XVIII. — «IN MEI MEMORIAM» (Corpus Christi) LA EUCARISTÍA ES UN MISTERIO DE FE

XVIII. — «IN MEI MEMORIAM»

(Corpus Christi)

 

LA EUCARISTÍA ES UN MISTERIO DE FE

 

Todos los misterios de Cristo son esencialmente misterios de fe, tanto, que sin ella no podríamos ni aceptar ni contemplar ninguno. Esto no obstante, es distinto en cada uno el grado de luz que alumbra nuestra fe.

En Belén, por ejemplo, sólo vemos un niñito reclinado en un pesebre, y, sin la fe, no reconoceríamos en él al Hijo de Dios y dueño soberano de todas las criaturas; pero oímos las armonías de los Ángeles del cielo, que celebran a coro la venida de este Salvador del mundo, y vemos una estrella maravillosa que conduce a sus pies a los reyes de Oriente.

En el bautismo de Jesús, nuestros ojos no ven más que a un hombre que se somete como los demás judíos a un rito de penitencia, pero al punto el cielo se rasga y oye la voz del Padre Eterno que proclama a aquel Hombre Hijo de su amor, y objeto de sus más tiernas delicias.

De igual modo, en el Tabor, en el misterio de la Transfiguración, la fe halla poderosa ayuda, pues la gloria de la divinidad penetra hasta su misma Humanidad y en ella se refleja de modo visible hasta caer los discípulos al suelo llenos de espanto.

Por el contrario, al morir Cristo sobre la cruz como el más vil de los mortales, en medio de los tormentos, se halla velada la divinidad, aunque, por otra parte, proclama el Centurión que es el Hijo de Dios, y la naturaleza misma, con bruscos temblores en aquel momento solemne, rinde público homenaje a su Creador. En la Resurrección vemos a Jesús todo radiante de gloria, pero a la vez prueba a sus apóstoles que Él es siempre el mismo, Dios y hombre: se deja tocar y come con ellos, y les muestra las cicatrices de sus llagas, para manifestarles que no es sólo un espíritu, sino el mismo Jesús con quien vivieron durante tres años.

Ya veis, pues, que en cada misterio de Cristo hay bastantes sombras para que nuestra fe resulte meritoria, y, por otra parte, la luz suficiente para ayudarla; vemos que en todos los misterios se manifiesta la inefable unión de la divinidad con la humanidad.
Existe, sin embargo de ello, un misterio, el misterio de la Eucaristía, en el cual, en vez de revelarse la divinidad y la humanidad, se eclipsan entrambas ante nuestros sentidos.

¿Qué hay en el altar antes de la consagración? Un poco de pan y un poco de vino. ¿Y después de la consagración? Para los sentidos del tacto, del ojo y del gusto, el mismo pan y vino de antes. Sólo la fe, traspasando esos velos, penetra hasta las realidades divinas que allí yacen ocultas. Sin la fe, sólo veremos pan y vino, no vemos a Dios, pues no se manifiesta aquí como en el Evangelio; «pero es que no vemos ni al hombre siquiera»: in cruce latebat sola Deitas. At hic latet simul et humanitas. «En la cruz estaba escondida tan sólo la divinidad, pero aquí se esconde también la humanidad».

Al afirmar Cristo durante su vida mortal que era Hijo de Dios, daba muestras de serlo; cierto que se veía que era hombre, pero un hombre “cuya doctrina sólo podía venir de Dios» », un hombre «que obraba maravillas y portentos que sólo Dios puede hacer» ».

 El fariseo Nicodemo también lo reconocía así con el ciego de nacimiento cuando decía: «Sabemos, Maestro, que viniste de Dios, porque nadie puede hacer los milagros que Tú haces, si Dios no estuviese con Él» . La fe era necesaria, pero los milagros de Jesús y la sublimidad de su doctrina ayudaban a la fe de los judíos, ya sabios, ya ignorantes.

Mas en la Eucaristía sólo cabe la fe pura y basada únicamente en las palabras de Jesús: “Éste es mi cuerpo, Ésta es mi sangre», porque, ante todo, la Eucaristía es un «misterio de fe»
Por eso en este misterio, más aún que en los demás que hasta aquí hemos contemplado, no debemos escuchar sino a Cristo, pues, de lo contrario, deberíamos decir como los judíos al anunciarles Jesús la Eucaristía: «Recia es esta palabra, ¿quién podrá soportarla?».

Y con esto se alejaron aún más de Cristo. Nosotros, al contrario, vayamos a Jesús como lo hicieron en esta ocasión los apóstoles fieles, y digámosle con San Pedro: “Señor, ¿a quién iremos? Tú solo tienes palabras de vida eterna. Hemos creído y sabemos que eres Cristo, el Hijo de Dios vivo».

Preguntemos, pues, a nuestro Señor acerca de este misterio, y Él, que es la verdad infalible, la sabiduría eterna, la omnipotencia divina, ¿por qué no ha de cumplir lo que tiene prometido?

 

 

1. EL SACRIFICIO DEL ALTAR PERPETÚA LA MEMORIA DE JESÚS

 

Nuestro divino Salvador al instituir este misterio con objeto de perpetuar los frutos de su sacrificio, dijo a sus apóstoles: «Haced esto en memoria mía» «. Así que, además del fin primario de renovar su inmolación y hacernos partícipes de este misterio por medio de la Comunión, quiso Cristo dar también a la Eucaristía un carácter de memorial. Pero ¿cómo conserva este misterio el recuerdo de Cristo y lo perpetúa entre los hombres?

La Eucaristía conserva el recuerdo de Jesús, primero en cuanto que es sacrificio. No hay, como sabéis, más que un sacrificio pleno, total y perfecto, por el cual quedó saldada y expiada toda la deuda. Él es causa de todo mérito y fuente de toda gracia. Hablamos, pues, del sacrificio del Calvario; «con una sola oblación, como dice el Apóstol, hizo Cristo perfectos parn siempre a los que santificó».
Mas para que los méritos de este sacrificio se apliquen a todas las almas de todos los tiempos, quiso Cristo que fuese renovado en el altar.

El altar es otro Calvario que nos recuerda, nos representa, reproduce, la inmolación de la cruz. Por eso, dondequiera que haya un sacerdote para consagrar el pan y el vino, allí está el memorial de la Pasión. Lo que se ofrece e inmola sobre el altar es “el cuerpo de Cristo entregado por nosotros y su sangre derramada por nuestra salvación».

El Pontífice es el mismo Jesucristo, el cual los ofrece todavía valiéndose del ministerio de sus sacerdotes. ¿Cómo, pues, no hemos de pensar en la Pasión, cuando asistimos al santo Sacrificio de la Misa, si en todo es idéntico al de la cruz, salvo el modo incruento con que se realiza la oblación eucarística?.No se celebra una sola misa ni se hace una sola Comunión sin que se nos recuerde que Jesús se entregó a la muerte por rescatar al mundo. “Cuantas veces, dice San Pablo, comiereis de este pan y bebiereis de este cáliz, otras tantas anunciaréis y recordaréis la muerte del Señor, hasta tanto que venga el último día». De este modo se perpetúa vivo y fecundo hasta el fin de los tiempos el recuerdo de Cristo entre aquellos a quienes un día redimió por medio de su inmolación.

Es, pues, la Eucaristía el memorial perenne que Cristo nos dejó de su sagrada Pasión y muerte, la vida y testamento de su amor. Dondequiera qqe se ofrezcan el pan y el vino, donde se encuentre la hostia consagrada, allí aparece el recuerdo del sacrificio de Cristo. «Haced esto en memoria mía». Recuérdanos ante todo la Eucaristía la Pasión de Jesús, como quiera que fué instituida la víspera de su muerte y viene a ser como el testamento de su amor.

Pero la Eucaristía no excluye a los demás sacramentos. Mirad, si no, lo que hace la Iglesia, Esposa de Cristo y conocedora como nadie de las intenciones de su divino Esposo, que la guía por el Espíritu Santo en la organización del culto público. Terminada la consagración, comienza por recordarnos las palabras de Jesús “Haced esto en memoria mía»; e inmediatamente, como para demostrar cuánto desea embeberse en los mismos sentimientos de su Esposo, añade: “Ahora, Dios Padre omnipotente, en testimonio de reconocimiento y amor, nosotros tus indignos siervos, y con nosotros tu pueblo santo, conmemorando, no sólo la Pasión bienaventurada de Jesucristo, tu Hijo y Señor nuestro, más también su Resurrección de los abismos y su gloriosa Ascensión a los cielos, ofrecemos a tu excelsa majestad... el pan santo de vida eterna y el cáliz de perpetua salud.» Unde et memores... tam beatae passionis nec non et ab inferís resurrectionis sed et in caelos gloriosae ascensionis». Los griegos, después de hacer mención de la «Ascensión a la diestra del Padre, conmemoran también « el segundo y glorioso advenimiento»´

Así, pues, aunque la Eucaristía recuerda ante todo y de un modo directo la Pasión de Jesús, no excluye el recuerdo de los misterios gloriosos que tan, íntimamente se encadenan y relacionan con la Pasión, siendo en alguna manera coronamiento de la misma.

Recibiendo en la Eucaristía el cuerpo y sangre de Cristo, supone ésta, por lo mismo, la Encarnación Y demás misterios que se fundan en ella o de ella derivan. Cristo está sobre el altar con su vida divina, que jamás abandonará, y con su vida mortal, cuya forma histórica cesó ya, pero cuya sustancia y méritos perduran todavía juntamente con su vida gloriosa, que ya no tendrá fin».

Todo esto, como sabéis, contiene realmente la Hostia santa y lo reciben nuestras almas en la comunión. Al comunicarse Cristo con nosotros, se nos entrega también con todo lo más esencial de sus obras y de sus misterios, del mismo modo que nos entrega toda su persona.

Así que bien podemos cantar con el salmista que celebraba de antemano la gloria de la Eucaristía ». «El Señor ha dejado a su pueblo un memorial de sus maravillas, y como misericordioso y bondadosísimo que es ha dado un alimento a aquellos quo le temen». La Eucaristía es como la síntesis de los prodigios que el amor del Verbo Encarnado obró con nosotros.

 

 

 

 

 

2. EL MANÁ, FIGURA DE LA EUCARISTÍA

 

Si consideramos ahora la Eucaristía como sacramento, descubriremos en ella admirables propiedades que sólo un Dios pudo inventar. Ya os he repetido aquella idea tan favorita del Apóstol, el cual consideraba que los principales acontecimientos de la historia del pueblo judío en el Antiguo Testamento, eran símbolo, unas veces misterioso y oscuro, y otras claro y luminoso, de las realidades que iban a ilustrar la Nueva Alianza establecida por Cristo.

Ahora bien, según las palabras mismas de Nuestro Señor Jesucristo, una de las figuras más características de la Eucaristía fué el maná; por esto insiste tanto nuestro divino Salvador cuando compara este manjar, alimento llovido del cielo, a los hebreos en el desierto y el pan eucarístico que 1ll iba a dar al mundo. Entramos, desde luego, en los sentimientos de Cristo al estudiar la figura y el símbolo para penetrar mejor la realidad.

Pues bien; ved ya en qué términos nos habla del maná el escritor sagrado, órgano del Espíritu Santo: «Alimentaste, Señor, a tu pueblo con manjar de Ángeles, y le diste un pan del cielo preparado sin trabajo alguno, un pan que engendraba todo gozo, cuyo sabor se acomodaba a todos los gustos. Esta sustancia por Ti mismo enviada, demostraba lo mucho que amabas a tus hijos; y ese pan, acomodándose al deseo de todos, sabía a cada cual según su gusto».

La Iglesia ha recogido estas hermosas palabras para aplicarlas a la Eucaristía en el oficio del Santísimo Sacramento». Veamos ahora de qué modo van expresadas en ellas las propiedades del pan eucarístico, y con cuánta mayor razón podemos nosotros cantar de la sagrada hostia lo que el autor inspirado cantaba del maná.

La Eucaristía, así como el maná, es un alimento, pero un alimento espiritual; nuestro Señor quiso instituirla en forma de alimento y en un banquete. Jesucristo se entrega a nosotros como sustento de nuestras almas: «Mi carne es verdaderamente comida, y mi sangre verdaderamente bebida».

Y también como el maná, la Eucaristía es un pan bajado del cielo; pero aquél no pasaba de ser una figura imperfecta de ésta; por eso nuestro Señor decía a los judíos que le recordaban el prodigio del desierto: «Moisés no os dio el pan del cielo; mi Padre sí que os da el verdadero pan del cielo, pues el pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida, no sólo a un pueblo particular, sino a todos los hombres.»

Y como los judíos murmuraban al oírle llamarse «el pan bajado del cielo», Jesús añade: “Yo soy el pan de vida. Vuestros padres comieron el maná y murieron; he aquí el pan bajado del cielo, para que no muera quien de él comiere. Yo soy el pan vivo bajado del cielo; si alguien comiere de este pan, vivirá eternamente”, pues deposita en nuestros mismos cuerpos el germen de la resurrección.

“Y el pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo”. Ya veis con cuánta insistencia nos muestra nuestro Señor mismo que la divina realidad eucarística es muy superior en su sustancia y en sus frutos al alimento dado antiguamente al pueblo judío.

Este bocado celestial nos da la vida alimentando en nosotros la gracia. “Contiene además toda suavidad y dulzura”. No hay cosa más regocijada que un festín. Pues bien, la Comunión es el festín del alma y, por ende, una fuente de profundas alegrías. ¿Es posible que Jesucristo, verdad y vida, principio de todo bien y de toda felicidad, no llene de gozo nuestros corazones? ¿Es posible que, dándonos a beber el cáliz de su sangre divina, no derrame en nuestras almas esta espiritual alegría que caldea la caridad y mantiene el fervor?

Volved la vista al Cenáculo, después de la institución de este divino sacramento: Cristo habla a los apóstoles de su alegría; quiere que esta alegría, su propia alegría, totalmente divina, sea la nuestra, y que nuestros corazones sean henchidos de ella» ». 1se es uno de los efectos de la Eucaristía cuando se recibe con devoción: llenar el alma de ese gozo sobrenatural que la hace pronta y sumisa para el servicio de Dios.

Mas no olvidemos que esta alegría es sobre todo espiritual. Siendo la Eucaristía el «misterio de fe» por excelencia, sucede que Dios permite que esta alegría enteramente interior no se trasluzca en la parte sensible de nuestro ser. Acontece también que almas muy fervorosas sienten horribles, sequedades después de recibir el pan de vida. No se extrañen, y sobre todo no se desanimen. Si al recibir a Cristo han llevado todas las disposiciones posibles y sufren por su impotencia, queden muy tranquilas y no pierdan la paz, porque es que Cristo, siempre vivo, obra silenciosa pero eficazmente allá en el fondo íntimo del alma para transformarla en Sí. Este es precisamente el efecto más preciado del pan eucarístico:
«El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él».

¡Oh, cuánto ha costado prepararnos este festín! Por cierto, no fue sin mucho trabajo. Se necesitaron para ello los abatimientos de la Encarnación, la humildad y los trabajos oscuros de la vida oculta, las fatigas del apostolado, las luchas contra los fariseos, los combates con el príncipe de las tinieblas, en fin, y esto lo resume, contiene y corona todo, los dolores de la Pasión. Sólo a costa de su sangrienta inmolación y de innumerables trabajos nos tiene merecida Jesucristo esta gracia, verdaderamente inaudita, de unirnos íntimamente a Sí, dándonos a comer su sagrado cuerpo y a beber su sangre preciosísima.

Por eso quiso instituir este sacramento la víspera de su Pasión, como «para darnos la prueba más elocuente del exceso de su amor en favor nuestro» . Por comunicarse a tal precio, está saturado este don de la suavidad del amor infinito de Jesucristo. Ahí tenéis algunos de los prodigios figurados ya por el maná, y realizados, para vida y gozo de nuestras almas, por la sabiduría y bondad de nuestro Dios.

¿Cómo no «admirarlos» con la Iglesia? ¿Cómo no «venerar estos sacrosantos misterios con toda reverencia y con rendida adoración»? Tribue quaestimus, ita nos corporis et sanguinis tui sacra ,mystería verterari!

Entre todas las propiedades que la Sagrada Escritura atribuye al maná, hay una especialmente notable y es que el maná tenía tantos sabores diversos cuantos eran los gustos de los que le comían».

En este pan celestial, que es la Eucaristía, podemos encontrar también, si así se puede decir, el sabor especial de todos los misterios de Cristo, y la virtud de todos sus estados. No consideramos ya aquí la Eucaristía como memorial, sino como fuente de gracias, y aquí se descubre un aspecto muy fecundo del misterio eucarístico, en el cual pienso detenerme con vosotros  unos instantes. Si nos dejamos penetrar de él, sentiremos aumentar en nosotros el deseo y el amor de este divino alimento.

Ya sabéis que nuestro Señor se entrega en alimento para conservar en nosotros la vida de la gracia; además, por la unión que este sacramento crea entre nuestras almas y la persona de Jesús, in me manet et ego in illo, y por la caridad que esta unión alimenta, Cristo obra en nosotros esta transformación que hacía exclamar a San Pablo: «Vivo yo, pero no soy yo quien vive, sino que Cristo es quien vive en mi» »». Tal es la virtud propia de este inefable Sacramento».

Esta transformación abarca muchos grados en nosotros, por lo cual no podemos realizarla de un golpe; antes la vamos adquiriendo poco a poco, a medida que adelantamos en el conocimiento de Cristo y de sus estados, puesto que su vida es nuestro modelo y su perfección el ejemplar de la nuestra.

La piadosa contemplación de los misterios de Jesús constituye uno de los medios de esta transfiguración ya os he dicho: al ponernos, por medio de una fe viva, en contacto con Él, entonces produce en nosotros, por la virtud siempre eficaz de su santa humanidad unida al Verbo, esta semejanza que es la señal de nuestra predestinación.

Si esto es cierto, tratándose de la simple contemplación de los misterios cuánto más poderosa y extensa no será la acción de Jesús cuando habita en nuestras almas por la Comunión sacramental! Esta unión es la más grande y más íntima que podemos tener en este mundo con Cristo: la unión que tiene lugar entre el alimento y el que lo toma.

Cristo se entrega para ser nuestro manjar; pero, al revés de lo que sucede con el sustento corporal, aquí nosotros somos los asimilados por Cristo, y Él se hace nuestra comida», así también la vida que Cristo nos da por la Comunión, es toda su vida, la cual pasa a nuestras almas para ser el ejemplar y la forma de nuestra vida, para reproducir en nosotros los diversos sentimientos del corazón de Jesús, para hacemos imitar todas las virtudes que Él practicó en sus diversos estados, y derramar en nosotros las gracias especiales que nos mereció al vivir por nosotros sus misterios.

Sin duda, y nunca olvidemos esto, bajo las especies eucarísticas no se encuentra más que la sustancia del cuerpo glorioso de Jesús, como ahora se encuentra en el cielo, y no del modo que estaba, por ejemplo, en el portal de Belén. Mas cuando el Padre eterno mira a su Hijo Jesús en los resplandores celestiales, ¿qué ve en Él? Ve al que vivió por nosotros en la tierra durante treinta y tres años; ve todos los, misterios de su vida mortal, y las satisfacciones y los méritos que manaron de estos mismos misterios; ve la gloria que este Hijo le dio viviendo cada uno de ellos. En todos ellos, también ve siempre al mismo Hijo de sus complacencias, bien que ahora sólo ocupa Jesucristo su derecha en su estado glorioso.

 Igualmente, el Jesús a quien recibimos nosotros es el
Jesús que nació de María, el que vivió en Nazaret y predicó a los judíos de Palestina, es el buen Samaritano, el que curó a los enfermos, libró a Magdalena del demonio y resucitó a Lázaro; es el que, cansado, dormía en la barquichuela, el que agonizaba en el Huerto, abrumado de mortal angustia, el que fue crucificado en el Calvario, el glorioso resucitado del sepulcro, y el misterioso peregrino de Emaús; el que se da a «conocer en la fracción del pan», el que subió a los cielos sentándose a la diestra del Padre; es, por fin, el Pontífice eterno, siempre vivo, que intercede por nosotros sin cesar.

La Comunión nos da en sustancia todos los estados de la vida de Jesús, con sus propiedades, su espíritu peculiar, sus méritos y su virtud; bajo esa diversidad de estados y de misterios se perpetúa la misma persona que los vivió y que actualmente vive para siempre en el cielo.

Cuando recibimos a Cristo en la sagrada Mesa, podemos contemplarle y entretenemos con Él en cualquiera de sus misterios. Aunque ahora viva su vida gloriosa, con todo, encontramos en Él al que vivió por nosotros y nos mereció la gracia que esos misterios contienen; venido a nosotros, Cristo nos comunica esta gracia para realizar poco a poco la transformación de nuestra vida en la suya, efecto propio del sacramento.

 Basta para comprender esta verdad recorrer las «secretas» y «poscomuniones» de la misa en las diferentes fiestas del Salvador. El objeto de estas oraciones, que ocupan un puesto especialísimo entre las del sacrificio eucarístico, se diferencia por la naturaleza de los misterios celebrados.

Podemos, por ejemplo, unirnos a Jesús viviendo in sinu Patris igual a su Padre y Dios como él. Al que adoramos en nosotros mismos, le adoramos como a Verbo coeterno al Padre, e Hijo de Dios y objeto de las complacencias de su Padre: «Sí, yo te adoro dentro de mí, oh Verbo divino; por la unión tan íntima que en este momento tengo contigo, dame la gracia de estar también contigo in sinu Patris, ahora por medio de la fe, y, más tarde, en la eterna realidad, para vivir la vida misma de Dios, que es nuestra vida. »
Podemos adorarle como le adoraba la Virgen María, cuando el Verbo Encarnado moraba en su seno purísimo, antes de aparecerse al mundo. Sólo en el cielo sabremos con qué respeto y amor la Virgen se prosternaba interior- mente delante del Hijo de Dios, que tomaba de ella nuestra carne.

Podemos, pues, como ella, adorarle también dentro de nosotros mismos, como si lo hubiéramos hecho en la gruta de Belén, hace ya diecinueve siglos, con los pastores y los magos. Si así lo hacemos, Jesús nos comunicará la gracia de imitar sus virtudes: la humildad, la pobreza y el desprendimiento que vemos en Él durante este período de su vida oculta.

Si nosotros queremos, Jesús será en nosotros el agonizante que por su abandono admirable en la voluntad de su Padre nos consigue la gracia de cargar con nuestras cruces de cada día; será el divino resucitado que nos otorga la gracia de desprendernos de todo lo terreno, de «vivir para Dios con más generosidad y plenitud; será el triunfador que, radiante de gloria, vuela a los cielos y nos arrastra en pos de sí, para que vivamos ya allí con Él por la fe, la esperanza y los santos anhelos.

Jesucristo, así contemplado y recibido, es Jesucristo que revive en nosotros todos sus misterios, es la vida de Jesucristo que se inyecta en la nuestra y la suplanta depositando en nuestra alma todas sus bellezas propias, sus méritos particulares y sus gracias especiales: Deserviens uniuscujusque voluntati.

 

 

 

4.CÓMO PARTICIPAMOS DE ÉL POR MEDIO DEL SANTO
SACRIFICIO DE LA MISA, DE LA COMUNIÓN Y VISITA AL
SANTÍSIMO. LA PROFUNDA REVERENCIA QUE DEBE INSPIRARNOS ESTE MISTERIO

 

En la exposición que acabo de hacer os he dado a entender que la participación más perfecta en este divino misterio se obtiene por la Comunión sacramental. Ya sabéis que la Comunión supone el sacrificio, y de ahí viene que nos asociamos ya al misterio del altar, simplemente asistiendo al sacrificio de la misa.

¿Qué no hubiéramos dado a trueque de estar al pie de la cruz con la Virgen, con San Juan y Magdalena? Pues bien, la oblación del altar reproduce y renueva la inmolación del Calvario, para perpetuar su recuerdo y aplicarnos sus frutos. Durante la santa Misa debemos unirnos a Cristo, pero a Cristo inmolado. Está en el altar como «Cordero inmolado y Jesús quiere asociarnos a su sacrificio.

Ved, después de la consagración, al sacerdote con las manos juntas y apoyadas en el altar. Pues bien, este gesto significa la unión del sacerdote y de todos los fieles con el sacrificio de Cristo. Mientras tanto, ora de este modo: «Oh Dios todopoderoso, os suplicamos mandáis que sean llevadas estas ofrendas a vuestro sublime altar, ante vuestra divina majestad.»

La Iglesia pone aquí en relación dos altares: el de la tierra y el del cielo; lo cual no significa que en el santuario de los cielos haya un altar material, sino que la Iglesia quiere indicar con eso cómo no hay más que un sacrificio la inmolación realizada místicamente en la tierra es una con la ofrenda que Cristo, nuestro pontífice, hace de Sí mismo en el seno del Padre, al cual ofrece por nosotros las satisfacciones de su Pasión.

Estas cosas, de que se trata, dice Bossuet, son realmente el cuerpo y la sangre de Jesucristo, pero son este cuerpo y esta sangre con todos nosotros y con nuestros votos y nuestras oraciones, y todo esto junto forma una sola oblación». De modo que en este solemne momento somos introducidos ad interiora vela,hasta lo interior del velo, es decir, en el santuario de la divinidad, pero lo somos por Jesús y con Jesús; y allí, delante de la majestad infinita, en presencia de toda la corte celestial, somos presentados con Cristo al Padre para que el Padre «nos colme de toda gracia y celestial bendición».

¡Oh, si tuviéramos una fe viva, con qué reverencia no asistiríamos a este santo Sacrificio! ¡ Con qué cuidado buscaríamos los medios de purificarnos de toda mancha, para ser menos indignos de entrar, en pos de nuestra Cabeza, en el Santo de los santos y allí con Cristo convertirnos en una hostia viva! Entonces solamente — dice muy bien San Gregorio —, entonces Cristo es nuestra hostia al ofrecernos nosotros mismos con Él para participar, con nuestra generosidad y nuestros sacrificios, de su vida de inmolación».

El sacrificio eucarístico nos da el sacramento; no se participa de un modo perfecto en el sacrificio sino uniéndose a la víctima. En la oración que acabo de explicaros, la Iglesia pide que seamos “henchidos de toda gracia y bendición espiritual”, pero con la condición de que «nos asociemos a este sacrificio por la recepción del cuerpo y de la sangre» de Jesús.

Por la Comunión, pues, entramos únicamente y de modo pleno en los pensamientos de Jesús y realizamos también los deseos de su Corazón al instituir la Eucaristía; llevemos, pues, a este festín eucarístico las mejores disposiciones. Sin duda, lo sabéis ya, que este divino Sacramento produce sus frutos en el alma que lo recibe en estado de gracia y con recta intención; aunque sus frutos serán más o menos pingües según el fervor de cada cual.

En otro lugar expuse extensamente cómo esas disposiciones se reducen a tres, que son: fe, confianza y entrega de todo nuestro ser a Cristo y a los miembros de su cuerpo místico; por lo cual no he de insistir otra vez.

Sin embargo de ello, hay una disposición sobre la cual diré dos palabras, por ser la que la Iglesia misma nos señala en la oración del santísimo Sacramento: es la de reverencia. «Danos Señor, venerar de tal modo los sagrados misterios de tu cuerpo y sangre, que experimentemos constantemente en nosotros los frutos de tu redención.»

La Iglesia nos pide que «reverenciemos» a Cristo en la Eucaristía. ¿Por qué? Por dos motivos. En primer lugar, porque Cristo es Dios. La Iglesia nos habla de “misterios sagrados». La palabra «misterios” indica que bajo las especies eucarísticas se oculta una realidad; al añadir “sagrados”, nos da a entender que esta realidad es santa y divina.

En efecto, el que se oculta en la Eucaristía es, juntamente con el Padre y el Espíritu Santo, el Ser infinito, el Todopoderoso, el principio de todas las cosas. Si Nuestro Señor se dejara ver en el esplendor de su gloria, nos dejaría deslumbrados; y por eso, para entregarse a nosotros, se oculta, no ya bajo la flaqueza de una carne pasible, como sucedió en el misterio de la Encarnación, sino bajo las especies de pan y vino.

Digámosle, pues: Señor mío Jesucristo, ya que por amor nuestro y para atraemos a Ti y hacerte nuestro alimento, velas tu majestad, nada perderás por eso de nuestros homenajes; cuanto más ocultes a nuestros ojos tu divinidad, tanto más deseamos adorarte y prosternamos ante tu acatamiento. Adoro te devote, latens Deitas, Quae sub his figuris vere latitas

La segunda razón es que Jesucristo se humilló y se entregó por nosotros. La Iglesia nos recuerda que «este admirable Sacramento es el memorial por excelencia de la Pasión de Jesús». Ahora bien, Cristo sufrió durante su Pasión inauditas afrentas y se abismó en un mar sin fondo de ignominias. Precisamente, nos dice San Pabl, porque Cristo se anonadó y sufrió tamaños ultrajes, por eso el Padre le ha ensalzado y le ha dado un nombre sobre todo nombre, a fin de que toda rodilla se doble ante Él y toda lengua proclame que Cristo, el Hijo de Dios, reina para siempre en la gloria de su Padre.

Entremos en este pensamiento del Padre eterno que nos descubre el Apóstol. Cuanto más se humilló y anonadó Cristo, tanto más debemos nosotros, como el Padre, ensalzarle en este Sacramento, que, precisamente, nos recuerda su Pasión, y prodigarle nuestros homenajes. La justicia y el amor así lo exigen.
Además, ¿no se entregó de ese modo «por nosotros»? Propter nos et propter nostram salutem ».

Si padeció, por mí padeció; si su alma santísima se vió anegada de miedo, de tedio y de mortal congoja, por mí fué también; si soportó tantos baldones de la grosera soldadesca, si fué azotado, coronado de espinas y muerto a fuerza de indecibles tormentos, por mí fué, para atraerme a Sí: «Me amó y se entregó por mí» . Nunca olvidemos que cada uno de los episodios dolorosos de la Pasión fué ordenado de antemano por la Sabiduría y aceptado por el Amor por salvarnos.

Oh Cristo Jesús, realmente presente en el altar, yo me postro a tus plantas; toda adoración te sea dada en el Sacramento que nos dejaste la víspera de tu sacratísima Pasión, como testimonio del exceso de tu amor.

Manifestaremos además esta «veneración» yendo a visitar a Cristo en el tabernáculo. En efecto, ¿no sería falta de respeto dejar solo y abandonado a este Huésped divino que nos aguarda? Allí está realmente presente el que fue recostado en el pesebre de Belén, el que vivió en Nazaret, recorrió las montañas de Judea, cené en el cenáculo y murió en la cruz.

Ése es el mismo Jesús, que decía a la Samaritana: «¡Si conocieras tú el don de Dios! Tú que tienes sed de luz, de paz, de gozo, de felicidad, «¡si tú supieras quién soy Yo, tú misma me pedirías el agua viva esta agua de la gracia divina que fluye, cual venero inagotable, hasta la vida eterna!

Está allí realmente presente el que dijo: «Yo soy el camino, la verdad y la vida, el que me sigue no anda en tinieblas. Nadie va al Padre si no es por mí “.Yo soy la vid y vosotros los sarmientos; el que mora en mí y Yo en él, ese solo puede dar fruto, pues sin mí no podéis hacer nada... Yo no rechazo al que viene a mí... Venid a mí todos los que estáis trabajados, que yo os aliviará... Vuestras almas no encontrarán reposo si no es en mí. . . ».

Allí está el mismo Jesús que curaba los leprosos, calmaba las olas enfurecidas y prometía al buen ladrón un lugar en su reino. Allí encontramos a nuestro Salvador y nuestro amigo, a nuestro hermano mayor, en la plenitud de su omnipotencia divina, en la virtud siempre fecunda de sus misterios, con la infinita superabundancia de sus méritos y la inefable misericordia de su amor.

Nos aguarda en su tabernáculo, no sólo para recibir en él nuestros respetos, sino para repartirnos sus gracias. Si nuestra fe en su palabra no es un vano sentimiento, iremos junto a Él a poner nuestra alma, en contacto por la fe, con su santísima Humanidad. Estad seguros de que « una virtud saldrá de Él» », como salió en otro tiempo, para colmaros de luz, de paz y de alegría.

No podemos esperar «ser partícipes incesantemente del fruto de la redención de Jesús», si esta actitud de acatamiento y de respeto no penetra hondamente en nuestras almas. Es necesario que esta veneración sea tal que nos haga obtener el don divino en su mayor plenitud: “de tal modo veneremos estos misterios, que experimentemos los frutos de tu salvación”.

 

 

 

5. CÓMO NOS UNIMOS A CRISTO EN ESTE SACRAMENTO POR MEDIO DE LA FE, Y CÓMO, UNIDOS CON CRISTO, NOS
UNIMOS CON EL PADRE Y CON EL ESPÍRITU SANTO

 

Pero, me diréis, ¿por qué la Iglesia parece que resume en la «veneración» todas nuestras disposiciones con respecto a este divino Sacramento? ¿Qué razón le ha podido mover a ello?
Es que este respeto es un tributo de fe; el hombre que no tiene fe no hinca la rodilla delante de la sagrada hostia: esta reverencia brota y se nutro de la fe.

Ahora bien, muchas veces llevo dicho que la fe, raíz de toda justificación y condición fundamental de todo progreso en la vida sobrenatural, es la primera disposición para recibir el «fruto de la redención» de Cristo.

¿Cuál es, en efecto, para nuestras almas este fruto? Lo diré en dos palabras: es renacer a la vida divina de la gracia, y hacernos otra vez participantes de la adopción eterna, a la cual no llegamos si no es por la fe. Ella es la condición primera para llegar aser hijos de Dios- y recoger en su sustancia este fruto del árbol de la cruz: «Mas a cuantosle recibieron, les dio potestad de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre.., y que nacieronde Dios ».

La recepción de la Eucaristía nos une primeramente a la sagrada Humanidad de Cristo, y esta unión la realiza la fe. Cuando creéis que la Humanidad de Jesús es la humanidad del Hijo de Dios, la propia Humanidad del Verbo, y que en Él no hay más que una sola persona divina; cuando con toda la energía y plenitud de vuestra fe adoráis esta santa -Humanidad, por ella entráis en contacto con el Verbo, puesto que Ella es el camino que nos lleva a la divinidad.

Al darse Jesucristo a nosotros en la Sagrada Comunión, nos hace la misma pregunta que hizo a los apóstoles: « ¿Qué dicen los hombres de mí?». Nosotros debemosresponder con Pedro: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios Vivo» ». No veo más que un trocito de pan y un poquito de vino; pero Tú, que eres el Verbo, la Sabiduría eterna y la Verdad infinita, tienes dicho: «Éste es mi cuerpo, ésta es mi sangre.» Por haberlo dicho Tú mismo, yo te creo presente bajo estas humildes e ínfimas apariencias. Nada nos hablan los sentidos, sólo la fe nos hace penetrar hasta la realidad divina encubierta bajo los velos eucarísticos. La fe supla el defecto de los sentidos.

Y nuestro Señor nos dice como dijo al Centurión:
Sicut credidisti, fiat tibi: «hágase conforme a tu fe». Puesto que creéis que soy Dios, me entrego a vosotros con todos los tesoros de mi divinidad para enriqueceros con ellos y transformaros en mí; me doy a vosotros juntamente con las inefables relaciones de mi vida íntima de Dios.

Mas no sólo nos unimos con Cristo. Jesucristo no forma más que “una cosa con su Padre», uno en unión con el Espíritu Santo. La Comunión nos une al propio tiempo con el Padre y con el Espíritu Santo. Jesucristo, Verbo Encarnado, está entrañablemente unido con el Padre; así, cuando comulgamos, Él nos toma y nos une a su Padre, de igual modo que lo está Él mismo.

“Te ruego, Padre, decía Jesús en la última cena y después de haber instituido la Sagrada Eucaristía, te ruego no sólo por mis apóstoles, sino también por aquellos que han de creer en Mí por medio de su predicación. Ruego que todos sean una misma cosa, y que como Tú, ¡oh Padre!, estás en Mí y yo en Ti por identidad de naturaleza, sean así ellos una misma cosa en nosotros».

El Verbo nos une también con el Espíritu Santo, dado que en la adorabilísima Trinidad, el Espíritu Santo es el amor sustancial del Padre y del Hijo. Cristo nos le da, como se le dio a los apóstoles, para que nos dirija; nos comunica este Espíritu de adopción, el cual, al darnos ante todo testimonio de que somos hijos de Dios, nos ayuda con sus luces e inspiraciones a vivir «como hijos suyos El alma que acaba de comulgar es un verdadero santuario, porque la Eucaristía, al comunicarle el cuerpo y sangre de Cristo, le da además la divinidad del Verbo unido en Jesús con nudos indisolubles a la naturaleza humana; por el Verbo, el alma queda unida al Padre y al Espíritu en la indivisibilidad de su naturaleza increada. Al fijar en nosotros su morada la Trinidad, nuestra alma se convierte en el cielo, en donde se realizan las misteriosas operaciones de la vida divina.

De ese molo podemos ofrecer al Padre el Hijo de sus amores para que ponga de nuevo en Él sus complacencias, y podemos ofrecer a Jesús estas mismas complacencias del Padre, para que se renueven en su alma santísima los goces inefables que experimenté en el momento de la encarnación; podemos también pedir al Espíritu Santo que sea el lazo de amor que nos una con el Padre y el Hijo. Sólo la fe puede comprender algo de estas maravillas y penetrar en tan misteriosos arcanos: Mysterium fidei.

 

 

 

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