresa así: «No hace otra cosa la participación del cuerpo y sangre de Cristo, sino trocarnos en aquello mismo que tomamos» [Nihil aliud agit participatio corporis et sanguinis Christi, quam ut in quod sumimus transeamus. Sermón LXIV, de Passione, 12, c. 7].

Más categórico es aún San Agustín, quien pone en boca de Cristo estas palabras: «Yo soy el pan de los fuertes; ten fe y cómeme. Pero no me cambiarás en ti, sino que tú serás transformado en mí» (Confess., Lib. VII, c. 4).

Y Santo Tomás condensa esta doctrina en pocas líneas, con su habitual claridad: «El principio para llegar a comprender bien el efecto de un Sacramento no es otro que el de juzgarlo por analogía con la materia del Sacramento... La materia de la Eucaristía es un alimento; es, pues, necesario que su efecto sea análogo al de los manjares. Quien asimila el manjar corporal, lo transforma en sí; esa transformación repara las pérdidas del organismo y le da el desarrollo conveniente. No ocurre así en el alimento eucarístico, que, en vez de transformarse en el que lo toma, transforma en sí al que lo recibe. De ahí que el efecto propio de ese Sacramento sea transformar de tal modo al hombre en Cristo, que pueda con toda verdad decir: "Vivo yo; mas no yo, sino que vive Cristo en mí" (Gál 2,20)» (In IV Senten., Dist. 12, q.2, a.1).

¿Cómo se realiza esa transformación espiritual? Al recibir a Cristo, lo recibimos todo entero: su cuerpo, su sangre, su alma, su divinidad y su humanidad. Nos hace participar de cuanto piensa y siente, nos comunica sus virtudes, pero sobre todo «enciende en nosotros, el fuego que vino a traer a la tierra» (Lc 12,49), fuego de amor, de caridad. En esto consiste la transformación que la Eucaristía produce. «La eficacia de este sacramento, escribe Santo Tomás, consiste en transformarnos de algún modo en Cristo mediante la caridad. Ese es su fruto específico. Y propio es de la caridad transformar al amante en el amado».

Así pues, la venida de Cristo a nosotros tiende por naturaleza a establecer entre sus pensamientos y los nuestros, entre sus sentimientos y nuestros sentimientos, entre su voluntad y la nuestra, tal intercambio, correspondencia y semejanza, que ya nuestros pensamientos, nuestro sentir y nuestro querer no sean otros que los de Jesucristo. « Hoc, enim, sentite in vobis…Tened vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo  Jesús» (Fil 2,5).

Y esto tan sólo por amor: el amor entrega a Cristo la voluntad entera, y con ella todo nuestro ser, todas nuestras energías; de aquí que, siendo el amor el que somete enteramente el hombre a Dios, sea también el que origina nuestra transformación y nuestro desarrollo espiritual. Bien dijo San Juan: «Dios es amor, quien  permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él» (1Jn 4,16).

Si eso falta, ya no hay verdadera «Comunión»; recibimos a Cristo con los labios, comemos pero no comulgamos con Cristo; no comulgamos con su espíritu, con el corazón, con su voluntad, con su alma, con sus sentimientos de tal modo que sea Él ya quien va viviendo cada día más en nosotros y nosotros en Él, pudiendo decir con san Pablo “no soy yo es Cristo quien vive en mí”.

Bien claramente lo indica una oración que la Iglesia pone en labios del sacerdote después de la Comunión: «Haz, Señor, que nuestra alma y nuestro cuerpo estén tan rendidos a la operación de este don celestial, que no sea nuestro propio sentir, sino el efecto de este sacramento el que siempre domine en nosotros» [Mentes nostras et corpora possideat, quæsumus, Domine, doni cælestis operatio; ut non sensus in nobis, sed iugiter eius præveniat effectus. Postcomunión del 15º Domingo después de Pentecostés].

 De esta oración de la Iglesia se colige que la acción de la Eucaristía trasciende del alma aun sobre el mismo cuerpo. Cierto que Cristo se une inmediatamente al alma; cierto que viene, en primer lugar, a asegurar y confirmar su deificación [Ut inter eius membra numeremur cuius corpori communicavimus et sanguini. Postcomunión del sábado de la 3ª semana de Cuaresma]. Pero la unión del cuerpo y del alma es tan honda e íntima, que a la vez que acrecienta la vida del alma y la hace desear ardientemente las delicias de lo Alto, la Eucaristía mitiga los ardores de la carne y pone en paz todo nuestro ser.

Los Padres de la Iglesia [San Justino, Apolog. ad Anton. Pium, n.66. San Ireneo, Contra haereses, lib.V, c.2. San Cirilo de Jerusalén, Catech., XII (Mystag. IV), n.3; Catech., XIII (Mystag. V), n.15] hablan de una influencia aun más directa; y ¿qué tiene esto de particular?

Cuando Jesucristo vivía en el mundo, bastaba el solo contacto con su Humanidad para sanar los cuerpos. Y, ¿habrá disminuido esta virtud curativa porque Cristo se esconda tras los velos de las especies sacramentales? «¿Pensáis, decía Santa Teresa, que no es mantenimiento, aun para estos cuerpos, este santísimo manjar, y gran medicina aun para los males corporales? Yo sé que lo es, y conozco una persona de grandes enfermedades, que estando muchas veces con grandes dolores, como con la mano se le quitaban, y quedaba buena del todo... Cierto, nuestro adorable Maestro no suele mal pagar la morada que hace en la posada de nuestra alma cuando recibe buen hospedaje» (Camino de perfección, cap.34). [La Santa es aún más explícita en el cap.30 de su Vida].

Antes de comulgar, el sacerdote suplica a Cristo que «la recepción de su carne santísima aproveche para defensa del alma y del cuerpo». La misma oración nos hace repetir la Iglesia en varias de sus postcomuniones, al dar gracias a Dios por el don celestial que nos otorga: «Purifica, Señor, nuestras almas, renuévalas por tus celestiales sacramentos, para que aun nuestros cuerpos experimenten tu virtud todopoderosa así en esta vida como en la otra» [Sit nobis, Domine, reparatio mentis et corporis cæleste mysterium. Postcomunión 8º domingo de Pentecostés; Purifica quæsumus, Domine, mentes nostras et renova cælestibus sacramentis: ut consequenter et corporum præsenspariter et futurum capiamus auxilium. Postcomunión 16º dom. de Pentecostés].

No echemos en olvido que Cristo está siempre vivo y activo; cuando viene a nosotros, purifica, eleva, santifica, transforma en cierto modo nuestras facultades, de suerte que, conforme al hermoso pensamiento de un autor antiguo, amamos a Dios con el corazón de Cristo, le alabamos con sus labios, nuestra vida es su vida. La presencia divina de Jesús y su virtud santificadora impregnan tan íntimamente todo nuestro ser, cuerpo y alma con todas sus potencias, que llegamos a ser otros Cristos.

Tal es el efecto verdaderamente sublime de nuestra unión con Cristo en la Eucaristía, unión que cada Comunión tiende a estrechar más y más. ¡Si conociésemos el don de Dios! Porque los que en esta fuente beben el agua de la gracia no tendrán ya más sed quedan satisfechos (Jn 4,13); hallan en esa fuente todos los bienes. «¿Cómo, juntamente con El, no nos dará todas las cosas?» (Rm 8,32). Del altar fluye para nosotros toda bendición y toda gracia.

 

 

4. LA PREPARACIÓN ES NECESARIA PARA ASIMILAR LOS FRUTOS DE LA COMUNIÓN

 

Para recibir los frutos tan abundantes de la comunión es necesario que el alma se prepare convenientemente. Es verdad teológica que los sacramentos producen por sí mismos los frutos para los que fueron instituidos por Cristo, pero para esto el alma tiene que evitar también los obstáculos que se opongan a su acción, como significó el Señor lavando los pies de los discípulos en la Última Cena.

Desde entonces, Cristo desea darse totalmente a sus seguidores y discípulos; vino para esto al mundo, para llenarnos de sus gracias y salvación, de vida eterna ya en el tiempo. Pero sobre todo, quiere darse Él personalmente a cada uno con sobreabundancia, repitiéndonos a cada uno de nosotros lo que decía a sus Apóstoles la víspera de la institución de este Sacramento: «Ardientemente he deseado comer esta cena pascual con vosotros» (Lc 22,15).

Hermanos, no olvidemos nunca que la sagrada Comunión no es invención humana, sino un sacramento instituido por Cristo. Por los tanto, si nuestro divino Salvador instituyó la Eucaristía para unirse a nosotros y hacernos vivir su vida, tengamos por cierto que este Sacramento contiene cuanto es menester para realizar esa unión y llevarla hasta el supremo grado. Virtud y eficacia incomparable contiene esta invención maravillosa para obrar en nosotros una transformación divina.

Es conveniente, queridos hermanos, no olvidar nunca, que Cristo lavó los pies de sus discípulos y les dio el mandato nuevo: “amaos los unos a los otros como yo os he amado” Por lo tanto, todo cuanto se opone a la vida sobrenatural y a la unión y al amor de Dios y de los hermanos es obstáculo para recibir y sacar fruto de la Eucaristía, para comulgar verdaderamente con los sentimientos de Cristo.

El pecado mortal, que causa la muerte del alma es obstáculo absoluto; como el alimento no se da más que a los vivos, así la Eucaristía no se da más que a los que tienen ya la vida de la gracia. Es la primera condición, y basta ella, con «la recta intención», para que todo cristiano pueda acercarse a Cristo y recibir el pan de vida. Así lo declaró en un memorable documento el gran Pontífice Pío X [Decreto del 20-XII-1905. 1905. El Sumo Pontífice explica así la recta intención: «Consiste en acercarse a la sagrada mesa no por rutina, o por vanidad, o por miras humanas, sino por cumplir la voluntad de Dios, unirse a El más estrechamente por la caridad, y, merced a este divino remedio, combatir los propios defectos y debilidades»]. Y El sacramento obra todo esto ex opere operato, por el mero hecho de recibirlo, como afirmamos en teología; la Eucaristía, por sí misma, nutre al alma y acrecienta la gracia, al propio tiempo que el hábito de la caridad. Ese es el fruto primario y esencial del sacramento.

La Eucaristía bien celebrada o recibida produce otros muchos frutos, como son gracias actuales para vivir mejor el amor a Dios y a los hermanos, nos estimulan a cumplir la voluntad divina, a evitar el pecado, y llenan de gozo el alma: «La Dulzura de ese pan celestial, lleno de suavidad», se comunica al alma para avivar su devoción en el servicio de Dios, y fortalecerla contra el pecado y las tentaciones [+Catecismo del Concilio de Trento, cap.XX, 1].-

Ahora bien, estos efectos secundarios pueden ser más o menos abundantes; y, de hecho, dependen, en no corta medida, de nuestras disposiciones, máxime cuando el amor, principio de unión, es el móvil que nos impulsa a preparar al Señor una morada menos indigna y a tributarle nuestro mayor afecto y ternura al venir a nosotros.

Por eso, antes de comulgar, debemos recogernos en oración para prepararle, en cuanto nos sea posible, una morada digna en nuestro corazón, y nos recompense en fervores divinos como recompensó los deseos y esfuerzos de Zaqueo. Este príncipe de los publicanos sólo quería ver a Jesús; y el Señor, al encontrarle, se adelanta a sus deseos y le dice que va a alojarse en su casa. Y la visita le vale el perdón y la salvación.

Ved también lo que acontece cuando Simón el fariseo recibe a nuestro Señor. Durante el convite, una mujer, Magdalena, entra en el aposento, se acerca a Jesús y derrama olorosos perfumes sobre sus pies, y los besa reverente. Los comensales saben que aquella mujer es una pecadora, y Simón fariseo se indigna y piensa en su interior: «¡Si Jesús supiese quién es esa mujer!...» Conoce Cristo aquellos pensamientos secretos y se convierte en abogado de la mujer, poniendo en parangón lo que ella hace por agradarle con lo que el fariseo ha dejado de hacer al ejercer su hospitalidad para con Jesús: «¿Ves esa mujer?, dice Jesús a Simón. Entré en tu casa y no me has dado agua con que lavar mis pies, pero ella los ha bañado con sus lágrimas y enjugado con sus cabellos. Tú no me has dado el ósculo de paz; pero ésta, desde que llegó, no ha cesado de besar mis pies. Tú no has ungido con óleo mi cabeza, y ésta ha derramado perfumes sobre mis pies. Por todo lo cual te digo que le son perdonados sus muchos pecados, porque ha amado mucho...» Luego dijo a la mujer: «Perdonados te son tus pecados, tu fe te ha salvado; vete en paz» (Lc 7, 36-39; 44-50).

Ya veis, pues, cómo el Señor tiene en cuenta las disposiciones, las pruebas de amor con que le recibimos. La Eucaristía es el sacramento de la unión, y cuantos menos estorbos encuentra Cristo para que esa unión sea perfecta, tanto más obra en nosotros la gracia del sacramento. El Catecismo del Concilio de Trento nos dice que «recibimos toda la plenitud de los dones de Dios cuando recibimos la Eucaristía con corazón bien dispuesto y perfectamente preparado» (Cap. XX, 3).

 

 

 

 

 

5. DISPOSICIONES NECESARIAS ANTES DE COMULGAR: ORIENTAR TODA NUESTRA VIDA EN ORDEN A LA COMUNIÓN

 

Hay, con todo, una disposición general muy importante, fundada en la misma naturaleza de nuestra unión con Cristo, y que sirve admirablemente de preparación permanente y perfección de la comunión sacramental, y es vivir durante el día en deseos de santidad y de donación total de uno mismo a Jesucristo.

Cuanto más arraigo tenga en nosotros esa disposición fundamental de santidad y unión con Cristo, renovada durante el día, mantenida con deseos de morir al pecado y vivir para Dios, tanto mejor será nuestra preparación remota para recibir la abundancia de la gracia eucarística.

Porque guardar apego, aunque sea al pecado venial y a las imperfecciones y negligencias deliberadas y consentidas son cosas que impiden la unión total de amor en la comunión sacramental cuando el Señor viene a nosotros para llenarnos de sus sentimientos y deseos de amor y entrega total.

Si ansiamos esa unión perfecta, no hemos de «regatear» a Cristo nuestra libertad de corazón; ni reservar en ese corazón un lugar, por angosto que sea, a la criatura amada en cuanto tal. Hemos de vaciarnos de nosotros mismos, desasirnos de las criaturas, suspirar por el advenimiento perfecto del reino de Jesucristo a nosotros mediante la sumisión de todo nuestro ser a su voluntad: “Sed santos como vuestro Padre celestial es santo”, y esto se realiza en nosotros por el amor y la acción santificadora del  Espíritu Santo.

Lo que impide a Cristo el identificarnos completamente con Él cuando viene a nosotros son nuestras pecados e imperfecciones en las que caemos y volvemos a caer, pero es precisamente este deseo que Cristo nos llene totalmente de su ser y existir, de sus virtudes y carismas lo que no impulsa cada día  a empezar de nuevo con su presencia y su fuerza dentro de nosotros por la comunión diaria. El motivo principal de comulgar es llegar a la plena identificación de vida con Cristo. Y Él viene con amor a nosotros cada día para ayudarnos a corregir esas faltas y a llevar con paciencia esas flaquezas; “ porque es compasivo y misericordioso” y «ha cargado con todas nuestras dolencias» (Is 53,4).

Lo que pone trabas a la perfecta unión son los hábitos malos, consentidos y de los que no queremos despegarnos, y a los que, por falta de generosidad, no nos atrevemos a combatir; es el apego voluntario a nosotros mismos y a nuestros fallos. Mientras no trabajemos eficazmente por desarraigar esos malos hábitos y por romper esas ligaduras a fuerza de una constante vigilancia sobre nosotros mismos y de la mortificación, Cristo no podrá hacemos participantes de la plenitud de su gracia. Precisamente para esto comulgamos o celebramos la Eucaristía todos los días.

Precisamente como Cristo en la Eucaristía se ofreció con amor extremo por nosotros al Padre para perdonar nuestros pecados y deficiencias de amor y se no dio como alimento de vida y amor total amor al Padre y a los hermanos es por lo que nosotros tenemos que conseguir este amor y caridad en la misa y comunión eucarística, especialmente luchando contra las deficiencias y faltas deliberadas o habituales de caridad contra el prójimo. Ya desarrollaré este punto cuando exponga los motivos que tenemos para amarnos mutuamente, pero no estará de más decir aquí algunas palabras.

Cristo es uno con su cuerpo místico, toda la iglesia, todos los cristianos, todos los hombres. Cuando comulgamos, debemos hacerlo con Cristo total, entero, es decir, unirnos por la caridad con Cristo en su ser físico y humano, y con su ser o cuerpo místico y espiritual, con toda su iglesia de la que Él es cabeza. «Quiso Nuestro Señor, dice el Concilio Tridentino, dejarnos este Sacramento como símbolo de la íntima unión de ese cuerpo místico, cuya cabeza es El» (Sess. XIII, cap.2). «No hay más que un solo pan, dice San Pablo hablando de la Eucaristía; así también, aunque seamos muchos, formamos sólo un cuerpo todos los que participamos de un mismo pan» (1Cor 10,17).

Escuchad lo que el mismo Cristo dice: «Si al tiempo de presentar tu ofrenda en el altar, te acuerdas de que tu hermano tiene alguna queja contra ti, deja allí mismo tu ofrenda delante del altar, y ve primero a reconciliarte con tu hermano, y después vuelve a presentar tus dones». (Mt 5, 23-24).

Por eso, hermanos, cualquier gesto o palabra consentida o el más leve resentimiento para con el prójimo, albergado en el corazón, impiden una comunión verdadera con Cristo que nos dijo “amaos los unos a los otros como yo os he amado” y constituye un obstáculo serio para la perfección de esta unión que Nuestro Señor quiere entablar con nosotros en la Eucaristía.

Si en nuestro corazón descubrimos algún apego voluntario y desordenado a nuestro propio juicio o a nuestro amor propio, o sobre todo si anidan en nosotros hábitos contrarios a la caridad, estemos ciertos de que mientras no luchemos por superarlos, será limitada la percepción de los frutos del Sacramento.

En cambio, si luchamos por corregirnos de estos defectos y vivimos y comulgamos con esta actitud puedo aseguraros por la experiencia personal y por las palabras de Cristo que no encontraremos mejor ayuda y medicina y vitaminas de amor fraterno que comulgando con el Cristo que murió perdonándonos a todos: Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen. En la Comunión con Él encontramos la fuerza que necesitamos para vivir como Él y con Él, para tener su misma vida y sentimientos

Verdad es, repitámoslo, que nuestras disposiciones no causan la gracia del Sacramento, no hacen sino dejar que la gracia fluya libremente, apartando todos los impedimentos; pero debemos, no obstante, abrir y dilatar nuestros corazones cuanto podamos a la efusión de los dones divinos.

Disposición excelente es, por tanto, procurar con diligencia no rehusar nada a Cristo: un alma que habitualmente se halla dispuesta a desechar de sí todo aquello que en algo puede herir la vista del Divino huésped, y a cumplir siempre su voluntad adorable, está admirablemente dispuesta para recibir la fuerza y la gracia del Sacramento.

Y la razón es obvia. La Eucaristía es Sacramento de unión, como lo indica su mismo nombre. Cristo viene a nosotros para unirnos a El. Unir es hacer de dos cosas una sola. Y nosotros nos unimos a Cristo tal como El es. Pues bien, toda Comunión supone el sacrificio del altar, y, por consiguiente, el de la Cruz. En la ofrenda de la Misa, Cristo nos asocia a su cualidad de sacerdote y víctima; en la Comunión nos hace partícipes de esta condición. El santo sacrificio supone, según hemos explicado, la oblación interior y plena que Jesús hizo de sí mismo a la voluntad de su Padre al entrar en el mundo, oblación que renovó a menudo durante su vida y a la que dio remate con su muerte cruenta en el Calvario.

Todo esto, en frase de San Pablo, nos lo recuerda la sagrada Comunión.«Siempre que comáis de este pan y bebais de este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que vuelva» (1Cor 11,26). Cristo se nos da a todos nosotros como alimento de vida eterna, pero sólo después de haber muerto por nosotros.

Por eso, en la Eucaristía -sacrificio y comunión, los caracteres de víctima y alimento son inseparables. Por eso es tan importante esta disposición habitual de oblación total de sí mismo por Cristo al Padre por amor extremo hasta dar la vida. Así tenemos nosotros que celebrar y comulgar, amando hasta el extremo al Padre y a Cristo entero, esto es, a Cristo místico, a todos nuestros hermanos, que son los miembros de su cuerpo místico.

Cuando el Señor halla un alma así dispuesta, entregada del todo y sin reserva a su divino querer, se manifiesta en ella con aquella virtud divina que por no encontrar obstáculo ninguno, obra maravillas de santidad. La carencia de esa disposición requerida para que la unión sea más íntima es la razón de que muchas almas adelanten tan poco en la perfección, aunque comulguen a menudo.

Cristo no encuentra la docilidad sobrenatural que reclama para obrar libremente en ellas; sus afectos están divididos y repartidos entre Dios y las criaturas, por el apego voluntario que conservan a su vanidad, a su amor propio, a su susceptibilidad, a su egoísmo, a sus celos, a su sensualidad, cosas todas que impiden que la unión entre ellas y Cristo se realice con esa intensidad, esa plenitud mediante la cual se realiza de un modo total y perfecto la transformación del alma.

Pidamos al Señor que El mismo nos ayude a adquirir poco a poco esa disposición fundamental; es sobremanera deseable porque prepara maravillosamente nuestra alma para la acción del Sacramento de amor y unión divina.

A esta disposición de unión, que sirve admirablemente de preparación habitual, podemos añadir otra, remota igualmente, pero más bien actual, que consiste en orientar cada día, por un acto explícito, todas nuestras acciones hacia la comunión, de modo que nuestra unión con Cristo en la Eucaristía sea verdaderamente el sol y centro de nuestra jornada, de nuestra vida.

Cuando San Francisco de Sales se ordenó sacerdote, tomó la resolución de convertir todos los momentos del día en preparación al sacrificio eucarístico que había de celebrar al día siguiente, de manera que pudiese responder con verdad, si le preguntaban en qué se ocupaba: «Me preparo a celebrar la Misa» (Hamon, Vida de San Francisco de Sales, t.I, lib.II, cp.1). Es práctica recomendable y excelente.

Porque si es cierto, queridos hermanos, lo que nos dijo el Señor «sin mí no podéis hacer nada», nunca es más verdad esto que cuando tratamos de llevar a cabo la acción más santa de cada día. Unirse sacramentalmente a Cristo en la Eucaristía es para la criatura el acto más sublime que puede realizar; en su comparación nada es toda la sabiduría humana, por eminente y grande que ella sea. Sin la ayuda de Cristo, somos incapaces de disponernos convenientemente para unirnos a El. Nuestras plegarias demuestran el respeto que Jesús nos inspira; pero ha de ser El mismo quien se ha de preparar una morada en nosotros, como lo afirma el Salmista: «El Altísimo ha de santificar su tabernáculo» (Sal 45,5).-

Estas debieran ser nuestras peticiones cuando vayamos a visitar al Señor Sacramentado: «Señor mío Jesucristo, Verbo humanado, quiero prepararte una morada en mí, pero me reconozco incapaz de hacerlo: Tú, que eres sabiduría eterna, por tus méritos infinitos, prepara mi alma para ser templo tuyo, haz que sólo a Ti me adhiera; te ofrezco los actos y penas de este día, para que los tornes gratos a tus divinos ojos, de forma que al celebrar la santa misa no me presente ante ti, vacío de ofrenda y sacrificio».

Esta oración es excelente, pues mediante ella enderezamos todas las obras del día a la unión con Cristo; el amor, principio de unión, inspira todos nuestros actos. Lejos de murmurar, si algo nos acaece penoso o desagradable, por un acto de amor ofrezcámoslo al Señor para que al celebrar la santa misa y la comunión nos encontremos preparados para hacer y recibir estos sacramentos por Cristo, con Él y en Él, y sean así una eucaristía y comunión perfecta con Él al Padre. 

 

 

 

 

 

6. DISPOSICIONES PRÓXIMAS PARA LA COMUNIÓN: FE, CONFIANZA Y AMOR; LA COMUNIÓN ES LA MÁS ALTA UNIÓN CON CRISTO

 

Una de las disposiciones inmediatas de mayor importancia es la fe.- La Eucaristía es por esencia [Mysterium fidei, «misterio de fe» profesión que se proclama en la misa en la consagración de la preciosa Sangre]. Cierto que todos los misterios de Cristo son misterios de fe, pero en ninguno se requiere y se ejercita tanto la fe como en este sacramento, porque en él ni la razón ni los sentidos ven cosa alguna de Cristo.

Recorramos toda la vida de Cristo: en el pesebre: Cristo es un niño recién nacido, pero los ángeles cantan su venida para manifestar que es Dios y el Salvador de los hombres. Durante su vida pública, sus milagros, especialmente la resurrección de tres muertos y la sublimidad de su doctrina “jamás hombre alguno habló como este” dan testimonio de que es Hijo de Dios; en el Tabor, su humanidad se transfigura en su divinidad; hasta en la Cruz no se vela del todo su divinidad; la Naturaleza proclama, al conmoverse, que el crucificado es el creador del mundo: “ Y el centurión que estaba delante de él, al ver que, después de clamar así, había expirado, dijo: ¡Verdaderamente este hombre era el Hijo de Dios!”  (Lc 23,44 y 45).

En cambio, en el altar no aparecen ni la humanidad ni la divinidad [Latet simul et humanitas. Himno Adoro te]. Para los sentidos, vista, gusto, tacto, no hay sino pan y vino. Para rebasar esas apariencias y penetrar por entre esos velos hasta las realidades divinas, menester son los ojos de la fe: es lo primero que se requiere.

Con claridad meridiana se echa esto de ver cuando se lee el capítulo de San Juan en que se narra cómo Jesús anunció a los judíos el misterio de la Eucaristía (Jn 6, 30-70). La víspera acaba el Señor de mostrar su bondad y su poder dando de comer a unos cinco mil hombres con sólo cinco panes y algunos pececillos. Al ser testigos de este milagro estupendo, los judíos exclamaron: «Este es el profeta que ha de venir». Y pasando del pasmo a la acción, quisieron arrebatarle para crearle rey.-

Entonces Jesús les revela un misterio mucho más grandioso que el prodigio que acaban de presenciar: «Yo soy el pan de vida que ha bajado del cielo». Y esas palabras bastan para que al punto se alcen murmullos entre los judíos. «¿No es acaso el hijo de José? Conocemos a su padre y a su madre; pues ¿cómo dice él: He bajado del cielo?» -Y Jesús les responde: «No andéis murmurando entre vosotros. Yo soy el pan de vida; vuestros padres comieron el maná en el desierto, y murieron. Este es el pan que desciende del cielo, a fin de que, quien comiere de él, no muera. Quien comiere de este pan, vivirá eternamente; y el pan que yo daré es mi misma carne entregada por la vida del mundo».

Comenzaron entonces los judíos, cada vez más incrédulos, a discutir unos con otros, diciendo: «¿cómo puede éste darnos a comer su carne?» -Cristo, empero, no retira o desdice ninguna de sus afirmaciones, antes al contrario, las confirma de un modo más explícito, diciendo: «En verdad, en verdad os digo que si no comiereis la carne del Hijo del hombre y no bebiereis su sangre, no tendréis vida en vosotros. Quien come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna; y Yo le resucitaré en el último día, porque mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida».

La incredulidad llega también hasta sus mismos discípulos. Algunos de entre ellos lo oyen y protestan. «Dura es esta doctrina, y, ¿quién puede escucharla?». Y desde ese momento, añade San Juan, muchos de sus discípulos, escandalizados, perdieron la fe en Jesús; le abandonaron y ya no andaban con El...- Cuando se hubieron ido, Jesús, vuelto a los doce Apóstoles, les dijo: «Y vosotros, ¿queréis también retiraros?» Y Simón Pedro dijo: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. Y nosotros hemos creído y conocido que Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios».

Queridos hermanos, creamos también nosotros con Pedro y los Apóstoles que permanecieron fieles. Que supla la fe a nuestros sentidos [Præstet fides supplementum sensuum defectui. Himno Pange lingua]. Cristo lo ha dicho: Este es mi cuerpo, ésta es mi sangre; tomad, comed, y tendréis vida».

Tú lo has dicho, Señor; basta la fe, yo creo. Ese pan que nos das, eres Tú mismo, Cristo, Hijo amado del Padre; Tú mismo, que te encarnaste y entregaste por mí, que naciste en Belén, que viviste en Nazaret, que sanaste a los enfermos, que diste vista a los ciegos, que perdonaste a la Magdalena y al Buen Ladrón, que en la última Cena dejaste a San Juan reclinar su cabeza sobre tu corazón.

Ese pan eres Tú, que eres camino, verdad y vida, que diste tu vida por mi amor, que subiste a los cielos, y ahora, a la diestra del Padre, reinas con El e intercedes sin cesar por nosotros.

¡Oh Jesús, Verdad eterna! Tú afirmas que estás presente en el altar, real y sustancialmente, con tu humanidad y con todos los tesoros de tu divinidad; yo lo creo, y porque lo creo, me postro en tu presencia para adorarte. Recibe, como mi Dios y mi todo, este tributo de mi adoración.

Queridos hermanos, este es el acto de fe más sublime que podemos hacer, y el homenaje más completo de adoración que debemos tributar a Cristo Eucaristía por este amor extremo a todos los hombres hasta el punto, no solo de hacerse hombre, siendo Dios, sino un trozo de pan. Y todo por amor a ti y a cada uno de nosotros.

Debemos  también, queridos hermanos, tributar a Cristo un acto de confianza, pues Cristo, al que contemplamos con los ojos de la fe, viene a nosotros como cabeza nuestra y como el primogénito de entre nuestros hermanos. Avivemos, pues, nuestros deseos. «¡Oh Señor Jesús!, debemos decirle con el sacerdote, al tiempo de la comunión, no mires mis pecados, que detesto, sino a la fe de tu Iglesia, que me dice que estás realmente presente bajo los velos de la hostia, para venir a mí. Tienes, Señor, poder para atraerme enteramente a Ti, para transformarme en Ti. Me entrego por completo a Ti para que te hagas dueño de todo mi ser, de toda mi actividad, para que yo no viva sino de Ti, por Ti y para Ti».

Si pedimos esa gracia, no dudemos que Cristo nos la otorgará; por eso hemos de llegar hasta importunarle, sin poner límites a nuestros santos deseos. Si nos diéramos cuenta de las riquezas que este sacramento encierra -son infinitas, puesto que contiene al mismo Cristo [continet in se Christum passum. Santo Tomás, In Ioan. Evg. c.VI, lect. 6. Y también: effectus quem passio Christi fecit in mundo, hoc sacramentum facit in homine. III, q.79, a.1]-, si pudiésemos comprender los frutos que en nosotros es capaz de producir la venida de Cristo, arderíamos en deseos de verlos convertidos en realidad. Todos los frutos de la Redención están en él contenidos «para nuestro provecho», «para que sintamos constantemente en nosotros los frutos de tu Redención» [ut redemptionis tuæ fructum un nobis iugiter sentiamus. Oración de la fiesta del Santísimo Sacramento].

El Señor viene a nosotros por la Eucaristía porque desea ardientemente comunicárnoslos; pero exige que dilatemos nuestros corazones por medio del deseo y de la confianza. «Dios sabe ciertamente lo que necesitamos, dice San Agustín [Epist. CXXX, c. 8. Lo dice de la vida eterna, pero puede muy bien aplicarse a la Eucaristía, que es prenda de esa vida: Et futuræ gloriæ nobis pignus datur]; pero quiere que nuestro deseo se inflame en la oración para hacernos más capaces de recibir lo que El nos prepara.

Y tanto más capaces seremos de recibir el pan de vida cuanto nuestra fe en esta vida sea más grande nuestra esperanza más firme, nuestro deseo más ardiente». «Abre tu boca y Yo la llenaré», nos dice Cristo, como antaño al Salmista (Sal 80,11), «Abrete por la fe, por la confianza, por el amor, por santos deseos, por el abandono en Mí, y Yo te llenaré».

-¿De qué, Señor? -De Mí mismo. Yo me daré a ti, todo entero, con mi humanidad y mi divinidad, con el fruto de mis misterios con el mérito de mis trabajos, con la satisfacción de mis dolores, con el valor de mi Pasión. Bajaré a ti, como cuando vine a la tierra, para «destruir y arruinar la obra de Satanás» (1Jn 3,8), para tributar a mi Padre juntamente contigo, homenajes divinos, te haré partícipe de los tesoros de mi divinidad, de la vida eterna que yo recibo del Padre y que mi Padre quiere que te comunique para que en todo te asemejes a mí; te colmaré de mi gracia para ser yo mismo tu sabiduría, tu santificación, tu camino, tu verdad y tu vida. Serás como otro yo mismo, en quien, como en mí y a causa de mí, pondra el Padre todas sus complacencias... «Dilata tu alma y yo la llenaré».

¿No bastarán estas palabras para entregarnos de todas veras a Cristo, a fin de que su gracia nos invada y realice en nosotros todos sus divinos anhelos? Observad cómo Cristo nos devuelve lo que le damos, cómo acrecienta en nosotros esa fe, esa confianza, ese amor con que nos disponemos a recibirle.-

Es el Verbo, la palabra eterna, que susurra en lo íntimo de nuestro corazón los secretos divinos y nos inunda con su luz esplendorosa, pues el Verbo ilumina a todo hombre que viene a este mundo.-

Es también el que bajó a la tierra para nuestra salud, y el que en esa unión eucarística nos va a aplicar los méritos infinitos de su muerte. ¡Qué paz y qué inquebrantable seguridad comunica Jesús al alma que le recibe! No contento con aplicarle sus méritos satisfactorios, le da prenda segura de la futura gloria [Et futuræ gloriæ nobis pignus datur. Antífona de Vísperas de la festividad del Corpus].

Por fin, Cristo aviva el amor; el amor vive de unión. Es éste Verdaderamente, el sacramento de vida y del acrecentamiento espiritual. Cada comunión bien hecha, nos acerca más y más a nuestro modelo; y en especial, nos hace penetrar y ahondar más en el conocimiento, en el amor y en la práctica del misterio de nuestra predestinación y de nuestra adopción en Cristo Jesús, nuestro hermano mayor, perfeccionando en nosotros la gracia de la filiación divina.

Tan importante es esto, que insistiré sobre ello. Toda nuestra santidad se reduce a participar, por medio de la gracia, de la filiación divina de Jesucristo, a ser, por la adopción sobrenatural, lo que Cristo es por naturaleza. Cuanto mayor sea esa participación, tanto más elevada será nuestra santidad.-

¿Qué es lo que nos hace coherederos de Cristo e hijos de Dios? Nos lo dice San Juan: «Es la fe, mediante la cual recibimos a Cristo, origen de toda gracia». «A todos los que le recibieron les dio facultad para convertirse en hijos de Dios; a todos los que creen en su nombre» (Jn 1,12).

Por tanto, cuanto más arraigada y profunda sea la fe con que a Cristo recibimos, mayor donación nos hará de lo que en El hay de más sublime: su cualidad de Hijo de Dios; tanto mayor será el grado de nuestra participación en su filiación divina.

Pues bien; no hay acto en que nuestra fe pueda ejercitarse con mayor intensidad que el de la Comunión, no hay homenaje de fe más sublime que el de creer en Jesucristo, oculto en cuanto Dios y en cuanto Hombre tras los velos de la sagrada hostia.-

Cuando los judíos veían a Cristo realizar los más estupendos milagros, como la multiplicación de los panes en el desierto, se sentían inclinados por la realidad extraordinaria de esos hechos, a reconocer la divinidad de Jesús, era ése un acto de fe, es cierto pero no difícil de hacer.-

En cambio, cuando el Señor decía a los judíos: «Yo soy el pan de vida, que ha bajado del cielo», era ya cosa más ardua el asentir a sus palabras, tanto, que muchos de sus oyentes no fueron capaces de este acto, y abandonaron a Cristo para siempre.-

Mas cuando Cristo, mostrándonos un poco de pan, y un poco de vino, nos afirma: «Este es mi cuerpo», «ésta es mi sangre», y nuestra inteligencia, descartando lo que ante los sentidos aparece, presta asentimiento a estas palabras, y nuestra voluntad nos lleva a la sagrada mesa con respeto y amor, para mostrar con obras ese asentimiento nuestro, hacemos el acto de fe más excelso y más absoluto que un hombre puede rendir.

Recibir a Cristo sacramentado es, pues, hacer el acto de fe más elevado, y por tanto, participar en sumo grado de su filiación divina. Y he ahí por qué toda comunión bien hecha es para el cristiano tan vital y tan fecunda; no ya sólo porque en ella recibimos al mismo Cristo, sino también porque de ningún, modo puede manifestarse nuestra fe más viva y más intensa; porque el acto de fe que ejecutamos no es sólo de la inteligencia, sino que todo nuestro ser concurre a él cuando nos acercamos al altar.

Así, pues, la comunión eucarística es el acto más perfecto de nuestra identificación con Cristo por la adopción divina.- No hay instante en que con mayor razón podamos decir a nuestro Padre celestial: «Oh Padre celestial, yo vivo en tu Hijo Jesús, y tu Hijo vive en mí. Tu Hijo, que procede de Ti, recibe con toda plenitud comunicación de tu vida divina; yo he recibido con fe a tu Hijo, la fe me dice que en este momento yo estoy con El; y, puesto que participo de su vida, mírame, Señor, en El, por El y con El, como a hijo de tus complacencias». ¡Qué gracias, qué luz, qué fuerza infunde a los hijos de Dios semejante plegaria! ¡Qué sobreabundancia de vida divina, qué unión tan estrecha, qué adopción tan profunda no nos comunica este acto de fe! Llegamos al último grado, a la cumbre más alta de la adopción divina, que nos es dado alcanzar en este mundo.

 

 

 

7. ACCIÓN DE GRACIAS DESPUÉS DE LA COMUNIÓN: «MEA OMNIA TUA SUNT ET TUA MEA»

 

Después de recibir al Señor, la acción de gracias es totalmente personal. Por eso hay respetarlas siempre que estén dentro la fe y el amor a Cristo y a los hermanos. Unos, silenciosamente recogidos, adoran al Verbo en su pecho. La humanidad que recibimos es la humanidad del Verbo Eterno- el Verbo está todo entero en su Padre; El nos lleva a esos actos de adoración intensa que la humanidad de Cristo tributa a la Trinidad beatísima.

Otros, sentados como Magdalena a los pies de Jesús, se entretienen familiarmente con El, escuchando sus palabras en el fondo del alma y dispuestos a darle todo cuanto les pida; pues en esos momentos en que mora en nosotros la luz divina, suele Jesús, no pocas veces, mostrar al alma lo que de ella quiere y reclama. «Este, pues, es buen tiempo, dice Santa Teresa, para que os enseñe nuestro Maestro, para que le oigamos y besemos los pies, porque nos quiso enseñar, y le supliquemos no se vaya de con nosotros» (Camino de Perfección, cap.34).

También puede leerse reposadamente, como si escuchásemos a Cristo, el magnífico discurso después de la Cena, cuando Jesucristo hubo instituido este Sacramento: «Creed que yo estoy en el Padre y el Padre está en Mí...; el que guarda mis mandamientos, ése me ama, y quien me ama, será amado de mi Padre, y Yo también le amaré y me manifestaré a él... Como mi Padre me amó, así también Yo os he amado; permaneced en mi amor... Os he dicho estas cosas para que mi gozo esté en vosotros y vuestro gozo sea cumplido... Os he llamado mis amigos, porque todo cuanto he escuchado de mi Padre os lo he manifestado... El mismo Padre os ama porque vosotros me habéis amado y habéis creído que Yo he salido del Padre... Estas cosas os he dicho para que en Mí tengáis paz; el mundo os perseguirá, pero confiad en Mí; Yo he vencido al mundo» (Jn 14 y 15).

También podemos conversar mentalmente con Nuestro Señor, como si estuviéramos al pie de la cruz, o bien orar vocalmente rezando los salmos referentes a la Eucaristía. «El Señor me gobierna, nada me faltará; El me hace descansar entre sabrosos pastos; me ha conducido junto a las aguas refrescantes y hace revivir mi alma. Aunque anduviese envuelto por las sombras de la muerte, no temeré ningún mal, pues tú, Señor, estás conmigo» (Sal 23, 1-4).

Todas esas disposiciones del alma son excelentes; la inspiración del Espíritu Santo es infinitamente variada. Todo estriba en que reconozcamos la magnitud del don divino, que San Pablo llama «inefable» (2Cor 9,15) y vayamos a sacar de los tesoros de ese don infinito cuanto necesitamos nosotros, nuestros hermanos y la Iglesia entera; pues «el Padre ama al Hijo y todo lo ha puesto en sus manos» (Jn 3,35) para que nos lo comunique.

Cristo, pues, al darse, nos da todas las cosas con El; igualmente nosotros debemos entregarnos a El enteramente, repitiéndole, desde lo íntimo del corazón, aquellas sus palabras: «Quiero obrar siempre lo que es grato a sus ojos» (ib. 8,29); o también aquellas palabras de Jesús a su Padre en la última Cena, palabras que son la expresión acabada de la unión perfecta: «Todas mis cosas son tuyas, como las tuyas son mías» (ib. 17,10).

Ese es, lo repito, el fruto propio de la Eucaristía: la identificación del hombre con Cristo, por la fe y el amor. Si recibís bien el cuerpo de Cristo, dice admirablemente San Agustín, sois eso mismo que recibís. [La virtud peculiar de este alimento es producir la unidad, unirnos tan estrechamente al cuerpo de Cristo que, hecho miembros suyos, seamos nosotros mismos aquello que recibimos. Virtus ipsa quæ ibi intelligitur unitas est, ut redacti in corpus eius, effecti membra eius, simus quod accipimus. Sermo LVII, c. 7].

Cierto que el acto mismo de la comunión es transitorio y pasajero; mas el efecto que produce, la unión con Cristo, vida del alma, es de suyo permanente, y se prolonga todo el tiempo y en la medida que nosotros queremos.

La Eucaristía no es el sacramento de la vida sino porque es el sacramento de la unión; preciso es que «permanezcamos en Cristo y que Cristo permanezca en nosotros». No dejemos que en el transcurso del día se amengüe el fruto de la unión y de la recepción eucarística, por causa de nuestra ligereza, de nuestra disipación, de nuestra curiosidad, de nuestra vanidad, de nuestro amor propio. Es un pan vivo, pan de vida, pan que hace vivir, el que hemos recibido. Acabamos de realizar el acto vital sobrenatural por excelencia.

Por lo tanto, debemos ejecutar obras de vida, obras de hijos de Dios, después de habernos alimentado con este pan divino para transformarnos en El, pues el que afirma que permanece en Cristo, ha de vivir como Cristo mismo vivió (1Jn 2,6). [Eso mismo nos manda pedir la Iglesia en la misa del segundo domingo después de Pentecostés: «Haz, Señor, que esta oblación de tu divino Hijo... nos vaya llevando de día en día a la práctica de una vida del todo celestial»].

Y no digamos, para excusar nuestra pereza y ocultar la falta de generosidad, que somos flacos y débiles. Cierto es y más de lo que pensamos, pero al lado de ese abismo de nuestra flaqueza, que Cristo conoce mejor que nosotros, hay otro abismo: el de los méritos y tesoros infinitos de Cristo; y mediante la comunión, nuestros son esos méritos y esos tesoros, pues Cristo está en nosotros.

EL SACRIFICIO EUCARÍSTICO

 

LA EUCARISTÍA, FUENTE DE VIDA DIVINA

      (Superada esta teología, no la espiritualidad con el Vaticano II)

 

Queridos hermanos: Para san Juan de la Cruz, la perfección, la santidad del hombre consiste en la unión con Cristo mediante la vida de gracia realizada en ella por las virtudes de la fe, esperanza y caridad que deben potenciarse mediante las purificaciones realizadas en el alma por el Espíritu Santo, único maestro y santificador de la vida sobrenatural o participación de la vida de Dios en nosotros.las almas.

Cuando un alma se percata de la grandeza de la vida sobrenatural y se convence de que el fundamento de ella no es otro que nuestra unión con Cristo por la fe y por la caridad, aspira a la perfección de esa unión, anhela la plenitud de esa vida en Dios Trinidad: “si alguno me ama, mi Padre le amará…”, y posee como semilla que debe crecer por la oración unitiva de amor desde el santo bautismo.

Esta unión y perfección, aunque parezca una cosa sublime, inalcanzable para el hombre, no es pura entelequia o imaginación, ya que el mismo Cristo nos predicó: “sed perfectos, como vuestro padre celestial es perfecto… amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con todas tus fuerzas, con todo tu amor…”.

Para llegar a esta unión, hay que purificarse muchísimo, como explica muy bien san Juan de la Cruz en las noches del espíritu, sobre todo en las virtudes teologales de la fe, esperanza y caridad, que nos unen directamente con Dios, purificación necesaria de todo egoísmo humano para llegar a esta unión o experiencia mística de Dios, cosa imposible para el hombre pero no para Dios, por obra del Espíritu Santo, Espíritu de Amor de Dios Trino y Uno.

Es cierto, en efecto, que todos los esfuerzos de la naturaleza humana abandonada a sí misma, sin Cristo, no pueden hacernos avanzar un paso en la realización de esa unión, ni provocar el nacimiento y desarrollo de esta vida divina y trinitaria que la unión con Dios Trinidad engendra por la oración contemplativa y transformativa, porque solo Dios por el Espíritu de Amor unitario es el origen y dispensador de esta vida y de su crecimiento; pero, como dice San Pablo, (1Cor 3,6), para que esta vida divina crezca desde el bautismo en nosotros y se potencie por la eucaristía y la oración principalmente, es necesario, indispensable, que nosotros plantemos y reguemos esta semilla divina de la gracia que Dios hace correr por nosotros.

Dios Nuestro Señor pone a nuestra disposición los medios necesarios para llegar a esta unión de amor y de santidad  por el Espíritu Santo, espíritu de amor viviente en nosotros, siempre con la colaboración del hombre, especialmente por la vida de oración personal y eucarística, camino necesario y obligado para todos,  superando las diversas etapas de crecimiento y desarrollo de la vida de gracia, de fe y de amor.

Dios nos infunde en el Bautismo el germen de esta vida y las primicias de esta unión, pero la perfección y el desarrollo de la misma se produce en nosotros, como repetiré muchas veces,  principalmente por la oración y por el Sacramento de la Eucaristía.

Dios se ha comprometido con el alma que se dirige a Él: «Si pedís alguna cosa al Padre en mi nombre, dice Jesús, os la concederá»; y añade: «Pedid y recibiréis, a fin de que vuestra alegría sea perfecta»; y esta alegría es la alegría de Cristo -«para que vuestro gozo llegue a su plenitud» (Jn 16, 23-24)-, que se realiza cuando su persona y su vida llegan hasta nosotros por la oración para llenarnos de su mismo amor y felicidad.

Y junto con la oración y muy unido a ella, está la Eucaristía, medio, mucho más poderoso, pero siempre que está iniciada, vivida y realizada en oración personal y litúrgica. Porque en la oración tanto personal como litúrgica, es el mismo Cristo quien se da a nosotros, quien alimenta y perfecciona la unión de Dios y el alma. A ella se refiere particularmente lo que dijo Nuestro Señor: «Yo he venido para que tengáis vida abundante en vosotros» (Jn 10,10). Al recibir a Cristo en la comunión, pasamos a vivir en él, a tener su misma vida y proyectos, a identificarnos con su misión y apostolado porque “no soy yo, es Cristo quien vive en mi.” Pero lógicamente, para todo esto, es necesario el diálogo, el encuentro personal de amor, el ir conociendo más íntimamente a Cristo… y todo esto es por la oración, por el diálogo, por la escucha y la respuesta.

Porque antes de darse Cristo al alma en la santa misa, en la Eucaristía, Cristo se ofrece al Padre por nosotros y se inmola y se hace presente bajo las especies sacramentales en el sacrificio de la Misa, en la consagración.

Por esta razón, debo, en primer lugar, tratar de ofrecerme y ofrecer toda mi vida al Padre en el ofertorio de la misa para luego consagrarme con Cristo al Padre por amor a Dios y a mis hermanos, los hombres, para finalmente en la comunión, recibir al mismo Cristo inmolado por amor y comulgar con sus mismo deseos y sentimientos de amor y entrega total al padre y a los hermano. (Describirlo brevemente con mis ideas escritas, para irnos transformando en Cristo Jesús).

 

 

1.- NATURALEZA DEL SACRIFICIO; CÓMO LOS SACRIFICIOS ANTIGUOS NO ERAN MÁS QUE FIGURAS; LA INMOLACIÓN DEL CALVARIO, ÚNICA REALIDAD; VALOR INFINITO DE ESTA OBLACIÓN

 

San Pablo nos dice que todos los sacrificios de la Ley antigua,  no eran más que figuras (1Cor 10,11); «imperfectos y pobres rudimentos» del sacrificio de la Nueva Ley (Gál 4,9); no agradaban a Dios sino en cuanto representaban el sacrificio futuro, el único digno de El: el sacrificio del Hijo hecho hombre en la Cruz. En la inmolación sangrienta de Cristo en el Calvario, Jesús, dice San Pablo, se ha ofrecido El mismo a Dios por nosotros como una oblación y un sacrificio de agradable olor (Ef 5,2). Cristo ha sido propuesto por Dios a los hombres como la víctima propiciatoria en virtud de su sangre, por medio de la fe (Rom 3,25).

Ahora bien, San Pablo nos dice expresamente que este decreto de la adorable voluntad de su Padre, Cristo lo aceptó desde su entrada en el mundo. Jesucristo, en el momento de la Encarnación, vio con una sola mirada todo cuanto había de padecer por la salvación del género humano, desde el pesebre hasta la cruz, y entonces se consagró a cumplir enteramente el decreto eterno, e hizo la ofrenda voluntaria de su propio cuerpo para ser inmolado.

San Pablo, en su carta a los Hebreos nos dice: «Cristo, entrando en el mundo, dice a su Padre: No quisiste ni víctimas ni ofrendas, pero me adaptaste un cuerpo; no aceptaste holocaustos ni sacrificios por el pecado. Entonces dije: Heme aquí... Vengo, oh Dios mío, a hacer tu voluntad» (Heb 10,5 y 8-9).

Y habiendo comenzado así la obra de su sacerdocio por la perfecta aceptación de la voluntad de su Padre y la oblación de sí mismo, Jesucristo consumó el sacrificio sobre la Cruz con una muerte cruenta. Inauguró su Pasión renovando la oblación total que había hecho de sí mismo en el momento de la Encarnación. «Padre, dijo al ver el cáliz de dolores que se le presentaba, no se haga lo que yo quiero, sino lo que Tú quieres»; y su última palabra antes de expirar será: «Todo está cumplido» (Jn 19,30).

La víctima es santa, pura, inmaculada, pues es el mismo Jesucristo; El es el cordero sin mancha, que con su propia sangre, derramada hasta la última gota como en los holocaustos, borra los pecados del mundo. Jesucristo ha sido inmolado, ha dado su vida, pasión y muerte por nosotros, para que nosotros tengamos vida eterna; cargado con nuestros pecados nos ha sustituido; cargado de todas nuestras iniquidades, se hizo víctima por nuestros pecados.·«Dios cargó sobre El nuestras iniquidades» (Is 53,6).

Jesucristo, en fin, ha aceptado y ofrecido este sacrificio con una libertad llena de amor: «Nadie me quita la vida, soy yo quien la doy por todos vosotros» (Jn 5,18); y Él lo ha querido así únicamente «porque amo a mi Padre… yo doy mi vida por vosotros …lo hago así para que el mundo comprenda que yo amo al Padre, y que como el Padre me ha ordenado, así lo hago» (Jn 14,31).

De esta inmolación de un Cristo, inmolación voluntaria y amorosa, ha resultado la salvación del género humano: la muerte de Jesús nos ha rescatado a todos de la muerte y del pecado, porque nos ha reconciliado con Dios, estableciendo la alianza definitiva de salvación entre Dios y los hombres que nos abre las puertas del cielo y nos constituye herederos de la vida eterna.

Este sacrificio nos ha perdonado a todos y nos ha colmadado de toda gracia y bendición de dios; por eso, cuando Jesucristo muere, el velo del templo de Israel se rasga por medio, para mostrar que los sacrificios antiguos quedaban abolidos para siempre, y reemplazados por el único sacrificio digno de Dios.

En adelante, no habrá salvación, no habrá santidad, sino participando del sacrificio de la Cruz, cuyos frutos son inagotables: «Por esta oblación única, dice San Pablo, Cristo ha procurado para siempre la perfección a los que han de ser santificados» (Heb 10,14).

 

 

 

3. EL SACRIFICIO DE CRISTO ES ÚNICO Y SE RENUEVA Y HACE PRESENTE POR EL SACRIFICIO DE LA MISA

(Para este tema, mi última lección en el seminario)

 

Este sacrificio de Cristo se hace presente en el altar: el sacrificio de la Misa es el mismo sacrificio la Cruz, pero ya del Cristo total, nacido, crecido, predicador de la Palabra, muerto y resucitado, toda la vida de Cristo, desde que nace hasta que muere se hace presente. No puede haber, en efecto, otro sacrificio, sino el del Calvario; esta oblación es única y suficientísima, dice San Pablo; suficientísima, pero Nuestro Señor ha querido que se continúe en la tierra para que sus méritos se  apliquen a todos los hombres, a toda la creación.

Para esto, Cristo ha instituido el sacerdocio católico. Por el sacramento del Orden ha escogido a ciertos hombres, a quienes hace participantes de su sacerdocio. Ciertamente Cristo es el único y supremo sacerdote, pero sigue ejerciendo su sacerdocio a través de la humanidad prestada por otros hombres.

 Cuando el obispo extiende, en la ordenación, las manos para consagrar a los sacerdotes, la voz de los ángeles repite sobre cada uno: «Tú eres sacerdote para siempre; el carácter sacerdotal que recibes, nunca te será quitado; ese carácter lo recibes de manos de Jesucristo, y su Espíritu es quien toma posesión de ti para convertirte en ministro de Jesucristo». Y Jesús va a renovar ya, desde el jueves santo, su sacrificio por medio de los elegidos, los sacerdotes. (Esto está bien, pero está superado; ver lo que yo tengo en mi libro sobre la misa)

 

((((Veamos lo que se verifica en el altar. ¿Qué es lo que vemos? -Después de algunas oraciones preparatorias y algunas lecturas, el sacerdote ofrece el pan y el vino: es la «ofrenda» u «ofertorio»; esos elementos serán muy pronto transformados en el cuerpo y en la sangre de Nuestro Señor. El sacerdote invita luego a los fieles y a los espíritus celestiales a rodear el altar, que va a convertirse en un nuevo Calvario, a acompañar con alabanzas y homenajes la acción santa.

Después de lo cual, entra silenciosamente en comunicación más íntima con Dios, llega el momento de la consagración: extiende las manos sobre las ofrendas como el sumo sacerdote lo hacía en otro tiempo sobre la víctima que iba a inmolar, recuerda todos los gestos y todas las palabras de Jesucristo en la última cena, en el momento de instituir este sacrificio: «En el dia antes de padecer»; después, identificándose con Jesucristo, pronuncia las palabras rituales: «Este es mi cuerpo», «Esta es mi sangre»... Estas palabras verifican el cambio del pan y del vino en el cuerpo y en la sangre de Jesucristo. Por su voluntad expresa y su institución formal, Jesucristo se hace presente, real y sustancialmente, con su divinidad y su humanidad, bajo las especies, que permanecen y le ocultan a nuestra vista.

Pero, como sabéis, la eficacia de esta fórmula es más extensa: por estas palabras, se realiza el sacrificio. En virtud de las palabras: «Este es mi cuerpo», Jesucristo, por mediación del sacerdote, pone su carne bajo las especies del pan; por las palabras: «Esta es mi sangre», pone su sangre bajo las especies del vino. Separa de ese modo, místicamente, su carne y su sangre, que, en la Cruz, fueron físicamente separadas; separación que le produjo la muerte.

Después de su resurrección, Jesucristo no puede ya morir, «la muerte no hará presa en El ya nunca más» (Rom 6,9); «El mismo Cristo que fue inmolado sobre la Cruz es inmolado en, el altar, aunque de un modo diferente»; y esta inmolación, acompañada de la ofrenda, constituye un verdadero sacrificio. [In hoc divino sacrificio quod in Missa peragitur, idem ille Christus continetur et immolatur, qui in ara crucis seipsum cruentum obtulit. Conc. Trid., Sess. XXII, cap.2].

La comunión consuma el sacrificio; es el último acto importante de la Misa.- El rito de la manducación de la víctima acaba de expresar la idea de sustitución, y sobre todo, de alianza, que se encuentra en todo sacrificio. Uniéndose tan íntimamente a la víctima que le ha sustituido, el hombre se inmola a su vez, si así puede decirse; siendo la hostia una cosa santa y sagrada, al comerla, uno se apropia, en cierto modo, la virtud divina que resulta de su consagración.

En la Misa, la víctima es el mismo Jesucristo, Dios y Hombre; por eso la comunión es por excelencia el acto de unión a la divinidad; es la mejor y más íntima participación en los frutos de alianza y de vida divina que nos ha procurado la inmolación de Cristo.

Así, pues, la Misa no es sólo una simple representación del sacrificio de la Cruz; no tiene únicamente el valor de un simple recuerdo, sino que hace presente toda la vida y el sacrificio, el mismo del Calvario, el cual reproduce y prolonga, y cuyos frutos aplica.

 

 

 

4. FRUTOS DEL SACRIFICIO DE LA MISA; HOMENAJE DE PERFECTA ADORACIÓN AL PADRE, SACRIFICIO DE PROPICIACIÓN POR NUESTROS PECADOS; ACCIÓN DE GRACIAS DIGNA DE DIOS; Y SACRIFICIO DE PODEROSA IMPETRACIÓN

( ver mi libros sobre la misa)

 

Los frutos de la Misa son inagotables, porque son los frutos mismos del sacrificio de la Cruz que se hacen presentes por el ministerio de los sacerdotes. El mismo Jesucristo es quien se ofrece por nosotros a su Padre. Es verdad que después de la Resurrección no puede ya merecer; pero ofrece los méritos infinitos adquiridos en su Pasión, muerte y resurrección;¡Tan extensos e inmensos son los frutos de este sacrificio, tan sublime es la gloria que procura a Dios!

Así, pues, cuando sintamos el deseo de reconocer la infinita grandeza de Diosy de ofrecerle, a pesar de nuestra indigencia de criaturas, un homenaje que sea, con seguridad aceptado, ofrezcamos el santo sacrificio, o asistamos a él, y presentemos a Dios la divina víctima el Padre Eterno recibe de ella, como en el Calvario, un homenaje de valor infinito, un homenaje perfectamente digno de sus inefables perfecciones.

Por Jesucristo, Dios y Hombre, inmolado en el altar, se da al Padre todo honor y toda gloria.[Per ipsum et cum ipso et in ipso et tibi Deo Patri omnipotenti... omnis honor et gloria per omnia sæcula sæculorum. Ordinario de la Misa]. No hay, en la religión, acción que calme tanto al alma convencida de su nada, y ávida, no obstante esto, de rendir a Dios homenajes dignos de la grandeza divina.

Todos los homenajes reunidos de la creación y del mundo de los escogidos no dan al Padre Eterno tanta gloria como la que recibe de la ofrenda de su Hijo. Para llegar a comprender el valor de la Misa, es necesaria la fe, esa fe que es a modo de participación del conocimiento que Dios tiene de sí mismo y de las cosas divinas.

A la luz de la fe, podemos considerar el altar, tal como lo considera el Padre celestial. ¿Qué es lo que ve el Eterno Padre sobre el altar en que se ofrece el santo sacrificio? Ve «al Hijo de su amor» [Filius dilectionis suæ. Sess XXII, cap.2], al Hijo de sus complacencias, presente, con toda verdad y realidad, y renovando el sacrificio de la Cruz.

El precio y valor de las cosas lo tasa Dios en proporción de la gloria que éstas le tributan; pues bien, en este sacrificio, como en el Calvario, recibe una gloria infinita por mediación de su amado Hijo; de suerte que no pueden ofrecerse a Dios homenajes más perfectos que éste, que los contiene y excede a todos.

 

El santo sacrificio es también fuente de confianza y de perdón. Cuando nos abate el recuerdo de nuestras faltas y procuramos reparar nuestras ofensas y satisfacer más ampliamente a la justicia divina, para que nos absuelva de las penas del pecado, no hallamos medio más eficaz ni más consolador que la Misa.

       Oíd lo que a este propósito dice el Concilio de Trento: «Mediante esta oblación de la Misa Dios, aplacado, otorga la gracia y el don de la penitencia perdona los crímenes y los pecados, aun los más horrendos». [Si así podemos expresarnos, la Eucaristía como Sacramento procura (o, si se quiere, tiene por fin primario) la gracia in recto (directa o formalmente), y la gloria de Dios in obliquo (indirectamente), en tanto que el santo sacrificio procura in recto la gloria de Dios, e in obliquo la gracia de la penitencia y de la contrición por los sentimientos de compunción que excita en el alma]. ¿Quiere esto decir que la Misa perdona directamente los pecados? -No, ése es privilegio reservado únicamente al sacramento de la Penitencia y a la perfecta contrición; pero la Misa contiene abundantes y eficaces gracias, que iluminan al pecador y le mueven a hacer actos de arrepentimiento y de contrición, que le llevarán a la penitencia y por ella le devolverán la amistad con Dios (Conc. Trid. XXII, c. 1).

Si esto puede decirse con verdad del pecador a quien aun no ha absuelto el sacerdote, con sobrada razón podrá decirse de las almas justificadas, que anhelan una satisfacción tan completa como sea posible de sus faltas y que llegue a colmar el deseo que tienen de repararlas. ¿Por qué así? -Porque la Misa no es solamente un sacrificio laudatorio o un mero recuerdo del de la Cruz es verdadero sacrificio de propiciación, instituido por Jesucristo opara aplicarnos cada día la virtud redentora de la inmolación de la Cruz» (Secreta del Domingo IX después de Pentecostés).

De ahí que veamos al sacerdote, aun cuando ya disfruta de la gracia y amistad de Dios, ofrecer este sacrificio «por sus pecados, sus ofensas y sus negligencias sin número». La divina víctima aplaca a Dios y nos le vuelve propicio. Por tanto, cuando la memoria de nuestras faltas nos acongoja, ofrezcamos este sacrificio: en él se inmola por nosotros Jesucristo: «Cordero de Dios que quita los pecados del mundo» y que «renueva, cuantas veces se sacrifica, la obra de nuestra redención» (Sal 83,10).

 ¡Qué confianza, pues, no debemos tener en este sacrificio expiatorio! Por grandes que sean nuestras ofensas y nuestra ingratitud, una sola Misa da más gloria a Dios que deshonra le han inferido, digámoslo así, todas nuestras injurias.

«¡Oh Padre Eterno, dignaos echar una mirada sobre este altar, sobre vuestro Hijo, que me ama y se entregó por mí en la cima del Calvario, y que ahora os presenta en favor mío sus satisfacciones de valor infinito: "mirad al rostro de vuestro Hijo" (+Rom 5, 8-9), y dad al olvido las faltas que yo cometí contra vuestra infinita bondad! Os ofrezco esta oblación, en la que encontráis vuestras complacencias, como reparación de todas las injurias cometidas a vuestra divina majestad». Semejante oración indudablemente será atendida por Dios, por cuanto se apoya en los méritos de su Hijo, que por su Pasión todo lo ha expiado.

Otras veces lo que nos embarga es la memoria de las misericordias del Señor: el beneficio de la fe cristiana que nos ha abierto el camino de la salvación y hecho participantes de todos los misterios de Cristo, en espera de la herencia de la eterna bienaventuranza; una infinidad de gracias que desde el Bautismo se van escalonando en el camino de toda nuestra vida.

Al echar una mirada retrospectiva, el alma siéntese como abrumada a la vista de las gracias innumerables de que Dios, a manos llenas, la ha colmado; y entonces, fuera de sí por verse objeto de la divina complacencia, exclama: «Señor, ¿qué puedo darte yo, miserable criatura, por tantos beneficios recibido de tu generosidad, qué podré darte que sea digno de tu bondad?»

Aunque Tú, Dios mío, «no tienes necesidad de mis bienes» (Sal 15,2), qué podré darte yo que tú no tengas, sin embargo, es justo que muestre gratitud por tu infinita liberalidad para conmigo; siento esta necesidad en lo íntimo de mi ser «¿cómo, pues, satisfacer, Señor y Dios mío, de una manera digna a vuestra grandeza y liberalidad?» (ib. 115,12). «¿Cómo corresponderé al Señor por todos los beneficios que de Él he recibido?» Tal es la exclamación del sacerdote después de la sunción de la Hostia. Y, ¿cual es la respuesta que en sus labios pone la Iglesia? «Tomaré el cáliz de la salud»...

La Misa es la acción de gracias por excelencia, la más perfecta y la más grata que podemos ofrecer a Dios. Leemos en el Evangelio que, antes de instituir este sacrificio, Nuestro Señor «dio gracias» a su Padre: eujaristesas. San Pablo usa de la misma expresión, y la Iglesia ha conservado este vocablo con preferencia a cualquier otro, sin querer con esto excluir los otros caracteres de la Misa, para significar la oblación del altar: sacrificio eucarístico, esto es, sacrificio de acción de gracias.

Ved cómo, en todas las misas, después del ofertorio y antes de proceder a la consagración, el sacerdote, a ejemplo de Jesucristo, entona un cántico de acción de gracias: «Verdaderamente es justo y necesario, es nuestro deber y salvación, darte gracias siempre y en todo lugar, Señor Dios, Padre omnipotente, por todos tu beneficios…, Por Jesucristo Señor nuestro» (Prefacio de la Misa). Tras esto, inmola la Víctima Sacrosanta: Ella es quien rinde las debidas gracias por nosotros y quien agradece en su justo valor, pues Jesús es Dios, los beneficios todos que desde el cielo, y del seno del Padre de las luces descienden sobre nosotros (Sant 1,17). Por mediación de Jesucristo, nos han sido otorgados, y por El asimismo, toda la gratitud del alma se remonta hasta el trono divino.

Finalmente, la Misa es sacrificio de impetración, se súplica e intercesion.

Nuestra indigencia no tiene límites: necesidad tenemos incesantemente de luz, de fortaleza y de consuelo: pues en la Misa es donde hallaremos todos estos auxilios.- Porque, en efecto, en este sacramento está realmente Aquel que dijo: «Yo soy la luz del mundo; Yo soy el camino; Yo soy la verdad, Yo soy la vida. Venid a Mí todos los que andáis trabajados, que Yo os aliviaré. Si alguien viniere a Mí, no lo rechazaré» (Jn 7,37).

Es el mismo Jesús, que «pasó por doquier haciendo bien» (Hch 10,38); que perdonó a la Samaritana, a Magdalena y al Buen Ladrón, pendiente ya en la Cruz; que libraba a los posesos, sanaba a los enfermos, restituía la vista a los ciegos y el movimiento a los paralíticos; es el mismo Jesús que permitió a San Juan reclinar su cabeza sobre su sagrado corazón.

Con todo, es de advertir, que en el altar se halla de modo y a título especial, a saber, como víctima sacrosanta que se está ofreciendo a su Padre por nosotros; inmolado y, con todo, vivo y rogando por nosotros. «Siempre vivo para interceder por nosotros» (Heb 7,25).

Ofrenda también sus infinitas satisfacciones a fin de obtenernos las gracias que nos son necesarias para conservar la vida espiritual en nuestras almas; apoya nuestras peticiones y nuestras súplicas con sus valiosos méritos; así que nunca estaremos más ciertos que en este momento propicio de alcanzar las gracias que necesitamos. San Pablo, al hablar precisamente del «Pontífice soberano que penetró por nosotros en los cielos y que está lleno de piedad para con aquellos a quienes se digna llamar hermanos suyos, dice refiriéndose al altar donde Cristo se inmola que es el trono de la gracia, al que debemos acercarnos con plena confianza, a fin de alcanzar la gracia y ser socorridos en la hora oportuna» (Heb 4,16).

Notad estas palabras de San Pablo: Cum fiducia: «confianza», es la condición imprescindible para ser atendido. Hemos, pues, de ofrecer el santo sacrificio, o asistir a él con fe y confianza. No obra en nosotros este sacrificio a la manera de los sacramentos, ex opere operato; sus frutos son inagotables, pero, en general, son proporcionados a nuestras disposiciones interiores.

Cada Misa contiene un infinito potencial de perfección y santidad; pero según sea nuestra fe y nuestro amor, así serán las gracias que en ella obtengamos. Habréis reparado en que cuando el celebrante hace memoria, antes de la consagración, de aquellos que quiere recomendar a Dios, termina mencionando «a todos los asistentes», pero con la particularidad de que indica las disposiciones propias de cada uno. «Acordaos, Señor... de todos los fieles aquí presentes, cuya fe y devoción bien conoces» [Et omnium circumstantium quorum tibi fides cognita est et nota devotio. Canon de la Misa].

Estas palabras nos dicen que las gracias que fluyen de la Misa nos son otorgadas en la medida de la intensidad de nuestra fe y de la sinceridad de nuestra devoción. Tocante a la fe, ya os he dicho lo que es; No es otra cosa que la entrega pronta y completa de todo nuestro ser a Dios, a su voluntad y a su servicio; Dios, que es el único que escudriña el fondo de nuestros corazones, ve si nuestro deseo y nuestra voluntad de serle fieles y de ser todo para El son sinceros. Así formaremos parte de aquellos «cuya fe y devoción te son conocidas», por quienes el sacerdote ora especialmente y que recibirán abundantemente del tesoro inagotable de los méritos de Jesucristo, que, a través de la santa Misa, se pone de nuevo a su disposición.

Nosotros, los creyentes, tenemos la convicción profunda de que todo nos viene del Padre celestial por mediación de Jesucristo; que Dios ha depositado en El todos los tesoros de santidad a que los hombres pueden aspirar; que este mismo Jesús está sobre el altar, con todos estos tesoros, no sólo presente, sino también ofreciéndose por nosotros a la gloria de su Padre, tributándole de este modo el homenaje en que más se complace y perpetuando la renovación del sacrificio de la Cruz, a fin de que así podamos aprovecharnos de su soberana eficacia; si tenemos, repito, esta convicción profunda, estad seguros de que podremos solicitar y conseguir cualquier género de gracia.

Porque, en estos solemnes momentos, es lo mismo que si nos halláramos en compañía de la Santísima Virgen, de San Juan y de la Magdalena, al pie de la Cruz, y junto a la fuente misma de donde mana toda salud y toda redención. ¡Ah, si conociésemos el don de Dios!... ¡Si supiéramos de qué tesoros disponemos, tesoros que podríamos utilizar en favor nuestro y de la Iglesia universal!...

 

 

 

5. INTIMA PARTICIPACIÓN EN LA OBLACIÓN DEL ALTAR POR NUESTRA UNIÓN CON CRISTO, SACERDOTE Y VÍCTIMA

 

Sin embargo, no debemos detenernos aquí, si ansiamos investigar cumplidamente las intenciones que tuvo Jesucristo al instituir el santo sacrificio, y que expresa la Iglesia en su liturgia por medio de gestos y palabras que acompañan a la ofrenda. Participando en la santa misa espiritualmente, de forma consciente y activa, como dice el Vaticano II, (verlo en mi libro sobre la misa) podemos ofrecer con Cristo al Dios un acto de adoración perfecto, solicitar la remisión completa de nuestras faltas, tributarle dignas acciones de gracias, y obtener la luz y fortaleza que necesitamos. Pero, repito que no basta una participación rutinaria y de mero espectador sin tomar parte activa en la acción santa.

Tenemos que esforzarnos por llegar a una participación activa y personal que nos haga identificarnos con los sentimientos de Cristo sacerdote y víctima,  a fin de transformarnos en El. Por su Encarnación Cristo nos has unido a sus misterios y a su Persona, por mística unión. Toda la humanidad está llamada a constituir un cuerpo místico cuya cabeza es Cristo, una sociedad de la que El es Jefe y cuyos miembros somos nosotros. Por ley natural, los miembros no pueden separarse de la cabeza ni ser ajenos a su acción.

La acción por excelencia de Jesucristo, que resume toda su vida y le confiere todo su valor, es su sacrificio. Al modo que asumió en sí nuestra naturaleza humana, excepto el pecado, de igual manera quiere hacernos participar del misterio capital de su vida. Sin duda que no estábamos corporalmente en el Calvario cuando El se inmoló por nosotros, ocupando el lugar que debiéramos ocupar nosotros, mas quiso son palabras del Concilio de Trento- que su sacrificio se perpetuase, con su inagotable virtud, por la acción de su Iglesia y de sus ministros [Seipsum ab Ecclesia, per sacerdotes sub signis sensibilibus immolandum. Sess XXII, cap.1].

Verdad es que sólo los presbíteros que son admitidos, por el sacramento del Orden, a participar del sacerdocio de Cristo, tienen el derecho de ofrecer oficialmente el cuerpo y la sangre de Jesucristo.- Sin embargo, todos los fieles pueden, claro está que a título inferior, pero verdadero, ofrecer la sagrada hostia. Por el Bautismo, participamos en algún modo del sacerdocio de Cristo, por lo mismo que participamos de la vida divina de Jesucristo, con sus cualidades y diferentes estados. (Superado, ver Vaticano II)

El es Sacerdote único y nosotros somos sacerdotes con nuestra cabeza, con Él y por Él. Oíd lo que a este propósito dice San Pedro a los recién bautizados: «Sois un pueblo escogido, una familia regia y sacerdotal, una nación santa, un pueblo adquirido por Dios» (1Pe 2,9) [+Ap 1,5-6. «A Aquel que nos amó, que nos purificó de nuestros pecados con su sangre y que nos hizo reyes y sacerdotes de Dios, su Padre, a Él sea la gloria y poderío»]. Así, pues, los fieles pueden ofrecer y ofrecerse con la hostia santa, en unión con Cristo, sacerdote y víctima.

Las oraciones con que la Iglesia acompaña este divino sacrificio nos dan a conocer con evidencia que los asistentes tienen también su parte en la oblación. Lo vemos claramente en las palabras que el sacerdote reza, terminado el ofertorio, antes del canto del Prefacio? «Orad, hermanos, para que este sacrificio mío y vuestro sea agradable a Dios Padare Omnipotente… [Orate, fratres, ut meum ac vestrum sacrificium acceptabile fiat apud Deum Patrem omnipotentem].

De igual manera, en la oración que antecede a la consagración, el celebrante pide a Dios que tenga a bien acordarse de los fieles presentes, de «aquellos, dice, por quienes te ofrecemos o ellos mismos te ofrecen este sacrificio de alabanza y por sí y todos los suyos» [Memento, Domine, famulorum tuorum... pro quibus tibi offerimus vel qui tibi offerunt hoc sacrificum laudis, pro se suisque omnibus].

Y al punto, extendiendo las manos sobre la oblata, ruega a Dios se digne aceptarla «como sacrificio de toda la familia espiritual» congregada en torno del altar [Hanc igitur oblationem servitutis nostræ sed et cunctæ familiæ tuæ quæsumus, Domine, ut placatus accipias]. Bien se echa de ver, por lo dicho, que los fieles, en unión con el sacerdote, y, por él, con Jesucristo, ofrecen este sacrificio. Cristo es el Pontífice supremo y principal, el sacerdote es el ministro por El elegido, y los fieles, en su grado, participan de este divino sacerdocio y de todos los actos de Jesucristo.

«Asistamos, pues, con atención; sigamos al sacerdote, que actúa en nombre nuestro y por nosotros habla, acordémonos de la antigua costumbre de ofrecer cada uno el pan y el vino para suministrar la materia de este celestial sacrificio.

Si la ceremonia ha cambiado, el espíritu, esto no obstante, es el mismo; todos ofrecemos con el sacerdote; nos solidarizamos con todo lo que él hace, con todo lo que él dice... Ofrezcamos, sí, pero ofrezcamos con él, ofrezcamos a Jesucristo, y ofrezcámonos a nosotros mismos con toda la Iglesia católica, diseminada por todo el orbe» (Bossuet, Meditaciones sobre el Evangelio).

No es el único punto de semejanza que tenemos con Jesucristo el que acabamos de enunciar. Cristo es sacerdote, pero también es víctima, y es deseo de su divino corazón el que compartamos con El esta cualidad. Precisamente esta disposición de víctimas es lo que principalmente nos capacita para llegar a la santidad.

Detengamos por un momento nuestra consideración en la materia del sacrificio, a saber, en el pan y en el vino que han de ser transmutados en el cuerpo y la sangre del Señor. Los Padres de la Iglesia han insistido sobre el significado simbólico de ambos elementos. El pan está formado por granos de trigo molidos y unidos para formar una sola masa; el vino, por las uvas reunidas y prensadas para fabricar un solo líquido: ved ahí la imagen de la unión de los fieles con Cristo y de los fieles todos entre sí.

En el rito griego, esta unión de los fieles con Jesucristo en su sacrificio, se patentiza con toda la viveza de las figuras orientales. Al comienzo de la Misa el celebrante, con una lanceta de oro, divide el pan en diferentes fragmentos y asigna a cada uno de éstos, con una oración especial, la misión de representar a las personas o a las distintas categorías de personas en cuyo honor, o en cuyo beneficio, se ofrecerá el sacrificio augusto.

La primera porción representa a Jesucristo; la segunda a la Santísima Virgen como corredentora; otras a los Apóstoles, Mártires, Vírgenes, al Santo del día y a toda la corte de la Iglesia triunfante. Siguen los fragmentos reservados a la Iglesia purgante y a la Iglesia militante; al Soberano Pontífice, a los Obispos y a los fieles asistentes. Acabada esta ceremonia, el sacerdote deposita todas las porciones sobre la patena y las ofrece a Dios, ya que todas serán luego transformadas en el cuerpo de Jesucristo. Esta ceremonia simboliza lo íntima que debe ser nuestra unión con Cristo en este sacrificio.

Si la liturgia latina es más sobria en este particular, no es menos expresiva. Así, conserva una ceremonia de origen muy antiguo, que el celebrante no puede omitir y me refiero a lo que hace, antes del ofertorio, mezclando un poco de agua con el vino en el cáliz. El significado de esta ceremonia nos la proporciona la oración que acompaña este gesto: «Oh Dios, que formaste al hombre en un estado tan noble y, por la obra de la Encarnación, lo restableciste de un modo aun más admirable, haz, te suplicamos, que por el misterio de esta agua y de este vino seamos participantes de la divinidad de Aquel que se dignó formar parte de nuestra humanidad, Jesucristo, Hijo tuyo y Señor nuestro que, siendo Dios, vive y reina contigo en unidad con el Espíritu Santo, por todos los siglos». Al punto, el celebrante ofrece el cáliz para que Dios lo reciba in odorem suavitatis: «como suave aroma».

Así, pues, el misterio que simboliza esta mezcla del agua con el vino es, en primer lugar, la unión verificada, en la persona de Cristo, de la divinidad con la humanidad; misterio del que resulta otro que señala también esta oración, a saber, nuestra unión con Cristo en su sacrificio. El vino representa a Cristo, y el agua figura al pueblo, como ya lo decía San Juan en el Apocalipsis, y confirmó el Concilio de Trento [Aquæ populi sunt. (Ap 17,15). Hac mixtione, ipsius populi fidelis cum capite Christo unio repræ-sentatur. Sess XXII, c. 7].

Debemos, pues, asociarnos a Jesucristo en su inmolación y ofrecernos con El, para que nos tome consigo, e inmolándonos, en unión suya, nos presente a su Padre, en olor agradable; la ofrenda que, unida con la de Jesucristo, hemos de donar, no es otra que la de nosotros mismos.

Si los fieles participan, por el Bautismo, del sacerdocio de Cristo, es, dice San Pedro, «para ofrecer sacrificios espirituales que sean agradables a Dios por Jesucristo» (1Pe 2,15). Tan cierto es esto, que repetidas veces en la oración que sigue a la ofrenda dirigida a Dios, antes del solemne momento de la consagración, la Iglesia atestigua esta unión de nuestro sacrificio con el de su divino Esposo. «Dígnate, Señor -son sus palabras-, santificar estos dones, y aceptando el ofrecimiento que te hacemos de esta hostia espiritual, haz de nosotros una oblación eterna para gloria tuya por Jesucristo Nuestro Señor» [Propitius, Domine, quæsumus, hæc dona sanctifica, et hostiæ spiritualis oblatione suscepta, nosmetipsos tibi perfice munus æternum. Misa del lunes de Pentecostés. Esta oración (secreta) está también en la Misa de la fiesta de la Santísima Trinidad].

Mas, para que así seamos aceptos a los ojos de Dios, preciso es que nuestra oblación vaya unida a la que Jesucristo hizo de su persona sobre la Cruz y que renueva sobre el altar; porque Nuestro Señor, al inmolarse, ocupó nuestro lugar, nos reemplazó; y por esta razón, el mismo golpe mortal que lo hizo sucumbir, nos dio mística muerte a nosotros. «Si murió uno por todos, luego todos murieron» (2Cor 5,14). Por lo que nos toca nosotros, sólo moriremos con Él si nos asociamos a su sacrificio en el altar, uniéndonos a sus deseos e intenciones.

 Dios debe disponer con entera libertad de la víctima que se le inmola; y por lo mismo, nuestra disposición de ánimo debe ser la de abandonar todas las cosas en las manos de Dios, debemos realizar actos de renunciamiento y mortificación, y aceptar los padecimientos, las pruebas y las cruces cotidianas por amor de El, de tal suerte que podamos decir, como dijo Jesucristo momentos antes de su Pasión: « Mas para que el mundo conozca que amo al Padre, y como el Padre me mandó, así hago» (Jn 14,31).

Esto será ofrecerse verdaderamente con Jesucristo. Así, pues, cuando ofrecemos al Eterno Padre su divino Hijo y realizamos al mismo tiempo la oblación de nosotros mismos con la de la «sagrada hostia» en disposiciones semejantes a las que animaban al deífico Corazón de Jesús sobre el ara de la Cruz, como son: amor intenso a su Padre y a nuestros prójimos, ardiente deseo de la salvación de las almas, total abandono a la voluntad y decisiones del Todopoderoso, en particular si son penosas y contrarían a nuestra naturaleza; en tal caso, podemos estar seguros de que tributamos a Dios el homenaje más grato que está a nuestro alcance rendirle.

Disponemos con este sacrificio del medio más poderoso para transformarnos en Jesucristo, particularmente si nos unimos a El por la Comunión, que es el modo más eficaz de participar en el sacrificio del altar. Porque Jesucristo, al vernos incorporados a su Persona, nos inmola consigo y nos hace agradables a los ojos de su Padre, y de este modo, por la virtud de su gracia, nos hace cada día más semejantes a El.

Es lo que quiere dar a entender esta oración misteriosa que el celebrante recita después de la consagración: «Te suplicamos, Dios omnipotente, ordenes que estas nuestras ofrendas sean presentadas por mano de tu santo Mensajero, sobre el altar de la gloria, ante el acatamiento de tu divina Majestad, para que todos cuantos participamos de este sacrificio por la recepción del sacratísimo cuerpo y sangre de tu Hijo, seamos colmados de toda suerte de bendiciones y de gracias».

Por tanto, excelente manera de asistir al santo sacrificio será la de seguir con los ojos, con la mente y con el corazón, todo lo que se hace en el altar, asociándose a las oraciones que en momento tan solemne pone la Santa Iglesia en boca de sus ministros.

Si así nos asociamos, por una profunda reverencia, una fe viva, un amor vehemente y un sincero arrepentimiento de nuestras culpas, a Jesucristo, que hace de Pontífice y de víctima en este sacrificio, El, que mora en nosotros, hace suyas todas nuestras aspiraciones, y ofrece en lugar y en favor nuestro a su divino Padre una adoración perfecta y una cumplida satisfacción.

Tribútale también dignos hacimientos de gracias, y las peticiones que formula siempre son atendidas. Todos estos actos del Pontífice eterno, cuando sobre el ara reitera la inmolación del Gólgota, vienen a ser propios nuestros. [Docet sancta synodus per istud sacrificium fieri ut si cum vero corde et recta fide, cum metu et reverentia, contriti ac pænitentes, ad Deum accedamus, misericordiam consequamur et gratiam inveniamus in auxilio opportuno. Conc. Trid., Sess. XXII, cap.2]

Y en tanto que rendimos a Dios, por intervención de Jesucristo, todo honor y toda gloria [Omnis honor et gloria, Canon de la Misa], un copioso raudal de luz y de vida desciende a nuestra alma e inunda a la Iglesia entera [Fructus uberrime percipiuntur. Conc. Trid., Sess. XXII, cap.2], porque, en efecto, cada Misa contiene en sí todos los merecimientos del sacrificio de la Cruz.

Mas para entrar en posesión de ello es preciso que nuestra alma se encuentre penetrada de aquellas disposiciones que animaron a la de Cristo al realizar su inmolación cruenta. Si compartimos así los sentimientos del corazón de Jesús (Fil 2,5), el eterno Pontifice nos introducirá consigo hasta el Santo de los Santos, ante el trono de la divina Majestad, al borde mismo de la fuente de donde brota toda gracia, toda vida y toda bienaventuranza.

¡Si conocieseis el don de Dios!...

 

1 LA FE EN JESUCRISTO, FUNDAMENTO DE LA VIDA CRISTIANA. LA FE, PRIMERA DISPOSICIÓN DEL ALMA, Y CIMIENTO DE LA VIDA SOBRENATURAL (Muy buena Lección-meditación- Plática, elaborada de la original, libro pag 143, que pongo al final)

 

Queridos hermanos, vamos a meditar sobre el plan divino de la creación y recreación del hombre y del mundo por Jesucristo. Es un misterio de amor extremo del Padre por su Palabra-Hijo pronunciada con Amor de Espíritu Santo desde toda la eternidad y que se ha realizado luego en el tiempo.

Hermanos, si existimos  es que Dios nos ama y ha soñado en nosotros para una eternidad de gozo en su Hijo con Amor de Espíritu Santo; nos ha dado la eternidad en el amor de nuestros padres con un beso de Espíritu Santo para vivir siempre. Si existimos es que Dios nos ha preferido a millones y millones de seres que no existirán  y nos ha señalado con su dedo creador y dador de vida, como Migue Ángel pintó en la capilla sixtina. Si existimos, somos un cheque firmado  y avalado por la sangre de Cristo para vivir eternamente en la misma felicidad de Dios Trino y Uno.

Este plan se ha realizado por la Encarnación del Hijo amado que se ofreció por nosotros y le dijo: “Padre, no quieres ofrendas y sacrificios, aquí estoy yo para hacer tu voluntad”. Y vino y se encarnó en el seno de la hermosa nazarena, María, Madre de Dios y de los hombres, siendo Hijo del Padre, y convirtiéndose a la vez en hermano nuestro, en nuestro modelo, nuestra redención y nuestra vida que, guiada por el Espíritu Santo en la iglesia, prosigue en el mundo, la obra santificadora del Salvador.

La excelsa figura de Cristo domina todo este plan divino; en ella se fijan las ideas eternas; El es el Alfa y la Omega. Antes de su Encarnación en El convergen las figuras, símbolos, ritos y profecías, y después de su venida, todo también está supeditado a El; es verdaderamente «el eje del plan divino».

Por eso, en el plan de Dios, Él ocupa el centro de la vida sobrenatural, de la vida de  gracia, de fe y amor a Dios. Todo el mundo de la fe y de la salvación, de lo sobrenatural se encuentra primeramente en Él: Hombre-Dios, Dios y humanidad perfecta, indisolublemente unida a una Persona divina, posee la plenitud de la gracia y de los celestiales tesoros, de los cuales mereció por su pasión y muerte ser constituido dispensador universal.

El es el camino, el único camino para llegar al Padre: “Yo soy el camino, la verdad y la vida… nadie va al Padre sino por mí… El Padre y yo somos uno… (Jn 14,15)… Por eso nos dirá san Pablo: «fuera de ese fundamento puesto por Dios, no hay nada firme». «Nadie puede edificar sobre otra base...» (1Cor 3,2). Sin ese Redentor y la fe en sus méritos, no hay salvación posible, y menos todavía santidad (Hch 4,12).

Cristo Jesús es la única senda, la única verdad, la única vida. Quien se aparta de ese camino, se aparta de la verdad, y busca en vano la vida: «Quien tiene al Hijo tiene la vida, y quien no tiene al Hijo carece de ella» (1Jn 5,12).

Vivir sobrenaturalmente es participar de esa vida divina, de la que Cristo es el autor y dispensador. Por El llegamos a ser hijos adoptivos del Padre, y lo somos en la medida en que somos conformes al que es por derecho Hijo verdadero y único del Padre, pero que quiere tener con El una multitud de hermanos por la gracia santificante. A esto se reduce toda la obra de gracia y santidad y unión con Dios, a ser hijos amados en el Hijo. Cristo lo es todo para nosotros en la vida sobrenatural de la gracia: es principio y origen, es camino, alimento, perdón, meta y premio.

Cristo vino a la tierra para realizar este plan del Padre: «Para que alcanzáramos la dignidad de hijos adoptivos» (Gál 4,5); para eso también transfirió a la Iglesia todos sus tesoros y poderes, enviándola de continuo el «Espíritu de Verdad» y de santificación para que dirija, guíe y perfeccione con su acción la obra santificadora hasta que el cuerpo místico llegue, al fin de los tiempos, a su entera perfección.

La bienaventuranza misma, fin de nuestra sobrenatural adopción, no es sino una herencia que Cristo ha tenido a bien compartir con nosotros: «Herederos de Dios, coherederos con Cristo» (Rm 8,17).

Por eso, Cristo es, y seguirá siendo, el único objeto de las divinas complacencias; y si un mismo amor abarca con eterna mirada a todos los elegidos que forman su reino, es sólo por El y en El. «Cristo ayer y hoy; Cristo por los siglos de los siglos» (Heb 13,8).

Ahora bien, hermanos, todo esto, de poco o nada nos serviría, si nos contentásemos con saberlo solo de una forma teórica y abstracta y no nos esforzásemos por vivirlo, ya que para esto Cristo se encarnó, lo predicó y murió y resucitó, para que todos tuviéramos la vida y la felicidad de Dios nuestro Padre.

Por eso, nuestra vida cristiana, vida de gracia, de fe y amor a Dios, debe ser un esfuerzo continuo por adaptarnos prácticamente a ese plan, recibido en nosotros por gracia en el sacramento del Bautismo; vamos a ver cómo el fundamento de todo este edificio espiritual es la fe en la divinidad de Nuestro Señor, y cómo el Bautismo, puerta de todos los sacramentos, imprime en toda nuestra existencia un doble carácter, de muerte y de vida: «de muerte al pecado» y de «vida en Dios».

En el admirable discurso que pronunció en la última Cena, la víspera de morir, y en el que parece descorrió el Señor un poquito el velo que nos oculta los secretos de la vida divina, nos dijo Jesús que «es una gloria para su Padre el que demos frutos abundantes» (Jn 15,8).

Procuremos desarrollar en nosotros esta cualidad de hijos de Dios cuanto podamos, porque así nos conformaremos con los designios eternos: pidamos a Cristo, Hijo único del Padre, y modelo nuestro, que nos enseñe prácticamente, no sólo cómo vive El en nosotros, sino también cómo hemos nosotros de vivir en El por los sacramentos especialmente del bautismo y eucaristía; porque ahí está el secreto, ése es el único medio a nuestro alcance para ponernos en disposición de poder rendir los frutos copiosos por los cuales el Padre podrá considerarnos como a hijos suyos muy queridos. «Si alguien permanece en mí y yo en él, ese tal dará fruto abundante» (ib. 5).

He dicho, y quisiera que esa verdad quedase grabada en el fondo de nuestras almas, que toda nuestra santidad consiste en participar de la santidad de Jesucristo, Hijo de Dios. ¿De qué modo lograremos esa participación? Recibiendo en nosotros al mismo Jesucristo, que es la única fuente de esa santidad.

San Juan, hablando de la Encarnación, nos dice que «todos los que han recibido a Jesucristo han recibido el poder de llegar a ser hijos de Dios». Pero, ¿cómo se recibe a Cristo, Verbo humanado? Primero y principalmente, por la fe: «A los que creen en su persona» (Jn 1,12).

San Juan, por tanto, nos dice que la fe en Jesucristo es la que nos hace hijos de Dios, y no de otro modo se expresa San Pablo cuando dice. «Sois todos vosotros hijos de Dios mediante la fe en Jesucristo» (Rm 3, 22-26).

En efecto, por medio de la fe en la divinidad de Jesucristo, nos identificamos con El, le aceptamos tal cual es, Hijo de Dios y Verbo encarnado; la fe nos entrega a Cristo; y Jesucristo, a su vez, introduciéndonos en el dominio de lo sobrenatural, nos presenta y ofrece a su Padre.

Y cuanto más perfecta, profunda, viva y constante sea la fe en la divinidad de Cristo, tanto mayor derecho tendremos, en calidad de hijos de Dios, a la participación de la vida divina. Recibiendo a Cristo por la fe, llegamos a ser por la gracia lo que El es por naturaleza, hijos de Dios; y entonces esa nuestra condición de hijos reclama de parte del Padre celestial una infusión de vida divina; nuestra calidad de hijos de Dios es como una oración continua: ¡Oh Padre santo, dadnos el pan nuestro de cada día, es decir, la vida divina, cuya plenitud reside en vuestro Hijo!»

 

Hablemos, pues, de la fe.

La fe constituye la primera disposición que se exige de nosotros en nuestras relaciones con Dios: «El primer contacto del hombre con Dios es por la fe» [Prima coniunctio hominis ad Deum per fidem. Santo Tomás, IV Sent., dist. 39, a. 6, ad 2; Est aliquid primum in virtutibus directe per quod scilicet iam ad Deum acceditur. Primus autem accessus ad Deum est per fidem. II-II, q.161, a.5, ad 2. +II-II, q.4, a.7, et q.23, a.8]. Lo mismo dice San Agustín: «La fe es la que se encarga en primer término de sujetar el alma a Dios» [Fides est prima quæ subiugat animam Deo. De agone christiano, cap.III, nº.14]. Y San Pablo añade: «Es necesario que los que aspiran a acercarse a Dios empiecen por creer ya que sin fe es imposible agradarle» (Heb 11,5-6); y más imposible aún el llegar a gozar de su amistad y permanecer hijos suyos» [Impossibile est ad filiorum eius consortium pervenire. Conc. Trid., Sess. VI, cap.8].

La fe no sólo es importantísima sino vital. No comprenderemos nada de la vida espiritual ni de la vida divina en nuestras almas, si no advertimos que se halla toda ella «fundada en la fe» (Col 1,23), en la convicción íntima y profunda de la divinidad de Jesucristo. Pues, como dice el Sagrado Concilio de Trento: «La fe es raíz y fundamento de toda justificación y, por consiguiente, de toda santidad» [Fides est humanæ salutis initium, fundamentum et radix omnis iustificationis. Sess. VI, cap.8].

Veamos ahora lo que es la fe, su objeto y de qué forma se manifiesta.

 

 

1. Cristo exige la fe como condición previa de la unión con él

Al recorrer el relato de la vida de Cristo en los Evangelios podemos ver que la fe es lo primero que exige para hablar y obrar en las personas que se dirigen a El.

Leemos que cierto día dos ciegos le seguían gritando: «Hijo de David, ten piedad de nosotros». Jesús deja que se le acerquen, y les dice: «¿Creéis que puedo curaros?» A lo que responden: « Sí, Señor». Entonces tócales los ojos y les devuelve la vista, diciendo: «Hágase conforme a vuestra fe» (Mt 9, 27-30).

Del mismo modo, luego de su Transfiguración, encuentra, al pie de la montaña del Tabor, a un padre que le suplica que cure a su hijo poseído del demonio. Y, ¿qué le dice Jesús? «Si puedes creer, todo es posible al que cree». No hizo falta más para que el desventurado padre exclamara: «Creo, Señor pero ayuda mi incredulidad, la flaqueza de mi fe» (ib. 17, 14-19; Mc 9, 16-26; Lc 9, 38-43). Y Jesús liberta al niño. Y el jefe de la sinagoga, al pedirle que resucite a su hija, Jesús le dice: “No temas, basta que creas y se salvará”. (Lc 8,50).

Muy a menudo resuena esta palabra en sus labios; frecuentemente le oímos decir: «vete en paz, su fe te ha curado…  vuestra fe os ha salvado». Se lo dice al paralítico, se lo dice a la mujer enferma doce años con flujos de sangre y que acababa de ser curada por haber tocado con fe su manto (Mc 5, 25-34).

Como condición indispensable de sus milagros requiere la fe en El aun tratándose de aquellos a quienes más ama. Reparad en que cuando Marta, hermana de Lázaro, su amigo, a quien pronto resucitará, le da a entender que hubiera muy bien podido impedir la muerte de su hermano, Jesucristo le dice que resucitará Lázaro, pero quiere, antes de obrar el prodigio, que Marta haga un acto de fe en su persona: «Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mi, aunque haya muerto vivirá…¿crees tú esto?» (Jn 11, 25-26; +40 y 42).

Limita deliberadamente los efectos de su poder allí donde no encuentra fe; el Evangelio nos dice expresamente que en Nazaret «no hizo muchos milagros por razón de la incredulidad de sus moradores» (Mt 13,58). Diríase que la falta de fe paraliza, si así puedo expresarme, la acción de Cristo.

En cambio, allí donde la encuentra, nada sabe rehusar, y se complace en hacer públicamente su elogio con verdadero calor. Cierto día que Jesús estaba en Cafarnaúm, un pagano, un oficial que mandaba una compañía de cien hombres se le aproxima y le pide la curación de uno de sus servidores enfermo. Dícele Jesús: «Iré y lo curaré». Pero el centurión le responde al punto:: “Señor, no te molestes, porque no soy digno de que entres bajo mi techo, por eso ni siquiera me consideré digno de salir a tu encuentro. Mándalo de palabra, y quede sano mi criado. Porque también yo, que soy un subalterno, tengo soldados a mis órdenes, y digo a éste: Vete, y va; y a otro: "Ven", y viene; y a mi siervo: "Haz esto", y lo hace. Al oír esto Jesús, quedó admirado de él, y volviéndose dijo a la muchedumbre que le seguía: Os digo que ni en Israel he encontrado una fe tan grande. Cuando los enviados volvieron a la casa, hallaron al siervo sano. 

Por eso Jesucristo, aun antes de pronunciar la palabra libertadora, manifiesta el gozo que semejante fe le causa: «En verdad, que ni siquiera entre los hijos de Israel he podido encontrar una fe semejante. Debido a ello, vendrán los gentiles a tomar asiento en el festín de la vida eterna, en el reino de los Cielos, mientras que los hijos de Israel, llamados los primeros al banquete, serán arrojados a causa de su incredulidad».

Tanto agrada a Jesús la fe, que ella acaba por obtener de El lo que no entraba en sus intenciones conceder. Tenemos de ello un ejemplo admirable en la curación pedida por una mujer cananea. Nuestro Señor había llegado a las fronteras de Tiro y Sidón, región pagana. Habiéndole salido al encuentro una mujer de aquellos contornos, comenzó a exclamar en alta voz: «Tened piedad de mí, Señor, Hijo de David; mi hija es cruelmente atormentada por el demonio». Jesús, al principio, no le hace caso, y en vista de ello, sus discípulos instante, diciendo: «Despachadla pronto, después de otorgarle lo que pide pues no deja de importunarnos con sus gritos». «Mi misión, les responde Cristo, es la de predicar solamente a los judíos».

A sus Apóstoles reservaba la evangelización de los paganos. Pero he aquí que la buena mujer se postra a sus pies. «Señor, vuelve a decirle, socórreme». Y Jesús vuelve igualmente a replicar lo mismo que a los Apóstoles, bien que empleando una locución proverbial, en uso por aquel entonces, para distinguir a los judíos de los paganos.

No es lícito tomar el pan de los hijos para darlo a los perros». Al oír esto, exclama ella, animada por su fe:·«Cierto, Señor; pero los cachorritos comen al menos las migajas que caen de la mesa de sus amos». Jesús, conmovido ante semejante fe, no puede menos de alabarla y concederle al punto lo que solicita: «¡Oh mujer, tu fe es grande; hágase según tus deseos!» Y a la misma hora fue curada su hija (Mt 15, 22-28).

En la mayor parte de estos ejemplos, se trata sin duda ninguna, de curaciones corporales; pero del mismo modo, y debido también a la fe, perdona Nuestro Señor los pecados y concede la vida eterna.

Considerad lo que dice a Magdalena, cuando la pecadora se arroja a sus pies y los riega con sus lágrimas: «Tus pecados han sido perdonados». La remisión de los pecados es, a no dudarlo, una gracia de orden puramente espiritual.

Ahora bien, ¿por qué razón Jesucristo devuelve a Magdalena la vida de la gracia? Por su fe. Jesucristo le dice exactamente las mismas palabras que a los que curaba de sus enfermedades corporales: «Vete; tu fe te ha salvado» (Lc 7,50).

Vayamos ya al final de su vida, cuando está crucificado en el  Calvario. ¡Qué magnífica recompensa promete al Buen Ladrón, atendiendo a su fe! Probablemente era un bandido este ladrón; pero en la cruz, y cuando todos los enemigos de Cristo le agobian con sus sarcasmos y mofas: «Si realmente es el Hijo de Dios descienda de la cruz, y creeremos en El», el ladrón, sin embargo, confiesa la divinidad de Cristo, al que ve abandonado de sus discípulos, y muriendo en un madero: “acuérdate de mí, Señor, cuando estés en tu reino”; al hablar del reino, es que cree y le pide asiento en su reino: ¡Qué fe en el poder de Cristo agonizante! ¡Cómo le llega a Jesucristo al corazón! «En verdad, tú estarás hoy conmigo en el Paraíso». Le perdona sólo por esta fe todos sus pecados, y le promete un lugar en su reino eterno. La fe era la primera virtud que Nuestro Señor exigía de los que se le acercaban, y la primera que ahora reclama de nosotros.

Cuando antes de su Ascensión a los Cielos envía a los Apóstoles a continuar su misión por el mundo, lo que exige es la fe; y podemos decir que en ella cifra la realización de la vida cristiana: «Id, enseñad a todas las naciones... el que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, será condenado». ¿Quiere esto decir que basta sólo la fe? -No; los Sacramentos y la observancia de los Mandamientos son igualmente necesarios, pero un hombre que no cree en Jesucristo, nada tiene que ver con sus Mandamientos ni con los Sacramentos. Por otra parte, si nos acercamos a sus Sacramentos, si observamos sus preceptos, es debido a que creemos en Jesucristo; por consiguiente, la fe es la base de nuestra vida sobrenatural.

Como vemos, la fe es exigida por Cristo para entrar en su amistad, en su persona, en su reino, en su salvación. Para entrar en el mundo sobrenatural, el primer paso es la fe. Para conocer a Cristo, al Padre, a la Trinidad, el primer paso es la fe. Ella nos lleva hasta Dios, y nos llevará a verle un día cara a cara al que ahora solo conocemos por la fe.

La gloria de Dios exige de nosotros que durante el tiempo de nuestra vida terrenal le sirvamos en la fe. Ese es el homenaje que espera de nosotros y que constituye toda nuestra prueba, antes de llegar a la meta final. Llegará un día en que habremos de ver a Dios cara a cara; su gloria entonces consistirá en comunicarse plenamente en todo su esplendor y en toda la claridad de su eterna bienaventuranza; pero mientras estemos aquí abajo, entra en el plan divino que Dios sea para nosotros un Dios oculto; aquí abajo, quiere Dios ser conocido, adorado y servido en la fe; cuanto más extensa, viva y práctica sea ésta, tanto más agradables nos haremos a las divinas miradas.

 

 

2. Naturaleza de la fe: asentimiento al testimonio de Dios proclamando que Jesús es su Hijo

 

Pero me diréis: ¿en qué consiste la fe?

Hablando en general puede decirse que la fe es una adhesión de nuestra inteligencia a la palabra de otro. Cuando un hombre íntegro y leal nos dice una cosa, la admitimos, tenemos fe en su palabra; dar su palabra a alguien es darse uno mismo.

La fe sobrenatural es la adhesión de nuestra inteligencia, no a la palabra de un hombre, sino a la palabra de Dios.-Dios no puede ni engañarse ni engañarnos; la fe es un homenaje que se tributa a Dios considerado como verdad y autoridad supremas.

Para que este homenaje sea digno de Dios, debemos someternos a la autoridad de su palabra, cualesquiera que sean las dificultades que en ello encuentre nuestro espíritu. La palabra divina nos afirma la existencia de misterios que superan nuestra razón; la fe puede sernos exigida en cosas que los sentidos y la experiencia parecen presentarnos de muy distinta manera a como nos las presenta Dios; pero Dios exige que nuestra convicción en la autoridad de su revelación sea tan absoluta, que si toda la creación nos afirmara lo contrario, dijéramos a Dios, a pesar de todo: «Dios mío, creo, porque Tú lo has dicho».

Creer, dice Santo Tomás, es dar, bajo el imperio de la voluntad, movida por la gracia, el asentimiento, la adhesión de nuestra inteligencia a la verdad divina [Ipsum autem credere est actus intellectus assentientis veritati divinæ ex imperio voluntatis sub motu gratiæ. II-II, q.2, a.9].

El espíritu es el que cree, pero no por eso está ausente el corazón; y Dios nos infunde en el Bautismo, para que cumplamos este acto de fe, un poder, una fuerza, un «hábito»: la virtud de fe, por la cual se mueve nuestra inteligencia a admitir el testimonio divino por amor a su veracidad. En esto reside la esencia misma de la fe, bien que esta adhesión y este amor comprendan, naturalmente, un número de grados infinito.

Cuando el amor que nos inclina a creer, nos arrastra de un modo absoluto a la plena aceptación, teórica y práctica, del testimonio de Dios, nuestra fe es perfecta, y, como tal, obra y se manifiesta en la caridad [Fides nisi ad eam spes accedat et caritas neque unit perfecte cum Christo, neque corporis eius vivum membrum efficit. Conc. Trid., sess. VI, cap.7].

Ahora bien, ¿cuál es, en concreto, ese testimonio de Dios que debemos aceptar por la fe? -Helo aquí en resumen: Que Cristo Jesús es su propio Hijo, enviado para nuestra salvación y nuestra santificación.

Sólo en tres ocasiones oyó el mundo la voz del Padre, y las tres para escuchar que Cristo es su Hijo, su único Hijo, digno de toda complacencia y de toda gloria: «Escuchadle» (Mt 3,17; 17,5; Jn 12,28). Este es, según lo dijo nuestro Señor mismo, el testimonio de Dios al mundo cuando le dio su Hijo. «El Padre que me envió es quien dio testimonio de mí» (Jn 5,37. Veamos todo el pasaje: “En aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos: Si yo diera testimonio de mí mismo, mi testimonio no sería válido. Otro es el que da testimonio de mí, y yo sé que es válido el testimonio que da de mí… las obras que el Padre me ha encomendado llevar a cabo, las mismas obras que realizo, dan testimonio de mí, de que el Padre me ha enviado. Y el Padre, que me ha enviado, es el que ha dado testimonio de mí.”

Y para confirmar este testimonio, Dios ha dado a su Hijo el poder de obrar milagros: le ha resucitado de entre los muertos. Nuestro Señor nos dice que la vida eterna está supeditada a la aceptación plena de este testimonio. «Esta es la voluntad del Padre que me envió: que todo el que vea y crea en el Hijo, tenga la vida eterna» (Ib 6,40. +17,21); e insiste con frecuencia sobre este punto: «En verdad os digo que quienquiera que crea en Aquel que me envió, tiene la vida eterna... ha pasado de la muerte a la vida» (ib. 5,24).

Abundando en el mismo sentimiento, escribe San Juan palabras como éstas, que no nos cansaremos nunca de meditar: «Tanto amó Dios al mundo, que llegó a darle su único Hijo». ¿Y para qué se lo dio? «Para que todo el que crea en El no, perezca, antes bien, tenga la vida eterna», y añade a guisa de explicación: «Pues no envió Dios a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que por su medio el mundo se salve; quien cree en El, no es condenado, pero el que no cree, ya está condenado por lo mismo que no cree en el nombre del Hijo unigénito de Dios» (Jn 3, 16-18).

«Juzgar» tiene aquí, como hemos traducido, el sentido de condensar, y San Juan dice que quien no cree en Cristo ya está condenado; fijaos bien en esta expresión: «Ya está condenado»; lo que equivale a enseñar que el que no tiene fe en Jesucristo en vano procurará su salvación: su causa está va desde ahora juzgada. El Padre Eterno quiere que la fe en su Hijo, por El enviado, sea la primera disposición de nuestra alma y la base de nuestra salvación. «Quien cree en el Hijo tiene la vida eterna, mas quien no cree en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios permanece sobre él» (ib. 3,36).

Atribuye Dios tal importancia a que creamos en su Hijo, que su cólera permanece -nótese el tiempo presente: «permanece» desde ahora y siempre- sobre aquel que no cree en su Hijo. ¿Qué significa todo esto? Que la fe en la divinidad de Jesús es, en conformidad con los designios del Padre, el primer requisito para participar de la vida divina; creer en la divinidad de Jesucristo implica creer en todas las demás verdades reveladas.

Toda la Revelación puede ser considerase contenida en este supremo testimonio que Dios nos da de que Jesucristo es su Hijo; y toda la fe, puede decirse que se halla igualmente implícita en la aceptación de este testimonio. Si, en efecto, creemos en la divinidad de Jesucristo, por el hecho mismo creemos en toda la revelación del Antiguo Testamento que encuentra toda su razón de ser en Cristo; admitimos también toda la revelación del Nuevo Testamento, ya que todo cuanto nos enseñan los Apóstoles y la Iglesia no es sino el desarrollo de la revelación de Cristo.

Por tanto, el que acepta la divinidad de Cristo abraza, al mismo tiempo, el conjunto de toda la Revelación; Jesucristo es el Verbo encarnado; el Verbo expresa a Dios, tal cual Dios es, todo lo que El sabe de Dios; este mismo Verbo se encarna y se encarga de dar a conocer a Dios en el mundo (ib. 1,18). y cuando mediante la fe recibimos a Cristo, recibimos toda la Revelación.

De modo que la convicción íntima de que nuestro Señor es verdaderamente Dios constituye el primer fundamento de toda la vida espiritual; si llegamos a comprender bien esta verdad y extraemos las consecuencias prácticas en ella implicadas, nuestra vida interior estará llena de luz y de fecundidad.

 

3. La fe en la divinidad de Jesucristo es el fundamento de nuestra vida interior; el Cristianismo es la aceptación de la divinidad de Cristo en la Encarnación

 

Insistamos algo más en esta importantísima verdad. Durante la vida mortal de Jesucristo, su divinidad estaba oculta bajo el velo de la humanidad; era objeto de fe hasta para quienes vivían con El.

Sin duda que los judíos se percataban de la sublimidad de su doctrina. «¿Qué hombre, decían, ha hablado jamás como este Hombre?» (Jn 7,46). Veían «obras que sólo Dios puede hacer» (ib. 3,2). Pero veían también que Cristo era hombre; y nos dicen que ni sus mismos convecinos, que no le habían conocido fuera del taller de Nazaret, creían en El, a pesar de todos sus milagros (ib. 7,5).

Los Apóstoles, aun cuando eran sus continuos oyentes, no veían su divinidad. En el episodio mencionado ya, en el cual vemos a nuestro Señor preguntar a sus discípulos quién es El, le contesta San Pedro: «Tú eres Cristo, Hijo de Dios vivo». Pero nuestro Señor advierte al punto que San Pedro no hablaba de aquel modo porque tuviera la evidencia natural, sino únicamente por razón de una revelación hecha por el Padre; y a causa de esta revelación, le proclama bienaventurado.

Más de una vez también, leemos en el Evangelio, que discutían los judíos entre sí con respecto a Cristo. Tenemos por ejemplo en la parábola del buen pastor que da la vida por sus ovejas voluntariamente decían unos: «Está poseído del demonio; ha perdido el sentido: ¿por qué le escucháis?» Otros, en cambio, replicaban: «Reflexionemos un poco: ¿Acaso sus palabras son las de un poseído del demonio?» Y añadían, aludiendo al milagro del ciego de nacimiento curado por Jesús algunos días antes: «¿Por ventura un demonio puede abrir los ojos de un ciego?»

Algunos judíos, queriendo entonces saber a qué atenerse, rodean a Jesús y le dicen: «¿Hasta cuándo nos vas a tener sin saber a qué carta quedarnos? Si eres Tú el Cristo, dínoslo francamente». Y, ¿qué es lo que les responde Jesús nuestro Señor? «Ya os lo he dicho, y no me creéis, las obras que hago, en nombre de mi Padre dan testimonio de Mí», y añade: «Pero no me creéis porque no sois del número de mis ovejas; mis ovejas oyen mi voz; las conozco, y ellas me siguen, les he dado la vida eterna, y no han de perecer nunca, ni nadie podrá arrebatármelas; nadie las arrebatará de la mano de mi Padre que me las ha dado, pues mi Padre y Yo somos uno».

Entonces los judíos, tomándole por blasfemo, ya que osaba proclamarse igual a Dios, reúnen piedras para apedrearle. Y como Jesús les preguntara por qué obraban de semejante modo: «Te apedreamos, le responden, a causa de tus blasfemias, pues pretendes ser Dios, cuando no eres más que hombre».

¿Cuál es la respuesta de Jesús? ¿Desmiente el reproche? -No; antes al contrario, lo confirma, certísimamente, es lo que piensan: igual al Padre; han comprendido bien sus palabras, pero se complace en afirmarlas de nuevo: es el Hijo de Dios, «ya que, dice, hago las obras de mi Padre, que me envió y además por la naturaleza divina "el Padre está en Mí y yo en el Padre"» (Jn 10, 37-38).

Así, pues, como veis, la fe en la divinidad de Jesucristo constituye para nosotros, como para los judíos de su tiempo, el primer paso para la vida divina: creer que Jesucristo es Hijo de Dios, Dios en persona, es la primera condición requerida para poder figurar en el número de sus ovejas, para poder ser agradable a su Padre.

Esto es, ciertamente, lo que de nosotros reclama el Padre: Esta es la voluntad de Dios: «que creáis en Aquel a quien El ha enviado» (ib. 6,29). No es otra cosa el Cristianismo sino la afirmación, con todas sus consecuencias doctrinales y prácticas, aun las más remotas, de la divinidad de Cristo en la Encarnación. El reinado de Cristo, y con él la santidad se establecen en nosotros en la medida de la potencia, pureza, esplendor y plenitud de nuestra fe en Jesucristo.

Reparad y veréis cómo la santidad es el desenvolvimiento de nuestra condición de hijos de Dios. Ahora bien: por la fe, sobre todo, nacemos a esa vida de gracia que nos hace hijos de Dios: «Todo aquel que cree que Jesús es el Cristo ese tal es hijo de Dios» (1Jn 5,1). No llegaremos a ser en realidad verdaderos hijos de Dios, mientras nuestra vida no se halle fundamentada en esta fe. El Padre nos da a su Hijo a fin de que sea todo para nosotros: nuestro modelo, nuestra santificación, nuestra vida: «Recibid a mi Hijo, pues en El lo encontraréis todo»: «¿Cómo juntamente con su Hijo no nos iba a dar todas las demás cosas?» (Rm 8,32). «Recibiéndole, me recibís a Mí, y llegáis por medio de El y en El a ser hijos míos amadísimos». Que es lo mismo que decía nuestro Señor: «El que en Mí cree, no solamente tiene fe en Mí, sino en el Padre que me envió» (Jn 12,44).

Leemos en San Juan: «si recibimos el testimonio de los hombres», si creemos razonablemente lo que los hombres nos afirman, «todavía mucho mayor que el testimonio humano es el testimonio de Dios»; y, repitámoslo una vez más: ese testimonio de Dios no es otro que el testimonio que el Padre ha dado de que Cristo es su Hijo. «Quien cree en el Hijo de Dios, posee en sí mismo ese testimonio de Dios; y, por el contrario, quien no cree en el Hijo, le tacha de mentiroso, ya que no cree en el testimonio dado por Dios de su Hijo» (1Jn 5, 9-10). Estas palabras encierran una profunda verdad. Porque, ¿en qué consiste este testimonio? -«En habernos dado Dios la vida eterna que reside en el Hijo; de suerte que, quien tiene al Hijo, tiene la vida; y quien no le tiene, tampoco tiene la vida» (Ib 11-12). ¿Qué significan estas palabras?

Para comprenderlo, debemos remontarnos apoyados en la luz de la Revelación, hasta la misma fuente de la vida en Dios.- Toda la vida del Padre en la Santísima Trinidad consiste en «decir» su Hijo, su Verbo -palabra-, en engendrar, mediante un acto único, simple, eterno, un Hijo semejante a El, al que pueda comunicar la plenitud de su ser y de sus perfecciones. En esta Palabra, infinita como El, en este Verbo único y eterno, no cesa el Padre de reconocer a su Hijo, su propia imagen, «el esplendor de su gloria».-

Y toda palabra, todo testimonio que Dios nos da exteriormente sobre la divinidad de Cristo, por ejemplo: él que nos dio en el bautismo de Jesús: «He ahí mi Hijo amadísimo», no es sino el eco en el mundo sensible del testimonio que se da el Padre a Sí mismo en el santuario de la divinidad, expresado por una palabra en la que todo El se encierra y que es su vida íntima.

Por tanto, al recibir este testimonio del Padre Eterno, nosotros podemos decir a Dios: «Este niñito reclinado en un pesebre es vuestro Hijo; le adoro y me entrego todo a El; este adolescente que trabaja en el taller de Nazaret es vuestro Hijo; le adoro; este hombre, crucificado en el Calvario, es vuestro Hijo; yo le adoro; ese fragmento de pan son las apariencias bajo las que se oculta vuestro Hijo; le adoro en ellas», al decir a Jesucristo mismo: «Eres el Cristo, Hijo de Dios», y al postrarnos ante El, rindiéndole todas nuestras energías, cuando todas nuestras acciones están de acuerdo con esta fe y brotan de la caridad, que hace perfecta la fe; entonces, nuestra vida toda se convierte en eco de la vida del Padre que «expresa» eternamente a su Hijo en una palabra infinita; porque siendo esta «expresión» del Hijo por parte del Padre constante, no cesando jamás, abarcando todos los tiempos, siendo un presente eterno, al «expresar» nosotros nuestra fe en Cristo, nos asociamos a la misma vida eterna de Dios. Esto es lo que nos dice San Juan: «El que cree que Jesucristo es el Hijo de Dios, tiene el testimonio de Dios consigo», ese testimonio mediante el cual el Padre dice su Verbo, su Palabra.

 

 

4. Ejercicio de la virtud de la fe; fecundidad de la vida interior basada en la fe

 

Esta fe la hemos recibido en el Bautismo, y no debemos dejarla enterrada ni adormecida en el fondo del corazón; antes por el contrario, hemos de pedir a Dios que nos la aumente; debemos ejercitarla nosotros mismos, con la repetición de actos; aunque, por mucho que los multipliquemos, nunca serán suficientes.

La fe, cuanto más pura y viva sea, tanto más penetrará nuestra existencia y tanto más sólida, verdadera, luminosa, segura y fecunda será nuestra vida espiritual. Pues la convicción profunda de que Cristo es Dios y que nos ha sido dado, contiene en sí toda nuestra vida espiritual. De esa íntima convicción nace nuestra santidad como de su fuente, y cuando la fe es viva, penetra por entre el velo de la humanidad que oculta a nuestras miradas la divinidad de Cristo. Tanto si lo contemplamos sobre un pesebre bajo la forma de débil niño; o en un taller de obrero; o profeta, blanco siempre de las contradicciones de sus enemigos; o en las ignominias de una muerte infame, o ya bajo las especies de pan y vino, la fe nos dice con invariable certidumbre que siempre es el Hijo de Dios, el mismo Cristo, Dios y Hombre verdadero, igual al Padre y al Espíritu Santo en majestad, en poder, en sabiduría, en amor. Cuando llega a ser profunda esta convicción, entonces nos arrastra a la santidad y a la unión con Él en un acto de intensa adoración y de abandono en la voluntad de aquel que, bajo el velo del hombre, permanece lo que es, Dios todopoderoso y perfección infinita.

Debemos, si no lo hemos hecho hasta ahora, postrarnos a los pies de Cristo, y decirle: «Señor Jesús, Verbo Encarnado, creo que eres Dios; verdadero Dios engendrado del Dios verdadero; no veo tu divinidad, pero desde el momento que tu Padre me dice: «Este es mi Hijo muy amado», creo y porque creo quiero someterme todo entero a ti, cuerpo, alma, juicio, voluntad, corazón, sensibilidad, imaginación, mis energías todas; quiero que en mí se realicen las palabras del Salmista: «Que todas las cosas os estén sometidas a título de homenaje; «Todo lo rendiste a sus pies» (Sal 8,8; +Heb 2,8); quiero que seas mi jefe, que tu Evangelio sea mi luz, y tu voluntad mi guía; no quiero ni pensar de otro modo que tú, pues eres verdad infalible, ni obrar de otro modo que lo quieres tú, pues eres el único camino que lleva al Padre, ni buscar contento y alegría fuera de tu voluntad, ya que eres la fuente misma de la vida. «Poséeme todo entero, por tu Espíritu, para gloria del Padre».

Con este acto de fe, ponemos el verdadero fundamento de nuestra vida espiritual: «Nadie puede poner otro fundamento que el ya puesto, esto es, Cristo Jesús» (1Cor 3,11. +Col 2,6).

Si renovamos con frecuencia este acto de fe y amor, entonces, Cristo como dice San Pablo, «habitará en nuestros corazones» (Ef 3,17), o lo que es lo mismo, reinará de un modo permanente, como maestro y rey de nuestras almas; llega, en una palabra, a ser en nosotros, por medio de su Espíritu, el principio de la vida divina. Renovemos, por consiguiente, lo más a menudo que podamos, este acto de fe en la divinidad de Jesús, seguros de que, cada vez que así lo hacemos, consolidamos más y más el fundamento de nuestra vida espiritual, haciéndolo poco a poco inconmovible.

Al entrar en una iglesia y ver la lamparita que luce ante el sagrario, y anuncia la presencia de Jesucristo, Hijo de Dios, sea nuestra genuflexión algo más que una simple ceremonia hecha por rutina, sea un homenaje de fe interna y de profunda adoración a nuestro Señor, cual si le viéramos en el esplendor de su gloria.

Que hagamos actos de fe y amor al cantar o recitar ahora en la Misa todas estas alabanzas y estas súplicas a Jesucristo: «Señor Hijo único, Jesucristo, Señor Dios, Cordero de Dios, Hijo del Padre. Tú que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros; Tú que quitas el pecado del mundo, atiende nuestra súplica. Tú que estás sentado a la derecha del Padre, ten piedad de nosotros. Porque sólo Tú eres Santo, sólo tú Señor, sólo Tú Altísimo Jesucristo, con el Espíritu Santo en la gloria de Dios Padre. Al leer luego el evangelio, hagámoslo con la convicción de que quien en él nos habla es Él, Jesucristo, el Verbo de Dios, luz y verdad infalibles que nos revela los secretos de la divinidad.

Al cantar en el Credo la generación eterna del Verbo, a la que había de unirse la humanidad, no nos detengamos en la corteza del sentido de las palabras o en la belleza del canto; por el contrario, escuchemos en ellas el eco de la voz del Padre que contempla a su Hijo y atestigua que es igual a El: “Tú eres mi Hijo, Yo te he engendrado hoy; y al recitar “Y se encarnó por obra del Espíritu Santo”, inclinemos interiormente todo nuestro ser en un acto de anonadamiento ante el Dios que se hizo Hombre por amor al hombre y en quien puso el Padre todas sus complacencias; al recibir a Jesús en la Eucaristía, lleguémonos con tan profunda reverencia cual si cara a cara le viésemos presente.

Tales actos, repetidos, son muy agradables al Eterno Padre, porque todas sus exigencias-y éstas son infinitas- se compendian en un deseo ardiente de ver a su Hijo glorificado.

Y cuanto más oculta el Hijo su divinidad y se rebaja por nuestro amor, más profundamente debemos nosotros ensalzarle y rendirle homenaje como a Hijo de Dios. Ver glorificado a su Hijo constituye el supremo deseo del Padre: «Le glorifiqué y de nuevo le glorificaré» (Jn 12,28); es una de las tres palabras del Padre Eterno que el mundo escuchó: por ellas quiere glorificar a Jesucristo, su Hijo y su igual, honrando su humildad: y porque se ha anonadado, el Padre le ha ensalzado y dándole un nombre superior a todo nombre, a fin de que toda rodilla se doble ante El, y toda lengua proclame que nuestro Señor Jesucristo comparte la gloria de su Padre» (Fil 3, 7-9).

Debido a eso, cuanto más se humilló Cristo haciéndose pequeño, ocultándose en Nazaret, sobrellevando las flaquezas y miserias humanas que eran compatibles con su dignidad, padeciendo como un malvado la muerte en el madero (Is 53,12) y ocultándose en la Eucaristía, cuanto más atacada y negada es su divinidad por parte de los incrédulos, tanto más elevado ha de ser el lugar en que nosotros le situemos en la gloria del Padre y dentro de nuestro corazón; más profundo el espíritu de intensa reverencia y completa sumisión con que debemos darnos a El sin reservas, y más generoso el trabajo con que nos consagremos sin descanso a la extensión de su reino en las almas.

Tal es la verdadera fe, la fe perfecta en la divinidad de Jesucristo, la que, convertida en amor, invade todo nuestro ser, abarcando prácticamente todas las acciones y todo el complejo de nuestra vida espiritual, y constituye como la base misma de nuestro edificio sobrenatural, de toda nuestra santidad.

Para que sea verdaderamente fundamento, es preciso que la fe informe y sostenga las obras que llevamos a cabo y se convierta en el principio de todos nuestros progresos en la vida espiritual

« Yo, dice San Pablo en su carta a los Corintios, según la gracia que Dios me ha dado, puse los cimientos como lo hace un buen arquitecto, y otro edifica encima. Que cada cual se fije bien de qué manera construye. El fundamento ya está puesto y nadie puede poner otro, porque el fundamento es Jesucristo.  Según la gracia que Dios me ha dado, eché en vosotros, cual perito arquitecto, el cimiento del espiritual edificio, predicándoos a Jesús, mire bien cada uno cómo alza la fábrica sobre ese fundamento» (1Cor 3,10).

-Son nuestras obras las que forman y levantan este edificio espiritual. San Pablo dice además que «el justo vive de la fe» (Rm 1,17) [Es digno de notarse que San Pablo insiste en esta verdad en tres ocasiones: +Gál 3, 11, y Heb 10, 38].

El «justo» es aquel que, mediante la justificación recibida en el Bautismo, ha sido creado en la justicia y posee en sí la gracia de Cristo y, conjuntamente, las virtudes infusas de la fe, la esperanza y el amor; ese justo vive por la fe. Vivir es lo mismo que tener en sí un principio interior, fuente de movimientos y operaciones.

Es cierto que el principio interior que ha de animar nuestros actos para que sean actos de vida sobrenatural, proporcionados a la bienaventuranza final, es la gracia santificante; pero la fe es la que introduce al alma en la región de lo sobrenatural. No seremos partícipes de la adopción divina mientras no recibamos a Cristo, ni recibiremos a Cristo, sino por la fe.

La fe en Jesucristo nos conduce a la vida, a la justificación, mediante la gracia; por eso dice San Pablo que el justo vivirá de la fe. En la vida sobrenatural la fe en Jesucristo es un poder tanto más activo cuanto más profundamente arraigada se halle en el alma.

La fe comienza por aceptar todas las verdades que constituyen materia adecuada a esta virtud, y como para ella Cristo lo es todo, todo lo ve a través del prisma divino de Cristo, y de la persona misma de Cristo desciende y se extiende sobre cuanto El dijo, sobre cuanto hizo o llevó a cabo, sobre cuanto instituyó: la Iglesia, los Sacramentos, sobre todo lo que constituye ese organismo sobrenatural establecido por Cristo para que vivan nuestras almas la vida divina.

Además, la íntima y profunda convicción que tenemos de la divinidad de Cristo, pone en movimiento nuestra actividad para cumplir generosamente sus mandamientos, para permanecer inquebrantables en la tentación: «Fuertes en la fe» (1Ped 5,9) para conservar la esperanza y la caridad a pesar de todas las pruebas.

¡Oh, qué intensidad de vida sobrenatural se encuentra en las almas íntimamente convencidas de que Jesús es Dios! ¡Qué fuente tan abundante de vida interior y de incesante apostolado es la persuasión, cada día más fuerte y enraizada, de que Cristo es la Santidad, la Sabiduría, el Poder y la Bondad por excelencia!...

«Creo, Jesús mío, que eres el Hijo de Dios vivo; creo sí, pero dígnate aumentar más todavía los quilates de mi fe».

 5. Por qué debemos tener fe viva, sobre todo en el valor infinito de los méritos de Cristo. Cómo la fe es fuente de gozo

 

Hay un punto sobre el cual deseo detenerme, porque más que otro alguno debe constituir el objeto explícito de la fe si queremos vivir plenamente de la vida divina: es la fe en el valor infinito de los méritos de Jesucristo.

Ya he apuntado esta verdad al exponer cómo Jesucristo ha constituido el precio infinito de nuestra santificación. Pero al hablar de la fe, importa volverlo a tratar, puesto que la fe es la que nos permite aprovechar todas esas inagotables riquezas que Dios nos otorga en Jesús.

Dios nos legó un don inmenso en la persona de su Hijo Jesús; Cristo es un relicario en el que se encierran todos los tesoros que han podido reunir para nosotros la ciencia y la sabiduría divinas; El mismo, con su pasión y su muerte, mereció el privilegio de poder hacernos a nosotros partícipes de esas riquezas, y ahora vive en el cielo, abogando de continuo por nosotros delante de su Eterno Padre.

Pero es preciso que conozcamos el valor de este don y el uso que de él debemos hacer. Cristo, con la plenitud de su santidad y el infinito valor de sus merecimientos y de su crédito constituye este don; pero este don no nos será útil sino en proporción a la medida de nuestra fe. Si ésta es rica, viva, profunda, si está a la altura de tan excelso don, en cuanto ello es posible a una criatura, no tendrán límites las comunicaciones divinas hechas a nuestras almas por la humanidad santa de Jesús; en cambio, si no tenemos un aprecio sin límites de los méritos infinitos de Cristo, es que nuestra fe en la divinidad de Jesús no es bastante intensa, y cuantos dudan de esta divina eficacia ignoran lo que significa la humanidad de un Dios.

Debemos ejercitar a menudo esta fe en los méritos y satisfacciones adquiridos por nuestro Señor para nuestra santificación. Cuando oramos, presentémonos al Padre Eterno con una confianza inquebrantable en los merecimientos de su divino Hijo: Nuestro Señor lo ha pagado, saldado y adquirido todo; y «sin cesar interpela a su Padre por nosotros» (Heb 7,25).

Digamos en vista de esto al Señor: «Dios mío, yo bien sé que soy un pobre miserable; que no hago más que aumentar todos los días el número de mis pecados; sé que ante vuestra infinita santidad, de mí mismo, no soy otra cosa sino cual lodo y barro ante el sol; pero me prosterno ante Tí; soy miembro, por la gracia, del cuerpo místico de vuestro Hijo, de vuestro Hijo que me ha comunicado esa misma gracia, luego de haberme rescatado con su sangre; ahora que tengo la dicha de pertenecerle, no queráis arrojarme de la presencia de vuestra divina Faz». No, Dios no puede arrojarnos cuando así nos apoyamos en el valimiento de su Hijo, pues el Hijo trata de igual a igual con el Padre.

Además, al reconocer de este modo que nada valemos por nosotros mismos, ni somos capaces de hacer nada, «sin mí nada podéis» (Jn 15,5), y que, en cambio, lo esperamos todo de Cristo, en particular aquello que nos es necesario para vivir de la vida divina, «todo lo puedo en aquel que me conforta», reconocemos que ese divino Hijo lo es todo para nosotros, que fue constituido como nuestro Jefe y Pontífice; y de este modo, afirma San Juan, rendimos al Padre -«que ama al Hijo», y quiere que todo nos venga por su Hijo, «puesto que le ha dado poder absoluto para lo referente a la vida de las almas»-, un homenaje gratísimo; mientras que, por el contrario, el alma que no tiene esa confianza absoluta en Jesús, no le reconoce plenamente por lo que es: Hijo muy amado del Padre, y, por tanto, no ofrece tampoco al Padre esa glorificación que tanto apetece: El Padre desea «que todos den gloria al Hijo como se la dan al Padre. Quien no dé gloria al Hijo, tampoco se la da al Padre que le envió» (Jn 5,23).

Igualmente, cuando nos acerquemos al sacramento de la Penitencia, tengamos gran fe en la eficacia divina de la sangre de Jesús, esa sangre que lava entonces nuestras almas de sus faltas, las purifica, renovando sus fuerzas y devolviéndoles su prístina belleza, sangre que se nos aplica en el momento de la absolución juntamente con los méritos de Cristo y que ha sido derramada en beneficio nuestro debido ai incomparable amor de Jesús, méritos infinitos, sí, pero adquiridos al precio de padecimientos increíbles y de afrentosas ignominias. ¡Si conocieras el don de Dios!

Del mismo modo también, cuando participáis en la santa Misa, os halláis presentes en el sacrificio del la Cruz, que se hace presente por las palabras de Cristo en la consagración, el mismo sacrificio, el mismo Cristo, no una repetición o imagen; y el Cristo que se ofrece por nosotros en el altar es el mismo que lo hizo en el Calvario, porque Él hace presente toda su vida, aunque difiera el modo de ofrecerse, porque aquí lo hace por los signos litúrgicos el mismo Cristo, verdadero Dios y verdadero Hombre, que se inmola sobre el altar para hacernos partícipes de sus satisfacciones infinitas.

Si fuera nuestra fe viva y profunda, ¡con qué reverencia asistiríamos a este sacrificio, y con qué avidez santa acudiríamos todos los días, en conformidad con los deseos de nuestra Santa Madre la Iglesia, a la sagrada Mesa para unirnos con Cristo!; ¡con qué confianza inquebrantable recibiríamos a Cristo en el momento en que se nos da todo entero, su humanidad y su divinidad, sus tesoros y sus merecimientos; se nos da El mismo, rescate del mundo, el Hijo en quien Dios puso todas sus complacencias! «¡Si conocieras el don de Dios!»

Cuando hacemos frecuentes actos de fe en el poder de Jesucristo y en el valor de sus merecimientos, nuestra vida se convierte en un cántico perpetuo de alabanzas a la gloria de este Pontífice supremo y Sacerdote eterno, mediador universal y dador de toda gracia; con lo que entramos de lleno en los pensamientos eternos, en el plan divino, y adaptamos nuestras almas a las miras santificadoras de Dios, al mismo tiempo que nos asociamos a su voluntad de glorificar a su amantísimo Hijo: «Le glorifiqué y de nuevo le glorificaré» (ib. 12,28).

Acerquémonos, pues, a nuestro Señor; sólo El sabe decirnos palabras de vida eterna. Recibámosle primero con una fe viva, en los sacramentos, en la Iglesia, en su cuerpo místico, en el prójimo, en su providencia, que dirige o permite todos los acontecimientos, incluso los adversos; recibámosle, cualquiera que sea la forma que toma y el momento en que viene, con una adhesión entera a su divina palabra y una entrega completa a su servicio. En esto consiste la santidad.

Todos hemos leído en el Evangelio el episodio, referido por San Juan con detalles deliciosos, de la curación del ciego de nacimiento (Jn 9, 1-38). Luego que fue curado por Jesús, en día de sábado, le interrogan repetidas veces los fariseos enemigos del Salvador; quieren hacerle confesar que Cristo no es profeta, ya que no ha observado el reposo que la Ley de Moisés prescribe el día de Sábado.

Pero el pobre ciego no sabe mucho sobre quien le ha curado y cuando le preguntan sobre él responde que cierto hombre llamado Jesús le ha sanado enviándole a lavarse en una fuente; es todo cuanto sabe y lo que en un principio les contesta. Los fariseos no le pueden sonsacar nada contra Cristo y acaban por arrojarle de la sinagoga porque afirma que nunca se oyó decir que haya un hombre abierto los ojos a un ciego, y que, por tanto, Jesús debe ser el enviado de Dios. Habiendo llegado a oído de nuestro Señor esta expulsión, haciéndose el encontradizo con él, le pregunta: «¿Crees en el Hijo de Dios?» -Responde el ciego: «¿Quién es, Señor, para que yo crea en El?» ¡Qué prontitud de alma! -Dícele Jesús: «Le estás viendo,  es el mismo que está hablando contigo». -Y al punto, el pobre ciego da fe a la palabra de Cristo: «Creo, Señor», y en la intensidad de su fe, se postra a los pies de Jesús para adorarle; abraza los pies de Jesús, y en Jesús, la obra entera de Cristo (Jn 9,38).

El ciego de nacimiento es la imagen de nuestra alma curada por Jesús, libertada de las tinieblas eternas y devuelta a la luz por la gracia del Verbo encarnado (+San Agustín. In Joan., XLIV, 1). Donde quiera, pues, que se nos presente Cristo y nos pregunte si creemos en Él, nosotros, como el cielo hemos de responder, Creo, Señor, aumenta mi fe. Y luego inmediatamente debemos entregarnos del todo a Cristo, a su servicio, a los intereses de su gloria, que es también la del Padre. Obrando siempre de este modo, llegamos a vivir de la fe; Cristo habitará y reinará en nosotros, y su persona será por medio de la fe, principio de toda nuestra vida espiritual y humana y apostólica.

Esta fe, que se completa y se manifiesta por medio del amor, es además para nosotros fuente y manantial de alegría. Dijo nuestro Señor: «Bienaventurados aquellos que no vieron y creyeron» (Jn 20,29), y dijo estas palabras, no para sus discípulos, sino más bien para nosotros, por todos los que habían de creer en Él, como nos dice el evangelista.

Pero, ¿por qué proclama nuestro Señor «bienaventurados» a los que en El creen? La fe es causa de alegría, por cuanto nos hace participar de la ciencia y sabiduría, sapere, de Cristo. El es el Verbo eterno, que nos ha enseñado los secretos divinos. «El Unigénito que habita en el seno del Padre es quien le dio a conocer» (ib. 1,18), especialmente su amor, el amor del Padre, con fuego y gozo de Espíritu Santo. Creyendo lo que nos ha dicho tenemos la misma ciencia que El; la fe es fuente de alegría, porque lo es también de luz y de verdad, que es el bien de la inteligencia y el corazón, fuente infinita de alegría, por cuanto nos permite poseer en germen los bienes futuros; es «sustancia de las realidades eternas que nos han sido prometidas» (Heb 11,1).

Nos lo dice Jesucristo mismo: «Aquel que cree en el Hijo de Dios, tiene vida eterna» (Jn 3,36). Reparad en el tiempo presente «tiene»; no habla en futuro «tendrán, sino que habla como de un bien cuya posesión se halla ya asegurada [Dicitur iam finem aliquis habere propter spem finis obtinendi. I-II, q.69, a.2; y el Doctor Angélico añade: Unde et Apostolus dicit: Spe salvi facti sumus. Todo este artículo merece leerse]; del mismo modo que vimos cómo, aludiendo al que no cree dice que ya «está» juzgado.

La fe es una semilla, y toda semilla lleva en sí el germen de la producción futura. Con tal de apartar de ella todo aquello que la pueda menoscabar, empañar y empequeñecer; con tal de desarrollarla por la oración y el ejercicio; con tal de proporcionarla constantemente ocasión de manifestarse en el amor, la fe pone a nuestra disposición la sustancia de los bienes venideros y hace nacer una esperanza inquebrantable: «Quien cree en El, no será confundido» (Rm 9,33).

Permanezcamos, como dice San Pablo, «cimentados en la fe» (Col 1,23); «fundados en Cristo y afianzados en la fe»: «Puesto que habéis recibido a Jesucristo nuestro Señor, andad en El, injertados en su raíz, y edificados sobre El y robustecidos en la fe, como así lo habéis aprendido» (Col 2, 6-7).

Permanezcamos, pues, firmes; porque esta fe ha de verse probada por este siglo de incredulidad, de blasfemia, de escepticismo, de naturalismo, de respeto humano, que nos rodea con su ambiente malsano. Si estamos firmes en la fe, dice San Pedro -el príncipe de los Apóstoles, sobre quien Cristo fundó su Iglesia al proclamar aquél que Cristo era Hijo de Dios- nuestra fe será «un título de alabanza, de honor y de gloria cuando aparezca Jesús, en quien creéis y a quien amáis sin haberle visto nunca vuestros ojos, pero en quien no podéis creer sin que este acto de fe haga brotar en vuestros corazones la fuente inagotable de una alegría inefable, ya que el fin y el premio de esta vida es la salvación, y, de consiguiente, la santidad de vuestras almas» (1Pe 1, 7-9).

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

SEGUNDA PARTE

 

Fundamento y doble aspecto de la vida cristiana

 

1 LA FE EN JESUCRISTO, FUNDAMENTO DE LA VIDA CRISTIANA. LA FE, PRIMERA DISPOSICIÓN DEL ALMA, Y CIMIENTO DE LA VIDA SOBRENATURAL

 

En las pláticas anteriores, que forman como una exposición de conjunto, he procurado explicaros la economía de los divinos designios, considerada en sí misma.

Hemos contemplado el plan eterno de nuestra predestinación adoptiva en Jesucristo: la realización de ese plan por la Encarnación, siendo Cristo, Hijo del Padre, a la vez nuestro modelo, nuestra redención y nuestra vida hemos tratado en fin de la misión de la Iglesia, que, guiada por el Espíritu Santo, prosigue en el mundo, la obra santificadora del Salvador.

La excelsa figura de Cristo domina todo este plan divino; en ella se fijan las ideas eternas; El es el Alfa y la Omega. Antes de su Encarnación en El convergen las figuras, símbolos, ritos y profecías, y después de su venida, todo también esta supeditado a El; es verdaderamente «el eje del plan divino».

También hemos visto cómo ocupa el centro de la vida sobrenatural.- Lo sobrenatural se encuentra primeramente en El: Hombre-Dios, humanidad perfecta, indisolublemente unida a una Persona divina, posee la plenitud de la gracia y de los celestiales tesoros, de los cuales mereció por su pasión y muerte ser constituido dispensador universal.

El es el camino, el único camino para llegar al Padre Eterno; «El que no anda por él, se extravía». «Nadie llega al Padre si no va a través del Hijo» (Jn 14,15); «fuera de ese fundamento por Dios preestablecido, no hay nada firme». «Nadie puede edificar sobre otra base...» (1Cor 3,2). Sin ese Redentor y la fe en sus méritos, no hay salvación posible, y menos todavía santidad (Hch 4,12).- Cristo Jesús es la única senda, la única verdad, la única vida. Quien se aparta de ese camino, se aparta de la verdad, y busca en vano la vida: «Quien tiene al Hijo tiene la vida, y quien no tiene al Hijo carece de ella» (1Jn 5,12).

Vivir sobrenaturalmente es participar de esa vida divina, de la que Cristo es el depositario. De El nos viene el ser hijos adoptivos de Dios, y no lo somos sino en la medida en que somos conformes al que es por derecho Hijo verdadero y único del Padre, pero que quiere tener con El una multitud de hermanos por la gracia santificante. A esto se reduce toda la obra sobrenatural considerada desde el punto de vista de Dios.

Cristo vino a la tierra a realizarla: «Para que alcanzáramos la dignidad de hijos adoptivos» (Gál 4,5); para eso también transfirió a la Iglesia todos sus tesoros y poderes, enviándola de continuo el «Espíritu de Verdad» y de santificación para que dirija, guíe y perfeccione con su acción la obra santificadora hasta que el cuerpo místico llegue, al fin de los tiempos, a su entera perfección. La bienaventuranza misma, fin de nuestra sobrenatural adopción, no es sino una herencia que Cristo ha tenido a bien compartir con nosotros: «Herederos de Dios, coherederos de Cristor» (Rm 8,17).

De modo que Cristo es, y seguirá siendo, el único objeto de las divinas complacencias; y si un mismo amor abarca con eterna mirada a todos los elegidos que forman su reino, es sólo por El y en El. «Cristo ayer y hoy; Cristo por los siglos de los siglos» (Heb 13,8).

He aquí lo que hasta ahora hemos considerado. Pero de bien poco nos serviría el entretenernos en contemplar de una forma exclusivamente teórica y abstracta este plan divino en el que resplandece la sabiduría y bondad de nuestro Dios.

Hemos de adaptarnos prácticamente a ese plan, so pena de no pertenecer al reino de Cristo; de esto precisamente nos ocuparemos en las siguientes pláticas. Me esforzaré en mostraros de qué forma la gracia toma posesión de nuestras almas por el Bautismo; la obra de Dios que se va elaborando en nosotros; las condiciones de nuestra cooperación personal como criaturas libres, de modo que nos hagamos lo más dignos que sea posible de participar activamente de la vida divina.

Vamos a ver cómo el fundamento de todo este edificio espiritual es la fe en la divinidad de Nuestro Señor, y cómo el Bautismo, puerta de todos los sacramentos, imprime en toda nuestra existencia un doble carácter, de muerte y de vida: «de muerte al pecado» y de «vida en Dios».

En el admirable discurso que pronunció en la última Cena, la víspera de morir, y en el que parece descorrió el Señor un poquito el velo que nos oculta los secretos de la vida divina, nos dijo Jesús que «es una gloria para su Padre el que demos frutos abundantes» (Jn 15,8).

Procuremos desarrollar en nosotros esta cualidad de hijos de Dios cuanto podamos, porque así nos conformaremos con los designios eternos: pidamos a Cristo, Hijo único del Padre, y modelo nuestro, que nos enseñe practicamente, no sólo cómo vive El en nosotros, sino también cómo hemos nosotros de vivir en El; porque ahí está el secreto, ése es el único medio a nuestro alcance para ponernos en disposición de poder rendir los frutos copiosos por los cuales el Padre podrá considerarnos como a hijos suyos muy queridos. «Si alguien permanece en mí y yo en él, ese tal dará fruto abundante» (ib. 5).

He dicho, y quisiera que esa verdad quedase grabada en el fondo de vuestras almas, que toda nuestra santidad consiste en participar de la santidad de Jesucristo, Hijo de Dios. ¿De que modo lograremos esa participación? -Recibiendo en nosotros al mismo Jesucristo, que es la única fuente de esa santidad. San Juan, hablando de la Encarnación, nos dice que «todos los que han recibido a Jesucristo han recibido el poder de ]legar a ser hijos de Dios». Pero, ¿cómo se recibe a Cristo, Verbo humanado? Primero y principalmente, por la fe: «A los que creen en su persona» (Jn 1,12).

San Juan, por tanto, nos dice que la fe en Jesucristo es la que nos hace hijos de Dios, y no de otro modo se expresa San Pablo cuando dice. «Sois todos vosotros hijos de Dios mediante la fe en Jesucristo» (+Rm 3, 22-26). En efecto, por medio de la fe en la divinidad de Jesucristo, nos identificamos con El, le aceptamos tal cual es, Hijo de Dios y Verbo encarnado; la fe nos entrega a Cristo; y Jesucristo, a su vez, introduciéndonos en el dominio de lo, sobrenatural, nos presenta y ofrece a su Padre.

Y cuanto más perfecta, profunda, viva y constante sea la fe en la divinidad de Cristo, tanto mayor derecho tendremos, en calidad de hijos de Dios, a la participación de la vida divina. Recibiendo a Cristo por la fe, llegamos a ser por la gracia lo que El es por naturaleza, hijos de Dios; y entonces esa nuestra condición de hijos reclama de parte del Padre celestial una infusión de vida divina; nuestra calidad de hijos de Dios es como una oración continua: ¡Oh Padre santo, dadnos el pan nuestro de cada día, es decir, la vida divina, cuya plenitud reside en vuestro Hijo!»

 

Hablemos, pues, de la fe.

La fe constituye la primera disposición que se exige de nosotros en nuestras relaciones con Dios: «El primer contacto del hombre con Dios es por la fe» [Prima coniunctio hominis ad Deum per fidem. Santo Tomás, IV Sent., dist. 39, a. 6, ad 2; Est aliquid primum in virtutibus directe per quod scilicet iam ad Deum acceditur. Primus autem accessus ad Deum est per fidem. II-II, q.161, a.5, ad 2. +II-II, q.4, a.7, et q.23, a.8]. Lo mismo dice San Agustín: «La fe es la que se encarga en primer término de sujetar el alma a Dios» [Fides est prima quæ subiugat animam Deo. De agone christiano, cap.III, nº.14]. Y San Pablo añade: «Es necesario que los que aspiran a acercarse a Dios empiecen por creer ya que sin fe es imposible agradarle» (Heb 11,5-6); y más imposible aún el llegar a gozar de su amistad y permanecer hijos suyos» [Impossibile est ad filiorum eius consortium pervenire. Conc. Trid., Sess. VI, cap.8].

Como veis, la materia no es ya sólo importantísima sino vital.- No comprenderemos nada de la vida espiritual ni de la vida divina en nuestras almas, si no advertimos que se halla toda ella «fundada en la fe» (Col 1,23), en la convicción íntima y profunda de la divinidad de Jesucristo. Pues, como dice el Sagrado Concilio de Trento: «La fe es raíz y fundamento de toda justificación y, por consiguiente, de toda santidad» [Fides est humanæ salutis initium, fundamentum et radix omnis iustificationis. Sess. VI, cap.8].

Veamos ahora lo que es la fe, su objeto y de qué forma se manifiesta.

 

1. Cristo exige la fe como condición previa de la unión con él

Consideremos lo que ocurría cuando Jesucristo vivía en Judea.- Veremos, al recorrer el relato de su vida en los Evangelios, que es la fe lo que ante todas las cosas reclama de cuantos a El se dirigen.

Leemos que cierto día dos ciegos le seguían gritando: «Hijo de David, ten piedad de nosotros». Jesús deja que se le acerquen, y les dice: «¿Creéis que puedo curaros?» A lo que responden: « Sí, Señor». Entonces tócales los ojos y les devuelve la vista, diciendo: «Hágase conforme a vuestra fe» (Mt 9, 27-30). Del mismo modo, luego de su Transfiguración, encuentra, al pie de la montaña del Tabor, a un padre que le suplica que cure a su hijo poseído del demonio. Y, ¿qué le dice Jesús? «Si puedes creer, todo es posible al que cree». No hizo falta más para que el desventurado padre exclamara: «Creo, Señor pero ayudad la flaqueza de mi fe» (ib. 17, 14-19; Mc 9, 16-26; Lc 9, 38-43). Y Jesús liberta al niño. Al pedirle el jefe de la sinagoga que resucite a su hija, no es otra la respuesta que éste recibe de Jesucristo: «Cree tan sólo y será salvada» (Lc 8,50).

Muy a menudo resuena esta palabra en sus labios; frecuentemente le oímos decir: «Id, vuestra fe os ha salvado, vuestra fe os ha curado». Se lo dice al paralítico, se lo dice a la mujer enferma doce años hacía y que acababa de ser curada por haber tocado con fe su manto (Mc 5, 25-34).

Como condición indispensable de sus milagros requiere la fe en El aun tratándose de aquellos a quienes más ama. Reparad en que cuando Marta, hermana de Lázaro, su amigo, a quien pronto resucitará, le da a entender que hubiera muy bien podido impedir la muerte de su hermano, Jesucristo le dice que resucitará Lázaro, pero quiere, antes de obrar el prodigio, que Marta haga un acto de fe en su persona: «Yo soy la Resurrección y la Vida. ¿Lo crees así?» (Jn 11, 25-26; +40 y 42).

Limita deliberadamente los efectos de su poder allí donde no encuentra fe; el Evangelio nos dice expresamente que en Nazaret «no hizo muchos milagros por razón de la incredulidad de sus moradores» (Mt 13,58). Diríase que la falta de fe paraliza, si así puedo expresarme, la acción de Cristo.

En cambio, allí donde la encuentra, nada sabe rehusar, y se complace en hacer públicamente su elogio con verdadero calor. Cierto día que Jesús estaba en Cafarnaúm, un pagano, un oficial que mandaba una compañía de cien hombres se le aproxima y le pide la curación de uno de sus servidores enfermo. Dícele Jesús: «Iré y le curaré». Pero el centurión le responde al punto: «Señor, no os toméis semejante molestia, que no soy digno de que entréis en mi tienda; decid simplemente una palabra y curará mi servidor; yo mismo tengo soldados a mis órdenes; y digo a éste: vete, y va; a aquel otro: vente, y viene; a mi criado: haz esto, y lo hace. Así, también bastará que digáis Vos una palabra, que conjuréis a la enfermedad para que desaparezca, y desaparecerá». ¡Qué fe la de este pagano!

Por eso Jesucristo, aun antes de pronunciar la palabra libertadora, manifiesta el gozo que semejante fe le causa: «En verdad, que ni siquiera entre los hijos de Israel he podido encontrar una fe semejante. Debido a ello, vendrán los gentiles a tomar asiento en el festín de la vida eterna, en el reino de los Cielos, mientras que los hijos de Israel, llamados los primeros al banquete, serán arrojados a causa de su incredulidad». Y dirigiéndose al centurión: «Vete, le dice, y suceda confofme has creído» (ib. 8, 1-13; Lc 7, 1-10).

Tanto agrada a Jesús la fe, que ella acaba por obtener de El lo que no entraba en sus intenciones conceder.- Tenemos de ello un ejemplo admirable en la curación pedida por una mujer cananea. Nuestro Señor había llegado a las fronteras de Tiro y Sidón, región pagana. Habiéndole salido al encuentro una mujer de aquellos contornos, comenzó a exclamar en alta voz: «Tened piedad de mí, Señor, Hijo de David; mi hija es cruelmente atormentada por el demonio». Jesús, al principio, no le hace caso, y en vista de ello, sus discípulos instante, diciendo: «Despachadla pronto, después de otorgarle lo que pide pues no deja de importunarnos con sus gritos». «Mi misión, les responde Cristo, es la de predicar solamente a los judíos».

A sus Apóstoles reservaba la evangelización de los paganos. Pero he aquí que la buena mujer se postra a sus pies. «Señor, vuelve a decirle, socórreme». Y Jesús vuelve igualmente a replicar lo mismo que a los Apóstoles, bien que empleando una locución proverbial, en uso por aquel entonces, para distinguir a los judíos de los paganos.

No es lícito tomar el pan de los hijos para darlo a los perros». Al oír esto, exclama ella, animada por su fe:·«Cierto, Señor; pero los cachorritos comen al menos las migajas que caen de la mesa de sus amos». Jesús, conmovido ante semejante fe, no puede menos de alabarla y concederle al punto lo que solicita: «¡Oh mujer, tu fe es grande; hágase según tus deseos!» Y a la misma hora fue curada su hija (Mt 15, 22-28).

En la mayor parte de estos ejemplos, se trata sin duda ninguna, de curaciones corporales; pero del mismo modo, y debido también a la fe, perdona Nuestro Señor los pecados y concede la vida eterna.- Considerad lo que dice a Magdalena, cuando la pecadora se arroja a sus pies y los riega con sus lágrimas: «Tus pecados han sido perdonados». La remisión de los pecados es, a no dudarlo, una gracia de orden puramente espiritual.

Ahora bien, ¿por qué razón Jesucristo devuelve a Magdalena la vida de la gracia? -Por su fe. Jesucristo dicele exactamente las mismas palabras que a los que curaba de sus enfermedades corporales: «Vete; tu fe te ha salvado» (Lc 7,50).

Vengamos por fin, al Calvario. ¡Qué magnífica recompensa promete al Buen Ladrón, atendiendo a su fe! Probablemente era un bandido este ladrón; pero en la cruz, y cuando todos los enemigos de Cristo le agobian con sus sarcasmos y mofas: «Si realmente es, como lo dijo, el Hijo de Dios descienda de la cruz, y creeremos en El», el ladrón confiesa la divinidad de Cristo, al que ve abandonado de sus discípulos, y muriendo en un madero, puesto que habla a Jesus de «su reino», precisamente en el momento en que va a morir, y le pide un asiento en ese reino. ¡Qué fe en el poder de Cristo agonizante! ¡Cómo le llega a Jesucristo al corazón! «En verdad, tú estarás hoy conmigo en el Paraíso». Le perdona sólo por esta fe todos sus pecados, y le promete un lugar en su reino eterno. La fe era la primera virtud que Nuestro Señor exigía de los que se le acercaban, y la primera que ahora reclama de nosotros.

Cuando antes de su Ascensión a los Cielos envía a los Apóstoles a continuar su misión por el mundo, lo que exige es la fe; y podemos decir que en ella cifra la realización de la vida cristiana: «Id, enseñad a todas las naciones... el que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, será condenado». ¿Quiere esto decir que basta sólo la fe? -No; los Sacramentos y la observancia de los Mandamientos son igualmente necesarios, pero un hombre que no cree en Jesucristo, nada tiene que ver con sus Mandamientos ni con los Sacramentos. Por otra parte, si nos acercamos a sus Sacramentos, si observamos sus preceptos, es debido a que creemos en Jesucristo; por consiguiente, la fe es la base de nuestra vida sobrenatural.

La gloria de Dios exige de nosotros que durante el tiempo de nuestra vida terrenal le sirvamos en la fe. Ese es el homenaje que espera de nosotros y que constituye toda nuestra prueba, antes de llegar a la meta final. Llegará un día en que habremos de ver a Dios cara a cara; su gloria entonces consistirá en comunicarse plenamente en todo su esplendor y en toda la claridad de su eterna bienaventuranza; pero mientras estemos aquí abajo, entra en el plan divino que Dios sea para nosotros un Dios oculto; aquí abajo, quiere Dios ser conocido, adorado y servido en la fe; cuanto más extensa, viva y práctica sea ésta, tanto más agradables nos haremos a las divinas miradas.

 

 

2. Naturaleza de la fe: asentimiento al testimonio de Dios proclamando que Jesús es su Hijo

Pero me diréis: ¿en qué consiste la fe?-Hablando en general puede decirse que la fe es una adhesión de nuestra inteligencia a la palabra de otro. Cuando un hombre íntegro y leal nos dice una cosa, la admitimos, tenemos fe en su palabra; dar su palabra a alguien es darse uno mismo.

La fe sobrenatural es la adhesión de nuestra inteligencia, no a la palabra de un hombre, sino a la palabra de Dios.-Dios no puede ni engañarse ni engañarnos; la fe es un homenaje que se tributa a Dios considerado como verdad y autoridad supremas.

Para que este homenaje sea digno de Dios, debemos someternos a la autoridad de su palabra, cualesquiera que sean las dificultades que en ello encuentre nuestro espíritu. La palabra divina nos afirma la existencia de misterios que superan nuestra razón; la fe puede sernos exigida en cosas que los sentidos y la experiencia parecen presentarnos de muy distinta manera a como nos las presenta Dios; pero Dios exige que nuestra convicción en la autoridad de su revelación sea tan absoluta, que si toda la creación nos afirmara lo contrario, dijéramos a Dios, a pesar de todo: «Dios mío, creo, porque Tú lo has dicho».

Creer, dice Santo Tomás, es dar, bajo el imperio de la voluntad, movida por la gracia, el asentimiento, la adhesión de nuestra inteligencia a la verdad divina [Ipsum autem credere est actus intellectus assentientis veritati divinæ ex imperio voluntatis sub motu gratiæ. II-II, q.2, a.9].

El espíritu es el que cree, pero no por eso está ausente el corazón; y Dios nos infunde en el Bautismo, para que cumplamos este acto de fe, un poder, una fuerza, un «hábito»: la virtud de fe, por la cual se mueve nuestra inteligencia a admitir el testimonio divino por amor a su veracidad. En esto reside la esencia misma de la fe, bien que esta adhesión y este amor comprendan, naturalmente, un número de grados infinito.- Cuando el amor que nos inclina a creer, nos arrastra de un modo absoluto a la plena aceptación, teórica y práctica, del testimonio de Dios, nuestra fe es perfecta, y, como tal, obra y se manifiesta en la caridad [Fides nisi ad eam spes accedat et caritas neque unit perfecte cum Christo, neque corporis eius vivum membrum efficit. Conc. Trid., sess. VI, cap.7].

Ahora bien, ¿cuál es, en concreto, ese testimonio de Dios que debemos aceptar por la fe? -Helo aquí en resumen: Que Cristo Jesús es su propio Hijo, enviado para nuestra salvación y nuestra santificación.

Sólo en tres ocasiones oyó el mundo la voz del Padre, y las tres para escuchar que Cristo es su Hijo, su único Hijo, digno de toda complacencia y de toda gloria: «Escuchadle» (Mt 3,17; 17,5; Jn 12,28). Este es, según lo dijo nuestro Señor mismo, el testimonio de Dios al mundo cuando le dio su Hijo. «El Padre que me envió es quien dio testimonio de mí» (Jn 5,37. Véase todo el pasaje desde el v. 31).

Y para confirmar este testimonio, Dios ha dado a su Hijo el poder de obrar milagros: le ha resucitado de entre los muertos. Nuestro Señor nos dice que la vida eterna está supeditada a la aceptación plena de este testimonio. «Esta es la voluntad del Padre que me envió: que todo el que vea y crea en el Hijo, tenga la vida eterna» (Ib 6,40. +17,21); e insiste con frecuencia sobre este punto: «En verdad os digo que quienquiera que crea en Aquel que me envió, tiene la vida eterna... ha pasado de la muerte a la vida» (ib. 5,24).

Abundando en el mismo sentimiento, escribe San Juan palabras como éstas, que no nos cansaremos nunca de meditar: «Tanto amó Dios al mundo, que llegó a darle su único Hijo». ¿Y para qué se lo dio? «Para que todo el que crea en El no, perezca, antes bien, tenga la vida eterna», y añade a guisa de explicación: «Pues no envió Dios a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que por su medio el mundo se salve; quien cree en El, no es condenado, pero el que no cree, ya está condenado por lo mismo que no cree en el nombre del Hijo unigénito de Dios» (Jn 3, 16-18).

«Juzgar» tiene aquí, como hemos traducido, el sentido de condensar, y San Juan dice que quien no cree en Cristo ya está condenado; fijaos bien en esta expresión: «Ya está condenado»; lo que equivale a enseñar que el que no tiene fe en Jesucristo en vano procurará su salvación: su causa está va desde ahora juzgada. El Padre Eterno quiere que la fe en su Hijo, por El enviado, sea la primera disposición de nuestra alma y la base de nuestra salvación. «Quien cree en el Hijo tiene la vida eterna, mas quien no cree en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios permanece sobre él» (ib. 3,36).

Atribuye Dios tal importancia a que creamos en su Hijo, que su cólera permanece -nótese el tiempo presente: «permanece» desde ahora y siempre- sobre aquel que no cree en su Hijo. ¿Qué significa todo esto? Que la fe en la divinidad de Jesús es, en conformidad con los designios del Padre, el primer requisito para participar de la vida divina; creer en la divinidad de Jesucristo implica creer en todas las demás verdades reveladas.

Toda la Revelación puede ser considerase contenida en este supremo testimonio que Dios nos da de que Jesucristo es su Hijo; y toda la fe, puede decirse que se halla igualmente implícita en la aceptación de este testimonio. Si, en efecto, creemos en la divinidad de Jesucristo, por el hecho mismo creemos en toda la revelación del Antiguo Testamento que encuentra toda su razón de ser en Cristo; admitimos también toda la revelación del Nuevo Testamento, ya que todo cuanto nos enseñan los Apóstoles y la Iglesia no es sino el desarrollo de la revelación de Cristo.

Por tanto, el que acepta la divinidad de Cristo abraza, al mismo tiempo, el conjunto de toda la Revelación; Jesucristo es el Verbo encarnado; el Verbo expresa a Dios, tal cual Dios es, todo lo que El sabe de Dios; este mismo Verbo se encarna y se encarga de dar a conocer a Dios en el mundo (ib. 1,18). y cuando mediante la fe recibimos a Cristo, recibimos toda la Revelación.

De modo que la convicción íntima de que nuestro Señor es verdaderamente Dios constituye el primer fundamento de toda la vida espiritual; si llegamos a comprender bien esta verdad y extraemos las consecuencias prácticas en ella implicadas, nuestra vida interior estará llena de luz y de fecundidad.

 

 

3. La fe en la divinidad de Jesucristo es el fundamento de nuestra vida interior; el Cristianismo es la aceptación de la divinidad de Cristo en la Encarnación

Insistamos algo más en esta importantísima verdad. Durante la vida mortal de Jesucristo, su divinidad estaba oculta bajo el velo de la humanidad; era objeto de fe hasta para quienes vivían con El.

Sin duda que los judíos se percataban de la sublimidad de su doctrina. «¿Qué hombre, decían, ha hablado jamás como este Hombre?» (Jn 7,46). Veían «obras que sólo Dios puede hacer» (ib. 3,2). Pero veían también que Cristo era hombre; y nos dicen que ni sus mismos convecinos, que no le habían conocido fuera del taller de Nazaret, creían en El, a pesar de todos sus milagros (ib. 7,5).

Los Apóstoles, aun cuando eran sus continuos oyentes, no veían su divinidad. En el episodio mencionado ya, en el cual vemos a nuestro Señor preguntar a sus discípulos quién es El, le contesta San Pedro: «Tú eres Cristo, Hijo de Dios vivo». Pero nuestro Señor advierte al punto que San Pedro no hablaba de aquel modo porque tuviera la evidencia natural, sino únicamente por razón de una revelación hecha por el Padre; y a causa de esta revelación, le proclama bienaventurado.

Más de una vez también, leemos en el Evangelio, que contendían los judios entre sí con respecto a Cristo.- Por ejemplo: Con ocasión de la parábola del buen pastor que da la vida voluntariamente por sus ovejas, decían unos: «Está poseído del demonio; ha perdido el sentido: ¿por qué le escucháis?» Otros, en cambio, replicaban: «Reflexionemos un poco: ¿Acaso sus palabras son las de un poseído del demonio?» Y añadían, aludiendo al milagro del ciego de nacimiento curado por Jesús algunos días antes: «¿Por ventura un demonio puede abrir los ojos de un ciego?»

Algunos judíos, queriendo entonces saber a qué atetenerse, rodean a Jesús y le dicen: «¿Hasta cuándo nos vas a tener sin saber a qué carta quedarnos? Si eres Tú el Cristo, dínoslo francamente». Y, ¿qué es lo que les responde Jesús nuestro Señor? -«Ya os lo he dicho, y no me creéis, las obras que hago, en nombre de mi Padre dan testimonio de Mí», y añade: «Pero no me creéis porque no sois del número de mis ovejas; mis ovejas oyen mi voz; las conozco, y ellas me siguen, les he dado la vida eterna, y no han de perecer nunca, ni nadie podrá arrebatármelas; nadie las arrebatará de la mano de mi Padre que me las ha dado, pues mi Padre y Yo somos uno».

Entonces los judíos, tomándole por blasfemo, ya que osaba proclamarse igual a Dios, reúnen piedras para apedrearle. Y como Jesús les preguntara por qué obraban de semejante modo: «Te apedreamos, le responden, a causa de tus blasfemias, pues pretendes ser Dios, cuando no eres más que hombre».

¿Cuál es la respuesta de Jesús? ¿Desmiente el reproche? -No; antes al contrario, lo confirma, certísimamente, es lo que piensan: igual al Padre; han comprendido bien sus palabras, pero se complace en afirmarlas de nuevo: es el Hijo de Dios, «ya que, dice, hago las obras de mi Padre, que me envió y además por la naturaleza divina "el Padre está en Mí y yo en el Padre"» (Jn 10, 37-38).

Así, pues, como veis, la fe en la divinidad de Jesucristo constituye para nosotros, como para los judíos de su tiempo, el primer paso para la vida divina: creer que Jesucristo es Hijo de Dios, Dios en persona, es la primera condición requerida para poder figurar en el número de sus ovejas, para poder ser agradable a su Padre. Esto es, ciertamente, lo que de nosotros reclama el Padre: Esta es la voluntad de Dios: «que creáis en Aquel a quien El ha enviado» (ib. 6,29). No es otra cosa el Cristianismo sino la afirmación, con todas sus consecuencias doctrinales y prácticas, aun las mas remotas, de la divinidad de Cristo en la Encarnación. El reinado de Cristo, y con él la santidad se establecen en nosotros en la medidá de la pureza, espiendor y plenitud de nuestra fe en Jesucristo.

Reparad y veréis cómo la santidad es el desenvolvimiento de nuestra condición de hijos de Dios. Ahora bien: por la fe, sobre todo, nacemos a esa vida de gracia que nos hace hijos de Dios: «Todo aquel que cree que Jesús es el Cristo ese tal es hijo de Dios» (1Jn 5,1). No llegaremos a ser en realidad verdaderos hijos de Dios, mientras nuestra vida no se halle fundamentada en esta fe. El Padre nos da a su Hijo a fin de que sea todo para nosotros: nuestro modelo, nuestra santificación, nuestra vida: «Recibid a mi Hijo, pues en El lo encontraréis todo»: «¿Cómo juntamente con su Hijo no nos iba a dar todas las demás cosas?» (Rm 8,32). «Recibiéndole, me recibís a Mí, y llegáis por medio de El y en El a ser hijos míos amadísimos». Que es lo mismo que decía nuestro Señor: «El que en Mí cree, no solamente tiene fe en Mí, sino que ésta se remonta hasta el Padre que me envió» (Jn 12,44).

Leemos en San Juan: «si recibimos el testimonio de los hombres», si creemos razonablemente lo que los hombres nos afirman, «todavía mucho mayor que el testimonio humano es el testimonio de Dios»; y, repitámoslo una vez más: ese testimonio de Dios no es otro que el testimonio que el Padre ha dado de que Cristo es su Hijo. «Quien cree en el Hijo de Dios, posee en sí mismo ese testimonio de Dios; y, por el contrario, quien no cree en el Hijo, le tacha de mentiroso, ya que no cree en el testimonio dado por Dios respecto a su Hijo» (1Jn 5, 9-10). Estas palabras encierran una profunda verdad. Porque, ¿en qué consiste este testimonio? -«En habernos dado Dios la vida eterna que reside en el Hijo; de suerte que, quien tiene al Hijo, tiene la vida; y quien no le tiene, tampoco tiene la vida» (Ib 11-12). ¿Qué significan estas palabras?

Para comprenderlo, debemos remontarnos apoyados en la luz de la Revelación, hasta la misma fuente de la vida en Dios.- Toda la vida del Padre en la Santísima Trinidad consiste en «decir» su Hijo, su Verbo -palabra-, en engendrar, mediante un acto único, simple, eterno, un Hijo semejante a El, al que pueda comunicar la plenitud de su ser y de sus perfecciones. En esta Palabra, infinita como El, en este Verbo único y eterno, no cesa el Padre de reconocer a su Hijo, su propia imagen, «el esplendor de su gloria».-

Y toda palabra, todo testimonio que Dios nos da exteriormente sobre la divinidad de Cristo, por ejemplo: él que nos dio en el bautismo de Jesús: «He ahí mi Hijo amadísimo», no es sino el eco en el mundo sensible del testimonio que se da el Padre a Sí mismo en ei santuario de la divinidad, expresado por una palabra en la que todo El se encierra y que es su vida íntima.

Por tanto, al recibir ese testimonio del Padre Eterno, al decir a Dios: «Este niñito reclinado en un pesebre es vuestro Hijo; le adoro y me entrego todo a El; este adolescente que trabaja en el taller de Nazaret es vuestro Hijo; le adoro; este hombre, crucificado en el Calvario, es vuestro Hijo; yo le adoro; ese fragmento de pan son las apariencias bajo las que se oculta vuestro Hijo; le adoro en ellas», al decir a Jesucristo mismo: «Eres el Cristo, Hijo de Dios», y al postrarnos ante El, rindiéndole todas nuestras energías, cuando todas nuestras acciones están de acuerdo con esta fe y brotan de la caridad, que hace perfecta la fe; entonces, nuestra vida toda se convierte en eco de la vida del Padre que «expresa» eternamente a su Hijo en una palabra infinita; porque siendo esta «expresión» del Hijo por parte del Padre constante, no cesando jamás, abarcando todos los tiempos, siendo un presente eterno, al «expresar» nosotros nuestra fe en Cristo, nos asociamos a la misma vida eterna de Dios. Esto es lo que nos dice San Juan: «El que cree que Jesucristo es el Hijo de Dios, tiene el testimonio de Dios consigo», ese testimonio mediante el cual el Padre dice su Verbo.

 

 

4. Ejercicio de la virtud de la fe; fecundidad de la vida interior basada en la fe

Por mucho que los multiplicáramos, no repetiriamos nunca bastante estos actos de fe en la divinidad de Cristo.- Esta fe la hemos recibido en el Bautismo, y no debemos dejarla enterrada ni adormecida en el fondo del corazón; antes por el contrario, hemos de pedir a Dios que nos la aumente; debemos ejercitarla nosotros mismos, con la repetición de actos.

Y cuanto más pura y viva sea, tanto más penetrará nuestra existencia y tanto más sólida, verdadera, luminosa, segura y fecunda será nuestra vida espiritual. Pues la convicción profunda de que Cristo es Dios y que nos ha sido dado, contiene en sí toda nuestra vida espiritual: de esa íntima convicción nace nuestra santidad como de su fuente, y cuando la fe es viva, penetra por entre el velo de la humanidad que oculta a nuestras miradas la divinidad de Cristo. Tanto cuando se nos muestre sobre un pesebre bajo la forma de débil niño; o en un taller de obrero; o profeta, blanco siempre de las contradicciones de sus enemigos; o en las ignominias de una muerte infame, o ya bajo las especies de pan y vino, la fe nos dice con invariable certidumbre que siempre es el Hijo de Dios, el mismo Cristo, Dios y Hombre verdadero, igual al Padre y al Espíritu Santo en majestad, en poder, en sabiduría, en amor. Cuando llega a ser profunda esta convicción, entonces nos arrastra a un acto de intensa adoración y de abandono en la voluntad de aquel que, bajo el velo del hombre, permanece lo que es, Dios todopoderoso y perfección infinita.

Debemos, si no lo hemos hecho hasta ahora, postrarnos a los pies de Cristo, y decirle: «Señor Jesús, Verbo Encarnado, creo que eres Dios; verdadero Dios engendrado del Dios verdadero; no veo tu divinidad, pero desde el momento que tu Padre me dice: «Este es mi Hijo muy amado», creo y porque creo quiero someterme todo entero a ti, cuerpo, alma, juicio, voluntad, corazón, sensibilidad, imaginación, mis energías todas; quiero que en mí se realicen las palabras del Salmista: «Que todas las cosas os estén sometidas a título de homenaje; «Todo lo rendiste a sus pies» (Sal 8,8; +Heb 2,8); quiero que seas mi jefe, que tu Evangelio sea mi luz, y tu voluntad mi guía; no quiero ni pensar de otro modo que tú, pues eres verdad infalible, ni obrar de otro modo que lo quieres tú, pues eres el único camino que lleva al Padre, ni buscar contento y alegría fuera de tu voluntad, ya que eres la fuente misma de la vida. «Poséeme todo entero, por tu Espíritu, para gloria del Padre».-Con este acto de fe, ponemos el verdadero fundamento de nuestra vida espiritual: «Nadie puede poner otro fundamento que el ya puesto, esto es, Cristo Jesús» (1Cor 3,11. +Col 2,6).

Si renovamos con frecuencia este acto de fe y amor, entonces, Cristo como dice San Pablo, «habita en nuestros corazones» (Ef 3,17), o lo que es lo mismo, reina de un modo permanente, como maestro y rey de nuestras almas; llega, en una palabra, a ser en nosotros, por medio de su Espíritu, el principio de la vida divina. Renovemos, por consiguiente, lo más a menudo que podamos, este acto de fe en la divinidad de Jesús, seguros de que, cada vez que así lo hacemos, consolidamos más y más el fundamento de nuestra vida espiritual, haciéndolo poco a poco inconmovible.

Al entrar en una iglesia y ver la lamparita que luce ante el sagrario, y anuncia la presencia de Jesucristo, Hijo de Dios, sea nuestra genuflexión algo más que una simple ceremonia hecha por rutina, sea un homenaje de fe interna y de profunda adoración a nuestro Señor, cual si le viéramos en el esplendor de su gloria.

Al cantar o recitar en el Gloria de la Misa todas estas alabanzas y estas súplicas a Jesucristo: «Señor Dios, Hijo de Dios, Cordero de Dios, que a la diestra del Padre estás sentado. Tú solo eres Santo, Tú solo Señor, Tú solo Altísimo, junto con el Espíritu Santo en la infinita gloria del Padre, entonces, digo, salgan esas alabanzas antes del corazón que de los labios; al leer el Evangelio, hagámoslo con la convicción de que quien en él habla es el Verbo de Dios, luz y verdad infalibles que nos revela los secretos de la divinidad.

Al cantar en el Credo la generación eterna del Verbo, a la que había de unirse la humanidad, no nos detengamos en la corteza del sentido de las palabras o en la belleza del canto; por el contrario, escuchemos en ellas el eco de la voz del Padre que contempla a su Hijo y atestigua que es igual a El: Filius meus es tu, ego hodie genui te; al cantar: Et incarnatus est, «y se encarnó», inclinemos interiormente todo nuestro ser en un acto de anonadamiento ante el Dios que se hizo Hombre y en quien puso el Padre todas sus complacencias; al recibir a Jesús en la Eucaristía, lleguémonos con tan profunda reverencia cual si cara a cara le viésemos presente.

Tales actos, repetidos, son muy agradables al Eterno Padre, porque todas sus exigencias-y éstas son infinitas- se compendian en un deseo ardiente de ver a su Hijo glorificado.

Y cuanto más oculta el Hijo su divinidad y se rebaja por nuestro amor, más profundamente debemos nosotros ensalzarle y rendirle homenaje como a Hijo de Dios. Ver glorificado a su Hijo constituye el supremo deseo del Padre: «Le glorifiqué y de nuevo le glorificaré» (Jn 12,28); es una de las tres palabras del Padre Eterno que el mundo escuchó: por ellas quiere glorificar a Jesucristo, su Hijo y su igual, honrando su humildad: y porque se ha anonadado, el Padre le ha ensalzado y dándole un nombre superior a todo nombre, a fin de que toda rodilla se doble ante El, y toda lengua proclame que nuestro Señor Jesucristo comparte la gloria de su Padre» (Fil 3, 7-9).

Debido a eso, cuanto más se humilló Cristo haciéndose pequeñito, ocultándose en Nazaret, sobrellevando las flaquezas y miserias humanas que eran compatibles con su dignidad, padeciendo como un malvado la muerte en el madero (Is 53,12) y ocultándose en la Eucaristía, cuanto más atacada y negada es su divinidad por parte de los incrédulos, tanto más elevado ha de ser el lugar en que nosotros le situemos en la gloria del Padre y dentro de nuestro corazón; más profundo el espíritu de intensa reverencia y completa sumisión con que debemos darnos a El sin reservas, y más generoso el trabajo con que nos consagremos sin descanso a la extensión de su reino en las almas.

Tal es la verdadera fe, la fe perfecta en la divinidad de Jesucristo, la que, convertida en amor, invade todo nuestro ser, abarcando prácticamente todas las acciones y todo el complejo de nuestra vida espiritual, y constituye como la base misma de nuestro edificio sobrenatural, de toda nuestra santidad.

Para que sea verdaderamente fundamento, es preciso que la fe informe y sostenga las obras que llevamos a cabo y se convierta en el principio de todos nuestros progresos en la vida espiritual [Iustificati... in ipsa iustitia per Christi gratiam accepta, cooperante fide bonis operibus crescunt ac magis sanctificatur. Conc. Trid., Sess. VI, c. 10]. «Yo, dice San Pablo en su carta a los Corintios, según la gracia que Dios me ha dado, eché en vosotros, cual perito arquitecto, el cimiento del espiritual edificio, predicándoos a Jesús, mire bien cada uno cómo alza la fábrica sobre ese fundamento» (1Cor 3,10).

-Son nuestras obras las que forman y levantan este edificio espiritual. San Pablo dice además que «el justo vive de la fe» (Rm 1,17) [Es digno de notarse que San Pablo insiste en esta verdad en tres ocasiones: +Gál 3, 11, y Heb 10, 38].

El «justo» es aquel que, mediante la justificación recibida en el Bautismo, ha sido creado en la justicia y posee en sí la gracia de Cristo y, conjuntamente, las virtudes infusas de la fe, la esperanza y el amor; ese justo vive por la fe. Vivir es lo mismo que tener en sí un principio interior, fuente de movimientos y operaciones.

Es cierto que el principio interior que ha de animar nuestros actos para que sean actos de vida sobrenatural, proporcionados a la bienaventuranza final, es la gracia santificante; pero la fe es la que introduce al alma en la región de lo sobrenatural. No seremos partícipes de la adopción divina mientras no recibamos a Cristo, ni recibiremos a Cristo, sino por la fe. La fe en Jesucristo nos conduce a la vida, a la justificación, mediante la gracia; por eso dice San Pablo que el justo vivirá de la fe. En la vida sobrenatural la fe en Jesucristo es un poder tanto más activo cuanto más profundamente arraigada se halle en el alma.

La fe comienza por aceptar todas las verdades que constituyen materia adecuada a esta virtud, y como para ella Cristo lo es todo, todo lo ve a través del prisma divino de Cristo, y de la persona misma de Cristo desciende y se extiende sobre cuanto El dijo, sobre cuanto hizo o llevó a cabo, sobre cuanto instituyó: la Iglesia, los Sacramentos, sobre todo lo que constituye ese organismo sobrenatural establecido por Cristo para que vivan nuestras almas la vida divina.

Además, la íntima y profunda convicción que tenemos de la divinidad de Cristo, pone en movimiento nuestra actividad para cumplir generosamente sus mandamientos, para permanecer inquebrantables en la tentación: «Fuertes en la fe» (1Ped 5,9) para conservar la esperanza y la caridad a pesar de todas las pruebas.

¡Oh, qué intensidad de vida sobrenatural se encuentra en las almas íntimamente convencidas de que Jesús es Dios! ¡Qué fuente tan abundante de vida interior y de incesante apostolado es la persuasión, cada día más fuerte y enraizada, de que Cristo es la Santidad, la Sabiduría, el Poder y la Bondad por excelencia!...

«Creo, Jesús mío, que eres el Hijo de Dios vivo; creo sí, pero dígnate aumentar más todavía los quilates de mi fe».

 

 

5. Por qué debemos tener fe viva, sobre todo en el valor infinito de los méritos de Cristo. Cómo la fe es fuente de gozo

Hay un punto sobre el cual deseo detenerme, porque más que otro alguno debe constituir el objeto explícito de la fe si queremos vivir plenamente de la vida divina: es la fe en el valor infinito de los méritos de Jesucristo.

Ya he apuntado esta verdad al exponer cómo Jesucristo ha constituido el precio infinito de nuestra santificación. Pero al hablar de la fe, importa volverlo a tratar, puesto que la fe es la que nos permite aprovechar todas esas inagotables riquezas que Dios nos otorga en Jesús.

Dios nos legó un don inmenso en la persona de su Hijo Jesús; Cristo es un relicario en el que se encierran todos los tesoros que han podido reunir para nosotros la ciencia y la sabiduría divinas; El mismo, con su pasión y su muerte, mereció el privilegio de poder hacernos a nosotros partícipes de esas riquezas, y ahora vive en el cielo, abogando de continuo por nosotros delante de su Eterno Padre.

 

Pero es preciso que conozcamos el valor de este don y el uso que de él debemos hacer. Cristo, con la plenitud de su santidad y el infinito valor de sus merecimientos y de su crédito constituye este don; pero este don no nos será útil sino en proporción a la medida de nuestra fe. Si ésta es rica, viva, profunda, si está a la altura de tan excelso don, en cuanto ello es posible a una criatura, no tendrán límites las comunicaciones divinas hechas a nuestras almas por la humanidad santa de Jesús; en cambio, si no tenemos un aprecio sin límites de los méritos infinitos de Cristo, es que nuestra fe en la divinidad de Jesús no es bastante intensa, y cuantos dudan de esta divina eficacia ignoran lo que significa la humanidad de un Dios.

Debemos ejercitar a menudo esta fe en los méritos y satisfacciones adquiridos por nuestro Señor para nuestra santificación. Cuando oramos, presentémonos al Padre Etemo con una confianza inquebrantable en los merecimientos de su divino Hijo: Nuestro Señor lo ha pagado, saldado y adquirido todo; y «sin cesar interpela a su Padre por nosotros» (Heb 7,25). Digamos en vista de esto al Señor: «Dios mío, yo bien sé que soy un pobre miserable; que no hago más que aumentar todos los días el número de mis pecados; sé que ante vuestra infinita santidad, de mí mismo, no soy otra cosa sino cual lodo y barro ante el sol; pero me prosterno ante Vos; soy miembro, por la gracia, del cuerpo místico de vuestro Hijo, de vuestro Hijo que me ha comunicado esa misma gracia, luego de haberme rescatado con su sangre; ahora que tengo la dicha de pertenecerle, no queráis arrojarme de la presencia de vuestra divina Faz». No, Dios no puede arrojarnos cuando así nos apoyamos en el valimiento de su Hijo, pues el Hijo trata de igual a igual con el Padre.

Además, al reconocer de este modo que nada valemos por nosotros mismos, ni somos capaces de hacer nada, «sin mí nada podéis» (Jn 15,5), y que, en cambio, lo esperamos todo de Cristo, en particular aquello que nos es necesario para vivir de la vida divina, «todo lo puedo en aquel que me conforta», reconocemos que ese divino Hijo lo es todo para nosotros, que fue constituido como nuestro Jefe y Pontífice; y de este modo, afirma San Juan, rendimos al Padre -«que ama al Hijo», y quiere que todo nos venga por su Hijo, «puesto que le ha dado poder absoluto para lo referente a la vida de las almas»-, un homenaje gratísimo; mientras que, por el contrario, el alma que no tiene esa confianza absoluta en Jesús, no le reconoce plenamente por lo que es: Hijo muy amado del Padre, y, por tanto, no ofrece tampoco al Padre esa glorificación que tanto apetece: El Padre desea «que todos den gloria al Hijo como se la dan al Padre. Quien no dé gloria al Hijo, tampoco se la da al Padre que le envió» (Jn 5,23).

Igualmente, cuando nos acerquemos al sacramento de la Penitencia, tengamos gran fe en la eficacia divina de la sangre de Jesús, esa sangre que lava entonces nuestras almas de sus faltas, las purifica, renovando sus fuerzas y devolviéndoles su prístina belleza, sangre que se nos aplica en el momento de la absolución juntamente con los méritos de Cristo y que ha sido derramada en beneficio nuestro debido ai incomparable amor de Jesús, méritos infinitos, sí, pero adquiridos al precio de padecimientos increíbles y de afrentosas ignominias. ¡Si conocieras el don de Dios!

Del mismo modo también, cuando asistís a la santa Misa, os halláis presentes al sacrificio conmemorativo del de la Cruz; el Hombre Dios se ofrece por nosotros en el altar como lo hizo en el Calvario. Aunque difiera el modo de ofrecerse, el mismo Cristo, verdadero Dios y verdadero Hombre, se inmola sobre el altar para hacernos partícipes de sus satisfacciones infinitas. Si fuera nuestra fe viva y profunda, ¡con qué reverencia asistiríamos a este sacrificio, y con qué avidez santa acudiríamos todos los dias -en conformidad con los deseos de nuestra Santa Madre la Iglesia- a la sagrada Mesa para unirnos con Cristo!; ¡con qué confianza inquebrantable recibiríamos a Cristo en el momento en que se nos da todo entero, su humanidad y su divinidad, sus tesoros y sus merecimientos; se nos da El mismo, rescate del mundo, el Hijo en quien Dios puso todas sus complacencias! «¡Si conocieras el don de Dios!»

Cuando hacemos frecuentes actos de fe en el poder de Jesucristo y en el valor de sus merecimientos, nuestra vida se convierte en un cántico perpetuo de alabanzas a la gloria de este Pontífice supremo, mediador universal y dador de toda gracia; con lo que entramos de lleno en los pensamientos eternos, en el plan divino, y adaptamos nuestras almas a las miras santificadoras de Dios, al mismo tiempo que nos asociamos a su voluntad de glorificar a su amantísimo Hijo: «Le glorifiqué y de nuevo le glorificaré» (ib. 12,28).

Acerquémonos, pues, a nuestro Señor; sólo El sabe decirnos palabras de vida eterna. Recibamosle primero con una fe viva, doquiera esté presente; en los sacramentos, en la Iglesia, en su cuerpo místico, en el prójimo, en su providencia, que dirige o permite todos los acontecimientos, incluso los adversos; recibámosle, cualquiera que sea la forma que toma y el momento en que viene, con una adhesión entera a su divina palabra y una entrega completa a su servico.En esto consiste la santidad.

Todos hemos leído en el Evangelio el episodio, referido por San Juan con detalles deliciosos, de la curación del ciego de nacimiento (Jn 9, 1-38). Luego que fue curado por Jesús, en día de sábado, le interrogan repetidas veces los fariseos enemigos del Salvador; quieren hacerle confesar que Cristo no es profeta, ya que no observa el reposo que la Ley de Moisés prescribe el día de Sábado.

Pero el pobre ciego no sabe gran cosa; invariablemente responde que cierto hombre llamado Jesús le ha sanado enviándole a lavarse en una fuente; es todo cuanto sabe y lo que en un principio les contesta. Los fariseos no le pueden sonsacar nada contra Cristo y acaban por arrojarle de la sinagoga porque afirma que nunca se oyó decir que haya un hombre abierto los ojos a un ciego, y que, por tanto, Jesús debe ser el enviado de Dios. Habiendo llegado a oído de nuestro Señor esta expulsión, haciéndose el encontradizo con él, le pregunta: «¿Crees en el Hijo de Dios?» -Responde el ciego: «¿Quién es, Señor, para que yo crea en El?» ¡Qué prontitud de alma! -Dícele Jesús: «Le viste ya, y es el mismo que está hablando contigo». -Y al punto, el pobre ciego da fe a la palabra de Cristo: «Creo, Señor», y en la intensidad de su fe, se postra a los pies de Jesús para adorarle; abraza los pies de Jesús, y en Jesús, la obra entera de Cristo (Jn 9,38).

El ciego de nacimiento es la imagen de nuestra alma curada por Jesús, libertada de las tinieblas eternas y devuelta a la luz por la gracia del Verbo encarnado(+San Agustín. In Joan., XLIV, 1). Doquiera, pues, que se le presente Cristo, ha de decir: «¿Quién es, Señor, para que crea en El?» (Jn 9,36). Y luego inmediatamente deberá entregarse del todo a Cristo, a su servicio, a los intereses de su gloria, que es también la del Padre. Obrando siempre de este modo, llegamos a vivir de la fe; Cristo habita y reina en nosotros, y su divinidad es, por medio de la fe, principio de toda nuestra vida.

Esta fe, que se completa y se manifiesta por medio del amor, es además para nosotros fuente y manantial de alegría. Dijo nuestro Señor: «Bienaventurados aquellos que no vieron y creyeron» (Jn 20,29), y dijo estas palabras, no para sus discípulos, sino más bien para nosotros. Pero, ¿por qué proclama nuestro Señor «bienaventurados» a los que en El creen? La fe es causa de alegría, por cuanto nos hace participar de la ciencia de Cristo. El es el Verbo eterno, que nos ha enseñado los secretos divinos. «El Unigénito que habita en el seno del Padre es quien le dio a conocer» (ib. 1,18). Creyendo lo que nos ha dicho tenemos la misma ciencia que El; la fe es fuente de alegría, porque lo es también de luz y de verdad, que es el bien de la inteligencia.

Es además fuente de alegría, por cuanto nos permite poseer en germen los bienes futuros; es «sustancia de las realidades eternas que nos han sido prometidas» (Heb 11,1). Nos lo dice Jesucristo mismo: «Aquel que cree en el Hijo de Dios, tiene vida eterna» (Jn 3,36). Reparad en el tiempo presente «tiene»; no habla en futuro «tendrán, sino que habla como de un bien cuya posesión se halla ya asegurada [Dicitur iam finem aliquis habere propter spem finis obtinendi. I-II, q.69, a.2; y el Doctor Angélico añade: Unde et Apostolus dicit: Spe salvi facti sumus. Todo este artículo merece leerse]; del mismo modo que vimos cómo, aludiendo al que no cree dice que ya «está» juzgado.

La fe es una semilla, y toda semilla lleva en sí el germen de la producción futura. Con tal de apartar de ella todo aquello que la pueda menoscabar, empailar y empequeñecer; con tal de desarrollarla por la oración y el ejercicio; con tal de proporcionarla constantemente ocasión de manifestarse en el amor, la fe pone a nuestra disposición la sustancia de los bienes venideros y hace nacer una esperanza inquebrantable: «Quien cree en El, no será confundido» (Rm 9,33).

Permanezcamos, como dice San Pablo, «cimentados en la fe» (Col 1,23); «fundados en Cristo y afianzados en la fe»: «Puesto que habéis recibido a Jesucristo nuestro Señor, andad en El, injertados en su raíz, y edificados sobre El y robustecidos en la fe, como así lo habéis aprendido» (Col 2, 6-7).

Permanezcamos, pues, firmes; porque esta fe ha de verse probada por este siglo de incredulidad, de blasfemia, de escepticismo, de naturalismo, de respeto humano, que nos rodea con su ambiente malsano. Si estamos firmes en la fe, dice San Pedro -el príncipe de los Apóstoles, sobre quien Cristo fundó su Iglesia al proclamar aquél que Cristo era Hijo de Dios- nuestra fe será «un título de alabanza, de honor y de gloria cuando aparezca Jesús, en quien creéis y a quien amáis sin haberle visto nunca vuestros ojos, pero en quien no podéis creer sin que este acto de fe haga brotar en vuestros corazones la fuente inagotable de una alegría inefable, ya que el fin y el premio de esta vida es la salvación, y, de consiguiente, la santidad de vuestras almas» (1Pe 1, 7-9).

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

SEGUNDA PARTE

 

Fundamento y doble aspecto de la vida cristiana

 

1 LA FE EN JESUCRISTO, FUNDAMENTO DE LA VIDA CRISTIANA. LA FE, PRIMERA DISPOSICIÓN DEL ALMA, Y CIMIENTO DE LA VIDA SOBRENATURAL (Plática elaborada de la original, libro pag 143, y que pondo al final)

 

Queridos hermanos, vamos a meditar sobre el plan divino de la creación y recreación del hombre y del mundo por Jesucristo. Es un misterio de amor extremo del Padre en su Palabra pronunciada con Amor de Espíritu Santo desde toda la eternidad.

Hermanos, si existimos  es que Dios ha soñado con nosotros desde toda la eternidad en su Hijo y con un beso de Espíritu Santo nos ha dado la existencia para vivir siempre. Si existimos es que Dios nos ha preferido a millones y millones de s eres que n existirán  y nos ha señalado con su dedo creador y dador de vida. Si existimos, somos un cheque firmado por Dios en la sangre de Cristo para vivir eternamente en la misma felicidad de Dios Trino y Uno.

su misma vida en Padre y la Trinidad para Palabra de l Padre pro. Queremos meditar la creaciEn las pláticas anteriores, que forman como una exposición de conjunto, he procurado explicaros la economía de los divinos designios, considerada en sí misma.

Hemos contemplado el plan eterno de nuestra predestinación adoptiva en Jesucristo: la realización de ese plan por la Encarnación, siendo Cristo, Hijo del Padre, a la vez nuestro modelo, nuestra redención y nuestra vida hemos tratado en fin de la misión de la Iglesia, que, guiada por el Espíritu Santo, prosigue en el mundo, la obra santificadora del Salvador.

La excelsa figura de Cristo domina todo este plan divino; en ella se fijan las ideas eternas; El es el Alfa y la Omega. Antes de su Encarnación en El convergen las figuras, símbolos, ritos y profecías, y después de su venida, todo también esta supeditado a El; es verdaderamente «el eje del plan divino».

También hemos visto cómo ocupa el centro de la vida sobrenatural.- Lo sobrenatural se encuentra primeramente en El: Hombre-Dios, humanidad perfecta, indisolublemente unida a una Persona divina, posee la plenitud de la gracia y de los celestiales tesoros, de los cuales mereció por su pasión y muerte ser constituido dispensador universal.

El es el camino, el único camino para llegar al Padre Eterno; «El que no anda por él, se extravía». «Nadie llega al Padre si no va a través del Hijo» (Jn 14,15); «fuera de ese fundamento por Dios preestablecido, no hay nada firme». «Nadie puede edificar sobre otra base...» (1Cor 3,2). Sin ese Redentor y la fe en sus méritos, no hay salvación posible, y menos todavía santidad (Hch 4,12).- Cristo Jesús es la única senda, la única verdad, la única vida. Quien se aparta de ese camino, se aparta de la verdad, y busca en vano la vida: «Quien tiene al Hijo tiene la vida, y quien no tiene al Hijo carece de ella» (1Jn 5,12).

Vivir sobrenaturalmente es participar de esa vida divina, de la que Cristo es el depositario. De El nos viene el ser hijos adoptivos de Dios, y no lo somos sino en la medida en que somos conformes al que es por derecho Hijo verdadero y único del Padre, pero que quiere tener con El una multitud de hermanos por la gracia santificante. A esto se reduce toda la obra sobrenatural considerada desde el punto de vista de Dios.

Cristo vino a la tierra a realizarla: «Para que alcanzáramos la dignidad de hijos adoptivos» (Gál 4,5); para eso también transfirió a la Iglesia todos sus tesoros y poderes, enviándola de continuo el «Espíritu de Verdad» y de santificación para que dirija, guíe y perfeccione con su acción la obra santificadora hasta que el cuerpo místico llegue, al fin de los tiempos, a su entera perfección. La bienaventuranza misma, fin de nuestra sobrenatural adopción, no es sino una herencia que Cristo ha tenido a bien compartir con nosotros: «Herederos de Dios, coherederos de Cristor» (Rm 8,17).

De modo que Cristo es, y seguirá siendo, el único objeto de las divinas complacencias; y si un mismo amor abarca con eterna mirada a todos los elegidos que forman su reino, es sólo por El y en El. «Cristo ayer y hoy; Cristo por los siglos de los siglos» (Heb 13,8).

He aquí lo que hasta ahora hemos considerado. Pero de bien poco nos serviría el entretenernos en contemplar de una forma exclusivamente teórica y abstracta este plan divino en el que resplandece la sabiduría y bondad de nuestro Dios.

Hemos de adaptarnos prácticamente a ese plan, so pena de no pertenecer al reino de Cristo; de esto precisamente nos ocuparemos en las siguientes pláticas. Me esforzaré en mostraros de qué forma la gracia toma posesión de nuestras almas por el Bautismo; la obra de Dios que se va elaborando en nosotros; las condiciones de nuestra cooperación personal como criaturas libres, de modo que nos hagamos lo más dignos que sea posible de participar activamente de la vida divina.

Vamos a ver cómo el fundamento de todo este edificio espiritual es la fe en la divinidad de Nuestro Señor, y cómo el Bautismo, puerta de todos los sacramentos, imprime en toda nuestra existencia un doble carácter, de muerte y de vida: «de muerte al pecado» y de «vida en Dios».

En el admirable discurso que pronunció en la última Cena, la víspera de morir, y en el que parece descorrió el Señor un poquito el velo que nos oculta los secretos de la vida divina, nos dijo Jesús que «es una gloria para su Padre el que demos frutos abundantes» (Jn 15,8).

Procuremos desarrollar en nosotros esta cualidad de hijos de Dios cuanto podamos, porque así nos conformaremos con los designios eternos: pidamos a Cristo, Hijo único del Padre, y modelo nuestro, que nos enseñe practicamente, no sólo cómo vive El en nosotros, sino también cómo hemos nosotros de vivir en El; porque ahí está el secreto, ése es el único medio a nuestro alcance para ponernos en disposición de poder rendir los frutos copiosos por los cuales el Padre podrá considerarnos como a hijos suyos muy queridos. «Si alguien permanece en mí y yo en él, ese tal dará fruto abundante» (ib. 5).

He dicho, y quisiera que esa verdad quedase grabada en el fondo de vuestras almas, que toda nuestra santidad consiste en participar de la santidad de Jesucristo, Hijo de Dios. ¿De que modo lograremos esa participación? -Recibiendo en nosotros al mismo Jesucristo, que es la única fuente de esa santidad. San Juan, hablando de la Encarnación, nos dice que «todos los que han recibido a Jesucristo han recibido el poder de ]legar a ser hijos de Dios». Pero, ¿cómo se recibe a Cristo, Verbo humanado? Primero y principalmente, por la fe: «A los que creen en su persona» (Jn 1,12).

San Juan, por tanto, nos dice que la fe en Jesucristo es la que nos hace hijos de Dios, y no de otro modo se expresa San Pablo cuando dice. «Sois todos vosotros hijos de Dios mediante la fe en Jesucristo» (+Rm 3, 22-26). En efecto, por medio de la fe en la divinidad de Jesucristo, nos identificamos con El, le aceptamos tal cual es, Hijo de Dios y Verbo encarnado; la fe nos entrega a Cristo; y Jesucristo, a su vez, introduciéndonos en el dominio de lo, sobrenatural, nos presenta y ofrece a su Padre.

Y cuanto más perfecta, profunda, viva y constante sea la fe en la divinidad de Cristo, tanto mayor derecho tendremos, en calidad de hijos de Dios, a la participación de la vida divina. Recibiendo a Cristo por la fe, llegamos a ser por la gracia lo que El es por naturaleza, hijos de Dios; y entonces esa nuestra condición de hijos reclama de parte del Padre celestial una infusión de vida divina; nuestra calidad de hijos de Dios es como una oración continua: ¡Oh Padre santo, dadnos el pan nuestro de cada día, es decir, la vida divina, cuya plenitud reside en vuestro Hijo!»

 

Hablemos, pues, de la fe.

La fe constituye la primera disposición que se exige de nosotros en nuestras relaciones con Dios: «El primer contacto del hombre con Dios es por la fe» [Prima coniunctio hominis ad Deum per fidem. Santo Tomás, IV Sent., dist. 39, a. 6, ad 2; Est aliquid primum in virtutibus directe per quod scilicet iam ad Deum acceditur. Primus autem accessus ad Deum est per fidem. II-II, q.161, a.5, ad 2. +II-II, q.4, a.7, et q.23, a.8]. Lo mismo dice San Agustín: «La fe es la que se encarga en primer término de sujetar el alma a Dios» [Fides est prima quæ subiugat animam Deo. De agone christiano, cap.III, nº.14]. Y San Pablo añade: «Es necesario que los que aspiran a acercarse a Dios empiecen por creer ya que sin fe es imposible agradarle» (Heb 11,5-6); y más imposible aún el llegar a gozar de su amistad y permanecer hijos suyos» [Impossibile est ad filiorum eius consortium pervenire. Conc. Trid., Sess. VI, cap.8].

Como veis, la materia no es ya sólo importantísima sino vital.- No comprenderemos nada de la vida espiritual ni de la vida divina en nuestras almas, si no advertimos que se halla toda ella «fundada en la fe» (Col 1,23), en la convicción íntima y profunda de la divinidad de Jesucristo. Pues, como dice el Sagrado Concilio de Trento: «La fe es raíz y fundamento de toda justificación y, por consiguiente, de toda santidad» [Fides est humanæ salutis initium, fundamentum et radix omnis iustificationis. Sess. VI, cap.8].

Veamos ahora lo que es la fe, su objeto y de qué forma se manifiesta.

 

1. Cristo exige la fe como condición previa de la unión con él

Consideremos lo que ocurría cuando Jesucristo vivía en Judea.- Veremos, al recorrer el relato de su vida en los Evangelios, que es la fe lo que ante todas las cosas reclama de cuantos a El se dirigen.

Leemos que cierto día dos ciegos le seguían gritando: «Hijo de David, ten piedad de nosotros». Jesús deja que se le acerquen, y les dice: «¿Creéis que puedo curaros?» A lo que responden: « Sí, Señor». Entonces tócales los ojos y les devuelve la vista, diciendo: «Hágase conforme a vuestra fe» (Mt 9, 27-30). Del mismo modo, luego de su Transfiguración, encuentra, al pie de la montaña del Tabor, a un padre que le suplica que cure a su hijo poseído del demonio. Y, ¿qué le dice Jesús? «Si puedes creer, todo es posible al que cree». No hizo falta más para que el desventurado padre exclamara: «Creo, Señor pero ayudad la flaqueza de mi fe» (ib. 17, 14-19; Mc 9, 16-26; Lc 9, 38-43). Y Jesús liberta al niño. Al pedirle el jefe de la sinagoga que resucite a su hija, no es otra la respuesta que éste recibe de Jesucristo: «Cree tan sólo y será salvada» (Lc 8,50).

Muy a menudo resuena esta palabra en sus labios; frecuentemente le oímos decir: «Id, vuestra fe os ha salvado, vuestra fe os ha curado». Se lo dice al paralítico, se lo dice a la mujer enferma doce años hacía y que acababa de ser curada por haber tocado con fe su manto (Mc 5, 25-34).

Como condición indispensable de sus milagros requiere la fe en El aun tratándose de aquellos a quienes más ama. Reparad en que cuando Marta, hermana de Lázaro, su amigo, a quien pronto resucitará, le da a entender que hubiera muy bien podido impedir la muerte de su hermano, Jesucristo le dice que resucitará Lázaro, pero quiere, antes de obrar el prodigio, que Marta haga un acto de fe en su persona: «Yo soy la Resurrección y la Vida. ¿Lo crees así?» (Jn 11, 25-26; +40 y 42).

Limita deliberadamente los efectos de su poder allí donde no encuentra fe; el Evangelio nos dice expresamente que en Nazaret «no hizo muchos milagros por razón de la incredulidad de sus moradores» (Mt 13,58). Diríase que la falta de fe paraliza, si así puedo expresarme, la acción de Cristo.

En cambio, allí donde la encuentra, nada sabe rehusar, y se complace en hacer públicamente su elogio con verdadero calor. Cierto día que Jesús estaba en Cafarnaúm, un pagano, un oficial que mandaba una compañía de cien hombres se le aproxima y le pide la curación de uno de sus servidores enfermo. Dícele Jesús: «Iré y le curaré». Pero el centurión le responde al punto: «Señor, no os toméis semejante molestia, que no soy digno de que entréis en mi tienda; decid simplemente una palabra y curará mi servidor; yo mismo tengo soldados a mis órdenes; y digo a éste: vete, y va; a aquel otro: vente, y viene; a mi criado: haz esto, y lo hace. Así, también bastará que digáis Vos una palabra, que conjuréis a la enfermedad para que desaparezca, y desaparecerá». ¡Qué fe la de este pagano!

Por eso Jesucristo, aun antes de pronunciar la palabra libertadora, manifiesta el gozo que semejante fe le causa: «En verdad, que ni siquiera entre los hijos de Israel he podido encontrar una fe semejante. Debido a ello, vendrán los gentiles a tomar asiento en el festín de la vida eterna, en el reino de los Cielos, mientras que los hijos de Israel, llamados los primeros al banquete, serán arrojados a causa de su incredulidad». Y dirigiéndose al centurión: «Vete, le dice, y suceda confofme has creído» (ib. 8, 1-13; Lc 7, 1-10).

Tanto agrada a Jesús la fe, que ella acaba por obtener de El lo que no entraba en sus intenciones conceder.- Tenemos de ello un ejemplo admirable en la curación pedida por una mujer cananea. Nuestro Señor había llegado a las fronteras de Tiro y Sidón, región pagana. Habiéndole salido al encuentro una mujer de aquellos contornos, comenzó a exclamar en alta voz: «Tened piedad de mí, Señor, Hijo de David; mi hija es cruelmente atormentada por el demonio». Jesús, al principio, no le hace caso, y en vista de ello, sus discípulos instante, diciendo: «Despachadla pronto, después de otorgarle lo que pide pues no deja de importunarnos con sus gritos». «Mi misión, les responde Cristo, es la de predicar solamente a los judíos».

A sus Apóstoles reservaba la evangelización de los paganos. Pero he aquí que la buena mujer se postra a sus pies. «Señor, vuelve a decirle, socórreme». Y Jesús vuelve igualmente a replicar lo mismo que a los Apóstoles, bien que empleando una locución proverbial, en uso por aquel entonces, para distinguir a los judíos de los paganos.

No es lícito tomar el pan de los hijos para darlo a los perros». Al oír esto, exclama ella, animada por su fe:·«Cierto, Señor; pero los cachorritos comen al menos las migajas que caen de la mesa de sus amos». Jesús, conmovido ante semejante fe, no puede menos de alabarla y concederle al punto lo que solicita: «¡Oh mujer, tu fe es grande; hágase según tus deseos!» Y a la misma hora fue curada su hija (Mt 15, 22-28).

En la mayor parte de estos ejemplos, se trata sin duda ninguna, de curaciones corporales; pero del mismo modo, y debido también a la fe, perdona Nuestro Señor los pecados y concede la vida eterna.- Considerad lo que dice a Magdalena, cuando la pecadora se arroja a sus pies y los riega con sus lágrimas: «Tus pecados han sido perdonados». La remisión de los pecados es, a no dudarlo, una gracia de orden puramente espiritual.

Ahora bien, ¿por qué razón Jesucristo devuelve a Magdalena la vida de la gracia? -Por su fe. Jesucristo dicele exactamente las mismas palabras que a los que curaba de sus enfermedades corporales: «Vete; tu fe te ha salvado» (Lc 7,50).

Vengamos por fin, al Calvario. ¡Qué magnífica recompensa promete al Buen Ladrón, atendiendo a su fe! Probablemente era un bandido este ladrón; pero en la cruz, y cuando todos los enemigos de Cristo le agobian con sus sarcasmos y mofas: «Si realmente es, como lo dijo, el Hijo de Dios descienda de la cruz, y creeremos en El», el ladrón confiesa la divinidad de Cristo, al que ve abandonado de sus discípulos, y muriendo en un madero, puesto que habla a Jesus de «su reino», precisamente en el momento en que va a morir, y le pide un asiento en ese reino. ¡Qué fe en el poder de Cristo agonizante! ¡Cómo le llega a Jesucristo al corazón! «En verdad, tú estarás hoy conmigo en el Paraíso». Le perdona sólo por esta fe todos sus pecados, y le promete un lugar en su reino eterno. La fe era la primera virtud que Nuestro Señor exigía de los que se le acercaban, y la primera que ahora reclama de nosotros.

Cuando antes de su Ascensión a los Cielos envía a los Apóstoles a continuar su misión por el mundo, lo que exige es la fe; y podemos decir que en ella cifra la realización de la vida cristiana: «Id, enseñad a todas las naciones... el que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, será condenado». ¿Quiere esto decir que basta sólo la fe? -No; los Sacramentos y la observancia de los Mandamientos son igualmente necesarios, pero un hombre que no cree en Jesucristo, nada tiene que ver con sus Mandamientos ni con los Sacramentos. Por otra parte, si nos acercamos a sus Sacramentos, si observamos sus preceptos, es debido a que creemos en Jesucristo; por consiguiente, la fe es la base de nuestra vida sobrenatural.

La gloria de Dios exige de nosotros que durante el tiempo de nuestra vida terrenal le sirvamos en la fe. Ese es el homenaje que espera de nosotros y que constituye toda nuestra prueba, antes de llegar a la meta final. Llegará un día en que habremos de ver a Dios cara a cara; su gloria entonces consistirá en comunicarse plenamente en todo su esplendor y en toda la claridad de su eterna bienaventuranza; pero mientras estemos aquí abajo, entra en el plan divino que Dios sea para nosotros un Dios oculto; aquí abajo, quiere Dios ser conocido, adorado y servido en la fe; cuanto más extensa, viva y práctica sea ésta, tanto más agradables nos haremos a las divinas miradas.

 

 

2. Naturaleza de la fe: asentimiento al testimonio de Dios proclamando que Jesús es su Hijo

Pero me diréis: ¿en qué consiste la fe?-Hablando en general puede decirse que la fe es una adhesión de nuestra inteligencia a la palabra de otro. Cuando un hombre íntegro y leal nos dice una cosa, la admitimos, tenemos fe en su palabra; dar su palabra a alguien es darse uno mismo.

La fe sobrenatural es la adhesión de nuestra inteligencia, no a la palabra de un hombre, sino a la palabra de Dios.-Dios no puede ni engañarse ni engañarnos; la fe es un homenaje que se tributa a Dios considerado como verdad y autoridad supremas.

Para que este homenaje sea digno de Dios, debemos someternos a la autoridad de su palabra, cualesquiera que sean las dificultades que en ello encuentre nuestro espíritu. La palabra divina nos afirma la existencia de misterios que superan nuestra razón; la fe puede sernos exigida en cosas que los sentidos y la experiencia parecen presentarnos de muy distinta manera a como nos las presenta Dios; pero Dios exige que nuestra convicción en la autoridad de su revelación sea tan absoluta, que si toda la creación nos afirmara lo contrario, dijéramos a Dios, a pesar de todo: «Dios mío, creo, porque Tú lo has dicho».

Creer, dice Santo Tomás, es dar, bajo el imperio de la voluntad, movida por la gracia, el asentimiento, la adhesión de nuestra inteligencia a la verdad divina [Ipsum autem credere est actus intellectus assentientis veritati divinæ ex imperio voluntatis sub motu gratiæ. II-II, q.2, a.9].

El espíritu es el que cree, pero no por eso está ausente el corazón; y Dios nos infunde en el Bautismo, para que cumplamos este acto de fe, un poder, una fuerza, un «hábito»: la virtud de fe, por la cual se mueve nuestra inteligencia a admitir el testimonio divino por amor a su veracidad. En esto reside la esencia misma de la fe, bien que esta adhesión y este amor comprendan, naturalmente, un número de grados infinito.- Cuando el amor que nos inclina a creer, nos arrastra de un modo absoluto a la plena aceptación, teórica y práctica, del testimonio de Dios, nuestra fe es perfecta, y, como tal, obra y se manifiesta en la caridad [Fides nisi ad eam spes accedat et caritas neque unit perfecte cum Christo, neque corporis eius vivum membrum efficit. Conc. Trid., sess. VI, cap.7].

Ahora bien, ¿cuál es, en concreto, ese testimonio de Dios que debemos aceptar por la fe? -Helo aquí en resumen: Que Cristo Jesús es su propio Hijo, enviado para nuestra salvación y nuestra santificación.

Sólo en tres ocasiones oyó el mundo la voz del Padre, y las tres para escuchar que Cristo es su Hijo, su único Hijo, digno de toda complacencia y de toda gloria: «Escuchadle» (Mt 3,17; 17,5; Jn 12,28). Este es, según lo dijo nuestro Señor mismo, el testimonio de Dios al mundo cuando le dio su Hijo. «El Padre que me envió es quien dio testimonio de mí» (Jn 5,37. Véase todo el pasaje desde el v. 31).

Y para confirmar este testimonio, Dios ha dado a su Hijo el poder de obrar milagros: le ha resucitado de entre los muertos. Nuestro Señor nos dice que la vida eterna está supeditada a la aceptación plena de este testimonio. «Esta es la voluntad del Padre que me envió: que todo el que vea y crea en el Hijo, tenga la vida eterna» (Ib 6,40. +17,21); e insiste con frecuencia sobre este punto: «En verdad os digo que quienquiera que crea en Aquel que me envió, tiene la vida eterna... ha pasado de la muerte a la vida» (ib. 5,24).

Abundando en el mismo sentimiento, escribe San Juan palabras como éstas, que no nos cansaremos nunca de meditar: «Tanto amó Dios al mundo, que llegó a darle su único Hijo». ¿Y para qué se lo dio? «Para que todo el que crea en El no, perezca, antes bien, tenga la vida eterna», y añade a guisa de explicación: «Pues no envió Dios a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que por su medio el mundo se salve; quien cree en El, no es condenado, pero el que no cree, ya está condenado por lo mismo que no cree en el nombre del Hijo unigénito de Dios» (Jn 3, 16-18).

«Juzgar» tiene aquí, como hemos traducido, el sentido de condensar, y San Juan dice que quien no cree en Cristo ya está condenado; fijaos bien en esta expresión: «Ya está condenado»; lo que equivale a enseñar que el que no tiene fe en Jesucristo en vano procurará su salvación: su causa está va desde ahora juzgada. El Padre Eterno quiere que la fe en su Hijo, por El enviado, sea la primera disposición de nuestra alma y la base de nuestra salvación. «Quien cree en el Hijo tiene la vida eterna, mas quien no cree en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios permanece sobre él» (ib. 3,36).

Atribuye Dios tal importancia a que creamos en su Hijo, que su cólera permanece -nótese el tiempo presente: «permanece» desde ahora y siempre- sobre aquel que no cree en su Hijo. ¿Qué significa todo esto? Que la fe en la divinidad de Jesús es, en conformidad con los designios del Padre, el primer requisito para participar de la vida divina; creer en la divinidad de Jesucristo implica creer en todas las demás verdades reveladas.

Toda la Revelación puede ser considerase contenida en este supremo testimonio que Dios nos da de que Jesucristo es su Hijo; y toda la fe, puede decirse que se halla igualmente implícita en la aceptación de este testimonio. Si, en efecto, creemos en la divinidad de Jesucristo, por el hecho mismo creemos en toda la revelación del Antiguo Testamento que encuentra toda su razón de ser en Cristo; admitimos también toda la revelación del Nuevo Testamento, ya que todo cuanto nos enseñan los Apóstoles y la Iglesia no es sino el desarrollo de la revelación de Cristo.

Por tanto, el que acepta la divinidad de Cristo abraza, al mismo tiempo, el conjunto de toda la Revelación; Jesucristo es el Verbo encarnado; el Verbo expresa a Dios, tal cual Dios es, todo lo que El sabe de Dios; este mismo Verbo se encarna y se encarga de dar a conocer a Dios en el mundo (ib. 1,18). y cuando mediante la fe recibimos a Cristo, recibimos toda la Revelación.

De modo que la convicción íntima de que nuestro Señor es verdaderamente Dios constituye el primer fundamento de toda la vida espiritual; si llegamos a comprender bien esta verdad y extraemos las consecuencias prácticas en ella implicadas, nuestra vida interior estará llena de luz y de fecundidad.

 

 

3. La fe en la divinidad de Jesucristo es el fundamento de nuestra vida interior; el Cristianismo es la aceptación de la divinidad de Cristo en la Encarnación

Insistamos algo más en esta importantísima verdad. Durante la vida mortal de Jesucristo, su divinidad estaba oculta bajo el velo de la humanidad; era objeto de fe hasta para quienes vivían con El.

Sin duda que los judíos se percataban de la sublimidad de su doctrina. «¿Qué hombre, decían, ha hablado jamás como este Hombre?» (Jn 7,46). Veían «obras que sólo Dios puede hacer» (ib. 3,2). Pero veían también que Cristo era hombre; y nos dicen que ni sus mismos convecinos, que no le habían conocido fuera del taller de Nazaret, creían en El, a pesar de todos sus milagros (ib. 7,5).

Los Apóstoles, aun cuando eran sus continuos oyentes, no veían su divinidad. En el episodio mencionado ya, en el cual vemos a nuestro Señor preguntar a sus discípulos quién es El, le contesta San Pedro: «Tú eres Cristo, Hijo de Dios vivo». Pero nuestro Señor advierte al punto que San Pedro no hablaba de aquel modo porque tuviera la evidencia natural, sino únicamente por razón de una revelación hecha por el Padre; y a causa de esta revelación, le proclama bienaventurado.

Más de una vez también, leemos en el Evangelio, que contendían los judios entre sí con respecto a Cristo.- Por ejemplo: Con ocasión de la parábola del buen pastor que da la vida voluntariamente por sus ovejas, decían unos: «Está poseído del demonio; ha perdido el sentido: ¿por qué le escucháis?» Otros, en cambio, replicaban: «Reflexionemos un poco: ¿Acaso sus palabras son las de un poseído del demonio?» Y añadían, aludiendo al milagro del ciego de nacimiento curado por Jesús algunos días antes: «¿Por ventura un demonio puede abrir los ojos de un ciego?»

Algunos judíos, queriendo entonces saber a qué atetenerse, rodean a Jesús y le dicen: «¿Hasta cuándo nos vas a tener sin saber a qué carta quedarnos? Si eres Tú el Cristo, dínoslo francamente». Y, ¿qué es lo que les responde Jesús nuestro Señor? -«Ya os lo he dicho, y no me creéis, las obras que hago, en nombre de mi Padre dan testimonio de Mí», y añade: «Pero no me creéis porque no sois del número de mis ovejas; mis ovejas oyen mi voz; las conozco, y ellas me siguen, les he dado la vida eterna, y no han de perecer nunca, ni nadie podrá arrebatármelas; nadie las arrebatará de la mano de mi Padre que me las ha dado, pues mi Padre y Yo somos uno».

Entonces los judíos, tomándole por blasfemo, ya que osaba proclamarse igual a Dios, reúnen piedras para apedrearle. Y como Jesús les preguntara por qué obraban de semejante modo: «Te apedreamos, le responden, a causa de tus blasfemias, pues pretendes ser Dios, cuando no eres más que hombre».

¿Cuál es la respuesta de Jesús? ¿Desmiente el reproche? -No; antes al contrario, lo confirma, certísimamente, es lo que piensan: igual al Padre; han comprendido bien sus palabras, pero se complace en afirmarlas de nuevo: es el Hijo de Dios, «ya que, dice, hago las obras de mi Padre, que me envió y además por la naturaleza divina "el Padre está en Mí y yo en el Padre"» (Jn 10, 37-38).

Así, pues, como veis, la fe en la divinidad de Jesucristo constituye para nosotros, como para los judíos de su tiempo, el primer paso para la vida divina: creer que Jesucristo es Hijo de Dios, Dios en persona, es la primera condición requerida para poder figurar en el número de sus ovejas, para poder ser agradable a su Padre. Esto es, ciertamente, lo que de nosotros reclama el Padre: Esta es la voluntad de Dios: «que creáis en Aquel a quien El ha enviado» (ib. 6,29). No es otra cosa el Cristianismo sino la afirmación, con todas sus consecuencias doctrinales y prácticas, aun las mas remotas, de la divinidad de Cristo en la Encarnación. El reinado de Cristo, y con él la santidad se establecen en nosotros en la medidá de la pureza, espiendor y plenitud de nuestra fe en Jesucristo.

Reparad y veréis cómo la santidad es el desenvolvimiento de nuestra condición de hijos de Dios. Ahora bien: por la fe, sobre todo, nacemos a esa vida de gracia que nos hace hijos de Dios: «Todo aquel que cree que Jesús es el Cristo ese tal es hijo de Dios» (1Jn 5,1). No llegaremos a ser en realidad verdaderos hijos de Dios, mientras nuestra vida no se halle fundamentada en esta fe. El Padre nos da a su Hijo a fin de que sea todo para nosotros: nuestro modelo, nuestra santificación, nuestra vida: «Recibid a mi Hijo, pues en El lo encontraréis todo»: «¿Cómo juntamente con su Hijo no nos iba a dar todas las demás cosas?» (Rm 8,32). «Recibiéndole, me recibís a Mí, y llegáis por medio de El y en El a ser hijos míos amadísimos». Que es lo mismo que decía nuestro Señor: «El que en Mí cree, no solamente tiene fe en Mí, sino que ésta se remonta hasta el Padre que me envió» (Jn 12,44).

Leemos en San Juan: «si recibimos el testimonio de los hombres», si creemos razonablemente lo que los hombres nos afirman, «todavía mucho mayor que el testimonio humano es el testimonio de Dios»; y, repitámoslo una vez más: ese testimonio de Dios no es otro que el testimonio que el Padre ha dado de que Cristo es su Hijo. «Quien cree en el Hijo de Dios, posee en sí mismo ese testimonio de Dios; y, por el contrario, quien no cree en el Hijo, le tacha de mentiroso, ya que no cree en el testimonio dado por Dios respecto a su Hijo» (1Jn 5, 9-10). Estas palabras encierran una profunda verdad. Porque, ¿en qué consiste este testimonio? -«En habernos dado Dios la vida eterna que reside en el Hijo; de suerte que, quien tiene al Hijo, tiene la vida; y quien no le tiene, tampoco tiene la vida» (Ib 11-12). ¿Qué significan estas palabras?

Para comprenderlo, debemos remontarnos apoyados en la luz de la Revelación, hasta la misma fuente de la vida en Dios.- Toda la vida del Padre en la Santísima Trinidad consiste en «decir» su Hijo, su Verbo -palabra-, en engendrar, mediante un acto único, simple, eterno, un Hijo semejante a El, al que pueda comunicar la plenitud de su ser y de sus perfecciones. En esta Palabra, infinita como El, en este Verbo único y eterno, no cesa el Padre de reconocer a su Hijo, su propia imagen, «el esplendor de su gloria».-

Y toda palabra, todo testimonio que Dios nos da exteriormente sobre la divinidad de Cristo, por ejemplo: él que nos dio en el bautismo de Jesús: «He ahí mi Hijo amadísimo», no es sino el eco en el mundo sensible del testimonio que se da el Padre a Sí mismo en ei santuario de la divinidad, expresado por una palabra en la que todo El se encierra y que es su vida íntima.

Por tanto, al recibir ese testimonio del Padre Eterno, al decir a Dios: «Este niñito reclinado en un pesebre es vuestro Hijo; le adoro y me entrego todo a El; este adolescente que trabaja en el taller de Nazaret es vuestro Hijo; le adoro; este hombre, crucificado en el Calvario, es vuestro Hijo; yo le adoro; ese fragmento de pan son las apariencias bajo las que se oculta vuestro Hijo; le adoro en ellas», al decir a Jesucristo mismo: «Eres el Cristo, Hijo de Dios», y al postrarnos ante El, rindiéndole todas nuestras energías, cuando todas nuestras acciones están de acuerdo con esta fe y brotan de la caridad, que hace perfecta la fe; entonces, nuestra vida toda se convierte en eco de la vida del Padre que «expresa» eternamente a su Hijo en una palabra infinita; porque siendo esta «expresión» del Hijo por parte del Padre constante, no cesando jamás, abarcando todos los tiempos, siendo un presente eterno, al «expresar» nosotros nuestra fe en Cristo, nos asociamos a la misma vida eterna de Dios. Esto es lo que nos dice San Juan: «El que cree que Jesucristo es el Hijo de Dios, tiene el testimonio de Dios consigo», ese testimonio mediante el cual el Padre dice su Verbo.

 

 

4. Ejercicio de la virtud de la fe; fecundidad de la vida interior basada en la fe

Por mucho que los multiplicáramos, no repetiriamos nunca bastante estos actos de fe en la divinidad de Cristo.- Esta fe la hemos recibido en el Bautismo, y no debemos dejarla enterrada ni adormecida en el fondo del corazón; antes por el contrario, hemos de pedir a Dios que nos la aumente; debemos ejercitarla nosotros mismos, con la repetición de actos.

Y cuanto más pura y viva sea, tanto más penetrará nuestra existencia y tanto más sólida, verdadera, luminosa, segura y fecunda será nuestra vida espiritual. Pues la convicción profunda de que Cristo es Dios y que nos ha sido dado, contiene en sí toda nuestra vida espiritual: de esa íntima convicción nace nuestra santidad como de su fuente, y cuando la fe es viva, penetra por entre el velo de la humanidad que oculta a nuestras miradas la divinidad de Cristo. Tanto cuando se nos muestre sobre un pesebre bajo la forma de débil niño; o en un taller de obrero; o profeta, blanco siempre de las contradicciones de sus enemigos; o en las ignominias de una muerte infame, o ya bajo las especies de pan y vino, la fe nos dice con invariable certidumbre que siempre es el Hijo de Dios, el mismo Cristo, Dios y Hombre verdadero, igual al Padre y al Espíritu Santo en majestad, en poder, en sabiduría, en amor. Cuando llega a ser profunda esta convicción, entonces nos arrastra a un acto de intensa adoración y de abandono en la voluntad de aquel que, bajo el velo del hombre, permanece lo que es, Dios todopoderoso y perfección infinita.

Debemos, si no lo hemos hecho hasta ahora, postrarnos a los pies de Cristo, y decirle: «Señor Jesús, Verbo Encarnado, creo que eres Dios; verdadero Dios engendrado del Dios verdadero; no veo tu divinidad, pero desde el momento que tu Padre me dice: «Este es mi Hijo muy amado», creo y porque creo quiero someterme todo entero a ti, cuerpo, alma, juicio, voluntad, corazón, sensibilidad, imaginación, mis energías todas; quiero que en mí se realicen las palabras del Salmista: «Que todas las cosas os estén sometidas a título de homenaje; «Todo lo rendiste a sus pies» (Sal 8,8; +Heb 2,8); quiero que seas mi jefe, que tu Evangelio sea mi luz, y tu voluntad mi guía; no quiero ni pensar de otro modo que tú, pues eres verdad infalible, ni obrar de otro modo que lo quieres tú, pues eres el único camino que lleva al Padre, ni buscar contento y alegría fuera de tu voluntad, ya que eres la fuente misma de la vida. «Poséeme todo entero, por tu Espíritu, para gloria del Padre».-Con este acto de fe, ponemos el verdadero fundamento de nuestra vida espiritual: «Nadie puede poner otro fundamento que el ya puesto, esto es, Cristo Jesús» (1Cor 3,11. +Col 2,6).

Si renovamos con frecuencia este acto de fe y amor, entonces, Cristo como dice San Pablo, «habita en nuestros corazones» (Ef 3,17), o lo que es lo mismo, reina de un modo permanente, como maestro y rey de nuestras almas; llega, en una palabra, a ser en nosotros, por medio de su Espíritu, el principio de la vida divina. Renovemos, por consiguiente, lo más a menudo que podamos, este acto de fe en la divinidad de Jesús, seguros de que, cada vez que así lo hacemos, consolidamos más y más el fundamento de nuestra vida espiritual, haciéndolo poco a poco inconmovible.

Al entrar en una iglesia y ver la lamparita que luce ante el sagrario, y anuncia la presencia de Jesucristo, Hijo de Dios, sea nuestra genuflexión algo más que una simple ceremonia hecha por rutina, sea un homenaje de fe interna y de profunda adoración a nuestro Señor, cual si le viéramos en el esplendor de su gloria.

Al cantar o recitar en el Gloria de la Misa todas estas alabanzas y estas súplicas a Jesucristo: «Señor Dios, Hijo de Dios, Cordero de Dios, que a la diestra del Padre estás sentado. Tú solo eres Santo, Tú solo Señor, Tú solo Altísimo, junto con el Espíritu Santo en la infinita gloria del Padre, entonces, digo, salgan esas alabanzas antes del corazón que de los labios; al leer el Evangelio, hagámoslo con la convicción de que quien en él habla es el Verbo de Dios, luz y verdad infalibles que nos revela los secretos de la divinidad.

Al cantar en el Credo la generación eterna del Verbo, a la que había de unirse la humanidad, no nos detengamos en la corteza del sentido de las palabras o en la belleza del canto; por el contrario, escuchemos en ellas el eco de la voz del Padre que contempla a su Hijo y atestigua que es igual a El: Filius meus es tu, ego hodie genui te; al cantar: Et incarnatus est, «y se encarnó», inclinemos interiormente todo nuestro ser en un acto de anonadamiento ante el Dios que se hizo Hombre y en quien puso el Padre todas sus complacencias; al recibir a Jesús en la Eucaristía, lleguémonos con tan profunda reverencia cual si cara a cara le viésemos presente.

Tales actos, repetidos, son muy agradables al Eterno Padre, porque todas sus exigencias-y éstas son infinitas- se compendian en un deseo ardiente de ver a su Hijo glorificado.

Y cuanto más oculta el Hijo su divinidad y se rebaja por nuestro amor, más profundamente debemos nosotros ensalzarle y rendirle homenaje como a Hijo de Dios. Ver glorificado a su Hijo constituye el supremo deseo del Padre: «Le glorifiqué y de nuevo le glorificaré» (Jn 12,28); es una de las tres palabras del Padre Eterno que el mundo escuchó: por ellas quiere glorificar a Jesucristo, su Hijo y su igual, honrando su humildad: y porque se ha anonadado, el Padre le ha ensalzado y dándole un nombre superior a todo nombre, a fin de que toda rodilla se doble ante El, y toda lengua proclame que nuestro Señor Jesucristo comparte la gloria de su Padre» (Fil 3, 7-9).

Debido a eso, cuanto más se humilló Cristo haciéndose pequeñito, ocultándose en Nazaret, sobrellevando las flaquezas y miserias humanas que eran compatibles con su dignidad, padeciendo como un malvado la muerte en el madero (Is 53,12) y ocultándose en la Eucaristía, cuanto más atacada y negada es su divinidad por parte de los incrédulos, tanto más elevado ha de ser el lugar en que nosotros le situemos en la gloria del Padre y dentro de nuestro corazón; más profundo el espíritu de intensa reverencia y completa sumisión con que debemos darnos a El sin reservas, y más generoso el trabajo con que nos consagremos sin descanso a la extensión de su reino en las almas.

Tal es la verdadera fe, la fe perfecta en la divinidad de Jesucristo, la que, convertida en amor, invade todo nuestro ser, abarcando prácticamente todas las acciones y todo el complejo de nuestra vida espiritual, y constituye como la base misma de nuestro edificio sobrenatural, de toda nuestra santidad.

Para que sea verdaderamente fundamento, es preciso que la fe informe y sostenga las obras que llevamos a cabo y se convierta en el principio de todos nuestros progresos en la vida espiritual [Iustificati... in ipsa iustitia per Christi gratiam accepta, cooperante fide bonis operibus crescunt ac magis sanctificatur. Conc. Trid., Sess. VI, c. 10]. «Yo, dice San Pablo en su carta a los Corintios, según la gracia que Dios me ha dado, eché en vosotros, cual perito arquitecto, el cimiento del espiritual edificio, predicándoos a Jesús, mire bien cada uno cómo alza la fábrica sobre ese fundamento» (1Cor 3,10).

-Son nuestras obras las que forman y levantan este edificio espiritual. San Pablo dice además que «el justo vive de la fe» (Rm 1,17) [Es digno de notarse que San Pablo insiste en esta verdad en tres ocasiones: +Gál 3, 11, y Heb 10, 38].

El «justo» es aquel que, mediante la justificación recibida en el Bautismo, ha sido creado en la justicia y posee en sí la gracia de Cristo y, conjuntamente, las virtudes infusas de la fe, la esperanza y el amor; ese justo vive por la fe. Vivir es lo mismo que tener en sí un principio interior, fuente de movimientos y operaciones.

Es cierto que el principio interior que ha de animar nuestros actos para que sean actos de vida sobrenatural, proporcionados a la bienaventuranza final, es la gracia santificante; pero la fe es la que introduce al alma en la región de lo sobrenatural. No seremos partícipes de la adopción divina mientras no recibamos a Cristo, ni recibiremos a Cristo, sino por la fe. La fe en Jesucristo nos conduce a la vida, a la justificación, mediante la gracia; por eso dice San Pablo que el justo vivirá de la fe. En la vida sobrenatural la fe en Jesucristo es un poder tanto más activo cuanto más profundamente arraigada se halle en el alma.

La fe comienza por aceptar todas las verdades que constituyen materia adecuada a esta virtud, y como para ella Cristo lo es todo, todo lo ve a través del prisma divino de Cristo, y de la persona misma de Cristo desciende y se extiende sobre cuanto El dijo, sobre cuanto hizo o llevó a cabo, sobre cuanto instituyó: la Iglesia, los Sacramentos, sobre todo lo que constituye ese organismo sobrenatural establecido por Cristo para que vivan nuestras almas la vida divina.

Además, la íntima y profunda convicción que tenemos de la divinidad de Cristo, pone en movimiento nuestra actividad para cumplir generosamente sus mandamientos, para permanecer inquebrantables en la tentación: «Fuertes en la fe» (1Ped 5,9) para conservar la esperanza y la caridad a pesar de todas las pruebas.

¡Oh, qué intensidad de vida sobrenatural se encuentra en las almas íntimamente convencidas de que Jesús es Dios! ¡Qué fuente tan abundante de vida interior y de incesante apostolado es la persuasión, cada día más fuerte y enraizada, de que Cristo es la Santidad, la Sabiduría, el Poder y la Bondad por excelencia!...

«Creo, Jesús mío, que eres el Hijo de Dios vivo; creo sí, pero dígnate aumentar más todavía los quilates de mi fe».

 

 

5. Por qué debemos tener fe viva, sobre todo en el valor infinito de los méritos de Cristo. Cómo la fe es fuente de gozo

Hay un punto sobre el cual deseo detenerme, porque más que otro alguno debe constituir el objeto explícito de la fe si queremos vivir plenamente de la vida divina: es la fe en el valor infinito de los méritos de Jesucristo.

Ya he apuntado esta verdad al exponer cómo Jesucristo ha constituido el precio infinito de nuestra santificación. Pero al hablar de la fe, importa volverlo a tratar, puesto que la fe es la que nos permite aprovechar todas esas inagotables riquezas que Dios nos otorga en Jesús.

Dios nos legó un don inmenso en la persona de su Hijo Jesús; Cristo es un relicario en el que se encierran todos los tesoros que han podido reunir para nosotros la ciencia y la sabiduría divinas; El mismo, con su pasión y su muerte, mereció el privilegio de poder hacernos a nosotros partícipes de esas riquezas, y ahora vive en el cielo, abogando de continuo por nosotros delante de su Eterno Padre.

 

Pero es preciso que conozcamos el valor de este don y el uso que de él debemos hacer. Cristo, con la plenitud de su santidad y el infinito valor de sus merecimientos y de su crédito constituye este don; pero este don no nos será útil sino en proporción a la medida de nuestra fe. Si ésta es rica, viva, profunda, si está a la altura de tan excelso don, en cuanto ello es posible a una criatura, no tendrán límites las comunicaciones divinas hechas a nuestras almas por la humanidad santa de Jesús; en cambio, si no tenemos un aprecio sin límites de los méritos infinitos de Cristo, es que nuestra fe en la divinidad de Jesús no es bastante intensa, y cuantos dudan de esta divina eficacia ignoran lo que significa la humanidad de un Dios.

Debemos ejercitar a menudo esta fe en los méritos y satisfacciones adquiridos por nuestro Señor para nuestra santificación. Cuando oramos, presentémonos al Padre Etemo con una confianza inquebrantable en los merecimientos de su divino Hijo: Nuestro Señor lo ha pagado, saldado y adquirido todo; y «sin cesar interpela a su Padre por nosotros» (Heb 7,25). Digamos en vista de esto al Señor: «Dios mío, yo bien sé que soy un pobre miserable; que no hago más que aumentar todos los días el número de mis pecados; sé que ante vuestra infinita santidad, de mí mismo, no soy otra cosa sino cual lodo y barro ante el sol; pero me prosterno ante Vos; soy miembro, por la gracia, del cuerpo místico de vuestro Hijo, de vuestro Hijo que me ha comunicado esa misma gracia, luego de haberme rescatado con su sangre; ahora que tengo la dicha de pertenecerle, no queráis arrojarme de la presencia de vuestra divina Faz». No, Dios no puede arrojarnos cuando así nos apoyamos en el valimiento de su Hijo, pues el Hijo trata de igual a igual con el Padre.

Además, al reconocer de este modo que nada valemos por nosotros mismos, ni somos capaces de hacer nada, «sin mí nada podéis» (Jn 15,5), y que, en cambio, lo esperamos todo de Cristo, en particular aquello que nos es necesario para vivir de la vida divina, «todo lo puedo en aquel que me conforta», reconocemos que ese divino Hijo lo es todo para nosotros, que fue constituido como nuestro Jefe y Pontífice; y de este modo, afirma San Juan, rendimos al Padre -«que ama al Hijo», y quiere que todo nos venga por su Hijo, «puesto que le ha dado poder absoluto para lo referente a la vida de las almas»-, un homenaje gratísimo; mientras que, por el contrario, el alma que no tiene esa confianza absoluta en Jesús, no le reconoce plenamente por lo que es: Hijo muy amado del Padre, y, por tanto, no ofrece tampoco al Padre esa glorificación que tanto apetece: El Padre desea «que todos den gloria al Hijo como se la dan al Padre. Quien no dé gloria al Hijo, tampoco se la da al Padre que le envió» (Jn 5,23).

Igualmente, cuando nos acerquemos al sacramento de la Penitencia, tengamos gran fe en la eficacia divina de la sangre de Jesús, esa sangre que lava entonces nuestras almas de sus faltas, las purifica, renovando sus fuerzas y devolviéndoles su prístina belleza, sangre que se nos aplica en el momento de la absolución juntamente con los méritos de Cristo y que ha sido derramada en beneficio nuestro debido ai incomparable amor de Jesús, méritos infinitos, sí, pero adquiridos al precio de padecimientos increíbles y de afrentosas ignominias. ¡Si conocieras el don de Dios!

Del mismo modo también, cuando asistís a la santa Misa, os halláis presentes al sacrificio conmemorativo del de la Cruz; el Hombre Dios se ofrece por nosotros en el altar como lo hizo en el Calvario. Aunque difiera el modo de ofrecerse, el mismo Cristo, verdadero Dios y verdadero Hombre, se inmola sobre el altar para hacernos partícipes de sus satisfacciones infinitas. Si fuera nuestra fe viva y profunda, ¡con qué reverencia asistiríamos a este sacrificio, y con qué avidez santa acudiríamos todos los dias -en conformidad con los deseos de nuestra Santa Madre la Iglesia- a la sagrada Mesa para unirnos con Cristo!; ¡con qué confianza inquebrantable recibiríamos a Cristo en el momento en que se nos da todo entero, su humanidad y su divinidad, sus tesoros y sus merecimientos; se nos da El mismo, rescate del mundo, el Hijo en quien Dios puso todas sus complacencias! «¡Si conocieras el don de Dios!»

Cuando hacemos frecuentes actos de fe en el poder de Jesucristo y en el valor de sus merecimientos, nuestra vida se convierte en un cántico perpetuo de alabanzas a la gloria de este Pontífice supremo, mediador universal y dador de toda gracia; con lo que entramos de lleno en los pensamientos eternos, en el plan divino, y adaptamos nuestras almas a las miras santificadoras de Dios, al mismo tiempo que nos asociamos a su voluntad de glorificar a su amantísimo Hijo: «Le glorifiqué y de nuevo le glorificaré» (ib. 12,28).

Acerquémonos, pues, a nuestro Señor; sólo El sabe decirnos palabras de vida eterna. Recibamosle primero con una fe viva, doquiera esté presente; en los sacramentos, en la Iglesia, en su cuerpo místico, en el prójimo, en su providencia, que dirige o permite todos los acontecimientos, incluso los adversos; recibámosle, cualquiera que sea la forma que toma y el momento en que viene, con una adhesión entera a su divina palabra y una entrega completa a su servico.En esto consiste la santidad.

Todos hemos leído en el Evangelio el episodio, referido por San Juan con detalles deliciosos, de la curación del ciego de nacimiento (Jn 9, 1-38). Luego que fue curado por Jesús, en día de sábado, le interrogan repetidas veces los fariseos enemigos del Salvador; quieren hacerle confesar que Cristo no es profeta, ya que no observa el reposo que la Ley de Moisés prescribe el día de Sábado.

Pero el pobre ciego no sabe gran cosa; invariablemente responde que cierto hombre llamado Jesús le ha sanado enviándole a lavarse en una fuente; es todo cuanto sabe y lo que en un principio les contesta. Los fariseos no le pueden sonsacar nada contra Cristo y acaban por arrojarle de la sinagoga porque afirma que nunca se oyó decir que haya un hombre abierto los ojos a un ciego, y que, por tanto, Jesús debe ser el enviado de Dios. Habiendo llegado a oído de nuestro Señor esta expulsión, haciéndose el encontradizo con él, le pregunta: «¿Crees en el Hijo de Dios?» -Responde el ciego: «¿Quién es, Señor, para que yo crea en El?» ¡Qué prontitud de alma! -Dícele Jesús: «Le viste ya, y es el mismo que está hablando contigo». -Y al punto, el pobre ciego da fe a la palabra de Cristo: «Creo, Señor», y en la intensidad de su fe, se postra a los pies de Jesús para adorarle; abraza los pies de Jesús, y en Jesús, la obra entera de Cristo (Jn 9,38).

El ciego de nacimiento es la imagen de nuestra alma curada por Jesús, libertada de las tinieblas eternas y devuelta a la luz por la gracia del Verbo encarnado(+San Agustín. In Joan., XLIV, 1). Doquiera, pues, que se le presente Cristo, ha de decir: «¿Quién es, Señor, para que crea en El?» (Jn 9,36). Y luego inmediatamente deberá entregarse del todo a Cristo, a su servicio, a los intereses de su gloria, que es también la del Padre. Obrando siempre de este modo, llegamos a vivir de la fe; Cristo habita y reina en nosotros, y su divinidad es, por medio de la fe, principio de toda nuestra vida.

Esta fe, que se completa y se manifiesta por medio del amor, es además para nosotros fuente y manantial de alegría. Dijo nuestro Señor: «Bienaventurados aquellos que no vieron y creyeron» (Jn 20,29), y dijo estas palabras, no para sus discípulos, sino más bien para nosotros. Pero, ¿por qué proclama nuestro Señor «bienaventurados» a los que en El creen? La fe es causa de alegría, por cuanto nos hace participar de la ciencia de Cristo. El es el Verbo eterno, que nos ha enseñado los secretos divinos. «El Unigénito que habita en el seno del Padre es quien le dio a conocer» (ib. 1,18). Creyendo lo que nos ha dicho tenemos la misma ciencia que El; la fe es fuente de alegría, porque lo es también de luz y de verdad, que es el bien de la inteligencia.

Es además fuente de alegría, por cuanto nos permite poseer en germen los bienes futuros; es «sustancia de las realidades eternas que nos han sido prometidas» (Heb 11,1). Nos lo dice Jesucristo mismo: «Aquel que cree en el Hijo de Dios, tiene vida eterna» (Jn 3,36). Reparad en el tiempo presente «tiene»; no habla en futuro «tendrán, sino que habla como de un bien cuya posesión se halla ya asegurada [Dicitur iam finem aliquis habere propter spem finis obtinendi. I-II, q.69, a.2; y el Doctor Angélico añade: Unde et Apostolus dicit: Spe salvi facti sumus. Todo este artículo merece leerse]; del mismo modo que vimos cómo, aludiendo al que no cree dice que ya «está» juzgado.

La fe es una semilla, y toda semilla lleva en sí el germen de la producción futura. Con tal de apartar de ella todo aquello que la pueda menoscabar, empailar y empequeñecer; con tal de desarrollarla por la oración y el ejercicio; con tal de proporcionarla constantemente ocasión de manifestarse en el amor, la fe pone a nuestra disposición la sustancia de los bienes venideros y hace nacer una esperanza inquebrantable: «Quien cree en El, no será confundido» (Rm 9,33).

Permanezcamos, como dice San Pablo, «cimentados en la fe» (Col 1,23); «fundados en Cristo y afianzados en la fe»: «Puesto que habéis recibido a Jesucristo nuestro Señor, andad en El, injertados en su raíz, y edificados sobre El y robustecidos en la fe, como así lo habéis aprendido» (Col 2, 6-7).

Permanezcamos, pues, firmes; porque esta fe ha de verse probada por este siglo de incredulidad, de blasfemia, de escepticismo, de naturalismo, de respeto humano, que nos rodea con su ambiente malsano. Si estamos firmes en la fe, dice San Pedro -el príncipe de los Apóstoles, sobre quien Cristo fundó su Iglesia al proclamar aquél que Cristo era Hijo de Dios- nuestra fe será «un título de alabanza, de honor y de gloria cuando aparezca Jesús, en quien creéis y a quien amáis sin haberle visto nunca vuestros ojos, pero en quien no podéis creer sin que este acto de fe haga brotar en vuestros corazones la fuente inagotable de una alegría inefable, ya que el fin y el premio de esta vida es la salvación, y, de consiguiente, la santidad de vuestras almas» (1Pe 1, 7-9).

 

     6.- EL ESPÍRITU SANTO, ESPÍRITU DE JESÚS

 

EL ESPÍRITU SANTO NOS LLEVA A LA VERDAD COMPLETA DE CRISTO Y SU EVANGELIO.

 

+++***Tenemos entre nuestros Libros Santos uno que nos describe la historia de los primeros días de la Iglesia, y se llama Hechos de los Apóstoles. Esta narración, debida a la pluma de San Lucas, que fue testigo de muchos de los hechos narrados, está llena de la venida y acción continua del Espíritu Santo.

En ella vemos cómo la Iglesia, fundada por Jesús sobre los Apóstoles, se desenvuelve en Jerusalén y se extiende después poco a poco fuera de Judea, merced sobre todo a la predicación de San Pablo, pues que la mayor parte del libro la dedica precisamente al relato de las misiones, de los trabajos y de las luchas del gran Apóstol, siempre acompañadas por la acción del Espíritu de Dios.

Podemos seguirle paso a paso en casi todas sus expediciones evangélicas. Esas páginas, llenas de animación, nos revelan y nos pintan al vivo las incesantes tribulaciones que padeció San Pablo, las dificultades sin cuento que hubo de vencer, sus aventuras, sus padecimientos en el curso de los múltiples viajes emprendidos para extender por doquier el nombre y gloria de Jesús.

En los Hechos se dice que, andando San Pablo de misiones, llegó a Éfeso, y allí encontró algunos discípulos, y les preguntó: «¿Habéis recibido el Espíritu Santo al abrazar la fe?» -Los discípulos le contestaron: «¡Pero, si no hemos oído siquiera hablar del Espíritu Santo ni que tal cosa exista!» (Hch 19,2).

Ciertamente, no ignoramos nosotros que exista el Espíritu Santo; mas ¡cuántos cristianos hay que sólo le conocen de nombre y casi nada saben de sus operaciones en las almas! Sin embargo, la economía divina no se comprende cumplidamente sin tener una idea precisa de lo que es el Espíritu Santo para nosotros.

San Pablo siempre que trata de Cristo, de su gracia y de la Iglesia, de la santificación de los fieles, nos habla del «Espíritu de Dios», del «Espíritu de Cristo», del «Espíritu de Jesús». «Hemos recibido un Espíritu de adopción que nos hace exclamar dirigiéndonos a Dios: ¡Padre, Padre!» (Rm 8,15).-

«Dios envió el Espíritu de su Hijo a nuestros corazones para que le pudiéramos llamar Padre nuestro» (Gál 4,5). «¿No sabéis, dice en otra parte, que por la gracia sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros?» (1Cor 3,16). Y también: «Sois el templo del Espíritu Santo que habita en vosotros» (ib. 6,19). «En Cristo se eleva todo el edificio bien ordenado para formar un templo santo en el Señor: en El también estáis vosotros edificados para ser por el Espíritu Santo morada de Dios» (Ef 2, 21-22).

«De suerte que así como no formáis más que un solo cuerpo en Cristo, así también os anima un solo Espíritu» (ib. 4,4). La presencia de este Espíritu en nuestras almas es tan necesaria, que San Pablo llega a decir: «si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, ése no es de El».

Pensad ahora por qué el Apóstol nada tomaba tan a pecho como ver a Cristo vivir en el alma de sus discípulos, y por eso, les preguntaba si habían recibido el Espíritu Santo? Es que sólo son hijos de Dios en Jesucristo los que son dirigidos por el Espíritu Santo (Rm 8,9 y 14).

No penetraremos, pues, perfectamente en el misterio de Cristo y en la economía de nuestra santificación, mientras no fijemos la mirada en este Espíritu divino, y en su acción sobre nosotros.

Hemos visto que la finalidad de nuestra vida consiste en tratar de someternos con gran humildad a los pensamientos de Dios- adaptarnos a ellos lo mejor posible y con la sencillez de un niño. Siendo divinos esos designios, su eficacia es intrínsecamente absoluta; y producirán, sin duda alguna, sus frutos de santificación, si los aceptamos con fe y con amor.

Ahora bien; para encajar en el plan divino, es menester no solamente «recibir a Cristo» (Jn 1,12), sino que, como lo hace notar San Pablo, es preciso «recibir al Espíritu Santo» y someterse a su acción, a fin de ser «uno con Cristo». Ved cómo el mismo Señor, en el admirable discurso que pronunció después de la Cena, en el que revela a los que llama sus «amigos» los secretos de la vida eterna, les habla varias veces del Espíritu Santo, casi tantas como de su Padre.

Les dice que este Espíritu «suplirá sus veces entre ellos» cuando haya subido al cielo; que este Espíritu «será para ellos el maestro interior, un maestro tan necesario que Jesús rogará al Padre para que se lo dé y viva en ellos». ¿Por qué, pues, nuestro divino Salvador puso tanto cuidado en hablar del Espíritu Santo en momentos tan solemnes, en términos tan apremiantes, si todo ello había de ser para nosotros como letra muerta? ¿No sería ofenderle y causarnos a la vez grave perjuicio el no prestar atención a un misterio tan vital para nosotros?

[En su Encíclica sobre el Espíritu Santo (Divinum illud munus, 9 de mayo de 1897), León XIII, de gloriosa memoria, deploraba amargamente el que «los cristianos tuvieran conocimiento tan mezquino del Espíritu Santo. Emplean a menudo su nombre en sus ejercicios de piedad, mas su fe anda envuelta en espesas tinieblas». Por eso el gran Pontífice insiste enérgicamente en que «todos los predicadores y cuantos tienen cura de almas miren como deber suyo el enseñar al pueblo diligentius atque uberius cuanto dice relación con el Espíritu Santo». Sin duda, quiere que «se evite toda controversia sutil, toda tentativa temeraria de escudriñar la naturaleza profunda de los misterios», pero quiere también «que se recuerden y que se expongan con claridad los numerosos e insignes beneficios que nos han traído y trae sin cesar a nuestras almas el Donador divino; porque el error o la ignorancia en misterios tan grandes y fecundos (error e ignorancia indignos de un hijo de la luz) deben desaparecer totalmente»: prorsus depellatur].

Vamos a meditar con toda la claridad que pueda, lo que es el Espíritu Santo en sí mismo, dentro de la adorable Trinidad, su acción en la santa humanidad de Cristo y los incesantes beneficios que reporta a la Iglesia y a las almas. Así terminaremos la exposición de la economía del plan divino en sí mismo considerado.

El tema es, sin duda, muy elevado; debemos tratarlo, pues, con profunda reverencia; y como nuestro Señor nos lo ha revelado, debe también nuestra fe considerarlo con amor y confianza. Pidamos humildemente al Espíritu Santo que ilumine El mismo nuestras almas con un rayo de su luz divina, pues seguramente atenderá a nuestros ruegos.

 

1. El Espíritu Santo en la Trinidad: Procede del Padre y del Hijo por amor, se le atribuye la santificación, porque ésta es obra de amor, de perfeccionamiento y de unión. No sabemos del Espíritu Santo sino lo que la Revelación nos enseña. Por revelación sabemos que pertenece a la esencia infinita de un solo Dios en tres Personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo; ése es el misterio de la Santísima Trinidad. [Fides autem catholica hæc est: ut unum Deum in Trinitate et Trinitatem in unitate veneremur... neque confundentes personas, neque substatiam separantes. Símbolo atribuido a San Atanasio]. La fe aprecia en Dios la unidad de la naturaleza y la distinción de Personas.

El Padre, conociéndose a Sí mismo, enuncia, expresa ese conocimiento en una palabra infinita, el Verbo, con acto simple y eterno; y el Hijo, que engendra el Padre, es semejante e igual a El mismo, porque el Padre le comunica su naturaleza, su vida y sus perfecciones.

El Padre y el Hijo se atraen el uno al otro con amor mutuo y único: ¡Posee el Padre una perfección y hermosura tan absolutas! ¡Es el Hijo imagen tan perfecta del Padre! Por eso se dan el uno al otro, y ese amor mutuo que deriva del Padre y del Hijo, como de fuente única, es en Dios un amor subsistente, una persona distinta de las otras dos, que se llama Espíritu Santo. El nombre es misterioso, mas la revelación no nos da otro.

El Espíritu Santo es, en las operaciones interiores de la vida divina, el ultimo término: El cierra el ciclo de la actividad íntima de la Santísima Trinidad, pero es Dios lo mismo que el Padre y el Hijo posee como Ellos y con Ellos la misma y única naturaleza divina, igual ciencia, idéntico poder, la misma bondad, igual majestad.

Este Espíritu divino se llama Santo y es el Espíritu de santidad, santo en Sí mismo y santificador a la vez.- Al anunciar el misterio de la Encarnación, decía el Ángel a la Virgen: «El Espíritu Santo bajará a ti: por eso el Ser santo que de ti nacerá será llamado Hijo de Dios» (Lc 1,35). Las obras de santificación se atribuyen de un modo particular al Espíritu Santo. Para entender esto, y todo lo que se dirá del Espíritu Santo, debo explicaros, en pocas palabras, lo que en Teología se llama apropiación.

 

((((Como sabéis, en Dios, hay una sola inteligencia, uns sola voluntad, un solo poder, porque no hay más que una naturaleza divina; pero hay también distinción de personas. Semejante distinción resulta de las operaciones misteriosas que se verifican alla en la vida íntima de Dios y de las relaciones mutuas que de esas operaciones se derivan. El Padre engendra al Hijo, y el Espíritu Santo procede de entrambos. «Engendrar, ser Padre», es propiedad exclusiva de la Primera Persona, «ser Hijo» es propiedad personal del Hijo, así como el «proceder del Padre y del Hijo, por vía de amor», es propiedad personal del Espíritu Santo. Esas propiedades personales establecen, entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, relaciones mutuas, de donde proviene la distinción.

Pero fuera de esas propiedades y relaciones, todo es común e indivisible entre las divinas Personas: la inteligencia, la voluntad, el poder y la majestad, porque la misma naturaleza divina indivisible es común a las tres Personas.- He ahí lo poquito que podemos rastrear acerca de las operaciones íntimas de Dios.

Por lo que atañe a las obras «exteriores», las acciones que se terminan fuera de Dios (ad extra), sea en el mundo material, como la acción de dirigir a toda criatura a su fin, sea en el mundo ds las almas, como la acción de producir la gracia, son comunes a las tres divinas Personas. ¿Por qué así? -Porque la fuente de esas operaciones, de esas obras, de esas acciones, es la naturaleza divina, y esa naturaleza es una e indivisible para las tres personas; la Santísima Trinidad obra en el mundo como una sola causa única.- Pero Dios quiere que los hombres conozcan y honren, no sólo la unidad divina, sino también la Trinidad de Personas; por eso la Iglesia, por ejemplo, en la liturgia, atribuye a tal Persona divina ciertas acciones que se verifican en el mundo, y que, si bien son comunes a las tres divinas Personas, tienen una relación especial o afinidad íntima con el lugar, si así puedo expresarme, que ocupa esa Persona en la Santísima Trinidad, con las propiedades que le son peculiares y exclusivas.

Siendo, pues, el Padre, fuente, origen y principio de las otras dos Personas -sin que eso implique en el Padre superioridad jerárquica ni prioridad de tiempo-, las obras que se verifican en el mundo y que manifiestan particularmente el poderío, o en que se revela sobre todo la idea de origen, son atribuidas al Padre; como, por ejemplo, la creación en que Dios sacó el mundo de la nada. En el Credo cantamos «Creo en Dios Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra». ¿Será tal vez que el Padre tuvo más parte, manifestó más su poder en esta obra que el Hijo y el Espíritu Santo? Error fuera el pensarlo; el Hijo y el Espíritu Santo obran en esto tanto como el Padre, porque Dios obra hacia fuera, por su omnipotencia, y la omnipotencia es común a las tres Personas.-

¿Cómo, pues, habla de ese modo la Iglesia? -Porque, en la Santísima Trinidad, el Padre es la primera Persona, principio sin principio, de donde proceden las otras dos he ahí su propiedad personal, exclusiva, la que le distingue del Hijo y del Espíritu Santo, y precisamente para que no olvidemos esa propiedad, se atribuyen al Padre las obras «exteriores» que nos la sugieren por tener alguna relación con ella.

Lo mismo hay que decir de la Persona del Hijo, que es el Verbo en la Trinidad, que procede del Padre por vía de inteligencia; que es la expresión infinita del pensamiento divino; que se le considera sobre todo como Sabiduría eterna.- Por eso se le atribuyen las obras en cuya realización brilla principalmente la sabiduría.

E igualmente en lo que respecta al Espíritu Santo, ¿qué viene a ser en la Trinidad? Es el término último de las operaciones divinas, de la vida de Dios en sí mismo. Cierra, por decirlo así, el ciclo de esa intimidad divina; es el perfeccionamiento en el amor, y tiene, como propiedad personal, el proceder a la vez del Padre y del Hijo por vía de amor. De ahí que todo cuanto implica perfecciona miento y amor, unión, y, por ende, santidad -porque nuestra santidad se mide por el mayor o menor grado de nuestra unión con Dios, todo eso se atribuye al Espíritu Santo. Pero, ¿es por ventura más santificador que el Padre y el Hijo? No, la obra de nuestra santificación es común a las tres divinas Personas, pero repitamos que, como la obra de la santidad en el alma es obra de perfeccionamiento y de unión, se atribuye al Espíritu Santo, porque de este modo nos acordamos más fácilmente de sus propiedades personales, para honrarle y adorarle en lo que del Padre y del Hijo le distingue.

Dios quiere que tomemos, por decirlo así, tan a pechos el honrar su Trinidad de personas, como el adorar su unidad de naturaleza; por eso quiere que la Iglesia recuerde a sus hijos, no sólo que hay un Dios, sino que ese Dios es Trino en Personas.

Eso es lo que en Teología llamamos apropiación. Se inspira en la Revelación, y la Iglesia la emplea [en su carta Encíclica de 9 de mayo de 1897, León XIII dice que la Iglesia usa aptissime de ese procedimiento: con sumo acierto]; tiene por fin poner de relieve los atributos propios de cada Persona divina. Al hacer resaltar esas propiedades, nos las hace también conocer nos las hace amar más y más. Santo Tomás dice que la Iglesia guarda esa ley de la apropiación para ayudar a nuestra fe, siguiendo en esto la revelación [ad manifestationem fidei. I, q.29, a.7.] ))))

 

Nuestra vida, nuestra bienaventuranza por toda la eternidad, consistirá en ver a Dios, en amarle, en gozarle tal cual es, esto es, en la Unidad de naturaleza y Trinidad de Personas. ¿Qué tiene, pues, de extraño el que Dios, que nos predestina a esa vida y nos prepara esa bienaventuranza, quiera que, desde acá abajo, nos acordemos de sus divinas perfecciones, tanto las de su naturaleza como de las propiedades que distinguen las Personas? Dios es infinito y digno de loor en su Unidad, como lo es en su Trinidad, y las divinas Personas son tan admirables en la unidad de naturaleza, que poseen de un modo indivisible como en las relaciones que entre sí mantienen y que originan su distinción.

«¡Dios todopoderoso, Dios dichoso! ¡Me alegro de tu poder, de tu eternidad, de tu dicha! ¿Cuándo te veré? ¡Oh principio sin principio! ¿Cuándo veré salir de tu seno al Hijo, que es igual a Ti? ¿Cuándo veré tu Espíritu Santo proceder de vuestra unión, terminar tu fecundidad consumar tu acción eterna?» (Bossuet,Préparation à la mort, 4e. prière).

 

2. OPERACIONES DEL ESPÍRITU SANTO EN CRISTO: JESÚS ES CONCEBIDO POR OBRA Y GRACIA DEL ESPÍRITU SANTO; GRACIA SANTIFICANTE, VIRTUDES Y DONES CONFERIDOS POR EL ESPÍRITU SANTO AL ALMA DE CRISTO; LA ACTIVIDAD HUMANA DE CRISTO DIRIGIDA POR EL ESPÍRITU SANTO

 

Nada os costará ya comprender el lenguaje de las Escrituras y de la Iglesia cuando exponen las operaciones del Espíritu Santo. Veamos primeramente esas operaciones en Nuestro Señor. Acerquémonos con respeto a la divina Persona de Jesucristo, para contemplar algo siquiera de las maravillas que en El se realizaron en la Encarnación y después de Ella.

Esta obra es debida, sin duda, a la Trinidad toda, aunque se atribuye especialmente al Espíritu Santo; ya lo decimos en el Símbolo: «Creo... en Jesucristo Nuestro Señor, que fue concebido por obra del Espíritu Santo». El Credo no hace sino repetir las palabras del Angel a la Virgen: «El Espíritu Santo se posará en ti; el ser santo que de ti nacerá será llamado Hijo de Dios».

 

(((Como os dije al explicar este misterio, la Santísima Trinidad creó un alma que unió a un cuerpo humano formando así una naturaleza también humana, y unió esa misma naturaleza a la Persona divina del Verbo. Las tres divinas Personas concurrieron de consuno a esta obra inefable, si bien es preciso añadir que tuvo por término final únicamente al Verbo, el Verbo sólo, el Hijo de Dios fue el que se encarnó.

Me preguntaréis tal vez el porqué de esta atribución especial al Espíritu Santo. Santo Tomás (III, q.37, a.1), entre otras razones, nos dice que el Espíritu Santo es el amor sustancial, el amor del Padre y del Hijo; ahora bien, si la redención por la Encarnación es obra cuya realización reclamaba una Sabiduría infinita, su causa primera ha de ser el amor que Dios nos tiene. «Amó Dios tanto al mundo, nos dice Jesús. que le dió su Hijo Unigénito» (Jn 3,16).

Ved ahora cuán fecunda y admirable es la virtud del Espíritu Santo en Cristo. No sólo une la naturaleza humana al Verbo, sino que a El también se le atribuye la efusión de la gracia santificante en el alma de Jesús.

En Jesús hay dos naturalezas distintas, perfectas entrambas, pero unidas en la Persona que las enlaza: el Verbo. «La gracia de unión» hace que la naturaleza humana subsista en la Persona divina del Verbo; esa gracia es de orden enteramente único, trascendental e incomunicable, por ella pertenece al Verbo la humanidad de Cristo, que se convierte en humanidad del verdadero Hijo de Dios, y que es, por tanto, objeto de complacencia infinita para el Padre Eterno.- Mas aun cuando la naturaleza humana esté así unida al Verbo, no por eso es aniquilada ni queda inactiva; antes bien, guarda su esencia, su integridad todas sus energías y potencias; es capaz de acción y la «gracia santificante» es la que eleva a esa humanidad santa para que pueda obrar sobrenaturalmente.

Desarrollando esta misma idea en otros términos, se puede decir que la «gracia de unión» hipostática une la naturaleza humana a la Persona del Verbo, y diviniza de ese modo el fondo mismo de Cristo; Cristo es, por ella, un «sujeto» divino; hasta ahí alcanza la finalidad de esa «gracia de unión», que es privativa de Jesús.- Pero conviene, además, que a esa naturaleza humana la hermosee la «gracia santificante» para obrar de un modo divino en cada una de sus facultades; esa gracia santificante, que es «connatural» a la «gracia de unión» (esto es, que dimana de la gracia de unión de un modo natural en cierto sentido), pone el alma de Cristo a la altura de su unión con el Verbo [Gratia habitualis Christi intelligitur ut consequens unionem hypostaticam, sicut splendor solem. Santo Tomás, III, q.7, a.13]; hace que la naturaleza humana -que subsiste en el Verbo en virtud de la «gracia de unión»- pueda obrar cual conviene a un alma sublimada a tan excelsa dignidad, y producir frutos divinos.

He ahí por qué no se dio tasada la gracia santificante al alma de Cristo, como a los elegidos, sino en sumo grado. Ahora bien, la efusión de la gracia santificante en el alma de Cristo se atribuye al Espíritu Santo.

[Luego en Cristo es uno el efecto de la «gracia de unión», que se consuma una vez constituida la unión de la naturaleza humana con la Persona del Verbo, y otro el efecto de la «gracia santificante» que habilita a la naturaleza humana para obrar en forma sobrenatural, aun cuando permanezca íntegra en su esencia y en sus facultades aun después de consumada la unión con el Verbo. No hay pues, redundancia, como podríaparecer a primera vista, y la gracia santificante en Cristo no es tampoco superflua (Santo Tomás, III, q.7, a.1 y 13). +Schwaim, Le Christ d’après S. Thomas d’Aquin, ch. II, 6.

Nótese, además, que la «gracia de unión» sólo se da en Cristo, mientras que la «gracia santificante» se encuentra también en las almas de los justos; en Cristo se halla en su plenitud, plenitud de que todos recibimos, en una medida más o menos amplia, la gracia santificante. Hay que observar sobre todo que Cristo no es Hijo adoptivo de Dios, como lo somos nosotros, por la gracia santificante, sino que es Hijo de Dios por naturaleza.

En nosotros la gracia santificante origina la adopción divina; mas en Cristo la función de la gracia santificante consiste en obrar de modo que la naturaleza del futuro Redentor -una vez unida a la Persona del Verbo por la gracia de unión y convertida por esta misma gracia en la humanidad del propio Hijo de Dios- pueda obrar de un modo sobrenatural].)))

 

 

El Espíritu Santo, al derramar en el alma de Jesús la plenitud de las virtudes (+Is 11,2), le infundió al mismo tiempo la plenitud de sus dones.- Oíd lo que cantaba Isaías, hablando de la Virgen y de Cristo, que de ella debía nacer: «Brotará una vara de la raza de Tessé (la Virgen), y de sus raíces saldrá un tallo (Cristo). En El se posará el Espíritu del Señor: espíritu de sabiduría y de entendimiento, espíritu de consejo y de fortaleza, espíritu dc ciencia y de piedad, y será henchido del espíritu de temor dc Dios».

En una circunstancia memorable, mencionada por San Lucas, se aplicó nuestro Señor a Sí mismo este texto del Profeta. Ya sabéis que en tiempo de Jesús se reunían los judíos el sábado en la sinagoga, y un doctor de la ley, de entre los asistentes, desplegaba el rollo de las Escrituras para leer la parte del texto sagrado asignado al día.

Cuenta, pues, San Lucas que un sábado, al comenzar su vida pública, entró nuestro divino Salvador en la sinagoga de Nazaret; y como le entregaran el libro del profeta Isaías, al desenvolverlo dio con el lugar donde estaba escrito: «El Espíritu del Señor está sobre Mí; porque El me ha consagrado con su unción y me ha enviado a evangelizar a los pobres, a curar a los que tienen el corazón desgarrado, a anunciar a los cautivos su liberación, a publicar el tiempo de la gracia del Señor». Enrollando después el libro lo devolvió y se sentó; todos en la sinagoga tenían clavada en El la mirada; entonces les dijo Jesús: «Hoy se ha cumplido este oráculo, y vosotros mismos habéis visto realizada la predicción del Profeta» (Lc 4,16 ss.). Nuestro Señor hacía suyas las palabras de Isaías que comparan la acción del Espíritu Santo a una unción. [En la liturgia, en el himno Veni Creator Spiritus, se llama al Espíritu Santo spiritalis unctio].

La gracia del Espíritu Santo se ha difundido sobre Jesús como aceite de alegría que le ha consagrado, primero, como Hijo, de Dios y Mesías, y le ha henchido, además, de la plenitud de sus dones y de la abundancia de los divinos tesoros. «Por eso, con preferencia a tus compañeros, el Señor te ha ungido con el óleo de la alegría» (Sal 44,8) [+Hch 10,38; Iesum a Nazareth, quomodo unxit eum Deus, Spiritu Sancto. Véase también Mt 12,18]. Esta santa unción se verificó en el momento mismo de la Encarnación, y precisamente para significarla, para darla a conocer a los judíos y para proclamar que El es el Mesías, el Cristo, esto es, el Ungido del Señor, el Espíritu Santo se posó visiblemente sobre Jesús en figura de paloma el día de su bautismo, cuando iba a comenzar su vida pública. Esta era la señal por la que Cristo debía ser reconocido, como lo declaraba su Precursor el Bautista: «El Mesías es aquel sobre quien bajare el Espíritu Santo» (Jn 1,33).

Desde este momento, los Evangelios nos muestran cómo el alma de Jesucristo en toda su actividad obedecía a las inspiraciones del Espíritu Santo. El Espíritu le empuja al desierto, donde será tentado (Mt 4,1); después de vivir una temporada en el desierto, «el mismo Espíritu le conduce de nuevo a Galilea» (Lc 4,14), por la acción de este Espíritu arroja al demonio de los cuerpos de los posesos (Mt 12,28); bajo la acción del Espíritu Santo salta de gozo cuando da gracias a su Padre porque revela los secretos divinos a las almas sencillas: «En aquella hora estalló de gozo en el Espíritu Santo» (Lc 10,21). Finalmente, nos dice San Pablo que la obra maestra de Cristo, aquella en la cual brilla más su amor al Padre y su caridad para con nosotros, el sacrificio sangriento en la Cruz por la salud del mundo, le ofreció Cristo a impulso del Espíritu Santo: «El cual, mediante el Espíritu Santo, se ofreció a Dios cual Hostia inmaculada» (Heb 9,14).

¿Qué nos indican todas estas revelaciones sino que el Espíritu de amor guiaba toda la actividad humana de Cristo? Cristo, el Verbo encarnadot es el que obra todas sus acciones son acciones de la única Persona del Verbo en que subsiste la naturaleza humana pero así y todo, Cristo obra por inspiración y a impulsos del Espíritu Santo. El alma de resús, convertida en alma del Verbo por la gracia de la unión hipostática estaba además henchida de gracia santificante y obraba por la suave moción del Espíritu Santo.

De ahí que todas las acciones de Cristo fueran santas. Su alma, aunque creada como todas las demás almas, era santísima; en primer lugar por hallarse unida al Verbo; unida a una persona divina, tal unión hizo de ella, desde el primer momento de la Encarnación, no un santo cualquiera, sino el Santo por excelencia, el Hijo mismo de Dios.- Es santa además por estar hermoseada con la gracia santificante, que la capacita para obrar sobrenaturalmente y en consonancia con la unión inefable que constituye su inalienable privilegio.- Es santa, en tercer lugar, porque todas sus acciones y operaciones, aun cuando sean actos ejecutados únicamente por el Verbo encarnado, se realizan por moción y por inspiración del Espíritu Santo Espíritu de amor y santidad.

Adoremos los admirables misterios que se producen en Cristo: El Espíritu Santo santifica el ser de Cristo y toda su actividad; y como en Cristo esa santidad alcanza el grado sumo, como toda santidad humana se ha de modelar en la suya y debe serle tributaria, por eso canta la Iglesia a diario: «Tú eres el solo santo, ¡oh Cristo Jesús!» El solo santo, porque eres, por tu Encarnación, el único y verdadero Hijo de Dios; el solo santo, porque posees la gracia santificante en toda su plenitud, a fin de distribuirla entre nosotros, el solo santo, porque tu alma se prestaba con infinita docilidad a los toques del Espíritu de amor que inspiraba y regulaba todos tus movimientos, todos tus actos, y les hacía agradables al Padre.

 

 

 

3. OPERACIONES DEL ESPÍRITU SANTO EN LA IGLESIA; EL ESPÍRITU SANTO, ALMA DE LA IGLESIA

 

Las maravillas que se obraban en Cristo bajo la inspiración del Espíritu Santo, se reproducen en nosotros, por lo menos en parte, cuando nos dejamos guiar de aquel Espíritu divino. Pero, ¿poseemos acaso nosotros ese Espíritu? -Sin duda alguna que sí.

Antes de subir al cielo, prometió Jesús a sus discípulos que rogaría al Padre para que les diera el Espíritu Santo, e hizo, de ese don del Espíritu a nuestras almas, objeto de una súplica especial. «Rogaré al Padre y os dará otro Consolador, el Espíritu de verdad» (Jn 14, 16-17). Y ya sabéis cómo fue atendida la petición de Jesús, con qué abundancia se dio el Espíritu Santo a los Apóstoles el día de Pentecostés.

De ese día data, por decirlo así, la toma de posesión por parte del Espíritu divino de la Iglesia, cuerpo místico de Cristo, y podemos añadir que, si Cristo es jefe y cabeza de la Iglesia, el Espíritu Santo es alma de ese cuerpo. El es quien guia e inspira a la Iglesia, guardándola, como se lo prometiera Jesús, en la verdad de Cristo y en la luz que El nos trajo: «Os enseñará toda verdad y os recordará todo lo, que os he enseñado» (ib. 14,26).

Esa acción del Espíritu Santo en la Iglesia es varia y múltiple. Os dije antes que Cristo fue consagrado Mesías y Pontífice por una unción inefable del Espíritu Santo y con unción parecida consagra Cristo a los que quiere hacer participantes de su poder sacerdotal, para proseguir en la tierra su misión santificadora: «Recibid el Espíritu Santo... el Espíritu Santo designó a los obispos para que gobiernen la Iglesia» (Hch 20,28); el Espíritu Santo es quien habla por su boca y da valor a su testimonio (ib. 15,26; Hch 15,28; 20, 22-28)

Del mismo modo, los Sacramentos, medios auténticos que Cristo puso en manos de sus ministros para transmitir la vida a las almas, jamás se confieren sin que preceda o acompañe la invocación al Espíritu Santo. El es quien fecunda las aguas del Bautismo. «Hay que renacer del agua por el Espíritu Santo para entrar en el reino de Dios» (Jn 3,5); «Dios, dice San Pablo, nos salva en la fuente de regeneración renovándonos por el Espíritu Santo» (Tit 3,5), ese mismo, Espíritu se nos «da» en la Confirmación para ser la unción que debe hacer del cristiano un soldado intrépido de Jesucristo; El es quien nos confiere en ese Sacramento la plenitud de la condición de cristiano y nos reviste de la fortaleza de Cristo, -al Espíritu Santo, como nos lo demuestra sobre todo la Iglesia Oriental, se atribuye el cambio que hace del pan y del vino, el cuerpo y la sangre de Jesucristo; los pecados son perdonados, en el Sacramento de la Penitencia, por el Espíritu Santo (Jn 20, 22-23) [Santo Tomás, III, q.3, a.8, ad 3]; en la Extremaunción se le pide que «con su gracia cure al enfermo de sus dolencias y culpas»; en el Matrimonio se invoca también al Espíritu Santo para que los esposos cristianos puedan, con su vida, imitar la unión que existe entre Cristo y la Iglesia.

¿Veis cuán viva, honda e incesante es la acción del Espíritu Santo en la Iglesia? Bien podemos decir con San Pablo que es el «Espíritu de vida» (Rm 8,2), verdad que la Iglesia repite en el Símbolo cuando canta su fe en el «Espíritu vivificador»: Es, pues, verdaderamente el alma de la Iglesia, el principio vital que anima a la sociedad sobrenatural; que la rige, que une entre sí sus diversos miembros y les comunica espiritual vigor y hermosura.

 

 

(((([Al decir que el Espíritu Santo es el alma de la Iglesia, no es nuestro intento enseñar que sea la forma de la Iglesia, como lo es el alma en el compuesto humano. En tal sentido, sería teológica más exacto decir que el alma de la Iglesia es la gracia santificante -con las virtudes infusas, que forman su cortejo obligado-; la gracia es, en efecto, el principio de la vida sobrenatural, que da vida divina a los miembros pertenecientes al cuerpo de la Iglesia; mas también en este caso es muy imperfecta la analogía entre la gracia y el alma; pero no es ésta la ocasión de disertar sobre esta diferencias. Cuando decimos que el Espíritu Santo y no la gracia es el alma de la Iglesia, no hacemos sino tomar la causa por el efecto, esto es, que el Espíritu Santo produce la gracia santificante; queremos, pues, con esta expresión (Espíritu Santo=alma de la Iglesia) hacer resaltar el influjo interno vivificador y «unificador» (si se puede hablar así) que ejerce el Espíritu Santo en la Iglesia.- Ese modo de expresarnos es perfectamente legítimo y tiene consigo la aprobación de varios Padres de la Iglesia, como San Agustín: Quod est in corpore nostro anima, id est Spiritus Sanctus in corpore Christi quod est Ecclesia (Serm. CLXXXVII, de tempore). Muchos teólogos modernos hablan del mismo modo, y León XIII consagró esta expresión en su Encíclica sobre el Espíritu Santo. También interesa notar que Santo Tomás, para encarecer la influencia íntima del Espíritu Santo en la Iglesia, la compara a la que ejerce el corazón en el organismo humano III, q.8, a.1, ad 3].)))

 

 

En los primeros días de la Iglesia, la acción del Espíritu Santo fue mucho más visible que en los nuestros. Así convenía a los designios de la Providencia, porque era menester que la Iglesia pudiese establecerse sólidamente, manifestando a los ojos del mundo pagano las señales luminosas de la divinidad de su fundador, de su origen y de su misión.-

Esas señales, frutos de la efusión del Espíritu Santo, eran admirables, y todavía nos maravillamos al leer el relato de los comienzos de la Iglesia. El Espíritu descendía sobre aquellos a quienes el bautismo hacía discípulos de Cristo, y los colmaba de carismas tan variados como asombrosos: gracia de milagros, don de profecía, don de lenguas y otros mil favores extraordinarios, concedidos a los primeros cristianos para que, al contemplar a la Iglesia hermoseada con tal profusión de magníficos dones, se viera bien a las claras que era verdaderamente la Iglesia de Jesús.

Leed la primera Epístola de San Pablo a los de Corinto, y veréis con qué fruición enumera el Apóstol las maravillas de que él mismo era testigo; en cada enumeración de esos dones tan variados, añade: «El mismo y único Espíritu es quien obra todo esto», porque El es amor, y el amor es fuente de todos los dones «en el mismo Espíritu» (Cor 12,9). El es quien fecunda a esta «Iglesia que Jesús redimió con su sangre y quiso fuera santa e inmaculada» (Ef 5,27).

 

 

 

4. ACCIÓN DEL ESPÍRITU SANTO EN LAS ALMAS DONDE MORA

 

Mas si los caracteres extraordinarios y visibles de la acción del Espíritu Santo han desaparecido en general, la acción de ese divino Espíritu se perpetúa en las almas y, si bien es sobre todo interior, no por eso es menos admirable.

Hemos visto que la santidad no es más que el desarrollo de la primera gracia, la gracia de adopción divina que se nos da en el Bautismo, como luego diremos, por la cual nos convertimos en hijos de Dios y hermanos de Jesucristo. El quid de toda santidad consiste en saber sacar de esa gracia inicial de la adopción, para hacerlos fructificar. todos los tesoros y riquezas que contiene y que Dios quiere extraigamos de ella. Cristo es, como hemos dicho, el modelo de nuestra filiación divina, el que nos la ha merecido del Padre, y el que ha establecido personalmente los cauces por los cuales nos llega.

Mas el desarrollo fecundo en nosotros de esta gracia que debemos a Jesús es obra de la Santísima Trinidad, aunque, no sin motivo, se atribuye especialmente al Espíritu Santo. ¿Por qué así? -Por lo mismo de siempre. La gracia de adopción es puramente gratuita, y tiene su fuente en el amor: «Contemplad cuán grande caridad nos ha mostrado Dios Padre, que ha querido que seamos llamados sus hijos y que en realidad lo seamos» (Jn 3,1).

Ahora bien; en la Trinidad adorable, el Espíritu Santo es el amor sustancial, y por ello, San Pablo nos dice que la «caridad de Dios», o, lo que es lo mismo, la gracia que nos hace hijos de Dios, «la ha derramado en nuestros corazones el Espíritu Santo», «porque la caridad de Dios ha sido derramada en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo, que nos ha sido dado» (Rm 5,5).

Desde que por medio del Bautismo se nos infundió la gracia, el Espíritu Santo mora en nosotros con el Padre y el Hijo. «Si alguno me ama, tiene dicho Nuestro Señor, mi Padre le amará también y vendremos a él y en él fijaremos nuestra morada» (Jn 14,23). La gracia hace de nuestra alma templo de la Trinidad Santa, y nuestra alma, adornada con la gracia, es verdaderamente morada de Dios.

En ella habita, no solamente como en todos los seres por su esencia y potencia, con que sostiene y conserva todas las criaturas en el ser, sino de un modo muy particular e íntimo, como objeto de conocimiento y de amor sobrenaturales. Mas porque la gracia nos une de tal modo a Dios, que ella es principio y medida de nuestra caridad, se dice especialmente que el Espíritu Santo es el que «mora en nosotros», no de un modo personal, que excluya la presencia del Padre y del Hijo, sino en cuanto procede por amor y es lazo de unión entre los dos. «En vosotros permanecerá y en vosotros morará» (Jn 14,17) decía nuestro Señor.-

Aun en el hombre empecatado se advierten huellas del poder y sabiduría de Dios, mas sólo los justos, sólo los que estan en gracia comparten la caridad sobrenatural, de ahí que San Pablo dijera a los fieles: «¿No sabéis que sois templo del Espíritu Santo, que habéis recibido de Dios y está en vosotros?» (1Cor 6,19).

Mas, ¿qué hace ese Espíritu divino en nuestras almas, ya que, siendo Dios, siendo amor, no puede quedar ocioso? -Nos da primeramente testimonio de que «somos hijos de Dios» (Rm 8,16). Es espíritu de amor y de santidad, que, como nos ama, quiere también hacernos participantes de su santidad, para que seamos verdaderos y dignos hijos de Dios.

Con la gracia santificante, que deifica, por decirlo así, a nuestra naturaleza, capacitándola para obrar sobrenaturalmente, el Espíritu Santo deposita en nosotros energías y «hábitos» que elevan al nivel divino las potencias y facultades de nuestra alma; de ahí provienen las virtudes sobrenaturales y sobre todo las teologales de fe, esperanza y caridad, que son propiamente las virtudes características y específicas de los hijos de Dios; después, las virtudes morales infusas, que nos ayudan en la lucha contra los obstáculos que se cruzan en el camino del cielo; y, por fin, los dones.- Detengámonos en ellos siquiera algunos instantes.

El divino Salvador, nuestro modelo, los recibió también, como hemos visto, aunque con medida eminente y trascendental, o, mejor todavía, sin medida ni tasa. La medida de los dones en nosotros es limitada, pero aun así es tan fecunda, que obra maravillas de santidad en las almas en que abundan esos dones. ¿Por qué así? -Porque ellos sobre todo son los que perfeccionan nuestra adopción, como vamos a verlo.

¿Qué son, pues, los dones del Espíritu Santo? -Son, y ya el nombre lo indica, bienes gratuitos que el Espíritu nos reparte juntamente con la gracia santificante y las virtudes infusas.- La Iglesia nos dice en su liturgia que el mismo Espíritu Santo es el don por excelencia: «Don del Dios altísimo» [Donum Dei altissimi. Himno.Veni Creator], porque viene a nosotros desde el Bautismo para dársenos como prenda de amor. Pero ese don es divino y vivo; es un huésped que, lleno de largueza, quiere enriquecer al alma que le recibe.

Siendo El mismo el Don increado, es por lo mismo fuente de los dones creados que con la gracia santificante y las virtudes infusas habilitan al alma para vivir sobrenaturalmente de un modo perfecto.

 

 

((((En efecto, nuestra alma, aun adornada de la gracia y de las virtudes, no recupera aquel estado de primitiva integridad que Adán tuvo antes de pecar; la razón, sujeta ella misma a error, ve que su manto de reina se lo disputan el apetito inferior y los sentidos; la voluntad está expuesta a desfallecimientos.

¿Qué resulta de semejante estado de cosas? -Que en la obra capital de nuestra santificación nos vemos de continuo necesitados de acudir a la ayuda directa del Espíritu Santo. El puede dispensarnos esta ayuda por medio de sus inspiraciones, las cuales todas se encaminan a nuestro mayor perfeccionamiento y santidad. Mas para que sus inspiraciones sean bien acogidas por nosotros, despierta El mismo en nuestras almas ciertas disposiciones que nos hacen dóciles y moldeables: esas disposiciones son precisamente los dones del Espíritu Santo. [En Jesucristo la presencia de los dones no proviene de la necesidad de ayudar a la flaqueza de la razón y de la voluntad, como quiera que jamás estuvo sujeto a error ni a flaqueza alguna; estos dones le fueron otorgados al alma de Jesús porque constituyen una perfección, y convenía que todo lo que dice perfección residiera en Jesucristo. Vimos más atrás la influencia que el Espíritu Santo ejerció con sus dones en el alma de Jesús]. Los dones no son, pues, las inspiraciones mismas del Espíritu Santo, sino las disposiciones que nos hacen obedecer pronta y fácilmente a esas inspiraciones.

Los dones disponen al alma para que pueda ser movida y dirigida en el sentido de su perfección sobrenatural, en el sentido de la filiación divina, y por ellos tiene un como instinto divino de lo sobrenatural. El alma, que en virtud de esas disposiciones se deja guiar por el Espíritu, obra con toda seguridad como cuadra a un hijo de Dios. En toda su vida espiritual piensa y obra de una forma «conveniente» desde el punto de vista sobrenatural. [Dona sunt quædam perfectiones hominis quibus homo disponitur ad hoc quod sequatur instinctum Spiritus Sancti. Santo Tomás, I-II, q.68, a.3].

El alma que es fiel a las inspiraciones del Espíritu Santo posee un tacto sobrenatural que la hace pensar y obrar con facilidad y presteza como hija de Dios. Comprendéis con esto que los dones inclinan al alma y la disponen a moverse en una atmósfera donde todo es sobrenatural; de la que todo lo natural queda excluido en cierto sentido. Por los dones, el Espíritu Santo tiene y se reserva la alta dirección de nuestra vida sobrenatural.

Todo esto es de importancia suma para el alma, puesto que nuestra santidad es esencialmente de orden sobrenatural. Por las virtudes el alma en gracia obra sobrenaturalmente, pero obra de un modo conforme a su condición racional y humana por movimiento propio, por iniciativa personal; mas con los dones queda dispuesta a obrar directa y únicamente por la moción divina (guardando, dicho se está, su libertad, que se manifiesta por el asentimiento a la inspiración de lo alto), y esto de un modo que no se compagina siempre con su manera racional y natural de ver las cosas: La influencia de los dones es pues, en un sentido muy real, superior a la de las virtudes, a las que no reemplazan sin duda, pero cuyas operaciones completan maravillosamente. [Dona a virtutibus distinguuntur in hoc quod virtutes perficiunt ad actus humano modo, sed dona ultra humanum modus. S. Thom. Sent. III, dist. XXXIV, q.1, a.1.- Donorum ratio propria est ut per ea quis super humanum modum operetur. Sent. II, dist. XXXV, q.2, a.3]. Por ejemplo, los dones de Entendimiento y de Ciencia perfeccionan el ejercicio de la virtud de fe, y por ahí se expiica que almas sencillas y sin cultura alguna, pero rectas y dóciles  a las inspiraciones del Espíritu Santo, tengan unas convicciones tan arraigadas, una comprensión y una penetración de las cosas sobrenaturales que a veces causan asombro, y una especie de instinto espiritual que las pone en guardia contra el error y las permite adherirse tan resueltamente a la verdad revelada, que quedan al abrigo de toda duda. ¿De dónde proviene todo esto? ¿Del estudio y de un examen concienzudo de las verdades de su fe?

-No, es obra del Espíritu Santo, del Espíritu de verdad, que perfecciona mediante el don de Inteligencia o, de Ciencia, su virtud de fe. Como veis, los dones constituyen para el alma un tesoro inestimable a causa de su carácter puramente sobrenatural.

Los dones acaban de perfeccionar ese admirable organismo sobrenatural a través del cual Dios llama a nuestras almas a vivir la vida divina. Concedidos como son, en mayor o menor medida, a toda alma que vive en gracia, quedan en ella en estado permanente mientras no arrojamos por el pecado mortal al Huésped divino de donde dimanan. Pudiendo progresivamente acrecentarse, se extienden, además, a toda nuestra vida sobrenatural y la tornan sumamente fecunda, ya que por e]los se hallan nuestras almas bajo la acción directa y la influencia inmediata del Espíritu Santo.-

Ahora bien, el Espíritu Santo es Dios con el Padre y el Hijo, y nos ama entrañablemente y quiere nuestra santificación; sus inspiraciones, que dimanan de un principio de bondad y de amor, no llevan otra mira que la de moldearnos de modo que nuestra semejanza con Jesús resulte más perfecta y cumplida.- De ahí que, aun cuando no sea éste su papel propio y exclusivo, los dones nos disponen también a aquellos actos heroicos por los que se manifiesta claramente la santidad.

¡Inefable bondad la de nuestro Dios, que nos provee con tanto cuidado y con tanta esplendidez de cuanto necesitamos menester para llegar a El! ¿No sería una ofensa, para el Huésped divino de nuestras almas, dudar de su bondad y amor, no confiar en su largueza, en su munificencia, o mostrarnos perezosos en aprovecharnos de ella?)))).

 

 

 

5. DOCTRINA DE LOS DONES DEL ESPÍRITU SANTO

Digamos ahora una palabra de cada uno de los dones. El número siete no constituye un límite, porque la accion de Dios es infinita, antes bien, indica plenitud, como otros muchos números bíblicos. Seguiremos simple mente el orden trazado por Isaías en su profecía mesiánica, sin tratar de establecer entre los dones gradación ni relaciones bien definidas, sino procurando únicamente explicar del mejor modo posible lo que es propio de cada uno.

El primero de los dones es el de Sabiduría. ¿Qué significa aquí Sabiduría? -«Es un conocimiento sabroso de las cosas espirituales, sapida cognitio rerum spiritualium un don sobrenatural para conocer o estimar las cosas divinas por el sabor espiritual que el Espíritu Santo nos da de ellas»; un conocimiento sabroso, íntimo y profundo de las cosas de Dios, que es precisamente lo que pedimos en la oración de Pentecostés: Da nobis in eodem Spiritu recta sapere. Sapere es tener, no ya sólo conocimiento, sino gusto de las cosas celestiales y sobrenaturales. No es, ni muchísimo menos, eso que se llama devoción sensible, sino más bien como una experiencia espiritual de la obra divina que el Espíritu Santo se digna realizar en nosotros; es la respuesta al «Gustad y ved cuán suave es el Señor» (Sal 33,9). Este don nos hace preferir sin vacilación a todas las alegrías de la tierra la dicha que es patrimonio exclusivo de los que sirven a Dios. El hace exclamar al alma fiel: «¡Qué deliciosas, Señor, son tus moradas! Un día pasado en tu casa vale por años pasados lejos de Ti» (ib. 83, 2-11). Mas es preciso para experimentar esto que huyamos con cuidado de todo cuanto nos arrastra a los deleites ilícitos de los sentidos.

El don de Entendimiento nos hace ahondar en las verdades de la fe. San Pablo dice que el «Espíritu que sondea las profundidades de Dios, las revela a quien le place» (1Cor 2,10). Y no es que este don amengue la incomprensibilidad de los misterios o que suprima la fe, sino que ahonda más en el misterio que el simple asentimiento de que le hace objeto la fe; su campo abarca las conveniencias y grandezas de los misterios, sus relaciones mutuas y las que tienen con nuestra vida sobrenatural. Se extiende asimismo a las verdades contenidas en los Libros Sagrados, y es el que parece haber sido concedido en mayor medida El los que en la Iglesia han brillado por la profundidad de su doctrina, a los cuales llamamos «Doctores de la Iglesia», aunque todo bautizado posea también este precioso don. Leéis un texto de las divinas Escrituras, lo habréis leído y releído un sinnúmero de veces sin que haya impresionado a vuestro espíritu, pero un día brilla de repente una luz que alumbra. por decirlo así, hasta las más íntimas reconditeces de la verdad enunciada en este texto; esa verdad entonces os aparece clara deslumbradora, convirtiéndose a menudo en germen de vida y de actos sobrenaturales. ¿Habéis llegado a ese resultado por medio de vuestra reflexión? -No antes bien, una iluminación, una ilustración del Espíritu Santo, es la que, por el don de Entendimiento, os dio el ahondar más profundamente, en el sentido oculto e íntimo de las verdades reveladas para que las tengáis en mayor apreclo.

Por el don de Consejo, el Espíritu Santo responde a aquel suspiro del alma: «Señor, ¿qué quieresque haga?» (Hch 9,6).- Ese don nos previene contra toda precipitación o ligereza, y, sobre todo, contra toda presunción, que es tan dañina én los caminos del espíritu. Un alma que no quiere depender de nadie, que tributa culto al yo, obra sin consultar previamente a Dios por medio de la oración, obra prácticamente como si Dios no fuera su Padre celestial, de donde toda luz dimana. «Todo don perfecto de arriba viene, del Padre de la luz» (Sant 1,17).

Ved a nuestro divino Salvador, ved cómo dice que el Hijo, esto es, El mismo, nada hace que no vea hacer al Padre: «Nada puede hacer el Hijo por sí, fuera de lo que viere hacer al Padre» (Jn 5,10). El alma de Jesús contemplaba al Padre para ver en El el modelo, de sus obras, y el Espíritu de Consejo le descubría los deseos del Padre, de ahí que todo cuanto Jesús hacía agradaba a su Padre: «Siempre hago lo que agrada a mi Padre» (ib. 8,29).

El don de Consejo es una disposición mediante la cual los hijos son capaces de juzgar las cosas a la luz de unos principios superiores a toda sabiduria humana. La prudencia natural, de suyo muy limitada, aconsejaría obrar de tal o cual modo, mas por el don de Consejo nos descubre el Espíritu Santo más elevadas normas de conducta por las que debe regirse el verdadero hijo de Dios.

No basta a veces conocer la voluntad de Dios; la naturaleza decaída ha menester a menudo energías para realizar lo que Dios quiere de nosotros; pues el Espíritu Santo, con su don de Fortaleza, nos sostiene en esos trances particularmente críticos.- Hay almas apocadas que temen las pruebas de la vida interior. Es imposible que falten semejantes pruebas; y aun puede decirse que serán tanto más duras cuanto a más altas cumbres estemos llamados. Pero no hay por qué temer; nos asiste el Espíritu de Fortaleza: «Permanecerá y habitará en vosotros» (Jn 14,17).

Como los Apóstoles en Pentecostés, seremos también nosotros revestidos de la «fuerza de lo alto» (Lc 24,49), para cumplir generosos la voluntad divina, para obedecer, si es preciso, «a Dios antes que a los hombres» (Hch 4,19), para sobrellevar con denuedo las contrariedades que nos salgan al paso a medida que nos vamos allegando a Dios. Por eso rogaba con tantas veras San Pablo por sus caros fieles de Efeso, a fin de que «el Espíritu les diera la fuerza y la firmeza interior que necesitaban para adelantar en la perfección» (Ef 3,16).

El Espíritu Santo dice a aquel a quien robustece con su fuerza lo que en otro tiempo dijo a Moisés cuando se espantaba de la misión que Dios le confiaba y que consistía en librar al pueblo hebreo del yugo faraónico. No temas, que «yo estaré contigo» (Ex 3,12). Tendremos a nuestra disposición la misma fortaleza de Dios. Esa, ésa es la fortaleza en que se forja el mártir, la que sostiene a las vírgenes; el mundo se pasma al verlos tan animosos, porque se figura que sacan las fuerzas de sí mismos, cuando en realidad su fortaleza es Dios.

El don de Ciencia nos hace ver las cosas creadas en su aspecto sobrenatural como sólo las puede ver un hijo de Dios.- Hay múltiples modos de considerar lo que está en nosotros o en nuestro contorno. Un descreído y un alma santa contemplan la naturaleza y la creación de muy diversa manera. El incrédulo no tiene sino ciencia puramente natural, por muy vasta y profunda que sea; el hijo de Dios ve la creación con la luz del Espíritu Santo y se le aparece como una obra de Dios donde se reflejan sus eternas perfecciones. Este don nos hace conocer los seres de la creación y nuestro mismo ser desde un punto de vista divinonos descubre nuestro fin sobrenatural y los medios más adecuados para alcanzarlo, pero con intuiciones que previenen contra las mentidas máximas del mundo y las sugestiones del espíritu de las tinieblas.

Los dones de Piedad y de Temor de Dios se completan entrambos mutuamente. El don de Piedad es uno de los más preciosos, porque concurre directamente a regular la actitud que hemos de observar en nuestras relaciones con Dios: mezcla de adoración, de respeto, de reverencia hacia una majestad que es divina; de amor, de confianza, de ternura, de total abandono y de santa libertad en el trato con nuestro Padre, que está en los cielos.- En vez de excluirse uno a otro, entrambos sentimientos pueden ir perfectamente hermanados, y el Espíritu Santo se encargará de enseñarnos el modo de armonizarlos. Así como en Dios no se excluyen el amor y la justicia, así en nuestra actitud de hijos de Dios hay cierta mezcla de reverencia inefable que nos hace prosternar ante la majestad soberana y de amor tierno que nos mueve a arrojarnos confiados en los brazos bondadosos del Padre celestial.

El Espíritu Santo concilia entre sí estos dos sentimientos, al parecer encontrados.- El don de Piedad produce otro fruto, y es tranquilizar a las almas tímidas (porque las hay), que temen, en sus relaciones con Dios, equivocarse en la elección de las «fórmulas» de sus oraciones; ese escrúpulo lo disipa el Espíritu Santo cuando se escuchan sus inspiraciones. El es «el Espíritu de verdad»; y si es una realidad, como dice San Pablo, que no sabemos orar cual conviene, el Espíritu está con nosotros para ayudarnos: «El ora dentro de nosotros con gemidos inenarrables» (Rm 8, 26-27).

Viene, por fin, el don de Temor de Dios.- ¿No es verdad que parece extraño que se encuentre en el vaticinio de Isaías sobre los dones del Espíritu Santo que adornarán el alma de Cristo aquella expresión: «Será hechido de espíritu de temor de Dios?» ¿Será esto posible? ¿Cómo Cristo, el Hijo de Dios, puede estar transido de temor de Dios? –

Es que hay dos clases de temor: el temor que sólo mira al castigo que merece el pecado; temor servil, falto de nobleza, pero que a veces resulta provechoso.- Hay, en cambio, otro temor que nos hace evitar el pecado porque ofende a Dios, y éste es el temor filial, que es, a pesar de todo, imperfecto mientras vaya mezclado con temor de castigo.

Huelga decir que ni uno ni otro tuvieron jamás asiento en el alma santísima de Cristo; en ella hubo sólo temor perfecto, temor reverencial, ese temor que tienen las angélicas potestades ante la perfección infinita de Dios [Tremunt potestates. Prefacio de la Misa], este temor santo que se traduce en adoración: «Santo es el temor de Dios y existirá por los siglos de los siglos» (Sal 28,10).

Si nos fuera dado contemplar la humanidad de Jesús, la veríamos anonadada de reverencia ante el Verbo al que esta unida. Esta es la reverencia que pone el Espíritu Santo en nuestras almas. El cuida de fomentarla en nosotros, pero moderándola y fusionándola en virtud del don de Piedad, con ese sentimiento de amor y de filial ternura, fruto de nuestra adopción divina que nos permite llamar a Dios ¡Padre! Ese don de Piedad imprime en nosotros, como en Jesús, la inclinación a relacionarlo todo con nuestro Padre, y a enderezarlo todo a El.

Esos son los dones del Espíritu Santo. Perfeccionan las virtudes, disponiéndonos a obrar con una seguridad sobrenatural, que constituye en nosotros como un instinto divino para percibir las cosas celestiales: por esos dones que el mismo Espíritu Santo deposita en nosotros, nos hace dóciles, nos perfecciona y desarrolla nuestra condición de hijos de Dios. «Los que se dejan conducir por el Espíritu de Dios, esos tales son hijos de Dios» (Rm 8,14).

Al dejarnos, pues, guiar por ese espíritu de amor, cuando somos, en la medida de nuestra flaqueza, constantemente fieles a sus santas inspiraciones, a esos toques que nos llevan a Dios, a hacer en todo su gusto, entonces nuestra alma obra totalmente en consonancia con su adopción divina; entonces produce frutos que son término de la acción del Espíritu Santo en nosotros, a la vez que recompensa anticipada por nuestra fidelidad a la misma: Tal es su dulzura y suavidad.-

Esos frutos los enumera ya San Pablo, y son: caridad, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, longanimidad, dulzura, confianza, modestia continencia y castidad (Gál 5, 22-23). Esos frutos, dignos todos del Espíritu de amor y de santidad, son dignos también de nuestro Padre celestial, que encuentra en ellos su gloria: «Mi Padre resultará glorificado si vosotros dais abundante fruto» (Jn 15,8); dignos, en fin, de Jesucristo, que nos los mereció, y a quien el Espíritu Santo nos une. «si alguno permanece en mí y yo en él, ese dará abundante fruto» (ib. 5).

Hallábase Nuestro Señor en Jerusalén por la fiesta de los Tabernáculos, que era una de las más solemnes de cuantas celebraban los judíos, cuando levantando la voz en medio de las turbas, exclamó: «Si alguien tiene sed venga a Mí y beba, el que cree en Mí, como dice la Escritura, ríos de agua viva fluirán de sus entrañas». Y añade San Juan: «Esto lo, dijo Jesús del Espíritu que habían de recibir los que creyeran en El» (ib. 7, 37-39).

El Espíritu Santo, que nos es enviado por los méritos de Cristo, que como Verbo es el encargado de transmitirle, viene a resultar en nosotros el principio y el manantial de esos ríos de aguas vivas de la gracia que sacia nuestra sed hasta la vida eterna, esto es, que produce en nosotros frutos de vida perdurable [Huiusmodi autem flumina sunt aquæ vivæ quia sunt continuatæ suo principio scilicet, Spiritui Sancto inhabitanti. Santo Tomás, In Joan., VII, lec. 5].

En espera de la bienaventuranza suprema, «esas aguas regocijan la ciudad de las almas que bañan». «La impetuosidad de la corriente del torrente refresca la ciudad de Dios» (Sal 45,5). Por eso dice San Pablo que todas las almas fieles que creen en Cristo «beben en un mismo Espíritu» (1Cor 12,33). De ahí también que la liturgia, eco de la doctrina de Jesús y del Apóstol, nos haga invocar al Espíritu Santo, que es a la vez el Espíritu de Jesús, como a «fuente de vida» (Fons vivus. Himno Veni Creator).

 

 

 

6. NUESTRA DEVOCIÓN AL ESPÍRITU SANTO: INVOCARLE Y SER FIELES A SUS INSPIRACIONES

Tal es, pues, la acción del Espíritu Santo en la Iglesia y en las almas; acción santa como el principio divino de donde emana, accion que nos impulsa a santificarnos. Ahora bien, ¿cuál no será la devoción que hemos de tener a este Espíritu que mora en nuestras almas desde el Bautismo y cuya actividad en nosotros es de suyo tan honda y eficaz?

Ante todas las cosas, debemos invocarle con frecuencia. El es Dios, como el Padre y el Hijo; El también desea nuestra santidad, y es conforme al plan divino que acudamos al Espíritu Santo como acudimos al Padre y al Hijo ya que tiene el mismo poder y la misma bondad que ellos.

La Iglesia, en esto, como en todo, nos sirve de guía, puesto que cierra el ciclo de las fiestas en las cuales se van como descorriendo los misterios de Cristo, con la solemnidad de la venida del Espíritu Santo, Pentecostés, y emplea, para implorar la gracia del Espíritu divino, oraciones admirables aspiraciones caldeadas de amor, cual es el Veni Sancti Spiritus.

Debemos acudir a El y decirle: «Oh amor infinito, que procedes del Padre y del Hijo, concédeme el Espíritu de adopción; enséñame a portarme siempre como verdadero hijo de Dios; quédate conmigo, y ande yo siempre contigo para amar como Tú amas; sin Ti nada soy; de mí nada valgo; pero así y todo, manténme siempre a tu lado, de modo que a través de Ti, esté siempre unido al Padre y al Hijo». Pidámosle siempre y con empeño creciente, participación más grande de sus dones, del Sacrum Septenarium.-

Debemos también darle las más humildes y rendidas gracias. Si bien es verdad que Cristo nos lo mereció todo, también lo es que nos guía y nos dirige por su Espíritu, y de éste nos viene el raudal de gracias que nos hacen poco a poco semejantes a Jesús. ¿Cómo, pues, no hemos de demostrar a menudo agradecimiento a este Huésped cuva presencia amorosa y eficaz nos colma de riquezas y beneficios? He aquí el primer homenaje que hemos de tributar a ese Espíritu que es Dios con el Padre y el Hijo: creer con fe práctica que nos impulse a recurrir a El; creer en su divinidad, en su poder, en su bondad.

[Al decir que Cristo nos gobierna por su Espíritu, no entendemos que el Espíritu Santo sea un instrumento, siendo como es Dios y causa de la gracia; antes queremos indicar que el Espíritu Santo es (en nosotros) principio de gracia, que procede a su vez de un principio, del Padre y del Hijo; Jesucristo, en calidad de Verbo, nos envía al Espíritu Santo. Santo Tomás, I, q.45, a.6, ad 2]

Así pues, cuidémonos de no contrariar su acción en nosotros.- «No extingáis el Espíritu de Dios» (Tes 5,19), dice San Pablo; y también: «No contristéis al Espíritu Santo» (Ef 4,30). Como os dije, la acción del Espíritu Santo en el alma es muy delicada, porque es acción de remate, de perfeccionamiento; sus toques son toques de delicadeza suma. Debemos, pues, hacer lo posible para no estorbar con nuestras ligerezas la actuación del Espíritu Santo, ni con nuestra disipación voluntaria, ni con nuestra apatía, ni con nuestras resistencias advertidas y queridas, ni con el apego desmedido a nuestro propio parecer: «No seáis sabihondos» (Rm 12,16).

Al entender en las cosas de Dios, no os fiéis de la humana sabiduría, porque el Espíritu Santo os abandonaría a vuestra prudencia natural, y bien sabéis que toda esta prudencia no es a los ojos de Dios sino pura «necedad» (1Cor 3,19).- La acción del Espíritu Santo es perfectamente compatible con aquellas flaquezas que se nos deslizan por descuido en la vida, de las cuales somos los primeros en lamentarnos; con nuestras enfermedades, nuestras servidumbres humanas, nuestras dificultades y tentaciones. Nuestra nativa pobreza no arredra al Espíritu Santo que es «Padre de los pobres» [Pater pauperum. Secuencia Veni Sancte Spiritus], como le llama la Iglesia.

Lo incompatible con su acción es la resistencia friamente deliberada a sus inspiraciones. ¿Por qué? -Primero, porque el espíritu procede por amor, es el amor mismo; y con todo eso, aunque el amor que nos tiene no conozca límites, aun cuando su acción sea infinitamente poderosa, el Espíritu Santo es respetuosísimo con nuestra libertad, no violenta nuestra voluntad. ¡Tenemos el triste privilegio de poder resistirle! Pero nada contrista tanto al amor como el notar resistencia obstinada a sus requerimientos. Además, con sus dones, sobre todo, nos guía el Espíritu Santo por la senda de la santidad, y nos hace vivir como hijos de Dios; y precisamente con sus dones, impulsa y determina al alma a obrar.

«En los dones el alma, más que agente, es movida» [In donis Spiritus Sancti mens humana non se habet ut movens, sed magis ut mota. Santo Tomás, II-II, q.52, a.2, ad 1], pero esto no quiere decir que deba permanecer enteramente pasiva, sino que debe disponerse a la acción divina, escucharla, serle fiel sin tardanza.- Nada embota tanto la acción del Espíritu Santo en nosotros como la falta de flexibilidad frente a esos interiores movimientos que nos llevan a Dios, que nos mueven a observar sus mandamientos, a darle gusto, a ser caritativos, humildes y confiados: un «no» deliberado y rotundo, aun cuando se trate de cosas menudas, contraría la acción del Espíritu Santo en nosotros; con eso resulta menos intensa, menos frecuente, y el alma entonces no remonta su vuelo, y toda su vida sobrenatural es lánguida: «No contristéis al Espíritu».

Si esas resistencias deliberadas, voluntarias y maliciosas se multiplican, si degeneran en frecuentes y habituales, el Espíritu Santo se calla. El alma entonces, abandonada a sí misma y sin más norte ni sostén interior en el camino de la perfección, corre inminente riesgo de ser presa del príncipe de las tinieblas, y se extingue en ella la caridad. No apaguéis el Espíritu Santo, que es a manera de fuego de amor que arde en nuestras almas [Spiritum nolite exstinguere; Ignis, Himno Veni Creator. Et tui amoris ignem accende. Misa de Pentecostés].

Seamos siempre generosos, fieles al «Espíritu de verdad», siquiera en la corta medida que es dad a nuestra flaqueza, porque El es también Espíritu de santificación. Seamos almas dóciles y sensibles a los toques de este Espíritu.- Si nos dejamos guiar de El, luego desarrollará plenamente en nosotros la gracia divina de la adopción sobrenatural que nos quiso dar el Padre, y que el Hijo nos mereció. ¡De qué alegría tan honda, de qué libertad interior gozan las almas que se entregan así a la acción del Espíritu Santo!

Ese divino Espíritu nos hará rendir frutos de santidad agradables a Dios; artista divino como es de mano sumamente delicada, dará cima en nosotros a la obra de Jesús, o más bien formará a Jesús en nosotros, como formó un día su santa humanidad, a fin de que reproduzcamos en esta frágil naturaleza, mediante su acción, los rasgos de la filiación divina que recibimos en Jesucristo, para la gloria del Eterno Padre: «Jesucristo fue concebido en santidad, por obra del Espíritu Santo, destinado a ser Hijo de Dios por naturaleza; otros, en virtud del mismo Espíritu, se santifican para llegar a ser hijos de Dios por adopción» (Santo Tomás, III, q.32, a.1).

4.- JESUCRISTO, CAUSA EFICIENTE DE TODA GRACIA

 (Causa efficiens)

 

Hoy vamos a tratar de la persona adorable de nuestro Señor. No os canséis jamás de oír hablar de Él. Ningún tema os será más útil, ni debe seros más querido; en Cristo lo tenemos todo, y fuera de El no hay salud ni santificación posible.

Cuanto más se estudia el plan divino, según las Sagradas Escrituras, más se advierte cómo un gran pensamiento lo domina todo: El de que Jesucristo, verdadero Dios y verdadero Hombre, es el centro de la creación y de la redención; que todas las cosas se refieren a El, y que por El se nos da a nosotros toda la gracia y se tributa toda la gloria al Padre.

La contemplación de nuestro Señor no es sólo santa, sino santificante; con sólo pensar en El y contemplarlo con fe y amor, nos santificamos. Para ciertas almas, la vida de Jesucristo es un tema de meditación como otro cualquiera; no es bastante eso. Cristo no es uno de los medios de la vida espiritual, es toda nuestra vida espiritual.

El Padre lo ve todo en su Verbo, en su Cristo, todo lo encuentra en El, tiene ciertamente exigencias infinitas de gloria y de alabanza, pero encuentra cumplida satisfacción a esas exigencias a través de su Hijo, en las acciones más intrascendentes de su Hijo. Cristo es su Hijo muy querido en quien pone todas sus complacencias. ¿Por qué no había de ser Cristo igualmente nuestro todo, nuestro modelo, nuestra satisfacción, nuestra esperanza, nuestra luz, nuestra fuerza, nuestra alegría? Esta verdad es tan capital, que quiero insistir en ella nuevamente.

 

***+++ La vida espiritual consiste sobre todo en contemplar a Cristo, para reproducir en nosotros su condición de Hijo de Dios y sus virtudes. Las almas que tienen constantemente fija la mirada en Cristo, ven en su luz lo que se opone dentro de ellas al desarrollo de la vida divina; buscan entonces en Jesús la fuerza necesaria para remontar esos obstáculos y agradarle; pídenle que sea el apoyo de su debilidad, que despierte y acreciente sin cesar en ellas esa disposición fundamental, a la que se reduce toda la santidad, y que consiste en buscar siempre lo que es agradable a su Padre.

Esas almas entran plenamente en el plan divino; avanzan con rapidez y con seguridad por el camino de la perfección y de la santidad; ni siquiera corren el peligro de desalentarse a vista de sus defectos; saben que por sí mismas nada pueden: «Sin mí nada podéis» (Jn 15,5); ni el peligro de envanecerse por sus progresos, porque están convencidas de que si sus esfuerzos personales son necesarios para corresponder a la gracia, su perfección la deben exclusivamente a Jesucristo, que en ellas habita, vive y trabaja. Si dan mucho fruto es, no solamente porque permanecen en Cristo por la gracia y la fidelidad de su amor, sino también, y sobre todas las cosas, porque Cristo permanece en ellas: «Quien mora en mí y yo en él, éste producirá mucho fruto» (ib.).

En efecto, Cristo no es sólo un modelo como el que contempla un pintor cuando hace un retrato, ni podemos tampoco comparar su imitación a la que realizan ciertos espíritus mediocres cuando remedan el porte y los gestos de un gran hombre a quien admiran; esa imitación es superficial, externa, y no cala al fondo del alma.

La imitación de Cristo es muy otra. Cristo es más que un modelo, es más que un Pontífice que nos ha obtenido la gracia de imitarle El mismo, por su Espíritu, obra en lo íntimo de nuestra alma para ayudarnos a realizar ese trasunto, esa copia. ¿Por qué?- Porque, ya lo dejé dicho al exponer el plan divino, nuestra santidad es de orden esencialmente sobrenatural. Dios no se contenta, ni se contentará jamás, desde que resolvió hacernos hijos suyos, con una moralidad o una religión natural quiere que obremos como hijos de linaje divino.

Pero esta santidad nos la da por su Hijo, en su Hijo, mediante la gracia que nos ha merecido su Hijo Jesucristo. Toda la santidad que destina a los hombres, la ha depositado en Jesús y de esa plenitud debemos recibir las gracias que nos hagan santos: «Cristo ha sido hecho por Dios, nuestra sabiduría, justicia, santidad y redención» (1Cor 1,30).

Si Cristo posee todos los tesoros de ciencia y de sabiduria (Col 2,3) y de santidad, es para hacernos participantes de ellos, ha venido para que tengamos en nosotros la vida divina, y para que la tengamos en abundancia: «Vine para que tengan vida y para que esta vida sobreabunde en ellos» (Jn 10,10).

Por su Pasión y por su muerte, ha abierto a todos la fuente de esos tesoros; pero no lo echemos en olvido: ese venero está en El y no fuera de El; es El el encargado de hacerle fluir hasta nosotros; la gracia, principio de vida sobrenatural, no viene sino por El. Por esto escribe San Juan: «El que está unido al Hijo, posee la vida; el que no está unido al Hijo, no posee la vida» (1Jn 5,12). ***+++

 

 

 

1. DURANTE LA EXISTENCIA TERRENA DE JESUCRISTO, SU HUMANIDAD ERA, COMO INSTRUMENTO DEL VERBO, FUENTE DE GRACIA Y DE VIDA

 

Contemplemos a Jesús durante su existencia terrena, y veremos que es la causa eficiente de toda gracia y la fuente de la vida; esa contemplación es fructuosa, porque nos muestra cómo debemos esperarlo todo de nuestro Señor.

 

 

***+++Vemos que su santa humanidad llega a ser el instrumento de que la divinidad se sirve para derramar en torno suyo toda gracia y toda vida.

En primer lugar la vida o la salud corporal.

Un leproso se presenta a Jesús pidiendo la curación: Jesús extiende su mano, le toca y dice: «Lo quiero, sé curado»; y al punto desaparece la lepra (Mt 8, 2-3).- Preséntanle dos ciegos: Jesús les toca los ojos con su mano, diciendo: «Hágase según vuestra fe», y sus ojos se abren a la luz (Mt 9, 27-29).- Otro día introducen adonde El estaba un hombre sordo y mudo, y suplican a Jesús que le imponga las manos; entonces Jesús, apartándole de la turba, le pone el dedo en los oídos, le moja con saliva la lengua y, levantando los ojos al cielo, suspira y dice: «Abríos», y al punto el hombre oye, su lengua se desata y empieza a hablar con soltura (Mc 7, 32-35).- Mirad a Jesús junto al sepulcro de Lázaro; con sólo la palabra le devuelve a la vida.

En todas estas ocasiones vemos la santa humanidad servir de instrumento a la divinidad. Es la persona del Verbo la que cura y resucita; mas para obrar esas maravillas, el Verbo se sirve de la naturaleza humana que le está unida, Cristo pronuncia las palabras sirviéndose de su naturaleza humana y toca a los enfermos con sus manos.

La vida brotaba de la divinidad, pero llegaba a los cuerpos y a las almas mediante la humanidad [para emplear el término teológico, la humanidad servía de fuente de vida como instrumento unido al Verbo: Ut instrumentum coniunctum].- Comprendemos las palabras del Evangelio cuando nos dicen que «las turbas deseaban tocar a Jesús, porque salía de El un poder que curaba» [Virtus de illo exibat] (Lc 6,19).

De igual modo procede Jesucristo en el terreno sobrenatural de la gracia; por una acción, una palabra, un gesto de la naturaleza humana que le está unida, perdona los pecados y justifica a los pecadores. Ved a María Magdalena entrar en medio del festín y regar con sus lágrimas los pies de Cristo. Jesús le dice: «Tus pecados te son perdonados, tu fe te ha salvado» (ib. 7, 48-50); es la divinidad la que perdona los pecados, sólo ella puede hacerlo, pero Jesús otorga este perdón por medio de la palabra; y de esta manera su humanidad se convierte en instrumento de la gracia.

Hay en el Evangelio una escena más explícita todavía. Cierto día presentan a Jesús un paralítico tendido en un lecho. «Tus pecados te son perdonados», dice Jesús, y los fariseos que le oyen y no creen en la divinidad, murmuran: «¿Quién es este hombre que pretende perdonar los pecados? Sólo Dios puede hacerlo». Mas nuestro Señor, queriendo demostrar que era Dios, les responde: «¿Qué es más fácil decir: Te son perdonados tus pecados, o decir: Levántate y anda? Pues bien, a fin de que sepáis que el Hijo del Hombre -notad la expresión, Hijo del Hombre; nuestro Señor la emplea intencionadamente en lugar del término Hijo de Dios tiene sobre la tierra poder de perdonar los pecados, yote lo mando, dice al paralítico: Levántate, toma tu lecho y vuelve a tu casa». Y al punto aquel hombre se levanta en presencia de toda la gente, toma la cama sobre la que se le había llevado, y tórnase a su casa, glorificando a Dios (Lc 5, 18-25).

Así obra Cristo milagros, perdona los pecados y distribuye la gracia con libertad y poder soberanos, porque siendo Dios, es la fuente de toda gracia y de toda vida; pero lo hace sirviéndose de su humanidad; la humanidad de Cristo es vivificante, a causa de su unión con el Verbo divino [Carnem Domini vivificatricem esse dicimus quia facta est propria Verbi cuncta vivificare prævalentis. Concil. Ef., can.2].

Lo mismo se verifica en la Pasión y muerte de Jesús. Jesús padece, expía y merece en su naturaleza humana; su humanidad con sus sufrimientos es el instrumento del Verbo, que  obra nuestra salvación, es la causa de nuestra redención, que nos recupera y nos vuelve a la vida y amistad con Dios [+Santo Tomás, III, q.8, a.1, ad 1]. «Estábamos muertos en el pecado, pero Dios nos ha vuelto a la vida con Cristo, a causa de Cristo, perdonándonos todas nuestras culpas» (Col 2,13).

Santo Tomás nos lo dice claramente [Citemos esta bella proposición del Doctor Angélico: Verbum prout in principio erat apud Deum vivificat animas sicut agens principale; caro tamen eius, et misteria in ea patrata operantur instrumentaliter ad animæ vitam. III, q.62, a.5, ad 1. +III, q.48, ad 6; q.49, ad 1; q.27. De veritate, art.4].

En el momento en que, por amor de su Padre y nuestro, iba Cristo a entregarse para dar la vida divina a todos los hombres, pide al Padre que glorifique a su Hijo, puesto que le ha dado autoridad sobre toda carne, «a fin de que dé yo la vida eterna a todos aquellos que Tú has puesto en mis manos» (Jn 17, 1-2).

Jesús ruega a su Padre que realice ya en principio su plan eterno. El Padre ha constituido a Cristo jefe del género humano; sólo en Cristo quiere que el hombre encuentre su salvación; y nuestro Señor pide que así se haga, puesto que por su Pasión y muerte, ocupando nuestro lugar, va a satisfacer por todos los crímenes del linaje humano y merecer para él toda gracia de salud y de vida.

La oración de nuestro Señor ha sido escuchada. En premio de haber llevado a cabo por sus padecimientos y sus méritos la salvación del género humano, Cristo ha sido confirmado como dispensador universal de toda gracia. «Se ha anonadado, y por esto en el día de la Ascensión su Padre le ensalzó y le dio un nombre sobre todo nombre» (Fil 2, 7-9). «Le constituyó heredero de todas las cosas» (Heb 1,2); le dio las naciones en herencia, porque El las había ganado con su sangre: «Pide, y yo te daré en herencia todas las gentes» (Sal 2,8). En beneficio de ellas ha sido dado a Cristo todo poder de gracia y de vida en el cielo y en la tierra (Mt 28,18). Finalmente, puso todas las cosas en sus manos por el amor que le tenía (Jn 3,35).

Así, modelo único, pontífice supremo, Redentor del mundo y mediador universal, Jesucristo fue además constituido dispensador de toda gracia. «La efusión de toda gracia en nosotros, dice Santo Tomás, no pertenece más que a Cristo y esta causalidad santificante resulta de la unión íntima que hay en Cristo entre la divinidad y la humanidad» [Interior autem influxus gratiæ non est ab aliquo nisi a solo Christo, cuius humanitas ex hoc quod est divinitati coniuncta habet virtutem iustificandi. Santo Tomás, III, q.8, a.6].

«El alma de Cristo, añade el mismo Santo, ha recibido la gracia en su más alto grado de plenitud; parece, pues, razonable que de esta plenitud haga copartícipes a todas las almas; y precisamente de este modo llena su cometido de cabeza de la Iglesia. De ahí que la gracia que adorna el alma de Cristo sea, en su esencia, la misma que nos purifica» (ib. a.5).***+++

 

2. CÓMO OBRA CRISTO DESPUÉS DE SU ASCENSIÓN. MEDIOS OFICIALES: LOS SACRAMENTOS PRODUCEN LA GRACIA POR SÍ MISMOS, PERO EN VIRTUD DE LOS MÉRITOS DE CRISTO

Pero acaso me preguntéis: ¿Cómo Cristo, después de haber subido a los cielos, cuando los hombres no pueden verle ni oírle ni tocarle, produce esos efectos de gracia y de vida? ¿Cómo se ejerce sobre nosotros, y en nosotros, la acción de nuestro Señor? ¿Cómo es ahora causa eficiente de nuestra santidad? ¿Cómo produce en nosotros la gracia, fuente de vida?

Jesucristo, por ser Dios, es dueño absoluto de sus dones y de la manera como los distribuye; del mismo modo que nosotros no podemos limitar su poder, así tampoco podemos determinar los modos de su acción. Jesucristo puede hacer afluir, cuando le place, la gracia en el alma, directamente y sin intermediarios, la vida de los santos está llena de estos ejemplos de la libertad y de la liberalidad divinas; sin embargo, en la economía actual, el camino oficial y ordinario por el cual llega hasta nosotros la gracia de Cristo es principalmente el de los sacramentos por El instituidos.

Podría santificarnos de otro modo; pero siendo Dios, desde el momento en que decidió por sí mismo establecer esos medios de salvación, que sólo El podía determinar, puesto que sólo El es el autor del orden sobrenatural, debemos recurrir en primer lugar a esas fuentes auténticas. Todas las prácticas de ascética que pudiéramos inventar para conservar y aumentar en nosotros la vida divina, no tienen ningún valor sino en la medida en que nos ayudan a extraer más provecho de esas fuentes de vida; porque ellas son, en efecto, las fuentes puras y verdaderas, a la vez que inagotables, donde encontraremos infaliblemente la vida divina de que Jesús rebosa y de la que quiere hacernos participantes.

Veamos, pues qué medios son éstos. No trato de daros aquí toda la Teología de los Sacramentos, mas espero deciros lo suficiente para que veáis cómo, brillan en su institución la bondad y la sabiduría de nuestro divino Salvador.

¿Qué es un sacramento?

El Santo Concilio Tridentino (al cual debemos siempre acudir en esta materia, porque en él encontramos la doctrina de los Sacramentos expuesta con precisión admirable) nos dice que el Sacramento es «un signo sensible que significa y produce una gracia invisible»; es un símbolo que contiene y confiere la gracia divina. Es un signo sensible, externo, tangible; nosotros somos a la vez materia y espíritu, y Cristo ha querido utilizar la materia -agua, óleo, trigo, vino, palabra, imposición de las manos- para señalar la gracia que quiere producir en las almas.

Sabiduría eterna, Cristo ha adaptado a nuestra naturaleza, material y espiritual a la vez, los medios sensibles de comunicarnos su gracia [Si incorporeus esses, nuda et incorporea tibi dedisset ipse dona; sed quia anima corpori coniuncta est, sensibilibus intelligibilia tibi præstat. San Juan Crisóstomo, Homilia 82 in Mat., yHomilia 60 ad popul. Antioch.].

Digo «comunicar», porque esos signos no sólo significan o simbolizan la gracia, sino que la contienen y la confieren. Esos signos y esos ritos son eficaces: producen realmente la gracia por la voluntad y la institución de Jesucristo, a quien el Padre ha dado todo poder, y que con el Padre y el Espíritu Santo es Dios; el efecto de los Sacramentos es la gracia producida en lo íntimo del alma.

Escuchemos a nuestro divino Salvador; El nos enseña que el agua del Bautismo lava nuestras faltas, nos regenera en la vida de la gracia, nos hace hijos de Dios y herederos de su reino. «A menos que uno sea regenerado por el agua y el Espíritu Santo, no puede entrar en el reino de Dios» (Jn 3,5).

Nos enseña, además, que la palabra del ministro que nos absuelve borra nuestros pecados. «A aquellos a quienes perdonareis los pecados, les serán perdonados»; nos dice que bajo las apariencias del pan y del vino se hallan realmente su cuerpo y su sangre, que hay que comer y beber para tener la vida; con respecto al matrimonio, nos declara que el hombre no puede separar a los que fueron por Dios unidos; y la Tradición, eco de la enseñanza de Jesús, nos repite que la imposición de las manos confiere a los que la reciben el Espíritu Santo y sus dones.

[En cuanto a la cuestión de saber si todos los Sacramentos han sido instituidos inmediatamente, en todos sus detalles, por el mismo Cristo, importa poco para nosotros; varios Sacramentos ofrecen este carácter; en el Evangelio no leemos que todos fueran instituídos de la misma manera; pero si Cristo delegó en sus Apóstoles la determinación de ciertos detalles, aunque sean de importancia, no es menos verdadero que únicamente El es quien dotó a todos esos símbolos de la gracia de la cual es autor y fuente única].

Una de las manifestaciones de la condescendencia de nuestro divino Salvador al instituir los sacramentos consiste en que los signos que contienen la gracia, la producen por sí mismos [ex opere operato]. El acto sacramental, la obra practicada, la simple aplicación al alma de los símbolos y ritos, hecho con arreglo a lo prescrito, eso es lo que confiere la gracia, y la confiere independientemente, no de la intención, pero sí del mérito personal de aquel que lo administra.

 La indignidad de un ministro herético o sacrílego no puede poner óbice al efecto del Sacramento, si ese ministro se conforma con la intención de la Iglesia y trata de ejecutar lo que hace la Iglesia en semejantes casos. El Bautismo, administrado por un ministro heretico, es válido. -¿Por qué?- Porque Cristo, Hombre-Dios, quiso colocar la comunicación de las gracias por encima de toda consideración del mérito o de la virtud de aquellos que le sirven de instrumento; el valor del Sacramento no depende de la dignidad o de la santidad humanas; radica en la institución del Sacramento por Jesucristo y esto es lo que origina en el alma fiel una confianza ilimitada en la eficacia de esos auxilios divinos [Secura Ecclesia spem non posuit in homine... sed spem suam posuit in Christo, qui sic accepit formam servi ut non amitteret formam Dei. San Agustín, Ep. 89,5].

¿Quiere esto decir que debemos usar de esos medios sin disposición ninguna, que podemos acercarnos a ellos sin ninguna clase de preparación? Al contrario.- ¿Qué es, pues, lo que se requiere?- En primer lugar, una disposición general que guarda relación con la producción misma de la gracia: que quien recibe los Sacramentos no ponga obstáculos a su acción, a su operación, a su energía [non ponentibus obicem].-

Oponed un dique a las aguas de un torrente: las aguas se detienen; destruid el dique, quitad el obstáculo: al punto, libres las aguas, se precipitan e invaden la llanura. Lo mismo sucede con la gracia de los Sacramentos. En el Sacramento se halla todo lo necesario para obrar, pero se necesita también que la gracia no encuentre óbices en nosotros.-

¿Qué óbices?- Varían según el carácter de los signos y de la gracia que contienen. Así, no podemos recibir la gracia de ningún Sacramento si no consentimos en ella; el adulto a quien se confiere el Bautismo, no puede recibir la gracia si su voluntad se opone a la recepción del Sacramento; la falta de contrición es igualmente un obstáculo a la recepción de la gracia del Sacramento de la penitencia; y el pecado mortal constituye un obstáculo que nos impide recibir la gracia de la Eucaristía: quitad el obstáculo, y la gracia descenderá sobre vosotros en el instante en que recibáis el Sacramento.

Pero yo añadiría aún: ensanchad por la fe, la confianza y el amor la capacidad de vuestras almas, y la gracia descenderá más abundante sobre vosotros.- Porque si la gracia sacramental es sustancialmente la misma en todos los Sacramentos, varía en los grados, en la intensidad, según las disposiciones de los que la reciben después de haber suprimido los obstáculos, varía no en su entidad, sino en su fecundidad y en lo dilatado de su acción, según las disposiciones del alma receptora.

Abramos, pues, enteramente a la gracia divina las avenidas de nuestra alma; aportemos toda la caridad y toda la pureza posibles para que Cristo haga sobreabundar en nosotros su vida divina.

Porque Cristo, el Verbo encarnado, en cuanto Dios, es la causa eficiente primera y primordial de la gracia producida por los Sacramentos. -¿Cómo es esto?- Porque sólo puede producir la gracia aquel que es su autor y su fuente. Los Sacramentos, señales destinadas a transmitir esa gracia al alma, obran en calidad de instrumentos, son una causa de gracias, causa real eficiente, pero sólo instrumental.

Observad un artista en su taller. Trabaja y se vale del cincel para pulir el mármol y realizar el ideal que persigue su genio. Cuando la obra esté acabada, podremos decir con entera exactitud que su autor es el artista, pero el cincel ha sido el instrumento encargado de transmitir su idea a la materia. La obra es debida al cincel, pero al cincel guiado y vivificado por la mano del maestro, dirigida, a su vez, por el genio que ha concebido la obra ejecutada.

Lo mismo pasa con los Sacramentos: son signos que producen la gracia, no como causa principal -pues la gracia santificante brota sólo de Cristo como de su fuente única-, sino como instrumentos, en virtud del impulso que reciben de la humanidad de Cristo, unida al Verbo y llena de la vida divina [Sacramenta corporalia per propiam operationem quam exercent circa corpus quod tangunt, efficiunt operationem instrumentalem ex virtute divina circa animam; sicut aqua baptismi abluendo corpus secundum propriam virtutem, abluit animam in quantum est instrumentum virtutis divinæ; nam ex anima et corpore unum fit. Et hoc est quod Agustinus dicit quod «corpus tangit, et cor abluit».- Vis spiritualis est in sacramentis in quantum ordinantur a Deo ad effectum spiritualem. Santo Tomás, III, q.62, a.1, ad 2, y q.67, a.4, ad 1. +q.64, a.4].

Cristo mismo es quien bautiza y quien absuelve en la persona del sacerdote. «¿Pedro, bautiza?, dice San Agustín; es Cristo quien bautiza. ¿Judas, bautiza? Es Cristo quien bautiza» [Petrus baptizet, Christus baptizat; Iudas baptizet, Christus baptizat. Trat. sobre San Juan, VI]. El ministro, cualquiera que sea, obra en virtud de Cristo, El, aplica los méritos de Cristo, y da participación en las satisfacciones de Cristo, finalmente, la vida de Cristo es la que afluye a nuestras almas, conducida a través de esos canales. [Comentando estas palabras: Dominus baptizabat plures quam Ioannes, quamvis ipse non baptizaret, sed discipuli eius, escribe San Agustín: Ipse et non ipse; ipse potestate, illi ministerio, servitutem ad baptizandum illi admovebant, potestas baptizandi in Christo permanebat. Trat. sobre Jn V,1].

Toda la eficacia de los Sacramentos, para hacernos partícipes de la vida divina, emana, por tanto, de Cristo, el cual, por su vida y su sacrificio en la Cruz, nos mereció toda gracia e instituyó, por otra parte, esas señales para hacerla llegar a nosotros. ¡Oh, si tuviésemos fe, si comprendiésemos lo que son esos medios divinos -doblemente divinos: por su fuente primera y original y por la finalidad que persiguen-, con qué fervor y frecuencia utilizaríamos estos medios puestos generosamente a nuestra disposición por la bondad de nuestro Señor, en el transcurso de nuestra vida!

 

 

 

 

3. LOS SACRAMENTOS SE EXTIENDEN A TODA NUESTRA VIDA SOBRENATURAL; POR ESO, LA CONFIANZA ILIMITADA QUE DEBEMOS TENER EN ESTAS FUENTES AUTÉNTICAS

 

En efecto, lo que acaba de hacer resaltar aquí la admirable sabiduría del Verbo encarnado es que los Sacramentos envuelven toda nuestra vida en influencias santificadoras.

Santo Tomás [III, q.65, a.1] nos dice que hay una analogía entre la vida natural y la vida sobrenatural.- Nacemos a la vida sobrenatural por el Bautismo; esa vida debe robustecerse y eso se hace en la Confirmación; no se nace más que una vez, y sólo una vez se llega a la virilidad; por eso estos Sacramentos no se reiteran. Como el cuerpo, el alma necesita un alimento; ese alimento es la Eucaristía, que puede ser recibida todos los días; cuando caemos en el pecado, la Penitencia nos vuelve la gracia cuantas veces sea necesario, purificándonos de nuestras faltas. ¿Nos amenaza la enfermedad con la muerte? La Extremaunción será la que prepare nuestro paso a la eternidad, y a veces nos devolverá la salud del cuerpo, si tal es el designio de Dios. Todos estos Sacramentos, tan varios, crean, alimentan fortalecen, aseguran, reparan, hacen crecer y desarrollarse la vida divina en el alma de cada uno de nosotros.

Mas como el hombre no es un individuo aislado, sino miembro de una sociedad, el Sacramento del Matrimonio santifica la familia y bendice la propagación del género humano, mientras que el del Orden perpetúa, por el sacerdocio, el poder de la paternidad espiritual.

Todos estos sacramentos, sin excepción, confieren la gracia, es decir, comunican al alma o aumentan en ella la vida de Cristo: gracia santificante, virtudes infusas, dones del Espíritu Santo, todo ese admirable conjunto que con el nombre de estado de gracia hermosea la sustancia de nuestra alma y fecunda sobrenaturalmente sus facultades para hacerla semejante a Jesucristo y digna de las miradas del Padre Eterno.

En cada sacramento recibimos la gracia santificante o un aumento de la misma; pero esa gracia reviste en cada uno de ellos su modalidad propia, contiene energías especiales, produce particulares efectos, específicos y conformes con el fin para el cual fue instituido el Sacramento, según acabamos de indicar; y, como bien lo sabéis, el Bautismo, la Confirmación y el Orden imprimen en el alma algo así como un sello, un carácter indeleble: el carácter de cristiano, de soldado de Cristo, de sacerdote del Altísimo.

Lo que ante todo conviene retener de esta analogía (que por otra parte no debemos llevar hasta el último límite), es que el cristiano en las principales fases de su vida dispone de abundantes y adecuados medios de santificación y que Cristo ha proveído a todas nuestras necesidades sobrenaturales. En cualquiera etapa algo importante de nuestra existencia, la gracia está allí bajo una forma particular de oportunidad bienhechora, Jesucristo nos acompaña durante toda nuestra peregrinación por la tierra; permanece a nuestro lado durante «toda la campaña».

Tengamos, pues, fe, una fe viva, práctica, en todos esos medios de santificación. Jesucristo ha querido y merecido que su eficacia sea soberana, su excelencia trascendente, su fecundidad inagotable: son señales henchidas de vida divina. Cristo ha querido amontonar en ellos todos sus méritos y satisfacciones para comunicárnoslo a nosotros: nada puede ni debe reemplazarlos; son necesarios para la salud en la economía actual de la Redención. [Hay que añadir que esta necesidad no es igual con respecto a todos los Sacramentos; así, el Bautismo es absolutamente necesario para todos; pero no sucede lo mismo con el Orden y el Matrimonio, en cuanto se refieren a los hombres tomados individualmente].

Es menester repetirlo, pues la experiencia enseña que a la larga, aun en las almas que buscan a Dios, se echa de menos la estimación práctica de estos medios de salvación. Los Sacramentos son, así lo enseña la Iglesia, los canales oficiales auténticos, creados por Cristo para hacernos llegar hasta su Padre. Es injuriarle no apreciar su valor, su riqueza, su fecundidad; por el contrario, se le glorifica cuando acudimos a esos tesoros adquiridos por sus méritos; de esa manera reconocemos que todo nos viene de El, y eso es rendirle un homenaje que le agrada sobremanera.

Hay almas que no tienen en esas señales sagradas más que una fe muy limitada; que prácticamente no las utilizan sino con demasiada parsimonia; que no estiman debidamente la gracia producida en ellas por los Sacramentos; que se preparan con poca diligencia y prefieren acudir a medios extraordinarios.- Cierto, lo dije arriba, Jesucristo es siempre dueño absoluto de sus dones los distribuye cuando y a quien le place; vemos en los Santos las maravillas de su generosidad divina, desde los carismas que ilustraban la vida de los primeros cristianos, hasta los favores inauditos que aun hoy en día abundan en las almas [mirabilis Deus in sanctis suis]. Pero en esta materia, Cristo nada ha prometido, ni ha señalado esos medios como la vía regular de la salvación ni de la santidad.

En cambio, ha instituido los Sacramentos, con sus energías particulares y su virtud eficaz, y por tanto, esos Sacramentos constituyen, en su armoniosa variedad, un conjunto de medios de salvación singularmente seguros, aquí no hay ilusión posible, y bien sabemos cuán peligrosas son en materia de piedad y de santidad las ilusiones fomentadas por el demonio. Dios quiere nuestra santificación. «Esta es la voluntad de Dios: que os santifiquéis» (1Tes 4,3). Cristo lo repite: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48); en estas palabras no se trata únicamente de la salvación, sino de la perfección, de la santidad.-

Pues bien, nuestro Señor, al comunicarnos la gracia necesaria para adquirir esa santidad normalmente, no se sirve de medios extraordinarios como son los arrobamientos los éxtasis... sino de los Sacramentos, y basta que lo haya querido así para que nuestras almas, avidas de santidad, se abandonen a esa voluntad con toda fe, con entera confianza. Ahí se encuentran las verdaderas fuentes de vida y de santificación, fuentes suficientes y abundantes, en vano iríamos a buscarlas a otra parte «abandonaríamos, según la enérgica palabra de la Escritura, las fuentes de las aguas vivas, para cavarnos cisternas porosas que no pueden retener el agua» (Jer 2,13).

Toda nuestra actividad espiritual debería tener por única razón de ser, por fin único hacernos capaces de sacar cada vez con más abundancia, con más fe y más pureza, el agua de esas fuentes divinas; conseguir que fructifique con más facilidad y libertad, con más vigor, la gracia pro pia de cada sacramento.

¡Ah, venid con alegría a esas aguas de salvación!: «Sacaréis con gozo las aguas» (Is 12,3); acudid a esas aguas saludables, acrecentad por el arrepentimiento, la humildad la confianza, y sobre todo por el amor, la capacidad de vuestras almas, a fin de que la acción del sacramento se haga más profunda, más vasta, más duradera. Renovamos nuestra fe en las riquezas de Cristo cada vez que nos acercamos a ellas; esta fe impide que la rutina se infiltre en el alma que frecuenta esas fuentes. Sacad, sobre todo, frecuentemente las aguas de la fuente eucarística, el sacramento de vida por excelencia. Estas son las fuentes que el Salvador hizo brotar por sus méritos infinitos del pie de la Cruz, o mejor, del fondo de su Corazón sacratísimo.

Comentando el texto del Evangelio sobre la muerte de Cristo: «Un soldado abrió su costado con la lanza» (Jn 19,34), escribe San Agustín estas palabras admirables: «El Evangelista se sirvió de una palabra escogida de intento; no dice, al hablar de la lanzada que el soldado dio a Cristo en la cruz, hirió su costado -u otra cosa semejante-, sino abrió su costado, para darnos a entender que de esta manera nos abría la puerta de la vida por donde salieron los sacramentos sin los cuales no podemos conseguir la vida verdadera» (Trat. sobre San Juan, 120). Todas estas fuentes brotan de la Cruz, del amor de Cristo; todas ellas nos aplican los frutos de la muerte del Salvador, en virtud de la Sangre de Jesús.

Por tanto, si queremos vivir cristianamente, si buscamos la perfección, si suspiramos por la santidad, acudamos a ellas con alegría, porque son fuentes de vida en la tierra, que se trocará en gloria más tarde en el cielo. «El que tenga sed, que venga a Mí y beba (Jn 7,38), porque el que bebe el agua que yo le doy, jamás tendrá sed». «El agua que yo le dé será en él una fuente copiosa que le hará vivir para la vida eterna» (+ib. 4,13). «Venid, amados míos, parece decirnos el Salvador, embriagaos, carísimos» (Cant 5,1), bebed de esas fuentes, por las cuales, bajo el velo de la fe, os comunico yo aqui abajo mi propia vida, hasta el día en que, habiendo desaparecido todos los símbolos, os embriague yo mismo con el torrente de mi bienaventuranza en la eterna claridad de mi luz: «En tu luz veremos la luz... y les abrevarás en el torrente de tus delicias» (Sal 35, 9-10).

 

 

 

 

4. PODER SANTIFICADOR DE LA HUMANIDAD DE JESÚS POR LA ORACIÓN Y VIRTUDES TEOLOGALES.

 

Las riquezas de la gracia que Cristo nos comunica son tan grandes -San Pablo las llama insondables (Ef 3,8)-, que los sacramentos no las agotan totalmente.

 

***+++Además de los Sacramentos, Cristo, tiene otro medio para obrar en nosotros. ¿Cuál? -Nuestro contacto con El por medio de la fe, esperanza y caridad.

Leamos, para comprender esto, una escena que trae San Lucas: En una de sus expediciones apostólicas, nuestro divino Salvador se ve rodeado y estrujado por las turbas. Una mujer enferma desea la curación; se acerca a El, y llena de confianza, toca la orla de su vestido. Nuestro Señor pregunta a los que le rodean: «¿Quién me ha tocado?» -Pedro responde: «Señor, por todas partes te oprimen, y preguntas ¿quién me ha tocado?» -Jesús insiste: «Alguien me ha tocado, porque he sentido que un poder ha salido de Mí». -Efectivamente, en aquel instante la mujer había quedado sana y había curado, a causa de su fe por la oración de deseo: «Tu fe te ha salvado» (Lc 8, 40-48).

Algo análogo pasa con nosotros. Cada vez que, fuera de los Sacramentos, nos acerquemos a Cristo, saldrá de El una fuerza, una virtud divina y penetrará en nuestras almas, para iluminarlas, para auxiliarlas.

El medio para acercarse a Cristo lo conocéis bien: es la fe orada. Por la fe en la oración tocamos a Cristo, y a su contacto divino, nuestra alma se transforma poco a poco.

Como os decía Cristo ha venido a nosotros para darnos parte en sus riquezas, en la perfección entera de sus virtudes, porque todo lo que El tiene nos pertenece; todo es nuestro. Cada una de las acciones de nuestro Salvador es para nosotros, no sólo un modelo, sino una fuente de gracia; por las virtudes que practicó, nos mereció la gracia de poder ejercitarlas también nosotros, y cada uno de sus misterios contiene lma gracia especial de la que El quiere que participemos con toda verdad.

Cierto que los que vivieron con Cristo en Judea y tuvieron fe en El recibieron una parte copiosa de esas gracias que merecía para todos los hombres. Esto lo vemos continuamente en el Evangelio.

Cristo no sólo tenía, como ya os he mostrado, el poder de curar las enfermedades corporales, sino también el de santificar las almas. Ved, por ejemplo, cómo santificó a la Samaritana, quien, después de haber platicado con El, creyó que era el Mesías. Ved cómo purificó a la Magdalena, la cual, viendo en El al profeta, al enviado de Dios, vino a derramar sus perfumes sobre sus sagrados pies. El contacto con el Hijo de Dios es para las almas que tienen fe en El una fuente de vida (Lc 8, 40-48). Fijaos cómo, durante su Pasión, con una sola mirada, da a Pedro, que le había negado, la gracia del arrepentimiento; fijaos en el Buen Ladrón: a la hora de su muerte reconoce en Jesús al Hijo de Dios, puesto que le pide un lugar en su reino, y al punto el Salvador, pronto a expirar, le concede el perdón de sus crimenes: «Hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso».

Todo esto lo sabemos, y estamos de ello tan convencidos, que exclamamos a veces: «¡Oh, si me hubiera sido dado vivir con nuestro Señor en Judea, seguirle como los Apóstoles, llegarme a El durante su vida y estar presente a su muerte, entonces seguramente hubiera sido santo!»

Sin embargo, escuchad lo que dice Jesús: «Bienaventurados los que no me vieron y creyeron» (Jn 20,29). ¿No es esto decirnos que el contacto con El a través de la fe únicamente es más eficaz todavía y más provechoso para nosotros? -Creamos, pues, esta afirmación de nuestro divino Maestro; sus palabras son «espíritu y vida» (ib. 6,64). Persuadámonos de que el poder y la virtud de su santa humanidad son para nosotros idénticos que para sus contemporáneos, porque Cristo vive siempre: «Cristo existió ayer y hoy y también vivirá para siempre» (Heb 13,8).

Nunca os repetiría bastante cuán grande es el provecho que reportará a vuestras almas el permanecer unidas al Señor por el contacto de la fe en la oración personal.- Sabéis que los israelitas durante su peregrinación por el desierto murmuraron contra Moisés, para castigarlos, Dios les envió serpientes cuyas mordeduras les hacían padecer mucho. Movido después por el arrepentimiento del pueblo, ordenó a Moisés que erigiese una serpiente de bronce, a cuya sola vista los hijos de Israel curaban de sus llagas (Núm 21,9).-

Pues bien; según la interpretación misma de nuestro Señor (Jn 3,14), esa serpiente de bronce era la figura de Cristo levantado en Cruz, y El mismo dijo: «Cuando yo fuere levantado de la tierra, todo lo arrastraré hacia Mí» (Jn 12,32). Cristo se ha convertido en fuente de toda luz y de toda fuerza para nosotros, por habernos merecido la gracia, mediante el sacrificio de la Cruz.- De aquí que la mirada humilde y amorosa del alma sobre la santa humanidad de Jesús sea tan fecunda y eficaz. Nunca pensaremos bastante en el poder de santificación que posee la humanidad de Cristo, aun fuera de los sacramentos.

El medio de ponernos en contacto con Cristo es la fe en su divinidad, en su omnipotencia, en el valor infinito de sus satisfacciones, en la eficacia inagotable de sus méritos, cultivada en la oración personal y litúrgica.- En uno de sus sermones al pueblo de Hipona, se pregunta San Agustín cómo podremos tocar a Cristo una vez que ha subido al Cielo, y responde: «Por la fe toca a Cristo quien cree en El», y el Santo Doctor recuerda la fe de aquella mujer que tocó al Señor para obtener su curación. Hay, añade, muchos hombres carnales que no ven en Jesús más que un hombre, no adivinan la divinidad velada por su humanidad, no saben tocar porque su fe no es lo que debiera ser. ¿Queréis tocar con fruto a Jesucristo?

-Creed en la divinidad, que, como Verbo, comparte desde toda la eternidad con el Padre [In cælo sedentem, quis mortalium potest tangere?... Sed ille tactus fidem significat; tangit Christum qui credit in Christum... Fide tetigit, et sanitas subsecuta est... Vis bene tangere? Intellige Christum ubi est Patri coæternus, et tetigisti. Sermón CCXLIII, c. 2. +Sermones LXII, 3, y CCXLV, 3; In Jn XXVI, 3]. Creer, pues, en su divinidad es el medio que nos pone en contacto con Cristo, fuente de toda gracia y de toda vida. Cuando leemos el Evangelio y repasamos en nuestro espíritu las palabras y las acciones del Señor; cuando en la oración y en la meditación contemplamos sus virtudes, y, sobre todo, cuando nos asociamos con la Iglesia en la celebración de sus misterios, como os mostraré más adelante; cuando nos unimos a El en cada una de nuestras acciones, ora comamos, ora trabajemos, ora hagamos cualquier cosa honesta, en unión con las acciones semejantes que El mismo realizó viviendo en la tierra; cuando hacemos todo esto con fe y amor, con humildad y confianza, sale de Cristo una fuerza, un poder, una virtud divina, para iluminarnos, para ayudarnos a eliminar los obstáculos que se oponen a su acción en nosotros, para producir la gracia en nuestras almas.

Podrías decirme: «Yo no siento nada de eso.»- No es necesario sentirlo, nuestro Señor mismo decía que su reino en las almas no cae bajo la experiencia de los sentidos (+Lc 17,20 y sig.). La vida sobrenatural no es cuestión de sentimentalismo.

Si Dios nos hace sentir la suavidad de su servicio hasta en las facultades sensibles, debemos agradecérselo y servirnos de ese don inferior como de una escala para subir más arriba, como de un medio para aumentar nuestra fidelidad, pero no apegarnos a él, y, sobre todo, no fundar nuestra vida interior en esa devoción sensible; esa base sería, en efecto, muy inestable. Tanto podemos estar en el error creyendo que hacemos grandes progresos en la vía de la perfección porque nuestra devoción sensible es muy intensa, como si nos imaginamos que no hacemos ningún progreso, porque el alma está en la mayor aridez espiritual.

¿Cuál es, pues, la verdadera base de nuestra vida sobrenatural?- Es la fe y la fe es una virtud que se ejercita con las facultades superiores, inteligencia y voluntad.- Y bien: ¿qué nos dice la fe? -Que Jesús es Dios al mismo tiempo que Hombre, que su humanidad es la humanidad de un Dios, la humanidad del ser que es la infinita sabiduría, el amor mismo y la misma omnipotencia.- ¿Cómo dudar, pues, de que cuando nos acercamos a El, aunque sea fuera de los sacramentos, por la fe, con humildad y confianza sale de El un poder divino que nos ilumina, nos fortalece, nos ayuda y nos auxilia? -Nadie se acercó jamás a Cristo con fe sin haber recibido los rayos bienhechores que brotan sin cesar de ese foco de luz y de calor (Lc 6,19).

Jesucristo, que vive siempre (Heb 7,25), y cuya humanidad permanece indisolublemente unida al Verbo divino, es de este modo para nosotros -en la medida de nuestra fe y de la decisión con que nos propongamos imitarle- una luz y una fuente de vida, y si somos fieles en contemplarle de este modo, imprimirá poco a poco en nuestra alma su imagen, revelándose a ella más íntimamente y haciéndonos compartir los sentimientos de su divino Corazón y dándonos la fortaleza necesaria para acordar nuestra conducta con estos sentimientos. [Aquí la palabra sentimiento tiene su acepción espiritual de afecto de la voluntad].

«Y veo yo claro y he visto después, decía Santa Teresa, que para agradar a Dios y que nos haga grandes mercedes quiere sea por manos de esta Humanidad Sacratísima, en quien dijo su Majestad se deleita. Muy muchas veces lo he visto por experiencia; hámelo dicho el Señor. He visto claro que por esa puerta hemos de entrar si queremos nos muestre la soberana Majestad grandes secretos... Por aquí va seguro»(Vida, cap.22).

Así comprendemos la verdad de aquellas palabras de Jesús: «Mi Padre es el viñador celestial; yo soy la vid, vosotros los sarmientos, quien permanece en Mí, y Yo en él, da mucho fruto» (Jn 15,5). Según la hermosa advertencia de San Agustín, Cristo es la vid como Hombre; como Dios, siendo una misma cosa con su Padre, es el viñador que trabaja, no exteriormente como los viñadores de la tierra, sino en la intimidad del alma, para procurarle el acrecentamiento de la gracia y de la vida: porque, añade el gran Doctor siguiendo a San Pablo: el que planta no es nada, lo mismo que el que riega, sino solamente Dios, que da el incremento (Trat. sobre San Juan, 80). La savia de la gracia sube de la vid, que es Jesús, a los sarmientos, que son nuestras almas. Con la condición de que perrnanezcamos unidos a la vid. ¿Cómo?

Por los Sacramentos, sobre todo por el de la Eucaristía, que es el sacramento propio de la unión: «El que come mi carne y bebe mi sangre, mora en Mí y Yo en él» (Jn 7,57).- Después por la fe, San Pablo nos dice: «Os sea concedido el que Cristo habite por la fe en vuestros corazones» (Ef 3,17). Mediante la fe vivificada por el amor, es decir, la fe perfecta que acompaña al estado de gracia, Cristo habita en nosotros, y cada vez que nos ponemos en contacto con Jesús por esta fe, Cristo ejerce sobre nosotros su poder santificador [Christus per fidem habitat in cordibus vestris. Ef 3,17].

Mas para esto es necesario que apartemos los obstáculos que podrían oponerse a su acción: el pecado, las imperfecciones plenamente voluntarias, el asimiento a la criatura y a nosotros mismos, que tengamos un ardiente deseo de parecernos a El; que nuestra fe sea viva y práctica; una fe viva, es decir, inquebrantable, en los tesoros infinitos de la santidad contenidos en Cristo, que lo es todo para nosotros; una fe práctica, vigilante, que nos arroje a los pies de Jesús, para cumplir cuanto pida de nosotros para la gloria de su Padre. Entonces, como dice el Concilio Tridentino, «Cristo ejerce constantemente en nosotros su virtud santificadora como la cabeza la ejerce sobre los miembros, como la vid la ejerce sobre los sarmientos, porque esa virtud saludable no cesa de preceder, de acompañar y de seguir a nuestras buenas acciones» (Concil. Trid., 6, c. 16).

Por esta gracia de Cristo llegamos a ser santos, agradables a su Padre, de suerte que por El se tributa toda gloria al Padre. Porque el Padre ama a su Hijo y por ese amor le ha constituido jefe del reino de los elegidos y lo ha puesto todo en sus manos (Jn 3,35).

NOTA.- He aquí una página de Santo Tomás (q.27 De veritate a.4) que resume muy bien la doctrina expuesta en esta conferencia: La naturaleza humana de nuestro Señor es el órgano de la divinidad; por esto comunicaba a sus operaciones virtualidad divina. Así, cuando Cristo cura al leproso tocándole, ese contacto causaba instrumentalmente la salud. Pues bien, esa eficacia instrumental que la humanidad de Cristo tenía para producir efectos corporales, ejercíala también en el orden espiritual; su sangre, derramada por nosotros, tiene una virtud santificadora para lavar los pecados; la humanidad de Jesús es, pues la causa instrumental de la justificación, y esta justificación se nos aplica espiritualmente por la fe, y corporalmente por los sacramentos porque la humanidad de Cristo es espíritu y cuerpo; de este modo recibimos en nosotros el efecto de la santificación, que está en Cristo. Por eso el más perfecto de los sacramentos es el que contiene realmente el cuerpo de nuestro Señor, es decir, la Eucaristía, fin y consumación de los demás. En cuanto a los demás sacramentos, reciben algo de esa virtud por la cual la Humanidad de Cristo es el instrumento de la justificación; de suerte que, «el cristiano santificado por el Bautismo es también santificado por la Sangre de Jesucristo. Por tanto, la Pasión del Salvador opera en los sacramentos de la nueva ley, y éstos concurren como instrumentos a la producción de la gracia». ***+++

 

(El único medio que, según san Juan de la Cruz, nos une y transforma en Trinidad son las virtudes sobrenaturales de la fe, esperanza y caridad, que el Espíritu Santo purifica por la noches pasivas del espíritu, para que nos una directamente con Dios: es mi tesis doctoral, ver su conclusiones)

3.- JESUCRISTO, AUTOR DE NUESTRA REDENCIÓN Y TESORO INFINITO DE GRACIAS PARA NOSOTROS

(Causa satisfactoria y meritoria)

 

1.-CRISTO NOS MERECIÓ LA GRACIA DE LA FILIACIÓN DIVINA

 

La imitación de Jesucristo, en su ser de gracia y en sus virtudes, constituye la sustancia de nuestra santidad; esto es lo que he tratado de haceros ver en la anterior conferencia. Para que conozcáis mejor a Aquel a quien debemos imitar, he tratado de presentar a vuestras almas el divino modelo, Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre. La contemplación de nuestro Señor, tan adorable en su persona, tan admirable en su vida y en sus obras, habrá sin duda encendido en vuestros corazones un deseo ardiente de asemejaros a El y de uniros a su sacratísima persona.

¿Puede acaso la criatura tener la pretensión de reproducir los rasgos del Verbo encarnado y participar de su vida?; ¿puede encontrar la fuerza necesaria para seguir ese camino único que lleva al Padre? -Sí, la Revelación nos dice que esa fuerza se halla en la gracia que nos merecieron las satisfacciones de Cristo.

Nuestro Dios lo hace todo con sabiduría; más aún, es la sabiduría infinita. Siendo su pensamiento eterno hacernos conformes a la imagen de su Hijo, debemos estar ciertos que, con el fin de conseguir ese objeto, ha establecido medios de absoluta eficacia, y no solamente podemos aspirar a la realización del ideal divino en nosotros, sino que el mismo Dios nos invita a ello: «Nos predestinó para que fuéramos imagen de su Hijo» (Rm 8,29); quiere que reproduzcamos «en nosotros los rasgos de su Hijo muy amado» aunque no podamos hacerlo sino de una manera limitada. Desear reproducir ese ideal no es ni orgullo ni presunción, sino una respuesta al deseo del mismo Dios: «escuchadle» (Mt 17,5). Basta únicamente con que utilicemos los medios por El establecidos.

Cristo, según hemos visto, no es sólo el ejemplar único y universal de toda perfección; es también, como acabo de insinuar, la causa satisfactoria y meritoria, la causa eficiente de nuestra santificación. Cristo es para nosotros fuente de gracia, porque habiendo pagado todas nuestras deudas, a la divina justicia, por su vida, su Pasión y su muerte, ha conquistado el derecho de distribuir toda gracia. Causa satisfactoria y meritoria.

Examinemos ahora tan consoladora verdad, y en otra conferencia veremos cómo Jesucristo es la causa eficiente de nuestra santidad

1. IMPOSIBILIDAD PARA EL HUMANO LINAJE, DESCENDIENTE DE ADÁN PECADOR, DE RECONQUISTAR LA HERENCIA ETERNA; SÓLO UN DIOS HECHO HOMBRE PUEDE DAR UNA SATISFACCIÓN PLENA Y SUFICIENTE

 

¿Qué se ha de entender cuando decimos que Cristo es la causa satisfactoria y meritoria de nuestra salud y de nuestra santificación?

Como ya sabéis, Dios, al crear al primer hombre, le constituyó en justicia y en gracia; le hizo su hijo y su heredero. Pero el plan divino fue trastornado por el pecado. Adán, constituido jefe de su raza, prevaricó; en un solo instante perdió para sí y para sus descendientes todo derecho a la vida y a la herencia divinas, todos los hijos de Adán, cautivos del demonio desde entonces (Hch 26,18; Jn 12,31; Col 1,14), corrieron su misma suerte, por eso nacen, según dice San Pablo «enemigos de Dios» (Rm 5,10; 11,28), «objeto de cólera» (1Tes 1,10; Rm 2,5,8; Ef 2,3), y, por tanto, excluidos de la bienaventuranza eterna (Rm 2,2; 5, 15-18).

¿No habrá, entre los hijos de Adán, alguien capaz de rescatar a sus hermanos y levantar esa maldición que pesa sobre todos ellos? Nadie -porque todos pecaron en Adán-; nadie podrá dar una satisfacción adecuada ni por sí ni por los demás.

El pecado es una injuria a Dios, injuria que debe ser expiada y siendo una simple criatura el hombre, es de suyo incapaz de saldar dignamente la deuda contraída con la majestad divina por una falta cuya malicia es infinita

La satisfacción, para que sea adecuada, debe ser ofrecida por una persona de dignidad equivalente a la de la persona ofendida. La gravedad de una injuria se mide por la dignidad de la persona ofendida; la misma injuria, hecha a un príncipe, reviste, a causa de su categoría, una gravedad mayor que si se hiciese a un villano [Peccatum contra Deum commissum infinitatem habet ex infinitæ divinæ maiestatis; tanto enim offensa est maior quanto maior est ille in quem delinquitur. Santo Tomás, III, q.1, a.2, ad 2; +I-II, q.87, a.4]. Para la satisfacción, sucede cabalmente lo contrario. La grandeza de una reparación se regula, no según la dignidad de aquel que la recibe, sino del que la da. Al mismo rey rinden vasallaje un villano y un príncipe; es evidente que el vasallaje del príncipe es más de estimar que el del villano. Ahora bien; entre nosotros y Dios hay una distancia infinita.- ¿Tendrá el género humano que arrojarse en brazos de la desesperación? El ultraje hecho a Dios, ¿no podrá ser reparado?, ¿no entrará jamás el hombre en posesión de los bienes eternos?- Sólo Dios podía dar una solución a este angustioso problema.

Ya sabéis cuál fue la respuesta de Dios, la solución llena de misericordia, y a la vez de justicia, que nos deparó. En sus designios insondables, decretó que el rescate del género humano no se realizaría sino mediante una satisfacción igual a los derechos de su justicia infinita, y que esta satisfacción había de ser dada por el cruento sacrificio de una víctima que sustituyese libremente, voluntariamente, a todo el género humano. ¿Cuál será esa víctima?, ¿quién será ese salvador? «¿Eres Tú quien has de venir?» (Mt 11,3).

Dios lo prometió después de la culpa, pero miles de años se pasan antes de su venida miles de años durante los cuales el género humano eleva sus brazos desde el fondo de un abismo insondable, de donde no puede levantarse; miles de años durante los cuales acumula sacrificios sobre sacrificios, holocaustos sobre holocaustos, para sacudir su servidumbre.

Pero «cuando llega la plenitud de los tiempos», Dios envía el Salvador prometido, el Salvador que debe rescatar la creación, destruir el pecado y reconciliar a los hombres con Dios. -¿Quién es?- El Hijo de Dios hecho hombre. Hombre, salido del linaje de Adán, podrá sustituir voluntariamente a todos sus hermanos y hacerse, por decirlo así, solidario de su pecado; aceptando libremente padecer y expiar en su carne pasible, será capaz de merecer.- Siendo Dios, su mérito tendrá un valor infinito, la satisfacción será adecuada, la reparación completa.

Dice s. Tomás que no satisfacciónadecuada, si no existe una operación plenamente infinita en su valor; es decir, una operación que Dios sólo puede realizar (III, q.1, a.2, ad 2). Así como el orden de la justicia pide que la pena responda a la falta, del mismo modo, añade el Doctor Angélico, es natural que aquel que ha cometido el pecado satisfaga por el pecado, y he aquí por qué ha sido preciso tomar de la naturaleza corrompida por la falta lo que debía ofrecerse en satisfacción por toda esta naturaleza(ib.q.4.ad 6).

Tal es la solución que Dios mismo nos brinda. Pudiera haber escogido otras, pero ésta es la que plugo a su sabiduría, a su poder y a su bondad. Esta es la que debemos contemplar y alabar, porque esta solución es admirable. «La humanidad de Cristo, dice San Gregorio, le permitía morir y satisfacer por los hombres, su divinidad le daba el poder de conferirnos la gracia que santifica» [Moralia, 27, c.30, n.46]; la muerte había salido de una naturaleza humana manchada por el pecado; de una naturaleza humana unida a Dios debía también brotar la fuente de la gracia y de la vida [Ut unde mors oriebatur inde vita resurgeret. Pref. del Tiempo de Pasión].

 

 

 

2. JESÚS SALVADOR; VALOR INFINITO DE TODOS LOS ACTOS DEL VERBO ENCARNADO. SIN EMBARGO DE ELLO, DE HECHO, LA REDENCIÓN NO SE OPERA SINO POR EL SACRIFICIO DE LA CRUZ.

«Cuando vino la plenitud de los tiempos, fijados por los decretos celestiales -leemos en San Pablo-, Dios envió a su Hijo, formado de una mujer, para libertarnos del pecado y conferirnos la adopción de hijos» (Gál 4, 4-5). Rescatar al género humano del pecado y devolverle por la gracia la adopción divina, tal es, en efecto, la misión principal del Verbo encarnado, la obra que Cristo venía a realizar en la tierra.

Su nombre, el nombre de Jesús, que Dios mismo le impone, no está exento de significado y simbolismo: «Jesús no lleva un nombre vacío o inadecuado» [Iesus nomen vanum aut inane non portat. San Bernardo, Serm. 1 de Circumcis.]. Este nombre significa su misión específica como Salvador y señala su cometido: la redención del mundo: «Le darás el nombre de Jesús, dice el ángel enviado a San José, porque El es quien salvará al pueblo de sus pecados» (Mt 1,21).

Mas ya llega. Contemplémosle en este instante solemne, único en la historia del género humano. ¿Qué dice? ¿Qué hace?: «Entrando en el mundo dijo a su Padre: No has querido ni sacrificio ni oblación, sino que me has formado un cuerpo; no te has complacido en los holocaustos ni en los sacrificios por el pecado que te ofrecían los hombres; entonces dije: "Heme aquí" (Heb 10, 5-7; +Sal 39, 7-8). Estas palabras, tomadas de San Pablo nos revelan el primer latido del corazón de Cristo, en el momento de su Encarnación.- Y realizado este acto inicial de oblación completa, Cristo «se lanza como un gigante para recorrer el camino que se abre ante El» (Sal 18,6).

Gigante, porque es un Hombre-Dios; y todas sus acciones, todas sus obras, son de un Dios, y por consiguiente dignas de Dios, a quien se las ofrece en homenaje. Según el modo de hablar de la filosofía, «los actos pertenecen a la persona» [actiones sunt suppositorum]. Las diversas acciones que nosotros realizamos tienen su fuente en la naturaleza humana y en las facultades inherentes a esa naturaleza; pero en última instancia las atribuimos a la persona que posee esa naturaleza y usa de esas facultades. Así, pienso con la inteligencia, veo por los ojos, oigo por los oídos; oír, ver y pensar son acciones de la naturaleza humana, pero en definitiva las referimos a la persona; es el yo, el que oye, ve y piensa; aunque cada una de esas acciones emane de una facultad diferente, todas recaen en la misma y única persona que posee la naturaleza dotada de tales facultades.

Pues bien; en Jesucristo, la naturaleza humana, perfecta e íntegra en sí misma, está unida a la persona del Verbo, del Hijo de Dios. Muchas acciones en Cristo no pueden ser realizadas sino en la naturaleza humana: si trabaja, si anda, si duerme, si come, si enseña, si padece, si muere, es en su humanidad, en su naturaleza humana; pero todas esas acciones pertenecen a la persona divina con quien la naturaleza humana está unida. Es una persona divina la que hace y opera por la naturaleza humana.

Resulta, pues, que todas las acciones ejecutadas por la humanidad de Jesucristo, por máximas, por ordinarias, por sencillas, por limitadas que sean en su realidad física y en su dimensión temporal se atribuyen a la persona divina con quien esa humanidad está unida; son acciones de un Dios [la Teología las llama theándricas, de dos palabras griegas que significan Dios y Hombre], y a causa de este título poseen una belleza y un brillo trascendentes; adquieren, desde el punto de vista moral, un precio inestimable, un valor infinito; una eficacia inagotable. El valor moral de las acciones humanas de Cristo se mide por la dignidad infinita de la persona divina, en quien subsiste y obra la naturaleza humana.

Y si tratándose de las acciones más insignificantes de Cristo esto resulta verdadero, ¿cuánto más no lo será tratándose de aquellas que constituyen propiamente su misión terrena, o se refieren a ella, como es el sustituirnos voluntariamente en calidad de víctima inmaculada, para pagar nuestra deuda y devolvernos por su expiación y satisfacciones la vida divina?

Porque ésa es la misión que debe realizar, el camino que debe recorrer. «Dios puso sobre El», hombre como nosotros, de la raza de Adán y al mismo tiempo justo, inocente y sin pecado, «la iniquidad de todos nosotros» (Is 1,3,6). Porque se hizo en cierto modo solidario de nuestra naturaleza y de nuestro pecado, nos ha merecido el hacernos a su vez solidarios de su justicia y de su santidad. Dios, según la expresión enérgica de San Pablo, «destruyó al pecado en la carne, enviando por el pecado a su propio Hijo, en una carne semejante a la del pecado» (Rm 8,3); y añade con una energía aun más acentuada: «Dios hizo pecado por nosotros a Cristo, que no conocía el pecado» (2Cor 5,21). ¡Qué valentía en esta expresión!: «hizo pecado», el Apóstol no dice «pecador», sino «pecado».

Cristo, por su parte, aceptó tomar sobre sí todos nuestros pecados, hasta el punto de llegar a ser sobre la Cruz, en cierto modo, el pecado universal, el pecado viviente. Púsose voluntariamente en lugar nuestro, y por eso será herido de muerte; su sangre será nuestro rescate (Hch 20,28).

El género humano quedará libre, «no con oro o con plata, que son cosas perecederas, sino por una sangre preciosa, la del Cordero inmaculado y sin tacha, la sangre de Cristo, que ha sido designado desde antes de la creación del mundo» (1Ped 1, 18-20).

¡Oh!, no lo olvidemos, «hemos sido rescatados a gran precio» (1Cor 6,20). Cristo derramó por nosotros hasta la última gota de su sangre. Es verdad que una sola gota de esa sangre divina hubiera bastado para redimirnos; el menor padecimiento, la más ligera humillación de Cristo, un solo deseo salido de su corazón, hubiera sido suficiente para satisfacer por todos los pecados, por todos los crímenes que se pudieran cometer; porque siendo Cristo una persona divina, cada una de sus acciones constituye una satisfacción de valor infinito.-

Pero «para hacer brillar más y más a los ojos del mundo el amor inmenso que su Hijo le profesa», «para que conozca el mundo que amo al Padre» (Jn 14,31), y «la caridad inefable de ese mismo Hijo para con nosotros» «ningún amor supera a este amor» (ib.15,13); para hacernos palpar por modo más vivo y sensible cuán infinita es la santidad divina y cuán profunda la malicia del pecado, y por otras razones que no podemos vislumbrar [sacramentum absconditum. Ef 1,9; 3,3; Col 1,26], el Padre Eterno reclamó como expiación de los crímenes del género humano todos los padecimientos, la pasión y muerte de su divino Hijo; de manera que la satisfacción no quedó completa sino cuando desde lo alto de la cruz, Jesús, con voz moribunda, pronunció el «Todo está acabado».

Sólo entonces su misión personal de redención en la tierra quedó cumplida y su obra salvadora totalmente acabada.

 

 

 

3. CRISTO MERECE, NO SOLAMENTE PARA SÍ, SINO PARA NOSOTROS. ESTE MÉRITO TIENE SU FUNDAMENTO EN LA GRACIA DE CRISTO, CONSTITUIDO CABEZA DEL GENERO HUMANO; EN LA LIBERTAD SOBERANA Y EL AMOR INEFABLE CON QUE CRISTO ARROSTRÓ SU PASIÓN POR TODOS LOS HOMBRES

 

Por estas satisfacciones, así como por todos los actos de su vida, Cristo nos mereció toda gracia de perdón, de salvación y de santificación. Porque ¿en qué consiste el mérito?- En un derecho a la recompensa. [Hablamos del mérito propiamente dicho, de un derecho estricto y riguroso que en Teología se llama mérito de condigno]. Cuando decimos que las obras de Cristo son meritorias para nosotros, queremos indicar que por ellas Cristo tiene derecho a que nos sean dadas la vida eterna y todas las gracias que conducen a ella o a ella se refieren. Es lo que nos dice San Pablo: «Somos justificados, es decir, devueltos a la justicia a los ojos de Dios, no ya por nuestras propias obras, sino gratuitamente, por un don gratuito de Dios, es decir, por la gracia, que se nos concede en virtud de la redención obrada por Jesucristo» (Rm 3,24). El Apóstol nos da a entender con esto que la Pasión de Jesús, que corona todas las obras de su vida terrena, es la fuente de donde mana para nosotros la vida eterna: Cristo es la causa meritoria de nuestra santificación.

Pero ¿cuál es la razón profunda de ese mérito? -Porque todo mérito es personal. Cuando estamos en estado de gracia, podemos merecer para nosotros un aumento de esa gracia; pero tal mérito se limita a nuestra persona. Para los otros, no podemos merecerla; a lo más, podemos implorarla y solicitarla de Dios. ¿Cómo, pues, puede Jesucristo merecer por nosotros? ¿Cuál es la razón fundamental por la que Cristo, no sólo puede merecer para sí, por ejemplo, la glorificación de su humanidad, sino que también puede merecer para los demás -para nosotros, para todo el género humano- la vida eterna?

El mérito, fruto y propiedad de la gracia, tiene, si así puedo expresarme, la misma extensión que la gracia en que se funda.- Jesucristo está lleno de la gracia santificante, en virtud de la cual puede merecer personalmente para sí mismo.- Pero esta gracia de Jesús no se detiene en El, no posee un carácter únicamente personal, inmanente, sino que es trascendente, goza del privilegio de la universalidad. Cristo ha sido predestinado para ser nuestra cabeza, nuestro jefe, nuestro representante. El Padre Eterno quiere hacer de El «el primogénito de toda criatura»; y como consecuencia de esta eterna predestinación a ser jefe de todos los elegidos, la gracia de Cristo, que es de nuestro linaje por la encarnación, reviste un carácter de eminencia y de universalidad cuyo fin no es ya santificar el alma humana de Jesús, sino hacer de El, en orden a la vida eterna, el jefe del género humano [es lo que se llama en Teología gratia capitis, gracia de jefe. +Santo Tomás, III, q.48 a.1], y de aquí ese carácter social inherente a todos los actos de Jesús, cuando se los considera con respecto al género humano.

Todo cuanto Jesucristo hace, lo hace no sólo por nosotros, sino en nuestro nombre; por eso San Pablo nos dice que «si la desobediencia de un solo hombre, Adán, nos arrastró al pecado y a la muerte, fue, en cambio, suficiente la obediencia, ¡y qué obediencia!, de otro hombre que era Dios al mismo tiempo para colocarnos a todos otra vez en el orden de la gracia» (Rm 5,19).

 Jesucristo, en su calidad de cabeza, de jefe, mereció por nosotros, del mismo modo que ocupando nuestro lugar satisfizo por nosotros. Y como el que merece es Dios, sus méritos tienen un valor infinito y una eficacia inagotable. [No hay que decir que los méritos de Cristo deben sernos aplicados para que experimentemos su eficacia.

El Bautismo inaugura esta aplicación; por el Bautismo somos incorporados a Cristo y nos hacemos miembros vivos de su cuerpo místico: establécese un lazo entre la cabeza y los miembros. Una vez justificados por el Bautismo, podemos a nuestra vez merecer].

Lo que acaba de dar a las satisfacciones y a los méritos de Cristo toda belleza y plenitud, es que aceptó los padecimientos voluntariamente y por amor. La libertad es un elemento esencial del mérito: Porque un acto no es digno de alabanza, dice San Bernardo, sino cuando el que lo realiza es responsable [Ubi non est libertas, nec meritum. Serm. I in Cant.].

Esta libertad envuelve toda la misión redentora de Jesús.- Hombre-Dios, Cristo aceptó soberanamente padecer en su carne pasible, capaz de sufrir. Cuando al entrar en este mundo dijo a su Padre: «Heme aquí, oh Dios, para cumplir tu voluntad» (Heb 10,9), preveía todas las humillaciones, los dolores todos de su Pasión y muerte, y todo lo aceptó libremente en el fondo de su corazón por amor de su Padre y nuestro Padre: «Sí, quiero, y tu ley la llevo grabada en lo más íntimo de mi corazón» (Sal 39, 8-9).

Cristo mantuvo tensa esa voluntad durante toda su vida.- La hora de su sacrificio está siempre presente a sus ojos; la aguarda con impaciencia, la llama «su hora» (Jn 13,1), como si fuese la única que contase en su existencia. Anuncia su muerte a sus discípulos, y les señala de antemano sus circunstancias en términos tan claros, que no se puedan engañar.

Así, cuando San Pedro, sobresaltado por el pensamiento de ver morir a su maestro, quiere oponerse a la realización de aquellos padecimientos, Jesús le responde: «No tienes el sentido de las cosas de Dios» (Mc 8, 31-33). Pero El conoce a su Padre; por amor a su Padre y por caridad para con nosotros anhela llegue el momento de la Pasión con todo el ardor de su alma santa, y al mismo tiempo con una libertad soberana, plenamente dueña de sí misma.

Si esta voluntad de amor es tan viva que tiene como dentro de sí un horno: «Ardo en el deseo de ser bautizado con el bautismo de sangre» (Lc 12,50) con todo, nadie tendrá poder para quitarle la vida; la entregará espontáneamente (Jn 10,18). Ved cómo pone de manifiesto la verdad que encierran estas palabras. Un día los habitantes de Nazaret quieren arrojarle dc lo alto de un precipicio; Jesús se desvanece de en medio de ellos con admirable tranquilidad (Lc 4,30). Otra vez, en Jerusalén, los judíos quieren apedrearle, porque afirma su divinidad; El se oculta y sale del Templo (Jn 8,59); su hora no ha llegado todavía.

Pero cuando esa hora llega, Jesús se entrega.- Vedle en el Jardín de los Olivos la víspera de su muerte; la chusma armada se adelanta hacia El para prenderle y hacerle condenar. «¿A quién buscáis?», les pregunta, y cuando ellos contestan: «A Jesús Nazareno», dice sencillamente: «Yo soy». Esta palabra, salida de sus labios, basta para arrojar en tierra a sus enemigos. Pudiera hacer que continuasen derribados; pudiera, como El mismo decía, pedir a su Padre que enviase legiones de ángeles para librarle (Mt 26,53).

Precisamente en este momento recuerda que cada día se le ha visto en el templo y que nadie ha podido echar mano de El; aun no había venido su hora; por esto no les daba licencia para prenderle; pero entonces había sonado ya la hora en que debía, por la salvación del mundo, entregarse a sus verdugos, los cuales no obraban más que como instrumentos del poder infernal: «Esta es vuestra hora, y la hora del poder de las tinieblas» (Lc 22,53). La soldadesca le lleva de tribunal en tribunal; El no se resiste; sin embargo de ello. delante del Sanedrín, tribunal supremo de los judíos, proclama sus derechos de Hijo de Dios; después se abandona al furor de sus enemigos, hasta el momento de consumar su sacrificio sobre la Cruz.

Si se entregó fue verdaderamente porque quiso (Is 53,7). En esta entrega voluntaria y llena de amor de todo su ser sobre la Cruz, por esa muerte del Hombre-Dios, por esta inmolación de una víctima inmaculada que se ofrece en aras del amor con una libertad soberana, dase a la justicia divina una satisfacción infinita [Santo Tomás, 3 Sent. Dis. 21, q.2, a.1, ad 3]. Cristo nos adquiere un mérito inagotable, y devuelve al mismo tiempo la vida eterna al género humano. «E inmolado, llegó a ser instrumento de salvación eterna para todos aquellos que se le someten» (Heb 5,9).

«Por haber consumado la obra de su mediación, Cristo se hizo para todos aquellos que le siguen la causa meritoria de la salvación eterna». Por eso tenía razón San Pablo cuando decía: «En virtud de esta voluntad somos nosotros santificados por la oblación que, una vez por todas, hizo Jesucristo de su propia cuerpo» (ib.10,10).

Porque «Nuestro Señor murió por todos y por cada uno de nosotros». «Por todos ha muerto Cristo» (2Cor 5,15). «Cristo es la propiciación no sólo por nuestros pecados, sino por los de todo el mundo» (1Jn 2,2). De suerte que es «el único mediador posible entre los hombres y Dios» (1Tim 2,5).

Cuando se estudia el plan divino, sobre todo a la luz de las cartas de San Pablo, se ve que Dios no quiere que busquemos nuestra salud y nuestra santidad sino en la sangre de su Hijo; no hay más Redentor que El, no hay «bajo el cielo ningún otro nombre que haya sido dado a los hombres para que puedan salvarse» (Hch 5,12), porque su muerte es soberanamente eficaz: «Con un solo sacrificio consumó la salvación de los elegidos» (Heb 10,14). Es voluntad del Padre que su Hijo Jesús, después de haber sustituido a todo el género humano en su dolorosísima Pasión, sea constituido jefe de todos los elegidos, a quienes ha salvado por su sacrificio y su muerte.

Por esto el género humano redimido hace que resuene en el Cielo un cántico de alabanza y acción de gracias a Cristo: «Nos has redimido con tu sangre, a los de toda tribu, lengua, pueblo y nación» (Ap 5,9). Cuando lleguemos a la eterna bienaventuranza y nos hallemos unidos al coro de los santos, contemplaremos a nuestro Señor y le diremos: «Tú eres el que nos has rescatado con tu sangre preciosa; gracias a Ti, a tu Pasión, a tu sacrificio sobre la Cruz, a tus satisfacciones, a tus méritos, hemos triunfado de la muerte y eludido la eterna reprobación. ¡Oh Jesucristo! cordero inmolado, a Ti la alabanza, el honor, la gloria y la bendición eternamente» (Ap 5, 11-12).

 

4. EFICACIA INFINITA DE LAS SATISFACCIONES Y DE LOS MÉRITOS DE CRISTO; CONFIANZA ILIMITADA QUE DE ELLOS DIMANA

Pero la Pasión y muerte de nuestro divino Redentor nos revelan su eficacia, sobre todo en sus frutos.

San Pablo no se cansa de enumerar los beneficios que nos reportan los infinitos méritos adquiridos por el Hombre-Dios con su vida y padecimientos. Cuando habla de ellos, alborózase el gran Apóstol; no encuentra para expresar este pensamiento otros términos que los de abundancia, sobreabundatncia riquezas, que declara inagotables (Rm 5,17 ss. 1Cor 1, 6-7; Ef 1, 7-8, 18,19; 2,17; 3,18; Col 1,27; 2,2; Fil 4,19; 1Tim 1,14; Tit 3,6).

La muerte de Cristo nos redime (1Cor 6,20)«nos acerca a Dios, nos reconcilia con El» (Ef 2, 11-18; Col 1,14), «nos justifica» (Rm 3, 24-27), «nos comunica la santidad y la vida nueva de Cristo» (Tit 2,14; Ef 5,27). Y para resumirlo todo, el Apóstol traza una antítesis entre Cristo y Adán, cuya obra vino a reparar; Adán nos trajo el pecado, la condenación, la muerte; Cristo, segundo Adán, nos devuelve la justicia, la gracia, la vida (1Cor 15,22): «Hemos sido trasladados de la muerte a la vida» (Jn 3,14), «la redención ha sido abundante» (Sal 129,7). «Porque no sucede lo mismo con el don gratuito -la gracia- que con la culpa... y si por la culpa de un solo hombre la muerte reinó aquí abajo, con mayor razón los que reciben la abundancia de la gracia reinarán en la vida únicamente por Jesucristo; donde el pecado había abundado, sobreabundó la gracia (Rm 5, 15-21; hay que leer todo el pasaje); por eso «no hay condenación para aquellos que quieren vivir unidos a Jesucristo y que han sido reengendrados en El» (ib. 8,1).

Nuestro Señor, al ofrecer a su Padre en nuestro nombre una satisfacción de valor infinito, suprimió el abismo que existía entre el hombre y Dios: el Padre Eterno mira desde entonces con amor a la especie humana, rescatada por la sangre de su Hijo; cólmala, a causa de su Hijo, de todas las gracias que ha menester para unirse a El, «para vivir para El, de la vida misma de Dios». «Para servir al Dios vivo» (Heb 9,14).

Así, todo bien sobrenatural que recibimos, todas las luces que Dios nos prodiga, todos los auxilios con que estimula nuestra vida espiritual, nos son concedidos en virtud de la vida, de la pasión y de la muerte de Cristo; todas las gracias de perdón, de justificación, de perseverancia, que Dios da y dará eternamente a las almas de todos los tiempos, tienen su fuente única en la Cruz.

¡Ah! verdaderamente, si «Dios ha amado al mundo hasta darle a su Hijo» (Jn 3,16); «si nos ha arrancado del poder de las tinieblas y trasladado al reino de su Unigénito, en quien tenemos la redención y la remisión de los pecados» (Col 1, 13-14); «si nos ha amado, continúa San Pablo, a cada uno de nosotros y por nosotros se ha entregado» (Tit 2,14), para dar testimonio del amor que tenía a sus hermanos; si se ha dado a sí mismo con el fin de redimirnos de toda iniquidad y de «formarse, purificándonos, un pueblo que le pertenezca» (ib. 2,14), ¿por qué vacilar todavía en nuestra fe y en nuestra confianza en Jesucristo?-

Todo lo ha satisfecho, lo ha saldado y lo ha merecido; sus méritos son nuestros, y he aquí «que somos ricos con todos sus bienes», de modo que si queremos, «nada nos faltará para nuestra santidad». «En El habéis sido enriquecidos de manera que nada os falte de ninguna gracia» (1Cor 1, 5-7).

¿Por qué, pues, se encuentran almas pusilánimes que creen que no es para ellas la santidad, que la perfección está fuera de su alcance, que dicen, cuando se lee o habla de perfección: «Eso no es para mí; nunca podré llegar a la santidad»? ¿Sabéis qué es lo que las hace hablar así?-

Su falta de fe en la eficacia de los méritos de Cristo; porque voluntad de Dios es que todos se santifiquen (1Tes 4,3); he aquí el precepto del Señor: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48).-

Pero con frecuencia olvidamos el plan divino; olvidamos que nuestra santidad es una santidad sobrenatural, cuya fuente se halla en Cristo, nuestro jefe y nuestra cabeza, y de esa manera subestimamos los méritos infinitos, las satisfacciones inagotables de Jesucristo. Sin duda que nada podemos hacer por nosotros mismos en el orden de la gracia y de la perfección; nuestro Señor nos lo dice formalmente: «Sin mí nada podéis hacer» (Jn 15,5); y San Agustín, comentando este texto, añade: «Ni poco ni mucho puede realizarse» [Sive parum, sive multum, sine illo fieri non potest sine quo nihil fieri potest. Trat. sobre San Juan 81,3]. ¡Es esto tan verdadero! Ora se trate de cosas grandes, ora de cosas pequeñas, nada podemos hacer sin Cristo. Pero al morir por nosotros, Cristo nos ha dejado franco el acceso hasta su Padre, un acceso libre y expedito (Ef 2,18; 3,12); por su mediación no hav gracia a que no podamos aspirar. Almas de poca fe, ¿por qué dudamos de Dios, de nuestro Dios?

 

 

 

 

 

5. AHORA, CRISTO SIN CESAR ABOGA JUNTO AL PADRE EN FAVOR NUESTRO. NUESTRA DEBILIDAD, TÍTULO A LAS MISERICORDIAS CELESTIALES. CÓMO GLORIFICAMOS A DIOS AL HACER VALER NUESTROS DERECHOS A LAS SATISFACCIONES DE SU HIJO

Verdad es que ahora, Cristo ya no merece más (no siendo posible el mérito sino hasta el instante de la muerte); pero sus méritos están adquiridos y sus satisfacciones permanecen. Porque «este Pontífice, por ser eterno, está revestido de sacerdocio que no tiene fin; de aquí que pueda salvar para siempre a aquellos que por El se acercan a Dios» (Heb 7, 24-25).

San Pablo insiste particularmente en mostrar que Cristo en su calidad de Pontífice Supremo sigue actual e incesantemente intercediendo en el cielo por nosotros.

«Jesús subió al cielo como precursor nuestro» (Heb 6,20). Si está sentado a la diestra de su Padre, es «para interceder por nosotros». «Para presentarse ahora por nosotros ante el acatamiento de Dios» (ib. 9,24). «Siempre vivo, intercede por nosotros sin cesar» (ib. 7,25).[La misma expresión emplea San Pablo en la Epístola a los Romanos (8,32), y es para sacar la consecuencia de que nuestra confianza debe ser ilimitada: «Dios nos lo ha dado todo al darnos a su Hijo»].

 Sin descanso, Cristo muestra continuamente a su Padre las cicatrices que ha conservado de sus llagas; porque El es nuestro jefe, hace valer sus méritos en nuestro favor, y porque merece ser escuchado de su Padre, su oración surte efecto siempre: «Padre, sé que siempre me oyes» (Jn 11,42). ¡Qué confianza tan ilimitada no debemos tener en tal Pontífice que es el Hijo muy amado de su Padre y ha sido nombrado por El jefe nuestro y cabeza nuestra, que nos hace partícipes de todos sus méritos y de todas sus satisfacciones! (Santo Tomás, III, q.48, a.2, ad 1).

Sucede a veces que cuando gemimos bajo el peso de nuestras flaquezas, de nuestras miserias, de nuestras faltas, prorrumpimos con el Apóstol: «Desgraciado de mí; siento en mí una doble ley: la ley de la concupiscencia que me arrastra hacia el mal, y la ley de Dios que me empuja hacia el bien. ¿Quién me librará en esta lucha? ¿Quién me dará la victoria?»-

Escuchad la respuesta de San Pablo: «La gracia de Dios que nos ha sido merecida y dada por Jesucristo nuestro Señor» (Rm 8,25). En Jesucristo hallamos todo lo necesario para salir victoriosos aquí abajo, en espera del triunfo final de la gloria.

¡Oh, si llegásemos a adquirir la convicción profunda de que sin Cristo nada podemos y que con El lo tenemos todo! «¿Cómo el Padre no nos lo dará todo con El?(ib. 8,32).-

De nosotros mismos somos flacos, muy flacos, hay en el mundo de las almas flaquezas de todo género, pero no es ésta una razón para desmayar; cuando no son queridas estas miserias, son más bien un título a la misericordia de Cristo. Fijaos en los desgraciados que quieren excitar la piedad de aquellos a quienes piden limosna: en vez de ocultar su pobreza, descubren sus harapos y muestran sus llagas; éste es su título a la compasión y a la caridad de los transeúntes.

 Lo mismo para nosotros que para los enfermos que le presentaban cuando vivía en Judea, lo que nos atrae la misericordia de Jesús es nuestra miseria reconocida, confesada y exhibida a los ojos de Cristo. San Pablo nos dice que Jesucristo quiso experimentar todas nuestras debilidades, excepto el pecado, a fin de aprender a compadecerlas; y de hecho varias veces leemos en el Evangelio que Jesús se sentía «movido a piedad» (Lc 7,13; Mc 8,2. +Mt 15,32) a la vista de los dolores que presenciaba.

San Pablo añade expresamente que ese sentimiento de compasión lo conserva en su gloria, y concluye: «Acerquémonos, pues, confiadamente al trono» de Aquel que es la fuente «de la gracia»; porque si así lo hacemos, «obtendremos misericordia» (Heb 4, 14-16).

Por otra parte, obrar de este modo es glorificar a Dios, es rendirle un homenaje muy agradable. ¿Por qué? -Porque es designio divino que lo encontremos todo en Cristo, y cuando reconocemos humildemente nuestra debilidad y nos apoyamos en la fortaleza de Cristo, el Padre nos mira con benevolencia y con agrado, porque con eso proclamamos que Jesús es el único mediador que a El le plugo establecer en la tierra.

Ved cómo el gran Apóstol estaba convencido de esta verdad. En una de sus Epístolas, después de haber manifestado cuán miserable es y cuántas luchas ha de sostener en su alma, exclama: «De buena gana me gloriaré de mis debilidades» (2Cor 12,9). En lugar de lamentarse a causa de sus enfermedades, de sus debilidades, de sus luchas, las convierte en título y motivo de santo orgullo, esto parece extraño, ¿no es verdad?-

Pero San Pablo nos da una razón convincente: «A fin de que no sea mi fuerza, sino la fuerza de Cristo, la gracia de Cristo que habita en mí, la que me haga triunfar» (ib.) y que a El se dirija toda gloria.

Notad ahora hasta dónde llega San Pablo cuando habla de nuestra debilidad: «No somos capaces de pensar nada por nosotros mismos» (2Cor 3,5).- Llega hasta decir que «no podemos ni siquiera tener un buen pensamiento, un pensamiento que nos merezca algo para el cielo», «por nosotros mismos». No hay duda que cuando escribió estas palabras estaba inspirado por Dios; somos incapaces de producir un buen pensamiento que salga de nosotros como de su fuente.

Todo lo que es bueno, todo lo bueno que hay en nosotros, «todo lo que es meritorio para la vida eterna, viene de Dios», por Cristo. «Nuestra suficiencia de Dios nos viene» (ib. 3,5). «Dios es quien nos da, no sólo el obrar sino también el querer, por pura benevolencia, porque así le place» (Fil 2,13).

Por tanto, de nosotros no podemos sobrenaturalmente ni querer, ni tener un buen pensamiento, ni obrar, ni rezar. No podemos absolutamente nada. «Sin mí nada podéis» (Jn 15,5). ¿Somos por eso dignos de lástima?- De ninguna manera. Después de haber puesto de relieve nuestra flaqueza, añade San Pablo: «Todo lo puedo, no por mí, sino en Aquel que me fortalece» (Fil 4,13); a fin de que toda gloria sea dada a Cristo, que nos lo ha merecido todo, y en quien todo lo tenemos.

No hay obstáculo que no pueda vencer, no hay dificultad que no pueda superar ni prueba de que no pueda triunfar, ni tentación a la que no pueda resistir por la gracia que Cristo me ha merecido. En El y por El lo puedo todo, porque su triunfo estriba en hacer fuerte al débil: «Bástate mi gracia, porque la virtud se desarrolla mejor en medio de las flaquezas» (2Cor 12,9). Dios quiere con esto que toda gloria suba a El por Cristo, cuya gracia triunfa de nuestras debilidades: «En la alabanza de la gloria de su gracia» (Ef 1,6).

En el último día, cuando aparezcamos delante de Dios, no podremos decirle: Dios mío, he tenido grandes dificultades que vencer, triunfar era imposible, mis muchas faltas me desalentaban; porque Dios nos respondería: «Hubiera sido verdad si te hubieras encontrado solo, pero yo te he dado a mi Hijo Jesús; El lo ha expiado, lo ha saldado todo; en su sacrificio disponías de todas las satisfacciones que yo tenía derecho a reclamar por todos los pecados del mundo; todo lo mereció por ti en su muerte; ha sido tu redención y con ella mereció ser tu justificación, tu sabiduría, tu santidad; en El debieras haberte apoyado; en mis designios divinos, Jesús no es sólo tu salvación, sino también la fuente de tu fortaleza, porque todas sus satisfacciones, todos sus méritos, todas sus riquezas, que son infinitas, eran tuyas desde el Bautismo, y desde que se sentó a mi diestra, ofrecíame sin cesar por ti los frutos de su sacrificio; en El debieras haberte apoyado, pues por El yo te hubiera dado sobreabundantemente la fuerza para vencer todo mal, como El mismo me lo pidió: "Te ruego que los preserves del mal" (Jn 17,15); te hubiera colmado de todos los bienes, pues por ti y no por Sí mismo aboga sin cesar» (Heb 7,25).

¡Ah, si conociésemos el valor infinito del «don de Dios»! (Jn 4,10), y, sobre todo, ¡si tuviésemos fe en los inmensos méritos de Jesús, pero una fe viva, práctica, que nos infundiese una confianza sin límites en la eficacia impetratoria de la oración; un abandono confiado en todas las situaciones difíciles, por las que pueda atravesar nuestra alma! Entonces, imitando a la Iglesia, que en su liturgia repite esta fórmula cada vez que dirige a Dios una oración, nada pediríamos que no fuera en su nombre «porque ese mediador, siempre vivo, reina en Dios con ei Padre y el Espíritu Santo», «por nuestro Señor Jesucristo, que contigo vive y reina...» [Per Dominum Nostrum Iesum Christum qui tecum vivit et regnat].

Tratándose de gracias, estamos seguros de obtenerlas todas por El. Cuando San Pablo expone el plan divino dice que «en Cristo tenemos la redención adquirida por medio de su sangre, la remisión de los pecados, según la riqueza de su gracia, que se nos ofrece sobreabundantemente» (Ef 1,7).

Disponemos de todas estas riquezas adquiridas por Jesús, que han llegado a ser nuestras por el Bautismo; lo único que tenemos que hacer es acudir a El para apropiárnoslas y ser «como la esposa que sale del desierto» de su pobreza, pero «llena de delicias» porque «se apoya sobre su amado». «¿Quién es ésta que sube del desierto reclinada en su amado, destilando dulzuras?» (Cant 8,5).

Si viviésemos de estas verdades, nuestra vida sería un cántico ininterrumpido de alabanza, de acción de gracias a Dios, por el don inestimable que nos ha hecho en su Hijo Jesucristo (2Cor 9,15). Así entraríamos plenamente, para mayor bien y alegría más profunda de nuestras almas, en los pensamientos de Dios, que quiere que lo encontremos todo en Jesús, y que recibiéndolo todo de El, le demos, juntamente con su Padre, en unidad de su común Espíritu, toda bendición, todo honor y toda gloria: «Aquel que se sienta en el trono y al Cordero, bendiciones y honra y poder y gloria por los siglos de los siglos» (Ap 5,13).

 

2.- JESUCRISTO, MODELO ÚNICO DE TODA PERFECCIÓN

(Causa exemplaris)

 

FECUNDIDAD Y ASPECTOS DIVERSOS DEL MISTERIO DE CRISTO

 

Cuando leemos las cartas que San Pablo dirigía a los cristianos de su tiempo, nos impresiona la insistencia con que habla de nuestro Señor Jesucristo. Sin cesar vuelve sobre este tema, del cual está por otra parte, tan penetrado, que para él, «su vida es Cristo » (Fil 1,21); así «que encuentra todo su placer en consumirse por Cristo y sus miembros» (2Cor 12,15).

Escogido e instruido por el mismo Jesús para ser en el mundo el heraldo de su misterio (Ef 3,8-9), de tal manera penetró en lo más hondo de las profundidades de este misterio, que su único deseo es manifestarle para hacer conocer y amar la persona adorable de Cristo.

A los Colosenses  les escribe para decirles que lo que le llena de gozo, en medio de sus tribulaciones, es el pensamiento «de haber anunciado el misterio oculto a las antiguas generaciones y revelado ahora a sus santos, a quienes Dios se ha dignado dar a conocer las maravillosas riquezas de ese tesoro oculto durante siglos que es Cristo en vosotros, la esperanza de su gloria» (Col 1,26-27).

Estando en la prisión le anuncian que, además de él, hay otros también que anuncian a Cristo; unos lo hacen por espíritu de emulación, algunos para hacerle la contra, y otros, con buenas intenciones; ¿y cómo reacciona el apóstol? San Pablo, sin el más leve síntoma de celotipia, concluye: “Pero ¿y qué? Al fin y al cabo, hipócrita o sinceramente, Cristo es anunciado, y esto me alegra y seguirá alegrándome.Pues yo sé que esto servirá para mi salvación gracias a vuestras oraciones y a la ayuda prestada por el Espíritu de Jesucristo, conforme a lo que aguardo y espero, que en modo alguno seré confundido; antes bien, que con plena seguridad, ahora como siempre, Cristo será glorificado en mi cuerpo, por mi vida o por mi muerte, pues para mí la vida es Cristo, y una ganancia, el morir.

De esta manera Pablo quiere dirigir a Cristo toda su predicación, toda su vida, toda su ciencia y sabiduría: «No me he preciado de saber otra cosa entre vosotros que a Jesucristo y este, crucificado» (1Cor 2,2).

En sus trabajos, en las luchas de su apostolado, una de sus alegrías es pensar que «engendra –esta es su propia expresión- a Cristo en las almas: hijos míos, por los que sufro dolores de parto hasta que Cristo se engendre en vosotros» (Gal 4,19).

Los cristianos de los primeros tiempos comprendían la doctrina que el gran Apóstol les enseñaba, sabían que Dios nos ha dado a su Hijo unigénito Jesucristo para que sea todo para nosotros: «nuestra sabiduría, nuestra justicia, nuestra santificación, nuestra redención» (1Cor 1,30); comprendían el plan divino: Dios ha dado a Cristo la plenitud de gracia, para que nosotros lo encontremos todo en El. De esta doctrina vivían: «Cristo... es vuestra vida» (Col 3,4), y por eso su vida espiritual era a la vez tan sencilla y tan fecunda.

Ahora bien; debemos decir que el corazón de Dios no es hoy menos amante ni su brazo menos poderoso; lo que necesitamos son apóstoles de Cristo como Pablo; Dios está siempre dispuesto a derramar sobre nosotros todas sus gracias, tan sobreabundantes y  extraordinarias y eficaces como sobre los primeros cristianos, como ahora y siempre, porque es el mismo y nos ama, con el mismo amor.

Nos ama tanto como a ellos; pone a nuestra disposición todos los medios de que ellos disponían, y además tenemos, para cobrar ánimo, los ejemplos de los santos y santas de todos los tiempos, mujeres y hombres de toda condición y raza, que siguieron a Cristo y siguen amándolo como Dios y Señor.

Pero también es verdad, que nosotros somos, con mucha frecuencia, como el leproso que vino a consultar al profeta y solicitar su curación: poco faltó para que perdiese la ocasión de obtenerla, por encontrar el remedio demasiado sencillo (2Re 5,1 ss.).

Nuestro Señor hizo alusión a este hecho (Lc 4,27) que paso a comentarlo: Naamán, generalísimo de los ejércitos de Siria, había sido atacado por una lepra que le desfiguraba por completo. Habiendo oído hablar de las maravillas que obraba el profeta Eliseo en Samaria, se dirigió a él para pedir que le curase: «Ve y lávate siete veces en el Jordán, le dice Eliseo, y así serás curado». Esta respuesta irrita a Naamán: «Yo había creído, dijo a su séquito, que se presentaría el mismo profeta y me curaría invocando sobre mí a Yavé.

Y desilusionado y lleno de cólera, porque piensa que los ríos de Siria valen lo mismo que las aguas de Israel, se dispone a emprender el camino de su país; ¿Acaso no puedo bañarme en  ellos para recobrar la salud?». Pero sus siervos se le acercan para calmarle y le dicen: «Señor: podrá ser que el profeta tenga razón; si hubiera pedido algo más difícil, ¿no lo hubieras hecho? Cuanto más debes obedecerle, mandándote una cosa tan fácil». A esta sugestión, llena de buen sentido, se rindió Naamán, y se marchó y se lavó siete veces en el Jordán y recobró la salud, según la palabra del hombre de Dios.

Este es el caso de muchos de aquellos que emprenden el camino de la vida espiritual. Y  quieren recorrerlo según sus criterios pensando en cosas extraordinarias, fuera de los corriente de la vida; se escandalizan de la sencillez del plan divino; así que  no llegan a comprender el misterio de Cristo, que siendo Dios finito se hizo hombre normal y con cuerpo frágil para enseñarnos y salvarnos. Y como no hay ni puede haber otro cimiento que Cristo y su evangelio construyen su casa espiritual sobre arena y no sobre la roca que es Cristo encarnado en carne y signos sencillos y humanos, olvidan la enseñanza de Pablo:«Nadie puede establecer otro fundamento que el que ya ha sido establecido, es decir: Jesucristo» (1Cor 3,11).

Esto nos explica el cambio que a veces se opera en ciertas almas. Han vivido años enteros viviendo de teologías y apostolados y métodos muy novedosos y originales, poniendo en ellos su confianza, pero, en definitiva, inútiles, porque estaban vacíos de Cristo; hasta que un día Dios les ha llegado la gracia de comprender que Cristo lo es todo para nosotros, que es el Alfa y Omega (Ap 22,13), que fuera de Él nada tenemos, que en El lo tenemos todo, y que todo lo resume en sí. Y aunque los tiempos son difíciles para la fe, caminan confiados y seguros, en medio de las dificultades de este mundo y de todos los tiempos.

Cuando uno se encuentra personalmente con Cristo, especialmente por la oración diaria y personal, y por la Eucaristía, a partir de ese momento, todo varía, por decirlo así, en esas almas; sus dificultades se desvanecen como las sombras de la noche a la luz del sol naciente. Desde que nuestro Señor, «el verdadero sol de verdad y justicia de nuestras vidas» (Mal 4,2), ilumina plenamente sus vidas, ya pueden respirar a pleno pulmón, progresan y producen frutos de santidad y eficacia apostólica.

Sin duda, las pruebas no faltarán en la vida personal y apostólica de esas almas; porque el seguimiento evangélico de Cristo, el camino de perfección interior por el cumplimiento fiel de los mandamientos, el camino de la santidad y unión personal con Él así como el del apostolado, sobre todo en estos tiempos tan difíciles para la fe, lleva consigo a veces oración en noches de fe y amor sin sentir ni ver nada, san Juan de la Cruz, así como la conversión permanente de nuestro yo con sus pasiones, que ha de durar toda la vida; pero de esta forma, como dice el salmista “andaré presuroso por el camino de tus mandatos cuando ensanchaste mi corazón» (Sal 118,32); llega a comprender la insuficiencia de los medios que había imaginado y renovado sin cesar, y logra, finalmente, conocer la verdad de estas palabras: « Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles… Si Tú, oh Señor, no edificas tu morada en nosotros, nosotros nunca podremos levantar una habitación digna de Ti» (Sal 126,1). Y sobre todo, poder decir con Pablo, para mí la vida es Cristo. 

En Cristo, y no en sí mismos, buscan la fuente de su santidad, porque la santidad es sobrenatural y cristocéntrica en su principio, en su naturaleza y en su fin, y los tesoros de santificación se hallan encerrados todos  en Cristo-Jesús, principalmente, en Cristo Eucaristía, el Cristo de nuestros sagrarios abandonados, como principio y fin de toda vida y apostolado sacerdotal, esto es,  que debe hacerse en nombre y lugar de Cristo, único Sacerdotes y Salvador del mundo.

Esas riquezas, según la palabra de San Pablo, son insondables (Ef 3,8). Aquí hay que buscarlas. Jamás llegaremos a agotarlas, y cuanto de ellas digamos, quedará siempre muy por debajo de las alabanzas que se merecen. (poner algo de mis libros)

Para mí la vida es Cristo… todo lo puedo en aquel que me conforta… no quiero saber nada más que de mi Cristo… y lo dice uno que le ha perseguido por considerarlo un enemigo del Dios verdadero, del Dios de Israel, un blasfemo… Pero cuando hablamos del misterio de Cristo, hay, sin embargo, tres aspectos que debemos considerar cuando nos referimos al Señor Jesucristo como fuente de nuestra santificación. Tomo esta idea de Santo Tomás, príncipe de los teólogos, que la trae al exponer su doctrina sobre la causalidad santificadora de Cristo [STh III, 1. 24, arts. 3 y 4; q.48, a.6; q.50, a.6; q.56, a.1, ad 3 y 4].

Cristo lo es todo para nosotros porque es a la vez la causa ejemplar, causa meritoria y causa eficiente de nuestra santificación.Cristo es el modelo único de nuestra perfección, el artífice de nuestra redención, el tesoro infinito de nuestras gracias, la causa eficiente de nuestra santificación.

Estos tres puntos resumen admirablemente lo que vamos a decir del mismo Cristo como vida de nuestras vidas. La gracia es, efectivamente, el principio de esta vida sobrenatural de hijos de Dios, que constituye el fondo y sustancia de toda santidad. Pues bien; esta gracia se encuentra plenamente en Cristo, y todas las obras que la gracia nos hace realizar tienen su ejemplar en Jesús, además, Cristo nos ha merecido esta gracia por las satisfacciones de su vida, por su pasión y muerte; finalmente, Cristo nos comunica por sí mismo esa gracia en nosotros mediante los sacramentos, y por las virtudes teologales que como decía el catecismo de Ripalda nos unen directamente con Dios, y que se purifican y potencian principalmente por la oración, si nos acercamos a san Juan de la Cruz, uno de los más aventajados maestros del camino o unión del alma con Dios. (Poner algo de la noches)

Pero tan ricas y fecundas son estas verdades, que debemos contemplarlas cada una en particular. En esta meditación (conferencia), consideraremos a nuestro Señor como nuestro modelo divino en todas las cosas, como el ejemplar de la santidad a quien debemos seguir e imitar. La primera cosa que hemos de considerar es el fin cuya realización perseguimos, y una vez comprendido este fin, deduciremos en seguida qué medios son los más indicados para alcanzarl.

 

 

1. NECESIDAD DE CONOCER A DIOS, PARA UNIRSE A EL: DIOS SE REVELA A NOSOTROS EN SU HIJO JESÚS: «QUIEN ME VE A MÍ, HA VISTO AL PADRE»

Acabamos de ver que nuestra santidad no es más que una participación de la vida divina, de la santidad divina: somos santos si somos hijos de Dios por la gracia de naturaleza divina, si vivimos como verdaderos hijos del Padre celestial, dignos de la adopción sobrenatural. «Sed imitadores de Dios, dice San Pablo, como conviene a hijos muy queridos» (Ef 5,1). Jesús mismo nos dice: «Sed perfectos» -y hay que advertir que nuestro Señor se dirige a todos sus discípulos-, no con una perfección cualquiera, sino «como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48). ¿Y por qué? Porque nobleza obliga: Dios nos ha adoptado por hijos suyos y los hijos deben, en su vida, asemejarse al padre.

Para imitar a Dios, hay que conocerle. ¿Y cómo podemos conocer a Dios? -«Habita una luz inaccesible», dice San Pablo (1Tim 6,16): «Nadie, añade San Juan, vio jamás a Dios» (1Jn 4,12). ¿Cómo podremos, pues, conocerle para reproducir e imitar las perfecciones de aquel a quien nos es imposible ver?

Una frase de San Pablo nos da la respuesta (2Cor 4,6): «Dios se ha revelado a nosotros por su Hijo y en su Hijo Jesucristo». Jesucristo es «el esplendor de la gloria del Padre» (Heb 1,3), «la imagen de Dios invisible» (Col 1,15), semejante en todo a su Padre capaz de revelarlo a los hombres, porque le conoce como El es conocido: «Nadie conocer al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11,27). Jesucristo, que está siempre «en el seno del Padre» (Jn 1,18), nos dice: «Yo conozco a mi Padre» (Jn 10,15); y le conoce «para revelárnoslo» (Ib. 1,18). Cristo es la revelación del Padre.

Mas ¿cómo el Hijo nos revela al Padre? -Encarnándose.- El Verbo, el Hijo, se encarnó, se hizo hombre, y en El, y por El, conocemos a Dios Cristo es Dios puesto a nuestro alcance bajo una expresión humana; es la perfección divina que se revela a nosotros cubierta de formas terrenas; es la santidad misma que aparece sensiblemente a nuestros ojos durante treinta y tres años, para hacerse tangible e imitable.

 [Ser modelo y ser imitable son los caracteres que deben encontrarse en toda causa ejemplar]. Nunca pensaremos bastante en esto. Cristo es Dios haciéndose hombre, viviendo entre los hombres, a fin de enseñarles por medio de su palabra, y, sobre todo, con su vida, cómo deben vivir para imitar a Dios y agradarle. Tenemos, pues, en primer lugar, que para vivir como hijos de Dios. basta abrir los ojos con fe y amor y contemplar a Dios en Jesús.

Hay en el Evangelio un episodio magnífico, en medio de su soberana sencillez; ya lo conocéis, pero éste es el lugar de recordarlo. Era la víspera de la Pasión de Jesús. Nuestro Señor había hablado, como sabía hacerlo, de su Padre a los Apóstoles; y ellos, extasiados, deseaban ver y conocer al Padre. El apóstol Felipe exclama: «Maestro, muéstranos al Padre y esto nos basta» (Jn 14,8). Y Jesucristo le responde: «Felipe, tanto tiempo entre vosotros y todavía no me conoces… Felipe, quien me ha visto a mí ha visto al Padre… creedme, yo estoy en el Padre y el Padre en mí» (Jn 14,9). Sí, hermanos, Cristo es la revelación de Dios, de su Padre; forma con El más que una vida, una unidad en Tres Personas, en Trinidad; el Padre está en Él y Él en el Padre y, por eso, quien le mira a El, ve la revelación del Padre Dios en unidad del Espíritu Santo.

Cuando contempláis a Cristo, rebajándose hasta la pobreza del pesebre, acordaos de estas palabras: «Quien me ve, ve a mi Padre». Cuando le veis adolescente en Nazaret, trabajando obedientísimo en el taller humilde hasta la edad de los treinta años, repetid estas palabras: «Quien le ve, ve a su Padre», quien le contempla, contempla a Dios. Cuando veis a Cristo atravesando los pueblos de Galilea, sembrando el bien por todas partes, curando enfermos, anunciando la buena nueva cuando le veis en el patíbulo de la Cruz, muriendo por amor de los hombres objeto del ludibrio de sus verdugos, escuchad: Es El quien os dice: «Quien me ve, ve a mi Padre». Estas son otras tantas manifestaciones de Dios, otras tantas revelaciones de las perfecciones divinas.

Las perfecciones de Dios son en sí mismas tan incomprensibles como la naturaleza divina; ¿quién de nosotros, por ejemplo, será capaz de comprender lo que es el amor divino? Es un abismo, que sobrepasa cuanto nosotros podamos comprender. Pero cuando vemos a Cristo, que como Dios es «una misma cosa con el Padre» (Jn 10,30), que tiene en sí la misma vida divina que el Padre (ib. 5,26), cuando le vemos instruyendo a los hombres, muriendo en una Cruz, dando su vida por amor nuestro, e instituyendo la Eucaristía, entonces comprendemos la grandeza del amor de Dios y podemos decir: Es Dios Padre amándonos hasta el extremo en el Hijo y con el Hijo. ¿El modo? Es un misterio para nosotros, pero es Cristo quien lo afirma porque lo vive.

Y lo mismo sucede con cada uno de los atributos de Dios, con cada una de sus perfecciones. Cristo nos las revela, y «a medida que adelantamos en su amor, nos hace calar más hondo en su misterio». “El que acepta mis mandatos y los cumple, ese me ama y el que me ama será amado por mi Padre, y yo también le amaré y me manifestaré a él”. (ib. 14,21).

«La Vida ha sido manifestada, escribe San Juan, y nosotros la hemos visto; por esto somos testigos de ella y os anunciamos la vida eterna, que estaba en el seno del Padre y que se ha hecho sensible aquí abajo» (1Jn 1,2), en Jesucristo. De suerte que, para conocer e imitar a Dios, no tenemos más que conocer e imitar a su Hijo, Jesús, que es la expresión humana y divina a la vez de las perfecciones infinitas de su Padre: «Quien me ve a mi, ha visto al Padre».

 

 

 

 

2. CRISTO, NUESTRO MODELO: DIOS PERFECTO; HOMBRE PERFECTO; LA GRACIA, PARTICIPACIÓN DE SU NATURALEZA, NOS ASEMEJA A ÉL.

 

Pero, ¿cómo y en qué orden de cosas Jesucristo, el Verbo encarnado, es nuestro modelo, nuestro ejemplar? Cristo es modelo de dos maneras: En su persona y en sus obras; en su condición de Hijo de Dios, y en su actividad humana, porque es a la vez Hijo de Dios e Hijo del hombre, Dios perfecto y hombre perfecto.

Cristo es Dios, Dios perfecto.

Trasladémonos con la imaginación a la Judea del tiempo de Cristo. Ha cumplido ya una parte de su misión enseñando y realizando las «obras de Dios» (Jn 9,4). Helo aquí después de un día de correrías apostólicas, apartado de la turba, rodeado únicamente de sus discípulos. De pronto les pregunta: «¿Qué dicen los hombres de mí?». Los discípulos se hacen eco de todos los rumores esparcidos en el pueblo. «Maestro, se dice que eres Juan Bautista, o Elías, o Jeremías, o alguno de los Profetas». «Pero vosotros responde Jesús, ¿quién decís que soy yo?». Entonces Pedro, tomando la palabra, le dice: «Tú eres Cristo, el Hijo de Dios Vivo». Y nuestro Señor, confirmando el testimonio de su Apóstol, le contesta: «Bienaventurado eres tú, Simón, hijo de Jonás, porque esto no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo y yo te digo que tú ere Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16,16).

Cristo es, pues, el Hijo de Dios, «Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero», como reza nuestro Credo. Cristo, dice San Pablo no creyó usurpación el considerarse igual al Padre (Fil 2,6). Por otra parte, la voz del Padre Eterno se hizo escuchar por tres veces y las tres para glorificar a Cristo, proclamándole su Hijo, el Hijo de sus complacencias, el órgano de sus oráculos: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle» (Mt 17,5; +3,17. Jn 12,28).

Postrémonos en tierra como los discípulos que oyeron en el Tabor esta voz del Padre; repitamos con Pedro, inspirado del cielo: «Sí, Tú eres el Cristo, el Verbo encarnado, verdadero Dios, igual a tu Padre, Dios perfecto, que tiene todos los atributos divinos; Tú eres, Señor Jesús, como tu Padre con el Espíritu Santo, el Omnipotente y el Eterno; Tú eres el Amor infinito, yo creo en Ti y te adoro, Señor mío y Dios mío».

 

Jesucristo, Hijo de Dios, es también Hijo del hombre, es hombre perfecto.

El Hijo de Dios se hizo carne; pero continuó siendo lo que era, cuando se unió a una Naturaleza humana, completa como la nuestra, íntegra en su esencia, con todas sus propiedades naturales; Cristo nació, como todos nosotros, «de una mujer» (Gál 4,4), pertenece auténticamente a nuestra raza.

Con frecuencia se llama en el Evangelio «El Hijo del Hombre»; «Ojos de carne le vieron, y manos humanas le tocaron» (1Jn 1,1). Y aun el día siguiente de su resurrección gloriosa, hace experimentar al apóstol incrédulo la realidad de su naturaleza humana: «Palpad y ved, porque los espíritus no tienen carne ni huesos como veis que yo tengo» (Lc 24,39).

Tiene, como nosotros, un alma creada directamente por Dios; un cuerpo formado en las entrañas de la Virgen; una inteligencia que conoce, una voluntad que ama y elige; todas las facultades que nosotros tenemos: la memoria, la imaginación; tiene pasiones, en el sentido filosófico, elevado y noble de la palabra, en un sentido que excluye todo desorden y toda flaqueza; pero estas pasiones se hallan en El enteramente sometidas a la razón, sin que puedan ponerse en movimiento sin un acto de su voluntad.

Su naturaleza humana es, pues, del todo semejante a la nuestra, a la de sus hermanos, dice San Pablo: «Era preciso que se asemejase en todo a nosotros, menos en el pecado» (Heb 2,17), excepto en el pecado (ib. 4,15), Jesús no conoció ni el pecado ni nada de lo que es fuente o consecuencia del pecado: la ignorancia el error, la enfermedad, cosas todas indignas de su perfección, de su sabiduría, de su dignidad y de su divinidad.

Pero nuestro Divino Salvador quiso padecer durante su vida mortal nuestras flaquezas; todas las que eran compatibles con su santidad. El Evangelio nos lo muestra claramente, nada hay en la naturaleza del hombre que Jesús no haya santificado. Nuestros trabajos, nuestros padecimientos, nuestras lágrimas, todo lo ha hecho suyo.

Miradle en Nazaret: durante treinta años pasa su vida en un trabajo oscuro de artesano, hasta el punto de que cuando comienza a predicar, sus compatriotas se admiran porque nunca le han conocido más que como hijo del carpintero: «¿De dónde le vienen a éste todas estas cosas? ¿Acaso no es hijo de un carpintero?» (Mt 13,55-56). Nuestro Señor quiso sentir el hambre como nosotros, después de haber ayunado en el desierto, tuvo hambre (ib. 4,2). Padeció también la sed: ¿Acaso no pidió de beber a la samaritana? (Jn 4,7), ¿acaso no exclamó en la cruz: «Tengo sed» (Jn 19,28).

Experimentó como nosotros la fatiga; los largos viajes a través de Palestina fatigaban sus miembros, cuando junto al pozo de Jacob pidió agua para calmar su sed, San Juan nos dice que estaba fatigado. Era la hora de mediodía, después de haber caminado largo tiempo, se sienta rendido al margen del pozo (ib. 4,6).

Así, pues, según lo hace notar San Agustín en el admirable comentario que nos dejó de esta escena evangélica: «El que es la fuerza misma de Dios se halla abrumado de cansancio» (Tract in Joan., 15). El sueño cerró sus párpados; dormía en la nave cuando se levantó la tempestad: «El en cambio dormía» (Mt 8,24), y dormía verdaderamente, de tal manera que sus discípulos, temiendo que los tragasen las olas furiosas, tuvieron necesidad de despertarlo.

 Lloró sobre Jerusalén su patria a la que amaba a pesar de su ingratitud; el pensamiento de los desastres que después de su muerte habían de venir sobre ella le arranca lágrimas amargas y frases llenas de aflicción: «¡Si tú conocieses por lo menos en este día lo que puede atraerte la paz!» (Lc 19,41 y sig.).

Lloró a la muerte de su amigo Lázaro como nosotros lloramos por aquellos a quienes amamos, hasta el punto de que los judíos testigos de este espectáculo se decían: «Ved cómo le amaba» (Jn 11,36). Cristo derramaba lágrimas, no sólo porque convenía, sino porque tenía conmovido el corazón; lloraba a su amigo, y sus lágrimas brotaban del fondo de su alma. Varias veces se dice también en el Evangelio que su corazón estaba conmovido por la compasión (Lc 7,13; Mc 8,2; +Mt 15,32). ¿Qué más? Experimentó también sentimientos de tristeza, de tedio, de temor (Mc 14,33; Mt 26,37).

En su agonía cuando estaba en el Huerto de los Olivos su alma quedó abrumada por la tristeza (Mt 26,38) y la angustia penetró en ella hasta el punto de hacerle lanzar grandes gritos (Heb 5,7). Todas las injurias, todos los golpes, todos los salivazos, todas las afrentas que llovieron sobre El durante su Pasión, le hicieron padecer inmensamente, las burlas, los insultos, no le dejaban insensible, por el contrario, cuanto más perfecta era su naturaleza, más delicada y más grande era su sensibilidad. Vióse abismada en el dolor.

En fin, después de haber tomado sobre sí todas nuestras debilidades, después de haberse mostrado verdaderamente hombre y semejante a nosotros en todas las cosas, quiso padecer la muerte como los demás hijos de Adán: «E inclinada la cabeza entregó su espíritu» (Jn 19,30).

Vemos, pues, que Jesucristo es nuestro modelo como Hijo de Dios y como Hijo del hombre al mismo tiempo. Pero lo es sobre todo como Hijo de Dios: esta condición de hijo de Dios es lo que en El hay de radical y fundamental; en eso ante todo debemos parecernos a El.

Mas ¿cómo podremos asemejarnos a El en esto?

La filiación divina de Cristo es el tipo de nuestra filiación sobrenatural, su condición, su «ser» de Hijo de Dios es el ejemplar del estado a que debe elevarnos la gracia santificante. Cristo es Hijo de Dios por naturaleza y por derecho, en virtud de la unión del Verbo eterno con la naturaleza humana.

 [Es lo que se llama en Teología la gracia de unión, en virtud de la cual una naturaleza humana ha sido escogida para ser unida de una manera inefable a una persona divina, el Verbo, y hacer de ella la humanidad de un Dios. Esta gracia es única y no se encuentra más que en Jesucristo]. Nosotros lo somos por adopción y por gracia, pero realísimamente y con un título muy verdadero. Cristo tiene, además, la gracia santificante; la posee plenamente; a nosotros fluye de esta plenitud con mayor o menor abundancia, pero la gracia de que está saturada el alma creada de Jesús es sustancialmente la misma que nos deifica a nosotros. Santo Tomás dice que nuestra filiación divina es una semejanza de la filiación eterna [quædam similitudo filiationis æternæ. I, q.22, a.3].

 

Tal es la manera primordial y sobreeminente como Jesucristo es nuestro ejemplar: en la Encarnación es constituido por derecho Hijo de Dios, nosotros debemos llegar a serlo por la participación de la gracia que sale de El y que, deificando la sustancia de nuestra alma, nos eleva al rango de hijos de Dios; éste es el rasgo primero y esencial de la semejanza que debemos tener con Jesucristo el que es la base y condición de toda nuestra actividad sobrenatural. Si no poseemos en nosotros como condición previa, esta gracia santificante, que es el signo fundamental de semejanza con Jesús, el Padre Eterno no nos reconocerá por suyos, y todo lo que hagamos en nuestra existencia, sin esa gracia, no tendrá ningún mérito en orden a hacernos participar de la herencia eterna: no seremos coherederos de Cristo si no llegamos a ser sus hermanos por la gracia [O si cognovisses Dei gratiam per Iesum Christum Dominum Nostrum ipsamque eius Incarnationem, qua hominis animam corpusque suscepit, summum esse exemplum gratiæ videre potuisses! San Agustín, De Civit. Dei X,29.].

 

 

 

 

 

 

3. CRISTO NUESTRO MODELO EN SUS OBRAS Y VIRTUDES

 

Ya hemos visto con cuánta verdad fue hombre y sería menester decir también con cuánta verdad obró cómo hombre.

También en esto es nuestro Señor para nosotros un modelo acabado, y al mismo tiempo accesible, de toda santidad; practicó en grado incomparable todas las virtudes que pueden adornar la naturaleza humana o al menos todas aquellas que eran compatibles con su naturaleza divina.

Bien sabéis que, con la gracia santificante, el alma de Cristo recibió el cortejo magnífico de las virtudes y de los dones del Espíritu Santo; estas virtudes brotaban de la gracia como de una fuente, y se exteriorizaban en toda su perfección durante la existencia de Jesús.

Cierto, no tuvo la fe; esta virtud teologal no se da más que en el alma que no goza todavía de la visión de Dios; el alma de Cristo contemplaba a Dios cara a cara, no podía, por tanto, creer en el Dios a quien veía; pero sí tuvo esa sumisión de voluntad que es necesaria a la perfección de la fe, esa reverencia, esa adoración de Dios, verdad primera e infalible; esa disposición existía en el alma de Cristo en grado muy elevado.

Jesucristo no tenía tampoco, propiamente hablando, la virtud de la esperanza: no le era posible esperar lo que ya poseía. La virtud teologal de la esperanza nos hace suspirar por la posesión de Dios, dándonos al mismo tiempo la confianza de recibir las gracias necesarias para poder conseguirla. El alma de Cristo estaba llena de la Divinidad, merced a su unión con el Verbo, y no podía, por tanto, tener esa esperanza.

La esperanza no existía en Cristo sino en cuanto que podía desear, y deseaba, efectivamente, la glorificación de su santa humanidad, la gloria accidental que debía disfrutar después de su Resurrección: «Padre glorifícame» (Jn 17,5). Esta gloria la tenía ya en sí, como en germen y raíz, desde el momento de la Encarnación; consintió que apareciera un instante en su transfiguración en el monte Tabor, pero su misión entre los hombres le obligaba a encubrir ese esplendor hasta después de su muerte. También había ciertas gracias que Jesús pedía a su Padre; así, por ejemplo, en la resurrección de Lázaro le vemos dirigirse al Padre con la más absoluta confianza: «Padre, sé que siempre me escuchas» (ib. 11,42).

En cuanto a la caridad, la practicó en su grado más sublime. El corazón de Cristo es una inmensa hoguera de amor. El gran amor de Cristo es el amor que tiene a su Padre: toda su vida puede resumirse en estas palabras: «No busco sino lo que agrada a mi Padre».

Meditemos durante la oración estas palabras; sólo por medio de la oración podremos desvelar el misterio que encierran. Ese amor inefable, esa tendencia que orienta el alma de Jesucristo hacia su Padre, es la consecuencia necesaria de su unión hipostática.

El Hijo pertenece todo «a su Padre», como dicen los teólogos; aquí está su esencia, si así puedo expresarme; la santa humanidad es arrastrada por esa corriente divina; ha llegado a ser, por la Encarnación, la propia humanidad del Hijo de Dios, y, por tanto, toda entera, toda, es de Dios; de aquí que la disposición fundamental, el sentimiento radical y habitual del alma de Cristo es necesariamente éste: «Yo vivo para mi Padre, amo a mi Padre» (Jn 15,31), y porque ama a su Padre, Jesús se entrega a su voluntad; su primer acto, al entrar en este mundo, es un acto de amor hacia El: «Oh Padre, aquí estoy para hacer tu voluntad» (Heb 10,7).

 Puede decirse que toda su existencia sobre la tierra no es más que la expresión continua de ese acto inicial; durante su vida, repite continuamente que su alimento es hacer la voluntad de su Padre (Jn 4,34); por eso cumple siempre cuanto a su Padre agrada (ib. 8,29). Todo cuanto su Padre decretó sobre El lo realizó hasta la última iota (es decir, hasta el menor detalle) (Mt 5,18); finalmente, el amor de su Padre es el que le hizo obediente hasta la muerte de Cruz. «Para que conozca el mundo que amo al Padre, obro así» (Jn 14,31).

No lo olvidemos; si Jesucristo pudo decir que «no hay amor más grande que el que da su vida por sus amigos» (ib. 15,13). Si es de fe que murió «por nosotros y por nuestra salud» también es verdad que ante todas las cosas dio su vida por amor a su Padre; amándonos, ama a su Padre, y en su Padre nos ve y nos encuentra; éstas son sus propias palabras: «Ruego por ellos, porque son tuyos» (Jn 17,9).

Sí, Cristo nos ama, porque nosotros somos hijos de su Padre, y le pertenecemos. Nos ama con un amor inefable que supera cuanto podemos sospechar, de tal manera que cada uno de nosotros puede decir con San Pablo: «Me amó y porque me amó se entregó por mí» (Gál 2,20).

Nuestro Señor poseía también todas las demás virtudes: la dulzura y la humildad: «aprended de mí que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29); el Señor, en cuya presencia se dobla toda rodilla en el cielo y en la tierra, se postra delante de sus discípulos para lavarles los pies.

La obediencia: se sometió a su madre y a San José; una frase del Evangelio resume su vida oculta en Nazaret: «Y les estaba sujeto» (Lc 2,51); obedece a la Ley mosaica; acude asiduamente a las reuniones del Templo, se somete a los poderes legítimamente establecidos, declarando que hay que «dar al César lo que es del César» (Mt 22,21), empezando por pagar El mismo el tributo.

La paciencia: ¿Cuántos testimonios no nos dio, sobre todo durante su dolorosa Pasión? Su misericordia infinita con los pecadores: Recibe con bondad a la samaritana, a María Magdalena; Buen Pastor, corre en busca de la oveja extraviada y la vuelve al redil. Está lleno de un celo ardiente por la gloria y los intereses de su Padre; ese celo es el que le hace arrojar del templo a los vendedores y lanzar los anatemas sobre la hipocresía de los fariseos. Su oración es continua: «Pasaba la noche en oración» (Lc 6,12). ¿Quién podrá decir lo que era este trato a solas del Verbo encarnado con su Padre, y el espíritu de religión y de adoración que le animaba?

En El, pues, florecen a su tiempo todas las virtudes, para gloria de su Padre y provecho nuestro.

Bien sabéis que los antiguos Patriarcas, antes de dejar la tierra, daban a su hijo primogénito una bendición solemne, que era como la prenda de las prosperidades celestiales para sus descendientes.-

Pues bien, en el Génesis leemos que el patriarca Isaac, antes de dar esa bendición solemne a su hijo Jacob, le abrazó, y al respirar el aroma que exhalaban sus vestidos, exclamó en el éxtasis de su alegría: «He aquí el aroma que derrama mi hijo como el olor de un campo fecundo que ha bendecido el Señor» (Gén 27). Y al punto, todo alborozado, pidió para su hijo las más opulentas bendiciones de lo alto: «¡Dios te conceda el rocío del cielo; con la fecundidad de la tierra, te conceda abundancia de pan y vino, los pueblos te sirvan, las naciones se postren ante ti sé señor de tus hermanos... el que te maldiga sea maldito y sea bendito el que te bendiga!» (Gén 27,28-29).

Esta escena es una imagen del arrobamiento que siente el Padre al contemplar la humanidad de su Hijo Jesús y de las bendiciones espirituales que derrama sobre aquellos que permanecen unidos a El. El alma de Cristo, semejante a un campo esmaltado de flores, está adornada de todas las virtudes que embellecen la naturaleza humana.

Dios es infinito, y como tal, tiene exigencias infinitas; sin embargo, la más sencilla de las acciones de Jesús era objeto de las complacencias de su Padre. Cuando Jesucristo trabajaba en el pobre taller de Nazaret, cuando conversaba con los hombres o tomaba la comida con sus discípulos -cosas todas bien sencillas en apariencia-, su Padre le miraba y decía: «He aquí a mi Hijo muy amado en quien tengo todas mis complacencias» (Mt 3,17), y añadía: «Oídle (ib. 17,5), es decir, contempladle para imitarle: El es vuestro modelo, seguidle: El es el camino y Nadie llega hasta Mí sino por El, nadie participará de mis bendiciones sino en El (Ef 1,3), porque yo le he dado la plenitud, así como le he destinado las naciones de la tierra por herencia» (Sal 2,8). ¿Por qué se complacía el Padre eterno infinitamente en Jesús?

Porque Cristo lo hacía todo perfectísimamente y sus actos eran la expresión de las más sublimes virtudes; mas, sobre todo, porque todas las acciones de Cristo, sin dejar de ser en sí acciones humanas, eran divinas por su principio.

«¡Oh Cristo Jesús, lleno de gracia y modelo de todas las virtudes, Hijo muy amado en quien el Padre tiene sus complacencias, sed el único objeto de mi contemplación y de mi amor; mire yo cuanto pasa "como si fuese inmundicia" (Fil 3,8) para no poner mi alegría sino en Ti; procure sólo imitarte, para ser, por Ti y contigo, agradable al Padre en todas las cosas».

 

 

 

 

 

4. NUESTRA IMITACIÓN DE CRISTO SE REALIZA: A) POR LA GRACIA; B) POR ESA DISPOSICIÓN FUNDAMENTAL DE DIRIGIRLO TODO A LA GLORIA DE SU PADRE. «CHRISTIANUS ALTER CHRISTUS»

Al recorrer el Evangelio de San Juan, se advierte la insistencia con que repite Jesucristo: «Mi doctrina no es mía» (Jn 7,16). «El Hijo nada puede hacer por sí mismo» (ib. 5,19) «yo nada puedo hacer por mí mismo» (ib. 5,30). «Yo nada hago por mi mismo» (ib. 8,28).

¿Quiere esto decir que Jesucristo no tenía ni inteligencia, ni voluntad, ni actividad humanas? -De ninguna manera; pensarlo sería una herejía; pero como la humanidad de Jesús estaba hipostáticamente [palabra griega que significa «por unión personal»] unida al Verbo, en Cristo no había ninguna persona humana a que estas facultades pudieran adherirse; no había en El más que una sola persona, la del Verbo, que lo hace todo en unión con su Padre; todo en Cristo dependía de un modo absoluto de la divinidad; todo en El emanaba de la actividad de la única persona que en El había, la del Verbo; y esta actividad, aun cuando era inmediatamente realizada por la naturaleza humana, era divina en su raíz y en su principio; por eso el Padre Eterno hallaba en ella una gloria infinita y la hacía el objeto de todas sus complacencias.

¿Pero podemos nosotros imitar esto? -Sí, puesto que por la gracia santificante participamos de la filiación divina de Jesús; por ella es elevada soberanamente, y como divinizada en su principio, toda nuestra actividad. No es necesario decir que en el orden del ser, nosotros conservamos siempre nuestra personalidad; permanecemos por naturaleza puras criaturas humanas; nuestra unión con Dios mediante la gracia, por muy íntima y estrecha que llegue a ser, no pasa de una unión accidental, no sustancial, pero cuanto más se eclipse nuestra personalidad frente a la Divinidad, en orden a la actividad, tanto más perfecta será esa union.

Si queremos que nada se interponga entre Dios y nosotros, que nada impida nuestra unión con El, que las bendiciones divinas desciendan sobre nuestra alma, no solamente hemos de renunciar al pecado, a la imperfección, sino también despojarnos de nuestra personalidad, en cuanto constituye un obstáculo a la unión perfecta con Dios. Representa un obstáculo cuando nuestro propio juicio, nuestra propia voluntad, nuestro amor propio, nuestras suspicacias, nos hacen pensar y obrar de una manera que no es la del Padre celestial.

Creedme, nuestras faltas de flaqueza, nuestras miserias, la esclavitud en que estamos respecto de las cosas humanas, impiden infinitamente menos nuestra unión con Dios, que esa actitud habitual del alma que desea, por decirlo así, guardar en todo la propiedad de su actividad.

Debemos, pues, no aniquilar nuestra personalidad -lo cual ni sería posible ni agradable a Dios-, sino hacerla capitular, por decirlo así, de una manera incondicional, ante la divina majestad; debemos ponerla a los pies de Dios y pedirle que sea, por su Espíritu, como lo fue para la humanidad de Cristo, el motor primero de todos nuestros pensamientos, de todos nuestros sentimientos, de todas nuestras palabras, de todas nuestras acciones, de toda nuestra vida [Orígenes, Homil. II, in XV, Mt.].

Cuando un alma llega a despojarse de todo pecado, de todo apego a sí misma y a la criatura; a destruir en ella, en cuanto es posible, todos los móviles puramente naturales y humanos, para entregarse completamente a la acción divina; a vivir en una dependencia absoluta de Dios, de su voluntad, de sus mandamientos, del espíritu del Evangelio, a dirigirlo todo al Padre celestial, entonces puede decir: «Dios me guía» (Sal 22,1); «todo en mí viene de El, estoy entre sus manos».

Esa alma ha llegado a la imitación perfecta de Cristo, de tal manera que su vida es la reproducción misma de la vida de Jesucristo: «Vivo yo, mas no yo, porque vive en mí Cristo» (Gál 2,20), Dios la guía y la gobierna, todo en ella se mueve bajo el impulso divino; posee ya la santidad, que no es otra cosa que la imitación la más perfecta posible de Jesucristo en su ser, en su condición de Hijo de Dios, así como en su disposición habitual de consagrar enteramente a su Padre su persona y su actividad.

No pensemos que sea presunción de nuestra parte querer realizar un ideal tan sublime, no, es el deseo mismo de Dios, es su pensamiento eterno sobre nosotros: «Nos ha predestinado a ser semejantes a la imagen de su Hijo» (Rm 8,29). Cuanto más conformes nos hagamos a su Hijo, más nos amará el Padre, porque entonces estaremos más unidos a El [San Ambrosio, in Psalm. CXVIII, serm. 22]. Cuando ve un alma completamente transformada en su Hijo, rodéala de una protección especialísima y de los cuidados más atentos de su providencia; cólmala de sus bendiciones, sin poner nunca límites a la comunicación de sus gracias. Este es el secreto de las larguezas de Dios.

¡Oh!, agradezcamos a nuestro Padre celestial el habernos dado a su Hijo Jesucristo como modelo, de manera que no tengamos más que mirarlo, para saber lo que debemos hacer: «Oídle». Cristo nos ha dicho: «Os he dado ejemplo para que hagáis lo que me habéis visto hacer» (Jn 13,15). Nos ha trazado un modelo para que sigamos sus huellas (1Pe 2,21). Es el único camino que hay que seguir: «Yo soy el camino» (Jn 14,6); el que le sigue, no anda en tinieblas, sino que llega a la luz de la vida; he aquí el modelo que nos revela la fe, modelo trascendente y al mismo tiempo accesible: «Mira y reproduce el modelo» (Ex 25,40).

El alma de nuestro Señor contemplaba a toda hora la esencia divina; con la misma mirada veía el ideal que Dios concebía para el género humano y cada una de sus acciones era la expresión de ese ideal. Levantemos, pues, los ojos, pongamos todo nuestro empeño en conocer más y más a Jesucristo, en estudiar su vida en el Evangelio, en seguir sus misterios en el orden admirable establecido por la Iglesia misma en el proceso litúrgico, desde Adviento hasta Pentecostés; abramos los ojos de nuestra fe y vivamos de manera que reproduzcamos en nosotros los rasgos de ese ejemplar y conformemos nuestra existencia con sus palabras y sus actos.

Ese modelo es divino y visible, nos muestra a Dios, obrando en medio de nosotros y santificando en su humanidad todas nuestras acciones, aun las más ordinarias, todos nuestros sentimientos, aun los más íntimos, todos nuestros pesares, aun los más profundos. Contemplemos este modelo llenos de fe.-

A veces nos vemos tentados de envidiar a los contemporáneos de Jesús que tuvieron la dicha de verle, de seguirle y de oírle. Pero la fe nos le hace ver también presente con una presencia no menos eficaz para nuestras almas. Cristo mismo nos lo dijo: «Bienaventurados los que creen en Mí sin haberme Visto» (Jn 20,29).

Y es que quiso darnos a entender que no es menos ventajoso para nosotros permanecer en contacto con Jesús por la fe, que haberle visto corporalmente. Aquel a quien vemos vivir y obrar cuando leemos el Evangelio, o cuando celebramos sus misterios, es el mismo Hijo de Dios. Tratándose de Cristo, todo lo hemos dicho al afirmar: «Tú eres el Hijo de Dios vivo». He aquí el aspecto fundamental del divino modelo de nuestras almas.

Contemplémosle, no con una contemplación abstracta, teórica, superficial, fría, sino con una contemplación amorosa, atenta a captar todos sus rasgos, para reproducirlos en nuestra existencia. Contemplemos sobre todo esta disposición radical y primordial de Cristo a vivir todo entero para su Padre, y hagamos que sea la nuestra. Toda su vida puede resumirse en este rasgo único: Todas las virtudes de Cristo son efecto de esa «polarización» de su alma hacia el Padre, y esa orientación no es más que el fruto de la unión inefable, por virtud de la cual, en Jesús, toda su humanidad es arrastrada por el empuje divino que lleva el Hijo hacia su Padre.

Esto es lo que hace propiamente al cristiano; participar primeramente por la gracia santificante de la filiación divina de Cristo, es decir, la imitación de Jesús, en su condición de Hijo de Dios; y después reproducir por nuestras virtudes los rasgos de ese arquetipo único de perfección, esto es, la imitación de Jesús en sus obras.- Todo esto nos lo indica San Pablo al decirnos que debemos «formar a Cristo en nosotros» (Gál 4,19; Ef 4,13); que «debemos revestirnos de Cristo» (Rm 13,14), que debemos «imprimir en nosotros la imagen de Cristo» (1Cor 15,49).

«El cristiano es un nuevo Cristo» [Christianus, alter Christus]. Esta es la definición del cristiano que ha dado, si no en los mismos términos, al menos en una expresión equivalente, la tradición entera.- Un fiel trasunto de Cristo. «Un nuevo Cristo» porque el cristiano es ante todas las cosas, mediante la gracia, hijo del Padre celestial y hermano de Cristo en la tierra, para ser coheredero en el cielo: «Un nuevo Cristo» porque toda su actividad -pensamientos, deseos, acciones- tiene su raíz en esa gracia, para ejercitarse según los deseos, los pensamientos y los sentimientos de Jesús, y en conformidad con sus acciones (Fil 2,5).

 

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1.- VAMOS A HABLAR DEL PLAN DIVINO DE NUESTRA PREDESTINACIÓN EN CRISTO POR LA IMPORTANCIA QUE TIENE PARA NUESTRA VIDA ESPIRITUAL: Y CON SAN IGNACIO DIRÍAMOS: El hombre ha sido creado para amar y servir a Dios y mediante esto, salvar su alma, su eternidad, que es la razón de nuestro existir.

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       QUERIDOS HERMANOS: Vamos a meditar sobre este texto tan profundo de san Pablo a los  Efesios en que nos habla del proyecto maravilloso de amor del Padre por la persona del Hijo con amor de Espíritu Santo:

 “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo; por cuanto nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor; eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia con la que nos agració en el Amado. En él tenemos por medio de su sangre la redención, el perdón de los delitos, según la riqueza de su gracia que ha prodigado sobre nosotros en toda sabiduría e inteligencia, dándonos a conocer el Misterio de su voluntad según el benévolo designio que en él se propuso de antemano, para realizarlo en la plenitud de los tiempos: hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra. (Ef 1, 2-8)

 

En estos términos describe el plan divino sobre nosotros San Pablo, que había sido arrebatado hasta el tercer cielo y fue escogido entre todos por Dios para poner en «su verdadera luz» como él mismo dice, «la economía del misterio escondido en Dios, desde la eternidad»; y vemos al gran Apóstol trabajar sin descanso en dar a conocer este plan divino y eterno, establecido para realizar la santidad de nuestras almas.

¿Por qué se encaminan todos los esfuerzos del Apóstol, como él mismo nos dice, «a poner bien de manifiesto esta economía de los designios divinos»? (ib. 3,8-9). Porque sólo Dios, autor de nuestra salvación y fuente primera de nuestra santidad, podía darnos a conocer lo que de nosotros desea y para lo que hemos sido creados, y así, hacernos llegar hasta El.

Este camino de encuentro y de unión con Él tiene sus dificultades; primero hay que saber elegir entre todos los caminos que te ofrecen en la vida, hay que saber escoger, y luego caminar con más o menos trabajos según circunstancia de la vida y del mundo, que para algunos son más fáciles que para otros.  

Hay que personas, incluso bautizados, que no tienen noción precisa de lo que es la santidad o amor a Dios sobre todas las cosas; otros ignoran o dejan a un lado el plan trazado por Cristo y su evangelio, y hacen consistir la santidad en tal o cual concepción que ellas mismas se forman, al margen de las enseñanzas y ejemplos de Cristo y de la Iglesia, quieren dirigirse únicamente por su propio impulso, adhiriéndose a ideas puramente personales o humanas, elaboradas por ellas y que no sirven más que para extraviarlas. Podrá ser que avancen, pero fuera de la verdadera vía por Dios trazada: son víctimas de sus ilusiones, contra las cuales prevenía ya San Pablo a los primeros cristianos: “ Mirad que ninguno os engañe por medio de filosofías y vanas sutilezas, según las tradiciones de los hombres, conforme a los rudimentos del mundo, y no según Cristo. (Col 2,8).

Hay personas también que tienen nociones claras sobre puntos determinados y menudos de poca importancia, pero les falta la vista del conjunto; se pierden en los detalles sin llegar a tener una visión sintética, sin poder salir nunca del atolladero; su vida está llena de trabajos, y sometida a incesantes dificultades; se fatigan sin entusiasmo, sin optimismo y con frecuencia con poco fruto, porque esas personas atribuyen a sus actos una importancia mayor o les dan un valor menor que el que deben tener en conjunto.

Es, pues, de extrema importancia correr «en el camino, no a la ventura» (1Cor 9,26), como dice San Pablo, «de manera que lleguemos a la meta» (9,24), que es la santidad auténtica y verdadera, a la unión perfecta con Cristo, a la experiencia de Dios en nosotros; es necesario conocer, a la luz del evangelio y bajo la guía de buenos pastores, lo más perfectamente que podamos la idea divina de la santidad, examinar con el mayor cuidado el plan trazado por Dios mismo para hacernos llegar hasta Él, y adaptarnos rigurosamente a este plan. Sólo de esta manera conseguiremos nuestra santidad y nuestra salvación.

En materia tan importante y vital, debemos mirar y pesar las cosas como Dios las mira y las pesa. Dios juzga todas las cosas con plena inteligencia, y su juicio es la norma última de toda verdad. «No hay que juzgar las cosas según nuestro gusto, decía San Francisco de Sales, sino según el de Dios: esto es capital. Si somos santos según nuestra voluntad, nunca llegaremos a serlo de verdad; seámoslo según la voluntad de Dios» (Carta a la presidenta Brulart, Sept. 1606:Obras, Annecy XIII, 213).

La Sabiduría divina sobrepasa infinitamente toda la sabiduría humana; el pensamiento de Dios está dotado de fecundas energías que no posee ningún pensamiento creado; por tanto, el plan establecido por Dios encierra una sabiduría tal que nunca será frustrado por su insuficiencia intrínseca, sino únicamente por culpa nuestra. Si dejamos a la «idea», divina entera libertad para obrar en nosotros, si nos adaptamos a ella con amor y fidelidad, será extraordinariamente fecunda y nos conducirá a la más sublime santidad

Contemplemos, pues, a la luz de la Revelación, el plan de Dios sobre nosotros. Esta contemplación será para nuestras almas una fuente de luz, de fuerza, de energía, de alegría.

Ante todo, siguiendo a San Pablo, en el texto antes citado, vamos a reflexionar sobre este plan divino sobre el mundo y el hombre creado y redimido para vivirlo.

 

 

 

1. LA SANTIDAD A LA QUE DIOS NOS LLAMA A TODOS LOS HOMBRES POR MEDIO DE SU HIJO JESUCRISTO ES A UNA PARTICIPACIÓN EN SU MISMA VIDA DE AMOR Y FELICIDAD POR LA LA ADOPCIÓN FILIAL (SOBRENATURAL)

 

Por muy poderosa que sea nuestra razón, no puede descubrir con certeza nada de lo referente a la vida íntima de nuestro Dios Trino y Uno, nada de su vida divina que existe «en una soledad impenetrable» para sus cristuras (1Tim 6,16).

La Revelación ha venido en nuestra ayuda con su esplendorosa luz. Ella nos enseña que hay en Dios una Paternidad inefable. Dios es padre: he aquí el dogma fundamental que presupone todos los otros, dogma magnífico, que llena de asombro a la razón, pero que cautiva a la fe y colma de gozo a las almas santas.

Dios es Padre. Eternamente, mucho antes que la luz creada brillase sobre el mundo, Dios engendró un Hijo, a quien comunica su naturaleza, sus perfecciones, su beatitud, su vida: porque engendrar es comunicar [por la donación de una naturaleza semejante] el ser y la vida. «Hijo mío eres tú; hoy te he engendrado» (Sal 2,7; Heb 1,5). «Antes de la aurora de los tiempos, yo te he engendrado de mi seno» (Sal 109,3).

La vida, pues, está en Dios, vida comunicada por el Padre y recibida por el Hijo. Este Hijo, semejante en todo al Padre, llamado con toda propiedad «unigénito» (Jn 1,18) es único, porque tiene [mejor, porque es] con el Padre una naturaleza divina única e indivisible, y uno y otro, aunque distintos entre sí (a causa de sus propiedades personales de ser Padre y de ser Hijo), y están unidos con un abrazo de amor poderoso y sustancial, del cual procede la tercera persona, a quien la Revelación llama con un nombre misterioso: el Espíritu Santo.

Tal es, en cuanto la fe puede conocerlo, el secreto de la vida íntima de Dios; la plenitud y fecundidad de esa vida es la fuente de la felicidad inconmensurable que posee la inefable sociedad de las tres divinas Personas. Pero he aquí que Dios, no para acrecer su plenitud, sino para enriquecer con ella a otros seres, va a extender, por decirlo así, su paternidad.

Esa vida divina tan poderosa y abundante, que únicamente Dios tiene el derecho de vivir, esa vida eterna, comunicada por el Padre al Hijo único y por los dos a su común Espíritu, quiere Dios que sea participada también por las criaturas, y por un exceso de amor que tiene su origen en la plenitud del ser y del bien que es el mismo Dios, esa vida va a desbordarse del seno de la divinidad para comunicarse y hacer felices, elevándolos sobre su naturaleza, a los seres sacados de la nada.

A esas puras criaturas, Dios les dará el dulce nombre de hijos y hará que lo sean. Por naturaleza, Dios no tiene más que un Hijo; por amor, tendrá una muchedumbre innumerable: he ahí la gracia de la adopción sobrenatural.

Este decreto de amor, realizado en Adán desde la aurora de la creación, desbaratado después por el pecado de nuestro primer padre, que arrastra en la desgracia a toda su descendencia, será restaurado por una intervención maravillosa de justicia y de misericordia, de sabiduría y de bondad; porque el Hijo único, que vive eternamente en el seno del Padre, se une en el tiempo a una naturaleza humana, de una manera tan íntima, que esta naturaleza, sin dejar de ser perfecta en sí misma, pertenece enteramente a la persona divina a que está unida.

La vida divina, comunicada plenamente a esta humanidad, la convierte en la humanidad real del Hijo de Dios: tal es la obra admirable de la Encarnación. De este Hombre que se llama Jesús, Cristo, decimos con entera verdad que es el propio Hijo de Dios.

Pero este Hijo, que por naturaleza es «el único del Padre eterno», no aparece en la tierra sino para llegar a ser el «primogénito entre muchos hermanos” rescatados por su sangre derramada (Rm 8,29). Unigénito del Padre en los esplendores eternos, Hijo único por derecho, es constituido cabeza de una multitud de hermanos, a quienes por su obra redentora comunicará la gracia de la vida divina.

La misma vida divina que emana del Padre al Hijo y que pasa del Hijo a la humanidad de Jesús, circulará por medio de Cristo en todos aquellos que la quieran aceptar, y los impulsará hasta el seno beatificante del Padre donde Cristo nos ha precedido (Jn 14,2; 20,17), después de haber dado por nosotros en la tierra su sangre como precio de ese don.

Toda la santidad consistirá, por tanto, en recibir de Cristo y por Cristo la vida divina; Él la posee en toda su plenitud, y ha sido establecido como único mediador. Consistirá en conservar esa vida, en aumentarla sin cesar, por una adhesión más perfecta, por una unión cada vez más estrecha con aquel de quien procede.

La santidad es, pues, un misterio de la vida divina, comunicada y recibida: comunicada, en Dios, del Padre al Hijo por una «generación inenarrable» (Is 53,8) comunicada fuera de Dios por el Hijo a la humanidad a que se unió personalmente en la Encarnación; transmitida después por esta humanidad a las almas, y recibida por cada una de ellas «en la medida de su predestinación particular» (Ef 4,7) y cooperación a la gracia. De suerte que Cristo es verdaderamente la vida del alma, porque es la fuente y el dispensador de esa vida.

La comunicación se hará a los hombres por la Iglesia, hasta el día fijado por los decretos eternos para la consumación de la obra divina sobre la tierra. En ese día, el número de los hijos de Dios, de los hermanos de Jesús estará ya completo; presentada por Cristo a su Padre (1Cor 15,24-28), la muchedumbre incontable de los hijos adoptados circundarán el trono de Dios para saciarse de las fuentes vivas de felicidad divina sin mezcla y sin fin para exaltar las magnificencias de la bondad y de la gloria de Dios. La unión será eternamente consumada, y «Dios será todo en todos».

Tal es en sus líneas generales el plan divino; tal es, en resumen, la curva descrita por la obra sobrenatural. Cuando en la oración considera el alma esta magnificencia y las atenciones de que gratuitamente es objeto por parte de Dios, siente necesidad de abismarse en la adoración y de cantar, en alabanza del ser infinito que se inclina hacia ella para darle el nombre de hija, un cántico de acción de gracias. «¡Qué grandes son tus obras, oh Señor, qué profundos tus designios!». «¡Oh, Dios mío!, ¿quién es semejante a ti? ¡Has multiplicado tus maravillas y tus amorosos designios en favor nuestro; nada hay que se te pueda comparar!» (Sal 91,6; ib. 39,6). «¡Oh Dios, tú me regocijas con tus hechos y salto de gozo ante las obras de tus manos!» (ib. 91,5-6). «Por esto te cantaré mientras viva, mientras tenga un hálito de vida te ensalzaré» (ib. 103-32). «¡Esté mi boca llena de alabanza a fin de que yo pregone tu gloria!» (ib.70,8).

 

 

 

2. DIOS QUIERE HACERNOS PARTÍCIPES DE SU PROPIA VIDA POR LA SANTIDAD Y UNIÓN CON ÉL PARA COLMARNOS DE SU MISMA VIDA TRINITARIA Y FELICIDAD

 

Comencemos ahora la exposición de esta verdad tomando como guía al Apóstol Pablo en este texto antes citado. Esta exposición tendrá inevitables repeticiones, pero confío que vuestra caridad las disculpará a causa de la elevación y de la importancia de las vitales cuestiones que nos ocupan. Sólo prolongando un poco la contemplación, podemos vislumbrar bien la grandeza de estos dogmas y su fecundidad para nuestras almas.

Como sabéis, en toda ciencia hay primeros principios, puntos fundamentales, que hay que empezar por conocer, porque sobre ellos reposan todas las explicaciones ulteriores y últimas conclusiones. Estos elementos primeros necesitan ser tanto más profundizados y requieren tanta mayor atención cuanto sus consecuencias son más vastas e importantes.

Según el pensamiento de San Pablo, cuyas palabras os he citado al comenzar, ese plan puede resumirse en pocas líneas: Dios quiere comunicarnos su santidad: «Dios nos ha escogido para ser santos e irreprensibles». Esta santidad consiste en una vida de hijos adoptivos; vida cuyo principio y carácter sobrenatural es la gracia: «Dios nos ha predestinado a ser hijos suyo por adopción». Finalmente y sobre todo, este misterio inefable no se realiza sino «por Jesucristo».

Dios nos quiere santos; ésta es su voluntad desde toda la eternidad: por eso nos ha elegido: «Nos ha elegido para que seamos santos e inmaculados en su presencia» (Ef 1,4). «Dios quiere vuestra santificación», continúa San Pablo (1Tes 4,3). Dios desea, con una voluntad infinita, que seamos santos; lo quiere, porque El también es santo (Lev 11,44; 1Pe 1,16); porque ha cifrado en esta santificación la gloria que El espera de nosotros (Jn 15,8) y el gozo con que desea saciarnos (ib. 16,22).

Pero, ¿qué es «ser santo»? Nosotros somos criaturas, nuestra santidad no existe más que por una participación de la de Dios; debemos, pues, para comprenderla, remontarnos hasta Dios. Sólo El es santo por esencia, o mejor, es la santidad misma.

La santidad es la perfección divina, objeto de la contemplación eterna de los ángeles. Abrid el libro de las Escrituras y comprobaréis que sólo dos veces se ha entreabierto el cielo ante dos grandes profetas, el uno de la Antigua Alianza, y el otro de la Nueva: Isaías y San Juan. Y ¿qué vieron?, ¿qué oyeron? Uno y otro vieron a Dios en su gloria; uno y otro vieron a los espíritus celestiales alrededor de su trono; uno y otro los oyeron cantar sin fin, no la belleza de Dios, ni su misericordia, ni su justicia, ni su grandeza, sino su santidad: «Santo, Santo, Santo, es el Dios de los ejércitos; llena está la tierra de su gloria» (Is 6,3; Ap 4,8).

Y bien: ¿en qué consiste esta santidad de Dios? Según nuestro modo de hablar, nos parece que se compone de un doble elemento: primero, alejamiento infinito de todo cuanto es imperfección, de todo lo que es criatura, de todo lo que no es el mismo Dios.

Esto no es más que un aspecto «negativo»; hay otro elemento consistente en que Dios se adhiere, por un acto inmutable y siempre actual de su voluntad, al bien infinito (que no es otro que El mismo), hasta llegar a conformarse adecuadamente a todo lo que es ese mismo bien infinito.

Dios se conoce perfectamente; su omnisciencia le presenta su propia esencia como la norma suprema de toda actividad; nada puede querer, hacer o aprobar que no sea regulado por su sabiduría soberana y de acuerdo con la norma última de todo bien, esto es, la esencia divina.

Esta adhesión inmutable, esta conformidad suprema de la voluntad divina con la esencia infinita como norma última de actividad, es perfectísima, porque en Dios la voluntad es realmente idéntica a la esencia. La santidad divina se confunde, pues, con el amor perfectísimo y la fidelidad soberanamente inmutable con que Dios se ama a sí mismo y por sí mismo con amor infinito de una manera infinita.

Y como su sabiduría suprema muestra a Dios que El es toda perfección, el único ser necesario, esto hace que Dios lo refiera todo a sí mismo y a su propia gloria, y por esto los libros Sagrados nos hacen escuchar el cántico de los ángeles: «Santo, Santo, Santo... el Cielo y la tierra están llenos de tu gloria». Que es como si dijesen: «¡Oh Dios, tú eres el muy santo, tú eres la santidad misma, porque con una soberana Sabiduría te glorificas digna y perfectísimamente». De aquí que la santidad divina sirva de fundamento primero, de ejemplar universal y de fuente única a toda santidad creada.

Comprenderéis, efectivamente, que amándose a sí mismo y por si mismos de una manera necesaria, con infinita perfección, Dios quiere, de una manera necesaria también, que toda criatura exista para la manifestación de su gloria, y que sin sobrepasar su categoría de criatura, no obre sino conforme a las relaciones de dependencia y de fin que la Sabiduría eterna encuentra en la esencia divina.

Por tanto, cuanto mayor sea la dependencia de amor con respecto a Dios que haya en nosotros y la conformidad de nuestra voluntad libre con nuestro fin primordial (que es la manifestación de la gloria divina), más unidos estaremos a Dios, lo cual no puede realizarse sino por el desprendimiento de todo lo que no es Dios, cuanto más firmes y estables sean esa dependencia, esa conformidad, esa adhesión, ese desprendimiento, más elevada será nuestra santidad.

 

 

 

3. LA SANTIDAD EN LA TRINIDAD: PLENITUD DE LA VIDA A QUE DIOS NOS DESTINA

 

La razón humana puede llegar a determinar la existencia de esta santidad del Ser Supremo, santidad que es un atributo, una perfección de la naturaleza divina, considerada en sí misma; pero la Revelación nos comunica a su vez nueva luz.

Debemos aquí dirigir con reverencia la mirada de nuestra alma hacia el santuario de la Trinidad adorable; debemos escuchar lo que Jesucristo ha querido revelarnos por sí mismo, tanto para alimentar nuestra piedad como para ejercitar nuestra fe, acerca de la vida íntima de Dios, por medio de la Iglesia.

En Dios, como sabéis, podemos contemplar al Padre al Hijo y al Espíritu Santo, tres personas distintas con una esencia o naturaleza única. Inteligencia infinita, el Padre conoce perfectamente sus perfecciones y expresa este conocimiento en una palabra única, el Verbo, palabra viviente, sustancial, expresión adecuada de lo que es el Padre. Al proferir esta palabra, el Padre engendra a su Hijo, a quien comunica toda su esencia, su naturaleza, sus perfecciones, su vida: «Como el Padre tiene vida en sí mismo, de igual modo ha concedido tener vida en sí mismo al Hijo» (Jn 5,26).

El Hijo es enteramente igual al Padre; está entregado a El por una donación total, que arranca de su naturaleza de Hijo, y de esta donación mutua de un solo y mutuo amor procede como de un principio único el Espíritu Santo, que sella la unión del Padre y del Hijo, siendo su amor viviente y sustancial.

Esta comunicación mutua de las tres personas, esta adherencia infinita y llena de amor de las personas divinas entre sí, constituye seguramente una nueva revelación de la santidad en Dios, que es la unión de Dios consigo mismo, en la unidad de su naturaleza y en la trinidad de personas.

 

[Digamos para las almas que estén algo más iniciadas en cuestiones teológicas, que cada una de las tres Personas es idéntica a la esencia divina, y, por consiguiente, santa, con una santidad sustancial, porque obra conforme a esa esencia considerada como norma suprema de vida y de actividad. Añadamos que las Personas son santas, porque cada una de ellas se entrega y existe para las otras en un acto de adhesión infinita. Finalmente, la tercera persona se llama particularmente santa, porque procede de las otras dos por amor. El amor es el acto principal por el cual la voluntad propende a su fin, y se une a él; significa el acto más eminente de adhesión a la norma de toda bondad, es decir. de santidad, y por esto el Espíritu, que en Dios procede por amor, lleva el nombre de Santo por excelencia. He aquí el texto de Santo Tomás que nos expone esta hermosa y profunda doctrina: Cum bonum amatum habeat rationem finis. ex fine autem motus voluntarius bonus vel malus, redditur, necesse est quod amor quo ipsum bonum amatur, quod Deus est, eminentem quandam obtineat bonitatemquæ nomine sanctitatis exprimitur... Igitur Spiritus quo nobis insinuatur amor quo Deus se amat, Spiritus Sanctus nominatur (Opuscula Selecta). Por esto se ve que por la consideración de la Trinidad de personas se llega a tener un conocimiento más profundo de la santidad divina].

 

Dios encuentra en esta vida divina, inefablemente una y fecunda, toda su felicidad esencial. Para existir, Dios sólo tiene necesidad de sí mismo y de sus perfecciones; encuentra toda felicidad en las perfecciones de su naturaleza y en la sociedad inefable de sus personas, y, por tanto, no necesita de ninguna criatura; toda la gloria que brota de sus perfecciones infinitas la refiere Dios a sí mismo, en sí mismo, en la augusta Trinidad.

Dios ha decretado, como sabéis, hacernos participes de esa vida íntima que es exclusivamente suya; quiere comunicarnos esa beatitud sin límites que tiene sus fuentes en la plenitud del Ser infinito. Por tanto, y éste es el primer punto de la exposición de San Pablo sobre el plan divino, nuestra santidad consistirá en adherirnos a Dios conocido y amado, ya no simplemente como autor de la creación, sino como se conoce y se ama a sí mismo, en la felicidad de su Trinidad; esto será estar unidos a Dios hasta el punto de participar de su vida íntima.

Infinitamente sobre todas estas vidas creadas y participadas, existe la vida divina, vida increada, trascendente, subsistente en sí misma; inteligencia ilimitada, Dios abarca, por un acto eterno de intelección, lo infinito y todos los seres cuyo prototipo se encuentra en El, voluntad soberana, se une sin peligro de desasirse nunca al bien supremo, que no es otro que El mismo; en esta vida divina que se desenvuelve con toda plenitud, se encuentra la fuente de toda perfección y el principio de toda felicidad.

Esta vida divina es la que Dios nos quiere comunicar, y el participar de ella constituye nuestra santidad, y como para nosotros esta participación tiene grados diversos, cuanto más intensa sea, mayor y más elevada será nuestra santidad. «Dios ha resuelto» darse a nosotros únicamente por amor. En Dios, lo único necesario son las inefables comunicaciones de personas divinas entre sí [necesarias en cuanto que no pueden no ser. (+Santo Tomás, I, q.41, a.2, ad 5].

Esas relaciones mutuas pertenecen a la esencia misma de Dios; en ellas consiste la vida de Dios. Toda otra comunicación que Dios quiere hacer de sí mismo es fruto de un amor soberanamente libre; pero como ese amor es divino, el don lo es también. Dios ama divinamente: se entrega a sí mismo.

Nosotros estamos llamados a recibir en una medida inefable esa comunicación divina; Dios trata de darse a nosotros, no solamente como belleza suprema, objeto de contemplación, sino Amor infinito de unión con sus criaturas en cuanto sea posible, para hacerse una misma cosa con nosotros. «¡Oh Padre, decía Jesucristo en la última cena, que estos sean uno en nosotros como Tú y yo somos uno, a fin de que encuentren en esta unión el goce sin fin de nuestra propia beatitud»; «para que en ellos habite plenamente mi gozo» (Jn 17,11-13; +15,11).

4. REALIZACIÓN DE ESTE DECRETO POR LA ADOPCIÓN DIVINA MEDIANTE LA GRACIA: CARÁCTER SOBRENATURAL DE LA VIDA ESPIRITUAL

¿Cómo realiza Dios este designio magnífico, por el cual quiere que tomemos parte en esta vida que excede las proporciones de nuestra naturaleza, que supera sus derechos y sus energías propias, que no es reclamada por ninguna de sus exigencias, sino que sin destruir esa naturaleza viene a colmarla de una felicidad que el corazón humano es incapaz de sospechar? ¿Cómo va Dios a hacernos «entrar en la sociedad inefable de la divinidad?» (1Jn 1,3) de su vida divina para que seamos partícipes de su eterna beatitud?

 Adoptándonos por hijos suyos. Por una voluntad infinitamente libre, pero llena de amor: «Según el decreto de su voluntad» (Ef 1,5), Dios nos predestina a ser, no sólo criaturas, sino también hijos suyos (Ef 1,5) para hacernos así «partícipes de su naturaleza divina» (2Pe 1,4). Dios nos adopta por hijos. ¿Qué quiere decir con esto San Pablo? ¿Qué es la adopción humana?

Es la admisión de un extraño en una familia. Por la adopción, el extraño llega a ser miembro de la familia, toma su nombre, recibe el título, con derecho a heredar los bienes. Pero para poder ser adoptado, es preciso ser de la misma raza; para ser adoptado por un hombre es preciso ser miembro de la raza humana.

Pues bien; nosotros, que no somos de la raza de Dios, que somos pobres criaturas, que estamos por nuestra naturaleza más lejos de Dios que el animal del hombre, que nos hallamos infinitamente distantes de Dios: «Extraños y advenedizos» (Ef 2,19), ¿cómo podremos ser adoptados por Dios?

He aquí el milagro de la sabiduría, del poder y de la bondad de Dios. Dios nos da una participación misteriosa de su naturaleza que llamamos «gracia»: «Para haceros partícipes de su naturaleza divina» (2Pe 1,4). [San Pedro no dice que llegamos a ser participantes de la esencia divina, sino de la naturaleza divina, es decir, de esa actividad que constituye la vida de Dios, y que consiste en el conocimiento y el amor fecundo y beatificante de las Personas divinas].

La gracia es una cualidad interior producida por Dios en nosotros, inherente al alma, adorno del alma, que hace al alma agradable a Dios, del mismo modo que, en el dominio de la naturaleza, la belleza y la fuerza son cualidades del cuerpo, el genio y la ciencia del espíritu, el valor y la lealtad del corazón.

Según Santo Tomás, esa gracia es una «semejanza participada de la naturaleza de Dios» [participata similitudo divinæ naturæ. III, q.62, a.1. Por esto se dice en Teología que la gracia es deiforme, para significar la semejanza divina que produce en nosotros].

La gracia nos hace participantes de la naturaleza divina, de una manera que no podemos comprender del todo; nos eleva a un estado que no nos correspondería por naturaleza, en cierto modo llegamos a ser dioses. No nos hacemos iguales, sino semejantes a Dios; por eso nuestro Señor decía a los judíos: «¿Acaso no está escrito en vuestros Libros Santos: Yo he dicho: Vosotros sois dioses?» (Jn 10,34).

Por tanto, nuestra participación en esta vida divina se realiza por medio de la gracia, en virtud de la cual nuestra alma recibe la capacidad de conocer a Dios como Dios se conoce, de amar a Dios como Dios se ama, de gozar de Dios como Dios está henchido de su propia beatitud, y de vivir así de la vida del mismo Dios.

Tal es el misterio inefable de la adopción divina. Pero hay una profunda diferencia entre la adopción divina y la humana. Esta no es más que exterior, ficticia, garantizada, sin duda, por un documento legal, pero sin llegar hasta la naturaleza de aquel que es adoptado.

Dios, por el contrario, al adoptarnos, al darnos la gracia, llega hasta el fondo de nuestra naturaleza; sin cambiar lo que es esencial en el orden de esa naturaleza, la levanta interiormente por su gracia hasta el punto que llegamos a ser verdaderamente hijos de Dios; este acto de adopción tiene tal eficacia, que nos hace de una manera realísima, mediante la gracia, participantes de la naturaleza divina, y porque la participación de la gracia divina constituye nuestra santidad, esta gracia se llama santificante.

La consecuencia de ese decreto divino de nuestra adopción, de esa predestinación tan llena de amor por la que Dios se digna hacernos hijos suyos, es dar a nuestra santidad un carácter especial. ¿Qué carácter es ése? Nuestra santidad es sobrenatural.

La vida a que Dios nos eleva es, con respecto a nosotros como con respecto a toda criatura, sobrenatural, es decir, que excede las proporciones, los derechos y las exigencias de nuestra naturaleza. No hemos, pues, de ser santos como simples criaturas humanas, sino como hijos de Dios, por actos inspirados y animados por la gracia. La gracia llega a ser en nosotros el principio de una vida divina. ¿Qué es vivir?

Vivir, para nosotros, es movernos en virtud de un principio interior, fuente de acciones que nos impulsan a la perfección de nuestro ser. En nuestra vida natural se injerta, por decirlo así, otra vida cuyo principio es la gracia; la gracia viene a ser en nosotros fuente de acciones y operaciones, que son sobrenaturales y se encaminan a un fin divino: poseer a Dios algún día y gozar de El, como El se conoce y goza en sus perfecciones.

 

 

Es este punto de capital importancia, y desearía que nunca le perdieseis de vista. Dios podía haberse contentado con aceptar de nosotros el homenaje de una religión natural; ésta hubiera sido la fuente de una moralidad humana, natural también, de una unión con Dios conforme a nuestra naturaleza de seres racionales, fundada en nuestras relaciones de criaturas con el Creador y en nuestras relaciones con los semejantes.

Pero Dios no quiso limitarse a esta religión natural. Nos hemos encontrado ciertamente con hombres que no están bautizados, y que, sin embargo de ello, son rectos, leales, íntegros, equitativos, justos y compasivos, pero allí no hay más que una honradez natural [hay que añadir, además, que a causa de los malos instintos, secuela del pecado original, esta honradez, puramente natural, raras veces es perfecta].

Sin rechazarla, todo lo contrario, Dios no se contenta con ella. Porque ha decidido hacernos partícipes de su vida infinita, de su propia beatitud -lo cual representa para nosotros un destino sobrenatural- por el hecho de habernos otorgado su gracia, Dios quiere que nuestra unión con El sea una unión, una santidad sobrenatural, que tenga a esa gracia como origen y principio.

Fuera de este plan, no hay para nosotros más que la perdición eterna. Dios es dueño de sus dones, y desde toda la eternidad ha decretado que no llegaremos a ser santos delante de El sino viviendo por la gracia como hijos de Dios. ¡Oh Padre Celestial, concédeme que guarde mi alma la gracia que hace de mí un hijo tuyo! ¡Presérvame de todo el mal que podría alejarme de ti!

 

 

5. EL PLAN DIVINO DESBARATADO POR EL PECADO, RESTABLECIDO POR LA ENCARNACIÓN

Como sabéis, Dios realizó su designio desde la creación del primer hombre: Adán recibió para sí y para su descendencia la gracia que hacía de él un hijo de Dios. Mas por culpa suya perdió, tanto para sí como para su descendencia, ese don divino; después de su desobediencia todos nacemos pecadores, despojados de esa gracia que nos haría hijos de Dios. En vez de hijos de Dios somos hijos de ira (Ef 2,3), enemigos de Dios, hijos condenados a su indignación: El pecado ha destruido todo el plan de Dios.

Pero Dios, dice la Iglesia, se ha mostrado más admirable en la restauración de sus designios que en la creación misma. «¡Oh Dios, que de un modo admirable creaste la excelsa dignidad de la naturaleza humana, y de forma aun más admitable la restauraste!» [Deus qui humanæ substantiæ dignitatem mirabiliter condidisti et mirabilius reformasti. Ofertorio de la misa.].

¡Cómo!, ¿qué maravilla es ésta?

Este misterio es la Encarnación.

Dios va a restaurarlo todo por el Verbo encarnado. Tal es el misterio escondido desde los siglos en la mente divina (Ef 3,9), que San Pablo viene a revelarnos: Cristo, Hombre Dios, será nuestro mediador; El nos reconciliará con Dios y nos devolverá la gracia. Y como este gran designio ha sido previsto desde toda la eternidad, tiene razón San Pablo cuando nos habla de él como de un misterio siempre presente. Este es el último rasgo con que el Apóstol acaba por darnos a conocer el plan divino.

Oigámosle con fe, porque tocamos aquí en el corazón mismo de la obra divina. El pensamiento divino es constituir a Cristo jefe de todos los redimidos, «de todo lo que tiene un nombre en este mundo y en el siglo venidero» (ib. 1,21), a fin de que por El, con El y en El lleguemos todos a la unión con Dios y realicemos la santidad sobrenatural que Dios exige de nosotros. No hay pensamiento más claro en todas las cartas de San Pablo, ninguno de que esté más convencido, ni que trate de poner más de relieve.

Leed todas sus cartas: veréis que sin cesar vuelve sobre él hasta el punto de formar con él el fondo casi único de su doctrina. Ved: en el pasaje de la Epístola a los Efesios que he citado al comenzar. ¿Qué nos dice? «Dios nos ha elegido en Cristo para que seamos santos, nos ha predestinado a ser sus hijos adoptivos por Cristo... y nosotros somos agradables a sus ojos en su querido Hijo». Dios ha resuelto «restaurarlo todo en su Hijo Jesús» (Ef 1,10). O mejor, según el texto griego, «ha resuelto colocar todas las cosas bajo Cristo, como bajo un jefe único». Cristo está siempre en el primer plano de los pensamientos divinos.

¿Cómo se realiza esto?

El Verbo, cuya generación eterna adoramos «en el seno del Padre», in sinu Patris, «se hizo carne» (Jn 1,14). La Santísima Trinidad ha creado una humanidad semejante a la nuestra y desde el primer instante de su creación la ha unido de una manera inefable e indisoluble a la persona del Verbo del Hijo, de la segunda persona de la Trinidad beatísima. Este Dios-Hombre es Jesucristo.

Esta unión es tan estrecha, que no forma mas que una sola persona la del Verbo. «Dios perfecto», por su naturaleza divina, el Verbo se hace, por su encarnación, «hombre perfecto». Al hacerse hombre continúa siendo Dios. «Continuó siendo lo que era; asumiendo lo que no tenía» [Quod fuit permansit, quod non erat assumpsit. Ant. del Oficio de la Circuncisión]; -el hecho de haber tomado una naturaleza humana para unírsela, no ha disminuido su divinidad.

En Jesucristo, Verbo encarnado, se han unido las dos naturalezas sin mezcla, sin confusión; permanecen distintas, a pesar de estar unidas en la unidad de la persona; y a causa del carácter personal de esta unión, Cristo es propiamente Hijo de Dios. «Posee la vida de Dios». «Como el Padre tiene vida en sí mismo, de igual modo ha dado al Hijo el poseer en sí mismo la vida» (Jn 5,26).

La misma vida divina que subsiste en Dios, es la que llena la humanidad de Jesús. El Padre comunica su vida al Verbo, al Hijo, y el Verbo la comunica a la humanidad, que ha unido a sí personalmente. De ahí que al mirar a nuestro Señor, el Padre Eterno le reconoce «como su verdadero Hijo». «Tú eres mi Hijo; hoy te he engendrado» (Sal 2,7; Heb 5,5).-

Y por ser su Hijo, porque esta humanidad es la humanidad de su Hijo, posee esta humanidad una comunicación plena y perfecta de todas las perfecciones divinas. «El alma de Cristo está henchida de todos los tesoros de la ciencia y de la sabiduría de Dios» (Col 2,3). «En Cristo, dice San Pablo, habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad» (Col 2,9); la santa humanidad está «llena de gracia y de verdad» (Jn 1,14).

El Verbo hecho carne es, pues, adorable lo mismo en su humanidad que en su divinidad, porque debajo de esta humanidad se encubre la vida divina.- «Oh Cristo Jesús, Verbo encarnado, yo me postro delante de ti, porque tú eres el Hijo de Dios, igual a tú Padre. Eres verdaderamente el Hijo de Dios. Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero. Eres el Hijo muy amado del Padre, aquel en quien El tiene todas sus complacencias. Yo te amo y te adoro» [venite, adoremus!].

Pero esta plenitud de la vida divina que habita en Jesucristo, debe derramarse hasta nosotros y llegar a todo el género humano, y ésta es una revelación admirable que nos llena de gozo.

La filiación divina que pertenece a Cristo por naturaleza y que le convierte en «el Hijo propio y único de Dios» debe extenderse hasta nosotros por la gracia, de manera que «Jesucristo, en el pensamiento del Padre, no es sino el primogénito de una multitud de hermanos» que son hijos de Dios por la gracia como El lo es por naturaleza. «Nos predestinó para que seamos conformes a la imagen de su Hijo, para que El llegue a ser el primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8,29).

Nos hallamos ahora en el punto central del plan divino: La adopción divina la recibimos de Jesucristo y por Jesucristo. «Dios ha enviado a su Hijo al mundo, para darnos su adopción» (Gál 4,5). La gracia de Cristo, Hijo de Dios, se nos comunica a fin de que sea en nosotros el principio de la adopción. Y todos nosotros debemos recurrir a la plenitud de la vida divina y de la gracia de Jesucristo. San Pablo después de haber dicho que la plenitud de la divinidad habita corporalmente en Cristo, añade a modo de consecuencia: «En El lo tenéis todo plenamente, porque El es vuestro jefe» (Col 2,10; Ef 4,15). Y San Juan, después de habernos mostrado al Verbo hecho carne, lleno de gracia y de verdad, añade: «Todos nosotros hemos recibido de su plenitud» (Jn 1,16).

 

Así, no solamente nos «ha elegido el Padre en Cristo» desde la eternidad: Elegit nos in ipso -notad el término: in ipso: nos ha elegido «en Cristo»; todo lo que hay fuera de Cristo no existe, por decirlo así, en el pensamiento divino-; sino que hasta la gracia misma, instrumento de la adopción a que estamos destinados, la recibimos por Jesucristo.

«Dios nos ha destinado a ser sus hijos por medio de Jesucristo» (Ef 1,5). «Somos hijos como Jesús: El por naturaleza, nosotros por gracia; El, Hijo propio y natural; nosotros, adoptivos» (ML 68, 701). Por medio de Jesucristo entramos en la familia de Dios; de El y por El nos viene la gracia y con ella la vida divina: «Yo soy la vida... vine para que tengan la vida y muy copiosa» (Jn 10,10).

Tal es la fuente misma de nuestra santidad. Como  todo       Jesucristo puede resumirse en la filiación divina, así todo el cristiano se resume en la participación, por Jesucristo y en Jesucristo, de esta filiación. Nuestra santidad no es otra cosa; cuanto más participemos de la vida divina por la comunicación que Jesucristo nos hace de su gracia, cuya plenitud posee El perpetuamente, más elevado será el grado de nuestra santidad. Cristo no es sólo santo en sí mismo, es nuestra santidad. Toda la santidad que Dios ha destinado a las almas ha sido depositada en la humanidad de Cristo, y de esta fuente debemos nosotros beberla.

«¡Oh Cristo Jesús!», cantamos nosotros con la Iglesia en el Gloria de la Misa: «Oh Cristo Jesús. Tú solo eres santo» [Tu solus sanctus, Iesu Christe]. Tú solo eres santo, porque posees la plenitud de la vida divina; Tú solo eres santo, porque sólo de Ti puede venir nuestra santidad. «Tú, como dice tu gran Apóstol, has llegado a ser nuestra justicia, nuestra sabiduría, nuestra redención y nuestra santidad» (1Cor 1,30).

En Ti lo hallamos todo, al recibirte a Ti lo recibimos todo, porque cuando tu Padre, que es nuestro Padre, «te dio a nosotros, como Tú mismo lo has dicho (Jn 20,17), nos lo dio todo». «¿Cómo juntamente con El no iba a darnos todas las demás cosas?» (Rm 8,32).

Todas las riquezas, toda la fecundidad sobrenatural de que está lleno el mundo de las almas nos vienen únicamente de ti. «En Cristo tenemos la redención... según las riquezas de su gracia, que copiosamente nos ha comunicado (Ef 1,8). Por tanto, para Ti sea toda alabanza, oh Cristo, y que por Ti toda alabanza suba hasta tu Padre, por el «don inenarrable» que nos ha hecho dándote a nosotros.

 

 

 

 

6. UNIVERSALIDAD DE LA ADOPCIÓN DIVINA: AMOR INEFABLE QUE MANIFIESTA

 

Todos debemos participar de la santidad de Jesucristo. No excluye a nadie de la vida que trajo al mundo y por la cual nos hace hijos de Dios. «Por todos ha muerto Cristo» (2Cor 5,15); por El las puertas de la vida eterna han sido abiertas a todo el género humano; El es el primogénito, como dice el Apóstol, pero es primogénito de «una muchedumbre de hermanos» (Rm 8,29).

El Padre Eterno quiere que Cristo, su Hijo, sea constituido jefe de un reino, del reino de sus hijos. El plan divino quedaría incompleto si Cristo permaneciese solo, aislado. «Para gloria suya y para gloria del Padre» (Ef 1,6). Cristo debe ser jefe de una multitud innumerable que es como su «complemento» (pleroma)y sin el cual, en cierto modo, no sería perfecto.

San Pablo lo dice clarísimamente en su Epístola a los Efesios, en la que traza el plan divino: «Dios ha hecho a Cristo sentarse a su derecha en los cielos, por encima de todo principado, de toda autoridad, de todo poder, de toda dignidad y de todo nombre que se puede nombrar no sólo en el siglo presente, sino también en el siglo venidero. Todo lo ha puesto bajo sus pies y le ha dado por jefe supremo a la Iglesia, que es su cuerpo» (ib. 1,20-23).

Esta asamblea, esta Iglesia es la que Jesucristo ha rescatado, según la palabra del mismo Apóstol, para que aparezca en el último día «sin mancha ni lunar, toda santa e inmaculada» (ib. 5,27). Esta Iglesia, este reino, empieza a formarse aquí abajo; entramos en ella por el Bautismo, y mientras estamos en la tierra, vivimos en su seno por la gracia, en la fe, la esperanza y la caridad; pero llegará un día en que contemplemos su cabal perfeccionamiento en los cielos, entonces se realizará el reino de la gloria, en la claridad de la visión; el goce de la posesión y la unión sin fin.

Ved por qué decía San Pablo: «la gracia de Dios es la vida eterna, traída al mundo por Cristo» (Rm 6,23). Aquí está el gran misterio de los pensamientos divinos. ¡Oh, “si conocieses el don de Dios»! Don inefable en sí mismo e inefable sobre todo en su fuente, que es el amor. Dios quiere hacernos participar, como a hijos suyos, de su propia beatitud, precisamente porque nos ama: «Para que se nos considere como hijos de Dios y para que lo seamos en realidad» (1Jn 3,1).

Sólo un amor infinito puede otorgarnos un don semejante, porque, como dice San León: «Es don que supera a todos los dones el que Dios llame al hombre hijo suyo y el hombre llame a Dios su padre» [Omnia dona excedit hoc donum ut Deus hominem vocet filium et homo Deum nominet Patrem. Serm. VI de Nativ.].

Cada uno de nosotros puede decirse con toda verdad: «Dios me ha creado y me ha llamado por el Bautismo a la adopción divina, por un acto particular de su amor y su benevolencia, porque en su plenitud y en su opulencia divina, Dios no tiene necesidad de criatura alguna: «Nos ha engendrado libérrimamente por un acto de su voluntad» (Sant 1,18).

Dios «me ha escogido», por un acto especial de dilección y de complacencia, para ser elevado infinitamente por encima de mi condición natural, para gozar por siempre jamás de su propia beatitud, para realizar uno de sus pensamientos divinos, para ser una voz en el concierto de los elegidos, para ser uno de esos hermanos que son semejantes a Jesús y participan sin fin de su celestial herencia.

Este amor se manifiesta con un fulgor especial en el modo como se realiza el plan divino, en «Cristo Jesús». «Dios ha manifestado su amor hacia nosotros enviando a su Hijo único al mundo para que vivamos por El» (1Jn 4,9). Sí; «Dios nos ama hasta tal punto, que para mostrarnos ese amor, nos ha dado a su propio Hijo» (Jn 3,16). Nos ha dado a su Hijo para que su Hijo sea nuestro hermano y nosotros seamos un día sus coherederos, tomando parte en las riquezas de su gracia y de su gloria (Ef 2,7).

Tal es, en su majestuosa profundidad, en su sencillez misericordiosa, el plan de Dios sobre nosotros. Dios quiere nuestra santidad, la quiere porque nos ama infinitamente, y nosotros debemos quererla con El. Dios quiere santificarnos, haciéndonos participar de su misma vida y para ello nos adopta como hijos suyos y herederos de su gloria infinita y de su bienaventuranza eterna.

La gracia es el principio de esta santidad, sobrenatural en su fuente, en sus actos, en sus frutos. «Pero Dios no nos eleva a esa adopción sino por su Hijo Jesucristo», sólo en El y por El quiere unirse a nosotros, y que nosotros nos unamos a El: «Nadie llega al Padre si no es por mediación mía» (Jn 14,6). Cristo es el camino, el camino único para llevarnos a Dios; «sin El nada podemos hacer» (ib. 15,5). «No hay para nuestra santidad otro fundamento que el que Dios ha querido establecer, es decir, la unión con Cristo» (1Cor 3,11). Así, Dios comunica la plenitud de su vida divina a la humanidad de Cristo y por ella a todas las almas «en la medida de su predestinación en Cristo Jesús» (Ef 4,7).

Comprendamos que no podemos ser santos sino en la medida en que la vida de Jesucristo se halle en nosotros. Esta es la única santidad que Dios nos pide, no hay otra -y no llegaremos a ser santos sino en Jesucristo- de lo contrario, nunca lo seremos. La creación no contiene en sí misma ni un átomo de esta santidad- toda ella deriva de Dios por un acto soberanamente libre de su voluntad omnipotente, y por esto es sobrenatural.

San Pablo nos hace notar más de una vez lo gratuito del don divino de la adopción, la eternidad del amor inefable que ha resuelto hacernos participar de este don, y el medio admirable de su realización por la gracia de Jesucristo: «Acuérdate, escribe a su discípulo Timoteo, que Dios nos ha escogido con vocación santa, no por nuestras obras, sino por mera benevolencia, y conforme a la gracia que antes de todos los siglos nos ha sido dada en Jesucristo» (2Tim 1,9). «Habéis sido salvados y santificados por pura gracia”, escribía a los fieles de Efeso, y no por vuestras propias fuerzas, a fin de que nadie pueda gloriarse en sí mismo» (Ef 2,8-9).

 

7. FIN PRIMORDIAL DEL PLAN DE DIOS: LA GLORIA DEL HIJO  JESUCRISTO Y DE SU PADRE EN LA UNIDAD DEL ESPIRITU SANTO

 

[El Concilio Vaticano I definió que Dios sacó libremente a la criatura de la nada, por un acto de su bondad y de su omnipotencia al mismo tiempo, no para aumentar su bienaventuranza, ni para poner el sello a su perfección, sino para manifestar esa perfección por medio de los bienes de que colma a sus criaturas (Const. Dogm. De Fide Catholica)

En el canon 4, el Concilio anatematiza «al que niegue que el mundo ha sido creado para la gloria de Dios». De estos textos se desprende que Dios ha creado el mundo para su gloria, que esta gloria consiste en la manifestación de sus perfecciones, por los dones que derrama sobre sus criaturas, que el motivo que le determina libremente a glorificarse de este modo es su bondad (o formaliter, el amor de su bondad).

Dios une, por tanto, la felicidad de la criatura a su gloria: glorificar a Dios es nuestra bienaventuranza. «Los dones de Dios, dice Dom L. Janssens, no tienen otra fuente ni otro fin que la bondad suprema, cuya expresión más compendiada es su gloria». Pues bien; el don por excelencia, del que emanan para nosotros todos los demás, es el de la unión hipostática en Cristo: Sic Deus dilexit mundum ut Filium suum unigenitum daret... quomodo cum illo non omnia nobis donavit? (Jn 3,16; Rm 8,32)].

Toda la gloria, en efecto, debe encaminarse a Dios. Esta gloria es el fin fundamental de la obra divina. Pablo nos lo muestra al terminar con estas palabras su exposición del plan de la Providencia: «En alabanza de la gloria de su gracia» (Ef 1,6).

Si Dios nos adopta por hijos suyos, si realiza esta adopción por la gracia, cuya plenitud está en su Hijo Jesús, si quiere que tomemos parte en la felicidad de la herencia eterna de Cristo, es únicamente con miras a la exaltación de su gloria.

Fijaos con qué insistencia, al exponernos el plan divino en las palabras que cité al principio, se detiene San Pablo en ese punto: «Dios nos ha elegido... para exaltación de la gloria de su gracia» (Ef 1,6) [hay que notar en el texto griego el empleo de la preposición eis, que indica el fin que se persigue de una manera activa], y más abajo vuelve dos veces a la misma idea. «Dios nos ha predestinado para que sirvamos de alabanza a su gloria» (Ef 1,12 y 14) [+Fil 1,11: «Sed puros e irreprochables hasta el día en que Cristo aparezca, llenos de los frutos de la justicia que El os ha acarreado por su gracia para gloria y alabanza de Dios»]. La primera frase del Apóstol es sobremanera expresiva: no dice «para que se celebre su gracia», sino «para que se celebre la gloria de su gracia», lo cual quiere decir que esta gracia será rodeada del esplendor que acompaña siempre a los vencedores.

¿Por qué habla así San Pablo? -Es que, para darnos la adopción divina, Cristo ha tenido que triunfar de los obstáculos creados por el pecado; pero estos obstáculos no han servido más que para hacer resaltar a los ojos del mundo las maravillas divinas en la obra de nuestra restauración sobrenatural [mirabiliter condidisti et mirabilius reformasti. Ordinario de la Misa].

Cada uno de los elegidos es fruto de la sangre de Jesús y de las operaciones admirables de su gracia y todos los elegidos juntos son otros tantos trofeos adquiridos por esa sangre divina; de aquí que constituyan una gloriosa alabanza de Cristo y de su Padre (Ef 1,12 y 14).

Os decía, al comenzar esta charla, que la perfección divina, eternamente cantada por los ángeles, es la santidad: Sanctus, Sanctus, Sanctus.- Mas ¿cuál es el clamor de alabanza que en el cielo se eleva de entre el coro de los elegidos? ¿Cuál es el cántico incesante de esta muchedumbre inmensa que constituye el reino cuya cabeza es Cristo «¡Oh, Cordero inmolado, Tú nos has rescatado, Tú nos has devuelto los derechos a la herencia y has hecho que podamos tomar parte en ella; a Ti y a Aquel que está sobre el trono sentado, la alabanza, el honor, la gloria y el poder!» (Ap 5,9 y 14). Este es el cántico de alabanza que resuena en el cielo para exaltar los triunfos de la gracia de Jesús (Ef 1,6).

Unirnos desde ahora aquí abajo a este cántico de los elegidos es entrar en el pensamiento eterno. Mirad a San Pablo: al escribir esta admirable epístola a los Efesios, se encuentra entre cadenas, pero en el momento en que se dispone a revelar el misterio oculto desde los siglos, de tal manera se halla deslumbrado por la grandeza de ese misterio de la adopción divina en Jesucristo, hasta tal punto le fascinan las «riquezas insondables» que tenemos en Jesús que, a pesar de sus privaciones, no puede menos de lanzar desde el principio de su carta un grito de alabanza y de acción de gracias: «¡Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en Cristo con toda suerte de bendiciones espirituales!» (Ef 1,3).-

Sí, bendito sea el Padre Eterno, que nos ha llamado a sí desde toda la eternidad para hacernos sus hijos y darnos el derecho a participar en su propia vida y en su propia bienaventuranza; que para realizar sus designios nos ha dado en Jesucristo todos los bienes, todas las riquezas, todos los tesoros, de suerte que «en El nada nos falta» (1Cor 1,7)

He aquí el plan divino:

El ejercicio de toda nuestra santificación consiste en comprender cada vez mejor, a la luz de la fe, esta idea íntima de Dios [Sacramentum absconditum], en entrar en el pensamiento divino, y realizar en nosotros las miras eternas del Creador.

El, que quiere salvarnos y hacernos santos, ha trazado el plan con una sabiduría que corre parejas con su bondad; ajustémonos a ese pensamiento divino, que quiere que cifremos la santidad en nuestra conformidad con Jesucristo.

Fuera de esa conformidad, repetimos una vez más, no hay otra santidad ni otro camino para alcanzarla; y ya que ser «agradable a Dios» constituye todo el fundamento de la santidad, no podemos ser agradables al Padre Eterno si no reconoce en nosotros los rasgos de su divino Hijo.

Y para ello es menester que de tal suerte nos identifiquemos con Cristo, por la gracia y las virtudes, que el Padre celestial, al mirar nuestras almas, nos reconozca como sus verdaderos hijos. y pueda depositar en nosotros sus complacencias, como lo hacía al contemplar a Jesucristo en la tierra. Cristo es su Hijo muy amado y en El llegaremos nosotros a vernos henchidos de todas las bendiciones que nos conducirán a la plenitud de nuestra adopción en la celestial bienaventuranza.

¡Qué hermoso es repetir ahora, a la luz de esas verdades tan sublimes y consoladoras, la oración que Jesús, el Hijo muy amado del Padre, puso en nuestros labios, y que, viniendo de Él, es la oración por excelencia del hijo de Dios: «¡Oh Padre Santo, que estás en los cielos, nosotros somos tus hijos, puesto que quieres llamarte nuestro Padre; sea tu nombre santificado, honrado y glorificado, y tus perfecciones alabadas y ensalzadas más y más en la tierra; reproduzcamos en nosotros mismos, por nuestras obras, el esplendor de tu gracia; ensancha, pues, tu reino; acreciéntese sin cesar ese reino, que es también el de tú Hijo, puesto que Tú le has constituido jefe de él; sea verdaderamente tu Hijo el rey de nuestras almas; que manifestemos esta realeza en nosotros mismos por el cumplimiento perfecto de tu voluntad; como El, «procuremos sin cesar unirnos a Ti realizando siempre tu voluntad» (Jn 8,29) tu pensamiento eterno sobre nosotros, a fin de hacernos semejantes en todas las cosas a tu Hijo

 

 

GONZALO APARICIO SÁNCHEZ

             

LA HUMANIDADDECRISTO, SACRAMENTO DE LA PRESENCIA DE DIOS Y DE LA SALVACIÓN DEL MUNDO

PARROQUIA DE SAN PEDRO. 2012. PLASENCIA

 

PRÓLOGO

 

Jesucristo, en mi vida espiritual, como en todos los creyentes, es el principio y fin de todo; y ha tenido una importancia capital, primera y última: pero Jesucristo, Dios y hombre.

Desde mis años de seminario, he leído y conservo en mi biblioteca más de cien libros sobre su vida y persona; leía y subrayaba, al leer, todo lo que me gustaba. Lo he seguido haciendo, quiero decir subrayándolos hasta el presente, para disgusto de mi amigo y teólogo Demetrio, cuando los leía o consultaba; y son cincuenta y dos años de sacerdocio. Pero el hacerlo así, me ha ayudado muchísimo a la hora de tener que meditar o hacer algún trabajo sobre la materia pertinente, porque al cabo de los años, podía ver con rapidez lo más importante de cada libro.

Y es que desde que estudié la Cristología de entonces, a mí, sin embargo, lo que más me gustaban, eran los «chorollarium» y los «scholium 1, 2 o scholia», sobre la humanidad de Cristo, que yo buscaba, meditaba y oraba en mi oración y relación personal con el Señor.

Me impresionaba ya entonces la importancia de la humanidad en Cristo, como sacramento de la Divinidad y de la Salvación de los hombres, como manifestación de su amor a todos los hombres, como puente de unión entre lo divino y lo humano, a pesar de que la teología de entonces era toda sobre su divinidad y su persona de Hijo de Dios, el Verbo.

Y me subyugó como el modelo perfecto que tenía que imitar y seguir en mi vida cristiana y sacerdotal, porque la divinidad no es visible ni tocable, ni imitable. Todo lo había manifestado y realizado y hecho visible el Hijo de Dios por su humanidad, desde el misterio de la Encarnación, hasta la Pasión, Muerte y Resurrección, que es la de todos.

Por ella, como puente sagrado elegido por la Santísima Trinidad, nos vinieron y nos seguirán llegando todos los bienes de la Salvación, y es el único puente de enlace entre Dios y los hombres, el único Sacramento, el único camino elegido y santificado y santificador por donde vienen a nosotros los dones y las gracias de Dios y nosotros llegamos hasta Dios y los misterios más profundos de la Trinidad Santísima: La humanidad de Cristo.

He meditado mucho sobre Jesucristo hombre. Es lo primero que veo y toco: su humanidad, su vida, sus hechos, sus ejemplos. Me ha enseñado y me sigue mostrando el camino que debo seguir para agradar al Padre; para mí es ejemplo insuperable de cumplimiento de su voluntad y me emociona ver y papar el cariño que Cristo tenía al Padre, porque me gustaría amarle también así.

Disfruto y dialogo y discuto y me apasiona su oración y relación con el Padre, su cariño a los niños, jóvenes, enfermos, pecadores…, y siempre a través de su humanidad. Así que he decidido escribir un larguísimo libro sobre la humanidad de Cristo, sobre Cristo hombre. Pero no precisamente con lo que yo piense y escriba, que esto ya tengo parte escrito en mis libros publicados; sino con lo que otros hermanos han dicho y escrito de Él. Que hay cosas muy bellas.

Quiero escribir este larguísimo libro sobre mi Dios y hermano Jesús, sobre su vida y virtudes, sobre su doctrina y ejemplo, pero no desde mis vivencias personales, como he hecho en mis veintidós libros publicados hasta ahora,  sino con las palabras y los pensamientos de estos autores que he leído hasta el día de hoy, por lo que este libro es para uso privado y no podrá ser publicado, porque no quiero lesionar los derechos de autor. Son unos apuntes que el profesor toma para explicar su lección en la clase; y los alumnos pueden copiar, porque son privados y se citan a los autores; y con las siguientes connotaciones:

 

A) Quiero que todo lo escrito vaya en línea no de Cristología especulativa o puramente teológica, sino teológica-espiritual-contemplativa. Así he tratado de hacerlo. Que todo sirva para la meditación, la oración, la contemplación de la humanidad de Cristo, de sus virtudes, doctrina, ejemplos e imitación.  

 

B) En esta línea los autores de los años 50-80 no han sido superados, según mi criterio. De hecho he comprado libros y libros de estos último años, pero Karl Adam, Columba Marmión, Guardini, Jean Gelot, J.B. Chautard… y otros que verás citados de aquellos años, aquellos profesores de la Gregoriana, S. Lionnet, Michel Ledrus, Bernard… etc, para mí, que no han sido superados. Y puedo aseguraros que he comprado y leído muchos autores modernos, más de cuarenta libros, algunos con dos y tres ediciones, pero yo no encuentro vida, hondura, vivencia… He escogido los veinticinco mejores  autores en este sentido que yo he leído en mi vida y ya son 75 años y 52 de sacerdocio.

 

C). El orden de selección y apartados que he seguido a la hora de escoger lo que más me gustaba de estos autores, excepto en algunos que prácticamente lo tenían así en sus libros, es el siguiente. Escojo un autor, leo todo el libro, y lo divido en cuatro apartados; apartados número:

 

  1. Escojo de este autor, más o menos, porque a veces está todo muy mezclado, todo lo que se refiere principalmente a la humanidad de Cristo como Sacramento de la Divinidad y de la Salvación de los hombres, como puente y sacerdocio por donde nos han venido todas las gracias y dones del Padre. En definitiva, la importancia de la humanidad de Cristo en el proyecto de Salvación del Padre.

 

  1. En el número 2 de cada autor pongo, más o menos, aquello que más ayude a meditar o descubrir la humanidad de Cristo como modelo de amor, seguimiento y cumplimiento de la voluntad del Padre. Ya empiezo a hablar de sus actos y virtudes.

 

  1. En el número 3 escojo lo que, según mi criterio, más pueda ayudar de ese autor para conocer y meditar la vida y la doctrina de Cristo, el evangelio, pero en temas concretos; por eso he prescindido de Vidas de Cristo buenísimas como las del P. Lagrage, L. de Grandmaison, Ricchiotti, Papini…, porque aquí está todo mezclado y no se profundiza en una virtud o doctrina de Cristo, se anuncia y se desarrolla no ampliamente.

 

  1. Aquí  pongo sólo temas o meditaciones, concretas y amplias, sobre el amor, la bondad, la misericordia… y virtudes concretas, no generales, de Cristo. Pero de tal forma, que puedan ser dadas o predicadas sin necesidad de ser elaboradas. Mientras que las de los números anteriores, algunas, no todas, necesitan ser trabajadas, unas más, otras menos.

Que la Virgen Madre te lleve de la mano hasta el Hijo. Es su carne, su sangre, su vida. Ella lo conoce mejor que nadie. Y te llevará hasta Él.

 

 

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1. DIOS BAJA HASTA EL HOMBRE Y SE NOS DA EN LA HUMANIDAD DE JESUCRISTO

 

El misterio de Cristo es el misterio de la fe católica y cristiana. Este misterio, propiamente hablando, en que sea Dios, sino en que sea, al mismo tiempo, Dios y Hombre. El gran milagro, lo increíble, no está solamente en que la majestad de Dios brille en el rostro de Cristo, sino en que Dios se haya hecho verdadero hombre, en que Él, Dios, se haya manifestado bajo la forma humana.

En el mensaje cristiano no se trata únicamente de la elevación de la criatura hasta las alturas divinas, de una glorificación y de una divinización de la naturaleza humana, sino ante todo, del descenso de Dios, del Verbo divino, hasta la forma de esclavo de lo meramente humano. En esto consiste la esencia del auténtico mensaje cristiano: “Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn1, 14). “Se anonadó a sí mismo, tomando forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres y en su condición exterior, presentándose como hombre” (Phil 2, 7).

Afirmar que Cristo es hombre verdadero, íntegro, que, aunque unido substancialmente a la divinidad, no deja por eso de tener, no ya sólo un cuerpo humano sino también un alma, voluntad y sentimientos humanos, que ha sido, en el sentido más verdadero y pleno, como uno de nosotros, todo ello es tan fundamental como aseverar por otra parte su divinidad.

La creencia en un «Verbo divino» creador no fue del todo extraña a los intelectuales paganos, en cuyas mitologías se encuentra con bastante frecuencia la opinión de que un dios puede manifestarse en forma visible y humana. Pero en todas estas encarnaciones paganas lo puramente humano pierde su significado y su valor propio. No es más que una envoltura sin consistencia, real una simple apariencia bajo la cual se manifiesta la divinidad. El docetismo es esencial a todas estas mitologías.

Muy diferente es el misterio cristiano de la Encarnación. La humanidad de Cristo no se reduce a una mera apariencia; tampoco sirve sólo para hacer a Dios sensible, ni es únicamente la forma visible bajo la cual Dios se presenta ante nosotros o el punto en el que la divinidad se nos patentiza.

La humanidad de Cristo tiene su realidad y función propias e independientes. Es el camino, el medio y el sacramento de que Dios se sirve para acercarse a nosotros y salvarnos. En toda la historia de las religiones no se encuentra nada parecido a esta doctrina fundamental del cristianismo: la salvación por la humanidad de Cristo. Su obra redentora consiste en que aquel que en un principio estaba en Dios, se ha hecho verdaderamente hombre, y así en esa y por esa humanidad ha llegado a ser la fuente de toda bendición.

Entre los apóstoles, ninguno ha visto con tanta claridad esta verdad ni le ha dado tanta importancia como san Pablo. El Hijo de Dios, al tomar la naturaleza humana, se ha unido y ha entrado a formar parte de la humanidad, haciéndose solidario con ella, menos en el pecado. Como hombre, ha llegado a ser nuestro hermano; como Verbo divino creador, el primogénito entre los hermanos; no sólo un hombre como nosotros, sino el hombre por antonomasia, el hombre nuevo, el segundo Adán.

En adelante, todo lo que piensa y quiera este hombre nuevo, todo lo que sufra y obre, lo piensa y lo quiere, lo sufre y lo obra con nosotros; nuestros destinos son solidarios. Más todavía: su vida, su muerte y su resurrección se realizan en unión real con nosotros. Bien mirado, sus pensamientos, acciones, dolores y su resurrección llegan a ser también nuestros. Y nuestra redención se ha realizado porque hemos sido incorporados a este Dios Hombre en toda la extensión de su realidad; desde el pesebre a la cruz y hasta la resurrección y la ascensión.

Esta incorporación es obra de la misteriosa eficacia del bautismo que penetra, para transformarnos, hasta el fondo de Nosotros mismos, por tanto, no sólo en nuestra inteligencia, voluntad y acción, sino hasta lo más íntimo de nuestro ser.

Ser redimido, ser cristiano, es entrar en comunión con la vida y resurrección de Cristo; es formar con el primogénito de los hermanos, con la cabeza de este cuerpo, con la totalidad de su obra redentora una unidad real, una comunidad nueva, un cuerpo único, su plenitud y su todo.

El Redentor es el hombre que, gracias a sus relaciones misteriosas y esenciales con Dios, merced a su identidad personal con el Verbo eterno, toma y lleva en sí la humanidad que va a rescatar.

Él es la unidad viviente de los redimidos, el principio supremo sobre el cual se funda y se cierra el círculo de la redención. Por eso la Encarnación del Verbo eterno es el verdadero punto central del cristianismo. Para nosotros, propiamente hablando, lo importante no es precisamente la esfera de la divinidad, el Verbo eterno en sí mismo, sino ese Hombre Jesucristo que, por y en virtud de la unión personal de su naturaleza humana con el Verbo divino, por su muerte y su resurrección, ha llegado a ser nuestro Mediador, nuestro Redentor y nuestro Salvador.

San Pablo hace resaltar esta verdad central del cristianismo cuando solemnemente declara: “No hay más que un solo Dios y asimismo sólo un Mediador entre Dios y nosotros, Jesucristo hombre, que se entregó a sí mismo en precio de rescate por todos” (1 Tim 2, 5). La Epístola a los Hebreos se sirve de expresiones litúrgicas para describir con más precisión esta misma idea central del cristianismo: “Tenemos en Jesucristo, Hijo de Dios, un gran Pontífice, que penetró en los cielos... Tenemos un gran Pontífice que se compadece de nuestras flaquezas; para asemejarse a nosotros las experimentó todas, excepto el pecado” (Hb 4,14).

Mientras vivimos en el tiempo, lo que para la piedad cristiana domina en la figura de Cristo, no es la majestad divina ni el esplendor de Dios. Decimos en la figura de Cristo. Es evidente que la Divinidad infinita y trascendente, el Dios Trino, aquel a quien los hombres llamamos Padre, Creador del cielo y de la tierra, es y debe permanecer objeto único de la piedad y culto cristianos. «Al Padre debe dirigirse siempre nuestra oración». Tal es la regla fundamental de la liturgia cristiana formulada ya por san Agustín: “Ha llegado la hora en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad” (Jn 4, 23). Pero esta adoración del Padre no se identifica con el culto a Cristo. Dios hecho hombre no es el último término, el verdadero objeto de nuestra adoración; Él es el Mediador. No es, pues, a Él sino por Él, por quien la Iglesia cristiana, de ordinario, ora. En toda la liturgia romana la oración se dirige al Padre por medio de Cristo, nuestro Señor», dama aún hoy nuestra liturgia.

La esencia del a fe cristiana culmina en esta paradoja:
El verdadero Hijo de Dios es también verdadero hombre. La sublimidad, la audacia del mensaje cristiano consiste en ver y poner siempre, a la vez, en Cristo, todos los rasgos contradictorios de estos componentes: Dios y hombre.

En estos escritos, en los que voy a poner todo lo mejor que he leído y meditado sobre la personalidad humana de Cristo, sobre su personalidad moral e intelectual humana, sobre sus virtudes y ejemplos de vida humana, siempre unida y realizada por el Verbo de Dios, enviado por el Padre para abrirnos las puertas del Misterio y de la Esencia Trinitaria. Jesús de Nazaret es la puerta y subiendo por su humanidad, ya resucitada, somos introducidos en la Vida y Amor de nuestro Dios Trino y Uno.

Ésta es la razón por la cual en esta obra no vamos a hablar exclusivamente de la divinidad de Cristo, sino del Dios hecho hombre, del Dios que está ante nosotros bajo la forma de siervo, de ese Cristo que en la mañana de Pascua dijo a María Magdalena en el huerto: “Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios” (Jn 20, 17).

No se va a tratar solamente del Verbo eterno en el seno de la divinidad, de la segunda Persona de la Santísima Trinidad, sino del Hijo de Dios bajo su forma humana, del Hijo del Hombre, elevado y sentado a la diestra del Padre, de aquel a quien Dios “ha hecho Señor y Cristo” (Act 2, 30), “que ha ensalzado hasta su diestra para hacerle Señor y Salvador” (Act 5, 31), de ese Dios hecho hombre que decía de sí mismo: “Mi Padre es mayor que yo” (Ioh 14, 28).

Sólo al hablar de ese Dios encarnado, sin perder jamás de vista ni su naturaleza divina, ni la humana, y situando cada una de ellas en su verdadero puesto, estaremos seguros de hallarnos en el justo medio, en la esencia del cristianismo.

2. EL HOMBRE SUBE HASTA DIOS POR LA HUMANIDAD DEL HIJO

   Nosotros subimos hasta la Divinidad por la humanidad de Jesucristo. La  humanidad de Cristo es el sacramento del encuentro del hombre con Dios, es el puente que no lleva hasta Él, es el signo, el sacramento de la presencia de Dios en medio de nosotros.

La humanidad de Jesús, en tanto que humanidad del Hijo, es para nosotros la mediación, el punto de apoyo a nuestro alcance por el que tenernos la certeza de poder encontrar a Dios y unimos a El.

En efecto, dice san Pablo: «en Él reside corporalmente toda la plenitud de la Divinidad» (Col 2, 9). La humanidad de Jesús es el sacramento primordial por el cual la Divinidad se hace accesible a los hombres.

Si hacemos oración para entrar en contacto con Dios, como a Dios nadie le puede ver ¿Cuál es el modo, el medio que se nos ha dado para encontrar a Dios? Hay un único mediador, el Cristo Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre.

Somos personas de carne y hueso; necesitamos ayudas sensibles para acceder a las realidades espirituales. Dios lo sabe, y eso explica todo el misterio de la Encamación. Tenemos necesidad de ver, de tocar,  de sentir.

La humanidad sensible y concreta de Jesús es para nosotros la expresión de la maravillosa condescendencia de Dios, que conoce nuestra forma de ser y nos da la posibilidad de acceder humanamente a lo divino, de tocarlo por medios humanos. La Redención se realizó por medio de la Humanidad del Hijo, del hombre Jesús.

Dios se ha hecho hombre. Lo espiritual se ha hecho carnal. Jesús es para nosotros el camino hacia Dios: «El que me ve a mí, ve al Padre», contesta Jesús a la petición de Felipe: «Muéstranos al Padre y eso nos basta» (Jn 14, 8-9).

Hay en ello un muy hermoso y gran misterio. La humanidad de Jesús en todos sus aspectos, hasta los más humildes y más secundarios en apariencia, es para nosotros como un inmenso espacio de comunión con Dios. Cada aspecto de esta humanidad, cada uno de sus rasgos —incluso el más pequeño y más oculto—, cada una de sus palabras, cada uno de sus hechos y de sus gestos, cada una de las etapas de su vida, desde la concepción en el seno de María hasta la Ascensión, nos pone en comunicación con el Padre siempre que lo recibamos en la fe.

Recorriendo esta humanidad como un paisaje que nos perteneciera, como un libro escrito para nosotros, nos lo apropiamos en la fe y en el amor; no cesamos de crecer en una comunión con el misterio inaccesible e insondable de Dios.

Esto significa que la oración del cristiano siempre se basará en una cierta relación con la humanidad del Salvador. Todas las variadas formas de oración. Sabemos lo mucho que insistía santa Teresa de Jesús en esta verdad, al contrario de los que enseñaban que para llegar a la unión con Dios, a la pura contemplación, es preciso abandonar, en determinado momento, toda referencia sensible, incluso a la humanidad del Señor. Cf. Lib,» de la Vida, cap. 22, y Sextas Moradas VII.

«La infancia de Jesús es un estado pasajero, pues las circunstancias de esta infancia han pasado y ya no es un niño. No obstante, hay algo divino en ese misterio que persevera en el cielo y que obra un modo de gracia semejante en las almas que están en la tierra, que Jesús gusta de asignar y dedicar a ese humilde primer estado de su persona.»

Hay mil formas de entrar en contacto con la humanidad de Jesús: contemplar sus hechos y sus gestos, meditar su comportamiento, sus palabras, cada uno de los acontecimientos de su vida terrena, conservarlos en nuestra memoria, mirar su rostro en una imagen, adorarle en su Cuerpo en la Eucaristía, pronunciar su Nombre con amor y guardarlo en nuestro corazón, etc. Todo eso nos ayuda a hacer oración solamente con una condición: que esta actividad no sea una curiosidad intelectual, sino una búsqueda amorosa: «Busqué al amado de mi alma» (Ct 3, 1).

En efecto, lo que nos permite apropiamos plenamente de la humanidad de Jesús, y por ella entrar en comunicación real con el misterio insondable de  Dios, no es la mera especulación de la inteligencia, sino la fe, la fe como virtud teologal, es decir, la fe animada por el amor.

Sólo ella —y san Juan de la Cruz insiste ordinariamente en este punto—, tiene el poder, la fuerza necesaria para hacemos entrar realmente en posesión del misterio de Dios a través de la persona de Cristo. Sólo ella nos permite alcanzar realmente a Dios en la profundidad de su misterio: la fe, que es la adhesión de todo el ser a Cristo, en quien Dios se nos da.

La consecuencia de todo esto, como hemos visto, consiste en que el modo de hacer oración para el cristiano es el de comunicamos con la humanidad de Jesús a través del pensamiento, de la mirada, de actos de la voluntad y según distintas vías a cada una de las cuales corresponde, por así decir, un «método de oración».

Un procedimiento clásico, por lo menos en Oriente, para entrar en la vida de oración es por ejemplo el que aconseja santa Teresa de Jesús: vivir en compañía de Jesús como con un amigo con el que se dialoga, al que se escucha, etc.: «Puede representarse delante de Cristo y acostumbrarse a enamorarse mucho de su sagrada Humanidad, y traerle siempre consigo y hablar con El, pedirle para sus necesidades, y quejársele de sus trabajos, alegrarse con El en sus contentos, y no olvidarle por ellos, sin procurar oraciones compuestas, sino palabras conforme a sus deseos y necesidad. Es excelente manera de aprovechar, y muy en breve; y quien trabajare a traer consigo esta preciosa compañía, y se aprovechare mucho de ella, y de veras cobrare amor a este Señor, a quien tanto debemos, yo le doy por aprovechado» (Libro de la Vida, cap. 12).

 

ESTAS NOTAS ESCRITAS CON BOLÍGRAFO, QUE SIGUEN A CONTINUACIÓN, SON LAS QUE YO TOMABA LEYENDO LOS LIBROS. LAS PONGO CON GOZO COMO TESTIMONIO  DE LO QUE EL ESPÍRITU  ME INSPIRABA YA ENTONCES.

 

EN ESTE LIBRO, COMO VERÁS, ESTUDIO LOS DOS LIBROS MÁS IMPORTANTE DE DOM COLUMBA MARMIÓN: JESUCRISTO EN SUS MISTERIOS Y JESUCRISTO, VIDA DEL ALMA, EN EL QUE REPITE MUCHO DE ANTERIOR.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

I. MARMIÓN: LA HUMANIDAD DE CRISTO, SACRAMENTO DE ENCUENTRO CON DIOS SALVADOR

 

 

 

POR EL VERBO ENCARNADO AL PADRE

 

        

 

 

      

 

     

 

          

 

 

 

MARMIÒN II:

 

LA  HUMANIDAD DECRISTO,  MODELO DE VIDA CRISTIANA: SEGUIMIENTO

 

 

 

LA HUMANIDAD DECRISTO

 

No nos extrañemos tampoco de que estas palabras nos revelen profundos misterios: Jesucristo mismo lo quiso. Para realizar nuestra unión con Él nos las dió a conocer; dispuso que los autores sagrados las recogiesen; envía a su santo Espíritu que «escudriña hasta las profundidades de Dios», para recordárnoslas, con objeto de que gustemos, «con toda sabiduría e inteligencia espiritual», los misterios de su vida íntima en Dios.

go de la agonía: «No se haga mi voluntad, sino la tuya, hasta la muerte ignominiosa de la cruz; «conviene que el mundo conozca que amo al Padre, y que según el mandato que me dió el Padre, así hago». Y cuando ha terminad ya todo, el último latido de su corazón, su pensamiento postrero es para el Padre: «Padre, en tus manos entrego mi espíritu». El amor de Jesucristo a su Padre late en el fondo de todos sus estados, y explica todos sus misterios.

Agradable En esto se agrada también al Padre... Ved lo que Jesucristo decía en la Cena a sus apóstoles: «El Padre os ama...» Palabra muy regalada, y ¿dónde hallaréis otra que inspire tanta confianza como ésta? — ¿No procede acaso de Aquel que conoce los secretos del Padre? «El Padre os ama... » Y ¿qué razón les da? «Porque Vosotros me habéis amado, y habéis creído que salí del Padre, ». Creer, pero con una fe práctica que nos ponga en manos de Dios para servirle, creer, digo, que Jesucristo, el Verbo en 26, carnado, procede del Padre, es el mejor modo de agradar a Dios.

Repitamos, pues, con frecuencia y con una profunda reverencia, después de la comunión sobre todo, las palabras del Credo: «¡Oh Jesús! Tú eres el Verbo que nació del Padre, anterior a todos los siglos; Tú eres Dios, salido ¡lt Dios, luz que brota de la luz, verdadero Dios nacido de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma sustawcia que el Padre que hizo todas las cosas. ¡Le canto con mis propios labios; concédeme la gracia de proclamarle con mis obras!».

 

 

 

 

5, CONSECUENCIAS PRÁCTICAS DE ESTAS DOCTRINAS: PERMANECER UNIDO AL VERBO ENCARNADO, POR LA FE, LAS OBRAS Y EL SACRAMENTO DE LA EUCARISTÍA

 

Y ahora, ¿qué consecuencias prácticas se deducen de esta doctrina? Si el Padre Eterno tiene decretado que seamos sus hijos, pero lo seamos mediante su propio Hijo: «Nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo»; si determinó que sólo por su Hijo tendremos parte en la herencia de su bienaventuranza, es imposible realizar el plan que Dios tiene sobre nosotros, y, por lo tanto, asumir nuestra salvación, si no permanecemos unidos al Hijo, al Verbo. — No olvidemos nunca que no hay otro

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

MARMIÓN III:

CONTEMPLACIÓN DE LA VIDA Y PALABRA DE CRISTO

 LOS MISTERIOS DE JESUCRISTO: DIOS SE HACE HOMBRE: ADVIENTO: ENCARNACIÓN

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 MARMIÓN IV

 VIRTUDES Y ACTOS HUMANOS CONCRETOS DE CRISTO

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

MIS NOTAS Y APUNTES

 

 

 

 I. MARMIÓN

 

 LA HUMANIDAD DE CRISTO, SACRAMENTO DE ENCUENTRO CON DIOS Y LA SALVACIÓN

 

 

 

 

II. MARMIÓN

 

LA  HUMANIDAD DECRISTO,  MODELO DE VIDA CRISTIANA

 

 

 

III MARMIÓN

CONTEMPLACIÓN DE LA VIDA Y PALABRA DE CRISTO

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

IV MARMIÓN

VIRTUDES Y ACTOS HUMANOS CONCRETOS DE CRISTO

Para dar retiros espirituales a sacerdotes o gente formada tener presente a Marmión, sobre todo en el libro VIDA DEL ALMA y en los temas expuestos abajo; y el libro JESUCRISTO EN SUS MISTERIOS tiene materia para lo mismo, pero hay que trabajarlos más.

5. La verdad en la caridad El Cristianismo, religión de vida - 1. Carácter fundamental de nuestras obras: la verdad; obras conformes a nuestra naturaleza de seres racionales: armonía de la gracia y de la naturaleza en conformidad con nuestra individualidad y especialización - 2. Realizar nuestras obras en la caridad, en estado de gracia; necesidad y fecundidad de la gracia para la vida sobrenatural - 3. Maravillosa variedad de los frutos de la gracia en las almas; la raíz de que procede es sin embargo para todos la misma

6. Nuestro progreso sobrenatural en Jesucristo La vida sobrenatural está sujeta a una ley de progreso - 1. Aparte de los sacramentos, la vida sobrenatural se perfecciona con el ejercicio de las virtudes - 2. Las virtudes teologales. Naturaleza de esas virtudes; son características de la cualidad de hijo de Dios - 3. Por qué debe ser dada la preeminencia a la caridad - 4. Necesidad de las virtudes morales adquiridad e infusas - 5. Las virtudes morales salvaguardan la caridad, la cual a su vez las preside y las perfecciona - 6. Aspirar a la caridad perfecta por la pureza de intención - 7. La caridad puede informar todas las acciones humanas; sublimidad y sencillez de la vida cristiana - 8. Fruto de la caridad y de las virtudes que ella rige: hacernos crecer en Cristo, para completar su cuerpo místico - 9. El progreso sobrenatural puede ser continuo hasta la muerte: «donec occurramur omnes... in mensuram ætatis plenitudinis Christi»

7. El sacrificio eucarístico La Eucaristía, fuente de vida divina - 1. La Eucaristía considerada como sacrificio; trascendencia del sacerdocio de Cristo - 2. Naturaleza del sacrificio; cómo los sacrificios antiguos no eran más que figuras; la inmolación del Calvario, única realidad, valor infinito de esta oblación - 3. Se reproduce y renueva por el sacrificio de la Misa - 4. Frutos inagotables del sacrificio del altar; homenaje de perfecta adoración, sacrificio de propiciación plenaria; única acción de gracias digna de Dios; sacrificio de poderosa impetración - 5. Intima participación en la oblación del altar por nuestra unión con Cristo, Pontífice y víctima

8. Panis vitæ La Comunión eucarística es el medio más eficaz para mantener en nosotros la vida sobrenatural - 1. La Comunión es el convite en que Cristo se da como pan de vida - 2. Por la Comunión, Jesucristo mora dentro de nosotros y nosotros dentro de él - 3. Diferencia entre los efectos del sustento corporal y los frutos de la manducación eucarística; cómo Cristo nos transforma en El; influencia que en el cuerpo ejerce este maravilloso alimento - 4. La preparación es necesaria para asimilarse los frutos de la Comunión - 5. Disposiciones remotas: absoluta donación de uno mismo a Jesucristo: orientar todas nuestras acciones en orden a la Comunión - 6. Disposiciones próximas: fe, confianza y amor; cómo premia el Señor tales disposiciones: la Comunión constituye la más alta participación de la divina filiación de Jesucristo. Diversidad de «fórmulas» y disposiciones interiores en la preparación inmediata - 7. Acción de gracias después de la Comunión: «Mea omnia tua sunt et tua mea»

9. Vox Sponsæ La alabanza divina es parte esencial de la misión santificadora que Cristo confía a la Iglesia - 1. El Verbo Eterno, cántico divino; la Encarnación asocia el género humano a este cántico - 2. La Iglesia encargada de organizar, guiada por el Espíritu Santo, el culto público de su Esposo; empleo que en él se hace de los Salmos; cómo esos cánticos inspirados ensalzan las perfecciones divinas, expresan nuestras necesidades, y nos hablan de Cristo - 3. Gran poder de intercesión de esa alabanza en labios de la Esposa - 4. Cuantiosos frutos de santificación; la oración de la Iglesia, manantial de luz, nos hace participar de los sentimientos del alma de Cristo - 5. También nos hace partícipes de sus misterios: senda segura e infalible para asemejarnos a Jesús - 6. Por qué y cómo la Iglesia honra y celebra a los santos

10. La oración Importancia de la oración: la vida de oración es transformante - 1. Naturaleza de la oración: conversación del hijo de Dios con su Padre celestial bajo la influencia del Espíritu Santo - 2. Dos factores afectarán a los términos de esta conversación: primer factor: la medida de la gracia de Cristo; suma discreción que debe observarse a este propósito; doctrina de los principales maestros de la vida espiritual; el método no es el mismo que la oración - 3. Segundo elemento: estado del alma. Las distintas fases de la vida de perfección caracterizan, de una manera general, los diversos grados de la vida de oración. Trabajo discursivo de los principios - 4. De cuanta importancia sea en la vía iluminativa la contemplación de los misterios de Cristo: el estado de oración - 5. La oración de fe; la oración extraordinaria - 6. Disposiciones indispensables para hacer fructuosa la oración; pureza de corazón, recogimiento del espíritu, abandono, humildad y reverencia - 7. Sólo la unión con Cristo por la fe puede hacer fecunda la vida de oración; alegría que produce en el alma

11. Amaos los unos a los otros 1. La caridad fraterna, mandamiento nuevo y signo distintivo de las almas que pertenecen a Cristo. Por qué el amor para con el prójimo es la manifestación del amor para con Dios - 2. Principio de esa economía; extensión de la Encarnación; no hay más que un solo Cristo; no puede nadie separarse del cuerpo místico sin separarse del mismo Cristo - 3. Ejercicios y formas diversas de la caridad; su modelo a de ser la de Cristo, siguiendo las exhortaciones de San Pablo: «ut sint consummati in unum»

12. La Madre del Verbo encarnado Lugar que ocupa la devoción a María en nuestra vida espiritual; el discípulo de Cristo debe, como Jesús, ser hijo de María -1. Lo que María ha dado a Jesús. Por su «fiat», la Virgen aceptó dar al Verbo una naturaleza humana; es la Madre de Cristo; en virtud de esto, entra esencialmente en el misterio vital del Cristianismo - 2. Lo que Jesús a dado a su Madre. La escogió entre todas las mujeres; la ha amado y obedecido; la ha asociado de una manera muy íntima a sus misterios, principalmente al de la Redención - 4. Fecundidad que reporta al alma la devoción a María. María inseparable de Jesús en el plan divino; su crédito todopoderoso; su gracia de maternidad espiritual. Pidamos a María «que forme a Jesús» en nosotros

13. Coherederos de Cristo La herencia del cielo, término final de nuestra predestinación adoptiva - 1. La bienaventuranza eterna consiste en la visón de Dios cara a cara, en el amor inmutable y en la alegría perfecta - 2. Los cuerpos de los justos han de participar, después de la resurrección, de esa bienaventuranza; gloria de esa resurrección ya realizada en Cristo, cabeza de su cuerpo místico - 3. El grado de nuestra bienaventuranza determinado ya aquí en la tierra según la medida de nuestra gracia; cómo San Pablo exhorta a los fieles a progresar en el ejercicio de la vida sobrenatural «hasta el día de Cristo»

 

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