III. JESUCRISTO, HIJO DE DIOS, VERBO DEL PADRE IN SINU PATRIS

III. JESUCRISTO, HIJO DE DIOS, VERBO DEL PADRE IN SINU PATRIS


JESUCRISTO ES ANTE TODO EL HIJO DE DIOS. Los misterios de Jesucristo son también nuestros; y es tal la unión que Jesucristo quiere contraer con nosotros por su Encarnación que todo se hace común entre Él y nosotros; en las gracias inagotables de salvación y de santificación que nos mereció en cada uno de sus misterios, quiere que tengamos parte para comunicarnos el espíritu de sus estados, y de ese modo realizar en todos nosotros la semejanza de vida y sentimientos con Él, prenda infalible de nuestra vida eterna.

Jesucristo pasó por diversos estados, fue niño, adolescente, doctor de la verdad, víctima en la Cruz, glorioso en su resurrección y en su ascensión; y de ese modo, recorriendo una tras otra todas las etapas de su existencia terrestre, santificó toda la vida humana.

Pero posee un estado esencial que no le pierde nunca: sigue siendo siempre el Unigénito de Dios, que vive en el seno del Padre.

Jesucristo es el Hijo único de Dios que se encarnó, el Verbo que se hizo carne. Jesucristo era Dios antes de hacerse hombre, y al ser hombre no ha dejado de ser Dios: Continuó siendo lo que era.Ya le consideremos niñito en la cuna, ya trabajando en el taller de Nazaret, o predicando en la Judea, o muriendo en el Calvario, o manifestando su gloria de triunfador a los apóstoles, o remontándose al cielo, es siempre y sobre todo el Hijo único del Padre.

Por consiguiente, lo primero que tenemos que contemplar es su divinidad, y después hablar de los misterios que se derivan de la misma Encarnación; todos los misterios de Jesucristo tienen su fundamento en la divinidad; de ella toman todo su esplendor y en ella encuentran toda su fecundidad.

Hay una gran diferencia entre el principio del Evangelio de San Juan y el de los otros escritores sagrados. Éstos comienzan su relato describiendo la genealogía humana de Jesucristo, para demostrar cómo desciende de la raza real de David. Pero San Juan, a quien repugna poner pie en tierra, se levanta de un golpe, como el águila, en vuelo maravilloso hasta los cielos, para decirnos lo que ocurre en el santuario de la divinidad.

Este evangelista, antes de relatarnos la vida de Jesucristo, nos cuenta lo que era Jesús en el tiempo que precedió a su Encarnación. ¿Y en qué términos se expresa? »Al principio existía el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios... » Y para cercioramos del valor de su palabra, añade después que a «Dios no le ha visto nadie, pero el Unigénito, que está en el seno del Padre, es el mismo quien lo ha contado».

En efecto, Jesucristo explicó durante tres años los secretos divinos a sus discípulos; la víspera de su muerte, se los recordaba, y les decía que tenían que ver en eso una prueba de amistad que a ellos solos les daba, y a los que después habían de creer en su palabra: «Os he llamado amigos, porque cuanto he oído de mi Padre os lo he dado a conocer».

Para conocer lo que es Jesucristo y lo que era nos basta, pues, escuchar al discípulo que nos refiere sus palabras; mejor dicho, nos basta escucharle a Él. Pero escuchemos con fe, con amor, con adoración, ya que el que nos da a conocer es el mismo Hijo de Dios. Las palabras que nos dirige no son palabras que se puedan comprender únicamente con los oídos materiales; son palabras del todo celestiales, de vida eterna, “las palabras que os he hablado son espíritu y son vida»

El alma humilde y fiel es la única que puede entenderlas. 
No nos extrañemos tampoco de que estas palabras nos revelen profundos misterios: Jesucristo mismo lo quiso. Para realizar nuestra unión con Él nos las dio a conocer; dispuso que los autores sagrados las recogiesen; envía a su santo Espíritu que «escudrina hasta las profundidades de Dios” ,para recordárnoslas, con objeto de que las gustemos, «con toda sabiduría e inteligencia espiritual» , los misterios de su vida íntima en Dios. El tener parte ya en esta vida constituye el fondo del Cristianismo y la
esencia de toda santidad

 
1. EL DOGMA DE LA FECUNDIDAD DIVINA: DIOS ES PADRE

 

La fe nos revela este misterio verdaderamente estupendo de que el poder y el acto de la fecundidad son una perfección divina.
Dios tiene la plenitud del ser, y es el océano sin riberas de toda perfección y de toda vida. Dios es el mismo Ser, el Ser necesario, el Ser subsistente por sí mismo, que posee en su plenitud toda perfección. Él es el Padre, principio de toda la vida divina en la Trinidad beatísima.

Y así como el Padre proclama su inefable fecundidad:
«Túeres mi Hijo, hoy te he engendrado, el Hijo reconoce que es Hijo y que el Padre es su principio, su origen, y que todo Viene de Él; y aquí tenemos, por decirlo así, la primera «función» del Verbo.
Abrid los evangelios, el de San Juan sobre todo, y veréis que el Verbo encarnado insiste una vez y otra vez en esa propiedad para ponerla de relieve ante nuestros ojos. Jesucristo se complace en proclamar que, como Hijo de Dios, todo le viene de su Padre. «Yo vivo por el Padre, dice a sus apóstoles; mi doctrina no es mía, sino del que me envió; el Hijo no puede hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre, y todo lo que hace el Padre, lo hace igualmente el Hijo; el Hijo no hace nada por sí mismo, y según que le oye, juzga, y su juicio es justo, porque no busca su propia voluntad, sino la voluntad del que le envió... No hago nada de mí mismo, sino que, según me enseñó el Padre, así hablo»

¿Qué quiere significar nuestro Señor con estas palabras misteriosas, sino que en calidad de Hijo recibe todo del Padre, a pesar de ser igual a Él? Siempre, y en todas las circunstancias más salientes de su vida, ejemplo, la resurrección de Lázaro, Jesucristo pone de relieve las relaciones inefables que le constituyen el Unigénito del Padre Eterno.

Podéis leer sobre todo el discurso y la oración de Jesucristo en la última Cena, y en ellos, al consumar con su propio sacrificio en la cruz la serie de sus misterios, descorrer un poco el velo que oculta a nuestras miradas la vida divina; y entonces veréis la insistencia con que una vez y otra vez vuelve sobre el tema de su filiación eterna y las propiedades que de ella dimanan: «Padre, llegó la hora; glorifica a tu Hijo, para que el Hijo te glorifique... Glorifícame con la gloria que tuve cerca de Ti, antes que el mundo existiese... Los hombres que me has confiado ahora saben que todo cuanto me diste viene de Ti... Conocieron perfectamente que salí de Ti... Todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío... Que los creyentes sean uno, como tú, Padre, estás en Mí y Yo en Ti... Padre, los que Tú me diste, quiero que donde esté Yo, estén ellos también conmigo, para que vean mi gloria, que Tú me has ciado, porque me amaste antes de la creación del mundo».

¡Qué admirable revelación del Padre y del Hijo y de sus relaciones incomprensibles encierran estas palabras! Muy cierto, como dice San Juan al principio de su evangelio, no hemos visto a Dios, pero el Unigénito, que está en el seno del Padre, nos reveló un poquito los secretos de su vida.

Creo, Cristo Jesús, que eres el Unigénito del Padre, Dios como Él, lo creo, es verdad, pero aumenta mi fe!

 

Es la segunda «función» del Verbo ser, como lo dice San Pablo, «la imagen de Dios invisible».vY no una imagen cualquiera, sino una imagen viva, perfecta. El Verbo es el «esplendor de la gloria del Padre, y la imagen de su sustancia, el brillar de su luz eterna. Es, como lo indica la palabra griega, el «carácter», la expresión adecuada de Dios, y como la imagen que el sello graba en la cera. La gloria de un hijo consiste en ser la imagen viva de su padre.

Otro tanto hay que decir si se trata del Verbo. El Padre Eterno, al mirar a su Hijo, ve en Él la reproducción acabada de sus divinos atributos; el Hijo refleja de un modo perfecto, como un espejo inmaculado», todo lo que tiene del Padre.

Y por eso, el Padre, al contemplar a su Hijo, ve en Él todas sus perfecciones, y, arrobado de tanta belleza, manifiesta al mundo que ese Hijo se merece todo su amor: «Éste es mi Hijo amado, en el que tengo todas mis complacencias.

Por eso, cuando el Verbo se encarna, nos revela al Padre, nos da a conocer a Dios. En la última Cena, Jesús, hablando del Padre, los hace con términos tan conmovedores, como estos en su diálogo con el apóstol Felipe: «Señor, muéstranos al Padre, y eso nos basta; ¡Y Jesucristo, ¿qué le responde? ¡tanto tiempo que estoy con vosotros, y todavía no me habéis conocido? Felipe, quien me ha visto a mí, ha visto al Padre».

¡Qué revelación tan profunda hay en estas palabras! Basta ver a Jesús, el Verbo encarnado, para conocer al Padre, de quien es imagen perfecta. Jesucristo reduce todas las perfecciones del Padre a formas humanas, un lenguaje al alcance de nuestros flacos entendimientos Acordémonos siempre de esta palabra: El que me ve a Mi’, ve también al Padre.

Pronto comenzaremos a recorrer los principales misterios de Jesucristo. El objeto de nuestras consideraciones será Dios; el Ser infinito, omnipotente y soberano. Ese niño reclinado en un pesebre, a quien adoran los pastores y los magos, es Dios; ese joven que trabaja como un oscuro obrero en un pobre taller, también es Dios; ese hombre que cura a los enfermos, que multiplica los panes, que perdona a los pecadores y salva a las almas, es Dios; y Dios también, ese profeta perseguido por sus enemigos, ese moribundo que lucha contra el tedio, el miedo y la tristeza, ese ajusticiado que muere en una cruz; la Hostia que se oculta en el tabernáculo y que yo comulgo en la Sagrada Mesa, contiene también a Dios: El que me ve a Mi, ve también al Padre.

Y podemos repasar igualmente todas las perfecciones que manifiestan los estados o los misterios de Jesucristo: su sabiduría inagotable, el poder que admira y arrebata a las turbas, la misericordia inaudita con los pecadores, el celo ardiente por la justicia, la paciencia inalterable en las afrentas, el amor que se entrega y se desvive: éstas son las perfecciones de un Dios, de nuestro Dios: repetimos, el que ve a Jesús, ve al Padre, contempla a Dios.

En su oración sacerdotal decía Jesús a su Padre: «Yo les di a conocer tu nombre, Padre mío, y se lo haré conocer, para que el amor con que Tú me has amado esté en ellos.»

Oh Jesús! Por medio de tus misterios, muéstranos a tu Padre, sus perfecciones, sus grandezas, sus derechos, sus deseos; revélanos lo que es para Ti y lo que es para nosotros, a fin de que le amemos y Él nos ame, y no queremos más.


La tercera “función» del Verbo es relacionarse por medio del amor con su Padre.

En la Trinidad Santísima, el amor del Hijo para el Padre es infinito. Si el Verbo anuncia que todo lo que ha recibido de su Padre, se lo devuelve todo igualmente con amor, y de ese movimiento de amor que se encuentra con el del Padre procede esta tercera Persona que la revelación llama con un nombre misterioso: el Espíritu Santo, que es el Amor sustancial del Padre y del Hijo.

Aquí abajo, el amor de Jesucristo para con su Padre brilla de un modo inefable. En esta palabra que nos refiero San Juan: Amo al Padre»» se resume toda la vida de Jesucristo, todos sus misterios.

Nuestro Señor señaló por Sí mismo a sus apóstoles el criterio infalible del amor: »Si guardareis mis preceptos, permaneceréis en mi amor.» Y al punto se pone como modelo: «Como Yo observé los preceptos de mi Padre, y permanezco en su amor». Jesús permaneció siempre en el amor del Padre, porque siempre hizo su voluntad. San Pablo nos afirma expresamente que el primer movimiento del corazón del Verbo encarnado es un movimiento de amor: «Heme aquí, oh Padre, pronto a hacer tu voluntad».

En esa primera mirada de su vida mortal, el alma de Jesús vio toda la cadena de sus misterios, las humillaciones, las fatigas, los sufrimientos que encerraban; y con un acto de amor, aceptó llevar a cabo aquel programa. Jamás cesó este movimiento de amor hacía su Padre.

Nuestro Señor pudo decir: «Hago siempre lo que es de su agrado»;cumplo todo hasta el último ápice; todo lo que le pide su Padre, lo acepta, aunque sea el cáliz amargo de la agonía: «No se haga mi voluntad, sino la tuya»; hasta la muerte ignominiosa de la cruz; «conviene que el mundo conozca que amo al Padre, y que según el mandato que me dió el Padre, así hago». Y cuando ha terminado ya todo, el último latido de su corazón, su pensamiento postrero es para el Padre: «Padre, en tus manos
mi espíritu». El amor de Jesucristo a su Padre late en el fondo todos sus estados, y explica todos sus misterios.

 

 

3. DEBEMOS IMITAR AL VERBO DIVINO EN SUS «ESTADOS: DEBEMOS SER HIJOS EN EL HIJO PARA QUE EL PADRE SE COMPLAZCA EN NOSOTROS »

 

Este Verbo divino es nuestro modelo, la forma ejemplar de nuestra filiación divina. Porque, aun después de la Encarnación, continúa siendo lo que es, a saber, el Verbo coeterno con el Padre. Por eso mismo, nuestra imitación debe llegar no sólo a las virtudes humanas de Jesucristo, sino también a su ser divino.

Como Jesús y juntamente con Él, debemos reconocer ante todo y decir muy alto que todo le viene del Padre. En la última Cena, cuando Jesús ruega a su Padre por los apóstoles, ¿qué razón alega para hacerle tal recomendación? — «Padre, los hombres que me has confiado saben ya que todo lo que me has dado es tuyo... Han reconocido de verdad que salí de Ti, y han creído que Tú me enviaste. Por ellos ruego... »

El Verbo encarnado insiste en que reconozcamos que todo lo recibe de su Padre. ¡Tantas veces lo dijo a sus discípulos! Por lo tanto, no puede menos de serle agradable el que lo digamos con Él.
En esto se agrada también al Padre...
Ved lo que Jesucristo decía en la Cena a sus apóstoles: «El Padre os ama... » Palabra muy gozosa y verdadera para todos porque procede de Aquel que conoce los secretos del Padre: «El Padre os ama... Porque vosotros me habéis amado, y habéis creído que salí del Padre».

Creer, pero con una fe práctica que nos ponga en manos de Dios para servirle, creer, digo, que Jesucristo, el Verbo encarnado, procede del Padre, es el mejor modo de agradar a Dios.

Repitamos, pues, con frecuencia y con una profunda reverencia, después de la comunión sobre todo, las palabras del Credo: «¡ Oh Jesús! Tú eres el Verbo que nació del Padre, anterior a todos los siglos; Tú eres Dios, salido de Dios, luz que brota de la luz, verdadero Dios nacido de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma sustancia que el. Padre que hizo todas las cosas. Le canto con mis propios labios; concédeme la gracia de proclamarle con mis obras !».

Debemos reconocer, además, que también nosotros, cuanto tenemos, es del Padre, y esto por doble razón: como criaturas, y como hijos que somos de Dios. Primero corno criaturas. Hay que decir que la creación es obra de toda la Trinidad, aunque se atribuya de modo especial, ya lo sabéis, al Padre». Y esto obedece sencillamente, a que, en la vida íntima de Dios, el Padre es el principio del Hijo y, juntamente con el Hijo, es principio del Espíritu Santo.

Por eso, las obras ad extra, en las que brilla de un modo especial el carácter de origen, se atribuyen particularmente al Padre: « Creo en Dios Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra. » Toda la creación salió de las manos del Padre, y no por una emanación de su naturaleza, como dicen los panteístas, sino en cuanto ha sido sacada de la nada por la virtud de la omnipotencia divina.

Reconocer y ponderar esta dependencia es muy útil, por más que Dios no necesita de nuestras alabanzas, pero el orden natural requiere que manifestemos nuestra condición de criaturas, con acción de gracias a aquel que nos dio el ser y la vida: «Dios mío, Tú me has creado: Tus manos me moldearon y fabricaron;  todo lo que tengo: cuerpo, alma, inteligencia, voluntad, salud, de Ti me ha venido; Tú eres mi principio, te adoro y te doy gracias; y en pago, me entrego a Ti enteramente para cumplir tu voluntad.»

Pero sobre todo, como hijos de Dios, debemos alimentar en nosotros esos sentimientos. A la filiación divina, necesaria y eterna, de su único Hijo, el Padre quiso añadir, llevado de un acto de amor infinitamente libre, otra filiación, y ésta gratuita, pues nos adoptó por hijos suyos, hasta el punto de que un día participemos de la felicidad de su vida íntima.

Para nosotros es un misterio inexplicable, pero la fe nos enseña que al recibir un alma la gracia santificante en el bautismo, participa de la naturaleza divina; llega a ser con toda verdad hija de Dios: Sois dioses e hijos todos del Altísimo. Habla San Juan de «un nacimiento divino»: Son nacidos de Dios », no en el sentido propio de la palabra, por naturaleza, como el Verbo, que es engendrado en el seno del Padre, sino mediante algo análogo: De su propia voluntad nos engendró por la palabra de la verdad».

La gracia nos engendra divinamente en un sentido muy real y muy verdadero. Podemos decir con el Verbo: «Padre, soy tu Hijo, de Ti salí.» El Verbo lo dice necesariamente, por derecho, por ser esencialmente el propio Hijo de Dios; nosotros lo decimos sólo por gracia, como hijos adoptivos; el Verbo lo dice desde toda la eternidad; nosotros, en el tiempo, aunque el decreto de esta elección sea eterno; de parte del Verbo, estas palabras no indican más que una relación de origen con el Padre; en cuanto a nosotros, añaden una relación de dependencia de nosotros a Él. Pero en ambos casos se trata de una verdadera filiación: por gracia somos hijos de Dios.

El Padre quiere que le llamemos «Padre» a pesar de nuestra indignidad: “Y por ser hijos, envió Dios a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que grita: Abba ¡Padre!». Este grito le es grato a nuestro Padre celestial. Es algo que no podemos explicar, pero es la verdad. «Ved, decía San Juan, qué amor nos ha demostrado el Padre, para que nos llamemos hijos de Dios, pues lo somos y todavía no se ha manifestado lo que seremos, sabemos que cuando se manifieste seremos semejantes  a Él porque le veremos”.

Y para asegurar este decreto de adopción, para realizar esta filiación de amor, Dios multiplica a cada paso, con profusión magnífica, los favores del cielo: la Encarnación, la Iglesia, los sacramentos, y sobre todo la Eucaristía, las inspiraciones de su Espíritu; de modo que “todo buen don y toda dádiva perfecta viene de arriba, desciende del Padre de las luces».

Este pensamiento llena el alma de gran confianza, pero a la vez de profunda humildad. Toda nuestra actividad, si así se puede llamar, debe arrancar de Dios, depositando a sus pies todos nuestros pensamientos y todos nuestros modos de ver, todos nuestros propios afectos, y no pensar ya, ni juzgar, ni querer, ni obrar, que no sea conforme a la voluntad divina.

Así obró el Hijo, el Verbo encarnado, Jesús de Nazaret. El Verbo encarnado “no hacía nada, decía Él, que no viese hacer al Padre”. Lo mismo, en proporción, debe ocurrir en nosotros. Hemos de sacrificar a Dios lo que hay de desordenado en ese prurito que todos tenemos de ser algo, y fiarlo todo a nuestros esfuerzos.

Por eso debemos, antes de comenzar cualquier obra, implorar la ayuda de nuestro Padre que está en los cielos; así lo hacía Jesús.
Tal es el homenaje práctico con que reconocemos nuestra dependencia para con nuestro Padre y nuestro Dios; por medio de él, probamos, como lo hace el mismo Jesucristo, que todo cuanto tenemos nos viene del Padre ».

Debemos igualmente imitar al Verbo en cuanto es la imagen del Padre. La Sagrada Escritura nos dice que Dios nos creó a su imagen y semejanza. Como criaturas, llevamos impresas las huellas del poder, sabiduría y bondad divinas.

Pero nos asemejamos a Dios sobre todo por la gracia santificante, la cual, como dice Santo Tomás, es una semejanza participada de la naturaleza divina La gracia es deiforme, empleando un término teológico, porque introduce en nosotros una semejanza divina.

El Padre, al contemplar a su Verbo, y ver la perfección de su Hijo que nace de Él y refleja tan adecuadamente la suya, exclama «Tú eres mi Hijo muy amado, en quien tengo puestas mis complacencias”.

Algo parecido ocurre con un alma adornada de la gracia: el Padre se agrada en ella. «Si alguno me ama, decía Jesucristo, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y en él haremos morada».

La gracia santificante es el elemento primero y fundamental de nuestra semejanza con Dios. Pero, además, debemos parecemos a nuestro Padre por las virtudes. Jesucristo mismo nos lo dijo: “Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto». Imitad su bondad, su mansedumbre, su misericordia: y de esa manera reproduciréis en vosotros sus rasgos divinos. «Sed imitadores de Jesucristo, como hijos muy amados del Padre,” repetía San Pablo.»

No cabe duda que esta semejanza no la ven los ojos de la carne, aunque se traduce al exterior en obras de santidad; se forma en el alma y en ella alcanza su perfección; en este mundo tiene un brillar secreto, velado, pero llegará un día en que se descubrirá y se hará patente a la vista del mundo entero: “Cuando veamos a Dios tal cual es, entonces seremos semejantes a Él», porque en ese día nos convertiremos en puros espejos en los que se reflejará la divinidad: “Seremos semejantes a Él; porque le veremos tal cual es».

Finalmente, a imitación del Verbo, debemos consagrarnos y ofrecernos enteramente, y por amor, a nuestro Padre celestial. Todo en nosotros debe venir de Dios, por medio de la gracia, y todo debe volver a nuestro Padre por un movimiento como espontáneo de amor. Dios debe ser, no sólo el principio, sino también el fin de todas nuestras obras.

Para que nuestras obras sean gratas a nuestro Padre celestial, tienen que estar vivificadas por el amor. Y es que debemos, en todas nuestras cosas, sean pequeñas o grandes, oscuras o llamativas, buscar únicamente la gloria de nuestro Padre, obrar tan sólo a gloria de su nombre, dilatar su reino y cumplir su voluntad: aquí está todo el secreto de la santidad.

 

4. JESUCRISTO EL MEDIO DETERMINADO POR DIOS PARA REALIZAR EN NOSOTROS LA PARTICIPACIÓN EN LA FILIACIÓN DE SU VERBO

 

Son tan grandes las maravillas de la adopción divina que el lenguaje humano no llega a poder expresarlas. Causa maravilla que Dios nos adopte como a hijos suyos; pero es más admirable todavía el medio que eligió para realizar y asentar en nosotros esta adopción. Y ¿de qué medio se sirvió? — De su amado Hijo.

Ya expuse  en otro lugar esta verdad, pero es tan vital que no puedo menos de volver a insistir en ella ( en Jesucristo, vida del alma: tema IV nuestra predestinación adoptiva en Cristo).

Dios nos crea por su Verbo. Después de decirnos que “en el principio, el Verbo era Dios”, añade San Juan: «Y todas las cosas fueron hechas por Él, y nada se hizo sin Él.» En la Santísima Trinidad, el Verbo no sólo es la expresión de todas las perfecciones del Padre, sino también de todas las criaturas posibles, pues éstas tienen en la esencia divina su prototipo y causa ejemplar. Dios, al crear, produce seres que realizan algún pensamiento suyo. Y luego, las crea, con el poder de su palabra; «Habló, y todo fue hecho».

Por eso dice la Sagrada Escritura que el Padre crea todas las cosas por medio de su Verbo. Y por ahí podemos ver ya la relación íntima que la creación entabla entre el Verbo y nosotros. Por el solo hecho de haber sido creados, respondemos a una idea divina, somos fruto de un pensamiento eterno, contenido en el Verbo. Dios conoce su esencia perfectamente; al expresar este conocimiento, engendra su Verbo; en Él ve el modelo de toda criatura. De suerte que cada uno de nosotros representa un pensamiento divino, y nuestra santidad individual consiste en realizar el plan que Dios concibió sobre nosotros antes de darnos el ser.

Por lo tanto, en cierto sentido, procedemos de Dios, por medio del Verbo; y debemos ser, como Él, la expresión pura y perfecta del pensamiento que Dios tiene sobre nosotros. Lo que imposibilita la realización de tal pensamiento se encuentra en el cambio que nosotros hacemos en la obra de Dios: alterarnos lo divino; ésa es nuestra obra y muy nuestra en la creación, tan propia que a nosotros nos pertenece únicamente, el alejarnos de este plan divino por el pecado.

El pecado, las infidelidades, las resistencias a las inspiraciones de lo alto, esas miras humanas y naturales, y todo lo que proviene de nosotros, y se halla en desacuerdo con la voluntad divina. Ahí tenemos mil cosas que desbaratan el plan que Dios se había formado de nosotros.

Pero esta relación con el Verbo, con el Hijo, es todavía mucho más honda en la obra de nuestra adopción. El apóstol Santiago nos dice que «toda dádiva, toda gracia, desciende de lo alto, de nuestro Padre que está en los cielos»  y añade seguidamente: «De su propia voluntad nos engendró el Padre por la palabra de la verdad”.

La adopción divina por la gracia, que nos hace hijos de Dios, se realiza por medio del Hijo, por el Verbo. Ésta es una de las verdades en que más insiste San Pablo. El apóstol declara abiertamente lo mismo que Santiago, que todas estas bendiciones proceden del Padre y se cifran en el decreto de nuestra adopción en Jesucristo, su Hijo, muy amado.

Conforme al plan eterno, sólo por medio de Jesucristo llegamos a ser hijos de Dios, ya que “en Él nos eligió».No nos reconocerá el Padre por hijos suyos si no ve en nosotros el parecido de su Hijo Jesucristo: «Nos predestinó.., a ser conformes con la imagen de su Hijo. De modo que únicamente como coherederos de Jesucristo estaremos un día en el seno del Padre. Tal es el decreto divino.

Ahora consideramos la realización en el tiempo de este plan eterno, o mejor dicho, cómo fue restaurado el designio divino, frustrado por el pecado de Adán. Se encarna el Verbo eterno. Dice de este Verbo el salmista que se lanzó como un gigante a correr su carrera. Salió de lo más encumbrado de los cielos, y sube después hasta las mismas cimas de donde salió”. Este salir desde lo más alto de los cielos, es el nacimiento eterno en el seno del Padre: Salí del Padre; su vuelta es su subida al padre: De nuevo dejo el mundo y me voy al Padre”.

Pero no sube solo. Este gigante ha ido a buscar a la humanidad perdida y la rescata, y en un ímpetu de amor, la lleva consigo en su caminar de gigante y la coloca junto a Él en el seno del Padre: “Vuelvo junto a mi Padre, que es también Padre vuestro; y voy a prepararos sitio en la casa de mi Padre.»

Tal es la obra de este divino gigante: reducir, volver a traer al seno del Padre, a la fuente divina de toda felicidad, a la humanidad caída, comunicándola por medio de su vida y de su sacrificio, la gracia de la adopción.

Bendito sea, diremos con el apóstol, el Padre de Nuestro Señor Jesucristo, por habernos colmado, por su Hijo y en su Hijo, de toda bendición espiritual, y habernos hecho sentar con Él en esos resplandores del cielo, donde engendra, en medio de una felicidad eterna, al Hijo de su predilección!

“Nos hizo sentar con Él en los cielos». ¡Bendito sea una vez más! Y que lo sea también el Verbo divino que se encarnó por nosotros, y que por la efusión de su sangre nos ha devuelto la herencia del cielo. ¡A Ti, Jesús, Hijo carísimo del Padre, a Ti sea toda gloria y alabanza!

 

 


5. CONSECUENCIAS DE ESTA VERDAD DIVINA: UNIÓN CON EL VERBO ENCARNADO, POR LA FE, LAS OBRAS Y EL SACRAMENTO DE LA EUCARISTÍA

 

Las consecuencia prácticas de esta verdad es que el Padre ha decretado hacernos hijos suyos en el Hijo amado:«Nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo»; si determinó que sólo por su Hijo tendremos parte en la herencia de su bienaventuranza, es imposible realizar el plan que Dios tiene sobre nosotros, y, por lo tanto, asegurar nuestra salvación, si no permanecemos unidos al Hijo, al Verbo.

No olvidemos nunca que no hay otro camino más que éste para ir al Padre: “Nadie viene al Padre sino por Mí ». Nadie, nemo, puede gloriarse de venir al Padre si no es por su Hijo. Y el ir al Padre, llegar hasta Él consiste nuestra salvación y santidad. Ahora bien, ¿cómo permaneceremos unidos al Verbo, al Hijo?

En primer lugar, por la fe. «Al principio era el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios… Todas las cosas fueron hechas por Él”. Vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron. Pero a cuantos le recibieron les dio poder de para ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre, y han nacido de Dios.»

El Padre Eterno presenta al mundo a su Verbo, diciendo: «He aquí a mi Hijo... escuchadle.» — Si le recibimos por la fe, es decir, si creemos que es el Hijo de Dios, el Verbo nos hará partícipes de lo mejor que tiene: su filiación divina; nos comunicará su cualidad de hijo, dándonos la gracia de adopción: «nos dio el poder de hacemos hijos de Dios; nos confiere el derecho de poder llamar a Dios, Padre nuestro.

Toda nuestra perfección consiste en imitar exactamente al Hijo de Dios. Pues bien, San Pablo nos dice que «toda paternidad deriva del Padre», y del Hijo se puede decir también que “de Él deriva toda filiación».

Sólo el Hijo nos enseña, por medio de su Espíritu, cómo debemos ser hijos: «Y por ser hijos, envió Dios a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que grita: Abba, Padre! »
Debemos recibir al Hijo mismo, y ver siempre en Él, en cualquier estado en que le contemplemos, al Verbo coeterno del Padre, y debemos aceptar también sus enseñanzas y doctrina. Vive en el seno del Padre: con sus palabras nos revela lo que sabe: «Él mismo lo contó.»

La fe es el conocimiento que tenemos, por el Verbo, de los misterios divinos. Por lo tanto, cualquier página que leamos del evangelio o que la Iglesia nos proponga en el curso de la celebración de los misterios de su Esposo, debemos decir que tales palabras son las palabras del Verbo, es decir, de aquel que expresa los pensamientos, obras y voluntad de nuestro Padre celestial: Escuchadie ».

Cantemos el amén a todo cuanto oigamos del Verbo, a todo lo que la Iglesia nos proponga a nuestra fe, tomado, del Evangelio o de la Sagrada Liturgia. Digamos entonces a Dios:
«Padre mío, no te conozco, puesto que nunca te vi, pero yo me rindo ante todo lo que tu divino Hijo, tu Verbo, me revela de Ti .»

Oración excelente por cierto; y ocurrirá muchas veces, si va acompañada de fe y humildad, que «un rayo de luz vendrá de arriba», y aclarará los textos que estamos leyendo, y penetraremos en su hondo sentido, para hallar en ellos principios de vida.
Porque el Verbo no es sólo la expresión de las perfecciones de su Padre, sino también de todos sus amores.

Todo cuanto el Verbo nos ordena, ya en el Evangelio, ya
por medio de su Iglesia, es la expresión de la adorable voluntad y deseos de nuestro Padre celestial. Y si cumplimos con amor, los preceptos que nos da Jesucristo, quedaremos unidos a Él, y por Él al Padre: Si guardáis mis preceptos, permaneceréis unidos en mi amor... y el que me ama a Mí, será amado de mí Padre...”.

Aquí está todo el secreto de la santidad: vivir íntimamente unido al Verbo, a su doctrina, a sus preceptos y por medio de Él, al Padre que le envía y le «comunica las palabras que debemos recibir».

Finalmente, quedamos unidos al Verbo por el sacramento de la Eucaristía, que es el pan de vida, el «pan de los hijos”. El Verbo, el que nace eternamente en el seno de la divinidad, se halla oculto también realmente bajo las especies eucarísticas. ¡Tremendo
misterio! El que recibo en la comunión, es el Hijo engendrado desde toda la eternidad, el Hijo predilecto al que el Padre comunica su vida, esa vida divina, la plenitud de su ser y su felicidad infinita.

Sobrada razón tenía Nuestro Señor al decir: «El Padre me dio la vida, y yo vivo por el Padre, del mismo modo el que me coma,
vivirá por Mí...» «Está en Mi y Yo en Él». Si preguntásemos a Nuestro Señor qué podríamos hacer que más le agradase a su Corazón sagrado, seguro que nos diría que lo más grato para Él es imitarle, ser como Él hijo de Dios.

Por lo tanto, si queremos complacerle, tenemos que recibirle diariamente en la comunión eucarística y decirle: “Jesús mío, sé que eres el Hijo de Dios, la imagen perfecta del Padre, le conoces, y estás fundido en uno con Él, y ves su rostro divino; aumenta en mí la gracia de la adopción que me hace hijo de Dios; enséñame a ser con tu gracia y con mis virtudes, como Tú y contigo, un digno hijo del Padre celestial. »

Si pedimos con fe esta gracia, seguro que el Verbo nos la concederá. Pues Él mismo nos lo tiene dicho: «El Hijo no quiere más que lo que quiere el Padre». Por consiguiente, el Hijo no abriga otras miras que las de su Padre, y al darse, lo hace para plantar y conservar en nosotros, y aumentar la gracia de adopción.

Toda la vida divina de su Sagrada Persona se endereza al Padre; y cuando se da y entrega a nosotros, se entrega y se da tal cual es, a saber, totalmente «orientado » hacia su Padre y la gloria del mismo; y a eso obedece, que si le recibimos con fe, confianza y amor, consigue también «orientarnos», dirigirnos al Padre.

Y es lo que debemos pedir y buscar continuamente: que todos nuestros pensamientos, todas nuestras aspiraciones, que todos nuestros anhelos, toda nuestra actividad, tengan por blanco, en virtud de la gracia de la filiación y del amor, a nuestro Padre celestial, por medio de Jesucristo su Hijo: viviendo para Dios en Jesucristo ».

 

 

 

6. ESTAS VERDADES TAN SUBLIMES CONSTITUYEN EL FONDO DEL CRISTIANISMO Y LA ESENCIA DE TODA SANTIDAD

 

Me diréis que todo lo que acabamos de exponer son verdades demasiado elevadas, excesivamente sublimes. Estoy de acuerdo; y, sin embargo, no hice más que repetir lo que el Verbo nos reveló, lo que San Juan y San Pablo nos han dicho después de Nuestro Señor. Pero no son sueños, sino realidades, unas realidades divinas.


Estas realidades precisamente constituyen la esencia del cristianismo. No entenderemos nada, no sólo de la perfección, ni de la santidad, pero ni siquiera en qué consiste el simple cristianismo, mientras no comprendamos claramente que lo fundamental consiste en ser hijos de Dios, en la participación por medio de la gracia santificante, en la filiación eterna del Verbo encarnado. Esta  verdad sintetiza todas las enseñanzas de Jesucristo y de los apóstoles; todos los misterios de Jesucristo tienden a arraigar en nuestras almas esta admirable realidad.

Así, pues, no la olvidemos jamás; a esto se reduce toda la vida cristiana y toda la santidad: ser, por la gracia, lo que Jesucristo es por naturaleza: Hijo de Dios. Aquí tenemos el porqué de la sublimidad de nuestra religión. La fuente de todas las grandezas de Jesús, del valor de todos sus estados, de la fecundidad de todos sus misterios, está en su generosidad divina, y en su calidad de Hijo de Dios.

Por eso, el más encumbrado en el cielo será el que en este mundo haya sido mejor hijo de Dios, y que más haya hecho fructificar en sí mismo la gracia de su adopción sobrenatural en Jesucristo.

De ahí que toda nuestra vida espiritual estriba en esta verdad fundamental, todo el trabajo de la perfección hay que reducirlo a proteger fielmente y a acrecentar todo lo posible nuestra participación en la filiación divina de Jesucristo.

Y no podemos decir que esta vida sea tan alta, y que el programa resulte irrealizable. Lo es, ciertamente, para nuestra naturaleza abandonada a sus propias fuerzas, excede a sus exigencias, está por encima de los derechos y energías de nuestro ser, y por eso la denominamos sobrenatural.

Pero «nuestro Padre, que está en los cielos, conoce nuestras necesidades» y si nos llama, también nos da los medios de llegarnos hasta Él. Nos da a su Hijo para que Él sea nuestro camino, nos distribuya la verdad y nos comunique la vida. Basta que permanezcamos unidos a este Hijo por la gracia y nuestras virtudes, y un día tendremos parte en su gloria, en el seno del Padre.

Mirad lo qué decía Jesucristo a la Magdalena después de su resurrección “Vuelvo a mi Padre y vuestros Padre». Y añade: “me voy a prepararos sitios porque  «en la casa de su Padre hay muchas moradas».

Subió junto a su Padre, “entró por nosotros, como precursor, Jesús». Nos precedió para que le sigamos, ya que la vida de este mundo no es más que de tránsito, una prueba: “Padeceréis tribulaciones en este mundo», decía Jesús en el mismo discurso; no os faltarán contradicciones de parte vuestra, sufriréis tentaciones de parte del príncipe de este mundo, surgirán contrariedades de los sucesos varios de la vida, porque «el siervo no es mayor que su Señor».

Y añadía: “que no se turbe vuestro corazón», ni se desaliente; tened fe y confianza en Dios y en Mi… yo estoy con vosotros hasta la consumación de los siglos… entonces vuestra tristeza se convertirá gozo». Y, en efecto, sonará la hora, y «volveré de nuevo a estar con vosotros y os tomaré conmigo, para que donde Yo estoy estéis también vosotros”, es decir, en el seno de mi Padre.

Oh promesa divina, proferida por la Palabra increada, por el Verbo en persona, por la Verdad infalible, promesa dulcísima! « Yo mismo vendré», Perteneceremos a Jesucristo y por Él al Padre, en el seno de la eterna bienaventuranza. «En aquel día, dice Jesús, conoceréis, no ya en la penumbra de la fe, sino en la plena claridad de la luz eterna, que Yo estoy en mi Padre y vosotros en Mí y Yo en vosotros»; “veréis mi gloria, la que tuve antes de la constitución de mundo, y esta visión bienaventurada será para vosotros la fuente siempre viva de una alegría imperecedera.

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