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III. JESUCRISTO, HIJO DE DIOS, VERBO DEL PADRE IN SINU PATRIS


JESUCRISTO ES ANTE TODO EL HIJO DE DIOS. Los misterios de Jesucristo son también nuestros; y es tal la unión que Jesucristo quiere contraer con nosotros por su Encarnación que todo se hace común entre Él y nosotros; en las gracias inagotables de salvación y de santificación que nos mereció en cada uno de sus misterios, quiere que tengamos parte para comunicarnos el espíritu de sus estados, y de ese modo realizar en todos nosotros la semejanza de vida y sentimientos con Él, prenda infalible de nuestra vida eterna.

Jesucristo pasó por diversos estados, fue niño, adolescente, doctor de la verdad, víctima en la Cruz, glorioso en su resurrección y en su ascensión; y de ese modo, recorriendo una tras otra todas las etapas de su existencia terrestre, santificó toda la vida humana.

Pero posee un estado esencial que no le pierde nunca: sigue siendo siempre el Unigénito de Dios, que vive en el seno del Padre.

Jesucristo es el Hijo único de Dios que se encarnó, el Verbo que se hizo carne. Jesucristo era Dios antes de hacerse hombre, y al ser hombre no ha dejado de ser Dios: Continuó siendo lo que era.Ya le consideremos niñito en la cuna, ya trabajando en el taller de Nazaret, o predicando en la Judea, o muriendo en el Calvario, o manifestando su gloria de triunfador a los apóstoles, o remontándose al cielo, es siempre y sobre todo el Hijo único del Padre.

Por consiguiente, lo primero que tenemos que contemplar es su divinidad, y después hablar de los misterios que se derivan de la misma Encarnación; todos los misterios de Jesucristo tienen su fundamento en la divinidad; de ella toman todo su esplendor y en ella encuentran toda su fecundidad.

Hay una gran diferencia entre el principio del Evangelio de San Juan y el de los otros escritores sagrados. Éstos comienzan su relato describiendo la genealogía humana de Jesucristo, para demostrar cómo desciende de la raza real de David. Pero San Juan, a quien repugna poner pie en tierra, se levanta de un golpe, como el águila, en vuelo maravilloso hasta los cielos, para decirnos lo que ocurre en el santuario de la divinidad.

Este evangelista, antes de relatarnos la vida de Jesucristo, nos cuenta lo que era Jesús en el tiempo que precedió a su Encarnación. ¿Y en qué términos se expresa? »Al principio existía el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios... » Y para cercioramos del valor de su palabra, añade después que a «Dios no le ha visto nadie, pero el Unigénito, que está en el seno del Padre, es el mismo quien lo ha contado».

En efecto, Jesucristo explicó durante tres años los secretos divinos a sus discípulos; la víspera de su muerte, se los recordaba, y les decía que tenían que ver en eso una prueba de amistad que a ellos solos les daba, y a los que después habían de creer en su palabra: «Os he llamado amigos, porque cuanto he oído de mi Padre os lo he dado a conocer».

Para conocer lo que es Jesucristo y lo que era nos basta, pues, escuchar al discípulo que nos refiere sus palabras; mejor dicho, nos basta escucharle a Él. Pero escuchemos con fe, con amor, con adoración, ya que el que nos da a conocer es el mismo Hijo de Dios. Las palabras que nos dirige no son palabras que se puedan comprender únicamente con los oídos materiales; son palabras del todo celestiales, de vida eterna, “las palabras que os he hablado son espíritu y son vida»

El alma humilde y fiel es la única que puede entenderlas. 
No nos extrañemos tampoco de que estas palabras nos revelen profundos misterios: Jesucristo mismo lo quiso. Para realizar nuestra unión con Él nos las dio a conocer; dispuso que los autores sagrados las recogiesen; envía a su santo Espíritu que «escudrina hasta las profundidades de Dios” ,para recordárnoslas, con objeto de que las gustemos, «con toda sabiduría e inteligencia espiritual» , los misterios de su vida íntima en Dios. El tener parte ya en esta vida constituye el fondo del Cristianismo y la
esencia de toda santidad

 
1. EL DOGMA DE LA FECUNDIDAD DIVINA: DIOS ES PADRE

 

La fe nos revela este misterio verdaderamente estupendo de que el poder y el acto de la fecundidad son una perfección divina.
Dios tiene la plenitud del ser, y es el océano sin riberas de toda perfección y de toda vida. Dios es el mismo Ser, el Ser necesario, el Ser subsistente por sí mismo, que posee en su plenitud toda perfección. Él es el Padre, principio de toda la vida divina en la Trinidad beatísima.

Y así como el Padre proclama su inefable fecundidad:
«Túeres mi Hijo, hoy te he engendrado, el Hijo reconoce que es Hijo y que el Padre es su principio, su origen, y que todo Viene de Él; y aquí tenemos, por decirlo así, la primera «función» del Verbo.
Abrid los evangelios, el de San Juan sobre todo, y veréis que el Verbo encarnado insiste una vez y otra vez en esa propiedad para ponerla de relieve ante nuestros ojos. Jesucristo se complace en proclamar que, como Hijo de Dios, todo le viene de su Padre. «Yo vivo por el Padre, dice a sus apóstoles; mi doctrina no es mía, sino del que me envió; el Hijo no puede hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre, y todo lo que hace el Padre, lo hace igualmente el Hijo; el Hijo no hace nada por sí mismo, y según que le oye, juzga, y su juicio es justo, porque no busca su propia voluntad, sino la voluntad del que le envió... No hago nada de mí mismo, sino que, según me enseñó el Padre, así hablo»

¿Qué quiere significar nuestro Señor con estas palabras misteriosas, sino que en calidad de Hijo recibe todo del Padre, a pesar de ser igual a Él? Siempre, y en todas las circunstancias más salientes de su vida, ejemplo, la resurrección de Lázaro, Jesucristo pone de relieve las relaciones inefables que le constituyen el Unigénito del Padre Eterno.

Podéis leer sobre todo el discurso y la oración de Jesucristo en la última Cena, y en ellos, al consumar con su propio sacrificio en la cruz la serie de sus misterios, descorrer un poco el velo que oculta a nuestras miradas la vida divina; y entonces veréis la insistencia con que una vez y otra vez vuelve sobre el tema de su filiación eterna y las propiedades que de ella dimanan: «Padre, llegó la hora; glorifica a tu Hijo, para que el Hijo te glorifique... Glorifícame con la gloria que tuve cerca de Ti, antes que el mundo existiese... Los hombres que me has confiado ahora saben que todo cuanto me diste viene de Ti... Conocieron perfectamente que salí de Ti... Todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío... Que los creyentes sean uno, como tú, Padre, estás en Mí y Yo en Ti... Padre, los que Tú me diste, quiero que donde esté Yo, estén ellos también conmigo, para que vean mi gloria, que Tú me has ciado, porque me amaste antes de la creación del mundo».

¡Qué admirable revelación del Padre y del Hijo y de sus relaciones incomprensibles encierran estas palabras! Muy cierto, como dice San Juan al principio de su evangelio, no hemos visto a Dios, pero el Unigénito, que está en el seno del Padre, nos reveló un poquito los secretos de su vida.

Creo, Cristo Jesús, que eres el Unigénito del Padre, Dios como Él, lo creo, es verdad, pero aumenta mi fe!

 

Es la segunda «función» del Verbo ser, como lo dice San Pablo, «la imagen de Dios invisible».vY no una imagen cualquiera, sino una imagen viva, perfecta. El Verbo es el «esplendor de la gloria del Padre, y la imagen de su sustancia, el brillar de su luz eterna. Es, como lo indica la palabra griega, el «carácter», la expresión adecuada de Dios, y como la imagen que el sello graba en la cera. La gloria de un hijo consiste en ser la imagen viva de su padre.

Otro tanto hay que decir si se trata del Verbo. El Padre Eterno, al mirar a su Hijo, ve en Él la reproducción acabada de sus divinos atributos; el Hijo refleja de un modo perfecto, como un espejo inmaculado», todo lo que tiene del Padre.

Y por eso, el Padre, al contemplar a su Hijo, ve en Él todas sus perfecciones, y, arrobado de tanta belleza, manifiesta al mundo que ese Hijo se merece todo su amor: «Éste es mi Hijo amado, en el que tengo todas mis complacencias.

Por eso, cuando el Verbo se encarna, nos revela al Padre, nos da a conocer a Dios. En la última Cena, Jesús, hablando del Padre, los hace con términos tan conmovedores, como estos en su diálogo con el apóstol Felipe: «Señor, muéstranos al Padre, y eso nos basta; ¡Y Jesucristo, ¿qué le responde? ¡tanto tiempo que estoy con vosotros, y todavía no me habéis conocido? Felipe, quien me ha visto a mí, ha visto al Padre».

¡Qué revelación tan profunda hay en estas palabras! Basta ver a Jesús, el Verbo encarnado, para conocer al Padre, de quien es imagen perfecta. Jesucristo reduce todas las perfecciones del Padre a formas humanas, un lenguaje al alcance de nuestros flacos entendimientos Acordémonos siempre de esta palabra: El que me ve a Mi’, ve también al Padre.

Pronto comenzaremos a recorrer los principales misterios de Jesucristo. El objeto de nuestras consideraciones será Dios; el Ser infinito, omnipotente y soberano. Ese niño reclinado en un pesebre, a quien adoran los pastores y los magos, es Dios; ese joven que trabaja como un oscuro obrero en un pobre taller, también es Dios; ese hombre que cura a los enfermos, que multiplica los panes, que perdona a los pecadores y salva a las almas, es Dios; y Dios también, ese profeta perseguido por sus enemigos, ese moribundo que lucha contra el tedio, el miedo y la tristeza, ese ajusticiado que muere en una cruz; la Hostia que se oculta en el tabernáculo y que yo comulgo en la Sagrada Mesa, contiene también a Dios: El que me ve a Mi, ve también al Padre.

Y podemos repasar igualmente todas las perfecciones que manifiestan los estados o los misterios de Jesucristo: su sabiduría inagotable, el poder que admira y arrebata a las turbas, la misericordia inaudita con los pecadores, el celo ardiente por la justicia, la paciencia inalterable en las afrentas, el amor que se entrega y se desvive: éstas son las perfecciones de un Dios, de nuestro Dios: repetimos, el que ve a Jesús, ve al Padre, contempla a Dios.

En su oración sacerdotal decía Jesús a su Padre: «Yo les di a conocer tu nombre, Padre mío, y se lo haré conocer, para que el amor con que Tú me has amado esté en ellos.»

Oh Jesús! Por medio de tus misterios, muéstranos a tu Padre, sus perfecciones, sus grandezas, sus derechos, sus deseos; revélanos lo que es para Ti y lo que es para nosotros, a fin de que le amemos y Él nos ame, y no queremos más.


La tercera “función» del Verbo es relacionarse por medio del amor con su Padre.

En la Trinidad Santísima, el amor del Hijo para el Padre es infinito. Si el Verbo anuncia que todo lo que ha recibido de su Padre, se lo devuelve todo igualmente con amor, y de ese movimiento de amor que se encuentra con el del Padre procede esta tercera Persona que la revelación llama con un nombre misterioso: el Espíritu Santo, que es el Amor sustancial del Padre y del Hijo.

Aquí abajo, el amor de Jesucristo para con su Padre brilla de un modo inefable. En esta palabra que nos refiero San Juan: Amo al Padre»» se resume toda la vida de Jesucristo, todos sus misterios.

Nuestro Señor señaló por Sí mismo a sus apóstoles el criterio infalible del amor: »Si guardareis mis preceptos, permaneceréis en mi amor.» Y al punto se pone como modelo: «Como Yo observé los preceptos de mi Padre, y permanezco en su amor». Jesús permaneció siempre en el amor del Padre, porque siempre hizo su voluntad. San Pablo nos afirma expresamente que el primer movimiento del corazón del Verbo encarnado es un movimiento de amor: «Heme aquí, oh Padre, pronto a hacer tu voluntad».

En esa primera mirada de su vida mortal, el alma de Jesús vio toda la cadena de sus misterios, las humillaciones, las fatigas, los sufrimientos que encerraban; y con un acto de amor, aceptó llevar a cabo aquel programa. Jamás cesó este movimiento de amor hacía su Padre.

Nuestro Señor pudo decir: «Hago siempre lo que es de su agrado»;cumplo todo hasta el último ápice; todo lo que le pide su Padre, lo acepta, aunque sea el cáliz amargo de la agonía: «No se haga mi voluntad, sino la tuya»; hasta la muerte ignominiosa de la cruz; «conviene que el mundo conozca que amo al Padre, y que según el mandato que me dió el Padre, así hago». Y cuando ha terminado ya todo, el último latido de su corazón, su pensamiento postrero es para el Padre: «Padre, en tus manos
mi espíritu». El amor de Jesucristo a su Padre late en el fondo todos sus estados, y explica todos sus misterios.

 

 

3. DEBEMOS IMITAR AL VERBO DIVINO EN SUS «ESTADOS: DEBEMOS SER HIJOS EN EL HIJO PARA QUE EL PADRE SE COMPLAZCA EN NOSOTROS »

 

Este Verbo divino es nuestro modelo, la forma ejemplar de nuestra filiación divina. Porque, aun después de la Encarnación, continúa siendo lo que es, a saber, el Verbo coeterno con el Padre. Por eso mismo, nuestra imitación debe llegar no sólo a las virtudes humanas de Jesucristo, sino también a su ser divino.

Como Jesús y juntamente con Él, debemos reconocer ante todo y decir muy alto que todo le viene del Padre. En la última Cena, cuando Jesús ruega a su Padre por los apóstoles, ¿qué razón alega para hacerle tal recomendación? — «Padre, los hombres que me has confiado saben ya que todo lo que me has dado es tuyo... Han reconocido de verdad que salí de Ti, y han creído que Tú me enviaste. Por ellos ruego... »

El Verbo encarnado insiste en que reconozcamos que todo lo recibe de su Padre. ¡Tantas veces lo dijo a sus discípulos! Por lo tanto, no puede menos de serle agradable el que lo digamos con Él.
En esto se agrada también al Padre...
Ved lo que Jesucristo decía en la Cena a sus apóstoles: «El Padre os ama... » Palabra muy gozosa y verdadera para todos porque procede de Aquel que conoce los secretos del Padre: «El Padre os ama... Porque vosotros me habéis amado, y habéis creído que salí del Padre».

Creer, pero con una fe práctica que nos ponga en manos de Dios para servirle, creer, digo, que Jesucristo, el Verbo encarnado, procede del Padre, es el mejor modo de agradar a Dios.

Repitamos, pues, con frecuencia y con una profunda reverencia, después de la comunión sobre todo, las palabras del Credo: «¡ Oh Jesús! Tú eres el Verbo que nació del Padre, anterior a todos los siglos; Tú eres Dios, salido de Dios, luz que brota de la luz, verdadero Dios nacido de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma sustancia que el. Padre que hizo todas las cosas. Le canto con mis propios labios; concédeme la gracia de proclamarle con mis obras !».

Debemos reconocer, además, que también nosotros, cuanto tenemos, es del Padre, y esto por doble razón: como criaturas, y como hijos que somos de Dios. Primero corno criaturas. Hay que decir que la creación es obra de toda la Trinidad, aunque se atribuya de modo especial, ya lo sabéis, al Padre». Y esto obedece sencillamente, a que, en la vida íntima de Dios, el Padre es el principio del Hijo y, juntamente con el Hijo, es principio del Espíritu Santo.

Por eso, las obras ad extra, en las que brilla de un modo especial el carácter de origen, se atribuyen particularmente al Padre: « Creo en Dios Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra. » Toda la creación salió de las manos del Padre, y no por una emanación de su naturaleza, como dicen los panteístas, sino en cuanto ha sido sacada de la nada por la virtud de la omnipotencia divina.

Reconocer y ponderar esta dependencia es muy útil, por más que Dios no necesita de nuestras alabanzas, pero el orden natural requiere que manifestemos nuestra condición de criaturas, con acción de gracias a aquel que nos dio el ser y la vida: «Dios mío, Tú me has creado: Tus manos me moldearon y fabricaron;  todo lo que tengo: cuerpo, alma, inteligencia, voluntad, salud, de Ti me ha venido; Tú eres mi principio, te adoro y te doy gracias; y en pago, me entrego a Ti enteramente para cumplir tu voluntad.»

Pero sobre todo, como hijos de Dios, debemos alimentar en nosotros esos sentimientos. A la filiación divina, necesaria y eterna, de su único Hijo, el Padre quiso añadir, llevado de un acto de amor infinitamente libre, otra filiación, y ésta gratuita, pues nos adoptó por hijos suyos, hasta el punto de que un día participemos de la felicidad de su vida íntima.

Para nosotros es un misterio inexplicable, pero la fe nos enseña que al recibir un alma la gracia santificante en el bautismo, participa de la naturaleza divina; llega a ser con toda verdad hija de Dios: Sois dioses e hijos todos del Altísimo. Habla San Juan de «un nacimiento divino»: Son nacidos de Dios », no en el sentido propio de la palabra, por naturaleza, como el Verbo, que es engendrado en el seno del Padre, sino mediante algo análogo: De su propia voluntad nos engendró por la palabra de la verdad».

La gracia nos engendra divinamente en un sentido muy real y muy verdadero. Podemos decir con el Verbo: «Padre, soy tu Hijo, de Ti salí.» El Verbo lo dice necesariamente, por derecho, por ser esencialmente el propio Hijo de Dios; nosotros lo decimos sólo por gracia, como hijos adoptivos; el Verbo lo dice desde toda la eternidad; nosotros, en el tiempo, aunque el decreto de esta elección sea eterno; de parte del Verbo, estas palabras no indican más que una relación de origen con el Padre; en cuanto a nosotros, añaden una relación de dependencia de nosotros a Él. Pero en ambos casos se trata de una verdadera filiación: por gracia somos hijos de Dios.

El Padre quiere que le llamemos «Padre» a pesar de nuestra indignidad: “Y por ser hijos, envió Dios a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que grita: Abba ¡Padre!». Este grito le es grato a nuestro Padre celestial. Es algo que no podemos explicar, pero es la verdad. «Ved, decía San Juan, qué amor nos ha demostrado el Padre, para que nos llamemos hijos de Dios, pues lo somos y todavía no se ha manifestado lo que seremos, sabemos que cuando se manifieste seremos semejantes  a Él porque le veremos”.

Y para asegurar este decreto de adopción, para realizar esta filiación de amor, Dios multiplica a cada paso, con profusión magnífica, los favores del cielo: la Encarnación, la Iglesia, los sacramentos, y sobre todo la Eucaristía, las inspiraciones de su Espíritu; de modo que “todo buen don y toda dádiva perfecta viene de arriba, desciende del Padre de las luces».

Este pensamiento llena el alma de gran confianza, pero a la vez de profunda humildad. Toda nuestra actividad, si así se puede llamar, debe arrancar de Dios, depositando a sus pies todos nuestros pensamientos y todos nuestros modos de ver, todos nuestros propios afectos, y no pensar ya, ni juzgar, ni querer, ni obrar, que no sea conforme a la voluntad divina.

Así obró el Hijo, el Verbo encarnado, Jesús de Nazaret. El Verbo encarnado “no hacía nada, decía Él, que no viese hacer al Padre”. Lo mismo, en proporción, debe ocurrir en nosotros. Hemos de sacrificar a Dios lo que hay de desordenado en ese prurito que todos tenemos de ser algo, y fiarlo todo a nuestros esfuerzos.

Por eso debemos, antes de comenzar cualquier obra, implorar la ayuda de nuestro Padre que está en los cielos; así lo hacía Jesús.
Tal es el homenaje práctico con que reconocemos nuestra dependencia para con nuestro Padre y nuestro Dios; por medio de él, probamos, como lo hace el mismo Jesucristo, que todo cuanto tenemos nos viene del Padre ».

Debemos igualmente imitar al Verbo en cuanto es la imagen del Padre. La Sagrada Escritura nos dice que Dios nos creó a su imagen y semejanza. Como criaturas, llevamos impresas las huellas del poder, sabiduría y bondad divinas.

Pero nos asemejamos a Dios sobre todo por la gracia santificante, la cual, como dice Santo Tomás, es una semejanza participada de la naturaleza divina La gracia es deiforme, empleando un término teológico, porque introduce en nosotros una semejanza divina.

El Padre, al contemplar a su Verbo, y ver la perfección de su Hijo que nace de Él y refleja tan adecuadamente la suya, exclama «Tú eres mi Hijo muy amado, en quien tengo puestas mis complacencias”.

Algo parecido ocurre con un alma adornada de la gracia: el Padre se agrada en ella. «Si alguno me ama, decía Jesucristo, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y en él haremos morada».

La gracia santificante es el elemento primero y fundamental de nuestra semejanza con Dios. Pero, además, debemos parecemos a nuestro Padre por las virtudes. Jesucristo mismo nos lo dijo: “Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto». Imitad su bondad, su mansedumbre, su misericordia: y de esa manera reproduciréis en vosotros sus rasgos divinos. «Sed imitadores de Jesucristo, como hijos muy amados del Padre,” repetía San Pablo.»

No cabe duda que esta semejanza no la ven los ojos de la carne, aunque se traduce al exterior en obras de santidad; se forma en el alma y en ella alcanza su perfección; en este mundo tiene un brillar secreto, velado, pero llegará un día en que se descubrirá y se hará patente a la vista del mundo entero: “Cuando veamos a Dios tal cual es, entonces seremos semejantes a Él», porque en ese día nos convertiremos en puros espejos en los que se reflejará la divinidad: “Seremos semejantes a Él; porque le veremos tal cual es».

Finalmente, a imitación del Verbo, debemos consagrarnos y ofrecernos enteramente, y por amor, a nuestro Padre celestial. Todo en nosotros debe venir de Dios, por medio de la gracia, y todo debe volver a nuestro Padre por un movimiento como espontáneo de amor. Dios debe ser, no sólo el principio, sino también el fin de todas nuestras obras.

Para que nuestras obras sean gratas a nuestro Padre celestial, tienen que estar vivificadas por el amor. Y es que debemos, en todas nuestras cosas, sean pequeñas o grandes, oscuras o llamativas, buscar únicamente la gloria de nuestro Padre, obrar tan sólo a gloria de su nombre, dilatar su reino y cumplir su voluntad: aquí está todo el secreto de la santidad.

 

4. JESUCRISTO EL MEDIO DETERMINADO POR DIOS PARA REALIZAR EN NOSOTROS LA PARTICIPACIÓN EN LA FILIACIÓN DE SU VERBO

 

Son tan grandes las maravillas de la adopción divina que el lenguaje humano no llega a poder expresarlas. Causa maravilla que Dios nos adopte como a hijos suyos; pero es más admirable todavía el medio que eligió para realizar y asentar en nosotros esta adopción. Y ¿de qué medio se sirvió? — De su amado Hijo.

Ya expuse  en otro lugar esta verdad, pero es tan vital que no puedo menos de volver a insistir en ella ( en Jesucristo, vida del alma: tema IV nuestra predestinación adoptiva en Cristo).

Dios nos crea por su Verbo. Después de decirnos que “en el principio, el Verbo era Dios”, añade San Juan: «Y todas las cosas fueron hechas por Él, y nada se hizo sin Él.» En la Santísima Trinidad, el Verbo no sólo es la expresión de todas las perfecciones del Padre, sino también de todas las criaturas posibles, pues éstas tienen en la esencia divina su prototipo y causa ejemplar. Dios, al crear, produce seres que realizan algún pensamiento suyo. Y luego, las crea, con el poder de su palabra; «Habló, y todo fue hecho».

Por eso dice la Sagrada Escritura que el Padre crea todas las cosas por medio de su Verbo. Y por ahí podemos ver ya la relación íntima que la creación entabla entre el Verbo y nosotros. Por el solo hecho de haber sido creados, respondemos a una idea divina, somos fruto de un pensamiento eterno, contenido en el Verbo. Dios conoce su esencia perfectamente; al expresar este conocimiento, engendra su Verbo; en Él ve el modelo de toda criatura. De suerte que cada uno de nosotros representa un pensamiento divino, y nuestra santidad individual consiste en realizar el plan que Dios concibió sobre nosotros antes de darnos el ser.

Por lo tanto, en cierto sentido, procedemos de Dios, por medio del Verbo; y debemos ser, como Él, la expresión pura y perfecta del pensamiento que Dios tiene sobre nosotros. Lo que imposibilita la realización de tal pensamiento se encuentra en el cambio que nosotros hacemos en la obra de Dios: alterarnos lo divino; ésa es nuestra obra y muy nuestra en la creación, tan propia que a nosotros nos pertenece únicamente, el alejarnos de este plan divino por el pecado.

El pecado, las infidelidades, las resistencias a las inspiraciones de lo alto, esas miras humanas y naturales, y todo lo que proviene de nosotros, y se halla en desacuerdo con la voluntad divina. Ahí tenemos mil cosas que desbaratan el plan que Dios se había formado de nosotros.

Pero esta relación con el Verbo, con el Hijo, es todavía mucho más honda en la obra de nuestra adopción. El apóstol Santiago nos dice que «toda dádiva, toda gracia, desciende de lo alto, de nuestro Padre que está en los cielos»  y añade seguidamente: «De su propia voluntad nos engendró el Padre por la palabra de la verdad”.

La adopción divina por la gracia, que nos hace hijos de Dios, se realiza por medio del Hijo, por el Verbo. Ésta es una de las verdades en que más insiste San Pablo. El apóstol declara abiertamente lo mismo que Santiago, que todas estas bendiciones proceden del Padre y se cifran en el decreto de nuestra adopción en Jesucristo, su Hijo, muy amado.

Conforme al plan eterno, sólo por medio de Jesucristo llegamos a ser hijos de Dios, ya que “en Él nos eligió».No nos reconocerá el Padre por hijos suyos si no ve en nosotros el parecido de su Hijo Jesucristo: «Nos predestinó.., a ser conformes con la imagen de su Hijo. De modo que únicamente como coherederos de Jesucristo estaremos un día en el seno del Padre. Tal es el decreto divino.

Ahora consideramos la realización en el tiempo de este plan eterno, o mejor dicho, cómo fue restaurado el designio divino, frustrado por el pecado de Adán. Se encarna el Verbo eterno. Dice de este Verbo el salmista que se lanzó como un gigante a correr su carrera. Salió de lo más encumbrado de los cielos, y sube después hasta las mismas cimas de donde salió”. Este salir desde lo más alto de los cielos, es el nacimiento eterno en el seno del Padre: Salí del Padre; su vuelta es su subida al padre: De nuevo dejo el mundo y me voy al Padre”.

Pero no sube solo. Este gigante ha ido a buscar a la humanidad perdida y la rescata, y en un ímpetu de amor, la lleva consigo en su caminar de gigante y la coloca junto a Él en el seno del Padre: “Vuelvo junto a mi Padre, que es también Padre vuestro; y voy a prepararos sitio en la casa de mi Padre.»

Tal es la obra de este divino gigante: reducir, volver a traer al seno del Padre, a la fuente divina de toda felicidad, a la humanidad caída, comunicándola por medio de su vida y de su sacrificio, la gracia de la adopción.

Bendito sea, diremos con el apóstol, el Padre de Nuestro Señor Jesucristo, por habernos colmado, por su Hijo y en su Hijo, de toda bendición espiritual, y habernos hecho sentar con Él en esos resplandores del cielo, donde engendra, en medio de una felicidad eterna, al Hijo de su predilección!

“Nos hizo sentar con Él en los cielos». ¡Bendito sea una vez más! Y que lo sea también el Verbo divino que se encarnó por nosotros, y que por la efusión de su sangre nos ha devuelto la herencia del cielo. ¡A Ti, Jesús, Hijo carísimo del Padre, a Ti sea toda gloria y alabanza!

 

 


5. CONSECUENCIAS DE ESTA VERDAD DIVINA: UNIÓN CON EL VERBO ENCARNADO, POR LA FE, LAS OBRAS Y EL SACRAMENTO DE LA EUCARISTÍA

 

Las consecuencia prácticas de esta verdad es que el Padre ha decretado hacernos hijos suyos en el Hijo amado:«Nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo»; si determinó que sólo por su Hijo tendremos parte en la herencia de su bienaventuranza, es imposible realizar el plan que Dios tiene sobre nosotros, y, por lo tanto, asegurar nuestra salvación, si no permanecemos unidos al Hijo, al Verbo.

No olvidemos nunca que no hay otro camino más que éste para ir al Padre: “Nadie viene al Padre sino por Mí ». Nadie, nemo, puede gloriarse de venir al Padre si no es por su Hijo. Y el ir al Padre, llegar hasta Él consiste nuestra salvación y santidad. Ahora bien, ¿cómo permaneceremos unidos al Verbo, al Hijo?

En primer lugar, por la fe. «Al principio era el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios… Todas las cosas fueron hechas por Él”. Vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron. Pero a cuantos le recibieron les dio poder de para ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre, y han nacido de Dios.»

El Padre Eterno presenta al mundo a su Verbo, diciendo: «He aquí a mi Hijo... escuchadle.» — Si le recibimos por la fe, es decir, si creemos que es el Hijo de Dios, el Verbo nos hará partícipes de lo mejor que tiene: su filiación divina; nos comunicará su cualidad de hijo, dándonos la gracia de adopción: «nos dio el poder de hacemos hijos de Dios; nos confiere el derecho de poder llamar a Dios, Padre nuestro.

Toda nuestra perfección consiste en imitar exactamente al Hijo de Dios. Pues bien, San Pablo nos dice que «toda paternidad deriva del Padre», y del Hijo se puede decir también que “de Él deriva toda filiación».

Sólo el Hijo nos enseña, por medio de su Espíritu, cómo debemos ser hijos: «Y por ser hijos, envió Dios a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que grita: Abba, Padre! »
Debemos recibir al Hijo mismo, y ver siempre en Él, en cualquier estado en que le contemplemos, al Verbo coeterno del Padre, y debemos aceptar también sus enseñanzas y doctrina. Vive en el seno del Padre: con sus palabras nos revela lo que sabe: «Él mismo lo contó.»

La fe es el conocimiento que tenemos, por el Verbo, de los misterios divinos. Por lo tanto, cualquier página que leamos del evangelio o que la Iglesia nos proponga en el curso de la celebración de los misterios de su Esposo, debemos decir que tales palabras son las palabras del Verbo, es decir, de aquel que expresa los pensamientos, obras y voluntad de nuestro Padre celestial: Escuchadie ».

Cantemos el amén a todo cuanto oigamos del Verbo, a todo lo que la Iglesia nos proponga a nuestra fe, tomado, del Evangelio o de la Sagrada Liturgia. Digamos entonces a Dios:
«Padre mío, no te conozco, puesto que nunca te vi, pero yo me rindo ante todo lo que tu divino Hijo, tu Verbo, me revela de Ti .»

Oración excelente por cierto; y ocurrirá muchas veces, si va acompañada de fe y humildad, que «un rayo de luz vendrá de arriba», y aclarará los textos que estamos leyendo, y penetraremos en su hondo sentido, para hallar en ellos principios de vida.
Porque el Verbo no es sólo la expresión de las perfecciones de su Padre, sino también de todos sus amores.

Todo cuanto el Verbo nos ordena, ya en el Evangelio, ya
por medio de su Iglesia, es la expresión de la adorable voluntad y deseos de nuestro Padre celestial. Y si cumplimos con amor, los preceptos que nos da Jesucristo, quedaremos unidos a Él, y por Él al Padre: Si guardáis mis preceptos, permaneceréis unidos en mi amor... y el que me ama a Mí, será amado de mí Padre...”.

Aquí está todo el secreto de la santidad: vivir íntimamente unido al Verbo, a su doctrina, a sus preceptos y por medio de Él, al Padre que le envía y le «comunica las palabras que debemos recibir».

Finalmente, quedamos unidos al Verbo por el sacramento de la Eucaristía, que es el pan de vida, el «pan de los hijos”. El Verbo, el que nace eternamente en el seno de la divinidad, se halla oculto también realmente bajo las especies eucarísticas. ¡Tremendo
misterio! El que recibo en la comunión, es el Hijo engendrado desde toda la eternidad, el Hijo predilecto al que el Padre comunica su vida, esa vida divina, la plenitud de su ser y su felicidad infinita.

Sobrada razón tenía Nuestro Señor al decir: «El Padre me dio la vida, y yo vivo por el Padre, del mismo modo el que me coma,
vivirá por Mí...» «Está en Mi y Yo en Él». Si preguntásemos a Nuestro Señor qué podríamos hacer que más le agradase a su Corazón sagrado, seguro que nos diría que lo más grato para Él es imitarle, ser como Él hijo de Dios.

Por lo tanto, si queremos complacerle, tenemos que recibirle diariamente en la comunión eucarística y decirle: “Jesús mío, sé que eres el Hijo de Dios, la imagen perfecta del Padre, le conoces, y estás fundido en uno con Él, y ves su rostro divino; aumenta en mí la gracia de la adopción que me hace hijo de Dios; enséñame a ser con tu gracia y con mis virtudes, como Tú y contigo, un digno hijo del Padre celestial. »

Si pedimos con fe esta gracia, seguro que el Verbo nos la concederá. Pues Él mismo nos lo tiene dicho: «El Hijo no quiere más que lo que quiere el Padre». Por consiguiente, el Hijo no abriga otras miras que las de su Padre, y al darse, lo hace para plantar y conservar en nosotros, y aumentar la gracia de adopción.

Toda la vida divina de su Sagrada Persona se endereza al Padre; y cuando se da y entrega a nosotros, se entrega y se da tal cual es, a saber, totalmente «orientado » hacia su Padre y la gloria del mismo; y a eso obedece, que si le recibimos con fe, confianza y amor, consigue también «orientarnos», dirigirnos al Padre.

Y es lo que debemos pedir y buscar continuamente: que todos nuestros pensamientos, todas nuestras aspiraciones, que todos nuestros anhelos, toda nuestra actividad, tengan por blanco, en virtud de la gracia de la filiación y del amor, a nuestro Padre celestial, por medio de Jesucristo su Hijo: viviendo para Dios en Jesucristo ».

 

 

 

6. ESTAS VERDADES TAN SUBLIMES CONSTITUYEN EL FONDO DEL CRISTIANISMO Y LA ESENCIA DE TODA SANTIDAD

 

Me diréis que todo lo que acabamos de exponer son verdades demasiado elevadas, excesivamente sublimes. Estoy de acuerdo; y, sin embargo, no hice más que repetir lo que el Verbo nos reveló, lo que San Juan y San Pablo nos han dicho después de Nuestro Señor. Pero no son sueños, sino realidades, unas realidades divinas.


Estas realidades precisamente constituyen la esencia del cristianismo. No entenderemos nada, no sólo de la perfección, ni de la santidad, pero ni siquiera en qué consiste el simple cristianismo, mientras no comprendamos claramente que lo fundamental consiste en ser hijos de Dios, en la participación por medio de la gracia santificante, en la filiación eterna del Verbo encarnado. Esta  verdad sintetiza todas las enseñanzas de Jesucristo y de los apóstoles; todos los misterios de Jesucristo tienden a arraigar en nuestras almas esta admirable realidad.

Así, pues, no la olvidemos jamás; a esto se reduce toda la vida cristiana y toda la santidad: ser, por la gracia, lo que Jesucristo es por naturaleza: Hijo de Dios. Aquí tenemos el porqué de la sublimidad de nuestra religión. La fuente de todas las grandezas de Jesús, del valor de todos sus estados, de la fecundidad de todos sus misterios, está en su generosidad divina, y en su calidad de Hijo de Dios.

Por eso, el más encumbrado en el cielo será el que en este mundo haya sido mejor hijo de Dios, y que más haya hecho fructificar en sí mismo la gracia de su adopción sobrenatural en Jesucristo.

De ahí que toda nuestra vida espiritual estriba en esta verdad fundamental, todo el trabajo de la perfección hay que reducirlo a proteger fielmente y a acrecentar todo lo posible nuestra participación en la filiación divina de Jesucristo.

Y no podemos decir que esta vida sea tan alta, y que el programa resulte irrealizable. Lo es, ciertamente, para nuestra naturaleza abandonada a sus propias fuerzas, excede a sus exigencias, está por encima de los derechos y energías de nuestro ser, y por eso la denominamos sobrenatural.

Pero «nuestro Padre, que está en los cielos, conoce nuestras necesidades» y si nos llama, también nos da los medios de llegarnos hasta Él. Nos da a su Hijo para que Él sea nuestro camino, nos distribuya la verdad y nos comunique la vida. Basta que permanezcamos unidos a este Hijo por la gracia y nuestras virtudes, y un día tendremos parte en su gloria, en el seno del Padre.

Mirad lo qué decía Jesucristo a la Magdalena después de su resurrección “Vuelvo a mi Padre y vuestros Padre». Y añade: “me voy a prepararos sitios porque  «en la casa de su Padre hay muchas moradas».

Subió junto a su Padre, “entró por nosotros, como precursor, Jesús». Nos precedió para que le sigamos, ya que la vida de este mundo no es más que de tránsito, una prueba: “Padeceréis tribulaciones en este mundo», decía Jesús en el mismo discurso; no os faltarán contradicciones de parte vuestra, sufriréis tentaciones de parte del príncipe de este mundo, surgirán contrariedades de los sucesos varios de la vida, porque «el siervo no es mayor que su Señor».

Y añadía: “que no se turbe vuestro corazón», ni se desaliente; tened fe y confianza en Dios y en Mi… yo estoy con vosotros hasta la consumación de los siglos… entonces vuestra tristeza se convertirá gozo». Y, en efecto, sonará la hora, y «volveré de nuevo a estar con vosotros y os tomaré conmigo, para que donde Yo estoy estéis también vosotros”, es decir, en el seno de mi Padre.

Oh promesa divina, proferida por la Palabra increada, por el Verbo en persona, por la Verdad infalible, promesa dulcísima! « Yo mismo vendré», Perteneceremos a Jesucristo y por Él al Padre, en el seno de la eterna bienaventuranza. «En aquel día, dice Jesús, conoceréis, no ya en la penumbra de la fe, sino en la plena claridad de la luz eterna, que Yo estoy en mi Padre y vosotros en Mí y Yo en vosotros»; “veréis mi gloria, la que tuve antes de la constitución de mundo, y esta visión bienaventurada será para vosotros la fuente siempre viva de una alegría imperecedera.

1.- RAZONES DE LA VENIDA DEL ESPÍRITU SANTO SOBRE LOS APÓSTOLES DESPUÉS DE LA ASCENSIÓN

 

Llegamos así a la razón profunda por la cual decía Jesús a sus discípulos: “Cuando yo me vaya os enviaré el Espíritu Santo”. Porque su humanidad nos había merecido este don divino al ser exaltada en los cielos. Así, cuando fue glorificada, nos envió su mismo Espíritu. Esta exaltación de la Humanidad de Jesús no fue cabal y perfecta hasta el día de la Ascensión. Sólo entonces fue cuando entró definitivamente en posesión de la gloria que le pertenecía por el doble título de Humanidad unida al Hijo de Dios y de Víctima ofrecida al Padre para merecer toda gracia a las almas.

Sentada la Humanidad del Verbo Encarnado a la diestra del Padre en la gloria de los cielos, será así asociada a la «misión» que del Espíritu Santo harán el Padre y el Hijo. Ahora comprenderemos por qué Nuestro Señor mismo decía a sus apóstoles: «Os conviene que yo me vaya; pues si yo no me fuere, no os enviaré el Espíritu; mas si me voy a mi Padre, os lo enviaré. » Como si dijera: Os he merecido esta gracia por mi Pasión; mas para que os sea dada es menester que yo sea glorificado, y que mi Padre me dé la gloria que me corresponde; cuando me siente a su derecha, entonces os enviaré el Espíritu de consolación.

Los Padres de la Iglesia añaden otra razón relativa a los discípulos.

Jesús dirigía cierto día a los judíos estas palabras: «Del seno de Aquel que cree en mí manarán ríos de agua viva.» Al apuntar esta promesa el evangelista San Juan añade que Cristo «dijo esto por el Espíritu que habían de recibir los que en Él creyesen; pues aun no se había dado el Espíritu Santo, porque Jesús todavía no estaba en su gloria».

 La fe era, pues, como la fuente y el canal por donde había de venir el Espíritu Santo a nosotros. Por consiguiente, mientras vivía Jesucristo en la tierra, la fe de los discípulos era imperfecta. No sería cumplida, no podría desarrollarse en toda su plenitud, hasta que la Ascensión retire de sus miradas la presencia corporal de su divino Maestro. «Tú has creído — decía Jesús a Tomás después de su resurrección — porque me has visto; bienaventurados los que creyeron sin yerme».

 «Después de la Ascensión, la fe de los discípulos quedó más ilustrada e irá a buscar a Cristo más lejos, más arriba, sentado junto al Padre e igual al Padre». El ser la fe de los apóstoles, después de la Ascensión, más pura, más interior, más eficaz, más ardiente, fue la causa de que «ríos de agua viva» se derramasen sobre ellos con tal impetuosidad.

Sabemos, en efecto, con cuánta largueza cumplió Jesús su divina promesa, y cómo, diez días después de la Ascensión, el Espíritu Santo, enviado por el Padre y el Hijo, descendió sobre los apóstoles, reunidos en el Cenáculo; y también sabemos con qué abundancia de gracias y carismas se infundió este Espíritu de verdad y de amor en el alma de los discípulos.

¿Cuál fue, efectivamente, la obra del Espíritu Santo en el alma de los apóstoles el día de Pentecostés? Para comprenderla bien, debo recordaros primeramente la enseñanza de la Iglesia acerca del carácter de las obras divinas. Ya sabéis que en la vida sobrenatural y de la gracia lo mismo que en las obras de la creación natural, todo cuanto es producido fuera de Dios, en el tiempo, es realizado por el Padre, juntamente con el Hijo y el Espíritu Santo, sin distinción de Personas. Las tres Personas obran entonces en la unidad de su naturaleza divina. La distinción de Personas no existe más que en las comunicaciones incomprensibles que constituyen la vida íntima de Dios en sí mismo.

Pero, a fin de hacernos recordar más fácilmente estas revelaciones sobre las Personas divinas, la Iglesia, en su lenguaje usual, atribuye especialmente tal o cual acción a una de las tres divinas Personas, por razón de la afinidad que existe entre esta acción y las propiedades exclusivas por las que se distingue esta Persona de las otras.

Así, el Padre es el primer principio, que no procede de ningún otro, y del cual proceden el Hijo y el Espíritu Santo. Razón por la cual la obra que indica el origen primero de todas las cosas, la Creación, le es especialmente atribuida. ¿Sólo el Padre es creador? No, ciertamente, porque el Hijo y el Espíritu Santo crean al mismo tiempo que el Padre y en unión con Él.

Pero hay entre la propiedad, particular del Padre, de ser el primer principio en las comunicaciones divinas y la obra de la Creación, una afinidad, en virtud de la cual la Iglesia puede, sin error doctrinal, atribuir especialmente la Creación al Padre.

El Hijo, el Verbo, expresión infinita del pensamiento del Padre, es considerado principalmente como Sabiduría. Las obras en que resalta, sobre todo esta perfección, el orden admirable del Universo, por ejemplo, se atribuyen al Hijo de un modo peculiar.

En realidad de verdad, «ésta es la sabiduría, que procede de la boca del Altísimo y abarca y fija todas las cosas en un equilibrio perfecto, con tanta fuerza como suavidad”.

La Iglesia aplica la misma ley al Espíritu Santo. ¿Qué papel desempeña Éste en la adorable Trinidad? Es el término, el remate supremo, la consumación de la vida en Dios; Él cierra el ciclo íntimo de las operaciones admirables de la vida divina. Por este motivo, y para que nos acordemos de esta propiedad, que le es personal, la Iglesia le atribuye especialmente todo lo que, en la obra de la gracia y de la santificación, se relaciona con el fin, el coronamiento, la consumación; es el artista divino, que lleva la obra a perfecto remate: “Eres el dedo de la diestra de Dios».

La obra atribuida al Espíritu Santo, en la Iglesia como en las almas, es la de conducir a su fin, a su término, a su perfección última, la incesante tarea de la santificación. Contemplemos ahora, por unos momentos, las operaciones divinas del Espíritu Santo en el alma de los apóstoles.

Las llenó de verdad. Me diréis al punto: ¿No lo había hecho ya Cristo Jesús? Oh!, sin duda que sí. Él mismo lo publicaba: “Yo soy la verdad» ». Había venido a este mundo para dar testimonio de la verdad », y sabemos, también por El, que cumplió enteramente su misión.

Mas ahora que Él ya no está con sus apóstoles, el Espíritu Santo es quien va a ser su maestro interior. «No hablará de lo suyo», decía Jesús, queriendo significar de este modo que el Espíritu Santo, procediendo del. Padre y del Hijo y recibiendo de ellos la vida divina, nos daría la verdad infinita que Él recibe por su procesión inefable. «Os dirá todas las cosas que ha oído, esto es, todas las verdades… osrecordará cuanto yo os tengo enseñado…«me dará a conocer a vosotros… os mostrará cuán digno soy de toda gloria”.

¿Qué más? “Los apóstoles no deberán preocuparse de indagar lo que han de contestar cuando los judíos los hagan comparecer ante los tribunales y les prohíban predicar el nombre de Jesús; el Espíritu Santo es quien les inspirará sus respuestas». Y así «podrán dar testimonio de Jesús».

Siendo la lengua, órgano de la palabra, la que da testimonio de que la predicación del nombre de Jesús tiene que extenderse por el mundo, este Espíritu desciende visiblemente, el día de Pentecostés, sobre los apóstoles en forma de lenguas. Pero estas lenguas son lenguas de fuego.

Y ¿por qué así? Porque el Espíritu Santo viene a henchir de anwr los corazones de los discípulos. Es el amor personal, subsistente, de la vida en Dios. Es también como el soplo, la aspiración del amor infinito, de donde recibimos la vida. Se cuenta en el Génesis que Dios «inspiró la vida en la materia formada del limo de la tierra”. Este soplo vital era símbolo del Espíritu, al cual debemos la vida sobrenatural. En el día de Pentecostés traería tal abundancia de vida a la Iglesia entera, que, para significarla, “vino un ruido venido del cielo, semejante a un viento huracanado, llenó la casa en donde se encontraban reunidos los apóstoles».

Al bajar sobre ellos el Espíritu Santo les infundió este amor que es Él mismo. Preciso es que los apóstoles ardan en amor divino al predicar el nombre de Jesús, y así prenda el amor de su Maestro en el alma de sus oyentes; es menester que su testimonio, dictado por el Espíritu Santo, esté tan lleno de vida que arrastre al mundo entero en seguimiento de Jesucristo.

Este amor, ardiente como el fuego, poderoso cual viento de tempestad, es aún necesario en los apóstoles para poder afrontar los peligros predichos por Cristo, cuando tengan que predicar su santo nombre: el Espíritu les colmará de fortaleza.

Ved a San Pedro, príncipe de los Apóstoles. La víspera de la Pasión de Jesús promete seguirle hasta la muerte; mas, la misma noche, a la voz de una criada, niega a su divino Maestro; jura que «él no conoce a semejante hombre» ».

Contempladle ahora en el día de Pentecostés. Ese día anuncia a Cristo a millares de judíos; les da en rostro con libertad apostólica el haberle crucificado; da testimonio de su resurrección, y los exhorta vivamente a hacer penitencia y a recibir el bautismo ». Ya no es el discípulo medroso que se espanta del peligro y « se man- tiene a distancia», sino el testigo que proclama a la faz de todo el mundo, con voz firme y resuelta, que Cristo es el Hijo de Dios.

¡Qué fuerza en las palabras de Pedro! No es ya ni conocido. La virtud del Espíritu Santo le tiene enteramente trocado; de hoy, más el amor a su Maestro será fuerte y generoso. Nuestro Señor mismo había predicho este cambio momentos antes de subir a los cielos, al decir a sus discípulos: « Quedaos en Jerusalén hasta tanto que seáis revestidos de lá fortaleza de lo alto».

Observad todavía a este mismo Pedro y a los otros apóstoles pocos días después del fausto acontecimiento. He aquí que los judíos empiezan a inquietarse oyendo las palabras y viendo los milagros que realizan, y las conversiones que hacen en el nombre de Jesús. Los príncipes de los sacerdotes y los saduceos que mataron a Jesús, llaman a sus discípulos y les intiman que por ningún concepto prediquen al Salvador.

¿Cuál es su respuesta? «No podemos, dicen, obedeceros en esto, no podemos menos de dar testimonio de lo hemos visto y oído» Pero ¿quién les mueve las lenguas para que así hablen los que, la noche de la Pasión, abandonaban a Jesús; los que, aun después de la Resurrección, «permanecían ocultos, cerradas las puertas, por el pavor que les inspiraban los judíos»? «. Es el Espíritu de verdad, el Espíritu de amor, el Espíritu de fortaleza.

Porque su amor a Cristo es fuerte, por eso se entregan por Él a los tormentos. Pero viendo Los judíos que los apóstoles no hacían caso alguno de su veto, les hacen comparecer ante. el tribunal; mas Pedro declara en nombre de todos, que «es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres ».

Sabéis lo que hicieron entonces los judíos. Para cerciorarse de su constancia, mandaron azotar a los apóstoles, antes de ponerlos en libertad. Pero notad lo que añade el escritor sagrado. «Al salir del tribunal, dice, estaban los apóstoles contentísimos por haber sido hallados dignos de sufrir aquel ultraje por el nombre de Jesús».

¿De dónde les venía a los apóstoles esta alegría en los dolores y las humillaciones? Del Espíritu Santo, porque si es Espíritu de fortaleza, es también Espíritu de consolación. «Rogaré a mi Padre, les había dicho Jesús, y Él os dará otro Consolador» Cristo Jesús, ¿no es ya un consolador? Sin duda que sí. ¿Pues no nos tiene dicho Él mismo: «Venid a mí todos los que andáis agobiados y yo os aliviaré”.

¿No es Él «un pontífice, como dice San Pablo, que sabe condolerse de nuestras miserias, porque Él también sabe lo que es el dolor»? ». Mas este divino Consolador tenía que desaparecer de los ojos carnales de los discípulos, y por eso rogaba a su Padre que les enviase otro Consolador, igual a Sí mismo y Dios como Él.

Por ser el Espíritu de Verdad, sacia este Consolador las necesidades de nuestra inteligencia, por ser el Espíritu de
amor, colma las ansias de nuestro corazón, por ser el Espíritu de fortaleza, nos sostiene en los trabajos, en las pruebas y enjuga nuestras lágrimas. El Espíritu Santo es el Consolador por excelencia.

Consolator optime, dulcis hospes animae, Dulce refrigerium! ».

i Oh! « ¡ Ven a nosotros, padre de los pobres, distribuidor de los dones celestiales, consolador lleno de bondad, dulce huésped del alma, ayuda llena de suavidad! »

 

 

 

4. LOS DISCÍPULOS REUNIDOS EN EL CENÁCULO, REPRESENTAN TODA LA IGLESIA

 

El Espíritu Santo vino por nosotros, ya que la asamblea del Cenáculo representaba a toda la Iglesia; y viene para «permanecer siempre con ella», conforme a la promesa de Jesús.

El día de Pentecostés descendió visiblemente sobre los apóstoles; desde aquel día comenzó a dilatarse la Iglesia por todo el mundo e implantando por doquier el reinado de Jesús. El Espíritu Santo es quien gobierna ese reino juntamente con el Padre y el Hijo. Él es igualmente quien perfecciona en las almas la obra de santidad comenzada por la Redención y desempeña en la Iglesia el mismo servicio que el alma en el cuerpo. Es el espíritu que anima y vivifica a la Iglesia, que defiende su unidad, aun cuando su
acción produzca efectos múltiples y variados; es el espíritu que la robustece y la hermosea en gran manera.

Considerad, si no, el torrente de gracias y carismas con que inunda a la Iglesia al día siguiente de Pentecostés. Leemos en los Actos de los Apóstoles, que son la historia de los albores de la Iglesia, que el Espíritu Santo descendía de un modo visible sobre los que se bautizaban, y los colmaba de preciadísimos carismas.

Enumera con particular complacencia San Pablo estas maravillas, diciendo: « Hay diversidad de dones, aun cuando procedan de un mismo Espíritu; se dan a cada cual, para utilidad común de toda la Iglesia. Así, que el uno recibe del Espíritu Santo el don de hablar con mucha ciencia, otro el don de sabiduría, éste el don de una fe extraordinaria, otro la gracia de curar enfermedades, otro el poder de obrar milagros, quién el don le profecía, quién el discernimiento de espíritus, o bien el hablar varios idiomas e interpretarlos. » Luego añade: «Mas todas estas cosas las causa el mismo e indivisible Espíritu, quien produce todos estos dones y los distribuye a cada cual según le place».

El Espíritu Santo, prometido y enviado por el Padre ypor el Hijo, es quien comunicaba esta plenitud e intensidad de vida sobrenatural a los primeros cristianos; con ser de diferentes razas y condición, eso no obstante, no tenían más que «un solo corazón y una sola alma”,merced al Espíritu Santo que habían recibido.

Después permanece el Espíritu Santo en la Iglesia, de un modo constante e indefectible, influyendo sin cesar en su vida y santidad. Él la hace infalible en la verdad: «Cuando viniere el Espíritu de verdad, decía Jesús, os enseñará toda verdad» y os preservará de todo error.

El da a la Iglesia esa fecundidad sobrenatural y maravillosa y hace que nazcan y se desarrollen en las vírgenes, mártires y confesores todas aquellas virtudes heroicas, que son una de las notas de la santidad. En una palabra, el Espíritu es quien trabaja allá en el interior de las almas, mediante sus inspiraciones, para que la Iglesia, que Él conquistó a costa de su sangre, sea «pura y sin mancilla», digna de ser presentada por Jesucristo a su Padre el día del triunfo final.

Nótese que esta acción interior del Espíritu Santo es una acción continua. Pentecostés no ha terminado en realidad, aunque sí en su forma histórica, como misión visible, no cabe duda. Su virtualidad perdura siempre; la gracia de Pentecostés permanece. La gracia que comunica y la misión del Espíritu Santo en las almas, no por ser ya invisible, es menos fecunda.

Mirad qué oración eleva la Iglesia el día de la Ascensión, después de haber celebrado la glorificación de su divino Esposo y gozado de su triunfo: «Oh, Rey de la gloria y Señor de las virtudes, que subiste hoy triunfante por encima de todos los cielos, no nos dejes huérfanos, sino envíanos el prometido del Padre, el Espíritu de verdad».

Oh Pontífice todopoderoso! Ahora que estás sentado a la diestra de tu Padre y que gozas de merecidísimo triunfo y de inmenso crédito, ruega al Padre, según nos lo tienes prometido, que nos envíe otro Consolador.

Bien merecida nos tienes esta gracia por los trabajos y dolores de tu Humanidad. El Padre, seguramente, te ha de escuchar por ser su Hijo muy amado y porque te ama. Él mismo enviará, juntamente contigo, el Espíritu que nos prometió cuando dijo: «Derramaré el Espíritu de gracia y de oración sobre todos los moradores de Jerusalén. »

Envíanosle para que more eternamente con nosotros! Ora la Iglesia como si la festividad de Pentecostés debiera renovarse para nosotros, y luego, el día mismo de Pentecostés, multiplica sus alabanzas al Espíritu Santo en armonioso y rico lenguaje, y no se causa de invocarle, empleando los más tiernos y regalados afectos: «Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor .

Ven y envíanos desde lo alto un rayo de tu luz. ¿ Oh luz beatísima!, alumbra con tu claridad lo más recóndito de los corazones de tus fieles. Fuente viva, fuego abrasador, ven ya con tu amor y espiritual unción. Ilumina nuestro espíritu con tu luz, derrama la caridad en nuestros corazones, robustece nuestra flaqueza con tu incesante fortaleza».

Si la Iglesia, nuestra Madre, excita tales deseos en nuestras almas y pone tales plegarias en nuestros labios, no es tan sólo para conmemorar la misión visible que tuvo lugar en el Cenáculo, sino también para que se renueve interiormente en todos nosotros ese mismo misterio.

Repitamos con la Iglesia aquellos fervientes suspiros, y pidamos sobre todo al Padre celestial que se digne enviarnos su Espíritu. Mediante la gracia santificante somos ya sus hijos, y esta cualidad de hijos le mueve a colmarnos de sus dones, y porque nos ama como a hijos, nos da su Hijo, el cual en la Comunión es « el pan de los hijos”.

Por eso mismo nos envía también su Espíritu, que es la dádiva más perfecta: El don del Dios altísimo ¿Qué nos dice de esto San Pablo?: “Porque sois hijos, ha enviado Dios a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo»,  que es el Espíritu del Hijo, porque procede del Hijo así como del Padre, y es el Hijo quien le envía juntamente con el Padre.

Por eso cantamos en el Prefacio de Pentecostés: «Es verdaderamente digno y justo... que te demos gracias, ¡oh Señor santo, Padre todopoderoso, Dios eterno, por medio de Cristo nuestro Señor!, el cual, habiendo subido por encima de los cielos y estando sentado a tu diestra, derramé en este día sobre sus hijos adoptivos el Espíritu Santo que les tenía prometido”.

Así que el Espíritu Santo es don otorgado a todos los hijos adoptivos, a todos aquellos que son hermanos de Jesús por medio de la gracia santificante. Y por ser don divino que contiene en sí todos los dones más preciados de vida y de santidad, su efusión en nosotros, que fué tan abundante el día de Pentecostés, es «fuente de gozo que inunda de alegría al mundo entero »

 

 

5. ACTUACIÓN DEL ESPÍRITU SANTO EN NOSOTROS Y NUESTROS  DEBEBRES PARA CON ÉL

 

Pero me diréis tal vez: ¿No hemos recibido ya el Espíritu Santo en el Bautismo y de un modo más especial en el sacramento de la Confirmación? Sin duda ninguna, pero siempre podemos recibirle con más abundancia, recibir de Él luces más vivas, fuerzas más poderosas; siempre puede hacer brotar en nuestros corazones fuentes más hondas de consuelo y abrasarlos en amor más ardiente.

Y esta operación fecunda del Espíritu Santo en nosotros puede renovarse no sólo durante los santos días de Pentecostés, sino también cada vez que recibimos un sacramento, un aumento de gracia, puesto que no es más que uno en unión con el Padre y el Hijo: «Vendremos a él y en él haremos mansión»”

Si el Espíritu Santo viene a nosotros, es para hacernos compañía, y santificar y guiar toda nuestra actividad sobrenatural, es para comunicarnos sus dones de sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor, que son otras tantas aptitudes sobrenaturales depositadas en nosotros para hacernos obrar como deben obrar los verdaderos hijos de Dios: “Cuantos son llevados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios».

Mora en nosotros cual huésped divino, bueno y amoroso, que fija su estancia en nuestros corazones únicamente para ayudarnos, ilustrarnos, fortalecernos y no nos abandona si no tenemos la desgracia de expulsarle de nuestras almas por culpa mortal. A esto llama San Pablo «extinguir el espíritu»,esto es, si desechando este Espíritu de amor preferimos de un modo absoluto la criatura.

Sigamos aquel otro consejo del Apóstol y “no contristemos » al Espíritu, ni resistamos a sus inspiraciones con ninguna culpa plenamente deliberada flojamente ejecutada, por leve que parezca, o con una negativa voluntaria a todo lo recto y bueno que nos sugiera ese Espíritu.

Su acción es en extremo delicada, y cuando el alma voluntaria y frecuentemente le resiste, contrista al Espíritu, le fuerza poco a poco a guardar silencio, y entonces ella se estanca en el camino de  santidad y hasta corre gran peligro de extraviarse lastimosamente por derroteros de perdición.

¿Qué podrá, en efecto, hacer un alma sin gobernalle que la guíe, sin luz que la alumbre, sin fuerza que la sostenga, sin gozo que le preste alas para volar? Seamos más bien fieles a este divino Espíritu que viene juntamente con el Padre y con el Hijo a fijar en nosotros su morada. “¿No sabéis, decía también el apóstol San Pablo, que por la gracia sois templo de Dios y que el Espíritu Santo habita en ‘vosotros?. Todo aumento de gracia viene a ser como una nueva recepción de este huésped divino, por la cual se toma a posesionar de nuestras almas, y las ata a Sí con nueva ligadura de amor.

¡Oh cuán benéficas resultan estas operaciones para el alma fiel! Por ellas el Espíritu nos da «a conocer al Padre» «, y dándole a conocer produce, mediante el don de piedad, aquellas disposiciones de adoración y de amor que deben siempre animarla en el trato con el Padre celestial. Escuchad como lo dice bien explícitamente San Pablo: “El Espíritu divino ayuda a nuestra flaqueza, pues como no sabemos siquiera lo que hemos de pedir, el mismo Espíritu pide por nosotros con gemidos inenarrables»

¿Qué oración es ésta? «Recibido habéis, dice, un Espíritu de adopción, con el cual clamamos: Abba, Padre! ... y este mismo Espíritu es quien da testimonio a nuestra alma de que somos hijos de Dios». Nos da “igualmente a conocer al Hijo»,y Él mismo, como maestro interior, nos da a conocer a Jesucristo, nos hace penetrar el sentido de sus palabras y misterios. Dice Jesús: “Porque ese Espíritu procede de mí y del Padre, Él me glorificará en vosotros».

Al comunicarnos el don de ciencia, y mantenernos por el amor en presencia de Jesús, e inspirarnos de continuo su santa voluntad, hace este divino Consolador que reine Cristo en nosotros, y con sus toques infinitamente delicados y sumamente eficaces, forma en nosotros a Jesús, y en eso está toda la santidad. Pidámosle, pues, que venga a nosotros y permanezca y aumente la abundancia de sus dones, pues la oración fervorosa es una de las condiciones para que baje a nuestras almas.

Otra condición es la humildad. Presentémonos a Él totalmente convencidos de que nada tenemos ni valemos, y ésta será la mejor disposición para recibir a Aquel de quien canta la Iglesia: “Sin tu ayuda nada hay en el hombre que no pueda dañarle» . Repitamos con la Iglesia estos encendidos suspiros: “Ven, Espíritu de amor, ven, reposo en los trabajos, ven, refrigerio dulce en los fuegos abrasados, ven, consuelo del afligido. Lava nuestras manchas, riega nuestra aridez, cura nuestras heridas, doblega nuestra dureza, calienta nuestra frialdad, endereza nuestros pasos descarriados:

Lava quod est sordidum, riga quod est aridum, sana quod est saucium; flecte quod ast rigidum, fove quod est frigidum, Rege quod art devium.

Miserables y todo, invoquemos al Espíritu Santo; precisamente a causa de estas miserias nos atenderá. Y puesto que rio forma más que un solo Dios con el Padre y con el Hijo, invoquemos también al Padre: «Padre, envíanos en nombre de tu Hijo Jesús al Espíritu de amor, para que nos penetre del sentimiento íntimo de nuestra divina filiación.

Y tú, oh Jesús, nuestro Pontífice sentado como estás ahora a la diestra de tu Padre, pídele por nosotros, a fin de que sea más copiosa esta misión del Espíritu Santo que Tu nos prometiste y mereciste.» Sea ésta cual “torrente impetuoso que regocije a la ciudad de las almas”; o mejor—según aquellas tus palabras, ¡oh Jesús mío! —, sea «un río de aguas vivas cuya virtud llegue hasta la vida eterna». «Esto lo decía del Espíritu Santo que habían de recibir los que creyesen en Él”. 

EPIFANÍA: DIOS, LUZ ETERNA, SE MANIFIESTA PRINCIPRALMENTE POR LA ENCARNACIÓN

 

El alma, al ponerse en contacto un tanto íntimo con Dios, siempre la envuelve el misterio: “Hay en su derredor nubes y brumas””. Este misterio es la consecuencia inevitable de la distancia infinita que separa a la criatura del Creador; de ahí que uno de los caracteres más insondables del Ser Divino es su incomprensibilidad y su invisibilidad; en verdad que es de admirar la invisibilidad de la luz divina en este mundo.

«Dios es luz”, dice San Juan; es la luz infinita «que no conoce el ocaso», y advierte con insistencia, que en esta verdad se apoya uno de los fundamentos de su Evangelio: “Y éste es el mensaje que de hemos oído y os anunciamos». Mas esta luz que a todos nos baña con sus fulgores, en vez de revelar a Dios a los ojos de nuestra alma, le oculta.

Sucede lo mismo que con el sol; su resplandor nos impide contemplarle: Habita una luz inaccesible. Y no obstante eso, esta luz es la vida del alma. Ya habréis notado que en la Sagrada Escritura las ideas de vida y de luz muchas veces van juntas.

Si el salmista quiere describir la bienaventuranza eterna, cuyo origen radica en Dios, dice, “que en él se encuentra el principio de la vida”: Con torrentes de delicias los abrevas a sabor, porque eres fuente de la vida; y añade poco después: “Por tu luz se nos dio ver)) .

De igual modo, al declararse Nuestro Señor “la luz del mundo» dijo, y hay aquí algo más que una yuxtaposición de palabras: “El que me sigue no anda en tinieblas, sino que tendrá luz de vida”. Y esta luz de vida procede de la vida por esencia, que es luz:
En Él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres.

Nuestra vida en el cielo consistirá en conocer, pero ya sin rodeos, la luz eterna, y en gozar de sus esplendorosos fulgores.
Durante la vida presente nos da Dios una participación de su luz, al dotar al alma humana de inteligencia.

San Pablo, escribiendo a los fieles de Roma », declara inexcusables a los paganos de haber desconocido a Dios, a pesar de ver el mundo, obra de sus manos. Las obras de Dios llevan una huella, un reflejo de sus perfecciones y manifiestan así, en cierto modo, la luz infinita.

Pero existe otra manifestación más profunda, más misericordiosa que ha hecho Dios de Sí mismo, y es la Encarnación.
La luz divina deslumbra demasiado para manifestarse a nuestra débil mirada en todos sus esplendores, y está como velada bajo la humanidad: es un velo, conforme al pensamiento de San Pablo ». “Esplendor de la luz eterna”, luz que dimana de la luz, el Verbo se vistió de nuestra carne para que por su medio nos fuera posible.

En esto tenemos que adorar, con San Pablo, «la hondura insondable de los caminos de Dios y confesar muy alto cómo exceden infinitamente a nuestras miras humanas. «Y, en efecto, ¿quién penetró jamás en los arcanos del Señor y fué su consejero?» ¡Oh profundidad de las riquezas, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! Cuán insondables son sus juicios e inescrutables sus caminos!

Nosotros tenemos la dicha de haber «visto la estrella» y de haber reconocido por Dios nuestro al Niño del pesebre; felicidad nuestra es también pertenecer a la Iglesia, cuyas primicias fueron los Magos.

En el Oficio de la festividad, la liturgia lo expresa bellamente así: “Levántate y resplandece, pues ha llegado tu luz y la gloria del Señor ha brillado sobre ti. Pues he aquí que las tinieblas cubren la tierra y oscuros nubarrones los pueblos, pero sobre ti brilla el Señor y su gloria aparece sobre ti. Y las gentes caminarán a tu luz y los reyes al fulgor de tu astro naciente. Alza en torno tus ojos y mira: todos están reunidos y vienen a ti; tus hijos vienen de lejos y tus hijas son llevadas sobre la cadera. Entonces mirarás y estarás radiante, temblarás y se ensanchará tu corazón, pues a ti se volverá la riqueza del mar, la opulencia de las naciones vendrá a ti».

Tributemos a Dios continua acción de gracias «que nos ha hecho capaces de participar en la herencia de los santos en el reino de la luz, librándonos del poder de las tinieblas y nos trasladó al reino del Hijo de su amor», es decir, a la Iglesia.

El llamamiento a la fe es un beneficio insigne, porque contiene en germen la vocación a la eterna bienaventuranza de la visión divina. No olvidemos jamás que esta llamada fué la alborada de todas las misericordias de Dios con respecto a nosotros, y que para el hombre todo se reduce a la fidelidad a esta vocación; la fe nos ha de conducir hasta la visión beatífica ».

Debemos agradecer a Dios esta gracia de la fe cristiana, y, además, esforzarnos por ser cada día más dignos, protegiéndola contra todos los peligros que la amenazan en nuestro siglo, de parte del naturalismo, del escepticismo, de la indiferencia y respetos humanos, procurando ser siempre fieles para vivir una vida conforme a los dictados de la fe.

Pidamos a Dios, además, que conceda ese preciosísimo don de la fe a todas las almas que todavía «yacen en las tinieblas y en la sombra de la muerte»; roguemos al Señor que las ilumine con su estrella y que Él mismo sea « el Sol que las visite desde lo alto con su dulce misericordia» ´

Mucho agrada a Nuestro Señor que le pidamos que su nombre sea conocido y glorificado como Salvador de todos los hombres y Rey de los reyes.

Es cosa grata asimismo al Padre Eterno, pues nada desea tanto como la glorificación de su Hijo. Repitamos, pues, con frecuencia en estos santos días la oración que el Verbo Encarnado puso en nuestros labios: Oh Padre celestial, Padre de las luces, que venga el tu reino, ese reino cuya cabeza es tu Hijo Jesús! ¡ Que tu Hijo sea cada vez más y más conocido, amado, servido y glorificado, para que a su vez, manifestándote aún más a los hombres, te glorifique en la unidad de tu común Espíritu: “Padre, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique»,!

 

 

2. LOS MAGOS SON UN MODELO DE FE PRONTA Y GENEROSA PARA NOSOTROS

      

Si ahora volvemos la vista a algunos detalles del relato evangélico hallaremos cuán rico es en enseñanzas este misterio.

Queda dicho ya cómo los Magos en Belén representaban a los gentiles, llamados a la luz del Evangelio. Su conducta nos demuestra las cualidades que deben adornar nuestra fe.

Y lo primero que se echa de ver es la fidelidad generosa de esa fe. Mirad: la estrella se aparece a los Magos. Cualquiera que sea su país natal — Persia, Caldea, Arabia, la India —, es tradición que los Magos pertenecían a una casta sacerdotal, y se dedicaban al estudio de los astros.

Es muy probable que conocieran la revelación que se hizo a los judíos de un Rey, Libertador suyo y Amo del mundo. El profeta Daniel, que había puntualizado la época de su venida, tuvo relaciones con esta clase de magos; y ¿por qué, tal vez, no pudieran haber conocido la profecía de Balaam que «una estrella saldrá de Jacob»?

 Sea de ello lo que quiera, es Id cierto que se les aparece una estrella maravillosa. Su extraordinario fulgor, al chocar en su vista, les llama la atención, a la vez que una gracia interior de iluminación ilustra sus almas; esta gracia háceles presentir la persona y las prerrogativas de Aquel cuyo nacimiento anunciaba el astro, y al propio tiempo les inspira que vayan a su encuentro para ofrecerle sus homenajes.

Es admirable la fidelidad de los Magos a la inspiración de la gracia. No dan abrigo a la duda en su espíritu; no oponen reparo alguno. y al momento se preparan para ejecutar sus propósitos. No les arredra ni la indiferencia o el escepticismo de su cortejo, ni la desaparición de la estrella, ni las dificultades que siempre rodean a una expedición de esta clase, tan larga y peligrosa. Obedecen sin demora y con tesón al llamamiento divino. «Hemos visto su estrella en Oriente, y venimos a adorarle»; nada más verla, nos hemos puesto en camino.

Los Magos son un modelo para nosotros, bien se trate de la vocación a la fe o del llamamiento a la perfección. Toda alma fiel, por lo tanto, está llamada a la santidad: Sed santos, porque santo soy Yo» .

El apóstol San Pablo nos asegura que desde toda la eternidad existe sobre nosotros un decreto divino lleno de amor que contiene este llamamiento: “Nos eligió antes de la constitución del mundo, para que fuésemos santos e inmaculados ante Él»; «Dios hace que todo concurra para el bien de los que según sus designios son llamados”.

Todos tenemos nuestra estrella en la manifestación de este llamamiento; esa estrella reviste formas diversas según los planes de Dios, nuestro carácter, las circunstancias en que vivimos, los acontecimientos en que nos desenvolvemos; pero siempre brilla una estrella en el alma de cada individuo.

Y ¿qué objeto tiene este llamamiento? Para nosotros, como para los Magos, el de conducirnos a Jesucristo. El Padre celestial es quien hace que brille la estrella en nosotros, pues como dice el mismo Jesucristo: «Nadie puede venir a Mí, si el Padre, que me ha enviado, no le trae».

Si escuchamos el llamamiento con fidelidad, si vamos generosamente camino adelante, clavados los ojos en la estrella, llegaremos a Jesucristo, que es la vida de nuestras almas. Jesucristo nos acogerá con bondad, por muchos que sean nuestros pecados, nuestras culpas y nuestras miserias. Lo tiene prometido: «Todo lo que el Padre me da vendrá a Mí, y al que viene a Mí, yo no le echaré fuera».

El Padre llevó a la Magdalena, pecadora famosa, a los pies de Jesús, y siguiendo ella al punto con generosa fe el fulgor de la estrella que brillaba en su alma miserable, irrumpió en la sala del banquete para manifestar públicamente a Jesucristo su fe, su arrepentimiento y su amor. Magdalena siguió la estrella, y la estrella la guió al Salvador: «Tus pecados te son perdonados, tu fe te ha salvado, vete en paz… y al que viene a mi, yo no lo echaré fuera.”

       La vida de los santos y la experiencia de las almas de muestran a menudo que hay momentos decisivos en nuestravida sobrenatural, de cuya solución depende todo el valor de nuestra vida interior y a veces nuestra misma eternidad.

Ved, por ejemplo, a Saulo, camino de Damasco Es un enemigo y un perseguidor encarnizado de los cristianos «respira amenazas» contra todo Jo que lleva ese nombre: Pero un día Jesucristo deja oir su voz. Para Saulo es la estrella, la llamada divina. Saulo escucha entonces ese llamamiento, sigue a la estrella y exclama: «Señor, ¿qué quieres que haga?» ¡Qué prontitud y qué generosidad la suya! Por eso, a partir de ese momento hecho ya «vaso de elección» , su vida será toda para Jesucristo.

Por el contrario mira aquel mancebo lleno de buena voluntad, de corazón recto y sincero que se presenta ante Jesucristo y le pregunta qué debe hacer para alcanzar la vida eterna. « Guarda los mandamientos», le responde nuestro divino Salvador «Maestro, los guardo desde mi infancia. ¿Qué me resta aún?» Entonces, dice el Evangelio: «Jesucristo, poniendo los ojos en él, le amé,» Esta mirada llena de amor era un rayito de la estrella, que después se manifiesta en estas palabras: “Una sola cosa te falta; si quieres ser perfecto, vende cuanto tienes, dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo; luego, ven y sígueme,» Pero él no sigue la estrella: «Ante estas palabras, frunció el ceño y se fue triste, Porque tenía muchas posesiones».

De modo que ya se trate del llamamiento a la fe o a la santidad, no encontraremos a Jesucristo y la vida que mana de Él sin una debida atención a la gracia, y perseverando fielmente en el deseo de la unión divina.

El Padre celestial nos lleva a su Hijo por la inspiración de su gracia; pero quiere que, a imitación de los Magos, desde el momento en que en nuestros corazones brille la estrella, abandonemos luego todo por seguirle: nuestros pecados, las ocasiones del pecado, los malos hábitos, las infidelidades, las imperfecciones, el apego a las criaturas; quiere que sin parar mientes ni en ci qué dirán, ni en los juicios de los hombres, ni en las dificultades que se opongan a su cumplimiento, salgamos al instante en busca de Jesucristo a quien perdimos por un pecado, mortal, o si le poseemos ya en nuestra alma por la gracia santificante, nos llame a una unión más estrecha e íntima con Él
Hemos visto la estrella: «Señor, yo he visto tu estrella y me llego a Ti: ¿Qué quieres que haga?»

 


3. CONDUCTA DE LOS MAGOS AL DESAPARECER LA ESTRELLA

 

Algunas veces sucede que la estrella desaparece de nuestra vista. Bien porque la inspiración de la gracia lleva consigo un carácter extraordinario, como sucedió a los Magos, o porque está en íntima conexión — y es lo más frecuente en nosotros — con la providencia sobrenatural de todos los días, lo cierto es que a veces no se manifiesta; se oculta la luz, y el alma se encuentra envuelta en las tinieblas espirituales.

¿Qué hacer en esa situación? Veamos lo que hicieron los Magos en tal circunstancia. La estrella se les apareció únicamente en Oriente, y no la vieron más. Hemos visto su estrella en Oriente. Esa estrella les revelaba el nacimiento del Rey de los judíos, pero no les indicaba el punto fijo donde poder encontrarle.

¿Qué deben hacer? Los Magos se dirigieron a Jerusalén, la capital de la Judea y metrópoli de la religión judía. ¿Y dónde mejor que en la ciudad santa pueden conseguir noticias sobre lo que buscan? A ejemplo suyo, al eclipsarse nuestra estrella, al parecer un poco vacilante la inspiración divina y dejarnos en la duda, Dios quiere que recurramos a la Iglesia, a los que le representan entre nosotros, para aprender de ellos la conducta que debemos observar. Ésta es la economía de la Providencia divina.

Dios desea que el alma, en sus dudas y dificultades en su caminar hacia Cristo, pida luz y dirección a los que Él puso por representantes suyos cerca de nosotros: «El que a vosotros oye, a Mí me oye».

Contemplad a Saulo camino de Damasco: al llamamiento de Cristo responde al momento con vehemencia: «Señor, ¿qué quieres que haga?» Y Jesucristo ¿qué le contesta? ¿Le da a conocer su voluntad directamente? Cierto que lo podría haber hecho, ya que se revelaba a Saulo como que era el Señor, pero no lo hace; le envía a sus vicarios: «Levántate y entra en la ciudad, y allí se te dirá lo que has de hacer».

Al someter las aspiraciones de nuestra alma a la censura de los que tienen gracia y misión de conducirnos por los caminos de la unión divina, no corremos el riesgo de extraviamos, cualesquiera que sean los méritos personales de nuestros directores.

En la época de la llegada de los Magos a Jerusalén, la asamblea de los que tenían autoridad para interpretar las Sagradas Escrituras se componía en su mayoría de elementos indignos, y, sin embargo, Dios quiso que por su mediación e instrucciones conocieran oficialmente los Magos el lugar donde había nacido Jesucristo.

Dios, en efecto, no puede permitir que sea engañada un alma que con humildad y confianza consulta a los representantes legítimos de su autoridad soberana. Al contrario, encontrará nuevamente la luz y la paz como los Magos al salir de Jerusalén, y entonces verá otra vez la estrella nimbada de claridad y resplandor, y a imitación suya, y rebosante de alborozo, continuará su marcha camino adelante: «Al ver la estrella sintieron una grandísimo gozo». (las noches de san Juan de la Cruz)

 

 

4. SU HONDA FE EN BELÉN. SIMBOLISMO DE LOS DONES OFRECIDOS. CÓMO DEBEMOS IMITARLES (después de la noche del espíritu viene el gozo de la unión mística con Dios)

 

Ahora acompañemos a los Magos en Belén, y veremos sobre todo manifestarse su profunda fe.

La estrella maravillosa les guía al lugar donde al fin “hallarían al que buscaban desde tanto tiempo atrás. ¿Qué encontraron allí? ¿Acaso un palacio magnífico, una cuna regia, un tren de solícitos pajes? Nada de eso; sencillamente, una miserable casucha de trabajadores.

 Buscan un Rey, un Dios, y no ven más que un Niño en el regazo de su madre; y no un ser transfigurado por destellos divinos, como ocurrió más tarde, a la vista de los apóstoles, en el
monte Tabor, sino un niñito, una débil y desvalida criatura.

Con todo, de esa criatura, al parecer tan frágil, procedía de modo invisible una virtud divina. El mismo que ahora iluminaba a los Magos fue el que hizo aparecer la estrella para guiarles hasta el pesebre; ahora llenaba también interiormente de luz a su espíritu y del amor al corazón. Por esto reconocieron al Niño como a su Dios. Nada nos dice el Evangelio de sus coloquios, pero nos da a conocer el gesto sublime de su fe perfecta: «Y cayendo en tierra le adoraron».

La Iglesia desea que nos asociemos a esta adoración de los Magos. Así, en la santa Misa, al leer o cantar las palabras del relato evangélico: «Y cayendo en tierra le adoraron», nos manda doblar la rodilla, para hacer ver que también nosotros creemos en la divinidad del Niño de Belén.

Adorémosle con rendida fe. Dios nos exige que mientras peregrinamos por este mundo, la meta de toda la actividad de nuestra vida interior debe ser unirnos con Él por la fe. La fe es la luz que nos deja ver a Dios en el Niño de la Virgen, y oír la voz de Dios en las palabras del Verbo Encarnado, e imitar los ejemplos de un Dios en las acciones de Jesucristo, y apropiarnos los méritos infinitos de Dios por los dolores y satisfacciones de un hombre que padece como nosotros.

El alma ilustrada con una fe viva descubre siempre a Dios entre el velo de una humanidad pobre y pasible; dondequiera que encuentre esta humanidad, ya sea en los anonadamientos de Belén, o a través de los caminos de Judea, o en el patíbulo del Calvario, o bajo las especies eucarísticas, el alma de fe se postra ante ella porque sabe que es la humanidad de un Dios. Se arroja a sus pies para escucharla, obedecerla, seguirla, hasta que Dios tenga a bien «revelarle por Sí mismo su Majestad infinita entre los  fulgores divinos de la visión beatífica».

La actitud de adoración en los Magos expresa elocuentemente la profundidad de su fe; los dones que ofrecen tienen también un alto significado. Los Padres de la Iglesia han encarecido insistentemente el simbolismo de los dones que los Magos llevaron a Jesús. Parémonos, antes de terminar esta conferencia, a considerar cuán profundo es este simbolismo: ello producirá una alegría en nuestras almas y servirá de fomento a nuestra piedad.

El Evangelio nos cuenta, como ya lo sabéis, «que, abiertos sus tesoros, los Magos “ofrecieron al Niño oro, incienso Y mirra” . Es evidente que en la intención de los Magos estos dones tenían que expresar los sentimientos de sus corazones y al mismo tiempo honrar a quien se los presentaban.

Al examinar la naturaleza de esos dones, que los Magos debieron aprestar antes de su salida, se echa de ver que la luz de lo alto les reveló algo de la eminente dignidad de Aquel a quien deseaban contemplar y adorar.

Esta clase de dones indica, igualmente, la calidad de homenajes que los Magos querían prestar al Rey de los judíos. El simbolismo de los presentes conviene, pues, a la vez, al que se ofrecen y a quienes los presentan.

El oro, el más preciado de los metales, simboliza la realeza; por otra parte, significa el amor y la fidelidad que el vasallo debe a su rey.

El incienso es reconocido por todos como emblema del culto divino, ya que sólo a Dios se ofrece. Al escoger este don, los Magos proclamaron la divinidad de Aquel cuyo nacimiento anunció la estrella, y reconocieron esta divinidad por la suprema adoración que únicamente a Dios se puede tributar.

Finalmente, estuvieron inspirados al presentarle la mirra.
¿Qué quieren indicar con esa mirra, que servía para curar las heridas y embalsamar a los muertos? Significaba que Jesucristo era hombre, y hombre pasible, que un día debía morir; simbolizaba también el espíritu de penitencia y de inmolación que debe caracterizar la vida de los discípulos de un crucificado.

De manera que la gracia fue la que inspiró a los Magos el llevar estos presentes al que buscaban. Que nos suceda otro tanto a nosotros. “Los que tenemos la dicha de oír el relato, dice San Ambrosio »‘, de la ofrenda de los Magos, sepamos escoger de entre nuestros tesoros y presentarle dones semejantes.»

Siempre que nos acerquemos a Jesucristo llevémosle, como los Magos, nuestros presentes, pero que sean magníficos, como los suyos, dignos de Aquel a quien se los ofrecemos.

Acaso me objetaréis: «Nosotros no tenemos ni oro, ni incienso, ni mirra.» Es cierto; pero tenemos algo mucho mejor, tenemos tesoros preciosísimos y que, además, son los Únicos que espera de nosotros Jesucristo, Salvador y Rey nuestro. ¿No le ofrecemos oro al proclamar con nuestra vida henchida de amor y de fidelidad a sus mandamientos que Él es rey de nuestros corazones? ¿No le presentamos incienso al creer en su divinidad, y al reconocerle con nuestras adoraciones y súplicas? Y al juntar nuestras humillaciones, sufrimientos, dolores y lágrimas con las suyas, ¿no le llevamos mirra?

Y si, por desgracia nada de eso tuviéramos pidamos a Nuestro Señor que nos colme de los tesoros que tan gratos le son; para eso los tiene, para dárnoslos.

Esto mismo dio a entender Jesucristo el día de Epifanía a Santa Matilde, después de la comunión: «Mira que te doy oro, la dijo, conviene a saber, mi amor divino, e incienso, o sea, toda mi santidad y devoción, y finalmente la mirra, es decir, la amargura de toda mi Pasión. Y tan de verdad te cedo estas tres cosas que puedes tú por tu parte ofrendármelas a mí como cosa tuya propia’) ».
Ciertamente, esta verdad es tan consoladora que nunca debemos echarla en olvido. La gracia de la divina adopción que nos constituye hermanos de Jesucristo y miembros vivos de su cuerpo místico, nos da derecho a apropiamos sus tesoros y hacerles valer ante Él y ante su Padre. ¿Ignoráis, por ventura, decía San Pablo, «el poder y la grandeza de la gracia de Jesucristo, que siendo
rico se hizo pobre por amor nuestro, para enriquecemos ¡ por su pobreza»?

Nuestro Señor es el que suple por nuestra nada y nuestras miserias: Él es nuestra riqueza, nuestra acción de gracias; El contiene en Sí mismo y de manera eminente lo que significan los presentes de los Magos, realizando en su persona, de manera acabada, su profundo simbolismo. Por lo tanto, nada mejor podemos ofrecer al Padre celestial que al mismo Jesucristo, en acción de gracias, por el don inapreciable de la fe cristiana.

Dios nos ha dado a su Hijo, y, según el testimonio de Jesucristo, el Ser infinito, no podría manifestarnos su amor de traza más sorprendente: «Porque tanto amó Dios al mundo que le dio su Unigénito Hijo »; Porque « al hacernos su donación, añade San Pablo, nos dio todo en Él.

Pero, en agradecimi0 debemos a Dios fervientes acciones de gracias por este don inefable. ¿Qué podemos dar a Dios que sea digno de Él? No hay más que su Hijo Jesús. “Al ofrecerle su Hijo, le devolvemos lo que nos da»: Ofrecemos a tu excelsa Majestad de los dones que nos has dado», y no hay otro don que más le satisfaga.

La Iglesia, que conoce los arcanos de Dios como nadie, ¡qué bien lo sabe! En este día en que comienzan sus místicas bodas con Jesucristo, ofrece a Dios, «no ya oro, ni incienso, ni mirra, sino al que en ellos está representado, inmolado en el altar y recibido en el alma de sus discípulos».

« Te Suplicamos, Señor, mires propicio los dones de tu Iglesia, en los cuales se te ofrece, no oro, incienso y mirra, sino lo que con dichos dones se declara, se inmola y se consume, Nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, Señor nuestro... »

Ofrezcamos pues, con el sacerdote, el santo sacrificio; ofrezcamos a Dios Padre su divino Hijo, después de haberle recibido en la sagrada Mesa; pero ofrezcámonos también nosotros con l, por amor, y para cumplir en todo lo que su santa voluntad nos indique; el don más perfecto que podemos ofrecer a Dios es éste.

La Epifanía continúa todavía; se prolonga a lo largo de los siglos. «También nosotros, dice San León »», debemos saborear las alegrías de los Magos, porque al misterio que se realizó en este día no se le pueden fijar unos límites. Gracias a la esplendidez de Dios y al poder de su bondad, se disfruta en nuestros días de la realidad, cuyas primicias tuvieron los Magos.» Y al hacer Dios que brille la luz del Evangelio entre los paganos, se renueva la Epifanía; siempre que la verdad resplandece a la vista de los que viven en el error, es como un rayo que les llega de la- estrella de los Magos.

También continúa la Epifanía en el alma cristiana al hacerse su amor más ardiente y arraigado. La fidelidad a las inspiraciones de la gracia — según dice el mismo Jesucristo — se convierte en una fuente de ilustración más clara y más viva: “El que me ama.., me manifestará a él» ¡Dichosa el alma que vive de fe y de amor! Se
engendrará en ella una manifestación, cada vez más profunda, de Jesucristo, y en continua renovación; el mismo Señor la dará una inteligencia cada día más íntima de sus misterios.

La Sagrada Escritura compara la vida del justo a “una senda luminosa que va de claridad en claridad» », hasta el día en que todos los velos y todas las sombras desaparezcan y se manifiesten a la luz de la gloria los esplendores eternos de la divinidad. Allá, dice San Juan en su libro tan misterioso del Apocalipsis, donde nos describe las magnificencias de la Jerusalén de arriba, allá no se
necesita luz, porque el Cordero, es decir, Jesucristo, es la luz que ilumina y colma de gozo a las almas de todos los
elegidos, esa será la Epifanía en los cielos.

«¡Oh Dios!, que en este día, sirviéndote de una estrella has llevado a las naciones paganas al conocimiento de tu Unigénito, concédenos, por tu bondad, que ya que te hemos conocido por la fe, podamos llegar a contemplar la faz de tu suprema Majestad.»

XVIII. — «IN MEI MEMORIAM»

(Corpus Christi)

 

LA EUCARISTÍA ES UN MISTERIO DE FE

 

Todos los misterios de Cristo son esencialmente misterios de fe, tanto, que sin ella no podríamos ni aceptar ni contemplar ninguno. Esto no obstante, es distinto en cada uno el grado de luz que alumbra nuestra fe.

En Belén, por ejemplo, sólo vemos un niñito reclinado en un pesebre, y, sin la fe, no reconoceríamos en él al Hijo de Dios y dueño soberano de todas las criaturas; pero oímos las armonías de los Ángeles del cielo, que celebran a coro la venida de este Salvador del mundo, y vemos una estrella maravillosa que conduce a sus pies a los reyes de Oriente.

En el bautismo de Jesús, nuestros ojos no ven más que a un hombre que se somete como los demás judíos a un rito de penitencia, pero al punto el cielo se rasga y oye la voz del Padre Eterno que proclama a aquel Hombre Hijo de su amor, y objeto de sus más tiernas delicias.

De igual modo, en el Tabor, en el misterio de la Transfiguración, la fe halla poderosa ayuda, pues la gloria de la divinidad penetra hasta su misma Humanidad y en ella se refleja de modo visible hasta caer los discípulos al suelo llenos de espanto.

Por el contrario, al morir Cristo sobre la cruz como el más vil de los mortales, en medio de los tormentos, se halla velada la divinidad, aunque, por otra parte, proclama el Centurión que es el Hijo de Dios, y la naturaleza misma, con bruscos temblores en aquel momento solemne, rinde público homenaje a su Creador. En la Resurrección vemos a Jesús todo radiante de gloria, pero a la vez prueba a sus apóstoles que Él es siempre el mismo, Dios y hombre: se deja tocar y come con ellos, y les muestra las cicatrices de sus llagas, para manifestarles que no es sólo un espíritu, sino el mismo Jesús con quien vivieron durante tres años.

Ya veis, pues, que en cada misterio de Cristo hay bastantes sombras para que nuestra fe resulte meritoria, y, por otra parte, la luz suficiente para ayudarla; vemos que en todos los misterios se manifiesta la inefable unión de la divinidad con la humanidad.
Existe, sin embargo de ello, un misterio, el misterio de la Eucaristía, en el cual, en vez de revelarse la divinidad y la humanidad, se eclipsan entrambas ante nuestros sentidos.

¿Qué hay en el altar antes de la consagración? Un poco de pan y un poco de vino. ¿Y después de la consagración? Para los sentidos del tacto, del ojo y del gusto, el mismo pan y vino de antes. Sólo la fe, traspasando esos velos, penetra hasta las realidades divinas que allí yacen ocultas. Sin la fe, sólo veremos pan y vino, no vemos a Dios, pues no se manifiesta aquí como en el Evangelio; «pero es que no vemos ni al hombre siquiera»: in cruce latebat sola Deitas. At hic latet simul et humanitas. «En la cruz estaba escondida tan sólo la divinidad, pero aquí se esconde también la humanidad».

Al afirmar Cristo durante su vida mortal que era Hijo de Dios, daba muestras de serlo; cierto que se veía que era hombre, pero un hombre “cuya doctrina sólo podía venir de Dios» », un hombre «que obraba maravillas y portentos que sólo Dios puede hacer» ».

 El fariseo Nicodemo también lo reconocía así con el ciego de nacimiento cuando decía: «Sabemos, Maestro, que viniste de Dios, porque nadie puede hacer los milagros que Tú haces, si Dios no estuviese con Él» . La fe era necesaria, pero los milagros de Jesús y la sublimidad de su doctrina ayudaban a la fe de los judíos, ya sabios, ya ignorantes.

Mas en la Eucaristía sólo cabe la fe pura y basada únicamente en las palabras de Jesús: “Éste es mi cuerpo, Ésta es mi sangre», porque, ante todo, la Eucaristía es un «misterio de fe»
Por eso en este misterio, más aún que en los demás que hasta aquí hemos contemplado, no debemos escuchar sino a Cristo, pues, de lo contrario, deberíamos decir como los judíos al anunciarles Jesús la Eucaristía: «Recia es esta palabra, ¿quién podrá soportarla?».

Y con esto se alejaron aún más de Cristo. Nosotros, al contrario, vayamos a Jesús como lo hicieron en esta ocasión los apóstoles fieles, y digámosle con San Pedro: “Señor, ¿a quién iremos? Tú solo tienes palabras de vida eterna. Hemos creído y sabemos que eres Cristo, el Hijo de Dios vivo».

Preguntemos, pues, a nuestro Señor acerca de este misterio, y Él, que es la verdad infalible, la sabiduría eterna, la omnipotencia divina, ¿por qué no ha de cumplir lo que tiene prometido?

 

 

1. EL SACRIFICIO DEL ALTAR PERPETÚA LA MEMORIA DE JESÚS

 

Nuestro divino Salvador al instituir este misterio con objeto de perpetuar los frutos de su sacrificio, dijo a sus apóstoles: «Haced esto en memoria mía» «. Así que, además del fin primario de renovar su inmolación y hacernos partícipes de este misterio por medio de la Comunión, quiso Cristo dar también a la Eucaristía un carácter de memorial. Pero ¿cómo conserva este misterio el recuerdo de Cristo y lo perpetúa entre los hombres?

La Eucaristía conserva el recuerdo de Jesús, primero en cuanto que es sacrificio. No hay, como sabéis, más que un sacrificio pleno, total y perfecto, por el cual quedó saldada y expiada toda la deuda. Él es causa de todo mérito y fuente de toda gracia. Hablamos, pues, del sacrificio del Calvario; «con una sola oblación, como dice el Apóstol, hizo Cristo perfectos parn siempre a los que santificó».
Mas para que los méritos de este sacrificio se apliquen a todas las almas de todos los tiempos, quiso Cristo que fuese renovado en el altar.

El altar es otro Calvario que nos recuerda, nos representa, reproduce, la inmolación de la cruz. Por eso, dondequiera que haya un sacerdote para consagrar el pan y el vino, allí está el memorial de la Pasión. Lo que se ofrece e inmola sobre el altar es “el cuerpo de Cristo entregado por nosotros y su sangre derramada por nuestra salvación».

El Pontífice es el mismo Jesucristo, el cual los ofrece todavía valiéndose del ministerio de sus sacerdotes. ¿Cómo, pues, no hemos de pensar en la Pasión, cuando asistimos al santo Sacrificio de la Misa, si en todo es idéntico al de la cruz, salvo el modo incruento con que se realiza la oblación eucarística?.No se celebra una sola misa ni se hace una sola Comunión sin que se nos recuerde que Jesús se entregó a la muerte por rescatar al mundo. “Cuantas veces, dice San Pablo, comiereis de este pan y bebiereis de este cáliz, otras tantas anunciaréis y recordaréis la muerte del Señor, hasta tanto que venga el último día». De este modo se perpetúa vivo y fecundo hasta el fin de los tiempos el recuerdo de Cristo entre aquellos a quienes un día redimió por medio de su inmolación.

Es, pues, la Eucaristía el memorial perenne que Cristo nos dejó de su sagrada Pasión y muerte, la vida y testamento de su amor. Dondequiera qqe se ofrezcan el pan y el vino, donde se encuentre la hostia consagrada, allí aparece el recuerdo del sacrificio de Cristo. «Haced esto en memoria mía». Recuérdanos ante todo la Eucaristía la Pasión de Jesús, como quiera que fué instituida la víspera de su muerte y viene a ser como el testamento de su amor.

Pero la Eucaristía no excluye a los demás sacramentos. Mirad, si no, lo que hace la Iglesia, Esposa de Cristo y conocedora como nadie de las intenciones de su divino Esposo, que la guía por el Espíritu Santo en la organización del culto público. Terminada la consagración, comienza por recordarnos las palabras de Jesús “Haced esto en memoria mía»; e inmediatamente, como para demostrar cuánto desea embeberse en los mismos sentimientos de su Esposo, añade: “Ahora, Dios Padre omnipotente, en testimonio de reconocimiento y amor, nosotros tus indignos siervos, y con nosotros tu pueblo santo, conmemorando, no sólo la Pasión bienaventurada de Jesucristo, tu Hijo y Señor nuestro, más también su Resurrección de los abismos y su gloriosa Ascensión a los cielos, ofrecemos a tu excelsa majestad... el pan santo de vida eterna y el cáliz de perpetua salud.» Unde et memores... tam beatae passionis nec non et ab inferís resurrectionis sed et in caelos gloriosae ascensionis». Los griegos, después de hacer mención de la «Ascensión a la diestra del Padre, conmemoran también « el segundo y glorioso advenimiento»´

Así, pues, aunque la Eucaristía recuerda ante todo y de un modo directo la Pasión de Jesús, no excluye el recuerdo de los misterios gloriosos que tan, íntimamente se encadenan y relacionan con la Pasión, siendo en alguna manera coronamiento de la misma.

Recibiendo en la Eucaristía el cuerpo y sangre de Cristo, supone ésta, por lo mismo, la Encarnación Y demás misterios que se fundan en ella o de ella derivan. Cristo está sobre el altar con su vida divina, que jamás abandonará, y con su vida mortal, cuya forma histórica cesó ya, pero cuya sustancia y méritos perduran todavía juntamente con su vida gloriosa, que ya no tendrá fin».

Todo esto, como sabéis, contiene realmente la Hostia santa y lo reciben nuestras almas en la comunión. Al comunicarse Cristo con nosotros, se nos entrega también con todo lo más esencial de sus obras y de sus misterios, del mismo modo que nos entrega toda su persona.

Así que bien podemos cantar con el salmista que celebraba de antemano la gloria de la Eucaristía ». «El Señor ha dejado a su pueblo un memorial de sus maravillas, y como misericordioso y bondadosísimo que es ha dado un alimento a aquellos quo le temen». La Eucaristía es como la síntesis de los prodigios que el amor del Verbo Encarnado obró con nosotros.

 

 

 

 

 

2. EL MANÁ, FIGURA DE LA EUCARISTÍA

 

Si consideramos ahora la Eucaristía como sacramento, descubriremos en ella admirables propiedades que sólo un Dios pudo inventar. Ya os he repetido aquella idea tan favorita del Apóstol, el cual consideraba que los principales acontecimientos de la historia del pueblo judío en el Antiguo Testamento, eran símbolo, unas veces misterioso y oscuro, y otras claro y luminoso, de las realidades que iban a ilustrar la Nueva Alianza establecida por Cristo.

Ahora bien, según las palabras mismas de Nuestro Señor Jesucristo, una de las figuras más características de la Eucaristía fué el maná; por esto insiste tanto nuestro divino Salvador cuando compara este manjar, alimento llovido del cielo, a los hebreos en el desierto y el pan eucarístico que 1ll iba a dar al mundo. Entramos, desde luego, en los sentimientos de Cristo al estudiar la figura y el símbolo para penetrar mejor la realidad.

Pues bien; ved ya en qué términos nos habla del maná el escritor sagrado, órgano del Espíritu Santo: «Alimentaste, Señor, a tu pueblo con manjar de Ángeles, y le diste un pan del cielo preparado sin trabajo alguno, un pan que engendraba todo gozo, cuyo sabor se acomodaba a todos los gustos. Esta sustancia por Ti mismo enviada, demostraba lo mucho que amabas a tus hijos; y ese pan, acomodándose al deseo de todos, sabía a cada cual según su gusto».

La Iglesia ha recogido estas hermosas palabras para aplicarlas a la Eucaristía en el oficio del Santísimo Sacramento». Veamos ahora de qué modo van expresadas en ellas las propiedades del pan eucarístico, y con cuánta mayor razón podemos nosotros cantar de la sagrada hostia lo que el autor inspirado cantaba del maná.

La Eucaristía, así como el maná, es un alimento, pero un alimento espiritual; nuestro Señor quiso instituirla en forma de alimento y en un banquete. Jesucristo se entrega a nosotros como sustento de nuestras almas: «Mi carne es verdaderamente comida, y mi sangre verdaderamente bebida».

Y también como el maná, la Eucaristía es un pan bajado del cielo; pero aquél no pasaba de ser una figura imperfecta de ésta; por eso nuestro Señor decía a los judíos que le recordaban el prodigio del desierto: «Moisés no os dio el pan del cielo; mi Padre sí que os da el verdadero pan del cielo, pues el pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida, no sólo a un pueblo particular, sino a todos los hombres.»

Y como los judíos murmuraban al oírle llamarse «el pan bajado del cielo», Jesús añade: “Yo soy el pan de vida. Vuestros padres comieron el maná y murieron; he aquí el pan bajado del cielo, para que no muera quien de él comiere. Yo soy el pan vivo bajado del cielo; si alguien comiere de este pan, vivirá eternamente”, pues deposita en nuestros mismos cuerpos el germen de la resurrección.

“Y el pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo”. Ya veis con cuánta insistencia nos muestra nuestro Señor mismo que la divina realidad eucarística es muy superior en su sustancia y en sus frutos al alimento dado antiguamente al pueblo judío.

Este bocado celestial nos da la vida alimentando en nosotros la gracia. “Contiene además toda suavidad y dulzura”. No hay cosa más regocijada que un festín. Pues bien, la Comunión es el festín del alma y, por ende, una fuente de profundas alegrías. ¿Es posible que Jesucristo, verdad y vida, principio de todo bien y de toda felicidad, no llene de gozo nuestros corazones? ¿Es posible que, dándonos a beber el cáliz de su sangre divina, no derrame en nuestras almas esta espiritual alegría que caldea la caridad y mantiene el fervor?

Volved la vista al Cenáculo, después de la institución de este divino sacramento: Cristo habla a los apóstoles de su alegría; quiere que esta alegría, su propia alegría, totalmente divina, sea la nuestra, y que nuestros corazones sean henchidos de ella» ». 1se es uno de los efectos de la Eucaristía cuando se recibe con devoción: llenar el alma de ese gozo sobrenatural que la hace pronta y sumisa para el servicio de Dios.

Mas no olvidemos que esta alegría es sobre todo espiritual. Siendo la Eucaristía el «misterio de fe» por excelencia, sucede que Dios permite que esta alegría enteramente interior no se trasluzca en la parte sensible de nuestro ser. Acontece también que almas muy fervorosas sienten horribles, sequedades después de recibir el pan de vida. No se extrañen, y sobre todo no se desanimen. Si al recibir a Cristo han llevado todas las disposiciones posibles y sufren por su impotencia, queden muy tranquilas y no pierdan la paz, porque es que Cristo, siempre vivo, obra silenciosa pero eficazmente allá en el fondo íntimo del alma para transformarla en Sí. Este es precisamente el efecto más preciado del pan eucarístico:
«El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él».

¡Oh, cuánto ha costado prepararnos este festín! Por cierto, no fue sin mucho trabajo. Se necesitaron para ello los abatimientos de la Encarnación, la humildad y los trabajos oscuros de la vida oculta, las fatigas del apostolado, las luchas contra los fariseos, los combates con el príncipe de las tinieblas, en fin, y esto lo resume, contiene y corona todo, los dolores de la Pasión. Sólo a costa de su sangrienta inmolación y de innumerables trabajos nos tiene merecida Jesucristo esta gracia, verdaderamente inaudita, de unirnos íntimamente a Sí, dándonos a comer su sagrado cuerpo y a beber su sangre preciosísima.

Por eso quiso instituir este sacramento la víspera de su Pasión, como «para darnos la prueba más elocuente del exceso de su amor en favor nuestro» . Por comunicarse a tal precio, está saturado este don de la suavidad del amor infinito de Jesucristo. Ahí tenéis algunos de los prodigios figurados ya por el maná, y realizados, para vida y gozo de nuestras almas, por la sabiduría y bondad de nuestro Dios.

¿Cómo no «admirarlos» con la Iglesia? ¿Cómo no «venerar estos sacrosantos misterios con toda reverencia y con rendida adoración»? Tribue quaestimus, ita nos corporis et sanguinis tui sacra ,mystería verterari!

Entre todas las propiedades que la Sagrada Escritura atribuye al maná, hay una especialmente notable y es que el maná tenía tantos sabores diversos cuantos eran los gustos de los que le comían».

En este pan celestial, que es la Eucaristía, podemos encontrar también, si así se puede decir, el sabor especial de todos los misterios de Cristo, y la virtud de todos sus estados. No consideramos ya aquí la Eucaristía como memorial, sino como fuente de gracias, y aquí se descubre un aspecto muy fecundo del misterio eucarístico, en el cual pienso detenerme con vosotros  unos instantes. Si nos dejamos penetrar de él, sentiremos aumentar en nosotros el deseo y el amor de este divino alimento.

Ya sabéis que nuestro Señor se entrega en alimento para conservar en nosotros la vida de la gracia; además, por la unión que este sacramento crea entre nuestras almas y la persona de Jesús, in me manet et ego in illo, y por la caridad que esta unión alimenta, Cristo obra en nosotros esta transformación que hacía exclamar a San Pablo: «Vivo yo, pero no soy yo quien vive, sino que Cristo es quien vive en mi» »». Tal es la virtud propia de este inefable Sacramento».

Esta transformación abarca muchos grados en nosotros, por lo cual no podemos realizarla de un golpe; antes la vamos adquiriendo poco a poco, a medida que adelantamos en el conocimiento de Cristo y de sus estados, puesto que su vida es nuestro modelo y su perfección el ejemplar de la nuestra.

La piadosa contemplación de los misterios de Jesús constituye uno de los medios de esta transfiguración ya os he dicho: al ponernos, por medio de una fe viva, en contacto con Él, entonces produce en nosotros, por la virtud siempre eficaz de su santa humanidad unida al Verbo, esta semejanza que es la señal de nuestra predestinación.

Si esto es cierto, tratándose de la simple contemplación de los misterios cuánto más poderosa y extensa no será la acción de Jesús cuando habita en nuestras almas por la Comunión sacramental! Esta unión es la más grande y más íntima que podemos tener en este mundo con Cristo: la unión que tiene lugar entre el alimento y el que lo toma.

Cristo se entrega para ser nuestro manjar; pero, al revés de lo que sucede con el sustento corporal, aquí nosotros somos los asimilados por Cristo, y Él se hace nuestra comida», así también la vida que Cristo nos da por la Comunión, es toda su vida, la cual pasa a nuestras almas para ser el ejemplar y la forma de nuestra vida, para reproducir en nosotros los diversos sentimientos del corazón de Jesús, para hacemos imitar todas las virtudes que Él practicó en sus diversos estados, y derramar en nosotros las gracias especiales que nos mereció al vivir por nosotros sus misterios.

Sin duda, y nunca olvidemos esto, bajo las especies eucarísticas no se encuentra más que la sustancia del cuerpo glorioso de Jesús, como ahora se encuentra en el cielo, y no del modo que estaba, por ejemplo, en el portal de Belén. Mas cuando el Padre eterno mira a su Hijo Jesús en los resplandores celestiales, ¿qué ve en Él? Ve al que vivió por nosotros en la tierra durante treinta y tres años; ve todos los, misterios de su vida mortal, y las satisfacciones y los méritos que manaron de estos mismos misterios; ve la gloria que este Hijo le dio viviendo cada uno de ellos. En todos ellos, también ve siempre al mismo Hijo de sus complacencias, bien que ahora sólo ocupa Jesucristo su derecha en su estado glorioso.

 Igualmente, el Jesús a quien recibimos nosotros es el
Jesús que nació de María, el que vivió en Nazaret y predicó a los judíos de Palestina, es el buen Samaritano, el que curó a los enfermos, libró a Magdalena del demonio y resucitó a Lázaro; es el que, cansado, dormía en la barquichuela, el que agonizaba en el Huerto, abrumado de mortal angustia, el que fue crucificado en el Calvario, el glorioso resucitado del sepulcro, y el misterioso peregrino de Emaús; el que se da a «conocer en la fracción del pan», el que subió a los cielos sentándose a la diestra del Padre; es, por fin, el Pontífice eterno, siempre vivo, que intercede por nosotros sin cesar.

La Comunión nos da en sustancia todos los estados de la vida de Jesús, con sus propiedades, su espíritu peculiar, sus méritos y su virtud; bajo esa diversidad de estados y de misterios se perpetúa la misma persona que los vivió y que actualmente vive para siempre en el cielo.

Cuando recibimos a Cristo en la sagrada Mesa, podemos contemplarle y entretenemos con Él en cualquiera de sus misterios. Aunque ahora viva su vida gloriosa, con todo, encontramos en Él al que vivió por nosotros y nos mereció la gracia que esos misterios contienen; venido a nosotros, Cristo nos comunica esta gracia para realizar poco a poco la transformación de nuestra vida en la suya, efecto propio del sacramento.

 Basta para comprender esta verdad recorrer las «secretas» y «poscomuniones» de la misa en las diferentes fiestas del Salvador. El objeto de estas oraciones, que ocupan un puesto especialísimo entre las del sacrificio eucarístico, se diferencia por la naturaleza de los misterios celebrados.

Podemos, por ejemplo, unirnos a Jesús viviendo in sinu Patris igual a su Padre y Dios como él. Al que adoramos en nosotros mismos, le adoramos como a Verbo coeterno al Padre, e Hijo de Dios y objeto de las complacencias de su Padre: «Sí, yo te adoro dentro de mí, oh Verbo divino; por la unión tan íntima que en este momento tengo contigo, dame la gracia de estar también contigo in sinu Patris, ahora por medio de la fe, y, más tarde, en la eterna realidad, para vivir la vida misma de Dios, que es nuestra vida. »
Podemos adorarle como le adoraba la Virgen María, cuando el Verbo Encarnado moraba en su seno purísimo, antes de aparecerse al mundo. Sólo en el cielo sabremos con qué respeto y amor la Virgen se prosternaba interior- mente delante del Hijo de Dios, que tomaba de ella nuestra carne.

Podemos, pues, como ella, adorarle también dentro de nosotros mismos, como si lo hubiéramos hecho en la gruta de Belén, hace ya diecinueve siglos, con los pastores y los magos. Si así lo hacemos, Jesús nos comunicará la gracia de imitar sus virtudes: la humildad, la pobreza y el desprendimiento que vemos en Él durante este período de su vida oculta.

Si nosotros queremos, Jesús será en nosotros el agonizante que por su abandono admirable en la voluntad de su Padre nos consigue la gracia de cargar con nuestras cruces de cada día; será el divino resucitado que nos otorga la gracia de desprendernos de todo lo terreno, de «vivir para Dios con más generosidad y plenitud; será el triunfador que, radiante de gloria, vuela a los cielos y nos arrastra en pos de sí, para que vivamos ya allí con Él por la fe, la esperanza y los santos anhelos.

Jesucristo, así contemplado y recibido, es Jesucristo que revive en nosotros todos sus misterios, es la vida de Jesucristo que se inyecta en la nuestra y la suplanta depositando en nuestra alma todas sus bellezas propias, sus méritos particulares y sus gracias especiales: Deserviens uniuscujusque voluntati.

 

 

 

4.CÓMO PARTICIPAMOS DE ÉL POR MEDIO DEL SANTO
SACRIFICIO DE LA MISA, DE LA COMUNIÓN Y VISITA AL
SANTÍSIMO. LA PROFUNDA REVERENCIA QUE DEBE INSPIRARNOS ESTE MISTERIO

 

En la exposición que acabo de hacer os he dado a entender que la participación más perfecta en este divino misterio se obtiene por la Comunión sacramental. Ya sabéis que la Comunión supone el sacrificio, y de ahí viene que nos asociamos ya al misterio del altar, simplemente asistiendo al sacrificio de la misa.

¿Qué no hubiéramos dado a trueque de estar al pie de la cruz con la Virgen, con San Juan y Magdalena? Pues bien, la oblación del altar reproduce y renueva la inmolación del Calvario, para perpetuar su recuerdo y aplicarnos sus frutos. Durante la santa Misa debemos unirnos a Cristo, pero a Cristo inmolado. Está en el altar como «Cordero inmolado y Jesús quiere asociarnos a su sacrificio.

Ved, después de la consagración, al sacerdote con las manos juntas y apoyadas en el altar. Pues bien, este gesto significa la unión del sacerdote y de todos los fieles con el sacrificio de Cristo. Mientras tanto, ora de este modo: «Oh Dios todopoderoso, os suplicamos mandáis que sean llevadas estas ofrendas a vuestro sublime altar, ante vuestra divina majestad.»

La Iglesia pone aquí en relación dos altares: el de la tierra y el del cielo; lo cual no significa que en el santuario de los cielos haya un altar material, sino que la Iglesia quiere indicar con eso cómo no hay más que un sacrificio la inmolación realizada místicamente en la tierra es una con la ofrenda que Cristo, nuestro pontífice, hace de Sí mismo en el seno del Padre, al cual ofrece por nosotros las satisfacciones de su Pasión.

Estas cosas, de que se trata, dice Bossuet, son realmente el cuerpo y la sangre de Jesucristo, pero son este cuerpo y esta sangre con todos nosotros y con nuestros votos y nuestras oraciones, y todo esto junto forma una sola oblación». De modo que en este solemne momento somos introducidos ad interiora vela,hasta lo interior del velo, es decir, en el santuario de la divinidad, pero lo somos por Jesús y con Jesús; y allí, delante de la majestad infinita, en presencia de toda la corte celestial, somos presentados con Cristo al Padre para que el Padre «nos colme de toda gracia y celestial bendición».

¡Oh, si tuviéramos una fe viva, con qué reverencia no asistiríamos a este santo Sacrificio! ¡ Con qué cuidado buscaríamos los medios de purificarnos de toda mancha, para ser menos indignos de entrar, en pos de nuestra Cabeza, en el Santo de los santos y allí con Cristo convertirnos en una hostia viva! Entonces solamente — dice muy bien San Gregorio —, entonces Cristo es nuestra hostia al ofrecernos nosotros mismos con Él para participar, con nuestra generosidad y nuestros sacrificios, de su vida de inmolación».

El sacrificio eucarístico nos da el sacramento; no se participa de un modo perfecto en el sacrificio sino uniéndose a la víctima. En la oración que acabo de explicaros, la Iglesia pide que seamos “henchidos de toda gracia y bendición espiritual”, pero con la condición de que «nos asociemos a este sacrificio por la recepción del cuerpo y de la sangre» de Jesús.

Por la Comunión, pues, entramos únicamente y de modo pleno en los pensamientos de Jesús y realizamos también los deseos de su Corazón al instituir la Eucaristía; llevemos, pues, a este festín eucarístico las mejores disposiciones. Sin duda, lo sabéis ya, que este divino Sacramento produce sus frutos en el alma que lo recibe en estado de gracia y con recta intención; aunque sus frutos serán más o menos pingües según el fervor de cada cual.

En otro lugar expuse extensamente cómo esas disposiciones se reducen a tres, que son: fe, confianza y entrega de todo nuestro ser a Cristo y a los miembros de su cuerpo místico; por lo cual no he de insistir otra vez.

Sin embargo de ello, hay una disposición sobre la cual diré dos palabras, por ser la que la Iglesia misma nos señala en la oración del santísimo Sacramento: es la de reverencia. «Danos Señor, venerar de tal modo los sagrados misterios de tu cuerpo y sangre, que experimentemos constantemente en nosotros los frutos de tu redención.»

La Iglesia nos pide que «reverenciemos» a Cristo en la Eucaristía. ¿Por qué? Por dos motivos. En primer lugar, porque Cristo es Dios. La Iglesia nos habla de “misterios sagrados». La palabra «misterios” indica que bajo las especies eucarísticas se oculta una realidad; al añadir “sagrados”, nos da a entender que esta realidad es santa y divina.

En efecto, el que se oculta en la Eucaristía es, juntamente con el Padre y el Espíritu Santo, el Ser infinito, el Todopoderoso, el principio de todas las cosas. Si Nuestro Señor se dejara ver en el esplendor de su gloria, nos dejaría deslumbrados; y por eso, para entregarse a nosotros, se oculta, no ya bajo la flaqueza de una carne pasible, como sucedió en el misterio de la Encarnación, sino bajo las especies de pan y vino.

Digámosle, pues: Señor mío Jesucristo, ya que por amor nuestro y para atraemos a Ti y hacerte nuestro alimento, velas tu majestad, nada perderás por eso de nuestros homenajes; cuanto más ocultes a nuestros ojos tu divinidad, tanto más deseamos adorarte y prosternamos ante tu acatamiento. Adoro te devote, latens Deitas, Quae sub his figuris vere latitas

La segunda razón es que Jesucristo se humilló y se entregó por nosotros. La Iglesia nos recuerda que «este admirable Sacramento es el memorial por excelencia de la Pasión de Jesús». Ahora bien, Cristo sufrió durante su Pasión inauditas afrentas y se abismó en un mar sin fondo de ignominias. Precisamente, nos dice San Pabl, porque Cristo se anonadó y sufrió tamaños ultrajes, por eso el Padre le ha ensalzado y le ha dado un nombre sobre todo nombre, a fin de que toda rodilla se doble ante Él y toda lengua proclame que Cristo, el Hijo de Dios, reina para siempre en la gloria de su Padre.

Entremos en este pensamiento del Padre eterno que nos descubre el Apóstol. Cuanto más se humilló y anonadó Cristo, tanto más debemos nosotros, como el Padre, ensalzarle en este Sacramento, que, precisamente, nos recuerda su Pasión, y prodigarle nuestros homenajes. La justicia y el amor así lo exigen.
Además, ¿no se entregó de ese modo «por nosotros»? Propter nos et propter nostram salutem ».

Si padeció, por mí padeció; si su alma santísima se vió anegada de miedo, de tedio y de mortal congoja, por mí fué también; si soportó tantos baldones de la grosera soldadesca, si fué azotado, coronado de espinas y muerto a fuerza de indecibles tormentos, por mí fué, para atraerme a Sí: «Me amó y se entregó por mí» . Nunca olvidemos que cada uno de los episodios dolorosos de la Pasión fué ordenado de antemano por la Sabiduría y aceptado por el Amor por salvarnos.

Oh Cristo Jesús, realmente presente en el altar, yo me postro a tus plantas; toda adoración te sea dada en el Sacramento que nos dejaste la víspera de tu sacratísima Pasión, como testimonio del exceso de tu amor.

Manifestaremos además esta «veneración» yendo a visitar a Cristo en el tabernáculo. En efecto, ¿no sería falta de respeto dejar solo y abandonado a este Huésped divino que nos aguarda? Allí está realmente presente el que fue recostado en el pesebre de Belén, el que vivió en Nazaret, recorrió las montañas de Judea, cené en el cenáculo y murió en la cruz.

Ése es el mismo Jesús, que decía a la Samaritana: «¡Si conocieras tú el don de Dios! Tú que tienes sed de luz, de paz, de gozo, de felicidad, «¡si tú supieras quién soy Yo, tú misma me pedirías el agua viva esta agua de la gracia divina que fluye, cual venero inagotable, hasta la vida eterna!

Está allí realmente presente el que dijo: «Yo soy el camino, la verdad y la vida, el que me sigue no anda en tinieblas. Nadie va al Padre si no es por mí “.Yo soy la vid y vosotros los sarmientos; el que mora en mí y Yo en él, ese solo puede dar fruto, pues sin mí no podéis hacer nada... Yo no rechazo al que viene a mí... Venid a mí todos los que estáis trabajados, que yo os aliviará... Vuestras almas no encontrarán reposo si no es en mí. . . ».

Allí está el mismo Jesús que curaba los leprosos, calmaba las olas enfurecidas y prometía al buen ladrón un lugar en su reino. Allí encontramos a nuestro Salvador y nuestro amigo, a nuestro hermano mayor, en la plenitud de su omnipotencia divina, en la virtud siempre fecunda de sus misterios, con la infinita superabundancia de sus méritos y la inefable misericordia de su amor.

Nos aguarda en su tabernáculo, no sólo para recibir en él nuestros respetos, sino para repartirnos sus gracias. Si nuestra fe en su palabra no es un vano sentimiento, iremos junto a Él a poner nuestra alma, en contacto por la fe, con su santísima Humanidad. Estad seguros de que « una virtud saldrá de Él» », como salió en otro tiempo, para colmaros de luz, de paz y de alegría.

No podemos esperar «ser partícipes incesantemente del fruto de la redención de Jesús», si esta actitud de acatamiento y de respeto no penetra hondamente en nuestras almas. Es necesario que esta veneración sea tal que nos haga obtener el don divino en su mayor plenitud: “de tal modo veneremos estos misterios, que experimentemos los frutos de tu salvación”.

 

 

 

5. CÓMO NOS UNIMOS A CRISTO EN ESTE SACRAMENTO POR MEDIO DE LA FE, Y CÓMO, UNIDOS CON CRISTO, NOS
UNIMOS CON EL PADRE Y CON EL ESPÍRITU SANTO

 

Pero, me diréis, ¿por qué la Iglesia parece que resume en la «veneración» todas nuestras disposiciones con respecto a este divino Sacramento? ¿Qué razón le ha podido mover a ello?
Es que este respeto es un tributo de fe; el hombre que no tiene fe no hinca la rodilla delante de la sagrada hostia: esta reverencia brota y se nutro de la fe.

Ahora bien, muchas veces llevo dicho que la fe, raíz de toda justificación y condición fundamental de todo progreso en la vida sobrenatural, es la primera disposición para recibir el «fruto de la redención» de Cristo.

¿Cuál es, en efecto, para nuestras almas este fruto? Lo diré en dos palabras: es renacer a la vida divina de la gracia, y hacernos otra vez participantes de la adopción eterna, a la cual no llegamos si no es por la fe. Ella es la condición primera para llegar aser hijos de Dios- y recoger en su sustancia este fruto del árbol de la cruz: «Mas a cuantosle recibieron, les dio potestad de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre.., y que nacieronde Dios ».

La recepción de la Eucaristía nos une primeramente a la sagrada Humanidad de Cristo, y esta unión la realiza la fe. Cuando creéis que la Humanidad de Jesús es la humanidad del Hijo de Dios, la propia Humanidad del Verbo, y que en Él no hay más que una sola persona divina; cuando con toda la energía y plenitud de vuestra fe adoráis esta santa -Humanidad, por ella entráis en contacto con el Verbo, puesto que Ella es el camino que nos lleva a la divinidad.

Al darse Jesucristo a nosotros en la Sagrada Comunión, nos hace la misma pregunta que hizo a los apóstoles: « ¿Qué dicen los hombres de mí?». Nosotros debemosresponder con Pedro: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios Vivo» ». No veo más que un trocito de pan y un poquito de vino; pero Tú, que eres el Verbo, la Sabiduría eterna y la Verdad infinita, tienes dicho: «Éste es mi cuerpo, ésta es mi sangre.» Por haberlo dicho Tú mismo, yo te creo presente bajo estas humildes e ínfimas apariencias. Nada nos hablan los sentidos, sólo la fe nos hace penetrar hasta la realidad divina encubierta bajo los velos eucarísticos. La fe supla el defecto de los sentidos.

Y nuestro Señor nos dice como dijo al Centurión:
Sicut credidisti, fiat tibi: «hágase conforme a tu fe». Puesto que creéis que soy Dios, me entrego a vosotros con todos los tesoros de mi divinidad para enriqueceros con ellos y transformaros en mí; me doy a vosotros juntamente con las inefables relaciones de mi vida íntima de Dios.

Mas no sólo nos unimos con Cristo. Jesucristo no forma más que “una cosa con su Padre», uno en unión con el Espíritu Santo. La Comunión nos une al propio tiempo con el Padre y con el Espíritu Santo. Jesucristo, Verbo Encarnado, está entrañablemente unido con el Padre; así, cuando comulgamos, Él nos toma y nos une a su Padre, de igual modo que lo está Él mismo.

“Te ruego, Padre, decía Jesús en la última cena y después de haber instituido la Sagrada Eucaristía, te ruego no sólo por mis apóstoles, sino también por aquellos que han de creer en Mí por medio de su predicación. Ruego que todos sean una misma cosa, y que como Tú, ¡oh Padre!, estás en Mí y yo en Ti por identidad de naturaleza, sean así ellos una misma cosa en nosotros».

El Verbo nos une también con el Espíritu Santo, dado que en la adorabilísima Trinidad, el Espíritu Santo es el amor sustancial del Padre y del Hijo. Cristo nos le da, como se le dio a los apóstoles, para que nos dirija; nos comunica este Espíritu de adopción, el cual, al darnos ante todo testimonio de que somos hijos de Dios, nos ayuda con sus luces e inspiraciones a vivir «como hijos suyos El alma que acaba de comulgar es un verdadero santuario, porque la Eucaristía, al comunicarle el cuerpo y sangre de Cristo, le da además la divinidad del Verbo unido en Jesús con nudos indisolubles a la naturaleza humana; por el Verbo, el alma queda unida al Padre y al Espíritu en la indivisibilidad de su naturaleza increada. Al fijar en nosotros su morada la Trinidad, nuestra alma se convierte en el cielo, en donde se realizan las misteriosas operaciones de la vida divina.

De ese molo podemos ofrecer al Padre el Hijo de sus amores para que ponga de nuevo en Él sus complacencias, y podemos ofrecer a Jesús estas mismas complacencias del Padre, para que se renueven en su alma santísima los goces inefables que experimenté en el momento de la encarnación; podemos también pedir al Espíritu Santo que sea el lazo de amor que nos una con el Padre y el Hijo. Sólo la fe puede comprender algo de estas maravillas y penetrar en tan misteriosos arcanos: Mysterium fidei.

 

 

 

Y AHORA, PADRE, GLORIFICA A TU HIJO»

(Ascensión)

JESUCRISTOresucitado, sólo permaneció cuarenta días con
sus discípulos; pero, como dice San León, «no los pasó ociosos». Jesús, en sus múltiples apariciones y conversaciones con sus apóstoles, «al hablarles del reino de Dios”llenó de gozo sus corazones, fortaleció la fe en su triunfo, en su persona y en su misión y les dio igualmente «sus últimas instrucciones” acerca del establecimiento y organización de la Iglesia.

Una vez cumplida su misión en la tierra, y llegada la hora de volver al Padre, “cual divino gigante que ha andado su carrera en la tierra”, vuela a disfrutar ya en toda su plenitud de los goces profundísimos de su maravilloso triunfo y a consumar con su Ascensión gloriosa a los cielos su vida en este mundo.

Entre las fiestas de nuestro Señor, me atrevería a decir que la Ascensión es en alguna manera la mayor, por ser la glorificación suprema de Cristo Jesús. La santa madre Iglesia llama a la Ascensión “admirable» y “gloriosa”, y en todo el Oficio de esta fiesta nos hace cantar las grandezas de este misterio.

Nuestro divino Salvador había pedido a su Padre que «le glorificase con aquella gloria que poseía su divinidad en los resplandores eternos de los cielos”. “Con la victoria de la resurrección comenzó a apuntar la aurora de la glorificación personal de Jesucristo»; su admirable ascensión señala su mediodía: «Fue elevado al cielo y se sentó a la diestra de Dios ». Es la glorificación divina de la humanidad de Cristo por encima de todos los cielos.

Digamos, pues, algo de esta glorificación, de las razones en que estriba, de la gracia especial que nos trae, todo lo cual parece resumirlo la Iglesia en la oración de la misa: «Concédenos, te lo rogamos, Dios Todopoderoso, que los que creemos que hoy subió al cielo tu Unigénito y Redentor nuestro, vivamos también con la mente en los cielos”.

Esta oración da cuenta en primer lugar de nuestra fe en el misterio, recordando los títulos de «Hijo único» y de “Redentor” que se predican de Jesucristo; luego indica la Iglesia los motivos de la exaltación de su Esposo a los cielos, y finalmente la gracia que lleva aneja el misterio para nuestras almas.

 

 

 

1. TRIUNFO DE JESÚS EN SU ASCENSIÓN A LA DIESTRA DEL PADRE

 

Se ha representado de un modo sensible y muy conforme a nuestra naturaleza el misterio de la Ascensión de Jesús, ya que contemplamos a la sacratísima Humanidad elevándose desde la tierra y volando visiblemente hacia los cielos.

Reúne Jesús por última vez a sus discípulos y condúcelos consigo a Betania, a la cumbre del monte de los Olivos; allí les encomienda otra vez la misión ce predicar por toda la tierra, prometiéndoles estar siempre con ellos por su gracia y por la virtud de su Espíritu; luego los bendice y se eleva por su propio poder divino y el de su alma gloriosa por encima de las nubes y desaparece a sus miradas.

Pero esta Ascensión material, tan real y maravillosa como aparece, es también símbolo de otra ascensión, cuyo final no presenciaron ni siquiera los apóstoles, ascensión más admirable todavía, aunque incomprensible para nosotros. Nuestro Señor sube “por encima de todos los cielos”,  sobrepasa a todos los coros de los ángeles, «sin detenerse hasta llegar a la diestra del Padre».

Ya sabéis que esta expresión “a la diestra del Padre» no es más que una figura y no hay que tomarla literalmente, pues Dios, como espíritu puro, no tiene nada corporal. Pero la Sagrada Escritura y la Iglesia  la emplean para iniciar los sublimes honores y el triunfo magnifico que se tributaron a Cristo en el santuario de la divinidad.

De igual modo, cuando decimos que Jesucristo «está sentado», queremos dar a entender que entró para siempre en posesión de aquel descanso eterno que le merecieron sus gloriosos combates, sin que dicho reposo excluya, no obstante, el ejercicio continuo de la omnipotencia que el Padre le comunica para regir, santificar y juzgar a todos los hombres.

San Pablo cantó en su carta a los Efesios, en términos grandiosos, esta glorificación divina de Jesús, diciendo: «Dios desplegó en la persona de Cristo la eficacia de su fuerza victoriosa, resucitándole de entre los muertos y colocándole a su diestra en los cielos, sobre todo principado y potestad y virtud y dominación y sobre todo nombre, por celebrado que sea, no sólo en este siglo, sino también en el futuro, y puso todas las cosas bajo sus pies y le constituyó cabeza y soberano de toda la Iglesia»».

De hoy más Jesucristo es y será para toda alma el único venero de salud, de gracia, de vida, de bendición, y su nombre, como dice el Apóstol, es tan grande, tan deslumbrador y tan glorioso, que “toda rodilla so doblará al oírlo así en el cielo como en la tierra y en los infiernos... y toda lengua publicará que Jesús vive y reina para siempre en la gloria de Dios Padre”.

Ved, si no, cómo desde aquella hora bendita «la innumerable muchedumbre de escogidos de la Jerusalén celestial, donde el Cordero inmolado es la luz eterna, arrojan sus coronas a sus pies, postrándose ante El, y proclamándole en nutrido coro, cuyas sinfonías semejan el ruido del mar, y que es digno de todo honor y de toda gloria, porque El es el principio y fin de su salvación y eterna felicidad».

Desde aquella hora, en toda la faz de la tierra, todos los días, durante la santa Misa, la Iglesia eleva desde sus templos sus súplicas y sus alabanzas, pues que en El está la fuente única de toda fortaleza y de toda virtud y El solo puede sostenerla en sus luchas. “Tú que estás sentado a la diestra del Padre, ten piedad de nosotros, pues sólo Tú eres santo; Tú, el único Señor, el único Altísimo, oh Jesucristo, junto con el Espíritu Santo en la gloria de Dios Padre.»

Desde aquella hora también, los príncipes de las tinieblas, a quienes Cristo ya vencedor arrancó para siempre su presa están presos de terror con sólo oír el nombre de Jesús, y se ven forzados a huir y abatir su orgullo ante el signo victorioso de su cruz.

Tal es la magnificencia del triunfo con que entró para siempre en el cielo l humanidad de Jesús el día de su admirable Ascensión.

 


2. MOTIVOS PRINCIPALES DE ESTA EXALTACIÓN MARAVILLOSA DE CRISTO: ES EL HIJO DE Dios, Y SE HA ABISMADO
EN LAS IGNOMINIAS DE LA PASIÓN

 

Ahora me preguntarais el porqué de esta exaltación suprema de Cristo, de esta gloria inconmensurable que fue como la herencia de su santa Humanidad.

Todas las razones pueden reducirse a dos principales:
la primera es que Jesucristo es el Hijo mismo de Dios, y la segunda, que, para rescatamos, se abismé en la humillación.

Jesús es Dios y hombre. Como Dios, llena cielos y tierra con su divina presencia; de modo que sube en cuanto hombre a la diestra del Padre. Mas como la Humanidad en Jesús está unida a la persona del Verbo, de ahí que es la Humanidad de un Dios, y, como tal, goza de plenísimo derecho para pretender la gloria divina en medio de los resplandores eternos.

Esta gloria la había mantenido Cristo velada y oculta durante su vida mortal, menos el día de la Transfiguración en que el Verbo quiso unirse a una humanidad flaca como la nuestra, pasible, sometida a las miserias, al sufrimiento y a la misma muerte.

Ya vimos cómo Jesús desde la aurora de su resurrección entró en posesión de aquella clarísima gloria, con la cual quedaba su santa Humanidad para siempre gloriosa e impasible, aunque morando todavía en un lugar corruptible, donde reina la muerte.

Para llegar a la cumbre y último ápice de esta gloria, necesitaba Jesús resucitado un lugar que correspondiese dignamente a su nuevo estado; su lugar propio eran las alturas del cielo, desde donde pudiesen ya irradiar en toda su plenitud su gloria y poder sobre toda la sociedad de los escogidos y redimidos.
Jesús, Hombre Dios, Hijo de Dios e igual a su Padre, tiene derecho a sentarse a su diestra y a participar con Él de la magnificencia de la gloria divina, de la felicidad infinita y de la omnipotencia del Ser Soberano».

La segunda razón de esta suprema glorificación consiste en que es una recompensa de las humillaciones sufridas por Jesús por amor a su Padre y por caridad para con nosotros. Al entrar Cristo en este mundo, como ya llevo varias veces repetido, se entregó enteramente al divino beneplácito del Padre: «Heme aquí que vengo a hacer, oh Dios mío, tu voluntad»; aceptó el llevar a cabo hasta su total realización todo el programa de humillaciones anunciadas, y apuré hasta las heces el cáliz amargo de dolores e ignominias sin cuento, anonadándose hasta la maldición de la cruz.

 ¿Por qué todo esto? “Para que sepa el mundo que
amo a mi Padre»,sus perfecciones y su gloria, sus derechos y voluntad. He ahí por qué: propter quod — notad las palabras empleadas por San Pablo, ellas indican la realidad del motivo —, «he aquí por qué Dios Padre glorificó a su Hijo, y por qué le ha sublimado por encima de todo cuanto existe: cielo, tierra e infierno».

Terminado el combate, suelen los príncipes de la tierra recompensar en medio de regocijos a los esforzados capitanes que defendieron sus prerrogativas, vencieron al enemigo y dilataron con sus conquistas los confines de su reino.

El día de la Ascensión, ¿no ocurrió algo de esto en el cielo, aunque con una magnificencia incomparable? Jesús había realizado fidelísimamente la obra que su Padre ¡ ¡ le había confiado: Quae placita sunt ei facio semper. Opus consummavi ; entregándose a los golpes de la justicia como víctima santa, bajó a incomprensibles abismos de dolores y oprobios.

Expiada ya y saldada nuestra deuda, desbaratados los poderes de las tinieblas y reconocidas las perfecciones del Padre, vengados sus derechos y abiertas de nuevo las puertas del cielo a todo el humano linaje, no podemos comprender el inefable gozo que sentiría el Padre eterno — osando así balbucear tales misterios— al coronar a su Hijo, después de la victoria ganada al príncipe de este mundo.

¡Qué alegría la de llamar a aquella santa Humanidad de Jesús a- gustar de los esplendores, felicidad y poderío de una eterna exaltación! Y tanto más cuanto que Jesús, ya a punto de consumar su sacrificio, pidió a su Padre esta gloria, que había de dilatar la gloria misma del Padre: «Padre, llegada es la hora: glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifiques « Sí, Padre mío, llegada es la hora: tu justicia está ya satisfecha por mi expiación; séalo igualmente por los honores que reciba tu Hijo, a causa del amor que te ha manifestado en medio de sus dolores. Padre soberano, glorifica a tu Hijo, afianza su reino en los corazones de cuantos le aman, reduce a su aprisco las almas que de Él se apartaron, atrae hacia Él a aquellas que, sepultadas en las tinieblas, aun no han llegado a conocerle! Glorifica a tu Hijo, para que Él, a su vez, te glorifique, manifestando tu Ser divino, tus perfecciones y tus deseos! »

Oíd ahora la respuesta del Padre: «Le he glorificado y le glorificaré todavía más». Y dice al mismo Cristo aquellas palabras solemnes y proféticas del salmista: «Tú eres mi Hijo... Pídeme y yo te daré por herencia las naciones... y tus dominios se extenderán hasta los últimos confines de la tierra... Siéntate a mi diestra hasta tanto que haga a tus enemigos servir de escabel a tus pies».

En las obras divinas brillan inefables y secretas armonías, cuyo sabor peculiar hechiza a las almas fieles. Notad aquí: ¿dónde comenzó Jesucristo su Pasión? Al pie del monte de los Olivos. Allí, durante tres horas largas y continuas, su alma santísima — que con la luz divina preveía la trama toda de su Pasión, las angustias y dolores que habían de constituir su sacrificio — se vió presa de mortal tristeza y abatimiento, de hastío, miedo y angustia.

Nunca jamás llegaremos a comprender la cruel agonía por que pasó el Hijo de Dios en el jardín de los Olivos; Jesús sufrió allí, en alguna manera, todos los dolores de la Pasión: «Padre, si es posible, aparta de mí este cáliz» ¿Dónde inauguró nuestro divino Salvador las alegrías de su Ascensión? Jesús, que es la Sabiduría eterna, que es todo uno con su Padre y el Espíritu Santo, quiso escoger, para volar a los cielos, la misma montaña que había sido testigo de sus congojas y agonías. Allí, en donde, a manera de torrente vengador, se cebó en Cristo la justicia divina, allí mismo le corona ahora de honor y gloria; y el lugar mismo que fue testigo de los más recios combates, es el teatro donde apunta la aurora de su incomparable triunfo. ¿No tiene sobrada razón, pues, nuestra Madre la Iglesia, para ensalzar y proclamar «admirable» la Ascensión de su divino Esposo?

 

 

3. GRACIA QUE NOS COMUNICA CRISTO EN ESTE MISTERIO: PENETRAMOS CON ÉL EN LOS CIELOS COMO MIEMBROS DE SU CUERPO MÍSTICO

 

Tal es el misterio de la Ascensión: sublime glorificación de Jesucristo por encima de toda criatura, a la diestra de Dios Padre.
«Salió Jesús del Padre” y «tomó a su Padre», después de haber terminado su misión en la tierra. «A manera de gigante que se lanza animoso a recorrer su camino» «salió de lo alto de los cielos», del santuario de la divinidad, y «se remonta a las más empinadas cumbres para gozar allí de la gloria, de la felicidad y del poder divino”.

Este triunfo, en lo que tiene propiamente de divino, es privilegio exclusivo de Cristo, Hombre Dios y Verbo encarnado, pues a Él solo, como Hijo de Dios y Redentor del género humano, le es debida esta gloria infinita. Por eso decía San Pablo: « ¿A quién de los Ángeles dijo Dios jamás: Siéntate a mi diestra?».

Idéntico pensamiento expresaba Nuestro Señor conversando con Nicodemo: «Nadie subió al cielo, decía Jesús, sino aquel que ha descendido del cielo, a saber, el Hijo del hombre que está en el cielo” Jesús es por su Encarnación el Hijo del hombre; mas al encarnarse sigue siendo el Hijo de Dios, que está siempre en el cielo.

Al descender del cielo desde el seno del Padre para vestirse de nuestra naturaleza, vuelve a subir allí Cristo como a lugar natural de su morada, puesto que a Él solo, como verdadero Hijo de Dios, le pertenece de pleno derecho subir de nuevo junto al Padre y participar de los sublimes honores de la Divinidad, a Él solo reservados.

¿Entraremos nosotros en los cielos, o bien quedaremos excluídos de aquella morada de gloria y de bienandanza? ¿No tendremos alguna parte en la ascensión de Jesús? Sí, por cierto; mas, como ya lo sabéis, entraremos en el cielo con Cristo y por medio de Cristo.

¿De qué modo? Por el bautismo, que nos hace hijos de Dios. Así lo declaró Nuestro Señor en la entrevista que tuvo con Nicodemo: «Quien no renaciere del agua y del Espíritu Santo, no puede entrar en el reino de Dios” Que es como si dijera: no es posible entrar en el cielo si no se renace de Dios; hay un nacimiento eterno en el seno del Padre, y éste es el mío; con pleno derecho me subo al cielo, por ser yo el propio Hijo de Dios, engendrado en los esplendores de los santos; pero hay también otros hijos de Dios y son «aquellos que nacen de Él» por el bautismo. Estos son los hijos de Dios, y por lo mismo «Sus herederos, como dice San Pablo, y a la vez «coherederos de Cristo, pues participan de su misma herencia eterna.

El bautismo, al hacernos hijos de Dios, nos hace asimismo miembros vivos de aquel cuerpo místico cuya Cabeza es Cristo. ¡En términos tan claros se expresa el Apóstol! «Vosotros sois el cuerpo de Cristo, y miembros cada uno por su parte”y con más viveza si cabe, dice también: « Nadie aborrece su propia carne; antes bien, la sustenta y cuida; vosotros mismos estáis formados de carne de Cristo y de sus huesos”.

Y como los miembros participan de la gloria de la Cabeza, y el gozo de la persona trasciende a todo su cuerpo, de ahí que participemos nosotros de todos los tesoros que Cristo posee, y sus alegrías, sus glorias y su dicha sean también nuestras.
¡Prodigio grande de la misericordia divina! «Rico es Dios, exclama el Apóstol, en misericordia; movido de la excesiva caridad con que nos amó, aun cuando estábamos muertos por los pecados, nos dio vida juntamente con Cristo (por cuya gracia vosotros habéis sido salvados), y nos resucitó con Él, y nos hizo sentar en los cielos con Él, para mostrar en los siglos venideros las abundantes riquezas de su gracia, en vista de la bondad usada con nosotros por amor de Jesucristo».

Así como todo lo que obra el Padre lo hace de igual modo el Hijo, Jesucristo lleva en pos de sí nuestra humanidad para que ocupe en el cielo la silla preparada. Ésta es la gran obra, la hazaña heroica de este gigante divino: volver a abrir con sus padecimientos las puertas del cielo cerradas a la humanidad caída y trasladarla consigo a los resplandores del cielo.

Cuando Jesucristo subió a los cielos, afirma San Pablo, toda una comitiva de Santos, que eran su glorioso trofeo, entró con Él en la gloria: Captivam duxit captivitatem. Pero estos justos, que hacían la escolta a Jesús en su triunfo, no son sino las primicias de la pingüe cosecha, ya que sin cesar suben al cielo almas que, hasta el día en que el reino de Cristo llegue al colmo de su plenitud, perpetuarán su Ascensión.

“La Ascensión de Cristo a los cielos es también la nuestra; la gloria de la cabeza es gran motivo de esperanza para el resto del cuerpo; en este día santo ya no sólo se nos ha dado la certeza de entrar en posesión de la gloria eterna, sino que también penetramos en las alturas del cielo con Jesucristo ».

“La astucia del enemigo nos había derribado del encumbrado sitial del cielo; el Hijo de Dios, incorporandonos a él nos ha colocado a la diestra de su padre». ¡ Qué cánticos, qué acciones de gracias no entonarán los Santos en loor del Cordero inmolado por los hombresl Qué ovaciones y adoraciones no harán sin cesar a Aquel que con indecibles tormentos compró su dicha eterna
No nos ha llegado aún la hora de esta glorificación; pero hasta unirnos al coro de los bienaventurados, debemos vivir con el pensamiento y fervorosos deseos en el cielo, donde Jesucristo, nuestra Cabeza, mora y reina por los siglos de los siglos.
Somos en la tierra huéspedes y extranjeros que caminamos en busca de la patria, como miembros de la ciudad de los santos y la casa de Dios; «por la fe y la esperanza debemos ya vivir en el cielo,como dice San Pablo.

Esta gracia es la que quiere la Iglesia que pidamos en dicha festividad: «¡Oh Dios Omnipotente, ya que creemos que vuestro Hijo úinico y Redentor nuestro subió hoy a los cielos, concédenos que también nosotros viva‘ mos con el pensamiento en el cielo. »

En la poscomunión de la misa pedimos «sentir los efectos invisibles de aquellos misterios de los que visiblemente participamos». Por la sagrada Comunión nos unimos a Jesús; al venir a nosotros, Nuestro Señor nos hace participantes en esperanza de la gloria de que Él está gozando «y nos da de ello una prenda segura» ».

Oh, le diremos, llévanos en pos de ti, Héroe magnánimo y poderoso: Trahe nos post te; danos el subir contigo a los cielos y habitar allí por la fe, la esperanza y la caridad! ¡Concédenos el desasimiento de todo lo terreno y caduco, para no buscar más que los bienes verdaderos y perdurables ! «Vivamos allá con el corazón, donde creemos que tu santa Humanidad subió corporalmente» .

4. SENTIMIENTO DE GOZO PROFUNDO QUE DESPIERTA EN NOSOTROS ESTA GLORIFICACIÓN DE JESÚS: “TU ESTO NOSTRUM GAUDIUM»

 

Múltiples son los sentimientos que la Ascensión de Jesús despierta en el alma fiel que la contempla con devoción, pues si bien es cierto que Cristo ya no merece más, su Ascensión tiene empero la virtud de producir eficazmente las gracias que significa o simboliza.

Ella robustece nuestra fe en la divinidad de Jesús; aumenta nuestra esperanza mediante la visión de la gloria de nuestro Señor, y, animándonos a la observancia de sus mandamientos, en la que estriban nuestros méritos, que son principio de nuestra futura bienaventuranza, hace que nuestro amor sea todavía más ardiente.

n la Ascensión de Cristo admiramos su triunfo magnífico y le agradecemos el que nos haya dado participación de este mismo misterio. «Elevando nuestras almas a las celestiales realidades, aviva en ellas el desapego de las cosas transitorias » nos da paciencia en las adversidades, pues, como dice San Pablo: «Si compartimos los padecimientos de Cristo, seremos también asociados a su gloria»

Hay, no obstante esto, dos sentimientos en los cuales quiero entreteneros unos breves instantes, porque brotan más espontáneos y abundosos de la contemplación piadosa de este misterio y son singularmente fecundos para nuestras almas: son los sentimientos de gozo y de confianza.

En primer lugar, ¿por qué gozarnos en este misterio?
Nuestro Señor mismo se lo decía a sus apóstoles antes de separarse de ellos: «Si me amaseis, os alegraríais de que vaya al Padre» . Otro tanto nos dice también a nosotros. Si le amamos, nos regocijaremos de su glorificación, nos gozaremos de que, terminada su carrera mortal, suba a la diestra del Padre, para ser ensalzado en lo más alto de los cielos, para gozar, acabados sus trabajos, sus dolores y su muerte, de un descanso eterno envuelto en gloria inconmensurable. Rodéale y compenétrale para siempre en el seno de la divinidad una dicha para nosotros incomprensible, puesto que le ha sido dado un poder supremo sobre toda criatura.

¿Cómo no gozar al ver que Jesús recibe del Padre todo aquello que en justicia se le debía? Mirad cómo nos invita la Iglesia en su liturgia a celebrar con alegría esta exaltación de su Esposo, nuestro Dios y Redentor nuestro.

Unas veces exhorta a los pueblos todos a demostrar su plena alegría en repetidos himnos: « ¡Aplaudid, naciones todas! ¡Alabad a Dios con voces de júbilo!» «Porque el Señor asciende entre aclamaciones, y las trompetas celebran su ida al nielo. ¡Cantad a nuestro Dios! ¡Cantad a nuestro Rey! ¡Cantad armoniosos salmos! Porque el Señor reina sobre las naciones, y está sentado sobre su santo trono» «Ensalzad al Rey de reyes, y cantad un himno a Dios.

Otras interpela a las potestades angélicas: «Levantad, oh príncipes de los cielos, vuestras puertas, para que entre el Rey de la gloria»: Maravillados, los ángeles se preguntan: “¿Quién es este Rey de la gloria?» «Es el Señor lleno de fuerza y poder, el Señor que manifiesta su brazo en las batallas.» Y los espíritus del cielo repiten: “¿Quién es, pues, ese Rey de la gloria?» “Es el Señor de los ejércitos, Él solo es el Rey de la gloria».

Finalmente, otras veces, en un lenguaje perfumado de poesía, la Iglesia se dirige al mismo Jesús, y le dice con el Salmista: «Ensálzate, oh Señor, por tu poder divino, porque nosotros cantaremos y ensalzaremos tus triunfos “Tu majestad resplandece en lo más alto de los cielos». « Has hecho de las nubes tu carroza, y andas sobre las olas de los vientos; revestido estás de luz y majestad; cubierto estás de luz, como de vestidura».

Alegrémonos muy de veras. Los que aman a Jesús sienten en sí un intenso y profundo gozo al contemplarle en el misterio de su Ascensión, al dar gracias al Padre por haber dispensado tal gloria a su Hijo, y al felicitar a Jesús por ser Él el objeto de esta disposición altísima y nunca vista.

Regocijémonos, además, porque este triunfo y esta glorificación de Jesús son también los nuestros. «Yo vuelvo a mi Padre, que es también vuestro Padre, a mi Dios y Dios vuestro».Jesús tan sólo nos precede, pues Él no se aparta de nosotros ni nos separa de Sí. Si entra en su glorioso reino, es “para prepararnos allí un sitial». Promete «volver un día para tomarnos» y sentarnos cabe Sí, y «hacer que estemos donde Él está».

 Por tanto, a estamos de derecho en la gloria y felicidad de Jesucristo, y en la realidad lo estaremos también algún día. Pues, «ano ha pedido a su Padre que donde Él esté estemos también nosotros? ». ¡ Oh qué poder el de esta oración y qué dulzura la de esta promesa!

Demos, pues, libertad a nuestro corazón para ir en busca de esta íntima y espiritual alegría; no hay nada que dilate » tanto nuestras almas como este sentimiento, nada quelas haga »correr con más generosidad por el camino de los mandamientos, de los mandamientos del Señor» ».

En estos días santos repitamos a menudo a Jesús las cálidas aspiraciones del himno de la fiesta:
« ¡ Sé Tú nuestra alegría, ya que algún día serás nuestro premio; y toda nuestra gloria en Ti vaya siempre cifrada por los siglos de los siglos!

 

 

 

5.INALTERABLE CONFIANZA QUE DEBE ANIMARNOS TAMBIEN EN ESTA SOLEMNIDAD: CRISTO PENETRA EN EL SANTO DE LOS SANTOS COMO PONTÍFICE SUPREMO Y CONTINÚA ALLÍ
COMO ÚNICO MEDIADOR

 

Debemos unir una firmísima confianza a esta profunda alegría. Esta confianza estriba principalmente en el crédito todopoderoso de Cristo cerca de su Padre, no ya sólo por ser Rey invencible que hoy inaugura su triunfo, sino también por ser Pontífice supremo que intercede siempre por nosotros, después de haber ofrecido a su Padre una oblación de valor infinito. Pues bien; esta mediación única, Jesús la comenzó más particularmente el día de su Ascensión gloriosa a los cielos.

Ahí tenéis un aspecto muy íntimo del misterio en el cual es muy conveniente pararnos unos momentos. San Pablo, que es quien nos le reveló en la Epístola a los Hebreos, le llama «inefable». Sin embargo de ello, voy a tratar, guiado por el gran Apóstol, de daros una idea. El Espíritu Santo nos haga comprender lo prodigiosas que son las obras divinas.

En primer lugar, San Pablo recuerda los ritos del sacrificio más solemne de la Antigua Alianza. Y ¿por qué este procedimiento? Sin duda porque él hablaba a los judíos y convenía hacerlo de modo que ellos le entendiesen.

Pero hay otra razón más profunda. ¿Cuál es? El mismo Apóstol nos la descubre. Es la relación íntima, establecida por Dios, entre el ceremonial antiguo y el sacrificio de Cristo. Y ¿cuál es esa relación?  
Dios, como sabéis, en su presciencia eterna abarca toda la serie de siglos; además, con su sabiduría infinita, dispone todas las cosas con medida y equilibrio perfectos.

Ahora bien, Él ha querido que los principales sucesos que han señalado la historia del pueblo escogido, y los sacrificios con qúe estableció la religión de Israel fuesen otros tantos tipos imperfectos y símbolos oscuros de las realidades grandiosas que debían suceder cuando el Verbo Encarnado apareciese en la tierra: «Estas cosas todas les acaecían figurativamente... » « Sombra de las cosas que habían de venir» ».

He ahí por qué el Apóstol insiste primero en el sacrificio de los judíos; y no lo hace tanto por el gusto de sentar una simple comparación para facilitar a sus Oyentes la inteligencia de su tesis, cuanto porque la’ antigua Alianza presagiaba, por sus medias luces, los esplendores de la nueva Ley fundada por Jesucristo.

Recuerda además San Pablo cuál era la estructura del templo de Jerusalén, planeado todo por el mismo Dios. Había en él, dice, un primer «tabernáculo», llamado el Santo, adonde entraban de continuo los sacerdotes para el servicio del culto; detrás del velo estaba el altar de oro para’ el incienso y el arca de la alianza».

El Santo de los Santos» era el lugar más augusto de la tierra y el centro hacia el cual convergía todo el culto de Israel. Hacia él volaban los pensamientos y se elevaban las manos de todo el pueblo judío. ¿Por qué así? Porque Dios había puesto allí su morada especial, y prometido atener fijos en él sus ojos y su corazón»;allí recibía Él los homenajes, bendecía los Votos y atendía las súplicas de Israel y entraba, como en estrecho contacto, con su pueblo.

Mas este contacto, como también lo sabéis, no se establecía sino por mediación del gran sacerdote. Era, en efecto, tan temible la majestad de este tabernáculo, donde Dios habitaba, que solamente el sumo pontífice de los judíos podía penetrar en él, estando prohibida la entrada a todos los demás, bajo pena de muerte.

El pontífice entraba allí revestido de los hábitos pontificales, llevando sobre su pecho el misterioso «racional», hecho de doce piedras preciosas, en las que se veían grabados los nombres de las doce tribus de Israel: sólo de esta manera simbólica el pueblo tenía acceso al «Santo de los Santos».

Además, el mismo sumo sacerdote no podía salvar el velo de este tan santo tabernáculo sino una vez al año, y aun antes debía inmolar, fuera, dos víctimas, una por sus pecados y la otra por los pecados del pueblo, rociando con sangre el propiciatorio, donde reposaba la majestad divina, mientras que los levitas y el pueblo llenaban el atrio. Este solemne sacrificio, por el que el gran sacerdote de la religión judía ofrecía a Dios, una vez al año, en el Santo de los Santos, los homenajes de todo su pueblo y la sangre de las víctimas por el pecado, constituía el supremo y más augusto acto de su sacerdocio.

Sin embargo, como os dije ya, conforme al pensamiento de San Pablo, «todo esto no era más que figuras» «. Y cuántas imperfecciones no envolvían estos símbolos! Este sacrificio podía tan poco, que era preciso renovarlo cada año; el pontífice era tan imperfecto que carecía del poder de abrir la entrada del santuario al pueblo que representaba; como quiera que él mismo sólo podía penetrar en él una vez al año, y esto protegido, por decirlo así, por la sangre de las víctimas ofrecidas por sus propios pecados.

¿En dónde están las realidades? ¿Dónde el perfecto y único sacrificio que reemplazará para siempre estas ofrendas vulgares e impotentes? Estas las encontramos en Jesucristo; con qué plenitud tan cabal y perfecta! Jesucristo, dice San Pablo, es el pontífice supremo, pero un «pontífice santo, inocente, apartado de los pecadores y encumbrado sobre los cielos, « « entra en un tabernáculo no hecho por mano de hombre», sino «en los cielos», en el santuario de la divinidad entra allí, como el gran sacerdote, llevando la sangre de la víctima.

¿Cuál es esta víctima? ¿Acaso serán animales como en la Antigua Alianza? Oh! no, esta sangre es «su propia sangre»,  sangre preciosa y de valor infinito, vertida «afuera», es decir, en la tierra, y derramada por los pecados, no ya sólo del pueblo de Israel, sino de todo el género humano; penetra por entre el velo, esto es, por su santa humanidad; «por medio de este velo es como se nos ha abierto en lo sucesivo el camino del cielo”; finalmente,  entra, no ya una vez al año, sino «una vez para siempre“; pues siendo su sacrificio perfecto y de, valor infinito, es «único y basta para procurar siempre la perfección a aquellos que quiere santificar».

Mas Cristo no ha entrado solo; y precisamente por esto, la obra divina resulta más admirable, y la realidad excede a toda figura. Nuestro pontífice nos lleva consigo, no de una manera simbólica, sino, en realidad de verdad, porque somos sus miembros, su «plenitud», como dice el Apóstol.

Antes de Él era imposible la entrada en los cielos, lo cual estaba simbolizado por el temible entredicho de traspasar el velo del «Santo de los Santos”; el Espíritu Santo nos declara esto, como dice San Pablo.

Empero Jesucristo con su muerte ha reconciliado la humanidad con su Padre, y rasgado con sus llagadas manos el decreto de nuestra expulsión;ahí tenéis por qué, al expirar l se dividió en dos partes el velo del templo. ¿Qué significaba esto? Significaba que la Antigua Alianza firmada con el pueblo judío había llegado a su fin, que los símbolos dejaban el lugar a una realidad más grande y eficaz, y que Cristo nos volvía a abrir las puertas del cielo y nos devolvía la herencia eterna antes perdida.

Cristo, Pontífice supremo del género humano, en el día de su Ascensión nos lleva consigo a los cielos, en derecho y esperanza.
No olvidéis jamás que sólo por Él podemos entrar allí; ningún hombre penetra en el “Santo de los Santos” sino con Él; ninguna criatura puede gozar de la eterna felicidad sino a continuación de Jesús; el precio de sus méritos es el que nos alcanza la bienaventuranza infinita. Toda la eternidad le estaremos diciendo: « ¡ Oh Jesucristo, por Ti y por tu sangre derramada por nosotros, nos vemos en presencia de Dios; tu sacrificio y tu inmolación nos merecen continuamente nuestra gloria y nuestra dicha; a Ti, Cordero inmolado, todo honor, toda alabanza y toda acción de gracias!”

Hasta tanto que Jesucristo venga a buscarnos, como lo ha prometido, «nos prepara un lugar», y sobre todo, nos ayuda con su intercesión. Porque ¿qué hace este pontífice supremo en los cielos? San Pablo nos responde que ha entrado en el cielo « a fin de estar ahora por nosotros presente ante Ja majestad de Dios». Su sacerdocio es eterno, y, por ende, eterna es también su mediación.

¡Qué poder infinito el de su crédito! Allí está delante de su Padre, presentándole sin cesar su sacrificio, que recuerdan las cicatrices de sus llagas, que para eso ha querido conservar; allí está conviviendo siempre para interceder por nosotros».

Pontífice siempre atendido, repite en favor nuestro la oración sacerdotal de Ja cena: «Padre, por ellos ruego... Ellos están en el mundo... Guarda a los que me habéis dado... Ruego por ellos para que tengan en Sí mismos la plenitud de la alegría... Padre, es mi voluntad que allí donde yo estoy se encuentren ellos conmigo, para que vean la gloria que me habéis dado.., y que el amor con que me habéis amado también sea con ellos y que yo mismo esté en ellos».

¿Cómo no van a despertar en nosotros confianza estas sublimes verdades de nuestra fe? Almas de poca confianza. Con esto, ¿qué podemos temer, o qué no podremos esperar? ¡Jesús ora siempre por nosotros! «Si como decía San Pablo, antiguamente la sangre imperfecta de las víctimas de animales purificaba la carne de aquellos que con ella eran rociados; la sangre de Cristo, que se ofreció a sí mismo sin mancilla a Dios, ¿no será capaz de purificar nuestra conciencia de las obras del pecado, para así poder nosotros servir al Dios viviente.

Tengamos, pues, una absoluta confianza en el sacrificio, méritos y oración de nuestro pontífice. Penetró hoy en los cielos e inaugura su incesante mediación con su triunfo; es el Hijo muy amado en quien el Padre tiene todas sus delicias. Pues, ¿cómo dejará de ser oído después de haber manifestado con su sacrificio tal amor a su Padre? «Fue escuchado por razón de su reverencias”.

Oh Padre!, considera a tu Hijo; mira sus llagas, y concédenos por Él y en El estar algún día donde Él está, para que asimismo por Él, en Él y con Él os rindamos todo honor y gloria.

 

 

 


6. APOYÉMONOS EN CRISTO A FIN DE «PRESERVARNOS DEL MAL» EN MEDIO DE LAS TRISTEZAS Y PRUEBAS DE LA VIDA
PRESENTE

 

Al acercaros estos días santos a la Comunión, dad en vuestra alma libre entrada a estos pensamientos de alegría y confianza.
Uniéndoos a Jesucristo, os incorporáis a Él, Él está en vosotros y vosotros en Él, estáis en presencia del Padre eterno. Sin duda vuestros ojos no le ven, mas por la fe sabéis que estáis en presencia de Dios con Jesús que os presenta a Él; que estáis con Él en el seno del Padre, en el santuario de la divinidad. Ahí está para nosotros la gracia profunda de la Ascensión: participar, por la fe, de la inefable intimidad que Jesucristo posee en el cielo con su Padre.

En la vida de Santa Gertrudis se dice que un día, en la solemnidad de la Ascensión y al recibir de mano del sacerdote la hostia santa, oyó a Jesús que le decía: cc Heme aquí; vengo, no para decirte adiós, sino para llevarte conmigo a la presencia de mi Padre”.

Nuestra alma, apoyada en Jesús, es poderosa, porque Cristo la ha hecho copartícipe de todas sus riquezas y tesoros. « ¿Quién es ésta que sube del desierto, rebosando en delicias, apoyada en su amado?» No temamos, pues, jamás acercamos a Dios, a pesar de nuestras miserias y flaquezas; podemos estar siempre, con la gracia del Salvador y acompañados de Él,en el seno de nuestro Padre celestial.

Apoyémonos en jesucristo, no sólo en la oración, sino en todo lo que obramos, y entonces seremos fuertes. Sí, «sin Él nada podemos» “con Él lo podemos todo» » Encontramos en Él, además de la fuente de una gran confianza, el más eficaz motivo de la paciencia y de la fidelidad en medio de las tristezas, reveses, pruebas y penalidades que forzosamente nos han de salir al paso mientras vivamos en este destierro.

Momentos antes de acabar Jesús su vida mortal, dirige a su Padre una conmovedora oración por sus discípulos a quienes iba pronto a dejar: “Padre Santo, cuando estaba con ellos, Yo mismo los guardaba; ahora que vuelvo ¡unto a Ti, Yo te ruego, no que los saques de este mundo, sino que los libres de todo mal».

Qué solicitud tan divina revela esta oración! Nuestro Señor la pronunció por todos nosotros, y la Iglesia, que siempre entra en los sentimientos de su Esposo, en ella se ha inspirado para la «secreta» de la misa de la Ascensión: «Recibe, Señor, los dones que te ofrecemos en memoria de la gloriosa Ascensión de tu Hijo; dígnate librarnos de los peligros de la presente vida y haz que lleguemos a la vida eterna, por el mismo Jesucristo, Señor nuestro.

 ¿Por qué la Iglesia tomó de nuevo esta oración de Jesús? Porque se cruzan siempre estorbos que nos impiden ir a Dios, y estos tropiezos se resumen todos en el pecado que de Dios nos aparta. Nuestro Señor pide que seamos librados del mal, es decir, del pecado, el cual nos enemista con su Padre celestial y es el único verdadero mal.

Abandonados a nosotros mismos, a nuestra fragilidad natural, somos incapaces de salvar estos escollos; pero lo podremos si nos apoyamos en Cristo. Él sube hoy al cielo, vencedor de Satanás y del mundo. “Tened confianza: yo he vencido al mundo» « El príncipe de este mundo no tiene en mí nada que le pertenezca»  Penetra como pontífice omnipotente en el divino santuario. “Se presentó... con el sacrificio de sí mismo».

Por la Comunión, Nuestro Señor nos hace partícipes de su poder y de su triunfo. Ésa es la razón por la que debemos unirnos tanto en Él. Con Cristo y ofreciendo a su Padre sus méritos, no hay tentaciones invencibles, ni dificultad insuperable, ni adversidad sin consuelo, ni alegría insensata de que no podamos desasimos. Hasta tanto que gocemos con Jesús en los cielos, o más bien, que nos traiga Él hacia Sí, puesto que « nos prepara allí un lugar”, vivamos aquí confiados en el ilimitado poder de su oración y crédito, con la esperanza de compartir un día su felicidad, con la caridad que nos entrega alegre y generosamente al entero cumplimiento de sus voluntades y deseos; de este modo participaremos plenamente de este admirable misterio de la gloriosa Ascensión de Jesús. También nosotros tengamos nuestra mente en los cielos.

 

COHEREDEROS DE CRISTO

 

LA HERENCIA DEL CIELO, TÉRMINO FINAL DE NUESTRA PARTICIPACIÓN EN CRISTO POR LA GRACIA

 

“Padre, te he glorificado en la tierra; tengo acabada la obra cuya ejecución me encomendaste. Glorifícame Tú ahora en Ti mismo, oh Padre, con aquella gloria que tuve yo en Ti antes de que el mundo fuese. ¡Padre! Deseo que los que Tú me has dado estén conmigo allí donde yo estoy para que contemplen mi gloria; la gloria que Tú me has dado» (Jn 17,5,24).

Estas palabras constituyen el principio y el final de la inefable plegaria que Jesucristo dirigió al Padre en la última Cena, cuando ya iba a coronar su misión salvadora en la tierra, con su sacrificio redentor.

Cristo pide, en primer lugar, que su santa humanidad participe de esa gloria que el Verbo posee desde toda la eternidad. Y como Cristo nunca se separa de su cuerpo místico, pide que sus discípulos y todos aquellos que creen en El sean también asociados a esa gloria. Quiere que estemos «donde El está». ¿En dónde está? «En la gloria de Dios Padre» (Fil 2,11). Allí está el término final de nuestra predestinación, la consumación de nuestra adopción, el complemento supremo de nuestra perfección, la plenitud de nuestra vida.

Oigamos cómo el Apóstol San Pablo nos expone esta verdad.- Después de haber dicho que Dios, que quiere nuestra santificación, nos ha predestinado a ser conformes a la imagen de su Hijo, para que su Hijo sea el primogénito de un gran número de hermanos, añade al punto: «Y a los que ha predestinado también los ha llamado; y a quienes ha llamado, también los ha justificado, a los que ha justificado, también los ha glorificado» (Rm 8,30).

Estas palabras indican las fases sucesivas del proceso de nuestra santificación, es, a saber: nuestra predestinación y nuestra santificación en Cristo Jesús; nuestra justificación por la gracia que nos hace hijos de Dios; nuestra glorificación final que nos asegura la vida eterna.

Hemos visto el plan de Dios sobre nosotros: cómo el Bautismo es la señal de nuestra vocación sobrenatural el sacramento de nuestra iniciación cristiana, cómo somos justificados, es decir, cómo nos hacemos justos, mediante la gracia de Cristo. Esa justificación se puede ir perfeccionando sin cesar, según el grado de nuestra unión con Cristo, hasta que halle la culminación en la gloria.

La gloria es esa herencia divina que nos corresponde en cuanto hijos de Dios, herencia que Cristo nos ganó con sus méritos, que El mismo posee y quiere compartir con nosotros (ib. 17). Llegamos a participar de la misma herencia de Cristo: la vida, la gloria y la bienaventuranza eternas con la posesión de Dios. La culminación de la vida divina en nosotros no se realiza en este mundo; sino, como lo dice Cristo, njunto al Padre».

Conviene, pues, que, esta tarde, al hablar de la vida de Cristo en nosotros, fijemos la mirada en esa herencia eterna que Nuestro Señor pidió al Padre para nosotros; debemos pensar en ella a menudo, pues ella constituye la suprema finalidad de toda la obra de Cristo.

«He venido para darles vida»; pero esa vida no será verdadera si no es eterna; todo nuestro conocimiento y todo nuestro amor hacia el Padre y hacia Cristo su Hijo, están orientados hacia la consecución de esa vida eterna que nos hace hijos de Dios: «En esto consiste la vida eterna: en conocer al solo Dios verdadero y a su enviado Jesucristo» (Jn 17,3).

En la tierra siempre podemos perder la vida divina que Jesucristo nos confiere por medio de la gracia; sólo la muerte «en el Señor» fija y asegura en nosotros esa vida de manera inmutable. La Iglesia enseña esta verdad llamando «día de nacimiento» al día en que los santos entran en posesión eterna de esa vida.

La vida de Cristo en nosotros en la tierra no es más que una aurora, no llega a su mediodía -pero mediodía sin ocaso-, sino cuando florece en frutos de vida eterna. El Bautismo es el manantial de donde brota el río divino, pero el término de ese río, que alegra la ciudad de las almas, es el océano de la eternidad. Por lo tanto, no tendríamos más que una idea muy incompleta de la vida de Cristo en nuestras almas, si no considerásemos el término a que por su misma naturaleza debe conducirnos esa vida.

Ya sabéis con qué empeño y fervor rogaba San Pablo por los fieles de Éfeso para que conociesen el misterio de Cristo: «Por eso doblo mis rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra… que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, para que, arraigados y cimentados en el amor, podáis comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad…, y conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que os vayáis llenando hasta la total Plenitud de Dios”.

Veamos, pues, cuál es «esa esperanza», cuáles «esas riquezas» que San Pablo con tanto empeño quera que se conociesen.

Será el mismo san Pablo quien nos diga que «no podemos ni sospechar siquiera qué cosas tiene Dios preparadas para los que le aman? Que ni ojo alguno vio, ni oreja oyó, ni pasó a hombre por el pensamiento lo que son esas maravillas?» (1Cor 2,9). Así es; y todo cuanto digamos de «esas riquezas de gloria de nuestra herencia» no llegará con mucho a la realidad.

Oigamos también lo que la Revelación nos dice. Lo entenderemos si tenemos el espíritu de Cristo, pues, afirma San Pablo en el mismo lugar, que «ese Espíritu penetra todas las cosas; aun las intimidades de Dios... Y nosotros hemos recibido (en el Bautismo) ese Espíritu que viene de Dios, a fin de que conozcamos las cosas maravillosas que Dios nos ha comunicado por su gracia» (1Cor 10-12), que es aurora de su gloria.

Teniendo presente la Palabra de Dios veamos también lo que la Revelación enseña, pero con fe, no con los sentidos, porque aquí todo es sobrenatural.

 

 

1. La bienaventuranza eterna consiste en la visión de Dios cara a cara, en el amor inmutable y en la alegría perfecta

 

Hablando de las virtudes teologales, que forman el séquito de la gracia santificante y son como las fuentes de la actividad sobrenatural en los hijos de Dios, dice San Pablo que «en esta vida perduran tres virtudes: fe, esperanza y caridad»; mas la caridad, añade, es la más excelente de todas (ib. 18,13). ¿Por qué razón? Porque al llegar al cielo, término de nuestra adopción, la fe en Dios se transformará en visión de Dios, la esperanza se desvaneee con la posesión de Dios, pero el amor permanece y nos une a Dios para siempre.

Ved ahí en qué consiste la glorificación que nos espera, la bienaventuranza de que gozaremos: veremos a Dios, amaremos a Dios, gozaremos de Dios; esos actos constituyen la vida eterna, la participación asegurada y completa de la vida misma de Dios; de ahí nace la bienaventuranza del alma, bienaventuranza de que participará también el cuerpo después de la resurrección.

En el cielo veremos a Dios.- Ver a Dios como El se ve es el primer elemento de esa participación de la naturaleza divina que constituye la vida bienaventurada; es el primer acto vital en la gloria. En la tierra, dice San Pablo, no conocemos a Dios más que por la fe, de manera oscura; pero entonces veremos a Dios cara a cara: «Ahora, dice, no conozco a Dios sino de un modo imperfecto; mas entonces le conoceré como El mismo me conoce a mí» (ib. 13,12).

No podemos ahora conocer lo que es en sí misma esa visión; pero el alma será fortalecida con la «luz de la gloria», que no es otra cosa que la gracia misma floreciendo en el cielo. Veremos a Dios con todas sus perfecciones; o mejor dicho, veremos que todas sus perfecciones se reducen a una perfección infinita, que es la Divinidad; contemplaremos la vida íntima de Dios; entraremos, como dice San Juan, «en sociedad con la santa y adorable Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo» la; contemplaremos la plenitud del Ser, la plenitud de toda verdad, de toda santidad, de toda hermosura, de toda bondad.

Contemplaremos, por siempre jamás, la humanidad del Verbo; veremos a Cristo Jesús, en quien el Padre puso sus complacencias; contemplaremos al que quiso ser nuestro «hermano mayor», veremos los rasgos, para siempre gloriosos, de Aquel que nos libró de la muerte por medio, de su cruenta Pasión y nos alcanzó el poder vivir esa vida inmortal.

A El cantaremos reconocidos el himno del agradecimiento: «Con tu sangre, Señor, nos has rescatado; nos hiciste reinar con Dios en su reino; a Ti sea honra y gloria» (Ap 5,9,10 y 13). Veremos a la Virgen María, a los coros de los ángeles, a toda esa muchedumbre de escogidos, incontable, según dice San Juan, que rodea el trono de Dios.

Esa visión de Dios, sin velos, sin tinieblas, sin celajes, es nuestra futura herencia, es la consumación de la adopción divina. «La adopción de hijos de Dios, dice Santo Tomás (III, q.45, a.4), se efectúa mediante cierta conformidad de semejanza con Aquel que es su Hijo por naturaleza» (Rm 8,29).

Eso se realiza de dos modos: en la tierra, por la gracia, que es conformidad imperfecta; en el cielo, por la gloria, que será la perfecta conformidad, según aquello de San Juan: «Carísimos, ahora somos hijos de Dios; pero aún no se ha manifestado lo que seremos; sabemos que cuando se manifieste, seremos semejantes a El, y le veremos tal cual es» (1Jn 3,2).

Aquí, pues, nuestra semejanza con Dios no está acabada, mas en el cielo se mostrará con toda su perfección. En la tierra tenemos que trabajar, a la luz oscura de la fe, para hacernos semejantes a Dios, y para destruir el «hombre viejo», procurando se desarrolle el «hombre nuevo criado a imagen de Jesucristo» (Col 3,9,10. +Ef 4,22 y 24). Debemos renovarnos, perfeccionarnos constantemente, para acercarnos más al divino modelo. En el cielo se consumará esta transformación que nos hará semejantes a Dios y veremos que verdaderamente somos hijos de Dios.

Pero esta visión no nos sumirá en una inmovilidad de estatuas que impediría cualquier operación. Nuestra actividad no sufrirá menoscabo con la contemplación de Dios. Sin dejar un instante de contemplar a Dios, nuestra alma conservará el libre ejercicio de sus facultades. Mirad a Nuestro Señor. Aquí en la tierra su alma santa gozaba continuamente de la visión beatífica; y, sin embargo, esa contemplación no le impedía su actividad humana, sino que le ayudaba  en sus tareas apostólicas, en su predicación, en sus milagros. La perfección del cielo no sería perfección si hubiera de anular la actividad de los escogidos.

Veremos a Dios. ¿Eso sólo? No. Ver a Dios es el primer elemento de la vida eterna; la primera fuente de bienaventuranza; pero si la inteligencia se sacia allí divinamente con la eterna Verdad, también es preciso que la voluntad se harte con la infinita bondad. Amaremos a Dios [Según Santo Tomás (I-II, q.3, a.4), la bienaventuranza consiste esencialmente en poseer a Dios contemplándole cara a cara.

Esa visión beatífica es, ante todas las cosas, un acto de inteligencia; de esa posesión por inteligencia se deriva, como una propiedad, la bienaventuranza de la voluntad, que halla su hartura y su descanso en la posesión del objeto amado, hecho presente por la inteligencia].

«La caridad, dice San Pablo, nunca acabará» (1Cor 13,8). Amaremos a Dios, no con amor lánguido, vacilante, a las veces distraído por la criatura, expuesto a evaporarse, sino con amor fuerte, puro, perfecto y eterno. Si aun en este valle de lágrimas, en donde para conservar la vida de la gracia tenemos que llorar y luchar, el amor es ya tan fuerte en ciertas almas, que les arranca gemidos que nos llegan hasta el fondo del alma: «¿quién me separará del amor de Cristo? Ni la persecución, ni la muerte, ni criatura alguna podrá apartarme de Dios», ¿qué será ese amor cuando se abrace con el Bien infinito, para no separarse jamás ? ¡ Qué ímpetu hacia Dios, ya nunca contenido! ¡Qué abrazo el de ese amor ya para siempre y sin cesar saciado!

Y ese amor eterno se expresará en actos de adoración, de complacencia, de acción de gracias. San Juan describe a los santos postrados ante Dios, y cantando en el cielo sus eternas alabanzas. «A vos, Señor, gloria, honor y potestad por los siglos de los siglos» (Ap 7,12). Así expresan su amor.

Finalmente, gozaremos de Dios.- En el Evangelio se lee que el mismo Cristo compara el reino de los cielos con un banquete que Dios ha preparado para honrar a su Hijo: «El mismo se ceñirá el vestido y se pondrá a servirnos, sentados a su mesa» (Lc 12,37). ¿Qué quiere decir esto, sino que Dios mismo ha de ser nuestro gozo? «¡Oh, Señor!, exclama el Salmista, embriagáis a vuestros escogidos con la abundancia de vuestra casa, y les dais a beber del torrente de vuestras delicias, porque en Vos está la fuente misma de la vida» (Sal 35,9).

Dios dice al alma que le busca: «Yo mismo seré tu recompensa, y muy cumplida» (Gén 15,1). Como si dijera: «Te amé con amor tan grande, que he querido meterte dentro de mi propia casa, adoptarte por hijo, para que tengas parte en mi bienaventuranza. Quiero que mi vida sea tu vida, que mi felicidad sea tu felicidad. En la tierra te he dado a mi Hijo, siendo mortal en cuanto hombre, se entregó para merecerte la gracia que te transformase y conservase como hijo mío: se dio a ti en la Eucaristía bajo los velos de la fe, y ahora Yo mismo, en la gloria, me doy a ti para hacerte participante de mi vida, para ser tu bienaventuranza sin fin». «Se dará porque ya se dio antes; se dará inmortal a los que ya seremos inmortales, porque antes se dio mortal a los que éramos mortales» (San Agustín, Enarrat. in Ps. XLII, 2).

Aquí la gracia, allí la gloria; pero el mismo Dios es quien nos las da; y la gloria no es más que el desarrollo pleno de la gracia; es la adopción divina, velada e imperfecta en la tierra, sin velos y cumplida en el cielo.

Por eso el Salmista suspiraba tanto por esa posesión de Dios: «Como el ciervo ansía las fuentes de las aguas, así mi alma suspira por Ti, oh Dios mío. Mi alma está sedienta de Dios, del Dios vivo» (Sal 41, 1-3). «Pues no me veré saciado sino cuando me sean reveladas las delicias de tu gloria» (Sal 16,15).

Así también, cuando Cristo habla de esa bienaventuranza, nos dice que Dios hace entrar al siervo fiel «en el gozo de su Señor» (Mt 25,21). Ese gozo es el gozo de Dios mismo, el gozo que Dios siente conociendo sus infinitas perfecciones, la felicidad de que disfruta en el inefable consorcio de las tres divinas personas; el sosiego y bienestar infinito en que Dios vive: «Su gozo será nuestro gozo». «Para que tengan mi gozo cumplido en sí mismos» (Jn 17,13): su felicidad nuestra felicidad y su descanso nuestro descanso, su vida nuestra vida, vida perfecta, en la que todas nuestras facultades se verán plenamente saciadas.

Allí disfrutaremos de esa «plena participación en el bien inmutable», como acertadamente le llama San Agustín (Epist. ad Honorat., CXL, 31). «Hasta ese extremo nos ha amado Dios». ¡Oh, si supiéramos lo que Dios reserva para los que le aman!...

Y porque esa bienaventuranza y esa vida son las de Dios mismo, serán eternas también para nosotros.- No tendrán término ni fin. «Ni habrá ya muerte, ni llanto, ni alarido, ni dolor, sino que Dios enjugará las lágrimas de los ojos de aquellos que entren en su gloria» (Ap 21,4), dice San Juan. No habrá ya pecado, ni muerte, ni miedo de muerte; nadie nos quitará ese gozo; estaremos para siempre con el Señor (1Tes 4,16). Donde El está, estaremos nosotros.

Oíd con qué palabras tan expresivas nos da Cristo esta certidumbre: “Yo doy a mis ovejas la vida eterna, y no se perderán jamás, y ninguno las arrebatará de mis manos. Pues mi Padre, que me las dio, es superior a todos, y nadie puede arrebatarlas de la mano de mi Padre; mi Padre y yo somos una misma cosa» (Jn 10, 28-30).

¡Qué seguridad la que nos da Cristo Jesús! Estaremos siempre con El, sin que nada pueda jamás separarnos; y en Ell gozaremos de una alegría infinita que nadie nos podrá quitar, porque es la alegría misma de Dios y de Cristo su Hijo: «Al presente, decía Jesús a sus discípulos, padecéis tristeza, pero yo volveré a visitaros, y vuestro corazón se bañará en gozo, y nadie os quitará vuestro gozo» (Jn 16,22).

Digámosle con la Samaritana: «¡Oh Señor Jesús, divino Maestro, Redentor de nuestras almas (ib. 4,15), dadnos esa agua divina que nos saciará para siempre, que nos dara la vida; haced que aquí en la tierra permanezcamos unidos a Vos por la gracia, para que algún día merezcamos estar «donde Vos estáis», para que podamos ver eternamente, como lo pedisteis para nosotros al Padre (ib. 17, 24-26), la gloria de vuestra humanidad, y gozar de Vos para siempre en vuestro reino!».

 

 

2. Los cuerpos de los justos han de participar, después de la resurrección, de esa bienaventuranza; gloria de esa resurrección ya realizada en Cristo, cabeza de su cuerpo místico

Como sabéis, toda alma que al morir sale de este mundo en estado de gracia, si no tiene que cancelar en el purgatorio algún resto de la pena temporal que se debe satisfacer por los pecados, entra inmediatamente en posesión de esta vida bienaventurada. Mas esto no es todo: Dios nos reserva aún un complemento. ¿Cuál? ¿No disfruta ya el alma de gozo cumplido? Cierto que sí, pero Dios quiere dar también al cuerpo su bienaventuranza, cuando tenga lugar la resurrección al fin de los tiempos.

Es dogma de fe la resurrección de los muertos. La prometió Cristo.«Al que come mi carne y bebe mi sangre, le resucitaré en el postrer día» (ib. 6,55, y 11,25).

Más aún: Cristo ya ha resucitado, saliendo vivo y victorioso del sepulcro. Pues bien, al resucitar, Cristo nos resucitó con El. Lo he repetido ya: Al encarnarse el Verbo, unióse místicamente a todo el género humano, y con los escogidos forma un cuerpo del que El es la cabeza. Si nuestra cabeza ha resucitado, no sólo sus miembros resucitaremos con El algún día, sino que al triunfar de la muerte el día de su resurrección, resucitó ya con El, en principio y de derecho, a todos los que creen en El.

Oíd con qué claridad expone San Pablo esta doctrina: «Dios, que es rico en misericordia, por el excesivo amor con que nos amó, nos dio vida en Cristo y por Cristo. Nos ha resucitado con El y juntamente con El nos ha concedido asiento en los cielos, ya que no nos separa de El» (Ef 2, 4-6). Gran misericordia: Dios nos ama tanto en su Hijo Jesucristo que no quiere separarnos de El; desea que seamos semejantes a El, que participemos de su gloria, no sólo por lo que respecta al alma, sino también en cuanto al cuerpo.

¡Con cuánta razón dice el gran Apóstol que Dios es rico en misericordia y que nos ama con amor inmenso! No basta a Dios saciar nuestra alma con una felicidad eterna quiere que nuestra carne, al igual que la de su Hijo, participe de esa dicha sin fin; quiere adornarla con esas gloriosas prerrogativas de inmortalidad, agilidad, espiritualidad, con que resplandecía la humanidad de Cristo al salir del sepulcro. Sí; llegará el día en que todos resucitaremos «cada cual con su jerarquía»; Cristo resucitó el primero como cabeza de los escogidos y primicias de unos frutos; luego resucitarán todos aquellos que son de Cristo por la gracia.

 [Los condenados resucitarán también, pero sin las dotes gloriosas de los santos; sus cuerpos serán como sus almas, eternamente atormentados]. «Así como en Adán todos mueren, todos en Cristo serán vivificados». Luego «vendrá el fin cuando Cristo entregará al Padre ese reino conquistado con su sangre... Pues Cristo debe reinar de forma que todos sus enemigos serán reducidos a escabel para sus pies. La muerte será el último enemigo destruido. Y cuando el Padre haya sometido todas las cosas a la soberanía de Cristo, entonces el Hijo, mediante su humanidad, tributará sus homenajes a Aquel que le hizo Señor de todas las cosas, para que Dios sea todo en todos» (Rm 15,28). Cristo Jesús venció a la muerte en el día de su resurrección. «¿Dónde está, oh muerte, tu victoria?» (1Cor 15,55). La vencerá también en sus elegidos el día de la resurrección de los cuerpos.

Entonces quedará terminada y consumada su obra, como cabeza de la Iglesia; Cristo poseerá esa Iglesia a la que tanto amó, por la cual «dio su vida, para que fuese gloriosa, sin arruga y sin mancha, pura e inmaculada» (Ef 5,27); el cuerpo místico habrá entonces «llegado enteramente a la plenitud de la edad de Cristo» (ib. 4,13). Entonces Cristo Jesús presentará a su Padre esa multitud de escogidos de los cuales es El el primogénito.

¡Oh, qué espectáculo tan glorioso será ver ese reino sujeto a Jesús, contemplar la obra de su sangre y de su gracia, ofrecida al Padre celestial por el mismo Jesucristo rey de la gloria!... ¡Qué indecible dicha la de formar parte de ese reino, junto con María, los ángeles, los santos, las almas de los bienaventurados que en la tierra conocimos, con los que estuvimos unidos por los lazos de la sangre por un afecto santo!

Entonces podrá Jesús volver a decir con toda verdad: «Padre, he terminado la obra que me encomendaste»; entonces tendrán realidad cumplida aquellos votos formulados por su corazón sagrado en la última Cena: «Padre, te ruego yo ahora por estos que me diste. Tengan ellos el gozo cumplido que yo tengo; que estén conmigo allí mismo donde yo estoy, para que contemplen mi gloria... para que el amor con que me amaste esté con ellos también» (Jn 17,4,9,13,24,26).

Se cumplirán los deseos de Cristo, la Iglesia triunfante contemplará la gloria de su Príncipe; ella misma gozará de esa «plenitud de felicidad» que de su cabeza redundará en toda ella; la vida divina, eterna, rebosará en cada uno de nosotros, y reinaremos con Cristo para siempre.

San Juan en el Apocalipsis nos ha dicho algo sobre la gloria de ese reino. «Oí también una voz como de gran gentío y como el ruido de muchas aguas, y como el estampido de grandes truenos, que decía: ¡Aleluya!; porque tomó ya posesión del reino el Señor Dios Nuestro Tododeroso. Gocémonos y saltemos de júbilo, démosle gloria pues son llegadas las bodas del Cordero (que es Cristo), y su Esposa (la Iglesia ya triunfante) se ha compuesto y alhajado, pues ha sido autorizada para vestir tela de lino finísimo, brillante y puro». «Ese lino fino, añade San Juan, son las virtudes de los santos». Y díjome el Angel: «Escribe: ¡Dichosos los que son invitados a la cena de las bodas del Cordero!...» (Ap 19, 6-9).

Eso no es más que una sombra de la realidad divina, de la dicha que nos espera. En el Bautismo, recibimos el germen. Pero ese germen tenía que crecer, desarrollarse, ser resguardado de espinas y tropiezos; por la Penitencia hemos ido desviando lo que podía dañar o menoscabar su desarrollo; lo hemos ido nutriendo con el sacramento de vida y con el ejercicio de nuestras virtudes.

Ahora, esa vida divina que Cristo nos comunica permanece oculta: «Vuestra vida permanece oculta con Cristo en Dios» (Col 3,3), pero en el cielo se descorrerá el velo, mostrará su esplendor, y se manifestará su hermosura; y no olvidéis que, una vez llegada a ese desarrollo, no crecerá más, no aumentará su esplendor, su hermosura no se perfeccionará ya. La fe nos dice que el lugar de la tarea y del merecimiento es este mundo; que el cielo es la meta; allí no es posible ya crecer; sólo queda la recompensa tras la pelea. «El que cree, amontona méritos; el que ve, goza de la recompensa» [San Agustín, In Joan, LXVIII, 3].

 

 

3. El grado de nuestra bienaventuranza determinado ya aquí en la tierra según la medida de nuestra gracia; cómo San Pablo exhorta a los fieles a progresar en el ejercicio de la vida sobrenatural «hasta el día de Cristo»

 

Más aún; gozaremos de Dios en la medida y grado a que la gracia haya llegado en nosotros en el instante mismo en que salgamos de este mundo (1Cor 3,8).

Tengamos siempre presente esta verdad: el grado de nuestra eterna bienaventuranza es y quedará fijado para siempre, de acuerdo con el grado de caridad a que hayamos llegado con la gracia de Cristo cuando Dios nos saque de esta vida. Cada momento de ella es infinitamente precioso, pues basta para adelantar un grado en el amor de Dios, para elevarnos más en la dicha de la vida eterna.

No digamos que un grado más o menos de gloria importa poco.- ¿Hay algo que importe poco cuando se trata de Dios, de una dicha y una vida sin fin de las que Dios mismo es la fuente? Si conforme a la parábola que Nuestro Señor mismo se dignó explicar, hemos recibido cinco talentos, no es para enterrarlos, sino para hacerlos fructificar (Mt 25, 14-30). Si Dios al recompensarnos tiene muy en cuenta nuestros esfuerzos para vivir en su gracia, para aumentar esa gracia en nosotros, ¿estará bien que nos contentemos con ofrecer a Dios una mies menguada y escasa? Cristo mismo nos lo ha dicho: «Mi Padre resultará glorificado si producís abundantes frutos de santidad, que en el cielo serán para vosotros frutos de bienaventuranza» (Jn 15,8).

Tan cierto es ello, que Cristo compara a su Padre con un viñador que por medio del sufrimiento nos poda y limpia para que demos mayores frutos El. ¿Tan menguado es nuestro amor a Cristo, que tengamos en poco ser miembros de su cuerpo místico, más o menos resplandecientes en la celestial Jerusalén? Cuanto más santos seamos, más glorificaremos a Dios durante toda la eternidad, mayor parte tomaremos en el cántico de acción de gracias con que los elegidos alaban a Cristo Redentor: «nos redimiste, Señor».

Vivamos despiertos para apartar los estorbos que puedan amenguar nuestra unión con Cristo; dejémonos penetrar íntimamente por la acción divina a fin de que la gracia de Dios obre tan libremente en nosotros, que nos haga «llegar a la plenitud de la edad de Cristo».

Oíd con qué viveza exhorta a sus caros Filipenses San Pablo, que había sido arrebatado al tercer cielo: «Dios me es testigo de la ternura con que os amo a todos en las entrañas de Jesucristo, y lo que pido es que vuestra caridad crezca más y más... a fin de que os mantengáis puros y sin tropiezo hasta el día de Cristo, colmados de frutos de justicia por Jesucristo, a gloria y alabanza de Dios» (Fil 1, 8-11).

Mirad sobre todo cómo él mismo se muestra cual dechado ya al fin de su carrera; el cautiverio que padece en Roma ha paralizado el curso de los muchos viajes que había emprendido para anunciar la buena nueva de Cristo; ya llega al término de sus luchas y trabajos, pero el misterio de Cristo, que ha revelado a tantas almas, vive en él con tanto fuego, que puede decir a los mismos Filipenses: «Ya mi vivir es Cristo, y el morir es mi ganancia» (ib. 21).

Sin embargo de ello, prosigue, «si quedándome más tiempo en este cuerpo mortal, yo puedo sacar más fruto de mi trabajo, no sé, en verdad, qué escoger. Pues me hallo solicitado por ambos lados; tengo deseo de verme libre de las ataduras de este cuerpo, y estar con Cristo, lo cual es mejor sin comparación; pero, por otra parte, el quedar en esta vida es necesario para vosotros... para provecho vuestro y gozo de vuestra fe...»

Luego recuerda el Apóstol cómo ha menospreciado las ventajas del judaísmo para abrazarse únicamente con Cristo, en el cual lo ha encontrado todo, ya que nada en lo sucesivo podrá separarle de Jesús. Esto no obstante, mirad lo que escribe: «No que ya haya logrado el premio, y la corona que se da al vencedor tras la carrera, ni haya llegado a la perfección... Mi única mira es, olvidando las cosas de atrás y tendiendo y mirando sólo a las futuras, ir corriendo hacia la meta para ganar el premio a que Dios me llama desde lo alto por Jesucristo» (Fil 3, 12-14).

Así, San Pablo quería olvidar todos los progresos de su vida pasada para poner la mira con más ahínco en la recompensa eterna que le aguardaba.- Ved también cómo exhorta a los fieles a seguirle: «Vosotros también hermanos, sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo... Nuestra patria está en los cielos, de donde aguardamos a Nuestro Salvador Jesucristo, que transformará este cuerpo miserable, conformándolo con su cuerpo ya glorioso por la virtud del poder con que puede sujetar todas las cosas».

Y el Apóstol, rebosando caridad, aunque estaba encarcelado, termina con este urgente y conmovedor saludo: «Por tanto, hermanos míos carísimos y amadísimos, que sois mi gozo y mi corona, perseverad así firmes en el Señor» (ib. 3,17,20 y 21. +1Cor 11,1, y Fil 4,1).

También a vosotros al terminar estas pláticas quiero yo deciros: perseverad firmes en la fe de Nuestro Señor Jesucristo; mantened una esperanza invencible en sus méritos; vivid en su amor; no ceséis, mientras estéis aquí en la tierra, «lejos del Señor», como dice San Pablo (2Cor 5,6), de aumentar, mediante una fe viva, deseos santos y una caridad que os arrastre sin reserva alguna a cumplir fiel y generosamente la voluntad de Dios, vuestra capacidad de contemplación y de amor a Dios, vuestra capacidad para disfrutar de Él en la eterna bienaventuranza, para vivir de su propia vida.

Día llegará en que la fe dejará lugar a la visión, en que a la esperanza seguirá la dichosa realidad, en que nuestro amor hacia Dios se resolverá en un abrazo eterno con El. Nos parece a veces que esa felicidad está muy lejos; no es cierto; cada día, cada hora, cada minuto, nos acerca más a ella.

«Buscad, os repetiré con San Pablo, buscad las cosas que son de arriba, de allí donde Cristo está sentado a la diestra de Dios Padre; poned vuestro corazón en las cosas del cielo, no en las de la tierra, como las riquezas, los honores, los placeres; pues «muertos estáis ya a todas esas cosas» que pasan; «vuestra vida, vuestra verdadera vida», la de, la gracia, prenda de la felicidad eterna, «está escondida con Cristo, en Dios».

Sin embargo, cuando aparezca Cristo «que es vuestra vida», triunfante en el día postrero, «entonces apareceréis también vosotros con El en su gloria» (Col 3, 1-4), de la que participaréis como miembros que sois suyos. No desmayéis por ningún dolor ni padecimiento; porque las aflicciones, tan breves y tan ligeras de la vida presente, nos reportan una medida colmada de gloria eterna (2Cor 4,17).

No os desaliente ninguna tentación; pues si sois fieles en el tiempo de la prueba, vendrá la hora en que recibiréis la corona que señalará vuestra entrada en la vida prometida por Dios a los que le aman (Sant 1,12). No os seduzcan las vanas alegrías, porque «las cosas que se ven son transitorias, mas las que no se ven son eternas» (2Cor 4,17. Rm 8,18); «el tiempo es corto y el mundo pasa» (1Cor 7, 29-31). Lo que no pasa es la palabra de Cristo (Lc 21,33); «esas palabras son para nosotros manantial de vida divina» (Jn 6,64).

En el curso de estas conferencias he tratado de mostraros que la vida divina en nosotros no es más que una participación, mediante la gracia, de la plenitud de vida que existe en la humanidad de Jesús, y que rebosa sobre cada una de nuestras almas para hacerlas hijas de Dios: «Todos participamos de su plenitud» (ib.1,16).

La fuente de nuestra santidad está ahí y no en otra parte: esa santidad, ya os lo he dicho a menudo y quiero repetirlo ahora al terminar, es de orden esencialmente sobrenatural; no la hallaremos sino en la unión con Cristo. «Sin mí nada podéis» (Jn 15,5). Todos los tesoros de gracia y de santidad que Dios destina a las almas se encuentran como embalsados en Jesucristo. No vino al mundo sino para darnos parte en ellos con larga mano: Veni ut vitam... abundantius habeant: el Padre Eterno no nos da su Hijo sino «para que sea nuestra redención, nuestra sabiduría, nuestra santificación (1Cor 1,30), nuestra vida.

De modo que, aunque sin El, nada podemos, en El somos ricos y «nada nos falta» (ib. 1,7). Estas riquezas, dice San Pablo, son incomprensibles porque son divinas, pero si nosotros queremos, nuestras son y nos las apropiamos. ¿Qué se requiere para eso? Que apartemos los estorbos, el pecado, el apego al pecado, a las criaturas, a nosotros mismos, que pueden entorpecer la acción de Cristo y de su Espíritu en nosotros; que nos entreguemos a Cristo con todas las fuerzas de nuestro cuerpo y de nuestra alma, para tratar de agradar, como El lo hizo por un amor constante, a nuestro Padre celestial.

Entonces nuestro Padre de los cielos descubrirá en nosotros los rasgos de su Hijo muy amado; y a causa de Jesucristo pondrá en nosotros sus complacencias y nos colmará de dones, esperando llegue el día, bendito mil veces, «en que nos veamos todos juntos, para siempre, con el Señor, Cristo Jesús, vida nuestra» (Col 3,4).

«¡Oh Cristo Jesús, Verbo encarnado, Hijo de María, ven y vive en tus siervos, con tu espíritu de santidad, con la plenitud de tu poder, con la realidad de tus virtudes, con la perfección de tus caminos, con la comunicación de tus misterios, y domina todo poder enemigo por tu Espíritu, para gloria del Padre! Así sea».

 

Cristo Dios es la Patria adonde nos dirigimos.

Cristo Hombre es el camino por el cual vamos.

(San Agustín. Sermón 123, c.3)

 

La Madre del Verbo encarnado

 

Lugar que ocupa la devoción a María en nuestra vida espiritual; el discípulo de Cristo debe ser, como Jesús, hijo de María

 

Todos sabéis que la santidad  cristiana se reduce a imitar a Jesús; todos nosotros nos esforzamos por imitar a Cristo en nuestro ser y existir (sacerdotal) y por la vida de gracias en nuestra participación de su filiación divina. Ser por gracia lo que Jesús es por naturaleza, es el fin de nuestra predestinación y la norma de nuestra santidad: «A los que previó y predestinó hacerlos conformes a la imagen de su Hijo» (Rm 8,29).

Pues bien; en Nuestro Señor hay rasgos esenciales y rasgos contingentes, accidentales. Cristo nació en Belén, huyó a Egipto, pasó su niñez en Nazaret, murió bajo Poncio Pilato; esas circunstancias diversas de tiempo y de lugar no son, en la vida de Cristo, más que rasgos accidentales.- Otros hay que le son de tal modo esenciales, que, sin ellos, Cristo no sería Cristo. Cristo es Dios y Hombre, Hijo de Dios e Hijo del Hombre, verdadero Dios y verdadero Hombre; estos títulos le corresponden por naturaleza; son intangibles.

Hay en las Escrituras una frase extraña aplicada a la eterna Sabiduría, al Verbo de Dios., «Mis delicias son estar con los hijos de los hombres» (Prov 8,31). ¿Quién lo hubiera pensado? El Verbo es Dios; en el seno del Padre vive en una luz infinita; posee todas las riquezas de las perfecciones divinas; goza de la plenitud de toda vida y de toda bienaventuranza. Y, sin embargo de ello, declara, por boca del escritor sagrado, que sus delicias son vivir entre los hombres.

Esta maravilla se ha realizado, pues «el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros». El Verbo deseaba ser uno de nosotros; realizó de un modo inefable ese deseo divino; y esa realización parece, por decirlo así, que colmó sus anhelos. Al leer el Evangelio, vemos, en efecto, que Cristo afirma a menudo que es Dios, como cuando habla de sus relaciones con su Eterno Padre: «Mi Padre y Yo somos uno» (Jn 10,30), o cuando confirma la profesión de fe de sus oyentes: «Bienaventurado eres, Simón -decía a Pedro, que acababa de confesar la divinidad de su Maestro-· bienaventurado eres, porque te ha revelado eso mi Padre que está en los cielos» (Mt 16,17). Esto no obstante, no vemos que El mismo se haya dado de una manera explícita el título de «Hijo de Dios».

¡Cuántas veces, por el contrario le oímos llamarse el «Hijo del hombre»! Diríase que Cristo está ufano de ese título y se ha encariñado con él. Pero cuida muy bien de no separarle nunca de no separarle nunca de su filiación divina o de los privilegios de su divinidad. Dícenos que «el Hijo del hombre tiene el poder, privativo de solo Dios, de perdonar los pecados» (Mc 2,10), y vemos que tan pronto sus discípulos le proclaman el Cristo, Hijo de Dios, El les anuncia que ese Cristo, «Hijo del hombre», ha de padecer, «será condenado a muerte, pero que resucitará al tercer día» (ib. 8,31).

En ninguna parte, quizá, unió el divino Salvador con más precisión y energía su condición de hombre a la de Dios, que en los días de su sagrada pasión. Miradlo ante el tribunal del sumo sacerdote judío Caifás. Este, en medio de la junta, pone a Cristo en el trance de declarar si es el Hijo de Dios. «Tú lo has dicho, responde Jesús, yo soy y además te digo que veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Todopoderoso y venir en las nubes del cielo» (Mt 26,64. +Jn 1,51; 3,13).

Notad que Jesús no dice -como pudiéramos esperar puesto que se trata sólo de su divinidad: «Veréis al Hijo de Dios venir como juez eterno y soberano sobre las nubes del cielo»; sino «veréis al Hijo del hombre». En presencia del Tribunal supremo, une ese título de hombre al de Dios: para El, ambos son inseparables, como están indisolublemente unidas y son inseparables las dos naturalezas en que están fundados. Lo mismo se peca rechazando la humanidad de Cristo, que negando su divinidad.

Pues bien: si Cristo Jesús es Hijo de Dios por su nacimiento inefable y eterno en el seno de su Padre: «Tú eres mi hijo, hoy te he engendrado» (Hch 13,33. +Sal 2,7), es el Hijo del hombre por su nacimiento temporal en el seno de una mujer: «Envió Dios a su Hijo, formado de una mujer» (Gál 4,4). Esa mujer es María, pero ésta es también Virgen. De ella y sólo de ella tiene Cristo su naturaleza humana; a ella debe el ser Hijo del hombre; ella es verdaderamente Madre de Dios.

María ocupa, pues, de hecho, en el Cristianismo un lugar único, trascendental, esencial. Así como en Cristo la cualidad de «Hijo del hombre» no puede separarse de la de «Hijo de Dios», así también María está unida a Jesús: de hecho, la Santísima Virgen entra en el misterio de la Encarnación en virtud de un título que es de la esencia misma del misterio.

Por eso hemos de pararnos unos momentos a considerar esa maravilla de una simple criatura, asociada por tan estrechos lazos, a la economía del misterio fundamental del Cristianismo, y, por consiguiente, a nuestra vida sobrenatural, a esa vida divina que nos viene de Cristo, Dios y Hombre, y que Cristo nos da en cuanto Dios, pero sirviéndose, como ya os dije, de su humanidad. Debemos ser como Jesús, «Hijo de Dios e Hijo de María El es lo uno y lo otro con toda verdad; si, pues, queremos copiar en nosotros su imagen, hemos de estar adornados de esa doble cualidad.

No sería verdaderamente cristiana la piedad de un alma si no comprendiese a la Madre del Dios hecho hombre. La devoción a la Virgen María es, no sólo importante, sino necesaria, si queremos beber con abundancia en la fuente de vida.

Separar a Cristo de su Madre en nuestra devoción es dividir a Cristo, es perder de vista el papel esencial de su humanidad en la dispensación de la divina gracia. Cuando se deja a la Madre, ya no se comprende al Hijo. ¿No es eso lo que ha sucedido a las naciones protestantes? Por haber rechazado la devoción a María, a pretexto de no menoscabar la dignidad de un mediador único, ¿no han terminado por perder hasta la fe en el mismo Jesucristo?

Si Jesucristo es nuestro Salvador, nuestro mediador, nuestro hermano mayor, por haberse revestido de la naturaleza humana, ¿cómo le amaremos de veras, cómo parecernos de veras a El sin tener una devoción especialísima a aquella de quien tomó esa naturaleza humana?

Pero esa devoción ha de ser ilustrada. Digamos, pues en pocas palabras lo que María ha dado a Jesús; y lo que Jesús ha hecho por su Madre; veremos entonces lo que la Santísima Virgen ha de ser para nosotros, y, por fin, la fecundidad sobrenatural que posee nuestra devoción a la Madre del Salvador.

 

 

1. Lo que María ha dado a Jesús. Por su «fiat», la Virgen aceptó dar al Verbo una naturaleza humana; es la Madre de Cristo; en virtud de esto, entra esencialmente en el misterio vital del Cristianismo

 

¿Qué ha dado María a Jesús? Le ha dado, permaneciendo ella Virgen, una naturaleza humana.- Es éste un privilegio único que María no comparte con nadie [Nec primam similem visa est, nec habere sequentem. Antíf. de Laudes de Navidad]. El Verbo podría haber venido al mundo tomando una naturaleza humana creada ex nihilo, sacada de la nada, y ya perfecta en su organismo, como fue formado Adán en el Paraíso terrenal. Por motivos que sólo conoce su sabiduría infinita, no lo hizo. Así, al unirse al género humano, quiso el Verbo recorrer, para santificarlas, todas las etapas del desarrollo humano; quiso nacer de una mujer.

Pero lo que admira en este nacimiento es que el Verbo lo subordinó, por decirlo así, al consentimiento de esa mujer. Vayamos en espíritu a Nazaret, para contemplar ese espectáculo inefable.

El ángel se aparece a la doncella virgen; después de saludarla, le comunica su embajada: «He aquí que concebirás en tu seno y parirás un hijo, y le darás por nombre Jesús; será grande y será llamado Hijo del Altísimo y su reino no tendrá fin». María pregunta al ángel cómo ha de obrarse esto, siendo ella virgen (Lc 1,34). Gabriel le responde: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, el santo que nacerá de ti será llamado Hijo de Dios». Luego, evocando como ejemplo a Isabel, que había concebido a pesar de su esterilidad pasada, porque así le plugo al Señor, el ángel añade: «Para Dios nada es imposible»; puede, cuando lo quiere, suspender las leyes de la naturaleza.

Dios propone el misterio de la Encarnación, que no se realizará en la Virgen más que cuando ella haya dado su consentimiento. La realización del misterio queda en suspenso hasta la libre conformidad de María. En ese instante, según enseña Santo Tomás, María nos representa a todos en su persona; es como si Dios aguardase la respuesta del género humano, al cual quiere unirse [Per annuntiationem exspectabatur consensus virginis loco totius humanæ naturæ. III, q.30, a.1].

¡Qué instante aquel tan solemne, ya que en aquel momento va a decidirse el misterio vital del Cristianismo! San Bernardo, en una de sus más hermosas homilías sobre la Anunciación (Hom. IV, super Missus est, c.8), nos presenta todo el género humano, que ha millares de años espera la salvación, a los coros angélicos y a Dios mismo, como en suspenso aguardando la aceptación de la joven Virgen.

Y he aquí que María da su respuesta: llena de fe en la palabra del cielo, entregada enteramente a la voluntad divina que acaba de manifestársele, la Virgen responde con sumisión entera y absoluta: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). Este Fiat es el consentimiento dado por María al plan divino de la Redención, cuya exposición acaba de oír; este Fiat es como el eco del Fiat de la creación; pero de él va a sacar Dios un mundo nuevo, un mundo infinitamente superior, un mundo de gracia, como respuesta a esa conformidad; pues en ese instante el Verbo divino, segunda persona de la Santísima Trinidad, se encarna en María: «Y el Verbo se hizo carne» (Jn 1,14).

Verdad es, como acabamos de oírlo de la boca misma del ángel, que ningún concurso humano intervendrá, pues todo ha de ser santo en la concepción y el nacimiento de Cristo; pero cierto es también que de su sangre purísima concebirá María por obra del Espíritu Santo, y que el Dios-Hombre saldrá de sus purísimas entrañas. Cuando Jesús nace en Belén, ¿quién está allí reclinado en un pesebre? Es el Hijo de Dios, es el Verbo que, «permaneciendo Dios» [Quod erat permansit. Antífona del Oficio del 1º de enero], tomó en el seno de la Virgen una naturaleza humana.

En ese niño hay dos naturalezas bien distintas, pero una sola persona, la persona divina; el término de ese nacimiento virginal es el Hombre-Dios; «El ser santo que nacerá de ti será llamado Hijo de Dios» (Lc 1,35); ese Hombre Dios, ese Dios hecho hombre, es el hijo de María. Es lo que confesaba Isabel, llena del Espíritu Santo: «¿De dónde a mí tanto bien que venga la Madre de mi Señor a visitarme?» (ib. 43).

María es la Madre de Cristo, pues al igual que las demás madres hacen con sus hijos, formó y nutrió de su sustancia purísima el cuerpo de Jesús. Cristo, dice San Pablo, fue «formado de la mujer». Es dogma de fe. Si por su nacimiento eterno «en el esplendor de la santidad» (Sal 109,3), Cristo es verdaderamente Hijo de Dios, por su nacimiento temporal es verdaderamente Hijo de María. El Hijo único de Dios es también Hijo único de la Virgen.

Tal es la unión inefable que existe entre Jesús y María; ella es su Madre, El es su hijo. Esa unión es indisoluble; y como Jesús es al mismo tiempo el Hijo de Dios que vino a salvar al mundo, María, de hecho, está asociada íntimamente al misterio vital de todo el Cristianismo. Lo que constituye el fundamento de todas sus grandezas es el privilegio especial de su maternidad divina.

 

 

2. Lo que Jesús ha dado a su Madre. La escogió entre todas las mujeres; la ha amado y obedecido; la ha asociado de una manera muy íntima a sus misterios, principalmente al de la Redención

 

Ese privilegio no es el único.- Toda una corona de gracias adorna a la Virgen, Madre de Cristo, aunque todas ellas se deriven de su maternidad divina. Jesús, en cuanto hombre, depende de María; mas como Verbo eterno, es anterior a ella. Veamos lo que ha dado hecho por aquella de quien había de tomar la naturaleza humana. Como es Dios, es decir, la Omnipotencia y Sabiduría infinitas, va a adornar a esa criatura con un aderezo inestimable y sin igual.

Ante todas las cosas, la escogió con preferencia a las demás en unión del Padre y del Espíritu Santo. Para indicar la eminencia de esa elección, la Iglesia aplica a María en sus festividades un paso de la Sagrada Escritura, que, en algún sentido, no puede referirse más que a la eterna Sabiduría: «El Señor me poseyó al principio de sus caminos, antes de que obrase alguna cosa; antes de que la tierra existiese. Ya estaba formada antes que hubiese abismos; antes que las montañas se asentasen; antes que las colinas, era yo ya nacida» (Prov 8, 23-25)...

¿Qué muestran estas palabras? La predestinación especial de María en el plan divino. El Padre Eterno no la separa de Cristo en sus divinos pensamientos: envuelve a la Virgen, que será Madre de Dios, en el mismo acto de amor por el cual pone sus complacencias en la humanidad de su Hijo. Esa predestinación es para María manantial de gracias sólo a ella concedidas.

[Ipsissima verba quibus divinæ scripturæ de increata Sapientia loquuntur eiusque sempiternas origines repræsentant, consuevit Ecclesia... ad illius virginis primordia transferre quæ uno eodemque decreto cum divinæ Sapientiæ incarnatione fuerant præstituta. Pío IX. Bula Ineffabilis para la definición de la Inmaculada Concepción].

La Virgen María es inmaculada.- Todos los hijos de Adán nacen manchados con el pecado original, esclavos del demonio, enemigos de Dios. Tal es el decreto promulgado por Dios contra todos los descendientes de Adán pecador. Solamente María, entre todas las criaturas, se librará de esta ley.

A esa ley universal, el Verbo eterno hará una excepción -una sola-, en favor de aquella en quien se ha de encarnar. Ni un solo momento el alma de María será esclava del demonio; brillará siempre con destellos de pureza; por eso, luego de la caída de nuestros primeros padres, Dios puso eterna enemistad entre el demonio y la Virgen escogida.

Ella es quien bajo su planta aplastará la cabeza de la infernal serpiente (Gén 3,15). Con la Iglesia recordemos frecuentemente ese privilegio de María de ser inmaculada, que sólo Ella posee. Digámosle a menudo con cariñoso amor: «Eres toda hermosa, oh María, y no hay en ti mancha original» [Tota pulchra es Maria, et macula originalis non est in te. Antíf. de Vísp. de la Inmaculada Concepción]. «Tu vestido es blanco como la nieve y tu rostro resplandeciente como el sol; por eso te deseó ardientemente el Rey de la gloria» (Ib.).

No sólo nace Inmaculada María, sino que en ella abunda la gracia.- Cuando el ángel la saluda, la declara «llena de gracia», Gratia plena, pues el Señor, fuente de toda gracia, está con ella: Dominus tecum.-

 Luego, al concebir y dar a luz a Jesús, María guarda intacta su virginidad. Da a luz y permanece virgen; según canta la Iglesia: «a la gloria tan pura de la virginidad, María junta la alegría de ser madre fecunda» [Gaudia matris habens cum virginitatis honore. Antíf. de Laudes de Navidad]. 

A esto hay que unir la gracia que representó para María su vida oculta con Jesús, las de su unión con su Hijo en los misterios de su vida pública y de su Pasión, y para colmar la medida, la de su Asunción al cielo. El cuerpo virginal de María, en el cual Cristo tomó su naturaleza humana, no verá la corrupción; en su cabeza será colocada una corona de inestimable valor y reinará como Soberana a la diestra de su Hijo, adomada con la vestidura de gloria formada por tantos privilegios (Sal 44,10).

¿Cuál es el origen de todas esas gracias insignes, de todos esos privilegios extraordinarios, que hacen de ella una criatura por encima de toda criatura? La elección que desde la eternidad hizo Dios de María para ser Madre de su Hijo. Si ella es bendita entre todas las mujeres, si Dios ha trastomado en favor suyo tantas leyes por El mismo establecidas, es porque la destina a ser Madre de su Hijo. Si quitáis a María esa dignidad, todas esas prerrogativas no tienen ya sentido ni razón de ser; pues todos esos privilegios preparan o acompañan a María en cuanto es Madre de Dios.

Pero lo que es incomprensible es el amor que determinó esa elección singularísima que el Verbo hizo de esa doncella Virgen para tomar en ella naturaleza humana. Cristo amó a su Madre.

Nunca Dios amó tanto a una simple criatura, nunca un hijo amó a su madre como Cristo Jesús a la suya. Amó tanto a los hombres, nos dice El mismo, que dio su vida por ellos, y no pudo darles mayor prueba de amor (Jn 15,13). Pero no olvidéis esta verdad: Cristo murió, ante todo, por su Madre, para pagar su privilegio. Las gracias únicas que María recibió son el primer fruto de la Pasión de Cristo. La Santísima Virgen no gozaría de privilegio alguno sin los méritos de su Hijo; es la gloria mas grande de Cristo, porque es la que más ha recibido de El.

La Iglesia nos enseña claramente esta doctrina cuando celebra la Inmaculada Concepción, la primera, en orden al tiempo, de las gracias que recibió María. Leed la «oración» de la festividad y veréis que a la Santísima Virgen le fue otorgado este privilegio, porque la muerte de Jesús, prevista en los decretos eternos, había pagado por anticipado ya su precio. «¡Oh Dios, que por la Inmaculada Concepción de la Virgen preparasteis una digna morada a vuestro Hijo: os suplicamos que así como por la muerte «prevista» de este vuestro Hijo, la preservasteis de toda mancha...».

Podemos decir que María ha sido entre toda la Humanidad el primer objeto del amor de Cristo, aun de Cristo paciente por ella, en primer lugar, para que la gracia pudiese abundar en ella, en una medida excepcional derramó Jesús su preciosa sangre.

Finalmente, Jesús obedeció a su Madre.- Todos habéis leído que todo lo que nos cuentan los Evangelistas de la vida oculta de Cristo en Nazaret se reduce a esto: «crecía en edad y en sabiduría», y estaba «sujeto a María y a José» (Lc 2, 51-52). ¿No es esto incompatible con la divinidad? No, ciertamente. El Verbo se hizo carne, se humilló hasta tomar una naturaleza semejante a la nuestra, a excepción del pecado; vino, nos dice, «a servir y no a ser servido»; y a hacerse «obediente hasta la muerte» (Mt 20,28; Fil 2,8); por eso quiso obedecer a su Madre.

En Nazaret obedeció a María y a José, las dos criaturas privilegiadas que Dios colocó junto a El. María participa, en cierto modo, de la autoridad del Padre Eterno sobre la humanidad de su Hijo: Jesús podía decir de su Madre lo que decía de su Padre celestial: «Yo hago siempre lo que es de su agrado» (Jn 8,29).

El Verbo no predestinó a María solamente para ser su Madre según la carne, no solamente le tributó el honor que esa dignidad lleva consigo, colmándola de gracias, sino que la asoció sus misterios.

En el Evangelio vemos que Jesús y María son inseparables en los misterios de Cristo. Los ángeles anuncian a los pastores que en la cueva de Belén hallarán al «Niño y a su Madre» (Lc 2, 8-16): María es quien presenta a Jesús en el Templo, presentación que es ya preludio del sacrificio del Calvario (ib. 23-39). Toda la vida de Nazaret, como acabo de decir, la pasa sujeto a María; a sus ruegos obra Jesús el primer milagro de su vida pública, en las bodas de Caná (Jn 2, 1-2); los Evangelistas afirman que siguió a Jesús en algunas de sus excursiones misionales.

Pero notad bien que no se trata de una simple unión física, sino que María penetra con alma y corazón en los misterios de su Hijo. San Lucas nos refiere que la Madre de Jesús «conservaba en su corazón las palabras de su Hijo y las meditaba» (Lc 2,19). Las palabras de Jesús eran para ella fuente de contemplación. ¿No podríamos decir nosotros otro tanto de los misterios de Jesús?

Ciertamente, Cristo, al vivir esos misterios, iluminaba el alma de su Madre sobre cada uno de ellos. Ella los comprendía y se asociaba a ellos. Cuanto Nuestro Señor hablaba o hacía era, para aquella a quien amaba entre todas las mujeres, un manantial de gracias. Jesús devolvía, por decirlo así, a su Madre en vida divina, de la que es fuente perenne, lo que de ella había recibido en vida humana. Por eso Cristo y la Virgen están indisolublemente unidos en todos los misterios; y por eso también María nos tiene a todos unidos en su corazón con su divino Hijo.

Pues bien, la obra por excelencia de Jesús, el santo de los santos de sus misterios, es su sagrada Pasión, por el cruento sacrificio de la cruz, Cristo acaba de dar la vida divina a los hombres, y mediante él les restituye su dignidad de hijos de Dios. Jesús quiso asociar a su Madre a este misterio con un carácter especialísimo, y María se unió tan plenamente a la voluntad de su Hijo Redentor, que comparte con El verdaderamente, si bien guardando su condición de simple criatura, la gloria de habernos dado a luz, en aquel momento, a la vida de la gracia.

Vayamos al Calvario en el instante en que Cristo Jesús va a consumar la obra que su Padre le encomendara en el mundo.- Nuestro Señor ha llegado al final de su misión apostólica en la tierra; va a reconciliar con Dios a todo el género humano. ¿Quién está al pie de la cruz en aquel supremo instante? María, su Madre, con Juan, el discípulo amado, y otras cuantas mujeres (Jn 19,25).

Allí está de pie; acaba de renovar la ofrenda de su Hijo que hizo mucho antes al presentarle en el Templo, en este momento ofrece al Padre, para rescate del mundo,·«el fruto bendito de su vientre». Sólo quedan a Jesús cortos instantes de vida; luego, el sacrificio estará consumado, y devuelta a los hombres la gracia divina. Quiere darnos por madre a María y esto constituye una de las formas de esta gran verdad: que Cristo se unió en la Encarnación a todo el género humano; los escogidos forman el cuerpo místico de Cristo, del que no pueden ser separados. Cristo nos dará a su Madre para que sea también la nuestra en el orden espiritual; María no nos separará de Jesús, su Hijo, nuestra cabeza.

Antes, pues, de expirar y «de acabar, como dice San Pablo, la conquista del pueblo de las almas, del cual quiere hacer su reino glorioso» (Ef 5, 25-27), Jesús ve al pie de la cruz a su Madre, sumida en la mayor angustia, y a su discípulo Juan, tan amado suyo, aquel mismo que oyó y nos refiere sus últimas palabras. Jesús dice a su Madre: «Mujer, he ahí a tu hijo»; y luego al discípulo: «He ahí a tu madre» (Jn 19, 25-27).-

San Juan, en este caso, nos representa a todos; es a nosotros a quienes lega Jesús su Madre, cuando ya va a expirar. ¿No es El acaso nuestro «hermano mayor»? ¿No estamos nosotros predestinados a asemejarnos a El para que sea el nprimogénito de una muchedumbre de hermanos»? (Rm 8,29).

Luego si Jesucristo se hizo nuestro hermano mayor al tomar de María una naturaleza como la nuestra que le hizo participar de nuestro linaje, ¿qué tiene de extraño que al morir nos diera por madre en el orden de la gracia a la que fue su Madre en el orden de la naturaleza humana?

Y como esas palabras, siendo proferidas por el Verbo, son todopoderosas y de una eficacia divina, engendran en el corazón de Juan sentimientos de hijo digno de María, al igual que en el corazón de María despiertan una ternura especial para todos aquellos que la gracia hace hermanos de Jesucristo.-

Y, ¿quién dudará un instante siquiera de que la Virgen respondió, como en Nazaret, con un Fiat callado, sí, esta vez, pero igualmente lleno de amor, de humildad y de obediencia, en el que toda su voluntad se fundía con la de Jesús, para realizar el supremo anhelo de su Hijo?

Santa Gertrudis refiere que, oyendo un día cantar en el Oficio divino las palabras del Evangelio referentes a Cristo: «Primogénito de la Virgen María», decía en sus adentros: «Paréceme que el título de Hijo único convendría harto mejor a Jesús que el de Primogénito»"; mientras se detenía a considerar esto apareciósele la Virgen María y dijo a la excelsa monja: «No, no es "Hijo único" sino "Primogénito", lo que mejor conviene; porque después de Jesús, mi dulcísimo Hijo, o más bien, en El y por El, os han engendrado a todos las entrañas de mi caridad y ahora sois mis hijos, hermanos de Jesús» (Insinuaciones de la divina piedad, l. IV, c. 3).

 

 

 

3. Homenajes que debemos a Maria; ensalzar sus privilegios, como lo hace la Iglesia en su liturgia

 

Para agradecer bien el puesto único que Jesús quiso ocupar a su Madre en sus misterios, y el amor que María nos tiene, hemos de tributarle el honor, el amor y la confianza a que tiene derecho como Madre de Jesús y Madre nuestra.

¿Cómo no amarla, si amamos a Nuestro Señor? -Si Cristo Jesús quiere, como ya os he dicho, que amemos a todos los miembros de su cuerpo místico, ¿cómo no habríamos de amar en primer lugar a la que le dio esa naturaleza humana, mediante la cual llegó a ser nuestra cabeza, esa humanidad que le sirve de instrumento para comunicarnos la gracia? No podemos poner en tela de juicio que el amor que mostramos a María sea muy grato a Jesús. Si queremos de veras amar a Cristo, si queremos que sea El todo para nosotros, hemos de tener especialísimo amor a su Madre.

Y ¿cómo hemos de manifestarle ese nuestro amor? Jesús amó a su Madre, colmándola, como Dios que es, de privilegios sublimes; nosotros mostramos nuestro amor ensalzando esos privilegios. Si queremos ser gratos a Dios Nuestro Señor, admiremos las maravillas con que amorosamente adornó el alma de su Madre; quiere El que nos unamos a Ella para rendir incesantemente gracias a la Santísima Trinidad, que glorifiquemos a la Virgen por haber sido escogida entre todas las mujeres para dar al mundo un Salvador.

Así compartiremos los sentimientos que Jesús tuvo para con Aquella a quien debe el ser Hijo del hombre. «Sí, la cantaremos con la Iglesia: tú sola, sin igual, agradaste al Señor». [Sola sine exemplo placuisti Domino. Antíf. del Benedictus del Oficio de la Santísima Virgenin Sabbato]; bendita seas entre todas las criaturas; bendita porque creíste en la palabra divina y porque en ti se han cumplido las promesas eternas.

Para alentarnos en esta devoción, no tenemos más que mirar la conducta que sigue la Iglesia. Ved cómo la Esposa de Cristo ha multiplicado aquí en la tierra sus testimonios de honor a María, y cómo practica ese culto, especial por su trascendencia sobre el de los demás Santos, que se llama hiperdulía [A todos los santos les debemos homenaje de dulía, palabra griega que significa servicio; la Madre del Verbo encarnado merece, a causa de su dignidad eminente, homenajes enteramente particulares, lo que se expresa con la palabra hyper-dulía].

La Iglesia ha consagrado numerosas fiestas en honra de la Madre de Dios; durante el ciclo litúrgico celebra su Inmaculada Concepción, su Natividad, su Presentación en el Templo, la Anunciación, la Visitación, la Purificación, la Asunción.

Mirad también como, en cada uno de los principales tiempos del ciclo litúrgico, dedica a la Virgen una «Antífona» especial, cuyo rezo impone a sus ministros al fin de las horas canónicas. Habréis observado que en cada una de esas antífonas la Iglesia se complace en recordar el privilegio de la maternidad divina, fundamento de las de mas grandezas de María.

«Madre augusta del Redentor, cantamos en Adviento y Navidad, engendraste, con asombro de la naturaleza, a tu mismo Creador, Virgen al concebir, permaneces Virgen después del parto; Madre de Dios, intercede por nosotros». -Durante la Cuaresma la saludamos como «la raíz de la que ha salido la flor, que es Cristo, y como la puerta por donde la luz ha entrado en el mundo».

En tiempo Pascual brota de nuestros labios un himno de alegría, en el que felicitamos a María por el triunfo de su Hijo, y renovamos otra vez el gozo que inundó a su alma en la aurora de esa gloria: «Alégrate, Reina del cielo, porque ha resucitado Aquel que llevaste en tus entrañas: sí, alégrate, ¡oh Virgen!, y llénate de júbilo, porque Cristo, el Señor, ha salido en verdad triunfante y glorioso del sepulcro».

Luego, de Pentecostés a Adviento, tiempo que simboliza el de nuestra peregrinación en este mundo, la Salve Regina llena de confianza: «Madre de misericordia, vida, esperanza nuestra, a ti suspiramos en este valle de lágrimas... Después de este destierro, muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre... Ruega por nosotros, santa Madre de Dios, para que seamos dignos de alcanzar las promesas de Jesucristo». No hay, pues, día en que la voz de la Iglesia no resuene alabando a María, ensalzando sus gracias y recordándole que, si es Madre de Dios, nosotros somos también sus hijos.

Mas no es esto todo, no. Todos los días la Iglesia canta en Vísperas el Magníficat; únese a la misma Santísima Virgen para alabar a Dios por sus bondades para con la Madre de su Hijo.- Repitamos, pues, a menudo con ella y con la Iglesia: «Mi alma, glorifica al Señor y mi espíritu estalla de gozo en el Dios Salvador mío, porque ha puesto los ojos en la bajeza de su esclava... En adelante, todos los pueblos me llamarán bienaventurada, porque el Todopoderoso ha realizado en mí cosas maravillosas». Al cantar esas palabras, ofrecemos a la beatísima Trinidad un cántico de reconocimiento por los privilegios de María, como si esos privilegios fuesen nuestros.

Tenemos además el «Oficio Parvo» de la Santísima Virgen; tenemos el Rosario, tan grato a María, porque la ensalzamos unida siempre a su Divino Hijo, repitiendo sin cesar, con amor y cariño, el saludo del celestial mensajero el día de la Encarnación: Ave, Maria, gratia plena. 

Es práctica excelente rezar cada día devotamente el rosario, contemplando así a Cristo en sus misterios para unirnos a El, felicitando a la Santísima Virgen por haber sido tan íntimamente asociada a ellos, y dando gracias a la Santísima Trinidad por los privilegios de María. Y si cada dia hemos dicho muchas veces a la Virgen: «Madre de Dios, ruega por nosotros... ahora y en la hora de nuestra muerte», cuando llegue el instante en que el nunc y el hora mortis nostræ sean un solo y el mismo momento, estemos ciertos de que la Virgen no nos abandonará.

Tenemos además las Letanías; tenemos el Angelus, mediante el cual renovamos en el corazón de María el inefable gozo que hubo de experimentar en el momento de la Encarnación; hay, por fin, otras muchas formas de devoción a María.

No es menester cargarse con muchas «prácticas», hay que escoger algunas, y una vez hecha la elección, ser fieles a ellas, ese obsequio diario tributado a su Madre será también, no cabe duda, muy grato a Nuestro Señor.

 

 

4. Fecundidad que reporta al alma la devoción a María. María inseparable de Jesús en el plan divino; su crédito todopoderoso; su gracia de maternidad espiritual. Pidamos a María «que forme a Jesús» en nosotros

 

La devoción a María, además de ser muy agradable a Jesucristo, es para nosotros fecundísima. Y eso por tres razones, que ya habréis adivinado.

Primero,porque, en el plan divino, María es inseparable de Jesús, y nuestra santidad estriba en acomodarnos lo más perfectamente que nos sea posible a la economía divina.- En los pensamientos eternos, María entra de hecho esencialmente en los misterios de Cristo, Madre de Jesús, es Madre de Aquel de quien todo nos viene. Según el plan divino, no se da la vida a los hombres sino por Cristo, Dios-Hombre: «Nadie viene al Padre si no es por Mí» (Jn 14,26), y Cristo no fue dado al mundo sino por María: «Por nosotros los hombres y por nuestra salvación, descendió de los cielos encarnándose de la Virgen María» (Credo de la Misa).

Ese es el orden divino. Y ese orden es inmutable. En efecto, notad que no vale sólo para el día en que se realizó la Encarnación; su valor continúa subsistiendo por la aplicación a las almas de los frutos de la Encarnación. ¿Por qué así? Porque la fuente de la gracia es Cristo, Verbo encarnado; pero su cualidad de Cristo, de mediador, permanece inseparable de la naturaleza humana que tomó de la Virgen Santísima.

[«Habiendo Dios querido una vez darnos a Jesucristo por medio de la Santísima Virgen, ese orden ya no puede cambiar, pues los dones de Dios no están sujetos a mudanza. Siempre será cierto que habiendo recibido por su caridad el principio universal de toda gracia, recibamos también por su mediación las diversas aplicaciones en todos los diferentes estados que componen la vida cristiana. Como su caridad maternal ha contribuido tanto a nuestra salvación en el misterio de la Encarnación, que es el principio universal de la gracia, así contribuirá también eternamente en todas las demás operaciones que no son más que su corolario». Bossuet, Sermon pour la fête de la Conception.

 Citemos asimismo las palabras del Papa León XIII: «Del magnífico tesoro de gracias que Cristo nos ganó, nada nos será dispensado si no es por María. Por tanto dirigiéndonos a ella es como hemos de llegarnos a Cristo, así como por Cristo nos acercamos a nuestro Padre Celestial». Encíclica sobre el Rosario, 1891].

 

La segunda razón, que guarda relación con la anterior, es que nadie tiene ante Dios tan gran crédito para obtenernos la gracia, como la Madre de Dios.

Como consecuencia de la Encarnación, Dios se complace, no para amenguar el poder de mediación de su Hijo, sino para extenderlo y ensalzarlo, en reconocer la solvencia de los que están unidos a Jesús, cabeza del cuerpo místico; esa solvencia es tanto mayor cuanto mayor y más íntima es la unión de los santos con Jesucristo.

Cuanto más se acerca una cosa a su principio, dice Santo Tomás, más experimenta los efectos que ese principio produce. Cuanto más os acercáis a una hoguera, más sentís el calor que irradia.- Pues bien, añade el santo Doctor; Cristo es el principio de la gracia, puesto que, en cuanto Dios, es autor de ella y, en cuanto Hombre, es instrumento; y como la Virgen es la criatura que más cerca ha estado de la humanidad de Cristo, puesto que Cristo tomó en ella la naturaleza humana, por tanto, María recibió de Cristo una gracia mayor que la de todas las criaturas.

Cada cual recibe de Dios (habla el mismo Santo Tomás) la gracia proporcionada al destino que su providencia le ha señalado. Como hombre, Cristo fue predestinado y elegido para que, siendo Hijo de Dios, tuviese poder de santificar a todos los hombres; por tanto, debía poseer El solo tal plenitud, que pudiese derramarse sobre todas las almas.

La plenitud de gracia que recibió la Santísima Virgen tenía por fin hacerla la criatura más allegada al autor de la gracia; tan allegada, en efecto, que María encerraría en su seno al que está lleno de gracia, y que al darle al mundo por su parto virginal, daría, por decirlo así al mundo la gracia misma, porque le daría la fuente de la gracia [Ut eum, qui est plenus omni gratia, pariendo, quodammodo gratiam ad omnes derivaret. III, q.27, a.5].

Al formar a Jesús en sus punrímas entrañas, la Virgen nos ha dado al autor mismo de la vida. Así lo canta la Iglesia en la oración que sigue a la antifona de la Virgen del tiempo de Navidad, honrando el nacimiento de Cristo: «por ti se nos ha dado recibir al autor de la vida»; y además, invita a «las naciones a cantar y ensalzar la vida que les ha procurado esa maternidad virginal». Vitam datam per Virginem Gentes redemptæ plaudite.

Por consiguiente, si queréis beber con abundancia en la fuente de la vida divina, id a María, pedidle que os guíe a esa fuente; ella más y mejor que ninguna otra criatura puede llevarnos hasta Jesús. Por eso, y no sin justo motivo, la llamamos «Madre de la divina gracia»; por eso también la Iglesia le aplica este paso de las Sagradas Escrituras: «El que me encuentre, hallará la vida y beberá la salud que viene del Señor» (Prov 8,35). La salvación, vida de nuestras almas, no viene sino de Jesús. El es el único mediador; pero, ¿quién nos llevará a El con más seguridad que María?; ¿quién goza de tanto poder como su Madre para volvérnosle propicio?

María, por otra parte, recibió de Jesús mismo, respecto a su cuerpo místico, una gracia especial de maternidad. Esta es la última razón de por qué resulta tan fecunda en el orden sobrenatural la devoción a la Santísima Virgen.

Cristo, después de haber recibido de María la naturaleza humana, asoció a su Madre, como va os he dicho, a todos sus misterios, desde su presentación en el Templo hasta su inmolación en el Calvario.

Ahora bien, ¿cuál es el fin de todos los misterios de Cristo? No es otro que el de convertirle en dechado y paradigma de nuestra vida sobrenatural en rescate de nuestra santificación y fuente de toda nuestra santidad; y finalmente el de crearle una sociedad eterna y gloriosa de hermanos que en todo se le asemejen. Por eso María está asociada al nuevo Adán como una nueva Eva; es, pues, con mejor derecho que Eva, la «madre de los vivientes» (Gén 3,20), de los que viven por la gracia de su Hijo.

Os decía antes que esa asociación no fue únicamente externa. Siendo Cristo Dios, siendo el Verbo omnipotente, creó en el alma de su Madre los sentimientos que debía albergar hacia todos aquellos que El quería elevar a la dignidad de hermanos suyos, haciéndolos nacer de ella y vivir sus misterios.

La Virgen, por su parte, iluminada por la gracia que abundaba en ella, respondió a ese llamamiento de Jesús con un Fiat, en el que ponía su alma entera con sumisión, totalmente unida en espíritu con su divino Hijo: «Al dar su consentimiento, cuando le fue anunciada la Encarnación, María aceptó el cooperar, el desempeñar un papel, en el plan de la Redención; aceptó, no sólo ser la Madre de Jesús, sino también asociarse a toda su misión de Redentor.

En cada uno de los misterios de Cristo, hubo de renovar el Fiat lleno de amor, hasta el momento en que pudo decir, después de haber ofrecido en el Calvario, para la salvación del mundo, aquel Jesús, aquel Hijo, aquel cuerpo por ella formado, aquella sangre que era su sangre: «Todo se ha consumado».

En esa hora bendita, María estaba tan identificada con los sentimientos de Jesús, que puede llamarse Corredentora. En ese instante, como Jesús, María acabó de engendrarnos, por un acto de amor, a la vida de la gracia [Cooperata est caritate ut fideles in Ecclesia nascerentur. San Agustín. De Sancta Virginitate, núm. 6].

Siendo Madre de nuestra Cabeza, según el pensar de San Agustín, por haberle engendrado en sus entrañas, María llegó a ser, por el alma, la voluntad y el corazón, madre de todos los miembros de esa divina Cabeza. «Madre, en cuanto al cuerpo, de nuestra Cabeza; por el espíritu lo es de todos sus miembros» [Corpore mater capitis nostri, spiritu mater membrorum eiusib.].

Y porque aquí en la tierra María se asoció a todos los misterios de la Redención, Jesús la coronó, no sólo de gloria, sino de poder; colocó a su Madre a su diestra, para que pudiese disponer, a título de Madre de Dios, de los tesoros de la vida eterna. «La Reina se sienta a tu derecha» (Sal 44,10). Es lo que indica la piedad cristiana cuando proclama a la Madre de Dios «omnipotencia suplicante».

Digámosle, pues, con la Iglesia y llenos de confianza: «Muestra que eres Madre: Madre de Jesús por tu ascendiente sobre El; madre nuestra, por tu misericordia para con nosotros; por tu mediación reciba Cristo nuestras preces, ese Cristo que, naciendo de ti para traernos la vida, quiso ser Hijo tuyo»:

Monstra te esse Matrem, / Sumat per te preces / Qui pro nobis natus /Tulit esse tuus (Himno Ave maris Stella).

¿Quién conoce mejor que ella el corazón de su Hijo? En el Evangelio (Jn 2,1 y sigs.) hallamos un magnífico ejemplo de su confianza en Jesús. Ocurrió el hecho en las bodas de Caná. Asiste a ellas con Jesús y no anda tan absorta en la contemplación, que no advierta lo que ocurre a su alrededor.

El vino escasea. María advierte la confusión de sus huéspedes y dice a Jesús: «No tienen vino». Bien se refleja aquí su corazón de madre. ¡Cuántas almas «místicas» hubiesen tenido a menos pensar en el vino! Sin embargo, ¿qué son ellas al lado de María? Impelida por su bondad pide a su Hijo que ayude a los que ve en apuros.

Nuestro Señor la mira y hace como que no accede a lo que ella pide: «Mujer, a ti y a mí, ¿qué nos va en ello?» Pero ella conocía a su Jesús; tan segura está de El, que al punto dice a los criados: «Haced todo lo que El os diga». Y, en efecto, Cristo habló y las ánforas se llenaron de excelente vino.

¿Qué pediremos nosotros a la Madre de Jesús sino que ante todas las cosas y sobre todo forme a Jesús en nosotros comunicándonos su fe y su amor?

Toda la vida cristiana consiste en hacer que «Cristo nazca en nosotros y que viva en nuestro corazón. Es doctrina de San Pablo (Gál 4,19). Ahora bien, ¿dónde se formó Cristo en primer lugar? En el seno de la Virgen, por obra del Espíritu Santo. Pero María, dicen los Santos Padres, concibió primero a Jesús por la fe y el amor, cuando con su Fiat consintió en ser su Madre [Prius concepit mente quam corpore. San Agustín, De virgin., c. 3; Sermo CCXV, n.4; San León, Sermo I de Nativitate Domini, c.7; San Bernardo, Sermo I de vigilia Nativitatis].

Pidámosla que nos alcance esa fe que engendra a Jesús en nosotros, ese amor que hace que vivamos de la vida de Jesús. Pidámosla que nos haga semejantes a su Hijo; ningún favor más grande la podemos pedir, ninguno que más la guste concedernos, pues sabe y ve que su Hijo no puede estar separado de su cuerpo místico. Está tan unida de alma y de corazón con su divino Hijo, que ahora en la gloria no anhela más que una cosa: que la Iglesia, reino de los escogidos, precio de la sangre de Jesús, aparezca ante El «gloriosa, sin mancha ni arruga, santa e inmaculada» (Ef 5,27).

Por eso, cuando nos dirijamos a la Virgen, hagámoslo unidos a Jesús y digámosla: «Oh Madre del Verbo encarnado, vuestro Hijo ha dicho: Todo cuanto hiciereis al menor de mis pequeñuelos a mí me lo hacéis: yo soy uno de esos pequeñuelos entre los miembros de Jesús, vuestro Hijo; en su nombre me presento delante de Vos para implorar vuestro auxilio». Si rehusase peticiones así presentadas, María rehusará algo a Jesús.

Vayamos, pues, a ella, pero vayamos con confianza. Hay almas que acuden a ella como a una madre, le confían sus intereses, le descubren sus penas, sus dificultades; a ella recurren en las necesidades, en las tentaciones, pues entre la Virgen y el demonio hay eterna enemistad; y con su planta María quebranta la cabeza del dragón infernal» (Gén 3,15); tratan siempre con la Virgen como con una madre; las hay que se arrodillan delante de sus estatuas para exponerle sus deseos y anhelos. Son niñerías, diréis. Acaso; pero, ¿sabéis lo que dice Cristo? «Si no os hiciereis semejantes a los niños, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 18,13).

Pidamos a María que de la humanidad de su Hijo Jesús, que posee la plenitud de gracia, fluya ésta con abundancia sobre nosotros, para que por el amor nos vayamos conformando más y más con el Hijo amantísimo del Padre que es también su Hijo. Esta es la mejor petición que podemos hacerle.

Nuestro Señor decía a sus Apóstoles en la última Cena: «Mi Padre os ama porque vosotros me habéis amado y habéis creído que he venido de El» (Jn 16,27). Lo mismo podria decirnos de María: «Mi Madre os ama porque vosotros me amáis y creéis que he nacido de ella». Nada resulta más grato a María que oír confesar que Jesús es su Hijo y verle amado de todas las criaturas.

El Evangelio, como ya sabéis, no nos ha conservado sino muy contadas palabras de María. Acabo de recordaros algunas: las que dijo a los criados de las bodas de Caná: «Haced cuanto mi Hijo os diga» (ib. 2,5). Estas palabras son como un eco de las del Padre Eterno: «Este es mi querido Hijo, en quien tengo todas mis complacencias, escuchadle» (Mt 17,5; +2Pe 1,17).

Podemos también nosotros aplicarnos esas palabras de María: «Haced cuanto os dijere». Ese será el mejor fruto de esta conferencia: será también la mejor manifestación de nuestra devoción para con la Madre de Dios. El mayor anhelo de la Virgen Madre es ver a su Divino Hijo, obedecido, amado, glorificado, ensalzado; como para el Padre Eterno, Jesús es para María el objeto de todas sus complacencias.

 

Viernes, 17 Marzo 2023 09:47

11.- AMAOS LOS UNOS A LOS OTROS

11.- AMAOS LOS UNOS A LOS OTROS

 

La santidad se fundamente en la vida de la gracia desarrollada por la buenas obras hechas desde las virtudes de la fe, esperanza y caridad, virtudes sobrenaturales que nos unen directamente con Dios como decía el catecismo de Ripalda; esta unión de fe, esperanza y amor con Dios se alimenta fundamentalmente por los sacramentos bien recibidos y por la oración-conversión, sobre todo y especialmente, eucarística: oración, misa, comunión nos llevan gradualmente a la unión íntima con Cristo hasta la plena transformación en El.

Si queremos que esa transformación de nuestra vida en Cristo Jesús sea completa y verdadera, hasta poder decir con san Pablo “vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí”, es necesario  que el amor que profesamos a  Nuestro Señor Jesucristo irradie su calor a nuestros hermanos, los hombres. Es lo que San Juan nos indica, al resumir toda la vida cristiana en estas palabras: «El mandamiento de Dios es que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo y que nos amemos mutuamente unos a otros» (Jn 3,23).

De este tema, del aumento en nosotros de la vida de gracia por las virtudes sobrenaturales de la fe, esperanza y amor podía hablaros ampliamente, pues fue el  tema de mi tesis doctoral en san Juan de la Cruz, que la santidad o la unión total con Dios sólo la concibe por la purificación de estas virtudes. (Poner aquí algo la purificación de la fe en mi tesis).

En la meditación de esta mañana quiero hablaros en concreto de la virtud de la caridad, del mandato del Señor: “amaos los unos a los otros como yo os he amado”. Veamos por qué Cristo Jesús puso en este precepto de la caridad el signo de su seguimiento y discipulado, como el complemento del amor que debemos tener para con su divina persona: “en esto conocerán que sois mis discípulos en que os amáis los unos a los otros como yo os he amado”. 

 

1. La caridad fraterna, mandamiento nuevo y signo distintivo de las almas que pertenecen a Cristo. Por qué el amor para con el prójimo es la manifestación del amor para con Dios

 

La caridad fraterna es, según el Señor, su mandamiento nuevo y el signo por el que se han de distinguir los seguidores suyos, los cristianos, porque el amor al prójimo es la manifestación más patente del amor a Dios.

Fue en la última Cena cuando oyó San Juan este mandamiento que luego, grabado en su corazón, pasó a sus escritos. Había llegado el día que con tanto ardor suspiraba Jesús: «Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer» (Lc 22,15).

Había comido la Pascua con sus discípulos, pero reemplazando las figuras y símbolos del Antiguo Testamento por una realidad divina, por su mismo cuerpo y sangre , por su misma persona ofrecida, sacrificada y comida en el pan eucarístico, en la santísima Eucaristía, sacrificio y comida y presencia de Cristo y de la nueva alianza, que acababa de instituir, dando juntamente a los  Apóstoles el poder de perpetuarla a través de los siglos, como el gran sacramento de unión y santificación de los hombres.

El Señor Jesús, antes de entregarse a la muerte, abre su Corazón Sagrado para revelar sus secretos a sus «amigos», con sus últimas palabras que son el testamento de su amor: «Un mandamiento nuevo os doy, que os améis unos a otros como yo os he amado» (Jn 23,34); y, al final del discurso, renueva el precepto: «Este es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros» (ib.15,12).

Fijaos que el Señor nos dice, en primer lugar, que el amor que debemos tenernos los unos a los otros es un mandamiento nuevo. ¿Por qué le llama así? Cristo llama «nuevo» al precepto de la caridad cristiana, porque no había sido explícitamente promulgado, al menos en su acepción universal, en el Antiguo Testamento.

Es cierto que el precepto del amor de Dios estaba explícitamente promulgado en el Pentateuco, y el amor de Dios lleva implícitamente consigo el amor del prójimo; algunos grandes Santos del Antiguo Testamento, ilustrados por la gracia, comprendieron que el deber del amor fraterno abarcaba a toda la raza humana, pero en ninguna parte de la Antigua Ley se halla el mandato expreso de amar a todos los hombres. 

Los israelitas entendían el precepto: «No odiarás» a tu hermano... No guardarás rencor contra los hijos de tu pueblo; amarás a «tu projimo como a ti mismo» (Lev 19,15,18), no a todos los hombres, sino al prójimo en sentido limitado (la palabra hebrea indica que prójimo significa los de su raza, compatriotas, congéneres).

Además, como Dios mismo había prohibido a su pueblo toda clase de relaciones con ciertas razas, y aun mandó exterminarlas (a los cananeos) se comprende este rigor de Yavé para con las ciudades sumidas en la más grande inmoralidad e idolatría; su contacto hubiera sido irremisiblemente fatal a los israelitas, los cuales añadieron, en una interpretación arbitraria, no inspirada por Dios: «Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo». El precepto explícito de amar a todos los hombres, incluidos los enemigos, no estaba, pues, promulgado y ratificado antes de Jesucristo. Por eso le llama mandamiento «nuevo» y «su» mandamiento.

Es nuevo también este mandamiento, porque es participación del amor Trinitario, del amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, como podemos ver por las palabras del Señor: «Padre santo, conserva en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno como nosotros somos uno; yo estoy en ellos y Tú en Mí, para que sean consumados en la unidad» (Jn 17,11 y 23).

Notad tambien que Jesús hizo esta oración, no sólo por sus Apóstoles, sino por todos nosotros. «No ruego sólo por ellos, dice, sino también por todos aquellos que creerán en Mí, para que todos sean una sola cosa, como Tú, Padre mío, estás en Mí y yo en Ti, a fin de que ellos también sean uno en nosotros» (ib. 20,21).

Así, pues, este precepto del amor a nuestros hermanos es el supremo anhelo de Cristo; y de tal modo desea le pongamos en práctica, que hace de él, no un consejo, sino un mandamiento, su mandamiento, y considera su cumplimiento como señal infalible para reconocer quiénes son sus discípulos (ib. 13,35). Es una señal al alcance de todos, y no ha dado otra: no puede haber engaño; el amor que nos tengamos unos a otros será prueba inequívoca de que le amamos y le pertenecemos de veras como auténticos discípulos y seguidores suyos. Y, en efecto, por esta señal reconocían los paganos a los cristianos de la primitiva Iglesia: ¡Mirad, se decían, cómo se aman!(Tertuliano, Apolog., c. 39). Ojalá lo puedan decir ahora también al ver nuestro comportamiento con los hermanos.

Y de este señal se servirá también Nuestro Señor el día del Juicio, como vemos por los evangelios, para distinguir a los escogidos de los réprobos; es la verdad infalible; El mismo nos lo dice; oigámosle: Después de la resurrección de los muertos, el Hijo del Hombre estará sentado en su trono de gloria; las naciones estarán reunidas ante El; colocará a los buenos a su diestra, y a su siniestra a los malos; y dirigiéndose a los buenos, les dirá: «Venid, benditos de mi Padre, poseed el reino preparado para vosotros desde el comienzo del mundo». Y ¿qué razón nos dará? « Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui huésped, y me recibisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a verme». Y los justos se extrañarán, pues nunca vieron a Cristo en tales necesidades. Pero El les responderá: «En verdad os digo, cuantas veces lo hicisteis con el más pequeño de mis hermanos, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40). Y luego se dirigirá y separará para siempre de El a los malos ¿Por qué? Porque ellos no le amaron en la persona de sus hermanos.

Así, de la boca misma de Jesús, sabemos que la sentencia que decidirá de nuestra suerte eterna estará basada en el amor que hayamos tenido a Jesucristo, representado en nuestros hermanos. Al comparecer delante de Cristo en el día postrero, no ha de preguntarnos si hemos ayunado mucho, si hemos vivido en continua penitencia, si hemos pasado muchas horas en oración; no, sino si hemos amado a nuestros hermanos y los hemos asistido en sus necesidades. ¿Acaso, pues, prescindirá de los demás mandamientos? Ciertamente que no; pero de nada habrá servido guardarlos, si no hemos guardado este de amarnos los unos a los otros, tan grato a sus divinos ojos, que El mismo le llama su mandamiento.

Por otra parte, es imposible que un alma sea perfecta en el amor del prójimo si en ella no existe el amor de Dios, amor que de rechazo se extiende a todo lo que Dios ama. ¿Por qué motivo? Porque la caridad -ya tenga a Dios por objeto, o se ejercite con el prójimo- es una en su motivo sobrenatural que es la infinita perfección de Dios (+Santo Tomás, II-II, q.25, a.1). Por consiguiente quien de veras ama a Dios, amará necesariamente al prójimo. «La caridad perfecta para con el prójimo, decía el Padre Eterno a Santa Catalina de Sena, depende esencialmente de la perfecta caridad que se tiene para conmigo. El mismo grado de perfección o imperfección que el alma pone en su amor para conmigo, será el del amor que tiene a la criatura» (Diálogo., trad. Hurtaud, II, p. 199). Además, son tantas las causas que nos alejan del prójimo: el egoísmo, los intereses encontrados, la diferencia de carácter, las injurias recibidas, que, si amáis real y sobrenaturalmente a vuestro prójimo, no puede menos de reinar en vuestra alma el amor de Dios y, con el amor de Dios, las demás virtudes que El nos manda cultivar. Si no amáis a Dios, vuestro amor al prójimo no resistirá mucho tiempo a los embates y dificultades que forzosamente le saldrán al paso en su ejercicio.

No sin razón señala, pues, Nuestro Señor esta caridad como signo distintivo mediante el cual infaliblemente se reconocerá a sus discípulos. Por eso escribe San Pablo que todos los mandamientos «se resumen en estas palabras: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Rm 13, 9-10) y de un modo aun más explícito: «Toda la ley se compendía en esta sola frase: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Gál 5,14).

Esto mismo es lo que tan maravillosamente expresó San Juan: «Si nos amamos unos a otros, Dios mora en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud» (1Jn 4,12). San Juan, que en la última cena oyó a Cristo sus últimas palabras, repite que la caridad es la señal de los hijos de Dios: «Sabemos -notad la certeza soberana que expresa este vocablo «sabemos»- que hemos pasado de la muerte a la vida, si amamos a nuestros hermanos. El que no ama los hermanos, permanece en la muerte» (ib. 3,14).

 «¿Queréis saber, dice San Agustín, si vivís vida de gracia, si estáis a bien con Dios, si realmente formáis parte de los discípulos de Cristo si vivís de su Espíritu? Examinaos y ved si amáis a los hombres vuestros hermanos, a todos sin excepción, y si los amáis por Dios; ahí encontraréis la respuesta. Y esa respuesta no engaña» (In Epist. Joan., Tract. VI, c. 3).

Oíd también lo que dice Santa Teresa acerca de esto: la cita es algo larga, pero muy clara y terminante: «Acá solas estas dos (cosas) que nos pide el Señor, amor de su Majestad y del prójimo, es en lo que hemos de trabajar. Guardándolas con perfección hacemos su voluntad, y así estaremos unidos con El»... Ese es el fin; mas, ¿cómo estaremos seguros de alcanzarlo? «La más cierta señal que, a mi parecer, hay de si guardamos estas dos cosas, prosigue la Santa, es guardando bien la del amor del prójimo; porque si amamos a Dios, no se puede saber, aunque hay indicios grandes para entender que le amamos; mas el amor del prójimo sí. Impórtanos mucho andar con gran advertencia, cómo andamos en esto, que si es con mucha perfección, todo lo tenemos hecho; porque creo yo que, según es malo nuestro natural, que si no es naciendo de raíz del amor de Dios, que no llegaremos a tener con perfección el del prójimo» (Moradas, 5ª, c. 3).

La gran Santa no es en esto más que el eco fiel de la doctrina de San Juan. «Mentiroso», llama este Apóstol heraldo del amor al que dice: «Amo a Dios» y odia a su hermano; pues dice el gran Apóstol: «Si no amas a to hermano, a quien ves, ¿cómo amarás a Dios, a quien no ves?» (Jn 4,20).

¿Qué quieren decir esas palabras? Debemos amar a Dios totaliter y totum. Amar a Dios totaliter, «totalmente», es amarle con toda nuestra alma, con toda nuestra mente, con todo nuestro corazón, con todas nuestras fuerzas; es amar a Dios aceptando sin restricción alguna cuanto ordena y dispone su santa voluntad.

Amar a Dios totum es amar a Dios y todo aquello a que Dios tiene a bien asociarse. Y ¿qué es lo que Dios se ha asociado? -En primer lugar, se ha asociado en la persona del Verbo la humanidad de Cristo, y por eso no podemos amar a Dios sin amar a la vez a Cristo Jesús. Cuando decimos a Dios que queremos amarle, Dios nos pide, ante todas las cosas, que aceptemos esa humanidad unida personalmente a su Verbo: «Este es mi Hijo: oídle». -Pero el Verbo, al asumir la naturaleza humana, se ha unido en principio a todo el género humano con unión mística: Cristo es el primogénito de una multitud de hermanos, a quienes Dios hace participantes de su naturaleza, y con los cuales quiere compartir su vida divina, su propia bienaventuranza.

Aquí tenemos ya la razón íntima del precepto que Jesús llama «su mandamiento», la razón profunda por la cual su importancia es tan vital. Desde la Encarnación y por la Encarnación, todos los hombres están unidos a Cristo de derecho, si no de hecho, como los miembros están, en un mismo cuerpo, unidos con la cabeza; sólo los condenados están para siempre separados de esa unión.

Hay almas que buscan a Dios en Jesucristo, que aceptan la humanidad de Cristo, y ahí se detienen. No basta; es menester que aceptemos la Encarnación con todas las consecuencias que de ella derivan; no debemos limitar la ofrenda de nosotros mismos a la sola humanidad de Cristo, sino extenderlo a su cuerpo místico.

Por eso, no lo echéis jamás en olvido, pues aquí tocamos uno de los puntos más importantes de la vida espiritual: desamparar al menor de nuestros hermanos es desamparar a Cristo mismo; aliviar a cualquiera de ellos es aliviar a Cristo en persona. Cuando hieren a uno de vuestros miembros, vuestro ojo o vuestro brazo, a vosotros mismos os hieren; de igual modo, maltratar a cualquiera de nuestros prójimos es maltratar a un miembro del cuerpo de Cristo, es herir al mismo Cristo.

Y por eso nos dijo Nuestro Señor que «cuanto bien o mal hiciéremos al más pequeño de sus hermanos, a El mismo se lo hacemos». Nuestro Señor es la Verdad misma; nada puede enseñarnos que no vaya fundado en una realidad sobrenatural. Ahora bien, por lo que a esto se refiere, la realidad sobrenatural que conocemos por la fe es que Cristo, al encarnarse, se unió místicamente a todo el género humano; luego, no aceptar y no amar a todos cuantos pertenecen o pueden pertenecer a Cristo por la gracia, es no aceptar y no amar al propio Jesucristo.

En el relato de la conversión de San Pablo hallamos una clara confirmación de esta verdad. Respirando odio contra los cristianos, se encamina a la ciudad de Damasco para encarcelar a los discípulos de Cristo; en el camino el Señor le derriba al suelo y Saulo oye una voz que le dice: «¿Por qué me persigues?» «¿Quién eres Señor», pregunta Pablo. Y le responden: «Soy Jesús, a quien tú persigues». Cristo no dice: «¿Por qué persigues a mis discípulos?» No; se identifica con ellos, y los golpes que el perseguidor descarga sobre ellos recaen en el mismo Cristo: «Soy Jesús, a quien tú persigues (Hch 9,4-5)».

Rasgos parecidos abundan en la vida de los Santos. Mirad a San Martín; es soldado, sin bautizar todavía; en el camino encuentra a un pobre: movido a compasión, parte con él su capa. A la mañana siguiente, Cristo se le aparece vestido con la parte del manto dado al pobre, y Martín, maravillado, escucha estas palabras: «Tú eres quien me ha vestido con este abrigo».

Mirad también a Santa Isabel de Hungría. Cierto día, ausente el duque su marido, encuentra a un leproso abandonado de todos. Tómale y le lleva a su misma cama. Sábelo el duque a su vuelta, y lleno de ira quiere arrojar de casa al pobre leproso. Pero al acercarse al lecho, ve la imagen de Cristo crucificado.

Se lee también en la vida de Santa Catalina de Sena que un día se hallaba en la iglesia de los Padres Dominicos: se acercó a ella un pobre y le pidió limosna por amor de Dios. Nada tenía que darle, pues no solía llevar nunca ni oro ni plata. Rogó, pues, al pobre que esperase a que volviese a casa, prometiéndole darle entonces con largueza limosna de cuanto hallase en casa. Pero el pobre insistió: «Si tenéis alguna cosa de que podáis disponer, os la pido aquí, pues no puedo aguardar tanto tiempo». Perpleja Catalina, discurría cómo hallar algo con que poder remediar su necesidad; halló por fin una crucecita de plata que llevaba consigo, y gozosa se la dio al pobre, que se marchó contento. En la siguiente noche, Nuestro Señor se apareció a la Santa llevando en la mano la crucecita adornada con piedras preciosas. «Hija, ¿reconoces esta cruz?» «Cierto, la reconozco, respondió la Santa, mas no era tan hermosa cuando era mía». Y el Señor replicó: «Me la diste tú ayer por amor a la virtud de caridad; las piedras preciosas simbolizan ese amor. Yo te prometo que en el día del Juicio, delante de la asamblea de los ángeles y de los hombres, te presentaré esta cruz tal como tú la ves, para que tu alegría sea cumplida. En aquel día, en que manifestaré solemnemente la misericordia y la justicia de mi Padre, no dejaré sin publicar la obra de misericordia que has realizado conmigo» (Vida, por el B. Raimundo de Capua, lib. II, c. 3).

Cristo se ha convertido en nuestro prójimo, o por mejor decir, nuestro prójimo es Cristo, que se presenta a nosotros bajo tal o cual forma. Se presenta a nosotros: paciente en los enfermos, necesitado en los menesterosos, prisionero en los encarcelados, triste en los que lloran. Por la fe, le vemos así en sus miembros; y si no le vemos, es porque nuestra fe es tibia y nuestro amor imperfecto.- Esta es la razón por la que San Juan dice: «Si no amamos a nuestro prójimo, a quien vemos, ¿cómo podremos amar a Dios, a quien no vemos?» Si no amamos a Dios en la forma visible con que se presenta a nosotros, es decir, en el prójimo, ¿Cómo podremos decir que le amamos en sí mismo, en su divinidad? (+-Santo Tomás, II-II, q.24, a.2, ad 1).

 

 

 

2. Los sacerdotes y bautizados, prolongación de Cristo. Desde la Encarnación, no hay más que un solo Cristo, del que Cristo es la cabeza y todos los hombres su cuerpo místico.

 

Los sacerdotes hacen presente a Cristo especialmente en su palabra y en los sacramentos; son representantes de Cristo, debemos mirar en ellos a Cristo: «El que a vosotros oye, a Mí oye; el que os desprecia, a Mí me desprecia» (Lc 10,10).

Lo mismo sucede en todo lo relacionado con la caridad.- ¿Queréis amar a Dios? ¿Queréis amar a Cristo, a Dios puesto que es «el primero y el mayor de los mandamientos?» (Mt 22,38). Pues amad al prójimo, amad a los hombres con quienes vivís; amadlos, porque como vosotros, están destinados por Dios a la misma bienaventuranza eterna que Cristo, cabeza de todos, nos mereció; porque es la forma con que Dios se muestra a nosotros en este mundo. [Deus diligitur sicut beatitudinis causa; proximus autem sicut beatitudinem ab eo simul nobiscum participans. Santo Tomás, II-II, q.26, a.2].

Tan cierto es esto, que Dios se conduce con nosotros ajustándose a la misma regla de proceder que nosotros usamos con el prójimo; Dios obra con nosotros como nosotros obramos con nuestros hermanos.- Lo confirman las mismas palabras de Jesús: «la medida que uséis, la usarán con vosotros”.

Y Jesús recalca esta doctrina entrando en detalles: “Sed misericordiosos, así como vuestro Padre es misericordioso. No juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados.  Dad, y os será dado; medida buena, apretada, remecida y rebosante, vaciarán en vuestro regazo. Porque con la medida con que midáis, se os volverá a medir.”  (Lc 6,38). ¿Por qué, pues, tanta insistencia? -Lo repito, porque desde la Encarnación, Cristo está tan unido al género humano, que todo el amor sobrenatural que mostremos a los hombres viene a recaer en El.

Estoy cierto de que muchas almas hallarán aquí explicada la causa de las dificultades, de las tristezas, del escaso desarrollo de su vida interior; no se dan lo bastante a Cristo en la persona de sus miembros, se retraen demasiado. Den y se les dará, y abundantemente; pues Jesucristo no se deja ganar en generosidad; que venzan su egoísmo y se den al prójimo sin reservas, por Dios, y Cristo se dará plenamente a ellas; si saben olvidarse de sí mismas Cristo las tomará a su cargo.- ¿Quién como El podrá guiarnos a la bienaventuranza?

No es cosa baladí el amar siempre y sin desmayo al prójimo. Es preciso para ello amor fuerte y generoso.-[«Siendo Dios la razón formal del amor que debemos tener al prójimo, pues no debemos amar al prójimo sino por Dios, es manifiesto que el acto por el cual amamos a Dios es específicamente el mismo que el acto por el cual amamos al prójimo». Santo Tomás, II-II, q.25, a.1]. Aunque el amor de Dios, por lo trascendental de su objeto, sea, en sí mismo, más perfecto que el amor del prójimo, sin embargo, como el motivo debe ser el mismo en el amor de Dios y en el del prójimo, a menudo el acto de amor para con el prójimo exige mayor esfuerzo y resulta más meritorio.

¿Por qué? -Porque siendo Dios la hermosura y la bondad misma, y habiéndonos demostrado su amor infinito, tanto en la creación como en la redención, el agradecimiento nos impele a amarle con todo nuestro amor; mientras que el amor hacia el prójimo suele verse obstaculizado por diferencias de intereses que se interponen entre él y nosotros. Estos estorbos que unas veces nacen por causa nuestra y otras nos los crean los demás, exigen del alma más fervor, más generosidad, mayor olvido de sí misma, de sus sentimientos personales, de sus propios intereses y, por tanto, el amor al prójimo, para no abandonarlo, precisa mayor esfuerzo.

Sucede en esto algo de lo que pasa a un alma cuando padece de aridez interior, le es necesaria mayor generosidad para permanecer fiel, que cuando los consuelos abundan. Así también en el dolor: de él se sirve Dios muchas veces en la vida espiritual para acrecentar nuestro amor, porque en esos trances tiene el alma que hacerse mayor fuerza, y ésa es una señal de la firmeza de su caridad. Ved a Jesús, nunca hizo acto más intenso de amor que cuando en la agonía aceptó el cáliz de amargura que le era presentado, y al consumar su sacrificio en la cruz, desamparado de su Padre.

Del mismo modo, el amor sobrenatural, ejercitado con el prójimo, a pesar de las repugnancias, antipatías o discrepancias naturales, es indicio cierto, en el alma que lo posee, de mayor intensidad de vida divina. Por eso, no temo afirmar que un alma, que por amor sobrenatural se entrega sin reserva a Cristo en la persona del prójimo, ama mucho a Cristo y es a su vez infinitamente amada. Esa alma hará grandes progresos en la unión con Nuestro Señor.

Si al contrario, veis un alma que se da con frecuencia a la oración, y, con todo, esquiva y se retrae voluntariamente de las necesidades del prójimo, tened por cierto que en su vida de oración entra una parte, y no menguada, de ilusión. El fin de la oración no es otro, al cabo, que conformar el alma con el divino querer; cerrándose al prójimo, esa alma se cierra a Cristo, al más sagrado deseo de Cristo: «Que sean una cosa; que vivan en unión perfecta». La verdadera santidad brilla por su caridad y por la entrega total de sí mismo.

Así, pues, si queremos permanecer unidos con nuestro Señor, importa sobremanera que veamos si estamos unidos con los miembros de su cuerpo místico. Andemos con cautela. La menor tibieza o desvío voluntario hacia un hermano, deliberadamente admitidos, serán siempre un estorbo, más o menos grave, según su grado, a nuestra unión con Cristo.-

Por ello Cristo nos dice que «si en el momento de presentar nuestra ofrenda en el altar, recordamos que nuestro hermano tiene algo contra nosotros, debemos dejar allí la ofrenda, ir a reconciliarnos con él, y volver luego a ofrecer nuestros dones al Señor» (Mt 5, 23-24).

Cuando comulgamos, recibimos el cuerpo físico de Cristo, debemos recibir también y aceptar su cuerpo místico: es imposible que Cristo baje a nosotros y sea un principio de unión, si guardamos resentimiento contra alguno de sus miembros. No es verdadera la comunión con Cristo si no comulgamos con los mismos sentimientos de Cristo: Amaos los unos a los otros como yo os he amado… Es comunión mentirosa. Porque es puro comer a Cristo pero no comulgar con sus sentimientos.

Por eso, querer recibir a Cristo en nuestra alma, en nuestra vida, querer unirnos a Él, y excluir de nuestro amor a cualquiera de sus miembros, es cometer una mentira, es recibirle solo con los labios pero no con el corazón, es querer dividir a Cristo, sin unirnos a lo San Agustín llama «Cristo total» (De Unitate Eccles., 4).

Escuchamos lo que a este propósito dice San Pablo: «La copa de bendición que bendecimos, ¿no es comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Así, siendo muchos formamos un solo cuerpo, porque el pan es uno y todos participamos del mismo pan. (1Cor 10, 16-17).

Por eso, al gran Apóstol, que había comprendido tan bien y explicaba con tanta viveza la doctrina del cuerpo místico, dábale horror ver las discordias y disensiones que reinaban entre los cristianos. «Os conjuro, hermanos, decía, en el nombre de Nuestro Señor Jesucristo, que todos habléis del mismo modo, y no haya disensiones entre vosotros, sino que todos estéis enteramente unidos en un mismo sentir y un mismo parecer (1Cor 1,10).-

Y ¿Qué razón da el Apóstol? «Pues del mismo modo que el cuerpo es uno, aunque tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, no obstante su pluralidad, no forman más que un solo cuerpo, así también Cristo. Porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu….Ahora bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno por su parte”.  (ib. 12, 12-14 y 27).

 

(((Santo Tomás llama mentira a la comunión sacrílega. ¿Por qué? Porque al acercarse a Cristo para recibirle en la comunión, uno declara por ese mismo acto que está unido a El. Estar en pecado mortal, es decir, alejado de Cristo, y acercarse a El, constituye una mentira [Cum peccatores sumentes hoc sacramentum cum peccato mortali significent se Christo per fidem formatam unitos esse, falsitatem in sacramento committunt. III, q.80, a.4].

 

 

 

3. Cristo, modelo y causa de caridad según San Pablo: «Ut sint consummati in unum»

 

Cristo es el principio y el modelo de la caridad; siguiendo a Cristo podemos establecer las formas y cualidades de la misma. La primera nota de nuestra caridad en Cristo es que tiene que ser universal, puesto que formamos todos un solo cuerpo, cuya cabeza es Él.

La caridad, en principio, no excluye positivamente a nadie, pues Cristo murió por todos, y todos están llamados a formar parte de su reino. La caridad comprende aun a los pecadores, porque les es posible volver a ser miembros vivos del cuerpo de Cristo; sólo las almas de los condenados, separadas para siempre del cuerpo místico, están excluidas de la caridad.

Pero este amor ha de revestir formas diversas, según sea el estado en que se halle nuestro prójimo; porque nuestro amor no ha de ser amor platónico, de pura teoría, que se ejercita sobre teorías o cosas abstractas, sino un amor que se traduzca en actos apropiados a su naturaleza humana.

Los bienaventurados, en el cielo, son los miembros gloriosos del cuerpo de Cristo, han llegado ya al término de su unión con Dios, nuestro amor para con ellos reviste una de las formas más perfectas, la de la complacencia y de la acción de gracias. Consistirá, pues, en felicitarlos por su gloria, en alegrarse con ellos, y unidos con ellos, en dar gracias a Dios por el lugar que les ha otorgado en el reino de su Hijo.

Para con las almas que están en el purgatorio acabando de purificarse, nuestro amor ha de trocarse en misericordia; nuestra compasión ha de llevarnos a procurar su alivio mediante nuestros sufragios, oraciones, sacrificios, especialmente mediante el santo sacrificio de la Misa, como nos invita la misma liturgia de su celebración.

Aquí, en la tierra, Cristo se nos muestra en la persona del prójimo de muy diversas maneras, que dan pie para que nuestra caridad se ejercite también de modos muy diversos. Es obvio que en esto hay grados y que hay que seguir un orden.

Prójimo nuestro, en primer lugar, son aquellos que están más estrechamente unidos a cada uno de nosotros por los lazos de la fe o de la sangre, porque la gracia no trastorna el orden establecido por la naturaleza. Por eso, no está permitido odiar, querer o desear el mal a nadie o excluir positivamente a uno cualquiera de nuestras plegarias; eso va directamente contra la caridad. La mayor parte de las veces, la señal más cierta que podemos dar de haber perdonado es rogar por los que nos han agraviado ya que amar al prójimo es amarle con la mira puesta en Dios, para alcanzarle o conservarle la gracia que le lleve a la bienaventuranza. [Ratio diligendi proximum Deus est: hoc enim in proximo debemus diligere ut in Deo sit. II-II, q.25, a.1 y q.26]. Amar es «querer el bien para otro», dice Santo Tomás [Amare nihil aliud est quam velle bonum alicuiib. I, q.20, a.2; +I-II, q.28, a.1]; pero todo bien particular está subordinado al bien supremo.

Por eso es tan agradable a los divinos ojos hacer que los ignorantes conozcan a Dios, bien infinito, lo mismo que rogar por la conversión de los infieles, de los pecadores, para que lleguen a la luz de la fe o vuelvan a ponerse en gracia de Dios. Cuando en la oración encomendamos a Dios las necesidades de las almas, o cuando en la Misa cantamos el Kyrie eleison por todas las almas que aguardan la luz del Evangelio, o la fuerza de la gracia para vencer las tentaciones, o cuando rogamos por los misioneros para que sus trabajos fructifiquen, hacemos actos de verdadera caridad, muy agradables a Nuestro Señor.

Si Cristo prometió no dejar sin recompensa un vaso de agua dado en su nombre, ¿qué no dará por una vida de oración y de expiación empleada en procurar que su reino se extienda más y más? Las necesidades de los hombres son mucha y muy variadas.

Aquí un pobre que necesita ayuda; allí un enfermo que hay que aliviar, curar o visitar; ora un alma triste para alentar con buenas palabras; ora otra rebosante de un gozo que quiere que nosotros compartamos con ella: «Alegrarse con los que están alegres; llorar con los que lloran» (Rm 12,15); la caridad, dice San Pablo? «se hace todo para todos» (1Cor 9,22).

Mirad cómo Cristo Jesús practicó esta modalidad de la caridad, para ser nuestro modelo. A Cristo le gustaba complacer. El primer milagro de su vida pública fue cambiar el agua en vino en las bodas de Caná, para evitar un bochorno a sus huéspedes, a quienes les faltaba el vino (Jn 2, 1-2). Promete «aliviar a los que padecen y están cargados de trabajos, con tal que vayan a El» (Mt 11,28). Y, ¡qué bien cumplió su promesa!

Los Evangelistas refieren a menudo que, «movido por la compasión» (Lc 7,13), obraban sus milagros, por esa causa cura al leproso y resucita al hijo de la viuda de Naím. Apiadado de la turba que durante tres días le sigue sin cansarse y padece hambre, multiplica los panes. «Siento pena por esta gente» (Mc 8,2). Zaqueo, jefe de alcabaleros, de aquella clase de judíos que los fariseos tenían por pecadores, suspira por ver a Cristo. Su corta talla le impide conseguirlo, pues la gente se agolpa por todos los lados en derredor de Jesús; sube entonces a un arbol, que está al borde del camino por donde Cristo ha de pasar; y Nuestro Señor previene los deseos de ese publicano. Al llegar junto a él, le manda bajar, pues quiere hospedarse en su casa; Zaqueo, lleno de alborozo al ver cumplidos sus deseos, le recibe solícito (Lc 19, 5-6).

Mirad también cómo en provecho de sus amigos pone su poder al servicio de su amor. Marta y Magdalena lloran en su presencia la muerte de Lázaro, su hermano, ya enterrado; Jesús se conmueve, y de sus ojos corren lágrimas, verdaderas lágrimas humanas, pero que a la vez son también lágrimas de un Dios. «¿Dónde lo pusisteis?», pregunta al punto, pues su amor no puede estar ocioso, y se marcha a resucitar a su amigo. Y los judíos, testigos de este espectáculo, decían: «¡Mirad cómo le amaba!» (Jn 11,36).

Cristo, dice San Pablo, que se complace en usar esta expresión, es «la benignidad misma de Dios que se ha manifestado a la tierra» (Tit 3,4); es Rey, pero Rey «lleno de mansedumbre» (Mt 21,5), que manda perdonar y proclama bienaventurados a los que, a ejemplo suyo, son misericordiosos (ib. 5,7). Pasó, dice San Pedro, que vivió con El tres años, derramando beneficios (Hch 10,38).

Cristo, como buen Samaritano, cuya caritativa acción El mismo se dignó ponderarnos, tomó al género humano en sus brazos y sus dolores en su alma: «Verdaderamente cargó con nuestras debilidades y llevó nuestros dolores» (Is 53,4). Viene a «destruir el pecado» (Heb 9,26), que es el supremo mal, el único mal verdadero, echa al demonio del cuerpo de los posesos; pero lo arroja sobre todo de las almas, dando su vida por cada uno de nosotros: «Me amó y se entregó a la muerte por mí» (Gál 2,20). ¿Hay señal de amor mayor que ésta? Cierto que no: «No hay mayor amor que el dar su vida por sus amigos» (Jn 15,13).

Por todo esto, y más que pudiéramos tomar de su vida y de los evangelios, por todo lo que dijo e hizo, el Señor Jesús es nuestro guía y nuestro modelo, nuestra fuerza y buen samaritano;  el amor de Jesús para con los hombres ha de ser el espejo y el modelo de nuestro amor. «Amaos los unos a los otros como yo os he amado» (ib.13,34).

 ¿Qué es lo que movía a Jesús a amar a sus discípulos y a nosotros en ellos? «Ruego... por los que me has dado, por los que creerán en tu nombre… porque son tuyos» (Jn 17,9). Todos los hombres son hijos del Padre celestial y la pertenecen: Debemos amar a todos los hombres porque son hijos de nuestro Padre del cielo y por Cristo, el hermano mayor, está salvados y llamados a compartir el gozo de la casa paterna. Por eso nuestro amor ha de extenderse hasta la vida de gracia en los hombres, hasta lo sobrenatural que Cristo nos ha conseguido. Nuestro amor debe ser sobrenatural; porque las almas han sido creadas por Dios y recreadas por la muerte y resurrección de Cristo. La verdadera caridad es el amor de Dios en nosotros por la gracia, que abarca al hombre completo, alma y cuerpo, en íntimo abrazo a Dios y a cuanto con El está unido. Como Cristo, debemos amar a todas las almas, hasta darnos por entero a ellas: in finem.

Un buen ejemplo lo tenemos en San Pablo, tan encendido en el amor de Cristo, que se extendía a todos los cristianos: “  ¿Quién desfallece sin que desfallezca yo? ¿Quién sufre escándalo sin que yo me abrase? (2Cor 11,29). Alma era, encendida en caridad, la que podía decir: «Gustosísimo gastaré todo cuanto tengo, y aun a mí mismo me desgastaré por vuestras almas» (ib. 12,15). El Apóstol llega hasta querer ser reprobado él mismo con tal de salvar a sus hermanos (Rm 9,3). En medio de sus correrías apostólicas, se ocupa en el trabajo de manos para no ser gravoso a las cristiandades que le recibían (2Tes 3,8.- +2Cor 12,16).

Ya conocéis todos la conmovedora carta a su amigo Filemón, para pedirle gracia para su esclavo Onésimo. Este esclavo se había fugado de la casa de su señor para evitar un castigo y fue acogido por san Pablo, que lo convirtió, y a quien prestó muchos servicios. Pero el gran Apóstol, que no quiere menoscabar los derechos de Filemón, según las leyes vigentes entonces, devuelve el esclavo a su amigo y escribe a Filemón, que tenía sobre el fugitivo derecho de vida y muerte, algunos renglones conmovedores.

San Pablo escribe de su propio puño y letra, como él mismo lo dice, esta carta estando preso en Roma; en ella condensa cuanto de más delicado e insinuante puede hallar la caridad: «Por eso, aunque tengo en Cristo plena libertad para ordenarte lo que tendrías que hacer, prefiero pedírtelo por amor. El rogante es Pablo, ya anciano, y ahora preso por Cristo Jesús, y la petición es para mi hijo Onésimo, a quien transmití la vida mientras estaba preso. Este Onésimo por un tiempo no te fue útil, pero ahora te va a ser muy útil, como lo ha sido para mí. Te lo devuelvo; recibe en su persona mi propio corazón. Hubiera deseado retenerlo a mi lado, para que me sirviera en tu lugar, mientras estoy preso por el Evangelio. Pero no quise hacer nada sin tu acuerdo, ni imponerte una obra buena, sino dejar que la hagas libremente. A lo mejor Onésimo te fue quitado por un momento para que lo ganes para la eternidad. Ya no será esclavo, sino algo mucho mejor, pues ha pasado a ser para mí un hermano muy querido, y lo será mucho más todavía para ti.

Por eso, en vista de la comunión que existe entre tú y yo, recíbelo como si fuera yo. Y si te ha perjudicado o te debe algo, cárgalo en mi cuenta. Yo, Pablo, lo escribo y firmo de mi propia mano; yo te lo pagaré, sin hablar de la deuda que tienes conmigo, y que eres tú mismo. (Fil 9 y sigs.)

Fácil es comprender después de esto que el Apóstol escribiera un himno tan grandioso para ensalzar la excelencia de la caridad: «Aunque repartiera todo lo que poseo e incluso sacrificara mi cuerpo, pero para recibir alabanzas y sin tener el amor, de nada me sirve. El amor es paciente y muestra comprensión. El amor no tiene celos, no aparenta ni se infla. No actúa con bajeza ni busca su propio interés, no se deja llevar por la ira y olvida lo malo. No se alegra de lo injusto, sino que se goza en la verdad. Perdura a pesar de todo, lo cree todo, lo espera todo y lo soporta todo. El amor nunca pasará. Las profecías perderán su razón de ser, callarán las lenguas y ya no servirá el saber más elevado”.  (1Cor 13, 4-7).

Todos sus actos, con ser tan diversos, nacen de una misma fuente: Cristo, a quien la fe ve en el prójimo. Tratemos, pues, hermanos, ante todas las circunstancias de la vida, de amar a Dios, estando siempre unidos a Nuestro Señor. De este amor divino, como de una hoguera encendida, de la que salen mil rayos que alumbran y calientan, nuestra caridad irradiará en torno nuestro y más cuanto la hoguera esté más encendida; la caridad para con nuestros hermanos ha de ser el reflejo de nuestro amor para con Dios.

Así, pues, os diré yo, con San Pablo: « Amaos los unos a los otros con amor fraternal; en cuanto a honra, prefiriéndoos los unos a los otros. En lo que requiere diligencia, no perezosos; fervientes en espíritu, sirviendo al Señor; gozosos en la esperanza; sufridos en la tribulación; constantes en la oración;  compartiendo para las necesidades de los santos; practicando la hospitalidad. Bendecid a los que os persiguen; bendecid, y no maldigáis. Gozaos con los que se gozan; llorad con los que lloran. Unánimes entre vosotros; no altivos, sino asociándoos con los humildes. No seáis sabios en vuestra propia opinión. No paguéis a nadie mal por mal; procurad lo bueno delante de todos los hombres. Si es posible, en cuanto dependa de vosotros, estad en paz con todos los hombres. Amaos mutuamente con ternura y caridad fraterna, procurando anticiparos unos a otros en las señales de honor y amistad...; alegraos con los que se alegran, y llorad con los que lloran: estad siempre unidos en unos mismos sentimientos; vivid en paz, a ser posible, y cuanto esté de vuestra parte, con todos los hombres» (Rm 12, 10-18). Y compendiando su doctrina: «Os ruego encarecidamente que os soportéis unos a otros con caridad, solícitos en conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz; pues no hay más que un solo cuerpo y un solo Espíritu, así como fuisteis llamados a una misma esperanza por nuestra vocación» (Ef 4, 1-4).

No olvidemos jamás el principio que debe regular nuestra vida en esta virtud: Todos somos uno en Cristo; y esta unión no se conserva sino por la caridad. No vamos al Padre sino por Cristo, pero hemos de aceptar a Cristo por entero, en sí y en sus miembros: en ello está el secreto de la verdadera vida divina en nosotros. Por eso Nuestro Señor hizo de la caridad mutua su precepto y el tema de su última oración: Para que sean consumados en la unidad: Ut sint consummati in unum.

 Esforcémonos por realizar en cuanto esté de nosotros ese supremo anhelo del corazón de Cristo. El amor es una fuente de vida, y si buscamos en Dios ese amor para que se refleje sin cesar en todos los miembros del cuerpo de Cristo, nuestras almas rebosarán de vida, porque Cristo Jesús, según lo ha prometido, derramará en ellas en recompensa de nuestra abnegación una medida de gracia «buena, apretada, colmada y rebosante».

 

 

LA ORACIÓN

 

(Como de este tema tengo materia abundante en mis libros, esta exposición de Marmión es más una charla que meditación, aunque hay tema para meditación. Y primero la expongo como charla elaborada un poco por mí sobre el autor, y en segundo lugar también como charla-meditación)

 

IMPORTANCIA DE LA ORACIÓN EN LA VIDA CRISTIANA: LA ORACIÓN VERDADERA  ES TRANSFORMANTE, ES ORACIÓN-CONVERSIÓN

 

Queridos hermanos: Es cierto teológicamente que los sacramentos producen la gracia “ex opere operato” como decíamos en nuestros tiempos de teología, es decir, por el hecho mismo de ser aplicados al alma que no pone óbice a su acción.

La oración, en cambio, de suyo, no tiene una eficacia tan intrínseca; pero no por eso nos es menos necesaria; es más, yo diría que, tratándose de amar y unir nuestra voluntad a la de Dios, de cumplir sus mandamientos y su voluntad en nuestra vida, la oración como encuentro y diálogo diario con Él, nos  es más esencial y necesaria para llegar a una perfección de santidad y  unión total con Dios posible en esta vida mediante el cumplimiento del primero y principal de todos los mandamientos; amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y todo tu ser y al prójimo como a ti mismo.

Como todos sabemos, la oración puede ser de diversas clases. Yo voy a referirme especialmente en esta mañana a la oración-meditación, a la contemplación practicada por Cristo durante cuarenta días en la soledad del desierto, antes de iniciar su misión apostólica y luego en largas horas de la noche y del amanecer de cada día.

Este es el ejemplo que debemos seguir todos nosotros, los cristianos, especialmente todos los que quieren vivir en amistad y santidad de vida profunda con Él y con el Padre con amor de Espíritu Santo, como han hecho y siguen haciendo en el mundo y en la iglesia todos nuestros santos de ahora y de siempre, que ha habido y que habrá, para poder pisar sus mismas huellas  de vida y santidad hasta los grados más elevados, siguiendo el ejemplo del Señor que se retiraba largas hora de la noche y del día a orar.

Lógicamente, como vemos por los evangelios, el Señor también se retiraba a la oración para pedir al Padre por sus hermanos los hombres y por sus necesidades, pero sobre todo para hablar con su Padre y recibir fuerzas y luces necesarias para realizar el proyecto de Salvación.

Yo quisiera hablaros hoy especialmente de esta forma de oración, llamada mental, que no me gusta tanto, porque siempre tiene y tendrá mucho más y todo de amor o diálogo de amor con Dios, como nos dice santa Teresa, maestra excelsa de oración en la Iglesia: Que no es otra cosa oración sino trato de amistad (trato de amor) estando muchas veces tratando a solas con aquel que nos ama.

Lógicamente, repito, que siendo y estando nuestro Cristo, tan lleno de amor y compasión y de gracias, y estando todos tan necesitados de toda clase de bienes, lo primero que hacemos instintivamente al  ponemos en su presencia, es pedirle, como la gente de Palestina, por nosotros y por los nuestros y nuestros problemas humanos antes que divinos, de necesidad de fe y de amor. Él ya está acostumbrado, pero no debemos quedarnos ahí, porque lo que Cristo más espera de nosotros es nuestra amistad y amor mediante un diálogo de amor que no lleve a conocerle cada día más y a amarle más y seguirle mejor y cumplir su voluntad de salvación nuestra y de todos los hombres y llenarnos así de su presencia de amor, amistad, seguimiento, transformación: “Quedéme y olvídeme, el rostro recliné sobre el Amado, cesó todo..

Por lo tanto, no hay que asustarse, porque Él ya nos conoce y nos ama y no se aparta o se hace el sordo a nuestras peticiones, tanto temporales como espirituales, porque tiene su experiencia de Palestina y no la olvida. Es Dios lleno de amor y misericordia. Él escucha nuestra oración de petición, que son oración, y sigue haciendo milagros movidos por su verdad y su amor.

Recordad a aquel leproso que se le presenta y le dice: «Señor, ten compasión de mí», y le cura. Le presentan un ciego que le dice: «Señor, haced que vea», y Nuestro Señor le devuelve la vista. Marta y Magdalena le dicen: «Señor: si hubieseis estado aquí, no hubiera muerto nuestro hermano». Esto es una especie de petición y a esta súplica contesta el Señor con la resurrección de Lázaro.-

Además de las peticiones de bienes temporales, Él también escucha, sobre todo, nuestras peticiones de bienes espirituales, de fe, amor, de gracia. «Señor, le dice la Samaritana, da de esa agua viva  que salta hasta la vida eterna», y Cristo la gracia espiritual de de descubrirle y manifestarse a ella como el Mesías, que tenía que venir, y la induce a confesar sus faltas para perdonárselas. Y al final de su vida, clavado en la cruz, el Buen Ladrón le pide que se acuerde de él, cuando está en el cielo, y el Señor le concede perdón completo de su faltas y le dice: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso».

No debemos olvidar que el Señor mismo nos ha recomendado este género de oración y de impetración: «Pedid, y recibiréis; llamad, y se os abrirá; buscad, y encontraréis» (Mt 7,7). «Todo cuanto pidiereis a mi Padre, en mi nombre mío, esto es, poniéndome por intercesor, os lo concederá» (Jn 16,23). Asimismo, San Pablo nos exhorta a elevar en todo tiempo continuas oraciones y súplicas poniendo por intercesor al Espíritu Santo (Ef 6,18). Es, pues, evidente que la oración de petición resulta un medio muy poderoso para atraernos los dones de Dios.

Pero ya os he dicho que de lo que ahora quiero hablaros es de la que vulgarmente llamamos en nuestros libros oración meditación Para mí, es la más importante y lo más importante para llegar a la unión con Dios y santidad de vida.

 

En uno de mis libros tengo escrito:

Yo todo se lo debo a la oración, buscarlo

 

la vida de oración ayuda poderosamente a la transformación sobrenatural de nuestra alma. La oración bien hecha, la vida de oración, es transformante. Más aún; la unión con Dios en la oración nos facilita la participación más fructuosa en los otros medios que Cristo estableció para comunicarse con nosotros y convertirnos en imagen suya. Lo tengo escrito largamente en uno de mis libros; hasta la santa misa, el misterio más grande de gracia y de amor de Dios a los hombres y la misma comunión eucarística y los mismos sacramentos necesitan de la oración litúrgica y de la oración personal para su mayor eficacia, porque cada vez que nos acercamos a estas fuentes de gracia y santificación, cuanto mayor sea nuestra disposición de corazón por la oración personal al recibirlo mayor capacidad de eficacia y santidad y salvación y purificación conseguiremos; cada vez que nos acercamos a estas fuentes de la gracia y el amor de Dios, obtenemos un aumento de gracia y virtudes sobrenaturales de fe, esperanza y amor, un crecimiento de vida divina, pero este crecimiento depende no del Señor, que siempre quiere la plenitud en todo, sino de nosotros, de  de nuestras disposiciones de alma y corazón, mediante la fe y el amor.

Por eso, la necesidad de la vida de oración y de subir hacia arriba en sus grados de purificación y de amor. La oración, la vida de oración, conserva, estimula, aviva y perfecciona los sentimientos de fe, de humildad, de confianza y de amor, que en conjunto constituyen la mejor disposición del alma para recibir con abundancia la gracia divina.

Un alma familiarizada con la oración saca más provecho de los sacramentos y de los otros medios de salvación, que otra que se da a la oración con tibieza y sin perseverancia. Un alma que no acude fielmente a la oración, puede recitar el oficio divino, asistir a la Santa Misa, recibir los sacramentos y escuchar la palabra de Dios, pero sus progresos en la vida espiritual serán con frecuencia insignificantes.

¿Por qué? -Porque el autor principal de nuestra perfección y de nuestra santidad es Dios mismo, y la oración es precisamente la que conserva al alma en frecuente contacto con Dios: la oración enciende y mantiene en el alma una como hoguera, en la cual el fuego del amor está, si no siempre en acción, al menos siempre latente; y cuando el alma se pone en contacto directo con la divina gracia, verbigracia, en los sacramentos, entonces, como un soplo vigoroso, la abrasa, levanta y llena con sorprendente abundancia.

Y nosotros podemos y debemos escuchar lo que nos dice: El es el camino que hay que seguir sin vacilar; el que le sigue «no anda en tinieblas» (ib. 8,12). Ahora bien, ¿cómo se expresa Jesús cuando quiere enseñarnos esta ciencia de la oración, que declaró ser tan necesaria que continuamente debemos practicarla? «Es preciso orar en todo tiempo y no desfallecer» (Lc 18,1).

La vida sobrenatural de un alma es proporcionada a su unión con Dios, mediante la fe y el amor; debe, pues, este amor exteriorizarse en actos, y éstos, para que se reproduzcan de una manera regular e intensa, reclaman la vida de oración. En principio, puede decirse que, en la economía ordinaria, nuestro adelantamiento en el amor divino depende prácticamente de nuestra vida de oración.

Por todo esto, quisiera hablar un poco de este tema tan importante para nuestra vida espiritual y sacerdotal. Ya hemos dado la definición de santa Teresa que se ha hecho clásica en la Iglesia. Hay muchas más, pero, en definitiva, digamos para que todos nos entiendan que oración es una conversación del hijo de Dios con su Padre celestial.  No es una conversación del hombre, simple criatura, con la divinidad, sino una conversación del hijo de Dios con su Padre celestial para adorarle, alabarle, manifestarle su amor, tratar de conocer su voluntad, y obtener de El la ayuda necesaria para cumplirla.

 

 

 

 

(( LA ORACIÓN A DIOS PADRE

En la oración nos presentamos ante Dios Padre en calidad de hijos, y ante el Hijo, ante Cristo Jesús, en calidad de amigos y hermanos, “vosotros sois mis amigos… nadie ama más que el que da la vida por los amigos…” así quiere Él que le tratemos. Sin embargo, en relación con el Padre  Él nos enseñó a llamarle Padre  y reconocernos como hijo; por eso no debemos jamás olvidar nuestra condición de criaturas, es decir, nuestra nada; pero el punto de partida, o, por mejor decir, el terreno sobre el que debemos colocarnos en nuestras relaciones con Dios, es el plano sobrenatural; en otros términos: es nuestra filiación divina, nuestra calidad de hijos de Dios por la gracia de Cristo, la que debe determinar nuestra actitud fundamental, y, por decirlo así, servirnos de hilo conductor en la oración.

San Pablo nos aclara este punto. «No sabemos, dice, lo que debemos pedir a Dios en la oración según nuestras necesidades, pero el Espíritu Santo viene en ayuda de nuestra insuficiencia. El mismo ruega por nosotros con gemidos inenarrables» (Rm 8,26). Ahora bien, en el mismo lugar, dice San Pablo: este Espíritu que ora en nosotros y por nosotros es «el Espíritu de adopción, que testifica que somos hijos de Dios y sus herederos, y que nos hace clamar a Dios: «¡Abba, Padre!» (ib. 8,15). Este Espíritu nos fue concedido cuando, «llegada la plenitud de los tiempos, nos envió Dios a su Hijo… para concedernos hijos por adopción de » (Gál 4, 4-5). Y porque la gracia de Cristo nos hace sus hijos, «Dios envió también a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que nos hace clamar a Dios como Padre» (+Rm 8,15; 2Cor 1,22). Y es que, en verdad, «ya no somos extranjeros, ni huéspedes de paso, sino miembros de la familia de Dios, de aquella mansión de la que Jesucristo es piedra angular» (Ef 2,20).

Así, pues, el Espíritu que recibimos en el Bautismo, en el sacramento de nuestra adopción divina, es el que nos hace clamar a Dios: «nuestro Padre». ¿Qué quiere decir esto sino que, como consecuencia de nuestra filiación divina, tenemos el derecho y el deber de presentarnos ante Dios como sus hijos? Escuchemos a Nuestro Señor mismo, El vino para ser la «luz del mundo», y sus palabras, «llenas de verdad», nos indican «el camino». «Yo soy luz del mundo y el camino y la verdad» (Jn 8,12; 14,6).

Sentado junto al pozo de Jacob, Jesús conversa con la Samaritana (ib. 4,5 y sigs.). En El ha reconocido esta mujer un profeta, un enviado de Dios; en seguida le pregunta (lo que era objeto de viva controversia entre sus compatriotas y los judíos) si Dios debía ser adorado sobre las montañas de Samaria o en Jerusalén. ¿Qué contesta Cristo? «Mujer, créeme: llega la hora en la que vosotros no adoraréis al Padre ni aquí, ni en Jerusalén; llega la hora, más bien, ya ha llegado, en la que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque el Padre busca tales adoradores».

Notad cómo Jesucristo pone de relieve el nombre de Padre.- En Samaria, como es sabido, se adoraban los falsos dioses, y por eso Cristo dice que hay que adorar «en verdad, es decir, al Dios verdadero; en Jerusalén se adoraba al verdadero Dios, pero no «en espíritu»: la religión de los judíos era completamente materialista en su expresión y en los motivos que la inspiraban.-

Fue el Verbo encarnado quien inauguró, «y ya es llegada esa hora», la nueva religión, la del verdadero Dios adorado en espíritu, en el espíritu de la verdadera adopción divina, sobrenatural, espiritual, que nos hace hijos de Dios, por cuyo motivo Nuestro Señor insiste en la palabra «Padre».«Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad».

 Sin duda alguna, siendo nosotros hijos adoptivos, al hacernos Dios sus hijos, en nada disminuye su divina majestad ni su soberanía absoluta, y debemos adorarle, anonadarnos ante El; pero debemos adorarle en verdad y en espíritu, es decir, en la verdad y espíritu del orden sobrenatural, por el cual somos hijos suyos))).

 

 

Nuestro Señor nos enseñó a orar así al Padre: «Un día, dice San Lucas, estaba en oración y cuando hubo terminado, uno de sus discípulos dijo: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11 y sigs.) ¿Cuál fue la respuesta de Jesús? «Cuando oréis, orad así: Padre nuestro, que estás en los cielos; santificado sea tu nombre...»

Cristo conoce, pues, perfectamente qué es lo que debemos decir o pedir a Dios para convertirnos en los verdaderos adoradores que Dios busca»; conoce también perfectamente cómo debemos comparecer en presencia de Dios para conversar con El, para agradarle; lo que enseña es la verdad, porque no puede revelar sino lo que ve (Jn 1,18).

Empieza señalando el título que debemos dar a Dios, antes de presentarle nuestros homenajes; ese título, que señala la orientación, o mejor dicho, que indica el carácter que debe tener nuestra conversación, y sobre el cual apoyaremos las peticiones que han de seguir; el título que nos indica la actitud de nuestra alma en presencia de Dios. ¿Cuál es ese título? «Padre nuestro».

Queridos hermanos, recogemos de los propios labios de Cristo, el Hijo muy amado, en el cual Dios puso todas sus complacencias, esta preciosa indicación de que la primera y fundamental actitud que debemos adoptar en nuestras relaciones con Dios es la de un hijo en presencia de su padre.

«Ved aquí, decía Nuestro Señor al despedirse de sus discípulos, que vuelvo a mi Padre, y a vuestro Padre, a mi Dios, y  a vuestro Dios» (Jn 20,17). Por este motivo nosotros, como hijos del mismo Padre, adoptaremos siempre una actitud de profunda reverencia y de profunda humildad, suplicaremos que nos sean perdonados los pecados, no caer en la tentación y ser librados del mal; pero tenemos que acompañar la humildad y reverencia con una inquebrantable confianza -porque «todo don perfecto desciende de arriba del Padre de las luces» (Sant 1,17)-, y con un tierno amor, amor del hijo a su Padre, y Padre amoroso.

Nuestra alma llevada así por las alas de la fe y la esperanza,   remontará su vuelo hacia el cielo y se elevará hasta Dios con entera confianza, con acendrada piedad y profunda veneración, poniendo en las manos bondadosas del Padre Dios todas sus necesidades, como hijos en el Hijo amado, en el que el Padre tiene todas sus complacencias. Fijaos cómo lo decía el Catecismo del Concilio de Trento, 4ª parte, capítulo 1.- «Dios nos manda presentarnos ante El, no con temor y temblando, como un esclavo ante su dueño, sino para refugiarnos en Él con toda libertad y con perfecta confianza, como un niño junto a su padreib. cap.2].

La oración, queridos hermanos, debe ser manifestación de nuestras vidas de hijos de Dios, fruto de la filiación divina lograda en Cristo. Por esto la oración es tan vivificante y fecunda. El alma que se da regularmente a la oración saca de ella gracias inefables que la transforman poco a poco, a imagen v semejanza de Jesús, Hijo único del Padre celestial. «La puerta, dice Santa Teresa, por la que penetran en el alma las gracias escogidas, como las que el Señor me hizo, es la oración; una vez cerrada esta puerta, ignoro cómo podría otorgárnoslas» (Vida, cap.8).

De la oración saca el alma gozos que son como presagio de la unión celestial, de esa herencia eterna que nos espera. «En verdad, decía Jesucristo, cuanto pidiereis de saludable a mi Padre en nombre mío, os lo concederá, para que vuestro gozo sea completo» (Jn 16,24). En esto consiste la oración personal: trato íntimo de corazón a corazón entre Dios y el alma, «estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama» (Santa Teresa, ib. cap.8). Y  este trato y confianza de los hijos con su Padre celestial se irá realizando poco a poco bajo la acción amorosa del Espíritu Santo, Dios amor del Padre al Hijo y del los hijos en el Hijo al Padre.- El Espíritu Santo es el Espíritu de adopción, que Dios envía a los corazones de aquellos que se hacen sus hijos en Cristo Jesús por el Bautismo y luego se desarrolla mediante la vida de gracia y santidad o unión con Dios por la oración. El Espíritu Santo es el alma de nuestra alma, de nuestra oración y relación de amor con Dios: Oh  Espíritu Santo, Dios Amor, alma de mi alma, vida de mi vida, yo te adoro. Quémame, abrásame por dentro con tu fuego transformante y conviérteme en llama de amor vida por la oración, para que pueda con tu luz, iluminar y quemar de amor toda mi existencia.

 

 

((((Los dones que este Espíritu divino infunde en nuestras almas el día del bautismo, juntamente con la gracia, nos ayudan en nuestras relaciones con el Padre celestial.

El don de temor nos llena de reverencia ante su divino acatamiento; el don de piedad hace compatible con esa reverencia la ternura propia de un hijo hacia su padre; el don de ciencia presenta al alma con nueva luz las verdades de orden natural, el don de inteligencia la hace penetrar en las profundidades ocultas de los misterios de la fe; el don de sabiduría le da el gusto, el conocimiento afectivo de las verdades reveladas.

Los dones del Espíritu Santo son disposiciones muy reales a las que no prestamos bastante atención; por ellos el Espíritu Santo, que mora en el alma del bautizado, como en un templo, la ayuda y guía en sus relaciones con el Padre celestial: «El Espíritu Santo fortalece nuestra flaqueza... El mismo ruega por nosotros con gemidos inenarrables». (Rm 8,26) [El Espíritu Santo es el alma de nuestras oraciones; El nos las inspira y hace que sean siempre admisibles. Catec. del Conc. de Trento, 4ª parte, c. 1, 7].))))

 

 

 

((((El elemento esencial de la oración es el contacto sobrenatural del alma con Dios, mediante el cual el alma recibe aquella vida divina que es la fuente de toda santidad. Este contacto se establece cuando el alma, elevada por la fe y el amor, apoyada en Jesucristo, se entrega a Dios, a su voluntad, por un movimiento del Espíritu Santo. Ningún raciocinio, ningún esfuerzo puramente natural puede producir este contacto: «Nadie puede decir: Señor Jesús, si no es movido por la gracia del Espíritu Santo» (1Cor 12,3).

Este contacto se verifica unas veces, en los comienzos de la oración meditativa y discursiva, en las oscuridades de la fe, pero poco a poco, a medida que el alma de vacíe de sí misma y de las imperfecciones de su yo, Dios Trinidad, que mora en la intimidad del  alma, la irá llenando más intensamente de la luz y verdad del Hijo amado, por el fuego de Amor del Espíritu Santo, en contemplación pura de amor, donde el alma, sin meditar, convertida en llama de amor viva, en fuego de Amor de Espíritu Santo, llena de luz y de vida, se  sentirá habitada por los Tres, y se irá sumergiendo por el Dios Amor en la intimidad del Padre al Hijo y del Hijo-hijos al Padre,

La oración es, pues, el despliegue, bajo la acción de los dones del Espíritu Santo, de los sentimientos propios de nuestra adopción divina en Jesucristo; y por eso debe ser asequible a toda alma bautizada, de buena voluntad. Además, Jesucristo invita a todos sus discípulos a aspirar a la perfección para ser hijos dignos del Padre celestial. «Sed pues, perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial» (Mt 5,48). La perfección, prácticamente, no es posible si el alma no vive de la oración. Y por eso, la oración puede definirse: una conversación del hijo de Dios con su Padre celestial: «Padre nuestro, que estás en los cielos».))))

 

 

 

Ahora bien, en la oración, como en toda conversación,  se escucha y se habla, es decir, el alma habla y se entrega a Dios y Dios se comunica al alma. Para escuchar a Dios, para recibir sus luces, basta con que el corazón se halle penetrado por sentimientos de fe de reverencia, de humildad, de ardiente confianza, de amor generoso. Para hablarle, es preciso tener algo que decirle. ¿Cuál será el tema de la conversación? Este depende principalmente de dos factores: la medida de la gracia que Jesucristo da al alma y el estado de la misma alma.

La primera cosa que debemos tener presente es, pues, la medida de los dones de gracia comunicados por Cristo (Ef 4,7). Jesucristo, en cuanto Dios, es dueño absoluto de sus dones: otorga su gracia al alma, como y cuando lo juzga oportuno; derrama en ella su luz cuando es del agrado de su soberana majestad; nos guía y lleva hacia su Padre por su Espíritu. Si leyeseis los maestros de la vida espiritual, veríais que siempre han respetado santamente esta soberanía de Cristo en la dispensación de sus favores y de sus luces; esto explica su extrema reserva al tratar de las relaciones del alma con su Dios.

San Benito, que fue un eminente contemplativo, favorecido con gracias extraordinarias de oración y maestro en el conocimiento de las almas, exhorta a sus discípulos a «entregarse con frecuencia a la oración» [orationi frequenter incumbere. Regla, cap.IV], deja claramente entender que la vida de oración es de absoluta necesidad para encontrar a Dios. Pero cuando se trata de reglamentar el modo de darse a la oración, lo hace con particular discreción.

 Presupone, naturalmente, que ya se ha adquirido cierto conocimiento habitual de las cosas divinas por medio de la lectura asidua de las Sagradas Escrituras y de las obras de los Santos Padres de la Iglesia.

Tocante a la oración, se limita a indicar en primer lugar cuál debe ser la disposición con que el alma debe acercarse a la presencia de Dios: profunda reverencia y humildad [es de notar que el Patriarca de los monjes intitula el capítulo de la oración: «De la reverencia que se debe observar en la oración», cap.XX.], y quiere que el alma permanezca en presencia de Dios en espíritu de gran arrepentimiento y de perfecta sencillez. Esta disposición es la mejor para escuchar la voz de Dios con fruto.

En cuanto a la oración misma, además de relacionarla íntimamente con la salmodia (de la que la oración no es más que la continuación interna), San Benito la hace consistir en impulsos cortos y fervorosos del corazón a Dios. «El alma, dice, siguiendo el consejo del mismo Cristo (Mt 7,7), debe evitar el mucho hablar; no prolongará el ejercicio de la oración a menos de ser arrastrada a ello por los movimientos del Espíritu Santo, que mora en ella por la gracia». Ninguna otra indicación expresa sobre la oración nos dejó el legislador de la vida monástica.

Otro gran maestro de la vida espiritual, elevado a un alto grado de contemplación, y lleno de luces de gracia y experiencia,San Ignacio de Loyola, dejó escritas algunas palabras, cuya profunda sabiduría no se podrá apreciar nunca bastante: «Aquella parte es mejor para cualquier individuo, escribe a San Francisco de Borja, donde Dios nuestro Señor más se comunica, mostrando sus santísimos dones y gracias espirituales, porque ve y sabe lo que más le conviene, y como quien todo lo sabe, le muestra la vía; y nosotros para hallarla, mediante su gracia divina, ayuda mucho buscar y probar por muchas maneras para caminar por la "que les es más declarada", más feliz y bienaventurada en esta vida, toda guiada y ordenada para la otra sin fin, abrazados y unidos con los tales "santísimos" dones» (Carta 20-IX-1548). Enseña, pues, el Santo que se debe dejar a Dios el cuidado de indicar a cada alma el mejor modo y manera de tratar con El.

Santa Teresa, en varios pasajes de sus Obras, inculca el mismo pensamiento: «Esto importa mucho a cualquier alma que tenga oración, poca o mucha, que no la arrincone ni apriete. Déjela andar por estas moradas arriba y abajo y a los lados» (Moradas, 1ª, cap.2). [Véase también Vida, principio del cap.12, cap.13 y cap.22, donde dice que Dios conduce a las almas por caminos y sendas muy distintas. Véanse también los caps.18 y 27, donde enseña cuán excelente oración es hacer compañía a Nuestro Señor en los diferentes misterios y entretenerse con El en simples coloquios].

San Francisco de Sales no es menos reservado; en un  texto es bastante largo, pero expresa bien la naturaleza de la oración, fruto de los dones del Espíritu Santo, y la discreción con que se debe reglamentar: «No penséis, hijas mías, que la oración sea obra del espíritu humano, es un don especial del Espíritu Santo, que eleva las potencias del alma sobre las fuerzas naturales, para unirse a Dios por sentimientos y comunicaciones de que son incapaces el raciocinio y la sabiduría de los hombres.- Los caminos por los cuales conduce El a las almas santas en este ejercicio (que es, sin duda alguna, el ejercicio más divino de una criatura razonable) son sorprendentes en su variedad y dignos de toda loa, pues nos llevan a Dios y bajo su guía; pero no debemos inquietarnos por seguirlos todos, ni siquiera escoger alguno según nuestro propio parecer; lo que importa es reconocer el efecto de la gracia en nosotros, y serle fieles» (Resumen del espíritu interior de las religiosas de la Visitación, explicado por San Francisco de Sales y recogido por Mons. Maupas).

Podríamos multiplicar citas y testimonios parecidos, mas los aducidos bastarán para demostrarnos que si bien los maestros de la vida espiritual ponen especial empeño en invitar a las almas a darse a la oración, por ser un elemento esencial para la perfección espiritual, sin embargo se guardan bien de imponer indistintamente a todas las almas un camino con preferencia a otro.

Decimos «imponer»: ellos indican o recomiendan métodos particulares; todos tienen su valor, hay que reconocerlo; todos encierran su utilidad, que se puede comprobar. Ahora bien, querer imponer indistintamente a todas las almas el mismo método sería desconocer la libertad divina, según la cual Jesucristo distribuye sus gracias, y las inclinaciones que hace nacer en nosotros su Espíritu.

En materia de método, el que ayuda a un alma puede molestar a otra.- La experiencia demuestra que muchas almas que tienen facilidad para conversar habitual y sencillamente con Dios, sacando mucho fruto, se verían torturadas si se las quisiese someter a tal o cual método. Cada alma, pues, ha de examinarse antes de imponerse a sí misma el mejor método de conversar con Dios, debe, por una parte, apreciar sus aptitudes, sus disposiciones, sus gustos, sus aspiraciones, su género de vida; tratar de conocer el impulso del Espíritu Santo; tener en cuenta sus progresos en la vida espiritual.

Debe, por otra, ser dócil y responder con generosidad a la gracia de Cristo y a la acción del Espíritu Santo. Encontrado el camino que más le conviene, después de varios tanteos inevitables en los principios, el alma debe seguirlo fielmente, hasta que el Espíritu Santo la conduzca a otro camino; esto es una garantía de fecundidad.

Otro punto, que considero muy importante y que guarda íntima relación con el precedente, es el de no confundir la esencia de la oración con los métodos (sean cuales fueren) de que nos sirvamos para hacerla.-

Almas hay que llegan a persuadirse de que si no siguen tal o cual método, no harán oración; hay en esto una confusión de ideas que puede acarrear graves consecuencias. Por haber confundido la esencia de la oración con el empleo del método, esas almas no se atreven a cambiarlo, aun cuando reconocen que el que tienen les sirve de obstáculo o les es completamente inútil; o bien, lo que ocurre con más frecuencia, encontrando el método molesto, lo abandonan sin reparo, y, junto con él, la oración, y esto con gran detrimento de su alma.-

Una cosa es el método y otra la oración: aquél debe variar según las disposiciones y necesidades de las almas; mientras que ésta (quiero decir, la oración ordinaria) esencialmente ha de ser siempre la misma para todas las almas: conversación mediante la cual el corazón del hijo de Dios se explaya ante su Padre celestial. y le escucha para agradarle.

El método, sosteniendo al espíritu, ayuda al alma en su unión con Dios; es un medio, pero no debe llegar a ser un obstáculo. Si tal método ilumina la inteligencia, enardece la voluntad y la lleva a entregarse a las inspiraciones divinas y a derramarse íntimamente en presencia de Dios, será buen método, pero no debe seguirse cuando contraria realmente la inclinación del alma, cuando la agita y priva de todo progreso en la vida espiritual; ni tampoco cuando, a causa de los progresos del alma, viene ya a resultar inútil.

 

 

 

3. SEGUNDO ELEMENTO: ESTADO DEL ALMA. LAS DISTINTAS FASES DE LA VIDA DE PERFECCIÓN CARACTERIZAN, DE UNA MANERA GENERAL, LOS DIVERSOS GRADOS DE LA VIDA DE ORACIÓN. TRABAJO DISCURSIVO DE LOS PRINCIPIOS

 

El segundo factor que se debe tener presente para determinar el tema habitual de nuestras relaciones con Dios es el estado del alma.

Nuestra alma no está siempre en el mismo estado. Como es sabido, la tradición ascética distingue tres grados o estados de perfección: la vía purgativa, que recorren los principiantes; la vía iluminativa, en la que avanzan los fervorosos, y la vía unitiva, propia de las almas perfectas.

Tales estados han sido así clasificados por predominar en ellos, aunque no exclusivamente, tal o cual carácter: en uno, el trabajo de la purificación del alma, en otro, su iluminación, y en el tercero, su estado de unión con Dios. Claro está que la naturaleza habitual de los ejercicios del alma se diferencia según el estado en el cual se encuentra.

Hecha abstracción, pues, del impulso del Espíritu Santo y de las aptitudes del alma, el que empieza a recorrer los caminos de la vida espiritual, debe ejercitarse en adquirir por sí mismo el hábito de la oración. Pues, aunque el Espíritu Santo nos ayuda poderosamente en las relaciones con nuestro Padre celestial, su acción no se produce en el alma independientemente de ciertas condiciones relacionadas con nuestra naturaleza.

El Espíritu Santo nos conduce según nuestro modo de ser; somos inteligencia y voluntad, pero no amamos sino el bien que conocemos; no nos inclinamos sino hacia el bien reconocido como tal por nuestro entendimiento. Debemos, pues, para unirnos plenamente a Dios, que es el mejor fruto de la oraciónconocer a Dios tan perfectamente como nos sea posible. Por esta razón, dice Santo Tomás: «cuanto ilustra la fe, está ordenado a la caridad» (In Epist. I. S. Pauli ad Timoth., cap.I, lect.2ª).

Cuando uno empieza a hacer oración meditación, debe buscar en el evangelio u otros libros los motivos para meditar sobre Jesucristo o las verdades de fe para ir poco a poco dialogando con Él e inflamándose en su amor.

¿Por qué? -Porque sin ellos no encontrará qué decir, y la conversación degenerará en pura fantasía, sin fondo ni fruto o se convertirá en un ejercicio enojoso, que pronto abandonará el alma. Deben reunirse primeramente aquellos conocimientos, y luego conservarlos, renovarlos y reforzarlos.

¿De qué manera? -Hay que dedicarse durante cierto tiempo, ayudándose de algún libro, a la meditación continuada sobre un punto cualquiera de la Revelación; el alma consagra un período más o menos largo, según sus disposiciones, a meditar los principales artículos de la fe, a fin de considerarlos minuciosamente uno por uno; y así obtendrá, como resultado de estas consideraciones sucesivas, los conocimientos necesarios que le han de servir de base para la oración.

Ese trabajo, más bien discursivo, no debe confundirse con la oración; no es más que un preámbulo útil y hasta necesario para iluminar, guiar, disponer o sostener la inteligencia, pero preludio al fin. La oración no comienza, en realidad, sino cuando, caldeada la voluntad, entra sobrenaturalmente en contacto, mediante el afecto, con el Señor, y se abandona a El por amor, para agradarle, para cumplir sus mandatos y deseos.

El asiento propio de la oración es el corazón; por eso se dijo de María que conservaba las palabras de Jesús in corde suo en su corazón (Lc 2,51); pues es de él, en efecto, de donde arranca esencialmente la oración.

Cuando Nuestro Señor enseñaba a orar a sus discípulos, no les decía: «Os entretendréis en tales o cuales raciocinios», sino más bien: «Manifestaréis los afectos de vuestros corazones de hijos». «Así habréis de orar: Padre nuestro... Santificado sea tu nombre...» Las peticiones que Jesucristo nos manda hacer, dice San Agustín, son la norma a que debemos ajustar los deseos de nuestro corazón [Verba quæ Dominus noster Iesus Christus in oratione docuit forma est desideriorum. Sermo LVI, c. 3]. 

Un alma (y no es más que un supuesto) que limitase regularmente su trabajo al raciocinio intelectual, aun cuando versare sobre materias de fe, no haría oración. La súplica es la parte capital de la oración, o por mejor decir, la oración empieza con ella. Mientras el alma no se vuelve a Dios para hablarle -para alabarle, bendecirle, glorificarle; para deleitarse en sus perfecciones, para dirigirle sus súplicas, para entregarse a sus inspiraciones- puede, en verdad meditar, pero no ora ni hace oración.

Se encuentran personas que se engañan y pasan la media hora del ejercicio de a meditación reflexionando, sí, pero sin decir nada a Dios: y aun cuando a tales cavilaciones hayan juntado deseos piadosos y generosas resoluciones, con todo, no han hecho verdadera oración; sin duda alguna, no sólo ha obrado el entendimiento, sino que también se ha conmovido el corazón, y se ha sentido impulsado hacia el bien con ímpetu y ardor, pero no se ha derramado en el corazón de Dios.

Tales meditaciones, aunque no del todo inútiles, pronto producen cansancio y con frecuencia desaliento y abandono de tan santo ejercicio».  De aquí resulta que se encuentran almas, aun entre los principiantes, que sacan más fruto de una simple lectura «entreverada», con afectos y suspiros del corazón, que de un ejercicio en el cual únicamente se ejercita la razón.

En este ejercicio no podrán evitarse al principio ciertos «tanteos», mas para precaverse de las ilusiones de la pereza debe el alma necesariamente ayudarse del consejo de un director experimentado.

 

 

 

4. DE CUÁNTA IMPORTANCIA SEA EN LA VÍA ILUMINATIVA LA CONTEMPLACIÓN DE LOS MISTERIOS DE CRISTO: EL ESTADO DE ORACIÓN

La experiencia, empero, demuestra que a medida que un alma progresa en los caminos de la vida espiritual, el trabajo discursivo del raciocinio va aminorándose. ¿Por qué? -Porque el alma, penetrada de las verdades cristianas, no precisa reunir conocimientos sobre la fe; ya los posee, y no tiene otro trabajo que conservarlos y renovarlos por medio de santas lecturas.

De aquí resulta que el alma, así empapada y poseída de las verdades divinas, no necesita entretenerse en prolongadas consideraciones; ya es dueña de todos los elementos materiales de la oración. Sin otra preparación, y sin el trabajo discursivo, que necesitan por lo regular las que aún no han adquirido tales conocimientos, puede entrar en conversación con Dios.

Esta ley, fundada en la experiencia, no está exenta de excepciones que es preciso respetar cuidadosamente. Hay almas muy aventajadas en los caminos de la vida espiritual que ni saben ni pueden ponerse en oración sin ayuda de un libro, la lectura les sirve, por decirlo así, como de cebo y acicate; no deben, por tanto, abandonarla, otras almas no saben conversar con Dios si no recurren a la oración vocal; se les perjudicaría si se les lanzara por otro camino, mas por lo general, es evidente que, a medida que el alma progresa en la luz de la fe y en fidelidad, la acción del Espíritu Santo toma mayores proporciones, y cada vez siente menos la necesidad de recurrir al raciocinio para encontrar a Dios.

 

 

 

NECESIDAD DE LA ORACIÓN PARA ENCONTRAR, AMAR Y SERVIR A DIOS

 

Sucede esto sobre todo, y la experiencia lo demuestra, respecto de aquellas almas que tienen un conocimiento más arraigado y más desarrollado de los misterios de Cristo. Véase lo que San Pablo escribía a los primeros cristianos: «Permanezcan en vuestros corazones y con abundancia las palabras de Cristo» (Col 3,16).

El gran Apóstol deseaba esto a fin de que los fieles se instruyesen y exhortasen unos a otros con sabiduría».- Pero esta recomendación sirve también para nuestras relaciones con Dios. Porque la palabra de Cristo está contenida en los Evangelios, los cuales encierran, juntamente con las Epístolas de San Pablo y de San Juan, la exposición más sobrenatural, por ser inspirada, de los misterios de Cristo. Allí encuentra el hijo de Dios los mejores títulos de su adopción divina y el ejemplar mas directo de su conducta.

A través de ellos, Jesucristo se nos manifiesta en su existencia terrena, en su doctrina en su amor. Allí encontramos la mejor fuente de conocimiento de Dios, de su naturaleza, sus perfecciones, sus obras: «Dios ha hecho brillar en nuestros corazones su claridad, que resplandece en el rostro de Jesucristo» (2Cor 4,6). Jesucristo es la gran revelación de Dios al mundo. Dios nos dice: «Este es mi Hijo muy amado, escuchadle». Como si nos dijese: «si queréis darme gusto, mirad a mi Hijo, imitadle; no os pido otra cosa, porque en eso consiste vuestra predestinación, en que seáis como mi Hijo».

El camino más directo para llegar a conocer a Dios es, pues, el mirar a Nuestro Señor y contemplar sus acciones; quien lo ve, ve a su Padre, ya que es uno con El, y no hace sino lo que puede agradarle, ya que cada uno de sus actos es objeto de las complacencias del Padre y merece los propongamos a nuestra contemplación. «Y veo yo claro, escribe Santa Teresa, y he visto después que, para contentar a Dios y que nos haga grandes mercedes, quiere sea por manos de esta Humanidad sacratísima, en quien dijo Su Majestad se deleita. Muy muchas veces lo he visto por experiencia: hámelo dicho el Señor. He visto claro que por esta puerta hemos de entrar, si queremos nos muestre la soberana Majestad grandes secretos. Así que vuestra merced, señor, no quiera otro camino, aunque esté en la cumbre de la contemplación; por aquí va seguro. Este Señor Nuestro es por quien nos vienen todos los bienes: El lo enseñará; mirando su vida es el mejor dechado». Y añade luego: «Mas que nosotros de maña y con cuidado nos acostumbremos a no procurar con todas nuestras fuerzas traer delante siempre, y pluguiese al Señor fuese siempre, esta sacratísima Humanidad, esto digo que no me parece bien y que es andar el alma en el aire, como dicen; porque parece no trae arrimo, por mucho, que le parece anda llena de Dios. Es gran cosa mientras vivimos y somos humanos traerle humano» [Vida, c. 22. Vale la pena leer por entero este magnífico capítulo para ver cómo deplora la Santa el haber malgastado tanto tiempo, sólo por no haberse dado en la oración a contemplar la Humanidad sagrada de Jesús].

Mas Cristo no solamente obró, sino que también habló (Hch 1,1). Sus palabras todas nos revelan los secretos divinos, y no habla sino de lo que ve. Sus palabras, El mismo nos lo dice, son para nosotros espíritu y vida, son vida de nuestra alma, no ya al modo de los sacramentos, sino en cuanto son luz que alumbra y vigor que nos sostiene. Las palabras y acciones de Jesús son para nosotros otros tantos motivos de confianza y de amor, y principios de acción.

Veis por qué las palabras de Cristo deben «permanecer en nosotros», si han de ser, como deben, principios de vida; veis también por qué resulta tan útil al alma que desea vivir de oración, leer y releer el Evangelio, seguir a la Iglesia nuestra Madre cuando nos representa los hechos y nos recuerda las palabras de Jesús a lo largo del ciclo litúrgico... Al hacer pasar ante nuestros ojos las etapas todas de la vida de Cristo, la Iglesia nos proporciona materia abundante con la que el alma pueda alimentar su oración.

El alma que sigue así paso a paso a Nuestro Señor, dispone, suministrados por la Iglesia, de todos los elementos materiales que le son necesarios para la oración; en ella, sobre todas las cosas, es donde el alma fiel encuentra al «Verbo de Dios», y, unida a El por la fe, es fecundada sobrenaturalmente, ya que la menor palabra de Jesús es para ella luz deslumbradora, venero de vida y de paz.

El Espíritu Santo es quien nos hace comprender la fecundidad de estas palabras. ¿Qué dijo Jesús a sus discípulos antes de subir al cielo? «Os enviaré el Espíritu Santo, y El os recordará cuanto os tengo dicho» (Jn 14,26). En lo cual no ha de verse una vana promesa, porque las palabras de Cristo no pasan. Cristo, Verbo encarnado, nos dio su divino Espíritu el día del Bautismo. El y su Eterno Padre nos le enviaron, porque el Bautismo nos hizo hijos del Padre y hermanos de Jesucristo. Su Espíritu mora en nosotros. «Permanece con vosotros y está en vosotros» (Ib 14,17).

La presencia y la actividad del Espíritu Santo en nosotros es absolutamente necesaria. Nuestro Señor mismo nos lo dice: «El Espíritu mora en vosotros para recordaros mis palabras». ¿Y cuál es el sentido de estas palabras del Salvador? Cuando consideramos las acciones de Cristo y sus misterios, sirviéndonos, por ejemplo, de la lectura de los Evangelios, repasando una vida de Nuestro Señor, o bien siguiendo las instrucciones de la Iglesia en el curso del año litúrgico, ocurre a veces que, un día cualquiera, tal palabra que habíamos leído y releído cien veces, sin que nos hubiera llamado la atención, cobra de repente a nuestros ojos un relieve y sentido sobrenatural totalmente nuevo; es como un rayo de luz que el Espíritu Santo alumbra en el fondo de nuestra alma; es la revelación súbita de un venero de vida hasta entonces insospechado.

Es como si un nuevo horizonte más extenso y luminoso se abriese ante los ojos del alma; es un mundo sin explorar que el Espíritu nos descubre. El Espíritu Santo, a quien la liturgia llama «el dedo de Dios», Digitus Dei [Himno Veni Creator], graba y esculpe en el alma esa palabra divina, que perdurará en ella como luz esplendorosa, como un principio de acción; y si el alma es humilde y dócil, esa palabra divina va poco a poco obrando silenciosa pero eficazmente.

Si todos los días reservamos algún ratito, largo o breve, según nuestras aptitudes y los deberes de nuestro estado, para conversar con el Padre celestial, para recoger sus inspiraciones y escuchar los llamamientos del Espíritu, sucederá entonces que las palabras de Cristo, las Verba Verbi, como dice San Agustín, serán cada vez más frecuentes e inundarán el alma con raudales de luz, abriendo en ella fuentes inagotables de vida. Así se cumplirá la promesa de Jesús, que dijo: «Si alguien tiene sed, que venga a Mí y beba; el que cree en Mí, ríos de agua viva correrán de su vientre». Y añade al punto San Juan: «Esto lo dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en El» (Jn 7, 37-38).

El alma, a su vez, traduce constantemente sus sentimientos en actos de fe, de dolor y compunción, de confianza y de amor, o de complacencia y de entrega a la voluntad del Padre celestial; se mueve en un ambiente del todo divino; la oración llega a ser su respiración y como su vida; en ella vive habitualmente, y, por tanto, no ha menester esfuerzo para encontrar a Dios, aun en medio de las ocupaciones más absorbentes.

Los momentos que dedica diariamente al ejercicio formal de la oración, no son sino la intensificación de ese estado habitual de dulce reposo y unión con Dios en que le habla interiormente y escucha ella misma la voz del Altísimo. Ese estado no es la mera presencia de Dios sino un coloquio interior y amoroso, en que el alma habia a Dios a veces con los labios; ordinariamente con el corazón permaneciendo siempre unida a El, no obstante los múltiples quehaceres diarios. Hay no pocas almas sencillas, pero rectas, que, fieles al llamamiento del Espíritu Santo, alcanzan ese estado tan deseable.

«¡Señor, enséñanos a orar!»...

 

 

 

5. LA ORACIÓN DE FE; LA ORACIÓN EXTRAORDINARIA

 

Luego sucede que, a medida que el alma va allegándose al soberano Bien, comienza también a participar más de la simplicidad divina. En la meditación llegamos a formarnos alguna idea de Dios mediante aquello que nos dictan la razón y la Revelación; pero a medida que vamos adelantando en la vida espiritual, esos mismos conceptos se van simplificando, aunque nunca podremos concebirle tal cual es. A Dios únicamente le encontraremos en la fe pura. La fe es aquí lo que la visión beatífica será en el cielo, donde veremos a Dios cara a cara, y tal como es.

La fe nos revela al Dios incomprensible para la mente humana, pero infinitamente atrayente para el corazón de su criatura, el hombre. Por lo tanto, cuando hayamos llegado a ver que Dios rebasa infinitamente todas nuestras ideas, por sublimes que nos parezcan, entonces será cuando habremos comenzado a entender algo de lo que es Dios. El concepto que de Dios tenemos, aunque analógico, nos manifiesta, con todo, algo de las perfecciones y atributos divinos; en la oración de fe entiende el alma que la esencia divina, tal cual es en sí, en su simplicidad trascendental, está muy por encima de todo cuanto se puede figurar la inteligencia, aun ayudada de la Revelación [Santo Tomás, I, q.13, a.2, ad 3].

El alma prescinde de todo cuanto los sentidos, la imaginación y aun la misma inteligencia le representaban, para atender únicamente a lo que la fe le dicta sobre Dios y la caridad de inspira. El alma ha progresado, ha pasado sucesivamente por la esfera de los sentidos y de la imaginación, del conocimiento intelectual y de los símbolos revelados; toca ya el velo del Santo de los Santos; sabe que Dios se le oculta tras ese velo como tras una nube; casi le toca, aunque no le ve, pero le atrae y le enciende con su amor de Espíritu Santo como los Apóstoles en pentecostés.

En semejante estado de la oración de fe, encendida de amor, el alma se acoge a Dios, con quien se siente unida, no obstante las tinieblas que sólo la luz beatífica será capaz de disipar; gusta, sin variar mucho de afectos, de Dios, a quien tiene la dicha de poseer. «Sentéme a la sombra de Aquel que deseaba, cuyo fruto es suavísimo a mi garganta» (Cant 2,3). Ha entrado ya en la oración de quietud, adonde se puede asegurar que llegan muchas almas cuando son fieles a la gracia. “Quedeme y olvídeme, el rostro recliné sobre el amado, cesó todo y déjeme mi cuidado entre las…

Al irse haciendo a este género de oración y familiarizando con él, el alma encuentra en esa simple adhesión de fe encendida, en ese abrazo de amor, el valor la elevación interior, la libertad de corazón, la humildad y la entrega al beneplácito divino, que le son necesarios en el largo caminar hacia el santo monte, hacia la plenitud de Dios. «Una cosa son las muchas palabras y otra el afecto firme y constante» (Epíst., 130, c. 19), dice San Agustín.

Luego, si así place a la Bondad Suprema, Dios mismo hará traspasar a esa alma las lindes ordinarias de lo sobrenatural para darse a ella en misteriosas comunicaciones, en que las facultades naturales, elevadas por la acción divina, reciben, bajo el inilujo de los dones del Espíritu Santo, y, sobre todo, de los de entendimiento y de sabiduría, un modo de operación superior. Los místicos describen los diversos grados de esas operaciones divinas que van acompañadas a veces de fenómenos extraordinarios, como el éxtasis.

No podemos, en modo alguno, subir por nuestros propios esfuerzos a tal grado de oración y de unión con Dios porque dependen únicamente de su libre y soberana voluntad. ¿Se los podrá al menos desear? Si se trata de los fenómenos accidentales que acompañan a la oración, como son las revelaciones, el éxtasis v los estigmas, desde luego que no; pues habría en ello temeridad y presunción; mas tratándose de la sustancia misma de la oración, esto es, del conocimiento puro, simple y perfecto que Dios da en ella de sus perfecciones, del amor encendido que se sigue de ello en el alma, entonces os diré que deseéis con todas vuestras fuerzas un alto grado de oración v el gozar de la contemplación perfecta.-

Porque Dios es el autor principal de nuestra santidad; y en estas comunicaciones es cuando precisamente trabaja con mayor empeño; luego no desearlas sería no desear «amar a Dios con toda nuestra alma, toda nuestra mente, todas nuestras fuerzas y todo nuestro corazón» (Mc 12,30), porque más que estas revelaciones es la intensidad del amor con que vivimos y obramos la que determinará la intensidad de nuestra unión y santidad. La unión con Dios se obtiene principalmente por la sublimidad de nuestra oración que nos inflama de amor de caridad a Dios y a los hermanos.

En esto como en todo hemos de someter nuestros deseos a la voluntad de Dios, pues sólo El sabe lo que más conviene a nuestras almas; y aun cuando trabajemos siempre por ser fieles, generosos y humildes, para obedecer en todo momento a la gracia, aun cuando suspiremos por llegar a la cima de la perfección, con todo, conviene mucho no perder nunca la paz del alma, seguros de que Dios es harto bueno y sabio para darnos lo que más nos conviene.

 

 

 

 

6. DISPOSICIONES INDISPENSABLES PARA HACER FRUCTUOSA LA ORACIÓN; PUREZA DE CORAZÓN, RECOGIMIENTO DEL ESPÍRITU, ABANDONO, HUMILDAD Y REVERENCIA

Volviendo ahora a la oración ordinaria, me queda por decir cuáles son las disposiciones de corazón que debemos llevar a ella para que sea fructuosa.

Para hablar con Dios es preciso despegarse de las criaturas; no hablaremos dignamente al Padre celestial, si la criatura ocupa ya la imaginación, el espíritu, y, lo que es más, el corazón; de ahí que lo primero, lo más necesario, lo esencial para poder hablar con Dios, es la pureza de alma. Esta es la preparación remota indispensable.

Además debemos procurar orar con recogimiento. El alma ligera, disipada y siempre distraída, el alma que no sabe ni quiere esforzarse por atar a la loca de la casa, es decir: reprimir los desvaríos de la imaginación, no será nunca un alma de oración. Cuando oramos, no nos han de turbar las distracciones que nos asalten, pero se ha de enderezar de nuevo el espíritu llevándole dulcemente y sin violencia al tema que debe ocuparnos, ayudándonos si es preciso de un libro.

¿Por qué son tan necesarios a la oración esta soledad, aun física, y ese desasimiento interior del alma? -Ya os lo dije antes, con San Pablo: porque es el Espíritu Santo quien ora en nosotros y por nosotros. Y como su acción en el alma es sumamente delicada, en nada la debemos contrariar, so pena de «contristar al Espíritu Santo» (Ef 4,30), porque de otro modo el Espíritu divino terminará por callarse. Al abandonarnos a El, debemos, por el contrario, apartar cuantos estorbos puedan oponerse a la libertad de su acción; debemos decirle: «Habla Señor, porque tu siervo escucha» (1Re 3,10). Pero es de notar que esa su voz no se oirá bien si no es en el silencio interior.

Hemos de permanecer siempre en aquellas disposiciones fundamentales de que os hable al tratar de la preparación a la comunión: no rehusar a Dios nada de cuanto nos pidiere, estar siempre dispuestos, como lo estaba Jesús, a dar en todo gusto a su Padre. «Hago siempre lo que es de su agrado» (Jn 8,29). Disposición excelente, por cuanto pone al alma a merced del divino querer.

Cuando decimos a Dios en la oración: «Señor, tú sólo mereces toda gloria y todo amor, por ser sumamente bueno y perfecto; a ti me entrego, y porque te amo, me abrazo con tu santa voluntad» entonces responde el Espíritu divino, indicándonos alguna imperfección que corregir, algún sacrificio que aceptar, alguna obra que realizar; y, amando, llegaremos a desarraigar todo cuanto pudiera ofender la vista del Padre celestial y a obrar siempre según su agrado.

Para eso se ha de entrar en la oración con aquella reverencia que conviene en presencia del Padre de la Majestad [Patrem immensæ maiestatis. Himno Te Deum]. La adoración es la actitud que cuadra mejor al alma delante de su Dios. «El Padre gusta de aquellos que le adoran en espíritu y en verdad». Notad el sentido íntimo de estas dos palabras: «Padre... adoran». ¿Qué otra cosa nos predican sino que, si bien llegamos a ser hijos de Dios, no dejamos por eso de ser criaturas suyas?

Dios quiere, además, que, mediante ese respeto humilde y profundo, reconozcamos lo nada que somos y valemos. Subordina la concesión de sus dones a esta confesión, que es a la vez un homenaje a su poder y a su bondad. «Resiste Dios a los soberbios, mas a los humildes otorga su gracia» (Sant 4,6). Bien a las claras nos enseñó el Señor esta doctrina en la parábola del fariseo y del publicano.

El alma debe abundar todavía más en sentimientos de humildad y reconocimiento de sus faltas con que ofende a Dios por el pecado; en este caso, es preciso que manifieste la compunción interior con que lamenta sus extravíos, y que caiga de hinojos ante el Señor, cual otra Magdalena pecadora.

Pero nuestros pecados pasados y actuales miserias, no han de alejarnos atemorizados de Dios. «¡Soy tan miserable!»  decimos con frecuencia. Ciertamente, pero Cristo nos da también sus riquezas para presentarnos ante el Padre.- «¡He mancillado tanto mi alma!» Pues ahí tienes la sangre de Cristo que la ha devuelto toda hermosura. Porque Cristo, y sólo El, es quien suple a nuestro alejamiento, a nuestra miseria, a nuestra indignidad, en El nos hemos de apoyar cuando oramos; El, en la Encarnación, salvó el abismo que separaba al hombre de Dios.

 

 

 

7. SOLO LA UNIÓN CON CRISTO POR LA FE PUEDE HACER FECUNDA LA VIDA DE ORACIÓN; ALEGRÍA QUE PRODUCE EN EL ALMA (Este gran autor debiera haber leído a san Juan de la Cruz en las purificaciones de la tres virtudes teologales.)

Es de tal importancia esto para las almas que aspiran a la vida de oración, que creo útil insistir en ello. Bien sabéis que entre Dios y nosotros, entre el Creador y la criatura media un abismo infinito. Sólo Dios puede decir: «Yo soy el ser subsistente por mí mismo» (Ex 3,14). Todos los demás seres han salido de la nada. ¿Quién tenderá el puente sobre este abismo? -Cristo Jesús que es el mediador y el pontífice por excelencia; únicamente por El podremos remontarnos a Dios. En esto es terminante la palabra del Verbo encarnado. «Nadie va al Padre sino por Mí» (Jn 14,6); como si dijera: «No llegaréis a la Divinidad sino pasando por mi humanidad; porque yo soy, no lo olvidéis jamás, yo soy el camino, el único camino». Sólo Cristo, Dios y Hombre, nos eleva hasta el Padre, y por ahí se ve cuánto importa tener fe viva en El.

Si tenemos esta fe en el poder de su humanidad, ya que es la humanidad de un Dios, estaremos seguros de que Cristo puede ponernos en contacto con Dios. Porque, y ya os lo he dicho repetidas veces, el Verbo, al unirse a nuestra naturaleza, en principio nos unió a todos con El. Jesús nos introduce, unidos a El por la gracia, en el santuario inaccesible de la divinidad, donde moraba va antes de que fuera creado el tiempo. «Y el Verbo existía delante de Dios» (Ib 1,1). Nos introduce consigo en «el Santo de los Santos» (Heb 9,12), como dice San Pablo.

Por Cristo somos hechos hijos de Dios (Gál 4, 4-5); merced también a El, unidos a El, podemos obrar como cumple a hijos de Dios, y llenar los deberes que dimanan de nuestra adopción divina. Por lo tanto, debiéndonos presentar a Dios en la oración como hijos adoptivos suyos, preciso será presentarnos con Cristo y por Cristo. Antes de ponernos a orar, hemos de unirnos siempre, con la intención y el afecto, a nuestro Señor, pidiéndole que El mismo se digne presentarnos al Padre. Hay que unir, pues, nuestras plegarias a las que Jesús elevaba desde este suelo, a esa oración sublime que en calidad de mediador y pontífice prosigue allá en el cielo. «Siempre vive para interceder por nosotros» (Heb 7,25).

Nuestro Señor Jesucristo santificó de antemano nuestras oraciones con su ejemplo, «pues pasaba las noches en oración con Dios» (Lc 6,12). San Pablo nos dice que ese divino pontífice, «en los días de su vida mortal, elevó ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas» (Heb 5,7). «Ahí tienes, cristiano, dice San Ambrosio al hablar de la oración de Cristo ahí tienes el modelo que imitar» (Expos, Evang. in Lc., Lib V, c. 6). Jesús oró por si mismo cuando pidió al Padre lo glorificara (Jn 17,5); oró por sus discípulos, no para que fueran sacados de este mundo, sino para que se viesen libres del mal, porque pertenecen por El al Padre (ib. 9); oró por todos cuantos habíamos de creer en El (ib. 20).

Jesús nos dejó, además, una fórmula admirable de oración en el Padrenuestro, donde se pide todo cuanto un hijo de Dios puede pedir a su Padre que está en los cielos.- «¡Oh Padre!, santificado sea tu nombre»; obre yo en todo para mayor gloria tuya, y constituya ella el primer objetivo de todos mis actos. «Venga a nosotros tu reino»; a mí y a todas vuestras criaturas; sed Vos siempre el verdadero amo y señor de mi corazón, y que en todo, sea para mí agradable o adverso, se cumpla tu voluntad; que yo pueda decir, como vuestro Hijo Jesús, que vivo para Vos.-

Todas nuestras súplicas, dice San Agustín, debieran reducirse esencialmente a esos actos de amor, a esas aspiraciones, a esos santos deseos que Cristo Jesús, el embeleso del Padre, puso en nuestros labios, y que su Espíritu, el Espíritu de adopción, repite en nosotros (San Agustín, Sermo LVI, c. 3).

Es la oración por excelencia de todo hijo de Dios.

Mas no sólo santificó Nuestro Señor con su ejemplo nuestras oraciones, no sólo nos dejó de ellas un modelo, sino que las apoya con su crédito divino e infalible, porque nuestro Pontífice tiene siempre derecho a ser escuchado. «Fue atendido en razón de su dignidad» (Heb 5,7); El mismo nos tiene dicho que todo cuanto pidamos al Padre en su nombre, esto es, poniéndole como valedor, nos será otorgado. Cuando nos presentemos a Dios, desconfiemos de nosotros mismos, pero sobre todo avivemos nuestra fe en el poder que Jesús, jefe y hermano mayor nuestro, tiene para introducirnos en la cámara de su Padre, que es también Padre nuestro. «Subo a mi Padre, que es también vuestro Padre» (Jn 20,17).-

Porque si esta fe es viva, nos uniremos por su medio estrechamente con Jesucristo, y «Cristo, que mora en nosotros por la fe» (Ef 3,17) nos sube hasta el Padre. «Quiero, Padre, que los míos estén conmigo donde yo esté» (Jn 17,24). ¿Dónde está El? En el seno del Padre. Estamos por la fe donde El está en la realidad, en el seno del Padre. «En Cristo, dice San Pablo, por la fe tenemos seguridad y entrada confiada con Dios» (Ef 3,12). 

Entonces comienza la oración; Cristo, por su Espíritu, ora con nosotros y por nosotros(Heb 7,25)¡Qué motivo más poderoso para atrevernos a comparecer confiados ante Dios! Si nos presenta Cristo, que nos mereció la filiación divina, señal cierta de que no somos ya huéspedes y advenedizos, sino hijos (Ef 1,19), podemos desde luego entregarnos a las expansiones de un amor tierno, que es perfectamente compatible con un respeto profundo.

El Espíritu Santo, Espíritu de Jesús, combina con sus dones de, temor y de piedad esos sentimientos de adoración rendida y de ilimitada confianza, que a primera vista parecen sentimientos reñidos, y da a nuestra actitud interior el carácter que conviene a nuestras relaciones con Dios.

Apoyados en Jesucristo, El nos tiene dicho: «Todo cuanto pidiereis al Padre en mi nombre, yo mismo lo haré, a fin de que el Padre sea glorificado en el Hijo» (Jn 14,13). «Hasta hoy nada habéis pedido en mi nombre; pedid y recibiréis, de modo que vuestro gozo sea cumplido» (ib. 16,24). Pedir en nombre de Jesús es pedir aquello que es conforme a nuestra salvación, viviendo unidos siempre con El por fe y amor, como miembros vivos de su cuerpo místico.

«Cristo, dice, San Agustín, ruega por nosotros en calidad de Pontífice; ora en nosotros porque es nuestra Cabeza» [Orat pro nobis ut sacerdos noster; orat in nobis ut caput nostrum. Enarr. in Ps. LXXXV, c. 1]. Por eso, añade el Santo, no puede el Padre Eterno separarnos de Cristo, como no se puede separar el cuerpo de su cabeza; al mirarnos, ve en nosotros a su Hijo, porque formamos un todo con El.

De ahí también resulta que al concedernos el Padre lo que le pide su Hijo en nosotros y para nosotros, es «glorificado en su mismo Hijo», porque el Padre cifra toda su gloria en amar a su Hijo y en complacerse en El. Dice Santa Teresa que «mucho contenta a Dios ver un alma que con humildad pone por tercero a su Hijo» (Vida, cap.22). La Iglesia siempre que  termina sus oraciones lo hace poniendo por intercesor ante el Padre a nuestro Señor Jesucristo «que vive y reina con el Padre y el Espíritu Santo por los  siglos de los siglos. Amén».

Y así nuestro gozo será completo. Y no aquí abajo, en la tierra, donde vamos de camino al cielo y aun es preciso luchar, y donde no siempre veremos en seguida satisfechos todos nuestros deseos, «porque el hombre que siembra hoy, no espera para mañana mismo la cosecha», según frase de San Agustín (Tract. in Joan., 73, n.4); mas entretanto se va perfeccionando poco a poco ese gozo íntimo de sentirse hijo de Dios, gozo y confianza que serán un día colmados en la eterna bienaventuranza. Porque el alma que de veras se da a la oración, se va desasiendo más y más de todo lo terreno, para penetrar más profundamente en la vida de Dios.

Procuremos, pues, ser de esas almas unidas a Dios por medio de la oración; pidamos al Señor que nos conceda ese don preciosísimo, manantial de grandes gracias absolutamente necesarias para encontrarnos aquí en la tierra por las virtudes sobrenaturales de la fe, esperanza y amor hasta que lleguemos en el cielo a la visión plena y total de la Santísima Trinidad, a la que algunos santos llegan por gracia en la tierra; pidámoselo en la medida que nos conceda ese don preciosísimo, estemos seguros de que viviremos cada vez más conforme al espíritu de nuestra adopción y se irá afianzando en nosotros la cualidad inestimable de hijos de Dios, «para gloria de nuestro Padre celestial y colmo de nuestro gozo» (Jn 14,13; 16,24). Así sea.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

LA ORACIÓN

 

IMPORTANCIA DE LA ORACIÓN EN LA VIDA CRISTIANA: LA ORACIÓN VERDADERA  ES TRANSFORMANTE, ES ORACIÓN-CONVERSIÓN

 

Tan grande es el deseo que tiene Nuestro Señor de darse a nosotros, que multiplicó los medios de llevarlo a cabo, juntamente con los distintos sacramentos, nos ha señalado la oración, como fuente de gracia. Es evidente que los sacramentos, como se ha indicado repetidas veces en el transcurso de estas conferencias, producen la gracia “ex opere operato” que decíamos en nuestros tiempos de teología, es decir, por el hecho mismo de ser aplicados al alma que no pone óbice a su acción.

La oración, en cambio, de suyo, no tiene una eficacia tan intrínseca; mas no por eso nos es menos necesaria, es más, yo diría que es esencial y absolutamente necesaria para llegar a la unión total con Dios, para cumplir el primer mandamiento en plenitud. (Ve en mis libros cuando trato de este tema)  que los sacramentos para conseguir la ayuda divina.

Vemos, en efecto, cómo Jesucristo durante su vida mortal hace milagros movido por la oración. Un leproso se le presenta: «Señor, tened compasión de mí», y le cura. Le presentan un ciego que le dice: «Señor, haced que vea», y Nuestro Señor le devuelve la vista. Marta y Magdalena le dicen: «Señor: si hubieseis estado aquí, no hubiera muerto nuestro hermano». Esto es una especie de petición y a esta súplica contesta el Señor con la resurrección de Lázaro.-

Estos son favores temporales, pero también la gracia se alcanza con la oración. «Señor, le dice la Samaritana, dadme esa agua viva, de que sois fuente, y que nos reporta la vida eterna», y Cristo se descubre a ella como el Mesías, y la induce a confesar sus faltas para perdonárselas. Clavado en la cruz, pídele el Buen Ladrón que se acuerde de él, y el Señor le concede perdón completo: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso».

Por otra parte, Nuestro Señor mismo nos ha recomendado este género de impetración: «Pedid, y recibiréis; llamad, y se os abrirá; buscad, y encontraréis» (Mt 7,7). «Todo cuanto pidiereis a mi Padre, en nombre mío, es decir, poniéndome por intercesor, os lo concederá» (Jn 16,23). Asimismo, San Pablo nos exhorta a elevar en todo tiempo continuas oraciones y súplicas poniendo por intercesor al Espíritu Santo (Ef 6,18).

Es, pues, evidente que la oración vocal de impetración resulta un medio muy poderoso para atraernos los dones de Dios. de lo que ahora quiero hablaros es de la oración mental; de lo que vulgarmente se llama meditación. Es asunto de suma importancia el que vamos a tratar.

La oración es uno de los medios más necesarios para efectuar aquí en la tierra nuestra unión con Dios y nuestra imitación de Jesucristo. El contacto asiduo del alma con Dios en la fe por medio de la oración y la vida de oración, ayuda poderosamente a la transformación sobrenatural de nuestra alma. La oración bien hecha, la vida de oración, es transformante.

Más aún; la unión con Dios en la oración nos facilita la participación más fructuosa en los otros medios que Cristo estableció para comunicarse con nosotros y convertirnos en imagen suya.- ¿Por qué esto? ¿Es acaso la oración, más eminente, más eficaz, que el santo sacrificio, que la recepción de los sacramentos, que son los canales auténticos de la gracia? -Ciertamente que no; cada vez que nos acercamos a estas fuentes, obtenemos un aumento de gracia, un crecimiento de vida divina, pero este crecimiento depende, en parte al menos de nuestras disposiciones.

Ahora bien, la oración, la vida de oración, conserva, estimula, aviva y perfecciona los sentimientos de fe, de humildad, de confianza y de amor, que en conjunto constituyen la mejor disposición del alma para recibir con abundancia la gracia divina. Un alma familiarizada con la oración saca más provecho de los sacramentos y de los otros medios de salvación, que otra que se da a la oración con tibieza y sin perseverancia. Un alma que no acude fielmente a la oración, puede recitar el oficio divino, asistir a la Santa Misa, recibir los sacramentos y escuchar la palabra de Dios, pero sus progresos en la vida espiritual serán con frecuencia insignificantes.

¿Por qué? -Porque el autor principal de nuestra perfección y de nuestra santidad es Dios mismo, y la oración es precisamente la que conserva al alma en frecuente contacto con Dios: la oración enciende y mantiene en el alma una como hoguera, en la cual el fuego del amor está, si no siempre en acción, al menos siempre latente; y cuando el alma se pone en contacto directo con la divina gracia, verbigracia, en los sacramentos, entonces, como un soplo vigoroso, la abrasa, levanta y llena con sorprendente abundancia. La vida sobrenatural de un alma es proporcionada a su unión con Dios, mediante la fe y el amor; debe, pues, este amor exteriorizarse en actos, y éstos, para que se reproduzcan de una manera regular e intensa, reclaman la vida de oración. En principio, puede decirse que, en la economía ordinaria, nuestro adelantamiento en el amor divino depende prácticamente de nuestra vida de oración.

Determinemos, pues, qué es oración, es decir, cuál es su naturaleza, y cuáles sus grados; luego, qué disposiciones exige para producir todos sus frutos.

Inútil es advertir que no trato de desarrollar aquí un tratado completo sobre la oración; existen y muy buenos quiero, simplemente, tocar algunos puntos esenciales relacionados con la idea central de estas conferencias: nuestra adopción sobrenatural en Cristo Jesús, que nos hace vivir por su gracia y su Espíritu.

 

1. NATURALEZA DE LA ORACIÓN: CONVERSACIÓN DEL HIJO DE DIOS CON SU PADRE CELESTIAL BAJO LA INFLUENCIA DEL ESPÍRITU SANTO

¿Qué es oración? Digamos que es una conversación del hijo de Dios con su Padre celestial. Notad las palabras «conversación del hijo de Dios»: las he empleado muy intencionadamente. Se encuentran a veces hombres que no creen en la divinidad de Cristo, como ciertos deístas del siglo XVIII, como aquellos que en tiempo de la Revolución establecieron el culto del Ser Supremo, e inventaron oraciones a la «Divinidad»: pensaron, quizá, deslumbrar a Dios con sus oraciones; pero todo era vano juego de un espíritu puramente humano, que Dios no podía aceptar.

No es así nuestra oración. No es una conversación del hombre, simple criatura, con la divinidad, sino una conversación del hijo de Dios con su Padre celestial para adorarle, alabarle, manifestarle su amor, tratar de conocer su voluntad, y obtener de El la ayuda necesaria para cumplirla.

En la oración nos presentamos a Dios en calidad de hijos, calidad que eleva esencialmente nuestra alma a un orden sobrenatural. Sin duda alguna, no debemos jamás olvidar nuestra condición de criaturas, es decir, nuestra nada; pero el punto de partida, o, por mejor decir, el terreno sobre el que debemos colocarnos en nuestras relaciones con Dios, es el plano sobrenatural; en otros términos: es nuestra filiación divina, nuestra calidad de hijos de Dios por la gracia de Cristo, la que debe determinar nuestra actitud fundamental, y, por decirlo así, servirnos de hilo conductor en la oración.

Veamos cómo San Pablo aclara este punto. «No sabemos, dice, lo que debemos pedir a Dios en la oración según nuestras necesidades, pero el Espíritu Santo viene en ayuda de mlestra insuficiencia. El mismo ruega por nosotros con gemidos inenarrables» (Rm 8,26). Ahora bien, dice San Pablo en el mismo lugar: este Espíritu que debe rogar por nosotros y en nosotros es «el Espíritu de adopción, que testifica que somos hijos de Dios y sus herederos, y que nos hace clamar a Dios: «¡Padre, Padre!» (ib. 8,15). Este Espíritu nos fue dado después que, «llegada la plenitud de los tiempos, nos envió Dios a su Hijo para concedernos la adopción de hijos» (Gál 4, 4-5). Y porque la gracia de Cristo nos hace sus hijos, «Dios envió también a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que nos autoriza a rogar a Dios como a un Padre» (+Rm 8,15; 2Cor 1,22).

Y es que, en verdad, «ya no somos extranjeros, ni huéspedes de paso, sino miembros de la familia de Dios, de aquella mansión de la que Jesucristo es piedra angular» (Ef 2,20).

Así, pues, el Espíritu que recibimos en el Bautismo, en el sacramento de nuestra adopción divina, es el que nos hace clamar a Dios: «Vos sois nuestro Padre». ¿Qué quiere decir esto sino que, como consecuencia de nuestra filiación divina, tenemos el derecho y el deber de presentarnos ante Dios como sus hijos? Escuchemos a Nuestro Señor mismo, El vino para ser la «luz del mundo», y sus palabras, «llenas de verdad», nos indican «el camino». «Yo soy luz del mundo y el camino y la verdad» (Jn 8,12; 14,6).

Sentado junto al pozo de Jacob, Jesús conversa con la Samaritana (ib. 4,5 y sigs.). En El ha reconocido esta mujer un profeta, un enviado de Dios; en seguida le pregunta (lo que era objeto de viva controversia entre sus compatriotas y los judíos) si Dios debía ser adorado sobre las montañas de Samaria o en Jerusalén. ¿Qué contesta Cristo? «Mujer, créeme: llega la hora en la que vosotros no adoraréis al Padre ni aquí, ni en Jerusalén; llega la hora, más bien, ya ha ]legado, en la que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque el Padre busca tales adoradores».

Notad cómo Jesucristo pone de relieve el nombre de Padre.- En Samaria, como es sabido, se adoraban los falsos dioses, y por eso Cristo dice que hay que adorar «en verdadn, es decir, al Dios verdadero; en Jerusalén se adoraba al verdadero Dios, pero no «en espíritu»: la religión de los judíos era completamente materialista en su expresión y en los motivos que la inspiraban.-

Fue el Verbo encarnado quien inauguró, «y ya es llegada esa hora», la nueva religión, la del verdadero Dios adorado en espíritu, en el espíritu de la verdadera adopción divina, sobrenatural, espiritual, que nos hace hijos de Dios, por cuyo motivo Nuestro Señor insiste en la palabra «Padre». «Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad». Sin duda alguna, siendo nosotros hijos adoptivos, al hacernos Dios sus hijos, en nada disminuye su divina majestad ni su soberanía absoluta, y debemos adorarle, anonadarnos ante El; pero debemos adorarle en verdad y en espíritu, es decir, en la verdad y espíritu del orden sobrenatural, por el cual somos hijos suyos.

Nuestro Señor es mas explícito en otro lugar. Con la Samaritana sienta, por decirlo así, el principio: a sus discípulos les da el ejemplo: «Un día, dice San Lucas, estaba en oración y cuando hubo terminado, uno de sus discípulos dijo: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11 y sigs.) ¿Cuál fue la respuesta de Jesús? «Cuando oréis, orad así: Padre nuestro, que estás en los cielos; santificado sea tu nombre...» No olvidéis esto: Nuestro Señor es Dios; como Verbo suyo está siempre «en el seno del Padre»; nadie conoce a Dios, sino su Hijo.

Cristo conoce, pues, perfectamente qué es lo que debemos decir o pedir a Dios para convertirnos en los «verdaderos adoradores que Dios buscal»; conoce también perfectamente cómo debemos comparecer en presencia de Dios para conversar con El, para agradarle; lo que enseña es la verdad, porque no puede revelar sino lo que ve (Jn 1,18).

Y nosotros podemos y debemos escuchar lo que nos dice: El es el camino que hav que seguir sin vacilar; el que le sigue «no anda en tinieblas» (ib. 8,12). Ahora bien, ¿cómo se expresa Jesús cuando quiere enseñarnos esta ciencia de la oración, que declaró ser tan necesaria que continuamente debemos practicarla? «Es preciso orar en todo tiempo y no desfallecer» (Lc 18,1).

Empieza señalando el título que debemos dar a Dios, antes de presentarle nuestros homenajes; ese título, que señala la orientación, o mejor dicho, que indica el carácter que debe tener nuestra conversación, y sobre el cual apoyaremos las peticiones que han de seguir; el título que nos indica la actitud de nuestra alma en presencia de Dios. ¿Cuál es ese título? «Padre nuestro».

Recogemos, pues, de los propios labios de Cristo, del Hijo muy amado, en el cual Dios puso todas sus complacencias, esta preciosa indicación de que la primera y fundamental actitud que debemos adoptar en nuestras relaciones con Dios es la de un hijo en presencia de su padre. Sin duda -repitol una vez más, por ser este punto de mucha importancia-, este hijo no olvidará jamás su originaria condición de criatura caída en el pecado y que conserva en sí un germen de pecado que puede separarle de Dios, porque el que es nuestro Padre «habita en los cielos» y es al propio tiempo nuestro Dios.

«Ved aquí, decía Nuestro Señor al despedirse de sus discípulos, que vuelvo a mi Padre, que es también el vuestro, a mi Dios, que es también el vuestro» (Jn 20,17). Por este motivo adoptará siempre el hijo de Dios una actitud de profunda reverencia y de profunda humildad, suplicará que le sean perdonados sus pecados, no caer en la tentación y ser librado del mal; pero acompañará aquella humildad y reverencia con una inquebrantable confianza -porque «todo don perfecto desciende de arriba del Padre de las luces» (Sant 1,17)-, y con un tierno amor, amor del hijo a su Padre, y Padre amoroso. [Llevada, por decirlo así, sobre las alas de la fe y de la esperanza, el alma remonta su vuelo hacia el cielo y se eleva hasta Dios.- Con acendrada piedad y profunda veneración, expone a Dios con entera confianza todas sus necesidades, cual lo haría el hijo único al más amado de los padres.- Catecismo del Concilio de Trento, 4ª parte, capítulo 1.- «Dios os manda presentaros ante El, no con temor y temblando, como un esclavo ante su dueño, sino para refugiaros cabe El con toda libertad y con perfecta confianza, como un niño cerca de su padreib. cap.2].

Es, pues, la oración como la manifestación de nuestra vida íntima de hijos de Dios, como el fruto de nuestra filiación divina en Cristo; como el desarrollo espontáneo de los dones del Espíritu Santo. Por esto es tan vivificante y tan fecunda. El alma que se da regularmente a la oración saca de ella gracias inefables que la transforman poco a poco, a imagen v semejanza de Jesús, Hijo único del Padre celestial. «La puerta, dice Santa Teresa, por la que penetran en el alma las gracias escogidas, como las que el Señor me hizo, es la oración; una vez cerrada esta puerta, ignoro cómo podría otorgárnoslas» (Vida, cap.8).

De la oración saca el alma gozos que son como presagio de la unión celestial, de esa herencia eterna que nos espera. «En verdad, decía Jesucristo, cuanto pidiereis de saludable a mi Padre en nombre mío, os lo concederá, para que vuestro gozo sea completo» (Jn 16,24). En esto consiste la oración mental: trato íntimo de corazón a corazón entre Dios y el alma, «estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama» (Santa Teresa, ib. cap.8).

Mas este trato o conversación del hijo de Dios con su Padre celestial se verifica bajo la acción del Espíritu Santo.- En efecto, Dios, por medio del profeta Zacarías, había prometido que, en la Nueva Alianza, «derramaría sobre las almas el espíritu de gracia y de oración» (Zac 12,10). Este espíritu es el Espíritu Santo, el Espíritu de adopción, que Dios envía a los corazones de aquellos que tiene predestinados a ser sus hijos en Cristo Jesús. Los dones que este Espíritu divino infunde en nuestras almas el día del bautismo, juntamente con la gracia, nos ayudan en nuestras relaciones con el Padre celestial.

El don de temor nos llena de reverencia ante su divino acatamiento; el don de piedad hace compatible con esa reverencia la ternura propia de un hijo hacia su padre; el don de ciencia presenta al alma con nueva luz las verdades de orden natural, el don de inteligencia la hace penetrar en las profundidades ocultas de los misterios de la fe; el don de sabiduría le da el gusto, el conocimiento afectivo de las verdades reveladas.

Los dones del Espíritu Santo son disposiciones muy reales a las que no prestamos bastante atención; por ellos el Espíritu Santo, que mora en el alma del bautizado, como en un templo, la ayuda y guía en sus relaciones con el Padre celestial: «El Espíritu Santo fortalece nuestra flaqueza... El mismo ruega por nosotros con gemidos inenarrables». (Rm 8,26) [El Espíritu Santo es el alma de nuestras oraciones; El nos las inspira y hace que sean siempre admisibles. Catec. del Conc. de Trento, 4ª parte, c. 1, 7].

El elemento esencial de la oración es el contacto sobrenatural del alma con Dios, mediante el cual el alma recibe aquella vida divina que es la fuente de toda santidad. Este contacto se establece cuando el alma, elevada por la fe y el amor, apoyada en Jesucristo, se entrega a Dios, a su voluntad, por un movimiento del Espíritu Santo: «El sabio se ocupa desde el alba en velar ante el Dios que le ha creado, y eleva sus oraciones ante el Altísimo» (Ecli 39,6). Ningún raciocinio, ningún esfuerzo puramente natural puede producir este contacto: «Nadie puede decir: Señor Jesús, si no es movido por la gracia del Espíritu Santo» (1Cor 12,3). Este contacto se verifica en las oscuridades de la fe, pero llena el alma de luz y de vida.

La oración es, pues, el despliegue, bajo la acción de los dones del Espíritu Santo, de los sentimientos propios de nuestra adopción divina en Jesucristo; y por eso debe ser asequible a toda alma bautizada, de buena voluntad. Además, Jesucristo invita a todos sus discípulos a aspirar a la perfección para ser hijos dignos del Padre celestial. «Sed pues, perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial» (Mt 5,48). Ahora bien, la perfección, prácticamente, no es posible si el alma no vive de la oración. ¿No resulta, pues, evidente que Cristo no pudo desear que la manera de tratar con El en la oración fuese complicada y fuera del alcance de las almas más sencillas que le buscan con sinceridad? Por esto dejé dicho que la oración puede definirse: una conversación del hijo de Dios con su Padre celestial: «Padre nuestro, que estás en los cielos».

 

2. DOS FACTORES AFECTARÁN A LOS TÉRMINOS DE ESTA CONVERSACIÓN: PRIMER FACTOR: LA MEDIDA DE LA GRACIA DE CRISTO; SUMA DISCRECION QUE DEBE OBSERVARSE A ESTE PROPÓSITO; DOCTRINA DE LOS PRINCIPALES MAESTROS DE LA VIDA ESPIRITUAL; EL MÉTODO NO ES EL MISMO QUE LA ORACIÓN

En una conversación se escucha y se habla; el alma se entrega a Dios y Dios se comunica al alma.

Para escuchar a Dios, para recibir sus luces, basta con que el corazón se halle penetrado por sentimientos de fe de reverencia, de humildad, de ardiente confianza, de amor generoso.

Para hablarle, es preciso tener algo que decirle. ¿Cuál será el tema de la conversación? Este depende principalmente de dos factores: la medida de la gracia que Jesucristo da al alma y el estado de la misma alma.

La primera cosa que debemos tener presente es, pues, la medida de los dones de gracia comunicados por Cristo (Ef 4,7). Jesucristo, en cuanto Dios, es dueño absoluto de sus dones: otorga su gracia al alma, como y cuando lo juzga oportuno; derrama en ella su luz cuando es del agrado de su soberana majestad; nos guía y lleva hacia su Padre por su Espíritu. Si leyeseis los maestros de la vida espiritual, veriais que siempre han respetado santamente esta soberanía de Cristo en la dispensación de sus favores y de sus luces; esto explica su extrema reserva al tratar de las relaciones del alma con su Dios.

San Benito, que fue un eminente contemplativo, favorecido con gracias extraordinarias de oración y maestro en el conocimiento de las almas, exhorta a sus discípulos a «entregarse con frecuencia a la oración» [orationi frequenter incumbere. Regla, cap.IV], deja claramente entender que la vida de oración es de absoluta necesidad para encontrar a Dios. Pero cuando se trata de reglamentar el modo de darse a la oración, lo hace con particular discreción. Presupone, naturalmente, que ya se ha adquirido cierto conocimiento habitual de las cosas divinas por medio de la lectura asidua de las Sagradas Escrituras y de las obras de los Santos Padres de la Iglesia. Tocante a la oración, se limita a indicar en primer lugar cuál debe ser la disposición con que el alma debe acercarse a la presencia de Dios: profunda reverencia y humildad [es de notar que el Patriarca de los monjes intitula el capítulo de la oración: «De la reverencia que se debe observar en la oración», cap.XX.], y quiere que el alma permanezca en presencia de Dios en espíritu de gran arrepentimiento y de perfecta sencillez. Esta disposición es la mejor para escuchar la voz de Dios con fruto. En cuanto a la oración misma, además de relacionarla íntimamente con la salmodia (de la que la oración no es más que la continuación interna), San Benito la hace consistir en impulsos cortos y fervorosos del corazón a Dios. «El alma, dice, siguiendo el consejo del mismo Cristo (Mt 7,7), debe evitar el mucho hablar; no prolongará el ejercicio de la oración a menos de ser arrastrada a ello por los movimientos del Espíritu Santo, que mora en ella por la gracia». Ninguna otra indicación expresa sobre la oración nos dejó el legislador de la vida monástica.

Otro gran maestro de la vida espiritual, elevado a un alto grado de contemplación, y lleno de luces de gracia y experiencia, San Ignacio de Loyola, dejó escritas algunas palabras, cuya profunda sabiduría no se podrá apreciar nunca bastante: «Aquella parte es mejor para cualquier individuo, escribe a San Francisco de Borja, donde Dios nuestro Señor más se comunica, mostrando sus santísimos dones y gracias espirituales, porque ve y sabe lo que más le conviene, y como quien todo lo sabe, le muestra la vía; y nosotros para hallarla, mediante su gracia divina, ayuda mucho buscar y probar por muchas maneras para caminar por la "que les es más declarada", más feliz y bienaventurada en esta vida, toda guiada y ordenada para la otra sin fin, abrazados y unidos con los tales "santísimos" dones» (Carta 20-IX-1548). Enseña, pues, el Santo que se debe dejar a Dios el cuidado de indicar a cada alma el mejor modo y manera de tratar con El.

Santa Teresa, en varios pasajes de sus Obras, inculca el mismo pensamiento: «Esto importa mucho a cualquier alma que tenga oración, poca o mucha, que no la arrincone ni apriete. Déjela andar por estas moradas arriba y abajo y a los lados» (Moradas, 1ª, cap.2). [Véase también Vida, principio del cap.12, cap.13 y cap.22, donde dice que Dios conduce a las almas por caminos y sendas muy distintas. Véanse también los caps.18 y 27, donde enseña cuán excelente oración es hacer compañía a Nuestro Señor en los diferentes misterios y entretenerse con El en simples coloquios].

San Francisco de Sales no es menos reservado;- veamos lo que dice, el texto es bastante largo, pero expresa bien la naturaleza de la oración, fruto de los dones del Espíritu Santo, y la discreción con que se debe reglamentar: «No penséis, hijas mías, que la oración sea obra del espíritu humano, es un don especial del Espíritu Santo, que eleva las potencias del alma sobre las fuerzas naturales, para unirse a Dios por sentimientos y comunicaciones de que son incapaces el raciocinio y la sabiduría de los hombres.- Los caminos por los cuales conduce El a las almas santas en este ejercicio (que es, sin duda alguna, el ejercicio más divino de una criatura razonable) son sorprendentes en su variedad y dignos de toda loa, pues nos llevan a Dios y bajo su guía; pero no debemos inquietarnos por seguirlos todos, ni siquiera escoger alguno según nuestro propio parecer; lo que importa es reconocer el efecto de la gracia en nosotros, y serle fieles» (Resumen del espíritu interior de las religiosas de la Visitación, explicado por San Francisco de Sales y recogido por Mons. Maupas).

Podríamos multiplicar citas y testimonios parecidos, mas los aducidos bastarán para demostrarnos que si bien los maestros de la vida espiritual ponen especial empeño en invitar a las almas a darse a la oración, por ser un elemento esencial para la perfección espiritual, sin embargo se guardan bien de imponer indistintamente a todas las almas un camino con preferencia a otro. Decimos «imponer»: ellos indican o recomiendan métodos particulares; todos tienen su valor, hay que reconocerlo; todos encierran su utilidad, que se puede comprobar. Ahora bien, querer imponer indistintamente a todas las almas el mismo método sería desconocer la libertad divina, según la cual Jesucristo distribuye sus gracias, y las inclinaciones que hace nacer en nosotros su Espíritu.

En materia de método, el que ayuda a un alma puede molestar a otra.- La experiencia demuestra que muchas almas que tiene facilidad para conversar habitual y sencillamente con Dios, sacando mucho fruto, se verían torturadas si se las quisiese someter a tal o cual método. Cada alma, pues, ha de examinarse antes de imponerse a sí misma el mejor método de conversar con Dios, debe, por una parte, apreciar sus aptitudes, sus disposiciones, sus gustos, sus aspiraciones, su género de vida; tratar de conocer el impulso del Espíritu Santo; tener en cuenta sus progresos en la vida espiritual. Debe, por otra, ser dócil y responder con generosidad a la gracia de Cristo y a la acción del Espíritu Santo. Encontrado el camino que más le conviene, después de varios tanteos inevitables en los principios, el alma debe seguirlo fielmente, hasta que el Espíritu Santo la conduzca a otro camino; esto es una garantía de fecundidad.

Otro punto, que considero muy importante y que guarda íntima relación con el precedente, es el de no confundir la esencia de la oración con los métodos (sean cuales fueren) de que nos sirvamos para hacerla.- Almas hay que llegan a persuadirse de que si no siguen tal o cual método, no harán oración; hay en esto una confusión de ideas que puede acarrear graves consecuencias. Por haber confundido la esencia de la oración con el empleo del método, esas almas no se atreven a cambiarlo, aun cuando reconocen que el que tienen les sirve de obstáculo o les es completamente inútil; o bien, lo que ocurre con más frecuencia, encontrando el método molesto, lo abandonan sin reparo, y, junto con él, la oración, y esto con gran detrimento de su alma.- Una cosa es el método y otra la oración: aquél debe variar según las disposiciones y necesidades de las almas; mientras que ésta (quiero decir, la oracion ordinaria) esencialmente ha de ser siempre la misma para todas las almas: conversación mediante la cual el corazón del hijo de Dios se explaya ante su Padre celestial. y le escucha para agradarle. El método, sosteniendo al espíritu, ayuda al alma en su unión con Dios; es un medio, pero no debe llegar a ser un obstáculo. Si tal método ilumilla la inteligencia, enardece la voluntad y la lleva a entregarse a las inspiraciones divinas y a derramarse íntimamente en presencia de Dios, será buen método, pero no debe seguirse cuando contraria realmente la inclinación del alma, cuando la agita y priva de todo progreso en la vida espiritual; ni tampoco cuando, a causa de los progresos del alma, viene ya a resultar inútil.

 

3. SEGUNDO ELEMENTO: ESTADO DEL ALMA. LAS DISTINTAS FASES DE LA VIDA DE PERFECCIÓN CARACTERIZAN, DE UNA MANERA GENERAL, LOS DIVERSOS GRADOS DE LA VIDA DE ORACIÓN. TRABAJO DISCURSIVO DE LOS PRINCIPIOS

El segundo factor que se debe tener presente para determinar el tema habitual de nuestras relaciones con Dios es el estado del alma.

Nuestra alma no está siempre en el mismo estado. Como es sabido, la tradición ascética distingue tres grados o estados de perfección: la vía purgativa, que recorren los principiantes; la vía iluminativa, en la que avanzan los fervorosos, y la vía unitiva, propia de las almas perfectas. Tales estados han sido así clasificados por predominar en ellos, aunque no exclusivamente, tal o cual carácter: en uno, el trabajo de la purificación del alma, en otro, su iluminación, y en el tercero, su estado de unión con Dios. Claro está que la naturaleza habitual de los ejercicios del alma se diferencia según el estado en el cual se encuentra.

Hecha abstracción, pues, del impulso del Espíritu Santo y de las aptitudes del alma, el que empieza a recorrer los caminos de la vida espiritual, debe ejercitarse en adquirir por sí mismo el hábito de la oración. Pues, aunque el Espíritu Santo nos ayuda poderosamente en las relaciones con nuestro Padre celestial, su acción no se produce en el alma independientemente de ciertas condiciones relacionadas con nuestra naturaleza. El Espíritu Santo nos conduce según nuestro modo de ser; somos inteligencia y voluntad, pero no amamos sino el bien que conocemos; no nos inclinamos sino hacia el bien reconocido como tal por nuestro entendimiento. Debemos, pues, para unirnos plenamente a Dios -¿no es éste el mejor fruto de la oración?-, conocer a Dios tan perfectamente como nos sea posible. Por esta razón, dice Santo Tomás: «cuanto ilustra la fe, está ordenado a la caridad» (In Epist. I. S. Pauli ad Timoth., cap.I, lect.2ª).

Al principiar, pues, a buscar a Dios, debe el alma ate sorar principios intelectuales, y conocimientos que afiancen su fe. ¿Por qué? -Porque sin ellos no encontrará qué decir, y la conversación degenerará en pura fantasía, sin fondo ni fruto o se convertirá en un ejercicio enojoso, que pronto abandonará el alma. Deben reunirse primeramente aquellos conocimientos, y luego conservarlos, renovarlos y reforzarlos. ¿De qué manera? -Hay que dedicarse durante cierto tiempo, ayudándose de algún libro, a la meditación continuada sobre un punto cualquiera de la Revelación; el alma consagra un período más o menos largo, según sus disposiciones, a meditar los principales artículos de la fe, a fin de considerarlos minuciosamente uno por uno; y así obtendrá, como resultado de estas consideraciones sucesivas, los conocimientos necesarios que le han de servir de base para la oración.

Ese trabajo, puramente discursivo, no debe confundirse con la oración; no es más que un preámbulo útil y hasta necesario para iluminar, guiar, disponer o sostener la inteligencia, pero preludio al fin. La oración no comienza, en realidad, sino cuando, caldeada la voluntad, entra sobrenaturalmente en contacto, mediante el afecto, con el divino Bien, y se abandona a El por amor, para agradarle, para cumplir sus mandatos y deseos. El asiento propio de la oración es el corazón; por eso se dijo de María que conservaba las palabras de Jesús in corde suo en su corazón (Lc 2,51); pues es de él, en efecto, de donde arranca esencialmente la oración. Cuando Nuestro Señor enseñaba a orar a sus discípulos, no les decía: «Os entretendréis en tales o cuales raciocinios», sino más bien: «Manifestaréis los afectos de vuestros corazones de hijos». «Así habréis de orar: Padre nuestro... Santificado sea tu nombre...» Las peticiones que Jesucristo nos manda hacer, dice San Agustín, son la norma a que debemos ajustar los deseos de nuestro corazón [Verba quæ Dominus noster Iesus Christus in oratione docuit forma est desideriorum. Sermo LVI, c. 3]. 

Un alma (y no es más que un supuesto) que limitase regularmente su trabajo al raciocinio intelectual, aun cuando versare sobre materias de fe, no haría oración. [Así se expresa sobre este particular, Saudreau, cuyas obras ascéticas son bastante conocidas; lo que va entre guiones lo añadimos nosotros: «Notémoslo bien, la súplica es la parte capital de la oración, o por mejor decir, la oración empieza con ella. Mientras el alma no se vuelve a Dios para hablarle -para alabarle, bendecirle, glorificarle; para deleitarse en sus perfecciones, para dirigirle sus súplicas, para entregarse a sus inspiraciones- puede, en verdad meditar, pero no ora ni hace oración.

Se encuentran personas que se engañan y pasan la media hora del ejercicio de a meditación reflexionando, sí, pero sin decir nada a Dios: y aun cuando a tales cavilaciones hayan juntado deseos piadosos y generosas resoluciones, con todo, no han hecho verdadera oración; sin duda alguna, no sólo ha obrado el entendimiento, sino que también se ha conmovido el corazón, y se ha sentido impulsado hacia el bien con ímpetu y ardor, pero no se ha derramado en el corazón de Dios.

Tales meditaciones, aunque no del todo inútiles, pronto producen cansancio y con frecuencia desaliento y abandono de tan santo ejercicio». Los grados de la vida espiritual.- Véase también R. P. Schrijvers, C. SS. R., La bonne volonté, II part., cap.I, L’oraison]. De aquí resulta que se encuentran almas, aun entre los principiantes, que sacan más fruto de una simple lectura «entreverada», con afectos y suspiros del corazón, que de un ejercicio en el cual únicamente se ejercita la razón.

En este ejercicio no podrán evitarse al principio ciertos «tanteos», mas para precaverse de las ilusiones de la pereza debe el alma necesariamente ayudarse del consejo de un director exper¿mentado.

 

4. DE CUÁNTA IMPORTANCIA SEA EN LA VÍA ILUMINATIVA LA CONTEMPLACIÓN DE LOS MISTERIOS DE CRISTO: EL ESTADO DE ORACIÓN

La experiencia, empero, demuestra que a medida que un alma progresa en los caminos de la vida espiritual, el trabajo discursivo del raciocinio va aminorándose. ¿Por qué? -Porque el alma, penetrada de las verdades cristianas, no precisa reunir conocimientos sobre la fe; ya los posee, y no tiene otro trabajo que conservarlos y renovarlos por medio de santas lecturas.

De aquí resulta que el alma, así empapada y poseída de las verdades divinas, no necesita entretenerse en prolongadas consideraciones; ya es dueña de todos los elementos materiales de la oración. Sin otra preparación, y sin el trabajo discursivo, que necesitan por lo regular las que aún no han adquirido tales conocimientos, puede entrar en conversación con Dios.

Esta ley fundada en la experiencia no está exenta, naturalmente, de excepciones que es preciso respetar cuidadosamente. Hay almas muy aventajadas en los caminos de la vida espiritual que ni saben ni pueden ponerse en oración sin ayuda de un libro, la lectura les sirve, por decirlo así, como de cebo y acicate; no deben, por tanto, abandonarla, otras almas no saben conversar con Dios si no recurren a la oración vocal; se les perjudicaría si se les lanzara por otro camino, mas por lo general, es evidente que, a medida que el alma progresa en la luz de la fe y en fidelidad, la acción del Espíritu Santo toma mayores proporciones, y cada vez siente menos la necesidad de recurrir al raciocinio para encontrar a Dios.

Sucede esto sobre todo, y la experiencia lo demuestra, respecto de aquellas almas que tienen un conocimiento más arraigado y más desarrollado de los misterios de Cristo.

Véase lo que San Pablo escribía a los primeros cristianos: «Permanezcan en vuestros corazones y con abundancia las palabras de Cristo» (Col 3,16).

El gran Apóstol deseaba esto a fin de que los fieles ose instruyesen y exhortasen unos a otros con sabiduría».- Pero esta recomendación sirve también para nuestras relaciones con Dios. ¿Cómo?

La palabra de Cristo está contenida en los Evangelios, los cuales encierran, juntamente con las Epístolas de San Pablo y de San Juan, la exposición más sobrenatural, por ser inspirada, de los misterios de Cristo. Allí encuentra el hijo de Dios los mejores títulos de su adopción divina y el ejemplar mas directo de su conducta. A través de ellos, Jesucristo se nos manifiesta en su existencia terrena, en su doctrina en su amor. Allí encontramos la mejor fuente de conocimiento de Dios, de su naturaleza, sus perfecciones, sus obras: «Dios ha hecho brillar en nuestros corazones su claridad, que resplandece en el rostro de Jesucristo» (2Cor 4,6). Jesucristo es la gran revelación de Dios al mundo. Dios nos dice: «Este es mi Hijo muy amado, escuchadle». Como si nos dijese: «si queréis darme gusto, mirad a mi Hijo, imitadle; no os pido otra cosa, porque en eso consiste vuestra predestinación, en que seáis como mi Hijo».

El camino más directo para llegar a conocer a Dios es, pues, el mirar a Nuestro Señor y contemplar sus acciones; quien lo ve, ve a su Padre, ya que es uno con El, y no hace sino lo que puede agradarle, ya que cada uno de sus actos es objeto de las complacencias del Padre y merece los propongamos a nuestra contemplación. «Y veo yo claro, escribe Santa Teresa, y he visto después que, para contentar a Dios y que nos haga grandes mercedes, quiere sea por manos de esta Humanidad sacratísima, en quien dijo Su Majestad se deleita. Muy muchas veces lo he visto por experiencia: hámelo dicho el Señor. He visto claro que por esta puerta hemos de entrar, si queremos nos muestre la soberana Majestad grandes secretos. Así que vuestra merced, señor, no quiera otro camino, aunque esté en la cumbre de la contemplación; por aquí va seguro. Este Señor Nuestro es por quien nos vienen todos los bienes: El lo enseñará; mirando su vida es el mejor dechado». Y añade luego: «Mas que nosotros de maña y con cuidado nos acostumbremos a no procurar con todas nuestras fuerzas traer delante siempre, y pluguiese al Señor fuese siempre, esta sacratísima Humanidad, esto digo que no me parece bien y que es andar el alma en el aire, como dicen; porque parece no trae arrimo, por mucho, que le parece anda llena de Dios. Es gran cosa mientras vivimos y somos humanos traerle humano» [Vida, c. 22. Vale la pena leer por entero este magnífico capítulo para ver cómo deplora la Santa el haber malgastado tanto tiempo, sólo por no haberse dado en la oración a contemplar la Humanidad sagrada de Jesús].

Mas Cristo no solamente obró, sino que también habló (Hch 1,1). Sus palabras todas nos revelan los secretos divinos, y no habla sino de lo que ve. Sus palabras, El mismo nos lo dice, son para nosotros espíritu y vida, son vida de nuestra alma, no ya al modo de los sacramentos, sino en cuanto son luz que alumbra y vigor que nos sostiene. Las palabras y acciones de Jesús son para nosotros otros tantos motivos de confianza y de amor, y principios de acción.

Veis por qué las palabras de Cristo deben «permanecer en nosotros», si han de ser, como deben, principios de vida; veis también por qué resulta tan útil al alma que desea vivir de oración, leer y releer el Evangelio, seguir a la Iglesia nuestra Madre cuando nos representa los hechos y nos recuerda las palabras de Jesús a lo largo del ciclo litúrgico... Al hacer pasar ante nuestros ojos las etapas todas de la vida de Cristo, Esposo suyo y hermano mayor nuestro, la Iglesia nos proporciona materia abundante con la que el alma pueda alimentar su oración.

El alma que sigue así paso a paso a Nuestro Señor, dispone, suministrados por la Iglesia, de todos los elementos materiales que le son necesarios para la oración; en ella, sobre todas las cosas, es donde el alma fiel encuentra al «Verbo de Dios», y, unida a El por la fe, es fecundada sobrenaturalmente, ya que la menor palabra de Jesús es para ella luz deslumbradora, venero de vida y de paz.

El Espíritu Santo es quien nos hace comprender la fecundidad de estas palabras. ¿Qué dijo Jesús a sus discípulos antes de subir al cielo? «Os enviaré el Espíritu Santo, y El os recordará cuanto os tengo dicho» (Jn 14,26). En lo cual no ha de verse una vana promesa, porque las palabras de Cristo no pasan. Cristo, Verbo encarnado, nos dio su divino Espíritu el día del Bautismo. El y su Eterno Padre nos le enviaron, porque el Bautismo nos hizo hijos del Padre y hermanos de Jesucristo. Su Espíritu mora en nosotros. «Permanece con vosotros y está en vosotros» (Ib 14,17).

Mas, ¿para qué está en nosotros ese Espíritu de verdad? Nuestro Señor mismo nos lo dice: «El Espíritu mora en vosotros para recordaros mis palabras». ¿Y cuál es el sentido de estas palabras del Salvador? Cuando consideramos las acciones de Cristo y sus misterios, sirviéndonos, por ejemplo, de la lectura de los Evangelios, repasando una vida de Nuestro Señor, o bien siguiendo las instrucciones de la Iglesia en el curso del año litúrgico, ocurre a veces que, un día cualquiera, tal palabra que habíamos leído y releído cien veces, sin que nos hubiera llamado la atención, cobra de repente a nuestros ojos un relieve y sentido sobrenatural totalmente nuevo; es como un rayo de luz que el Espíritu Santo alumbra en el fondo de nuestra alma; es la revelación súbita de un venero de vida hasta entonces insospechado.

Es como si un nuevo horizonte más extenso y luminoso se abriese ante los ojos del alma; es un mundo sin explorar que el Espíritu nos descubre. El Espíritu Santo, a quien la liturgia llama «el dedo de Dios», Digitus Dei [Himno Veni Creator], graba y esculpe en el alma esa palabra divina, que perdurará en ella como luz esplendorosa, como un principio de acción; y si el alma es humilde y dócil, esa palabra divina va poco a poco obrando silenciosa pero eficazmente.

Si todos los días reservamos algún ratito, largo o breve, según nuestras aptitudes y los deberes de nuestro estado, para conversar con el Padre celestial, para recoger sus inspiraciones y escuchar los llamamientos del Espíritu, sucederá entonces que las palabras de Cristo, las Verba Verbi, como dice San Agustín, serán cada vez más frecuentes e inundarán el alma con raudales de luz, abriendo en ella fuentes inagotables de vida. Así se cumplirá la promesa de Jesús, que dijo: «Si alguien tiene sed, que venga a Mí y beba; el que cree en Mí, ríos de agua viva correrán de su vientre». Y añade al punto San Juan: «Esto lo dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en El» (Jn 7, 37-38).

El alma, a su vez, traduce constantemente sus sentimientos en actos de fe, de dolor y compunción, de confianza y de amor, o de complacencia y de entrega a la voluntad del Padre celestial; se mueve en un ambiente del todo divino; la oración llega a ser su respiración y como su vida; en ella vive habitualmente, y, por tanto, no ha menester esfuerzo para encontrar a Dios, aun en medio de las ocupaciones más absorbentes.

Los momentos que dedica diariamente al ejercicio formal de la oración, no son sino la intensificación de ese estado habitual de dulce reposo y unión con Dios en que le habla interiormente y escucha ella misma la voz del Altísimo. Ese estado no es la mera presencia de Dios sino un coloquio interior y amoroso, en que el alma habia a Dios a veces con los labios; ordinariamente con el corazón permaneciendo siempre unida a El, no obstante los múltiples quehaceres diarios. Hay no pocas almas sencillas, pero rectas, que, fieles al llamamiento del Espíritu Santo, alcanzan ese estado tan deseable.

«¡Señor, enséñanos a orar!»...

 

 

 

 

 

 

 

 

5. LA ORACIÓN DE FE; LA ORACIÓN EXTRAORDINARIA

 

Luego sucede que, a medida que el alma va allegándose al soberano Bien, comienza también a participar más de la simplicidad divina. En la meditación nos llegamos a formar alguna idea de Dios mediante aquello que nos dictan la razón y la Revelación; pero a medida que vamos adelantando en la vida espuritual, esos mismos conceptos se van simplificando, aunque nunca podremos concebirle tal cual es. ¿Dónde hallaremos a Dios tal cual es? -Unicamente en la fe pura. La fe es aquí lo que la visión beatífica será en el cielo, donde veremos a Dios cara a cara, y tal como es.

La fe nos revela que Dios es incomprensible. Por lo tanto, cuando hayamos llegado a ver que Dios rebasa infinitamente todas nuestras ideas, por sublimes que nos parezcan, entonces será cuando habremos comenzado a entender algo de lo que es Dios. El concepto que de Dios tenemos, aunque analógico, nos manifiesta, con todo, algo de las perfeccumes y atributos divinos; en la oración de fe entiende el alma que la esencia divina, tal cual es en sí, en su simplicidad trascendental, está muy por encima de todo cuanto se puede figurar la inteligencia, aun ayudada de la Revelación [Santo Tomás, I, q.13, a.2, ad 3].

El alma prescinde de todo cuanto los sentidos, la imaginación y aun la misma inteligencia le representaban, para atender únicamente a lo que la fe le dicta sobre Dios. El alma ha progresado, ha pasado sucesivamente por la esfera de los sentidos y de la imaginación, del conocimiento intelectual y de los símbolos revelados; toca ya el velo del Santo de los Santos; sabe que Dios se le oculta tras ese velo como tras una nube; casi le toca, pero aun no le ve.

En semejante estado de la oración de fe, el alma se acoge a Dios, con quien se siente unida, no obstante las tinieblas que sólo la luz beatífica será capaz de disipar; gusta, sin variar mucho de afectos, de Dios, a quien tiene la dicha de poseer. «Sentéme a la sombra de Aquel que deseaba, cuyo fruto es suavísimo a mi garganta» (Cant 2,3). Ha entrado ya en la oración de quietud, adonde se puede asegurar que llegan muchas almas cuando son fieles a la gracia.-

Al irse haciendo a este género de oración y familiarizando con él, el alma encuentra en esa simple adhesión dc fe, en ese abrazo de amor, el valor la elevación interior, la libertad de corazón, la humildad y la entrega al beneplácito divino, que le son necesarios en el largo caminar hacia el santo monte, hacia la plenitud de Dios. «Una cosa son las muchas palabras y otra el afecto firme y constante» (Epíst., 130, c. 19), dice San Agustín.

Luego, si así place a la Bondad Suprema, Dios mismo hará traspasar a esa alma las lindes ordinarias de lo sobrenatural para darse a ella en misteriosas comunicaciones, en que las facultades naturales, elevadas por la acción divina, reciben, bajo el inilujo de los dones del Espíritu Santo, y, sobre todo, de los de entendimiento y de sabiduría, un modo de operación superior. Los místicos describen los diversos grados de esas operaciones divinas que van acompañadas a veces de fenómenos extraordinarios, como el éxtasis.

No podemos, en modo alguno, subir por nuestros propios esfuerzos a tal grado de oración y de unión con Dios porque dependen únicamente de su libre y soberana voluntad. ¿Se los podrá al menos desear? Si se trata de los fenómenos accidentales que acompañan a la oración, como son las revelaciones, el éxtasis v los estigmas, desde luego que no; pues habría en ello temeridad y presunción; mas tratándose de la sustancia misma de la oración, esto es, del conocimiento puro, simple y perfecto que Dios da en ella de sus perfecciones, del amor encendido que se sigue de ello en el alma, ¡ah!, entonces os diré que deseéis con todas vuestras fuerzas un alto grado de oración v el gozar de la contemplación perfecta.-

Porque Dios és el autor principal de nuestra santidad; y en estas comunicaciones es cuando precisamente trabaja con mayor empeño; luego no desearlas sería no desear «amar a Dios con toda nuestra alma, toda nuestra mente, todas nuestras fuerzas y todo nuestro corazón» (Mc 12,30). Además, ¿qué cosa da a nuestra vida todo su valor, quién fija -reserva hecha de la acción divina-, quién determina los grados de nuestra santidad? -Ya os he dicho que es la intensidad del amor con que vivimos y obramos.

Pues bien, prescindiendo por ahora de la acción directa de los sacramentos, ha de decirse que la pureza e intensidad de la caridad se obtienen con abundancia en la oración. Veis por qué nos es tan útil, y por qué asimismo podemos aspirar legítimamente a alcanzar un alto grado de oración.

Claro está que en esto como en todo hemos de someter nuestros deseos a la voluntad de Dios, pues sólo El sabe lo que más conviene a nuestras almas; y aun cuando trabajemos siempre por ser fieles, generosos y humildes, para obedecer en todo momento a la gracia, aun cuando suspiremos por llegar a la cima de la perfección, con todo, conviene mucho no perder nunca la paz del alma, seguros de que Dios es harto bueno y sabio para darnos lo que mas nos conviene.

 

 

 

 

6. DISPOSICIONES INDISPENSABLES PARA HACER FRUCTUOSA LA ORACIÓN; PUREZA DE CORAZÓN, RECOGIMIENTO DEL ESPÍRITU, ABANDONO, HUMILDAD Y REVERENCIA

Volviendo ahora a la oración ordinaria, me queda por decir cuáles son las disposiciones de corazón que debemos llevar a ella para que sea fructuosa.

Para hablar con Dios es preciso despegarse de las criaturas; no hablaremos dignamente al Padre celestial, si la criatura ocupa ya la imaginación, el espíritu, y, lo que es más, el corazón; de ahí que lo primero, lo más necesario, lo esencial para poder hablar con Dios, es la pureza de alma. Esta es la preparación remota indispensable.

Además debemos procurar orar con recogimiento. El alma ligera, disipada y siempre distraída, el alma que no sabe ni quiere esforzarse por atar a la loca de la casa, es decir: reprimir los desvaríos de la imaginación, no será nunca un alma de oración. Cuando oramos, no nos han de turbar las distracciones que nos asalten, pero se ha de enderezar de nuevo el espíritu llevándole dulcemente y sin violencia al tema que debe ocuparnos, ayudándonos si es preciso de un libro.

¿Por qué son tan necesarios a la oración esta soledad, aun física, y ese desasimiento interior del alma? -Ya os lo dije antes, con San Pablo: porque es el Espíritu Santo quien ora en nosotros y por nosotros. Y como su acción en el alma es sumamente delicada, en nada la debemos contrariar, so pena de «contristar al Espíritu Santo» (Ef 4,30), porque de otro modo el Espíritu divino terminará por callarse. Al abandonarnos a El, debemos, por el contrario, apartar cuantos estorbos puedan oponerse a la libertad de su acción; debemos decirle: «Habla Señor, porque tu siervo escucha» (1Re 3,10). Pero es de notar que esa su voz no se oirá bien si no es en el silencio interior.

Hemos de permanecer siempre en aquellas disposiciones fundamentales de que os hable al tratar de la preparación a la comunión: no rehusar a Dios nada de cuanto nos pidiere, estar siempre dispuestos, como lo estaba Jesús, a dar en todo gusto a su Padre. «Hago siempre lo que es de su agrado» (Jn 8,29). Disposición excelente, por cuanto pone al alma a merced del divino querer.

Cuando decimos a Dios en la oración: «Señor, tú sólo mereces toda gloria y todo amor, por ser sumamente bueno y perfecto; a ti me entrego, y porque te amo, me abrazo con tu santa voluntad» entonces responde el Espíritu divino, indicándonos aiguna impertección que corregir, algún sacrificio que aceptar, alguna obra que realizar; y, amando, llegaremos a desarraigar todo cuanto pudiera ofender la vista del Padre celestial y a obrar siempre según su agrado.

Para eso se ha de entrar en la oración con aquella reverencia que conviene en presencia del Padre de la Majestad [Patrem immensæ maiestatis. Himno Te Deum]. Aunque hijos adoptivos de Dios, somos simples hechuras suyas, y aun cuando se digne comunicarse a nosotros, no por eso deja de ser Dios el Señor de todo: el Ser infinitamente soberano (2Mac 14,35). La adoración es la actitud que cuadra mejor al alma delante de su Dios. «El Padre gusta de aquellos que le adoran en espíritu y en verdad». Notad el sentido íntimo de estas dos palabras: «Padre... adoran». ¿Qué otra cosa nos predican sino que, si bien llegamos a ser hijos de Dios, no dejamos por eso de ser criaturas suyas?

Dios quiere, además, que, mediante ese respeto humilde y profundo, reconozcamos lo nada que somos y valemos. Subordina la concesión de sus dones a esta confesión, que es a la vez un homenaje a su poder y a su bondad. «Resiste Dios a los soberbios, mas a los humildes otorga su gracia» (Sant 4,6). Bien a las claras nos enseñó el Señor esta doctrina en la parábola del fariseo y del publicano.

Mas todavía debe abundar en mayores sentimientos de humildad el alma que ofendió a Dios por el pecado; en este caso, es preciso que manifieste la compunción interior con que lamenta sus extravíos, y que caiga de hinojos ante el Senor, cual otra Magdalena pecadora.

Pero nuestros pecados pasados y actuales miserias, no nos han de alejar atemorizados de Dios. Acaso me diréis, ¿quién tendrá cara para comparecer ante el divino acatamiento, sobre todo viéndose tan feo y tan ruin, y a «Dios tan grande, tan santo y tan perfecto?» Verdad que estibamos muy alejados del Padre, pero ya nos acercó a El Jesús. «Habéis sido atraídos a su lado, por la sangre de Cristo» (Ef 2,13).-

«¡Soy tan miserable!» Ciertamente, pero Cristo nos da también sus riquezas para presentarnos al Padre.- «¡He mancillado tanto mi alma!» Pues ahí tienes la sangre de Cristo que la ha devuelto toda hermosura. Porque Cristo, y sólo El, es quien suple a nuestro alejamiento, a nuestra miseria, a nuestra indignidad, en El nos hemos de apoyar cuando oramos; El, en la Encarnación, salvó el abismo que separaba al hombre de Dios.

 

7. SOLO LA UNIÓN CON CRISTO POR LA FE PUEDE HACER FECUNDA LA VIDA DE ORACIÓN; ALEGRÍA QUE PRODUCE EN EL ALMA

Es de tal importancia esto para las almas que aspiran a la vida de oración, que creo útil insistir en ello. Bien sabéis que entre Dios y nosotros, entre el Creador y la criatura media un abismo infinito. Sólo Dios puede decir: «Yo soy el ser subsistente por mí mismo» (Ex 3,14). Todos los demás seres han salido de la nada. ¿Quién tenderá el puente sobre este abismo? -Cristo Jesús que es el mediador y el pontífice por excelencia; únicamente por El podremos remontarnos a Dios. En esto es terminante la palabra del Verbo encarnado. «Nadie va al Padre sino por Mí» (Jn 14,6); como si dijera: «No llegaréis a la Divinidad sino pasando por mi humanidad; porque yo soy, no lo olvidéis jamis, yo soy el camino, el único camino». Sólo Cristo, Dios y Hombre, nos eleva hasta el Padre, y por ahí se ve cuánto importa tener fe viva en El.

Si tenemos esta fe en el poder de su humanidad, ya que es la humanidad de un Dios, estaremos seguros de que Cristo puede ponernos en contacto con Dios. Porque, y ya os lo he dicho repetidas veces, el Verbo, al unirse a nuestra naturaleza, en principio nos unió a todos con El. Jesús nos introduce, unidos a El por la gracia, en el santuario inaccesible de la divinidad, donde moraba va antes de que fuera creado el tiempo. «Y el Verbo existía delante de Dios» (Ib 1,1). Nos introduce consigo en «el Santo de los Santos» (Heb 9,12), como dice San Pablo.

Por Cristo somos hechos hijos de Dios (Gál 4, 4-5); merced también a El, unidos a El, podemos obrar como cumple a hijos de Dios, y llenar los deberes que dimanan de nuestra adopción divina. Por lo tanto, debiéndonos presentar a Dios en la oración como hijos adoptivos suyos, preciso será presentarnos con Cristo y por Cristo. Antes de ponernos a orar, hemos de unirnos siempre, con la intención y el afecto, a nuestro Señor, pidiéndole que El mismo se digne presentarnos al Padre. Hay que unir, pues, nuestras plegarias a las que Jesús elevaba desde este suelo, a esa oración sublime que en calidad de mediador y pontífice prosigue allá en el cielo. «Siempre vive para interceder por nosotros» (Heb 7,25).

Ved cómo Nuestro Señor santificó de antemano nuestras oraciones con su ejemplo, «pues pasaba las noches en oración con Dios» (Lc 6,12). San Pablo nos dice que ese divino pontífice, «en los días de su vida mortal, elevó ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas» (Heb 5,7). «Ahí tienes, cristiano, dice San Ambrosio al hablar de la oración de Cristo ahí tienes el modelo que imitar» (Expos, Evang. in Lc., Lib V, c. 6). Jesús oró por si mismo cuando pidió al Padre lo glorificara (Jn 17,5); oró por sus discípulos, no para que fueran sacados de este mundo, sino para que se viesen libres del mal, porque pertenecen por El al Padre (ib. 9); oró por todos cuantos habíamos de creer en El (ib. 20).

Jesús nos dejó, además, una fórmula admirable de oración en el Padrenuestro, donde se pide todo cuanto un hijo de Dios puede pedir a su Padre que está en los cielos.- «¡Oh Padre!, santificado sea tu nombre»; obre yo en todo para mayor gloria tuya, y constituya ella el primer objetivo de todos mis actos. «Venga a nosotros tu reino»; a mí y a todas vuestras criaturas; sed Vos siempre el verdadero amo y señor de mi corazón, y que en todo, sea para mí agradable o adverso, se cumpla tu voluntad; que yo pueda decir, como vuestro Hijo Jesús, que vivo para Vos.- Todas nuestras súplicas, dice San Agustín, debieran reducirse esencialmente a esos actos de amor, a esas aspiraciones, a esos santos deseos que Cristo Jesús, el embeleso del Padre, puso en nuestros labios, y que su Espíritu, el Espíritu de adopción, repite en nosotros (San Agustín, Sermo LVI, c. 3).

Es la oración por excelencia de todo hijo de Dios.

Mas no sólo santificó Nuestro Señor con su ejemplo nuestras oraciones, no sólo nos dejó de ellas un modelo, sino que las apoya con su crédito divino e infalible, porque nuestro Pontífice tiene siempre derecho a ser escuchado. «Fue atendido en razón de su dignidad» (Heb 5,7); El mismo nos tiene dicho que todo cuanto pidamos al Padre en su nombre, esto es, poniéndole como valedor, nos será otorgado. Cuando nos presentemos a Dios, desconfiemos de nosotros mismos, pero sobre todo avivemos nuestra fe en el poder que Jesús, jefe y hermano mayor nuestro, tiene para introducirnos en la cámara de su Padre, que es también Padre nuestro. «Subo a mi Padre, que es también vuestro Padre» (Jn 20,17).-

Porque si esta fe es viva, nos uniremos por su medio estrechamente con Jesucristo, y «Cristo, que mora en nosotros por la fe» (Ef 3,17) nos sube hasta el Padre. «Quiero, Padre, que los míos estén conmigo donde yo esté» (Jn 17,24). ¿Dónde está El? En el seno del Padre. Estamos por la fe donde El está en la realidad, en el seno del Padre. «En Cristo, dice San Pablo, por la fe tenemos seguridad y entrada confiada con Dios» (Ef 3,12). 

Entonces comienza la oración; Cristo, por su Espíritu, ora con nosotros y por nosotros (Heb 7,25)¡Qué motivo más poderoso para atrevernos a comparecer confiados ante Dios! Si nos presenta Cristo, que nos mereció la filiación divina, señal cierta de que no somos ya huéspedes y advenedizos, sino hijos (Ef 1,19), podemos desde luego entregarnos a las expansiones de un amor tierno, que es perfectamente compatible con un respeto profundo.

El Espíritu Santo, Espíritu de Jesús, combina con sus dones de, temor y de piedad esos sentimientos de adoración rendida y de ilimitada confianza, que a primera vista parecen sentimientos reñidos, y da a nuestra actitud interior el carácter que conviene a nuestras relaciones con Dios.

Apoyaos, pues, en Jesucristo. El nos tiene dicho: «Todo cuanto pidiereis al Padre en mi nombre, yo mismo lo haré, a fin de que el Padre sea glorificado en el Hijo» (Jn 14,13). «Hasta hoy nada habéis pedido en mi nombre; pedid y recibiréis, de modo que vuestro gozo sea cumplido» (ib. 16,24). Pedir en nombre de Jesús es pedir aquello que es conforme a nuestra salvación, viviendo unidos siempre con El por fe y amor, como miembros vivos de su cuerpo místico.

«Cristo, dice, San Agustín, ruega por nosotros en calidad de Pontífice; ora en nosotros porque es nuestra Cabeza» [Orat pro nobis ut sacerdos noster; orat in nobis ut caput nostrum. Enarr. in Ps. LXXXV, c. 1]. Por eso, añade el Santo, no puede el Padre Eterno separarnos de Cristo, como no se puede separar el cuerpo de su cabeza; al mirarnos, ve en nosotros a su Hijo, porque formamos un todo con El.

De ahí también resulta que al concedernos el Padre lo que le pide su Hijo en nosotros y para nosotros, es «glorificado en su mismo Hijo», porque el Padre cifra toda su gloria en amar a su Hijo y en complacerse en El. Dice Santa Teresa que «mucho contenta a Dios ver un alma que con humildad pone por tercero a su Hijo» (Vida, cap.22). ¿Qué otra cosa hace la Iglesia, la Esposa de Cristo, al terminar siempre sus oraciones con el nombre de su divino Esposo, «que vive y reina en los cielos con el Padre y el Espíritu Santo»?

Y así nuestro gozo será completo. No aquí abajo, donde aun es preciso luchar, y donde no siempre veremos en seguida satisfechos todos nuestros deseos, «porque el hombre que siembra hoy, no espera para mañana mismo la cosecha», según frase de San Agustín (Tract. in Joan., 73, n.4); mas entretanto se va perfeccionando poco a poco ese gozo íntimo de sentirse hijo de Dios, gozo y confianza que serán un día colmados en la eterna bienaventuranza. Porque el alma que de veras se da a la oración, se va desasiendo más y más de todo lo terreno, para penetrar más profundamente en la vida de Dios.

Procuremos, pues, ser de esas almas unidas a Dios por medio de la oración; pidamos al Señor que nos conceda ese don preciosísimo, manantial él mismo de muchas grandes gracias; pidámoselo en la medida que nos conceda ese don preciosísimo, manatial el mismo de muchas grandes gracias que Dios nos otorga por Cristo, estemos seguros de que viviremos cada vez más conforme al espíritu de nuestra adopción y se irá afianzando en nosotros la cualidad inestimable de hijos de Dios, «para gloria de nuestro Padre celestial y colmo de nuestro gozo» (Jn 14,13; 16,24).

 

LITURGIA DE LA IGLESIA: EL OFICIO DIVINO (ver vaticano II)

 

LA ALABANZA DIVINA ES PARTE ESENCIAL DE LA MISIÓN SANTIFICADORA QUE CRISTO CONFIÓ A LA IGLESIA

 

OFICIO DIVINO: Alabanza eclesial a Dios por el Oficio

 

L 83 a,b: El mismo [Cristo] une a sí la comunidad entera de los hombres y la asocia al canto de este divino himno de alabanza.
Porque esta función sacerdotal se prolonga a través de su Iglesia, que sin cesar alaba al Señor e intercede por la salvación de todo el mundo [...], recitando el Oficio divino.

L 85: [...] todos aquellos que ejercen esta función, [...j mientras alaban a Dios, están ante su trono en nombre de la madre Iglesia.
P 13 c: [Los presbíteros,] en la recitación del Oficio divino, prestan su voz a la Iglesia, que, en nombre de todo el género humano, persevera en la oración...

P 5 u: Las alabanzas y hacimientos de gracias [...] las prosiguen los mismos presbíteros en el rezo del Oficio divino, en el que, en nombre de la Iglesia, oran a Dios...

L 84: [...] cuando los sacerdotes y todos aquellos que han sido destinados a esta función por institución de la Iglesia cumplen debidamente ese admirable cántico de alabanza, o cuando los fieles oran junto con el sacerdote en la forma establecida, entonces es en verdad la voz de la misma Esposa que habla al Esposo; más aún, es la oración de Cristo con su Cuerpo al Padre.
L 99 a: Siendo el Oficio divino la voz de la Iglesia, o sea de todo el Cuerpo místico, que alaba públicamente a Dios...

Cualidades de la recitación del Oficio


L 99 b: Todos cuantos rezan el Oficio, ya en coro, ya en común, cumplan la función que se les ha confiado con la máxima perfección, tanto por la devoción interna como por la manera externa de proceder.

L 90 a: [...] se exhorta en el Señor a los sacerdotes y a cuantos participan en dicho Oficio que, al rezarlo, la mente concuerde con la voz...
L 99 a,c: [...J se recomienda que los clérigos no obligados a coro, [...], recen en común al menos una parte del Oficio divino.
Conviene, [...j, que, según las ocasiones, se cante el Oficio en el coro y en común. L 94: Ayuda mucho [...] que en su recitación se observe el tiempo más aproximado al verdadero tiempo natural de cada Hora canónica.

 

Frutos del Oficio divino


L 86: Los sacerdotes dedicados al sagrado ministerio pastoral rezarán con tanto mayor fervor las alabanzas de las Horas cuanto más vivamente estén convencidos de que deben observar la amonestación de San Pablo: “Orad sin interrupción” (1 Thess 5,17), pues sólo el Señor puede dar eficacia y crecimiento a la obra en que trabajan, según dijo: “Sin mí no podéis hacer nada” (lo 15,5).
FS 8 a: [A los seminaristas] enséñeseles a buscar a Cristo [...] sobre todo en la Eucaristía y el Oficio divino.
L 90 a: El Oficio divino, en cuanto oración pública de la Iglesia, es además fuente de piedad y alimento de la oración personal.
L 84: [...] el Oficio divino está estructurado de tal manera que la alabanza de Dios consagra el curso entero del día y de la noche...

Obligatoriedad del Oficio divino


L 95 a: Las comunidades obligadas a coro, además de la Misa conventual, están obligadas a celebrar cada día el Oficio divino...
L 96: Los clérigos no obligados a coro, si tienen órdenes mayores, están obligados a rezar diariamente, en privado o en común, todo el Oficio, a tenor del art.89.

lO 15: Están obligados los fieles a asistir a la divina liturgia los domingos y días de fiesta, o, según las prescripciones o costumbres del propio rito, a la celebración del Oficio divino.

 

 

La eucaristía, fuente de vida eclesial

 

P 5 b en la santísima Eucaristía se contiene todo el bien e spiritual de la Iglesia, a saber, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan vivo por su carne, que da la vida a los hombres, vivificada y vivificante por el Espíritu Santo.

Rv 26: [...] la vida de la Iglesia se desarrolla por la participación asidua del misterio eucarístico...

M 6 e: {... la Iglesia,] como cuerpo del Verbo encarnado que es, se alimenta y vive de la Palabra de Dios y del Pan eucarístico.
M 39 a: [... presbíteros], por su propio ministerio—que consiste sobre todo en la Eucaristía, la cual perfecciona a la Iglesia—, comulgan con Cristo Cabeza y llevan a otros a la misma comunión...
Rv 21: La Iglesia siempre ha venerado la Sagrada Escritura, como lo ha hecho con el Cuerpo de Cristo, pues sobre todo en la sagrada liturgia nunca ha cesado de tomar y repartir a sus fieles el pan de vida que ofrece la mesa de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo.
VR 15 a: La vida común, a ejemplo de la Iglesia primitiva, [...], nutrida por la doctrina evangélica, la sagrada liturgia y, señaladamente, por la Eucaristía, debe perseverar en la oración y en la comunión del mismo espíritu (cf. Act 2,42).

 

La Eucaristía, centro de los sacramentos y ministerios


P 5 b: [...] los otros sacramentos, así como todos los ministerios eclesiásticos y obras de apostolado, están íntimamente trabados con la sagrada Eucaristía y a ella se ordenan.

M 9 1,: Por la palabra de la predicación y por la celebración de los sacramentos, cuyo centro y cima es la santísima Eucaristía, la actividad misionera hace presente a Cristo, autor de la salvación.
L 10 a: [...] los trabajos apostólicos se ordenan a que, una vez hechos hijos de Dios por la fe y el bautismo, todos se reúnan, alaben a Dios en medio de la Iglesia, participen en el sacrificio y coman la cena del Señor.

P 5 b: [...] la Eucaristía aparece como la fuente y la culminación de toda la predicación evangélica, como quiera que los catecúmenos son poco a poco introducidos a la participación de la Eucaristía, y los fieles, sellados ya por el sagrado bautismo y la confirmación, se insertan por la recepción de la Eucaristía plenamente en el Cuerpo de Cristo.

 

Presencia de Cristo en la Eucaristía

 

 L 7 a: [...] Cristo está siempre presente a su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica. Está presente en el sacrificio de la Misa, sea en la persona del ministro, “ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz”, sea sobre todo bajo las especies eucarísticas.

P 5 e: La casa de oración en que se celebra y se guarda la santísima Eucaristía y se consagran los fieles y en que se adora, para auxilio y consuelo de los fieles, la presencia del Hijo de Dios, salvador nuestro, ofrecido por nosotros en el ara del sacrificio, debe estar nítida, dispuesta para la oración y las sagradas solemnidades.
FS 8 a: Enséñeseles [a los seminaristas] a buscar a Cristo [...] sobre todo en la Eucaristía y el Oficio divino.

 

La celebración eucarística, centro de la comunidad cristiana‘4— P 6 e: [...] ninguna comunidad cristiana se edifica si no tiene su raíz y quicio en la celebración de la santísima Eucaristía, por la que debe, consiguientemente, comenzarse toda educación en el espíritu de comunidad.

O 30f En el cumplimiento de la obra de santificación, procuren los párocos que la celebración del sacrificio eucarístico sea centro y culminación de toda la vida de la comunidad cristiana…

P 5 c Es … la sinaxis eucarística el centro de toda la asamblea de los fieles, que preside el presbítero.

 

 

MISA: La Misa, sacrificio de Cristo

 

P 5 a: [Los presbíteros] por la celebración, señaladamente, de la Misa ofrecen sacramentalmente el sacrificio de Cristo.
1 28 a: [... los presbíteros] su oficio sagrado lo ejercen, sobre todo, en el culto o asamblea eucarística, donde, obrando en nombre de Cristo y proclamando su misterio, unen las oraciones de los fieles al sacrificio de su Cabeza y representan y aplican en el sacrificio de la Misa, hasta la venida del Señor (cf. 1 Cor 11,26), el único sacrificio del Nuevo Testamento, a saber: el de Cristo, que se ofrece a sí mismo al Padre, una vez por todas, como hostia inmaculada (cf. Hebr 9,11-28).

P 13 e: Como ministros sagrados, señaladamente en el sacrificio de la Misa, los presbíteros representan a Cristo, que se ofreció a sí mismo como víctima por la santificación de los hombres.
P 2 d: [.. .1 por el ministerio de los presbíteros se consuma el sacrificio espiritual de los fieles en unión con el sacrificio de Cristo, Mediador único, que por manos de ellos, en nombre de toda la Iglesia, se ofrece incruenta y sacramentalmente en la Eucaristía hasta que el Señor mismo retorne. Toda Misa, acto de Cristo y de la Iglesia
P 13 c: [... la Misa], aunque no pueda haber en ella presencia de fieles, es ciertamente acto de Cristo y de la Iglesia.
L 27 b: Esto [la preeminencia de la celebración comunitaria] vale sobre todo para la celebración de la Misa, quedando siempre a salvo la naturaleza pública y social de toda Misa, y para la administración de los sacramentos.

1 50 d: [...] al celebrar el sacrificio eucarístico es cuando mejor nos unimos al culto de la Iglesia celestial...

 

El sacrificio eucarístico, realización redentora

 

P 13 c: En el misterio del sacrificio eucarístico, en que los sacerdotes cumplen su principal ministerio, se realiza continuamente la obra de nuestra redención, y, por ende, encarecidamente se les recomienda su celebración cotidiana...
L 2: [...] la liturgia, por cuyo medio “se ejerce la obra de nuestra redención”, sobre todo en el divino sacrificio de la Eucaristía, contribuye en sumo grado a que los fieles expresen en su vida y manifiesten a los demás el misterio de Cristo y la naturaleza auténtica de la verdadera Iglesia.

FS 4 a: [Los seminaristas] deben prepararse para el ministerio del culto y de la santificación, a fin de que, orando y realizando las sagradas celebraciones litúrgicas, ejerzan la obra de salvación por medio del sacrificio eucarístico y los sacramentos.


La oblación personal en el sacrificio eucarístico


1 11 a: [Los fieles,] participando del sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida cristiana, ofrecen a Dios la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con ella.

P 5 c: Los presbíteros, [...], enseñan a fondo a los fieles a ofrecer a Dios Padre la Víctima divina en el sacrificio de la Misa y a hacer juntamente con ella oblación de su propia vida.

10 b: Los fieles, [...], en virtud de su sacerdocio regio, concurren a la ofrenda de la Eucaristía...

34 b: [.. .1 las mismas pruebas de la vida, si se sobrellevan pacientemente, se convierten en sacrificios espirituales, aceptables a Dios por Jesucristo (cf. 1 Petr 2,5), que en la celebración de la Eucaristía se ofrecen piadosísimamente al Padre junto con la oblación del cuerpo del Señor.

 

DECRETO DE LITURGIA

 

(((L 7 e: Con razón, [...], se considera a la liturgia como el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo.

L 33 a: Aunque la sagrada liturgia sea principalmente culto de la Divina Majestad, contiene también una gran instrucción para el pueblo fiel.

L 8: En la liturgia terrena pregustamos y tomamos parte en aquella liturgia celestial que se celebra en la santa ciudad de Jerusalén...
Virtud santificadora de la liturgia

L 10 b: [...] de la liturgia, sobre todo de la Eucaristía, mana hacia nosotros la gracia como de su fuente y se obtiene con la máxima eficacia aquella santificación de los hombres en Cristo...

50 d: La más excelente manera de unirnos a la Iglesia celestial tiene lugar cuando—especialmente en la sagrada liturgia, en la cual la virtud del Espíritu Santo actúa sobre nosotros por medio de los signos sacramentales—celebramos juntos con gozo común las alabanzas de la Divina Majestad...

L 7 c: [... en la liturgia] los signos sensibles significan y cada uno a su manera realizan la santificación del hombre...

VR 15 a: La vida común [...], nutrida por la doctrina evangélica, la sagrada liturgia y, señaladamente, por la Eucaristía, debe perseverar en la oración y en la comunión del mismo espíritu (cf. Act 2,42).

 

Dinamismo apostólico de la liturgia


L 2: [... la liturgia] contribuye en sumo grado a que los fieles expresen en su vida y manifiesten a los demás el misterio de Cristo y la naturaleza auténtica de la verdadera Iglesia. [...] la liturgia robustece también admirablemente sus fuerzas para predicar a Cristo, y presenta así la Iglesia, a los que están fuera, como signo levantado en medio de las naciones...

L 9 a: La sagrada liturgia no agota toda la actividad de la Iglesia, pues para que los hombres puedan llegar a la liturgia es necesario que antes sean llamados a la fe y a la conversión.

L 10 b: [...] la liturgia misma impulsa a los fieles a que, saciados “con los sacramentos pascuales”, sean “concordes en la piedad”; [...j la renovación de la alianza del Señor con los hombres en la Eucaristía enciende y arrastra a los fieles a la apremiante caridad de Cristo.

 

Fuentes litúrgicas


L 24: En la celebración litúrgica, la importancia de la Sagrada Escritura es sumamente grande. Pues de ella se toman las lecturas que luego se explican en la homilía, y los salmos que se cantan, las preces, oraciones e himnos litúrgicos están penetrados de su espíritu, y de ella reciben su significado las acciones y los signos.
Ec 14 b: No debe olvidarse tampoco que las Iglesias de Oriente tienen desde su origen un tesoro, del que la Iglesia de Occidente tomó muchas cosas para su liturgia...


Enseñanza de la liturgia


L 16: La asignatura de sagrada liturgia se debe considerar entre las materias necesarias y más importantes en los seminarios y casas de estudio de los religiosos y entre las asignaturas principales en las facultades teológicas. Se explicará tanto bajo el aspecto teológico e histórico como bajo el aspecto espiritual, pastoral y jurídico.

Liturgia sin acepción de personas


L 32: Fuera de la distinción que deriva de la función litúrgica y del orden sagrado, y exceptuados los honores debidos a las autoridades civiles a tenor de las leyes litúrgicas, no se hará acepción alguna de personas o de clases sociales ni en las ceremonias ni en el ornato externo. )))

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

EL ACTO LITÚRGICO MÁS IMPORTANTE DE LA IGLESIA ES LA EUCARISTÍA

 

Según el Vaticano II, (empezar citando algo del decreto del Vaticano II, poner los textos seguidos y entresacar algunos y luego esta meditación)  la sagrada Eucaristía, el  santo sacrificio, constituye el centro  y culmen de toda la vida de la Iglesia; es el centro de vida y culto de nuestra fe católica: mediante la comunión sacramental participamos plenamente en el memorial, la renovación y la aplicación del sacrificio del Calvario a cada uno de los participantes.

Sin embargo, la Misa no suple por sí sola todos los actos de religión que nos incumbe cumplir y podamos tributar a Dios; y aunque sea el más perfecto sacrificio y culto que a Dios podemos tributar y contenga en sí la sustancia y virtud de todos los demás, sin embargo, la oración tanto pública o litúrgica como privada que inicia, acompaña y completa la santa misa, es absolutamente necesaria para realizar el mismo sacrifico, como el mismo Cristo hizo en la Última Cena. (ver lo que tengo escrito-Yeyo en la misa: del carmelita valenciano muerto y en otro libro tengo un resumen del concilio sobre la misa)

Quien lea las epístolas de San Pablo verá cómo repetidamente nos exhorta: «Que vuestros corazones, a impulsos de la gracia, escribe a los Colosenses, se derramen delante de Dios, con salmos, himnos y cánticos espirituales». Y también: «Hablando entre vosotros y entreteniéndoos con salmos, y con himnos, y con canciones espirituales, cantando y loando al Señor en vuestros corazones, dando siempre gracias por todo a Dios Padre, en el nombre de Nuestro Señor Jesucristo» ». El mismo Apóstol, en su prisión, juntamente con Silas, «rompía el silencio de la noche tributando a Dios alabanzas y dándole gracias con “alegre corazón por cuanto padecían».

Esta alabanza divina se halla estrechamente vinculada con el santo sacrificio y Cristo mismo quiso inculcarla con su ejemplo. Refieren, en efecto, los Evangelistas que Cristo no salió del Cenáculo luego de instituida la Eucaristía, sino después de haber cantado el himno de alabanza. La oración pública gira en tomo del sacrificio del altar; en él se apoya y de él saca su más subido valor a los ojos de Dios; porque la ofrenda la Iglesia, en nombre de su Esposo, Pontífice eterno, que ha merecido, por su sacrificio sin cesar renovado, que toda gloria y honor vuelva al Padre, en la unidad del Espíritu Santo: «Por Él, con Él y en Él, oh Padre omnipotente, te es rendido todo honor y tributada toda gloria».

Veamos, pues, en qué consiste este homenaje de la oración oficial de la Iglesia y cómo, siendo una obra muy agradable a Dios, llega a convertirse también para nosotros en una fuente pura y abundante de unión con Cristo y de vida eterna.

Jesucristo, antes de subir al cielo, legó a la Iglesia su mayor riqueza: la misión de continuar su obra en la tierra.Esta obra, como sabéis, tiene dos dimensiones: una de alabanza con relación al Padre Eterno, otra soteriológica, redentora con respecto a los hombres. Es verdad que, por nuestro bien, el Verbo se hizo carne, pero la obra misma de la Redención no la llevó a cabo Cristo sino porque ama a su Padre: «Obro así para que conozca el mundo que yo amo al Padre» ».

 

1. EL VERBO ETERNO, PALABRA Y CÁNTICO DE AMOR DEL PADRE POR EL ESPÍRITU SANTO; POR LA ENCARNACIÓN
CRISTO ASOCIA AL GÉNERO HUMANO A ESTA CANCIÓN DE AMOR AL PADRE CON AMOR DE ESPIRITU SANTO.

 

Queridos hermanos, la Iglesia hereda de Cristo esta misión de alabanza al Padre con Amor de Espíritu Santo. Por una parte, recibe, para santificar a los hombres, los sacramentos; por otra parte, para continuar el homenaje de alabanzas que la humanidad de Cristo ofrecía al Padre, participa del afecto religioso que hacia el mismo Padre tuvo en vida el Verbo encamado.

Y en esto, como en todas las demás cosas, es Jesucristo nuestro modelo. Contemplemos un instante al Verbo encamado. Cristo es, en primer lugar, el Hijo único del Padre, el Verbo eterno. En la adorable Trinidad, es la Palabra por la cual el Padre se dice eternamente lo que es: es la viva expresión de todas las perfecciones del Padre, su “forma subsistente”, dice San Pablo, y el “esplendor de su gloria”.

El Padre contempla a su Verbo, su Hijo; ve en Él la imagen perfecta, sustancial, viva, de sí mismo; tal es la gloria esencial que el Padre recibe. Si Dios no hubiera creado nada y hubiese dejado todas las cosas en estado de mera potencia, habría tenido, con todo, su gloria esencial e infinita. Palabra eterna, el Verbo, con sólo ser lo que es, equivale a un cántico divino, cantico vivo que canta la alabanza del Padre, manifestando la plenitud de sus perfecciones. Es el himno infinito que se oye sin cesar: In sinu Patris.

Al tomar la naturaleza humana, el Verbo permanece lo que era; no cesa de ser el Hijo único, imagen acabada de las perfecciones del Padre, ni deja tampoco do ser por sí mismo la glorificación viva del Padre. El cántico infinito que se canta durante toda la eternidad se cantó por vez primera en la tierra cuando el Verbo se encarnó.

En la Encarnación, el género humano se ve como arrastrado por el Verbo a esta obra de glorificación. El cántico que se oye en el santuario de la divinidad, lo prolonga el Verbo encarnado en su humanidad. En los labios de Jesucristo, verdadero hombre al propio tiempo que verdadero Dios, este cántico adquiere una expresión humana y humanos acentos, y también un carácter de adoración que el Verbo, igual a su Padre, no podía tributarle como Verbo.

Ahora bien, si la expresión de este cántico es humana, su perfección es santísima y el mérito divino. Tiene, pues, un valor infinito. ¿Quién de nosotros podrá medir la grandeza de la religión con que Cristo honraba a su Padre? ¿Quién podrá contar algo siquiera del himno de alabanza que Jesús cantaba interiormente en su alma tres veces santa a la gloria de su Padre? El alma de Cristo contemplaba en visión continua las divinas perfecciones, y de tal contemplación nacían una religión y una adoración perfectas, y brotaba una sublime alabanza.

Jesucristo, al fin de su vida en la tierra, se dirige al Padre; manifiesta que no ha hecho más que glorificarle; que ésa había sido la obra capital de su vida, y que la había realizado perfectamente: “Padre santo, yo te he glorificado en la tierra, he cumplido la obra que me confiaste”. Tenemos que tener en cuenta  que al unirse personalmente con nuestra naturaleza, el Verbo se incorporó, por decirlo así, todo el género humano, asociando en principio y con todo derecho la humanidad entera a esa perfecta alabanza que El rinde a su Padre.

Aquí también nosotros hemos recibido algo de la plenitud do Cristo, de suerte que, en Cristo y por Cristo, toda alma cristiana que le está unida por la gracia, debe cantar las divinas alabanzas. Cristo es nuestro jefe; todos los bautizados son los miembros de su cuerpo místico, y en Él y por Él, debemos nosotros tributar a Dios toda gloria y todo honor.

Cristo nos ha reservado una parte en esa alabanza que a nosotros compete realizar, del mismo modo que ha querido también que nos asociemos a sus padecimientos abrazando todas las cruces que Él quiera enviamos.

Ciertamente nuestra adoración y nuestra alabanza no añaden ni completan en algo al mérito o a la perfección de las de Cristo; pero Cristo quiso que, por la Encarnación, todo el género humano, al cual representaba, se uniese indisolublemente y con todo derecho a todos los misterios y estados de su vida encarnada. Jamás lo olvidemos: Cristo, por su encarnación, forma una sola cosa con nosotros; sus adoraciones y alabanzas, las tributó a su Padre en favor nuestro, pero también en nuestro nombre. Por eso la Iglesia, su cuerpo místico, debe asociarse en la tierra a la obra de salvación y de alabanza que Cristo rinde ahora al Padre «aquella hostia santa de alabanza», como la llama SanPablo 13, que las perfecciones infinitas del Padre Eterno merecen y reclaman.

 

 

2.- LA IGLESIA,  GUÍADA POR EL ESPÍRITU SANTO,  ES LA  ENCARGADA DE ORGANIZAR EL CULTO PÚBLICO DE SU ESPOSO; EL OFICIO DIVINO, QUE SE HACE CON LOS SALMOS Y TEXTOS SAGRADOS, NOS HABLAN DE CRISTO Y ENSALZAN SUS PERFECCIONES DIVINAS, EXPRESANDO  TAMBIEN NUESTRAS NECESIDADES

 

Como centro de toda la religión, pone la Iglesia el santo sacrificio de la Misa, centro y culmen de toda la vida de la Iglesia, como nos dice el Vaticano II., verdadero sacrificio que hace presente toda la obra salvadora de Cristo, especialmente su pasión, muerte y resurrección, y nos aplica sus frutos; hace esta acción sagrada mediante ritos sagrados que reglamenta cuidadosamente y que son como el ceremonial de la corte del Rey de los reyes; le rodea de un conjunto de lecturas, cánticos, himnos y salmos que sirven de preparación o de acción de gracias a la inmolación eucarística.

Este conjunto constituye el «Oficio divino»; sabéis que la Iglesia impone la recitación del Breviario como una obligación grave, a los que Cristo, por el sacramento del Orden, ha hecho oficialmente partícipes de su sacerdocio eterno.

En cuanto a los elementos, a las “fórmulas» de la alabanza, algunos, como los himnos, los compone la Iglesia misma por la pluma de sus Doctores, que son a la vez Santos admirables, como San Ambrosio; pero, sobre todo, los toma de los Libros sagrados e inspirados por el mismo Dios. San Pablo nos dice que ignoramos cómo debemos orar, pero añade: «El Espíritu Santo ruega en nosotros con gemidos inenarrables”. Es decir, que sólo Dios sabe cómo se debe orar. Si esto es verdad respecto a la impetración, lo es sobre todo con relación a la oración de alabanza y de acción de gracias. Dios solo sabe cómo debe ser alabado; las más sublimes concepciones acerca de Dios forjadas por nuestra inteligencia, son humanas. Para ensalzar dignamente a Dios, es necesario que Dios mismo nos dicte los términos de su alabanza; y por eso, la Iglesia pone los Salmos en nuestros labios como la mejor alabanza que, después del Santo Sacrificio, podernos presentar a Dios.

Leed esas páginas sagradas y veréis cómo los cánticos inspirados por el Espíritu Santo relatan, publican y ensalzan todas las perfecciones divinas. El cántico del Verbo eterno en la Santísima Trinidad es sencillo, y, sin embargo, es infinito; pero en nuestros labios creados, incapaces de comprender lo infinito, las alabanzas se multiplican y repiten con admirable riqueza y gran variedad de expresiones.

Los Salmos cantan sucesivamente la potencia, la bondad, la magnificencia, la santidad, la justicia, la misericordia o la hermosura divinas: «El Señor hizo todo cuanto quiso, pronunció una palabra y se hizo todo; por su sola voluntad creó todas las cosas. Oh, Señor, cuán admirable es vuestro nombre sobre la tierra; todo lo hicisteis sabiamente! El Señor está por encima de todas las cosas; las naciones son delante de Él como si no existiesen; su gloria supera todos los cielos. ¿Quién es semejante a Él?... Las montañas se funden en su presencia como la cera; los cielos proclaman su justicia, y todos los pueblos contemplan su gloria; sea el Señor glorificado en todas sus obras. Si Él la mira, tiembla la tierra. A su tacto humean como el incienso las montañas....”

Ved, por ejemplo, en qué términos nos hablan los Salmos de la bondad y misericordia del Señor: «El Señor es fiel en sus palabras, misericordioso y compasivo; es bueno con todos, y su misericordia se extiende a todas las criaturas... El Señor está cerca de todos cuantos le invocan con corazón sincero; satisface los deseos de aquellos que le temen; oye sus plegarias y los salva; el Señor mira a cuantos le aman... todo bendiga y alabe en mí al Señor, porque es eterna su misericordia».

Estos son algunos de los acentos que el Espíritu Santo mismo pone en nuestros labios. Procuremos servirnos de estos inspirados cantos para alabar a Dios, repitiendo con el Salmista: “Quiero cantar al Señor mientras viva, ensalzar a mi Dios hasta el último suspiro.»

Un alma que ama a Dios experimenta, en efecto, la necesidad de alabarle, bendecirle y ensalzar sus perfecciones; se complace en esas perfecciones y quiere celebrarlas como se merecen; pero angustiada al ver su insuficiencia para realizarlo y a fin de suplirla de algún modo, sirviéndose de los salmos invita a menudo a las criaturas para que se asocien a ella en esta alabanza.

Veamos algunos ejemplos: «Narren los cielos su poder, y las obras salidas de sus manos manifiesten su grandeza; pueblos, ensalzad al Señor; naciones, cantad su gloria, porque es el Señor de los señores.» Éstos son para el alma otros tantos actos de amor perfecto, de pura complacencia, sumamente agradables a Dios.

Al propio tiempo que celebran las perfecciones divinas, los Salmos expresan de modo admirable los sentimientos y necesidades de nuestras almas. El salmo sabe llorar y alegrarse, desear y suplicar No hay disposición alguna del alma que no pueda expresar. La Iglesia conoce nuestras necesidades, y por esta razón, cual madre solícita, pone en nuestros labios aspiraciones tan profundas y fervorosas de arrepentimiento, de confianza, de gozo, de amor, de complacencia, dictadas por el mismo Espíritu Santo: «Ten piedad de mí, Señor, según la grandeza de tu misericordia, porque pequé contra Ti. El perdón que otorgas es abundante; por eso espero en Ti... Señor, ven en mi ayuda, apresúrate a socorrerme; se confundan y enmudezcan mis enemigos... Tú eres mi sostén y mi refugio; me proteges a la sombra de tus alas; aun cuando yo caminase en medio de las tinieblas de la muerte, no temeré porque Tú estás conmigo... » «Tú, Señor, estás conmigo.» ¡Qué acto de confianza!

Algunas veces también sentimos la necesidad de expresar a Dios la sed que tenemos de Él y que sólo a Él queremos buscar. En los Salmos encontramos también las expresiones más adecuadas a estos sentimientos. « ¡Oh, Señor, eres mi gloria y mi salvación! ¿Qué hay en el cielo fuera de Ti, y qué otra cosa podré yo desear en la tierra sino a Ti? Tú eres el Dios de mi corazón y mi eterna herencia... Te amaré con todo mi corazón, a Ti que eres mi fortaleza y mi sostén... Tú me inundas de gozo con tu presencia, pues todas las delicias celestiales están en Ti. A la manera como el ciervo suspira por el agua viva, así mi alma tiene deseos de Ti, Dios mío; ¿cuándo llegaré y apareceré ante tu presencia?... Porque no quedaré plenamente saciado, hasta que contemple tu gloria: ¿dónde hallaremos acentos tan profundos para expresar a Dios los ardientes deseos de nuestras almas?...

Finalmente, la última razón que indujo a la Iglesia a escoger los Salmos fue porque ellos, lo mismo que todos los libros inspirados, nos hablan de Jesucristo. La Ley, esto es, el Antiguo Testamento, según la hermosa expresión de un autor de los primeros siglos, “llevaba a Cristo en su seno» ‘».

Este espíritu profético mesiánico es, sobre todo, real en los Salmos. Sabéis que David, a quien se atribuye buen número de estos sagrados cánticos, era figura del Mesías, así como Jerusalén, tantas veces aludida en los Salmos, es el tipo do la Iglesia. Nuestro Señor decía a sus Apóstoles: «Es necesario que todo cuanto está escrito acerca de mí... en los Salmos, se cumpla».

Los Salmos contienen numerosas alusiones ni Mesías; su, divinidad, su humanidad, los múltiples episodios de su vida, los detalles de su muerte, están bien señalados con rasgos inequívocos. “Me dijo el Señor: Tú eres mi hijo; Yo te he engendrado hoy antes que apareciese la aurora... Él reinará por su gracia y su hermosura, por su dulzura y su justicia; vendrán los reyes de Arabia, le adorarán y le ofrecerán dones... Será consagrado entre todos con la unción de la alegría, será sacerdote, según el orden de Melquisedec, por toda la eternidad... Se compadecerá del desdichado y del indigente, y los libertará de la opresión y de la violencia.»

Oíd la voz del mismo Cristo que nos habla de sus dolores y humillaciones: «Oh, Dios mío, el celo de tu casa me devora y sobre Mí caen los ultrajes de aquellos que te insultan. Traspasaron mis pies y mis manos, me dieron hiel y vinagre, dividieron mis vestidos y echaron a suertes mi túnica... » Poco después, oímos cantar al Salmista el triunfo de Cristo vencedor: «Mas esta piedra que desecharon los que edificaban ha llegado a ser la piedra angular... El cuerpo de Cristo no verá la corrupción... Subirá vencedor a lo más alto de los cielos, con cautivos atados a su carro; príncipes, levantad las puertas de vuestras ciudades, vuestras puertas antiguas, porque Él, Rey de la gloria, hace su entrada en los cielos; porque Él se sentará a la diestra del Señor para siempre... Sea su nombre bendito por los siglos, viva mientras luzca el sol; todos los pueblos de la tierra sean bendecidos en Él, y todas las naciones del orbe ensalcen sus perfecciones ».

Ved cómo todos estos pasajes se acomodan de un modo admirable a Jesucristo. Seguramente que durante su vida mortal pronunció Él y cantó estos himnos, compuestos por el Espíritu Santo; y por cierto que únicamente Él podía cantarlos con toda la verdad que ellos contenían acerca de su divina persona.

Y ahora que, una vez consumado todo, Jesucristo subió a la gloria, la Iglesia ha recogido estos cánticos para ofrecer diariamente la alabanza a su Esposo divino y a la Santísima Trinidad: «A Ti, la Santa Iglesia, en toda la tierra, eleva un cántico de alabanza». Porque concluyen todos los Salmos con el mismo canto: «Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo»; o según otra fórmula: «Gloria al Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo, como era al principio, ahora y siempre y en los siglos de los siglos».

Quiere la Iglesia de este modo atribuir toda la gloria a la Santísima Trinidad, primer principio y último fin de todo cuanto existe, y se asocia por la fe y el amor a la alabanza eterna que el Verbo, causa ejemplar de toda la creación, tributa a su Padre celestial.

 

 


3. EL GRAN PODER DE INTERCESIÓN DE LA IGLESIA MEDIANTE  ESTA ALABANZA EN SUS LABIOS.

 

La Iglesia se apoya especialmente en Cristo. Todas sus oraciones se terminan con una apelación a los títulos de Jesucristo Hijo de de Dios: “Por Jesucristo Nuestro Señor.» Y a Jesucristo, sentado actualmente a la derecha del Padre, y que reina con Él y con el Espíritu Santo, es a quien la Iglesia alude diciendo: “Que contigo vive y reina.» Cristo es El Esposo, y la Iglesia la Esposa, como lo dijo San Pablo.

¿Cuál es, pues, aquí, la dote de la Esposa? Está constituida por sus miserias, sus debilidades; mas también por su corazón, capaz de amar, y por su lengua, capaz de tributar alabanzas. Y el Esposo, ¿qué aporta? Sus satisfacciones, sus méritos, su preciosa sangre, todas sus riquezas. Jesucristo, desposado con la Iglesia, la enriquece con la facultad de adorar y alabar a Dios.

La Iglesia se une a Jesús y se apoya en Él, y al verla los ángeles se preguntan: «Quién es ésta que sube del destierro llena de hechizo y reclinada en su amado?» Es la Iglesia, que del desierto de su originaria pobreza sube hacia Dios, adornada como una virgen con las resplandecientes joyas que le regala su Esposo; y en nombre de Jesucristo, y con Él, ofrece la adoración y la alabanza de todos sos hijos al Padre celestial.

Esta alabanza es la voz de la Esposa: la voz que embelesa al Esposo; es el cántico entonado por la Iglesia en unión de Cristo, y por esto, cuando tomamos parte en él con fe y con confianza, le resulta muy grato a Jesús: Vox tua dulcis. Es la voz que ante su esposo divino sobresale y es atendida mas que todas nuestras oraciones y peticiones privadas. Ved a esta Esposa orgullosa de su condición y calidad, segura de los derechos eternos adquiridos ante su divino Esposo, penetrar audazmente en el santuario de la divinidad, donde Cristo, su Cabeza y Esposo, siempre vivo, ora e intercede por nosotros.

Media entre los dos una distancia como entre el cielo y la tierra, y, con todo, la Iglesia salva esta distancia con la fe y une suvoz a la de Cristo in sinu Patris; es una misma y única oración, la oración de Jesús unido a su cuerpo místico y dando con ella un solo y único homenaje a la adorable Trinidad.

Hermanos ¿Cómo semejante oración dejará de agradar a Dios, toda vez que es el mismo Cristo quien la eleva? ¿Qué no podrá alcanzar y conseguir del corazón de Dios? ¿Cómo un lenguaje tal no va a ser Una fuente de gracia para la Iglesia y para todos sus hijos? Es Cristo quien suplica y reza como en Palestina, y Cristo tiene siempre el derecho a ser escuchado, porque es el hijo amado. «Padre, yo sé que siempre me escuchas».

Ved cómo ya en el Antiguo Testamento la oración del jefe del pueblo de Israel era todopoderosa sobre el corazón de Dios, y, con todo, esta nación, elegida por Dios, no era más que una figura y una sombra do la Iglesia.

Se ha entablado un fiero combate entre los hebreos y los amalecitas, sus enemigos. La lucha se prolonga largo rato, con varias alternativas; ora ceden los de Israel, ora aparecen vencedores, y a la postre la Victoria se decide a su favor. Ahora bien, ¿cuál fue el hecho decisivo que determinó la victoria?

Figurémonos por unos momentos que los jefes que dirigieron el combate nos hubiesen dejado relaciones detalladas acerca de las diferentes vicisitudes de la lucha, y que estos relatos se someten a un general moderno para conocer su juicio. Dicho general hallaría que se había cometido tal falta de táctica, que tal otra medida de estrategia no se llevó a cabo, que tal maniobra falló, aquel otro ataque fue muy mal resistido, y daría todas las razones, menos la buena. ¿Cuál es ésta?

La razón de las diferentes alternativas y del feliz resultado final de la lucha nos la dio a conocer el mismo Dios. En la vecina montaña, Moisés, el jefe de Israel, oraba, con los brazos elevados al cielo, por su pueblo. Cuantas veces Moisés, cansado, dejaba caer los brazos, llevaban la mejor parte los amalecitas; en cambio, cuando Moisés volvía a levantar sus manos suplicantes, la victoria se inclinaba a favor de Israel. Al fin, Aarón y su compañero sostuvieron los brazos de Moisés hasta que la victoria se ganó por los de Israel.

¡Grandioso espectáculo el ver a este capitán que obtiene del Dios de los ejércitos, por medio de la oración, la victoria para su pueblo! Si nosotros mismos hubiésemos dado esta explicación, muchos espíritus sonreirían con sorna; pero quien nos ha dado esta versión de los hechos ha sido Dios mismo, el Dios de los ejércitos, Aquel de quien Israel era pueblo escogido y de quien Moisés era amigo

Ciertamente, esta lección podemos hacerla extensiva a toda oración, pero con mucha más verdad a la oración de Cristo, Cabeza de la Iglesia, que ora, por la voz de la Iglesia, en favor de su cuerpo místico, que milita en la tierra contra «el príncipe de este mundo y de las tinieblas», renovando todos los días sobre el altar la oración que por nosotros hacía, con los brazos levantados al cielo, en el monte del Calvario, y ofreciendo a su Padre los méritos infinitos de su Pasión y muerte. «Fue oído en atención a su dignidad».

 

 

4. FRUTOS DE SANTIFICACIÓN CONSEGUIDOS POR LA ORACIÓN DE LA IGLESIA EN EL OFICIO DIVINO, MANANTIAL DE LUZ, QUE NOS HACE PARTICIPAR DE LOS SENTIMIENTOS DEL ALMA DE CRISTO

 

El tributo de alabanza que la Iglesia dirige a Dios en el santo sacrificio y en las « Horas canónicas» que giran en torno a la Misa, posee no sólo un poder de intercesión sino también un valor de santificación. LaIglesia ha ordenado el ciclo litúrgico de tal forma, que la oración pública llega a ser, para nuestra alma, una fuente de luz, de unión con los sentimientos de Cristo y los misterios de su vida. La Iglesia ha dispuesto así los ciclos de las diversas fiestas del año litúrgico para presentar ante Dios y celebrar oficialmente sus misterios rindiéndole el debido homenaje y alabanza mediante los salmos y lecturas sagradas.

Como sabéis, se puede dividir este ciclo en dos partes: la una va desde Adviento, tiempo preparatorio de Navidad, hasta Pentecostés; la otra abarca los domingo después de Pentecostés. La primera serie está formada esencialmente por los misterios de Jesucristo; recuerda la Iglesia brevemente los principales pasajes de la vida de Cristo en la tierra: en Adviento, su preparación bajo la Antigua Ley; en Navidad, el nacimiento en Belén; su Epifanía, es decir, su manifestación a los gentiles en la persona de los Magos; su presentación en el Templo; después, durante la Cuaresma, su ayuno en el desierto. Celebra a continuación cada Semana Santa su Pasión y Muerte; canta su Resurrección en la Pascua, su Ascensión, la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles y la fundación de la Iglesia.

Cuando una esposa que nada aprecia tanto como a su esposo, la Iglesia descorre a la vista de sus hijos todos los acontecimientos de la vida de Jesús, tal como sucedieron y a veces, hasta con orden cronológico detallado, como desde la Semana Santa a Pentecostés.

Si nuestro espíritu no está disipado, esta representación será para él una fuente abundante de luz; nosotros sacamos de esta viva reproducción, cada año renovada, un conocimiento más verdadero y profundo de los misterios de Cristo. Además, esta representación no es solamente una reproducción sencilla, pero estéril; antes, al contrario, la Iglesia, por medio de la elección y orden de los textos y pasajes que toma de los Libros sagrados, nos hace penetrar en los sentimientos mismos que animaron el corazón de Cristo.

¿De qué modo? Habéis notado ya que con frecuencia, aun en los sucesos más sobresalientes de la vida de Jesucristo nos dan los Evangelistas una narración puramente histórica, sin decirnos nada o casi nada de los sentimientos que embargaban el alma de Jesús. Así, en la Pasión, el Evangelista cuenta la crucifixión de Jesús: «Los soldados condujeron a Jesús al Calvario, donde lo crucificaron». Testifica simplemente el hecho. Pero, ¿quién nos descubrirá los sentimientos que embargaban el alma del Salvador?

Verdad es que estamos en el umbral de un templo cuya sagrada profundidad sólo Dios conoce; no obstante esto, desearíamos saber algo de sus sentimientos, pues este conocimiento nos uniría más al divino Modelo. Nuestra Madre la Iglesia va a levantar ante nuestra vista una punta del velo.

Sabéis que Cristo, pendiente de la Cruz, pronunció estas palabras: “Dios mío, ¿por qué me habéis abandonado?» Estas palabras forman parte del primer verso de un salmo mesiánico que no se puede aplicar a otro que a Jesús, y en el cual, no solamente las circunstancias de su crucifixión, sino también los sentimientos que debieron en este momento embargar su alma santa, están manifestados de admirable manera.

San Agustín explícitamente dice que Cristo en la Cruz recitó este salmo, que es «un evangelio anticipado». Leedlo y oiréis a Nuestro Señor, oprimido bajo los golpes de la justicia divina, revelar sus angustias, sus sentimientos internos: “Yo soy un gusano de tierra y no un hombre, el oprobio de los hombres y el desecho de la plebe; todos cuantos me ven, se burlan de Mí, abren sus labios y mueven la cabeza, diciendo: Él ha puesto su confianza en el Señor; que le salve, ya que le ama... Toros embravecidos me rodean... Yo soy como el agua que corre; todos mis huesos están dislocados; mi corazón es como la cera, se derrite en mis entrañas... Señor, no alejéis de Mí vuestra ayuda; cuidad de mi defensa; libradme de la boca del león.»

Estas palabras nos descubren y patentizan los sentimientos del corazón de Cristo en su Pasión. De ello está convencida la Iglesia, y guiada por el Espíritu Santo, nos manda recitar este salmo en la Semana Santa para que empapemos nuestras almas en los sentimientos del corazón de Cristo.

Lo propio ocurre con otros misterios. Observaréis cómo la Iglesia, al mismo tiempo que reproduce y expone a la vista de sus hijos la historia del misterio, intercala aquellos salmos, profecías o pasajes de las Epístolas de San Pablo, en los que se hallan consignados los sentimientos de Jesús.

La Iglesia, pues, nos da cada año, no sólo una representación viva y animada de la vida de su Esposo, sino que por la sagrada liturgia los hace presentes y también nos hace penetrar, en cuanto de ello es capaz la criatura, en el alma de Jesucristo, para que, leyendo en ella sus disposiciones interiores, nos identifiquemos con ellas y nos unamos más íntimamente a nuestro divino jefe. De este modo la Iglesia sabiamente y con facilidad asombrosa hace que nos acomodemos al precepto del Apóstol: «Tened en vuestros corazones los mismos sentimientos que Cristo Jesús». ¿No equivale esto a vivir de acuerdo con lo que de nosotros exige nuestra predestinación?

 

 


5. LA ORACIÓN LITÚRGICA TAMBIÉN NOS HACE PARTÍCIPES DE SUS MISTERIOS: Y SE CONVIERTE EN SENDA SEGURA E INFALIBLE PARA ASEMEJARNOS A JESÚS

 

No olvidar que la liturgia del Oficio divino hace presente los misterio que celebramos. Por eso, los misterios de Jesucristo, que la Iglesia nos manda celebrar cada año, son misterios ViVOS y palpitantes. Figuraos un creyente y un incrédulo ante la representación de la Pasión que se verifica en Oberammergau o en Nancy. El incrédulo podrá percibir el armonioso desarrollo del drama; recibirá emociones estéticas. Pero en el creyente la impresión será mucho más honda. ¿Por qué? (hoc enim sentite in bobis quod est in Christo Jesu) Porque aunque no llegue a apreciar la calidad artística de la representación, las escenas que se suceden a su vista le recordarán sucesos que guardan íntima relación con su fe.

Y con todo en el mismo creyente esta influencia solamente proviene de una causa externa. El espectáculo a que asiste, la representación, no se halla animada de una virtud interna, intrínseca, capaz por sí misma de mover su alma de un modo sobrenatural. Esta virtud la tienen únicamente los misterios de Jesucristo, como los celebra la Iglesia, y no en el sentido de que encierran la gracia, como los sacramentos, pero sí en el de que, siendo misterios vivos, son también fuentes de vida para el alma.

Cada misterio de Cristo es, no sólo un objeto de contemplación para el espíritu; un recuerdo que evocamos para alabar a Dios y darle gracias por cuanto hizo por nosotros; es algo más sublime: hace presente el misterio; cada misterio constituye para toda alma movida por la fe una participación en los divinos estados del Verbo Encarnado que se hacen presentes por la acción litúrgica.

Esto es muy importante. Los misterios de Cristo fueron primero vividos por Él mismo a fin de que nosotros podamos vivirlos a nuestra vez unidos con Él. (ver mi trabajo sobre esto en mi última lección de seminario, es memorial, no recuerdo, no se repite nada, se hace presente el mismo misterio )Pero, ¿cómo? Inspirándonos en su espíritu, aprovechándonos de su eficacia, para que viviéndolos, nos asemejemos a Cristo.

Jesucristo vive ahora glorioso en el cielo; su vida sobre la tierra, mientras en ella vivió en forma visible, no duró sino treinta y tres años; pero la eficacia de cada uno de sus misterios es infinita, y sigue siendo inagotable. — Cuando nosotros los celebramos en la sagrada liturgia, recibimos, en proporción a la intensidad de nuestra fe, las mismas gracias que si hubiéramos vivido con Nuestro Señor, y con Él hubiéramos tomado parte en sus misterios.

Estos misterios tuvieron por autor al Verbo Encarnado, y como ya queda dicho, Jesucristo, por su Encarnación, asoció todo el género humano a estos divinos misterios, y mereció para todos sus hermanos la gracia que quiso vincular a ellos. Al confiar a la Iglesia la celebración de estos misterios para perpetuar su misión sobre la tierra, por medio, de esa misma celebración en el transcurso de los siglos, Jesucristo hace participar de la gracia que encierran estos misterios a las almas fieles; pues, en expresión de San Agustín, son el ejemplar y modelo de la vida cristiana que debemos llevar en calidad de discípulos de Jesús.

Apliquemos lo dicho, por ejemplo, a su Natividad. Conmemorando el nacimiento de nuestro Salvador, dice San León, celebramos también nuestro propio nacimiento. La generación temporal de Cristo, en efecto, da origen al pueblo cristiano, y el nacimiento de la cabeza es a la vez el de su cuerpo místico. Todo hombre, dondequiera que habite, por este misterio puede disfrutar de un nuevo nacimiento en Cristo.

La fiesta de Navidad, en efecto, aporta cada año, al alma que celebra este misterio de fe —porque por la fe primero, y luego mediante la comunión, es como entramos en contacto con los misterios de Cristo—, una gracia de renovación interior, que aumenta el grado de su participación en la filiación divina en Cristo Jesús.

Otro tanto se verifica en los otros misterios. La celebración de la Cuaresma, de la Pasión y muerte de Jesucristo, durante la Semana Santa, trae consigo una gracia de «muerte para el pecado» que nos ayuda a destruir més y más en nosotros el pecado, y el apego al pecado y a las criaturas. — Porque, dice categóricamente San Pablo, Cristo nos hizo morir con Él, y con Él nos sepultó.

Así debe ser de derecho y en principio para todos; empero la aplicación tiene efecto en el transcurso de los siglos para cada alma mediante la participación que cada uno de nosotros toma en la muerte de Cristo, en particular durante los días en los cuales la Iglesia nos trae a la memoria este recuerdo.

Lo mismo en Pascua; cuando cantamos el triunfo de Cristo saliendo del sepulcro, vencedor de la muerte, libamos, por la participación en este misterio, una gracia de vida y de libertad espirituales. Dios, dice San Pablo, «nos resucita con Cristo»; y dice también, hablando de la gracia propia de este misterio: “Si habéis resucitado con Cristo, buscad y apreciad los bienes de arriba, del cielo, no los de la tierra, que, siendo creado, encierra germen de corrupción y de muerte, sino lo que está arriba, lo que os encamina a la vida eterna»: “Pues del mismo modo que Cristo resucitó de entre los muertos para gloria de su Padre, así también nosotros debemos andar en vida nueva».

Después de asociarnos Cristo a su vida de resucitado, nos hace participar del misterio de su Ascensión. — ¿Cuál es la gracia especial de este misterio? San Pablo nos responde: Dios nos ha concedido un asiento en los cielos por Cristo Jesús.

El gran Apóstol —que con todos estos ejemplos aclara admirablemente esa doctrina que le es tan querida y no pierde ocasión de inculcarnos nuestra unión con Cristo, como miembros de su cuerpo místico— nos dice, en términos muy explícitos, que “Dios nos ha hecho sentar con Cristo en el reino de los cielos». Por esto un autor antiguo escribía: «Acompañemos, mientras aquí vivamos, a Cristo en el cielo por medio de la fe y del amor, de suerte que podamos seguirle corporalmente el día señalado por las promesas eternas».

— ¿No es esto lo que la Iglesia nos hace pedir en la colecta de la fiesta? “vivamos ahora ya en el cielo, adonde creemos que nuestro Redentor y Jefe ha subido!” Así, un año tras otro, la Iglesia propone a nuestra consideración la representación de los acontecimientos que sobresalen en la vida de su Esposo; nos hace contemplar estos misterios, de los que cada año resulta nueva luz para nosotros; nos manifiesta los sentimientos dcl corazón de Cristo, y cada año penetramos más en las disposiciones interiores de Jesús.

Reproduce en nosotros todos estos misterios de nuestro divino Jefe; apoya nuestras peticiones para que nos veamos favorecidos con la gracia especial, propia de cada uno de los misterios realizados y vividos por Cristo; y así adelantamos por la fe y el amor, por la imitación de nuestro divino modelo, expuesto sin cesar a nuestra consideración, en el proceso de esa transformación sobrenatural, que es el fin do nuestra unión con Jesús: “Vivo yo; mas no soy yo, es Cristo quien vive en mí”.

¿Acaso no consiste la esencia de toda santidad y la forma misma de nuestra predestinación divina en ser tan semejantes al Hijo muy amado, que su vida llegue a ser nuestra vida? Dejémonos, pues, guiar por la Iglesia, nuestra madre, en esta devoción fundamental que debe hacernos partícipes de la religión de Cristo hacia su Padre.

Cristo confió a su Esposa, la Iglesia, la celebración de estos misterios. La oración establecida por ella es la verdadera, la auténtica expresión del homenaje digno de Dios; cuando la Iglesia, conocedora de los secretos de Jesús, se dispone, y nosotros con Ella, a celebrar los divinos misterios de Cristo, parece oírse en el Cielo aquella expresión del Cantar de los Cantares: «Resuene tu voz en mis oídos, pues está llena de hechizo, como tu rostro está resplandeciente de hermosura». La Iglesia, adornada y enriquecida como está con las preseas del divino Esposo, puede hablar en su nombre; por eso los homenajes de adoración y alabanza que pone en boca de sus hijos son agradables en extremo a Cristo y a su Padre.

La oración de la Iglesia es también para nosotros camino seguro; ninguno otro nos llevará más directamente a Cristo ni nos facilitará tanto la tarea de ir copiando sus divinos rasgos. La Iglesia nos lleva a Él directamente y como por la mano. A la vez que hacemos un acto de humildad y de obediencia, dejándonos guiar por Ella, que todo lo ha recibido de Cristo: “Quien a vosotros escucha a Mí escucha, y quien a vosotros desprecia a Mí desprecia”, utilizamos también un medio seguro para llegar infaliblemente a conocer a Cristo; profundizar el sentido de sus misterios y permanecer adheridos a Él, ya que es no sólo modelo, sino la fuente misma de la vida eterna, que hizo brotar por la abundancia de sus méritos: “El sacrificio de alabanza me honrará y por ese camino le mostraré la salvación de Dios».

 

 


6. POR QUÉ Y CÓMO LA IGLESIA HONRA Y CELEBRA A LOS SANTOS

 

Además de los misterios de Cristo, la Iglesia celebra también las fiestas de los santos. ¿Por qué la Iglesia celebra a los santos? — Por el principio siempre fecundo de la unión que existe, después de la Encarnación, entre Cristo y sus miembros. — Los santos son los miembros gloriosos del cuerpo místico de Cristo: Cristo está ya “formado en ellos»; ellos “han conseguido su plenitud”, y alabándolos a ellos, Cristo es glorificado en ellos. «Alábame, decía Cristo a Santa Matilde, porque soy la corona de todos los santos. Y la santa monja veía toda la hermosura de los escogidos alimentarse en la sangre de Cristo, resplandecer con las virtudes por Él practicadas, y ella, dócil a la divina recomendación, honraba con todas sus fuerzas a la bienaventurada y adorable Trinidad “por haberse dignado ser la admirable gloria y corona de los santos”.

A la Santísima Trinidad es, en efecto, como todos saben, a quien la Iglesia ofrece sus alabanzas, festejando a los Santos. Cada uno de ellos es una manifestación de Cristo; lleva en sí los rasgos del divino modelo, pero do una manera especial y distinta ». Es un fruto de la gracia de Cristo, y a honra y gloria de esta gracia se complace la Iglesia en ensalzar a sus hijos victoriosos. «Para alabanza de la gloria de su gracia».

Tal es la característica del culto de la Iglesia hacia los Santos: la complacencia. Esta buena madre se siente orgullosa con las legiones de sus escogidos, que son el fruto de su unión con Cristo, y que ya forman parte, en los resplandores del cielo, del reinado de su Esposo, a quien honra, finalmente, en ellos: «Señor, ¡cuán admirable es vuestro nombre, pues habéis coronado de honor y gloria a vuestro santo! ».

La Iglesia renueva en los santos el recuerdo de la alegría que inundó sus almas, cuando merecieron penetrar en el reino de los cielos: “Entra, bueno y leal servidor, en el gozo de tu Señor... Ven, Esposa de Cristo, a recibir la corona que el Señor te tiene preparada desde toda la eternidad...”; enaltece las virtudes y méritos de sus apóstoles y mártires, do sus pontífices, confesores y vírgenes; se alegra de su gloria y presenta sus ejemplos, si no siempre a la imitación, al menos a la alabanza de sus hermanos de la tierra. “Si no eres capaz do seguir a los mártires en el derramamiento de sangre, sigue- los en el afecto».

Y después de haberlos alabado, se encomienda a sus oraciones e intercesión. ¿Menoscaba por esto el poder infinito de Cristo, sin el cual nada podemos hacer? Ciertamente que no. Se complace Cristo (no para disminuir su radio de acción, antes más bien para ensancharle), oyendo a los santos, que son los príncipes de la corto celestial, y otorgándonos por su intercesión cuantas gracias le pedimos se establece así una corriente sobrenatural de intercambio entre todos los miembros de cuerpo místico.

En fin, no pudiendo la Iglesia festejar a cada uno de los santos en particular, al fin del ciclo litúrgico, estableció la solemne fiesta de Todos los Santos, en la cual multiplica y extrema, si así puede decirse, sus alabanzas jubilosas.

Transportándonos al cielo en seguimiento del Apóstol San Juan, nos presenta aquella gloriosa porción del reino de su Esposo; las legiones innumerables de los escogidos, aquella «muchedumbre de santos que nadie podrá contare, que asisten al trono de Dios, revestidos de blancas túnicas, con palmas en las manos, de cuyas filas s levanta la grandiosa aclamación: «Gloria a Dios, gloria al Cordero inmolado por nosotros que con su sangre nos rescata de toda tribu, de toda lengua, de todo pueblo, de toda nación.

Ante tan gloriosa visión, la Iglesia experimenta transportes de alegría. Oíd con qué expresiones se dirige a sus hijos triunfantes: “Bendecid al Señor, vosotros todos que sois sus escogidos; disfrutad días dichosos y cantad sus alabanzas; pues el cantar es la herencia de todos los santos, del pueblo de Israel, del pueblo que constituye su corte; es la gloria propia de todos los santos”.

También nosotros estamos llamados a participar de este triunfo; a formar el cortejo de Cristo... ((en los esplendores de los, santos», a participar en el seno del Padre, de la gloria del Hijo, después de habernos asociado en la tierra a sus misterios. Anticipémonos a esta melodía de los cielos donde resuena el eterno Alleluia, asociándonos cuanto podamos desde ahora, con gran fe y abrasado amor, a la oración de la Iglesia, Esposa de Cristo y madre nuestra.

 

 

 

 

 

 

 

 

Vox sponsæ: Oficio divino

 

La alabanza divina es parte esencial de la misión santificadora que Cristo confía a la Iglesia

 

El santo sacrificio del cual el alma participa mediante la comunión sacramental constituye, como hemos visto, el centro de nuestra sacrosanta religión; en un mismo acto está comprendido el memorial, la renovación y la aplicación del sacrificio del Calvario.

Empero, la Misa no suple por sí sola todos los actos de religión que nos incumbe cumplir; y aunque sea el más perfecto homenaje que a Dios podemos tributar y contenga en sí la sustancia y virtud de todos los homenajes no es, con todo, el único. ¿Qué más debemos a Dios? -El tributo de la oración, ora pública, ora individual. En la plática siguiente os hablaré de la oración en privado, de la meditación. Veamos en ésta en qué consiste el homenaje de la oración o culto público.

Quien lea las epístolas de San Pablo verá cómo repetidamente nos exhorta: «Que vuestros corazones, a impulsos de la gracia, escribe a los Colosenses, se derramen delante de Dios, con salmos, himnos y cánticos espirituales» (Col 3,16). Y también: «Hablando entre vosotros y entreteniéndoos con salmos, y con himnos, y con canciones espirituales, cantando y loando al Señor en vuestros corazones, dando siempre gracias por todo a Dios Padre, en el nombre de Nuestro Señor Jesucristo» (Ef 5, 19-20). El mismo Apóstol, en su prisión, juntamente con Silas, «rompía el silencio de la noche tributando a Dios alabanzas y dándole gracias con alegre corazón por cuanto padecían» (Hch 16,25).

Esta alabanza divina se halla estrechamente vinculada con el santo sacrificio y Cristo mismo quiso inculcarla con su ejemplo. Refieren, en efecto, los Evangelistas que Cristo no salió del Cenáculo luego de instituida la Eucaristía, sino después de haber cantado el himno de alabanza (Mt 26,30; Mc 14,26). La oración pública gira en torno del sacrificio del altar; en él se apoya y de él saca su más subido valor a los ojos de Dios; porque la ofrenda la Iglesia, en nombre de su Esposo, Pontífice eterno, que ha merecido, por su sacrificio sin cesar renovado, que toda gloria y honor vuelva al Padre, en la unidad del Espíritu Santo: «Por Cristo, con El y en El, a ti, Dios, Padre omnipotente, todo honor y toda gloria» (Canon de la Misa).

Veamos, pues, en qué consiste este homenaje de la oración oficial de la Iglesia y cómo, siendo una obra muy agradable a Dios, llega a convertirse también para nosotros en una fuente pura y abundante de unión con Cristo y de vida eterna.

 

1. El Verbo Eterno, cántico divino; la Encarnación asocia el género humano a este cántico

Jesucristo, antes de subir al cielo, legó a la Iglesia su mayor riqueza: la misión de continuar su obra en la tierra. Esta obra, como sabéis, tiene dos dimensiones: una de alabanza con relación al Padre Eterno, otra soteriológica, redentora con respecto a los hombres. Es verdad que, por nuestro bien, el Verbo se hizo carne [Propter nos et propter nostram salutem descendit de cælis. Símbolo de Nicea], pero la obra misma de la Redención no la llevó a cabo Cristo sino porque ama a su Padre: «Obro así para que conozca el mundo que yo amo al Padre» (Jn 14,31).

La Iglesia hereda de Cristo esta misión. Por una parte, recibe, para santificar a los hombres, los sacramentos y el privilegio de la infalibilidad; por otra, participa, para continuar el homenaje de alabanzas que la humanidad de Cristo ofrecía al Padre, del afecto religioso que hacia el mismo Padre tuvo en vida el Verbo encarnado.

Y en esto, como en todas las demás cosas, es Jesucristo nuestro modelo. Contemplemos un instante al Verbo encarnado. Cristo es, en primer lugar, el Hijo único del Padre, el Verbo eterno. En la adorable Trinidad, es la Palabra por la cual el Padre se dice, eternamente lo que es: es la viva expresión de todas las perfecciones del Padre, su «forma subsistente», dice San Pablo, y el «esplendor de su gloria» (Heb 1,3). El Padre contempla a su Verbo, su Hijo, ve en El la imagen perfecta, sustancial, viva, de sí mismo; tal es la gloria esencial que el Padre recibe. Si Dios no hubiera creado nada y hubiese dejado todas las cosas en estado de mera potencia, habría tenido, con todo, su gloria esencial e infinita. Palabra eterna, el Verbo, con sólo ser lo que es, equivale a un cántico divino, cántico vivo que canta la alabanza del Padre, manifestando la plenitud de sus perfecciones. Es el himno infinito que se oye sin cesar: In sinu Patris.

Al tomar la naturaleza humana, el Verbo permanece lo que era; no cesa de ser el Hijo único, imagen acabada de las perfecciones del Padre, ni deja tampoco de ser por sí mismo la glorificación viva del Padre. El cántico infinito que se canta durante toda la eternidad entonóse por vez primera en la tierra cuando el Verbo se encarnó. En la Encarnación, el género humano se ve como arrastrado por el Verbo a esta obra de glorificación. El cántico que se oye en el santuario de la divinidad, lo prolonga el Verbo encarnado en su humanidad. En los labios de Jesucristo, verdadero hombre al propio tiempo que verdadero Dios, este cántico adquiere una expresión humana y humanos acentos, y también un caracter de adoración que el Verbo, igual a su Padre, no podía tributarle como Verbo. Ahora bien, si la expresión de este cántico es humana, su perfección es santísima y el mérito divino. Tiene, pues, un valor infinito. ¿Quién de nosotros podrá medir la grandeza de la religión con que Cristo honraba a su Padre? ¿Quién podrá contar algo siquiera del himno de alabanza que Jesús cantaba interiormente en su alma tres veces santa a la gloria de su Padre? El alma de Cristo contemplaba en visión continua las divinas perfecciones, y de tal contemplación nacían una religión y una adoración perfectas, y brotaba una sublime alabanza. Jesucristo, al fin de su vida en la tierra, se dirige al Padre; protesta que no ha hecho más que glorificarle; que ésa había sido la obra capital de su vida, y que la había realizado perfectamente: «Padre santo, yo te he glorificado en la tierra, he cumplido la obra que me confiaste» (Jn 17,4).

Mas notad bien que al unirse personalmente con nuestra naturaleza, el Verbo se incorporó, por decirlo así, todo el género humano, asociando en principio y con todo derecho la humanidad entera a esa perfecta alabanza que El rinde a su Padre. Aquí también nosotros hemos recibido algo de la plenitud de Cristo, de suerte que, en Cristo y por Cristo, toda alma cristiana que le está unida por la gracia, debe cantar las divinas alabanzas. Cristo es nuestro Jefe; todos los bautizados son los miembros de su cuerpo místico, y en El y por El, debemos nosotros tributar a Dios toda gloria y todo honor.

Cristo nos ha reservado una parte en esa alabanza que a nosotros compete realizar, del mismo modo que ha querido también que nos asociemos a sus padecimientos abrazando todas las cruces que El quiera enviarnos. ¿Será que nuestra adoración y nuestra alabanza añadan algo al mérito o a la perfección de las de Cristo? -Ciertamente que no; pero Cristo quiso que, por la Encarnación, todo el género humano, al cual representaba, se uniese con todo derecho e indisolublemente a todos sus estados y a todos sus misterios. Jamás lo olvidemos: Cristo forma una sola cosa con nosotros; sus adoraciones y alabanzas, las tributó a su Padre en favor nuestro, pero también en nuestro nombre. Por eso la Iglesia, su cuerpo místico, debe asociarse en la tierra a la obra de religión y de alabanza que Cristo rinde ahora al Padre in splendoribus sanctorum (Sal 109,3); la Iglesia debe ofrecer, a ejemplo de su Esposo, «aquella hostia de alabanza», como la llama San Pablo (Heb 13,15), que las perfecciones infinitas del Padre Eterno merecen y reclaman.

 

2. La Iglesia encargada de organizar, guiada por el Espíritu Santo, el culto público de su Esposo; empleo que en él se hace de los Salmos; cómo esos cánticos inspirados ensalzan las perfecciones divinas, expresan nuestras necesidades, y nos hablan de Cristo

Veamos cómo la Iglesia, dirigida por el Espíritu Santo, realiza su misión.

Como centro de toda la religión, pone la Iglesia el santo sacrificio de la Misa, verdadero sacrificio que renueva la obra de nuestra redención en el Calvario, y nos aplica sus frutos; hace acompañar esta oblación de ritos sagrados que reglamenta cuidadosamente y que son como el ceremonial de la corte del Rey de los reyes; le rodea de un conjunto de lecturas, cánticos, himnos y salmos que sirven de preparación o de acción de gracias a la inmolación eucarística.

Este conjunto constituye el «Oficio divino»; sabéis que la Iglesia impone la recitación del Breviario como una obligación grave, a los que Cristo, por el sacramento del Orden, ha hecho oficialmente partícipes de su sacerdocio eterno. En cuanto a los elementos, a las «fórmulas» de la alabanza, algunos, como los himnos, los compone la Iglesia misma por la pluma de sus Doctores, que son a la vez Santos admirables, como San Ambrosio; pero, sobre todo, los toma de los Libros sagrados e inspirados por el mismo Dios. San Pablo nos dice que ignoramos cómo debemos orar, pero añade: «El Espíritu Santo ruega en nosotros con gemidos inenarrables» (Rm 8,26). Es decir, que sólo Dios sabe cómo se debe orar. Si esto es verdad respecto a la impetración, lo es sobre todo con relación a la oración de alabanza y de acción de gracias. Dios solo sabe cómo debe ser alabado, las más sublimes concepciones acerca de Dios forjadas por nuestra inteligencia, son humanas. Para ensalzar dignamente a Dios, es necesario que Dios mismo nos dicte los términos de su alabanza; y por eso, la Iglesia pone los Salmos en nuestros labios como la mejor alabanza que, después del Santo Sacrificio, podemos presentar a Dios. [Ut bene laudetur Deus, laudavit seipsum Deus; et ideo quia dignatus est laudare se, invenit homo quemadmodum laudet eum. San Agustín, Enarrat. in Ps. 144].

Leed esas páginas sagradas y veréis cómo los cánticos inspirados por el Espíritu Santo relatan, publican y ensalzan todas las perfecciones divinas. El cántico del Verbo eterno en la Santísima Trinidad es sencillo, y, sin embargo, es infinito, pero en nuestros labios creados, incapaces de comprender lo infinito, las alabanzas se multiplican y repiten con admirable riqueza y gran variedad de expresiones, los Salmos cantan sucesivamente la potencia, la magnificencia, la santidad, la justicia, la bondad, la misericordia o la hermosura divinas. [A fin de no recargar estas páginas de notas, no daremos aquí todas las referencias de textos que vamos a citar, y que están sacados del libro de los Salmos]. «El Señor hizo todo cuanto quiso, pronunció una palabra y se hizo todo; por su sola voluntad creó todas las cosas. ¡Oh, Señor, cuan admirable es vuestro nombre sobre la tierra, todo lo hicisteis sabiamente! El Señor está por encima de todas las cosas, las naciones son delante de El como si no existiesen; su gloria supera todos los cielos. ¿Quién es semejante a El?... Las montañas se funden en su presencia como la cera; los cielos proclaman su justicia, y todos los pueblos contemplan su gloria; sea el Señor glorificado en todas sus obras. Si El la mira, tiembla la tierra. A su tacto humean como el incienso las montañas...» Ved, por ejemplo, en qué términos nos hablan los Salmos de la bondad y misericordia del Señor: «El Señor es fiel en sus palabras, misericordioso y compasivo; es bueno con todos, y su misericordia se extiende a todas las criaturas... El Señor está cerca de todos cuantos le invocan con corazón sincero; satisface los deseos de aquellos que le temen; oye sus plegarias y los salva; el Señor mira a cuantos le aman... todo bendiga y alabe en mí al Señor, porque es eterna su misericordia».

Estos son algunos de los acentos que el Espíritu Santo mismo pone en nuestros labios. Procuremos servirnos de estos inspirados cantos para alabar a Dios, repitiendo con el Salmista: «Quiero cantar al Señor mientras viva, ensalzar a mi Dios hasta el último suspiro». Un alma que ama a Dios experimenta, en efecto, la necesidad de alabarle bendecirle y ensalzar sus perfecciones; se complace en esas perfecciones y quiere celebrarlas como se merecen [+Tratado del amor de Dios, San Francisco de Sales, L. V, caps. 7, 8 y 9]; pero angustiada al ver su insuficiencia para realizarlo y a fin de suplirla de algún modo, sirviéndose de los salmos invita a menudo a las criaturas para que se asocien a ella en esta alabanza. Ved algunos ejemplos: «Narren los cielos su poder, y las obras salidas de sus manos manifiesten su grandeza; pueblos, ensalzad al Señor; naciones, cantad su gloria, porque es el Señor de los señores. Estos son para el alma otros tantos actos de amor perfecto, de pura complacencia, sumamente agradables a Dios.

Al propio tiempo que celebran las perfecciones divinas, los Salmos expresan de modo admirable los sentimientos y necesidades de nuestras almas. El salmo sabe llorar y alegrarse, desear y suplicar [San Agustín, Enarrat. in Ps. XXX; Sermo III, n.1]. No hay disposición alguna del alma que no pueda expresar. La Iglesia conoce nuestras necesidades, y por esta razón, cual madre solícita, pone en nuestros labios aspiraciones tan profundas y fervorosas de arrepentimiento, de confianza, de gozo, de amor, de complacencia, dictadas por el mismo Espíritu Santo: «Ten piedad de mí, Señor, según la grandeza de tu misericordia, porque pequé contra Ti. El perdón que otorgas es abundante; por eso espero en Ti... Señor, ven en mi ayuda, apresúrate a socorrerme; se confundan y enmudezcan mis enemigos... Tú eres mi sostén y mi refugio, me proteges a la sombra de tus alas; aun cuando yo caminase en medio de las tinieblas de la muerte, no temeré porque Tú estás conmigo...» «Tú, Señor, estás conmigo». ¡Qué acto de confianza!

Algunas veces también sentimos la necesidad de expresar a Dios la sed que tenemos de El y que sólo a El queremos buscar. En los Salmos encontramos también las expresiones más adecuadas a estos sentimientos. «¡Oh, Señor, eres mi gloria y mi salvación! ¿Qué hay en el cielo fuera de Ti, y qué otra cosa podré yo desear en la tierra sino a Ti? Tú eres el Dios de mi corazón y mi eterna herencia... Te amaré con todo mi corazón, a Ti que eres mi fortaleza y mi sostén... Tú me inundas de gozo con tu presencia, pues todas las delicias celestiales están en Ti. A la manera como el ciervo suspira por el agua viva, así mi alma tiene deseos de Ti, Dios mío; ¿cuándo llegaré y apareceré ante tu presencia?... Porque no quedaré plenamente saciado, hasta que contemple tu gloria»: ¿Dónde hallaremos acentos tan profundos para expresar a Dios los ardientes deseos de nuestras almas?... Finalmente, la última razón que indujo a la Iglesia a escoger los Salmos fue porque ellos, lo mismo que todos los libros inspirados, nos hablan de Jesucristo. La Ley, esto es, el Antiguo Testamento, según la hermosa expresión de un autor de los primeros siglos, «llevaba a Cristo en su seno». Ya os lo demostré al hablar de la Eucaristía; todo era símbolo y figura para el pueblo judío, dice San Pablo, la realidad anunciada por los Profetas, figurada por los sacrificios y simbolizada por tantos ritos, era el Verbo hecho carne y su obra redentora. Este espíritu profético mesiánico es, sobre todo, real en los Salmos. Sabéis que David, a quien se atribuye buen número de estos sagrados cánticos, era figura del Mesías, así como Jerusalén, tantas veces aludida en los Salmos, es el tipo de la Iglesia. Nuestro Señor decía a sus Apóstoles: «Es necesario que todo cuanto está escrito acerca de mí... en los Salmos, se cumpla » (Lc 24,44).

Los Salmos contienen numerosas alusiones al Mesías; su divinidad, su humanidad, los múltiples episodios de su vida, los detalles de su muerte, están bien señalados con rasgos inequívocos. «Me dijo el Señor: Tú eres mi Hijo; Yo te he engendrado hoy antes que apareciese la aurora... El reinará por su gracia y su hermosura, por su dulzura y su justicia; vendrán los reyes de Arabia, le adorarán y le ofreceran dones... Será consagrado entre todos con la unción de la alegría, será sacerdote, según el orden de Melquisedec, por toda la eternidad... Se compadecerá del desdichado y del indigente, y los libertará de la opresión y de la violencia. Oíd la voz del mismo Cristo que nos habla de sus dolores y humillaciones: «Oh, Dios mío, me devora el celo de tu casa y sobre Mí caen los ultrajes de aquellos que te insultan. Traspasaron mis pies y mis manos, me dieron hiel y vinagre, dividieron mis vestidos y echaron a suertes mi túnica...» Poco después, oímos cantar al Salmista el triunfo de Cristo vencedor: «Mas esta piedra que desecharon los que edificaban ha llegado a ser la piedra angular... El cuerpo de Cristo no verá la corrupción... Subirá vencedor a lo más alto de los cielos, con cautivos atados a su carro; príncipes, levantad las puertas de vuestras ciudades, vuestras puertas antiguas, porque El, Rey de la gloria, hace su entrada en los cielos; porque El se sentará a la diestra del Señor para siempre... Sea su nombre bendito por los siglos, viva mientras luzca el sol; todos los pueblos de la tierra sean bendecidos en El, y todas las naciones del orbe ensalcen sus perfecciones».

Ved cómo todos estos pasajes se acomodan de un modo admirable a Jesucristo. Seguramente que durante su vida mortal pronunció El y cantó estos himnos, compuestos por el Espíritu Santo; y por cierto que únicamente El podía cantarlos con toda la verdad que ellos contenían acerca de su divina persona. Y ahora que, una vez consumado todo, Jesucristo subió a la gloria, la Iglesia ha recogido estos cánticos para ofrecer diariamente la alabanza a su Esposo divino y a la Santísima Trinidad: «A ti la Iglesia santa, extendida por toda la tierra, te proclama» [Te per orbem terrarum sancta confitetur Ecclesia. Himno Te Deum]. Porque concluye todos los Salmos con el mismo canto: «Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo»; o según otra fórmula: «Gloria al Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo, como era al principio, ahora y siempre y en los siglos de los siglos» [+San León, Sermo I de Nativitate Domini: «Agamus Deo gratias Patri, per Filium eius in Spiritu Sancto»]. Quiere la Iglesia de este modo atribuir toda la gloria a la Santisima Trinidad, primer principio y último fin de todo cuanto existe, y se asocia por la fe y el amor a la alabanza eterna que el Verbo, causa ejemplar de toda la creación, tributa a su Padre celestial.

 

3. Gran poder de intercesión de esa alabanza en labios de la Esposa

La Iglesia se apoya especialmente en Cristo.- Todas sus oraciones se terminan con una apelación a los títulos de su Esposo: «Por Jesucristo Nuestro Señor». Y a Jesucristo, sentado actualmente a la diestra del Padre, y que reina con El y con el Espíritu Santo, es a quien la Iglesia alude diciendo: «Que contigo vive y reina». Cristo es El Esposo, y la Iglesia la Esposa, como lo dijo San Pablo. ¿Cuál es, pues, aquí, la dote de la Esposa? Está constituida por sus miserias, sus debilidades; mas también por su corazón, capaz de amar, y por su lengua, capaz de tributar alabanzas. Y el Esposo, ¿qué aporta? Sus satisfacciones, sus méritos, su preciosa sangre, todas sus riquezas. Jesucristo, desposado con la Iglesia, la enriquece con la facultad de adorar y alabar a Dios. La Iglesia se une a Jesús y se apoya en El, y al verla los ángeles se preguntan: «¿Quién es ésta que sube del destierro llena de hechizo y reclinada en su amado?» (Cant 8,5). Es la Iglesia, que del desierto de su originaria pobreza sube hacia Dios, adornada como una virgen con las resplandecientes joyas que le regala su Esposo; y en nombre de Jesucristo, y con El, ofrece la adoración y la alabanza de todos sus hijos al Padre celestial. Esta alabanza es la voz de la Esposa: la voz que embelesa al Esposo; es el cántico entonado por la Iglesia en unión de Cristo, y por esto, cuando tomamos parte en él con fe y con confianza, le resulta muy grato a Jesús: Vox tua dulcis. A los ojos divinos sobrepuja en valor a todas nuestras oraciones privadas. Ved a esta Esposa orgullosa de su condición y calidad, segura de los derechos eternos adquiridos a título de soberano por su divino Esposo, penetrar audazmente en el santuario de la divinidad, donde Cristo, su Cabeza y Esposo, siempre vivo, ora e intercede por nosotros. Media entre los dos una distancia como entre el cielo y la tierra, y, con todo, la Iglesia salva esta distancia con la fe y une su voz a la de Cristo insinu Patris; es una misma y única oración, la oración de Jesús unido a su cuerpo místico y dando con ella un solo y único homenaje a la adorable Trinidad. ¿Cómo semejante oración dejará de agradar a Dios, toda vez que es el mismo Cristo quien la eleva? ¿Qué no podrá sobre el corazón de Dios? ¿Cómo un lenguaje tal no va a ser una fuente de gracia para la Iglesia y para todos sus hijos? Cristo es quien suplica y Cristo tiene siempre el derecho a ser escuchado. «Padre, sabía que siempre me oyes» (Jn 11,42).

Ved cómo ya en el Antiguo Testamento la oración del jefe del pueblo de Israel era todopoderosa sobre el corazón de Dios, y, con todo, esta nación, elegida por Dios, no era mas que una figura y una sombra de la Iglesia. Se ha entablado un fiero combate entre los hebreos y los amalecitas, sus enemigos (Ex 17, 8-16). La lucha se prolonga largo rato, con varias alternativas, ora ceden los de Israel, ora aparecen vencedores, y a la postre la victoria se decide a su favor. Ahora bien, ¿cuál fue el hecho decisivo que determinó la victoria? Figurémonos por unos momentos que los jefes que dirigieron el combate nos hubiesen dejado relaciones detalladas acerca de las diferentes vicisitudes de la lucha, y que estos relatos se someten a un general moderno para conocer su juicio. Dicho general hallaría que se había cometido tal falta de táctica, que tal otra medida de estrategia no se llevó a cabo, que tal maniobra falló, aquel otro ataque fue muy mal resistido y daría todas las razones, menos la buena. ¿Cuál es ésta? La razón de las diferentes alternativas y del feliz resultado final de la lucha nos la dio a conocer el mismo Dios. En la vecina montaña, Moisés, el jefe de Israel, oraba, con los brazos elevados al cielo, por su pueblo. Cuantas veces Moisés, cansado, dejaba caer los brazos, llevaban la mejor parte los amalecitas; en cambio, cuando Moisés volvía a levantar sus manos suplicantes, la victoria se inclinaba a favor de Israel. Al fin, Aarón y su compañero sostuvieron los brazos de Moisés hasta que la victoria se ganó por los de Israel...- ¡Grandioso espectáculo el ver a este capitán que obtiene del Dios de los ejércitos, por medio de la oración, la victoria para su pueblo! Si nosotros mismos hubiésemos dado esta explicación, muchos espíritus sonreirían con sorna; pero quien nos ha dado esta versión de los hechos ha sido Dios mismo, el Dios de los ejércitos, Aquel de quien Israel era pueblo escogido y de quien Moisés era amigo [«Las manos levantadas a Dios hunden más batallones que las que hieren». Bossuet, Oración fúnebre de María Teresa de Austria].

Ciertamente, esta lección podemos hacerla extensiva a toda oración, pero con mucha más verdad a la oración de Cristo, Cabeza de la Iglesia, que ora, por la voz de la Iglesia, en favor de su cuerpo místico, que milita en la tierra contra «el príncipe de este mundo (Jn 12,31) y de las tinieblas» (Ef 6,12), renovando todos los días sobre el altar la oración que por nosotros hacía, con los brazos levantados al cielo, en el monte del Calvario, y ofreciendo a su Padre los méritos infinitos de su Pasión y muerte. «Fue oído en atención a su dignidad» (Heb 5,7).

 

4. Cuantiosos frutos de santificación; la oración de la Iglesia, manantial de luz, nos hace participar de los sentimientos del alma de Cristo

El tributo de alabanza que a Dios dirige la Iglesia en el santo sacrificio y en las «Horas canónicas» que gravitan alrededor de la Misa, no posee sólo un poder de intercesión; a la vez tiene un. valor de santificación. ¿Por qué? -Porque la Iglesia ha ordenado el ciclo litúrgico de tal forma, que la oración pública llega a ser, para nuestra alma, una fuente de luz, de unión con los sentimientos de Cristo y los misterios de su vida. Ved, si no, cómo la Iglesia ha dispuesto el ciclo de las fiestas durante las cuales se presenta ante Dios para celebrar oficialmente su alabanza y rendirle sus homenajes.

Como sabéis, se puede dividir este ciclo en dos partes: la una va desde Adviento, tiempo preparatorio de Navidad, hasta Pentecostés, la otra abarca la serie de Domínicas después de Pentecostés. La primera serie está formada esencialmente por los misterios de Jesucristo; recuerda la Iglesia brevemente los principales pasajes de la vida de su Esposo en la tierra: en Adviento, su preparación bajo la Antigua Ley; en Navidad, el nacimiento en Belén su Epifanía, es decir, su manifestación a los gentiles en la persona de los Magos; su presentación en el Templo; después, durante la Cuaresma, su ayuno en el desierto. Celebra a continuación cada Semana Santa su Pasión y Muerte; canta su Resurrección en la Pascua, su Ascensión, la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles y la fundación de la Iglesia.

Cuando una esposa que nada aprecia tanto como a su esposo, la Iglesia descorre a la vista de sus hijos todos los acontecimientos de la vida de Jesús, tal como sucedieron y a veces, hasta con orden cronológico detallado, como desde la Semana Santa a Pentecostés.

Si nuestro espíritu no está disipado, esta representación será para él una fuente abundante de luz, nosotros sacamos de esta viva reproducción, cada año renovada, un conocimiento más verdadero y profundo de los misterios de Cristo.

Además, esta representación no es solamente una reproducción sencilla, pero estéril; antes, al contrario, la Iglesia por medio de la elección y orden de los textos y pasajes que toma de los Libros sagrados, nos hace penetrar en los sentimientos mismos que animaron el corazón de Cristo. ¿De qué modo?

Habéis notado ya que con frecuencia, aun en los sucesos más sobresalientes de la vida de Jesucristo nos dan los Evangelistas una narración puramente histórica, sin decirnos nada o casi nada de los. sentimientos que embargaban el alma de Jesús. Así, en la Pasión, el Evangelista cuenta la crucifixión de Jesús: «Los soldados condujeron a Jesús al Calvario, donde lo crucificaron» (Jn 19, 16-18). Testifica simplemente el hecho. Pero, ¿quién nos descubrirá los sentimientos que embargaban, el alma del Salvador? Verdad es que estamos en el umbral de un templo cuya sagrada profundidad sólo Dios conoce; no obstante esto, desearíamos saber algo de sus sentimientos, pues este conocimiento nos uniría más al divino Modelo. Nuestra Madre la Iglesia va a levantar ante nuestra vista una punta del velo. Sabéis que Cristo, pendiente de la Cruz, pronunció estas palabras: «Dios mío, ¿por qué me habéis abandonado?» Estas palabras forman parte del primer verso de un salmo mesiánico que no se puede aplicar a otro que a Jesús, y en el cual, no solamente las circunstancias de su crucifixión sino también los sentimientos que debieron en este momento embargar su alma santa, están manifestados de admirable manera (Sal 21). San Agustín explícitamente dice que Cristo en la Cruz recitó este salmo, que es «un evangelio anticipado». [Verba psalmi voluit esse sua in cruce pendens. Enarr. in Ps. LXXXV, c. 4.- Passio Christi tam evidenter quasi Evangelium recitatur. Enarr. in Ps. XXI]. Leedlo y oiréis a Nuestro Señor, oprimido bajo los golpes de la justicia divina, revelar sus angustias, sus sentimientos internos: «Yo soy un gusano de tierra y no un hombre, el oprobio de los hombres y el desecho de la plebe; todos cuantos me ven, se burlan de Mí, abren sus labios y mueven la cabeza, diciendo: El ha puesto su confianza en el Señor, que le salve, ya que le ama... Toros embravecidos me rodean... Yo soy como el agua que corre, todos mis huesos están dislocados, mi corazón es como la cera, se derrite en mis entrañas... Señor, no alejes de Mí tu ayuda; cuida de mi defensa; líbrame de la boca del león». Estas palabras nos descubren y patentizan los sentimientos del corazón de Cristo en su Pasión.- De ello está convencida la Iglesia, y guiada por el Espíritu Santo, nos manda recitar este salmo en la Semana Santa para que empapemos nuestras almas en los sentimientos del corazón de Cristo.

Lo propio ocurre con otros misterios. Observaréis cómo la Iglesia, al mismo tiempo que reproduce y expone a la vista de sus hijos la historia del misterio, intercala aquellos salmos, profecías o pasajes de las Epístolas de San Pablo, en los que se hallan consignados los sentimientos de Jesús.

La Iglesia, pues, nos da cada año, no sólo una representación viva y animada de la vida de su Esposo, sino que también nos hace penetrar, en cuanto de ello es capaz la criatura, en el alma de Jesucristo, para que, leyendo en ella sus disposiciones interiores, nos identifiquemos con ellas y nos unamos más íntimamente a nuestro divino jefe. De este modo la Iglesia sabiamente y con facilidad asombrosa hace que nos acomodemos al precepto del Apóstol: «Tened en vuestros corazones los mismos sentimientos que Cristo Jesús» (Fil 2,5).- ¿No equivale esto a vivir de acuerdo con lo que de nosotros exige nuestra predestinación?

 

5. También nos hace partícipes de sus misterios: senda segura e infalible para asemejarnos a Jesús

Mas no es esto todo. Los misterios de Jesucristo, que la Iglesia nos manda celebrar cada año, son misterios vivos palpitantes.

Figuraos un creyente y un incrédulo ante la representación de la Pasión que se verifica en Oberammergau o en Nancy. El incrédulo podrá percibir el armonioso desarrollo del drama; recibirá emociones estéticas. Pero en el creyente la impresión será mucho más honda. ¿Por qué? Porque aunque no llegue a apreciar la calidad artística de la representación, las escenas que se suceden a su vista le recordarán sucesos que guardan íntima relación con su fe. Y con todo en el mismo creyente esta influencia solamente proviene de una causa externa. El espectáculo a que asiste, la representación, no se halla animada de una virtud interna, intrínseca, capaz por sí misma de mover su alma de un modo sobrenatural. Esta virtud la tienen únicamente los misterios de Jesucristo, como los celebra la Iglesia, y no en el sentido de que encierran la gracia, como los sacramentos, pero sí en el de que, siendo misterios vivos, son también fuentes de vida para el alma.

Cada misterio de Cristo es, no sólo un objeto de contemplación para el espíritu; un recuerdo que evocamos para alabar a Dios y darle gracias por cuanto hizo por nosotros; es algo más sublime: cada misterio constituye para toda alma movida por la fe una participación en los divinos estados del Verbo Encarnado.

Esto es muy importante. Los misterios de Cristo fueron primero vividos por El mismo, a fin de que nosotros, podamos vivirlos a nuestra vez unidos con El. Pero, ¿cómo? -Inspirándonos en su espíritu, aprovechándonos de su eficacia, para que viviéndolos, nos asemejemos a Cristo.

Jesucristo vive ahora glorioso en el cielo, su vida sobre la tierra, mientras en ella vivió en forma visible, no duró sino treinta y tres años; pero la eficacia de cada uno de sus misterios es infinita, y sigue siendo inagotable.- Cuando nosotros los celebramos en la sagrada liturgia, recibimos, en proporción a la intensidad de nuestra fe, las mismas gracias que si hubiéramos vivido con Nuestro Señor, y con El hubiéramos tomado parte en sus misterios. Estos misterios tuvieron por autor al Verbo Encarnado, y como ya queda dicho Jesucristo, por su Encarnación, asoció todo el género humano a estos divinos misterios, y mereció para todos sus hermanos la gracia que quiso vincular a ellos. Al confiar a la Iglesia la ceiebración de estos misterios para perpetuar su misión sobre la tierra, por medio de esa misma celebración en el transcurso de los siglos, Jesucristo hace participar de la gracia que encierran estos misterios a las almas fieles, pues, en expresión de San Agustín [Quidquid gestum est in cruce Christi, in sepultura, in resurrectione tertia die, in ascensione in cælum, in sede ad dexteram Patris, ita gestum est ut his rebus, non mystice tantum dictis sed etiam gestis, configuraretur vita christiana quæ hic geriturEnchiridion, c. III], son el ejemplar y modelo de la vida cristiana que debemos llevar en calidad de discípulos de Jesús. Apliquemos lo dicho, por ejemplo, a su Natividad. Conmemorando el nacimiento de nuestro Salvador, dice San León, celebramos también nuestro propio nacimiento. La generación temporal de Cristo, en efecto, da origen al pueblo cristiano, y el nacimiento de la cabeza es a la vez el de su cuerpo místico. Todo hombre, dondequiera que habite, por este misterio puede disfrutar de un nuevo nacimiento en Cristo (Sermo IV. In nativitate Domini). La fiesta de Navidad, en efecto, aporta cada año, al alma que celebra este misterio de fe -porque por la fe primero, y luego mediante la comunión, es como entramos en contacto con los misterios de Cristo-, una gracia de renovación interior, que aumenta el grado de su participación en la filiación divina en Cristo Jesús.

Otro tanto se verifica en los otros misterios. La celebración de la Cuaresma, de la Pasión y muerte de Jesucristo, durante la Semana Santa, trae consigo una gracia de «muerte para el pecadon que nos ayuda a destruir más y más en nosotros el pecado, y el apego al pecado y a las criaturas.- Porque, dice eategórieamente San Pablo, Cristo nos hizo morir con El, y con El nos sepultó (Rm 6,4). Así debe ser de derecho y en principio para todos; empero la aplicación tiene efecto en el transcurso de los siglos para cada alma mediante la participación que cada uno de nosotros toma en la muerte de Cristo, en particular durante los días en los cuales la Iglesia nos trae a la memoria este recuerdo.

Lo mismo en Pascua; cuando cantamos el triunfo de Cristo saliendo del sepulcro, vencedor de la muerte, libamos, por la participación en este misterio, una gracia de vida y de libertad espirituales. Dios, dice San Pablo, «nos resucita con Cristo» (Ef 2,6); y dice también, hablando de la gracia propia de este misterio: «Si habéis resucitado con Cristo, buscad y apreciad, no lo que es de la tierra, lo que, siendo creado, encierra germen de corrupción y de muerte, sino lo que está arriba, lo que os encamina a la vida eterna» (Col 3, 1-2): «Pues del mismo modo que Cristo resucitó de entre los muertos para gloria de su Padre, así también nosotros debemos andar en vida nueva» (Rm 6,4).

Después de asociarnos Cristo a su vida de resucitado nos hace participar del misterio de su Ascensión.- ¿Cuál es la gracia especial de este misterio? San Pablo nos responde: Dios nos ha concedido un asiento en los cielos por Cristo Jesús. El gran Apóstol -que con todos estos ejemplos aclara admirablemente esa doctrina que le es tan querida y no pierde ocasión de inculcarnos nuestra unión con Cristo, como miembros de su cuerpo místico- nos dice en términos muy explícitos, que «Dios nos ha hecho sentar con Cristo en el reino de los cielos» (Ef 2, 4-6). Por esto un autor antiguo escribía: «Acompañemos, mientras aquí vivamos, a Cristo en el cielo por medio de la fe y del amor, de suerte que podamos seguirle eorporalmente el día señalado por las promesas eternas» [Ascendamus cum Christo interim corde, cum dies eius promissus advenerit sequemur et corpore. Si ergo recte, si fideliter, si sancte, si pie ascensionen Domini celebramus, ascendamus cum illo et sursum corda habeamus. Este sermón, cuyo extracto se lee en el Breviario, en el 2º nocturno del domingo infraoctava de la Ascensión, erróneamente se atribuye a San Agustín. El fondo, sin embargo, está inspirado en las obras de este gran Doctor].

¿No es esto lo que la Iglesia nos hace pedir en la colecta de la fiesta? «¡Ojalá pudiéramos desde ahora ya en deseo vivir en el cielo, adonde creemos que nuestro Redentor y Jefe ha subido!». [Ut qui Redemptorem nostrum in cælos ascendisse credimus, ipsi quoque mente in cælestibus habitemus].

Así, un año tras otro, la Iglesia propone a nuestra consideración la representación de los acontecimientos que sobresalen en la vida de su Esposo; nos hace contemplar estos misterios, de los que cada año resulta nueva luz para nosotros; nos manifiesta los sentimientos del corazón de Cristo, y cada año penetramos más en las disposiciones interiores de Jesús. Reproduce en nosotros todos estos misterios de nuestro divino Jefe; apoya nuestras peticiones para que nos veamos favorecidos con la gracia especial, propia de cada uno de los misterios realizados y vividos por Cristo; y así adelantamos por la fe y el amor, por la imitación de nuestro divino modelo, expuesto sin cesar a nuestra consideración, en el proceso de esa transformación sobrenatural, que es el fin de nuestra unión con Jesús: «Vivo yo; mas no yo, sino que en mí vive Cristo» (Gál 2,20).

¿Acaso no consiste la esencia de toda santidad y la forma misma de nuestra predestinación divina en ser tan semejantes al Hijo muy amado, que su vida llegue a ser nuestra vida?

Dejémonos, pues, guiar por la Iglesia, nuestra madre, en esta devoción fundamental que debe hacemos partícipes de la religión de Cristo hacia su Padre. Cristo confió a su Esposa, la Iglesia, la celebración de estos misterios. La oración establecida por ella es la verdadera, la auténtica expresión del homenaje digno de Dios; cuando la Iglesia, conocedora de los secretos de Jesús, se dispone, y nosotros con Ella, a celebrar los divinos misterios de Cristo, parece oírse en el Cielo aquella expresión del Cantar de los Cantares: «Resuene tu voz en mis oídos, pues está llena de hechizo, como tu rostro está resplandeciente de hermosura» (Cant 2,14). La Iglesia, adornada y enriquecida como está con las preseas del divino Esposo, puede hablar en su nombre; por eso los homenajes de adoración y alabanza que pone en boca de sus hijos son agradables en extremo a Cristo y a su Padre.

La oración de la Iglesia es también para nosotros camino seguro, ninguno otro nos llevará más directamente a Cristo ni nos facilitará tanto la tarea de ir copiando sus divinos rasgos. La Iglesia nos lleva a El directamente y como por la mano. A la vez que hacemos un acto de humildad y de obediencia, dejándonos guiar por Ella, que todo lo ha recibido de Cristo: «Quien a vosotros escucha a Mí escucha, y quien a vosotros desprecia a Mí desprecia» (Lc 10,16), utilizamos también un medio seguro para llegar infaliblemente a conocer a Cristo; profundizar el sentido de sus misterios y permanecer adheridos a El, ya que es no sólo modelo, sino la fuente misma de la vida eterna, que hizo brotar por la abundancia de sus méritos: «El sacrificio de alabanza me honrará y por ese camino le mostraré la salvación de Dios» (Sal 49,23).

 

6. Por qué y cómo la Iglesia honra y celebra a los santos

Además de los misterios de Cristo, la Iglesia celebra también las fiestas de los santos.

¿Por qué la Iglesia celebra a los santos? -Por el principio siempre fecundo de la unión que existe, después de la Encarnación, entre Cristo y sus miembros.- Los santos son los miembros gloriosos del cuerpo místico de Cristo: Cristo está ya «formado en ellos»; ellos «han conseguido su plenitud», y alabándolos a ellos, Cristo es glorificado en ellos. «Alábame, decía Cristo a Santa Matilde, porque soy la corona de todos los santos». Y la santa monja veía toda la hermosura de los escogidos alimentarse en la sangre de Cristo, resplandecer con las virtudes por El practicadas, y ella, dócil a la divina recomendación, honraba con todas sus fuerzas a la bienaventurada y adorable Trinidad «por haberse dignado ser la admirable gloria y corona de los santos» (Libro de la gracia especial, P. I, c. 31).

A la Santísima Trinidad es, en efecto, como todos saben, a quien la Iglesia ofrece sus alabanzas, festejando a los Santos. Cada uno de ellos es una manifestación de Cristo; lleva en sí los rasgos del divino modelo, pero de una manera especial y distinta. Es un fruto de la gracia de Cristo, y a honra y gloria de esta gracia se complace la Iglesia en ensalzar a sus hijos victoriosos. «Para alabanza de la gloria de su gracia» (Ef 1,6).

Tal es la característica del culto de la Iglesia hacia los Santos: la complacencia. Esta buena madre se siente orgullosa con las legiones de sus escogidos, que son el fruto de su unión con Cristo, y que ya forman parte, en los resplandores del cielo, del reinado de su Esposo, a quien honra, finalmente, en ellos: «Señor, ¡cuán admirable es vuestro nombre, pues habéis coronado de honor y gloria a vuestro santo!» (Sal 8, 2-6). La Iglesia renueva en los santos el recuerdo de la alegría que inundó sus almas, cuando merecieron penetrar en el reino de los cielos: «Entra, bueno y leal servidor, en el gozo de tu Señor... Ven, Esposa de Cristo, a recibir la corona que el Señor te tiene preparada desde toda la eternidad...»; enaltece las virtudes y méritos de sus apóstoles y mártires, de sus pontifices, confesores y vírgenes; se alegra de su gloria y presenta sus ejemplos, si no siempre a la imitación, al menos a la alabanza de sus hermanos de la tierra. «Si no eres capaz de seguir a los mártires en el derramamiento de sangre, síguelos en el afecto» (San Agustín, Sermo CCLXXX, c. 6).

Y después de haberlos alabado, se encomienda a sus oraciones e intercesión. ¿Menoscaba por esto el poder infinito de Cristo, sin el cual nada podemos hacer? Ciertamente que no. Se complace Cristo (no para disminuir su radio de acción, antes más bien para ensancharle), oyendo a los santos, que son los príncipes de la corte celestial, y otorgándonos por su intercesión cuantas gracias le pedimos, se establece así una corriente sobrenatural de intercambio entre todos los miembros de cuerpo místico.[Hæec vero nostra et sanctorum cohærentia est, ut nos congratulemur eis, ipsi compatiantur nobis, militent pia intercessione. San Bernardo, Sermo V, In festo omnium sanctorum].

En fin, no pudiendo la Iglesia festejar a cada uno de los santos en particular, al fin del ciclo litúrgico, estableció la solemne fiesta de Todos los Santos, en la cual multiplica y extrema, si así puede decirse, sus alabanzas jubilosas.

Transportándonos al cielo en seguimiento del Apóstol San Juan, nos presenta aquella gloriosa porción del reino de su Esposo; las legiones innumerables de los escogidos, aquella «muchedumbre de santos que nadie podrá contar», que asisten al trono de Dios, revestidos de blancas túnicas, con palmas en las manos, de cuyas filas se levanta la grandiosa aclamación: «Gloria a Dios, gloria al Cordero inmolado por nosotros que con su sangre nos rescató de toda tribu, de toda lengua, de todo pueblo, de toda nación» (Ap 7, 9-10; 5,9).

Ante tan gloriosa visión, la Iglesia experimenta transportes de alegría. Oíd con qué expresiones se dirige a sus hijos triunfantes: «Bendecid al Señor, vosotros todos que sois sus escogidos; disfrutad días dichosos y cantad sus alabanzas; pues el cantar es la herencia de todos los santos, del pueblo de Israel, del pueblo que constituye su corte; es la gloria propia de todos los santos» [Benedicite Domino, omnes electi eius; agite dies lætitiæ et confitemini illi; hymnus omnibus sanctis eius... gloria hæc est omnibus sanctis eius. Antífona de las Vísperas de Todos los Santos. +Tob 13,10; Sal 148,14; ib. 149,9].

También nosotros estamos llamados a participar de este triunfo; a formar el cortejo de Cristo... «en los esplendores de los santos», a participar en el seno del Padre, de la gloria del Hijo, después de habernos asociado en la tierra a sus misterios. Anticipémonos a esta melodía de los cielos donde resuena el eterno Alleluia, asociándonos cuanto podamos desde ahora, con gran fe y abrasado amor, a la oración de la Iglesia, Esposa de Cristo y madre nuestra.

 

 

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