1.- RAZONES DE LA VENIDA DEL ESPÍRITU SANTO SOBRE LOS APÓSTOLES DESPUÉS DE LA ASCENSIÓN

1.- RAZONES DE LA VENIDA DEL ESPÍRITU SANTO SOBRE LOS APÓSTOLES DESPUÉS DE LA ASCENSIÓN

 

Llegamos así a la razón profunda por la cual decía Jesús a sus discípulos: “Cuando yo me vaya os enviaré el Espíritu Santo”. Porque su humanidad nos había merecido este don divino al ser exaltada en los cielos. Así, cuando fue glorificada, nos envió su mismo Espíritu. Esta exaltación de la Humanidad de Jesús no fue cabal y perfecta hasta el día de la Ascensión. Sólo entonces fue cuando entró definitivamente en posesión de la gloria que le pertenecía por el doble título de Humanidad unida al Hijo de Dios y de Víctima ofrecida al Padre para merecer toda gracia a las almas.

Sentada la Humanidad del Verbo Encarnado a la diestra del Padre en la gloria de los cielos, será así asociada a la «misión» que del Espíritu Santo harán el Padre y el Hijo. Ahora comprenderemos por qué Nuestro Señor mismo decía a sus apóstoles: «Os conviene que yo me vaya; pues si yo no me fuere, no os enviaré el Espíritu; mas si me voy a mi Padre, os lo enviaré. » Como si dijera: Os he merecido esta gracia por mi Pasión; mas para que os sea dada es menester que yo sea glorificado, y que mi Padre me dé la gloria que me corresponde; cuando me siente a su derecha, entonces os enviaré el Espíritu de consolación.

Los Padres de la Iglesia añaden otra razón relativa a los discípulos.

Jesús dirigía cierto día a los judíos estas palabras: «Del seno de Aquel que cree en mí manarán ríos de agua viva.» Al apuntar esta promesa el evangelista San Juan añade que Cristo «dijo esto por el Espíritu que habían de recibir los que en Él creyesen; pues aun no se había dado el Espíritu Santo, porque Jesús todavía no estaba en su gloria».

 La fe era, pues, como la fuente y el canal por donde había de venir el Espíritu Santo a nosotros. Por consiguiente, mientras vivía Jesucristo en la tierra, la fe de los discípulos era imperfecta. No sería cumplida, no podría desarrollarse en toda su plenitud, hasta que la Ascensión retire de sus miradas la presencia corporal de su divino Maestro. «Tú has creído — decía Jesús a Tomás después de su resurrección — porque me has visto; bienaventurados los que creyeron sin yerme».

 «Después de la Ascensión, la fe de los discípulos quedó más ilustrada e irá a buscar a Cristo más lejos, más arriba, sentado junto al Padre e igual al Padre». El ser la fe de los apóstoles, después de la Ascensión, más pura, más interior, más eficaz, más ardiente, fue la causa de que «ríos de agua viva» se derramasen sobre ellos con tal impetuosidad.

Sabemos, en efecto, con cuánta largueza cumplió Jesús su divina promesa, y cómo, diez días después de la Ascensión, el Espíritu Santo, enviado por el Padre y el Hijo, descendió sobre los apóstoles, reunidos en el Cenáculo; y también sabemos con qué abundancia de gracias y carismas se infundió este Espíritu de verdad y de amor en el alma de los discípulos.

¿Cuál fue, efectivamente, la obra del Espíritu Santo en el alma de los apóstoles el día de Pentecostés? Para comprenderla bien, debo recordaros primeramente la enseñanza de la Iglesia acerca del carácter de las obras divinas. Ya sabéis que en la vida sobrenatural y de la gracia lo mismo que en las obras de la creación natural, todo cuanto es producido fuera de Dios, en el tiempo, es realizado por el Padre, juntamente con el Hijo y el Espíritu Santo, sin distinción de Personas. Las tres Personas obran entonces en la unidad de su naturaleza divina. La distinción de Personas no existe más que en las comunicaciones incomprensibles que constituyen la vida íntima de Dios en sí mismo.

Pero, a fin de hacernos recordar más fácilmente estas revelaciones sobre las Personas divinas, la Iglesia, en su lenguaje usual, atribuye especialmente tal o cual acción a una de las tres divinas Personas, por razón de la afinidad que existe entre esta acción y las propiedades exclusivas por las que se distingue esta Persona de las otras.

Así, el Padre es el primer principio, que no procede de ningún otro, y del cual proceden el Hijo y el Espíritu Santo. Razón por la cual la obra que indica el origen primero de todas las cosas, la Creación, le es especialmente atribuida. ¿Sólo el Padre es creador? No, ciertamente, porque el Hijo y el Espíritu Santo crean al mismo tiempo que el Padre y en unión con Él.

Pero hay entre la propiedad, particular del Padre, de ser el primer principio en las comunicaciones divinas y la obra de la Creación, una afinidad, en virtud de la cual la Iglesia puede, sin error doctrinal, atribuir especialmente la Creación al Padre.

El Hijo, el Verbo, expresión infinita del pensamiento del Padre, es considerado principalmente como Sabiduría. Las obras en que resalta, sobre todo esta perfección, el orden admirable del Universo, por ejemplo, se atribuyen al Hijo de un modo peculiar.

En realidad de verdad, «ésta es la sabiduría, que procede de la boca del Altísimo y abarca y fija todas las cosas en un equilibrio perfecto, con tanta fuerza como suavidad”.

La Iglesia aplica la misma ley al Espíritu Santo. ¿Qué papel desempeña Éste en la adorable Trinidad? Es el término, el remate supremo, la consumación de la vida en Dios; Él cierra el ciclo íntimo de las operaciones admirables de la vida divina. Por este motivo, y para que nos acordemos de esta propiedad, que le es personal, la Iglesia le atribuye especialmente todo lo que, en la obra de la gracia y de la santificación, se relaciona con el fin, el coronamiento, la consumación; es el artista divino, que lleva la obra a perfecto remate: “Eres el dedo de la diestra de Dios».

La obra atribuida al Espíritu Santo, en la Iglesia como en las almas, es la de conducir a su fin, a su término, a su perfección última, la incesante tarea de la santificación. Contemplemos ahora, por unos momentos, las operaciones divinas del Espíritu Santo en el alma de los apóstoles.

Las llenó de verdad. Me diréis al punto: ¿No lo había hecho ya Cristo Jesús? Oh!, sin duda que sí. Él mismo lo publicaba: “Yo soy la verdad» ». Había venido a este mundo para dar testimonio de la verdad », y sabemos, también por El, que cumplió enteramente su misión.

Mas ahora que Él ya no está con sus apóstoles, el Espíritu Santo es quien va a ser su maestro interior. «No hablará de lo suyo», decía Jesús, queriendo significar de este modo que el Espíritu Santo, procediendo del. Padre y del Hijo y recibiendo de ellos la vida divina, nos daría la verdad infinita que Él recibe por su procesión inefable. «Os dirá todas las cosas que ha oído, esto es, todas las verdades… osrecordará cuanto yo os tengo enseñado…«me dará a conocer a vosotros… os mostrará cuán digno soy de toda gloria”.

¿Qué más? “Los apóstoles no deberán preocuparse de indagar lo que han de contestar cuando los judíos los hagan comparecer ante los tribunales y les prohíban predicar el nombre de Jesús; el Espíritu Santo es quien les inspirará sus respuestas». Y así «podrán dar testimonio de Jesús».

Siendo la lengua, órgano de la palabra, la que da testimonio de que la predicación del nombre de Jesús tiene que extenderse por el mundo, este Espíritu desciende visiblemente, el día de Pentecostés, sobre los apóstoles en forma de lenguas. Pero estas lenguas son lenguas de fuego.

Y ¿por qué así? Porque el Espíritu Santo viene a henchir de anwr los corazones de los discípulos. Es el amor personal, subsistente, de la vida en Dios. Es también como el soplo, la aspiración del amor infinito, de donde recibimos la vida. Se cuenta en el Génesis que Dios «inspiró la vida en la materia formada del limo de la tierra”. Este soplo vital era símbolo del Espíritu, al cual debemos la vida sobrenatural. En el día de Pentecostés traería tal abundancia de vida a la Iglesia entera, que, para significarla, “vino un ruido venido del cielo, semejante a un viento huracanado, llenó la casa en donde se encontraban reunidos los apóstoles».

Al bajar sobre ellos el Espíritu Santo les infundió este amor que es Él mismo. Preciso es que los apóstoles ardan en amor divino al predicar el nombre de Jesús, y así prenda el amor de su Maestro en el alma de sus oyentes; es menester que su testimonio, dictado por el Espíritu Santo, esté tan lleno de vida que arrastre al mundo entero en seguimiento de Jesucristo.

Este amor, ardiente como el fuego, poderoso cual viento de tempestad, es aún necesario en los apóstoles para poder afrontar los peligros predichos por Cristo, cuando tengan que predicar su santo nombre: el Espíritu les colmará de fortaleza.

Ved a San Pedro, príncipe de los Apóstoles. La víspera de la Pasión de Jesús promete seguirle hasta la muerte; mas, la misma noche, a la voz de una criada, niega a su divino Maestro; jura que «él no conoce a semejante hombre» ».

Contempladle ahora en el día de Pentecostés. Ese día anuncia a Cristo a millares de judíos; les da en rostro con libertad apostólica el haberle crucificado; da testimonio de su resurrección, y los exhorta vivamente a hacer penitencia y a recibir el bautismo ». Ya no es el discípulo medroso que se espanta del peligro y « se man- tiene a distancia», sino el testigo que proclama a la faz de todo el mundo, con voz firme y resuelta, que Cristo es el Hijo de Dios.

¡Qué fuerza en las palabras de Pedro! No es ya ni conocido. La virtud del Espíritu Santo le tiene enteramente trocado; de hoy, más el amor a su Maestro será fuerte y generoso. Nuestro Señor mismo había predicho este cambio momentos antes de subir a los cielos, al decir a sus discípulos: « Quedaos en Jerusalén hasta tanto que seáis revestidos de lá fortaleza de lo alto».

Observad todavía a este mismo Pedro y a los otros apóstoles pocos días después del fausto acontecimiento. He aquí que los judíos empiezan a inquietarse oyendo las palabras y viendo los milagros que realizan, y las conversiones que hacen en el nombre de Jesús. Los príncipes de los sacerdotes y los saduceos que mataron a Jesús, llaman a sus discípulos y les intiman que por ningún concepto prediquen al Salvador.

¿Cuál es su respuesta? «No podemos, dicen, obedeceros en esto, no podemos menos de dar testimonio de lo hemos visto y oído» Pero ¿quién les mueve las lenguas para que así hablen los que, la noche de la Pasión, abandonaban a Jesús; los que, aun después de la Resurrección, «permanecían ocultos, cerradas las puertas, por el pavor que les inspiraban los judíos»? «. Es el Espíritu de verdad, el Espíritu de amor, el Espíritu de fortaleza.

Porque su amor a Cristo es fuerte, por eso se entregan por Él a los tormentos. Pero viendo Los judíos que los apóstoles no hacían caso alguno de su veto, les hacen comparecer ante. el tribunal; mas Pedro declara en nombre de todos, que «es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres ».

Sabéis lo que hicieron entonces los judíos. Para cerciorarse de su constancia, mandaron azotar a los apóstoles, antes de ponerlos en libertad. Pero notad lo que añade el escritor sagrado. «Al salir del tribunal, dice, estaban los apóstoles contentísimos por haber sido hallados dignos de sufrir aquel ultraje por el nombre de Jesús».

¿De dónde les venía a los apóstoles esta alegría en los dolores y las humillaciones? Del Espíritu Santo, porque si es Espíritu de fortaleza, es también Espíritu de consolación. «Rogaré a mi Padre, les había dicho Jesús, y Él os dará otro Consolador» Cristo Jesús, ¿no es ya un consolador? Sin duda que sí. ¿Pues no nos tiene dicho Él mismo: «Venid a mí todos los que andáis agobiados y yo os aliviaré”.

¿No es Él «un pontífice, como dice San Pablo, que sabe condolerse de nuestras miserias, porque Él también sabe lo que es el dolor»? ». Mas este divino Consolador tenía que desaparecer de los ojos carnales de los discípulos, y por eso rogaba a su Padre que les enviase otro Consolador, igual a Sí mismo y Dios como Él.

Por ser el Espíritu de Verdad, sacia este Consolador las necesidades de nuestra inteligencia, por ser el Espíritu de
amor, colma las ansias de nuestro corazón, por ser el Espíritu de fortaleza, nos sostiene en los trabajos, en las pruebas y enjuga nuestras lágrimas. El Espíritu Santo es el Consolador por excelencia.

Consolator optime, dulcis hospes animae, Dulce refrigerium! ».

i Oh! « ¡ Ven a nosotros, padre de los pobres, distribuidor de los dones celestiales, consolador lleno de bondad, dulce huésped del alma, ayuda llena de suavidad! »

 

 

 

4. LOS DISCÍPULOS REUNIDOS EN EL CENÁCULO, REPRESENTAN TODA LA IGLESIA

 

El Espíritu Santo vino por nosotros, ya que la asamblea del Cenáculo representaba a toda la Iglesia; y viene para «permanecer siempre con ella», conforme a la promesa de Jesús.

El día de Pentecostés descendió visiblemente sobre los apóstoles; desde aquel día comenzó a dilatarse la Iglesia por todo el mundo e implantando por doquier el reinado de Jesús. El Espíritu Santo es quien gobierna ese reino juntamente con el Padre y el Hijo. Él es igualmente quien perfecciona en las almas la obra de santidad comenzada por la Redención y desempeña en la Iglesia el mismo servicio que el alma en el cuerpo. Es el espíritu que anima y vivifica a la Iglesia, que defiende su unidad, aun cuando su
acción produzca efectos múltiples y variados; es el espíritu que la robustece y la hermosea en gran manera.

Considerad, si no, el torrente de gracias y carismas con que inunda a la Iglesia al día siguiente de Pentecostés. Leemos en los Actos de los Apóstoles, que son la historia de los albores de la Iglesia, que el Espíritu Santo descendía de un modo visible sobre los que se bautizaban, y los colmaba de preciadísimos carismas.

Enumera con particular complacencia San Pablo estas maravillas, diciendo: « Hay diversidad de dones, aun cuando procedan de un mismo Espíritu; se dan a cada cual, para utilidad común de toda la Iglesia. Así, que el uno recibe del Espíritu Santo el don de hablar con mucha ciencia, otro el don de sabiduría, éste el don de una fe extraordinaria, otro la gracia de curar enfermedades, otro el poder de obrar milagros, quién el don le profecía, quién el discernimiento de espíritus, o bien el hablar varios idiomas e interpretarlos. » Luego añade: «Mas todas estas cosas las causa el mismo e indivisible Espíritu, quien produce todos estos dones y los distribuye a cada cual según le place».

El Espíritu Santo, prometido y enviado por el Padre ypor el Hijo, es quien comunicaba esta plenitud e intensidad de vida sobrenatural a los primeros cristianos; con ser de diferentes razas y condición, eso no obstante, no tenían más que «un solo corazón y una sola alma”,merced al Espíritu Santo que habían recibido.

Después permanece el Espíritu Santo en la Iglesia, de un modo constante e indefectible, influyendo sin cesar en su vida y santidad. Él la hace infalible en la verdad: «Cuando viniere el Espíritu de verdad, decía Jesús, os enseñará toda verdad» y os preservará de todo error.

El da a la Iglesia esa fecundidad sobrenatural y maravillosa y hace que nazcan y se desarrollen en las vírgenes, mártires y confesores todas aquellas virtudes heroicas, que son una de las notas de la santidad. En una palabra, el Espíritu es quien trabaja allá en el interior de las almas, mediante sus inspiraciones, para que la Iglesia, que Él conquistó a costa de su sangre, sea «pura y sin mancilla», digna de ser presentada por Jesucristo a su Padre el día del triunfo final.

Nótese que esta acción interior del Espíritu Santo es una acción continua. Pentecostés no ha terminado en realidad, aunque sí en su forma histórica, como misión visible, no cabe duda. Su virtualidad perdura siempre; la gracia de Pentecostés permanece. La gracia que comunica y la misión del Espíritu Santo en las almas, no por ser ya invisible, es menos fecunda.

Mirad qué oración eleva la Iglesia el día de la Ascensión, después de haber celebrado la glorificación de su divino Esposo y gozado de su triunfo: «Oh, Rey de la gloria y Señor de las virtudes, que subiste hoy triunfante por encima de todos los cielos, no nos dejes huérfanos, sino envíanos el prometido del Padre, el Espíritu de verdad».

Oh Pontífice todopoderoso! Ahora que estás sentado a la diestra de tu Padre y que gozas de merecidísimo triunfo y de inmenso crédito, ruega al Padre, según nos lo tienes prometido, que nos envíe otro Consolador.

Bien merecida nos tienes esta gracia por los trabajos y dolores de tu Humanidad. El Padre, seguramente, te ha de escuchar por ser su Hijo muy amado y porque te ama. Él mismo enviará, juntamente contigo, el Espíritu que nos prometió cuando dijo: «Derramaré el Espíritu de gracia y de oración sobre todos los moradores de Jerusalén. »

Envíanosle para que more eternamente con nosotros! Ora la Iglesia como si la festividad de Pentecostés debiera renovarse para nosotros, y luego, el día mismo de Pentecostés, multiplica sus alabanzas al Espíritu Santo en armonioso y rico lenguaje, y no se causa de invocarle, empleando los más tiernos y regalados afectos: «Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor .

Ven y envíanos desde lo alto un rayo de tu luz. ¿ Oh luz beatísima!, alumbra con tu claridad lo más recóndito de los corazones de tus fieles. Fuente viva, fuego abrasador, ven ya con tu amor y espiritual unción. Ilumina nuestro espíritu con tu luz, derrama la caridad en nuestros corazones, robustece nuestra flaqueza con tu incesante fortaleza».

Si la Iglesia, nuestra Madre, excita tales deseos en nuestras almas y pone tales plegarias en nuestros labios, no es tan sólo para conmemorar la misión visible que tuvo lugar en el Cenáculo, sino también para que se renueve interiormente en todos nosotros ese mismo misterio.

Repitamos con la Iglesia aquellos fervientes suspiros, y pidamos sobre todo al Padre celestial que se digne enviarnos su Espíritu. Mediante la gracia santificante somos ya sus hijos, y esta cualidad de hijos le mueve a colmarnos de sus dones, y porque nos ama como a hijos, nos da su Hijo, el cual en la Comunión es « el pan de los hijos”.

Por eso mismo nos envía también su Espíritu, que es la dádiva más perfecta: El don del Dios altísimo ¿Qué nos dice de esto San Pablo?: “Porque sois hijos, ha enviado Dios a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo»,  que es el Espíritu del Hijo, porque procede del Hijo así como del Padre, y es el Hijo quien le envía juntamente con el Padre.

Por eso cantamos en el Prefacio de Pentecostés: «Es verdaderamente digno y justo... que te demos gracias, ¡oh Señor santo, Padre todopoderoso, Dios eterno, por medio de Cristo nuestro Señor!, el cual, habiendo subido por encima de los cielos y estando sentado a tu diestra, derramé en este día sobre sus hijos adoptivos el Espíritu Santo que les tenía prometido”.

Así que el Espíritu Santo es don otorgado a todos los hijos adoptivos, a todos aquellos que son hermanos de Jesús por medio de la gracia santificante. Y por ser don divino que contiene en sí todos los dones más preciados de vida y de santidad, su efusión en nosotros, que fué tan abundante el día de Pentecostés, es «fuente de gozo que inunda de alegría al mundo entero »

 

 

5. ACTUACIÓN DEL ESPÍRITU SANTO EN NOSOTROS Y NUESTROS  DEBEBRES PARA CON ÉL

 

Pero me diréis tal vez: ¿No hemos recibido ya el Espíritu Santo en el Bautismo y de un modo más especial en el sacramento de la Confirmación? Sin duda ninguna, pero siempre podemos recibirle con más abundancia, recibir de Él luces más vivas, fuerzas más poderosas; siempre puede hacer brotar en nuestros corazones fuentes más hondas de consuelo y abrasarlos en amor más ardiente.

Y esta operación fecunda del Espíritu Santo en nosotros puede renovarse no sólo durante los santos días de Pentecostés, sino también cada vez que recibimos un sacramento, un aumento de gracia, puesto que no es más que uno en unión con el Padre y el Hijo: «Vendremos a él y en él haremos mansión»”

Si el Espíritu Santo viene a nosotros, es para hacernos compañía, y santificar y guiar toda nuestra actividad sobrenatural, es para comunicarnos sus dones de sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor, que son otras tantas aptitudes sobrenaturales depositadas en nosotros para hacernos obrar como deben obrar los verdaderos hijos de Dios: “Cuantos son llevados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios».

Mora en nosotros cual huésped divino, bueno y amoroso, que fija su estancia en nuestros corazones únicamente para ayudarnos, ilustrarnos, fortalecernos y no nos abandona si no tenemos la desgracia de expulsarle de nuestras almas por culpa mortal. A esto llama San Pablo «extinguir el espíritu»,esto es, si desechando este Espíritu de amor preferimos de un modo absoluto la criatura.

Sigamos aquel otro consejo del Apóstol y “no contristemos » al Espíritu, ni resistamos a sus inspiraciones con ninguna culpa plenamente deliberada flojamente ejecutada, por leve que parezca, o con una negativa voluntaria a todo lo recto y bueno que nos sugiera ese Espíritu.

Su acción es en extremo delicada, y cuando el alma voluntaria y frecuentemente le resiste, contrista al Espíritu, le fuerza poco a poco a guardar silencio, y entonces ella se estanca en el camino de  santidad y hasta corre gran peligro de extraviarse lastimosamente por derroteros de perdición.

¿Qué podrá, en efecto, hacer un alma sin gobernalle que la guíe, sin luz que la alumbre, sin fuerza que la sostenga, sin gozo que le preste alas para volar? Seamos más bien fieles a este divino Espíritu que viene juntamente con el Padre y con el Hijo a fijar en nosotros su morada. “¿No sabéis, decía también el apóstol San Pablo, que por la gracia sois templo de Dios y que el Espíritu Santo habita en ‘vosotros?. Todo aumento de gracia viene a ser como una nueva recepción de este huésped divino, por la cual se toma a posesionar de nuestras almas, y las ata a Sí con nueva ligadura de amor.

¡Oh cuán benéficas resultan estas operaciones para el alma fiel! Por ellas el Espíritu nos da «a conocer al Padre» «, y dándole a conocer produce, mediante el don de piedad, aquellas disposiciones de adoración y de amor que deben siempre animarla en el trato con el Padre celestial. Escuchad como lo dice bien explícitamente San Pablo: “El Espíritu divino ayuda a nuestra flaqueza, pues como no sabemos siquiera lo que hemos de pedir, el mismo Espíritu pide por nosotros con gemidos inenarrables»

¿Qué oración es ésta? «Recibido habéis, dice, un Espíritu de adopción, con el cual clamamos: Abba, Padre! ... y este mismo Espíritu es quien da testimonio a nuestra alma de que somos hijos de Dios». Nos da “igualmente a conocer al Hijo»,y Él mismo, como maestro interior, nos da a conocer a Jesucristo, nos hace penetrar el sentido de sus palabras y misterios. Dice Jesús: “Porque ese Espíritu procede de mí y del Padre, Él me glorificará en vosotros».

Al comunicarnos el don de ciencia, y mantenernos por el amor en presencia de Jesús, e inspirarnos de continuo su santa voluntad, hace este divino Consolador que reine Cristo en nosotros, y con sus toques infinitamente delicados y sumamente eficaces, forma en nosotros a Jesús, y en eso está toda la santidad. Pidámosle, pues, que venga a nosotros y permanezca y aumente la abundancia de sus dones, pues la oración fervorosa es una de las condiciones para que baje a nuestras almas.

Otra condición es la humildad. Presentémonos a Él totalmente convencidos de que nada tenemos ni valemos, y ésta será la mejor disposición para recibir a Aquel de quien canta la Iglesia: “Sin tu ayuda nada hay en el hombre que no pueda dañarle» . Repitamos con la Iglesia estos encendidos suspiros: “Ven, Espíritu de amor, ven, reposo en los trabajos, ven, refrigerio dulce en los fuegos abrasados, ven, consuelo del afligido. Lava nuestras manchas, riega nuestra aridez, cura nuestras heridas, doblega nuestra dureza, calienta nuestra frialdad, endereza nuestros pasos descarriados:

Lava quod est sordidum, riga quod est aridum, sana quod est saucium; flecte quod ast rigidum, fove quod est frigidum, Rege quod art devium.

Miserables y todo, invoquemos al Espíritu Santo; precisamente a causa de estas miserias nos atenderá. Y puesto que rio forma más que un solo Dios con el Padre y con el Hijo, invoquemos también al Padre: «Padre, envíanos en nombre de tu Hijo Jesús al Espíritu de amor, para que nos penetre del sentimiento íntimo de nuestra divina filiación.

Y tú, oh Jesús, nuestro Pontífice sentado como estás ahora a la diestra de tu Padre, pídele por nosotros, a fin de que sea más copiosa esta misión del Espíritu Santo que Tu nos prometiste y mereciste.» Sea ésta cual “torrente impetuoso que regocije a la ciudad de las almas”; o mejor—según aquellas tus palabras, ¡oh Jesús mío! —, sea «un río de aguas vivas cuya virtud llegue hasta la vida eterna». «Esto lo decía del Espíritu Santo que habían de recibir los que creyesen en Él”. 

Visto 112 veces