Y AHORA, PADRE, GLORIFICA A TU HIJO» (Ascensión)

Y AHORA, PADRE, GLORIFICA A TU HIJO»

(Ascensión)

JESUCRISTOresucitado, sólo permaneció cuarenta días con
sus discípulos; pero, como dice San León, «no los pasó ociosos». Jesús, en sus múltiples apariciones y conversaciones con sus apóstoles, «al hablarles del reino de Dios”llenó de gozo sus corazones, fortaleció la fe en su triunfo, en su persona y en su misión y les dio igualmente «sus últimas instrucciones” acerca del establecimiento y organización de la Iglesia.

Una vez cumplida su misión en la tierra, y llegada la hora de volver al Padre, “cual divino gigante que ha andado su carrera en la tierra”, vuela a disfrutar ya en toda su plenitud de los goces profundísimos de su maravilloso triunfo y a consumar con su Ascensión gloriosa a los cielos su vida en este mundo.

Entre las fiestas de nuestro Señor, me atrevería a decir que la Ascensión es en alguna manera la mayor, por ser la glorificación suprema de Cristo Jesús. La santa madre Iglesia llama a la Ascensión “admirable» y “gloriosa”, y en todo el Oficio de esta fiesta nos hace cantar las grandezas de este misterio.

Nuestro divino Salvador había pedido a su Padre que «le glorificase con aquella gloria que poseía su divinidad en los resplandores eternos de los cielos”. “Con la victoria de la resurrección comenzó a apuntar la aurora de la glorificación personal de Jesucristo»; su admirable ascensión señala su mediodía: «Fue elevado al cielo y se sentó a la diestra de Dios ». Es la glorificación divina de la humanidad de Cristo por encima de todos los cielos.

Digamos, pues, algo de esta glorificación, de las razones en que estriba, de la gracia especial que nos trae, todo lo cual parece resumirlo la Iglesia en la oración de la misa: «Concédenos, te lo rogamos, Dios Todopoderoso, que los que creemos que hoy subió al cielo tu Unigénito y Redentor nuestro, vivamos también con la mente en los cielos”.

Esta oración da cuenta en primer lugar de nuestra fe en el misterio, recordando los títulos de «Hijo único» y de “Redentor” que se predican de Jesucristo; luego indica la Iglesia los motivos de la exaltación de su Esposo a los cielos, y finalmente la gracia que lleva aneja el misterio para nuestras almas.

 

 

 

1. TRIUNFO DE JESÚS EN SU ASCENSIÓN A LA DIESTRA DEL PADRE

 

Se ha representado de un modo sensible y muy conforme a nuestra naturaleza el misterio de la Ascensión de Jesús, ya que contemplamos a la sacratísima Humanidad elevándose desde la tierra y volando visiblemente hacia los cielos.

Reúne Jesús por última vez a sus discípulos y condúcelos consigo a Betania, a la cumbre del monte de los Olivos; allí les encomienda otra vez la misión ce predicar por toda la tierra, prometiéndoles estar siempre con ellos por su gracia y por la virtud de su Espíritu; luego los bendice y se eleva por su propio poder divino y el de su alma gloriosa por encima de las nubes y desaparece a sus miradas.

Pero esta Ascensión material, tan real y maravillosa como aparece, es también símbolo de otra ascensión, cuyo final no presenciaron ni siquiera los apóstoles, ascensión más admirable todavía, aunque incomprensible para nosotros. Nuestro Señor sube “por encima de todos los cielos”,  sobrepasa a todos los coros de los ángeles, «sin detenerse hasta llegar a la diestra del Padre».

Ya sabéis que esta expresión “a la diestra del Padre» no es más que una figura y no hay que tomarla literalmente, pues Dios, como espíritu puro, no tiene nada corporal. Pero la Sagrada Escritura y la Iglesia  la emplean para iniciar los sublimes honores y el triunfo magnifico que se tributaron a Cristo en el santuario de la divinidad.

De igual modo, cuando decimos que Jesucristo «está sentado», queremos dar a entender que entró para siempre en posesión de aquel descanso eterno que le merecieron sus gloriosos combates, sin que dicho reposo excluya, no obstante, el ejercicio continuo de la omnipotencia que el Padre le comunica para regir, santificar y juzgar a todos los hombres.

San Pablo cantó en su carta a los Efesios, en términos grandiosos, esta glorificación divina de Jesús, diciendo: «Dios desplegó en la persona de Cristo la eficacia de su fuerza victoriosa, resucitándole de entre los muertos y colocándole a su diestra en los cielos, sobre todo principado y potestad y virtud y dominación y sobre todo nombre, por celebrado que sea, no sólo en este siglo, sino también en el futuro, y puso todas las cosas bajo sus pies y le constituyó cabeza y soberano de toda la Iglesia»».

De hoy más Jesucristo es y será para toda alma el único venero de salud, de gracia, de vida, de bendición, y su nombre, como dice el Apóstol, es tan grande, tan deslumbrador y tan glorioso, que “toda rodilla so doblará al oírlo así en el cielo como en la tierra y en los infiernos... y toda lengua publicará que Jesús vive y reina para siempre en la gloria de Dios Padre”.

Ved, si no, cómo desde aquella hora bendita «la innumerable muchedumbre de escogidos de la Jerusalén celestial, donde el Cordero inmolado es la luz eterna, arrojan sus coronas a sus pies, postrándose ante El, y proclamándole en nutrido coro, cuyas sinfonías semejan el ruido del mar, y que es digno de todo honor y de toda gloria, porque El es el principio y fin de su salvación y eterna felicidad».

Desde aquella hora, en toda la faz de la tierra, todos los días, durante la santa Misa, la Iglesia eleva desde sus templos sus súplicas y sus alabanzas, pues que en El está la fuente única de toda fortaleza y de toda virtud y El solo puede sostenerla en sus luchas. “Tú que estás sentado a la diestra del Padre, ten piedad de nosotros, pues sólo Tú eres santo; Tú, el único Señor, el único Altísimo, oh Jesucristo, junto con el Espíritu Santo en la gloria de Dios Padre.»

Desde aquella hora también, los príncipes de las tinieblas, a quienes Cristo ya vencedor arrancó para siempre su presa están presos de terror con sólo oír el nombre de Jesús, y se ven forzados a huir y abatir su orgullo ante el signo victorioso de su cruz.

Tal es la magnificencia del triunfo con que entró para siempre en el cielo l humanidad de Jesús el día de su admirable Ascensión.

 


2. MOTIVOS PRINCIPALES DE ESTA EXALTACIÓN MARAVILLOSA DE CRISTO: ES EL HIJO DE Dios, Y SE HA ABISMADO
EN LAS IGNOMINIAS DE LA PASIÓN

 

Ahora me preguntarais el porqué de esta exaltación suprema de Cristo, de esta gloria inconmensurable que fue como la herencia de su santa Humanidad.

Todas las razones pueden reducirse a dos principales:
la primera es que Jesucristo es el Hijo mismo de Dios, y la segunda, que, para rescatamos, se abismé en la humillación.

Jesús es Dios y hombre. Como Dios, llena cielos y tierra con su divina presencia; de modo que sube en cuanto hombre a la diestra del Padre. Mas como la Humanidad en Jesús está unida a la persona del Verbo, de ahí que es la Humanidad de un Dios, y, como tal, goza de plenísimo derecho para pretender la gloria divina en medio de los resplandores eternos.

Esta gloria la había mantenido Cristo velada y oculta durante su vida mortal, menos el día de la Transfiguración en que el Verbo quiso unirse a una humanidad flaca como la nuestra, pasible, sometida a las miserias, al sufrimiento y a la misma muerte.

Ya vimos cómo Jesús desde la aurora de su resurrección entró en posesión de aquella clarísima gloria, con la cual quedaba su santa Humanidad para siempre gloriosa e impasible, aunque morando todavía en un lugar corruptible, donde reina la muerte.

Para llegar a la cumbre y último ápice de esta gloria, necesitaba Jesús resucitado un lugar que correspondiese dignamente a su nuevo estado; su lugar propio eran las alturas del cielo, desde donde pudiesen ya irradiar en toda su plenitud su gloria y poder sobre toda la sociedad de los escogidos y redimidos.
Jesús, Hombre Dios, Hijo de Dios e igual a su Padre, tiene derecho a sentarse a su diestra y a participar con Él de la magnificencia de la gloria divina, de la felicidad infinita y de la omnipotencia del Ser Soberano».

La segunda razón de esta suprema glorificación consiste en que es una recompensa de las humillaciones sufridas por Jesús por amor a su Padre y por caridad para con nosotros. Al entrar Cristo en este mundo, como ya llevo varias veces repetido, se entregó enteramente al divino beneplácito del Padre: «Heme aquí que vengo a hacer, oh Dios mío, tu voluntad»; aceptó el llevar a cabo hasta su total realización todo el programa de humillaciones anunciadas, y apuré hasta las heces el cáliz amargo de dolores e ignominias sin cuento, anonadándose hasta la maldición de la cruz.

 ¿Por qué todo esto? “Para que sepa el mundo que
amo a mi Padre»,sus perfecciones y su gloria, sus derechos y voluntad. He ahí por qué: propter quod — notad las palabras empleadas por San Pablo, ellas indican la realidad del motivo —, «he aquí por qué Dios Padre glorificó a su Hijo, y por qué le ha sublimado por encima de todo cuanto existe: cielo, tierra e infierno».

Terminado el combate, suelen los príncipes de la tierra recompensar en medio de regocijos a los esforzados capitanes que defendieron sus prerrogativas, vencieron al enemigo y dilataron con sus conquistas los confines de su reino.

El día de la Ascensión, ¿no ocurrió algo de esto en el cielo, aunque con una magnificencia incomparable? Jesús había realizado fidelísimamente la obra que su Padre ¡ ¡ le había confiado: Quae placita sunt ei facio semper. Opus consummavi ; entregándose a los golpes de la justicia como víctima santa, bajó a incomprensibles abismos de dolores y oprobios.

Expiada ya y saldada nuestra deuda, desbaratados los poderes de las tinieblas y reconocidas las perfecciones del Padre, vengados sus derechos y abiertas de nuevo las puertas del cielo a todo el humano linaje, no podemos comprender el inefable gozo que sentiría el Padre eterno — osando así balbucear tales misterios— al coronar a su Hijo, después de la victoria ganada al príncipe de este mundo.

¡Qué alegría la de llamar a aquella santa Humanidad de Jesús a- gustar de los esplendores, felicidad y poderío de una eterna exaltación! Y tanto más cuanto que Jesús, ya a punto de consumar su sacrificio, pidió a su Padre esta gloria, que había de dilatar la gloria misma del Padre: «Padre, llegada es la hora: glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifiques « Sí, Padre mío, llegada es la hora: tu justicia está ya satisfecha por mi expiación; séalo igualmente por los honores que reciba tu Hijo, a causa del amor que te ha manifestado en medio de sus dolores. Padre soberano, glorifica a tu Hijo, afianza su reino en los corazones de cuantos le aman, reduce a su aprisco las almas que de Él se apartaron, atrae hacia Él a aquellas que, sepultadas en las tinieblas, aun no han llegado a conocerle! Glorifica a tu Hijo, para que Él, a su vez, te glorifique, manifestando tu Ser divino, tus perfecciones y tus deseos! »

Oíd ahora la respuesta del Padre: «Le he glorificado y le glorificaré todavía más». Y dice al mismo Cristo aquellas palabras solemnes y proféticas del salmista: «Tú eres mi Hijo... Pídeme y yo te daré por herencia las naciones... y tus dominios se extenderán hasta los últimos confines de la tierra... Siéntate a mi diestra hasta tanto que haga a tus enemigos servir de escabel a tus pies».

En las obras divinas brillan inefables y secretas armonías, cuyo sabor peculiar hechiza a las almas fieles. Notad aquí: ¿dónde comenzó Jesucristo su Pasión? Al pie del monte de los Olivos. Allí, durante tres horas largas y continuas, su alma santísima — que con la luz divina preveía la trama toda de su Pasión, las angustias y dolores que habían de constituir su sacrificio — se vió presa de mortal tristeza y abatimiento, de hastío, miedo y angustia.

Nunca jamás llegaremos a comprender la cruel agonía por que pasó el Hijo de Dios en el jardín de los Olivos; Jesús sufrió allí, en alguna manera, todos los dolores de la Pasión: «Padre, si es posible, aparta de mí este cáliz» ¿Dónde inauguró nuestro divino Salvador las alegrías de su Ascensión? Jesús, que es la Sabiduría eterna, que es todo uno con su Padre y el Espíritu Santo, quiso escoger, para volar a los cielos, la misma montaña que había sido testigo de sus congojas y agonías. Allí, en donde, a manera de torrente vengador, se cebó en Cristo la justicia divina, allí mismo le corona ahora de honor y gloria; y el lugar mismo que fue testigo de los más recios combates, es el teatro donde apunta la aurora de su incomparable triunfo. ¿No tiene sobrada razón, pues, nuestra Madre la Iglesia, para ensalzar y proclamar «admirable» la Ascensión de su divino Esposo?

 

 

3. GRACIA QUE NOS COMUNICA CRISTO EN ESTE MISTERIO: PENETRAMOS CON ÉL EN LOS CIELOS COMO MIEMBROS DE SU CUERPO MÍSTICO

 

Tal es el misterio de la Ascensión: sublime glorificación de Jesucristo por encima de toda criatura, a la diestra de Dios Padre.
«Salió Jesús del Padre” y «tomó a su Padre», después de haber terminado su misión en la tierra. «A manera de gigante que se lanza animoso a recorrer su camino» «salió de lo alto de los cielos», del santuario de la divinidad, y «se remonta a las más empinadas cumbres para gozar allí de la gloria, de la felicidad y del poder divino”.

Este triunfo, en lo que tiene propiamente de divino, es privilegio exclusivo de Cristo, Hombre Dios y Verbo encarnado, pues a Él solo, como Hijo de Dios y Redentor del género humano, le es debida esta gloria infinita. Por eso decía San Pablo: « ¿A quién de los Ángeles dijo Dios jamás: Siéntate a mi diestra?».

Idéntico pensamiento expresaba Nuestro Señor conversando con Nicodemo: «Nadie subió al cielo, decía Jesús, sino aquel que ha descendido del cielo, a saber, el Hijo del hombre que está en el cielo” Jesús es por su Encarnación el Hijo del hombre; mas al encarnarse sigue siendo el Hijo de Dios, que está siempre en el cielo.

Al descender del cielo desde el seno del Padre para vestirse de nuestra naturaleza, vuelve a subir allí Cristo como a lugar natural de su morada, puesto que a Él solo, como verdadero Hijo de Dios, le pertenece de pleno derecho subir de nuevo junto al Padre y participar de los sublimes honores de la Divinidad, a Él solo reservados.

¿Entraremos nosotros en los cielos, o bien quedaremos excluídos de aquella morada de gloria y de bienandanza? ¿No tendremos alguna parte en la ascensión de Jesús? Sí, por cierto; mas, como ya lo sabéis, entraremos en el cielo con Cristo y por medio de Cristo.

¿De qué modo? Por el bautismo, que nos hace hijos de Dios. Así lo declaró Nuestro Señor en la entrevista que tuvo con Nicodemo: «Quien no renaciere del agua y del Espíritu Santo, no puede entrar en el reino de Dios” Que es como si dijera: no es posible entrar en el cielo si no se renace de Dios; hay un nacimiento eterno en el seno del Padre, y éste es el mío; con pleno derecho me subo al cielo, por ser yo el propio Hijo de Dios, engendrado en los esplendores de los santos; pero hay también otros hijos de Dios y son «aquellos que nacen de Él» por el bautismo. Estos son los hijos de Dios, y por lo mismo «Sus herederos, como dice San Pablo, y a la vez «coherederos de Cristo, pues participan de su misma herencia eterna.

El bautismo, al hacernos hijos de Dios, nos hace asimismo miembros vivos de aquel cuerpo místico cuya Cabeza es Cristo. ¡En términos tan claros se expresa el Apóstol! «Vosotros sois el cuerpo de Cristo, y miembros cada uno por su parte”y con más viveza si cabe, dice también: « Nadie aborrece su propia carne; antes bien, la sustenta y cuida; vosotros mismos estáis formados de carne de Cristo y de sus huesos”.

Y como los miembros participan de la gloria de la Cabeza, y el gozo de la persona trasciende a todo su cuerpo, de ahí que participemos nosotros de todos los tesoros que Cristo posee, y sus alegrías, sus glorias y su dicha sean también nuestras.
¡Prodigio grande de la misericordia divina! «Rico es Dios, exclama el Apóstol, en misericordia; movido de la excesiva caridad con que nos amó, aun cuando estábamos muertos por los pecados, nos dio vida juntamente con Cristo (por cuya gracia vosotros habéis sido salvados), y nos resucitó con Él, y nos hizo sentar en los cielos con Él, para mostrar en los siglos venideros las abundantes riquezas de su gracia, en vista de la bondad usada con nosotros por amor de Jesucristo».

Así como todo lo que obra el Padre lo hace de igual modo el Hijo, Jesucristo lleva en pos de sí nuestra humanidad para que ocupe en el cielo la silla preparada. Ésta es la gran obra, la hazaña heroica de este gigante divino: volver a abrir con sus padecimientos las puertas del cielo cerradas a la humanidad caída y trasladarla consigo a los resplandores del cielo.

Cuando Jesucristo subió a los cielos, afirma San Pablo, toda una comitiva de Santos, que eran su glorioso trofeo, entró con Él en la gloria: Captivam duxit captivitatem. Pero estos justos, que hacían la escolta a Jesús en su triunfo, no son sino las primicias de la pingüe cosecha, ya que sin cesar suben al cielo almas que, hasta el día en que el reino de Cristo llegue al colmo de su plenitud, perpetuarán su Ascensión.

“La Ascensión de Cristo a los cielos es también la nuestra; la gloria de la cabeza es gran motivo de esperanza para el resto del cuerpo; en este día santo ya no sólo se nos ha dado la certeza de entrar en posesión de la gloria eterna, sino que también penetramos en las alturas del cielo con Jesucristo ».

“La astucia del enemigo nos había derribado del encumbrado sitial del cielo; el Hijo de Dios, incorporandonos a él nos ha colocado a la diestra de su padre». ¡ Qué cánticos, qué acciones de gracias no entonarán los Santos en loor del Cordero inmolado por los hombresl Qué ovaciones y adoraciones no harán sin cesar a Aquel que con indecibles tormentos compró su dicha eterna
No nos ha llegado aún la hora de esta glorificación; pero hasta unirnos al coro de los bienaventurados, debemos vivir con el pensamiento y fervorosos deseos en el cielo, donde Jesucristo, nuestra Cabeza, mora y reina por los siglos de los siglos.
Somos en la tierra huéspedes y extranjeros que caminamos en busca de la patria, como miembros de la ciudad de los santos y la casa de Dios; «por la fe y la esperanza debemos ya vivir en el cielo,como dice San Pablo.

Esta gracia es la que quiere la Iglesia que pidamos en dicha festividad: «¡Oh Dios Omnipotente, ya que creemos que vuestro Hijo úinico y Redentor nuestro subió hoy a los cielos, concédenos que también nosotros viva‘ mos con el pensamiento en el cielo. »

En la poscomunión de la misa pedimos «sentir los efectos invisibles de aquellos misterios de los que visiblemente participamos». Por la sagrada Comunión nos unimos a Jesús; al venir a nosotros, Nuestro Señor nos hace participantes en esperanza de la gloria de que Él está gozando «y nos da de ello una prenda segura» ».

Oh, le diremos, llévanos en pos de ti, Héroe magnánimo y poderoso: Trahe nos post te; danos el subir contigo a los cielos y habitar allí por la fe, la esperanza y la caridad! ¡Concédenos el desasimiento de todo lo terreno y caduco, para no buscar más que los bienes verdaderos y perdurables ! «Vivamos allá con el corazón, donde creemos que tu santa Humanidad subió corporalmente» .

4. SENTIMIENTO DE GOZO PROFUNDO QUE DESPIERTA EN NOSOTROS ESTA GLORIFICACIÓN DE JESÚS: “TU ESTO NOSTRUM GAUDIUM»

 

Múltiples son los sentimientos que la Ascensión de Jesús despierta en el alma fiel que la contempla con devoción, pues si bien es cierto que Cristo ya no merece más, su Ascensión tiene empero la virtud de producir eficazmente las gracias que significa o simboliza.

Ella robustece nuestra fe en la divinidad de Jesús; aumenta nuestra esperanza mediante la visión de la gloria de nuestro Señor, y, animándonos a la observancia de sus mandamientos, en la que estriban nuestros méritos, que son principio de nuestra futura bienaventuranza, hace que nuestro amor sea todavía más ardiente.

n la Ascensión de Cristo admiramos su triunfo magnífico y le agradecemos el que nos haya dado participación de este mismo misterio. «Elevando nuestras almas a las celestiales realidades, aviva en ellas el desapego de las cosas transitorias » nos da paciencia en las adversidades, pues, como dice San Pablo: «Si compartimos los padecimientos de Cristo, seremos también asociados a su gloria»

Hay, no obstante esto, dos sentimientos en los cuales quiero entreteneros unos breves instantes, porque brotan más espontáneos y abundosos de la contemplación piadosa de este misterio y son singularmente fecundos para nuestras almas: son los sentimientos de gozo y de confianza.

En primer lugar, ¿por qué gozarnos en este misterio?
Nuestro Señor mismo se lo decía a sus apóstoles antes de separarse de ellos: «Si me amaseis, os alegraríais de que vaya al Padre» . Otro tanto nos dice también a nosotros. Si le amamos, nos regocijaremos de su glorificación, nos gozaremos de que, terminada su carrera mortal, suba a la diestra del Padre, para ser ensalzado en lo más alto de los cielos, para gozar, acabados sus trabajos, sus dolores y su muerte, de un descanso eterno envuelto en gloria inconmensurable. Rodéale y compenétrale para siempre en el seno de la divinidad una dicha para nosotros incomprensible, puesto que le ha sido dado un poder supremo sobre toda criatura.

¿Cómo no gozar al ver que Jesús recibe del Padre todo aquello que en justicia se le debía? Mirad cómo nos invita la Iglesia en su liturgia a celebrar con alegría esta exaltación de su Esposo, nuestro Dios y Redentor nuestro.

Unas veces exhorta a los pueblos todos a demostrar su plena alegría en repetidos himnos: « ¡Aplaudid, naciones todas! ¡Alabad a Dios con voces de júbilo!» «Porque el Señor asciende entre aclamaciones, y las trompetas celebran su ida al nielo. ¡Cantad a nuestro Dios! ¡Cantad a nuestro Rey! ¡Cantad armoniosos salmos! Porque el Señor reina sobre las naciones, y está sentado sobre su santo trono» «Ensalzad al Rey de reyes, y cantad un himno a Dios.

Otras interpela a las potestades angélicas: «Levantad, oh príncipes de los cielos, vuestras puertas, para que entre el Rey de la gloria»: Maravillados, los ángeles se preguntan: “¿Quién es este Rey de la gloria?» «Es el Señor lleno de fuerza y poder, el Señor que manifiesta su brazo en las batallas.» Y los espíritus del cielo repiten: “¿Quién es, pues, ese Rey de la gloria?» “Es el Señor de los ejércitos, Él solo es el Rey de la gloria».

Finalmente, otras veces, en un lenguaje perfumado de poesía, la Iglesia se dirige al mismo Jesús, y le dice con el Salmista: «Ensálzate, oh Señor, por tu poder divino, porque nosotros cantaremos y ensalzaremos tus triunfos “Tu majestad resplandece en lo más alto de los cielos». « Has hecho de las nubes tu carroza, y andas sobre las olas de los vientos; revestido estás de luz y majestad; cubierto estás de luz, como de vestidura».

Alegrémonos muy de veras. Los que aman a Jesús sienten en sí un intenso y profundo gozo al contemplarle en el misterio de su Ascensión, al dar gracias al Padre por haber dispensado tal gloria a su Hijo, y al felicitar a Jesús por ser Él el objeto de esta disposición altísima y nunca vista.

Regocijémonos, además, porque este triunfo y esta glorificación de Jesús son también los nuestros. «Yo vuelvo a mi Padre, que es también vuestro Padre, a mi Dios y Dios vuestro».Jesús tan sólo nos precede, pues Él no se aparta de nosotros ni nos separa de Sí. Si entra en su glorioso reino, es “para prepararnos allí un sitial». Promete «volver un día para tomarnos» y sentarnos cabe Sí, y «hacer que estemos donde Él está».

 Por tanto, a estamos de derecho en la gloria y felicidad de Jesucristo, y en la realidad lo estaremos también algún día. Pues, «ano ha pedido a su Padre que donde Él esté estemos también nosotros? ». ¡ Oh qué poder el de esta oración y qué dulzura la de esta promesa!

Demos, pues, libertad a nuestro corazón para ir en busca de esta íntima y espiritual alegría; no hay nada que dilate » tanto nuestras almas como este sentimiento, nada quelas haga »correr con más generosidad por el camino de los mandamientos, de los mandamientos del Señor» ».

En estos días santos repitamos a menudo a Jesús las cálidas aspiraciones del himno de la fiesta:
« ¡ Sé Tú nuestra alegría, ya que algún día serás nuestro premio; y toda nuestra gloria en Ti vaya siempre cifrada por los siglos de los siglos!

 

 

 

5.INALTERABLE CONFIANZA QUE DEBE ANIMARNOS TAMBIEN EN ESTA SOLEMNIDAD: CRISTO PENETRA EN EL SANTO DE LOS SANTOS COMO PONTÍFICE SUPREMO Y CONTINÚA ALLÍ
COMO ÚNICO MEDIADOR

 

Debemos unir una firmísima confianza a esta profunda alegría. Esta confianza estriba principalmente en el crédito todopoderoso de Cristo cerca de su Padre, no ya sólo por ser Rey invencible que hoy inaugura su triunfo, sino también por ser Pontífice supremo que intercede siempre por nosotros, después de haber ofrecido a su Padre una oblación de valor infinito. Pues bien; esta mediación única, Jesús la comenzó más particularmente el día de su Ascensión gloriosa a los cielos.

Ahí tenéis un aspecto muy íntimo del misterio en el cual es muy conveniente pararnos unos momentos. San Pablo, que es quien nos le reveló en la Epístola a los Hebreos, le llama «inefable». Sin embargo de ello, voy a tratar, guiado por el gran Apóstol, de daros una idea. El Espíritu Santo nos haga comprender lo prodigiosas que son las obras divinas.

En primer lugar, San Pablo recuerda los ritos del sacrificio más solemne de la Antigua Alianza. Y ¿por qué este procedimiento? Sin duda porque él hablaba a los judíos y convenía hacerlo de modo que ellos le entendiesen.

Pero hay otra razón más profunda. ¿Cuál es? El mismo Apóstol nos la descubre. Es la relación íntima, establecida por Dios, entre el ceremonial antiguo y el sacrificio de Cristo. Y ¿cuál es esa relación?  
Dios, como sabéis, en su presciencia eterna abarca toda la serie de siglos; además, con su sabiduría infinita, dispone todas las cosas con medida y equilibrio perfectos.

Ahora bien, Él ha querido que los principales sucesos que han señalado la historia del pueblo escogido, y los sacrificios con qúe estableció la religión de Israel fuesen otros tantos tipos imperfectos y símbolos oscuros de las realidades grandiosas que debían suceder cuando el Verbo Encarnado apareciese en la tierra: «Estas cosas todas les acaecían figurativamente... » « Sombra de las cosas que habían de venir» ».

He ahí por qué el Apóstol insiste primero en el sacrificio de los judíos; y no lo hace tanto por el gusto de sentar una simple comparación para facilitar a sus Oyentes la inteligencia de su tesis, cuanto porque la’ antigua Alianza presagiaba, por sus medias luces, los esplendores de la nueva Ley fundada por Jesucristo.

Recuerda además San Pablo cuál era la estructura del templo de Jerusalén, planeado todo por el mismo Dios. Había en él, dice, un primer «tabernáculo», llamado el Santo, adonde entraban de continuo los sacerdotes para el servicio del culto; detrás del velo estaba el altar de oro para’ el incienso y el arca de la alianza».

El Santo de los Santos» era el lugar más augusto de la tierra y el centro hacia el cual convergía todo el culto de Israel. Hacia él volaban los pensamientos y se elevaban las manos de todo el pueblo judío. ¿Por qué así? Porque Dios había puesto allí su morada especial, y prometido atener fijos en él sus ojos y su corazón»;allí recibía Él los homenajes, bendecía los Votos y atendía las súplicas de Israel y entraba, como en estrecho contacto, con su pueblo.

Mas este contacto, como también lo sabéis, no se establecía sino por mediación del gran sacerdote. Era, en efecto, tan temible la majestad de este tabernáculo, donde Dios habitaba, que solamente el sumo pontífice de los judíos podía penetrar en él, estando prohibida la entrada a todos los demás, bajo pena de muerte.

El pontífice entraba allí revestido de los hábitos pontificales, llevando sobre su pecho el misterioso «racional», hecho de doce piedras preciosas, en las que se veían grabados los nombres de las doce tribus de Israel: sólo de esta manera simbólica el pueblo tenía acceso al «Santo de los Santos».

Además, el mismo sumo sacerdote no podía salvar el velo de este tan santo tabernáculo sino una vez al año, y aun antes debía inmolar, fuera, dos víctimas, una por sus pecados y la otra por los pecados del pueblo, rociando con sangre el propiciatorio, donde reposaba la majestad divina, mientras que los levitas y el pueblo llenaban el atrio. Este solemne sacrificio, por el que el gran sacerdote de la religión judía ofrecía a Dios, una vez al año, en el Santo de los Santos, los homenajes de todo su pueblo y la sangre de las víctimas por el pecado, constituía el supremo y más augusto acto de su sacerdocio.

Sin embargo, como os dije ya, conforme al pensamiento de San Pablo, «todo esto no era más que figuras» «. Y cuántas imperfecciones no envolvían estos símbolos! Este sacrificio podía tan poco, que era preciso renovarlo cada año; el pontífice era tan imperfecto que carecía del poder de abrir la entrada del santuario al pueblo que representaba; como quiera que él mismo sólo podía penetrar en él una vez al año, y esto protegido, por decirlo así, por la sangre de las víctimas ofrecidas por sus propios pecados.

¿En dónde están las realidades? ¿Dónde el perfecto y único sacrificio que reemplazará para siempre estas ofrendas vulgares e impotentes? Estas las encontramos en Jesucristo; con qué plenitud tan cabal y perfecta! Jesucristo, dice San Pablo, es el pontífice supremo, pero un «pontífice santo, inocente, apartado de los pecadores y encumbrado sobre los cielos, « « entra en un tabernáculo no hecho por mano de hombre», sino «en los cielos», en el santuario de la divinidad entra allí, como el gran sacerdote, llevando la sangre de la víctima.

¿Cuál es esta víctima? ¿Acaso serán animales como en la Antigua Alianza? Oh! no, esta sangre es «su propia sangre»,  sangre preciosa y de valor infinito, vertida «afuera», es decir, en la tierra, y derramada por los pecados, no ya sólo del pueblo de Israel, sino de todo el género humano; penetra por entre el velo, esto es, por su santa humanidad; «por medio de este velo es como se nos ha abierto en lo sucesivo el camino del cielo”; finalmente,  entra, no ya una vez al año, sino «una vez para siempre“; pues siendo su sacrificio perfecto y de, valor infinito, es «único y basta para procurar siempre la perfección a aquellos que quiere santificar».

Mas Cristo no ha entrado solo; y precisamente por esto, la obra divina resulta más admirable, y la realidad excede a toda figura. Nuestro pontífice nos lleva consigo, no de una manera simbólica, sino, en realidad de verdad, porque somos sus miembros, su «plenitud», como dice el Apóstol.

Antes de Él era imposible la entrada en los cielos, lo cual estaba simbolizado por el temible entredicho de traspasar el velo del «Santo de los Santos”; el Espíritu Santo nos declara esto, como dice San Pablo.

Empero Jesucristo con su muerte ha reconciliado la humanidad con su Padre, y rasgado con sus llagadas manos el decreto de nuestra expulsión;ahí tenéis por qué, al expirar l se dividió en dos partes el velo del templo. ¿Qué significaba esto? Significaba que la Antigua Alianza firmada con el pueblo judío había llegado a su fin, que los símbolos dejaban el lugar a una realidad más grande y eficaz, y que Cristo nos volvía a abrir las puertas del cielo y nos devolvía la herencia eterna antes perdida.

Cristo, Pontífice supremo del género humano, en el día de su Ascensión nos lleva consigo a los cielos, en derecho y esperanza.
No olvidéis jamás que sólo por Él podemos entrar allí; ningún hombre penetra en el “Santo de los Santos” sino con Él; ninguna criatura puede gozar de la eterna felicidad sino a continuación de Jesús; el precio de sus méritos es el que nos alcanza la bienaventuranza infinita. Toda la eternidad le estaremos diciendo: « ¡ Oh Jesucristo, por Ti y por tu sangre derramada por nosotros, nos vemos en presencia de Dios; tu sacrificio y tu inmolación nos merecen continuamente nuestra gloria y nuestra dicha; a Ti, Cordero inmolado, todo honor, toda alabanza y toda acción de gracias!”

Hasta tanto que Jesucristo venga a buscarnos, como lo ha prometido, «nos prepara un lugar», y sobre todo, nos ayuda con su intercesión. Porque ¿qué hace este pontífice supremo en los cielos? San Pablo nos responde que ha entrado en el cielo « a fin de estar ahora por nosotros presente ante Ja majestad de Dios». Su sacerdocio es eterno, y, por ende, eterna es también su mediación.

¡Qué poder infinito el de su crédito! Allí está delante de su Padre, presentándole sin cesar su sacrificio, que recuerdan las cicatrices de sus llagas, que para eso ha querido conservar; allí está conviviendo siempre para interceder por nosotros».

Pontífice siempre atendido, repite en favor nuestro la oración sacerdotal de Ja cena: «Padre, por ellos ruego... Ellos están en el mundo... Guarda a los que me habéis dado... Ruego por ellos para que tengan en Sí mismos la plenitud de la alegría... Padre, es mi voluntad que allí donde yo estoy se encuentren ellos conmigo, para que vean la gloria que me habéis dado.., y que el amor con que me habéis amado también sea con ellos y que yo mismo esté en ellos».

¿Cómo no van a despertar en nosotros confianza estas sublimes verdades de nuestra fe? Almas de poca confianza. Con esto, ¿qué podemos temer, o qué no podremos esperar? ¡Jesús ora siempre por nosotros! «Si como decía San Pablo, antiguamente la sangre imperfecta de las víctimas de animales purificaba la carne de aquellos que con ella eran rociados; la sangre de Cristo, que se ofreció a sí mismo sin mancilla a Dios, ¿no será capaz de purificar nuestra conciencia de las obras del pecado, para así poder nosotros servir al Dios viviente.

Tengamos, pues, una absoluta confianza en el sacrificio, méritos y oración de nuestro pontífice. Penetró hoy en los cielos e inaugura su incesante mediación con su triunfo; es el Hijo muy amado en quien el Padre tiene todas sus delicias. Pues, ¿cómo dejará de ser oído después de haber manifestado con su sacrificio tal amor a su Padre? «Fue escuchado por razón de su reverencias”.

Oh Padre!, considera a tu Hijo; mira sus llagas, y concédenos por Él y en El estar algún día donde Él está, para que asimismo por Él, en Él y con Él os rindamos todo honor y gloria.

 

 

 


6. APOYÉMONOS EN CRISTO A FIN DE «PRESERVARNOS DEL MAL» EN MEDIO DE LAS TRISTEZAS Y PRUEBAS DE LA VIDA
PRESENTE

 

Al acercaros estos días santos a la Comunión, dad en vuestra alma libre entrada a estos pensamientos de alegría y confianza.
Uniéndoos a Jesucristo, os incorporáis a Él, Él está en vosotros y vosotros en Él, estáis en presencia del Padre eterno. Sin duda vuestros ojos no le ven, mas por la fe sabéis que estáis en presencia de Dios con Jesús que os presenta a Él; que estáis con Él en el seno del Padre, en el santuario de la divinidad. Ahí está para nosotros la gracia profunda de la Ascensión: participar, por la fe, de la inefable intimidad que Jesucristo posee en el cielo con su Padre.

En la vida de Santa Gertrudis se dice que un día, en la solemnidad de la Ascensión y al recibir de mano del sacerdote la hostia santa, oyó a Jesús que le decía: cc Heme aquí; vengo, no para decirte adiós, sino para llevarte conmigo a la presencia de mi Padre”.

Nuestra alma, apoyada en Jesús, es poderosa, porque Cristo la ha hecho copartícipe de todas sus riquezas y tesoros. « ¿Quién es ésta que sube del desierto, rebosando en delicias, apoyada en su amado?» No temamos, pues, jamás acercamos a Dios, a pesar de nuestras miserias y flaquezas; podemos estar siempre, con la gracia del Salvador y acompañados de Él,en el seno de nuestro Padre celestial.

Apoyémonos en jesucristo, no sólo en la oración, sino en todo lo que obramos, y entonces seremos fuertes. Sí, «sin Él nada podemos» “con Él lo podemos todo» » Encontramos en Él, además de la fuente de una gran confianza, el más eficaz motivo de la paciencia y de la fidelidad en medio de las tristezas, reveses, pruebas y penalidades que forzosamente nos han de salir al paso mientras vivamos en este destierro.

Momentos antes de acabar Jesús su vida mortal, dirige a su Padre una conmovedora oración por sus discípulos a quienes iba pronto a dejar: “Padre Santo, cuando estaba con ellos, Yo mismo los guardaba; ahora que vuelvo ¡unto a Ti, Yo te ruego, no que los saques de este mundo, sino que los libres de todo mal».

Qué solicitud tan divina revela esta oración! Nuestro Señor la pronunció por todos nosotros, y la Iglesia, que siempre entra en los sentimientos de su Esposo, en ella se ha inspirado para la «secreta» de la misa de la Ascensión: «Recibe, Señor, los dones que te ofrecemos en memoria de la gloriosa Ascensión de tu Hijo; dígnate librarnos de los peligros de la presente vida y haz que lleguemos a la vida eterna, por el mismo Jesucristo, Señor nuestro.

 ¿Por qué la Iglesia tomó de nuevo esta oración de Jesús? Porque se cruzan siempre estorbos que nos impiden ir a Dios, y estos tropiezos se resumen todos en el pecado que de Dios nos aparta. Nuestro Señor pide que seamos librados del mal, es decir, del pecado, el cual nos enemista con su Padre celestial y es el único verdadero mal.

Abandonados a nosotros mismos, a nuestra fragilidad natural, somos incapaces de salvar estos escollos; pero lo podremos si nos apoyamos en Cristo. Él sube hoy al cielo, vencedor de Satanás y del mundo. “Tened confianza: yo he vencido al mundo» « El príncipe de este mundo no tiene en mí nada que le pertenezca»  Penetra como pontífice omnipotente en el divino santuario. “Se presentó... con el sacrificio de sí mismo».

Por la Comunión, Nuestro Señor nos hace partícipes de su poder y de su triunfo. Ésa es la razón por la que debemos unirnos tanto en Él. Con Cristo y ofreciendo a su Padre sus méritos, no hay tentaciones invencibles, ni dificultad insuperable, ni adversidad sin consuelo, ni alegría insensata de que no podamos desasimos. Hasta tanto que gocemos con Jesús en los cielos, o más bien, que nos traiga Él hacia Sí, puesto que « nos prepara allí un lugar”, vivamos aquí confiados en el ilimitado poder de su oración y crédito, con la esperanza de compartir un día su felicidad, con la caridad que nos entrega alegre y generosamente al entero cumplimiento de sus voluntades y deseos; de este modo participaremos plenamente de este admirable misterio de la gloriosa Ascensión de Jesús. También nosotros tengamos nuestra mente en los cielos.

 

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