EPIFANÍA: DIOS, LUZ ETERNA, SE MANIFIESTA PRINCIPRALMENTE POR LA ENCARNACIÓN

EPIFANÍA: DIOS, LUZ ETERNA, SE MANIFIESTA PRINCIPRALMENTE POR LA ENCARNACIÓN

 

El alma, al ponerse en contacto un tanto íntimo con Dios, siempre la envuelve el misterio: “Hay en su derredor nubes y brumas””. Este misterio es la consecuencia inevitable de la distancia infinita que separa a la criatura del Creador; de ahí que uno de los caracteres más insondables del Ser Divino es su incomprensibilidad y su invisibilidad; en verdad que es de admirar la invisibilidad de la luz divina en este mundo.

«Dios es luz”, dice San Juan; es la luz infinita «que no conoce el ocaso», y advierte con insistencia, que en esta verdad se apoya uno de los fundamentos de su Evangelio: “Y éste es el mensaje que de hemos oído y os anunciamos». Mas esta luz que a todos nos baña con sus fulgores, en vez de revelar a Dios a los ojos de nuestra alma, le oculta.

Sucede lo mismo que con el sol; su resplandor nos impide contemplarle: Habita una luz inaccesible. Y no obstante eso, esta luz es la vida del alma. Ya habréis notado que en la Sagrada Escritura las ideas de vida y de luz muchas veces van juntas.

Si el salmista quiere describir la bienaventuranza eterna, cuyo origen radica en Dios, dice, “que en él se encuentra el principio de la vida”: Con torrentes de delicias los abrevas a sabor, porque eres fuente de la vida; y añade poco después: “Por tu luz se nos dio ver)) .

De igual modo, al declararse Nuestro Señor “la luz del mundo» dijo, y hay aquí algo más que una yuxtaposición de palabras: “El que me sigue no anda en tinieblas, sino que tendrá luz de vida”. Y esta luz de vida procede de la vida por esencia, que es luz:
En Él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres.

Nuestra vida en el cielo consistirá en conocer, pero ya sin rodeos, la luz eterna, y en gozar de sus esplendorosos fulgores.
Durante la vida presente nos da Dios una participación de su luz, al dotar al alma humana de inteligencia.

San Pablo, escribiendo a los fieles de Roma », declara inexcusables a los paganos de haber desconocido a Dios, a pesar de ver el mundo, obra de sus manos. Las obras de Dios llevan una huella, un reflejo de sus perfecciones y manifiestan así, en cierto modo, la luz infinita.

Pero existe otra manifestación más profunda, más misericordiosa que ha hecho Dios de Sí mismo, y es la Encarnación.
La luz divina deslumbra demasiado para manifestarse a nuestra débil mirada en todos sus esplendores, y está como velada bajo la humanidad: es un velo, conforme al pensamiento de San Pablo ». “Esplendor de la luz eterna”, luz que dimana de la luz, el Verbo se vistió de nuestra carne para que por su medio nos fuera posible.

En esto tenemos que adorar, con San Pablo, «la hondura insondable de los caminos de Dios y confesar muy alto cómo exceden infinitamente a nuestras miras humanas. «Y, en efecto, ¿quién penetró jamás en los arcanos del Señor y fué su consejero?» ¡Oh profundidad de las riquezas, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! Cuán insondables son sus juicios e inescrutables sus caminos!

Nosotros tenemos la dicha de haber «visto la estrella» y de haber reconocido por Dios nuestro al Niño del pesebre; felicidad nuestra es también pertenecer a la Iglesia, cuyas primicias fueron los Magos.

En el Oficio de la festividad, la liturgia lo expresa bellamente así: “Levántate y resplandece, pues ha llegado tu luz y la gloria del Señor ha brillado sobre ti. Pues he aquí que las tinieblas cubren la tierra y oscuros nubarrones los pueblos, pero sobre ti brilla el Señor y su gloria aparece sobre ti. Y las gentes caminarán a tu luz y los reyes al fulgor de tu astro naciente. Alza en torno tus ojos y mira: todos están reunidos y vienen a ti; tus hijos vienen de lejos y tus hijas son llevadas sobre la cadera. Entonces mirarás y estarás radiante, temblarás y se ensanchará tu corazón, pues a ti se volverá la riqueza del mar, la opulencia de las naciones vendrá a ti».

Tributemos a Dios continua acción de gracias «que nos ha hecho capaces de participar en la herencia de los santos en el reino de la luz, librándonos del poder de las tinieblas y nos trasladó al reino del Hijo de su amor», es decir, a la Iglesia.

El llamamiento a la fe es un beneficio insigne, porque contiene en germen la vocación a la eterna bienaventuranza de la visión divina. No olvidemos jamás que esta llamada fué la alborada de todas las misericordias de Dios con respecto a nosotros, y que para el hombre todo se reduce a la fidelidad a esta vocación; la fe nos ha de conducir hasta la visión beatífica ».

Debemos agradecer a Dios esta gracia de la fe cristiana, y, además, esforzarnos por ser cada día más dignos, protegiéndola contra todos los peligros que la amenazan en nuestro siglo, de parte del naturalismo, del escepticismo, de la indiferencia y respetos humanos, procurando ser siempre fieles para vivir una vida conforme a los dictados de la fe.

Pidamos a Dios, además, que conceda ese preciosísimo don de la fe a todas las almas que todavía «yacen en las tinieblas y en la sombra de la muerte»; roguemos al Señor que las ilumine con su estrella y que Él mismo sea « el Sol que las visite desde lo alto con su dulce misericordia» ´

Mucho agrada a Nuestro Señor que le pidamos que su nombre sea conocido y glorificado como Salvador de todos los hombres y Rey de los reyes.

Es cosa grata asimismo al Padre Eterno, pues nada desea tanto como la glorificación de su Hijo. Repitamos, pues, con frecuencia en estos santos días la oración que el Verbo Encarnado puso en nuestros labios: Oh Padre celestial, Padre de las luces, que venga el tu reino, ese reino cuya cabeza es tu Hijo Jesús! ¡ Que tu Hijo sea cada vez más y más conocido, amado, servido y glorificado, para que a su vez, manifestándote aún más a los hombres, te glorifique en la unidad de tu común Espíritu: “Padre, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique»,!

 

 

2. LOS MAGOS SON UN MODELO DE FE PRONTA Y GENEROSA PARA NOSOTROS

      

Si ahora volvemos la vista a algunos detalles del relato evangélico hallaremos cuán rico es en enseñanzas este misterio.

Queda dicho ya cómo los Magos en Belén representaban a los gentiles, llamados a la luz del Evangelio. Su conducta nos demuestra las cualidades que deben adornar nuestra fe.

Y lo primero que se echa de ver es la fidelidad generosa de esa fe. Mirad: la estrella se aparece a los Magos. Cualquiera que sea su país natal — Persia, Caldea, Arabia, la India —, es tradición que los Magos pertenecían a una casta sacerdotal, y se dedicaban al estudio de los astros.

Es muy probable que conocieran la revelación que se hizo a los judíos de un Rey, Libertador suyo y Amo del mundo. El profeta Daniel, que había puntualizado la época de su venida, tuvo relaciones con esta clase de magos; y ¿por qué, tal vez, no pudieran haber conocido la profecía de Balaam que «una estrella saldrá de Jacob»?

 Sea de ello lo que quiera, es Id cierto que se les aparece una estrella maravillosa. Su extraordinario fulgor, al chocar en su vista, les llama la atención, a la vez que una gracia interior de iluminación ilustra sus almas; esta gracia háceles presentir la persona y las prerrogativas de Aquel cuyo nacimiento anunciaba el astro, y al propio tiempo les inspira que vayan a su encuentro para ofrecerle sus homenajes.

Es admirable la fidelidad de los Magos a la inspiración de la gracia. No dan abrigo a la duda en su espíritu; no oponen reparo alguno. y al momento se preparan para ejecutar sus propósitos. No les arredra ni la indiferencia o el escepticismo de su cortejo, ni la desaparición de la estrella, ni las dificultades que siempre rodean a una expedición de esta clase, tan larga y peligrosa. Obedecen sin demora y con tesón al llamamiento divino. «Hemos visto su estrella en Oriente, y venimos a adorarle»; nada más verla, nos hemos puesto en camino.

Los Magos son un modelo para nosotros, bien se trate de la vocación a la fe o del llamamiento a la perfección. Toda alma fiel, por lo tanto, está llamada a la santidad: Sed santos, porque santo soy Yo» .

El apóstol San Pablo nos asegura que desde toda la eternidad existe sobre nosotros un decreto divino lleno de amor que contiene este llamamiento: “Nos eligió antes de la constitución del mundo, para que fuésemos santos e inmaculados ante Él»; «Dios hace que todo concurra para el bien de los que según sus designios son llamados”.

Todos tenemos nuestra estrella en la manifestación de este llamamiento; esa estrella reviste formas diversas según los planes de Dios, nuestro carácter, las circunstancias en que vivimos, los acontecimientos en que nos desenvolvemos; pero siempre brilla una estrella en el alma de cada individuo.

Y ¿qué objeto tiene este llamamiento? Para nosotros, como para los Magos, el de conducirnos a Jesucristo. El Padre celestial es quien hace que brille la estrella en nosotros, pues como dice el mismo Jesucristo: «Nadie puede venir a Mí, si el Padre, que me ha enviado, no le trae».

Si escuchamos el llamamiento con fidelidad, si vamos generosamente camino adelante, clavados los ojos en la estrella, llegaremos a Jesucristo, que es la vida de nuestras almas. Jesucristo nos acogerá con bondad, por muchos que sean nuestros pecados, nuestras culpas y nuestras miserias. Lo tiene prometido: «Todo lo que el Padre me da vendrá a Mí, y al que viene a Mí, yo no le echaré fuera».

El Padre llevó a la Magdalena, pecadora famosa, a los pies de Jesús, y siguiendo ella al punto con generosa fe el fulgor de la estrella que brillaba en su alma miserable, irrumpió en la sala del banquete para manifestar públicamente a Jesucristo su fe, su arrepentimiento y su amor. Magdalena siguió la estrella, y la estrella la guió al Salvador: «Tus pecados te son perdonados, tu fe te ha salvado, vete en paz… y al que viene a mi, yo no lo echaré fuera.”

       La vida de los santos y la experiencia de las almas de muestran a menudo que hay momentos decisivos en nuestravida sobrenatural, de cuya solución depende todo el valor de nuestra vida interior y a veces nuestra misma eternidad.

Ved, por ejemplo, a Saulo, camino de Damasco Es un enemigo y un perseguidor encarnizado de los cristianos «respira amenazas» contra todo Jo que lleva ese nombre: Pero un día Jesucristo deja oir su voz. Para Saulo es la estrella, la llamada divina. Saulo escucha entonces ese llamamiento, sigue a la estrella y exclama: «Señor, ¿qué quieres que haga?» ¡Qué prontitud y qué generosidad la suya! Por eso, a partir de ese momento hecho ya «vaso de elección» , su vida será toda para Jesucristo.

Por el contrario mira aquel mancebo lleno de buena voluntad, de corazón recto y sincero que se presenta ante Jesucristo y le pregunta qué debe hacer para alcanzar la vida eterna. « Guarda los mandamientos», le responde nuestro divino Salvador «Maestro, los guardo desde mi infancia. ¿Qué me resta aún?» Entonces, dice el Evangelio: «Jesucristo, poniendo los ojos en él, le amé,» Esta mirada llena de amor era un rayito de la estrella, que después se manifiesta en estas palabras: “Una sola cosa te falta; si quieres ser perfecto, vende cuanto tienes, dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo; luego, ven y sígueme,» Pero él no sigue la estrella: «Ante estas palabras, frunció el ceño y se fue triste, Porque tenía muchas posesiones».

De modo que ya se trate del llamamiento a la fe o a la santidad, no encontraremos a Jesucristo y la vida que mana de Él sin una debida atención a la gracia, y perseverando fielmente en el deseo de la unión divina.

El Padre celestial nos lleva a su Hijo por la inspiración de su gracia; pero quiere que, a imitación de los Magos, desde el momento en que en nuestros corazones brille la estrella, abandonemos luego todo por seguirle: nuestros pecados, las ocasiones del pecado, los malos hábitos, las infidelidades, las imperfecciones, el apego a las criaturas; quiere que sin parar mientes ni en ci qué dirán, ni en los juicios de los hombres, ni en las dificultades que se opongan a su cumplimiento, salgamos al instante en busca de Jesucristo a quien perdimos por un pecado, mortal, o si le poseemos ya en nuestra alma por la gracia santificante, nos llame a una unión más estrecha e íntima con Él
Hemos visto la estrella: «Señor, yo he visto tu estrella y me llego a Ti: ¿Qué quieres que haga?»

 


3. CONDUCTA DE LOS MAGOS AL DESAPARECER LA ESTRELLA

 

Algunas veces sucede que la estrella desaparece de nuestra vista. Bien porque la inspiración de la gracia lleva consigo un carácter extraordinario, como sucedió a los Magos, o porque está en íntima conexión — y es lo más frecuente en nosotros — con la providencia sobrenatural de todos los días, lo cierto es que a veces no se manifiesta; se oculta la luz, y el alma se encuentra envuelta en las tinieblas espirituales.

¿Qué hacer en esa situación? Veamos lo que hicieron los Magos en tal circunstancia. La estrella se les apareció únicamente en Oriente, y no la vieron más. Hemos visto su estrella en Oriente. Esa estrella les revelaba el nacimiento del Rey de los judíos, pero no les indicaba el punto fijo donde poder encontrarle.

¿Qué deben hacer? Los Magos se dirigieron a Jerusalén, la capital de la Judea y metrópoli de la religión judía. ¿Y dónde mejor que en la ciudad santa pueden conseguir noticias sobre lo que buscan? A ejemplo suyo, al eclipsarse nuestra estrella, al parecer un poco vacilante la inspiración divina y dejarnos en la duda, Dios quiere que recurramos a la Iglesia, a los que le representan entre nosotros, para aprender de ellos la conducta que debemos observar. Ésta es la economía de la Providencia divina.

Dios desea que el alma, en sus dudas y dificultades en su caminar hacia Cristo, pida luz y dirección a los que Él puso por representantes suyos cerca de nosotros: «El que a vosotros oye, a Mí me oye».

Contemplad a Saulo camino de Damasco: al llamamiento de Cristo responde al momento con vehemencia: «Señor, ¿qué quieres que haga?» Y Jesucristo ¿qué le contesta? ¿Le da a conocer su voluntad directamente? Cierto que lo podría haber hecho, ya que se revelaba a Saulo como que era el Señor, pero no lo hace; le envía a sus vicarios: «Levántate y entra en la ciudad, y allí se te dirá lo que has de hacer».

Al someter las aspiraciones de nuestra alma a la censura de los que tienen gracia y misión de conducirnos por los caminos de la unión divina, no corremos el riesgo de extraviamos, cualesquiera que sean los méritos personales de nuestros directores.

En la época de la llegada de los Magos a Jerusalén, la asamblea de los que tenían autoridad para interpretar las Sagradas Escrituras se componía en su mayoría de elementos indignos, y, sin embargo, Dios quiso que por su mediación e instrucciones conocieran oficialmente los Magos el lugar donde había nacido Jesucristo.

Dios, en efecto, no puede permitir que sea engañada un alma que con humildad y confianza consulta a los representantes legítimos de su autoridad soberana. Al contrario, encontrará nuevamente la luz y la paz como los Magos al salir de Jerusalén, y entonces verá otra vez la estrella nimbada de claridad y resplandor, y a imitación suya, y rebosante de alborozo, continuará su marcha camino adelante: «Al ver la estrella sintieron una grandísimo gozo». (las noches de san Juan de la Cruz)

 

 

4. SU HONDA FE EN BELÉN. SIMBOLISMO DE LOS DONES OFRECIDOS. CÓMO DEBEMOS IMITARLES (después de la noche del espíritu viene el gozo de la unión mística con Dios)

 

Ahora acompañemos a los Magos en Belén, y veremos sobre todo manifestarse su profunda fe.

La estrella maravillosa les guía al lugar donde al fin “hallarían al que buscaban desde tanto tiempo atrás. ¿Qué encontraron allí? ¿Acaso un palacio magnífico, una cuna regia, un tren de solícitos pajes? Nada de eso; sencillamente, una miserable casucha de trabajadores.

 Buscan un Rey, un Dios, y no ven más que un Niño en el regazo de su madre; y no un ser transfigurado por destellos divinos, como ocurrió más tarde, a la vista de los apóstoles, en el
monte Tabor, sino un niñito, una débil y desvalida criatura.

Con todo, de esa criatura, al parecer tan frágil, procedía de modo invisible una virtud divina. El mismo que ahora iluminaba a los Magos fue el que hizo aparecer la estrella para guiarles hasta el pesebre; ahora llenaba también interiormente de luz a su espíritu y del amor al corazón. Por esto reconocieron al Niño como a su Dios. Nada nos dice el Evangelio de sus coloquios, pero nos da a conocer el gesto sublime de su fe perfecta: «Y cayendo en tierra le adoraron».

La Iglesia desea que nos asociemos a esta adoración de los Magos. Así, en la santa Misa, al leer o cantar las palabras del relato evangélico: «Y cayendo en tierra le adoraron», nos manda doblar la rodilla, para hacer ver que también nosotros creemos en la divinidad del Niño de Belén.

Adorémosle con rendida fe. Dios nos exige que mientras peregrinamos por este mundo, la meta de toda la actividad de nuestra vida interior debe ser unirnos con Él por la fe. La fe es la luz que nos deja ver a Dios en el Niño de la Virgen, y oír la voz de Dios en las palabras del Verbo Encarnado, e imitar los ejemplos de un Dios en las acciones de Jesucristo, y apropiarnos los méritos infinitos de Dios por los dolores y satisfacciones de un hombre que padece como nosotros.

El alma ilustrada con una fe viva descubre siempre a Dios entre el velo de una humanidad pobre y pasible; dondequiera que encuentre esta humanidad, ya sea en los anonadamientos de Belén, o a través de los caminos de Judea, o en el patíbulo del Calvario, o bajo las especies eucarísticas, el alma de fe se postra ante ella porque sabe que es la humanidad de un Dios. Se arroja a sus pies para escucharla, obedecerla, seguirla, hasta que Dios tenga a bien «revelarle por Sí mismo su Majestad infinita entre los  fulgores divinos de la visión beatífica».

La actitud de adoración en los Magos expresa elocuentemente la profundidad de su fe; los dones que ofrecen tienen también un alto significado. Los Padres de la Iglesia han encarecido insistentemente el simbolismo de los dones que los Magos llevaron a Jesús. Parémonos, antes de terminar esta conferencia, a considerar cuán profundo es este simbolismo: ello producirá una alegría en nuestras almas y servirá de fomento a nuestra piedad.

El Evangelio nos cuenta, como ya lo sabéis, «que, abiertos sus tesoros, los Magos “ofrecieron al Niño oro, incienso Y mirra” . Es evidente que en la intención de los Magos estos dones tenían que expresar los sentimientos de sus corazones y al mismo tiempo honrar a quien se los presentaban.

Al examinar la naturaleza de esos dones, que los Magos debieron aprestar antes de su salida, se echa de ver que la luz de lo alto les reveló algo de la eminente dignidad de Aquel a quien deseaban contemplar y adorar.

Esta clase de dones indica, igualmente, la calidad de homenajes que los Magos querían prestar al Rey de los judíos. El simbolismo de los presentes conviene, pues, a la vez, al que se ofrecen y a quienes los presentan.

El oro, el más preciado de los metales, simboliza la realeza; por otra parte, significa el amor y la fidelidad que el vasallo debe a su rey.

El incienso es reconocido por todos como emblema del culto divino, ya que sólo a Dios se ofrece. Al escoger este don, los Magos proclamaron la divinidad de Aquel cuyo nacimiento anunció la estrella, y reconocieron esta divinidad por la suprema adoración que únicamente a Dios se puede tributar.

Finalmente, estuvieron inspirados al presentarle la mirra.
¿Qué quieren indicar con esa mirra, que servía para curar las heridas y embalsamar a los muertos? Significaba que Jesucristo era hombre, y hombre pasible, que un día debía morir; simbolizaba también el espíritu de penitencia y de inmolación que debe caracterizar la vida de los discípulos de un crucificado.

De manera que la gracia fue la que inspiró a los Magos el llevar estos presentes al que buscaban. Que nos suceda otro tanto a nosotros. “Los que tenemos la dicha de oír el relato, dice San Ambrosio »‘, de la ofrenda de los Magos, sepamos escoger de entre nuestros tesoros y presentarle dones semejantes.»

Siempre que nos acerquemos a Jesucristo llevémosle, como los Magos, nuestros presentes, pero que sean magníficos, como los suyos, dignos de Aquel a quien se los ofrecemos.

Acaso me objetaréis: «Nosotros no tenemos ni oro, ni incienso, ni mirra.» Es cierto; pero tenemos algo mucho mejor, tenemos tesoros preciosísimos y que, además, son los Únicos que espera de nosotros Jesucristo, Salvador y Rey nuestro. ¿No le ofrecemos oro al proclamar con nuestra vida henchida de amor y de fidelidad a sus mandamientos que Él es rey de nuestros corazones? ¿No le presentamos incienso al creer en su divinidad, y al reconocerle con nuestras adoraciones y súplicas? Y al juntar nuestras humillaciones, sufrimientos, dolores y lágrimas con las suyas, ¿no le llevamos mirra?

Y si, por desgracia nada de eso tuviéramos pidamos a Nuestro Señor que nos colme de los tesoros que tan gratos le son; para eso los tiene, para dárnoslos.

Esto mismo dio a entender Jesucristo el día de Epifanía a Santa Matilde, después de la comunión: «Mira que te doy oro, la dijo, conviene a saber, mi amor divino, e incienso, o sea, toda mi santidad y devoción, y finalmente la mirra, es decir, la amargura de toda mi Pasión. Y tan de verdad te cedo estas tres cosas que puedes tú por tu parte ofrendármelas a mí como cosa tuya propia’) ».
Ciertamente, esta verdad es tan consoladora que nunca debemos echarla en olvido. La gracia de la divina adopción que nos constituye hermanos de Jesucristo y miembros vivos de su cuerpo místico, nos da derecho a apropiamos sus tesoros y hacerles valer ante Él y ante su Padre. ¿Ignoráis, por ventura, decía San Pablo, «el poder y la grandeza de la gracia de Jesucristo, que siendo
rico se hizo pobre por amor nuestro, para enriquecemos ¡ por su pobreza»?

Nuestro Señor es el que suple por nuestra nada y nuestras miserias: Él es nuestra riqueza, nuestra acción de gracias; El contiene en Sí mismo y de manera eminente lo que significan los presentes de los Magos, realizando en su persona, de manera acabada, su profundo simbolismo. Por lo tanto, nada mejor podemos ofrecer al Padre celestial que al mismo Jesucristo, en acción de gracias, por el don inapreciable de la fe cristiana.

Dios nos ha dado a su Hijo, y, según el testimonio de Jesucristo, el Ser infinito, no podría manifestarnos su amor de traza más sorprendente: «Porque tanto amó Dios al mundo que le dio su Unigénito Hijo »; Porque « al hacernos su donación, añade San Pablo, nos dio todo en Él.

Pero, en agradecimi0 debemos a Dios fervientes acciones de gracias por este don inefable. ¿Qué podemos dar a Dios que sea digno de Él? No hay más que su Hijo Jesús. “Al ofrecerle su Hijo, le devolvemos lo que nos da»: Ofrecemos a tu excelsa Majestad de los dones que nos has dado», y no hay otro don que más le satisfaga.

La Iglesia, que conoce los arcanos de Dios como nadie, ¡qué bien lo sabe! En este día en que comienzan sus místicas bodas con Jesucristo, ofrece a Dios, «no ya oro, ni incienso, ni mirra, sino al que en ellos está representado, inmolado en el altar y recibido en el alma de sus discípulos».

« Te Suplicamos, Señor, mires propicio los dones de tu Iglesia, en los cuales se te ofrece, no oro, incienso y mirra, sino lo que con dichos dones se declara, se inmola y se consume, Nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, Señor nuestro... »

Ofrezcamos pues, con el sacerdote, el santo sacrificio; ofrezcamos a Dios Padre su divino Hijo, después de haberle recibido en la sagrada Mesa; pero ofrezcámonos también nosotros con l, por amor, y para cumplir en todo lo que su santa voluntad nos indique; el don más perfecto que podemos ofrecer a Dios es éste.

La Epifanía continúa todavía; se prolonga a lo largo de los siglos. «También nosotros, dice San León »», debemos saborear las alegrías de los Magos, porque al misterio que se realizó en este día no se le pueden fijar unos límites. Gracias a la esplendidez de Dios y al poder de su bondad, se disfruta en nuestros días de la realidad, cuyas primicias tuvieron los Magos.» Y al hacer Dios que brille la luz del Evangelio entre los paganos, se renueva la Epifanía; siempre que la verdad resplandece a la vista de los que viven en el error, es como un rayo que les llega de la- estrella de los Magos.

También continúa la Epifanía en el alma cristiana al hacerse su amor más ardiente y arraigado. La fidelidad a las inspiraciones de la gracia — según dice el mismo Jesucristo — se convierte en una fuente de ilustración más clara y más viva: “El que me ama.., me manifestará a él» ¡Dichosa el alma que vive de fe y de amor! Se
engendrará en ella una manifestación, cada vez más profunda, de Jesucristo, y en continua renovación; el mismo Señor la dará una inteligencia cada día más íntima de sus misterios.

La Sagrada Escritura compara la vida del justo a “una senda luminosa que va de claridad en claridad» », hasta el día en que todos los velos y todas las sombras desaparezcan y se manifiesten a la luz de la gloria los esplendores eternos de la divinidad. Allá, dice San Juan en su libro tan misterioso del Apocalipsis, donde nos describe las magnificencias de la Jerusalén de arriba, allá no se
necesita luz, porque el Cordero, es decir, Jesucristo, es la luz que ilumina y colma de gozo a las almas de todos los
elegidos, esa será la Epifanía en los cielos.

«¡Oh Dios!, que en este día, sirviéndote de una estrella has llevado a las naciones paganas al conocimiento de tu Unigénito, concédenos, por tu bondad, que ya que te hemos conocido por la fe, podamos llegar a contemplar la faz de tu suprema Majestad.»

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