1. LA BONDAD HUMANA DE CRISTO, REVELACIÓN DEL AMOR TRINITARIO DEL PADRE


En esta meditación vamos a meditar sobre el amor misericordioso de Jesús para con todos los hombres de cualquier condición y estado, de gracia o de pecado. Jesús, Tú dijiste: «Aprended de Mí que soy manso y humilde de corazón» haznos, Señor, semejantes a Ti, que, imitándote, seamos misericordiosos «para conseguir nosotros también misericordia como nuestro Padre celestial es misericordioso con todos sus hijos.

 

 

1. LA BONDAD HUMANA DE CRISTO, REVELACIÓN DEL AMOR TRINITARIO DEL PADRE

 

       Jesucristo, Dios encarnado, en su vida y doctrina nos revela al Dios Amor.

El corazón humano necesita un amor tangible para poder vislumbrar el amor infinito, mucho más profundo y que sobrepuja a todo conocimiento. Y, en efecto, nada seduce tanto a nuestro pobre corazón como contemplar a Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, reduciendo a gestos humanos la eterna bondad.

Al verle repartir con profusión, a su alrededor, tesoros inagotables de compasión, riquezas inmensas de misericordia, podernos figurarnos un poco la infinidad de ese océano de la bondad divina, de donde nace y obra y se manifiesta para nosotros su Sacratísima Humanidad.

Detengámonos a considerar un poco unos cuantos rasgos, y comprobaremos la condescendencia, a veces chocante, de nuestro Señor, que se rebaja ante la miseria humana en todas sus formas, incluso el pecado. Y no olvidemos nunca que también entonces, es decir, cuando se inclina hacia nosotros, continúa siendo el propio Hijo de Dios, Dios mismo, el Ser Omnipotente, la Sabiduría infinita, que después de poner todas las cosas en la verdad, nada ejecuta que no sea soberanamente perfecto.

Esto, sin duda ninguna, da un valor inestimable a las palabras de bondad que profiere, a las acciones misericordiosas que obra, realzándolas de modo infinito; pero, sobre todo, acaba por cautivar nuestras almas al mostrarnos los encantos profundos del corazón de nuestro Cristo, de nuestro Dios.

Conocéis el primer milagro de la vida pública de Jesucristo: el agua convertida en vino en las bodas de Caná, a ruegos de su madre. Para nuestros corazones humanos ¡qué revelación inesperada de ternuras y delicadezas divinas! La Virgen no vaciló en pedir Jesucristo este milagro para sacar de apuros a los novios.  A Jesucristo le llega también al alma el apuro en que se va a ver públicamente aquella pobre gente; para evitarlo, Jesucristo obra un gran prodigio. Y lo que su corazón muestra aquí de humana bondad y de humilde condescendencia no es más que la manifestación exterior de una bondad más elevada, la bondad divina, fuente de la otra. Pues todo lo que hace el Hijo lo cumple igualmente el Padre.

Poco después, en la sinagoga de Nazaret, Jesucristo lee el texto de Isaías, para apropiárselo, como programa de su obra de amor: «El Espíritu Santo está sobre Mí, Porque me ungió para evangelizar a los pobres, me envió a predicar a los cautivos la libertad, a los ciegos la recuperaciónde la vista, para poner a salvo a los oprimidos, para anunciar un año de gracia del Señor.»
«Esta escritura que acabáis de oír, añadió Jesucristo comienza a cumplirse hoy»

Y en efecto, el Salvador se revelaba a todos desde entonces como «un Rey lleno del mansedumbre y de bondad». Tendría que citar todas laspáginas del Evangelio, si quisiera demostraros cuánto le llegaron al alma del Salvador las miserias, las debilidades,  las enfermedades, los dolores, y de manera tan irresistible que nunca se pudo negar; San Lucas hace resaltar con cuidado que «se compadeció»

Se presentan ante Él los ciegos, los leprosos, los sordomudos, los paralíticos; el Evangelio nos dice que «a todos curaba». A todos acoge también con una dulzura infatigable; se deja estrujar por las turbas, asediar por todas partes y continuamente, aun después de la puesta del sol; tanto que un día ni comer pudo

Otra vez, a las orillas del lago de Tiberíades, se vio obligado a subir a una barca, y de ese modo distribuir la palabra divina con más libertad »; en otro lugar, la .multitud de tal forma llena la casa en que se encuentra Jesucristo, que para llevar hasta Él a un paralítico echado en su camilla, tuvieron que descolgar al enfermo por una abertura que practicaron en el techo».

Los apóstoles, con frecuencia, se mostraban impacientes; el divino Maestro aprovechaba la ocasión para demostrarles su mansedumbre. Un día quieren apartar de Cristo a los niños que le presentan y que ellos juzgan molestos: «Dejad que los niños vengan a Mí, les dice Jesucristo y no les estorbéis, porque de los tales es el reino de Dios». Y se detenía para bendecirles, imponiéndoles las manos.

En otra ocasión, irritados los discípulos porque no recibieron al Señor en una aldea de Samaria, le dicen: « Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo que los consuma? » Y volviéndose Jesús les reprendió: No sabéis a qué espíritu pertenecéis. El Hijo del hombre no ha venido a perder a los hombres, sino a salvarlos».

Y tan cierto es esto que hace hasta milagros para devolver la vida a los muertos El caso de Naím. Un día encuentra a una pobre viuda deshecha en lágrimas que acompaña al cadáver de su hijo único. Jesucristo la ve, y ve sus lágrimas; su corazón se conmueve hondamente hasta no poder aguantar este dolor y le dice: «No llores», y al punto manda a la muerte que suelte su presa: « Joven, a ti te hablo, levántate!» El joven se levanta y Jesús se lo entrega a su madre ».

Todas estas manifestaciones de la misericordia y de la bondad de Jesucristo nos descubren los sentimientos de su corazón humano y conmueven las fibras más profundas de nuestro ser; ellas nos revelan, en una forma impresionante, el amor infinito de nuestro Dios. Al ver llorar a Jesucristo ante la tumba de Lázaro y oír a los judíos, testigos de esta escena, que dicen: «Cómo le amaba!» Ciertamente nuestros corazones comprenden ese lenguaje silencioso de las lágrimas humanas de Jesucristo y penetramos en el santuario del amor eterno que nos descubren: “El que me ve a Mí ve también al Padre».

Pero esta conducta de Cristo también condena a la vez nuestros egoísmos, nuestras asperezas, nuestras frialdades de corazón, nuestras indiferencias, nuestras impaciencias, nuestros rencores, nuestros movimientos de cólera y de venganza, nuestros resentimientos para con el prójimo! ... Con frecuencia olvidamos más de lo justo la palabra del Salvador: “En verdad os digo que cuantas veces habéis sido misericordiosos con uno de estos mis hermanos menores, a Mí me lo hicisteis»

 

 

 
2. MISERICORDIOSO PROCEDER DE JESUCRISTO PARA CON LOS PECADORES: EL HIJO PRÓDIGO, LA SAMARITANA MAGDALENA, LA MUJER ADÚLTERA…

      

El pecado es una de las formas más profundas de la miseria humana y es lo que sedujo principalmente al corazón de Cristo. Si hay un rasgo que llama la atención de modo particular en la conducta del Dios Encarnado, a lo largo de su vida pública, se puede decir que es esa extraña preferencia que se deja ver, en su ministerio, por los pecadores.

Los escritores sagrados nos dicen «que vinieron muchos publicanos y pecadores a sentarse a la mesa con Jesús y sus discípulos. Esta conducta le era tan familiar que se le llamaba «el amigo de los publicanos y pecadores. Ysi los fariseos se mostraban escandalizados, lejos de negar el hecho, Jesucristo le confirmaba, dando esta razón profunda: «No tienen los sanos necesidad de médico, sino los enfermos, y no vine yo a llamar a los justos, sino a los pecadores».

Según el plan eterno, Jesucristo es nuestro hermano primogénito: «Nos predestinó Dios a ser conformes con la imagen de su Hijo, para que Éste sea el primogénito entre muchos hermanos».Tomó nuestra naturaleza pecadora en la raza, pero pura en su Persona, «en carne semejante a la de pecado».Sabe que la gran masa de los hombres sucumbe en el pecado y necesita el perdón, que las almas esclavas del pecado y sentadas en las tinieblas y en la sombra de la muerte, lejos de Dios, no podrán comprender la revelación directa de lo divino; sólo las condescendencias de la Humanidad Santísima de Cristo las atraerá al Padre.

Por eso, una gran parte de su enseñanza y de su doctrina, muchísimas de las obras de mansedumbre y de perdón con los pecadores tienden a hacer comprender algo a esas pobres almas de las profundidades de las misericordias divinas.

En una de sus bellas parábolas que todos conocéis,la del hijo pródigo, Jesús nos descubre el retrato auténtico de su Padre celestial, aunque tiene por objeto inmediato, como lo indica clarísimamente el Evangelio, explicar sus propias condescendencias para con los pecadores.

San Lucas nos dice, efectivamente, que «los fariseos murmuraban de que todos los publicanos y pecadores se acercaban para oir a Jesús: Éste acoge a los pecadores y ce con ellos». Y para justificar su manera de obrar, «les propone esta parábola».

Ante todo pone a la vista la extraordinaria bondad  del padre, que olvida toda la ingratitud, toda la bajeza del culpable, para no pensar más que en una cosa: «Su hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, se había perdido y ha sido hallado; por eso debemos regocijarnos y preparar ahora mismo un banquete»

Si Jesucristo hubiera pretendido sólo hacer resaltar la misericordia del padre de familia para con el hijo pródigo, aquí podría terminar la exposición de su parábola. Pero es más larga, tan larga, en efecto, que no conocemos otra mayor que ésta en los evangelios; estamos tan maravillados, llega tan adentro nuestra admiración, que dicha parábola logra retener toda nuestra atención, y pasa, con mucha frecuencia, que perdemos de vista la lección que quería dar Jesucristo a los murmuradores, a los que vituperaban su modo de portarse con los pecadores.

Pero Jesucristo continúa la parábola, describiéndonos el proceder odioso del hijo mayor que se niega a tomar parte en el regocijo común, y no quiere sentarse a la mesa en el banquete que se preparó para su hermano. Jesucristo queríadar a entender a los fariseos, no sólo cuán dura era su orgullosa conducta y cuán desatinado su escándalo, sino también enseñarles que Él, nuestro hermano mayor, en vez de evitar el contacto con sus hermanos arrepentidos, los publicanos y los pecadores, los busca y toma parte en sus festines, pues “en el cielo será mayor la alegría por un pecador que haga penitencia que por noventa y nueve justos que no necesitan de penitencias ».

La parábola del hijo pródigo constituye por sí sola una magnífica revelación de la misericordia divina. Pero nuestro divino Salvador tuvo a bien ilustrar esta doctrina y subrayar esta enseñanza con actos suyos de bondad y misericordia que nos hechizan y conmueven hondamente.

 

Ya conocéis el encuentro de Jesús con la samaritana. Comenzaba entonces su vida pública nuestro Señor, y se dirigía de Jerusalén a Galilea; como el camino era largo, salió muy de mañana y llegó como al mediodía a Sicar, ciudad de Samaria. El santo Evangelio cuenta que «Jesucristo estaba fatigado, cansado del camino», como lo hubiéramos estado nosotros después de andar tan largo trecho. Y «se sentó sin más junto al pozo» que allí tuvo Jacob.

No existe acción del Verbo Encarnado que en su misma sencillez no contenga algo muy bello, pero sin la menor afectación y con la ausencia total de todo boato; siendo todo un Dios, Jesucristo es además, si así se me permite expresar, muy humano, en el sentido noble y completo de la palabra. Dios perfecto y perfecto hombre «». En Él reconocemos perfectamente a cualquiera de nosotros.

Siéntase, pues, junto al pozo, mientras los discípulos van en busca de víveres a la ciudad cercana. Pero, ¿qué tenía que hacer Él allí? ¿Acaso tan sólo descansar un rato? ¿Esperar la vuelta de sus apóstoles? ¡Oh,no! Venía también a buscar la oveja perdida, a salvar un alma. Jesucristo había bajado del cielo para rescatar las almas: “Se entregó a Sí mismo para redención de todos».

Treinta años tuvo que reprimir el ardor que le abrasaba por el celo de las almas. No cabe duda que trabajaba, sufría y rogaba por ellas, pero no iba en su busca ni las salía al encuentro. Pero había llegado el momento esperado, y su Padre quería que comenzase la predicación de la verdad y la revelación de su misión, y de ese modo conquistarlas.

Nuestro Señor se llegó a Sicar para salvar un alma predestinada desde toda la eternidad. Y ¿qué alma era ésta? Bien seguro que en aquella localidad se encontraría el Señor otras mucho menos corrompidas que la pecadora que quería salvar; y sin embargo de eso, a la que espera es a ésta; conocía muy bien todos los desvaríos; todos los malos pasos de esta pobre mujer, y a ella se va a manifestar, con preferencia a otra cualquiera.

Llega, pues, la pecadora; trae su cántaro para sacar agua del pozo. Inmediatamente Jesucristo le dirige la palabra. Y ¿qué le dice? ¿Comienza acaso por echarla en cara su vida rota, hablándole de los castigos que merecen sus desórdenes? En modo alguno; un fariseo así se habría explicado, pero Jesucristo obra de manera muy diversa.

Lo que allí ve le da margen para entablar conversación: “Dame de beber”. La mujer, extrañada, le mira; termina por reconocer que el que le habla es un judío; pues bien, los judíos despreciaban a los samaritanos y éstos no podían ver alos habitantes de la Judea: «no se tratan» judíos y samaritanos. “Cómo tu siendo judío me pides de beber?», dice ella a nuestro Señor. Y Cristo, buscando el modo de despertar en ella una santa curiosidad, le contesta: «¡Si conocieras el don de Dios y quien es el que te pide de beber!  «¡Si supieras quién es el que te dice: Dame de beber, tú le pedirías a Él, y Él te daría agua viva!»

Aquella pobre mujer, enteramente engolfada en la vida de los sentidos, no percibe nada de las cosas espirituales; se pasma más y más de lo que está oyendo y se pregunta cómo podrá su interlocutor darle agua si no tiene medio para sacarla,y ¿qué agua puede haber mejor que la de este pozo, del que bebieron el patriarca Jacob, sus hijos y sus rebaños? «Acaso eres tú más grande que nuestro padre Jacob?», le pregunta ella a Jesucristo. Y el Salvador insiste en su respuesta: “El que bebe del agua que yo le diere no tendrá jamás sed; que el agua que yo le dé se hará en él una fuente que salte hasta la vida eterna.» « Oh Señor, dame de esta agua!», le responde la mujer.

El Salvador le hace saber entonces que conoce la vida  desordenada que lleva. Esta pecadora, a quien la gracia va iluminando, ve que se halla en presencia de alguien que lee en el fondo de los corazones: « Veo que eres profeta.» Y al instante, conmovida su alma, se va acercando a la luz. «A Dios ¿hay que adorarle en este monte vecino o en Jerusalén?» Sabéis que esto era motivo de continuas disputas entre judíos y samaritanos.

Jesucristo ve que empieza a surgir en esa alma, en medio de su corrupción, una lucecita de buena voluntad: eso basta para concederle una gracia mayor, pues en cuanto ve rectitud y sinceridad en la búsqueda de la verdad, envía la luz y se complace en premiar ese deseo del bien y de la justicia.

Por eso, a esta alma le va a hacer doble revelación. Le enseña que «llega la hora, y ésta es cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre er espíritu y en verdad, pues tales son los adoradores que el Padre busca»; se da a conocer como el Mesías enviado por Dios: «Soy yo, el que contigo habla», revelación que no había hecho a nadie aún, ni a sus discípulos.

¿No es de admirar que estas dos grandes revelaciones hayan sido hechas, antes que a nadie, a una miserable pecadora, sin poder alegar otro título para tan singular privilegio que su necesidad de salvación y una chispita de buena voluntad?... Volvió justificada esta mujer, puesto que recibió la gracia y la fe. «Dejó, pues, su cántaro la mujer», se fue a la ciudad pregonando al Mesías con quien se había encontrado; dar a conocer «el don de Dios” que se comunicó a ella con tanta liberalidad, fue la primera preocupación de aquella mujer.

Entretanto, los discípulos estaban de vuelta con las provisiones de víveres y le ofrecieron a su Maestro: «Rabbí, come.» Y ¿qué les responde Jesús? «Yo tengo una comida que vosotros no sabéis, y es hacer la voluntad del que me envió».

Y ¿cuál es la voluntad del Padre? «Que todos los hombres vengan al conocimiento de la verdad y se salven. Y en esto se ocupa Cristo Jesús; es voluntad de su Padre que Jesucristo le lleve las almas que el Padre quiere salvar, que les enseñe el camino, que les revele la verdad, y de ese modo les haga llegar a la vida: “Todo lo que me da el Padre vendrá a Mí, y no echará fuera al que a Mí venga”. Aquí tenemos toda la obra de Cristo.

La pecadora de Sicar en nada se diferenciaba de las demás, a no ser por la profundidad de su miseria; pero el Padre la atrajo hacia Cristo; y entonces el Salvador la recibe, la ilumina, la santifica, la transforma y hace de ella su apóstol: “Y no echará fuera al que a Mí venga.» «Voluntad del que me envió es que no deje perder ninguno de los que me dio, sino que los resucite” aquí en este mundo a la gracia, mientras llega «el último día» «en el que los resucitaré para la gloria. La samaritana es una de las primeras que Jesucristo resucitó a la gracia.

 

La Magdalenaes otra, pero mucho más gloriosa todavía.
«Había en la ciudad una mujer de mala vida». Así comienza en el Evangelio su historia dando fe de sus desórdenes. La Magdalena tiene como profesión la de dedicarse al pecado, como la profesión del soldado es vivir bajo las armas, y la del político dirigir los destinos del Estado. Sus desórdenes eran notorios. Como símbolo del abismo adonde había llegado, moraban en su alma siete demonios.

Un día, Simón el fariseo invita a Jesús a comer con él en su casa. Y apenas se había sentado a la mesa cuando la pecadora con un pomo de alabastro de ungüento, irrumpe en la sala del banquete. Y, acercándose llorando a Jesús, se pone a sus pies, los baña con sus lágrimas, los enjuga con sus cabellos, los besa y los unge con el ungüento».

El fariseo, desde que la vió dentro, todo escandalizado, se decía para sí: « Oh, si éste supiere quién y cuál es la mujer que le toca, porque es una pecadora» «Decididamente no es un profeta.»

 

Tomando Jesucristo la palabra (reparad en la palabra respondens, pues el fariseo no dijo nada en voz alta, pero Jesucristo contesta a supensamiento interior), le propone la cuestión que ya conocéis. De los dos deudores insolventes a quienes el acreedor condona sus deudas, ¿quién le amará más? Aquel, responde Simón, a quien perdonó más. Bien has respondido, replicó Jesucristo. Y vuelto a la Magdalena: « ¿Ves a esta mujer?», pues esta mujer es, en efecto, una pecadora, a la que tú despreciabas allá en tu corazón, pero «ha amado mucho» y lo prueba en lo que acaba de hacer: Por lo cual te digo que le son perdonados sus muchos pecados, porque amó mucho.

La Magdalena, la pecadora, se ha convertido en el triunfo de la gracia de Cristo y en uno de los trofeos más magníficos de su sangre preciosa. Esta piedad del Verbo Encarnado por los pecadores es tan intensa que a veces parece que olvida los derechos de su justicia y de su santidad; los enemigos de nuestro Señor la conocían tan bien que llegan a tenderle lazos insidiosos en este punto.

 

Un día presentan a Jesús una mujer adúltera,no se puede negar el crimen o disminuir su gravedad: nos cuenta el Evangelio que la culpable fue cogida en flagrante delito; la ley de Moisés manda apedrearla. Los fariseos, que conocen la piedad de nuestro Señor, esperan que la absolverá, y con eso ya está en oposición con su legislador. «Tú, ¿qué dices, pues, a esto?».

Pero si Jesucristo es la bondad por esencia, es también la eterna Sabiduría. Desde luego, la maligna pregunta de sus acusadores no obtiene ninguna respuesta; ellos insisten, y nuestro Señor les dice entonces: «El que entre vosotros no tenga pecado, sea el primero en tirar la piedra.»

Semejante respuesta desconcierta a sus enemigos, y no les queda más recurso que retirarse uno en pos de otro. Jesucristo queda a solas con la culpable. Allí están frente por frente, una gran miseria y una gran misericordia. Y en el caso la misericordia se inclina hacia la miseria: «Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Nadie te ha condenado?» Dijo ella: «Nadie, Señor. Jesús dijo: Ni Yo te condeno tampoco; vete y no peques más”.

Tan excesiva pareció a algunos cristianos de la primitiva Iglesia la bondad de Jesús, que este episodio fue suprimido en muchos manuscritos de los primeros siglos; pero es muy auténtico, y fue voluntad del Espíritu Santo que se insertase en el Evangelio.

Todos estos ejemplos de la bondad del corazón de Cristo no son más que manifestación de otro amor más elevado: el amor infinito del Padre celestial hacia los pobres pecadores. No olvidemos nunca que debemos ver en lo que Jesucristo hace como hombre una revelación de lo que realiza como Dios, en unión con el Padre y su común Espíritu. Jesucristo recibe a los pecadores y los perdona:
es Dios mismo quien en una forma humana se inclina hacia ellos y los acoge en el seno de su misericordia eterna.

 


3. LA MISERICORDIA DEL SALVADOR ES LA FUENTE PRIMERA DE NUESTRA CONFIANZA; ESTA CONFIANZA SE ROBUSTECE CON LA PENITENCIA

 

La revelaciónde la misericordia divina por Jesucristo es la fuente primera de nuestra confianza. A todos nos llegan estos momentos de gracia en que descubrimos a la luz divina el abismo de nuestras faltas, de nuestras miserias, de nuestra nada; y al vernos tan sucios, decimos a Jesucristo, como San Pedro: “Señor, apártate de mí, quesoy hombre pecador». No olvidemos
que Cristo dijo también: « No vine a llamar a los justos, sino a los pecadores.” Y en prueba de ello, ¿no llamó al rango de apóstol a Mateo, el publicano y pecador?

¿Y a quién colocó de cabeza de su Iglesia, como jefe de esta sociedad que Él quiere «santa, inmaculada, sin tacha, para cuya santificación viene a dar toda su preciosa sangre? ¿A quién ha escogido? ¿A Juan Bautista, santificado en el vientre de su madre, confirmado en gracia y de una perfección tan eminente que le tomaron por el mismo Mesías? No. ¿A Juan Evangelista, el discípulo virgen, el que amó con especialísimo amor, el que le fué fiel hasta el fin, hasta el pie de la cruz? Tampoco. ¿A quién, pues, eligió? A sabiendas, deliberadamente, nuestro Señor escogió a un hombre que luego le dejaría solo. Y ¿no merece esto considerarse?

En su presciencia divina, Jesucristo conocía ya todo lo que iba a ocurrir; y al prometer a Pedro que sobre él construiría su Iglesia, Jesucristo sabía que Pedro le negaría, no obstante la espontaneidad de su fe. A pesar de todos los milagros que en su presencia obró el Salvador, a pesar de todas las gracias que había recibido, a pesar de la gloria que había visto resplandecer en la Humanidad de Cristo sobre el monte Tabor, el mismo día de su primera comunión y de su ordenación sacerdotal,  Pedro «jura que no conoce a aquel hombre». Y Jesucristo le escogió a él, con preferencia a todos los demás.

Y ¿por qué así? Porque la Iglesia se había de componer de pecadores. Salvo la Santísima Virgen, todos somos pecadores, todos necesitamos de las misericordias de Dios; y por eso quiso Jesucristo que la cabeza de su Reino fuese un pecador, cuyo pecado quedaría consignado en las Sagradas Escrituras con todos los detalles que prueban su flaqueza e ingratitud.

Consideremos igualmente a María Magdalena. En el Evangelio leemos que algunas mujeres acompañaban a Jesús en sus correrías apostólicas para ayudarle en sus necesidades y en las de sus discípulos. Entre todas estas mujeres, cuya abnegación era incansable, ¿a quién distinguió más Jesucristo? A Magdalena. De ella dijo: «Donde: quiera que sea predicado este Evangelio, se hablará también de lo que ésta ha hecho».

Quiso nuestro Señor también que el escritor sagrado no ocultase nada de los desórdenes de la pecadora, pero a la vez que supiésemos que había aceptado la presencia de la Magdalena al pie de la cruz, al lado de su Madre, la Virgen de vírgenes que para ella reservó, antes que para nadie, su primera aparición de resucitado.

Una vez más podemos preguntarnos: Y ¿a qué obedece tanta condescendencia? «Para exaltar a vista de todos la gloria triunfal de su gracia» Tal es, en efecto, la grandeza del perdón divino que a una pecadora hundida en el abismo la ha levantado a una santidad de las más encumbradas: «Abismo llama abismo ».

Jesucristo encontró una mujer perdida en sus costumbres, dice un autor de los primeros siglos, y Él la hizo, por medio de una penitencia admirable, más pura que una virgen». Dios quiere que «nadie se gloríe de su propia justicia» sino más bien que todos ensalcen el poder de su gracia y lo largo de sus misericordias: «Porque su misericordia es eterna».

Nuestras miserias, nuestras culpas, nuestros pecados, ya los conocemos bastante; lo que desconocemos — ¡almas de poca fe! — es el precio de la sangre de Cristo y la virtud de su gracia. El origen de nuestra confianza se funda en la infinita misericordia de Dios para con nosotros; en la penitencia encuentra uno de los más poderosos acrecentamientos.

La condescendencia extrema de Jesucristo con los pecadores no puede servirnos de motivo para permanecer en el pecado o recaer en él después de habernos liberado. « ¿Permaneceremos en el pecado, dice San Pablo, para que abunde la gracia? Lejos de eso. Los que hemos muerto al pecado, ¿cómo vivir todavía en él?”.

Habréis notado que al perdonar a la mujer adúltera, Jesús le da un aviso importante: «Y no peques más.» Lo mismo dice al paralítico, y añade la razón: « Mira que has sido curado; no vuelvas a pecar, no te suceda algo peor».

Y es que, en efecto, decía el mismo Jesucristo, «cuando el espíritu malo ha sido arrojado de un alma, vuelve a asediarla con otros espíritus peores, y si se apoderan de ella y habitan allí, vienen a ser las postrimerías de aquel hombre peores que los principios ».

La penitenciaes la condición que se requiere para conseguir y conservar en nosotros el perdón de Dios. Mira a Pedro: pecó y pecó gravemente, pero refiere el Evangelio también que “lloró amargamente su culpa; más tarde tuvo que borrar sus negaciones con la triple protesta de amor: «Sí, Señor, Tú sabes que te amo!”.

 Mira también a la Magdalena, pues es a la vez uno de los trofeos más espléndidos de la gracia de Cristo y un símbolo magnífico del amor penitente. ¿Qué hace? Sacrifica a Cristo lo que tiene de más preciado, aquella cabellera, que constituye su aderezo, su gloria, porque, dice San Pablo “que la mujer se honra dejando crecer su cabellera”.

Magdalenase sirvió de ella para llevar al pecado de lujuria a los hombres, tenderles lazos y perderlos; y ahora ¿en qué la emplea? En enjugar los pies del Salvador. Como si fuese una esclava, se rebaja, se envilece y deshonra públicamente, en presencia de los convidados, con su cabellera lo más apreciado por la mujer de entonces que la conocían, y que hasta entonces había constituido su belleza y orgullo de mujer. Es el amor arrepentido que se inmola, pero al sacrificarse atrae y conserva los tesoros de la misericordia de Cristo: “Se le perdonan muchos pecados porque ha amado mucho”.

Sean cuales fueren las recaídas de un alma, nunca debemos desesperar de ella. Señor, preguntaba Pedro a Jesucristo, si mi hermano peca contra mí? cuantas veces tengo que perdonarle? Hasta setenta veces siete, responde Jesucristo, queriendo indicar con eso un número indefinido de veces. En este mundo, la medida inagotable del arrepentimiento es la que Dios mismo tiene.

Para completar la exposición que acabo de haceros de la bondad y condescendencia de Jesucristo para con nosotros, quiero añadir una pincelada que termina de «humanizarle» y nos descubre uno de los aspectos más encantadores de su ternura: me refiero al cariño que profesa a Lázaro y a sus dos hermanas de Betania.

En toda la vida pública del Verbo Encarnado, tal vez no se encuentre otra cosa que tanto nos acerque a Él y Él se aproxime a nosotros, como el cuadro íntimo de sus relaciones con sus amigos de la aldea. Si la fe nos dice que es el Hijo de Dios, iDios mismo, las condescendencias de su amistad nos revelan, a mi parecer, mejor que toda otra manifestación, su cualidad de «Hijo del hombre”.

Los escritores sagrados apenas esbozaron el cuadro de este santo afecto, pero lo que nos dejaron es suficiente para poder entrever lo que en aquel cariño había de infinitamente delicioso.

Nos dice, pues, San Juan, que “Jesús amaba a Marta, a su hermana María y a Lázaro”». Ellos eran sus amigos y los amigos de sus apóstoles; hablando a éstos de Lázaro, Jesucristo le llama «nuestro amigo Lázaro”. El Evangelio añade que “María era la que ungió al Señor con ungüento y le enjugó los pies con sus cabellos”.
Su casa de Betania era este hogarque Cristo, el Verbo Encamado, escogió en este mundo como lugar de reposo y escenario de aquella santa amistad de la que el mismo Hijo de Dios se digné darnos ejemplo.

 Para nuestros corazones humanos, nada tan dulce como la vista de ese interior que nos descubre el Espíritu Santo en el capítulo X del Evangelio de San Lucas. Jesucristo es el huésped más íntimo de ese hogar, y para Él son también los honores. Debió de ser como uno de casa, y así se comprende que cierto día, estando sirviéndole María, y muy atareada, osase ponerle de árbitro en una ligera disputa doméstica con su hermana María, que sentada tranquilamente a los pies de Jesús gozaba de las palabras del Salvador.

 «Señor, ¿no te da enfado que mi hermana me deje a mí sola en el servicio? Dile, pues, que me ayude.» Y en vez de ofenderse el Señor por esta confianza, que la englobaba, por decirlo así, en la queja que Marta hace a su hermana, Jesucristo interviene y zanja la cuestión a favor de la que simboliza la oración y la unión con Dios: Marta, Marta, tú te inquietas y te turbas por muchas cosas, y una sola es necesaria. María ha escogido la mejor parte, que no le será arrebatada».

Al asistir con espíritu de fe a esta escena deliciosa, sentimos en nuestros corazones que Jesucristo es verdaderamente uno de los nuestros: «Hubo de asemejarse en todo a sus hermanos»;sentimos también que se realiza en su persona de modo admirable esta revelación que hace al mundo la Sabiduría eterna, al proclamar que «sus delicias es estar con los hijos de los hombres»; y por todo esto nosotrosexperimentamos «que no hay nación tan grande que tenga los dioses tan cercanos a sí, como lo está nuestro Dios de nosotros».

Jesucristo es verdaderamente el «Emmanuel», Dios con nosotros, que vive en nosotros, con nosotros, entre nosotros.

Pero no solo con los amigos y discípulos es Jesús dulce, misericordioso y compasivo; hasta con los propios enemigos, los fariseos que le odian y le condenan a muerte: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen”.

Lo podemos ver en lo evangelios, en su vida. La dulzura de Jesús es tan intensa, que aun en los momento de fulminar contra los fariseos terribles maldiciones y anunciarles castigos tremendos del cielo, el Evangelio nosle muestra hondamente conmovido; el pensamiento del castigo que va a recaer sobre la ciudad santa por haber rechazado al Mesías, dando oídos a «aquellos ciegos»  arranca a su corazón sagrado estos ayes y lamentos de dolor:«¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados! Cuántas veces he querido reunir a tus hijos bajo mis alas como la gallina a sus polluelos y tú no has querido”.

Y con alusión clara al Templo, en el que no entraría ya más, pues eran las vísperas de la Pasión, añadió: «Vuestra casa quedará desierta, porque en verdad os digo que no me veréis más hasta que digáis: ¡ Bendito el que viene en el nombre del Señor!.

Mientras vivimos en este mundo, los llamamientos de la eterna bondad se suceden sin cesar: « ¡Cuántas veces quise!”. Pero no seamos de esos que desperdiciando de continuo la gracia y habituándose al pecado deliberado aunque leve, se endurecen de tal forma que ya ni los entienden: « cuántas veces…y no quisiste.»

Mucho cuidado para no expulsar al Espíritu Santo del templo de nuestra alma con resistencias tercas y voluntarias, porque entonces Dios no abandonaría a nuestra propia ceguera: Vuestra casa quedará desierta. Nunca falta la misericordia a un alma; es el alma quien provoca a la justicia por no atender a la misericordia.

Procuremos permanecer fieles, no con esa fidelidad que no  se ciñe exclusivamente a la letra, sino más bien a esa letraque nace del amor y se apoya en la confianza de un Salvador que rebosa bondad, compasión y ternura.

Por lo tanto, sean cuales fueren nuestras flaquezas, nuestras miserias, nuestros fallos, las faltas que se nos deslicen, llegará un día en que bendeciremos para siempre al que apareció entre nosotros en forma humana. Venía “a curar nuestras  enfermedades y miserias y a rescatamos del abismo del pecado; El es también el que «coronará en nosotros los dones de su misericordia y de su amor» AMEN, ASÍ SEA.

 

 

 

 

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