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             CRISTO, IDEAL DEL SACERDOTE

 

    Prólogo de Dom R. Thibaut, OSB

 

    El 6 de marzo de 1918, a los pocos meses de haber publicado su obra Jesucristo, vida del alma, que tanta resonancia había de alcanzar, Dom Marmión anunciaba a uno de sus corresponsales que el conjunto de su obra comprendería cuatro volúmenes: Cristo, nuestra vida, Los misterios de Cristo, Ascética benedictina, Sacerdos alter Christus.

  Y el 25 de septiembre del mismo año escribía: «He empezado el cuarto volumen, destinado a los sacerdotes, según el siguiente plan: 1. Sacerdocio eterno. – 2. La vocación sacerdotal. – 3. La Misa. – 4. El sacrificio de alabanza. – 5. El sacrificio de acción de gracias. – 6. La propiciación. – 7. La impetración».

   Jesucristo en sus misterios se publicó en 1919, y al poco tiempo de haberse editado (en septiembre de 1922) Jesucristo, ideal del monje, el Abad de Maredsous fue llamado al seno de Dios el 30 de enero de 1923. La célebre trilogía quedaba incompleta, al no publicarse la parte más importante del mensaje después de Jesucristo, vida del alma, precisamente aquella que Dom Marmión destinaba a los sacerdotes. «Pendent opera interrupta».

   Esta «interrupción» había de prolongarse durante muchos años. Y, como testigo de excepción, el que suscribe este prólogo se siente obligado a dar al lector una explicación de las razones que la han motivado.

      Aquellos para quienes sea familiar la doctrina de Dom Marmión volverán a encontrarse aquí con temas ya tratados en sus precedentes obras: Cristo, modelo de toda santidad; la fe, la caridad, la misa, la oración. ¿Hubiera sido, acaso, conveniente prescindir en este volumen de los temas citados y remitir al lector a los anteriores escritos de Dom Marmión? Semejante propósito no solamente hubiera dispersado la atención, sino que, sobre todo, habría desfigurado las enseñanzas del maestro. Ciertamente, la santificación del sacerdote no puede realizarse a espaldas de Cristo y de su gracia, de las virtudes, eminentemente cristianas, de la fe, la humildad y el celo, y de la ofrenda eucarística y de la oración. Estas consideraciones son las que nos han movido a incluir estos temas, tratados ahora desde un punto de vista propiamente sacerdotal. Hemos tenido presente, al mismo tiempo, la necesidad ineludible de recordar las nociones fundamentales y de soslayar las explicaciones más amplias, pero más generales de sus primeros escritos. Esta solución, que salvaguarda a un tiempo la integridad de la doctrina de Dom Marmión y el carácter homogéneo del volumen, es la única que se imponía. Estamos seguros de que contará con la entera aprobación de nuestros lectores.

   Cuando Dom Marmión daba los Ejercicios a los sacerdotes, no ambicionaba reivindicar una doctrina teológica, ni inculcar determinadas normas de orientación pastoral o proponer detallados exámenes de conciencia. Lo que él, sobre todo, pretendía era adentrar a sus oyentes en aquella atmósfera de fe viva, iluminada, contemplativa, en que su alma se movía. El calor de sus convicciones y el contagio de su fervor infundía en el alma de los sacerdotes una certeza más firme de las realidades invisibles, en cuyo ámbito se ejerce su ministerio: les comunicaba un impulso espiritual que les liberaba de la rutina y de la mediocridad; despertaba en ellos una voluntad generosa de unirse más estrechamente a Cristo y de hacer predominar en toda su vida la primacía de la vida interior. En esto, como en todo, él siempre tiende a lo esencial, lo que en repetidas ocasiones, y singularmente en su exhortación Menti Nostræ de 23 de septiembre de 1950, el Pastor Supremo Pío XII ha querido recordar con insistencia.

   Jesucristo, ideal del sacerdote no hace sino prolongar, como un eco fiel, este apostolado. Cada una de sus páginas tiende a elevar al lector hacia esta misma atmósfera espiritual, a hacerle comprender mejor la trascendental importancia de esta vida de unión con Dios por Cristo.

   Todo Dom Marmión se encuentra aquí: su perfecto conocimiento de los dogmas, su doctrina segura –Benedicto XV la clasificó como «la pura doctrina de la Iglesia»–, su vasto conocimiento de la Escritura, en especial de San Juan y de San Pablo, su gran experiencia de las almas, su unción penetrante y bienhechora. Aquí se siente palpitar una intensa vida sacerdotal  y un ardiente amor de Cristo, ávido de comunicarse.

   Por todos estos últimos, pero sobre todo por la riqueza, por la abundancia y por la originalidad de las observaciones hasta ahora inéditas, este volumen se coloca por derecho propio, y sin que pueda prescindirse de él, junto a lo tres que le precedieron. El los completa y los corona. Forma con ellos un sólido bloque, y remata dignamente la formación del corpus asceticum de Dom Marmión, todo él centrado en Cristo. Y llegados aquí, se encuentra ya íntegramente transmitido el mensaje tan espontáneo y viviente de este maestro de la vida espiritual.

   Son muchas las almas que en el secreto de la vida del claustro consagran su existencia de oración y de inmolación silenciosa a la santificación del clero. Que estas páginas, al revelarles la grandeza del sacerdocio y sus grandes exigencias de santidad, les ayuden a realizar su propia misión, no por completamente oculta, menos fecunda al servicio de la Iglesia de Cristo.

Permítasenos cerrar este prólogo citando un texto al que la dignidad de su autor, el cardenal Suhard, presta un valor excepcional.

   Es bien sabido cómo conocía el llorado arzobispo de París las necesidades actuales de las almas, del clero y de los fieles. Prueba: su pastoral Le prête dans la Cité.

   Ferviente admirador de Dom Marmión y de su doctrina, el cardenal reclamaba con su autorizadísima pluma la publicación de esta obra, cuya acción bienhechora y alcance fecundo claramente presentía. En un largo testimonio rendido a la memoria del antiguo abad de Maredsous, con ocasión del XXV aniversario de su muerte (1948), y dirigido al que suscribe estas líneas, escribe:

«La doctrina espiritual de Dom Marmión ofrece una síntesis católica, tan profundamente adaptada a las exigencias de nuestra época y a la orientación actual de la piedad católica… Mas Dom Marmión no ha terminado aún su obra terrestre o, si la ha terminado, aún no ha sido presentada al público. Jesucristo, ideal del sacerdote; he aquí la obra que esperamos de vuestras manos… Si os dignáis abrir (para bien de los sacerdotes, en quienes tenemos puesto nuestro pensamiento) los tesoros de luz y de vida que el venerable difunto dejó en herencia a la familia benedictina, todos los pastores de la Iglesia felicitarán a la abadía de Maredsous y se felicitarán a sí mismos por su clero». 

   Este libro, que fue tan sinceramente deseado por el eminente prelado, lo presentamos confiadamente a los ministros de Cristo. Quiera Dios que la lectura de estas páginas pueda mantener en los sacerdotes el esfuerzo diario para alcanzar la santidad exigida por la condición sublime de su vocación.

 Dom R. Thibaut, Abadía de Maredsous, 16 de junio de 1951
70º aniversario de la ordenación sacerdotal de Dom Marmión en Roma

Nota del Traductor

    El magnífico prólogo de Dom Thibaut nos dispensa de añadir nada por nuestra cuenta para presentar la versión española de Jesucristo, ideal del sacerdote, la obra póstuma del gran maestro de la espiritualidad benedictina Dom Marmión. Solamente diremos que, para la traducción de los textos de la Sagrada Escritura, nos hemos servido de la versión directa de Nácar-Colunga, publicada por la BAC, y que en la numeración de los Salmos hemos seguido el orden de la Vulgata.

    Todas las notas (sea cual fuere su naturaleza: bibliográficas o destinadas a subrayar el pensamiento de Dom Marmión) son nuestras. En sus conferencias a los sacerdotes, Dom Marmión citaba ordinariamente la Escritura en latín, aunque a veces recurría al texto griego. En atención a los lectores que desconocen el latín, hemos reemplazado la cita latina por su traducción o, a continuación del texto latino, más expresivo, hemos indicado su sentido. No hacemos ninguna referencia, por ser sobradamente conocidos, a los textos del Ordinario de la Misa.

    Manifestamos nuestro agradecimiento a los que nos han prestado su ayuda en la preparación material de esta obra. Ellos tienen su parte en el bien que ella producirá en las almas.

 

 Luis Zorita Jáuregui, pbro.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

PRIMERA PARTE

 

CRISTO, AUTOR DE NUESTRO SACERDOCIO Y SANTIDAD

 

PRIMERA MEDITACIÓN

 

EL SACERDOCIO DE CRISTO

 

1.- LA GLORIA DE DIOS

 

     San Pablo nos revela que la absoluta dependencia de toda criatura de la soberana grandeza de Dios le obliga al hombre a tributarle la gloria que merece de nuestra parte: Ex Ipso et per Ipsum et in Ipso sunt omnia; Ipsi gloria in sæcula. Amen (Rom., 11, 36). «Porque de Él y por Él y para Él son todas las cosas. A Él la gloria por los siglos. Amén».  A Dios Trinidad sea dada toda gloria.

Dios, por su mismo ser y existir divino y trinitario se tributa a sí mismo una alabanza perfecta e infinita, por el Hijo, reflejo del Padre por amor de Espíritu Santo. Nada absolutamente le pueden añadir todos los himnos de los ángeles y del universo entero a la gloria dada por su Palabra pronunciada con Amor de Espíritu Santo.

Y con todo, como tuviera necesidad de su amor, Dios exige de su criatura que se asocie a esta glorificación propia de su vida íntima. Según el plan divino, la gloria que el hombre debe rendir al Señor trasciende los límites de la religión natural y se remonta hasta la Trinidad misma por el sacerdocio de Cristo, único mediador entre la tierra y el cielo. (oración de Sor Isabel, beata… y la mía al Padre: Aba, papá bueno del cielo y de todas partes… mi estampa: in laudem gloriae ejus, para alabanza de su gloria: representar a Cristo ante la faz del Padre)

    Tal es la magnífica prerrogativa del sacerdocio de Cristo y del de sus sacerdotes: ofrecer a la Trinidad, en nombre de la humanidad y del universo, un homenaje de alabanza agradable a Dios. La grandeza de este sacerdocio consiste en asegurar esencialmente el retorno de toda la obra de la creación al Señor de todas las cosas.

    Con el respeto que brota de una fe viva, comencemos a fijar nuestra mirada en el misterio de esta glorificación que se realiza en el seno de la Trinidad. Existía ya antes del tiempo como el mismo Dios, y durará sin cesar, sicut erat in principio et nunc et semper. Ella es el modelo de toda alabanza, sea humana o angélica. Y nosotros hemos sido llamados a unirnos a ella, tanto en la tierra como en el cielo. Este es nuestro sublime destino.

    ¿Y cuál es esta gloria que se tributan mutuamente las diversas personas? En su esencia, Dios no solamente es «grande», magnus, sino también «objeto de toda alabanza»,   laudabilis nimis (Ps., 47, 1). Por eso, debe recibir la gloria que corresponde a su majestad y es preciso que en sí mismo sea glorificado con una alabanza igual a los abismos de poder, de sabiduría y de amor que en El existen. Pudo Dios no haber creado nada. Hubiera podido vivir sin nosotros en la inefable y bienaventurada sociedad de luz y de amor que constituyen las personas divinas.

    El Padre engendra al Hijo. Le hace eternamente participante del don supremo, que es la vida y las perfecciones de la divinidad, y le comunica todo cuanto es El mismo, a excepción de su «propiedad» de ser Padre.

    Imagen sustancial perfecta, el Verbo es «el esplendor de la gloria del Padre»: Splendor gloriæ et figura substantiæ ejus (Hebr., 1, 3). Nacido del hogar de toda luz, El mismo es luz y se refleja, como un himno ininterrumpido, hacia Aquel de donde emana: «Todo lo mío es tuyo y lo tuyo mío» (Jo., XVII, 10). De esta suerte, por el movimiento natural de su Filiación, el Hijo hace refluir hacia el Padre todo lo que tiene recibido de El.

    En esta mutua donación, el Espíritu Santo, que es caridad, procede del amor del Padre y del Hijo como de su único principio de origen. Este abrazo de amor infinito entre las tres Personas completa la eterna comunicación de la vida en el seno de la Trinidad.     Tal es la gloria que Dios se tributa a sí mismo en la sagrada intimidad de su vida eterna. (no estaría mal poner algo de mi introducción al 1º de mis libros y en otros)

   Queridos amigos ¿Podría verse, quizás, en esta glorificación infinita una especie de acción sacerdotal? Ciertamente que no. Y lo explico:

    El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son iguales en poder, en eternidad y en majestad. No se puede admitir que exista entre ellos una razón de subordinación o inferioridad, cualquiera que sea. Ahora bien, el concepto mismo del sacerdocio entraña esta idea de inferioridad. El sacerdote se abaja cuando rinde culto a Dios. Y es precisamente por esta sumisión a Dios por la que puede cumplir su papel de mediador entre Dios y los hombres. Pero como las personas divinas constituyen una misma y única esencia, ninguna de ellas puede ser considerada como rindiendo culto a las otras. Ninguna función sacerdotal puede concebirse en la glorificación eterna que se verifica en el seno de la Trinidad. Y esta es la razón de porqué en Jesucristo el sacerdocio pertenece propiamente a su santa humanidad y no al Verbo. Este no es Sacerdote, puente entre los divino y lo humano sino por su encarnación; su sacerdocio es una prerrogativa propia de su humanidad.

 

 

 

2.- LA CONSAGRACIÓN SACERDOTAL DE CRISTO

 

   Entonces¿Cuál es la esencia del sacerdocio?

    La Epístola a los Hebreos nos da de ella una célebre definición: «Todo Sacerdote tomado de entre los hombres, a favor de los hombres es instituido para las cosas que miran a Dios, para ofrecer ofrendas y sacrificios por los pecados»: Omnis pontifex ex hominibus assumptus pro hominibus constituitur in iis quæ sunt ad Deum, ut offerat dona et sacrificia pro peccatis (V, 1).

    El sacerdote es el mediador que ofrece a Dios oblaciones y sacrificios en nombre del pueblo. A cambio, Dios le elige para comunicar a los hombres sus dones de gracia, de misericordia y de perdón.

    La singular excelencia del sacerdocio se deduce de esta función mediadora. ¿De dónde deriva Jesucristo su sacerdocio? San Pablo es quien va a respondernos. El sacerdocio, nos dice, es de tal grandeza, que absolutamente nadie, ni «el mismo Cristo en virtud de su humanidad, ha podido arrogarse esta dignidad»: Nec quisquam sumit sibi honorem, sed qui vocatur a Deo… Sic et Christus non semetipsum clarificavit ut pontifex fieret. Y añade: «Es el mismo Padre quien ha constituido a su Hijo como Sacerdote eterno. El es quien le ha dicho: Filius meus es tu, ego hodie genui te… Tu es sacerdos in æternum» (Hebr., V, 4-6).

    De esta suerte, el sacerdocio es un don del Padre a la humanidad de Jesús. Desde el momento mismo de la Encarnación, el Padre miró a su Hijo con una complacencia infinita y le reconoció como único mediador entre el cielo y la tierra y Sacerdote sempiterno.

    Cristo, Hombre-Dios, tendrá el privilegio de reunir en sí a toda la humanidad para purificarla, santificarla y conducirla al seno de la divinidad. Y, por esto, dará al Señor una gloria perfecta en el tiempo y en la eternidad.

    Desde el primer instante de la Encarnación, el Hijo fue constituido mediador y Sacerdote.

    El no tuvo necesidad, como los demás sacerdotes la tienen, de una unción exterior que lo consagrase. El alma de Jesús no fue marcada, como lo fue la nuestra el día de nuestra ordenación, con un «carácter» sacerdotal indeleble. Y al preguntarnos la razón de ello, llegamos al fondo del misterio. En virtud de la unión hipostática, el Verbo penetró y tomó posesión del alma y del cuerpo de Jesús y los consagró. Al encarnarse el Hijo de Dios, se apoderó totalmente de la humanidad y aquel fue el momento en que se verificó la consagración sacerdotal de Jesús. Entonces, Jesús fue designado como único y eterno mediador entre Dios y los hombres. «Te ungió Dios, tu Dios, con óleo de exaltación», dice San Pablo (Hebr., I, 9), porque el mismo Verbo fue esta unción infinitamente santa.

    Jesús es el sacerdote por excelencia. «Y tal convenía que fuese nuestro Sacerdote, santo, inocente, inmaculado… y más alto que los cielos» (Hebr., VII, 26). Hasta el fin de los tiempos, los sacerdotes de este mundo no recibirán poder alguno de mediación que no sea una participación del suyo, porque Él es la fuente única de todo el sacerdocio que rinde a Dios la gloria que responde a sus exigencias.

    Para penetrar aún más profundamente el misterio de esta maravillosa consagración sacerdotal, contemplemos la venida del ángel a Nazareth.

  María, la llena de gracia, está sumida en altísima oración. Y el ángel le transmite el mensaje de que es portador. ¿Qué dice este mensaje? Que el Verbo ha elegido su seno como la cámara nupcial donde Él se desposará con la humanidad: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti»… A lo que María responde: «Hágase en mi según tu palabra» (Luc., I, 35, 38). En este instante divino, es consagrado el primer sacerdote, al tiempo que la voz del Padre resuena en el cielo: «Tú eres sacerdote eterno según el orden de Melchisedech».

    Entonces, María se convirtió realmente en la casa de oro, en el arca de la alianza, en el tabernáculo donde la naturaleza humana fue unida al Verbo. Y en virtud de esta unión, Jesús fue constituido para siempre en su misión de mediador.

 

 

3.- PRERROGATIVA ÚNICA DEL SACERDOCIO DE CRISTO: SACERDOTE Y VÍCTIMA

 

    En el Antiguo Testamento, como ya lo sabéis, el sacerdote y la víctima eran distintos. En los sacrificios de expiación, por ejemplo, el sacrificador inmolaba un ser  viviente en sustitución del pueblo. El extendía las manos sobre la ofrenda, cargando sobre ella, en virtud de este gesto, los pecados del pueblo. Uno era el sacerdote, y otra la víctima inmolada a Dios.

    Pero no sucede lo mismo en el sacrificio ofrecido por Jesús.

    Por una sorprendente y admirable prerrogativa de su sacerdocio, lo mismo en el Calvario que sobre nuestros altares, su sacrificio es divino, tanto por la dignidad del Sacerdote cuanto por la excelencia de la hostia inmolada. Sacrificador y víctima están unidos en una misma persona, y este sacrificio constituye el homenaje perfecto que glorifica a Dios, hace al Señor propicio a los hombres y obtiene para ellos todas las gracias de la vida eterna.

    El Consummatum pronunciado por Cristo al morir era, a un tiempo, el último suspiro de amor de la víctima que lo expió todo y la solemne atestación del Sacerdote al consumar el acto supremo de su sacerdocio.

    Meditemos por unos momentos en el misterio de las disposiciones interiores de Jesús en su calidad de sacerdote y de víctima.

    La actitud de Cristo, Sumo Sacerdote, era de total reverencia y de adoración profunda. Y la causa de esta actitud era la visión que Jesús tenía de la «inmensa majestad de su Padre»,Patrem inmensæ  majestatis [Himno Te Deum]. El le conocía como nunca le podrá conocer criatura alguna: «Padre justo, si el mundo no te ha conocido, yo te conocí» (Jo., XVII, 25).

    El abismo de las divinas perfecciones se abría claramente a su mirada: la santidad consumada del Padre, su soberana justicia, su infinita bondad. Esta contemplación le llenaba de aquel temor reverencial y de aquel espíritu de religión que deben animar al sacrificador.

    ¿Cuál fue la actitud íntima de Jesús como víctima? Fue también la de adoración, que aquí se traduce en la aceptación del aniquilamiento y de la muerte. Jesús sabía que estaba destinado a la cruz para alcanzar la remisión de los pecados del mundo. Ante la justicia divina, se sentía cargado con el peso aplastante de todos los pecados y aceptaba plenamente el oficio de víctima. No experimentaba, sin embargo, la contrición como un penitente que llora sus propias faltas. Pero, frecuentemente, experimentaba una tristeza mortal, al verse abrumado por el peso de tantas iniquidades. ¿No exclamó, acaso, en el huerto de los olivos: «Triste está mi alma hasta la muerte»?

    Como veis, la actitud de la víctima se corresponde perfectamente con la del sacerdote.

    No debemos contemplar los designios eternos según el limitado alcance de nuestras miradas humanas. Examinémoslos más bien tal y como Dios los ha concebido y revelado. No investiguemos lo que el Señor pudo haber realizado con su infinito poder. Veamos lo que, en realidad, ha querido realizar. El pudo haber perdonado todos los pecados sin exigir una expiación proporcionada a la magnitud de la ofensa; pero su sabiduría le indujo a decretar la salvación del mundo mediante la muerte de Cristo. «No hay remisión sin efusión de sangre»:Sine sanguinis effusione non fit remissio (Hebr., IX, 22).

    Por eso, al entrar en este mundo, el Hijo de Dios ha tomado un «cuerpo de víctima», apto para soportar el sufrimiento y la muerte. Pertenecía realmente a nuestra raza y fue precisamente en nombre de sus hermanos como Él se ofreció en calidad de víctima para reconciliarnos con su Padre celestial.

    Tertuliano ha escrito esta luminosa frase: «Nadie es tan Padre como Dios, y nadie se le puede comparar en bondad»: Tam Pater nemo, tam pius nemo [De pœnitentia, 8. P. L. 1, col. 1353]. Nosotros podemos añadir: «Nadie es tan hermano como Jesús»: Nemo ita frater ac ille. San Pablo nos dice que, en los planes de la predestinación eterna, Cristo es «el primogénito entre mucho hermanos» (Rom., 8, 29), y añade que «no se avergüenza de llamarlos hermanos» (Hebr., II, 11). ¿Qué dijo, en efecto, el mismo Cristo a la Magdalena después de su resurrección? «Ve a mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre» (Jo., XX, 17). ¡Y qué hermano fue Jesús! Es un Dios que quiere compartir nuestras enfermedades, tristezas y dolores. Por experiencia propia aprendió a conmoverse de nuestras penas. «No es nuestro Sacerdote tal que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, antes fue tentado en todo a semejanza nuestra, fuera del pecado» (Hebr., IV, 15).

 

 

4.- LOS ACTOS DEL SACERDOCIO DE JESÚS

 

A) Ecce venio.

 

Toda la vida de Jesús fue la de sacerdote supremo consagrado a la gloria de Dios y a la salvación de los hombres. Este sacerdocio alcanzó su apogeo en la Cena y en el Calvario. Y, entre tanto, toda la vida de Jesús está marcada con el carácter sacerdotal.

    En el momento mismo de su encarnación, el primer movimiento de su alma santísima fue un acto supremo de religión. Los evangelistas no nos han revelado el secreto de esta oblación sacerdotal del Salvador; pero a San Pablo, dispensador de los misterios de Dios y de su Cristo, le fue otorgado su conocimiento. Al entrar en el mundo, escribe el Apóstol, dice: «No quisiste sacrificios ni oblaciones, pero me has preparado un cuerpo.

Los sacrificios y holocaustos por el pecado no los recibiste. Entonces yo dije: Heme aquí que vengo –en el volumen del libro está escrito por mí–, para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad» (Hebr., 10, 5-7). Para conocer el dominio supremo de su Padre, Cristo se ofrece a Él sin restricción alguna. Y esta inefable ofrenda fue su respuesta a la gracia incomparable de la unión hipostática. Fue un acto sacerdotal, preludio del sacrificio de la redención y de todos los actos del sacerdocio celestial. No nos sería posible agotar la meditación de este texto, que nos permite entrever la vida interior eminentemente sacerdotal de Jesús.

    Ingrediens mundum. «Al entrar en el mundo», su alma, ilustrada por la luz del Verbo, ha contemplado la divinidad y, en esta augusta visión, le ha sido concedido el don de conocer la majestad infinita del Padre. Al mismo tiempo, Jesús ha visto la injuria inmensa inferida a Dios por el pecado y la insuficiencia de las víctimas hasta entonces ofrecidas. Ha comprendido que Dios, al revestirle de la humanidad, la había consagrado, con objeto de que ella fuese ofrecida como víctima y El mismo fuese el sacerdote de este sacrificio.

    ¿Cuál fue la actitud que adoptó entonces Jesús? Vuelto hacia su Padre con el impulso de un amor indecible, se entregó enteramente a su voluntad.     En este bendito momento –podemos creerlo legítimamente– todo el cielo contempló en suspenso la entrega inicial que de sí misma hizo la humanidad de Jesús.

    Aunque era totalmente inmaculada, «la humanidad de Cristo pertenecía a la raza de los pecadores»: In similitudinem carnis peccati (Rom., 8, 3) y al aceptar la responsabilidad de cargar con los pecados del mundo, el Salvador aceptaba también las condiciones de la inmolación. Por esto fue por lo que Jesús exclamó: «Oh Padre, los sacrificios mosaicos eran en sí mismos indignos de Vos»: Hostiam et oblationen noluisti: holocausta pro peccato non tibi placuerunt. «Heme aquí»: Ecce venio; aceptadme como víctima. Vos me habéis dado un cuerpo, gracias al cual puedo ofrecerme en sacrificio: trituradlo, quebrantadlo, abrumadlo con sufrimientos, crucificadlo, que todo lo acepto: «Yo vengo a cumplir vuestra voluntad».

    Reparad en estas palabras: «Me has preparado un cuerpo». Cristo quiere hacernos comprender que su carne no es gloriosa e impasible, como lo será después de su resurrección, ni siquiera transfigurada, como en el Tabor, sino que El acepta de su Padre su cuerpo sometido a la fatiga, al dolor y a la muerte, capaz como el nuestro de soportar todos los malos tratos y todos los sufrimientos: «Oh Padre, este cuerpo, yo lo acepto tal como lo habéis dispuesto para mí».

    Jesús sabe que «en el principio del libro de su vida, hay escrita par Él una voluntad divina de inmolación». Y se abandona a ella sin reserva: In capitate libri scriptum est de me ut faciam, Deus, voluntatem tuam.

    Esta voluntad de glorificar al Padre, de satisfacer a su justicia y de ofrecerse por nuestra salvación jamás se ha doblegado, sino que permanece arraigada para siempre en la entraña misma de su corazón.

    Toda la vida de Jesús, a partir de este momento hasta aquella hora santa en la que se ofrecerá como víctima en la cruz, será una manifestación ininterrumpida de esta decidida voluntad. La sombra del Calvario se proyectaba continuamente en su pensamiento. El vivía anticipadamente todas las peripecias del gran drama: la ingratitud de Judas, las burlas de Herodes, la cobardía de Pilato, la flagelación, las afrentas de la crucifixión.

    Un día que el Salvador se dirigía a Jerusalén, conversando con los discípulos les dijo: «Seré entregado a los gentiles y escarnecido e insultado y escupido» (Luc., XVIII, 32).

    Lo mismo vemos que pasa en el Tabor. Cristo se manifiesta a sus deslumbrados apóstoles, en toda la gloria de su humanidad inundada por el esplendor de la divinidad. «Y hablaban con El dos varones, que eran Moisés y Elías». Y San Lucas nos revela el tema de su conversación: «Le hablaban de su muerte, que había de cumplirse en Jerusalén (Luc., IX, 31). Bien se ve que la pasión constituía el supremo objetivo de la vida terrena de Jesucristo.

    Al morir Jesús, llevaba en sí a la humanidad entera, y en este único sacrificio de la cruz, que fue libremente aceptado y cuyo primer impulso data de la encarnación, nos salvó y santificó a todos. Tal es el sentido de la doctrina de San Pablo, cuando al texto ya citado añade: «En virtud de esta voluntad, somos nosotros santificados por la oblación del cuerpo de Jesucristo, hecha una sola vez (Hebr., X, 10).

 

B) La Cena

 

    La ofrenda que hizo Jesús al pronunciar su Ecce venio fue, sin duda alguna, irrevocable y digna de toda admiración. Pero será en la cena y en la cruz y solamente entonces, cuando el Salvador realizará el acto sacerdotal por excelencia. Allí es cuando, al tiempo que presenta su sacrificio al Padre, se nos revela en toda la majestad y el poder de su supremo pontificado.

    Trasladémonos primero al Cenáculo, en la tarde del Jueves Santo, y asistamos con la consideración a este banquete de despedida y de amor inmenso, en el que Jesús consagra el pan y el vino. Antes de dar principio a su Pasión, ofrece su cuerpo y su sangre, por medio de un rito nuevo, que es imagen de la inminente oblación sacrificial.

Las palabras pronunciadas por Él sobre el pan y el vino no permiten duda alguna sobre el significado que atribuía a su gesto. Se trata, en efecto, de «su cuerpo que será entregado» y de «su sangre –sangre de la Nueva Alianza– que será derramada para la remisión de los pecados». Esta fue la ofrenda que hizo a su Padre. Lo afirma el Concilio de Trento, cuando dice: «En la última Cena, declarándose a sí mismo sacerdote constituido por toda la eternidad según el orden de Melchisedech, ofreció a su Padre su cuerpo y su sangre, bajo las especies de pan y de vino» [Sesión XXII, c. I].

    Sobre nuestros altares, lo mismo que en la Cena, Cristo es sacerdote y hostia. El sigue dándose en alimento; pero en la misa, Cristo se sirve del ministerio de sus sacerdotes, al paso que en la Cena no se sirvió del ministerio de nadie. Sacerdote soberano por su propia e inmediata autoridad, instituyó tres maravillas sobrenaturales, que legó a su Iglesia: el sacrificio de la Misa, el sacramento de la Eucaristía, íntimamente ligado a la Misa, y nuestro sacerdocio, derivado del suyo y destinado a perpetuar hasta la consumación de los siglos su gesto de poder y de misericordia.

    La liturgia de la Misa brota así espontáneamente del corazón de Cristo. Tomando el pan y el vino, «dio gracias» a su Padre, gratias egit (Mt., XXVI, 27). La acción de gracias era realmente una parte del rito pascual; pero ¿no podemos legítimamente creer que Jesús, en aquella coyuntura, dio gracias al Padre tanto por sus pasadas bondades para con el pueblo elegido, cuanto por todas las de la Nueva Alianza?

Veía entonces la innumerable muchedumbre de cristianos que habían de saciarse en la santa mesa y nutrirse de su carne adorable y beber de su preciosa sangre. Dio las gracias por todos los auxilios destinados a sus sacerdotes hasta el fin de los tiempos. No debemos echar en olvido que el seno del Padre es el foco de donde irradian, por la mediación de Jesús, todas las misericordias y todos los dones: Omne datum optimun… descendens a Patre luminum (Jac., I, 17). Jesús dio gracias, sobre todo, por el gran don del sacerdocio y de la Eucaristía.

    Este acto incomparable de gratitud, realizado por el Salvador en nombre propio y en el de todos sus miembros, tributa al Padre una gloria incomparable.

 

 

 

 

C) El supremo Sacrificio de la Cruz

 

    Subamos al Calvario y asistamos juntos al sangriento sacrificio de Jesús.     ¿Qué veis allí? Jesús se encuentra rodeado de una inmensa muchedumbre: soldados indiferentes, fariseos blasfemos, crueles verdugos y, entre ellos, el pequeño rebaño de fieles agrupados en torno a la Virgen María. «Puestos los ojos en el autor y conservador de la fe»: aspicientes in auctorem fidei (Hebr., XII, 2). Este crucificado es el verdadero Dios, nuestro Dios… Crucifixus etiam pro nobis.

    Como frecuentemente os lo repetiré, la divinidad de Jesucristo es la base de nuestra vida espiritual: «El que cree en el Hijo tiene la vida eterna» (Jo., III, 36). Este hombre cosido por los clavos a la cruz es igual al Padre: «consustancial al Padre…, luz de la luz». Más, al revestirse de nuestra humanidad, se ha hecho hermano nuestro.

    ¿Qué es lo que hace sobre este patíbulo de dolor? ¿Cuál es la misión que cumple? Como sabéis, todas las acciones del Hombre-Dios son teándricas en toda la extensión de la palabra, puesto que emanan a un tiempo de Dios y del Hombre. La dignidad de la persona del Verbo confiere a los actos humanos de Cristo un valor divino: Actio est suppositi [Las acciones se atribuyen a la persona] y, en este caso, el suppositum es divino. Cada uno de sus suspiros, cada gota de su sangre tiene un valor expiatorio que basta para compensar la ofrenda inferida por todos los pecados del mundo. Pero en los decretos de su eterna sabiduría, el Padre ha querido que el Hijo nos rescatase por el acto de religión más sublime: el sacrificio. Por esto, dijo el Apóstol: «Cristo nos amó y se entregó por nosotros en oblación y sacrificio a Dios en olor suave» (Eph., V, 2).

    Este sacrificio de Cristo fue eminentemente propiciatorio. Por razón de la eminente dignidad de su persona divina y de la inmensidad de su amor humano, Jesucristo ofreció a su Padre un homenaje que le agradó incomparablemente más que lo que pudieron ofenderle las iniquidades del mundo entero. A los ojos del Señor, el valor de la inmolación de su Hijo sobrepasó incomparablemente la aversión que le produjeron nuestros ultrajes.

 Según la atrevida expresión de San Pablo, Jesús «ha arrancado a la justicia del Padre el decreto de nuestra condenación»:chirographum decreti quod erat contrarium nobis; «quitándolo de en medio y clavándolo en la cruz»: affigens illud cruci (Col., II, 14). Con esto, la actitud de Dios hacia nosotros se transformó totalmente. Éramos «hijos de ira»: filii iræ (Eph., II, 3); pero ahora el Señor se ha hecho para nosotros «rico en misericordia», dives in misericordia (Eph., II, 3-4).

    He aquí lo que Jesús, nuestro hermano, ha hecho por nosotros. Si alcanzáramos a comprender la grandeza de este amor, ¡cómo no uniríamos a su sacrificio, exclamando con el Apóstol: «Me amó y se entregó por mí!» (Gal., II, 20). Observad que no dice dilexit nos, sino dilexit me: es «por mi», soy «yo» a quien todo esto se refiere y atañe.

    Bien se nos alcanza que lo que Dios ha exigido a Jesús y lo que confiere a su sacrificio todo su valor no es ciertamente el derramamiento de la sangre por sí misma, sino en cuanto esta efusión está interiormente animada por el amor y la obediencia.

    Dios, en sus designios, ha querido adaptarse a nuestra condición humana. Ahora bien, para nosotros los hombres, «la sublimación del amor consiste en la donación de la vida, en la entrega de sí mismo hasta la muerte»: Majorem hac dilectionem nemo habet, ut animam suam ponat quis pro amicis suis (Jo., XV, 13). Es el mismo Jesús quien pondera la importancia de este amor en su pasión, cuando dice: «Conviene que el mundo conozca que yo amo al Padre y que, según el mandato que me dio el Padre, así hago» (Ibíd., XIV, 31).

    Ha querido también revelarnos que se sacrificaba por obediencia. En el huerto de los olivos, durante su agonía, Jesús suplicará por tres veces que «el cáliz se aparte de Él». Y ante el inexorable silencio del cielo, el Salvador, libremente, por un acto de suprema sumisión y en un transporte de amor, «conformará su voluntad humana a la voluntad del Padre»: non mea voluntas, sed tua fiat (Lc., XXII, 42). Y San Pablo podrá decir de Jesús: «Se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz» (Philip., II, 8). Isaías  había previsto esta libre aceptación que el Señor hizo del dolor: «Se entregó, proclama el profeta, porque quiso»: quia ipse voluit (Is., 53, 7).

    Por lo tanto, cualquiera que sea el número y la enormidad de los pecados del mundo, la reparación ofrecida por nuestro divino Maestro continúa siendo siempre sobre-abundante. La palabra del Apóstol, transida de admiración ante este misterio, lo a­­testigua plenamente:«Donde abundó el pecado sobreabundó la gracia» (Rom., V, 20).

    Porque el sacrificio de Cristo, así como satisfizo plenamente por la ofensa del pecado, así también se hizo acreedor a todas las gracias. ¿Qué se entiende por merecer? Merecer es realizar un acto que exige una recompensa. Cuando el cristiano que vive en estado de gracia realiza una buena acción, ésta, en virtud de una promesa divina, constituye para él un derecho que le acredita para recibir nuevos factores espirituales. El es quien los merece y este derecho es estrictamente personal.

    Pero cuando Cristo –en su calidad de Redentor y cabeza del Cuerpo Místico–ofrece al Padre su pasión, el valor meritorio de ésta se extiende, trascendiendo la persona de Jesús, a la universalidad de los hombres redimidos por Él y a todos aquellos de quienes es la cabeza. Sus méritos nos pertenecen de tal suerte, que en Él hemos llegado a ser «ricos en toda bendición espiritual» (Eph., I, 3; cfr. I Cor., I, 5). «Nuestras riquezas en Jesucristo» son tan grandes, que es imposible escrutar su inmensidad. Por eso, San Pablo las llama «incalculables»:Investigabiles divitiæ  Christi (Eph., III, 8).

    Llenemos, pues, nuestros corazones de una fe viva y de una confianza sin límites. ¿Acaso no es el mismo Cristo quien ha dicho: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante»? (Jo., X, 10).

    El sacrificio de Jesús es el foco luminoso de las gracias y de los perdones divinos. Todo socorro sobrenatural otorgado a los hombres brota de la suprema inmolación sacerdotal del Gólgota. Todas las bondades que Dios nos dispensa, todos los abismos de su misericordia para con nosotros no son sino una respuesta a las incesantes llamadas de los méritos de Cristo. Si toda la humanidad elevara al cielo llamadas de angustia, todas ellas, sin Jesús, de nada servirían. El clamor del Hijo de Dios es el único que da valor a los nuestros.

    Pero el drama del Calvario se perpetúa en el seno de la Iglesia. Bajo los velos del sacramento, en el momento de la consagración, el clamor de la sangre de Jesús resuena de nuevo, porque todo el amor, toda la obediencia, todos los sufrimientos de su oblación en la cruz continúan siendo presentados al Padre. «Cada vez, proclama la liturgia, que se celebra la conmemoración de este sacrificio, se ejerce la obra de nuestra redención»: Quoties hujus hostiæ commemoratio celebratur, opus nostræ redemptionis exercetur [Secreta de la misa de la 9ª dominica después de Pentecostés].

    Aunque el sacrificio eucarístico depende sustancialmente del sacerdocio de Cristo, no abordamos en este lugar ex profexo este tema, sino que lo haremos más adelante. Retened, sin embargo, ya desde ahora, esta verdad capital: cuando Dios otorga a los hombres sus gracias por la Santa  Misa, glorifica a su Hijo, porque atiende a la intercesión omnipotente de su sangre redentora. Y aún osaría ir más lejos hasta decir que a su Hijo es a quien se muestra misericordioso, porque Jesús puede, sin duda, decir a su Padre: «Oh Padre, los hombres son miembros míos. Al morir, los he llevado a todos a mí. Son míos como lo son vuestros. Y todas las misericordias con que los colmáis, a mí es a quien en realidad se las hacéis».

 

D) El Sacerdocio celestial

 

    Después de su ascensión a los cielos, Jesús está sentado a la diestra del Padre y allí, en medio de los esplendores eternos, «su sacerdocio, como nos dice San Pablo, permanece inmutable»: Sempiternum habet sacerdotium (Hebr., VII, 24).

    El sacrificio de la cruz será eternamente «la oblación única por cuya virtud Cristo hizo perfectos para siempre a los que ha santificado» (Hebr., X, 14).

    Para llegar a la perfecta comprensión de esta vida sacerdotal de Jesús en el cielo es necesario, según Santo Tomás [Sum. Theol., III, q. 22, a. 5.], distinguir entre la ofrenda del sacrificio y sus consumación. Esta comunicación de los dones divinos se verifica en virtud de la oblación ya realizada y constituye su consumación o pleno acabamiento. Esta consumación es, por consiguiente, un ejercicio eminente, aunque secundario, del poder sacerdotal.

    ¿Cómo ejerce Jesús este su sacerdocio eterno, con arreglo al plan divino? Nos lo revela la Epístola a los Hebreos, donde se nos recuerda que el sumo sacerdote de la Antigua Alianza, al penetrar en el interior del velo, figuraba a Cristo. Este sacerdote no entraba en el Santo de los santos, sino una vez al año, después de haber inmolado la víctima y haberse rociado a sí mismo con su sangre. Llevaba sobre su pecho doce piedras preciosas, que simbolizaban a las doce tribus de Israel. De esta suerte, todo el pueblo penetraba simbólicamente con él en el santuario.

    Esta solemne entrada del sacerdote en el Santo de los santos no era otra cosa que la imagen de un acto sacerdotal infinitamente más sublime. Jesús es el verdadero sacerdote que, después de haberse inmolado y rociado con su propia sangre, entró el día luminoso de la Ascensión «en el verdadero tabernáculo» en lo más alto de los cielos: Introivit semel in sancta.Entró allí para siempre y «una vez por todas» (Hebr., IX, 12).

    Cuando el sumo sacerdote penetraba en el santuario, no permitía el acceso al pueblo que le acompañaba; pero Cristo nuestro Sacerdote nos introdujo en pos de Él en el cielo. No echéis nunca en olvido esta doctrina maravillosa de nuestra fe, que nos enseña que no podemos «entrar» sino por medio de Él. A ningún hombre ni a criatura alguna le es posible acercarse a los eternos tabernáculos sino en pos y en virtud del poder de Jesús. Tal es el premio triunfal de su sacrificio.

    Todos los elegidos gozan de la contemplación de Dios; pero ¿de dónde les viene esta luz que les permite contemplar la divinidad? El Apocalipsis de San Juan nos lo dice repetidas veces: en la Jerusalén celestial «su lumbrera era el Cordero»: Lucerna ejus est Agnus (XXI, 23). Todos los habitantes de la ciudad santa reconocerán que las gracias que dimanan del sacrificio de Jesús son las únicas que les han abierto el acceso al Padre y les han otorgado el poder de alabarle. Por eso cantarán sin cesar: «Vos nos habéis redimido por vuestra sangre de toda tribu, de toda nación… y habéis formado con nosotros el reino de Dios» [Antífona de las vísperas de Todos los Santos. Cfr. Apoc. VII, 9 s. Estos pensamientos se encuentran hermosamente desarrollados en el capítulo dedicado a la Ascensión de la obra Jesucristo en sus misterios, pág. 295 y ss.].

    En cuanto hombre, el Salvador tiene derecho a penetrar en el arcano de la divinidad, porque su humanidad es la humanidad del Verbo. Pero Cristo es al mismo tiempo «sacerdote»,pontem faciens, mediador y cabeza del cuerpo místico. Por estos títulos y en virtud de su pasión, nos introduce con Él en el seno del Padre.

    La Escritura nos autoriza así a considerar que en el cielo se celebra una liturgia grandiosa. Cristo se ofrece en todo su esplendor y esta oblación gloriosa viene a ser como el remate y la consumación de la redención.

    En esta liturgia celestial todos estaremos unidos a Jesús y lo estaremos entre nosotros mismos. Seremos su trofeo de gloria. Participaremos en la adoración, en el amor, en la acción de gracias que Él y todos sus miembros elevan a la majestad suprema de la Santísima Trinidad. Las escenas del Apocalipsis nos permiten entrever estas realidades. La epístola a los efesios lo proclama: al fin de los tiempos el Padre, en su reino, llevará a término su plan, que consiste en volver a traer todas las cosas a Sí, «uniéndolas todas bajo una sola cabeza»: recapitulare omnia in Christo. 

Todas las cosas serán sometidas a Cristo, añade San Pablo: Oportet illum regnare (I Cor., XV, 25), y el mismo Hijo, en unión de todos sus elegidos, rendirá homenaje a «Aquel que le ha sometido todas las cosas, a fin de que Dios lo sea todo en todo»: Cum autem subjecta fuerint illi omnia, tunc et ipse Filius subjectus erit ei qui subjecit sibi omnia, ut si Deus omnia in omnibus (Ibid., XV, 28).

    Gozaremos por toda la eternidad de la alegría de experimentar que nuestra felicidad nos proviene de Jesús, que su sacerdocio es su manantial, como lo fue de todas las gracias que hayamos recibido durante nuestra peregrinación terrestre. ¿No es, acaso, de Él de quien hemos recibido nuestra adopción divina, nuestro sacerdocio y la mirada indulgente, tierna y amorosa de Aquel a quien en la Misa llamamos clementissime Pater?

    Cuando celebremos el santo sacrificio, creamos firmemente que entramos en esta corriente magnífica de alabanza, que entramos en comunión con esta liturgia de los cielos. En el momento de recibir la Eucaristía, tengamos presente que, tanto para nosotros como para los bienaventurados, la santa humanidad de Cristo es el único medio por el que nos ponemos en contacto con la divinidad.

    Y mientras esperamos la visión y la caridad plena de la ciudad de Dios, gocémonos en repetir: Oh Jesús, Vos lo sois todo para nosotros, mientras apoyados en la fe caminamos hacia la eterna Jerusalén, «para que los que viven, no vivan ya para sí, sino para Aquel que por ellos murió y resucitó(II Cor., V, 15).

  

SEGUNDA MEDITACIÓN

 

JESUCRISTO, CAUSA Y MODELO DE LA SANTIDAD SACERDOTAL

 

    El Padre celestial es quien nos ha fijado el ideal de santidad que nos corresponde como ministros de Jesucristo. «Nos predestinó a ser conformes», no a una criatura cualquiera ni a un ángel, sino «a su Hijo», cuya humanidad recibió la consagración sacerdotal en el momento mismo de su encarnación. San Pablo nos revela este designio del Padre, cuando nos dice:Prædestinavit nos conformes fieri imaginis Filii sui (Rom., VIII, 29). Dios ha señalado a nuestra perfección un modelo divino y desea descubrir en nosotros los rasgos de su Hijo humanado y ver cómo nuestra alma resplandece con los reflejos de su santidad.

    Si es cierto que la grandeza de toda vida humana depende del ideal a que aspira, ¿hasta qué punto no será sublimada nuestra vida sacerdotal si abrigamos el sincero deseo de hacernos semejantes a Cristo? Como el Padre encuentra todas sus complacencias en el Verbo, nuestra asimilación a Cristo será causa de innumerables gracias y bendiciones.

    Detengámonos un momento y contemplemos este misterio con el más profundo respeto.

 

1.- La vida sobrenatural

 

   Ninguna inteligencia creada puede abarcar ese océano de perfección que es Dios. Sólo Dios mismo, en su infinito poder, puede abarcar de una vez toda la inmensa plenitud de su grandeza. El expresa su conocimiento en una palabra única que es su Verbo, al que comunica toda su vida divina, toda su luz, todo cuanto es. Esta generación que se realiza en el seno del Padre y que constituye la vida misma de Dios, no ha tenido principio, ni tendrá fin. En este mismo momento en que os estoy hablando, el Padre, en un transporte de alegría infinita, dice a su Hijo: «Tú eres mi Hijo; hoy –esto es, en un eterno presente– te he engendrado yo» (Ps., II, 7).

    El Padre nos ha dado a su Hijo como modelo y fuente de toda santidad. «En quien se hallan escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia» (Col., II, 3). Toda una eternidad que estemos contemplándolo, no será bastante para llegar al conocimiento completo de este misterio, ni para dar suficientes gracias a Dios por el beneficio que supone.

    Antes de continuar tratando de esta materia, quiero llamar vuestra atención sobre el error de aquellos que no fundamentan su vida sobre la fe en el plan divino, sino que prefieren constituirse a sí mismos en arquitectos de su propia santidad.

    La santificación del alma es una obra sobrenatural. ¿Y cuál es el verdadero concepto de lo sobrenatural? Podemos responder a esta pregunta diciendo que consiste en la realización temporal de los designios eternos del Padre. Dios ha querido destinar al hombre a encontrar su definitiva felicidad en la visión intuitiva de la divinidad, visión que sólo a Dios le es natural. La revelación, la encarnación, la redención, la Iglesia, la fe, los sacramentos, la gracia y la santidad pertenecen a este plan, cuyo centro lo forman Cristo y el hecho de nuestra adopción en Él. La comunicación de estos dones es absolutamente gratuita y sobrepasa las necesidades y las exigencias de toda criatura, sea angélica o humana. Esta es la razón de porqué es sobrenatural.

    Hay todo un mundo de gracias y de luces al que debe vincularse toda la actividad del hombre que ha sido destinado al logro de la felicidad celestial, ya que la naturaleza, abandonada a sus propias fuerzas, nada puede hacer que sea conducente a la consecución de su fin sobrenatural.

    Se encuentran personas, aún entre el clero, que flaquean en su vida espiritual, a pesar de que observan una fidelidad mayor o menor a sus prácticas de piedad; pero que nunca llegan a vivir interiormente la vida de Cristo. Hacen continuados esfuerzos, sin percatarse de cuál es el ideal a que deben aspirar, y se debaten en constantes dudas sobre cuál será el mejor camino que les lleve a Dios. De cuán distinta manera procedía San Pablo, cuando decía: «Y yo corro, no como a la ventura, por un camino incierto; no como quien azota el aire» (I Cor., IX, 26). Tanto para nosotros mismos como para los que se someten a nuestra dirección, es de capital importancia que nos demos cabal cuenta de la naturaleza de la santidad a la que aspiramos, para evitar que obremos como «quien azota el aire».

    Cuando leemos los Hechos de los Apóstoles y la historia de los primeros cristianos, a los que San Pablo destinaba sus cartas, nos percatamos de cuán abundantes eran entre ellos los dones del Espíritu Santo. Aquellos cristianos vivían de Jesucristo, de la gracia de su bautismo, de la esperanza del reino de los cielos, de la doctrina del plan divino que los apóstoles enseñaban.

    Lejos de mí el censurar a los que, en la obra de su santificación, recurren a medios de supererogación, que son de su preferencia, porque en ellos encuentran el estímulo que necesitan; ya que más vale andar con muletas que estarse quieto. Pero debo reivindicar bien claramente y para vuestro mayor provecho, las inmensas riquezas que poseemos en Jesucristo.

Los hombres se sienten inclinados a adoptar las ideas propias en lugar de las ideas de Dios, a querer caminar hacia la perfección siguiendo su propio y limitado criterio y no según el pensamiento divino. San Pablo hizo notar esta tendencia que ya se manifestaba en su tiempo: «Mirad que nadie os engañe con filosofías falaces y vanas, fundadas en tradiciones humanas, en los elementos del mundo, y no en Cristo» (Col., II, 9).

    En nuestros días, el naturalismo reina en el mundo y se infiltra aún entre aquellos que quieren vivir vida de fe. ¿Acaso nosotros mismos no descuidamos el carácter propiamente sobrenatural de nuestra vida interior?

    Para conformarnos a los planes que Dios ha trazado para la obra de nuestra elevación sobrenatural, es requisito indispensable que tratemos de santificarnos de acuerdo con el modo previsto y determinado por el mismo Señor y según su voluntad.

 

 

2.-El plan divino de la santificación

 

   Veamos cómo el Padre, impulsado por su amor, ha dispuesto para sus sacerdotes un ideal y una fuente de santificación que nunca cesa de manar.    Dios no se arrepiente de sus dones. Cuando Dios concede algún don, no lo quita jamás, sino que lo concede para siempre.

    Por una eterna y libre predestinación «de amor, Dios quiso entregar su Hijo al mundo»: Sic Deus dilexit mundum ut Filium suum Unigenitum daret (Jo., III, 16). Cristo nos pertenece totalmente y sin reserva alguna a cada uno de nosotros como el más precioso de nuestros bienes. «Por Él sois en Cristo Jesús, que ha venido a seros de parte de Dios sabiduría, justicia, santificación, y redención»: Factus est nobis sapientia a Deo, et justitia, et sanctificatio et redemptio (I Cor., I, 30). Toda santidad destinada a los hombres ha sido, por así decirlo, depositada en Él.

    Esforcémonos por penetrar profundamente en el significado de este designio de sabiduría y de amor que Dios ha tenido para con nosotros.

    Dios quiere comunicarse a nosotros para ser El mismo el objeto de nuestra felicidad sobrenatural; pero quiere que esta comunicación se realice exclusivamente por Cristo, con Cristo y en Cristo: Per Christum, cum Ipso, in Ipso. El grandioso plan de la misericordia del Padre consiste en volver a traer a Sí todas las cosas, pero purificadas, santificadas y «reunidas en Cristo como bajo un solo jefe»: Instaurare omnia in Christo (Eph., I, 10). San Pablo se complacía en predicar «acerca de la dispensación del misterio oculto desde los siglos en Dios». La misión que había recibido del cielo era la de «revelarlo»: Illuminare omnes quæ sit dispensatio sacramenti absconditi a sæculis in Deo (Ibid., III,9).

    La santidad a la que Dios, en su providencia eterna, ha llamado a sus sacerdotes, no es una moral meramente natural, que se limita al dominio de sí mismo y a la práctica de las virtudes naturales. Sin duda que la santidad que Dios exige de sus sacerdotes incluye una absoluta rectitud humana; pero no es menos cierto que esta santidad es esencialmente sobrenatural.

    La encarnación redentora, que se nos ha revelado como el don más sublime de la santidad de Dios, ocupa el centro de este plan divino del que hablamos. Este don se comunica, en primer lugar, y en toda su plenitud, a la humanidad de Jesús, para comunicarse luego, y por mediación suya, a todos los cristianos. De acuerdo con el plan divino, «todos los tesoros destinados a la santificación de los hombres se encuentran en Jesucristo»: in omnibus divites facti estis in illo (I Cor., 1, 5).

    Sus méritos nos pertenecen y los tenemos a nuestra disposición. Nada hay en orden a la santidad que no podamos esperar alcanzarlo por sus méritos, a condición de que nuestra fe corra parejas con nuestra esperanza.

    En virtud de esta comunicación, Cristo es para nosotros la causa de todas las gracias. Pero aún hay que añadir que, por un decreto de la voluntad divina, la muerte de Cristo en la cruz le mereció la singular prerrogativa de que le fuera enteramente confiada la obra de la santificación de los hombres. Y esta es la razón de porqué Jesús, como instrumento de la divinidad, es la causa eficiente universal en la infusión de la gracia, bien sea por medio de los sacramentos, bien sea por otro medio cualquiera.

    Pero, al mismo tiempo que influye en su Cuerpo Místico por la causalidad de sus méritos y de su acción santificadora, Cristo es, además, causa ejemplar y modelo de toda santidad: porque la perfección propia de los hijos adoptivos consiste en asemejarse lo más posible al que lo es por naturaleza.

    Estos tres géneros de causalidad nos hacen caer en la cuenta de cómo, según los designios eternos, Cristo lo es todo para nosotros en la obra de nuestra santificación. Así comprendemos mejor cuán verdadera es aquella afirmación tan categórica de San Pablo: «Cuanto al fundamento, nadie puede poner otro sino el que está puesto, que es Jesucristo» (I Cor., III, 11). «Gracias sean dadas a Dios, dice San Pablo, por su inefable don» (II Cor., IX, 15).

 

 

3.-Hacernos conformes a la imagen del Hijo de Dios

 

    Consideramos ahora este mismo misterio de parte del hombre. Podríamos definir la santidad diciendo que consiste en la vida divina comunicada y recibida. Esta vida divina es comunicada por Dios y por Cristo y recibida por el hombre desde el momento en que es bautizado [Cfr. Jesucristo, vida del alma, cap. «El bautismo, sacramento de la adopción divina y de iniciación cristiana»].

    El sacramento del bautismo confiere la gracia y obra la santificación del alma, comunicándole lo que podemos comparar a la aurora de la luz divina, cuya claridad debe ir progresando hasta llegar a los esplendores de un mediodía sin ocaso.

    La gracia bautismal o santificante injerta en el alma el poder entrar en comunión con las misma naturaleza divina por el conocimiento, por el amor y por la posesión intuitiva de la divinidad, lo cual constituye un atributo que sólo a Dios le corresponde por naturaleza. Este don divino establece en el hombre una maravillosa y sobrenatural «participación de la vida divina»: Quædam participata similitudo divinæ naturæ, según la expresión de Santo Tomás [«Cierta participación, por semejanza, de la naturaleza divina». Sum. Teol., III, q. 62, art. 1].

    Es una vida nueva que hace irrupción en el alma, y su venida constituye para el bautizado «un segundo y espiritual nacimiento». Así lo dijo el mismo Jesús: Oportet vos nasci denuo (Jo.,III, 7). Únicamente Dios puede dar a su criatura el germen de esta vitalidad sobrenatural y Él sólo es quien engendra al hombre a esta vida: Qui… ex Deo nati sunt (Ibid., I, 13). A partir de este momento, en el alma del bautizado se establece una filiación adoptiva, que está calcada en la filiación eterna del Hijo de Dios.

    Tales grandezas hacían exclamar a San León: «Reconoce, ¡oh cristiano!, tu dignidad»: Agnosce, o christiane, dignitatem tuam! «Puesto que participamos en la generación de Cristo, renunciemos a las obras de la carne». Adepti participationem generationis Christi, carnis renuntiemus operibus [Sermo, XXXI, 3. P. L. 54, col. 192].

    Si, como enseña Santo Tomás, «la filiación natural y eterna del Verbo en el seno del Padre es el ejemplar sublime de nuestra filiación adoptiva»: Filiatio adoptiva est quædam similitudo filiationis æternæ [Sum. Teol., III, q. 23, a. 2], la santidad propia de la humanidad deberá servir de modelo a la santidad de los hijos de adopción.

 

    ¿En qué consiste la santidad de Jesús?   Reconocemos, ante todo, que Jesús posee una santidad singular, de orden divino, que es privativa de Él, como fruto del cuerpo de Jesús que realizó el Verbo, comunica a toda su naturaleza humana una santidad incomparable, que no es otra cosa que la de la segunda Persona de la Trinidad. Por eso, decimos con toda razón: la santa humanidad. Y por eso, la Iglesia, en la liturgia de la Misa, alaba con transportes de alegría esta «santidad única»: Tu solus sanctus… Jesu Christe, cum Sancto Spiritu, in gloria Dei Patris.

    En segundo lugar, la gracia santificante, «de una plenitud» incomparable, et vidimus eum plenum gratiae (Jo., I, 14), elevaba el alma de Jesús; y el Espíritu Santo regulaba admirablemente todas sus actividades, conformándolas a la soberana dignidad de su condición de Hijo de Dios. En el seno de la Santísima Trinidad, las personas son, como nos enseña la teología, «relaciones subsistentes». Y así, el Hijo es esencialmente Hijo, y al mismo tiempo, dice esencialmente relación al Padre. Por la acción del Espíritu Santo, el alma de Jesús se unía plenamente a esta vida del Verbo. En su condición de hombre, su alma, impulsada por un amor inmenso, estaba entregada tota ad Patrem [«Toda enteramente orientada hacia el Padre»]. Ella manifestaba su nombre, cumplía su voluntad y le glorificaba sin cesar. Todos los movimientos interiores de Jesús respondían plenamente a su filiación divina y eran actos sobreeminentes de religión y de amor.

    En virtud de la gracia santificante, el cristiano participa de la santidad de Jesucristo. Esta gracia viene a ser como un reflejo de la luz divina que, invadiendo el alma, la constituye en estado de justicia y la hace semejante al que es Hijo por naturaleza. Esta santidad inicial, que está destinada a un desarrollo progresivo, se concede en el momento del bautismo. Cuando los hijos adoptivos imitan con sus buenas obras las virtudes de Jesús, contribuyen a perfeccionar en sí mismos la vida de Cristo.

    En la Cena, después de haber lavado los pies de sus discípulos, Jesús pronunció estas solemnes palabras: Exemplum enim dedi vobis, ut quemadmodum ego feci vobis, ita et vos faciatis.«Porque yo os he dado el ejemplo para que vosotros hagáis también como yo he hecho» (Jo., XIII, 15). Bien sea el espíritu de religión o de humildad o de paciencia o de perdón o de caridad, en una palabra, todas las virtudes de Jesús deben inspirar las nuestras, porque son el modelo que todos deben imitar, y en especial los sacerdotes. Si la esencia de nuestra perfección sacerdotal consiste en obrar siempre como hijos adoptivos de Dios y ministros de Jesucristo, es preciso que, a semejanza de Él, Hijo de Dios y Sacerdote Supremo, dediquemos incesantemente toda nuestra actividad a procurar el amor y la gloria del Padre por la imitación de las virtudes de las que Jesús nos ofrece un acabado modelo.

  Esta asimilación a Cristo se realiza principalmente por el creciente dominio que la caridad ejerce en toda nuestra conducta. El amor es quien orienta hacia el fin sobrenatural cada una de nuestras acciones deliberadas, reflejándose así sobre toda la vida y enraizándose, gracias a su influjo cada vez más extendido y eficaz, en medio del corazón. De esta suerte, el reino de Dios se va estableciendo más firmemente en el alma cristiana.

¿Quiere esto decir que llega un momento en que es confirmada en gracia? Ciertamente que no; porque continúa expuesta a las tentaciones y al pecado. Sino que Dios, Cristo y su reino vienen a ser el único móvil de sus acciones. El Señor toma plena posesión de esta alma, Dominus regit me (Ps., XXII, 1), porque, por la definitiva supremacía de la caridad, ella no vive sino por Él, de Él y para Él. Desde este momento, la expresión del Apóstol empieza a realizarse plenamente en este miembro de Cristo: «Y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí» (Gal., II, 20). Entonces es cuando el amor llega a la santidad.

    Existen, ciertamente, muchos grados de santidad. La generosidad en la entrega de sí mismo y la heroicidad de las virtudes pueden revestir múltiples formas y progresar indefinidamente. No nos hagamos la ilusión de llegar demasiado rápidamente a la cima. En esto, como en todo lo demás, el tiempo juega un importante papel.

La fidelidad que Dios exige ordinariamente a sus servidores suele ser de larga duración, y son muchas las pruebas a que les somete para vigorizar su firmeza y aumentar su mérito. Los dones de la oración contemplativa ejercen por su parte un influjo particular en la elevación habitual del alma y en la perseverancia de los elegidos.

    En la práctica, vosotros los sacerdotes –sea cual sea el misterio de la predestinación y de la gracia– debéis alimentar en vuestra alma un sincero deseo de alcanzar la perfección sacerdotal. No podéis permanecer indiferentes al llamamiento que Dios os hace. Si mis palabras no provocan en vosotros un deseo profundo de responder a la grandeza de vuestra vocación, serán totalmente ineficaces. Yo no os digo que aspiréis de repente a la santidad más encumbrada, sino que os recomiendo con insistencia –porque ello es esencial– que tratéis de avanzar por el camino de la santidad que Dios quiere de vosotros. El es quien mejor conoce vuestra debilidad: Ipse cognovit figmentum nostrum (Ps., 102, 14), y su sabiduría ha medido exactamente hasta dónde llega vuestra capacidad y cuál es el poder de las gracias que Él tiene destinadas para sosteneros en vuestra ascensión.

    El deseo de la santidad es la condición primordial de toda vida espiritual, porque dispone al alma para recibir el don de lo alto. Confesando su absoluta impotencia y esperándolo todo de la ayuda de la gracia, el alma se abre enteramente ante el Señor y aumenta su capacidad de recibir los dones divinos. La obra de la conquista de la santidad es como una llama interior, como un fuego sagrado que llevamos en nuestro seno. A veces, este fuego parece que no es más que una centella; pero tengamos la seguridad de que esta chispita puede reavivarse y arder.

    Si queremos que el Padre pueda, al mirarnos, decir de nosotros, como dijo de Jesús: «Este es mi Hijo muy amado» (Mt., III, 17), es preciso que todas nuestras aspiraciones y todos nuestros esfuerzos tiendan a establecer en nosotros el reinado de la caridad.

 

4.- El sacerdote, hecho semejante a Cristo, reproduce en sí la santidad del Padre

  

   El Evangelio nos transmite una frase sorprendente que brotó de los labios de Cristo: «Sed, pues, vosotros perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial» (Mt., V, 48).

    ¿Por qué nuestra perfección y nuestra santidad han de reproducir la santidad divina, que se eleva a infinita distancia sobre nuestra debilidad humana? ¿Es que nos será, acaso, posible llegar al conocimiento del misterio de esta vida divina?

    La respuesta a esta doble cuestión se encierra en estas palabras: tenemos el deber de asemejarnos a nuestro Padre celestial, porque somos sus hijos adoptivos. Ahora bien, para llegar a comprender la perfección de nuestro Padre, nos basta con conocer a Jesucristo. San Juan nos dice que: «A Dios nadie le vio jamás»: Deum nemo vidit unquam (Jo., I, 18).

Pero nadie debe desesperar de conocerle, porque, como añade a continuación, «Dios Unigénito, que está en el seno del Padre, ése nos lo ha dado a conocer». Esta misma revelación es la que hacía exclamar a San Pablo, transportado de entusiasmo: «Dios habita una luz inaccesible»: Deus lucem inhabitat inacesibilem (I Tim., 6, 16); pero «Dios, que dijo: Brille la luz del seno de las tinieblas, es el que ha hecho brillar la luz en nuestros corazones para que demos a conocer la ciencia de la gloria de Dios en el rostro de Cristo» (II Cor., IV, 6).

    La liturgia de Navidad nos lo repite todos los años: «Para que, conociendo a Dios bajo una forma visible, seamos atraídos por Él al amor de las cosas invisibles». Jesucristo es el mismo Dios que se ha acomodado a nuestra condición, al tomar una forma humana. Después de la última cena, San Felipe dijo a Jesús: «Señor, muéstranos al Padre»: Domine, ostende nobis Patrem (Jo., XIV, 8). A lo que el Señor le repuso con una palabra que descifra la clave del misterio: «Felipe, el que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Ibid., 9). Por lo tanto, en Jesucristo todo es una revelación de Dios. Así lo ha proclamado San Agustín: Factum Verbi verbum nobis est [Tract. in Jo., XXIV, P. L., 35, col. 1593].

    Aprendamos, pues, a los pies de Jesús, a conocer las perfecciones del Padre. La meditación de sus palabras, de sus acciones, de sus sufrimientos y de su muerte será la mejor manera de penetrar los secretos de la misericordia infinita.

    Y esto encuentra una realización mucho más cumplida en los sacerdotes que en el resto de los fieles, porque los sacerdotes tienen mejor oportunidad de contemplar a Jesucristo tanto en la lectura de la Biblia como en el transcurso del año litúrgico y en la celebración del sacrificio de la misa.

    ¿Qué es lo que nos enseña la teología sobre este sublime atributo divino de la santidad? La soberana trascendencia de Dios lo eleva a una infinita distancia sobre la creación, sobre toda imperfección, sobre todo el mundo en que nos agitamos. Este es el primer aspecto, aunque más bien negativo, de su santidad.

    Empleando una expresión enteramente humana, podríamos decir que el amor con que Dios ama su propia esencia y su propia bondad es lo que constituye su santidad. Esta adhesión amorosa es sabia y ordenada, porque responde perfectamente a la excelencia infinita de la naturaleza divina. Para decirlo de otra manera, al contemplar su esencia, Dios se ama según lo exige la perfección de su mismo ser. Podemos, pues, afirmar que la santidad de Dios consiste en este amor y en este querer su propio bien. Tal amor y tal querer no solamente se conforman en un todo a la bondad infinita, sino que se identifican con ella. De ahí procede su firmeza inalterable.

    Dios quiere que, en su obra de creación y de santificación, las criaturas actúen según el orden y la subordinación que les corresponde. Así es como ellas rinden gloria a Dios. Cuando el hombre reconoce su dependencia radical respecto de su Creador, entonces es cuando su conducta se acomoda plenamente a la ley de su naturaleza y Dios muestra su aprobación a esta sumisión y glorificación. Y por la misma razón, Dios reprueba necesariamente toda actitud de insubordinación y de rebeldía y condena el pecado. No por egoísmo ni por orgullo, sino por una exigencia de su misma santidad, es por lo que Dios quiere que todo se haga con rectitud, con sabiduría y con verdad. Este es el sentido que hay que dar a aquellas palabras: «Dios es santo en todas sus obras»: Sanctus in omnibus operibus suis (Ps., 144, 13) y a aquellas otras: «Todo lo ha hecho Yahvé para sus fines»: Universa propter semetipsum operatus est Dominus (Prov., XVI, 4).

    Esta perfección divina deslumbra a los espíritus celestiales. ¿Qué es lo que, en efecto, contemplaron Isaías y San Juan, cuando vieron por un instante el cielo abierto? Los ángeles, que cantaban sin cesar: Sanctus, Sanctus, Sanctus (Isa., VI, 3; Apoc., IV, 8).

    Lo que constituye, pues, la santidad de Dios es aquel amor, de una sabiduría soberana y de una rectitud perfecta, con que ama su propia suprema bondad.

    La santidad, en su absoluta perfección, no existe sino en Dios, porque Él es el único que ama perfectamente su bondad infinita. Este atributo esencial es común a las tres personas; pero cada una lo posee según su «relación» personal.

 Nunca jamás podremos tener una idea cabal de la santidad divina, porque sobrepasa los alcances de nuestra comprensión. Pero si la contemplamos tal como se nos manifiesta en Jesucristo, la santidad divina se revela y se impone a nuestra admiración. Entonces es cuando aparece como accesible y al alcance de hombre.

    La naturaleza humana de Jesús participa de la santidad del Verbo. Todo es en Él un reflejo de la vida del Verbo; y por eso está libre de todo pecado y de toda imperfección. El perfecto amor con que ama la bondad infinita le induce a consagrarse siempre y enteramente al Padre, a quien glorifica en todas sus acciones.

    Este es el modelo hacia el que nos atrevemos a levantar nuestros ojos, sobre todo los que hemos sido investidos de todos los poderes de Cristo: «Como me envió mi Padre, así os envío yo» (Jo., XX, 21).

    Si el Verbo que, en un acto simple e infinito, expresa todo cuanto es el Padre, se ha dignado revelar en un lenguaje humano y con ejemplos adaptados a nuestra limitada inteligencia, los secretos de la vida divina; ¿no será una verdadera locura por nuestra parte que desatendamos su mensaje y que pretendamos santificarnos a nuestro antojo, sin hacer de Jesucristo el centro de nuestras aspiraciones, de nuestra confianza y de nuestra vida?

 

 

5.- Cristo, fuente viva de santidad

 

   Cristo, modelo trascendente, si bien accesible de santidad, nos confiere una participación activa de ésta, mediante su gracia omnipotente. Hay almas que, más o menos inconscientemente, se imaginan que pueden llegar a asemejarse a Cristo a fuerza de imitar sus virtudes con su propio esfuerzo. Y esto es una vana ilusión.

    En Inglaterra se suele dar a veces el caso de personas de refinada cultura que muestran una desmedida admiración por tal o cual personaje, y tratan de imitarle a toda costa, leyendo únicamente sus libros, penetrándose de sus dichos y de sus hechos y tratando de copiarle y aún remedarle en todo. A los tales se les conoce allí con el nombre de «worshippers». Entre éstos pueden contarse los «gladstonianos» y los «newmanianos». La moda de imitar a Newman estuvo muy en boga durante cierto tiempo.

    Si, para unirse a Cristo y conformarse a su imagen, se sirviera alguno de estos medios exteriores y ficticios, se equivocaría de medio a medio. Aunque consumiese su vida entera practicando estos esfuerzos, su adhesión no pasaría de ser un afecto puramente humano. A los ojos del Padre este trabajo sería completamente vano, y el que lo hiciera, más se asemejaría a un bastardo que a un hijo nacido de su gracia.

    Cristo es, en efecto, el modelo de toda santidad; pero esta causa ejemplar es divina y obra divinamente. El es quien imprime en el alma su propia semejanza.

    Cristo nos ha revelado cómo se obra esta maravilla de la gracia, al decirnos: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jo., XIV, 6).

 

    «Yo soy el camino».

    Entre Dios y las criaturas media una distancia infinita. Si prescindimos de su elevación sobrenatural, los mismos ángeles están a una distancia inconmensurable de la divinidad. Sólo Dios, en virtud de su naturaleza, se ve a sí mismo tal como es. El solamente puede alcanzar con su mirada los abismos de sus perfecciones. Los hombres no conocen a Dios sino por medio de sus obras: «Hay en torno de Él nube y calígine» (Ps., 96,2). Mas he aquí que hemos sido llamados para ver a Dios como Él se ve, a amarle como Él se ama, y a vivir la misma vida divina. Tal es nuestro destino sobrenatural.

    Entre esta elevación y la capacidad de nuestra naturaleza media un abismo infranqueable. Pero Cristo, Dios y hombre, y la gracia de la adopción nos permiten salvar esta sima. Cristo es el puente que une los extremos de este insondable abismo. Su santa humanidad es el camino que nos facilita el acceso a la Trinidad. Él nos lo dijo claramente: «Nadie viene al Padre sino por mí» (Jo., XIV, 6).

    Este camino no tiene pérdida y el que lo sigue llegará infaliblemente a su término; «tendrá luz de vida». Qui sequitur me, non ambulat in tenebris sed habebit lumen vitæ (Jo., VIII, 12).Jesús, en cuanto Verbo, es una misma cosa con el Padre y, por eso, su humanidad nos hace alcanzar la divinidad. Cuando nos inserta en su Cuerpo Místico, nos toma realmente en sí mismo, para que podamos estar donde Él está, es decir, unidos al Verbo y al Espíritu Santo en el seno del Padre: «De nuevo volveré y os tomaré conmigo, para que, donde yo estoy, estéis también vosotros» (Jo., XIV, 3).

    Apoyaos, pues, siempre en los méritos de nuestro amado Salvador. Vuestra esperanza de llegar a la unión con la divinidad no puede descansar en la pobreza de vuestros méritos personales, sino en la inmensidad de los suyos. Cuanto más convencidos estéis de que toda vuestra riqueza está en Él, tanto más bendecirá Dios vuestra ascensión hacia Él, y tanto más fecundo será vuestro apostolado. Prescindid de vuestra propia persona, sustituyéndola por la de Cristo y uniéndoos íntimamente a Él, como lo hacía San Pablo: «Cuanto a mí no quiera Dios que me gloríe sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo» (Gal., VI, 14). Y en otro lugar: «Y todo lo tengo por estiércol, con tal de gozar a Cristo (Philip., III, 8)

 

    «Yo soy la verdad».

    Por nuestra condición natural, marchamos en este mundo por un camino de tinieblas: In tenebris et in umbra mortis (Lc., I, 79). Para elevarnos hacia Dios, precisamos ser sobrenaturalmente iluminados.

    Cristo es el único que revela la verdad de la religión: «Yo soy la luz del mundo»: Ego sum lux mundi (Jo., VIII, 12). Aún sin llegar a levantar completamente el velo de la oscuridad, sus enseñanzas nos permiten reconocer en Él al enviado del Padre, y mostrarle nuestra adhesión como a Verdad suprema e infalible: «Dios es mi luz» (Ps., 26, 1).

    El Evangelio descubre al mundo todas las grandes verdades religiosas: la Trinidad, la encarnación, las sanciones de ultratumba. Como descubre también el misterio de la paternidad divina. Cuando Jesús nos habla de Dios, nos lo presenta siempre como nuestro Padre: «Subo a mi Padre y a vuestro Padre» (Jo., XX, 17).

Una de las notas características del Nuevo Testamento es la de habernos enseñado a llamar a Dios Padre nuestro, y a conducirnos con Él como hijos suyos: Pater noster, qui es in cœlis (Mat., VI, 9). «El Espíritu mismo da testimonio a nuestra alma de que somos hijos de Dios» (Rom., VIII, 6). Juntamente con la paternidad divina, Jesús nos descubre el hecho de nuestra adopción, nuestro destino bienaventurado en el cielo, y todas las formas de caridad y de virtud que son propias del cristiano. Recibamos estas enseñanzas de sus labios benditos, comprendiendo que emanan de la fuente misma de la Verdad y adhiriéndonos a ellas con una fe inquebrantable.

    Cristo, además, comunica la verdad a nuestra alma mediante una gracia iluminativa, que nos es enteramente personal.

    Esta iluminación propia de cada uno es esencial para el incremento de la vida de Cristo en nosotros. Gracias a ella, el sacerdote entra en los caminos divinos de la santificación. Él «camina en la verdad»: Ambulare in veritate (II Jo., I, 4), como dice San Juan.

    Debemos, por consiguiente, considerar los caminos de esta vida a la luz de nuestra fe en Cristo. Pongámoslo como una antorcha divina en el centro de nuestro corazón. Depositemos a los pies de Jesús nuestras ideas, nuestros juicios y nuestros deseos, para que contemplemos el mundo, las personas y los acontecimientos como si los mirásemos a través de sus ojos. Entonces tendremos un concepto cabal de las cosas del tiempo y de la eternidad.

 

    «Yo soy la vida».

    Para llegar al fin propuesto, no basta con tomar el verdadero camino, ni con tener luz durante la marcha; es necesario, además disponer de fuerza vital, porque es lo único que nos permite avanzar. En la obra de la santificación Jesús es, además la vida: «Yo soy la resurrección y la vida… Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante» (Jo., XI, 25; X, 10).

    Él es la causa eficiente y universal de todas las gracias, tanto por su misma virtud divina como por la donación que nos hace del Espíritu Santo. Su humanidad es el instrumento de la divinidad, que realiza en las almas este aumento de la vida sobrenatural que las transforma de suerte que, a los ojos del Padre celestial, se asemejan realmente a su Hijo encarnado. Cristo obra por medio de los sacramentos y también independientemente de ellos; la oración, la contemplación de sus misterios, la humildad y el amor en todas sus formas disponen al alma para su acción.

    Nos enseña la doctrina de la Iglesia que el Espíritu Santo –don por excelencia del Padre y del Hijo– graba en la entraña del alma esta semejanza auténtica con el Hijo de Dios. El es el «dedo de la diestra del Padre»: Dextræ Dei tu digitus [Himno Veni Creator (Breviario monástico)]. ¿Cómo realiza en el alma la obra de nuestra adopción? «Haciéndonos exclamar: Abba, Padre» (Gal., IV, 6). Como veis, la acción del Espíritu Santo, lo mismo que la del Verbo encarnado, nos conduce al Padre. Todo procede de esta primera Bondad, y todo retorna a ella en una sublime resaca. Así es como nos asociamos a las divinas personas e imitamos su movimiento de amor eterno.

    El mismo Jesús ha querido iluminar nuestra fe en su acción santificadora sirviéndose de una comparación: «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos» (Jo., XV, 5). Los sarmientos tienen vida, pero no por sí mismos; toda su vitalidad la extraen de la savia que constantemente les llega del tronco de la cepa. Esta se elabora fuera e independientemente de ellos y los vivifica cuando circula por sus venas. Lo mismo sucede con los miembros de Cristo. Les pertenecen sus buenas obras, la práctica de las virtudes, su progreso espiritual y su santidad; pero lo que en realidad obra en ellos estas maravillas no es otra cosa que la savia de la gracia de Cristo: «Como el sarmiento no puede dar fruto de sí mismo, si no permaneciera en la vid, tampoco vosotros, si no permaneciereis en mi» (Jo., XV, 4).

    Todo irradia vida en Jesucristo: sus palabras, sus acciones, sus mismos estados. Todos sus misterios, lo mismo los de su infancia que los de su muerte, los de su resurrección y los de su gloria, tienen un poder de santificación que siempre es eficaz. Su pasado nunca queda abolido: «Cristo, resucitado de entre los muertos, ya no muere, la muerte no tiene ya dominio sobre Él» (Rom., VI, 9). «Jesucristo es el mismo ayer, hoy y por los siglos» (Hebr., XIII, 8). Incesantemente nos está comunicando la vida sobrenatural.

    Pero sucede con demasiada frecuencia que nuestra falta de atención o de fe impide su acción en nuestras almas. Vivir de la vida divina no viene a ser para nosotros otra cosa que poseer la gracia santificante y hacer que todos nuestros pensamientos, todos nuestros afectos y toda nuestra actividad procedan de Cristo, mediante una adhesión íntima de fe y de amor.

    Si alguno de vosotros dijera que no puede tender a semejante elevación del alma, porque está en manifiesta desproporción con su debilidad, yo reconozco que habría de responderle lealmente: Sí; esto os es completamente imposible, si no contáis más que con vuestras fuerzas naturales y no dais tiempo al tiempo. Pero tened en cuenta que es tan poderosa la acción de Cristo, tan santificadora la influencia de la Misa bien celebrada, de la comunión, de la atmósfera de oración y de noble generosidad en que normalmente se mueve la vida del sacerdote, que es necesario abrir el corazón a una esperanza sin límites. Basta que le guardéis un poco de fidelidad, para que Cristo os eleve con su gracia.

    Aunque vuestra vida sacerdotal parezca vulgar a los ojos de algunos –así suele juzgarla frecuentemente el mundo–, estad seguros de que a los ojos de Dios es grande y agradable al Señor, porque el Padre ve que en ella se refleja la imagen de la vida de su Hijo: «Estáis muertos y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios» (Col., III, 3).

 

 

 

 

 

 

TERCERA MEDITACIÓN

 

 SACERDOS ALTER CHRISTUS

 

MEDITACIÓN PRIMERA.

 

1.- EL CARÁCTER SACRAMENTAL

 

    Quod est Christus, erimus, Christiani: «Lo que Cristo es, eso mismo seremos nosotros los cristianos», decía un Padre de la Iglesia [San Cipriano, De idolorum vanitate, XV. P. L., 4, col. 603], para recordar a los fieles su eminente dignidad. Y ciertamente, toda la acción de los sacramentos, empezando por el del bautismo, nos asemeja al Salvador: «Cuantos en Cristo habéis sido bautizados, os habéis vestido de Cristo» (Gal., III, 27). «Vestirse de Cristo» significa para todos los cristianos hacerse semejantes a Él en su cualidad de Hijo de Dios. Y para nosotros los sacerdotes significa, además, recibir la investidura de su sacerdocio.

    Esta asimilación a Cristo, que es efecto de los sacramentos, está llena de misterio. La gracia santificante, y el carácter que imprimen el bautismo, la confirmación y el orden, concurren cada uno a su manera a perfeccionar en el alma del sacerdote esta asimilación sobrenatural.

    Como sabéis, la gracia de adopción es un «germen de vida», dotado de actividad, sujeto a una ley de crecimiento y ordenado, con todo su dinamismo, a hacer al hombre participante de la felicidad divina. Esta gracia nos habilita psicológicamente para conocer, amar y poseer a Dios, como Él se conoce y se ama. Así penetramos en la intimidad de la vida divina.

    Los tres caracteres sacramentales que hemos mencionado contribuyen también, aunque de distinta manera, a producir en el alma una semejanza con Cristo. Pero esta semejanza no admite crecimiento vital ni cambio alguno, sino que queda indeleblemente grabada en el alma de una vez para siempre.

    ¿Qué es, en efecto, el «carácter»? Es una huella sagrada, un sello espiritual impreso en el alma que consagra el hombre a Cristo, como discípulo, soldado o ministro suyo. El carácter nos marca para siempre con la señal del Redentor y nos hace en cierta manera semejantes a Él.

    En virtud de su misma presencia, el carácter reclama y exige en el alma de un modo estable la gracia santificante. ¿No sería, acaso, contrario a la condición de discípulo, de soldado y, sobre todo, de ministro asociado a su divino Maestro para ofrecer el sacrificio y dispensar los sacramentales, no vivir en la amistad de Aquel, cuya señal indeleble lleva grabada en la entraña de su ser?

 Las expresiones consagración, sello indeleble, exigencia de la gracia, no agotan toda la noción y el sentido del «carácter», tal como la Iglesia lo entiende. Hay que considerar, además, en el carácter la «potestad espiritual», spiritualis potestas.

    El carácter bautismal otorga a todo cristiano, además de la capacidad de recibir los demás sacramentos, el poder real, aunque inicial, de participar del sacerdocio de Cristo. Por eso, en la santa Misa, puede asociarse legítimamente al celebrante y ofrecer juntamente con el sacerdote el cuerpo y la sangre de Cristo; y puede juntar a la inmolación del Salvador el «sacrificio» espiritual de sus acciones y de sus sufrimientos [Santo Tomás, Sum. Teol., III, q. 82, a. 1, ad 2].

    Sin duda que él no ejecuta con el sacerdote la inmolación sacramental, pues el bautismo no confiere semejante poder. Pero, por restringido que sea el sacerdocio de los fieles, supone ya una gran dignidad. Y esta es la razón de porqué San Pedro da a la asamblea cristiana el espléndido título de «sacerdocio real», regale sacerdotium (I Petr., II, 9).

 Por el carácter que confiere y por las gracias que le son propias, la confirmación añade nuevos trazos a esta semejanza y a esta dependencia del bautizado respecto del Salvador. La confirmación marca al discípulo para hacer de él un cristiano que proclame su fe, que la atestigüe, la defienda, la propague y luche en su defensa como soldado de Cristo, vigorizado por los dones y por la gracia del Espíritu Santo.

    El grado supremo de esta asimilación se realiza en el sacramento del orden, en el que, por la imposición de las manos del obispo, el ordenado recibe el Espíritu Santo, que le comunica un poder eminente, tanto sobre el cuerpo real como sobre el Cuerpo Místico del Salvador. De esta manera, los sacerdotes de este mundo son asociados al eterno Sacerdote y se convierten en medianeros entre los hombres y la divinidad.

    El efecto principal de este sacramento lo constituye el carácter [Santo Tomás, Sum. Teol., III, Supplem. q. 34, a. 2]. De la misma manera que en Jesús la unión hipostática es la razón de su plenitud de gracia, así también en el sacerdote el carácter sacerdotal es la fuente de todos los carismas, que le elevan por encima de los simples cristianos.

    Este carácter es un poder sobrenatural que os ha sido conferido, para haceros aptos para ofrecer, como ministros de Cristo, el sacrificio eucarístico y para perdonar los pecados. Es así mismo un manantial del cual brota una gracia sobreabundante, que es fuerza y luz para toda vuestra vida. E imprime en el alma una huella imborrable por toda la eternidad, que es principio de una inmensa gloria en el cielo o de una afrenta indecible en el infierno.

    Esto os demuestra cuán íntima es la unión de Cristo y de su sacerdote. Toda la antigüedad cristiana consideraba al sacerdote como formando un solo ser con Cristo. «El sacerdote es la imagen viviente,y el representante autorizado del supremo sacerdote»: Sacerdos Christi figura expressaque forma [San Cirilo de Alejandría, De adoratione in Spiritu Sancto. P. G. 68, col. 882]. El repetido adagio Sacerdos alter Christus expresa perfectamente esta fe de la Iglesia.

    Recordad lo que ocurre el día de la ordenación. La mañana de aquel día bendito, un joven levita, anonadado por el sentimiento de su indignidad y de su flaqueza, se prosterna ante el obispo, representante del Sacerdote celestial. Inclina su cabeza en la imposición de las manos del prelado consagrante, al tiempo que el Espíritu Santo se cierne sobre él y el Padre eterno contempla, con una mirada de infinita complacencia, a este nuevo sacerdote, viva imagen de su amado Hijo: Hic est Filius meus dilectus…

    Mientras el obispo sostiene la mano extendida y todos los sacerdotes presentes imitan este gesto, cobran una nueva realidad las palabras que el ángel dirigió a María: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra» (Lc., I, 35).

    Se puede afirmar con toda verdad que, en este misterioso momento, el Espíritu Santo cubre al elegido del Señor y realiza una eterna semejanza entre el nuevo sacerdote y Cristo, hasta el punto de que, cuando se levanta, es ya un hombre transformado: «Tú eres sacerdote eterno, según el orden de Melquisedec» (Ps., 109, 4).  Este día recibisteis un sello divino que se grabó en la entraña misma de vuestro ser y fuisteis consagrados a Dios, en cuerpo y alma, cmo un vaso de altar, cuya profanación constituye un sacrilegio.

 

 

2.- Tres aspectos de la asimilación del sacerdote a Jesucristo

 

    No cabe error más funesto para un sacerdote que el de subestimar la dignidad sacerdotal. Su deber más sagrado consiste, por el contrario, en formarse una alta idea de la misma.

   

    El primer aspecto de nuestra asimilación a Cristo en el sacerdocio lo expresó el mismo Jesús cuando dijo a sus apóstoles: «No me habéis elegido vosotros a mí, sino que Yo os elegí a vosotros» (Jo., XV, 16).

    «Y ninguno se toma por sí este honor, sino el que es llamado por Dios, como Aarón» (Hebr., V, 4). ¿Cuál es la razón de esta exigencia? Es que nadie tiene derecho a elevarse por sí mismo a una dignidad tan eminente. En Jesucristo, el sacerdocio constituye un don concedido por el Padre. Cristo, nos dice San Pablo, no se elevó por sí mismo al supremo pontificado, sino que lo recibió de Aquel que le dijo: «Tú eres mi Hijo… Tú eres sacerdote eterno según el orden de Melquisedec». De la misma manera el sacerdote debe ser también elegido por el Todopoderoso.

    Debemos mantener siempre en nosotros una fe viva y desbordante de agradecimiento por la elección de que la Providencia misericordiosa nos ha hecho objeto con vistas al sacerdocio: «Tu Dios te ha ungido con el óleo de la alegría, más que a tus compañeros» (Ps., 44, 8). Esta elección supone de parte de Dios una mirada privilegiada de amor. Muchas veces el Señor nos protegió ya desde la infancia o desde la adolescencia, y nos condujo bajo su amparo por los caminos de la vida. El don del sacerdocio es como un anillo de oro, el primero de una interminable cadena de singulares gracias, reservadas a los ministros del altar. Habituémonos a encontrar en este magnífico pensamiento un perpetuo estímulo para nuestra fidelidad.

    Es verdad que ninguno de nosotros puede escrutar el misterio de la predestinación, que está oculto en Dios. Pero hay indicios reveladores que nos permiten formar prudentemente un juicio práctico y personal sobre los planes que Dios tiene respecto de un alma. Sólo el obispo, como representante auténtico de Dios, tiene competencia para juzgar en última instancia del valor de las señales de vocación que ofrece un candidato al sacerdocio y solamente él es quien puede, por el llamamiento canónico, manifestar la voluntad de lo alto.

    Quien tenga la osadía de recibir el Espíritu Santo y la unción sacerdotal sin esta vocación celestial, comete uno de los más graves pecados, que nunca queda sin castigo.

    Por el contrario, cuando, dócil a la llamada del obispo, el diácono recibe la imposición de las manos, puede tener por seguro que Dios, en su infinita misericordia, le ha hecho objeto de su elección. Y esto es lo que hace que sea tan pura la felicidad que experimenta y tan legítimo el orgullo que siente de ser sacerdote.

 

    El sacerdote se identifica, además, con Cristo a causa del poder de que está investido. El sacerdocio tiene por fin establecer intermediarios sagrados entre la tierra y el cielo para ofrecer al Señor los dones de los hombres y comunicarles, en cambio, las gracias de Dios. «Todo Sacerdote tomado de entre los hombres, a favor de los hombres, es instituido para las cosas que miran a Dios». Pro hominibus constituitur in iis quæ sunt ad Deum (Hebr., V, 1).

    Antes de subir a los cielos, Jesús quiso dejar tras de sí hombres que tuvieran la sublime misión de continuar y renovar sus propios gestos de poder y de amor. El sacerdote ocupa el lugar de Cristo: Sacerdos vice Christi vere fungitur qui, id quod (Christus) fecit, imitatur [«El sacerdote hace las veces de Cristo, porque realiza lo mismo que Cristo hizo antes que él». (Epist. 63, P. L. 4, col. 397)]. Así se expresa San Cipriano, con toda la tradición cristiana.

    Jesucristo comunica a sus sacerdotes algo más que una simple delegación. Les reviste de su mismo poder y obra eficazmente por su ministerio. Esta es la razón de porqué nuestro sacerdocio está totalmente subordinado al de Cristo. Y de esta subordinación nace su dignidad suprema, porque nuestro sacerdocio no es otra cosa que un reflejo del sacerdocio del Hijo unigénito.

    Al sacerdote le han sido encomendados los dones sagrados: sacra dans. Y esto por dos razones. En primer lugar, él es quien ofrece al Padre a Jesús, inmolado sacramentalmente; y este es el don por excelencia que la Iglesia de la tierra presenta a Dios. En segundo lugar, él es quien hace participantes a los hombres de los frutos de la redención, haciendo llegar hasta ellos las gracias y los perdones divinos. El sacerdote está asociado a toda la obra de la redención, como dispensador autorizado de los tesoros y de las misericordias de Cristo: Sic nos existimet homo ut ministros Christi et dispensatores mysteriorum Dei: «Es preciso que los hombres vean en nosotros ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios» (I Cor., IV, 1). Jacob se revistió de los vestidos de su hermano Esaú para presentarse ante su padre Isaac y atrajo sobre sí todas las bendiciones que tenía reservadas para su primogénito. De la misma suerte, el sacerdote, revestido del mismo poder de Cristo en virtud de su carácter sacerdotal, puede decir al Señor con mucha más razón que Jacob: «Yo soy tu hijo primogénito» (Gen.,XXVII, 32).

    Y es tan completa su identificación con el Sacerdote eterno, que, en la misa, el sacerdote no dice: «Este es el cuerpo…, la sangre de Cristo», sino: «Esto es mi cuerpo…, esta es misangre»… Y cuando en el sacramento de la penitencia perdona los pecados, ¿cuáles son las palabras que pronuncia? Ego te absolvo. «Yo te absuelvo». Lejos de hacer ninguna apelación a Dios, él habla y manda con autoridad. ¿Y por qué así? Porque la Iglesia, al poner en sus labios la fórmula sagrada, sabe con certeza que en la administración de este sacramento, el sacerdote es una misma cosa con «Cristo que obra con él y por él»: Agit in persona Christi.

    El sacerdocio es una sublime prerrogativa que el Padre concede a su ministro de la misma suerte que se la concedió a su Hijo. Esta prerrogativa eleva al hombre a la mayor semejanza posible con el Verbo encarnado. No hay en la tierra excelencia alguna que supere a la del sacerdocio.

 

    En tercer lugar, de la misma manera que Jesucristo es a un tiempo verdadero Dios y verdadero hombre, así también el sacerdote lleva en sí un elemento divino y un elemento humano.

    Durante los días de su vida mortal, Jesús ocultaba su divinidad bajo los velos de su humanidad. Para la gente que le trataba, era «hijo de un obrero»: Nonne hic est fabri filius (Mt., XIII, 55)? A los ojos del Sanedrín y de los soldados romanos era un «malhechor» digno de muerte. Y, sin embargo, a pesar de estas apariencias, era el Verbo de Dios, el supremo Señor del universo, la fuente de todas las bendiciones.

    Bajo las apariencias de un hombre sujeto a las necesidades y a las miserias de este mundo, el sacerdote oculta en lo íntimo de su ser la invisible grandeza de su sacerdocio. Los incrédulos le miran frecuentemente como a un ser nocivo para la sociedad, y apenas le reconocen los derechos y las consideraciones que le son otorgadas al último de los ciudadanos.

    Y, sin embargo, ¡qué poderes tan sobrehumanos en unas manos tan frágiles! Este hombre, que en nada se diferencia de los demás, tiene unos poderes verdaderamente divinos. Basta que él hable para que Cristo baje al altar para ser inmolado. Abrumado por el peso de sus pecados, el penitente se arrodilla ante él y el sacerdote le dice en nombre de Dios: «Vete en paz». Y este mismo pecador, que un minuto antes pudo ser condenado a los tormentos eternos, se levanta perdonado y justificado, con el alma iluminada por la gracia celestial.

    Así es como Jesús perpetúa su misión de santificar a los fieles. Por intermedio de sus sacerdotes, continúa interviniendo en todas las etapas de la vida de sus elegidos, desde su nacimiento hasta la hora de su muerte. Esto explica la reverencia y el amor con que el pueblo cristiano ha honrado al ministro de Cristo. En la creencia de la Iglesia, el sacerdote aparece como confundido con su divino Maestro.

    En cierta ocasión, San Francisco de Sales confirió el sagrado presbiterado a un joven levita. Terminada la ceremonia, el santo se fijó en que el nuevo sacerdote se detenía en la puerta de la iglesia, como si discutiera con un ser invisible sobre quién debía pasar el primero. ¿Qué es lo que sucede?, preguntó el santo. A lo que el joven levita repuso que él tenía la felicidad de ver al ángel de su guarda. «Antes de que yo fuese sacerdote, dijo, él siempre me precedía, pero ahora quiere que yo pase el primero» [Mons. Trochu, Saint François de Sales, 1, 2 s]. Los ángeles no son sacerdotes y por eso reverencian en nosotros esta dignidad que ellos adoran en Cristo.

 

 

3.- LLAMAMIENTO A LA SANTIDAD

 

    Jesús considera a sus sacerdotes como a sus íntimos amigos. Prueba de ello son estas palabras que Jesús dirigió a sus apóstoles inmediatamente después de haberles conferido el sacerdocio: «Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; pero os digo amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he dado a conocer» (Jo., XV, 15). También a vosotros os fueron dichas estas mismas palabras, después de vuestra ordenación, en nombre de Jesús.

    Vuestra dignidad comporta para vosotros una grave obligación de conciencia y un llamamiento constante para que aspiréis a la perfección que reclama vuestro estado.

 

    Todo es sobrenatural en el sacerdocio.  Las máximas de este mundo no nos sirven para apreciar en su justa medida este don divino. «El mundo no ha conocido a Dios», ni las cosas de Dios: Pater juste, mundus te non cognovit (Jo., XVII, 25).

    Ya desde el seminario, el aspirante al sacerdocio debe tener una clara convicción de la verdadera santidad a la cual es llamado. Después de su ordenación, deberá mantener y desarrollar esta convicción con una vida de oración y de sacrificio. Nunca podremos exagerar «el valor de la gracia recibida el día de la ordenación»: Noli negligere gratiam quæ in te est (I Tim., IV, 14).

    El que se conforma con evitar el pecado, sin tener otras aspiraciones más altas, esto es, sin vivir una vida de fe y de amor, se expone al grave riesgo de perderse. Y aún en el caso de que no llegue a tal extremo, consumirá su existencia sin experimentar las íntimas alegrías que Dios depara a los sacerdotes que le son fieles, y sin haber realizado en toda su plenitud la misión sacerdotal que de él se esperaba.

     Ya en el Antiguo Testamento, Dios exigía que los ministros del culto fuesen santos, aunque los sacrificios de machos cabríos y de terneras que ofrecían no eran sino figura del sacrificio de la Nueva Alianza. ¿Con cuánta más razón, pues, no reclamará de nosotros el Señor una gran pureza de vida?

    Hay tres motivos que recuerdan constantemente a todo sacerdote su deber de tender a la santidad: el poder que ejerce sobre el cuerpo y la sangre del Hijo de Dios, su función de dispensador de la gracia (¿no le obliga acaso este título a ser él quien primero se santifique por ella?) y, por fin, el pueblo cristiano, que espera de él la lección de su ejemplo. Si él predica a los demás la ley de Cristo, ¿podrá desmentir con su conducta la verdad de lo que enseña?

    Santo Tomás, resumiendo la doctrina tradicional sobre esta materia, exalta en los siguientes términos la dignidad sacerdotal: «El que recibe el orden sagrado, se hace capaz de ejercer las más excelentes funciones, por las cuales se rinde homenaje a Cristo en el sacramento del altar» [Sum. Theol., II-II, q. 184, a. 8]. Y añade: «Los sacerdotes, que han sido elevados a un ministerio tan eminente, no pueden conformarse con adquirir una bondad moral cualquiera, sino que se les exige una virtud extraordinaria» [Ibíd. Supplem., q. 35, a. 1, ad 3].

    ¿Reflexionamos lo suficiente sobre estas consideraciones? Nosotros somos los íntimos de Jesucristo, los ministros de su sacrificio. Esta proximidad al Salvador nos debería servir de constante estímulo. Las almas predilectas de Dios que no han recibido el don del sacerdocio no gozan de las facilidades de acceso que nosotros tenemos para llegar a Él. Una Santa Gertrudis, una Santa Teresa, tan colmadas de gracias, tan familiarmente unidas al Señor, ¿acaso han podido alguna vez consagrar el pan y el vino, tomar la hostia en sus manos o administrar la comunión?

    Hasta tal punto es la hostia cosa propia del sacerdote, que el poder que ejerce sobre ella no tiene otros límites que el de las leyes y prescripciones de la Iglesia. Jesús se confía a su sacerdote como se confió a María y, fuera del caso de necesidad, él es el único que puede tocarlo y darlo a los demás. El guarda la llave del sagrario. El toma a Jesús para llevarlo a los enfermos, para bendecir al pueblo y para pasearlo en procesión por las calles.

    ¿Podrá darse la posibilidad de que haya seglares, a veces aún entre las humildes mujercitas del pueblo, que amen a Jesús más que sus sacerdotes? Procuremos, pues, decir a Jesús con todas las veras de nuestro corazón: «Oh Cristo, Vos os habéis entregado a mí, Vos me habéis encomendado el cuidado de las almas que os pertenecen; también yo quiero entregarme del todo a Vos; servíos de mí como mejor os agrade».

    Tanto cuando trabajaba en Nazaret como cuando iba por los caminos de Galilea o hablaba con sus apóstoles o se retiraba a orar en el monte, Jesús siempre tenía conciencia de su sacerdocio. Lo mismo debiera decirse de nosotros, porque no dejamos de ser sacerdotes cuando bajamos del altar, sino que seguimos siéndolo dondequiera y siempre. A la manera de Jesús, vivamos siempre con el alma vuelta a los intereses de Dios: In his quæ Patris mei sunt oportet me esse (Lc., II, 49).

    Recordad la parábola de los talentos. Nosotros somos de aquellos que recibieron cinco. Reflexionemos seriamente en ello. ¿Cumplimos las funciones de nuestro sacerdocio con aquella dignidad de sentimientos que se merecen? A ejemplo de María, madre de Jesús, que poseía una santidad eminente, el sacerdote, por razón de su intimidad con «el que es la santidad misma», Tu solus sanctus, Jesu Christe, se esforzará en conseguir que toda su vida esté ungida de un gran espíritu de pureza y de una constante elevación del alma.

    Para no perder el ánimo en esta marcha ascendente, debe reavivar constantemente en su alma el deseo de adquirir la perfección, y recordar aquellas palabras del pontifical que el obispo dirige a los ordenados: «Poderoso es Dios para aumentar en ti su gracia». Potens est Deus ut augeat in te gratiam suam.

 

 

4.- Imitamini quod tractates

 

    El sacerdote es alter Christus y, a semejanza de su divino Maestro, debe ser una hostia inmolada a la gloria de Dios y consagrada a la salvación de las almas. Puede ser un sabio, un reformador social, un genial organizador; pero si no es más que esto, no responde a las miras que Dios tenía puesta en él.

    ¿Pues a qué altura de vida moral invita la Iglesia a sus sacerdotes?El pontifical indica en términos concisos y exactos cuál es el conjunto de virtudes que corresponden al ministro de Cristo. No hay fuente de enseñanza más auténtica.

    Poco antes del rito de la imposición de las manos, el obispo pronuncia estas palabras: «Que estos elegidos se distingan por una fidelidad constante a la justicia»: diuturna justitiæobservatio; que su conducta sea un reflejo de «la castidad y pureza de su vida». Y les encarece que «prediquen no menos con el ejemplo que con la doctrina y que el perfume de sus virtudes sea la alegría de la iglesia de Dios»: Sit odor vitæ vestræ delectamentum Ecclesiæ Christi.

    Debemos fijar principalmente nuestra atención en una de las exhortaciones que hace el obispo consagrante: «Advertir lo que hacéis: imitad lo que tratáis: de suerte que, celebrando el misterio de la muerte del Señor, procuréis mortificar vuestros miembros, huyendo del vicio y de la concupiscencia»: Agnoscite quod agitis; imitamini quod tractatis: quatenus mortis dominicæ mysterium celebrantes, mortificare membra vestra a vitiis et concupiscentiis omnibus procuretis.

    Tal es el verdadero programa de nuestra santidad. Si queremos estar a la altura de nuestro sacerdocio, si queremos que su perfume penetre toda nuestra vida, si queremos, en una palabra, vivir inflamados de amor y de celo por la salvación de las almas (y esta debe ser nuestra noble ambición), debemos consagrarnos, según nos dice el obispo en la ordenación, a imitar y a reproducir en nosotros a Jesucristo sacerdote y hostia. Si participamos de su dignidad sacerdotal, ¿no deberemos participar también de su oblación?

 Podemos contemplar a Jesucristo en cada uno de los estados de su vida, y en cada una de sus virtudes. Él es el ideal que todos deben imitar. Lo mismo el niño que el adulto y el obrero como la virgen o el religioso encuentran en Él el modelo más acabado para su respectivo estado.

    Pero hay en Jesús un Santo de los santos, un tabernáculo cerrado, donde el alma del sacerdote debe desear entrar, porque allí está la fuente de donde mana toda la vida interior de Jesús. Desde el punto mismo de su encarnación, «el Salvador se entregó enteramente al cumplimiento de la voluntad del Padre»: Ecce venio… ut faciam, Deus, voluntatem tuam (Hebr., X, 7). Y nunca renunció al cumplimiento de esta voluntad.

    He aquí nuestra consigna: imitar a Jesús en la entrega total de su vida a la gloria de Dios y a la salvación del mundo. Tal es la perfección que corresponde al sacerdote y esta vocación supera a la angélica.

    Obedecer a esta invitación: «Imitad el misterio del que vosotros sois los ministros», no solamente significa celebrar la Misa con espíritu de piedad, sino, sobre todo, unir a la ofrenda de Jesús la oblación más completa de nuestra vida. Debemos caer en la cuenta de que la muerte de Jesús en la cruz se preparó a todo lo largo de su existencia terrena. «Por nosotros» bajó del cielo, como dice el Credo: Propter nos homines et propter nostram salutem. Cuando vivía en Nazaret, en el modesto taller de José, tenía plena conciencia de que era la víctima destinada a la suprema inmolación. Y aceptó por anticipado toda la trama de su vida y previó su pasión con todo el cortejo de sus afrentas y sufrimientos. Y cuando llegó su hora, Jesús, movido por un impulso de inmenso amor, se ofreció por nuestra redención: Crucifixus etiam pro nobis.

    Esta aceptación plena de todos los designios de Dios nos servirá de modelo. Imitamini... Presentemos también nosotros en el altar al Señor todo el desarrollo de nuestra existencia, aceptándolo, amándolo, ofreciéndolo y consagrándolo amorosamente a la causa de Dios y al bien de las almas. Esta imitación diaria de la ofrenda de Jesús nos permitirá penetrar gradualmente en la intimidad misteriosa del alma del divino Maestro.

 

 

5.- A ejemplo de San Pablo

 

    Entre aquellos a quienes el Señor ha hecho el insigne honor de asociarlos a su sacerdocio, nadie ha comprendido como San Pablo la amplitud y la profundidad de esta vocación.

    Desde que Cristo se le reveló, el mundo, «la carne y la sangre no supusieron nada a sus ojos». Continuo non acquievi carni et sanguini (Gal., I, 16). Él se sabía ministro, sacerdote y apóstol de Cristo, «predestinado como tal desde el seno de su madre»: Me segregavit ex utero matris meæ (Ibid., 15). Cuando narra a los corintios la historia de su vida, la describe como una serie ininterrumpida, como un encadenamiento maravilloso de sufrimientos soportados por Cristo y de trabajos emprendidos para manifestar las riquezas de su gracia: «Tres veces fui azotado con varas, una vez fui apedreado»… Peligros de todo género jalonaban sus jornadas: «peligros en la ciudad…, en el desierto…, entre los falsos hermanos». El hambre, el frío y muchas otras miserias llegaron a hacérsele familiares. Y por encima de todo esto, las graves preocupaciones de su alma por «los cuidados inherentes a la fundación de las cristiandades nuevas»: Sollicitudo omnium ecclesiarum. Incluso las dificultades personales de los convertidos encontraban siempre un eco en su corazón: «Quién desfallece que no desfallezca yo? ¿Quién se escandaliza que yo no me abrase?» (II Cor., XI, 25 y siguientes).

    Pero, a pesar de todas estas tribulaciones, San Pablo nunca se sentía abatido. Y él mismo nos confía el secreto que le permitía conservar siempre su ánimo esforzado: «Muy gustosamente, pues, continuaré gloriándome en mis debilidades para que habite en mí la fuerza de Cristo» (II Cor., XII, 9). Y nos dice en otro lugar: «Mas en todas estas cosas vencemos por Aquel que nos amó» (Rom., VIII, 37). Tal llegó a ser su unión con Cristo, que pudo exclamar: «Para mí, la vida es Cristo» (Philip., I, 21). Y en otra ocasión: «Vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí» (Gal., II, 20). Si alguna vez ha habido un sacerdote que haya comprendido los abismos de la pasión y de la muerte de Jesús, y la inmensidad de las misericordias divinas, este sacerdote fue, sin duda, el gran San Pablo. Según decía, siempre estaba «clavado a la cruz»: Christo confixus sum cruci (Gal., II, 19). Ahora bien, el que está clavado a la cruz, realmente es una víctima.

    De ahí resulta que podía decir con toda verdad: Vivo ego, jam non ego, vivit vero in me Christus (Ibid., 20). Cristo está en mí. Vosotros sois testigos de mi actividad; pero tened bien entendido que mi celo y mis palabras no son propiamente mías, sino de Cristo, que es quien anima toda mi vida, ya que yo me he entregado enteramente a Él para ser ministro suyo. Por la gracia de Cristo, yo vivo del amor de Aquél que dio su vida por mí.

    Si queremos que nuestra vida sacerdotal se mantenga a la debida altura de santidad; en lugar de limitarnos a una recitación apresurada del breviario y a una celebración rutinaria de la santa Misa, unámonos, en el sentido verdadero de la palabra, a la cruz de Cristo. Es preciso que la tengamos bien fija en el centro mismo de nuestro corazón para que Jesús nos asocie a su holocausto. San Paulino de Nola expresa admirablemente esta idea, cuando escribe: Ipse Dominus hostia omnium sacerdotum est… Ipsique sunt hostiæ sacerdotes [«El Señor es la hostia que ofrecen los sacerdotes… En cambio, los sacerdotes deben ser hostias para Él». (Epíst. XI, P. L. 61, col.196].

    Con relativa frecuencia encontramos en el mundo almas que se creen víctimas; pero que, en realidad, lo son de su imaginación exaltada, porque se quejan al menor alfilerazo que sientan. Por el contrario, las almas que verdaderamente han hecho inmolación de su vida, manifiestan su condición de víctimas en todos los detalles del día. Sus actos de abnegación y sus sufrimientos suben como un perfume, continua y silenciosamente, hasta el trono de Dios. Hay almas que viven ocultas e ignoradas en los claustros o aún en medio del mundo, que han abrazado heroicamente este ideal. ¿Qué razón hay para que nosotros los sacerdotes de Jesús no lo abracemos igualmente?

    Pero volvamos a San Pablo, porque él nos ilumina acerca de esta vocación cuando nos dice: «Suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo» (Col., I, 24). ¡Qué expresión más misteriosa! ¿Pero es que puede faltar algo a los méritos infinitos de Jesucristo? ¿No ha llevado a cabo, hasta la última iota y con un amor perfecto, el programa que le trazó su Padre? Y con todo, San Pablo escribe: «Yo suplo…»

    He aquí la respuesta. Por un decreto de su adorable sabiduría, Dios ha reservado a su Iglesia una parte de las satisfacciones debidas por los pecados del mundo. Las almas que, informadas de este espíritu, deseen unirse a Cristo tributan a Dios una gran gloria, y «completan» con su oblación el total de las expiaciones que la justicia infinita exigía a la humanidad. Nada, pues, podéis hacer que tenga un sentido más real que poneros ante el altar y rogar al Padre que os acepte juntamente con la oblación que de sí mismo hace Jesucristo.

    Si el Apóstol hablaba de esta suerte, era porque se sentía sacerdote en toda la extensión de la palabra; un sacerdote que unía a la inmolación de Cristo la ofrenda de toda una vida de renuncia a sí mismo y de celo por la salvación de las almas: «Para que los que viven no vivan ya para sí mismos, sino para Aquel que por ellos murió y resucitó» (II Cor., V, 15).

    San Pablo, no solamente celebraba el sacrificio de la Misa, sino que se unía a él, vivía de él y se estimaba sacerdote y hostia en unión de Cristo.

    Si queréis ser sacerdotes santos, como yo os lo deseo, inspiraos en este ejemplo del Apóstol. ¿No es él quien escribía: «Os exhorto a ser imitadores míos, como yo lo soy de Cristo»:Imitatores mei estote, sicut et ego Christi (I Cor., IV, 16)?

 

6.- El sacerdote, fuente de gracias para las almas

 

    El sacerdocio eterno de Cristo es la fuente de donde brotan todas las gracias que los hombres reciben en este mundo y la felicidad de la que han de gozar durante toda la eternidad: De plenitudine ejus nos omnes accepimus (Jo., I, 16).

    El sacerdocio cristiano es prácticamente el canal ordinario de todos los dones sobrenaturales que Dios concede al mundo, porque su misión es la de continuar en la tierra la obra de Jesús y se ejerce en virtud de su poder.

    Si consideramos nuestra dignidad de sacerdotes bajo este aspecto, descubriremos en ella una grandeza incomparable.

    Puede Dios en su liberalidad soberana dispensar libérrimamente sus gracias independientemente de nuestro ministerio. Sin embargo, según el plan de la sabiduría eterna, ha querido que la adopción divina, el perdón de los pecados, los socorros del cielo y toda la enseñanza de la revelación nos llegue por mediación de otros hombres investidos del poder de lo alto.

    Este orden de cosas es una prolongación de la economía de la encarnación, de la misma suerte que el mundo fue rescatado por el sacrificio de un hombre, nuevo Adán cuyos méritos eran de un valor infinito, así también ahora las gracias de la redención se comunican por mediación de otros hombres que hacen en la tierra las veces de Cristo.

    Esta dispensación de las gracias, que se ajusta enteramente a la voluntad del Padre, es un motivo de continua glorificación para el Hijo. Porque, cuando los fieles recurren al sacerdote para ser iluminados y fortalecidos, reconocen prácticamente que, en la obra de su salvación y de su santificación, de Cristo es de quien se derivan todos los bienes espirituales. Los miembros del Cuerpo Místico que viven esta fe contribuyen a la exaltación universal del Salvador, y participan a su manera en los designios del Padre, que dijo: «Le he glorificado y le glorificaré» (Jo., XII, 28).

    La encarnación tiene por fin elevar a la criatura al orden sobrenatural. Este fin se realizó radicalmente en Jesucristo, pero aún es necesario que cada alma, sirviéndose de las gracias que la Iglesia dispensa, llegue a realizar en sí misma esta exaltación divina. Por los dones de que son portadores, todos los cristianos son capaces, al menos por su ejemplo, de atraer a su prójimo al camino de la virtud. Pero el sacerdote debe ser un centro de irradiación de vida divina. El es quien debe comunicar los dones sagrados, y en especial el don por excelencia, que es Jesucristo. Por la condición misma de su oficio, es director y debe conducir al religioso lo mismo que al simple fiel por los caminos de la perfección. A él le corresponde, en una palabra, «hacer que en todos los corazones resuene el eco del mensaje evangélico»: Prædicate Evangelium omni creaturæ (Mc., XVI, 15).

    Leemos en la misa de los Doctores: «Vosotros sois la sal de la tierra»: Vos estis sal terræ (Mt., V, 13). Esto lo dijo Jesús a sus apóstoles. El sacerdote ofrece este germen de incorrupción a todos los que entran en contacto con él. Y debiera poder decirse de él con toda verdad que «de Él salía una virtud que curaba a todos» (Lc., VI, 19). Pero esto depende en gran parte de su santidad personal.

    Cuando la sal pierde su sazón, no sirve para otra cosa que para arrojarla como un deshecho inútil. Lo mismo sucede con el sacerdote. A poco que pierda el fervor de su consagración sacerdotal, la acción espiritual que ejerce sobre las almas tiende a disminuir.

    Por el contrario, cuando está lleno de amor de Dios y fervientemente unido a Jesús, hace un gran bien, aunque no tenga confiado ningún ministerio sagrado. La experiencia de todos los días nos enseña que un profesor de filosofía, de ciencias, de humanidades, o un prefecto de disciplina, si vive realmente su sacerdocio, ejerce infaliblemente una bienhechora influencia sobre sus discípulos, aún sin percatarse muchas veces de ello. Ningún laico puede ejercer una influencia tan profunda, por muy ejemplar y edificante que sea, ya que únicamente el sacerdote es por vocación «la sal de la tierra».

No olvidemos jamás que somos causas instrumentales de las que Jesucristo se sirve para la santificación del mundo. La causa instrumental debe estar íntimamente unida al agente que la mueve: su acción no se ejerce sino en virtud del agente principal. Seamos nosotros este instrumento humilde y dócil en las manos de Dios, sin atribuirnos a nosotros mismos lo que Dios realiza por medio de nosotros.

La validez de nuestro ministerio sacramental depende de nuestra ordenación y de la jurisdicción que recibimos del obispo. Pero la fecundidad santificadora de nuestra palabra en el confesionario, en la predicación y en todas las relaciones que tenemos con los fieles se debe en gran parte a nuestra unión con Cristo.

    Aún hay un motivo más para que admiremos la sabiduría de la economía divina. En sus designios misericordiosos, el Padre no ha querido limitar el fin de la encarnación a la obra de la salvación del mundo, sino que también ha querido que podamos encontrar en el Mediador divino un corazón como el nuestro, un corazón rebosante de ternura y de compasión, que ha experimentado todos nuestros sufrimientos y todas nuestras miserias, a excepción del pecado.

    El sacerdote es el continuador en el mundo de la misión del Salvador. Esta es la razón de porqué el Señor no ha elegido los dispensadores de su gracia de entre los ángeles, por puros que sean y por mucho amor que le profesen, sino precisamente de entre los hombres. Los que así hayan sido elegidos, «por la experiencia personal que tienen del peso de su debilidad humana y por el sentimiento de su propia indigencia, se compadecerán mejor de las debilidades y de las ignorancias de los pecadores»: Qui condolere possit iis qui ignorant et errant, quoniam et ipse circumdatus est infirmitate (Hebr., V, 2).

    Si la divinidad de Jesucristo nos llena de admiración y reverencia, su bondad y su misericordia nos confortan y nos subyugan. Lo mismo sucede al pueblo cristiano que venera la sublimidad del sacerdocio; pero lo que le atrae en el sacerdote y lo que excita su amor hacia el ministro de Dios es principalmente su bondad, su compasión para toda suerte de dolores y debilidades y su entrega absoluta al servicio de todos, semejante a la de San Pablo, que le impulsaba a escribir con santo orgullo a los romanos: «Me debo tanto a los sabios como a los ignorantes»: Sapientibus et insipientibus debitor sum (I, 14).

    En mi país, que durante tres siglos ha sufrido la persecución religiosa, el sacerdote es no solamente el que ha conservado la integridad de la fe en el alma del pueblo, sino el consejero a quien siempre se le escucha, tanto en el seno de la familia como en los problemas personales que le presentan los fieles, y por eso todos le estiman como el consolador y el amigo más fiel.

    A esta gran bondad, que se alimenta en la misma fuente que la de Jesús, debe añadir el sacerdote una fe viva en la eficacia de la gracia, de la que es dispensador. Sean cuales sean las deficiencias y los pecados que se le presenten, el ministro de Cristo deberá creer firmemente en el poder de la gracia para remediar las necesidades de todos y de cada uno. Como dice un autor antiguo, Jesús transforma toda alma que tenga buena voluntad. «Se encuentra con un publicano y hace de él un evangelista; encuentra un blasfemos y lo hace apóstol; un ladrón y lo lleva al cielo; una meretriz y la transforma en más casta que una virgen» [Pseudo-Crisóstomo, Serm. I in Pent., P. G. 52, col, 803. (Breviario monástico, martes de Pentecostés)].

 Ocurre a veces que el sacerdote, que está entregado en cuerpo y alma a su misión, se siente muy por debajo de su ideal. Pero esta impresión no debe desanimarle, porque este sentimiento de humildad es una de las mejores disposiciones para atraer sobre sí mismo y sobre su ministerio la bendición de Dios.

    Mas para que este convencimiento de su propia nada sea agradable al Señor, deberá ir acompañado de una confianza sin límites en los méritos de Jesús: «Porque en Él, dice San Pablo, habéis sido enriquecidos en todo; en toda palabra y en todo conocimiento…, de suerte que no escaseéis en don alguno» (I Cor., I, 5-7). Si mucho importa que reconozcamos nuestra pobreza, más necesario nos es aún decir con el Apóstol: «Todo lo puedo en Aquél que me conforta» (Philip., IV, 13). Para cumplir su misión salvadora, Cristo recibió del Padre la vida divina; y también nosotros recibimos la gracia de lo alto para ejercer nuestro ministerio con las almas.

    Todas las mañanas volvemos a encontrarnos con Jesucristo: su carne y su sangre nos vivifican. Lo que debemos hacer es recibirle con fe para «revestirnos de Él»: Induimini Dominum Jesum Christum (Rom., XIII, 14). Entonces, nuestro corazón se llenará de amor y de compasión hacia los pecadores, los ignorantes, los atribulados, los que penan y sufren. Y podremos, a ejemplo de Jesús, desear que «vengan todos a nosotros para ser aliviados»: Venite ad me omnes qui laboratis et onerati estis, et ego reficiam vos (Mt., XI, 28).

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

SEGUNDA MEDITACIÓN

 

LA OBRA DE LA SANTIFICACIÓN SACERDOTAL

 

A) LAS VIRTUDES DEL SACERDOTE: Ex fide vivit

 

    Hemos visto cómo el ideal de la santidad debe informar todas las acciones de la vida del sacerdote, puesto que su sacerdocio es una participación del sacerdocio del Verbo encarnado.

    Este ideal nunca llega a realizarse plenamente. E importa tenerlo bien en cuenta para no desanimarse. Pero esto no impide que alimentemos en nosotros un gran deseo de tender hacia este ideal, por elevado que sea, ya que semejante deseo aviva nuestro entusiasmo y mantiene nuestra mirada siempre fija en el divino Maestro.

    Además, ¿no son sus méritos y la abundancia de su gracia los que nos sostienen?

    Para tener ideas claras sobre esta labor de santificación que debemos emprender, consideremos las principales virtudes que hemos de cultivar con preferencia. Todo cristiano esta obligado a practicarlas; pero el sacerdote debe cultivarlas de una manera especial, que sea apropiada a su ministerio sagrado, al apostolado de las almas y a la santidad sobrenatural que el Padre celestial espera de él.

 

1.- La fe, atmósfera de la vida del sacerdote

 

    Todo el valor de nuestra vida depende de la fe: Sine fide impossibile est placere Deo (Hebr., XI, 6). «Si nuestra fe es vana, dice San Pablo en otro lugar, somos con mucho los más desgraciados de todos los hombres»: Miserabiliores sumus omnibus hominibus (I Cor., XV, 19). Y esto es mil veces más verdad cuando se trata del sacerdote, porque, en ese caso, toda su existencia sería un pecado contra la verdad.

    Ante todo su mismo sacerdocio es un objeto de fe. Nada se trasluce al exterior que demuestre su eminente dignidad. Nuestro Dios es un «Dios escondido» (Isa., XLV, 15). Su esencia es una luz esplendorosa que no conoce ocaso; pero nosotros no la vemos. Y todo lo que obra en nosotros y por medio de nuestro ministerio constituye un objeto de fe.

    ¿Qué viene a ser el sacerdote a los ojos de un incrédulo? Un hombre como otro cualquiera, que abusa del candor de las gentes sencillas y que nada tiene de especial sino su sotana. Y frecuentemente se llega a odiarle a causa de Cristo. Por eso, la fe es indispensable para comprender al sacerdote.

    Pero entre todos los que deben creer en el sacerdote, a nadie incumbe esta obligación con un motivo más perentorio que al mismo sacerdote. Es absolutamente preciso que la fe mantenga siempre presente a su espíritu la condescendencia infinita con que Dios se ha dignado llamarle a una dignidad tan elevada. Con más razón que los diáconos a los que se dirige San Pablo, el sacerdote debe «guardar el misterio de la fe en una conciencia pura»: Habentes mysterium fidei in conscientia pura (I Tim., III, 9). Nosotros los sacerdotes vivimos en constante contacto con la Eucaristía y esto nos debe obligar a reavivar incesantemente en nuestros corazones la viveza de nuestra fe.

    Se puede llegar a perder completamente este don tan precioso. Me acuerdo de un pobre sacerdote, al que fui a visitar por encargo de su obispo. Se estaba muriendo. Cuando yo le recordaba las grandes verdades del cristianismo, me respondió diciendo: «Todo eso no es más que leyenda y poesía». No llegué a conseguir que se reavivara su fe. Aunque no caiga en semejantes extravíos, cualquier ministro de Cristo puede experimentar una disminución en la lozanía, en la alegría y en la unción de su fe.

    ¡Qué satisfacción más íntima la de poder decir al Señor en el crepúsculo de la vida, como decía San Pablo: Fidem servavi! (II Tim., IV, 7). «He guardado la fe» y he tenido la mirada siempre fija en la eternidad. ¿De dónde nació vuestra vocación sacerdotal? De la fe de vuestra adolescencia o de vuestra mocedad. Cuando es ardiente, la fe nos hace «vivir en Dios»:Viventes Deo (Rom., VI, 11). Sin ella, nada somos; y cuando disminuye, todas nuestras virtudes decaen con ella.

 

    La atmósfera en que se desenvuelve habitualmente el pensamiento tiene una importancia capital para todo hombre.

    ¿Cuál es la atmósfera adecuada al alma del sacerdote? ¿Será, acaso, la de un ambiente laico, o la de las conversaciones que ocupan la atención de la ciudad, o la  de las últimas noticias del periódico, o quizás la de cualquier libro de literatura novelesca?

  Ciertamente que no. Lejos de mí pretender que el sacerdote no debe estar al corriente de los acontecimientos; pero sí afirmo que, ante todo, necesita vivir la vida interior, y ésta no se nutre ni se sostiene sino con el alimento de la fe.

    Traigamos a la memoria los beneficios de Dios y las luminosas realidades sobrenaturales que la Iglesia dispensa a sus hijos. Nuestra misión consiste en comunicar a Jesucristo a los hombres: «Tanto amó Dios al mundo…»: Sic Deus dilexit mundum (Jo., III, 16). Dios nos pedirá estrecha cuenta del empleo que hemos hecho de los tesoros de salvación que ha puesto en nuestras manos.

    Es necesario que la conciencia de nuestras responsabilidades esté siempre presente a nuestro espíritu. La convicción de que no nos pertenecemos constituye la raíz de nuestra conciencia. Digamos, pues, con San Pablo: «Yo, soy de Cristo» (I Cor., I, 12), y añadamos con él: «Me debo tanto a los sabios como a los ignorantes»: Sapientibus et ignorantibus debitor sum (Rom.,I, 14). ¿Podremos creer que estamos en paz con Dios si tenemos conciencia de que un alma confiada a nuestro cuidado está sumida en la miseria y somos negligentes en acudir en su auxilio?

    El sacerdote deberá mirar al mundo con ojos de benevolencia. No como un muchacho inexperimentado que siente la fascinación del brillo de las cosas, pero que ignora su aspecto oscuro y desabrido. El ministro de Cristo no puede cifrar su ilusión en los bienes perecederos, sino que debe considerarlos a través de los ojos de Jesucristo, es decir, estimando su valor o su nada según los criterios de la fe.

    Es de suma importancia que los fieles se den cuenta de que nosotros los sacerdotes vivimos esta vida sobrenatural, puesto que la fecundidad de nuestro ministerio sacerdotal depende de ello en gran parte.

 

 

2.- Misión de la fe

 

    La fe es una virtud fundamental. Sin ella, la caridad, la religión y cualquiera otra virtud son completamente imposibles. La fe constituye la base de nuestras relaciones sobrenaturales con Dios. Según el plan divino, su luz es la que nos debe guiar durante el tiempo de nuestra prueba acá en el mundo. Nuestro acercamiento a Dios, el empleo de los medios adecuados para asegurar nuestra unión con Él y nuestro mérito están, hasta cierto punto, envueltos en la oscuridad.

    También los ángeles sufrieron la prueba de su fe, porque, sea cual fuere la naturaleza propia de su «tentación», fueron sometidos a esta prueba cuando eran enteramente libres, cuando aún no habían sido admitidos a la visión beatífica.

    El Concilio de Trento resume en las siguientes palabras la misión esencial de la fe: «La salud del hombre comienza por la fe. Ella es el fundamento y la raíz de toda justificación. Sin la fe es imposible agradar a Dios y participar de la suerte de sus hijos» [Sess. VI, 8].

    La fe es en nosotros el principio, el fundamento y la raíz de nuestra vida de hijos de Dios. Expliquemos brevemente estas palabras del concilio.

    ¿A quién otorga Dios el poder de hacerse hijo suyo? Nos lo dice San Juan: «Esta gracia está reservada únicamente a los creyentes»: His qui credunt in nomine ejus (Jo., I, 12). Lo mismo nos enseña San Pablo: «Es preciso que quien se acerque a Dios crea que existe»: Credere enim oportet accedentem ad Deum (Hebr., XI, 6).

    Si la fe es necesaria para despertar la vida sobrenatural, también lo es para asegurar su crecimiento y su desarrollo. La fe es, en verdad, el fundamento y la raíz de la vida interior.

    ¿Qué papel juegan los cimientos en una construcción? No solamente son necesarios para dar principio a las obras, sino que de ellos depende en todo momento la estabilidad, el equilibrio y la duración del edificio.

    Este mismo es el papel que la fe juega en toda la vida cristiana. Cuando la fe es firme, consolida la esperanza, impulsa la caridad e imprime a la oración un vuelo que la levanta hasta Dios. ¿De dónde nos viene el apoyo constante que precisamos, de dónde recibimos los motivos que más eficazmente nos mueven a obrar, tanto en el momento de la tribulación como en el curso normal de la existencia, sino de la fe? Por eso San Pablo recomendaba a los colosenses que viviesen siempre «firmemente fundados e inconmovibles en la fe»: In fide fundati et radicati (I, 23).

    Su influencia se compara a la de la raíz. Esta sostiene al árbol sujeto al suelo y, por una acción imperceptible e ininterrumpida, mantiene su vigor. Todo el crecimiento y el desarrollo del árbol dependen de esta alimentación secreta. Cortad las raíces y veréis qué pronto, por mucha que sea la vitalidad y la belleza del árbol, se secará irremisiblemente.

    Tal es la importancia primordial de la firmeza de la fe. Su influencia es permanente. Ella ennoblece la existencia y vigoriza el alma y, gracias a ella, tanto el simple fiel como, sobre todo, el sacerdote, no duda jamás de la victoria: Hæc est victoria quæ vincit mundum, fides nostra (I Jo., V, 4).

    San Pablo quiso compendiar en una fórmula brevísima toda esta doctrina que era tan de su agrado. «El justo vive de la fe»: Justus ex fide vivit (Gal., III, 11; Rom., I, 17; Hebr., X, 38). Démonos cuenta de su valor eminentemente práctico, porque, cuanto más firme sea nuestra fe, tanto más se regenerará nuestra vida entera, y más se estrecharán los lazos de nuestra adopción divina.

 

 

3.- Noción de la fe

 

    ¿En qué consiste exactamente esta fe que debe animar nuestra vida? El Concilio Vaticano [Sess. III, cap. 1] nos lo dice en una definición luminosa: «La fe es una virtud sobrenatural, por la que, bajo la inspiración y la ayuda de la gracia de Dios, aceptamos como verdadero todo lo que Dios nos ha revelado; no porque comprendemos la verdad intrínseca de las realidades sobrenaturales guiados por la luz natural de la razón, sino fundados en la autoridad del mismo Dios que nos las revela y que no puede engañarse ni engañarnos».

    La fe es el homenaje que nuestra razón rinde a la veracidad divina. Dios ha hablado, sobre todo, por medio de Jesucristo y de los apóstoles. Cuando el hombre acepta la revelación divina, con sus esplendores y sus oscuridades, humilla todo su ser ante Dios, se entrega enteramente a la suprema e infalible Verdad y con ello glorifica al Señor. Porque en esta aquiescencia total de su espíritu, todo el hombre se siente impulsado a confundirse y abismarse ante la autoridad suprema de Dios.

    La esencia de la fe consiste en esta sumisión de la inteligencia que se adhiere a la Verdad sustancial que le revela el misterio divino y los caminos de la salvación.

    La fe es una comunión de nuestro espíritu, no con los puntos de vista de otro hombre por muy docto que sea, sino con el pensamiento del mismo Dios. Por la fe, hacemos nuestro su pensamiento y participamos del conocimiento que Dios tiene de sí mismo y de los designios de su predestinación eterna. Debemos aceptar con profundo respeto la revelación divina, tanto en su conjunto como cada una de las verdades que la Iglesia, único juez supremo en estas materias, nos manda creer: «Lo que creemos de vuestra gloria, lo creemos por la fe de vuestra revelación»: Quod enim de tua gloria, revelante Te, credimus [Prefacio de la misa de la Trinidad].

    Lejos de humillar a la razón humana, la fe la eleva, amplía inmensamente sus fronteras y la hace participar de las verdades capitales sobre el sentido de su destino.

 

    La fe implica necesariamente tres elementos: una adhesión del entendimiento, un movimiento de la voluntad y una inspiración de la gracia, que envuelve enteramente el acto del creyente.

    La fe no es una conclusión del razonamiento, es decir, la convicción producida en la inteligencia por la fuerza de los argumentos. Sino que es una sumisión voluntaria, confiada y total del espíritu a la autoridad de Dios que revela.

    ¿Por qué interviene la voluntad en el acto de la fe? Como sabéis, no es sino por un trabajo abstracto y difícil como llegamos a concebir las cosas que sobrepasan los límites de nuestras experiencias humanas. Por eso, las verdades sobrenaturales se nos presentan siempre rodeadas de espesas tinieblas. Al aceptar la revelación con todas sus enseñanzas, nuestra inteligencia se abre de par en par a la verdad divina, aceptándola con perfecta aquiescencia. Pero esto no lo puede hacer sino mediante un impulso de la voluntad, deseosa de encontrar a Dios, y de comunicarse con Él. La gracia interviene, pero sin que sea preciso que se sienta su influjo en todo este proceso tan complejo.

    La parte de voluntariedad y de libertad que comporta el acto de fe hace que éste sea meritorio a los ojos de Dios. En todo este proceso, Dios ha querido dejar suficiente margen de oscuridad para que el creer sea un acto de profunda confianza en Él, a la vez que suficiente claridad para que el acto de fe pueda parecernos completamente razonable.

    Por último es necesaria la acción de la gracia sobre el entendimiento y la voluntad. Leed el Evangelio. Los contemporáneos de Jesús podían verle y oírle; sus sentidos le tenían siempre a su alcance; su razón les decía que era un hombre eminente, de una virtud extraordinaria. Pero para poder penetrar en el Santo de los santos de su naturaleza divina y creer que era el verdadero Hijo de Dios, se requería, además de los milagros y de las profecías, un don de la gracia. Así lo proclamó el mismo Jesús: «No es la carne ni la sangre quien eso te ha revelado, sino mi Padre»: Caro et sanguis non revelavit tibi, sed Pater meus (Mt., XVI, 17). Y en otra ocasión: «Nadie puede venir a mí, si el Padre… no le trae»: Nemo potest venire ad me, nisi Pater... traxerit eum (Jo., VI, 44).

    La fe nos viene de lo alto. El incrédulo debe implorar humildemente su venida, y nosotros, que estamos ya en posesión de este don, pedir su aumento: Credo, Domine, adjuva incredulitatem meam (Mc., IX, 24).

    Siempre son posibles las tentaciones contra le fe, pero al mismo tiempo son un estímulo para la oración. Si recurrimos a la oración cuando somos tentados, nuestra fe se robustece y apreciamos mejor su carácter sobrenatural y gratuito. Aprendamos a utilizar estas dudas, sin que por ello nos expongamos temerariamente a conversaciones y lecturas que pueden hacer peligrar nuestra adhesión al depósito de la revelación, y unámonos más consciente y firmemente a Cristo y a su mensaje.

 

 

4.- Privilegio de la fe: aurora de la visión beatífica

 

    Todas estas enseñanzas de los concilios de Trento y del Vaticano se encuentran implícitamente contenidas en la definición de la fe que nos da San Pablo: «Es la fe la firme seguridad de lo que esperamos, la convicción de lo que no vemos»: Est autem fides sperandarum substantia rerum, argumentum non apparentium (Hebr., XI, 1).          

    Estas palabras significan que la fe es el apoyo vital de todas nuestras esperanzas sobrenaturales. Por ella llegamos al convencimiento de la existencia de este mundo celestial que no alcanzamos a ver y del que nos habla toda la epístola a los Hebreos. Este texto inspirado nos revela la más estupenda prerrogativa de la fe: la de que es la aurora de la luz del cielo. Entre la fe y la visión beatífica no hay solución de continuidad.

    Prácticamente hay para nosotros tres órdenes de realidades distintas: el de la materia, el de las verdades intelectuales y el más alto aún de lo sobrenatural. Nosotros llegamos al conocimiento de cada uno de estos mundos, ilustrados por una luz apropiada a cada uno de ellos.

    La naturaleza material, con su inmensidad y su belleza, se descubre a nuestros ojos por su esplendor.

    La inteligencia contempla este mismo universo, pero de un modo superior, porque de los fenómenos se remonta a sus causas. Descubre en las cosas la huella de la Omnipotencia y de la Sabiduría creadora y llega así al conocimiento de la existencia de Dios y de sus perfecciones. Muy distinta es la luz por la que nuestros ojos ven, de aquella otra por la que nuestro entendimiento comprende, juzga y razona. La una no es continuación de la otra, sino que son de diferentes órdenes.

    Más allá del mundo que alcanzan a conocer nuestros sentidos y nuestra razón, hay una tercera esfera trascendente, inaccesible, divina. Es la de la vida íntima de la Trinidad. «Dios habita una luz inaccesible, que ningún hombre vio ni puede ver»: Lucem inhabitat inaccessibilem, quem nullus hominum vidit nec videre potest (I Tim., VI, 16). Nuestra elevación sobrenatural nos destina a penetrar en estas «profundidades de Dios», profunda Dei (I Cor., II, 10). Cuando lleguemos al cielo, recibiremos una comunicación de esta luz divina, para poder contemplar a Dios intuitivamente. «En tu luz vemos la luz»: In lumine tuo videbimus lumen (Ps., 35, 10).

    Con todo, el Señor se ha dignado, ya desde ahora, conceder a sus hijos adoptivos el poder entrar en contacto con este mundo supraterrestre. Y este prodigio se obra gracias a la fe, porque la fe es la aurora de la visión beatífica.

    Contemplad lo que sucede en la Jerusalén celestial: la luz de la gloria refuerza maravillosamente la capacidad de la inteligencia de los santos y la adapta a la contemplación de Dios. Al mismo tiempo, esta luz se proyecta sobre todos los actos de conocimiento, de amor y de bienaventuranza que constituye la vida y la felicidad eternas.

    ¿Se podrá afirmar que la fe juega el mismo papel acá en la tierra? Ella nos hace a Dios presente, en medio de nuestras oscuridades, de nuestros esfuerzos y de nuestras pruebas. Nos hace también comprender todas las realidades sobrenaturales que constituyen el objeto de nuestra esperanza. Y esclarece al mismo tiempo todos los actos que debe practicar el cristiano en el camino que le lleva al cielo. Toda la actividad sobrenatural que dispone a los hijos de Dios para que puedan recibir un día la luz de la gloria y les permite adquirir méritos para conseguirla, debe brotar de la fe, como de una fuente que mana sin cesar. «Ahora veo en un espejo y oscuramente; entonces veremos cara a cara»: Videmus nunc per speculum in enigmate, tunc autem facie ad faciem (I Cor., XIII, 12).

    La fe, no solamente pertenece al orden sobrenatural, sino que en la visión beatífica encuentra su desenvolvimiento y floración suprema. La misma vida que recibimos en el bautismo es la que evoluciona y se transforma. Ciertamente la fe es el primer destello, el alba y la aurora de la visión eterna. Santo Tomás resume toda esta doctrina tan elevada en estos términos tan sustanciales como concisos: «La fe es un hábito de nuestro espíritu, por el que empieza a tener realidad en nosotros la vida eterna»: Fides est habitus mentis quo inchoatur vita æterna in nobis [Sum. Theol., II-II, q. 14, a. 1].

 

 

5.- La fe en Cristo, Verbo encarnado

 

   Dios se presenta a nosotros como objeto de fe, principalmente en la persona de Jesucristo. Quiere que creamos firmemente que el hijo de María, el obrero de Nazaret, el Maestro que se enfrentaba a los fariseos, el crucificado del Calvario es verdaderamente su Hijo, enteramente igual a Él, y que como a tal le adoremos. «La gran obra que Dios se ha propuesto en la economía de la salvación, consiste en establecer entre los hombres la fe en el Verbo encarnado»: Hoc est opus Dei ut credatis in eum quem misit ille (Jo., VI, 29).

    Nada hay que pueda reemplazar a esta fe en Jesucristo, verdadero Dios, consustancial al Padre y enviado suyo. Ella es la síntesis de todas nuestras creencias, porque Cristo es la síntesis de toda la revelación.

    Si esto es verdad para todos los cristianos, lo es especialmente para el sacerdote. Porque la razón de ser del sacerdocio consiste en traer al mundo la salud de Cristo, Hijo de Dios, encarnado por amor. Toda la vida del gran apóstol se resume en estas palabras: «Vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí»: In fide vivo Filii Dei qui dilexit me et tradidit semetipsum pro me (Gal., II, 20), y toda nuestra vida sacerdotal debe ser un testimonio de esta misma poderosa convicción.

    La vida de la Iglesia es una adoración constante y universal de su divino Esposo. Ella no se cansa de repetir con San Pedro a la misma cara de un mundo que le niega y le desconoce: «Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo»: Tu es Christus, Filius Dei vivi (Mt., XVI, 16).

    Esta poderosa visión de la fe, que atraviesa los velos de la humanidad de Jesús y se abisma en las profundidades de su divinidad, es la que falta a muchas almas. Ellas ven a Jesús, le tocan, pero, lo mismo que las multitudes de Galilea, con una mirada puramente exterior y superficial, que no llega a transformarlas.

    Para otros, por el contrario, Jesús aparece transfigurado, porque la gracia ilumina la fe que tienen en su divinidad. Para ellos, Jesús es el sol de justicia, que sobrepasa todas las bellezas de la tierra. Y de tal manera arrebata sus corazones la contemplación de Jesús, que «ninguna otra es capaz de separarles de su amor», pudiendo decir con San Pablo: «Estoy persuadido de que ni la muerte, ni la vida… ni ninguna otra criatura podrán arrancarnos al amor de Dios en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rom., VIII, 38).

    Una fe como esta hace que Jesucristo quede firmemente fijo en nuestros corazones. Porque no es una simple adhesión de nuestro espíritu, sino que comprende el amor, la esperanza y, en una palabra, la consagración total de sí mismo a Cristo para vivir de su vida, participar de sus misterios e imitar sus virtudes.

    Se dan cristianos y aún sacerdotes que no han hecho de Jesús la fuente de su vida espiritual. Creen que es Dios, pero sin un convencimiento íntimo y vital, y esta fe no llega a constituir la raíz y el fundamento de toda su vida religiosa. Ellos ignoran prácticamente aquella frase tan reveladora de San Pablo: «Cuanto al fundamento, nadie puede poner otro sino el que está puesto, que es Jesucristo»: Fundamentum aliud nemo ponere potest, præter id quod positum est, Jesus Christus (I Cor., III, 11). Por eso sus esfuerzos resultan muchas veces estériles.

    Debemos, pues, arrojarnos de buen grado a los pies de Jesucristo y rendirle el homenaje de una fe acendrada: «Oh Cristo, aún sin veros en toda la gloria de vuestra divinidad, confieso que sois el Hijo de Dios vivo: Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero»: Deum de Deo, lumen de lumine, Deum verum de Deo vero. Es de una importancia capital en la vida espiritual que nuestro impulso hacia Dios se apoye sobre esta base de la fe en el Verbo encarnado.

    Pero no basta con formar un decidido propósito, sino que es menester que nuestras fuerzas se rehagan y nuestra generosidad se reavive todos los días en esta fe. Cuanto más perfecta sea, más participaremos con Cristo de su condición de Hijo de Dios. Esta cualidad es lo mejor que tiene Jesús y nos hace donación de la misma.

    Toda la grandeza de esta doctrina se deriva de este elevado pensamiento: creer, es participar del conocimiento que Dios tiene de sí mismo y de todas las cosas en sí mismo. Por el ejercicio de esta virtud, nuestra vida viene a ser un reflejo de la suya. Cuando el alma está saturada de fe, ella ve, por así decirlo, por los ojos de Dios.

    ¿Y qué es lo que el Padre contempla eternamente? A su Hijo. Él le conoce y ama a todas las cosas en Él. Esta mirada y este amor pertenecen a su misma esencia. ¿Qué es lo que está mirando en este mismo momento en que os estoy hablando? Al Verbo que, siendo igual a Él, se ha hecho hombre por amor.

    El Padre ama a su Hijo infinitamente, divinamente, como Él solamente puede hacerlo. Por eso le está dedicado enteramente y todo cuanto hace lo ordena a su gloria: «Le he glorificado, y le glorificaré»: Et clarificavi et iterum clarificabo (Jo., XII, 28). Tiene empeño en que su Hijo sea reconocido por las criaturas racionales con la reverencia que le es debida a su divinidad. Al introducirle en el mundo, ha querido que «todos los ángeles le adoren»: Et adorent eum omnes angeli Dei (Hebr., I, 6). Y reclama de los hombres el mismo homenaje. El Padre quiere «que todos honren al Hijo como honran al Padre»: Ut omnes honorificent Filium sicut honorificant Patrem (Jo., V, 23). ¿No exigió, acaso, en el Tabor que todos creyesen en las palabras de Jesús, porque eran palabras del Hijo de su amor? Hic est Filius… Ipsum audite (Mt., XVII, 5).

    Si miráramos a Cristo como le mira el Padre, sería ilimitado el premio que reportaríamos de la dignidad de su persona, de la magnitud de sus méritos y del poder de su gracia. Por muchas que sean nuestras faltas y por grande que sea nuestra indigencia, tenemos en Cristo un suplemento de misericordia inagotable. Por grande que sea nuestra miseria, somos ricos en Cristo: In omnibus divites facti estis in illo (I Cor., I, 5). La sobreabundancia de los méritos de un Dios resulta, para la Iglesia que los atesora, una fuente perenne de gratitud, de alabanza, de paz y de júbilo indecible.

    Esta fe en su divinidad nos obliga por un título especialísimo a nosotros los sacerdotes, que vivimos en contacto tan frecuente con la Eucaristía, a guardar el más profundo respeto a Cristo: Veneremur cernui. Si Jesús oculta su esplendor, nosotros adoraremos con mayor veneración aún la incomprensible realidad de su presencia. Este mysterium fidei «lo amaremos tanto más cuanto más vivamos de él»: Cœleste munus diligere quod frequentant [Oratio super populum, jueves de la 1ª semana de cuaresma]. El Señor es tan condescendiente, que oculta su gloria a nuestros ojos, para que nuestra flaqueza no tema acercarse a Él. Con el estímulo de esta bondad nuestra fe deberá atravesar el velo y sumirnos en adoración a los pies del Hijo de Dios.

    Estos deben ser nuestros pensamientos cuando doblamos la rodilla ante el sagrario, en el último evangelio, o cuando decimos Filius Patris en el Gloria, Incarnatus est en el Credo, y tantos textos de la Escritura o de la Liturgia. Con los ojos puestos en Jesucristo, digámosle de corazón: «En el niño del establo, en el obrero de Nazaret, en el leño de la cruz, bajo las apariencias del pan y del vino, yo os adoro, oh Cristo, como a mi Dios; os amo, y os acepto con todo lo que sois y con todo lo que queráis imponerme».

 

6.- Tres cualidades de la fe sacerdotal

 

    Es de suma importancia que la fe del sacerdote sea mucho más perfecta que la de los simples fieles. Por lo mismo que ha sido llamado para comunicar a los fieles los misterios de la religión, es necesario que tenga una alta estima de su valor: Ut sciatis quæ sit spes vocationis ejus et quæ divitiæ gloriæ hereditatis ejus (Eph., I, 18).

    La fe del sacerdote debe estar revestida principalmente de tres cualidades: debe ser robusta en su adhesión, ilustrada en cuanto a su extensión, comprendiendo todo cuanto abarca la fe de la Iglesia; y por último, debe ser operante, es decir, que ha de ejercer su influencia eficaz en todos los actos de la vida.

    Si la fe es una adhesión del espíritu a las verdades reveladas por el mismo Dios, si, a la vez, es la respuesta que da el hombre a la comunicación divina, esta adhesión deberá ser robusta, firme y sin vacilación alguna.

    Cuando San Pedro creyó que se hundía bajo las olas del lago de Genesaret, gritó con todas sus fuerzas: «Señor, sálvame»: Domine, salvum me fac (Mt., XIV, 30). Tenía fe en Jesús, puesto que le invocaba; pero su fe era vacilante. Por eso le reprochó el Señor. Más cuando en el monte Tabor dijo a su Maestro: «¡Qué bien estamos aquí!» (Mt., XVII, 4), o en aquella otra ocasión de la promesa de la Eucaristía, exclamó: «¿A quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jo., VI, 68), su fe estaba firmemente asentada. En el Calvario, Nuestra Señora creía con toda su alma. Ella era la Virgen fiel en toda la acepción de la palabra. Como que en su corazón atesoraba la fe viva de toda la Iglesia. Virgo fidelis… continens fidem vivam totius Ecclesiæ in corde suo [Quizá la fuente de esta cita sea San Alberto el Grande, que escribe de la Virgen: Fidem habuit in excelentissimo, quæ… etiam discipulis dubitantibus, non dubitavit. In Luc. I. Gratia plena].

    Para que podáis comprender en qué consiste una fe robusta, fijad vuestra atención en algunos otros ejemplos tomados de la Sagrada Escritura, que siempre son los mejores. San Pablo muestra un santo entusiasmo siempre que habla de Abraham. Fue tan grande la fe del «Padre de los creyentes» que, contra todas las apariencias humanas, creyó como verdadera la promesa que Dios le hizo con firmeza absoluta y sin la menor vacilación: «Contra toda esperanza, creyó que había de ser padre de muchas naciones…, y no flaqueó en la fe al considerar su cuerpo sin vigor, pues era casi centenario» (Rom., IV, 18-19).

    Cuando el centurión del Evangelio afirmó que Jesús tenía poder sobre los males físicos como él lo tenía sobre sus soldados, Jesús se manifestó como admirado: «En verdad os digo que en nadie de Israel he hallado tanta fe» (Mt., VIII, 10). Cuando la Cananea insistió en sus apelaciones a la bondad y al poder de Jesús, a pesar de la negativa y de la aparente dureza con que la trataba, el Señor quedó como subyugado, como si efectivamente la tenacidad de la fe de esta mujer ejerciese sobre Él una irresistible atracción: «¡Oh mujer, grande es tu fe! Hágase contigo como tú quieres» (Mt., XV, 28).

    En la epístola a los Hebreos, el Apóstol nos muestra con señalada complacencia cómo, movidos por su fe, los Patriarcas y los Justos de la Antigua Alianza llevaron a la práctica los grandes designios de Dios: «Los cuales por la fe subyugaron reinos, ejercieron la justicia, alcanzaron las promesas» (Hebr., XI, 33).

    Cuando nosotros los sacerdotes tratamos con noble firmeza de vivir siempre en todas las ocasiones de este espíritu de fe, nos incorporamos a esta pléyade de santos que, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, han extraído su vigor sobrenatural de una adhesión inquebrantable a la palabra revelada.

 

    En segundo lugar, para que la fe sea perfecta, debe ser una fe ilustrada.

    Porque pudiera suceder que, aún siendo una fe vigorosa, fuese, no obstante, rudimentaria. Este es el caso, por ejemplo, del ciego de nacimiento curado por Jesucristo. Cuando Cristo le preguntó si creía en el Hijo de Dios, respondió con un acto de intensa fe, en la que puso todo su ser a los pies de Jesús: «Creo, Señor, y se postró ante Él»: Credo, Domine. Et procidens adoravit eum (Jo., IX, 38). Si atendemos a su adhesión absoluta, su fe era perfecta. Sin embargo, era muy elemental, puesto que aún no conocía todo el conjunto de verdad y de doctrina que el Verbo había venido a traer a la tierra. Una fe como esta acepta, sin dudar, todas las verdades reveladas, pero implícitamente y en bloque, sin un conocimiento previo de cada una de ellas.

    Por muy excelente y rica en virtualidad que sea esta fe espontánea y generosa, pero implícita, no puede ser suficiente cuando el espíritu de reflexión se despierta tanto en el hombre como en la sociedad religiosa. La razón desea darse cuenta del objeto de la fe, discernirla y precisarla. Esta necesidad es la que ha dado origen en el transcurso de los tiempos a la teología, que trata de conocer, analizar y coordinar, en la medida que lo permiten las posibilidades del entendimiento, el contenido de la revelación. La verdadera noción de la teología será siempre aquella cuya fórmula consagró San Anselmo: Fides quærens intellectum [«La fe que trata de llegar a la inteligencia de su objeto». Proslogium, P. L. 158, col. 225].

    A nosotros los sacerdotes nos es tanto más necesario este conocimiento de la fe cuanto que a nosotros nos está encomendada la misión de ilustrar la de los simples fieles, defendiéndola de los ataques de la herejía o de la impiedad. No debemos echar en olvido lo que a este respecto nos dice la Escritura: «Por haber rechazado tú el conocimiento [de las cosas santas], te rechazaré yo a ti del sacerdocio a mi servicio» (Oseas, IV, 6).

    Sucede a veces que los estudios sagrados quedan al margen de la vida interior personal del sacerdote. Y esto es lamentable. Es necesario que fecundemos el trabajo intelectual por medio de piadosas lecturas, por el pensamiento de la presencia de Dios y por la oración. Así es como llegará a formarse en el alma del sacerdote esta teología viviente que es el corazón de la santidad sacerdotal.

    Bien se os alcanza que al hablar del estudio de la teología no me refiero ni a esas cuestiones sutiles ni a esos manuales que se emplean para adquirir los conocimientos que son precisos para salir airosos de un examen de órdenes, sino que me refiero al estudio de los Santos Padres, de los doctores consagrados por su doctrina teológica y principalmente de Santo Tomás. Me refiero, sobre todo, a un conocimiento cada día más profundo de la Sagrada Escritura, que constituye el tesoro de la Esposa de Cristo. Así se formaron los doctores de la Iglesia y los grandes teólogos; hasta el fin de los siglos, estos libros continuarán siendo las verdades fuentes de la ciencia sagrada.

    ¿No se da el caso de sacerdotes que viven en constante contacto con los misterios de la fe, pero que no piensan en ellos, ni se preocupan de conocerlos? Pasan su vida en medio de realidades divinas: en el altar, en el confesonario, en el púlpito, están en constante relación con los poderes sobrenaturales. Pero como su fe no es ilustrada ni su piedad tiene raigambre teológica, se les escapan muchas gracias con evidente detrimento de su ministerio y viven hambrientos en medio de la abundancia de tantas luces que debieran enfervorizar su alma. El sacerdote debe tener la ilusión de tener un conocimiento tan completo como le sea posible de la revelación que nos trajo Jesucristo, que es la Sabiduría eterna.

    Los que se dedican a los estudios superiores corren en nuestros días el peligro de perder algo de su pureza y de la lozanía de su fe. Un espíritu hipercrítico ha invadido todos los dominios: la historia, la teología, la Sagrada Escritura. Si no guardan las debidas precauciones, algunos pueden correr el riesgo de que su fe se debilite y aún de que llegue a perderse completamente. Para prevenirnos contra estos peligros, os recomiendo que cultivéis el mayor respeto a la doctrina tradicional.

    Esto no excluye el progreso en el estudio de los diversos aspectos del pensamiento moderno; pero es necesario que los juzguemos desde las alturas en que nos sitúa el conocimiento profundo de la teología.

    Rechacemos de plano toda herejía, porque está en abierta repugnancia con la verdad revelada, con la doctrina de Jesucristo. Con todo, mostremos siempre la máxima benevolencia a nuestros hermanos que son víctimas del error.

    Procurad sobrenaturalizar vuestro trabajo. Nunca empecéis a estudiar sin haber orado antes. Tened cuidado de elevar vuestra intención, para que no busquéis otra cosa que la mayor gloria de Dios y la investigación de la verdad. Hay quienes tratan de adquirir la ciencia sagrada con «el fin de adquirir renombre de sabios»: Ut sciantur ipsi, como dice San Bernardo, lo cual no deja de ser una torpe vanidad: et turpis vanitas est [In Cantic., Sermo 36, 1-3]. Para los que trabajan con estas miras, el estudio nunca será un medio para santificarse. De esta ciencia es de la que el Espíritu Santo ha dicho: «La ciencia hincha» (I Cor., VIII, 1), y en otro lugar: «La sabiduría de este mundo es necedad ante Dios» (I Cor., III, 19). Podríamos añadir que también «ante los hombres», porque nada hay más repelente que un sacerdote ofuscado por sus éxitos y totalmente poseído de las consideraciones debidas a su superioridad intelectual. No nos dejemos seducir por nuestra ciencia, que harto imperfectos serán siempre nuestros conocimientos mientras vivamos en esta vida.

    Apliquémonos al estudio con la intención de trabajar por el reino y la gloria de Dios, por la Iglesia, por defender contra todos los ataques el depósito de la revelación, por conservar en toda su pureza y vigor de la fe de los fieles y, sobre todo, por saturar nuestro propio espíritu del conocimiento de Jesucristo y de sus incomparables misterios.

    Tal debe ser, me complazco en repetirlo, nuestra teología: una teología viviente que sea el corazón de la santidad sacerdotal.

    También la lectura espiritual es de suma importancia en la vida del sacerdote.Constituye para él un verdadero peligro el estar demasiado ocupado en las cosas profanas y el dejarse cautivar por lecturas que nada tienen de sobrenatural. Los que habitualmente se entregan al estudio de los clásicos tienen igualmente necesidad de algún antídoto para salvaguardar el fervor de su fe.

    Es verdad que un profesor o un sacerdote absorbido por sus ministerios no disponen de mucho tiempo para dedicarse a estudios suplementarios. Pero ¿no podrán dedicar un rato cada día a la lectura espiritual, a la lectio divina, como la llama San Benito? Se sorprenderán al comprobar al cabo de cierto tiempo hasta qué punto este medio ascético, aún aplicado en «pequeñas dosis», llena la inteligencia de elevados pensamientos, conforta el corazón y mantiene al alma en inestimable contacto con los misterios divinos.

    La Sagrada Escritura asiduamente leída y aún aprendida de memoria será siempre en el corazón del sacerdote como una fuente que mana sin cesar.

    Tomad buena nota de esto: en la Eucaristía, el Verbo divino se oculta bajo las especies sacramentales, rodeado de un silencio lleno de majestad; en la Sagrada Escritura adopta para comunicársenos la forma de una palabra humana, que se adapta perfectamente a nuestras expresiones usuales.

    El Verbo de Dios, considerado en sí mismo, es incomprensible para nosotros, porque es infinito. El Padre expresa en su Hijo todo cuanto es y todo cuanto conoce. Las Escrituras no nos dicen sino una pequeña sílaba de aquella intraducible palabra que el Padre pronuncia en su insondable inmensidad. Cuando lleguemos al cielo, contemplaremos esta Palabra subsistente y penetraremos su secreto; pero procuremos prestar, ya desde ahora, una respetuosa atención a la revelación y a la porción de la ciencia divina que las Sagradas Escrituras nos manifiestan.

    Durante la vida mortal de Jesús –aunque ya os lo he dicho, no estará de más el insistir sobre ello– muchos no veían sino el exterior, y no suponían que bajo las apariencias del hombre se encontraba la divinidad. El Verbo encarnado quedaba oculto a sus miradas. Lo mismo sucede a muchos espíritus que se limitan a considerar el elemento humano de las Escrituras y no llegan a descubrir bajo esta envoltura la revelación divina.

    La visión que la fe nos proporciona, en modo alguno impide el estudio crítico de los textos sagrados. Más para que el Verbo divino que en ellos se nos manifiesta sea, como efectivamente debe ser, un medio de salud, nuestra alma debe repetirse constantemente a sí misma en el transcurso de estos estudios: «Ahí se contiene la palabra eterna, el mensaje auténtico de Dios».

    Si queréis influir en las almas y hacer el bien, no me cansaré de repetiros el consejo de San Pablo: «La palabra de Cristo habite en vosotros abundantemente»: Verbum Christi habitet in vobis abundanter (Col., III, 16).

 

Por último, la fe en el alma del sacerdote deberá ser activa.

    Si la fe es el fundamento de todo el edificio espiritual y la raíz de donde procede el crecimiento de nuestra vida de hijos de Dios, es evidente que no puede quedar ociosa y estéril, sino que debe invadir y dominar toda nuestra existencia, inspirar nuestros juicios, regular nuestras acciones, estimular nuestro celo y ser, como quiere el Apóstol, una «fe actuada por la caridad» (Ga., V, 6).

    En las personas, esta fe activa hace mella, ante todo, en el alma redimida por el amor y la sangre de Cristo y destinada a una vida eterna. Esta fe viene a ser el móvil que determina todas las abnegaciones y todos los sacrificios.

    En los acontecimientos, la fe juzga las cosas con el mismo criterio con que Cristo las hubiese estimado. Los caminos de Dios son tan insondables como su mismo ser; pero el sacerdote que vive de su fe sabe que «Dios es amor»: Deus caritas est (I Jo., IV, 6). ¿No es, acaso, por medio de los sufrimientos como el Señor quiere purificar, desprender, fortalecer y elevar a los que ama? De la misma suerte que la pasión de Cristo hace brotar fuentes de gracias, así también las penas y los sufrimientos que soportan los fieles, y particularmente los sacerdotes, tienen un alto valor ante Dios.

    El debilitamiento general de las creencias religiosas que se observa en nuestros días puede llegar a afectar incluso a los ministros de Cristo. Hay quienes están convencidos de que la actividad humana y los trabajos exteriores constituyen el elemento principal y casi exclusivo para ganar las almas y extender el reino de Jesucristo. Creen que la santidad personal del sacerdote y la oración apenas cuentan en la empresa de salvar al mundo, y que lo verdaderamente eficaz son las iniciativas audaces, los nuevos métodos y la actividad intensa.

    Y, sin embargo, como bien lo sabemos, la salvación de las almas y su santificación son cosas esencialmente sobrenaturales. Toda la actividad humana, si no es fecundada por la gracia y la unción divina, es impotente para conseguir la conversión o la santificación de una sola alma. ¿Acaso no es Dios el que tiene los corazones en su mano? Esta es la razón de por qué, aunque debemos desplegar todo nuestro celo en las obras, debemos tener muy presente que aún en ellas es necesario que predomine el espíritu de fe, y que pongamos toda nuestra confianza sobre todo en la oración, en la obediencia y en la ayuda del Señor.

    En los santos, la fe es como un brasero encendido que irradia calor y luz. El secreto de esta fe comunicativa y conquistadora consiste en el poder avasallador que tienen las convicciones arraigadas. El mundo sobrenatural, aún estando velado a sus miradas, les parece a los santos tan tangible como las realidades de la vida presente. Por eso, nunca se dejan abatir por las más tremendas dificultades por largas que sean. Nunca tropiezan en su camino, sino que, teniendo fija su mirada en las verdades eternas, prosiguen decididos su marcha hasta alcanzar la victoria definitiva: Hæc est victoria quæ vincit mundum, fides nostra (I Jo., V, 4).

    Cuando exclama San Pablo: «Vivo en la fe del Hijo de Dios»: In fide vivo Filii Dei (Gal., II, 20), ¿no sentís cómo, a través de estas palabras, se trasluce la magnífica intrepidez de su fe en el misterio de Cristo, y cómo el corazón del apóstol se dilata con una sublime y santa alegría? La felicidad que le proporcionaba el creer enardecía su alma y hacía su fe más esplendorosa. Nuestra adhesión más completa al mensaje de Jesús, Hijo de Dios, enviado del Padre y fuente de santidad, debería producir también en nosotros la misma «exaltación», la misma intrepidez, la misma felicidad, la misma fuerza irresistiblemente avasalladora.

    Las verdades reveladas forman, según lo hemos dicho ya, un mundo superior que domina las miserias de esta vida, en el que el espíritu del sacerdote debe moverse con entera naturalidad como en su propia atmósfera.

    Cuando acomoda su vida a los criterios de la fe, se puede decir que el alma del sacerdote vive en cierta manera en este mundo sobrenatural. Su apoyo constante en la palabra de Dios hará que su fe sea eficazmente activa, hasta el punto de que ella dominará los acontecimientos y hará sentir su influjo, para la mayor gloria de Cristo, sobre toda su actividad sacerdotal.

    Puede darse el caso de que, habiendo dos sacerdotes que se dedican a las mismas obras exteriores, uno de ellos, inflamado de amor, ejerza una influencia profunda en las almas, siendo su ministerio agradable a Dios y fecundo para la Iglesia, mientras el otro, sin fervor alguno en su vida interior personal, apenas produce fruto perdurable en las almas. ¿De dónde proviene esta diferencia? De la cualidad de su fe.

    La fe es en los corazones la única raíz de la caridad.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

QUINTA MEDITACIÓN

 

«Morir al pecado»

 

   El Evangelio ha establecido claramente las dos condiciones fundamentales para la salvación, tanto para los sacerdotes como para los simples fieles: «el acto de fe y la recepción del bautismo»: Qui crediderit et baptizatus fuerit salvus erit (Mc., XVI, 16).

    Después de haberos hablado de la fe, voy a tratar ahora de la  gracia vital que nos comunica el bautismo. Esta gracia es como una semilla que tiende a crecer, y que todo bautizado debe desarrollar constantemente en el transcurso de su existencia.

    He aquí cómo describe San Pablo con admirable profundidad la fuerza sobrenatural y secreta de los efectos del bautismo: «Con Él hemos sido sepultados por el bautismo, para participar en su muerte, para que, como Él resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva» (Rom., VI, 4).

    Estas palabras nos muestran, en una mirada de conjunto, cuáles son los elementos esenciales de nuestra santificación, y cuál es la orientación que debemos dar a los esfuerzos que hacemos para alcanzar la virtud.

    El mismo Dios nos declara que sus caminos y sus designios no son los nuestros: «Porque no son mis pensamientos vuestros pensamientos, ni mis caminos son vuestros caminos… Cuanto son los cielos más altos que la tierra, tanto están mis caminos por encima de los vuestros» (Is., LV, 8-9).

    Para santificar al mundo, no ha elegido otro medio que aquel que San Pablo califica como «la locura de la cruz»: stultitia crucis (I Cor., I, 18). ¿Quién hubiera podido imaginarse jamás que para salvar a los hombres iba a ser necesario que el Hijo unigénito tuviera que someterse a los oprobios del Calvario y a la muerte de cruz? Con todo, lo que parecía una locura a los ojos de los hombres era precisamente el plan que había previsto la sabiduría divina: «eligió Dios la necedad del mundo para confundir a los sabios» (Ibid., 27).

    La muerte y la resurrección de Jesucristo son las que han renovado el mundo y todo cristiano que quiera salvarse y santificarse debe participar espiritualmente del misterio de esta muerte y de esta vida resucitada. Toda la esencia de la perfección evangélica y sacerdotal consiste en la participación de este doble misterio.

 

1.- Necesidad de morir al pecado

 

    El alma se une a Dios en la misma medida en que se le asemeja. Para que Dios la atraiga y la eleve es necesario que, en cierto modo, se identifique con ella. Por eso, cuando creó el alma de nuestros primeros padres, la hizo a su imagen y semejanza.

    Según el plan divino, el hombre ocupa un lugar intermedio entre los ángeles, que son espíritus puros, y la materia corporal y esta destinado a reflejar las perfecciones de Dios con mucha mayor perfección que la creación material: «Le has hecho poco menos que los ángeles y le has coronado de gloria y de honor» (Ps., VIII, 6). En este himno, el salmista contempla con arrobamiento la obra divina tal como era en su primitiva belleza y dedica un canto a la gloria de Dios que se manifiesta en el universo: «¡Oh Yahvé, Señor nuestro, cuán magnífico es tu nombre en toda la tierra!» (Ibid., 1).

    El pecado de Adán deshizo este plan tan grandioso. El pecado ha destruido en el hombre el esplendor de la imagen divina y lo ha hecho incapaz de volver a unirse con Dios.

    Pero el Señor, en su infinita bondad, ha decidido reparar «maravillosamente» el mal producido por el pecado: Mirabilius reformasti. ¿Y cómo podría realizarse semejante reparación? Ya lo sabéis: por la venida de un nuevo Adán, que es Jesucristo, cuya gracia, llena de misericordia, nos hace hijos de Dios, conformes a su imagen y aptos para la unión divina: Et sicut in Adam omnes moriuntur, ita et in Christo omnes vivificabuntur (I Cor., XV, 22).

    El bautismo es el medio sagrado establecido por Dios para lavar el alma de la mancha del pecado original y depositar en ella el germen de la vida sobrenatural. ¿Qué secreto poder tiene el sacramento para obrar semejante prodigio? El poder siempre activo de la muerte y de la resurrección de Jesucristo, que engendra en el alma un estado de muerte y un estado de vida que se derivan enteramente del mismo Jesucristo. Así como «era preciso que el Mesías padeciese y entrase en su gloria»: Oportuit pati Christum et ita intrare in gloriam suam (Lc., XXIV, 26), así también el cristiano debe asociarse espiritualmente a su muerte para poder recibir la vida divina.

    De esta suerte, Cristo es a un tiempo el arquetipo y la fuente de nuestra santificación: «Si hemos sido injertados en Él por la semejanza de su muerte, también lo seremos por la de su resurrección» (Rom., VI, 5).

 

    ¿Qué es lo que debemos entender por esta muerte que la gracia del bautismo inaugura en nosotros?

    Debemos decir que pertenece, ante todo, al orden de la voluntad. Mediante la infusión de la gracia santificante y de la caridad, el bautismo orienta los afectos del alma hacia la posesión de Dios. Por el pecado original, el hombre se apartó radicalmente de Dios, que es su fin sobrenatural. El don de la caridad cambia y transforma esta disposición fundamental del alma, destruyendo el dominio que actualmente ejerce en ella el pecado y permitiéndole el acceso a la vida divina.

    Es necesario observar, sin embargo, que no basta estar en gracia para quedar completamente muerto al triste poder de pecar. La gracia del bautismo no arranca de nuestra alma todas las malas raíces; de ellas proceden las que San Pablo llama «obras de carne»: Opera carnis (Gal., V, 19).

    Tampoco el sacramento de la penitencia, aunque destruye el imperio actual del pecado, llega a producir en nosotros una muerte completa. Los afectos, los hábitos enraizados, las complacencias más o menos consentidas se unen a las inclinaciones de la naturaleza para mantener vivas en nuestra alma las fuentes del pecado.

    La muerte al pecado, que empieza en la justificación bautismal y se sostiene por la virtud del sacramento de la penitencia, no llega a realizarse plenamente sino mediante nuestros esfuerzos personales apoyados en la gracia. Estos esfuerzos deben obrar en nuestra alma un alejamiento voluntario, cada vez más activo, de todo aquello que en nosotros suponga un obstáculo para la vida sobrenatural.

    Esta idea de la absoluta necesidad de renunciar a cuanto entorpezca en nosotros la justicia de Dios se encuentra enunciada a cada paso en las Epístolas. Y lo que nos dice San Pedro a este respecto no es sino un eco de la doctrina de San Pablo: Ut peccatis mortui justitiæ vivamus (I Petr., II, 24). Y las palabras del uno y del otro son un comentario de las del divino Maestro: Nisi granum frumenti cadens in terram mortuum fuerit, ipsum solum manet (Jo., XII, 24-25).

    Esta muerte es necesaria no como fin, sino como condición esencial de una vida nueva. Es indispensable que el grano de trigo muera en la tierra; pero, gracias a esta destrucción, brota de él una vida más bella, más perfecta y más fecunda.

    Procuremos comprender bien el lenguaje de San Pablo.

    La vida consiste en el poder de obrar por sí mismo. Decimos que un ser tiene vida cuando posee en sí mismo el principio de sus movimientos y cuando los ordena a su propia perfección. Por el contrario, si un ser ha perdido este poder, decimos que ha muerto. El Apóstol se complacía en emplear esta metáfora cuando hablaba del pecado y del imperio que en nosotros ejerce. El pecado, según él lo concibe, «vive» en nosotros cuando nos domina de tal manera, que se convierte en el principio de nuestras acciones: Non ergo regnet peccatum in vestro mortali corpore ut obediatis concupiscentiis ejus (Rom., VI, 12). Por consiguiente, cuando el pecado es el principio inspirador de nuestras actividades, su imperio se establece en nosotros: «somos siervos del pecado», qui facit peccatum, servus est peccati (Jo., VIII, 34), y como «nadie puede servir a dos señores» (Mt., VI, 24), al vivir en pecado, nos alejamos de Dios y «morimos para Él».

    Por eso debemos tender al efecto contrario; es decir, a «morir al pecado» a fin de «vivir para Dios».

    Nosotros practicamos voluntariamente esta muerte cuando nos oponemos al imperio que el pecado ejerce en nosotros y lo llegamos a quebrantar, hasta el punto de impedir que sea el móvil de nuestras acciones. A medida que rehúsa obedecer a las máximas del mundo, a las exigencias de la carne y a las sugestiones del demonio, el bautizado se va liberando gradualmente del pecado. De esta suerte, él «muere al pecado». A medida que esta liberación interior se consolida en el alma, permite que el cristiano se vaya sometiendo cada vez más a Cristo, a sus ejemplos, a su gracia y a su voluntad. Entonces es cuando Cristo se convierte en el principio que determina todas sus acciones, y su vida viene a ocupar el lugar que ocupaba el reino del pecado: «Haced cuenta de que estáis muertos al pecado, pero vivos para Dios, en Cristo Jesús»: Viventes Deo in Christo Jesu (Rom., VI, 11).

 

2.- Grados de la muerte al pecado

    El primer grado lo constituye evidentemente la renuncia total al pecado mortal. Sin esta previa y categórica ruptura, es del todo imposible que la caridad divina pueda vivir en nosotros.

    Se requiere, además, una decidida renuncia al pecado venial. Toda trasgresión deliberada de una ley divina, aún en materia leve, constituye una ofensa al Señor. Jamás debemos admitir bajo ningún pretexto semejante desorden en nuestra vida.

    Como sabéis, los pecados veniales no destruyen la unión establecida por la gracia santificante, pero producen un daño incalculable al alma. Cada pecado venial supone una infidelidad al Padre celestial y entorpece las relaciones de amistad con el divino Maestro. Y estas relaciones son de la mayor importancia en la empresa de la santificación del sacerdote y para la fecundidad de su ministerio.

    Cuando hablo de pecados veniales, me refiero a los que son completamente consentidos, porque muchas de nuestras faltas diarias son efecto de la inadvertencia y de la negligencia propias de la fragilidad humana, y por ello no suponen, por nuestra parte, una voluntad de ofender a Dios. Únicamente en el cielo gozaremos de la impecabilidad absoluta, que es un don excepcional mientras vivimos en la tierra, ya que, si exceptuamos a la Virgen Inmaculada, todos los santos están sujetos a algunas faltas de inadvertencia o de fragilidad.

    Cuando los pecados veniales deliberados se multiplican, amortiguan el temor de ofender a Dios, disminuyen las fuerzas de resistencia y predisponen a pecar mortalmente. El que consiente en vivir en un estado habitual de infidelidad a la gracia y al cumplimiento de sus deberes, pone su alma en una condición de existencia que recibe el nombre de tibieza espiritual.

    Este estado de tibieza comprende varios grados. Lo que caracteriza a este estado no es, como algunos piensan, la aridez interior y la falta de «devoción» en los ejercicios de piedad. Lo grave de esta situación es que el alma tibia se habitúa a su estado, se conforma con su deplorable situación, renuncia a todo esfuerzo para salir de ella y abandona toda aspiración de servir a Dios con plena y sincera fidelidad.

    Si sucumbe a una falta grave, su negligencia habitual paraliza completamente su capacidad de regenerarse. Pero, con todo, el retorno a las prácticas habituales de vida sacerdotal, la aplicación al trabajo, a la lectura espiritual y principalmente a la oración, puede superar, contando con la ayuda de la gracia, todos los obstáculos.

    Muy distinto es, a veces, el caso del que cae en un pecado mortal, pero no a consecuencia de su tibieza, sino por un arrebato pasajero. Porque suele suceder que su caída le lleva al pecador a comprender el estado de su conciencia y, lejos de descorazonarse, se arroja en brazos de la misericordia divina y la vergüenza y el arrepentimiento que experimenta hacen brotar en él un ardor generoso y una fidelidad renovada. Como nos enseña San Ambrosio, «el recuerdo de la falta cometida se convierte en un estímulo que provoca el esfuerzo y sostiene el impulso que le lleva hacia Dios»: Acriores ad currendum resurgunt, pudoris stimulo, majora reparantes certamina [De Apologia prophetæ David, 1. 1, c. 2, P. L., 14, col.854].

    Debemos, pues, proseguir la tarea de extirpar el pecado hasta los últimos repliegues de nuestra alma, hasta las tendencias íntimas que nos inclinan a las faltas actuales. Estas viciosas inclinaciones son, principalmente, el orgullo, el egoísmo y la sensualidad. Estemos alerta para no dejarnos seducir por los movimientos interiores que nos sugieren; trabajemos por liberarnos del amor, del juicio y de la voluntad propias, de todas estas «manchas» que desfiguran nuestra alma e impiden que se asemeje a Jesucristo. Mientras no estemos decididos a combatir cualquier inclinación, que sabemos que es contraria a la voluntad de Dios, se podrá decir que el pecado «reina en nosotros» de alguna manera.

    Tengamos sumo cuidado en no sofocar ni en lo más mínimo la gracia de nuestro bautismo. «Los que hemos muerto al pecado, ¿cómo vivir todavía en él?»: Qui mortui sumus peccato, quomodo adhuc vivemus in illo? (Rom., VI, 2).

    Voy a haceros tres consideraciones que nos animarán poderosamente en esta empresa de completa liberación.

    Y es la primera que, de acuerdo con el plan de Dios, el tiempo es un factor con el que debemos contar. Es preciso que, no de una vez para siempre, sino cada día muramos a todo lo que desagrada a Dios. A estos repetidos actos de generosidad responden en nuestros corazones «estas ascensiones espirituales» de que nos habla el salmista: Ascensiones in corde suo disposuit (Ps., 83, 6). Dios no nos manda quemar las etapas. En el orden de la gracia como en el de la naturaleza, el crecimiento no es obra de un día. Cuando el labrador ha terminado la sementera, ¿no espera durante largos meses a que llegue la época de la cosecha? Sin que ello suponga disminución de nuestra fidelidad, debemos aprender en la vida espiritual a tener paciencia con nosotros mismos, a aguantar las embestidas, y sobre todo a guardar inalterable nuestra confianza. Como nos enseña el Apóstol, «a su tiempo cosecharemos, si no desfallecemos»: Tempore suo metemus, non deficientes (Gal., VI, 9).

    Y esto es tanto más cierto cuanto que no estamos solos en la lucha, sino que podemos contar con la ayuda de Aquel que nos ha llamado. San Pablo nos da la garantía de esta seguridad: «Con Cristo hemos sido sepultados»: Consepulti sumus cum Christo (Rom., VI, 4). Nuestra muerte mística no puede realizarse sino en unión con Cristo y en virtud de su poder. Su pasión y su muerte nos han merecido todas las gracias que necesitamos para morir a la carne, al mundo y a nosotros mismos. Nuestra Misa y nuestra comunión de cada día nos hacen participar abundantemente de estas gracias.

    Considerad, además, qué felicidad supone para un corazón sacerdotal el no tener que experimentar la tiranía del pecado, el verse libre de la sujeción del interés y del amor propio, el estar al abrigo de las seducciones y de las ilusiones del mundo. ¡Cuánto ayuda ello al sacerdote para corresponder dignamente a su vocación sublime! Cuanto más completa sea esta muerte, más se abrirá su alma a la acción de la gracia y más bendecido será su ministerio.

    No comerciemos con el Señor. Si nos exige un sacrificio, aunque sea el de la sangre de nuestro corazón, respondámosle como Abrahán: Adsum: «Heme aquí, Señor». Digámosle esta plegaria: Oh Jesús mío, «que el pecado no me domine» ni mucho ni poco: Non regnet in corde meo peccatum (Rom., VI, 12). Y añadamos: «Reinad en mi vida, ¡oh Jesús!... Dignaos, Señor, dirigir y santificar en este día nuestros corazones y nuestros cuerpos…, de acuerdo con vuestra ley» [Oficio de Prima]. Así es como empezarán a cumplirse y tener realidad en nosotros las palabras de San Pablo: «Estáis muertos y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios»: Mortui enim estis et vita vestra abscondita est cum Christo in Deo (Col., III, 3).

 

3.- La gravedad del pecado

    Hay almas que han llegado a las cimas más encumbradas de la santidad. Por eso alabamos a Dios, que es «admirable en sus santos»: Mirabilis Deus in sanctis suis (Ps., 67, 36).

    Por el contrario, se da el caso de almas que se han hundido en el abismo del pecado, aunque este caso, no es tan frecuente. ¿Cuál es la razón principal de estas caídas? Esto se debe a que las almas que han llegado a sucumbir no habían cimentado su ascensión hacia Dios en una verdadera muerte al pecado. Una elevación sobrenatural privilegiada exigía de ellos una renuncia más completa.

    Estas defecciones no se producen de repente, sino que suponen previamente lamentables negligencias de los medios de santificación, «ocasiones» consentidas, complacencias no rechazadas… Antes que el edificio se desplome, las grietas han ido cuarteando sus paredes.

    Para reafirmar la solidez de los cimientos de nuestro edificio espiritual, vamos a meditar, en primer lugar, en el desorden y en la enormidad que supone el pecado en sí mismo considerado; y a continuación, haremos algunas reflexiones sobre nuestras postrimerías, ya que la meditación de estas verdades transcendentales es uno de los medios más eficaces de que disponemos para vencer nuestras malas inclinaciones.

    El pecado es «el mal de Dios»: Malum Dei. Somos completamente incapaces de formarnos una idea cabal de la gravedad que encierra una ofensa inferida a Dios. Por esto, exclama el salmista: «Quién será capaz de conocer el pecado?»: Delicta quis intelligit (Ps., 18, 13).

    En el foco infinito de su luz, Dios se ve a sí mismo como digno de un amor y de una sumisión absoluta. Como es la santidad sustancial, todo lo quiere ordenar a su gloria. Y lo quiere con una fidelidad inmutable, porque en esto consiste precisamente el orden esencial. Además, por efecto de un amor sin límites, Dios hace donación de sí mismo en la encarnación, en la Eucaristía y en el cielo. Son tan grandes su bondad, su belleza y su esplendor, que, si llegáramos a ver a Dios en este mundo, su vista nos produciría la muerte.

    Y con ser esto así, cuando el hombre comete un pecado se resuelve, en cuanto está de su parte, contra la soberanía de Dios y se niega a reconocer su dependencia, a obedecerle y a tender hacia Él como a su último fin. Con esta actitud infiere un ultraje a la santidad infinita y ofende al mismo Dios.

    Tened bien presente que todo pecado, aún el venial si es deliberado, supone una comparación y una preferencia, al menos implícita. Se pone en tela de juicio a Dios y su voluntad por una parte y por la otra un placer quizás rastrero (el triunfo del amor propio, el odio, la satisfacción de una pasión), y se da preferencia a esta satisfacción pasajera, menospreciando a la eterna bondad. Como los judíos parangonaron ante Pilato a Jesús con Barrabás, así también el pecador, siguiendo el ejemplo de aquéllos, exclama, si no con los labios, sí al menos con su conducta: Non hunc, sed Barabbam (Jo., XVIII, 40). Es cierto que el pecado venial no tiene la gravedad del pecado mortal, puesto que no llega a quebrantar la amistad de Dios. Pero aún el pecado venial supone siempre una «elección» y esta elección viola una ley divina e infiere una ofensa a Dios.

    El  pecado es, pues, realmente un mal de Dios, no en cuanto que puede causar al Señor perjuicio alguno, sino en cuanto que es una injuria hecha a su suprema Majestad y un atentado cometido contra su soberano dominio.

    Tanta es la gravedad de esta injuria y tan real esta ofensa, que, para expiarlas, el Padre «no perdonó a su propio Hijo, antes le entregó por todos nosotros»: Proprio Filio suo non pepercit Deus, sed pro nobis omnibus tradidit illum (Rom., VIII, 32).

    Al pie de la cruz es donde mejor podemos entrever la gravedad del pecado. Contemplad, en unión de María, de Juan y de la Magdalena, a este Dios paciente. ¿Por qué muere entre esos atroces tormentos? «Por borrar las iniquidades del mundo»: Traditus est propter delicta nostra (Ibid, IV, 25). El crucifijo es la más auténtica revelación del pecado. Al contemplarlo, puede decir cada uno: «¡He aquí mi obra, esto es lo que he hecho…, he ofendido a Dios!».

    El pecado es también el gran mal, el único mal del hombre. ¿Qué es lo que hace el hombre cuando con advertencia plena y libre determinación de su voluntad comete un pecado grave? Renuncia a los bienes eternos que el Padre le tenía reservados. A ejemplo de Esaú, abandona una herencia de un valor infinito por un plato de lentejas. Somos herederos del cielo, porque hemos sido adoptados en Cristo. Ninguna criatura, por eminente que sea, tiene derecho a gozar de la felicidad divina, que a Dios solamente le pertenece en virtud de su naturaleza. Por la gracia santificante, el Señor nos ha dado el derecho de poder llegar un día a participar de esta misma felicidad. Por eso, nunca jamás podremos comprender todo el valor de este tesoro que es la gracia.

    Pero el pecado no solamente hace que la perdamos, sino que nos convierte en objeto de la repulsión divina. ¡Ser rechazados por un Dios de bondad infinita! Este pensamiento constituye, a mi parecer, uno de los motivos más eficaces para detestar el pecado. Dios, que no puede equivocarse en sus juicios ni se deja llevar de ninguna exageración, que se muestra siempre más inclinado a usar de su misericordia que a ejercitar su justicia, condena a una reprobación eterna al hombre a quien había creado para hacerle feliz. Creo que ésta es la mejor demostración de que el desorden del pecado supera a cuanto pudiéramos imaginarnos. Los criterios de Dios siempre se ajustan a la verdad. Y si la misericordia divina siempre está dispuesta a acoger al pecador, nunca cambia la postura que el mismo Dios adopta respecto del pecado: lo detesta, como nos lo atestigua el Evangelio.

    Todas estas consideraciones revisten una gravedad extrema cuando el pecado establece su imperio en una conciencia sacerdotal. El endurecimiento del corazón, la ceguera del espíritu y la pérdida progresiva de la fe son ordinariamente las terribles consecuencias de las infidelidades prolongadas del ministro de Cristo. Hace algún tiempo, un sacerdote descarriado se encontraba a las puertas de la muerte. Durante su vida había abusado muchísimo de la gracia. Junto a la cabecera de su cama, un amigo suyo pretendía despertar en el moribundo la esperanza del perdón y le hablaba de la omnipotencia redentora de la sangre de Jesucristo. El desgraciado le contesto con estas palabras, que revelaban su desesperación: «Cuando yo celebraba la Misa, yo bebía esa sangre… y ningún bien me reportó. ¿Creéis que ahora me podrá salvar?»

    A veces nos encontramos con almas que nunca han ofendido a Dios gravemente y en ellas se advierte una especie de temor instintivo de ofender a Dios, hasta el punto de que basta el pensamiento del pecado para hacerles temblar.

    Tengamos un cuidado exquisito en mantener en nosotros una santa aversión a todo mal, aún al del menor pecado venial deliberado. Si llegáramos a la triste situación de sentir que nuestra alma va perdiendo este santo temor de ofender a Dios, esforcémonos en reemprender fervorosamente nuestras prácticas de piedad y en renovar la disposición interior que corresponde a nuestra sublime vocación.

 

4.- La muerte, castigo divino del pecado

    Durante el siglo XVII, el quietismo hizo que una parte de la porción más selecta del cristianismo abandonara la meditación de las postrimerías del hombre. Sin duda que su consideración inquieta el espíritu, y turba la serenidad y la indolencia de ciertas almas. Pero lo cierto es que, a pesar de ello, toda la espiritualidad antigua, y señaladamente la de San Benito, recomienda vivamente que tengamos siempre ante nuestros ojos la consideración de estas verdades. El patriarca de los monjes nos dice: «Temed el día del juicio. Tened terror del infierno. Desead la vida eterna con todo el ardor de vuestra alma. Tened presente ante vuestros ojos todos los días la amenaza de la muerte» [Regla, cap. IV].

    Esta espiritualidad de nuestros padres es sólida y seria, y produce en nuestro corazón un saludable temor y reverencia ante la santidad de Dios, estimulando al alma a mantenerse alejada del pecado, rechazando toda componenda con él.

    Ante todo, ¡qué influjo tan bienhechor ejerce el pensamiento de la muerte en toda la vida! 

    La perspectiva de la muerte mantiene al hombre en la verdad, convenciéndole por anticipado del nulo valor de las cosas y del valor absoluto de Dios. Me hallaba cierto día junto a la cabecera del lecho de un hermano en religión, tan fiel observante de la Regla como alegre humorista, cuando de repente me dijo: «La eternidad es algo terrible». Y añadió: «Padre, si hacéis algo que no sea por Dios, perdéis miserablemente el tiempo. Lo único que vale es Dios y lo que por Él hacemos. Todo lo demás no son sino bagatelas, bagatelas, bagatelas».

    Para ayudaros a meditar en la muerte, os voy a ofrecer tres puntos de consideración que os serán de gran provecho: para todos y cada uno de nosotros la muerte es una realidad inevitable, –su hora es imprevisible,­– la separación del mundo, definitiva.

    La muerte es segura, como que es el castigo divino del pecador. «Así, pues, como por un hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte, que pasó a todos los hombres, por cuanto todos habían pecado…» (Rom., V, 12). «A los hombres les está establecido morir una vez» (Hebr., IX, 27). Esta es una verdad que no falla. Nada nos puede arrancar de los brazos de la muerte: ni la riqueza, ni el amor, ni la ciencia, ni las medicinas. Cuando llega la hora, no hay criatura que pueda interponerse entre Dios y el alma. Y esta hora se aproxima de día en día.

    Nadie puede predecir el instante exacto en que sobrevendrá la muerte. Es el mismo Jesucristo quien nos lo advierte: «Vendré como un ladrón…, a la mitad de la noche…, a la hora que menos penséis» (Mt., XXIV, 43-44). Dios ha revelado en contadas ocasiones a algunos grandes santos el momento de su partida de este mundo; pero nosotros desconocemos esta hora hasta que llegue el fin de nuestra carrera. El demonio tiende a los sacerdotes una trampa, cuando les induce a creer, aunque sean ancianos o estén gravemente enfermos, que aún está muy lejano el momento de pasar a la eternidad. En más de una diócesis, se conoce el caso de este o de aquel sacerdote que, aún siendo virtuosos y estando llenos de méritos, fueron víctimas de su obstinación y murieron sin recibir los últimos sacramentos. Tomemos la firme resolución de mostrar nuestro agradecimiento a los que nos hagan la caridad de advertirnos a tiempo, y de aceptar su consejo. ¿No es, acaso, una fuente de paz y de tranquilidad la piadosa recepción de los últimos auxilios espirituales de la Iglesia?

    Para cada uno de nosotros, la muerte es una partida definitiva. Cuando se acerca la hora fatal, se efectúa una separación completa entre el alma y las cosas de aquí abajo. Uno a uno se van cerrando todos los caminos que por medio de los sentidos nos ponían en contacto con el mundo exterior y la conciencia se encuentra a solas con Dios. Ninguno de los amigos que abandonamos puede prestarnos su ayuda en esta soledad absoluta.

    Con todo, la amargura de la muerte no proviene tanto de la obligada separación de los seres queridos cuanto de la angustia de entrar en un mundo enteramente desconocido, donde las únicas realidades que cuentan son precisamente aquellas de que no hemos tenido experiencia durante la vida presente.

    En fin, si la muerte nos parece tan terrible es porque después de ella viene el juicioPost hoc autem judicium (Hebr., IX, 27). El juicio que Dios hará de la conducta observada por cada uno constituye, para todo hombre que tiene fe y reflexiona en ello, una perspectiva terrible que, a veces, nos llena de espanto. Una vez que el hombre haya exhalado su último suspiro, se encontrará en presencia de su Juez para rendirle cuentas de sus pensamientos, de sus palabras, de sus obras, y sobre todo del uso que ha hecho de las gracias recibidas.

    Más que ningún otro deberá el sacerdote temer este juicio, a causa de la importancia de su misión sagrada y de las responsabilidades inherentes a su cargo. Cuanto mayores sean los dones recibidos, más estrecha será la cuenta que se exija.

    Todos sabemos de casos de hermanos nuestros a quienes la muerte les ha sorprendido repentinamente mientras dormían. Permitidme, pues, que os haga una advertencia apremiante: ninguna noche os entreguéis al sueño sin tener antes la convicción íntima de que os halláis en estado de comparecer ante Dios. Acordaos de que, si la muerte os llegara esta misma noche, el supremo Juez emitiría su fallo definitivo, ante el cual no cabe apelación alguna, sobre vuestra conducta y sobre toda vuestra vida.

    Si algo nos importa, es que este supremo Juez sea nuestro amigo. Jesús es el amigo leal y fiel, que nunca nos abandonará. Procurad que lo sea durante toda vuestra vida, para que lo sea también en el momento de la muerte: «Aunque hubiera de pasar por un valle tenebroso y oscuro, no temería mal alguno, porque Tú estás conmigo»: Etsi ambulavero in medio umbræ mortis non timebo mala, quonian tu mecum es (Ps., 22, 4).

 

5.- La pena eterna del pecado

 

    Escuchemos a Jesús. A todo lo largo de su predicación nos habla del infierno, no exclusiva ni preferentemente, pero sí con frecuencia y con una claridad que no deja lugar a dudas: «Y si tu ojo te escandaliza, sácatelo; mejor te es entrar tuerto en el reino de Dios, que con dos ojos ser arrojado en la gehenna, donde ni el gusano muere ni el fuego se apaga» (Mc., IX, 47). Después del juicio final, los malos «irán al suplicio eterno y los justos a la vida eterna» (Mt., XXV, 46).

    ¿Por qué nuestro divino Maestro habla del infierno con una claridad tan diáfana? Porque Él es la misma verdad. Su alma contemplaba la majestad inmensa del Padre, su infinita santidad, y conocía perfectamente las exigencias de su justicia que no puede menos de reprobar el mal: «Temed al que, después de haber dado la muerte, tiene poder para echar en la gehenna»(Lc., XII, 5).

    Es digno de notarse que Jesús hizo esta recomendación a sus discípulos preferidos, «a causa del amor que les profesa»: Dico vobis amicis meis (Ibid., 4). Precisamente porque los apóstoles son «sus amigos» y sus familiares es por lo que les advierte en términos tan graves. Su deseo más ardiente es que se vean libres de los espantosos rigores de la justicia divina.Amicis meis: a este mismo título deberemos nosotros escuchar a Jesús, cuando su amor le impulsa a ponernos en guardia contra el pecado y los castigos que comporta.

    No quiero decir con esto que la fe en las penas eternas debe constituir el móvil ordinario de nuestras acciones, ya que, como sabemos, el amor es lo que debe animarnos y estimularnos en el camino de la perfección. Pero también es verdad que esta arraigada creencia nos será de gran utilidad en el curso de nuestra vida y sobre todo en los momentos de tentación y de lucha, que todos podemos experimentar. En esas circunstancias de inquietud y de turbación, en que parece que la pasión lo oscurece todo, la voluntad se encuentra a veces a punto de capitular. En semejantes ocasiones, el pensamiento de la eternidad es quizás el más eficaz remedio para preservarnos de las caídas.

No pretendo pintar ante vuestra imaginación un cuadro de las penas físicas del infierno. Quiero solamente recordaros la doctrina de la fe y de la teología acerca del padecimiento fundamental de esta morada de desesperación.

    Debemos entender esta exposición que os voy a hacer sin perder nunca de vista la doctrina de la Iglesia acerca de las siguientes verdades: Dios no predestina a nadie a la reprobación; –Jesucristo ha muerto para redimir a todos los hombres; –a nadie se le niegan las gracias necesarias para su salvación; ­–la condenación no es obra de Dios, sino del hombre que obstinadamente se resiste a acatar la ley divina y prefiere apartarse definitivamente de Dios que someterse a Él confiada y amorosamente. Afirmar que Dios, que es la misma equidad, puede condenar a un alma sin haber merecido semejante reprobación, constituye una horrible blasfemia. A la luz de estas verdades comprenderemos mejor la parte de responsabilidad personal que alcanza al hombre en su condenación.

    Podemos distinguir en el pecado dos elementos: una aversión respecto a su Creador y una adhesión a las criaturas: Aversio a Deo et conversio ad creaturam. Cuando el hombre, a pesar de todas las gracias, se obstina, a la hora de su muerte, en oponerse voluntariamente a su Señor, éste, a su vez, le desampara. Entonces, el alma, abandonada a sí misma y «separada de Dios, experimenta la indecible pena de daño»: Separatio a Deo et dolor inde proveniens.

    Refiriéndose al cielo, ha escrito San Pablo que: «Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre, lo que Dios ha preparado para los que le aman» (I Cor., II, 9). Pues igualmente debemos reconocer que tampoco podemos formarnos una idea cabal de los tormentos de esta prisión eterna que es el infierno. Para poder comprenderlo, sería necesario conocer el bien supremo que constituye la posesión de Dios, y haber experimentado también la angustia indecible de una existencia separada para siempre de su fin bienaventurado, sin un rayo de esperanza que la ilumine.

    La pena esencial del infierno consiste en ser rechazado por Dios: «Apartaos de mi, malditos»: Recedite a me, maledicti (Mt., XXV, 41).

    Todos los hombres experimentamos una inmensa necesidad de alcanzar la felicidad: la inteligencia, la voluntad y todos los resortes de nuestra naturaleza buscan con anhelo su satisfacción. Mientras vivimos aquí abajo, esta sed de felicidad se calma o se sacia de alguna manera con los bienes terrenales que nos rodean, consiguiéndose así la felicidad imperfecta y relativa de esta vida. Nuestra existencia cuenta con suficientes satisfacciones para hacerse tolerable; pero, con todo, en el fondo de nuestro ser alienta constantemente el imperioso deseo de lo infinito. San Agustín lo expresa en términos magistrales: «Nos criasteis, Señor, para Vos, y nuestro corazón anda siempre desasosegado hasta que descanse en Vos»: Fecisti nos ad te, Deus, et irrequietum est cor nostrum donec requiescat in te [Confesiones, I, 1. P. L., 32, col. 661].

    Una vez que hemos llegado al término de nuestra vida y entramos en la eternidad, aparece en su inmutable necesidad la absoluta realidad de Dios, único fin del hombre, al tiempo que se echa de ver la nada de todo lo que no es Dios. El alma se siente atenazada por una sed insaciable de dicha y se lanza impetuosamente hacia la felicidad que ha perdido para siempre.

    Además, el condenado continúa obstinado en su rebelión contra Dios y esta obstinación le arrebata todo cuanto de bondad moral había en él. Aún en el más degenerado de los hombres, siempre queda alguna tendencia honesta, algún recurso del que puede echar mano para regenerarse, arrepentirse y emprender una vida nueva. Pero el corazón del condenado es la mansión del odio. Su voluntad, definitivamente empedernida en el mal, se vuelve, al igual que la de los demonios, esencialmente perversa. Odia a Dios, odia a sus semejantes y se odia a sí mismo. Jamás albergará en su alma un sentimiento de piedad o un pensamiento de amor.

    Así como en Dios y en sus santos reina la caridad, así en él triunfa el espíritu de rebelión. No es Dios el que condena, comprendámoslo bien; es el mismo condenado quien, por haber elegido definitivamente la insumisión, se obstinará por toda la eternidad en esta impotente resistencia a su Creador.

    El condenado se siente desgarrado por dos fuerzas opuestas. Por una parte, su naturaleza tiende con una pasión irresistible hacia Dios, que es el fin supremo para el que ha sido creado; y por la otra, su voluntad, que ha adoptado para siempre una actitud de oposición, rechaza a Dios, le blasfema y se complace en esta aversión.

    ¿Quién podrá expresar el suplicio que comporta esta desesperación? La conversio ad creaturam le hace palpar únicamente el vacío absoluto de su alma despojada del amor y privada para siempre de su bien supremo. Su misma rebelión interior constituye su infierno.

    Cuando, a veces, en el silencio del claustro, a solas con Dios y de cara a la eternidad, pienso en esta separación del Bien infinito, en esta maldición fulminante que lo mismo los sacerdotes que los demás hombres pueden merecer que se les dirija: «Apartaos de mí, malditos» (Mt., XXV, 41), me persuado de que más vale aceptar todos los sufrimientos y desprecios del mundo que correr el riesgo de sufrir semejante tormento; y de que, como apóstoles de Cristo, debemos consagrar totalmente nuestros talentos, nuestras fuerzas y nuestro celo a salvar a los pobres ciegos que se precipitan por estos caminos de la desgracia eterna.

    Aún hay otro aspecto de las penas del infierno cuyo recuerdo debe impresionarnos: el condenado está enteramente sujeto al poder de los demonios. La naturaleza absolutamente simple de estos espíritus se ha viciado irrevocablemente. Son esencialmente perversos, y su única ocupación consiste en odiar y dañar. A pesar de que su poder en el mundo está todavía encadenado, con todo, la Sagrada Escritura los describe como seres temibles, «como leones rugientes que andan rondando y buscan a quien devorar»: Tamquam leo rugiens quærens quem devoret (I Petr., V, 8).

    Pero en el infierno, donde el condenado, abandonado por Dios, está completamente entregado a su poder, «en las tinieblas exteriores»: in tenebras exteriores, los demonios se mueven libremente. Se arrojan sobre su presa, oprimiéndola sin piedad y causándole tormentos indecibles.

    Su implacable furor se ceba especialmente en el cristiano, porque en él ven la imagen del Hombre-Dios. Pero si el condenado es un sacerdote, sus tormentos se agudizan mucho más de cuanto podemos imaginarnos, porque, en el sacerdote, Satanás ve a aquel mismo que en otro tiempo tenía, en nombre de Jesucristo, la misión de contrarrestar su reinado entre los hombres. Entonces estaba obligado a respetarle por el carácter sacerdotal que llevaba grabado en su alma. Pero ahora que el sacerdote está caído, abandonado de Dios y privado de todo poder, el demonio hace de él su juguete preferido. El solo pensamiento de ser entregado de esta manera, sin protección alguna y por toda la eternidad a la rabia del demonio, debiera bastar para helarnos de espanto.

    Desde lo más profundo de mi corazón, os grito en nombre de Jesucristo: Vigilate!...

    No nos hagamos ilusiones: lo mismo nosotros que cada una de las almas que nos están confiadas, podemos condenarnos. Fijaos en la conducta que la Iglesia, dirigida por el Espíritu Santo, observa en las fórmulas de su oración oficial, donde nos manda que pidamos a Dios la gracia suprema de «vernos libres de la condenación eterna». Así, por ejemplo, en las letanías solemnes de los santos. Y señaladamente a nosotros los sacerdotes en el momento más augusto del santo sacrificio nos hace repetir la misma súplica: ab æterna damnatione nos eripi. Y quiere que a la hora de comulgar pidamos a Jesucristo que «nunca nos separemos de Él»: a te nunquam separari permittas.

    Desechemos, pues, toda negligencia e imprudencia. «Así, pues, el que cree estar en pie, mire no caiga» (I Cor., X, 12). ¿No nos habla el mismo Apóstol del «terror» que se apodera del alma pecadora cuando, a la hora de la muerte, cae «en las manos del Dios vivo»: Horrendum est…? (Hebr., X, 31). Por eso dice de sí mismo: «Castigo mi cuerpo y lo esclavizo, no sea que, habiendo sido heraldo para los otros, resulte yo descalificado» (I Cor., IX, 27). Desechemos también toda presunción. ¿No es cierto que pocas horas después de su ordenación el mismo Pedro, que había prometido a Jesús no abandonarle por nada, escuchó de sus labios estas palabras: «Velad y orad, para que no caigáis en la tentación; el espíritu está pronto, pero la carne es flaca»? (Mt., XXVI, 41).

    Una gracia extraordinaria es la de sentir el terror de la condenación. Cuenta la gran Santa Teresa que un día, estando en oración, se sintió transportada al infierno: «Entendí que quería el Señor que viese el lugar que los demonios allá me tenían aparejado y yo merecido por mis pecados… Yo quedé tan espantada, y aún lo estoy ahora escribiéndolo, con que ha casi seis años, y es así que me parece el calor natural me falta de temor aquí adonde estoy… Y así, torno a decir, que fue una de las mayores mercedes que el Señor me ha hecho, porque me ha aprovechado muy mucho» [Santa Teresa de Jesús. Vida, cap. XXXII]. Su celo por la salvación de los pecadores, su paciencia para sobrellevar las mayores tribulaciones, su agradecimiento a Dios, que la ha «liberado», y su fidelidad en el servicio del Señor, son otros tantos frutos preciosos que la santa atribuye a esta visión.

    También para nosotros constituye una de las gracias más saludables el tener una fe viva en la eternidad de las penas. Ella inspira al sacerdote –para decirlo con una expresión de la santa: «ímpetus grandes»– para arrancar las almas del abismo del infierno. Este celo le es necesario al ministro de Cristo. Encargado como está de las almas por las que Cristo ha derramado toda su sangre, ¿no se sentirá obligado a responder ante Dios de cada una de ellas?

  

 

 

 

SEXTA MEDITACIÓN

 

EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA Y LA CONVERSIÓN

 

    La Sabiduría divina ha puesto a nuestro alcance un medio extraordinario para ayudarnos a morir al pecado: el sacramento de la penitencia. Si usamos bien de este don, el reino del pecado se irá debilitando progresivamente en nuestra alma, y acabaremos por desarraigar todos los afectos desordenados que nos unen a las criaturas.

    La Iglesia, fiel intérprete de la voluntad de Cristo, recomienda la confesión frecuente aún a los cristianos que habitualmente viven en estado de gracia. Grandes santos, como San Carlos Borromeo, que no tenían nada de escrupulosos, se confesaban con mucha frecuencia. San Francisco de Sales, tan conocido por su mansedumbre, lo hacía diariamente antes de celebrar la Misa: al contemplar la pureza divina, su alma sentía una incesante necesidad de «lavarse» en la sangre del Cordero: Amplius lava me ab iniquitate mea (Ps., 50, 4).

    No abrigo la intención de recomendaros que os confeséis tan frecuentemente, porque, fuera del caso de una inspiración sobrenatural o de alguna razón especial, esta costumbre podría constituir una exageración.

    Pero, por otra parte, estoy convencido de que los sacerdotes que habitualmente difieren su confesión durante varias semanas, o quizás durante varios meses, carecen de la debida prudencia sobrenatural. No hablo aquí de una obligación estricta, sino de las exigencias de una conciencia delicada y sacerdotal. El sacerdote que se confiesa muy de vez en cuando, pierde inestimables gracias de santificación y se impone el gravísimo peligro de caer en la tibieza.

 

1.- Importancia de los actos del penitente

    El sacramento de la penitencia aplica siempre al alma, ex opere operato, las expiaciones y los méritos del Salvador: «La sangre de Jesús, su Hijo, nos purifica de todo pecado» (I Jo., I, 7).

    Si el cristiano ha perdido vida sobrenatural por haber pecado gravemente, con el perdón de la ofensa se devuelven la gracia santificante y la caridad. Y si no ha llegado al extremo de romper la amistad con Dios, el Señor le concede un aumento de esta gracia, al mismo tiempo que le perdona el pecado venial.

    Este perdón y la infusión de la gracia, fruto de los méritos de Jesucristo, es obra del don del Espíritu Santo; y es mucho mayor la gloria que tributan a la misericordia de Dios que la ofensa que nuestros pecados han podido inferir a su majestad.

    En esta comunicación de la vida sobrenatural, las disposiciones íntimas del cristiano juegan un papel de capital importancia. Porque, para regenerar y santificar el alma, de acuerdo con la voluntad de Cristo y la naturaleza del sacramento, la gracia se injerta, por así decirlo, en los actos del pecador, que son: la confesión de las faltas, hecha con la esperanza de alcanzar el perdón; la detestación del pecado, que implica el propósito de la enmienda, y el deseo de cumplir la expiación que le imponga la Iglesia.

    Estos actos se denominan: la confesión, la contrición y la satisfacción. El Concilio de Trento los califica como «cuasi materia» y «partes constitutivas de la penitencia» [Sess. XIV, cap. 3 y can. 4]. Según la doctrina de la escuela tomista, estos actos, unidos a la absolución del sacerdote, son elevados por la virtud sacramental y tienen eficacia para abolir en nuestras almas el pecado y conferirnos la gracia. Por lo tanto, pertenecen a la esencia misma del sacramento.

    Pero más de una vez, por desgracia, estos actos se realizan de una manera imperfecta, por lo que el sacramento no comunica al alma todos los frutos que debiera comunicar, como lo atestigua una dolorosa experiencia. La verdadera razón del poco provecho que se obtiene de la frecuente recepción de este sacramento hay que atribuirla a esta falta de las disposiciones requeridas.

    Hay, a mi parecer, dos causas que explican esta mayor o menor esterilidad de las confesiones de aquellos que se presentan al tribunal de la penitencia sin tener otra cosa de qué dolerse sino de faltas ligeras.

    Se aprecia ya una laguna en la misma confesión de las faltas, que no suele tener propiamente el carácter de una acusación «dolorosa», vinculada a las humillaciones de Cristo.

    Y sucede, además, que, después de la confesión, el propósito de la enmienda no persevera en la conciencia con la energía precisa.

    Por lo que atañe al primer asunto, es verdad que el sacramento de la penitencia, en virtud de su misma institución, aplica a nuestras almas la expiación que Jesucristo ofreció a la santidad y a la justicia de Dios. Pero también es cierto que nosotros hemos de sobrellevar una parte de expiación.

    En el Gólgota, Cristo se presentó a su Padre revestido de todos nuestros pecados: «Yahvé cargó sobre él la iniquidad de todos nosotros» (Is., LIII, 6). El es «el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jo., I, 29). Cristo ha conocido todos y cada uno de nuestros pecados, ha ponderado la injuria que han inferido a la santidad divina y, para merecernos la salvación, ha cargado sobre sí todo el oprobio, toda la afrenta y toda la pena debida a nuestras iniquidades.

    Pero en el sacramento de la penitencia nos deja una parte de expiación que debemos cumplir para que se nos apliquen sus méritos. Es necesario, pues, que, cuando acudimos al tribunal de la misericordia, sintamos el peso de nuestras faltas, de nuestras ingratitudes y de nuestras miserias, que tengamos conciencia de la bajeza y de la ruindad de nuestros pecados y de nuestras infidelidades y que nuestra acusación sea «dolorosa».

    Como miembros que somos de Cristo, asociemos esta humillación, que comporta la confesión voluntaria de nuestras faltas, a las vejaciones y a los ultrajes de toda suerte que soportó el Señor en su pasión, y unámonos a los sentimientos que experimentaba su corazón, para que la inmensidad de sus expiaciones purifique hasta los últimos repliegues de nuestra alma. Guardémonos de usar expresiones que encubran la fealdad de nuestras ofensas y disimulen el amor propio. Sin llegar a hacer una confesión mentirosa, se querría, a veces, obtener un perdón barato.

    Debemos también aceptar de buen grado la penitencia sacramental que nos impone el confesor, y ofrecer a este fin todas las obras de nuestra vida: Quidquid boni feceris et mali sustinueris…

    Si recibimos el sacramento con estas disposiciones, se irá verificando gradualmente en nuestras almas una verdadera muerte espiritual en virtud del sacrificio expiatorio de Jesucristo. Así es como nosotros los sacerdotes deberíamos acusar habitualmente nuestras faltas.

    La segunda razón de porqué la confesión suele producir escasos frutos es que el propósito de la enmienda no se mantiene con la debida firmeza en la vida ordinaria.

    Es de capital importancia para la vida interior que, quien se reconoce culpable, aunque sólo sea de pecados veniales, mantenga en su alma una decisión inquebrantable de oponerse a toda negligencia y a cuanto pueda desagradar a Dios.

    Siempre que no hay óbice de parte del alma, el efecto esencial del sacramento se produce indefectiblemente. Pero si, como ya os lo he dicho, queremos sinceramente que nuestras confesiones contribuyan a nuestro progreso en la vida de perfección, debemos intentar aprovecharnos de todos los tesoros de gracia que se contienen en el sacramento. Para ello, debemos tener siempre presente en el espíritu el firme propósito de no volver a caer en las faltas, aún veniales, de que nos hemos acusado en la confesión. Porque suele suceder que, después de habernos acusado, por ejemplo, de impaciencias tenidas con las personas con quienes tratamos, o de expresiones poco caritativas, o quizás de negligencias en el cumplimiento de determinados deberes de nuestro estado, o de egoísmo al cargar sobre otros los trabajos más pesados…, una vez terminada la confesión, nos olvidamos de la contrición y del propósito de la enmienda y continuamos obrando como si no nos hubiéramos confesado.

    Procuremos, por el contrario, por amor a Cristo, mantener en nosotros de la manera más viva la voluntad decidida de corregirnos y enmendarnos, para que, cuando se presente de nuevo la ocasión de pecar, estemos siempre dispuestos a reaccionar eficazmente.

    Hay muchos que siempre son tibios en el servicio de Dios. Cuando van a confesarse, no se detienen a considerar sinceramente sus pecados con deseo eficaz de evitarlos en adelante. Seguramente que no ignoran que cada paso que dan en la vida espiritual supone una nueva elevación del alma y una nueva fuente de alegría; pero no se percatan de que para ello se requiere una liberación íntima, que es fruto de una mayor abnegación de sí mismo y de un renunciamiento más profundo. Sin sacrificio, no es posible hacer nada que valga la pena en este mundo.

    Os voy a dar otro consejo para que vuestras confesiones sean más provechosas. El día que os vayáis a confesar, pedid a Dios en la santa Misa que os conceda la gratia y el donum pænitentiæ. Esta saludable práctica se apoya en la doctrina oficial de la Iglesia promulgada en el Concilio de Trento [Sess. XXII, cap. 2]. Y después de haberos confesado, procurad excitar en vosotros el dolor de vuestras faltas a lo largo de las ocupaciones del día.

 

2.- La compunción de corazón

    Nuestra consagración a Dios por el bautismo y por la ordenación comporta de derecho «una ruptura total y definitiva con el pecado»: Quod mortuus est peccato, mortuus est semel (Rom., VI, 10). Según el pensamiento de San Pablo, esta «muerte al pecado» no significa tanto un acto transitorio cuanto un estado definitivo: Mortui enim estis (Col., III, 3).

    La experiencia nos atestigua que para muchas almas esta muerte, aún a las faltas veniales, no es ni con mucho todo lo completa que debiera ser. Su vida es un continuo retroceder y avanzar; y por eso el pecado reina demasiado en ellas.

    Además del sacramento de la penitencia, hay otro medio que nos ayuda eficazmente a conseguir nuestra liberación espiritual. Me refiero al espíritu de compunción. A medida que pasan los años, me voy reafirmando en la idea de que la poca estabilidad o el poco progreso en la virtud es debido principalmente a la falta de compunción.

    ¿Qué debemos entender por compunción de corazón?

    Se trata de un sentimiento habitual de pesar por haber ofendido a la divina bondad. Esta disposición brota principalmente de la contrición perfecta, del amor arrepentido. Y produce en el alma la detestación del pecado, por el disgusto que causa a Dios y por el perjuicio que nos irroga. Si en el sacramento de la penitencia basta un acto transitorio de contrición imperfecta para abrir el alma a la gracia y fortificarla contra nuevas caídas; cuando tenemos un sentimiento de verdadero pesar inspirado por el amor y lo mantenemos en el alma en toda su viveza, crea en ella un estado de oposición irreductible a toda complacencia en el pecado. Os daréis perfecta cuenta de que hay una incompatibilidad absoluta entre la voluntad de aborrecer el pecado y el hecho de continuar cometiéndolo. Esta disposición habitual constituye el mejor remedio para evitar la tibieza.

    Este constante pesar por las faltas pasadas: «Mi pecado está siempre ante mí» (Ps., 50, 5) no debe referirse a las circunstancias de cada una de ellas, sino al hecho mismo de haber ofendido a Dios. No debemos traer a la memoria los detalles concretos, lo que a veces suele ser peligroso, sino arrepentirnos de haber opuesto nuestra soberanía, de haber despreciado su amor y de haber descuidado, derrochado o aún perdido el incomparable tesoro de la gracia.

    Comprendemos perfectamente que las almas santas que tienen una visión clara de la majestad divina, de la grandeza de sus dones y de la gravedad que encierra toda ofensa hecha a Dios estén saturadas de este espíritu de compunción. Difícilmente podríamos imaginarnos cuál era la oración que Santa Teresa tenía siempre sobre su mesa de trabajo y que ella misma había escrito de su puño y letra. Cualquiera creería que escribió una de aquellas elevaciones de inflamado amor que brotaban naturalmente de su corazón. Pero no: era un versículo de un salmo, que cualquier gran pecador podría haber elegido: «Señor, no entres en juicio con tu sierva»: Non intres in judicio cum servo tuo, Domine (Ps., 142, 2). Esta profunda compunción le era absolutamente necesaria, porque cualquier otro fundamento se hubiera hundido bajo el peso de aquella su admirable perfección. Santa Catalina de Siena, fiel a la costumbre de toda su vida, repetía constantemente en su lecho de muerte estas palabras: «He pecado, Señor; tened piedad de mi».

    ¿Creéis, acaso, que se trata de piadosas exageraciones? Escuchad a San Juan: «Si dijéremos que no tenemos pecado, nos engañaríamos a nosotros mismos y la verdad no estaría en nosotros. Si decimos que no hemos pecado, desmentimos a Cristo y su palabra no está con nosotros» (I Jo., I, 8-10).

    ¿No somos todos, en realidad, aunque en diverso grado, hijos pródigos que por el pecado o por la simple disipación de espíritu nos hemos alejado del Padre? ¿No debemos todos, al recordar nuestras indelicadezas y nuestras ingratitudes, decirle: «Padre, he pecado contra ti; yo no soy digno de llamarme hijo tuyo?» (Lc., XV, 21). Aunque no hayamos ofendido al Señor más que una vez, contribuyendo así a la pasión de Jesús, siempre quedará un peso en nuestra conciencia, si es que de veras le amamos. Y aunque nunca le haya ofendido gravemente, el sacerdote que aspire a vivir una vida de absoluta fidelidad a Dios, lamentará sus faltas tanto más cuanto mayores sean las gracias que ha recibido.

    ¿No es verdad que el Padre nos ha esperado, como le esperó el suyo al hijo de la parábola? ¿No es cierto que nos ha abierto de par en par los brazos de su misericordia y que desde el momento mismo en que volvimos a la casa paterna se ha olvidado de nuestros pecados y nos ha admitido de nuevo a su amistad?

    La compunción hace que, al sentir nuestras ofensas, sintamos también el perdón divino. Por ello, es una fuente de paz y de confianza. Y de alegría; de una alegría humilde, pero profunda. Si destierra, por una parte, las satisfacciones del pecado y las que a él conducen, la ligereza espiritual y el abandono, también por la otra llena el alma con la alegría del Padre hasta el punto de que llega a experimentar cómo se realiza en ella el deseo del salmista: «Devuélveme el gozo de tu salvación»: Redde mihi lætitiam salutaris tui (Ps., 50, 14).

 

 

3.- Importancia de la compunción para el sacerdote

    El espíritu de compunción fortifica en el alma el deseo de agradar a Dios, la preserva de muchas tentaciones y la ayuda a triunfar de las que la acometen. Este es uno de sus frutos más estimables.

    Y en especial para el sacerdote, que está llamado a alcanzar la santidad. El sacerdote vive en medio de la corrupción de la sociedad, en la que debe hacer frente a tres enemigos: el demonio, el mundo y la carne. Estos enemigos le persiguen desde su ordenación hasta la tumba, y conspiran para privarle de su verdadera vida, de la vida que tiene en Jesucristo.

 

    La concupiscencia de la carne. –El hombre ha sido creado para fundar un hogar y no podrá pasar toda su vida en una soledad completamente virginal, si no se sobrepone a sí mismo, con la ayuda de la gracia. Semejante renuncia suele revestir para algunos una dificultad extraordinaria, porque tienen que entablar un combate permanente con su propia naturaleza. No hay edad, ni dignidad, ni condición alguna que se vea libre de estos ataques.

    Aún los santos más austeros han sufrido los ataques de este enemigo que todos llevamos dentro de nosotros mismos. Se cuenta de San José de Cupertino que, después de haber sido arrebatado en éxtasis angélicos, volvía a sentir la rebelión humillante de sus pasiones [Acta Sanctorum, septembris, V, 1019].

    En esta materia, debemos observar una vigilancia perseverante, por muy casta que haya sido nuestra vida pasada. Nunca lleguemos a pensar que nos hemos hecho invulnerables. Toda presunción es peligrosa, trátese de lo que se trate.

    Por grande que sea nuestra intimidad con Dios, por elevado que sea el nivel de santidad que hayamos alcanzado, siempre deberemos observar una humilde circunspección.

 

    El segundo enemigo es el mundo. –Vivimos en un ambiente cuyas ideas, máximas y aspiraciones son radicalmente opuestas a las de Cristo: «Ellos no son del mundo, como no soy del mundo Yo» (Jo., XVII, 14 y 16). Estas palabras se las repitió dos veces Jesucristo a sus apóstoles inmediatamente después de haberlos consagrado sacerdotes. Estas palabras deben verificarse también en nosotros. Si nuestro corazón no está impregnado del espíritu del Evangelio, será el espíritu del mundo el que se insinuará en nosotros y hará que poco a poco vayamos descendiendo a su mismo nivel, para preocuparnos exclusivamente de los negocios profanos y del bienestar de la vida, desinteresándonos completamente de nuestra sagrada misión.

    Se dice a veces que esta tierra es un valle de lágrimas, y nada hay que, en el fondo, sea más cierto. Pero, con todo, hay días en que las satisfacciones que el mundo nos brinda ejercen un atractivo vivísimo en nuestra naturaleza. Parece que el mundo nos proporciona la felicidad. Sus alegrías, la risa, la belleza, las comodidades, las mil bagatelas que halagan a nuestros sentidos y encienden el fuego de nuestras pasiones, son mucho más agradables que la oración y las austeridades que la continencia lleva aparejadas.

    Son muchos los santos que han experimentado el poderoso influjo de esta fascinación: Fascinatio… nugacitatis (Sap., IV, 12), y confiesan que, cuando entraban en contacto con el mundo, aunque fuese con ocasión de cumplir con sus ministerios sagrados, sentían la tentación de la triple concupiscencia que reina en él: la de la carne, la de los ojos y la soberbia de la vida (I Jo., II, 16). El polvo del mundo vela fácilmente la luz de la fe, e impide que fijemos únicamente nuestra mirada en Dios y en su amor. San Carlos Borromeo, modelo de fortaleza y de virtud varonil, reconocía que, cuando vivía en la lujosa mansión de su aristocrática familia, se amortiguaba el temple de su espíritu. Con más razón nosotros, que no tenemos ni la santidad ni la fortaleza de este gran príncipe de la Iglesia, debemos guardar las debidas cautelas en las visitas y en las relaciones que nos impone el ejercicio de nuestro ministerio, si no queremos correr el riesgo de dejarnos arrastrar por el espíritu mundano.

 

    El tercer enemigo es el demonio. –Como ya lo hemos indicado, aún los hombres más perversos conservan ciertos sentimientos de humanidad por muy despiadados que sean. Difícilmente pierde el corazón humano la capacidad de sentirse afectado ante la desgracia del prójimo. Por el contrario, el odio diabólico es completamente despiadado. Como la naturaleza de los espíritus que fueron lanzados al infierno es inmaterial, no conoce ni la fatiga ni el descanso, y por eso siempre están dispuestos para dañar. El demonio odia a Dios, pero como es impotente para llegar hasta Él, se vuelve contra las criaturas, y en especial contra su criatura privilegiada, contra el sacerdote, que es la imagen viva de Cristo.

    Por el carácter mismo de nuestra vocación, por la misión y los deberes que comprende, nosotros los sacerdotes estamos particularmente expuestos a los ataques, manifiestos o encubiertos, de estos enemigos.

 

    Cuando consideramos, por una parte, su enorme poder y por la otra nos damos cuenta de nuestra extrema debilidad, espontáneamente viene a nuestro recuerdo aquella frase que los apóstoles dijeron a Jesús: «¿Quién, pues, podrá salvarse?»: Quis ergo poterit salvus esse? (Mt., XIX, 25). El divino Maestro nos responderá como a sus discípulos: «Para los hombres esto es imposible, mas para Dios todo es posible» (Ibid., 26). Importa mucho que grabemos bien esta frase en nuestro corazón. Las fuerzas naturales, abandonadas a sí mismas, no pueden triunfar de las solicitaciones de la carne, de la seducción de la gloria del mundo y de la vana complacencia en sí mismo.

    Pero santamente compungidos, reconozcamos nuestra fragilidad y, siguiendo la recomendación del Señor, «vigilemos y oremos» (Mt., XXVI, 41).

    Vigilate. Todo hombre reflexivo sabe por propia experiencia y por la de sus semejantes cuáles son las circunstancias que nos llevan a la quiebra moral. Mejor que ningún otro puede discernir el sacerdote cuáles son las negligencias que en las condiciones propias de su estado le disponen al pecado. Las ocasiones son distintas para unos y para otros, según sean diversas sus tendencias, sus debilidades y el ambiente que les rodea, pero todos tienen la posibilidad de sucumbir. Persuadámonos de que no hay pecado que haya cometido un hombre que cualquiera otro no pueda cometer.

    A la vigilancia debemos unir la oración, el recurso a Aquél para quien «todo es posible» y que es nuestro divino Maestro. Él es quien nos ha elegido y, rogando por nosotros como por los apóstoles, ha dicho a su Padre: «No pido que los tomes del mundo, sino que los guardes del mal» (Jo., XVII, 24). Mirad a San Pablo. El gemía: «¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?» (Rom., VII, 24). Y respondía: «Gracias a Dios, por Jesucristo nuestro Señor» (Ibid., 25). Es la misma respuesta que el propio Jesús le dio cuando el Apóstol, zarandeado por el demonio, suplicó por tres veces a Cristo que le libertara: «Te basta mi gracia, que en la flaqueza llega al colmo mi poder» (II Cor., XII, 9). Lo mismo nos sucederá a nosotros. Leed el salmo 90, que recitamos todas las tardes. Es el salmo por excelencia de la confianza en la lucha. En él se describen con expresivas imágenes todas las tentaciones a que estamos sujetos, pero también se nos asegura que Dios promete la victoria al que ora: «Caerán a tu lado mil, caerán a tu derecha diez mil, a ti no llegará… Me invocará él y Yo le oiré, estaré con él en la tribulación… Le saciaré de días y le daré a ver mi salvación».

 

4.- La compunción en la liturgia de la Misa

    La Iglesia es la Esposa de Cristo y sabe mejor que nadie cómo debe honrar a su Esposo y cómo debe rendir homenaje a Dios. Además el Espíritu Santo la dirige en la ordenada disposición de la liturgia. Nunca podremos estar tan seguros de poseer la verdad como cuando nos acomodamos a su oración: lex orandi, lex credendi. Ahora bien, ¿cuáles son las fórmulas que la Iglesia pone en nuestros labios cuando celebramos el sacrificio de la Misa, que es la función esencial de nuestro sacerdocio? ¿Cuáles son las actitudes que nos manda tomar? ¿Cuáles son los sentimientos de que quiere revestirnos?

    Se da por descontado que el sacerdote que celebra la Misa vive en gracia de Dios. Y, sin embargo, lo primero que hace al llegar al altar es inclinarse humildemente y golpearse el pecho, como el publicano del Evangelio, reconociéndose pecador ante Dios, ante los santos del cielo y ante el pueblo cristiano: Peccavi nimis… mea maxima culpa... Por muy elevada que sea su santidad, no puede acercarse al Señor sino mediante esta humilde confesión. El pueblo se acusa a su vez por boca del acólito y entonces es cuando sobre toda la familia cristiana desciende el perdón divino: Indulgentiam, absolutionem et remissionem peccatorum nostrorum…

    ¿Qué oración manda la Iglesia que recite el sacerdote cuando sube las gradas del altar?: Aufer a nobis, Domine… iniquitates nostras. Porque realmente es necesario estar limpio de toda impureza para penetrar en el «santo de los santos».

    Cuando besa el ara sagrada, el sacerdote quiere sellar con este ósculo su unión con Cristo, del cual es figura el altar, y al mismo tiempo su unión con la Iglesia en la persona de los mártires, cuyas reliquias están allí encerradas. Invocando los méritos de los santos, pide al Señor «el perdón de todos sus pecados»: Ut indulgere digneris omnia peccata mea.

    Terminado el Introito, el celebrante apostrofa al Señor nueve veces seguidas, implorando la piedad divina para todas las miserias humanas, la más triste de las cuales es el pecado: Kyrie eleison… Si queremos ser agradables a Dios, lo conseguiremos apelando siempre a su misericordia.

    El Gloria in excelsis es el eco del canto de los ángeles. Pero cuando lo vuelven a entonar los labios humanos, este cántico se prolonga en súplicas: «Vos que borráis los pecados del mundo…, que estáis sentado a la diestra del Padre…, tened piedad de nosotros».

    Antes de pasar a leer el Evangelio, deberemos pedir a Dios que «purifique nuestros labios».

    Todo cuanto antecede pertenece a los preliminares del sacrificio y nos es fácil comprender que la Iglesia quiera sugerirnos insistentemente estos sentimientos, a fin de que nos dispongamos debidamente para ofrecerlo más dignamente. Pero no se contenta con esto, sino que, a medida que vamos entrando en la misma actio, va avivando en nosotros esta compunción.

    Hemos llegado al ofertorio. Tomamos en nuestras manos la hostia que se convertirá en la sagrada víctima. ¿Con qué fórmula la presentamos al Padre? «Recibid… esta hostia inmaculada que os ofrezco yo, vuestro indigno siervo…, por mis innumerables pecados, ofensas y negligencias…» De esta suerte, cumplimos la recomendación que nos hace San Pablo: «Debe por sí mismo ofrecer sacrificios por los pecados, igual que por el pueblo» (Hebr., V, 3). El poder ofrecer todos los días la víctima divina en compensación de sus propios pecados y de las indelicadezas que ha tenido para con Dios, constituye uno de los consuelos mayores que puede experimentar el ministro de Cristo.

    Después de la ofrenda de la materia del sacrificio, la rúbrica prescribe que el celebrante se incline en una actitud de «humildad y de contrición»: In spiritu humilitatis et in animo contrito suscipiamur a te, Domine. El sacerdote ofrece a Dios todos sus trabajos, todas sus penas, en una palabra, toda su vida, para que, por Jesús, sea ésta agradable al Padre. «La contrición es ya un verdadero sacrificio»: Sacrificium Deo spiritus contribulatus (Ps., 50, 19); pero cuando, unidos a Cristo, presentamos la santa hostia poseídos de estos sentimientos, Dios se olvida de todas las iniquidades e ingratitudes de nuestra vida anterior.

    El canon está integrado por oraciones sublimes. El sacerdote, lleno de respeto, se acerca a Dios, que es altísimo, pero también «clementísimo»: Te igitur, clementissime Pater. Por medio de su Hijo Jesús, puede el sacerdote acercarse con toda confianza al Padre: Per Jesum Christum Filium tuum. ¿Cuál es la actitud que adopta para orar? Se inclina, besa el altar, y continúa diciendo: Suplices, rogamus ac petimus…

    Antes de la consagración, el sacerdote extiende sus manos sobre la oblata de la misma manera que en el Antiguo Testamento lo hacía el sumo sacerdote sobre la víctima que representaba al pueblo culpable. La oración que acompaña a este gesto da a entender que los culpables son los pecadores, que debían recibir el castigo que merecen. «Aceptad, oh Señor, en su lugar, esta hostia santa e inmaculada, acoged favorablemente esta víctima que os es tan querida, pues es el mismo Jesús». ¿Y qué es lo que pide el celebrante en virtud de los méritos de Jesús? «El ser preservado de la condenación eterna y contado entre los elegidos». En este momento solemne, no le embargan ni el éxtasis ni el arrobamiento, sino un sentimiento de profunda compunción.

    Al llegar el momento de la consagración, desaparece la persona del ministro, pues no vemos en él sino a Cristo. Por eso, no dice: «Este es el cuerpo…, la sangre del Salvador», sino: «Esto es mi cuerpo…, ésta es mi sangre que será derramada… por la remisión de los pecados». He aquí expresado el fin propiciatorio del sacrificio. Esta palabra nos invita a abrir nuestros corazones a una inmensa esperanza de alcanzar el perdón de todos nuestros pecados, en virtud de los méritos de la inmolación de Jesucristo.

    Poco más tarde, el sacerdote rompe el misterioso silencio del Canon, al tiempo que dice: Nobis quoque pecatoribus, y se golpea el pecho, pidiendo al Señor «que, atendiendo no a sus propios méritos, sino a la divina indulgencia, le admita en la sociedad de los santos y de los mártires». También aquí la fórmula sagrada impone al alma una actitud de profunda, aunque confiada, compunción.

    San Ambrosio, San León, San Gregorio, todos estos grandes sacerdotes que se han hecho acreedores a nuestra veneración, han recitado total o parcialmente estas admirables fórmulas. Y lo mismo las han dicho los santos modernos como San Francisco de Sales, San Alfonso de Ligorio y el santo Cura de Ars.

    Llegamos ya al momento de la comunión. ¿De qué título se servirá el sacerdote para invocar a Cristo en el momento de unirse a Él? Precisamente de éste: «Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo». Considerad el significado de estas palabras: «No os fijéis en mis pecados, sino en la fe de vuestra Iglesia… Libradme de todas mis iniquidades». Considerad, por último, cuánta verdad encierran aquellas palabras Domine non sum dignus que repetimos tres veces…

    Este es el espíritu de la Iglesia. Como veis, no una sola vez, sino que a todo lo largo de la «acción» santa, la Iglesia mantiene el alma del celebrante en una actitud de profunda humildad, sirviéndose para ello de las fórmulas más claras y de los ritos más expresivos. A las expresiones esenciales de adoración, de alabanza y de acción de gracias va uniendo constantemente, para que los hagamos nuestros, los acentos de una viva compunción. Si el Señor, en su condescendencia infinita, nos admite en su presencia y acepta con agrado nuestras súplicas, no olvidemos que su justicia exige que reconozcamos al mismo tiempo nuestra condición de pecadores.

    Ante el trono de Dios, los ángeles cantan sin cesar: Sanctus, Sanctus, Sanctus. Es el homenaje que rinden a la soberanía inmensa de Dios. Mientras vivimos en este destierro, como mejor glorificaremos a su suprema majestad será, sobre todo, confesando humildemente nuestra miseria y nuestros pecados y reconociendo la inmensidad de su eterna misericordia.

    Cualquier oración puede servir para estimular nuestro espíritu de compunción. Tanto en la oblación del santo sacrificio como en las recitaciones del breviario, encontramos abundantes fórmulas que expresan la contrición más perfecta.

    ¡Cuántos salmos hay que expresan admirablemente nuestro pesar por haber ofendido a la bondad divina! Estos cantos inspirados unen siempre al dolor del corazón contrito la expresión de la confianza y la fe en el perdón: «Apiádate de mí…, según la muchedumbre de tu misericordia…» «Apiádate de mí, porque a ti he confiado mi alma» (Ps., 50, 3 y 56, 2). La máxima aspiración del salmista consiste en tener «un corazón puro»: Cor mundum crea in me, Deus, y en sentirse «fortalecido por la fuerza del Espíritu»: Spiritu principali confirma me.

    Si recitamos devotamente las horas canónicas, el Espíritu Santo nos concederá el don de penetrar el espíritu de estos salmos, para que, al rumiarlos, traslademos a nuestra vida interior los sentimientos que expresan.

 

5.- El Vía-Crucis, fuente de compunción

    Me consta por una larga experiencia  que el Via-Crucis es una de las prácticas más eficaces para mantener en nosotros el espíritu de compunción.

    ¿De dónde proviene el valor santificador del Via-Crucis? De que en esta devoción Cristo se nos muestra, de una manera particular, como causa ejemplar, meritoria y eficiente de la santidad. En su pasión, Jesús se revela como modelo perfecto de todas las virtudes. En ella, más que en ninguna otra ocasión, nos muestra su amor al Padre y a las almas, su paciencia, su dulzura, su magnanimidad en el perdón. Su obediencia, que es manantial de fortaleza, le sostiene y le impulsa a proseguir su marcha dolorosa hasta el consummatum est.

    La meditación de los sufrimientos del Señor nos enseña a compartir su aversión al pecado y a asociarnos a su sacrificio para colmar el abismo de las iniquidades del mundo. Y esto constituye, ya de por sí, una gracia inapreciable.

    Jesús no es un modelo que solamente debemos imitar en sus líneas exteriores, sino que debemos llegar a participar de su vida íntima. En cada etapa de su pasión nos ha merecido la gracia de poder reproducir en nosotros mismos la semejanza de las virtudes que en Él admiramos: «Salía de Él una virtud» (Lc., VI, 19). En cierta ocasión, una pobre mujer que estaba enferma le tocó a Jesús e inmediatamente recobró su salud. También nosotros, dice San Agustín, podemos tocar a Jesús con el contacto de la fe en su divinidad: Tangit Christum qui credit in Christum… Vis bene tangere? Intellige Christum ubi est Patri coæternus, et tetigisti. Miremos a Jesús a todo lo largo de la vía dolorosa. Veamos cómo se entrega y cómo sufre por nosotros. Creamos que es Dios y que nos ama. Así abriremos nuestra alma a su acción santificadora.

    La sensibilidad no tiene parte alguna en esta comunicación de la gracia. Jamás los movimientos sensibles pueden servir de base, ni de piedra de toque, ni de motivo para nuestra piedad. Pero, cuando nuestra devoción está firmemente apoyada en la fe, pueden ser un medio eficaz para ayudarnos a evitar las distracciones y a concentrar nuestro pensamiento en Dios.

    La Iglesia exhorta a todos los cristianos a que mediten en la pasión de Jesucristo; pero esta invitación se la hace especialmente a los sacerdotes. Es su deseo que nos sirvamos de este medio para unirnos a los sufrimientos de nuestro Salvador y nos apropiemos los ejemplos de sus virtudes; y quiere también que de la meditación de estos misterios consigamos una abundantísima aplicación de los méritos divinos tanto para nosotros como para aquellos por quienes rogamos.

    Nosotros los sacerdotes somos por excelencia los «dispensadores de los frutos de la pasión»: Dispensatores mysteriorum Dei (I Cor., IV, 1). Si, como dice San Pablo, «la muerte del Señor se anuncia» todos los días sobre nuestros altares, esto se realiza por nuestro ministerio. En el altar estamos en contacto con el mismo manantial de todas las gracias, ya que éstas brotan de la cruz. El sacerdote debe, por consiguiente, aprender más que ningún otro a darse perfecta cuenta del precio de la sangre de Jesucristo y a confiar en sus méritos.

    ¿Pero qué es lo que sucede a veces? Que vivimos en una miserable pobreza espiritual en medio de estas riquezas y estamos hambrientos en medio de esta abundancia. Para poner remedio a nuestro poco fervor, podemos servirnos eficazmente de la práctica de la devoción del Via-Crucis, que será para nosotros «una fuente que salte hasta la vida eterna» (Jo., IV, 14). En cada una de las catorce estaciones nos unimos amorosamente con el Salvador y refrescamos nuestra alma en la corriente de gracias que brota del costado de Jesús.

    Cualquier tiempo es bueno para practicar el Via-Crucis, pero en cuanto sea posible, creo que ninguno es más apto que el de la acción de gracias después de la Misa. Cuando todavía conservamos en nosotros la divina presencia, podemos rehacer este trayecto unidos a Aquel que lo recorrió el primero. El seguir así, paso a paso, el camino del Calvario en unión con Jesús, a quien llevamos dentro de nuestra alma, es una excelente manera de profesar nuestra fe en el imponderable valor de sus sufrimientos, que continúan ofreciéndose incesantemente en el sacrificio del altar.

    Para practicar esta devoción no se requiere ninguna oración vocal. Basta con aplicar piadosamente el espíritu y el corazón.

    Algunos sacerdotes me han declarado más de una vez: «Nosotros no hacemos meditación, porque se nos hace extremadamente difícil; es que no tenemos vida interior». Y yo les he respondido: «¿Habéis intentado practicar el Vía-Crucis a modo de meditación?»

    ¿De qué señal nos valdremos para saber a ciencia cierta si existe en nuestro corazón la verdadera compunción? Os voy a dar un medio inefable.

    La compunción tiende un velo sobre las faltas de los demás, al tiempo que el alma se siente dominada por el sentimiento de su propia indignidad.

    ¿Sois, acaso, severos, exigentes y duros con los demás? ¿Sois inclinados a revelar sin miramiento alguno o con ironía los defectos y las faltas del prójimo? ¿Se las echáis en cara sin legítimo motivo? ¿Os escandalizáis fácilmente? Si esto es así, es señal de que vuestro corazón no está afectado ni penetrado de su propia miseria y de las ofensas que Dios os ha perdonado.

    Hay una parábola en el Evangelio que ilustra maravillosamente esta verdad. Nos presenta dos personajes: el fariseo y el publicano. Recomponed con vuestra imaginación la escena de su oración en el templo. El primero se fija en las faltas del otro y las ve con los ojos bien abiertos. Observa y juzga con rigor a su prójimo, pero no medita en sus propias culpas. Está completamente ciego para ver su conducta, cuya miseria Dios conoce perfectamente, y sólo ve sus ayunos y sus limosnas. Para nada piensa en sus pecados. Y siente deseos de decir a Dios: «Podéis estar orgullosos de mí». Al hacer su oración se complace en sí mismo. Y cuando dice: «Señor, os doy gracias porque no soy como ese otro», esta acción de gracias, aunque tenga ciertos visos de ser legítima, con todo no le justifica. ¿Por qué? Pues porque su alma no está compungida y le falta la humildad.

    El publicano, por el contrario, no se fija en el fariseo. Siente su miseria y no levanta sus ojos para juzgar la del prójimo. Se golpea el pecho y exclama: «Oh Dios, sé propicio conmigo pecador» (Lc., XVIII, 13). El corazón que hace esta oración está ungido de compunción. Y Jesús proclama que la compunción justifica al pecador ante Dios.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

SÉPTIMA MEDITACIÓN

 

Humiliavit semetipsum factus obediens

 

   La humildad es compañera inseparable de la compunción. Es tan grande la importancia de la humildad en la obra de la santificación del sacerdote, que vale la pena que nos detengamos a considerarla.

    Nos sentimos muy inclinados a tener de Dios una idea que se adapte a los moldes de nuestra condición humana. Así, por ejemplo, se nos hace muy difícil figurarnos un ser que no se empobrece al dar su dinero, porque la experiencia de todos los días nos enseña que todo hombre dadivoso lo es a costa de que vaya disminuyendo su peculio. Dios es el único que no se empobrece al hacer sus dádivas. Como es la bondad por esencia, o lo que es lo mismo, el amor infinito, su naturaleza le inclina a repartir sus riquezas, a comunicar su felicidad y a entregarse a sí mismo: Bonum est diffusivum sui. Por esto ha querido Dios comunicar al hombre su propia vida y hacerle heredero suyo y coheredero de Cristo (Rom., VIII, 17). La encarnación, la redención, el don de la Eucaristía, la fundación de la Iglesia y otros innumerables beneficios, que se renuevan sin cesar, son la demostración evidente de esta bondad que no tiene límites.

    Pero quizás os preguntéis: si es verdad que Dios quiere sinceramente santificar a los hombres, ¿por qué encuentran éstos tanta dificultad para vivir la vida sobrenatural? ¿Cómo se explica que los ministros del altar que viven junto al manantial mismo de donde brotan las gracias y están encargados de distribuirlas, se encuentran, sin embargo, a veces, tan alejados de todo contacto con Dios? ¿Qué es lo que, si vale la expresión, cierra la mano de Dios?

    El orgullo. Si fuéramos perfectamente humildes, no tendrían límite las larguezas de lo alto. La lección que nos da el Evangelio no puede ser más perentoria: «El que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado»: Omnis qui se exaltat humiliabitur et qui se humiliat exaltabitur (Lc., XVIII, 14). No es menos categórica la enseñanza de las epístolas. En dos lugares distintos leemos esta terrible sentencia: «Dios resiste a los soberbios y a los humildes da su gracia»: Deus superbis resistit, humiliabus autem dat gratiam (I Petr., V, 5; Jac., IV, 6).

    ¡Cuánta luz nos proporcionan estas palabras tan sencillas! ¿Qué es menester para ser elevado hasta Dios? Humillarse.

 

1.- La criatura ante Dios

    La humildad cristiana consiste principalmente en la postura que adopta el alma, no precisamente ante los demás hombres ni ante sí misma, sino ante Dios.

    Sin duda que la humildad implica la deferencia para con el prójimo, e incluso, en algunos casos, la sumisión. Cuando el hombre se juzga íntimamente a sí mismo, la humildad le sugiere siempre una saludable modestia. Pero todo esto no es sino consecuencia de una disposición mucho más profunda. La actitud fundamental del alma humilde es la de rebajarse ante Dios y vivir de acuerdo con su condición, pensando y obrando siempre de perfecto acuerdo con la voluntad del Señor. La humildad sitúa al alma ante Dios tal cual es, en su verdadera miseria y en su nada. Podemos, pues, definirla diciendo que es «la virtud que inclina al hombre a mantenerse en la presencia de Dios en el lugar que le corresponde». ¿Qué son los hombres en este mundo? Seres que marchan hacia la eternidad; solamente están de paso. En el orden de la creación, y con mucha mayor razón en la economía sobrenatural, el hombre «no tiene nada que no haya recibido»: Quid habes quod non accepisti? Y añade el Apóstol: «¿De qué te glorías, como si no lo hubieras recibido?» (I Cor., IV, 7).

    La humildad no consiste en tener un conocimiento teórico de esta dependencia, sino en proclamarla voluntariamente por una sumisión efectiva a Dios y al orden por Él establecido. En el afán de ajustar la conducta a su verdadera condición, el hombre humilde rechazará todos los deseos de procurar su propia excelencia con independencia de las leyes establecidas por la naturaleza y por Dios.

    Según la doctrina de Santo Tomás, la humildad es una virtud que propiamente pertenece a la voluntad, pero que está regulada por el conocimiento: Normam habet in cognitione [Sum. Theol., II-II, q. 161, a. 2 y 6]. ¿Qué conocimiento es este? El de la soberanía de Dios por una parte, y por la otra el de su propia nada. Sobre estos dos abismos, tan distintos el uno del otro, se asoma el alma sin que pueda llegar nunca a escrutarlos hasta el fondo.

    Esta confrontación del hombre y del Absoluto divino debe realizarse principalmente en el silencio de la oración. Dice la Escritura: Deus noster ignis consumens est: «Yahvé, tu Dios, es fuego abrasador» (Deut., IV, 24). Cuanto más nos acercamos a Él con espíritu de fe, tanto más experimentamos que se apodera de toda nuestra alma. La misma claridad que nos permite entrever la grandeza de Dios es la que nos descubre nuestra absoluta indigencia.

    La humildad consiste en la verdad. Como dice San Agustín: «La humildad debe hermanarse con la verdad y no con la mentira» [De natura et gratia, 34. P. L., 44, col. 265].

    Por el contrario, el orgullo comporta siempre y ante todo un error de juicio. El hombre orgulloso se complace desordenadamente en su propia excelencia hasta el extremo de llegar a perder de vista y a despreciar y rechazar el soberano dominio que Dios ejerce sobre él.

    Entre todas las inclinaciones que nos incitan al pecado, el orgullo es la más tenaz, la más profunda y la más peligrosa.

    Son muchos los grados y las particularidades que presenta este vicio, pero la disposición fundamental del orgulloso consiste en que su alma vive sin preocuparse de bendecir la mano bondadosa que le dispensa todos los beneficios que disfruta. Todos los beneficios divinos, tanto los del orden creado como los del orden sobrenatural, los reputa como cosas completamente normales y naturales. Cuando el hombre está dominado por la soberbia, camina por la vida sin acordarse para nada de los derechos de Dios y de las finezas de su amor. Esta es la razón de porqué el Señor, que se inclina bondadosamente sobre el corazón humilde, abandona al orgulloso en la independencia que reclama: Et divites dimisit inanes.

    En el alma del sacerdote, el orgullo no suele revestir caracteres tan graves, pero puede llevarle a perder de vista su dependencia total respecto de Dios y a complacerse en el ejercicio de la autoridad y en el bien que practica, como si todo esto partiera de sí mismo. La humildad es necesaria para todo hombre, pero mucho más para los ministros de Jesucristo.

    Guardémonos, sin embargo, de pensar que la humildad paraliza el espíritu de iniciativa y el celo abnegado. Por el contrario, es una fuente de energía moral. Cuando el alma humilde reconoce su debilidad o su indigencia, no lo hace para estarse de brazos caídos, sino para encontrar en Dios, en el cumplimiento de su voluntad, el poderoso resorte de su energía. Esta era la conducta de los santos. Contemplad al gran Apóstol de los gentiles. ¿Dónde se encuentra el secreto de su infatigable entusiasmo? El mismo nos lo dice: «Cuando parezco débil, entonces es cuando soy fuerte» (II Cor., XII, 10). Y esto, porque: «Todo lo puedo en Aquél que me conforta» (Philip., IV, 13). La verdadera humildad siempre va unida a la magnanimidad y a la confianza en el Señor.

 

2.- La humildad y el progreso espiritual

    Por muy importantes que sean los puntos de vista que hemos expuesto, no bastan para darnos una idea perfecta de la importancia que tiene la humildad en la vida interior. ¿Qué papel juega la humildad en este estado de inclinación al mal en que nos ha sumido el pecado, pero donde Dios ejerce su poder para curar, elevar, sostener y perfeccionar cada una de las almas?

    Su misión es la de abrir el alma a la acción de la gracia y la de disponer al hombre para que rinda gloria al Señor de la manera que Él ha previsto y deseado, es decir, alabando la divina misericordia.

    Teniendo esto en cuenta, podemos esbozar una definición complementaria de la humildad, diciendo que es «una virtud que inclina al alma a confesar práctica y continuamente su miseria ante Dios».

    ¿De qué miseria se trata?

    Ante todo, como sabéis vosotros tan bien como yo, toda criatura experimenta el doloroso sentimiento de su impotencia radical para elevarse por sus propios recursos al nivel sobrenatural y para mantenerse en él: «No que de nosotros seamos capaces de pensar algo como de nosotros mismos, que nuestra suficiencia viene de Dios»: Sufficientia nostra ex Deo est (II Cor., III, 5). El hombre no llega a percatarse de esta insuficiencia sino gradualmente y por efecto de la gracia.

    ¿Es que no sentimos cómo dormitan en el fondo del alma los atractivos que en nosotros ejercen los placeres rastreros y las satisfacciones del orgullo y del pecado?

    Añádase a esto que los deberes de nuestro estado y el trabajo constituyen para nosotros obligaciones penosas. Por elevado y noble que sea el afán con que nos entregamos a nuestros deberes diarios, siempre será verdad que ello reclama un esfuerzo y el esfuerzo ininterrumpido se convierte para muchos en una carga pesada.

    Contad, además, los males físicos: las enfermedades, la ancianidad y la muerte. Y en cuanto a los sufrimientos morales, ¡cuántas angustias, fracasos, desilusiones y tristezas oprimen el corazón! Con harta razón decía Job que: «El hombre, nacido de mujer, vive corto tiempo y lleno de miserias» (Job., XIV, 1).

 No bastan las energías y las cualidades morales para sobreponerse a estos males y aprovecharnos de ellos para labrar nuestra santificación. El alma debe volverse hacia Dios y requerir el auxilio de su gracia, confesando la propia impotencia. La actitud fundamental de la humildad cristiana consiste en esta orientación del corazón que se abre a la acción de lo sobrenatural por el reconocimiento de su indigencia, y así es como el hombre se hace capaz de recibir el don de Dios, sin correr el riesgo de atribuírselo a sí mismo. La humildad socava el alma, por así decirlo, reduciéndola al lugar que le corresponde, y la dispone para que Dios ejerza en ella su acción santificadora.

Hay almas que no tienen conciencia de su indigencia, y como no imploran al Señor desde el fondo de su miseria, tampoco se disponen a la acción de la gracia.

 Saturado de este espíritu de humildad, escribía San Pablo: «Muy gustosamente, pues, continuaré gloriándome en mis debilidades para que habite en mí la fuerza de Cristo» (II Cor., XII, 9). Estas palabras son muy conocidas, aunque no siempre se entiende debidamente su sentido. ¿Qué es lo que el Apóstol quiere decir? «Yo no soy un ser perfecto, como lo son los ángeles; yo soy un hombre lleno de debilidades, pero me gloriaré en ellas porque, gracias a ellas, consigo conmover el corazón de Dios y cuanto más me percato de mi flaqueza, más enteramente entrego mi alma a la fuerza de Cristo que en mí habita».

    Pero no confundamos las debilidades humanas, cuyo humilde reconocimiento tanto contribuye a nuestro progreso espiritual, con las «infidelidades». Porque éstas, lejos de favorecer la vida sobrenatural, obstaculizan la acción divina. En ningún caso podemos presentarlas ante Dios como un título más para alcanzar su gracia. Aunque el arrepentimiento y el firme propósito de la enmienda que suscitan en el alma los pecados cometidos constituyen, sin duda, una confesión de nuestra miseria que el Señor acoge con grado.

    Tiene reservado la humildad un segundo papel que la hace completamente indispensable para el perfecto equilibrio de toda la vida espiritual. Solamente la humildad hace que el hombre pueda glorificar a Dios como corresponde a la inmensidad de su misericordia.

    Esta perfección divina no viene a ser otra cosa que la misma caridad infinita en cuanto que, por pura bondad o por pura gracia, se dedica a poner remedio al pecado o a socorrer a la indigencia humana.

    La encarnación del Hijo de Dios «en una carne de pecado semejante a la nuestra»: in similitudinem carnis peccati (Rom., VIII, 3), su muerte redentora, nuestra adopción, el perdón de los pecados que tantas veces se nos concede son otras tantas estupendas manifestaciones de los abismos de esta inmensa caridad. San Pablo nos dice expresamente que toda la obra de Cristo tiende a manifestar la abundancia y la gratuidad de esta divina bondad: «Pero Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, y estando nosotros muertos por nuestros delitos, nos dio vida por Cristo…, a fin de mostrar en los siglos venideros las excelsas riquezas de su gracia» (Eph., II, 4-5, 7). Y dice en otro lugar: «Dios nos encerró a todos en la desobediencia, para tener de todos misericordia»: Deus inclusit omnia in incredulitate ut omnium misereatur (Rom., XI, 32). ¿Cómo apareceremos en el cielo ante Dios? «Como vasos de su misericordia»: Vasa misericordiæ (Rom., IX, 23), lo cual significa que estamos destinados a proclamar por toda la eternidad en la ciudad celestial el triunfo de la gracia sobre nuestra miseria y sobre el pecado.

    ¿Se podrá expresar en dos palabras toda la misión que trajo Jesús a este mundo? Yo me atrevo a intentarlo, sin miedo de equivocarme: «Jesús es el mensaje que la misericordia infinita dirige a la miseria del hombre».

    Si existe alguna perfección divina que nosotros debamos proclamar más alto que ninguna otra, es, sin duda, la misericordia. Todos los caminos que nos prepara el Señor no son otra cosa que efecto de una condescendencia amorosa. En esta economía de la redención en que vivimos, Dios se ha inclinado sobre nuestra miseria para levantarnos a una dignidad tan grande, que podamos vivir en su propia vida.

    Al considerar estas maravillas, ¿podría el hombre adoptar otra postura que no sea la de la más profunda humildad? Al confesar sus muchas miserias, el hombre reconoce que, en justicia, no tiene derecho alguno para ser objeto de las bondades divinas. El único título que tiene para conseguir la gracia es la perpetua confesión de su indignidad, junto con el deseo de glorificar a la eterna misericordia que le ha dado todas las cosas en Jesucristo: Cum ipso omnia nobis donavit (Rom., VIII, 32). Tal es el esplendor de su predestinación: «Hacer que resplandezca la gloria de la gracia que Dios nos ha otorgado por su amado Hijo» (Eph., I, 6).

    Lo que más gloria da a Dios es que, estando plenamente convencidos de nuestra miseria, nos obstinemos, sin embargo, en esperar en su amor.

 

3.- Humildad y obediencia de Jesús

    En Jesús, la humildad constituye una actitud fundamental. Su alma, iluminada por la luz de la gloria, se da perfecta cuenta de que es una criatura; pero una criatura que ha sido prodigiosamente asumida en la unidad de la persona del Verbo. Esta consideración producía en el alma de Jesús una humillación total y una aceptación perfecta de su dependencia, tanto respecto de la persona del Verbo cuanto respecto de su misión redentora. Esta profunda humildad para con su Padre, daba origen en el alma de Jesús a un espléndido conjunto de virtudes, como la dulzura en las relaciones con el prójimo, la paciencia y el perdón de las injurias, y sobre todo la obediencia filial a la voluntad de lo alto. Estas cualidades eran la manifestación más auténtica de la profunda actitud de sumisión, de la que el alma de nuestro bendito Salvador nunca se apartaba.

    Cada una de las páginas del Evangelio nos revela claramente esta mansedumbre del Señor y Él quiere que nosotros imitemos su ejemplo: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt., XI, 29).

    ¿Para qué ha venido Jesús a este mundo? «No para ser servido, sino para servir», para ser de todos y de cada uno, hasta el punto de «dar su vida en rescate por ellos» (Mc., X, 45). Semejante entrega de sí mismo es la prueba más palpable de la humildad más absoluta. Y Cristo desea que todos los cristianos, y señaladamente los sacerdotes, abriguen este mismo ideal: «El que de vosotros quiera ser el primero, sea siervo de todos» (Ibid., 44).

    En la última Cena, el Salvador lavó los pies de sus apóstoles, con lo que realizó un acto de sincera humildad, invitándonos a seguir su ejemplo: «Si Yo, pues, os he lavado los pies, siendo vuestro Señor y Maestro, también habéis de lavaros vosotros los pies los unos a los otros. Porque Yo os he dado el ejemplo» (Jo., XIII, 14-15).

    Este gesto está de perfecto acuerdo con toda la predicación de Jesús. En efecto, las «Bienaventuranzas», que son su más acabado compendio, forman el más admirable cuerpo de doctrina, que está en abierta oposición con todas las sugestiones del orgullo humano. «Bienaventurados los pobres…, los mansos…, los pacíficos…, los misericordiosos…, los que padecen persecución…» (Mt., V, 3-12).

    Una escena escogida de entre otras muchas nos permite descubrir la humildad que se ocultaba en el santuario del alma del divino Maestro. En cierta ocasión en que, dirigiéndose a Jerusalén, atravesaba la Samaría en compañía de sus apóstoles, los habitantes de una aldea se negaron a darles albergue. Indignados por esta conducta, Santiago y Juan pidieron en represalia que bajase fuego del cielo y consumiese a los samaritanos. Pero Jesús pensaba de muy distinta manera. La respuesta que les dio manifiesta hasta dónde llega la condescendencia y la mansedumbre del Redentor del mundo: «No sabéis a qué espíritu pertenecéis. El Hijo del hombre no ha venido para perder a los hombres, sino para salvarlos» (Lc., IX, 55-56).

    Pero contemplad, sobre todo, la dulzura que muestra el Señor en su pasión: Saturabitur opprobriis: «Será saturado de oprobios» (Jer., III, 30). Estas palabras significan que Cristo quería tributar a su Padre el homenaje de sus humillaciones para reparar nuestro orgullo. Él es el Verbo digno de todas las adoraciones y, no obstante, aparece como un reo que se presenta ante sus jueces. ¡Y qué jueces! Caifás, Pilato y Herodes. Este último, un miserable voluptuoso, le colmó de desprecios: Sprevit illum (Lc., XXIII, 11). ¿Este profeta, decía Herodes a sus cortesanos, pretende que le colmemos de honores? Pues nada más natural. Ponedle el vestido blanco, que es insignia de la realeza, y tomadlo con vosotros para divertiros con Él.

¿Cuál fue la actitud que en aquella ocasión adoptó Jesús? Todo lo aceptó con mansedumbre. ¿Quién hubiera podido imaginarse semejante humillación? ¡Él, la Sabiduría infinita, tratado como un loco! Y todo este proceso estaba previsto y dispuesto con anticipación en los designios eternos. Luego, el Señor fue parangonado con Barrabás y entregado a la furia de los soldados romanos, gente sin entrañas, que se entretuvo en divertirse a costa de un condenado a muerte, ciñéndole a la frente una corona de espinas, poniéndole en la mano un cetro real y burlándose de Él: Illudebant ei dicentes: Ave, Rex Judæorum (Mt., XXVII, 29), ridiculizándole como a un impostor digno del más soberano de los desprecios. Si algún hombre ha sido humillado, este ha sido Jesucristo, porque quiso anonadarse hasta la muerte de cruz.

    ¿No es justo que el sacerdote, que perpetúa en el altar el sacrificio del Calvario, participe también de los mismos sentimientos de humildad de Jesús? Nada ofende tanto al pueblo cristiano como ver a un sacerdote orgulloso que para nada se acuerda de las humillaciones del Salvador que se conmemoran en los misterios divinos. ¡Qué contraste más enorme entre este hombre presuntuoso, arrogante, impaciente, que no sabe ser condescendiente con sus prójimos, y la bondad y la mansedumbre de Cristo!

    Seamos cautos para que el orgullo no entre en nuestras almas, ni aún bajo la disimulada apariencia de una vana complacencia.

    La humildad exterior le es necesaria al sacerdote incluso por la autoridad que ejerce, porque es un personaje de relieve «puesto sobre el candelabro»: positus super candelabrum (Mt., V, 15). Se observan todos sus gestos, sus actitudes, sus palabras. Y si dan motivo a la crítica y a la murmuración, si dejan traslucir mezquinas preocupaciones del amor propio, producen una lamentable decepción en los fieles que desean encontrar en el sacerdote, junto a la perfecta dignidad que le corresponde como ministro del Señor, algún rasgo de la profunda humildad del divino Maestro.

 

    La humildad que animaba a Jesús bajo la acción constante de la divinidad le impulsaba a acatar la voluntad del Padre con una obediencia perfecta. Así nos lo revela San Pablo: «Se humilló hecho obediente hasta la muerte» (Philip., II, 8). Jesús afirmó repetidas veces que su sumisión a la voluntad divina resume y explica toda su conducta: «Porque yo he bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió… Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió» (Jo., VI, 38 y IV, 34).

    Desde el momento mismo de su encarnación, aceptó plenamente todos los decretos del Padre, entregándose enteramente al más exacto cumplimiento de su voluntad. Ecce venio… ut faciam, Deus, voluntatem tuam: «Heme aquí que vengo… para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad» (Hebr., X, 7). De un solo golpe de vista se dio cuenta de toda la serie de sacrificios, sufrimientos e inmolaciones que habían de constituir toda la trama de su vida, y los abrazó todos, poniéndolos en la entraña misma de su corazón: In medio cordis mei (Ps., 39, 9). Se puede afirmar que el pensamiento dominante de toda la vida de nuestro Salvador fue el exacto cumplimiento de «lo que está escrito de Él: Ut impleatur Scripturæ (Mc., XIV, 49).

    A pesar de ser tan condescendiente con los apóstoles, con todo, Jesús no toleraba la menor duda respecto de este punto. En cierta ocasión en que les anunciaba su pasión y muerte futuras, San Pedro, dejándose llevar de su natural impetuosidad, exclamó: «No quiera Dios, Señor, que esto suceda»: Absit a te, Domine; non erit tibi hoc! A lo que le respondió Jesús: «Retírate de mí, Satanás; tú me sirves de escándalo, porque no sientes las cosas de Dios, sino las de los hombres» (Mt., XVI, 22-23). Severo apóstrofe que entristeció al Apóstol. Pero Cristo, que había venido al mundo por voluntad del Padre, no podía permitir que los suyos ignoraran que el desarrollo de todos los actos de su vida no era sino la realización del programa que le había sido trazado desde lo alto.

    Por eso, en la noche de su pasión, cuando Pedro quiso acudir en su defensa en el momento en que sus enemigos se apoderaban del Él, le dijo estas palabras: «¿El cáliz que me dio mi Padre no lo he de beber? (Jo., XVIII, 11). Este cáliz estaba ya preparado con anticipación. El Padre sabía que podía contar con que su Hijo lo bebería hasta las heces. En el cielo veremos claramente cómo todos los sufrimientos, angustias y humillaciones que experimentó Jesús habían sido previstos por los decretos divinos. Y Jesús se sometió a ellos con una perfecta obediencia.

    ¿No es digno de atención el hecho de que, cuando San Pablo nos habla del sacrificio de la redención, se complace en recordarnos que su nota característica es la obediencia?: «Como por la trasgresión de uno sólo reinó la muerte, así también por la justicia de uno sólo llega a todos la justificación de la vida» (Rom., V, 19). Este paralelismo sorprendente fue planeado por la Sabiduría divina. A pesar de haber sido desde el punto mismo de su creación elevado al orden sobrenatural, Adán faltó al deber primordial que le imponía su condición de hijo, y se negó a obedecer a su Padre. Para reparar esta injuria, Jesús acató plenamente la voluntad del Padre: Non mea voluntas, sed tua fiat (Lc., XXII, 62). «Conviene que el mundo conozca que yo amo al Padre y que, según el mandato que me dio el Padre, así hago» (Jo., XIV, 31). Este es el sublime ejemplo de obediencia filial que nos da Jesús. Y esta sumisión no solamente ha reparado la trasgresión de Adán, sino que ha hecho que «donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia»: Ubi abundavit delictum, superabundavit gratia (Rom., V, 20).

    ¿Cómo ve el Apóstol a Jesucristo en el momento en que da remate a su obra redentora desde lo alto de la cruz? Como aniquilado por su obediencia, inmolándose con una sumisión que «le hace obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz» (Philip., II, 8). La más terrible de las órdenes que Cristo pudo recibir de su Padre fue, sin duda, la de morir en la cruz. Y esto porque, según enseña San Pablo, la expresión acabada de la obediencia es el aceptar «el ser maldito para salvar a los otros de la maldición»: Quia scriptum est: Maledictus qui pendet in ligno (Gal., III, 13).

 

    Mientras estaba colgado del madero de la cruz, Jesús tenía su mirada fija en el rostro del Padre: este era el secreto de su fortaleza. Todo el tiempo de su dolorosa agonía permaneció en una suprema adhesión de amor, abandonándose enteramente a la obediencia más sumisa hasta que pronunció su última y definitiva palabra: Consummatum est (Jo., XIX, 30).

    Siempre que celebramos el santo sacrificio, reproducimos sacramentalmente, en presencia del Padre, esta muerte obediente de su Hijo y volvemos a poner ante nuestros ojos este modelo sublime de humildad y de amor que es Jesús: Quotiescumque… mortem Domini annuntiabitis (I Cor., XI, 26). Al presentar la hostia en el ofertorio, ofrezcamos junto con ella toda nuestra existencia. De esta suerte, nuestra vida, unida a la oblación de Cristo, será también «un sacrificio» de sumisión y de amor «agradable a Dios»: Hostiam… Deo placentem (Rom., XII, 1).

 

4.- La obediencia sacerdotal

    De la misma suerte que la humildad de Cristo tuvo su expresión más acabada y concreta en la obediencia que practicó a lo largo de toda su vida, así debemos también obrar nosotros sus sacerdotes. En esto, sobre todo, debe ser Cristo nuestro modelo.

    Por obediencia se entiende generalmente el sometimiento de la actividad propia a una autoridad superior.

    La obediencia puede revestir dos formas: la una puramente humana y la otra enteramente sobrenatural.

    El obrero obedece a su contramaestre. Así lo exige la buena marcha del taller o de la fábrica, porque, en otro caso, reinaría el desorden. Si trabaja, tiene derecho a percibir el salario, aunque interiormente se rebele contra su patrono.

    El soldado se somete a la disciplina militar por no ser arrestado o fusilado. Si su corazón abriga sentimientos nobles, obrará por amor a su profesión y a su patria. Pero se reserva el derecho de criticar y de censurar a sus jefes tachándolos de incompetentes o de injustos. Esta obediencia es útil y laudable, pero no pasa de ser humana.

    Nuestra obediencia sacerdotal debe ser esencialmente sobrenatural y apoyarse en la fe y en la caridad. Debe brotar de la entraña misma del alma y ser activa y alegre y practicada únicamente por el amor que profesamos a Cristo y a las almas.

    La obediencia sobrenatural hace que nos sometamos a la voluntad de Dios y a las órdenes de los que le representan, rindiendo con ello homenaje a su soberana majestad.

    El día de vuestra ordenación, prometisteis obediencia a vuestro obispo. Esta solemne promesa la hicisteis ante el obispo que os confirió el sacerdocio, en el momento más trascendental de vuestra vida, comprometiéndoos a cumplirla en presencia de Dios y ante aquel altar en el que, en unión con el prelado que os consagró, acababais de ofrecer por primera vez el santo sacrificio.

    Esta promesa no os ligó en el mismo grado que compromete a los religiosos el voto que hacen de obedecer durante toda la vida a su superior, según una regla aprobada. La Iglesia considera su decisión como un medio de santificación libremente elegido, con el fin de que, por una renuncia completa a su propia voluntad, su persona y sus actividades se consagren para siempre a Dios.

    Vuestra promesa de obediencia tiene, además, otro carácter. La Iglesia os la exige principalmente para asegurar el bien común de la diócesis. Porque, cuando el obispo, que es el legítimo pastor de las almas, requiere la ayuda de sus colaboradores, debe tener la seguridad absoluta de que éstos se han de someter a sus órdenes y directrices.

    Este sacrificio que vosotros aceptáis es extraordinariamente meritorio y agradable a Dios, porque con él ofrecéis lo que el hombre tiene de más íntimo, es decir, su libertad, su autonomía, su facultad de obrar como mejor le plazca. El mismo Dios, en la acción que ejerce en las almas, respeta este derecho: sus gracias más eficaces dejan siempre intacta la libertad humana.

    Vosotros habéis hecho una especie de contrato con el Padre celestial. «Dios mío, le habéis dicho, por vuestro amor y por el bien de la Iglesia, yo pongo en manos de mi obispo mis talentos y mis actividades. Vos me diréis por su boca lo que queréis que yo haga: Domine, quid me vis facere? (Act., IX, 6). Yo aceptaré como venidos de Vos los ministerios y los cargos que el obispo me confíe. Y estoy seguro de que, haciéndolo así, Vos bendeciréis mi ministerio y toda mi vida sacerdotal».

    Esta manera de ver las cosas es enteramente sobrenatural. Un sacerdote que se abandone así en manos de su obispo, llevado del espíritu de fe, vivirá siempre en paz, aún en medio de las mayores dificultades, porque tiene conciencia de que está allí donde Dios quiere que esté. Y Dios está con él. «Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros?» (Rom., VIII, 31). Cuando Dios mandó a Moisés que se presentara al Faraón para pedirle que dejara en libertad al pueblo hebreo, Moisés se espantó de su misión. ¿Pero qué le dijo el Señor?: Ego ero tecum (Ex., III, 12). Y bien sabemos con que maravillas premió Dios la obediencia de su enviado.

    El religioso que, por interés personal, quisiera disponer de su porvenir e imponer a sus superiores sus propios puntos de vista, nunca llegaría a alcanzar la santidad. Lo mismo podríamos decir, guardando siempre las debidas proporciones, del sacerdote que menosprecia la importancia de su promesa.

    No pretendo negaros el derecho de que en determinadas circunstancias expongáis respetuosamente vuestro criterio, pero sin menoscabo de la obediencia y solamente cuando sea oportuno. ¿Y qué debemos hacer cuando el superior mantiene una orden que nos contraría? Acatarla con espíritu sobrenatural: «Que el inferior se persuada de que el mandato del superior es para su bien y que obedezca por amor, confiando en la ayuda de Dios». Esta norma directiva que San Benito [Regla, c. 68] dio a sus hijos es aplicable a todos.

    Si se nos apareciera el mismo Dios y nos dijera: «Quiero que hagas esto o aquello», la obediencia se nos haría cosa fácil. Y aún en el caso de que pusiera al frente de nosotros a algún ángel o a seres perfectos, ¿no es verdad que todo iría magníficamente? No lo creamos tan seguro. Pero Dios ha elegido otro camino: Imposuisti homines super capita nostra (Ps., 65, 12). Estamos obligados a obedecer a hombres que son limitados en sus criterios y que tampoco están exentos de tener defectos. Cristo ha salvado al mundo por una sumisión de amor filial y nosotros los sacerdotes, para poder colaborar con el Señor en la obra de la redención de las almas, debemos unirnos en nuestros ministerios de apostolado a esta su obediencia. Esta es la razón de que pueda decirse de una sociedad –sea una diócesis o sea una comunidad religiosa– que su fuerza reside en la obediencia de sus miembros.

    La expresión del profeta Isaías: «Yahvé… hizo de mí aguda saeta y me guardó en su aljaba»: Et posuit me sicut sagittam electam (XLIX, 2) es una imagen que puede aplicarse adecuadamente al sacerdote obediente, que, por la formación recibida en el seminario y por su vida interior está dispuesto a trabajar donde quiera que lo exijan la gloria de Dios y el bien de la Iglesia. La flecha obedece a la mano que la arroja y, gracias a su docilidad, tiene fuerza y eficacia, ya que por bien construida que esté, nada puede hacer por sí misma. Los sacerdotes son como flechas en manos de un hombre hercúleo: Sicut sagittæ in manu potentis (Ps., 126, 4). Si en el ejercicio de su ministerio obedecen con espíritu sobrenatural, se convertirán, bajo el impulso divino, en instrumentos de gracia y de victoria.

    La murmuración es el mayor enemigo de la virtud de la obediencia. La murmuración es la revancha del amor propio que se siente impotente para resistirse a la autoridad. Es una compensación mezquina. No me refiero ahora a las lamentaciones que se le escapan a nuestra pobre naturaleza cuando se siente agobiada por el sufrimiento. Así debemos interpretar aquella expresión de la Santísima Virgen cuando dijo a Jesús: «Hijo, ¿por qué nos has hecho esto?» (Lc., II, 48). La Virgen no murmuró en aquella ocasión; solamente manifestó la pena que embargaba su corazón. En la cruz, el Salvador dio este grito de angustia: «Dios mío…, ¿por qué me habéis abandonado? (Mt., XXVII, 46). Jesús no murmuró, sino que reveló la inmensidad de su dolor.

    La murmuración va siempre acompañada del espíritu de crítica y de oposición y en esto se esconde su malicia. El sacerdote que se deja llevar de la murmuración no considera a su superior como investido de autoridad por el mismo Dios. Si el obispo no fuera el representante del Señor, no estaríais obligados a someteros a él. En cuanto hombre, no tiene derecho alguno para mandaros, puesto que un hombre vale tanto como cualquier otro. Pero la misión canónica que ha recibido de la Iglesia y su consagración episcopal son los títulos en que se fundamenta su autoridad. Como delegado de Dios, posee una participación de su autoridad. El hombre que es verdaderamente obediente, no se somete sino a Dios, y esta sumisión que se sobrepone a todo miramiento humano es un homenaje de amor rendido al Altísimo. Pero el murmurador no se da cuenta de esto.

    En los momentos difíciles –y bien sabéis que todos los tenemos–, cuando la obediencia nos parece un peso insoportable y quisiéramos gozar de un poco más de libertad y de independencia, levantemos nuestros ojos al divino crucificado. El es nuestro supremo modelo. Para asemejarnos en todo a Él, es menester que nos hagamos hostias con Él. Bien me doy cuenta de que esta vida de oblación es costosa y exige difíciles renuncias, pero recordemos que tampoco a Jesús le fue nada agradable el ser entregado en manos de sus enemigos, injuriado por los fariseos y clavado a una cruz. Aunque todo esto horrorizaba a su alma, lo aceptó por amor y, como hermosamente nos dice San Pablo, «aprendió por sus padecimientos la obediencia»: Didicit ex his quæ passus est obedientiam (Hebr., V, 8).

    Después del misterio de la Trinidad, el dogma fundamental del cristianismo que debe nutrir y animar toda la vida espiritual del sacerdote es el misterio de un Dios que se hace hombre para rescatar por su obediencia a la humanidad y conducirla al seno del Padre.

    Cuando celebráis la Misa, dirigid una mirada de conjunto a la jornada que os espera y aceptad por anticipado el cumplimiento exacto de todos vuestros deberes. Decid al Señor: «Vos, oh Jesús, me habéis amado y os habéis entregado por mí»: Dilexit me et tradidit semetipsum pro me (Gal., II, 20); pues yo, a mi vez, «lo entrego todo y me entrego todo cuanto soy por Vos»: Libentissime impendam et superimpendar pro te (II Cor., XII, 15).

    Para el sacerdote, esta es la manera más práctica y la que está más en armonía con su vocación y su ministerio, para conservar siempre su alma abierta al influjo santificador de la gracia.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

OCTAVA MEDITACIÓN

 

LA VIRTUD DE LA RELIGIÓN

 

    No hay en el seno de la Iglesia práctica alguna de virtud que no se derive de la gracia de Jesucristo. Él es el modelo, la causa meritoria y la fuente viva de toda perfección espiritual. La santidad que tienen los miembros les viene de la plenitud de gracia de su cabeza: De plenitudine ejus omnes nos accepimus (Jo., I, 16). Todas las virtudes de Jesús: su amor al Padre, su entrega a los hombres, su obediencia, su castidad, su paciencia se perpetúan en las distintas vocaciones generales y particulares que florecen en la Iglesia y en el corazón de los discípulos que tratan de imitar a su divino Maestro.

    Esta admirable variedad de gracias viste de hermosura al Cuerpo Místico. La Esposa del Salvador, dice la Escritura, «está ataviada como una reina»: Astitit regina a dextris tuis in vestito deaurato circumdata varietate (Ps., 44, 10). La vestis deaurata de la Esposa simboliza la gracia santificante que se extiende por toda la Iglesia; la variedad de los atavíos son las diferentes virtudes que emanan de Jesús y brillan en sus miembros. La santidad de Jesús permanece siempre viva en su Cuerpo Místico.

    Detengámonos a considerar una de las virtudes que impregnó, a lo largo de su vida, todas y cada una de las acciones de Jesús: la religión del Padre.

    Todo ministro de Cristo debe tener siempre esta disposición de espíritu, porque, en virtud de su ordenación, ha sido consagrado, como Jesús, «a las cosas que conciernen al Padre» (Lc.,II, 49), a los intereses del reino celestial entre los hombres. Esta orientación religiosa debe dejar la impronta de su gracia interior en cada uno de sus movimientos, santificando su vida y haciendo que sea realmente sacerdotal.

    Todo cristiano, y especialmente el sacerdote, debe practicar la religión sobrenaturalmente. No es que desconozcamos el valor moral de la virtud de la religión. Sabemos que fundamentalmente es fruto de la recta razón y de la ley natural; pero también es cierto que solamente a la luz de la fe es como el hombre llega a tener un perfecto conocimiento de la soberanía de Dios, de la inmensidad de sus beneficios y de la obligación que tiene de rendirle homenaje. Por eso es verdad que la virtud de la religión encuentra su más sólido apoyo en la fe.

    Además, la caridad debe ser el principio dominante en el culto que el cristiano tributa a Dios. Ella es la reina de las virtudes y la que estimula e inspira todas sus actividades. En el alma bendita de Jesús, el amor ocupaba la primacía, como nos lo reveló Él mismo en el momento de ofrecer el acto religioso por excelencia, el sacrificio de la cruz: Ut cognoscat mundus quia diligo Patrem… sic facio (Jo., XIV, 31).

    Lo mismo debiera decirse de nosotros. De la misma suerte que la gracia se injerta en la naturaleza, la santifica y prevalece sobre ella, así también la caridad domina todo el ejercicio de la virtud de la religión y ennoblece y sobrenaturaliza todos sus actos, sin menoscabo de su carácter particular. El predominio de las virtudes teologales es esencial en la vida cristiana.

 

1.- La virtud de la religión en la economía cristiana

   Cuando Moisés preguntó a Yahvé cuál era su nombre, el Señor le respondió: Ego sum qui sum (Exod., III, 14). La esencia de Dios consiste en que tiene en sí mismo la razón de su existencia. Nosotros, por el contrario, no existimos sino por Él: In ipso… movemur et sumus (Act., XVII, 28). Como criaturas que somos, dependemos de Él absolutamente: Manus tuæ fecerunt me et plasmaverunt me (Ps., 119, 73). El es nuestro Dueño y Señor. La virtud de la religión nos induce a postrarnos ante su infinita majestad para decirle: «Vos lo sois todo, oh Dios mío, al paso que yo no soy nada».

    La religión no debe ser en nosotros un movimiento pasajero, sino una disposición que esté anclada en el fondo del alma; es decir, una virtud que «incline al hombre a reconocer por actos de culto los derechos de Dios como primer principio y último fin de todas las cosas».

    La verdadera noción de la virtud de la religión envuelve una idea de rectitud y de lealtad para con Dios. Por lo mismo que conocemos la trascendencia absoluta del Creador, aceptamos nuestra dependencia y la proclamamos humillándonos ante Él.

    Aunque la virtud de la religión tiene por fin establecer las relaciones que unen al hombre con Dios, no es con todo una virtud teologal, ya que su objeto no lo constituye el mismo Dios. Es una virtud moral que nos induce a rendir el debido homenaje al Señor, pero no por un motivo formal de amor o de complacencia en su bondad, sino porque estamos obligados a someternos enteramente a Él. Al practicar esta virtud, el hombre cumple un deber de estricta justicia, que es un imperativo de su misma naturaleza. El sentimiento de honradez que nos impulsa a satisfacer a Dios la deuda de justicia que para con Él tenemos, será siempre uno de los motivos más legítimos de nuestra conducta.

    Veamos cómo la Iglesia proclama todos los días esta verdad. En nuestra liturgia, que es tan sobria, está medido el significado de todas y cada una de las palabras que se emplean. ¿En qué motivo insiste la Iglesia, al principio del Prefacio, para inducirnos a proclamar el agradecimiento que debemos a Dios? En «la lealtad, la justicia y la equidad» de este acto religioso: Vere dignum, justum, æquum… nos tibi semper et ubique… Sea cual sea la solemnidad que se celebre, siempre es la misma la razón fundamental que invoca la Iglesia para estimular el agradecimiento de nuestra alma.

    Observad al mismo tiempo la expresión que se emplea en el ordinario de la Misa para designar la actitud que debemos adoptar ante el Señor. La Iglesia la llama «servicio»: Hanc igitur oblationem servitutis nostræ…, y más adelante: Placeat tibi, sancta Trinitas, obsequium servitutis. Somos siervos de Dios. Me replicaréis que también somos sus hijos. Pero os diré que el hecho de nuestra adopción no impide que sigamos siendo lo que somos por naturaleza: siervos.

    Todo hombre, y más el sacerdote, debe mantener en su alma la íntima resolución de entregarse con generosidad al cumplimiento de aquellas prácticas que tienen por fin el rendir homenaje a Dios. A esta voluntad que está pronta para cumplir con los deberes del culto, Santo Tomás la llama «devoción»: Voluntas quædam prompte tradendi se ad ea quæ pertinent ad Dei famulatum… ad opera divini cultus [Sum. Theol., II-II, q. 82, a. 1].

    El amor de Dios dispone maravillosamente a los cristianos, hijos adoptivos, para practicar esta «devoción», es decir, para entregarse con fervor al servicio de Dios.

 

    ¿Cuáles son los actos por los que se practica la virtud de la religión?

    El más fundamental de todos es la adoración, que consiste en la completa humillación del hombre que reconoce su nada ante la soberana majestad de Dios. Adorar es mirar a Dios y anonadarse en su presencia.

    La ofrenda del sacrificio es, por excelencia, el acto público y social de adoración, porque la inmolación o la destrucción de una cosa sensible, hecha en homenaje a Dios, es el reconocimiento del dominio supremo que tiene el Señor sobre los seres, sobre la vida y sobre la muerte. Por su misma significación y por la intención que lo anima, esta acto es esencialmente latréutico, o lo que es lo mismo, adorador y sólo a Dios se le tributa.

    El elemento exterior del sacrificio tiene un valor simbólico. Como dice San Agustín, es un signo sensible que expresa los sentimientos íntimos del corazón del hombre cuando rinde culto a Dios: Sacrificium visibile, invisibilis sacrificii sacramentum [De civitate Dei, X, 5. P. L., 41, col.282]. El elemento espiritual e interior constituirá siempre la parte más importante de la ofrenda del sacrificio y de todo acto inspirado por la virtud de la religión. En la emisión de los votos, en la prestación de un juramento, en toda alabanza y oración vocal, las palabras y los gestos empleados tienen por objeto manifestar externamente los pensamientos y las intenciones religiosas del alma. Si no existiera acuerdo entre las palabras y los pensamientos, los actos externos no pasarían de ser una ficción desprovista de todo sentido y valor.

    Para que podamos comprender mejor aún la capital importancia que tiene la virtud de la religión en la vida espiritual, debemos hacer observar que es misión suya la de ordenar todas las obras buenas del hombre –cualquiera que sea la virtud particular de la que inmediatamente dependen– para que rindan al Señor el homenaje del culto que le es debido. Por eso escribió el Apóstol Santiago: «La religión pura e inmaculada ante Dios Padre es visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones y conservarse sin mancha en este mundo» (Jac., I, 27). De la misma suerte, la guarda fiel de la castidad, el cumplimiento de los deberes de estado y cualquiera otra práctica virtuosa se convierten en verdaderos actos de culto, si la virtud de la religión nos induce a ofrendarlos a Dios.

    En el Antiguo Testamento, como sabéis, el temor constituía el principal fundamento de la virtud de la religión. Solamente una vez al año, y después de haberse purificado con múltiples abluciones, entraba el sumo sacerdote en el santuario y pronunciaba, sobrecogido de temor, el nombre de Dios. Era la religión de los siervos.

    Pero Jesucristo nos ha concedido que seamos por gracia lo que Él es por naturaleza: hijos. Nuestro Creador se ha dignado adoptar como hijos a los que éramos sus siervos. Esta es la maravilla de las maravillas. La práctica de la virtud de la religión que exige el más profundo respeto para con Dios se une en nuestra alma a las confiadas expresiones del amor filial.

    Lo que distingue a las dos Alianzas es el predominio del amor que impera en la Alianza que Cristo selló con su sangre. Aún conservando su carácter propio, en el alma del cristiano la virtud de la religión es elevada por la caridad sobrenatural, con lo que adquiere una nueva excelencia: el valor que le añade el amor.

    ¡Qué felicidad supone para nosotros saber que Dios, que es nuestro Dueño y Señor, es también con toda verdad nuestro Padre! Como tal, merece a un tiempo nuestro más profundo respeto y nuestro más encendido amor.

 

2.- La religión de Jesús

    Al encarnarse, el Verbo, que continúa siendo Dios, se hace criatura y comienza a tributar al Padre una gloria enteramente nueva. En su naturaleza divina, in forma Dei (Philip., II, 6), el Verbo, que es el esplendor y la gloria del Padre, se refiere enteramente a Él; en su naturaleza humana, in forma servi (Ibid., II, 7), su alma se sentía arrebatada por el movimiento de alabanza que es propio de la segunda persona divina. La vida del Verbo se refiere totalmente al Padre, est tota ad Patrem. De la misma suerte, la vida humana de Jesús está enteramente consagrada a Él: Ego vivo propter Patrem (Jo., VI, 58). El Salvador se sirvió de todas sus humillaciones para rendir culto al Padre, practicando así de una manera eminente la virtud de la religión.

    Como bien podéis comprender, Jesús, en cuanto Verbo, no puede humillarse ante la majestad del Padre, sino que la glorifica como su igual: «Yo y el Padre somos una sola cosa» (Jo., X, 30). Pero en cuanto hombre, dirá: «El Padre es mayor que Yo» (Ibid., XIV, 28). Y para glorificar al Padre en nombre de la humanidad pecadora, no solamente podrá adorar, sino también expiar, sufrir, ser inmolado y ofrecido en sacrificio.

   

    El espíritu de religión del Hijo de Dios es incomparable.

    Su primera característica y su primera excelencia es la de ser eminentemente sacerdotal.

    En cada una de sus acciones, el Salvador tenía conciencia de ser «el Sacerdote universal de la gloria del Padre», catholicum Patris sacerdotem, según la acertada expresión de Tertuliano[Adversus Marcionem, IV, 9, P. L., 2, col. 406]. Cristo fue elevado a esta dignidad en virtud de su encarnación. Al decir: «Yo glorifico a mi Padre»: Ego glorifico Patrem (Jo., VIII, 49), quería darnos a entender que lo hacía en su calidad de sacerdote que tenía la misión de rescatar al mundo por medio del sacrificio de la cruz. La oblación de esta inmolación sagrada constituía el supremo homenaje de religión.

    Pero la redención no era a los ojos de Jesús una obra exclusivamente suya, sino que la estimaba como la realización temporal de un designio de la misericordia eterna que había sido concebido y decretado en el cielo. Cristo se reconocía a sí mismo como Sacerdote de la Nueva Alianza y acataba la voluntad del Padre dando exacto cumplimiento al programa que desde toda la eternidad había sido trazado por el consejo divino. Este es, sin duda, el sentido de aquellas palabras de Jesús: «Yo he bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió» (Jo., VI, 38), y de aquellas otras: «¿El cáliz que me dio mi Padre, no lo he de beber? (Ibid., XVIII, 11).

    Esta sumisión absoluta de Cristo a la voluntad del Padre hizo que toda su existencia fuera un incomparable homenaje de religión, según lo testificó Él mismo en la oración sacerdotal después de la Cena: «Yo te he glorificado sobre la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste»: Ego te clarificavi… Opus consummavi quod dedisti mihi ut faciam (Jo., XVII, 4).

 

    Otra de las características de la religión de Jesús consiste en que se derivaba de la visión intuitiva que gozaba su alma.

    Jesús conocía el abismo de la santidad divina y sabía por lo mismo hasta qué punto están los hombres obligados a tributar a Dios el honor y el culto debido. «Padre justo, si el mundo no te ha conocido, Yo te conocí» (Jo., XVII, 25). «Yo le conozco, porque procedo de Él» (Ibid., VII, 29).

    Esta contemplación íntima producía en nuestro divino Maestro una incesante necesidad de anonadarse ante la majestad divina. La actividad de su espíritu consistía principalmente en una inefable adoración. «El que me envió está conmigo» (Ibid., VIII, 29). Tales eran los sentimientos de Jesús. Y este permanente contacto con la divinidad no solamente mantenía su alma en una actitud de profunda humildad, sino que excitaba también en ella la sed de sacrificarse por todos y cada uno de nosotros. Como es fácil de comprender, toda la religión de Jesús tenía su origen en esta mirada interior, que le prestaba una elevación incomparable.

 

    El don de sí mismo nos descubre una nueva excelencia de la religión de Jesús.

    Para que el ejercicio de esta virtud sea perfecto, es menester que, al rendir culto a Dios, nuestra oblación sea total. Por eso Jesús, que había hecho la ofrenda total de sí mismo, consagró al Padre todos los pasos de su vida. «Yo no busco mi gloria, sino la de Aquél que me envió» (Jo., VIII, 50). De acuerdo con el plan divino, toda la existencia de Jesús, desde el taller de Nazaret hasta la última cena, estuvo consagrada a reinvindicar entre los hombres el culto y el amor del Padre. La hora de su sacrificio fue también, sin duda, la de su inmolación suprema; pero, mientras esperaba la llegada de «su hora», Jesús se había ofrecido ya a su Padre como hostia y oblación. Como veis, la religión era el motivo que inspiraba todos los actos de su vida.

 

    Añadid a esto que el corazón de Cristo era un horno ardiente de caridad. Si suspiraba porque «el nombre del Padre sea santificado, porque venga su reino, porque su voluntad se cumpla así en la tierra como en el cielo», ello era, sin duda, debido a que esta glorificación, que en estricta justicia se le debía al Padre, Él la deseaba impulsado por un movimiento de intenso amor de la bondad infinita.

    En el armonioso conjunto de las actividades interiores de Jesús, la caridad ejercía un evidente predominio, y debido a ello, la virtud de la religión alcanzó en Jesús su más cumplida perfección.

    Al leer la Sagrada Escritura, nos damos perfecta cuenta de que este afán de dar al Padre el culto que le pertenece se manifiesta claramente en cada una de las etapas de la vida de Cristo. Como lo hemos visto, ya en el momento mismo de su encarnación, el primer movimiento de su alma fue aquel acto sublime de religión, por el que hizo a Dios la oblación total de su vida (Hebr., X, 5-7).

    La primera palabra que recogen los Evangelios de sus labios infantiles nos habla de la consagración de su vida a la obra y a los derechos del Padre: «¿No sabíais que conviene que me ocupe en las cosas de mi Padre?»: In his quæ Patris mei sunt oportet me esse (Lc., II, 49). Durante todo el tiempo de su vida oculta, siempre estuvo animado por el mismo espíritu de buscar en todo la gloria del Padre. Entonces, como más tarde, en cada momento de su vida se consagró de lleno al cumplimiento de su santísima voluntad: Quæ placita sunt ei, facio semper (Jo., VIII, 29).

    Durante sus coloquios íntimos con Dios, Jesús practicó la virtud de la religión con una perfección extraordinaria. «El Padre, nos dice Jesús, busca adoradores que lo sean en espíritu y en verdad»: In spiritu et veritate (Jo., IV, 23). Y Él es el primero y el más excelente de todos. ¿Quién será nunca capaz de adivinar el misterio de las conversaciones del Salvador cuando pasó cuarenta días dedicado a la oración en el desierto, o cuando se retiraba al monte para pasar toda la noche abismado en la plegaria?: Erat pernoctans in oratione Dei (Lc., VI, 12). La adoración era un movimiento que le brotaba del hondón de su alma.

    Lo mismo en sus predicaciones en las orillas del lago que en la montaña de las bienaventuranzas o en el templo, lo mismo cuando sanaba a los enfermos que cuando confundía a los fariseos, Jesús manifestaba abiertamente que tenía la íntima persuasión de que era Hijo de Dios. Él ha venido a este mundo a enseñar a los hombres a glorificar al Padre y a reconocer su soberanía. Si quiere que «se dé al César lo que es del César», es con el fin de reivindicar con mayor energía los derechos del Altísimo: «Dad a Dios lo que pertenece a Dios» (Mc., XII, 17).

    Si la oblación del sacrificio de la cruz señaló el momento supremo de la vida de Jesús, marcó también la cumbre y el apogeo de su religión. Como Sacerdote de la Nueva Alianza, como Cordero de Dios que carga con los pecados del mundo para hacerse su víctima, sus disposiciones interiores eran «divinamente inspiradas»: Per Spiritum Sanctum semetipsum obtulit immaculatum Deo (Hebr., IX, 14). Su inmolación fue el homenaje más perfecto y el acto de culto más sublime que podrá nunca tributarse a Dios.

    Jamás perdáis de vista que este mismo acto sublime de religión se perpetúa en cada Misa, cuando presentáis a Dios la hostia santa, hostiam puram, hostiam sanctam, hostiam immaculatam. Y que en ella, como en la cruz, Jesús no está solo al hacer su oblación, porque se le une la Iglesia: «Ella es su cuerpo y su plenitud»: Est corpus et plenitudo ejus (Eph., I, 23). Como cabeza del Cuerpo Místico, Jesús nos tiene unidos consigo, y nos hace participar de su inefable religión para con el Padre.

    Es cierto que ahora nuestro Salvador está en el cielo, in gloria Dei Patris. ¡Sea Dios bendito por siempre! Jesús «ha entrado en la gloria» que le pertenece. Pero, sin embargo, su santa humanidad continúa por toda la eternidad en una actitud de profunda adoración ante el acatamiento del Padre.

 

3.- El sacerdote perpetúa la religión de Jesucristo

    La sublime misión que tiene el sacerdote en este mundo consiste en perpetuar este homenaje de reverencia, de adoración y de alabanza, esta consagración de sí mismo a la obra del Padre que contemplamos en el alma de Jesús. Por eso, aún en las circunstancias más insignificantes, todas sus acciones deberán llevar el sello de su sacerdocio.

    Este hábito de vivir constantemente en la presencia de Dios con religioso respeto es de capital importancia en el ejercicio de las funciones sacerdotales. Porque, de esta manera, el sacerdote vive familiarmente con Dios. Si el Apóstol San Juan pudo recostarse sobre el corazón de Jesús, ¿por qué no va a poder hacerlo el sacerdote cuando celebra los sagrados misterios, si su alma esta penetrada de respetuoso amor?

    Pero, por el contrario, su corazón se entibia cuando desfallece la virtud de la religión. Y así ocurre que, cuando está en el altar, permanece distraído, sin luz y sin fervor. El cuarto de hora destinado a la acción de gracias le parece una eternidad, pues no encuentra nada que decir a Jesús. En sus relaciones con los fieles, su celo es apagado. Los que se acercan a él con la esperanza de caldear sus almas con su trato, vuelven desilusionados. ¿Cuál es la causa de todo esto? «La sal ha perdido su fuerza»: Sal evanuit (Mt., V, 13); la gracia de la ordenación está a punto de extinguirse: Lampades nostræ extinguuntur (Ibid., XXV, 8).

    Ya os lo he dicho: cuando falta el espíritu interior, las posturas y los gestos más sagrados pasan completamente desapercibidos y las prescripciones de las rúbricas corren el peligro de no ser otra cosa que mero formulismo.

    Amemos la verdad en todo: Veritatem facientes in caritate (Eph., IV, 15). Nuestra ordenación sacerdotal nos ha consagrado con un título especial a la práctica de la virtud de la religión. Precisamente para cumplir con este fin fue para lo que el carácter sacramental marcó nuestra alma con un sello indeleble: en lo más íntimo de nuestra alma está escrito con caracteres imborrables que estamos consagrados al culto de Dios. Tengamos la sinceridad y la lealtad de considerar lo que somos y de vivir nuestro sacerdocio practicando constantemente la virtud de la religión.

    Os recomiendo a este fin dos prácticas sencillísimas.

    Las virtudes morales se desarrollan en nosotros por medio de la repetición de los actos. El primer hábito que debéis adquirir es el de no empezar ninguna acción sin haberos recogido antes siquiera por un momento para pensar en el valor de lo que vais a realizar. Antes de que os sentéis al confesonario, o de que enseñéis el catecismo, o de que visitéis a un enfermo, deteneos a orar un momento y a considerar la influencia que tienen vuestras palabras y vuestras acciones para el bien eterno de las almas. Pedid al Espíritu Santo que ilumine vuestra inteligencia e inflame vuestra voluntad. Uníos a Cristo, ya que vosotros le reemplazáis en el apostolado con los hombres y sois el instrumento de que se vale para comunicarles la gracia y la salvación.

    Debéis renovar frecuentemente la intención de trabajar únicamente para la gloria de Dios y el bien de las almas, ya que constantemente nos acecha la rutina y es tan fácil que el amor propio se insinúe en nuestras almas disfrazado bajo diferentes pretextos. Basta un momento para hacer una oración jaculatoria o para dirigir una mirada al crucifijo, pero, a poco que nos recojamos, podremos apreciar mucho mejor el alcance divino de nuestros gestos.

    En segundo lugar, señalemos como objetivo de nuestra vida el mismo fin que se propuso el Padre con la obra de la redención: la gloria de su Hijo. El mismo Jesús nos manifiesta cuál fue «el gran designio de Dios»: Hoc est opus Dei, ut credatis in eum quem misit ille (Jo., VI, 29). Quiere el Padre que nuestra vida se consagre a creer en su Hijo, a venerarle, a adorarle como a Él mismo, «para que todos honren al Hijo como honran al Padre» (Jo., V, 23)…, y que «toda lengua confiese que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre» (Philip., II, 11).

    ¿No es este, acaso, el más bello ideal para estimular nuestro esfuerzo de cada día?

   

    En el mismo ejercicio de vuestro sacerdocio, debéis tener una fe viva en el misterio de la gracia que Cristo realiza en las almas por vuestro medio, ya que vosotros obráis in persona Christi. Recordadlo siempre que bauticéis, o administréis la extremaunción, o recibáis el mutuo consentimiento de los esposos; este pensamiento hará que se conserve en vosotros el espíritu de religión. Pero aún es más necesario en la administración de la penitencia, porque en este sacramento el corazón de Jesús acoge, por vuestra mediación, al pecador arrepentido y le abre los tesoros de su misericordia.

    Pero en el altar es donde principalmente debéis compartir los designios que tiene el Padre de glorificar a su Hijo. En la Eucaristía, Jesús se oculta a nuestras miradas; pero si el corazón del sacerdote está penetrado de la virtud de la religión, ¿no es cierto que manifestará al Señor que está oculto bajo las sagradas especies el mismo respeto que si le viera con sus propios ojos?... Si os fuera dado contemplarlo en toda la majestad de su gloria, como lo ven los ángeles y los santos, ¿no caeríais postrados a sus pies?

    Mirad a la Iglesia. ¿Cuál es la actitud que la Esposa de Cristo exige de los ministros de la Eucaristía? La más profunda veneración: Tantum ergo sacramentum veneremur cernui. Si la Iglesia nos manda que ofrezcamos a Dios los homenajes que le son debidos, ¿qué derechos no tendrá Jesucristo, el Hijo de Dios, a nuestra adoración y a nuestra gratitud? ¿No es, acaso, Él nuestro Salvador, el Jesús de la última cena, de la pasión, de la resurrección, el supremo Sacerdote de quien se deriva nuestro sacerdocio? Y no olvidemos que su humanidad es inseparable del Verbo. El Verbo, engendrado por el Padre desde toda la eternidad, es consustancial a su Padre y no le abandona jamás. Y el Espíritu Santo, que procede del mutuo amor del Padre y del Hijo, los une con una nueva lazada de amor. De esta suerte, toda la Trinidad está presente en la santa hostia.

    La verdadera actitud que debe adoptar el hombre ante el divino sacramento es la de profunda adoración. Este religioso homenaje es la condición necesaria para que Dios nos comunique sus gracias en la Eucaristía.

    Por eso, la Iglesia pone constantemente en nuestros labios esta oración: «Oh Dios…, te pedimos nos concedas venerar de tal modo los sagrados misterios de tu Cuerpo y Sangre, que sintamos continuamente en nuestras almas el fruto de tu redención».

    Fuera de la santa Misa, la virtud de la religión nos impulsa también a venerar a Cristo en el silencio del tabernáculo: «Os adoro devotamente, oh Dios escondido… Mi corazón se os somete enteramente…»: Adoro te devote, latens Deitas… Tibi se cor meum totum subjicit. Jesús vive allí, en medio de nosotros, en toda la plenitud de su poder divino, como en otro tiempo, cuando sanaba a los enfermos y resucitaba a Lázaro. Él está allí, como Hostia viva y vivificante, lleno de la virtud y de las gracias de sus misterios, y principalmente de los misterios de su muerte y de su resurrección. Él nos espera, con toda la inmensidad de su amor, deseoso de comunicarnos sus dones y de introducirnos en el seno de su amistad. No han cambiado en lo más mínimo los sentimientos de misericordiosa bondad para con los hombres que Jesús manifestó en otro tiempo. Creamos firmemente que, bajo las especies sacramentales, Jesús nos ama con el mismo amor que en la Cena, cuando pronunció estas augustas palabras: «Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer»: Desiderio desideravi… (Lc.,XXII, 15).

    Por lo que hace al porte exterior del sacerdote, la virtud de la religión tiende a imprimir en él un carácter de dignidad.

    Así lo recomienda el Concilio de Trento: «Conviene que los clérigos, que han sido llamados a consagrarse enteramente al Señor, ajusten su conducta de tal manera, que siempre se muestren graves, moderados y llenos del espíritu de religión en su porte, en sus modales, en sus gestos, en su modo de andar, en sus conversaciones y en todo cuanto hagan» [Sess. XXII,De reformatione, I]. Todo esto debemos hacerlo sin afectación y con sinceridad.

    En sus miradas, el sacerdote debe evitar toda curiosidad indiscreta. En sus conversaciones, debe comportarse de tal manera, que la elevación y la caridad de su alma ejerzan en derredor suyo una estimulante y bienhechora influencia aún sobre los indiferentes y los incrédulos.

    Cuando celebramos la santa Misa, observemos cuidadosamente las rúbricas, que son las reglas de urbanidad o de etiqueta que impone la Esposa de Cristo en el trato con el Rey de reyes. Mientras celebramos estos misterios, cuya grandeza nos sobrecoge, debemos conformar nuestra conducta a las directivas de la Iglesia. El que obedece a las rúbricas, aún a aquellas que prescriben una simple inclinación, guiado por el respeto que merece el carácter sagrado de los ritos, realiza un acto consciente de religión.

    La fidelidad en el cumplimiento de este deber aumenta el fervor del sacerdote y le preserva del peligro tan frecuente de la precipitación. La excesiva rapidez en las ceremonias y en la pronunciación de las palabras constituye un serio obstáculo para la piedad del sacerdote. Cuando dobláis vuestra rodilla, acordaos de adorar sinceramente al Salvador. Cuando trazáis la señal de la cruz sobre la oblata, y sobre todo cuando la hacéis sobre el cuerpo del Señor, practicad esta ceremonia con profundo respeto. Porque sucede, a veces, que las actitudes que adoptan algunos ministros en el altar nos inclinan a pensar que no tienen espíritu de fe. Por el contrario, cuando las preces litúrgicas se recitan con el debido recogimiento, pero sin excesiva lentitud, cuando el sacerdote guarda la debida reverencia a la santa Eucaristía, este mismo hecho constituye una predicación mucho más eficaz que el sermón más elocuente.

    Y lo mismo podemos decir de las demás funciones litúrgicas. Así, por ejemplo, cuando el sacerdote oficia en un funeral, su porte debería revestir tal dignidad y gravedad, que llevara al ánimo de los asistentes la convicción de que tiene una fe viva en el alcance sobrenatural de los ritos que ejecuta y de las fórmulas que pronuncia.

    Cuidemos escrupulosamente del copón y del sagrario, y tengamos la ilusión de conservar siempre limpios los lugares sagrados. Nunca se dará Jesús por ofendido, por muy pobre que sea una iglesia: Belén, Nazaret y la cruz lo eran mucho más. Pero la pobreza no está reñida con la limpieza y no hay razón alguna que justifique la suciedad. Dios no puede en forma alguna aprobar esta falta de respeto a su Hijo que en la Eucaristía continúa entregándose a los hombres.

    No quiero con esto decir que hay que observar todas y cada una de las rúbricas con una meticulosidad excesivamente escrupulosa. Cuando tengáis una duda, consultad a un sacerdote, a un amigo prudente. Y si algún compañero se toma la libertad de señalaros alguna equivocación o algún olvido que ha observado al veros celebrar la Misa, aceptad de buena gana la advertencia y, si comprendéis que es justa, tenedla en cuenta para lo sucesivo. Mostrad así mismo vuestro agradecimiento a toda invitación que os hagan para todo lo que tenga por fin adiestraros mejor en el cumplimiento de vuestros deberes litúrgicos. Esta gratitud será una señal inequívoca de que la virtud de la religión se mantiene viva en vosotros.

    San Juan Crisóstomo [De sacerdotio, III, 4. P. G., 48, col. 642.] recurre a una comparación para sugerir a los sacerdotes el religioso respeto con que deben comportarse en sus funciones sagradas. Evocando un episodio de la Antigua Alianza, trae a la memoria el recuerdo del profeta Elías en el momento de ofrecer el sacrificio. Puesto en pie, ante el altar cubierto de víctimas, el sacerdote ruega a Dios que haga bajar fuego del cielo para que las consuma y para dar a entender de esta manera que la oblación le es agradable. Todo el pueblo, prosternado e inmóvil, está a la expectativa. Y de pronto, al conjuro de la voz del profeta, el fuego baja de las nubes… «Estas cosas, continúa el santo, nos llenan de asombro y nos maravillan; pero pasemos ahora a considerar lo que al presente se realiza en nuestros altares. No son solamente cosas sorprendentes lo que contemplaremos, sino algo que sobrepasa toda admiración. El sacerdote está en pie ante el altar. No lleva consigo fuego, sino al Espíritu Santo. Durante un buen rato prosigue su oración, pero no para que baje fuego del cielo y consuma las víctimas preparadas, sino para que la gracia divina se derrame sobre el sacrificio, y de esta suerte abrase a las almas».

 

 

NOVENA MEDITACIÓN

 

EL MAYOR DE LOS MANDAMIENTOS

 

    El día de nuestra ordenación, la Iglesia nos confió el cáliz destinado a contener la sangre purísima de nuestro amado Salvador. Y a cambio de esta prerrogativa, nos exigió el sacrificio de mantenernos durante toda nuestra vida en una soledad virginal.

    Para corresponder con fidelidad a nuestra abnegada misión, se requiere un gran amor de Dios.

    Nuestro corazón está hecho para amar. Y es tan imperiosa la necesidad que experimentamos de amar, que no podemos vivir sin satisfacerla. La fuerza del amor eleva nuestra pobre naturaleza hasta el punto de que nos hace sobreponernos al fastidio, al sufrimiento e incluso a la muerte: Aquæ multæ non potuerunt extinguere caritatem (Cant., VIII, 7). Cuanto más rica y capaz de grandes empresas es una naturaleza, más imperiosamente experimenta la necesidad de un amor superior. Si nuestra alma no se consagra generosamente al amor de Dios, se sentirá inevitablemente atraída por las criaturas.

    Convenzámonos de que nada hay en este mundo tan bello, tan poderoso y tan magnánimo como un corazón sacerdotal que esté humilde y plenamente consagrado al amor de Dios. Y hay muchos que así lo están. Pero nada hay más deplorable que el corazón de un sacerdote que cifre todas sus complacencias en el amor ilegítimo de las criaturas. Si el día de nuestra ordenación consagramos nuestros corazones a Dios, no tenemos derecho a profanar nuestro amor, derrochándolo de mala manera.

    Hace falta una gran virtud para mantenerse a la altura que exige nuestra vocación. Y para conseguirlo, debemos procurar entablar una amistad sincera con nuestro divino Maestro, en la seguridad de que, si le somos fieles, Él será nuestro mejor amigo. Nuestros defectos no constituyen un obstáculo para ello, ya que, como es verdadero amigo, no nos retirará su amistad porque conozca nuestros defectos, si le consta que los lamentamos y solicitamos su ayuda para combatirlos.

    Es propio de la amistad establecer el acuerdo entre los corazones: hacerlos concordes. Esto es lo que nos demanda el Señor: que unamos nuestros corazones con el suyo con el vínculo del amor. Si nosotros los sacerdotes rechazamos esta intimidad con el Señor, cometeremos una infidelidad que dejará siempre un gran vacío en nuestra alma.

 

1.- Origen sacramental de la caridad

    La espiritualidad cristiana, aún en grados más elevados, consiste en el desarrollo de los dones divinos que hemos recibido en el bautismo. Y no os debe causar enojo el que os lo repita tantas veces, porque esta doctrina es de capital importancia.

    En virtud de este sacramento, se establece una misteriosa pero real comunión entre la muerte y la resurrección de Cristo y el alma del bautizado. En ésta se opera una muerte y una resurrección espirituales, porque la gracia propia de este sacramento no solamente nos purifica del pecado original, sino que, al mismo tiempo, engendra en nosotros una disposición para morir a todo afecto mundano que sea desarreglado, a todo lo humano que pueda en nosotros oponerse a lo divino.

    La muerte al pecado no es un fin que se pretende exclusivamente y por sí misma, sino que es la condición indispensable para el completo desarrollo de la nueva vida en Cristo: Viventes autem Deo in Christo Jesu (Rom., VI, 11). El Apóstol la define con estas palabras: «Si fuisteis, pues, resucitados con Cristo, buscad las cosas de arriba…, no las de la tierra» (Col., III, 1-2).

    En el misterio de Cristo, que primero fue sepultado para salir luego triunfante de su sepulcro, tenemos un expresivo símbolo del doble aspecto de la gracia bautismal. Pero aún debemos ver algo más que un símbolo. A ejemplo del Apóstol, tengamos siempre una fe viva en la virtus resurrectionis. Al resucitar, Cristo adquirió toda la plenitud de su poder vivificador: Resurrexit propter justificationem nostram (Rom., IV, 25). Al ser glorificado en virtud de los méritos que adquirió por su muerte, se convirtió en la causa eficiente que produce incesantemente en su Cuerpo Místico todas las gracias de justificación y de santidad: Ego sum vitis vera…, vos palmites (Jo., XV, 1, 5).

    A juzgar por lo que sucede a muchos cristianos, pudiera creerse que la gracia del bautismo es una cosa inerte e inoperante; pero lo cierto es que está dotada de un dinamismo maravilloso; pues, en virtud de su misma naturaleza, tiene poder para hacer que el alma se ajuste a la voluntad de Dios, para orientarla a la consecución de su fin sobrenatural y para impulsarla a vivir una vida que esté enteramente dominada por el amor. Es cierto que todo esto no lo realiza de un golpe, ni sin el concurso del hombre; pero también es verdad que el hábito de la caridad, que se infunde en el alma del que se bautiza juntamente con la fe y la esperanza, nos hace capaces de amar a Dios sobre todas las cosas y de ordenar todas nuestras acciones según el espíritu del Evangelio.

    Como veis, la centella de amor que arde en nuestras almas no es fruto de nuestras predisposiciones naturales. Pensar tal cosa, sería olvidar que la caridad forma parte de los dones sobrenaturales que Dios concede a sus hijos adoptivos.

    Tengamos siempre presente que la caridad viene de Dios y nos hace semejantes a Él. Deus caritas est (I Jo., IV, 8): «Dios es caridad». El Padre engendra a su Verbo y le ama. El Hijo, a su vez, contempla al Padre con un amor igualmente infinito, y de esta mutua dilección procede el Espíritu Santo. El ejercicio de la caridad hace que nuestra vida aquí abajo se convierta en un reflejo cada vez más perfecto de la vida divina. «El amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo, que nos ha sido dado»: Caritas Dei diffusa est in cordibus nostris per Spiritum Sanctum qui datus est nobis (Rom., V, 5).

    Por lo mismo que nuestra vida sacerdotal debe estar enteramente consagrada a la gloria de Dios y al bien de las almas, nuestro corazón debe ser el foco de un amor inmenso, que nos tenga a cubierto de los vaivenes de las solicitaciones de nuestra sensibilidad. Si excluimos la acción propia de los sacramentos, no lograremos ejercer influencia alguna sobre las almas sino en cuanto las amamos sobrenaturalmente. Y es que, ¿cómo podremos comunicar a Dios a los demás, si no estamos nosotros mismos unidos a lo que constituye la esencia misma de Dios, es decir, al Amor?

    Es necesario, pues, que nuestra caridad se derive de esta fuente divina y que sea sobrenatural, viril, ilustrada, fundada en la fe y en la Escritura y esté dotada de su misma solidez.

 

2.- Sobreeminencia de la caridad

    Para llegar a una mejor comprensión del papel que juega el amor de Dios, vamos a estudiar cuál es el lugar que por derecho propio le corresponde a la virtud de la caridad en el edificio de la perfección cristiana y sacerdotal.

    Como sabéis, la virtud teologal de la caridad tiene por objeto la bondad suprema e infinita que subsiste en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo. Esta caridad es la que en el cielo embarga de felicidad a los ángeles y a los santos. Mientras vivimos en esta vida, debemos tender hacia ella, amándola por sí misma por encima de todas las cosas, sin límite ni medida. Esta caridad se revela y se comunica a los fieles por medio de Jesucristo, ya que, en su calidad de cabeza del Cuerpo Místico, es el único que puede facilitarnos el acceso al Padre. Entre todos los dones que se derivan de nuestra filiación adoptiva, este es el más excelente y dichoso.

    ¡Cómo debiéramos estimar estar prerrogativa de poder amar a Dios en calidad de hijos suyos!

    Contemplad a Jesús. Su vida interior estaba animada por un amor desbordante, cuyo primer y principal objeto lo constituía su Padre y luego, en el Él y por Él, todos los hombres. Como sabemos, el amor era el móvil de su religión y de su vida de obediencia. ¿No afirmó, acaso: «Yo hago siempre lo que es del agrado de mi Padre»? (Jo., VIII, 29). ¿Acaso su dolorosa pasión es otra cosa que el supremo testimonio que dio al mundo del amor que profesaba a su Padre?: Ut cognoscat mundus quia diligo Patrem (Ibid., XIV, 31).

    Nuestra misión consiste en imitar el ejemplo de Cristo, consagrándonos enteramente a la gloria del Padre.

    Por esta razón, Santo Tomás, en su tratado De perfectione vitæ spiritualis, dice que la santidad no consiste en la mortificación ni en la oración, sino en la caridad. Lo mismo dice San Francisco de Sales: «Cada uno tiene una idea distinta de la perfección: unos la hacen consistir en la austeridad de la vida, otros en la limosna, otros en la frecuencia de los sacramentos. Por lo que a mi respecta, no conozco otra perfección que la de amar a Dios de todo corazón y al prójimo como a sí mismo» [Hamon, Vie, VII, 5].

    ¿Cuál es la razón de esta dignidad tan eminente de que goza la caridad?

    Ante todo, el acto de la virtud de la caridad consiste en el mismo movimiento de la voluntad que tiende hacia Dios para complacerse en Él y por Él. En virtud de su misma naturaleza, este acto es esencialmente unitivo: Amor est vis unitiva [Pseudo-Dionysius, De divinis nominibus, IX]. Sólo por él se realiza la unión afectiva del alma con la Bondad infinita.

    Además, como la voluntad es la facultad soberana del hombre, tiene la hegemonía sobre las demás facultades y controla todos sus movimientos, hasta el punto de que se puede afirmar que toda nuestra actividad consciente y deliberada depende de sus órdenes. Cuando en el fervor de la caridad la voluntad se entrega a Dios, no solamente quiere unírsele ella misma, sino que quiere también someterle todo cuanto se encuentra bajo su imperio. Por eso se dice que la voluntad es la «forma» de todas las virtudes, ya que, gracias a su impulso, el ejercicio de las virtudes se convierte en un homenaje de amor y nos hace acreedores a la vida eterna.

    «El primero y el más importante de todos los preceptos es el de la caridad»: Diliges Dominum Deum tuum ex toto corde… Hoc est maximum et primum mandatum (Mt., XXII, 37-38). Por su consagración al amor, el sacerdote, lo mismo que Jesús, dedica todas sus energías, todos los movimientos de su espíritu y de su corazón a glorificar al Padre.

    La caridad goza, por lo tanto, de la eminente prerrogativa de elevar a Dios toda la actividad de las virtudes.

    Pero es interesante observar cómo por una maravillosa correlación, las demás virtudes teologales y aún las virtudes morales contribuyen al crecimiento y al dominio de la caridad en nuestras almas.

    Como quiera que de no mediar la acción represiva que ejercen las virtudes opuestas, los deseos carnales, el orgullo, la vanidad y las afecciones mundanas se bastarían para frenar el impulso y aún para aniquilar en muy poco tiempo la supremacía de la caridad, es de capital importancia que los hábitos de prudencia, de orden, de exactitud, de justicia, de castidad, de fortaleza, de paciencia y de perseverancia contribuyan al sostenimiento y al desarrollo del amor.

    Si somos conscientes de que hay en nuestro corazón algunos defectos y consentimos en que subsistan sin tratar de desarraigarlos, no nos ha de extrañar que nos hagan caer en innumerables faltas y que, en consecuencia, disminuyan y aún lleguen a extinguir completamente la irradiación de la caridad en nuestra vida.

 

    Sólo un consejo tengo que daros para que logréis aumentar vuestra caridad para con Dios. Y consiste en que os esforcéis con la debida serenidad en que todas y cada una de vuestras acciones las hagáis actualizando lo más posible y en su máxima pureza esta intención: Esto lo hago «para que el Nombre de Dios sea santificado». Si obráis de esta manera, dice el Apóstol, «vuestra conducta será digna del Señor, y le seréis gratos en todo, dando frutos de toda obra buena» (Col., I, 10).

Nos será mucho más fácil todavía percatarnos de la importancia capital de la caridad si recordamos algunas de las grandes verdades teológicas, cuyo conjunto constituye la doctrina esencial de la vida sobrenatural.

    La gracia santificante diviniza el alma y la hace deiforme por la inhabitación de la santísima Trinidad.

    La gracia santificante lleva aparejado consigo el cortejo de las virtudes teologales, que permiten que el cristiano obre de acuerdo con su elevación sobrenatural y establecen en el alma una comunión activa y filial con Dios. Las virtudes teologales hacen que el hombre adopte la actitud debida en presencia del Señor que se le revela (fe), que se le ofrece como objeto de su definitiva felicidad (esperanza) y que se le comunica como suprema Bondad, digna de ser amada por sí misma (caridad).

    Además, la caridad contiene en germen, de alguna manera, todas las virtudes morales infusas. «De la misma suerte, dice San Gregorio, que de la misma raíz proceden las distintas ramas del árbol, así también las diferentes virtudes nacen de la caridad»: Multæ virtutes ex una caritate generantur [Homil. 27 in Evang. P. L., 76, col. 1205].

    Juntamente con la caridad y las virtudes, Dios nos comunica los dones del Espíritu Santo, que son unas disposiciones permanentes que disponen al alma para que pueda responder con docilidad y presteza a las inspiraciones de lo alto.

    Todo este conjunto de gracias tiene su complemento en los frutos del Espíritu divino. Los frutos se manifiestan en el alma cuando los hábitos de la perfección han llegado a su madurez, y son la demostración de que ha llegado ya a su plenitud el desenvolvimiento armonioso y perfecto de las diferentes virtudes. Entre estos frutos, ocupan un lugar preeminente la paz y el gozo espiritual, la benignidad y la mansedumbre.

    Si atendemos a sus manifestaciones, hemos de reconocer que este desenvolvimiento sobrenatural es humano; pero si miramos a la fuente de donde procede, hemos de confesar que es divino. La acción interior de la gracia eleva la naturaleza y todas sus actividades. Por eso, hemos de ver siempre a Jesucristo en el origen de toda esta vida divina.

    En fin, el grado de caridad habitual que a lo largo de nuestra vida hayamos adquirido por nuestros méritos será el que en la hora de nuestra muerte señalará el grado de gloria que nos corresponderá en el cielo. Esta misma caridad, por la que amamos a Dios en el mundo, será la que obrará nuestra unión y nuestra felicidad eternas. Por eso, debemos poner todo nuestro empeño en que se conserve siempre en nuestro corazón, lo más vivo que sea posible, el fuego del amor.

    Cuando llegue el ocaso de la vida, uno de los pensamientos que más amargamente podrán afligir el alma de todo cristiano, y singularmente la del sacerdote, será el de haber sacado tan poco provecho de las riquezas sobrenaturales que siempre había tenido a su alcance.

 

3.- Doble forma de la caridad: afectiva y efectiva

    Pasemos ya a tratar del ejercicio mismo de la virtud de la caridad.

    Como bien lo sabéis, hay dos maneras distintas de expresar el amor: afectiva la una y efectiva la otra. Y lejos de excluirse, estas dos formas de manifestar el amor se ayudan y se complementan la una con la otra. La verdadera caridad, fuente de todos nuestros méritos, las incluye a ambas.

    En su aspecto afectivo, el amor es el primer movimiento del alma que se inclina hacia lo que constituye su bien.

    Cuando, por efecto de la fe, la suprema bondad divina se descubre al espíritu, la caridad que estaba latente se despierta para dirigirse a Dios, y el alma se abre enteramente al deseo de llegar a la unión con Él. Esta caridad sobrenatural es un germen que el bautismo depositó en la entraña misma del corazón del cristiano. En virtud de esta caridad, el hombre se complace en la bondad soberana, tiende hacia ella y desea agradarle. Todos estos movimientos interiores son otros tantos actos de amor afectivo.

   

    San Francisco de Sales, en su magistral Tratado del amor de Dios, insiste, principalmente, en tres de estos movimientos interiores: la complacencia en las divinas perfecciones, la decidida voluntad de alabar al Señor, de servirle y de trabajar por su mayor gloria y, en fin, el amor de conformidad, por el que aceptamos, mediante la perfecta entrega de todo cuanto somos, todo lo que Dios quiera y exija de nosotros.

    Estos actos son esencialmente desinteresados, ya que los realizamos sin esperar provecho ni ventaja alguna para nosotros, sino por pura amistad para con Dios: Caritas amicitia quædam est hominis ad Deum [Summa Theol., II-II, q. 23, a. 1], dice Santo Tomás. La fórmula del acto de caridad que nos da el catecismo, las primeras peticiones del Pater, el Prefacio de la Misa, la invocación Deus meus et omnia y tantas otras jaculatorias tomadas de los salmos o de otras partes nos suministran excelentes ejemplos de actos de caridad afectiva. Pero debéis tener en cuenta que, al amar a Dios por un impulso de pura caridad, podemos y debemos al mismo tiempo aspirar a Él por la esperanza teologal, en cuanto que Dios es nuestro sumo bien, que llena de felicidad y sacia completamente nuestra alma: Tunc me de te satiabis satietate mirifica [Misal, preparación a la Misa, sábado].

    En la práctica, debemos expresar a Dios tanto nuestro amor de benevolencia como nuestro amor de esperanza, ya que ambos sentimientos le son extremadamente agradables, y tanto el uno como el otro tienen la virtud de borrar nuestras faltas veniales, de mantenernos en la unión con Dios y de aumentar nuestros méritos. ¡Dichosa el alma que, en su recogimiento, siente que se despiertan en su seno estos profundos deseos de amor!

    Por grande que sea la utilidad de los actos de amor afectivo, es menester que vayan acompañados de actos de caridad efectiva. Solamente éstos pueden garantizar la sinceridad, la virtud y el valor de los movimientos y de las aspiraciones de nuestra alma. San Gregorio expresa esta verdad con un fórmula concisa y sorprendente: «La mejor prueba del amor consiste en el testimonio de nuestras obras»: Probatio dilectionis, exhibitio est operis [Homil. 30 in Evang. P. L., 76, col. 1220]. Al expresarse de esta manera, el gran doctor no es sino un eco del Evangelio: «Si alguno me ama, guardará mis mandamientos» (Jo., XIV, 23).

    Veamos ahora cuáles son los grados de esta caridad efectiva. El primero de todos consiste en el cumplimiento de la divina voluntad manifestada por los diez mandamientos. Así nos lo demanda el obispo el día de nuestra ordenación: Decalogum legis custodientes.

    Esta sumisión práctica es necesaria para entrar en el reino de los cielos. Sin ella, nada valen los sentimientos, las oraciones y las prácticas piadosas. El mismo Señor es quien lo ha declarado formalmente: «No todo el que dice: ¡Señor, Señor!, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre, que está en los cielos» (Mt., VII, 21). Y esta voluntad encuentra su expresión más auténtica en los diez mandamientos.

    ¿Creéis, acaso, que es inútil recordaros una verdad tan elemental? No tenéis más que abrir el Evangelio para convenceros de lo contrario. Los fariseos guardaban casi todas las prescripciones de la Ley mosaica y, con todo, esta escrupulosa observancia no era del agrado de Dios. Y la razón de ello estriba en que no se cuidaban de cumplir algunos de los preceptos fundamentales del decálogo.

    Lo mismo podría decirse, guardadas las debidas proporciones, del cristiano que se cuidara de cumplir con exactitud sus deberes de piedad, pero que abandonara el cumplimiento de sus obligaciones de justicia. ¿Cómo va a agradar al Señor el que daña la reputación del prójimo, el que se dedica a negocios sucios, el que no paga puntualmente sus deudas, o abandona el cumplimiento fiel de sus deberes diarios?

    Es una práctica muy recomendable la de repasar de vez en cuando en la oración los mandamientos de Dios y examinar si los cumplimos todos y cada uno de ellos, aún en sus más delicadas exigencias, para tratar de someter amorosamente nuestra conducta a la voluntad divina que en ellos se nos manifiesta. Esta práctica constituye un excelente ejercicio de meditación.

 

    El verdadero amor no solamente nos obliga a los preceptos del decálogo y a los mandamientos de la Iglesia que se nos imponen bajo pecado, sino que impulsa también a la práctica de los consejos. Pero esto no de la misma manera que los religiosos, sino de acuerdo con nuestro estado de vida sacerdotal. Digamos, ante todo, que estos consejos no son obligatorios, sino libres. Pero tienen un valor inestimable para el progreso en la vida espiritual, ya que apartan de nuestro camino los principales obstáculos que impiden el pleno desarrollo de la caridad, y tienden a establecer en nuestra alma un grado más elevado de amor divino y nos hacen más agradables a Dios.

    El día de vuestra ordenación contrajisteis especiales obligaciones y aceptasteis grandes sacrificios con el fin de que, al haceros sacerdotes, os hicierais también perfectos discípulos de Cristo. Estas renuncias que entonces aceptasteis tienen suficiente virtud para conduciros a la santidad, a condición de que os dediquéis al cumplimiento de vuestros deberes por amor y no por rutina.

    Al ser elevados a la dignidad del sacerdocio, habéis renunciado, ante todo, a vuestra independencia personal. Habéis prometido obediencia a vuestro obispo. Habéis consentido en acatar sus órdenes y sus orientaciones, aceptándolas como la manifestación de lo que Dios quiere de vosotros. Si a lo largo de toda vuestra vida guardáis con fidelidad este criterio sobrenatural, esta sumisión será un medio eficaz para vuestra santificación y para la fecundidad de vuestro ministerio.

    Habéis emitido con toda libertad el voto de castidad. Todo cuanto sois, lo habéis consagrado a Jesucristo y le habéis dicho: «¡Oh Jesús mío!, yo quiero amaros con todo mi corazón, con un amor exclusivo. Yo renuncio a tener en mi vida otro amor que no sea el vuestro. Yo amaré a mi prójimo ante todo y sobre todo por Vos y en Vos». Este sacrificio supone una gran generosidad y es digno de ser admirado. La promesa que se hace a un hombre es cosa importante; pero, cuando se hace a Dios, reviste los caracteres de cosa sagrada, porque es un acto de culto, un acto de religión que, por lo mismo, es inviolable. Puesto que por amor a Jesús hemos renunciado a la legítima satisfacción de fundar un hogar, no podemos ni debemos entretenernos en evocar pesarosamente la vida de matrimonio, pues esto sería nefasto para nosotros. Renovad con frecuencia en la presencia de Dios vuestro voto de castidad. Cada vez que lo hacéis en medio de las tentaciones y de las resistencias que os opone vuestra naturaleza, ofrecéis al Señor una prueba voluntaria de vuestra fidelidad, que, al mismo tiempo, sirve eficazmente para fortificaros para en adelante.

    Vosotros habéis hecho voto de castidad y promesa de obediencia; pero no habéis hecho voto ni promesa de pobreza. Y, no obstante, este consejo evangélico no os debe ser indiferente.

    Como las condiciones materiales de la vida difieren mucho de una región a otra, no es posible establecer reglas que sean aplicables a todos indistintamente. Pero se puede, sin embargo, y sin temor a excederse, recordar la necesidad que todos tienen de estar siempre precavidos contra dos tendencias que son contrarias a nuestro ideal.            Cuidemos, ante todo, de evitar que se apodere de nosotros una excesiva preocupación por los derechos que percibimos por los ministerios que dispensamos, cortando de raíz todo espíritu de avaricia. ¿No es verdad que los fieles se lamentan y aún se escandalizan cuando comprueban que su sacerdote está demasiado apegado al dinero?

    Que  nadie pueda ver en nuestra vida un excesivo afán de confort y de comodidad.

    ¡Qué grande es el mérito de tantos y tantos sacerdotes que viven una vida modesta y aún austera! Las elocuentes lecciones de Belén, de Nazaret y del Calvario, que ellos tratan de imitar en el tenor de su vida, les asemejan más y más a su divino modelo.

    La fórmula de San Pablo: «Sé pasar necesidad y sé vivir en la abundancia»: Scio… et satiari et esurire, et abundare et penuriam pati (Philip., IV, 12) expresa cuál es la actitud que debe adoptar el sacerdote de acuerdo con las circunstancias del momento. No cabe duda que esta ciencia práctica que demostraba el Apóstol era una virtud.

 

    El obedecer por amor a los mandamientos y el practicar los consejos es ya de por sí, como acabo de indicar, un excelente ejercicio de la virtud de la caridad. Más, para llegar a poseer esta divina virtud en toda su perfección, es preciso escalar un grado mucho más elevado: el abandono.

    ¿Qué se entiende por abandono? Una entrega total de sí mismo a Dios, por la aceptación confiada y amorosa de todos los designios ocultos que tiene con respecto a nosotros; una oblación del hombre en manos de la voluntad divina, no sólo para aceptar las penas que le tiene reservadas para el momento presente, sino también para las que tiene deparadas en lo porvenir.

    Esta disposición del alma –la más sublime expresión del amor– supone una fe viva y una ilimitada esperanza en la bondad de Dios, cuya sabiduría dispone los acontecimientos de la manera más apropiada y eficaz para conducirnos a Él.

    ¿Quién de nosotros podría juzgar con certeza lo que le es más conveniente en el orden sobrenatural? ¿Sabemos apreciar siempre debidamente el valor que tienen el fracaso, la tribulación y los sufrimientos para purificarnos, para iluminarnos y para unirnos a Dios? Sólo Él ve el alma con una luz incomparable; sólo Él sabe cómo curarla, libertarla, fortificarla y ayudarla en su marcha. Por el abandono, el hombre acepta la realidad de cada día con sus contrariedades, sus dificultades y sus contratiempos: Dominus est, y acepta al mismo tiempo el porvenir que la Providencia le depare, abrazando ya desde ahora con la mayor confianza todas las incertidumbres del mañana, incluso la hora y las circunstancias de su muerte. Con ello, glorifica al Poder, a la Sabiduría y al Amor de Dios y estrecha aún más fuertemente los lazos que le unen al Padre celestial.

    Como veis, el abandono es la cima de la vida espiritual. Sin él, la caridad no podría elevarnos hasta la entrega total y absoluta de nosotros mismos.

    Gustemos de repetir con el salmista: «Yahvé es mi pastor y nada me falta… Aunque hubiera de pasar por un valle oscuro y tenebroso, no temería mal alguno, porque tú estás conmigo»(Ps., 22, 1-4).

 

4.- Nuestro amor a Cristo

    Nuestra religión interior depende en su mayor parte de la idea habitual que tenemos de Dios. Esta idea es la clave de nuestra vida espiritual y determina la actitud que adoptamos en todas nuestras relaciones con el mundo sobrenatural. Este es un principio ascético de la mayor importancia.

    En la absoluta trascendencia de su unidad, la divinidad comprende en un grado eminente todas las perfecciones. Pero si en Dios todas las perfecciones existen unidas de un modo infinito, no sucede lo mismo con nuestro espíritu. Nuestro pensamiento contempla a Dios sucesivamente bajo diferentes aspectos. Y así sucede que los hombres, al practicar la virtud de la religión, se dirigen a Dios, deteniéndose en la consideración de esta o de aquella perfección.

    En el Antiguo Testamento, Dios se reveló a los israelitas entre los rayos y los relámpagos del Sinaí. Era un Señor que infundía pavor, un Señor a quien había que adorar con la frente hundida en el polvo, un Juez temible. Los hebreos habían recibido, como dice San Pablo, «un espíritu de servidumbre y de temor»: spiritum servitutis in timore (Rom., VIII, 15).

    Hay cristianos tibios que no ven en Dios sino al Todopoderoso, que lo mismo puede castigarles que atender a sus demandas. Si le sirven, es para evitar el infierno o para alcanzar sus dones. Bien se echa de ver que esta vida espiritual es del todo imperfecta.

    Podemos, también, por el contrario, considerar al Señor como a un Dios de amor y servirle con un corazón desinteresado, únicamente por caridad o por amistad. Y así, en el Nuevo Testamento, Jesús nos anima a considerar a Dios en su bondad paternal. El espíritu que nos infunde no es de temor, sino «el espíritu de adopción, por el que clamamos: ¡Abba, Padre!»:Spiritum adoptionis in quo clamamus: Abba, Pater. (Ibid.). Por eso, al tiempo que en el Antiguo Testamento se llamaba a Dios, el Señor, el Dios de las venganzas, el cristiano le llama: Nuestro Padre, el buen Dios, el Amor infinito.

    Pero esta belleza y esta bondad tan puras y tan relevantes, que constituirán nuestro embeleso por toda la eternidad, se encuentran tan afuera del alcance de nuestra inteligencia, que muchas almas creen que son incapaces de despertar el amor, pues les parece que en estas alturas la unión tiene que ser fría y la caridad no puede ser ferviente. Es necesario haber experimentado las profundas purificaciones de que habla San Juan de la Cruz y haber vivido con absoluta fidelidad en la noche oscura de los sentidos y del espíritu, para poder llegar al descanso del amor en este misterio divino. El amor de Dios es tan incomprensible como el mismo Dios, porque Dios es caridad en un grado infinito: Deus caritas est (I Jo., IV, 8).

    El Señor conoce toda nuestra miseria y, a pesar de ello, ha sido tan condescendiente con nosotros, que nos ha salido al encuentro, rebajándose hasta adoptar nuestra misma condición humana. Por eso, el Verbo, al encarnarse, ha tomado un corazón y un amor humano, completamente semejante al nuestro. Su corazón se conmovió con la muerte de su amigo Lázaro, se angustió ante la perspectiva de la pasión, se abatió por la ingratitud de sus apóstoles y, cuando fue atravesado por la lanza en lo alto de la cruz, nos mostró hasta qué punto nos amaba. Su corazón está deseoso de que le amemos, lo mismo que nosotros deseamos amar y ser amados.

    ¿Quién de nosotros, aunque no haya llegado a las alturas de la contemplación, no se sentirá impresionado y confortado a la vista del amor que nos muestra nuestro Salvador en Belén, en el Calvario, en la Iglesia y en los sacramentos y especialmente en la Eucaristía?

    Si el amor del Padre se nos revelaba envuelto en misterio, el de corazón de Jesús se nos manifiesta sensible, palpable, aliviando todas las angustias humanas. El Señor ha querido proporcionar a nuestras almas débiles el apoyo y el consuelo que precisaban para poder superar las miserias de esta vida.

 

    Esto nos explica por qué la Iglesia, a fin de avivar en nuestras almas el amor de Cristo, ha querido, atendiendo a los deseos de su Esposo, proponer a nuestra piedad la devoción al Sagrado Corazón de Jesús.

    Esta devoción consiste en el culto que tributamos a la Persona del Verbo encarnado, considerada en su amor humano, simbolizado por su corazón de carne. Como bien lo sabéis –y permitidme que os recomiende que en vuestras predicaciones insistáis en esto–, todo culto religioso debe tributarse necesariamente a la persona. Pero el corazón de Jesús puede legítimamente ser objeto de culto, y del culto de latría que sólo a Dios pertenece. Y la razón de ello es que, como forma parte de la santa Humanidad, está hipostáticamente unido al Verbo. Por eso, el corazón de Cristo debe ser honrado en la unidad de la Persona divina encarnada: «Es digno de adoración, pero no por sí mismo, sino en cuanto que está unido a la Persona del Verbo, que lo ha asumido inseparablemente»: Adoretur in se, non tamen propter se, sed propter personam Verbi. Esta fórmula teológica, cuyos términos han sido tomados de las obras de San Juan Damasceno y de Santo Tomás, expresa con la mayor exactitud la doctrina de la Iglesia sobre la adoración que le es debida a la humanidad de Cristo [Summa Theol., III, q. 25, a. 2].

    De la misma manera debemos considerar la devoción a las cinco llagas de Jesús. El culto se tributa a la persona de nuestro bendito Salvador, considerado en los sufrimientos que experimentó y en el amor que nos demostró en su pasión. Las santas llagas son el testimonio más expresivo de sus sufrimientos y de su amor. Y esto es lo que nos mueve a venerarlas y a adorarlas; pero considerándolas siempre en la unidad de la persona del Hijo de Dios.

    Como veis, la devoción al Corazón de Jesús, así considerada, es una de las más provechosas. Gracias a ella, se nos revela una profunda verdad de la fe: el misterio de la vida íntima de Jesús, que es todo amor. Las humillaciones de Belén, las bondades de la vida pública, los oprobios del Calvario, la muerte de cruz, el don de la Iglesia y el de la Eucaristía se nos revelan como pruebas inefables de su amor. Si atendemos a la totalidad de su misterio, a la plenitud de sus perfecciones o a la integridad de su mandato, Cristo siempre es caridad. Toda su obra es fruto de la caridad, y no tiene otro fin que encaminar los corazones al amor.

    Ahora comprendemos el grito de San Pablo ante la revelación de estas grandezas: «La caridad de Cristo nos constriñe»: Caritas Christi urget nos (II Cor., V, 14). Y aquella otra exclamación: «Me amó y se entregó por mí»: Dilexit me et tradidit semetipsum pro me (Gal., II, 20). Y aquella solemne profesión de adhesión, como respuesta a este don: «¿Quién nos arrebatará el amor de Cristo?»: Quis nos separabit a caritate Christi? (Rom., VIII, 35).

 

    La devoción al Corazón de Jesús comprende otro aspecto que nosotros los sacerdotes no podemos olvidar, precisamente por el ministerio que ejercemos con las almas.

    Por la encarnación de su Hijo, «el Padre nos ha manifestado su amor misericordioso»: Deus… qui dives est in misericordia, propter nimiam caritatem suam qua dilexit nos… convivificavit nos in Christo (Eph., II, 4-5).

    Es tanta la dependencia que tenemos del mundo de los sentidos, que no nos es posible llegar al conocimiento de lo divino sin apoyarnos en lo humano. Por eso, el Padre ha querido que el amor visible de Jesús sirva para descubrirnos toda la grandeza de las bondades que nos dispensa. Jesús nos dijo: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre»: Qui videt me, videt et Patrem (Jo., XIV, 9). Lo mismo pudiera haber dicho: «El que ha visto mi amor, ha visto el amor de mi Padre».

    Sin llegar a perder de vista el objeto inmediato y sensible de esta devoción, podemos también descubrir, a través del velo de este corazón herido y transverberado, la revelación de la incomprensible caridad que el Padre profesa a todos los hombres: «Tanto amó Dios al mundo, que le dio su Unigénito Hijo» (Ibid., III, 16).

    Este amor del Padre es también propio del Hijo y del Espíritu Santo. Ego et Pater unum sumus (Ibid., X, 30). La Santísima Trinidad es un océano de amor y el amor humano del Corazón de Jesús es su más acabada imagen, la manifestación más adecuada a nuestra debilidad.

    ¿Y cuál es la razón de esta conformidad tan absoluta que hay entre el amor que constituye la esencia de Dios y el amor del corazón de Jesús? No es otra que la unión hipostática, la unidad de persona de nuestro Salvador. En virtud de esta unión de ambas naturalezas en la única persona del Verbo, el Espíritu Santo hace que todas las actividades humanas de Jesús, y en primer lugar su amor, sean elevadas a la dignidad de operaciones del Hijo de Dios.

    Si es cierto que la bondad que Jesús nos demuestra es un eco fiel del eterno amor que Dios nos tiene, ¿no será conveniente que, en justa correspondencia, el objeto de nuestro amor lo constituya esta bondad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo? Quiero decir que, al devolver a Cristo amor por amor, debemos intentar remontarnos hasta el Amor infinito, que es la fuente de donde se deriva todo el amor que Jesús nos tiene.

    Dios quiere, sin duda, que encontremos en el corazón de Jesús el lugar de nuestro descanso, pero quiere, además, que por Él y en Él nos remontemos hasta alcanzar el misterio eterno del amor que está escondido en el mismo Dios.

    Jesús continuará siempre siendo nuestro Mediador. Y por eso precisamente, el amor que profesamos a nuestro Salvador nos enseña a rendir homenaje a la caridad infinita, cuyas profundidades nos permite entrever el corazón de carne: «Para que el Padre sea glorificado en el Hijo»: Ut glorificetur Pater in Filio (Jo., XIV, 13).

    En el Tabor, el Padre dijo, refiriéndose a Jesús: «Este es mi Hijo muy amado…; escuchadle»: Ipsum audite (Mt., XVII, 5). Con estas palabras, no sólo quería el Padre imponernos la obligación de escuchar con docilidad las palabras de Jesús, sino también la de aprender en toda su conducta la revelación del amor divino que de la misma se desprende. «Todo cuanto hace el Verbo encarnado, dice San Agustín, es para nosotros una palabra, una enseñanza»: Factum Verbi verbum nobis est [Tractatus in Joan, 24, P. L., 35, col. 1593]. En el amor que nos manifiesta Jesús debemos ver un reflejo real de la caridad eterna, pues el amor de Cristo es la revelación más estupenda que se ha hecho al mundo del amor eterno.

    Ante el problema del mal y de los sufrimientos que experimenta la humanidad no hay otra respuesta que pueda calmar nuestras angustias sino la contemplación del amor que Cristo nos manifiesta desde la cruz. Es lo único que nos demuestra con indudable certeza, y a pesar de todas las apariencias contrarias, que Dios adopta con nosotros una actitud de insondable amor y de misericordia sin límites.

 

5.- Per Ipsum, cum Ipso, in Ipso

    ¿Cómo lograremos vivir unidos a Cristo?

    Las sublimes palabras del fin del Canon de la Misa nos lo sugieren.

    Per Ipsum. –Los sacerdotes abrigamos la ambición de consagrarnos a Dios en cuerpo y alma en el tiempo y en la eternidad. Los sacramentos del bautismo y del orden realizaron esta consagración e hicieron de nosotros objeto de su posesión y pertenencia. Pero es de suma importancia que renovemos todos los días por un acto voluntario esta donación, pues constituye una prueba de amor muy meritoria. El ofertorio de la Misa y la acción de gracias son los elementos más apropiados para reiterar esta oblación, ya que todo su valor se deriva de Jesucristo, a quien entonces estamos tan unidos.

    Lo mismo puede decirse de la voluntad de reparar las ofensas que se hacen a la divina bondad, por medio de una vida consagrada al servicio de Cristo. El amor nos mueve a unir nuestros sacrificios y trabajos a los sufrimientos y a las expiaciones que experimentó Jesucristo y, gracias a esta unión, nuestras obras y nuestras penas tienen valor para satisfacer por nuestras ingratitudes y pecados y aún por los de los demás. También en este aspecto la Misa constituye la obra de reparación por excelencia. «Él es la propiciación por nuestros pecados. Y no sólo por los nuestros, sino por los de todo el mundo» (I Jo., II, 2).

    Nunca llegaremos a comprender hasta qué punto esta mediación de Cristo sobrenaturaliza nuestra plegaria, nuestro trabajo, nuestros sufrimientos y toda nuestra vida. Jesucristo suple la pobreza de nuestros méritos con la inmensidad de los suyos. No olvidéis nunca que sus méritos nos pertenecen y con mucha más verdad que las cosas de la tierra, porque sus méritos nos pertenecen por toda la eternidad. A través del corazón de Cristo, tenemos siempre abierto el acceso a los tesoros de la gracia. Podemos extraer sin cesar del tesoro inagotable de sus riquezas la luz y la fortaleza que precisamos. Por grande que sea nuestra miseria, siempre tenemos, por mediación de Cristo, el derecho de acercarnos a Dios: Adeamus ergo cum fiducia ad thronum gratiæ ut misericordiam consequamur (Hebr., IV, 16).

    Cum Ipso. –Aunque estamos llenos de imperfecciones y somos una carga pesada, tanto para nosotros mismos como para nuestros prójimos, podemos, sin embargo, elegir a Cristo como nuestro amigo, ya que Él nos lo permite, lo desea y aún nos invita a ello.

    Todo nos llama a esta amistad con Cristo: el bautismo, la vocación sacerdotal, la Misa de cada día, su divina presencia en el sagrario. Cada página del Evangelio nos lo repite y cada fiesta litúrgica nos lo vuelve a recordar.

    ¿No es verdad que Cristo se unió en su camino a los peregrinos que iban a Emaús, y enardeció sus corazones? Tengamos una fe viva en que Él camina a nuestro lado por los senderos, a veces tan difíciles, de nuestra vida. Él es nuestro mejor compañero de peregrinación, el amigo que sabe perdonar y cuya amistad nunca se amengua.

    In Ipso. –Estas dos palabras expresan la unión del Cuerpo Místico. Toda la vida de amor del sacerdote debe estar sostenida por una fe viva en la maravillosa unidad que se realiza en Cristo. Cuando celebramos la Misa, debemos recordar que ofrecemos el sacrificio en el seno de esta plenitud que es la Iglesia, y que la plegaria que hacemos la hacemos en su nombre. Siempre que administramos los sacramentos, o predicamos, o ejercemos cualquiera otra obra de caridad, tengamos presente que debemos realizar nuestro apostolado como dispensadores fieles, en estrecha unión con la Cabeza de este cuerpo y para provecho de sus miembros.

    Pero el medio por excelencia para permanecer in Christo es la comunión eucarística, ya que por ella el sacerdote se une a Cristo de la manera más íntima que es posible al amor: «El que come mi carne… está en mí y Yo en él» (Jo., VI, 56). Además, después de la comunión, continúa viviendo bajo la influencia de las irradiaciones del corazón de Jesús, como envuelto en la atmósfera de su amor y de su gracia. Esta permanente y constante unión a Jesús hará que el sacerdote participe abundantemente de los frutos del don divino: «El que permanece en mí y Yo en él, ése da mucho fruto» (Jo., XV, 5).

    El ministro de Cristo que haya trabajado y sufrido con estas disposiciones, verá venir a la muerte sin sentirse angustiado. Como ha vivido in Christo, exhalará su último suspiro apoyado en los brazos de Jesús y recostado en su corazón. Su muerte y sus dolores se unirán a los de Cristo y serán como absorbidos por los de Cristo y los méritos del Salvador serán su riqueza y su esperanza. Y podrá decir con Cristo: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc., XXIII, 46).

 

    Nuestra verdadera alegría consiste, pues, en orientar nuestra alma hacia la vida sobrenatural. Salomón llegó a paladear en el lujo de sus palacios todas las satisfacciones que le podían brindar todos los placeres, pero, al cabo, no encontró sino sinsabores: «Vanidad de vanidades» (Eccles., I, 2). Cuando el alma se entrega apasionadamente a las satisfacciones humanas, pronto llega a experimentar su vacío. Los placeres que disfrutamos saliéndonos del orden establecido por Dios producen en el corazón un sentimiento de vacío total. Por eso, en las ciudades que son conocidas como lugares de placer es donde el hombre más experimenta la futilidad de la existencia y donde la estadística de los suicidios alcanza cifras más elevadas.

    La única alegría profunda y duradera de esta vida consiste en la unión con Dios. Si esto es cierto para todos, para el sacerdote lo es mil veces más. Aunque pretendiera saciar su sed de felicidad bebiendo en otras fuentes, nunca conseguiría calmarla sino en la caridad, puesto que su corazón esta consagrado a Cristo.

    El que posee a Jesucristo, le hace una afrenta si echa de menos las satisfacciones que ofrece el mundo y abre su alma a los deseos vanos y a la tristeza. Es como si le dijera: «Señor, no me bastáis». ¡Y Jesús lo es todo para nosotros!

    Hemos sido creados para la felicidad, y tendemos necesariamente a su consecución. No estamos equivocados cuando nos lanzamos a su conquista. Pero nos equivocaríamos de medio a medio si nos imagináramos que la vamos a alcanzar allí precisamente donde no la podremos encontrar. Dios quiere ser ya desde ahora el objeto de nuestra alegría, y esto por una libre elección nuestra que debemos renovar constantemente.

    Son muchos los grados del amor y de la santidad, y no debemos conformarnos con vivir una vida mediocre. Sino que, por el contrario, debemos procurar que, bajo la acción del Espíritu Santo, «la llama de la caridad eterna se avive sin cesar en nosotros»: ¡Accendat in nobis Dominus ignem sui amoris et flammam æternæ caritatis!

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

DÉCIMA MEDITACIÓN

 

HOC EST PRÆCEPTUM MEUM

 

1.- Actitud de Jesús para con los hombres: el don de Sí

 

    «Al nacer se da como amigo; en la Cena como alimento; en la muerte como rescate; en su reino como recompensa»: Se nascens dedit socium, convescens in edulium, se moriens in pretium, se regnans dat in præmium [Himno Verbum supernum].

    Observad cómo en este texto litúrgico la expresión se dedit… se dat… se repite constantemente, ora expresamente, ora sobreentendida.

    Es que esta palabra expresa de una manera perfecta cuál fue la actitud de Jesús para con los hombres durante los días de su vida mortal y cuál es la que observa actualmente desde el cielo. Jesús se da constantemente y se comunica sin reserva alguna; se entrega totalmente; y esto lo hace siempre en toda la plenitud de su amor.

    Desde que hizo su aparición en el mundo, tanto los pastores como los magos y el anciano Simeón se dieron perfecta cuenta de que estaba allí por ellos y para ellos. A los apóstoles, a los enfermos, a las masas de Galilea, Jesús se les revelaba como si no se perteneciese a sí mismo. ¿Acaso no fue enviado a los hombres para ser el pastor que da la vida por sus ovejas? Y el bautismo que con tanto deseo ansiaba, ¿no era, acaso, la ofrenda completa de sí mismo hasta llegar al derramamiento de toda su sangre? Baptismo habeo baptizari, et quomodo coarctor usquedum perficiatur (Lc., XII, 50). En su pasión, Jesús se entregó con todo el fervor de su amor: el Crucifixus etiam pro nobis que proclama nuestro Credo no fue en su corazón un pro nobis lánguido y apagado.

    San Bernardo, que recibió de lo alto las luces que le permitieron contemplar el misterio del don que de sí mismo hizo Jesús a favor de los hombres, resume todo este misterio en la siguiente frase: «Se entregó todo entero por mi bien, se gastó enteramente para mi provecho»: Totus siquidem mihi datus, et totus in meos usus expensus [Sermo III in Circumcisione. P. L., 183, col. 138].

    Pero vosotros sabéis tan bien como yo que esta comunicación de amor continúa realizándose en el seno de la Iglesia. Y es a vosotros, los sacerdotes de Cristo, a quienes incumbe este augusto ministerio, pues por vuestra ordenación habéis sido destinados a dar a Cristo al mundo. Esta es la razón de vuestro sacerdocio: sacerdos quiere decir «el que da las cosas sagradas». ¿Y hay, acaso, algo más sagrado que Jesucristo?

    El alma bendita de nuestro amado Salvador tenía constantemente una doble mirada de amor: una orientada hacia el Padre, para cumplir siempre su voluntad; otra que comprendía a todos los hombres. Por eso, en la santa Misa, Cristo se ofrece, ante todo, a la gloria del Padre y en esto consiste el fin principal del sacrificio. Y luego se da como manjar a todos: a los «buenos», a los que se acercan por rutina, a los tibios e incluso a los «malos»: Sumunt boni, sumunt mali [Secuencia Lauda Sion].

    A nadie rechaza: Accipite et comedite (Mc., XXVI, 26). En virtud de este amor, perpetúa en su Cuerpo Místico la total entrega de sí mismo que consuma su misión redentora.

    En tanto somos agradables a Dios en cuanto que nos asemejamos a su Hijo Jesús. Cristo se ofrece a su sacerdote como modelo perfecto de caridad, especialmente en su sacrificio. Al bajar del altar, el sacerdote debería estar dispuesto, a semejanza de su Maestro, a entregarse sin reservas por el bien de los hombres. ¡Quiera Dios que el sacerdote consagre a los hombres su tiempo, sus fuerzas, su vida, hasta dejarse comer por ellos!

    Si es verdad que compartimos con Cristo la cura animarum, ¿no nos sentiremos obligados a tener conciencia de nuestras responsabilidades en el redil de Cristo? Sea cual sea nuestro cargo: coadjutor, párroco, profesor, superior de una congregación religiosa u obispo, es necesario que nos olvidemos de nosotros mismos y, a ejemplo del buen Pastor, nos entreguemos sin cesar al bien de los demás. Así es como nuestra vida será en extremo agradable a Dios.

    El celo de San Pablo nos servirá de ejemplo. ¿Cuál es el manantial del ardor del Apóstol? El amor que Cristo le tuvo. «La caridad de Cristo nos constriñe»: Caritas Christi urget nos… (II Cor., V, 14). La contemplación de la entrega absoluta que de sí mismo hizo el Salvador le hacía imposible el vivir para sus propios intereses, y le forzaba, por así decirlo, a vivir, «no para sí mismo, sino para Aquél que murió y resucitó por él» (Ibid., V, 15). Por eso, exclama en un arranque magnífico: Libentissime impendam et superimpendar ipse: «Yo de muy buena gana me gastaré y me desgastaré hasta agotarme por vuestra alma» (Ibid., XII, 15).

    El día de vuestra ordenación, Cristo os eligió: Ego elegi vos, para que deis fruto: ut fructum afferatis (Jo., XV, 16). Si el sacerdote no está poseído de un ardiente deseo de conquistar las almas y solamente se preocupa de sus negocios personales, anda muy equivocado. Si hubiera elegido la vida seglar, podría haberse dedicado a la ciencia, a la política, a los negocios, sin preocuparse de consagrar su vida al bien de las almas; pero una vez que se ha hecho sacerdote, pro hominibus constituitur in iis quæ sunt ad Deum (Hebr., V, 1), la única razón de su existencia es elevar a los hombres hacia Dios para darles a Jesucristo y todo su celo debe encaminarse a este único fin.

 

2.- La caridad nace de Dios

    El amor del prójimo, tal como nos lo enseña el Nuevo Testamento, se deriva de una virtud sobrenatural: la caridad.

    Dos grandes prerrogativas caracterizan a esta virtud: porque, por una parte, es un don de Dios, una participación del mismo amor con que nos ama; y por la otra, el que practica el amor del prójimo no sólo ama al hombre, sino que en él ama también a Jesucristo, puesto que, al amar a sus miembros, a Él es, sobre todo, a quien amamos.

    La primera de estas prerrogativas es uno de los temas más admirables de la doctrina de San Juan: «Carísimos, amémonos unos a otros, porque la caridad procede de Dios, y todo el que ama es nacido de Dios» (I Jo., IV, 7). Según lo que dice San Juan, la caridad se nos concede por una comunicación divina; y al mismo tiempo que nace en el alma, la une a Dios y la hace semejante a Él. Y añade San Juan que «Dios es amor, y el que vive en amor permanece en Dios y Dios en él» (Ibid., 16). Es tan íntima la relación que existe entre el amor de Dios y del prójimo, que el mismo mandamiento los prescribe ambos: «Nosotros tenemos de Él este precepto, que quien ama a Dios ame también a su hermano: Hoc mandatum habemus a Deo ut qui diligit Deum diligat et fratrem suum (Ibid., 21). Por consiguiente, el amor del prójimo está comprendido en el mismo precepto de la caridad.

    Esta misma verdad la expresa la teología con su lenguaje técnico, cuando afirma que un mismo y único hábito de caridad, unico habitu, basta para que el cristiano pueda amar sobrenaturalmente tanto a Dios como a su prójimo.

    Si esta maravilla es posible, es porque, por su unión con Dios, el alma se conforma necesariamente con Él y por eso adopta interiormente su misma postura para con el prójimo. El alma amará a los demás porque Dios los ama y de la manera que Dios los ama, deseando que glorifiquen al Señor y encuentren en Él su propia felicidad de acuerdo con los planes de la Providencia.

    La caridad cristiana difiere esencialmente de la filantropía natural, pues si bien es verdad que la filantropía puede ser benéfica y digna de elogio, pero, con todo, no ama al prójimo con el fin de llevarle a Dios, ni «como Dios le ama»: sicut dilexi vos (Jo., XIII, 34). La filantropía se limita a esta vida, al paso que la caridad mira a la eternidad. La filantropía solamente tiene en cuenta los puntos de vista y los motivos puramente humanos; y la caridad, por el contrario, es esencialmente sobrenatural. El mismo movimiento que impulsa al alma hacia la Bondad infinita, la inclina a la generosidad y al amor sacrificado para con los hombres. Por eso dice San Juan que: «Si alguno dijere: Amo a Dios, pero aborrece a su hermano, miente»: mendax est (I Jo., IV, 20).

    En manifiesta oposición a la ley del talión, Jesús orienta a las almas hacia la plenitud de la caridad: «Si alguno te abofetea en la mejilla derecha, dale también la otra; y al que quiera litigar contigo para quitarle la túnica, déjale también el manto. Y si alguno te requisa para una milla, vete con él dos» (Mt., V, 39-42).

    Este ideal es tan propio y exclusivo del código de la Nueva Ley, que Jesús llamó «su precepto» a la caridad para con el prójimo: Hoc est præceptum meum… (Jo., XV, 12). «Esta es la señal que demostrará que sois mis discípulos»: In hoc cognoscent omnes quia discipuli mei estis, si dilectionem habueritis ad invicem (Ibid., XIII, 35).

    ¿Dónde encontraremos la medida exacta y el modelo perfecto de este amor? En el corazón de Jesús. Todo el amor que Jesús manifestaba a los hombres era una derivación del que profesaba a su Padre: Quia tui sunt (Jo., XVII, 9). El querer humano de nuestro amado Salvador se unía de un modo perfecto al acto inmutable de la eterna dilección con que Dios, en su bondad, ama a los hombres: «Tanto amó al mundo, que le dio su Unigénito Hijo» (Jo., III, 16).

    El amor que nos profesa el corazón de Jesús tiene su manantial, su motivo y su fin en el mismo Dios.

    Además Jesús ha llevado su entrega hasta el extremo de dar su vida. «Él dio su vida por nosotros; y nosotros debemos dar nuestra vida por nuestros hermanos» (I Jo., III, 16). Este amor de Cristo para con los hombres es para nosotros el ejemplo de la caridad que Dios ha depositado en nuestras almas y no dudéis de que Cristo se consume en deseos de comunicar al corazón de sus sacerdotes una chispita de su mismo amor.

    Sólo al corazón le está reservado el privilegio de conmover los corazones. En tanto podremos actuar sobre las almas, en cuanto las amamos. Esta es la única explicación de este extraño fenómeno: se da de vez en cuando el hecho de que hay sacerdotes que cumplen con exactitud sus deberes de piedad, pero que no tienen ningún éxito en sus ministerios. Si se recurre a ellos en momentos de angustia, se revelan como hombres asentados, de vida intachable, pero faltos de un corazón abierto y magnánimo. Y todas las almas, pero especialmente las que se encuentran bajo el peso de un gran sufrimiento o están atribuladas, tienen derecho a que el sacerdote se haga eco de sus penas. Por eso, es necesario que del corazón del sacerdote brote el fuego, el amor y el celo que lleva las almas a Cristo. ¿Qué se entiende por celo? Es el impulso mismo del amor, pero llevado hasta el punto de que el alma sea capaz de contagiar a los demás su mismo entusiasmo. Tal debe ser el fervor de nuestra caridad: desear ardientemente que reine Dios en las almas y en la sociedad. Entonces nuestras palabras consolarán y confortarán a los que a nosotros acudan, entonces combatiremos el pecado, aceptaremos de buena gana las penas, la fatiga, la entrega y el sacrificio de nuestra vida.

 

3.- El amor de Cristo en la persona del prójimo

   La segunda prerrogativa de la caridad cristiana es más admirable aún. Ella suscita en los santos prodigios de abnegación.

    Esta es la verdad espléndida que se ofrece a nuestra fe: Cristo se sustituye en la persona del prójimo, para que, al amar y servir a éste, le amemos y le sirvamos a Él.

    Desde su encarnación, Jesucristo se identifica con cada uno de nosotros, como nos dice San Pablo repetidas veces: «Vosotros sois el cuerpo de Cristo y miembros los unos de los otros»:Vos estis corpus Christi et membra de membro (I Cor., XII, 27). Y añade: «Nadie aborrece jamás su propia carne, sino que la alimenta y la abriga como Cristo a la Iglesia, porque somos miembros de su cuerpo» (Eph., V, 29-30). Si es verdad que pertenecemos a su carne y a sus huesos, ¿no quiere esto decir que somos una misma cosa con Él?

    El Padre nos ve en su Hijo como miembros suyos. Y por esto es misericordioso con nosotros y nos dispensa las riquezas de su gracia. Cuando Dios nos perdona, nos atrae o nos santifica, es propiamente a su Hijo a quien manifiesta esta bondad sin límites.

    ¿Qué se sigue para nosotros de esta identificación con Cristo? Que, cuando nos consagramos los unos al bien de los otros, es a Cristo a quien amamos y servimos en sus miembros. Observad lo que ocurre en la vida ordinaria. Todo lo que se hace a los miembros de alguno, se hace realidad a su misma persona. Así, por ejemplo, si yo tengo un dedo herido y me lo curáis, es a mí, es a mi persona a quien dispensáis estos cuidados, porque el dedo forma parte de mi carne. Lo mismo sucede con los miembros de Cristo, porque forman un todo con Él. Porque Cristo los ha unido a Él, es por lo que nos ha dicho: «Cuantas veces hicisteis eso a uno de mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt., XXV, 40).

    Dios ha establecido esta ley por efecto de su amor y no podremos abrigar la pretensión de cambiarla. En el día del juicio, la sentencia definitiva se pronunciará según hayamos guardado o no el precepto de la caridad para con el prójimo. ¿Cuál será la fórmula de aquel solemne veredicto? El mismo Cristo la proclamó cuando dijo: «Venid, benditos de mi Padre… Tuve hambre y me disteis de comer»… Y los buenos se extrañaran, diciendo: «¿Cuándo te vimos hambriento?» Y el Señor les responderá: «En verdad os digo, que cuantas veces hicisteis eso a uno de mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis». Y el juez dirá a los malos: «Apartaos de mí, malditos». ¿Por qué? ¿Porque no rezamos? ¿Porque no ayunamos? No; sino porque «tuve hambre y sed, estuve triste y abandonado, y no me socorristeis… Cuando dejasteis de hacer eso con uno de estos pequeñuelos, conmigo no lo hicisteis» (Mt., XXV, 34-35).

    Quizá me digáis: ¿Es que no tenemos otros mandamientos que debemos cumplir igualmente para salvarnos? Cierto que sí, pero de nada nos serviría guardarlos si no cumplimos el gran precepto del amor para con el prójimo. Por eso escribió San Pablo: «Toda la Ley se resume en este solo precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo»: Omnis lex in uno sermone impletur (Gal., V, 14).

    Esta identificación de Jesús con los miembros de su Cuerpo Místico que padecen y sufre no puede ser para nosotros una fórmula vacía de sentido, porque expresa una realidad misteriosa, pero que provoca el entusiasmo y engendra la caridad: hacer todo por el prójimo como si se tratase de la misma persona de Cristo.

    Los santos vivieron una vida consagrada al amor, porque creían en el misterio de esta sustitución sagrada. Para San Benito, por ejemplo,  es al mismo Cristo a quien obedecemos en la persona del abad; es al mismo Cristo a quien aliviamos con las atenciones que dispensamos a los enfermos, y a Él servimos cuando prestamos a otros nuestros servicios; y las muestras de respeto de que se rodea el acto mismo de recibir a los huéspedes es un culto que se tributa a Jesús que llega como peregrino [Regla, passim].

    Este mismo espíritu de fe es el que nos impulsa a perdonar a nuestros enemigos. San Juan Gualberto era, antes de su conversión, un altivo caballero de los alrededores de Florencia. Y ocurrió que un día de Viernes Santo se encontró con el asesino de su hermano. El primer impulso de su corazón fue de abalanzarse sobre su enemigo y satisfacer su deseo de venganza. Pero el culpable se hincó de rodillas en medio del camino y puso los brazos en cruz, solicitando el perdón en nombre del crucificado. El futuro santo se contuvo, viendo en el criminal la imagen de Jesucristo. Tocado por la gracia, bajó del caballo y, por amor a Jesucristo, abrazó a su enemigo, aceptándolo como hermano. Conmovido por su propio gesto, entró en una iglesia y, al tiempo que oraba al pie de un crucifijo, vio cómo Cristo inclinaba la cabeza hacia él en señal de amor.

    El que Cristo se sustituya por cada uno de sus miembros no es ninguna ficción, sino una de las más profundas realidades. Cristo vierte en sus miembros la vida sobrenatural, que es su propia vida, la vida de la gracia santificante y de la caridad. Los miembros de su cuerpo le están unidos como los sarmientos a la cepa, formando un todo único.

    Nosotros los sacerdotes gozamos del insigne privilegio de tener en el altar a Cristo en nuestras manos; pero si somos fríos o rencorosos con nuestros prójimos, es al mismo Cristo a quien hacemos objeto de nuestra aversión. «¿Cómo no has de pecar contra Cristo, exclama San Agustín, si pecas contra uno de sus miembros?»: Quomodo non peccas in Christum, qui peccas in membrum Christi? [Sermo 83, 3. P. L., 38, col. 508]. Antes de celebrar, dejemos a un lado, por amor a Cristo, toda susceptibilidad y todo amor propio, arrancado de nuestros corazones todo espíritu de rencilla, dispuestos a otorgar el perdón con generosidad y largueza. Porque es el mismo Jesús quien nos ha impuesto este precepto: «Si te acuerdas de que tu hermano tienen algo contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar, ve primero a reconciliarte con tu hermano y luego vuelve a presentar tu ofrenda» (Mt., V, 23-4). Es como si dijera: Pon primero en orden tus relaciones con el prójimo y ven luego a ofrecer el sacrificio.

    No debéis, por otra parte, esperar el reconocimiento de los hombres, sino que debéis mostraros bondadosos sin exigir retribución alguna. Debéis tener un corazón rebosante de caridad, y el mismo Cristo será vuestro deudor. El os agradecerá todo cuanto hagáis por sus miembros, como si se lo hicieseis a Él mismo. Y como es infinitamente rico, os pagará espléndidamente su deuda. Convenceos de que Dios siempre obra con liberalidad, pues no es un comerciante de limitados recursos. Él os colmará de abundantes bendiciones. «Dad y se os dará, dice el Evangelio; una medida buena, apretada, rebosante, será derramada en vuestro seno» (Lc., VI, 38): Date et dabitur vobis: mensuram bonam et confertam et coagitatam et supereffluentem dabunt in sinum vestrum.

 

4.- Señales de la verdadera caridad

    San Pablo enumera en estos términos las características de la verdadera caridad: «Es paciente, es benigna; no es envidiosa, no es jactanciosa, no se hincha; no es descortés, no es interesada; no se irrita, no piensa mal; no se alegra de la injusticia, se complace en la verdad; todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera» (I Cor., XIII, 4-7).

    Examinemos a ver si descubrimos estas señales en nosotros. En el altar recibimos a Aquél que es la caridad misma. Este contacto divino debiera ir liberando progresivamente a nuestra alma del egoísmo humano.

 

    La verdadera caridad, al decir del Apóstol, es «paciente»:

    Caritas patiens est. –El primer movimiento del hombre, siguiendo el impulso de su naturaleza, es el de sacudir lejos de sí todo lo que le incomodo y, cuando no puede deshacerse de lo que le molesta, se entrega a la murmuración o a la cólera. La caridad soporta en paz la adversidad, el dolor, la injusticia y la injuria. Y es tanto mayor la paciencia con que sabe sobrellevar estas adversidades cuanto su caridad alcanza más súbitos quilates. Nuestro amado Salvador es el modelo perfecto de esta paciencia. Al tiempo que se entregaba por nuestro bien, le escupían a la cara, le golpeaban y le acusaban; pero, a semejanza de un cordero que es conducido al matadero, «no abría sus labios»: Jesus autem tacebat (Mt., XXVI, 63). Y cuando estaba agonizando en la cruz, oraba por nosotros, sin proferir la menor queja.

    La verdadera paciencia va siempre acompañada de la bondad y de la mansedumbre en los pensamientos, en las palabras y en las obras. También de esto nos dio Jesús un sublime ejemplo. Ved con qué palabras más amables acogió a Judas que venía a traicionarle. «Amigo, ¿a qué vienes?» (Ibid., 50), y con qué oración rogó por los verdugos que le crucificaron: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lc., XXIII, 34).

    ¿Cuáles son nuestros sentimientos cuando nos ofenden aún en cosas de poca monta? ¿Nos mostramos indignados y desabridos? ¿Guardamos antipatía o rencor para los que nos han faltado?

    La paciencia nos es completamente necesaria en nuestras relaciones diarias con el prójimo. Ocurre con frecuencia, aún entre sacerdotes, que el trato familiar e íntimo da lugar a molestias y enfados mutuos, a veces aún sin percatarse de ello. Por eso, decía San Agustín: «Somos hombres mortales, quebradizos, débiles y llevamos encima estos vasos de barro, que se achuchan unos a otros. Pero si estos vasos de carne se constriñen, ensanchemos los espacios de la caridad»: Si angustiantur vasa carnis, dilatentur spatia caritatis [Homil. 69 de Verbis Domini, P. L., 38, col. 440]. Aunque lograrais reunir a varios hombres tan santos, que fueran dignos de ser canonizados, para colaborar en un mismo trabajo, es muy posible que se hiciesen sufrir el uno al otro. Procurad, pues, esforzaros en soportar los defectos y aún las extravagancias de los demás, ya que también ellos tienen que sobrellevar las vuestras.

    El mismo Jesucristo, el más noble y el más delicado de todos los hombres, que durante su vida pública vivió en íntimo y constante contacto con sus apóstoles, tuvo que soportar muchas veces las incomprensiones de aquellos rudos pescadores de Galilea. Es cierto que los discípulos amaban mucho a su Maestro, pero no lo es menos que, en más de una ocasión, no entendían ni el significado de sus palabras ni el alto sentido de sus actos.

    ¡Cuán necesaria nos es la paciencia en el ejercicio de nuestro ministerio!: lo mismo en el confesonario que en el catecismo y en el trato con los feligreses indiferentes, tibios y pecadores. Pero tengamos una gran fe en el porvenir, y sembremos la buena semilla con toda paciencia, seguros de que algún día sonará la hora de la gracia.

    Benigna est. –«Si amáis a los que os aman, ¿qué gracia tendréis? También los paganos hacen tanto como eso» (Lc., VI, 32). La caridad, en virtud de su misma esencia, es una fuente de celo que engendra una actividad fuerte y generosa, que hace el bien a todos, aún a los enemigos; pues es benigna, bienhechora y buena para todos. «Vuestro Padre, que está en los cielos, hace salir el sol sobre malos y buenos» (Mt., V, 45). Esta debe ser la norma de nuestra conducta. Hacer brillar el sol no quiere decir otra cosa que proporcionar a todos el consuelo, la ayuda eficaz y la verdadera alegría, acogiendo de igual manera al pecador como al cristiano ferviente, al niño como al anciano.

    A lo largo de toda su vida, Jesús se nos mostró como el modelo ideal de esta bondad. Antes de dar su vida por la salvación de los hombres, hizo entrega de su corazón a cada uno de ellos. Consultad el Evangelio para que veáis cómo se comportaba. Los padres le llevaban sus hijos para que les impusiera sus manos y los bendijese. Y cuando los apóstoles los echaron atrás, el Señor les dijo: «Dejad que los niños vengan a mí» (Mc., X, 14).

    Jesús se mostraba siempre bondadoso con todos los que le manifestaban sus sufrimientos, ¡y qué de milagros hizo para aliviarlos! Verdad es que nosotros no tenemos como Él, poder de curar a los enfermos, pero podemos visitarlos en su nombre, consolando sus penas y animándolos a que sobrenaturalicen sus dolores.

    El buen Pastor conocía a sus ovejas, y llevó sobre sus hombros la oveja perdida. ¡Hermoso ejemplo, que debe estimularnos a conocer personalmente nuestro rebaño y a salir en busca de las almas extraviadas y a tratar con bondad a todos los miserables! Ojala pudiera decirse de nosotros lo que San Pedro proclamaba del divino Maestro: «Pasó haciendo el bien» (Act., X, 38).

    Pero no hay que olvidar que el ministro de Cristo que se consagra al bien de los demás no debe perder de vista el orden que exige la caridad cristiana. Si tiene cargo de almas, sus primeros cuidados los dispensará a aquellos de quienes tiene la responsabilidad inmediata, y aún entre éstos, a las almas más abandonadas y que más necesitan de sus auxilios. El guardar el debido orden en el ejercicio de la caridad no disminuye para nada la verdadera abnegación.

    Cuando el pueblo cristiano descubre en el corazón del sacerdote esta bondad desbordante, suele acudir a él con absoluta confianza en todas las dificultades de la vida. «No hay miedo de acudir a él, suele decir el pueblo; porque puede uno estar seguro de contar con su colaboración incondicional». Podéis creerme si os digo que, cuando el pueblo cristiano teme solicitar los servicios de un sacerdote –aunque, por otra parte, sea fiel a su reglamento de vida, a su meditación y a su examen– es señal inequívoca de que su alma no está plenamente poseída de la caridad de Cristo. El que no abre su corazón al prójimo, tampoco se lo abre a Jesucristo.

 

    La caridad no solamente se manifiesta en las obras, sino también en los pensamientos y en las palabras. Hay quienes son muy inclinados a emitir un juicio desfavorable de los actos y aún de las intenciones del prójimo. Si nos encontráramos en este caso, debemos saber que con ello nos oponemos a la voluntad de Dios y al privilegio que únicamente a Cristo le fue concedido. «El Padre ha entregado al Hijo todo el poder de juzgar» (Jo., V, 22).

    Solamente el ojo de Dios puede ver lo que se oculta entre los repliegues de la conciencia. Él es el único que puede darse cuenta de la parte que hay que atribuir a la ignorancia, a la fragilidad, al atavismo, a la enfermedad y al nerviosismo en las faltas de los demás, y el único que ve el encadenamiento de las causas que predisponen a un alma para que obre mal. Cuántas veces lo que a nosotros nos parece un grave pecado, a los ojos de Dios, que ve todas las circunstancias que han concurrido en el caso, merece un juicio completamente distinto.

    Aún suponiendo que tengáis una gran perspicacia, nunca os creáis lo suficientemente capacitados para apreciar en su justo valor la conducta del prójimo. Nolite judicare ut non judicemini (Mt., VII, 1). Si queréis evitar que el Señor se muestre severo con vosotros, procurad mostraros misericordiosos con los demás. «Si una acción, dice San Francisco de Sales, tuviera cien facetas, debieras mirarla por el lado mejor». Procuremos, pues, no apartarnos de la caridad al emitir nuestros juicios.

    Puede darse el caso de que, fuera del confesonario, el sacerdote se vea obligado en cumplimiento de su ministerio a hacer en público alguna advertencia desfavorable para el prójimo. Cuando llegue ese caso, debe cumplir su deber con firmeza, pero sin entrometerse a juzgar de las intenciones que haya podido tener.

    La caridad está por encima de los puntos de vista y de los criterios humanos. Por eso San Pablo dice tan admirablemente que «la caridad no piensa mal; no se alegra de la injusticia»:Non cogitat malum, non gaudet super iniquitate. Sino que, por el contrario, se alegra de todos los bienes del prójimo.

 

    Caritas non æmulatur. –«La caridad no es envidiosa». Cuando ve que otro disfruta de alguna prerrogativa, el hombre que se deja llevar de sus instintos naturales se siente apesadumbrado, como si sufriera algún menoscabo en sus derechos. Los celos pueden conducir a los más graves desórdenes. Por culpa de ellos, Caín mató a su hermano Abel y los hermanos de José lo vendieron a unos extranjeros. No permitamos que este vicio se apodere de nuestro corazón. Pero no nos extrañemos de que en el fondo de nuestra alma se insinúen algunos ligeros movimientos de envidia, ya que esto es muy humano. Pero no cedamos en lo más mínimo. Los mismos apóstoles de Cristo se sintieron en alguna que otra ocasión envidiosos los unos de los otros. San Lucas nos cuenta que, poco antes de la última Cena, facta est contentio inter eos (Lc., XXII, 24), discutieron entre sí «sobre quién de ellos había de ser tenido por mayor».

    La caridad engendra en nosotros unos criterios diametralmente opuestos: no se entristece por los éxitos de los demás, ni rebaja sus méritos, ni obra solapadamente para perjudicarles; no considera al prójimo como a un rival, ni siquiera como a un extraño, sino que, en la unidad del cuerpo de Cristo, considera al prójimo como a un hermano, como a otro yo. Esto es lo que hacía exclamar al Apóstol: «¿Quién desfallece que no desfallezca yo? ¿Quién se escandaliza que yo no me abrase?»: Quis infirmatur, et ego no infirmo? Quis scandalizatur, et ego non uror? (II Cor., XI, 29). Y añade: «Alegraos con los que se alegran, llorad con los que lloran» (Rom., XII, 15). Hasta este punto eleva los sentimientos del corazón la más excelente de las virtudes.

 

    Caritas nos quærit quæ sua sunt. – «La verdadera caridad es completamente desinteresada, y no busca el propio interés». El sacerdote debe saber que Dios le ha elegido, ante todo, para trabajar por los intereses sobrenaturales del prójimo, sin que en ello pueda buscarse para nada a sí mismo, a ejemplar de San Pablo, que dice: «Me debo tanto a los sabios como a los ignorantes» (Ibid., I, 14).

    Si recordáis la teoría de Hobbes, os daréis más perfecta cuenta del espíritu que informa a la caridad. Este filósofo inglés concibió un estado social en el que cada uno podría reivindicar la totalidad de sus derechos. De ello resultaría fatalmente que los hombres estarían en guerra perpetua, y cada uno vería en sus semejantes a otros tantos enemigos que le disputaban el disfrute de sus ambiciones. Esta teoría constituye la apoteosis del egoísmo. Pero su conocimiento nos es útil, porque nos hace comprender mejor cómo la caridad eleva al hombre por encima de las preocupaciones del propio «yo». El espíritu de la reina de las virtudes sobrepasa los estrechos límites del interés personal. La caridad dilata el alma, haciendo que ame a Dios sobre todas las cosas y que se olvide de sí misma para dedicarse a procurar el bien del prójimo.

    Cuando el hombre vive de este ideal, no está siempre celoso de conservar sus derechos, sino que practica lo que tanto recomienda San Benito: «Nadie busque lo que cree que le es útil, sino lo que es provechoso para los demás»: Nullus quod sibi utile judicat sequatur, sed quod magis aliis. En Irlanda se suele decir, a modo de chanza, en los momentos de pánico: «Cada uno para sí y que el diablo coja al último». Pero debemos preferir la expresión del Apóstol: «Desearía ser yo mismo anatema de Cristo por mis hermanos» (Rom., IX, 3). Esta frase, que rechaza todo egoísmo, es la más acabada expresión de toda la grandeza que encierra la caridad cristiana.

 

    Non est ambitiosa, non inflatur. –«La caridad es humilde». Porque se da sin esperar a cambio la gloria, sin pregonarlo públicamente, sin atribuirse mérito alguno. Esta consagración al bien de los demás, totalmente desprovista de vana complacencia, hace que la caridad cristiana sea en un todo conforme a la de Jesucristo.

    A lo largo de toda su vida, el divino Maestro manifestó su humildad en el ejercicio del amor, pero nunca llegó a ser tan impresionante esta humildad como cuando, poco antes de la última Cena, se arrodilló a los pies de sus apóstoles y les lavó los pies.

    El sacerdote que, en el ejercicio de su ministerio, imita esta humildad del Salvador, «no romperá la caña cascada ni apagará la mecha humeante» (Isa., 42, 3). Aún cuando el cumplimiento de su deber le obligue, a veces, a contradecir, a resistir y a combatir, en todas estas ocasiones se comportará con el comedimiento que el recuerdo de su propia flaqueza y el espíritu de caridad le sugieran.

    Todas estas pruebas de bondad y de amor son otras tantas manifestaciones de esta única y sobrenatural virtud que el Salvador trajo al mundo. Si la practicamos tal como San Pablo la describe, imitaremos la misericordia de Jesucristo, y esta semejanza, por pequeña que sea, hará que nos asemejemos a la caridad del mismo Dios.

    Si de veras amamos al prójimo, le amamos por Él, como Él y por su gracia.

 

5. – La caridad en el ministerio de la palabra

    El sacerdote no solamente da a los hombres las gracias de los sacramentos, sino también la doctrina de Jesucristo. El ha recibido del Señor un ministerium verbi (Act., XX, 24), y tiene la misión de recordar a los fieles las verba Christi. Sea en el púlpito como en el confesonario, lo mismo en la visita a los enfermos que en la enseñanza del catecismo, o aún en la simple conversación, las palabras que brotan de los labios del sacerdote tienen una gran influencia para elevar el nivel de la vida espiritual de los fieles.

    La revelación es un «depósito» precioso, de cuya custodia todos los sacerdotes son en alguna manera responsables. «¡Oh Timoteo!, guarda el depósito a ti confiado, evitando las vanidades impías y las contradicciones de la falsa ciencia» (I Tim., VI, 20). Al ministro de Cristo incumbe la misión de adiestrar a los fieles en la inteligencia de las grandes y fecundas verdades de la revelación. Sacerdotem oportet prædicare, dice el Pontifical.

    «Dios nos habló por su Hijo»: Novissime, diebus istis, locutus est nobis in Filio (Hebr., I, 2). El Verbo es la expresión más acabada de la perfección infinita del Padre y Él mismo, en cuanto hombre, nos ha revelado con un lenguaje humano, adaptado a la limitada capacidad de nuestra inteligencia, los secretos de esta vida divina: Unigenitus Filius qui est in sinu Patris ipse enarravit (Jo., I, 18).

    Por medio de Jesús se han hecho asequibles a nuestra inteligencia los pensamientos de la Sabiduría eterna; y la Escritura y la Tradición son los vehículos por los que se han transmitido al mundo. «Estas palabras son como semillas que trasmiten la vida»: Semen est verbum Dei (Lc., VIII, 11). Verba quæ ego locutus sum vobis, spiritus et vita sunt (Jo., VI, 63).

    Cuando el sacerdote anuncia estas verdades, no habla en nombre propio, sino que es un embajador que habla en nombre de su Señor: Pro Christo legatione fungimur (II Cor., V, 20), y obedece a la orden de Cristo, que dijo: «Id, y enseñad» (Mt., XXVIII, 19). Es el mismo Salvador quien se sirve de los labios del sacerdote para dirigirse al pueblo cristiano (Isa., LI, 16). «Cristo ha orado por todos cuantos acepten su palabra» (Jo., XVII, 20). Todo sacerdote debe decir a semejanza del Apóstol: «¡Ay de mí, si no evangelizara!»: Væ mihi si non evangelizavero (I Cor., IX, 16).

    Los pastores protestantes predican a veces con una convicción, que os admiraría; pero el mal está en predicar sin tener «misión» de predicar. Si nosotros tenemos el deber de hacer llegar a los hombres la palabra de Dios, lo tenemos por un principio de autoridad: Deo exhortante per nos (II Cor., V, 20). Vuestro obispo ha recibido su misión de manos de la Iglesia; y si él os «envía» a enseñar a los hombres las verdades de la revelación, vuestra palabra tiene toda la autoridad de un legado divino: Quomodo prædicabunt nisi mittantur? dice San Pablo(Rom., X, 15): «¿Cómo es posible predicar sin haber recibido una misión sobrenatural?»

    Por lo que respecta a la misma predicación, reflexionemos un poco en las breves pero fecundísimas normas que nos da San Pablo: «Predica la palabra, insiste a tiempo y a destiempo, arguye, enseña exhorta con toda longanimidad y doctrina»: Prædica verbum; insta oportune, importune; argue, obsecra, increpa in omni patientia et doctrina (II Tim., IV, 2).  No vamos a hacer un análisis detallado de estas normas; pero vamos, siquiera, a destacar brevemente algunos puntos.

 

    Ante todo, el Apóstol nos dice: «Predica». –El ministerio de la palabra que el Señor ha confiado a los sacerdotes consiste esencialmente en dar a conocer el mensaje evangélico y el valor de las creencias cristianas: Testificari Evangelium gratiæ Dei (Act., XX, 24). Es indispensable que, para cumplir debidamente su cometido, el sacerdote se apoye en un fondo doctrinal. Para predicar bien hay que ilustrar las inteligencias y conmover al mismo tiempo los corazones.

    Para conseguirlo, debéis procurar alimentar vuestra alma con el manjar de la Sagrada Escritura. «Todo cuanto está escrito, para nuestra enseñanza fue escrito, a fin de que por la paciencia y la consolación de las Escrituras estemos firmes en la esperanza» (Rom., XV, 4). Yo creo que para toda alma que busca a Dios sinceramente le basta con lo que enseñaron el Señor y los apóstoles. Si predicamos a Cristo, siempre será eficaz la inmensidad de sus gracias.

    Se requiere, además, una sólida formación teológica para poder exponer las verdades reveladas guardando la fidelidad debida al lenguaje adoptado por la Iglesia.

    A los sacerdotes jóvenes les aconsejo que, al menos durante los tres primeros años de su ministerio, se tomen el trabajo de escribir sus sermones.

 

    «Insiste a tiempo y a destiempo». – San Pablo nos dice con estas palabras que el celo del ministro de Cristo no debe entibiarse nunca. Que siempre y en todas partes su conciencia le recuerde la misión que ha recibido. Pero, con todo, este ardor debe revestirse de moderación y de prudencia, de tal manera que en su acción cerca de las almas nunca falte el buen sentido. Y aún hay casos en que es menester esperar largos años antes de que llegue la hora de la gracia.

 

    «Arguye, enseña». –No podemos quedar indiferentes ante las faltas morales y los errores doctrinales de nuestros fieles. Y llegará la ocasión de que tengamos que reprochar a nuestros cristianos su mala conducta y ponerles en guardia contra los peligros que corre su fe. Seamos diligentes en el cumplimiento de este deber, pero no seamos de los que, cuando suben al púlpito, no hacen otra cosa que demostrar su descontento y bramar contra todo el mundo. Creen equivocadamente que, con proceder de esta manera, anuncian el Evangelio, cuando la verdad es que les anima un celo lleno de amargura y desabrimiento. Y el Apóstol Santiago nos dice estas tremendas palabras: «La cólera del hombre no obra la justicia de Dios»: Ira enim viri justitiam Dei non operatur (I, 20). Los que así obran no pueden decir que practican el consejo del Apóstol, que nos advierte que debemos predicar in omni patientia.

 

    «Exhorta». –El sacerdote deberá animar a sus fieles a la práctica del bien. No puedo detenerme aquí a exponer las diversas formas que puede revestir esta exhortación. Cada uno debe adaptarse a su auditorio. Pero notemos que las más de las veces la propia convicción del predicador será el argumento más eficaz para estimular a sus oyentes: Nos credimus, propter quod et loquimur (II Cor., IV, 13). Habrá ocasiones en que sea preciso que el sacerdote se dirija a su pueblo para instarle a que cambie de conducta, y es posible que una exhortación apremiante dé mejores frutos que una reprimenda, por muy merecida que sea. Y no faltan almas a las que únicamente se les puede llevar a Cristo por el camino de la bondad; recurramos entonces a su rectitud de corazón.

    Si tal es la grandeza del ministerio de la palabra, fácilmente se comprenderá cuán lejos están de este ideal los que en la conversación ordinaria revelan su amargura y se muestran siempre más dispuestos a criticar que a estimular y a consolar. Hay sacerdotes celosos que se complacen en pintarlo todo de colores oscuros, a quienes nada ni nadie les deja satisfechos y no cesan de criticarlo todo, aunque se trate de los mismo superiores. No lo hacen por maldad, sino por una «extravagancia», por una manía que es preciso corregir. La caridad de Cristo es completamente opuesta a esta tendencia que pone en compromiso la influencia sobrenatural del sacerdocio. En la obra de la educación de los jóvenes, este espíritu de crítica estéril actúa como un disolvente, o perjudica al ardor y a la alegría que les es tan necesaria a los jóvenes para hacer frente a la vida.

    Siempre ha habido reformas en las distintas épocas de la vida de la Iglesia. La relajación de la moral cristiana, los errores dogmáticos y las adaptaciones a las nuevas condiciones sociales las han hecho necesarias. Toda reorganización debe partir de la cabeza y no de los miembros. Estos pueden sugerir y solicitar que se adopte una nueva postura por estimar que así lo exigen las circunstancias; pero nunca deben tomar la iniciativa independientemente de la autoridad establecida.

    Recordad lo que sucedió en el siglo XVI. Era evidente que la Iglesia necesitaba una reforma. Y Lutero, Zuinglio, Calvino y Melancton quisieron cambiarlo todo, sin que para ello hubieran recibido misión alguna. Estos innovadores no eran del todo perversos: así, por ejemplo, Melancton detestaba los excesos de Lutero, y su innegable lealtad merece nuestro respeto. Pero todo este movimiento provenía de abajo, y lo que hizo fue desgajar a pueblos enteros de la unidad de la Iglesia.

    El Concilio de Trento fue quien realizó la verdadera reforma. Se hizo de arriba abajo, de la cabeza a los miembros. Así es como Dios la quería; y como se hizo bajo la inspiración del Espíritu Santo, produjo los mejores frutos.

    Tanto en nuestras palabras como en nuestra conducta, debemos procurar dejar siempre a salvo «la unidad en la caridad». Todo lo que divida, bien sea a la Iglesia como a la diócesis, a la parroquia como a la comunidad, todo lo que disgregue la energía, debemos evitarlo como opuesto al verdadero celo que reclama nuestra condición de sacerdotes.

 Permitidme que, antes de terminar, os recuerde un punto de capital importancia.

    Nemo dat quod non habet. –El que no tiene vida interior no podrá ejercer en las almas una acción que sea fecunda. Nada podremos dar a los demás sino de lo que sobra a la plenitud de nuestra vida espiritual y de la firmeza de nuestra convicciones religiosas asimiladas en la oración y en la meditación: Contemplata aliis tradere, como dice hermosamente Santo Tomás[Summa Theol., II-II, q. 188, a. 6].

    El día de vuestra ordenación, el obispo os dijo en nombre de Jesucristo; Jam non dicam vos servos… vos autem dixi amicos (Jo., XV, 15). Si sois verdaderamente «los amigos íntimos de Jesús», vuestra mayor felicidad debe consistir en aumentar el conocimiento y el amor de Cristo en cada alma rescatada con su sangre. La verdadera elocuencia es fruto de la verdad vivamente sentida y expresada. Si no hay profundas convicciones ni unión con Cristo, podrá hacerse mucha retórica que acariciará deleitosamente los oídos del auditorio e hinchará de vanidad al predicador; pero no se hará más que esto.

Y la razón es clara. Porque, para poder conmover a las almas, es preciso que estemos unidos a Aquél que es la fuente de todo bien y que trabajemos con absoluta dependencia de Él. Nunca se repetirá bastante que nosotros no somos otra cosa que causas instrumentales de la gracia. Y es bien sabido que la causa instrumental no obra sino en cuanto está unida a la causa principal: el pincel puede realizar maravillas, pero a condición de que lo maneje un artista. La santa Humanidad de Jesús estaba «siempre unida a la divinidad». Por eso, en lenguaje teológico se dice que es instrumentum conjunctum divinitati. Por el contrario, nosotros por nosotros mismos somos instrumenta non conjuncta. Esta es la razón de porqué debemos unirnos a Cristo por la fe y el amor, para que se digne obrar Él mismo por nuestro ministerio.

    Nuestra misión es sobrenatural. Cuando encuentran un sacerdote completamente consagrado a su misión, los indiferentes y aún los enemigos de la religión se sienten obligados a venerarle. Mirad al Cura de Ars. Miles y miles de hombres de todas partes se sentían atraídos hacia él. Y todo porque era un santo. Dios lo eligió para hacernos ver hasta qué extremos puede extenderse la irradiación sobrenatural de un sacerdote que, olvidándose de sí mismo, vive enteramente del amor de Dios.

    Recordemos, por último, que el acto más excelso de la caridad sacerdotal es la Misa bien dicha. Cuando celebra, el sacerdote no puede pensar exclusivamente en sí mismo, ya que lleva en su corazón la responsabilidad de las almas que le están confiadas. Que ruegue por sus ovejas, por las obras de celo que ha emprendido, por su parroquia, por su diócesis, por toda la Iglesia, y de este cáliz de bendición que él consagra se derramará sobre todas las almas, aún sobre las que están más alejadas, una oleada de gracias y de misericordias.

    En el Calvario, Jesús cargó con nuestras angustias y nuestros dolores. Él era el buen Pastor que da la vida por todas sus ovejas.    Cuando el ministro de Cristo llega en el altar al momento de la ofrenda del cáliz, también él deberá abrazar, en un gesto de desbordante caridad, todas las múltiples necesidades de la humanidad entera: Offerimus tibi, Domine, calicem… ut pro nostra et totius mundi salute, cum odore suavitatis ascendat.

                                  SEGUNDA PARTE

 

LA OBRA DE LA SANTIFICACIÓN SACERDOTAL (CONTINUACIÓN)

 

UNDÉCIMA MEDITACIÓN

 

«HACED ESTO EN MEMORIA MÍA»

 

B) IN IIS QUAE SUNT AD DEUM

 

    La obra de nuestra santificación se consolida a medida que nos aplicamos a la práctica de las virtudes que son propias de nuestra condición de mediadores, es decir, cuando cumplimos las obligaciones que nos imponen los actos del culto y de la vida espiritual. Esta es la doctrina del Apóstol: «Todo Sacerdote tomado de entre los hombres, a favor de los hombres es instituido para las cosas que miran a Dios»: Constituitur in iis quæ sunt ad Deum (Hebr., V, 1).

    Estos actos ya de por sí son santos. Y por eso decimos: la santa Misa, la santa comunión. Y la razón de ello es que estos actos nos ponen en contacto inmediato con la fuente de toda santidad. Lo mismo se puede decir, aunque en menor escala, del oficio divino, de la oración privada y de las acciones ordinarias que practicamos diariamente.

    En los capítulos siguientes veremos cuáles son las acciones que, como ministros de Cristo, debemos ejecutar todos los días. Un conocimiento más profundo de su naturaleza y de los beneficios sobrenaturales que nos proporcionan nos ayudará eficazmente en la obra de nuestra perfección.

    San Pablo coloca el santo sacrificio en el primer plano de Ea quæ sunt ad Deum.

    Y con sobrada razón.

    El sacramento del orden ha sido instituido para conferir a los hombres el poder de consagrar el cuerpo y la sangre de Cristo. La comunicación de este poder constituye la razón de ser de la imposición de las manos.

    Cuando el sacerdote celebra el mysterium fidei, no solamente ejecuta una de las múltiples funciones que son inherentes a su elevada dignidad, sino que realiza el acto esencial de ésta. Este acto sobrepuja en poder a cualquier otro ministerio, bien sea ritual, bien sea pastoral. Por eso es por lo que toda la vida del sacerdote debiera ser un eco o una prolongación de su Misa.

    Para poder hablar como conviene a la dignidad del santo sacrificio, sería preciso ser no ya hombre, sino ángel, y aún ni un ángel sabría explicar toda la sublime grandeza de los misterios del altar, porque sólo Dios puede apreciar en su justo valor la inmolación de todo un Dios. «Si llegáramos a comprender lo que es la Misa, dice el santo Cura de Ars, moriríamos de amor».

    A pesar de todo, nos es de gran utilidad meditar en la grandeza de la santa Misa, porque es el centro de toda la vida de la Iglesia y la fuente de innumerables gracias: aquella fuente mística que describe San Juan en el Apocalipsis, cuyas aguas fecundan la ciudad celestial (XXII, 12).

    Los efectos que estos misterios divinos obran en nuestras almas dependen en gran parte de «nuestra fe y de nuestra devoción»: Quorum tibi fides cognita est et nota devotio.

    Con objeto de ilustrar vuestra fe, voy a proponeros las enseñanzas de la Iglesia, dejando a vuestra piedad el cuidado de profundizar estos mismos pensamientos en la oración.

    Cuando se trata del sacrificio de la Misa, es mucho mejor acudir a las fuentes auténticas para tomar de ellas la doctrina en toda su pureza que detenerse en la consideración de las opiniones teológicas de los autores. No olvidemos nunca que, en las cosas que dependen de su libre voluntad, Dios pudo haber concebido y realizado un plan completamente distinto del actual. Y para conocer lo que en realidad ha querido, necesitamos acudir a la revelación, porque Él es el único que nos puede descubrir sus pensamientos y sus designios. En esta materia, nada podemos saber con certeza por nuestras propias fuerzas.

    Hay dos fuentes para conocer lo que Dios nos ha revelado: la Escritura y la Tradición. Estas fuentes no siempre son fáciles de interpretar; y por eso los protestantes, que las interpretan cada uno a su manera, caen con tanta facilidad en el error. Pero si el Soberano Sacerdote o un Concilio definen un dogma, estamos seguros de poseer la verdad, porque el Espíritu Santo es el Maestro de la Iglesia. La enseñanza de la Iglesia es la norma inmediata de nuestra fe: Regula proxima fidei.

    También la sagrada liturgia nos manifiesta cuál es el pensamiento de la Esposa de Cristo. La Iglesia refleja sus creencias en la oración, indicándonos al mismo tiempo cuál es el sentido genuino de las palabras de la Escritura y la tradición auténtica con respecto a la Eucaristía. En la escuela de la liturgia, somos como niños pequeñitos que aprenden a orar al tiempo que escuchan cómo ora su madre. Y esto se realiza principalmente en la Misa, que es el sol del culto cristiano. Las fórmulas y los ritos con que la Iglesia rodea la celebración del divino sacrificio sirven a maravilla para hacernos comprender cuál es su grandeza.

    El Concilio de Trento es el que, entre todos, ha fijado con mayor amplitud y precisión la doctrina tradicional sobre el santo sacrificio.

    Los principios establecidos por el Concilio fueron, principalmente, éstos: la Misa es «un sacrificio verdadero y real»: verum et propium sacrificium [Sess. XXII, can.1]. Saliendo al paso de lo que enseñaban los reformadores del siglo XVI, definió que la Misa es algo más que un recuerdo de la Cena del Señor, que no es un simple rito en el que se ofrece a Cristo oculto bajo las especies sagradas, ni solamente una representación simbólica de su muerte, sino «un sacrificio verdadero y real».

    En segundo lugar, la oblación de la Misa es la misma que la del Calvario. La única diferencia que existe entre ambos sacrificios consiste en la diversa manera en que se ofrecen: sobre nuestros altares, declara el Concilio, «el mismo Cristo se ofreció en el altar de la cruz de una manera sangrienta, se hace presente y se ofrece incruentamente» [Sess. XXII, cap. 2].

    Es verdad que la Misa no renueva la redención, pero también es cierto que, por medio de la inmolación sacramental, perpetúa a través de los tiempos la oblación de este único sacrificio y «nos aplica ubérrimamente sus frutos»: Oblationis cruentæ fructus per hanc incruentam uberrime percipiuntur [Ibid.].

 

1.­- Naturaleza del sacrificio

    El sacrificio es un acto de religión por el cual reconocemos la majestad infinita de Dios y el supremo dominio que tiene sobre nosotros. Dios es eterno, omnipotente y Señor universal de todas las cosas. Nosotros somos criaturas suyas. Él nos ha creado de la nada y, cuando llegue la hora de la muerte, volveremos a Él, por más que queramos resistirnos. La verdad, el orden y la justicia exigen que reconozcamos este poder de Dios, Señor de la vida y de la muerte, primer principio y último fin de todas las cosas.

    La Sagrada Escritura da frecuentemente el nombre de «sacrificios», en el sentido lato de la palabra, a los actos interiores de adoración, de acción de gracias y de contrición por los que el hombre reconoce su absoluta dependencia: «El sacrificio grato a Dios es un corazón contrito» (Ps., 50, 19).

    Mas, para que haya sacrificio en el sentido estricto de la palabra, el culto religioso debe manifestarse externamente, ya que el sacrificio es la expresión visible de los homenajes íntimos que le son debidos a Dios y la señal que los revela. De ahí su importancia cuando a Dios se le tributa el culto en común.

    Podemos honrar a la Santísima Virgen, a los ángeles, a los santos y aún a los mismos hombres con algunas muestras de respeto, con ofrendas y con dones. Pero hay una acción religiosa que es la expresión más acabada de la nada de la criatura ante «Aquél que es» (Exod., III, 14). Y consiste en la destrucción de una cosa, para significar, por medio de este rito sagrado, el dominio absoluto que Dios tiene sobre el hombre. Su misma naturaleza impulsa al hombre a rendir este homenaje a Dios. Aunque rodeado de misterio, este gesto humano simboliza mejor que ningún otro la soberanía de Dios. La misma ley natural establece que el sacrificio es el acto central del culto.

    En la religión mosaica, eran muchos y muy diversos los sacrificios sangrientos. Todos tenían por fin hacer propicio a Dios. Algunos de aquellos sacrificios eran principalmente expiatorios, mientras otros eran, sobre todo, latréuticos y eucarísticos. Y todos eran figura del sacrificio de la cruz, ya que, como enseña San Pablo, aquellos ritos no eran por sí mismos sino «elementos flacos y pobres» (Gal., IV, 9). Lo mismo que todo el Antiguo Testamento, todo su valor les venía de que eran una figura del sacrificio de la cruz: Hæc omnia in figura contingebant illis (I Cor., X, 11), «eran sombra de las realidades futuras» (Col., II, 17). Por eso, cuando el pueblo hebreo salió de Egipto, tiñeron con la sangre del cordero pascual las puertas de las casas de Israel, para que esta señal preservara de la muerte a los primogénitos.

    También la Misa estaba anunciada y prefigurada en aquellos sacrificios antiguos. Ella es, según nos dice el Concilio, «como su perfección y consumación»: Velut illorum omnium consummatio et perfectio [Sess. XXII, cap.1]. Esto quiere decir que todo el poder de adoración, de propiciación y de acción de gracias que tenían los sacrificios de los patriarcas y los ritos del culto mosaico está también contenido, y de un modo sobreeminente, en el misterio de nuestros altares.

 

2.- Carácter propiciatorio del sacrificio de la cruz

    Para comprender mejor toda la grandeza de la santa Misa, vamos a trasladarnos en espíritu al Calvario para asistir a la inmolación de Jesús.

    Allí está, colgado de la cruz a la que le ha llevado su amor. Adoremos en Él a «nuestro Sacerdote, santo, inocente, inmaculado, apartado de los pecadores» (Hebr., VII, 26). Él es al mismo tiempo la víctima santa: se ha hecho nuestro hermano, y ha cargado sobre sí todos nuestros pecados.

    ¿Tenía su sacrificio un carácter propiciatorio? Sin duda alguna. ¿Y qué significa esta palabra? Se dice que un sacrificio es propiciatorio cuando, en virtud de la inmolación sagrada, se cambia la actitud adoptada por Dios respecto de los hombres y, de irritada que era, se vuelve favorable, inclinada a la clemencia, al perdón y a la reconciliación.

    Ved, por ejemplo, en el Antiguo Testamento, la descripción de un memorable sacrificio de propiciación: el de Noé después del diluvio. Nos refiere el Génesis que, a causa de las iniquidades de los hombres, el Señor había decidido exterminar la raza humana, con la única excepción de Noé y de los suyos. Cuando Noé salió del arca, levantó un altar de piedra y, rodeado de sus hijos, ofreció al Señor un sacrificio de «animales puros». Y la Escritura añade que la actitud del Señor cambió completamente: «Aspiró Yahvé el suave olor, y se dijo en su corazón: No volveré ya más a maldecir a la tierra por el hombre» (Gen., VIII, 21). Y en señal del perdón que otorgaba, el Señor hizo brillar el sol y puso su arco en las nubes, testimoniando de esta manera que aceptaba de nuevo la amistad de sus criaturas (Ibid., IX, 13-20).

    Este sacrificio de Noé, como todos los demás de la Ley mosaica, no era otra cosa que una pálida imagen de la ofrenda que hizo nuestro Salvador en la cruz, que fue, en realidad, y de una manera eminente, un verdadero sacrificio de propiciación. Esta fue la inmolación que Dios hizo a Dios. Así lo afirma San Pablo: «Quien siendo Dios en la forma, no reputó codiciable tesoro mantenerse igual a Dios, antes… se humilló, hecho obediente hasta la muerte» (Philip., II, 6-8). Por su sumisión y su amor, Cristo presentó a su Padre una satisfacción completamente adecuada, en reparación de la ofensa que había inferido a su majestad el desorden de todas las iniquidades del mundo.

    Este homenaje digno de Dios fue totalmente aceptado, porque no solamente había sido previsto, sino incluso preparado por el Padre en los misericordiosos designios de su sabiduría y de su bondad. Por eso pudo decir el Apóstol con toda verdad: «Y plugo al Padre que en Él habitase toda la plenitud de la divinidad y por Él reconciliar consigo, pacificando por la sangre de su cruz todas las cosas» (Col., I, 19-20). Y añade en otro lugar: «Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo»: Deus erat in Chris-to, mundum reconcilians sibi (II Cor., V, 19). Y en la carta a los romanos: «Fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su hijo» (V, 10).

    ¿Acaso no afirmó Jesús en la última Cena que la efusión de su sangre iba a sellar «una alianza  nueva y eterna»?... Gracias a Él, Dios adoptará siempre con nosotros una actitud de perdón, de amor y de misericordia.

    El sacrificio de la cruz fue un sacrificio propiciador.

 

3.- La Misa, sacrificio propiciatorio

   El sacrificio eucarístico es la continuación sacramental del sacrificio de la cruz. «Siempre que celebramos los divinos misterios, quotiescumque, «anunciamos la muerte del Señor»: Mortem Domini annuntiabitis (I Cor., XI, 26). El concilio precisa el sentido de las palabras del Apóstol: Es el mismo [Cristo] el que ahora se ofrece por ministerio de los sacerdotes y el que entonces se ofreció a sí mismo en la cruz»: Idem nunc offerens sacerdotum ministerio, qui seipsum tunc in cruce obtulit [Sess. XXII, cap. 2].

    Procuremos comprender todo el alcance de estas palabras, porque así se nos manifestará en toda su evidencia el carácter propiciatorio de la Misa.

    Para Dios no existe el pasado ni el futuro, porque posee en un inmutable presente toda la infinitud de su vida de conocimiento, de amor y de felicidad. Santo Tomás [Summa Theol., I, q. X, a. 1] emplea la misma luminosa definición de la eternidad que dio Boecio: Interminabilis vitæ tota simul et perfecta possessio. Esto significa que Dios, en un Nunc stans, es decir, en unahora que trasciende todo límite y toda sucesión, «posee de una manera perfecta, total y siempre actual (tota simul), la plenitud de una vida que no tiene principio ni fin». Para nosotros, por el contrario, todo es una continua sucesión; la misma existencia se nos da instante a instante. Por eso se mide por el tiempo. Pero Dios, en su eternidad, contempla de una sola mirada todas las cosas que se suceden en el tiempo y que para el hombre constituyen el pasado, el presente y el porvenir.

    Y por eso, cuando llega el momento de la consagración, se representa ante Dios todo el drama del Calvario, con todo el cortejo de sufrimientos y de humillaciones que experimentó Jesucristo. Y podemos decir con toda verdad que entonces desplegamos a los ojos del Eterno todo aquel divino pasado. Con justo título dice, pues, el Apóstol que en cada Misa «anunciamos al Padre la muerte de su Hijo».

    Recordáis perfectamente la historia de los hermanos de José (Gen., XXXVII, 31-32). Después de haber tramado la muerte de José y luego de haberle vendido a unos extranjeros, tiñeron de sangre sus vestidos y se los enviaron a Jacob para darle a entender que su hijo había muerto.

    Cada vez que el sacerdote celebra la Misa, muestra al Padre, no ya los vestidos de nuestro Salvador como prueba de su pasión, sino a su mismo Hijo que, bajo el velo de las especies sacramentales, realiza una verdadera inmolación, aunque sea sacramental.

    Detengámonos de vez en cuando a considerar esta idea. ¿Qué es lo que ve el Padre sobre el ara donde se ofrece el santo sacrificio? El cuerpo y la sangre del «Hijo de su amor»: Filius dilectionis suæ (Col., I, 13). ¿Y qué es lo que hace su Hijo en el altar? Annuntiat mortem: pone ante los ojos del Padre su amor, su obediencia, sus sufrimientos, el don de su vida. Y entonces el Padre vuelve a nosotros su mirada misericordiosa.

    Son muchas las fórmulas de nuestra liturgia que expresan este carácter propiciatorio de los misterios del altar.

    Cuando en el ofertorio el sacerdote eleva el cáliz, ¿qué es lo que pide la Iglesia en retorno de esta ofrenda? Que, por ella, el Señor se muestre favorable a «la salud de todo el mundo»:Pro nostra et totius mundi salute. Cuando después de la consagración están sobre el altar el cuerpo y la sangre de Jesucristo, pedimos al Padre que se digne mirar a nuestro sacrificio «con una mirada de bondad y de clemencia»: Propitio ac sereno vultu respicere digneris.

    Toda esta doctrina está concisamente expresada en una oración super oblata: Propitiare, Domine, populo tuo… «Vuélvete propicio, Señor, a tu pueblo… para que, aplacado con esta oblación, nos concedas tu perdón y escuches nuestras demandas» [Dominica XIIIª después de Pentecostés. Véase también la secreta de la misa de San Cirilo].

    Fue tan grande la santidad del sacrificio del Hijo de Dios en el Calvario y su poder de propiciación, que ni el crimen de los verdugos, ni su odio, ni sus blasfemias pudieron restar absolutamente nada al valor de aquella ofrenda sagrada, ni impedir el triunfo de la redención. Y lo mismo puede afirmarse del sacrificio de nuestros altares. «No puede mancillarse, nos declara el concilio, por la indignidad ni la malicia de los ministros»: Nulla indignitate aut malitia offerentium inquinari potest [Sess. XXII, cap. 1].

    Reavivemos con frecuencia nuestra fe en la grandeza de la Misa. Lo que más importancia tiene a los ojos del mundo son las cuestiones financieras e industriales, los negocios y los sucesos políticos. Todas estas cosas tienen su valor, como que forman parte de nuestro destino temporal. Pero a los ojos de la fe, la Misa pertenece a un orden de valores infinitamente superior, puesto que glorifica plenamente a Dios. Hay muchos espíritus que son incapaces de comprender esta verdad y nos tratarán de exagerados. Pero cuando en el otro mundo vean la realidad, comprenderán que solamente son grandes aquellas acciones humanas que transcienden a la eternidad.

    Cuántas veces se dice con irreflexivo desdén de un sacerdote, que «dice su misita» y apenas vale para hacer ninguna cosa útil. Pero lo cierto es que, a los ojos de la Verdad infalible, este sacerdote que celebra su Misa con piedad, aunque nadie asista a ella, realiza una obra divina, porque honra al soberano Señor y le vuelve propicio para las miserias de todo el mundo.

 

4.- La Misa, sacrificio de alabanza y de acción de gracias

    Al mismo tiempo que sacrificio propiciatorio, la Misa es «una alabanza, una acción de gracias»: Sacrificium laudis et gratiarum actionis [Sess. XXII, can. 3].

    El culto de alabanza que se le tributa a Dios implica diferentes homenajes. Y esto porque el Señor es digno de toda adoración, de toda bendición y de toda acción de gracias. Estos homenajes, unidos a la satisfacción que ofreció Jesús a la justicia divina, constituyen el fin primario del sacrificio. Por eso es por lo que en la liturgia de la Misa se escuchan tan repetidas veces exclamaciones como éstas: Gloria Patri et Filio… Adoramus te, Glorificamus te… Laus tibi Christe. Deo gratias. La respuesta que da el acólito al Orate fratres indica claramente este propósito: «Que el Señor reciba este sacrificio en alabanza y gloria de su nombre». Sólo en segundo lugar se citan nuestro provecho espiritual y el de la Iglesia.

    La liturgia del cielo no conoce otros transportes que el de la alabanza admirativa, el del amor y el de la alegría. El sacrificio de Jesús será eternamente perenne por su eficacia, ya que por él se salvan y alcanzan su felicidad los elegidos; pero la expiación y la impetración del perdón dejarán de existir en cuanto tales. San Juan, en su Apocalipsis, describe esta luminosa liturgia celestial: él vio al Cordero inmolado echado ante el trono de Dios, rodeado de los ancianos y de la innumerable muchedumbre de los elegidos que habían sido rescatados por su sangre divina, todos los cuales cantaban: «Al que está sentado en el trono y al Cordero la bendición, el honor, la gloria y el imperio por los siglos de los siglos» (V, 13). Aprendamos a ver, a través de los velos de estos símbolos, el esplendor de las realidades del cielo.

    Todas la Misas que se celebran en la tierra se unen a la liturgia del cielo. En el silencio de la hostia, el Hijo de Dios da a su Padre, en cuanto Verbo, una gloria incomprensible, que es insondable para nosotros y sobrepasa nuestros alcances. Pero, con todo, nosotros podemos ofrecer esta misma alabanza, porque el Padre se complace en ello: «¿No es, acaso, el Hijo el mismo esplendor de su gloria?»: Splendor gloriæ et figura substantiæ ejus (Hebr., I, 3).

    Esto no obstante, nuestro primer deber, cuando celebramos la Misa, es el de unirnos a la alabanza que ofrece Jesús en su santa humanidad. Esta alabanza consiste en que la Trinidad sea glorificada por Aquél que, por razón de la unión hipostática, es el único que, en nombre de la Iglesia, ofrece un culto de dignidad infinita.

    Conocéis perfectamente los actos de homenaje esenciales del sacrificio. La adoración debe ser como el fundamento en que los demás se apoyen. ¿No somos, por ventura, pobres criaturas, pobres miserables que necesitan recibirlo todo de la mano de Dios? De Él hemos recibido el ser y la vida y nuestro patrimonio es la nada. Para que sean verdaderas, nuestra alabanza, nuestra admiración y nuestra acción de gracias deben ser una constante adoración. La liturgia nos dice, refiriéndose a los espíritus bienaventurados: Laudant angeli, adorant dominationes, tremunt potestates. Tremunt, «tiemblan», y eso que son naturalezas angélicas purísimas, que no han cometido el menor pecado; pero contemplan la majestad divina y se sienten anonadados en su presencia.

    Si Dios levantara el velo y nos mostrara la grandeza del misterio que se realiza en el altar, a semejanza de Moisés, «no nos atreveríamos a levantar los ojos hacia Él»: Non audebat aspicere contra Dominum (Exod., III, 6). ¿Y qué es lo que nos enseña la Iglesia? Præstet fides supplementum sensuum defectui: «La fe debe hacer que lo sobrenatural se nos muestre tan presente como si lo viéramos con nuestros propios ojos». En algunos santos, como San Felipe de Neri, era tan viva esta fe, que atravesaba el misterio y les hacía palpar la realidad.

    La Misa es, además, una «eucaristía» por excelencia, o lo que es lo mismo, un espléndido homenaje de gratitud. La antigüedad cristiana gustaba de llamar a la Misa con este nombre con preferencia a cualquier otro. «El mismo Señor ha sido quien ha puesto en manos de la Iglesia un don divino»: Offerimus… de tuis donis ac datis. Cuando presentamos al Padre el cuerpo y la sangre de su Hijo, le hacemos una ofrenda de acción de gracias, que siempre encuentra la mejor acogida.

    Las almas nobles experimentan la necesidad de testimoniar su agradecimiento; al paso que hay otras que sólo se preocupan de sí mismas y, como están persuadidas de que todo se les debe, nunca se preocupan de dar las gracias. Un alma de temperamento magnánimo y humilde está siempre ansiosa de demostrar su gratitud. Así, por ejemplo, Santa Teresa, de quien nos dice el Introito de su misa propia que «tenía un corazón tan dilatado como las arenas que bordean el océano»: Dedit ei Dominus latitudinem cordis quasi arenam quæ est in littore maris,experimentaba una verdadera sed de mostrarse agradecida hasta el punto de que su corazón se quebrantaba por la fuerza de este tormento. Los escritos de Santa Gertrudis nos demuestran que también esta santa experimentaba la misma necesidad. En sus arrebatos místicos, se complacía en recordar a la Trinidad todos los favores de que había sido colmada desde su infancia. Todo su hermoso libro de los Ejercicios no viene a ser otra cosa que un cántico de alabanza agradecida.

    Estas grandes santas no hicieron con esto sino imitar a su divino Esposo. Cristo tuvo el corazón más noble que jamás haya existido. Durante el curso de su vida mortal, y aún ahora, continúa dando gracias al Padre. Ante todo, por sí mismo, porque su humanidad ha sido asumida por la persona divina del Verbo, que es suya propia y participa de su misma gloria. Por esta gracia de la unión hipostática, debe a Dios incomparablemente más que el resto de la humanidad.

    También daba Jesús las gracias a su Padre en nombre nuestro, como Cabeza y Salvador nuestro. San Lucas nos refiere que «inundado de gozo en el Espíritu Santo, dijo: Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las revelaste a los pequeños; así es, Padre, porque tal ha sido tu beneplácito» (X, 21). Lo mismo en el milagro de la multiplicación de los panes, que simboliza la sobreabundancia del don de la eucaristía, que cuando la resurrección de Lázaro, dio gracias al Padre. ¿Qué es lo que hizo en el momento mismo de instituir el inefable sacramento? Gratias agens, fregit. Todo esto nos hace entrever el misterio de la vida íntima de su alma.

    Por lo que a nosotros hace, todo se lo debemos a Dios: la existencia, la adopción divina, el sacerdocio. Al recitar el prefacio, debemos pensar en todo este conjunto de favores que nos vienen de la cruz y que constituyen para nosotros un principio de valor y de alegría sobrenaturales. Semper et ubique gratias agere! Siempre que recitamos el prefacio deben abrirse ante nuestros ojos los grandes horizontes de la fe. Mostremos al Señor nuestro agradecimiento porque se ha dignado revelarnos el misterio de la Trinidad, porque nos ha dado a Cristo en los diferentes estados de su vida y nos permite alabar y honrar a Nuestra Señora.

    Asociémonos también en esta ocasión a los ángeles, ya que «ellos, lo mismo que nosotros, rinden su culto de alabanza y de acción de gracias por intercesión de Jesucristo»… Per quem majestatem tuam laudant angeli.

    En las grandes solemnidades litúrgicas, nuestro corazón debe llenarse de sentimientos de gratitud para con Jesucristo, tanto por sus grandezas como por las gracias que otorgó a su Madre, a los santos, a la Iglesia y a nosotros mismos. Nada mejor que la Misa para expresarle nuestro agradecimiento por todos estos favores.

 

5.- La participación de los fieles en la ofrenda de Cristo

    Volvamos de nuevo a la fuente de donde brotan todas nuestras prerrogativas cristianas: el bautismo.

    En virtud del carácter bautismal, puede el cristiano tomar una parte activa en el culto de Dios establecido por la Iglesia. No hace falta repetir que este culto es de orden sobrenatural: Cristo es su Sacerdote soberano; y la Misa su centro y su núcleo. Esto explica que San Pedro dé a la asamblea de los fieles el título de «sacerdocio real»: regale sacerdotium (I Petr., II, 9). No quiere decir esto que puedan equipararse los efectos del bautismo y los del sacramento del orden, sino que, gracias al carácter bautismal, el hombre se ha hecho capaz de unirse legítimamente al sacerdote para ofrecer, con él y por él, el cuerpo y la sangre de Cristo, y de ofrecerse a sí mismo en unión de la santa víctima.

    Es de suma importancia que comprendamos bien esta alta prerrogativa que nos proporciona el bautismo y que instruyamos al pueblo cristiano sobre esta doctrina.

    Examinemos ahora más a fondo estas verdades. El misterio por excelencia de la Misa lo constituye, sin duda, la inmolación sacramental de Jesús. Pero la ofrenda que la Iglesia presenta al Padre comprende también, juntamente con la oblación de Jesús, la de todos sus miembros. Lo mismo en el altar que en la cruz, el Salvador es la única víctima, «santa, pura, inmaculada»; pero quiere que a su ofrenda nos asociemos también nosotros, como complemento de la misma.

    Después de su Ascensión, Jesucristo no se separa jamás de su Iglesia. En el cielo, Él se presenta al Padre juntamente con su Cuerpo Místico, que ha llegado ya a la perfección: «sin mancha ni arruga»: Non habentem maculam aut rugan (Ephes., V, 27). Todos los elegidos, unidos entre sí y con Cristo, participan en la misma alabanza en la luz del Verbo y en la caridad del Espíritu Santo.

    Este misterio de unidad y de glorificación se prepara ya desde aquí abajo siempre que se celebra la Misa. La unión de los miembros con la Cabeza es aún imperfecta, porque está en vías de crecimiento y solamente se obra por la fe; pero, por razón de su oblación en unión con Cristo, los fieles participan realmente de su estado de hostia.

    ¿Qué significa esta expresión: estado de hostia? Que, al unirse a Cristo al tiempo que se ofrece, se inmola y se entrega como alimento, el cristiano acepta el compromiso de vivir en una constante y total oblación de sí mismo a la gloria del Padre. De esta suerte, Cristo injerta su misma vida en la pobreza de nuestro corazón, haciéndolo semejante al suyo y consagrándolo enteramente a Dios y a las almas.

    Entre los fieles que asisten a la Misa hay algunos que se muestran verdaderamente generosos. Seducidos por el ejemplo y por la gracia de Jesús, se deciden a imitarle sin reserva alguna, y así, le ofrecen su vida, sus pensamientos y su actividad y aceptan de buen grado todas las penas, contradicciones y trabajos que la Providencia les quiera imponer.

    Pero hay otros que se unen a la oblación de Jesús, aunque diverso en grado y sin llegar nunca a entregarse totalmente. Hay almas que siempre están comerciando. Pero, con todo, el Señor acepta su ofrenda, porque no rechaza jamás a ninguno de sus miembros, por muy enfermos que sean. Por el contrario, cuando se unen a su inmolación, acepta su buena voluntad, les vivifica y les santifica.

    Estos son los deseos de la Iglesia. El simbolismo de sus ritos manifiesta de la manera más clara que los fieles son invitados a formar una sola oblación con CristoHostia. El pan y el vino del sacrificio eucarístico representan, como San Agustín gusta de explicar, la unión de los miembros de la Iglesia entre sí y con su Cabeza. «¿Por ventura el pan se hace con un solo grano?, dice el santo Doctor. ¿No es verdad que se amasa con muchos granos de trigo?... Y el vino, de semejante manera, se extrae de muchos racimos…, que, después de haber sido prensados en el lagar, no forman sino una sola bebida, que es la que se contiene en la suavidad del cáliz»… Como consecuencia de esto, «vosotros estáis presentes sobre la mesa del altar y en el cáliz»:Ibi vos estis in mensa, et ibi vos estis in calice [Sermones, 227 y 229, P. L., 38, col. 1100 y 1103]. La realidad que la fe contempla en la Misa es que la Iglesia, por la ofrenda de Cristo inmolado bajo las especies sagradas, «se ofrece a sí misma en Él y con Él»: In ea re quam offert, ipsa offeratur [De civitate Dei, X, 6, P. L., 41, col. 284].

    La liturgia actual repite fielmente la misma doctrina: «Suplicámoste, Señor, que concedas propicio a tu Iglesia los dones de la unidad y de la paz, que bajo los dones que ofrecemos están místicamente representados»: Unitatis et pacis propitius dona concede, quæ sub oblatis muneribus mystice designantur [Secreta de la misa de la fiesta del Corpus Christi]. Por eso, cuando el pan y el vino se presentan en el altar, nosotros estamos simbólicamente ocultos en ellos, unidos a Cristo y ofrecidos con Él.

    El Concilio de Trento enseña este mismo misterio cuando explica la significación que tiene la mezcla del agua y del vino en el cáliz, que se realiza en el ofertorio. Este rito «expresa la unión mística de Jesús con sus miembros»: Ipsius populi fidelis cum capite Christo unio representatur [Sess. XXII, cap. 7].

    Al recitar la oración Suscipe Sancta Trinitas, que sigue a la oblación del cáliz, el sacerdote recuerda que ofrece el sacrificio en honor de la Virgen María, de los apóstoles y de todos los santos de la Iglesia triunfante. A través de toda su liturgia, la Iglesia militante, agobiada por tantas necesidades y miserias, tiene plena conciencia de que está unida, formando un solo cuerpo, bajo una sola cabeza y bajo un único rey, con la Iglesia del cielo. En el curso del Canon, esta misma creencia se reafirma en el Communicantes y en el Nobis quoque peccatoribus.

    Después de la consagración, la Iglesia nos hace recitar una oración misteriosa. El sacerdote, inclinado en una actitud de profunda humildad, pronuncia estas palabras: «Rogámoste humildemente, Dios omnipotente, mandes que sean llevados estos dones por las manos de tu santo Ángel a tu sublime altar ante la presencia de tu divina Majestad: para que todos los que participando de este altar recibiéremos el sacrosanto Cuerpo y Sangre de tu Hijo, seamos colmados de todas las bendiciones y gracias celestiales».

    Esta oración nos concierne personalmente, ya que somos nosotros los que debemos ser presentados a Dios. Este hæc se refiere a la «oblata», es decir, a los miembros de Cristo, con sus dones, sus deseos y sus plegarias. Precisamente en cuanto están unidos a su Cabeza es como la Iglesia pide que sean llevados «al altar del cielo»: in sublime altare tuum. El Salvador «penetró con perfecto derecho y de una vez para siempre en el santo de los santos»: Introivit semel in sancta (Hebr., IX, 12); pero nosotros, humildemente apoyados en nuestro Mediador, todos los días en la santa misa atravesamos el velo y penetramos en pos de Él en el santuario de la divinidad, «en el seno del Padre»: in sinu Patris.

    Me diréis vosotros que Jesús siempre está en la presencia del Padre. Y tenéis razón, porque allí está con su humanidad gloriosa: Semper vivens ad interpellandum pro nobis (Hebr., VII, 25). Pero sin tener que abandonar el cielo, también está en nuestros altares con el fin de elevarnos al cielo donde Él vive. En esta oración litúrgica, expresamos el deseo de ser llevados por Él, para que Dios, en su inmensa caridad, se digne acogernos y envolvernos en la misma mirada de amor con que contempla a su Hijo.

    Recordáis, sin duda, lo que la Sagrada Escritura dice a propósito de la dedicación del templo de Salomón: Majestas Dei implevit templum (II Par., VII, 1): «La gloria de Yahvé llenó la casa». Los sacerdotes temían penetrar en el templo, y estaban como fulminados ante la majestad divina. Si esto sucedía en el templo de la Antigua Alianza, ¿qué decir de nuestras iglesias, donde se celebran los divinos misterios? Dios está aquí presente por un prodigio de su misericordia, y Cristo Jesús se inmola a su Padre bajo los velos eucarísticos. Él se ofrece en unión de todos sus miembros, y los dispone de esta suerte para la incesante alabanza del cielo. Este es el pensamiento que la Iglesia expresa en su oración: «Santifica, Señor… la hostia que te ofrecemos, y por ella haz de nosotros mismos un homenaje eterno»: Nosmetipsos Tibi perfice munus æternum [Secreta de la misa de la Santísima Trinidad. Una fórmula casi idéntica se encuentra en la secreta del lunes de Pentecostés].

 

6.- Los frutos de la Misa

   Por institución divina, «el sacrificio de la Misa aplica abundantísimamente las gracias y los perdones que se derivan de la cruz». Así lo proclama nuestra fe: Oblationis cruentæ fructus, per hanc incruentam, uberrime percipiuntur [Concilio de Trento, sess. XXII, cap. 2].

    Santo Tomás había enseñado ya esta misma doctrina: «Los mismos efectos saludables que la pasión de Cristo produjo para bien de toda la humanidad, los aplica este sacramento a cada hombre en particular»: Effectum quem passio Christi fecit in mundo, hoc sacramentum facit in homine [Summa Theol., III, q. 79, a. 1].

    Veamos ahora cuáles son estos frutos destinados «a nuestra utilidad y a la de la Iglesia» y cómo se explica su aplicación a los fieles.

    Estos frutos consisten, ante todo, en un aumento de gracia. Si toda obra buena nos vale un aumento de mérito, de gracia y de gloria, con mayor razón podemos afirmar que la piadosa celebración de la santa Misa nos reporta estas mismas bendiciones sobrenaturales. Al celebrar la Misa, el sacerdote se une a Jesús, y por medio de Él se acerca mucho más a la majestad de Dios, encontrándose como rodeado de la caridad divina. De esta suerte, «la gracia toma posesión del alma y la satura»: Omni benedictione cælesti et gratia repleamur.

    Además, la santa Misa, por ser un sacrificio propiciatorio, satisface por los pecados e inclina a Dios al perdón y a la ostensión de su misericordia. Cualesquiera que hayan sido, pues, nuestras miserias y nuestras debilidades pasadas, tengamos siempre presente ante nuestros ojos lo que afirma el Concilio de Trento: «El Señor, que se nos ha hecho propicio por esta oblación, al mismo tiempo que nos otorga su gracia y el don de la penitencia nos perdona también los crímenes y los pecados por grandes que sean» [Sess. XXII, cap.2].

    Según la mente del concilio, la acción saludable del sacrificio de la Misa se extiende a todo el mundo. La santa Misa debe aplicarse constantemente «para alcanzar el perdón de los pecados que diariamente cometen los hombres»: In remissionem eorum quæ a nobis quotidie committuntur, peccatorum… [Sess. XXII, cap.1].

    No quiere esto decir que el santo sacrificio perdone por sí mismo las ofensas hechas a Dios, como lo hace el sacramento de la penitencia, sino que nos obtiene abundantes gracias de contrición y de verdadero arrepentimiento.

    La Misa nos alcanza también la remisión de la pena temporal debida a nuestros pecados. Por eso, es una fuente de propiciación, tanto para las almas del purgatorio como para nosotros mismos.

    En fin, nuestras demandas en ninguna otra ocasión encuentran un apoyo más eficaz que durante el sacrificio de la Misa, porque el Padre no se fija en nuestra indignidad, sino que escucha la voz de su Hijo que clama en nuestro favor. Es inconmensurable el poder de intercesión que tiene la Misa. La sangre de Abel reclamaba la venganza divina, pero la sangre de Jesús implora no el castigo, sino la misericordia y la gracia. La sangre de Jesús es melius loquentem quam Abel (Hebr., XII, 24).

    ¿Cómo se aplican los frutos del sacrificio?

    Hay que señalar, ante todo, que al celebrante le está reservado un fruto especialísimo. En cuanto ministro de Jesucristo, el celebrante recibe una gracia especialísima. Este don es tan personal, que la opinión común de los teólogos dice que es inalienable. Esta gracia divina tiene por fin transformar al sacerdote en Aquél cuyo lugar ocupa. Porque del sacerdote se puede decir con toda verdad que es otro Cristo, y todas las gracias que recibe tienden a comunicarle las disposiciones interiores que le hagan más y más conforme al ideal de su consagración sacerdotal.

    También reciben un fruto sobrenatural especial todos aquellos que están presentes cuando se celebra la Misa. El Orate fratres y otras oraciones litúrgicas que se dicen en la celebración de la Misa hacen alusión a estas gracias que se aplican a los asistentes. Los ministros y el acólito que sirven al sacerdote ocupan el primer lugar entre los asistentes.

    Toda Misa tiene ante Dios, «ya de por sí misma», ex opere operato, una eficacia propiciatoria e impetratoria, idéntica a la del sacrificio de la cruz. Pero, además, el fervor y el respeto con que el sacerdote ejecuta las ceremonias sagradas contribuyen a aumentar las gracias que de la santa Misa participan los fieles. Pensemos en esto los que tenemos cura de almas y los que por oficio somos intercesores del pueblo ante Dios.

    Aún hay otro fruto que los teólogos llaman «ministerial», que propiamente pertenece a aquel o aquellos por quienes el sacerdote celebra el santo sacrificio. Este fruto es debido a una aplicación especialísima de los méritos y de las satisfacciones de Jesucristo. Las Misas que se celebran con esta intención determinada y concreta pueden producir grandes frutos de misericordia en el alma de los pecadores como en la de los justos, pero ante todo en los miembros de la Iglesia purgante.

    Hay, en fin, un «fruto universal» del que participan todos los fieles. Repetidas veces, tanto en el curso del Canon como en otros lugares, el sacerdote ruega por toda la Iglesia y pide que la gracia del Salvador se irradie sobre todos los cristianos que viven en el mundo y están unidos a Cristo por la fe y el amor. La herejía y la excomunión producen el triste efecto de arrojar las almas lejos de esta corriente de los beneficios divinos.

    El santo sacrificio que el Señor concedió a su Esposa es la manifestación más excelente de su culto y de su plegaria.

    Por eso dice la Iglesia en su liturgia que «cuantas veces se celebra la conmemoración de este sacrificio, se realiza la obra de nuestra redención»: Quoties hujus hostiæ commemoratio celebratur, opus nostræ redemptionis exercetur [Secreta de la dominica IX después de Pentecostés].

    Tengamos la mayor estima de nuestra dignidad de ministros de Cristo. «¿Quién será capaz de explicar cuán puras deben ser las manos que cumplan este oficio y la lengua que pronuncia tales palabras, y cuánto más pura y más santa debe ser aún el alma que recibe el gran soplo del Espíritu?» [De Sacerdotio, VI, 4. P. G., 48 bis, col. 681].

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

  

XII

Sancta sancte tractanda

   El sacerdote ha sido elevado a una dignidad que, en cierto sentido, puede llamarse divina, ya que Jesucristo se identifica con él. Su misión de mediador es lo más grande que puede concebirse en este mundo. Podemos repetirlo una vez más: aunque el sacerdote no hiciera en su vida otra cosa que celebrar fervorosamente cada mañana la santa Misa, y aunque no llegara a celebrarla más que una sola vez, realizaría con ello un acto que en la jerarquía de los valores tiene mucha más importancia que todos los acontecimientos que tanto apasionan a los hombres. Porque cada Misa que se celebra tiene una trascendencia eterna y nada es eterno sino lo que es divino.

    Orientemos, pues, toda nuestra existencia hacia la santa Misa. Ella es el punto central y el sol de cada jornada. Ella viene a ser como el foco de donde nos viene la luz, el fervor y la alegría sobrenatural.

    Deseemos ardientemente que nuestro sacerdocio vaya invadiendo gradualmente toda nuestra alma y toda nuestra vida, de modo que pueda decirse de nosotros: es todo sacerdote y sólo sacerdote. Esto es efecto de una vida eucarística que está completamente penetrada del perfume del sacrificio y que ha hecho de nosotros un Alter Christus.

    ¡Qué hermoso es ver a un sacerdote que, después de muchos años de haber sido fiel a su vocación, vive únicamente de la oblación divina que ofrece en el altar!

    Son muchísimos los sacerdotes que, entregados por entero a Cristo y a las almas, realizan plenamente este ideal. Ellos constituyen el honor de la Iglesia y la alegría del divino Maestro.

    Si también nosotros queremos estar a la altura de nuestra vocación sacerdotal y deseamos que ella imprima su sello en toda nuestra existencia, de suerte que nos inflame de amor y de celo, aprestemos nuestras almas a recibir las gracias que manan de nuestra Misa.

    Pero hay otros, por el contrario, que al cabo de los años se dan cuenta de que ha disminuido su primitivo fervor.

    Son muchas las razones que pueden aducirse para explicar la causa de semejante fenómeno. Recordad, ante todo, que la condición indispensable para el triunfo definitivo de la caridad en nuestra alma es la muerte radical a todo pecado, aún al venial deliberado.

    Sin embargo, lo que mejor explica ordinariamente este abandono espiritual es el hecho de la falta de cuidado en disponerse a celebrar la Misa de cada día con el mayor fervor posible. En efecto, la pureza de conciencia que exige la celebración de la Misa, y la atmósfera de gracia de que rodea al ministro sagrado, hace que el ofrecimiento del santo sacrificio brinde todos los días al sacerdote una ocasión providencial para recogerse, humillarse y renovarse. Si se abandona este medio aptísimo para entrar de nuevo en la corriente de vida sobrenatural, es natural que la rutina y la mediocridad vayan invadiendo gradualmente el alma. Pero si ésta se preocupa de celebrar siempre con la mayor devoción posible, no hay cuidado de que sea arrastrada a la deriva.

 

1.- Importancia de las disposiciones del alma

    Nunca podremos estimar suficientemente el valor que tienen las disposiciones interiores para participar abundantemente de los frutos de la Misa.

    Subamos al Calvario para detenernos allí un momento.

    ¿Quiénes fueron los testigos del drama de nuestra redención? Podemos distribuirlos en tres grupos: la Virgen María, Juan, el discípulo amado, y las santas mujeres forman el primero; los judíos y los verdugos integran el segundo. El tercero es invisible, pues lo forma la Santísima Trinidad, rodeada de innumerables espíritus celestiales. El Padre contemplaba a Cristo que se inmolaba en la cruz. El veía que su Hijo, que es «el esplendor de su gloria y la imagen misma de su sustancia» (Hebr., I, 3), le ofrecía un homenaje sublime de justicia y de perfecto amor. Este sacrificio, que había sido previsto y ordenado por la Sabiduría divina, tributaba a Dios toda la gloria, al tiempo que rescataba a los hombres. Y el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo se complacían en el amor supremo que inspiraba la oblación del Salvador.

    En la cruz, Cristo se inmoló y dio su vida por todos: Pro omnibus mortuus est Christus (II Cor., V, 15).

    ¡Pero qué diferente fue el beneficio espiritual que obtuvieron de su presencia los que asistieron a este divino sacrificio!

    Contemplad primeramente a la Virgen María. Ella es el prototipo de la perfecta santidad; ella acata la voluntad del Padre, le presenta su Hijo e intercede por nosotros. La gracia que de lo alto de la cruz se derrama sobre su alma sobrepasa todo lo que la inteligencia humana puede comprender. María fue santificada mucho más que ninguna otra criatura con la pasión de Jesús. Los méritos de su Hijo fueron el precio de todos sus privilegios y de la plenitud de los favores con que la divinidad quiso colmarla.

    Ante esto, es posible que digamos: «Señor, bien comprendo que vuestra madre reciba dones tan excelsos; pero yo no soy más que un pobre pecador». A lo que Jesús nos responderá: «Fíjate en María Magdalena, que está a su lado. He querido que una mujer pecadora, pero rebosante de amor arrepentido, esté al pie de mi cruz. Porque es tan grande la eficacia de mi sacrificio, que los mayores pecados no suponen obstáculo alguno para recibir las gracias que de él se derivan, con tal de que el alma esté arrepentida».

    ¿Por ventura el buen ladrón no era también un gran pecador? Pero, por los méritos de Cristo, recibió el don de la fe. Confió en Jesús, depositando en Él toda su esperanza, y en el misterioso diálogo que tuvieron de cruz a cruz escuchó que de los labios agonizantes del divino Maestro brotaba la palabra del supremo perdón: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc.,XXIII, 43).

    Para todos éstos, su presencia en la muerte de Jesucristo fue una fuente de santificación.

    Si a nosotros se nos hubiera concedido la gracia de estar presentes a este drama divino, es indudable que hubiéramos deseado estar también en el grupo de la Madre y de los amigos de Jesús.

    El segundo grupo lo forman los fariseos, los sacerdotes y los judíos que exigieron de Pilato la crucifixión de Jesús. Desde lo alto de la cruz, «el Salvador ha rogado por todos ellos»: Pater, dimitte illis; non enim sciunt quid faciunt (Lc., XXIII, 34). Ninguno fue excluido de esta plegaria, que fue, sin duda, eficaz para algunos de ellos, al paso que para otros no surtió efecto alguno. Por lo que respecta a los doctores de la Ley, el Evangelio nos dice que estaban llenos de un odio sacrílego: tenían el alma completamente cegada y el corazón totalmente endurecido. Ellos fueron los que gritaron a Pilato: Sanguis ejus super nos (Mt., XXVII, 25).

    Junto a ellos se encuentran los verdugos: gente ignorante, que asiste con indiferencia al drama del Calvario. También por ellos rogó Jesucristo, pero en aquel momento su alma no experimentaba ninguna inquietud religiosa. No pensaban en nada, su única preocupación era la de saber a quién de ellos le caería en suerte la túnica de Jesús, o quizás se gozaban en contemplar a un hombre que se debatía entre los más atroces dolores.

    Estas mismas son las posturas que adoptan hoy en día muchos hombres, aunque en diferentes grados, mientras se perpetúa en nuestras iglesias el misterio de la oblación del Salvador. La Misa es el mismo sacrificio de la cruz. «La hostia es la misma y única; y el mismo es el que hoy se ofrece» [Conc. Trid., sess. XXII, cap. 2]. La Misa contiene la preciosa sangre de Jesucristo, una de cuyas gotas es más que suficiente para rescatar a todo el mundo. Pero los que asisten a ella con frialdad obtienen poco fruto, al paso que las almas fervorosas extraen de este contacto por la fe con Cristo una luz, una fuerza y un gozo celestial que les hacen triunfar del mundo y de la carne.

    Si esto es verdad de los que simplemente asisten a la Misa, ¡qué no podrá decir de la trascendencia que tienen para su provecho espiritual las disposiciones interiores del sacerdote que la celebra! Contemplad a estos dos sacerdotes que vuelven del altar, donde acaban de celebrar el santo sacrificio. El uno se ha acercado a Dios en la oración, y vuelve lleno de celo y de santa alegría: Ad Deum qui lætificat juventutem meam (Ps., 42, 4). El otro, por el contrario, está tan distraído y tan aburrido, que casi podría decir como los israelitas: «Estamos ya cansados de un tan ligero manjar como éste»: Anima nostra jam nauseat super cibo isto levissimo (Num., XXI, 5). La Misa y la Eucaristía le dejan como indiferente. ¿Es que acaso su sacrificio no es idéntico al del caso anterior? Sí que lo es, pero lo que ocurre es que en este sacerdote la fe no tiene la viveza que busca el amor.

    Al tiempo que ejecutamos las ceremonias rituales y pronunciamos las fórmulas sagradas, debemos procurar despertar en nuestras almas estas dos virtudes teologales, que son las únicas que, por encima de las apariencias, alcanzan la realidad sobrenatural.

    En el caso de que un sacerdote tuviera la osadía de acercarse a celebrar los santos misterios en pecado mortal, ¿tendría derecho a ser contado entre los amigos de Jesús? De ninguna manera, ya que con ello cometería un horrendo sacrilegio. Y por su obstinación en el pecado, se podría decir también de él aquella terrible frase del Apóstol: «Por su parte, volverán a crucificar de nuevo al Hijo de Dios»: Rursum crucifigentes sibimetipsis Filium Dei (Hebr., VI, 6). Bien sé, y así nos lo enseña un artículo de nuestra fe, que no hay pecado que no pueda ser perdonado, pero la experiencia de las almas nos atestigua que esta injuria que se hace al Hijo de Dios produce una terrible ceguera espiritual. ¿Cuál sería la suerte de esta alma si la muerte la cogiera de improviso?

    Antes de celebrar la Misa, debemos pensar que con nosotros sucederá lo mismo que ocurrió con los que asistieron a la muerte del Señor al pie de la cruz: podemos beneficiarnos de las gracias de la Misa, o podemos, por el contrario, endurecernos, según sean nuestras disposiciones.

 

2.- Disposición fundamental: unirnos a Jesucristo sacerdote y hostia

    Por una prerrogativa única de su sacerdocio, Cristo es a un tiempo el sacerdote y la víctima del santo sacrificio de la Nueva Alianza.

    ¿Cuál es la disposición primordial que debe tener un ministro de Cristo para que se asemeje lo más perfectamente posible a su divino modelo? La de sintonizar con los sentimientos íntimos que tuvo el corazón de Jesús en el Cenáculo y en el Calvario y con los que ahora tiene en el cielo. Así es como cumplirá lo que dice el Apóstol: «Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús» (Philip., II, 5).

    Cuando, impulsado por el Espíritu Santo, Jesucristo se inmoló en la cruz, el amor era el sentimiento que dominaba en su alma: Ut cognoscat mundus quia diligo Patrem (Jo., XIV, 31). Su alma estaba también llena de sentimientos de adoración y de acción de gracias ante la majestad divina. Jesús se abrasaba en deseos de sacrificarse para expiar los pecados del mundo y merecer así la salvación de toda la humanidad.

    Importa muchísimo que, siempre que celebramos, compartamos los deseos y las intenciones del único Sacerdote de todo sacrificio. Recordad que, después de haber entrado en su gloria, Cristo continúa amando a su Padre y que nosotros debemos perpetuar en la Iglesia el misterio de la Cena, y de la cruz con las mismas disposiciones de espíritu.

    El sacerdote debe unirse, por consiguiente, al Salvador cuando está realizando la «acción» sagrada. Jesús es el más acabado modelo de aquellos sentimientos de religión y de amor de que debe estar revestido su ministro cuando va a ofrecer el sacrificio.

    Jesucristo es, igualmente, modelo en su estado de hostia.

    También aquí debemos apropiarnos sus sentimientos. El ritual de la ordenación nos recuerda en términos bien expresivos este gran deber nuestro. «Imitad el sacrificio que ofrecéis: de suerte que, celebrando el misterio de la muerte del Señor procuréis mortificar vuestros miembros, huyendo del vicio y de la concupiscencia». Solamente entonces presentaréis al Padre vuestra oblación de la manera más perfecta: de aquella misma manera que Cristo eligió en la cruz.

    ¿Por qué, os preguntaréis, ha querido Jesús consagrarse a Dios por nosotros precisamente en calidad de víctima?

    Hay muchas maneras de hacer dones al Señor: por medio de limosnas, de fundaciones piadosas, u ofreciendo algún objeto precioso, como un cáliz, por ejemplo. Todo esto está muy bien y es del agrado del Señor, con tal de que esté inspirado en un motivo de amor.

    Pero existe una diferencia sustancial entre la hostia y cualquiera otra ofrenda. Los dones que hacemos se ofrecen con un fin concreto, que está determinado o por la naturaleza misma del objeto o por la voluntad del donante. Si yo, por ejemplo, ofrezco un cáliz, este objeto tendrá un destino determinado y no se empleará para ningún otro uso. Pero la hostia, ya por el hecho de serlo, no puede tener otro destino que el de ser consagrada a Dios, a quien pertenece enteramente, de modo que pueda disponer de ella a su talante.

    Esta es la razón íntima de porqué Jesucristo quiso ser hostia.

    Ya antes hemos tratado de esto, pero tiene tanta importancia esta doctrina, que bueno será que volvamos a tratar de ella. La primera palabra que dijo Cristo al entrar en el mundo fue esta: «Los holocaustos y sacrificios por el pecado no los recibiste…; heme aquí; que vengo… para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad» (Hebr., X, 67). ¿Y cuál era esta voluntad? Que muriera en el Calvario después de haber sobrellevado toda una vida de trabajos impregnada de amor. He aquí la ofrenda de Cristo.

    También nosotros en la Misa debemos ofrecernos en calidad de hostia, siguiendo así el ejemplo de Cristo, de modo que Dios pueda hacer de nosotros lo que plazca a su voluntad. Debemos abandonarnos en manos de nuestro Creador y Salvador, ofreciéndonos completamente a su disposición.

    Aceptemos de buen grado, uniéndonos al Verbo encarnado, todas las penalidades y todas las dificultades que nos proporciona nuestro ministerio y aceptémonos a nosotros mismos, con todas nuestras insuficiencias, nuestras miserias y nuestras enfermedades corporales. Habituémonos a morir a las solicitaciones y satisfacciones que nos brinda el mundo, siempre que se opongan al reinado de Dios en nuestras almas. Para el sacerdote regular, esta disposición capital tiene su más cumplida expresión en el espíritu de estricta obediencia.

    Todo lo que precede nos ofrece amplia materia para meditar y para examinar seriamente cuáles son los resortes que determinan nuestra conducta. Porque, ¿podemos afirmar que nos hemos puesto en manos de Dios para que Él disponga de nosotros como mejor le plazca?

    Yo os expreso mi deseo de que toméis la resolución de imitar sinceramente el misterio de la inmolación de Cristo que se perpetúa en el altar entre vuestras manos.

 

3.- Disposiciones sugeridas por el Concilio Tridentino

    El Concilio enumera cuatro: tener un corazón sincero, una fe recta, temor y reverencia, y espíritu de compunción y de penitencia: cum corde vero, et recta fide, cum metu et reverentia, contriti et pœnitentes [Sess. XXII, cap. 4].

    En primer lugar, un corazón verdaderamente sincero, es decir, completamente leal consigo mismo. Es esta una cualidad importantísima, aunque hemos de reconocer que no es demasiado común. A veces nos hacemos la ilusión de que somos realmente sinceros en nuestro fuero interior, cuando la verdad es que suele haber pliegues y repliegues que no los abrimos ni a los ojos de Dios.

    Para llegar a poseer este «corazón sincero», nada mejor que desear ardientemente un conocimiento de sí mismo que coincida con el que el Señor tiene de nosotros, y que la luz divina penetre en la oración hasta los últimos escondrijos de nuestra alma y nos haga ver lo que en realidad somos. No basta con ser sinceros cuando hablamos con los demás, sino que es necesario enfrentarse consigo mismo: Qui loquitur veritatem in corde suo (Ps., 14, 2), y, sobre todo, ser sinceros ante Dios. Si el sacerdote quiere presentarse dignamente ante el Señor en el altar, es preciso que tenga este cor verum.

    Mirad lo que nos sucederá el día que lleguemos al cielo. De la misma suerte que, desde el mismo momento de su encarnación, el alma de Jesús fue elevada a la visión del Padre y como envuelta de gloria, porque era el alma del Hijo de Dios encarnado, así también, por una maravillosa condescendencia de amor, el Señor se comunicará a sus hijos adoptivos. El llenará nuestras almas de su misma luz y de su misma felicidad, de acuerdo con el grado de caridad que hayamos alcanzado en el momento de nuestra muerte. Y Dios se mostrará tan bondadoso con nosotros porque verá en nosotros la imagen de su Jesús.

    Hay una expresión en la Sagrada Escritura que suele pasar desapercibida, pero que expresa admirablemente en qué consistirá la felicidad del cielo: Denudabit absconsa sua illi: «Y le revelará sus secretos» [Eccli., IV, 21. Esta «revelación es atribuida a la Sabiduría personificada, la cual, después de haber sometido a prueba la fidelidad de sus discípulos, los llenará de alegría descubriéndoles sus secretos: Sapientia lætificabit illum et denudabit abconsa sua illi. Dom Marmión la aplica a Dios en el momento en que introduce en la luz de la gloria al alma que ha sido ya purificada]. Fijémonos en esta palabra. Dios se mostrará a sus elegidos tal como es en la unidad de sus esencia y en la trinidad de sus personas; les revelará los secretos de su vida eterna: todo les será descubierto en la luz meridiana de la verdad: «Dios es luz y en Él no hay tiniebla alguna» (I Jo., I, 5).

    Por nuestra parte, nosotros nos uniremos al Señor y le glorificaremos en plena claridad. Allá veremos toda la miseria de nuestra existencia anterior y cómo triunfó la gracia en nosotros. Entonces nuestro corazón será perfectamente humilde, porque comprenderá los abismos de la misericordia de Dios y alabará con sinceridad al Señor.

    Creedme si os digo que Dios desea que, ya desde esta vida, vivamos siempre en su presencia en una actitud de absoluta sinceridad.

    ¡Cuántas veces nos engañamos a nosotros mismos!

    No siempre tenemos valor para enfrentarnos en nuestra alma con la mirada divina, ni para presentarnos ante Dios tal como somos. ¡Cuántos defectos, cuántas complacencias secretas y cuántas aficiones desordenadas hay en nosotros que no nos las confesamos ni a nosotros mismos! ¡Cuántas veces nos falta la necesaria energía para realizar los sacrificios que Dios nos pide!

    Meditemos atentamente estas realidades, y si Dios nos exige en adelante alguna renuncia, no vacilemos en aceptarla. Cuando subimos al altar, presentemos a Dios un corazón sincero, leal y sin doblez. El concilio nos garantiza que, si así lo hacemos, participaremos abundantemente de los frutos del sacrificio.

    La segunda disposición requerida es una fe perfecta: recta fide. El concilio se inspiró en el texto de la epístola a los hebreos: «Teniendo, pues, hermanos, en virtud de la sangre de Cristo, firme confianza de entrar en el Santuario… a través del velo, esto es, de su carne, per velamen, id est carnem suam; y teniendo un gran sacerdote…, acerquémonos con sincero corazón, con fe perfecta»: cum vero corde, in plenitudine fidei (Hebr., X, 19-22).

    La figura del Antiguo Testamento, a la que hace alusión este pasaje de San Pablo, tiene una espléndida realización en el santo sacrificio de la Misa. Porque en la Misa Jesucristo nos hace penetrar con Él, no ya en el Sancta Sanctorum del templo de Jerusalén, sino en el de la divinidad, o lo que es lo mismo, en la presencia de Dios. Y nos introduce allí por la virtud de su pasión, cuyos méritos nos aplica la oblación del altar. Esta fe engendrará en nosotros una confianza sin límites en el infinito valor del sacrificio.

    El misterio eucarístico es con toda verdad Mysterium fidei. La Iglesia ha incluido estas dos palabras en la fórmula de la consagración de la preciosísima sangre. Todo aquí es obra de la fe. El poder de la palabra del sacerdote, la presencia de Cristo en virtud de la transubstanciación del pan y del vino y los frutos de salvación que brotan como de un manantial de cada misa, son otras tantas realidades que únicamente la fe puede comprender.

    Hemos leído que algunas almas privilegiadas han visto a Jesucristo en la santa Misa, ofreciéndose a sí mismo, de tal suerte, que desaparecía por completo el sacerdote y solamente veían a Jesucristo. Esta revelación constituye, sin duda, una gracia extraordinaria; pero este hecho prodigioso se conforma en un todo a lo que enseña la Iglesia. ¿Qué nos dice, en efecto, el Concilio? Que «Cristo en el altar es el mismo sacrificador que en el Calvario»: Idem nunc offerens [Sess. XXII, cap. 2].

    La intervención sacerdotal de Jesús ut nunc offerens no debe extrañarnos lo más mínimo. En efecto: «Jesús ha sido constituido por su Padre como juez de todos los hombres»: Neque enim Pater judicat quemquam, sed omne judicium dedit Filio (Jo., V, 22). Cristo juzga a todos los que mueren y cosa sabida es que los hombres mueren todos los días y en todos los momentos de cada día. ¿Pues qué razón hay para que, siendo esto así, no asista también en cada Misa de una manera activa y explícita a los sacerdotes que perpetúan su sacrificio? Lo mismo podemos colegir de lo que sucede en la administración de los sacramentos. San Agustín expresa clarísimamente la doctrina de la Iglesia. «Sea Pedro quien bautiza, sea Pablo o sea Judas, siempre es Cristo quien, en el Espíritu Santo, regenera el alma»: Petrus baptizet? Hic Christus est qui baptizat… Judas baptizet? Hic est qui baptizat… «Cristo bautiza por su propio poder; ellos como instrumentos» [In Jo., VI, P. L., 35, col. 1428].  Lo mismo cabe decir de la Eucaristía: sea quien sea el que consagra, aunque sea hereje o indigno, siempre es Cristo, el que de una manera real y soberana ofrece y consagra, aunque para ello se sirva del ministerio de un hombre.

    Cum metu et reverentia. Al ofrecer su sacrificio, el corazón de Jesús estaba colmado de una profunda reverencia ante la majestad del Padre. ¿Por ventura no había predicho el profeta Isaías que el Espíritu del temor del Señor colmaría su alma?: Et replebit eum Spiritus timoris Domini (XI, 2).

    Al tratar de la virtud de la religión, os he expuesto hasta qué punto toda la vida terrestre de Jesucristo fue un homenaje de religioso respeto. Pues lo mismo cabe decir de su vida en el cielo, donde Cristo esta in gloria Patris, ya que su naturaleza humana, por lo mismo que es una criatura, debe manifestar siempre su acatamiento ante las perfecciones divinas.

    También nosotros, cuando estamos en el altar, debemos sentirnos llenos de este temor reverencial, impregnado de amor y de confianza, hasta el punto que penetre hasta la medula de nuestro ser: Confige timore tuo carnes meas (Ps., 118, 120).

    En cuanto a la última disposición que menciona el Concilio: el espíritu de contrición y de penitencia, ya hemos tratado de ella al hablar de la compunción y no es necesario que repitamos los conceptos expuestos en aquel lugar. ¿Pero cómo no citar aquí aquellas palabras de San Gregorio que tan bien resumen la tradición cristiana? «Es necesario que en el transcurso de laacción sagrada nos inmolemos a Dios por la contrición del corazón, de suerte que, al celebrar los misterios de la pasión del Señor, imitemos también el sacrificio que ofrecemos» [Necesse est, cum agimus, ut nosmetipsos Deo in cordis compunctione mactemus, quia qui passionis dominicæ mysteria celebramus, debemus imitari quod agimus. Dialog., IV, P. L., 77, col. 428. Parece que este pasaje ha inspirado el texto del actual pontifical romano: Imitamini… Toda esta alocución del obispo a los ordenandos aparece por vez primera en el pontifical de Durand de Mende (siglo XIII)].

 

4.- Preparación inmediata –celebración –acción de gracias

    Las disposiciones de que acabamos de hablar debieran mantenerse siempre vivas en el alma del ministro de Cristo, pero esto requiere un esfuerzo que supera las posibilidades de la debilidad humana. Por eso es tan útil que, antes de celebrar la Misa, procuremos disponernos con una preparación inmediata para reavivar nuestra fe y enardecer nuestro corazón.

    El misal contiene magníficas oraciones preparatorias para la santa Misa, que podemos recitar o meditar con mucho provecho. Voy a limitarme a daros algunos consejos a este respecto.

    Todos los métodos y prácticas pueden resumirse en esta proposición: «Cuanto más nos identifiquemos con Jesucristo en la oblación del sacrificio, tanto mejor nos acomodaremos a los designios del Padre y más abundantes serán las gracias que reportaremos de la celebración de la Misa». La secreta del Jueves Santo expresa admirablemente esta verdad de nuestra fe: «Suplicámoste, oh Señor…, que haga aceptable este sacrificio el mismo Jesucristo, tu Hijo, Señor nuestro, que, al instituirle en este día, mandó a sus discípulos celebrarle en memoria suya»: Ipse tibi… sacrificium nostrum reddat acceptum…

    El sacerdote debe, pues, revestirse de la persona de Jesucristo, ya que obra en su nombre. Antes de subir al altar, debe decir a Jesús: «Señor, Vos lo habéis dicho: Sine me nihil potestis facere (Jo., XV, 5); y reconozco que sin Vos nada puedo hacer, sobre todo en esta acción divina del santo sacrificio. Me confieso completamente incapaz de ser vuestro ministro en esta acción de incomparable grandeza. Aunque toda mi vida la empleara en prepararme, nunca alcanzaría la altura que requiere un ministerio tan elevado. Pero ya que, por vuestro Espíritu, se me ha dado una participación en vuestro sacerdocio, os pido humildemente que me concedáis vuestras mismas disposiciones de sacerdote y de hostia, las mismas que tuvisteis en la última Cena y en la cruz, y dignaos suplir con vuestra misericordia lo que falta a mi miseria».

    ¿Sería decoroso que el sacerdote perpetúe el sacrificio de la cruz, sin tratar de conformar su alma y su ser entero a la inmolación que realiza en el altar? Cuando Cristo habla por su boca y se ofrece por sus manos, ¿cómo es posible que el corazón del sacerdote permanezca frío y ajeno a las disposiciones interiores del Salvador?

    Al hacer su oblación, Jesucristo incluyó en la misma a todo el género humano. Por eso, también nosotros debemos abrir nuestra alma de par en par a las necesidades y sufrimientos de todos, pensando en los pecadores, en los pobres, en los enfermos, en los agonizantes, como si nosotros fuéramos los encargados de presentar al Señor todas sus súplicas y demandas. Así es como seremos los voceros de toda la Iglesia.

    Al revestirnos los ornamentos sagrados, debemos hacerlo siempre con la mayor dignidad. Hay en el Génesis un pasaje que nos puede ayudar en ese momento a elevar nuestros pensamientos hacia las verdades de la fe. Rebeca vistió a Jacob los vestidos de su hermano Esaú para que pudiera así presentarse a su padre Isaac y recibir su bendición. Jacob entonces dijo a su padre: Ego sum primogenitus tuus: «Yo soy tu primogénito» (Gen., XXVII, 19). La Iglesia, nuestra Madre, nos dice: «Vais a representar a Jesucristo, vuestro primogénito:Primogenitus in multis fratribus (Rom., VIII, 29); «revestíos de Él»: Induimini Dominum Jesum Christum (Ibid., XIII, 14). Desde este momento podéis acercaros libremente al Padre, porque, a pesar de toda vuestra indignidad, Él ve en vosotros un alter Christus.

    Otra excelente manera de prepararse para ofrecer el santo sacrificio consiste en unirse a las disposiciones que tuvo la Santísima Virgen cuando estaba al pie de la cruz, participando de los mismos sentimientos con que ella hizo la oblación de su Hijo.

    Mientras celebráis la Misa, debéis procurar observar escrupulosamente las rúbricas, ya que ello constituye un homenaje de respeto y de reverencia. El sacerdote que cumple con espíritu de religión las ceremonias prescritas se hace agradable a Dios.

    Al ofrecer el pan y el vino en el ofertorio, no olvidemos nunca el unir a la hostia que presentamos en la patena y al vino que presentamos en el cáliz, el ofrecimiento de nuestras acciones y aún  la de nuestras mismas personas. Si Jesús comprueba que somos «hostias», nos ofrece a su Padre en unión con Él. Así es como la oblación hecha por la mañana se continúa por la fidelidad que conservamos durante todo el día, y así es como toda la vida del sacerdote viene a ser una irradiación de su Misa.

    Mientras estamos celebrando, procuremos que «nuestra alma sintonice con las fórmulas y los gestos litúrgicos». La norma directiva de San Benito: Mens nostra concordet voci, tiene su mejor aplicación en las oraciones que se dicen en el altar.

    Son muchas las fórmulas del misal que nos recuerdan la obra de glorificación que se realiza por nuestro ministerio. La Misa es el acto de culto de latría más excelente. El Gloria Patri, elSuscipe sancte Pater, el Per Ipsum, el Placeat nos dicen que debemos tener la mirada siempre fija en el Padre, en la Trinidad: Offerimus preclaræ majestati tuæ.

    Pero, de acuerdo con los textos litúrgicos, debemos también considerar los tesoros de la divina misericordia y las necesidades de los hombres. Son muchas las oraciones, impregnadas de la sangre de Jesucristo, que nos invitan a interceder por todos ellos. Con más razón y derecho que el sacerdote de la Antigua Alianza, cuando entraba en el Sancta Sanctorum para presentarse ante Dios, debemos nosotros abogar a favor del pueblo que se prosterna al pie del altar.

    No hay mejor acción de gracias que el mismo Jesucristo: Quid retribuam Domino?... Calicem salutaris accipiam.

    Por grandes que sean los sentimientos de gratitud que embarguen nuestra alma durante la celebración de la Misa, es necesario que después del sacrificio demos gracias al Señor desde lo más íntimo de nuestra alma. En esto, cada uno puede seguir lo que el Espíritu le inspire, pero en ningún caso debemos ser de aquellos a quienes se les pueda reprochar que agradecen tan poco cuando tanto han recibido.

    Las oraciones que la liturgia nos recomienda para recitarlas diariamente después de la Misa nos sugieren magníficos actos de agradecimiento. Por el cántico Benedicite todas las criaturas inanimadas se revisten de vida en nuestra inteligencia para acompañarnos a alabar a Dios y el sacerdote se convierte como en el corazón de todas las cosas que por su naturaleza son incapaces de amar, y les presta su voz para que alaben al Señor.

    Además de estas oraciones vocales, debemos dedicar algún tiempo a hacer una oración más personal. La acción de gracias debe ser, ante todo, un acto de suprema adoración. Cuanto más se abaja y se oculta Jesús, más debemos reconocer su divina majestad: «Vos sois el Cristo, el Hijo de Dios vivo, el objeto de las complacencias del Padre. Así lo creo firmemente, y por eso me entrego a Vos con todo mi corazón para cumplir en todo vuestra santísima voluntad».

    Según la opinión común de los teólogos, el efecto principal del sacramento tiene lugar en el momento mismo de la manducación. Pero mientras permanecen en nosotros las especies sacramentales, el Salvador, en virtud de su unión con el alma, continúa siendo un manantial de bendiciones divinas. Por eso precisamente la hora de la acción de gracias tiene tanto valor para que nuestra alma se acostumbre a adherirse a Cristo y a formar con Él un solo espíritu en el amor. Como la oración se intensifica después de la comunión, esta práctica va creando en el alma un precioso hábito de recogimiento. Fue el mismo Cristo el que, después de la Cena, cuando sus discípulos acababan de comulgar, dijo a su Padre: «Los que Tú me has dado, quiero Yo que donde Yo esté, estén ellos también conmigo» (Jo., XVII, 24). Por la gracia del sacramento, Cristo nos atrae hacia Él, para elevarnos con Él hasta el Padre.

    El sacerdote que, inmediatamente después de celebrar su Misa, tiene que oír confesiones, asistir a funerales o dar catecismo a los niños, no debe descorazonarse si sus ministerios le impiden recogerse como quisiera. Que se persuada, por el contrario, de estas dos verdades: estos ministerios son, en realidad, una prolongación del sacrificio, ya que aplican a las almas los frutos de la redención; y por eso son una especie de manifestación del amor que profesamos a Cristo en la persona de sus miembros. Además, que ya el hecho de recibir respetuosamente la Eucaristía y el recitar con piedad las diversas oraciones con que termina la Misa es de por sí una verdadera acción de gracias. Es cierto que ordinariamente las fórmulas de las post-comuniones no expresan explícitamente un sentimiento de agradecimiento; en ellas solemos pedir una participación en los frutos del sacramento. Pero, con todo, estas súplicas suelen significar la alta estima que tenemos del don divino, y con ello son un testimonio de nuestro profundo agradecimiento.

    Independientemente del valor de acción de gracias que tiene la santa Misa en sí misma, importa muchísimo, aún más, es necesario que después de haber celebrado, y en cuanto lo permitan las circunstancias, el sacerdote se ocupe en dar gracias al Señor, porque nunca debemos olvidar que en estos benditos momentos el Hijo de las complacencias que habita in sinu Patris, reposa in sinu peccatoris.

 

 

XIII

El banquete eucarístico

 

    «Ved, nos dice San Juan, qué amor nos ha mostrado el Padre, que llamados hijos de Dios, lo seamos»: Videte qualem caritatem dedit nobis Pater ut filii Dei nominemur et simus (I Jo.,III, 1). Dios es nuestro Padre y nos ama con un amor incomprensible. Todo el amor que existe en el mundo procede de Él y no llega a ser sino una sombra de su caridad sin límites. «¿Puede la mujer olvidarse del fruto de su vientre?, dice el Señor por boca de su profeta; pues aunque ella se olvidara, yo no te olvidaría» (Isa., XLIX, 15).

    Pero el amor tiende a entregarse, y así se une más al objeto amado. Dios es el mismo amor: Deus caritas est (I Jo., IV, 8), y siempre está ansiando comunicársenos. Por eso es por lo que San Juan escribió: «Tanto amó Dios al mundo, que le dio su Unigénito Hijo»: Sic Deus dilexit (Jo., III, 16).

    El Hijo, que participa del mismo amor del Padre, ha querido aceptar la condición de siervo y entregarse al suplicio de la cruz: Majorem hac dilectionem (Jo., XV, 13).

    Y como si esto fuera poco, ahora se oculta bajo las apariencias del pan y del vino, con el propósito de entrar dentro de nosotros y de unirnos a sí de la manera más estrecha. La santa Eucaristía es el último esfuerzo del amor que aspira a entregarse; es el prodigio de la omnipotencia puesta al servicio de la caridad infinita.

    «Todas las obras de Dios son perfectas» (Deut., XXXII, 4). Por eso el Padre celestial ha preparado a sus hijos un banquete digno de Él. No les sirve un manjar material, ni un maná que ha caído del cielo, sino que les da el cuerpo y la sangre, juntamente con el alma y la divinidad de su único Hijo Jesucristo.

    Nunca llegaremos a comprender en esta vida toda la grandeza de este don; pero cuando lleguemos al cielo, lo comprenderemos perfectamente; porque la Eucaristía es Dios que se comunica y Él sólo se comprende plenamente a Sí mismo.

    En este banquete recibimos al Hijo del Padre, al que constituye la felicidad de los elegidos, al que sacia por toda la eternidad a los ángeles y a los santos. Es más, el mismo Padre eterno declara que tiene en Él todas sus delicias: «Este es mi Hijo muy amado, en quien tengo mi complacencia» (Mt., XVII, 5). Ni el mismo Dios podría hacernos participar de un bien más precioso: «¿No creéis que yo estoy en el Padre y el Padre en mí?» (Jo., XIV, 10). «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Ibid., 9). Por la comunión entramos en posesión de toda la Santísima Trinidad, porque el Padre y el Espíritu Santo están necesariamente allí donde está el Hijo, ya que los tres constituyen una misma y única esencia.

 

1.- Parábola del banquete

    No es empresa fácil decir algo nuevo sobre la Eucaristía.

    Pero me ha parecido que la meditación de una página del Evangelio podría contribuir a ilustrar nuestra fe. Esta página esclarece maravillosamente la unión que la Eucaristía produce entre Cristo y nosotros.

    Conocéis perfectamente la parábola del banquete de bodas. Cristo nos dice: «El reino de los cielos es semejante a un rey que preparó el banquete de bodas de su hijo»: Simile est regnum cœlorum homini regi qui fecit nuptias filio suo (Mt., XXII, 2; Lc., XIV, 16).

    ¿A quién representan este rey y este hijo? ¿Quiénes son los invitados de este banquete? ¿Habrá algún misterio oculto bajo esta alegoría?

    Según los doctores de la Iglesia, el rey es el Padre celestial.

    Cuando, para rescatar al mundo, el Padre decretó la encarnación del Verbo, el mismo hecho de la unión de la naturaleza humana a la persona divina constituyó ya de por sí una maravillosa fiesta nupcial. La encarnación del Verbo es realmente un matrimonio, porque, cuando el Hijo de Dios tomó suya la santa humanidad, la hizo su esposa. Estas fueron en su más elevado sentido las «nupcias del Cordero»: Nuptiæ Agni (Apoc., XIX, 7).

    «Este misterio, nos dice San Gregorio, se obró en María cuando recibió el mensaje del ángel»: Uterus… Genitricis Virginis, hujus Sponsi thalamus fuit [Homil. 38 in Evang. P. L., 76, col. 1283]. Dos naturalezas en una sola Persona: ¡qué unidad más estupenda en el ser y qué abrazo más íntimo en el amor! Quæ est ista quæ ascendit de deserto, deliciis affluens, innixa super dilectum suum? (Cant., VIII, 5). La humanidad del Salvador es «esta esposa inmaculada, rebosando en delicias, que sube del desierto de este mundo, apoyada en el Verbo, su esposo».

    La liturgia canta las «maravillas de esta unión»: Mirabile mysterium… Deus homo factus est. Sin perder nada del esplendor de su perfección eterna, el Hijo de Dios ha asumido una naturaleza creada de la nada: Id quod fuit permansit, et quod non erat assumpsit. Esta unión no implica fusión alguna de Dios y del hombre: non commixtionem passus; sino que, por el contrario, salvaguarda la distinción absoluta de las dos naturalezas, al paso que las hace inseparables para siempre: Neque divisionem [Antífona de la Circuncisión].

    Aquí está comprendida toda la doctrina de la encarnación.

    Es el mismo San Gregorio quien nos dice que «por el misterio de la encarnación, el Padre ha querido que se realice la unión nupcial de su Hijo con la Iglesia»: In hoc Pater Regi Filio nuptias fecit, quo ei, per incarnationis mysterium, sanctam Ecclesiam sociavit [Ibid]. Como sabéis, Cristo se une a su Iglesia, uniéndose a cada alma por medio de la gracia santificante y de la caridad. Por eso San Pablo escribía a los fieles de Corinto: «Os he desposado a un solo marido para presentaros a Cristo como casta virgen» (II Cor., XI, 2). Observad que San Pablo no se refiere aquí únicamente a las vírgenes, sino a todos los bautizados, porque, según él, todo cristiano, en virtud de la gracia de la adopción divina, está llamado a unirse a Cristo por el amor.

    Pero volvamos de nuevo a la parábola. El rey había invitado a muchos comensales, pero todos se excusaron. En vista de ello, mandó a sus criados que saliesen a las encrucijadas de los caminos e invitasen a cuantos pobres encontrasen al banquete que tenía preparado. Y así fue como los pobres, los enfermos y hasta los tullidos encontraron un puesto en la sala del banquete.

    ¿A quién representa esta multitud? Siguiendo la opinión de Orígenes y de San Jerónimo y de acuerdo con el empleo que la sagrada liturgia hace de algunos textos de esta parábola, creemos que en ella está representado el pueblo cristiano al que la munificencia divina ha llamado al banquete eucarístico. Los que participan de los misterios sagrados se benefician de la unión de amor que está reservada a los comensales del banquete. Cristo toma posesión de sus almas y ellos, a su vez, le poseen por la fe y la caridad.

    Tengamos siempre bien presente que esta unión se asemeja de alguna manera a la unión de la santa Humanidad con el Verbo, ya que ésta es el modelo de todas las relaciones de intimidad y de amor entre la criatura y su Dios.

    Por muy admirable que nos parezca, todos hemos sido invitados a alcanzar las cimas de esta vida sobrenatural.

 

2.- La Misa, banquete de los hijos de Dios

    Todos los días se prepara este espléndido banquete. El festín de las bodas del Hijo de Dios se renueva cada mañana en el santo sacrificio. Y tanto el sacerdote como los fieles son invitados a tomar parte en él.

    Este misterio de unión es obra de la Sabiduría divina, la cual lo ha confiado a la Iglesia para que ésta lo dispense a los fieles. En el seno de la Iglesia, la Misa viene a ser el foco de donde irradia la gracia sobre todas las obras de los miembros de Cristo. Y por lo que en particular atañe al sacerdote, el oficio divino, la meditación, los ministerios y la abnegación en todas sus formas reciben su impulso sobrenatural de la virtud santificadora de este divino sacrificio. Así nos lo da a entender una oración del misal: «Que los sacrosantos misterios en que has puesto la fuente de la santidad nos santifiquen de verdad también a nosotros» [Secreta de la misa de San Ignacio de Loyola].

    Veamos ahora cómo llegan hasta nosotros las gracias que brotan de la Misa.

    Ante todo, por medio de la sagrada comunión. La Eucaristía es, por excelencia, el sacramento que comunica al sacerdote y a los fieles los frutos de la sagrada inmolación. Así lo dice clarísimamente la oración Supplices del Canon cuando pide que «todos los que participan de la oblación del altar por la recepción de cuerpo y de la sangre de Jesucristo sean llenos de toda bendición celestial y de gracia»: Omni benedictione cælesti et gratia repleamur. El don de la Eucaristía es la respuesta que nos da la clemencia del Padre a la ofrenda que le hacemos de su Hijo. Por una increíble condescendencia, el Padre quiere que tanto el celebrante como los fieles se alimenten de la misma víctima del sacrificio y lleguen así a poseer todos los inmensos bienes sobrenaturales, de los cuales la santa Misa es el manantial.

    De esta suerte, Cristo se une por amor a todos los miembros de su Iglesia, enriqueciéndoles con todos sus bienes: In omnibus divites facti estis in illo (I Cor., I, 5). Por la Eucaristía, «les hace participar de los frutos de su redención»: Ut redemptionis tuæ fructum in nobis jugiter sentiamus [Oración de la fiesta del Corpus Christi]. Este redemptionis fructus se nos aplica realmente en la comunión. Por eso es por lo que nunca debemos estimar la comunión como una práctica piadosa cualquiera, como un detalle o como un ejercicio de secundaria importancia en el conjunto de nuestra espiritualidad. Porque cuando Jesucristo viene a nosotros, «viene para comunicarnos su vida», como nos dice el Evangelio, y no lo hace con parsimonia, sino «con una divina sobreabundancia»: Ego veni ut vitam habeant, et abundantius habeant (Jo., X, 10).

 

3.- La comunión nos invita a un ideal altísimo de vida

    ¿Cuál es esta vida sobreeminente a la cual invita la unión eucarística a todos los cristianos y en particular a los sacerdotes?

    Es de tanta trascendencia esta doctrina, que debemos recurrir a ella a cada paso.

    Cristo es el modelo perfecto de la santidad humana que el Padre quiere ver reproducida en sus hijos adoptivos: Prædestinavit nos conformes fieri imaginis Filii sui (Rom., VIII, 29). Todos, aunque en diverso grado, estamos obligados a adquirir esta semejanza sobrenatural, so pena de no poder participar en el banquete del cielo. Esta conformidad con el Hijo encarnado es la que produce en nosotros la elevación espiritual y la armonía entre el elemento humano y el elemento divino que el Padre espera de nosotros.

    ¿En qué consiste la santidad de Jesús? En la Trinidad, el Padre es el principio de donde el Hijo ha recibido todo cuanto es. Así lo dijo el mismo Jesús: «Pues así como el Padre tiene la vida en sí mismo, así dio también al Hijo tener vida en sí mismo» (Jo., V, 26).

    También la humanidad de Jesús recibe del Padre toda su incomparable dignidad. Del seno del Padre descendía constantemente sobre Jesús una efusión inagotable de vida divina, que le comunicaba la plenitud de la gracia santificante, la caridad infusa y los dones del Espíritu Santo.

    La unión hipostática santificaba el alma y el cuerpo de Cristo. Esta «gracia de unión» constituía la raíz de todas las demás comunicaciones otorgadas a la humanidad de Cristo para el cumplimiento perfecto de su misión redentora.

    De esta manera, el alma de Jesús no cesaba de contemplar al Padre, al Verbo y al Espíritu Santo. Es verdad que dentro de la unidad de la persona divina, las dos naturalezas continuaban siendo realmente distintas; pero existía entre ambas una unión inefable. Todo lo recibía Jesús del Padre, como de única fuente, y Él, a su vez, se consagraba enteramente a su Padre y le glorificaba en todas sus acciones.

    Este es el ideal de eminente santidad que Cristo quiere establecer en el alma del que comulga.

    Al dar a la Iglesia el gran don de la Eucaristía, Dios lo hizo con la intención de que Cristo fuese ofrecido e inmolado bajo las sagradas especies, de que fuese adorado, visitado y amado en el sagrario; pero quiso también que su Hijo se convirtiese en alimento para hacernos participar de la vida divina: «Si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros» (Jo., VI, 53).

    El pan común, aunque no tiene vida en sí mismo, sostiene, sin embargo, el vigor de nuestro cuerpo; pero cuando tomamos el pan y el cuerpo eucarísticos, es un ser vivo, es Jesús quien penetra en nosotros y toma posesión de nuestro ser y, en virtud de esta unión, nos hace semejantes a Él. Por eso dijo: «Yo soy, Ego sum, el pan vivo bajado del cielo» (Ibid., 51).

    Aunque la vida divina es inaccesible en sí misma, este sacramento hace que venga a nosotros. Todo aumento de santidad que el Padre quiere otorgar a sus hijos adoptivos lo ha puesto en manos de Jesús para que éste nos lo comunique.

    Considerad esta maravilla: el alma del Salvador estaba en contacto ininterrumpido con el Verbo y éste la vivificaba. Nuestra unión sacramental con Cristo no dura cada día más que unos pocos momentos, pero, por breve que sea, ¡qué poder más grande tiene para santificarnos! Aunque esta unión sacramental no es tan íntima como la del Verbo con su humanidad, sin embargo es verdad que el autor de la gracia reposa en el alma, la reviste de sus méritos, le concede el don de vivir la vida de la filiación adoptiva y le abre el acceso hasta la misma Trinidad: «Si alguno me ama…, mi Padre le amará, y vendremos a él y en él haremos morada» (Jo., XIV, 23).

    La unión sacramental guarda una semejanza tan real con la unión del Verbo y su humanidad, que el mismo Jesús es quien nos lo asegura: «Así como me envío mi Padre vivo, y vivo Yo por mi Padre, así también el que me come vivirá por mí» (Jo., VI, 57). No es posible llegar a comprender toda la profundidad del misterio de la unión eucarística si no se tiene en cuenta este paralelismo que el mismo Cristo quiso emplear. Considerad la estupenda elevación que esta comparación deja entrever hasta que lleguéis a empaparos en la verdad que nos descubre. Si así lo hacéis, no os quepa duda de que durante toda vuestra vida sacerdotal sentiréis cómo se afianzan y se estimulan el respeto y la confianza de alcanzar la gracia que os debe acompañar siempre que comulgáis. San Hilario resume en estos concisos términos estas ideas tan elevadas: «Cristo ha recibido su vida del Padre, y así como Él vive por el Padre, así también nosotros vivimos por su carne»: Quomodo per Patrem vivit, eodem modo nos per carnem ejus vivimus [De Trinitate, VIII, P. L., 10, col. 248].

    La Misa cuenta entre sus más altas prerrogativas la de ser realmente un festín nupcial. En el momento de la encarnación, el Padre presentó a su Hijo una naturaleza humana que estaba destinada a unirse a él como una esposa inmaculada. En el altar, el sacerdote presenta a Cristo unas almas para que las vivifique: su propia alma y las de los asistentes, para que el Señor se comunique a ellas y las haga participar de su propia vida.

    Procuremos caer en la cuenta del ideal tan sublime al que nos invita la sagrada comunión. Porque nuestro progreso en la santidad depende, en gran parte, de nuestra manera habitual de participar del banquete eucarístico.

 

4.- Efectos de la comunión

    La consideración de la naturaleza de la unión divina que establece en nuestras almas la Eucaristía no agota todo lo que debemos recordar acerca de este inefable sacramento. Veamos ahora concretamente cuáles son las gracias que produce en el alma cada comunión.

    Los sacramentos producen el efecto expresado por su elemento sensible. Por eso, la Eucaristía, que ha sido instituida en forma de banquete, debe producir en el orden sobrenatural una misteriosa alimentación de la vida del alma.

    El alimento corporal primeramente es absorbido, y luego el organismo lo asimila y, de esta manera, conserva la vida y asegura el crecimiento. El pan eucarístico obra en nosotros de modo análogo. Al tiempo que «lo recibimos por la boca», quod ore sumpsimus, «Cristo se une a nuestra alma»: pura mente capiamus, y fecunda y aumenta en ella la vida divina, cuyo germen recibimos en el bautismo.

    Cuando comemos, transformamos en nuestra propia sustancia el alimento que tomamos; pero cuando recibimos a Jesús en la Eucaristía no sucede así, sino que, por el contrario, es Jesús quien nos transforma en Él. En esta misteriosa unión que produce la Eucaristía, se realiza plenamente la frase que San Agustín pone en labios del Señor: «Yo soy manjar de los que son ya grandes y robustos: crece, y entonces te serviré de alimento. Pero no me mudarás en tu sustancia propia, como sucede al manjar de que se alimenta el cuerpo, sino al contrario, tú te mudarás en mí» [Confessiones, VII, 10. P. L., 32, col. 742].

    Este es el primer efecto sacramental que la comunión produce ex opere operato: el aumento de la gracia santificante. Cada vez que nos acercamos a comulgar con las debidas disposiciones, la gracia nos hace más semejantes a Dios, más «deiformes», en virtud de «una participación sobrenatural de su naturaleza»: Efficiamini divinæ consortes naturæ (II Petr., I, 4).

    Para que llegue a consumarse en toda su plenitud la unión del hombre con Cristo, el Padre ha querido que la virtud propia del sacramento sirva también para avivar y enfervorizar en nosotros la caridad habitual. Este amor que produce en nosotros la Eucaristía no solamente nos acerca a Cristo, sino que llega a unirnos tan estrechamente a Él, que «poco a poco va transformándonos en el objeto amado»: In virtute hujus sacramenti, dice Santo Tomás, fit quædam transformatio hominis ad Christum, per amorem [IV Sententiarum, Distinctio XII, q. 11, 2]. Es tan grande la intimidad de la presencia divina en la sagrada comunión, que el Salvador ha podido decir: «El que come mi carne… está en mí y Yo en él» (Jo., VI, 56).

    Esta voluntaria adhesión de amor a Cristo vivifica y fortalece toda la práctica de las virtudes cristianas, porque la caridad tiene una eficacia soberana para ayudar al sacerdote en su afán de imitar los ejemplos de Jesús. Nunca llegaremos a alcanzar la verdadera santidad si el Padre no encuentra en nuestras almas los rasgos propios de su Hijo encarnado. Debemos procurar asimilarnos de tal manera a Cristo, que el Padre nos reconozca como verdaderos hijos suyos. Y la Eucaristía es la que nos sostiene y estimula en esta empresa de asimilarnos para imitar a Cristo, ya que nos da las gracias que necesitamos para imitar a Jesucristo en la aceptación de la divina voluntad, de la entrega de nuestras personas y de nuestras actividades al bien del prójimo, en la paciencia y en el espíritu de perdón.

    Todos aspiramos a ser sacerdotes fervorosos. No importa que tengamos un temperamento débil o enérgico. La sagrada comunión nos infunde a todos la fuerza que viene del mismo Dios. El pan que recibió Elías «para reanimarle en su desfallecimiento» era una figura de la Eucaristía: Et ambulavit in fortitudine cibi illius usque ad montem Dei (III Reg., XIX, 8). También a nosotros la sagrada comunión nos suministra un «remedio a nuestra flaqueza» como nos enseña la liturgia: Fortitudo fragilium [Postcomunión de las ferias de Cuaresma]. El amor que enciende en nuestras almas nos permite vencer el hastío, la pereza y las tentaciones, ayudándonos eficazmente a llevar nuestra cruz en pos del divino Maestro.

    Otro de los efectos propios de la Eucaristía es el de perdonar los pecados veniales. El amor fervoroso, que es el efecto inmediato de la gracia que este sacramento nos comunica, produce en el alma una gran aversión a todo cuanto obstaculiza la unión. Este aborrecimiento del pecado nos consigue de Dios el perdón de aquellos pecados veniales a los que no tenemos afecto. Esta es la razón de porqué la Eucaristía «purifica al alma de las manchas que en ella han dejado los pecados cometidos»: Ut in me non remaneat scelerum macula. Además que por los auxilios divinos que nos asegura, «corrige nuestras malas inclinaciones»: Vitia nostra curentur [Postcomunión de la dominica XVII después de Pentecostés]. Por eso, todos los días pedimos al Señor en la Misa que la recepción de la Eucaristía nos sirva de «saludable remedio»: Ad medelam percipiendam.

    La alegría espiritual, que tanta importancia tiene en nuestra vida sacerdotal, es otra de las gracias que nos proporciona la Eucaristía, por más que sean muy pocos los que reparan debidamente en ella.

    La sagrada comunión es un inmenso manantial de la más pura, íntima y sólida alegría. Dios es la felicidad por esencia y todo el bien que se encuentra en la creación no es sino un reflejo, una sombra de esta felicidad infinita. Es tan grande la alegría que se experimenta en el cielo, que San Pablo nos dice que «ni el ojo vio, y ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre, lo que Dios ha preparado para los que le aman» (I Cor., II, 9).

    La unión eucarística nos comunica no ya una emanación de esta felicidad celestial, sino a su mismo Autor, que viene a nosotros con todas sus incomparables riquezas. Santa Rosa de Lima decía que en el momento de comulgar le parecía que el mismo sol entraba en su alma [Acta Sanctorum, 39. Augusti, V, pág. 958]. Y puede decirse con toda verdad que, así como en la creación el sol es fuente de luz, de vida y de crecimiento, así también en la intimidad del alma este Jesús a quien recibimos en la sagrada comunión es la fuente de esta alegría siempre floreciente y de este coraje que no conoce el abatimiento que constituyen la fuerza que sostiene al cristiano.

    No hablo ahora de los consuelos sensibles, sino de aquella esperanza, de aquel entusiasmo que hacía exclamar a San Pablo: «Reboso de gozo en todas nuestras tribulaciones» (II Cor.,VII, 4). Esta alegría sobrenatural era la que hacía que los mártires sonrieran y cantaran en medio de los suplicios. Era que antes de salir a la arena del anfiteatro se habían fortalecido con el banquete de las bodas del Cordero, era que habían comulgado.

    Esta felicidad que comunica la Eucaristía se traduce en ciertas almas en un vivo sentimiento de serenidad y de paz. Cuando el general de Sonis estaba en campaña solía comulgar siempre que tenía oportunidad de hacerlo. El día de la batalla de Solferino, escribía después que hubo terminado el combate: «No creo que durante toda esta terrible jornada haya perdido de vista la presencia de Dios ni un solo instante». ¿No es verdad que la actitud que observó este valiente soldado en medio del tumulto y de los peligros de la batalla es un sorprendente y aleccionador ejemplo de lo que puede y debe ser la serenidad y la tranquilidad del alma santificada por la divina presencia?

    Aunque no tengamos una fe muy viva en las maravillas que produce la Eucaristía, debemos, sin embargo, cuando llega el momento de la comunión, esforzarnos en creer con firmeza en la realidad y en la grandeza de este don inefable que Dios hace a nuestra alma. Si así lo hacemos, es seguro que poco a poco irá obrándose en la intimidad de nuestra vida sacerdotal una bienhechora transformación.

    Nunca llegaremos a agotar la vitalidad de los frutos que nos suministra este divino sacramento. Y ya que no podamos agotar la materia, vamos siquiera a señalar un último y supremo efecto: la Eucaristía «nos da la garantía de la felicidad eterna»: Et futuræ gloriæ nobis pignus datur [Antífona de las vísperas del Corpus Christi]. Ella nos prepara y nos dispone para el festín celestial «en el reino del Padre», festín que el mismo Cristo prometió después de la última Cena (Mt., XXVI, 29), festín en el que «hartará a los elegidos de su gloria»: Satiabor cum apparuerit gloria tua (Ps., 16, 15). ¿Pensamos en esto todo lo que debiéramos siempre que decimos: «Que el cuerpo…, que la sangre del Señor guarde mi alma hasta la vida eterna»?...

 

5.- Unidad en Cristo

    Todos los efectos de los que hasta ahora os he hablado conciernen a cada uno de nosotros en particular. Pero la Eucaristía es, además de todo esto, el sacramento que nos une a Cristo en cuanto es Cabeza del Cuerpo Místico. Ella injerta al cristiano en esta plenitud de orden sobrenatural que hace que Cristo y nosotros formemos un todo único e incomparable.

    Debemos tener conciencia clara de que pertenecemos al Cuerpo Místico. Y mucho más nosotros los sacerdotes, porque ella es la que sostiene nuestro celo con las almas que nos han sido confiadas.

    Jesucristo desea ardientemente que los fieles de su Iglesia estén unidos a su Cabeza y que ellos lo estén entre sí. En la última Cena, luego que hubo instituido el sacramento de la Eucaristía, se dirigió a su Padre para pedirle que todos sus fieles estuviesen unidos en Él. «Padre santo, guarda en tu nombre a éstos… para que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y Yo en ti…, para que sean consumados en la unidad» (Jo., XVII, 11, 21, 23). La Misa y la comunión –banquete de las bodas del Hijo de Dios– son los medios sagrados que han sido principalmente destinados a realizar esta unión tan sublime: «Porque el pan es uno, nos dice el Apóstol, somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan»: Quonian unus panis, unum corpus multi sumus, omnes qui de uno pane participamus (I Cor., X, 17). La virtud del sacramento hace que las almas penetren en el misterio del Cuerpo Místico, convirtiéndolas en miembros más unidos al Señor, que viven más de su vida y se consagran más plenamente a su servicio.

    Son tan amplios los frutos de la unión eucarística, que los fieles no solamente se sienten impulsados a amar a Cristo, sino también, con Él y por Él, a todo su Cuerpo Místico. La gracia del sacramento nos hace abrazar el «Cristo total»: la Cabeza, los miembros y todas las almas que han sido redimidas por su sacrificio. La caridad es el aglutinante sobrenatural que tiene el poder, ya desde aquí abajo, de unir entre sí de una manera maravillosa a todos los miembros que forman la ciudad de Dios.

    Hagamos el propósito de que el reinado de la caridad de Cristo en su Iglesia constituya siempre el objeto de nuestros deseos, de nuestro celo y de nuestra predicación. Trabajemos para que sea una realidad en la diócesis, en la parroquia, en las obras que dirigimos, en todo cuanto nos rodea. El fervor de la caridad hará que seamos siempre respetuosos y cariñosos con el prójimo, consagrándonos a su bien con olvido total de nosotros mismos. Y cuando llegue el momento de la comunión, alejará de nuestra alma el recuerdo de las faltas del prójimo, y nos tendrá al abrigo de la indiferencia, de la frialdad y de todo lo que contribuye a la división. Así será como la Eucaristía, que es sacramento de la unidad, nos incorporará cada vez más a Cristo: «Te rogamos, oh Dios omnipotente, que seamos contados entre los miembros de Aquél, con cuyo cuerpo y sangre comulgamos» [Postcomunión del sábado de la 3ª semana de Cuaresma].

    ¿Se puede afirmar que la santa Humanidad de Jesús está presente en el alma de todos y cada uno de los miembros de su Cuerpo Místico?

    No cabe duda que al comulgar nos ponemos en contacto con Jesús y que entonces ejerce en nosotros su soberano dominio. Como declara el Concilio de Efeso: «La carne de Cristo es vivificadora…, porque es la carne del verbo»: Carnem Domini vivificatricem esse… quia facta est propria Verbi [Canon 11]. En el sacramento, Jesús toca, santifica y entra en posesión del alma, irradiando su virtud sobre ella desde el foco glorioso de la Eucaristía. Mientras permanecen sin alterarse las especies sagradas, el alma se beneficia de este contactus virtutis,dependiendo más y más de la acción del Señor y uniéndose más íntimamente a su Cuerpo Místico.

    Pero, aún cuando cese la presencia sacramental, el alma fiel continúa estando siempre bajo la influencia del Señor, del cual es miembro. El Señor continúa asistiéndole tanto desde fuera como desde lo más íntimo de su ser para fecundar su vida sobrenatural. «Él habita siempre de alguna manera en su corazón»: Christum habitare per fidem in cordibus nostris (Eph., III, 17). No se refiere el Apóstol con estas palabras a la presencia eucarística, sino a esa otra unión eficaz, íntima y continua, en virtud de la cual Cristo, el Verbo encarnado, Cabeza del Cuerpo Místico, vive y obra de modo permanente en el alma de todos y cada uno de nosotros.

 

6.- Obstáculos para alcanzar los frutos de la comunión

    A veces nos quejamos de que nuestras comuniones no producen apenas en nuestra alma fruto alguno y lo mismo oímos decir a otras almas piadosas. Y, sin embargo, «este pan bajado del cielo contiene en sí todo sabor espiritual»: Omne delectamentum.

    El poco fervor de nuestras comuniones proviene ordinariamente de múltiples causas. Algunas de ellas son pasajeras. La salud, el ambiente y la desgana que puede venirnos en el momento de ir a celebrar suelen impedir que el alma guste con la debida paz de la divina presencia.

    Pero dejemos a un lado estas razones particulares y fijemos nuestra atención en dos obstáculos que a todos se pueden ofrecer, y a los cuales es menester poner remedio eficaz: la falta de fe viva y la insuficiencia del don de sí mismo.

    La Eucaristía es, por excelencia, el mysterium fidei. Cuando contemplamos la hostia consagrada, nada hay que revele a nuestros sentidos la presencia real de nuestro Salvador. Y, sin embargo, Él está allí, con toda la majestad de su gloria, con el mismo amor que nos profesaba cuando vivía entre nosotros durante su vida mortal. Sola la fe alcanza este misterio, por encima de las apariencias del pan y del vino.

    Si en el momento de comulgar nuestra fe es débil, o permanece como dormida, o si se deja distraer por las cosas exteriores, es natural que no pueda apreciar en su justo valor el don del Padre ni la misericordiosa condescendencia de Jesús. Si nos falta la fe, quedaremos indiferentes ante las riquezas sobrenaturales que nos proporciona la Eucaristía.

    Por el contrario, cuando el alma tiene una fe despierta y atenta, queda como sobrecogida de admiración, y se da perfecta cuenta de que el don de Cristo al mundo y a cada uno de los hombres sigue siendo siempre actual y operante. Este sacramento hace «que seamos llenos de toda plenitud de Dios»: Ut impleamini in omnem plenitudinem Dei (Eph., III, 19).

    Cuando, al contemplar estas maravillas, sufrís porque, a pesar de haberos preparado debidamente, no sentís en vuestro corazón aquel santo ardor que esperabais, no por eso debéis afligiros. Dios no os pide que entréis en contacto con las realidades sobrenaturales por medio del sentimiento, sino que quiere que le sirváis y le améis en la oscuridad de la fe y por la adhesión de vuestra voluntad. Los sentimientos son útiles en cuanto que sirven para avivar nuestra fe. En vuestras comuniones y en vuestras relaciones íntimas con la Eucaristía procurad uniros al Señor por la fe, como lo hacía San Pablo cuando decía: In fide vivo Filii Dei (Gal., II, 20).

    Hay una segunda disposición interior, de cuya falta se siguen grandes inconvenientes para obtener los debidos efectos de la comunión. Me refiero al don de sí mismo. Ya que el Señor se nos entrega en la sagrada comunión, ¿no será conveniente que también nosotros, por nuestra parte, nos entreguemos a Él? Esta donación de sí mismo consiste en poner toda nuestra vida a disposición del Señor, aceptando de antemano todo cuanto su voluntad quiera ordenarnos tanto en el presente como en lo porvenir. Este abandono es la dispositio unionis por excelencia. Gracias a ella, Cristo no encuentra en nosotros nada que pueda oponerse a su reinado en nuestra alma.

    «Comunión» quiere decir «unión con» Jesús. Para que pueda realizarse esta unión hay que presentar al Señor un alma a la cual pueda unirse con su santidad y su amor. Cristo no puede unirse con el que no es humilde, con el que no le acoja plenamente, con el que abandona sus deberes de estado y, sobre todo, con el que no tiene caridad y no sabe perdonar al prójimo. ¿No es verdad que sería cometer una hipocresía el pretender unirse a la Cabeza, al mismo tiempo que se desentiende de las necesidades de sus miembros y se menosprecia su amor? Lo que obstaculiza nuestra unión con Cristo es nuestro amor propio, nuestra susceptibilidad, nuestros proyectos de vanagloria, nuestras aspiraciones egoístas, nuestras miras terrenas o demasiado humanas. Todo esto se opone a que nuestra voluntad se conforme plenamente con la de Jesús.

    No son, pues, nuestra debilidad ni nuestras miserias morales las que nos impiden participar de los frutos del sacramento, cuando lejos de complacernos en ellas las lamentamos. Precisamente Jesús viene a nosotros para darnos la fuerza que necesitamos para combatir nuestros defectos. «Él cargó sobre sí nuestras enfermedades y cargó con nuestros dolores»: Vere languores nostros ipse tulit et dolores nostros ipse portavit (Isa., LIII, 4).

    ¿Dónde encontraremos el modelo más perfecto de este don de sí mismo? En el mismo Cristo. Según la doctrina de los Padres de la Iglesia, la unión de sus dos naturalezas tenía un carácter nupcial. Cuando comulgamos, nos unimos a Cristo por el amor, y Cristo entonces nos atrae y nos une a Él para que seamos siempre suyos.

    ¿Cuál fue la disposición fundamental de la humanidad de Jesús desde el momento mismo de su encarnación? Ella se entregó y se abandonó, como la esposa se entrega y se abandona a su esposo. Ecce venio… ut faciam voluntatem tuam (Hebr., X, 7). ¿Cuál fue la actitud interior que observó la Santísima Virgen durante toda su vida? Sin duda, la misma que nos da a entender la respuesta que dio al ángel el día de la anunciación: «He aquí la esclava del Señor».

    Estas dos palabras: Ecce venio… Ecce ancilla… se hacen eco la una a la otra.

    Esta debe ser también la disposición de nuestra alma cuando nos acercamos a comulgar. Esta disposición es eminentemente sacerdotal y corresponde a la misión que el sacerdote ejerce en la Iglesia. Ella facilita el Imitamini quod tractatis y asegura a nuestras comuniones abundantes frutos de gracia.

    Además de estos dos obstáculos, hay otro tercero del que tendrán seguramente experiencia los sacerdotes celosos que están consagrados de lleno a sus ministerios. Se trata de la dificultad de entretenerse a solas con el Señor, tanto antes como después de la comunión. Cuando quisieran poder dedicar un rato a la oración, por todas partes les molestan e importunan sin cesar.

    Creo que el mejor consejo que puedo darles a los que así se ven asaeteados por sus ocupaciones es que se esfuercen en suplir esta falta de recogimiento con una gran pureza de intención, diciendo con viva fe: «Yo sirvo a Cristo en sus miembros y les dedico todo mi ministerio por amor a Él».

    La mejor preparación inmediata para comulgar bien es celebrar la santa Misa con fe viva.

    Si no podemos dar gracias inmediatamente después de celebrar el santo sacrificio, la podemos suplir más tarde con una oración o con una visita al Santísimo Sacramento. Claro está que no quiero decir con esto que sea lícito el minimizar la importancia de una religiosa y respetuosa acción de gracias. Solamente pretendo recordaros que, si a pesar de vuestro buenos deseos, os asaltan las necesidades urgentes del ministerio, no por eso debéis perder la confianza, porque la dispositio unionis por excelencia consiste en el don de sí mismo.

    El hábito de acordarse durante el día del insigne beneficio de la comunión de la mañana y de prepararse por anticipado a la del día siguiente es también una excelente práctica de piedad para obtener abundantes frutos de la recepción de este sacramento.

    Todas las mañanas encontramos en el altar un amigo infinitamente digno de ser amado, que es Jesús, nuestro Dios. Animémonos a amarle con humildad, a entregarnos a Él sin reserva, con todas las vicisitudes del presente y con todo el misterio que encierra el porvenir. Apoyándonos únicamente en sus méritos y en su gracia para poder alcanzar esta santidad de vida y para llegar a esta plenitud de unión con Él. Así nos lo recomienda San Agustín: «Amemos a Dios por el don que nos ha hecho de sí»: Amemus Deum de Deo [Sermo, 34. P. L., 38, col. 210].

    Un alma que vive con estos sentimientos puede celebrar y comulgar siempre con mucho fruto.

  

XIV

El Oficio Divino

 

    Aun después de haber bajado del altar continuamos siendo sacerdotes. Además del sacrificio de la Misa, tenemos otra función sacerdotal que ofrece a Dios, que consiste en glorificarle mediante la recitación del oficio divino.

    Toda la vida de Jesús fue un homenaje sacerdotal. Desde el momento mismo que entró en el mundo, el Verbo encarnado se presentó a su Padre en calidad de sacerdote y durante toda su existencia terrena Jesús ofreció a su Padre una adoración y una alabanza ininterrumpida.

    Antes de empezar a recitar las Horas, solemos hacer alusión a esta constante oración sacerdotal de nuestro Salvador, cuando expresamos nuestro deseo de «cumplir nuestro deber, de recitar las Horas uniéndonos a aquella divina intención que le animaba cuando alababa a Dios en este mundo».

    Por la diaria recitación del breviario, el sacerdote aspira a imitar a Cristo en su contemplación del Padre y en su oración perfecta. Y así es cómo rinde al Señor la glorificación a que tiene derecho.

    Desde el día mismo que se ordenó de subdiácono, la vida del ministro de Cristo está enteramente consagrada al servicio divino. El culto de Dios es la primera y la principal razón de ser de su estado. Y por eso precisamente la Iglesia no se contenta con recomendarle que sea un hombre de oración, sino que incluso le prescribe hasta la forma en que debe orar. Si se exceptúa la asistencia a la Misa y la recepción de los sacramentos, los simples fieles tienen libertad para escoger sus devociones, pero la oración y la alabanza del sacerdote tiene tal importancia, que la Iglesia las ha reglamentado con todo detalle.

    La Iglesia ha impuesto a los sacerdotes el deber de recitar el oficio divino como una grave obligación. ¿Por qué esta gravedad?

    Ante todo, porque las Horas canónicas constituyen un homenaje de religión que la Iglesia se cree obligada a ofrecer a Dios por los labios de sus ministros. Y, además, porque el sacerdote debe recurrir al gran medio de la oración renovada incesantemente, para evitar la medianía moral y para mantenerse en el fervor.

    Hay quienes se lamentan de que el breviario «no les dice nada» y de que su recitación, en lugar de servirles de aliento y de consuelo, resulta para ellos una carga pesada. Reconozco que la recitación diaria de las Horas canónicas implica un deber que es, hasta cierto punto, penoso. Pero no dudéis que, si os penetráis de las grandes verdades de la fe que os vamos a recordar y seguís las directivas que os vamos a proponer, experimentaréis hasta qué punto puede sobrenaturalizarse toda vuestra vida sacerdotal mediante la digna recitación del breviario.

 

1.- Excelencia del oficio divino

    ¿Cómo podremos formarnos una idea digna y cabal de las excelencias de la oración oficial de la Iglesia?

    En la adorable Trinidad, Dios se da a sí mismo una gloria digna de Él y una alabanza perfecta. Lo sabemos por la revelación, ya que el Verbo, la segunda persona de la Trinidad, es «la gloria del Padre»: Splendor gloriæ et figura substantiæ ejus (Hebr., I, 3). Él constituye en el seno del Padre el sublime cántico eternal: Et Verbum erat apud Deum (Jo., I, 1); Él es, por excelencia, el himno infinito de glorificación que se canta in sinu Patris. Nosotros somos incapaces de formarnos una idea adecuada de esta alabanza que el Hijo tributa al Padre, en cuanto que es la Palabra subsistente que expresa toda su perfección.

    Además, el Verbo, que es uno con el Padre y el Espíritu Santo, «ha creado todas las cosas»: Omnia per ipsum facta sunt. Esta creación la había concebido el Padre en su Sabiduría; en ella, «en el Verbo, la creación tenía ya vida» y cantaba la gloria del Padre: Quod factum est, in Ipso vita erat.

    Al encarnarse, el Hijo no ha dejado de ser la Palabra viviente, el Cántico que era desde toda la eternidad, pero al asumir la naturaleza humana, ha alabado al Padre de otra nueva manera. Desde este punto, existe en la tierra una alabanza humana que es propia del Verbo encarnado.

    Reconocemos, pues, en Cristo un himno divino que sobrepasa nuestros alcances y que adoramos profundamente, y un himno humano. En cuanto hombre, Jesús alababa a su Padre con la alegría que le proporcionaba su participación de la filiación eterna. Su alma contemplaba en el Verbo la vida de la Trinidad.

    Pero, además, toda la naturaleza creada tomaba de Él un nuevo impulso para bendecir al Padre. Jesús era, por decirlo así, la boca de toda la creación. Esta alabanza será siempre la de un Dios, pero se expresaba en un lenguaje humano adecuado a nuestra naturaleza y revestía diversas formas de expresión.

    ¡Qué motivo de contemplación más admirable nos ofrece la oración de Jesús durante su vida mortal!: Erat pernoctans in oratione Dei (Lc., VI, 12).

    Y cuando Cristo cantaba en la sinagoga u oraba en el templo uniéndose a la plegaria del pueblo judío –y se puede, sin duda, afirmar que así lo haría desde los doce años­–, su oración subía a Dios «como un incienso, como un suave perfume», in odorem suavitatis. Jesús conocía los salmos y todas las actitudes religiosas que evocaban estos cánticos inspirados cobraban vida en Él de una manera sublime: «Obras del Señor, bendecir al Señor». «¡Oh Yahvé, Señor nuestro, cuán magnífico es tu nombre en toda la tierra!»: Quam admirabile est nomen tuum in universa terra (Ps., 8, 2).

    Jesús ha ofrecido a Dios el culto de la plegaria que todo hombre debe rendirle en justicia. Jesús honraba a su Padre con la adoración, el amor, la alabanza, la acción de gracias y la plegaria. Y todos estos actos alcanzaban en Él una perfección y un valor infinitos como consecuencia de la unión de su humanidad al Verbo.

    Antes de subir al cielo, Cristo ha legado a la Iglesia, su Esposa, toda la inmensa riqueza de sus méritos, de sus gracias y de su doctrina, como también el poder de continuar en la tierra la obra de glorificar a la Trinidad que Él había inaugurado.

    Y la Iglesia «se apoya en su Esposo»: Innixa super dilectum (Cant., VIII, 5) para hacer que su plegaria llegue hasta Dios. Esta alabanza de la Iglesia Jesús la hace suya en el cielo: «Por Él, dice San Pablo, ofrezcamos de continuo a Dios sacrificio de alabanza, esto es, el fruto de los labios que bendicen su nombre» (Hebr., XIII, 15). En la cruz, Jesucristo se entregó enteramente por amor a su Iglesia y permanece para siempre estrechamente unido a ella. El cántico de los miembros se confunde con el de su Cabeza. Esto es lo que inspiró aquellas sorprendentes palabras que escribió San Agustín: «Son dos en una sola carne; ¿pues por qué no habían de ser dos en una sola voz?... Es la Iglesia quien intercede en Cristo y es Cristo quien intercede en la Iglesia; el cuerpo es uno con la cabeza y la cabeza es una con el cuerpo»: In Ecclesia loquitur Christus; et corpus in capite, et caput in corpore [Enarrat. super psalmos, II, 4. P. L., 36, col. 232].

    Voy a emplear una semejanza que os ayude a comprender mejor este misterio. Las satisfacciones que ofreció Cristo para la expiación de los pecados del mundo fueron sobreabundantes, como la Iglesia nos enseña. Y sin embargo, Dios ha querido reservar una parte de sufrimientos al Cuerpo Místico. Así lo afirma el Apóstol: «Suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia»: Adimpleo ea quæ desunt passionum Christi… pro corpore ejus quod est Ecclesia (Col., I, 24). Lo que es verdad respecto de la expiación, se puede decir también de la obligación que tenemos de adorar a Dios, de alabarle y de darle gracias. Debemos prolongar y «completar los homenajes que Cristo tributa a su Padre»: Adimplere ea quæ desunt laudationum Christi.

    La Iglesia ha organizado esta oración, acomodándola al lenguaje y a los gestos que solemos emplear los hombres. Cualquiera que sea la forma de expresión de que se sirva, la liturgia continúa la obra de alabanza del Salvador, asociándose al cántico del Verbo encarnado. Así es como la oración de la Iglesia se levanta desde el desierto de esta vida hasta el seno del Padre.

    Es verdad que la santa Misa es el sacrificium laudis por excelencia; pero también es cierto que esta glorificación se prolonga a todo lo largo del día por medio del oficio divino, cuyas Horas forman como un halo de luz ininterrumpido en torno a la inmolación sagrada.

    Nosotros los sacerdotes hemos recibido la misión de cumplir estas elevadas funciones. Desde que recibió el subdiaconado, el sacerdote goza del privilegio de «hablar a Dios en nombre de toda la Iglesia»: Totius Ecclesiæ sit quasi os [San Bernardino de Sena, Opera omnia, Venetiis, apud Juntas, 1591. I, Sermo XX, p. 132]. El ruega lo mismo por los pecadores que por las almas que están unidas a Cristo por el vínculo de la caridad. Cuando recita el oficio divino, actúa como un embajador, como un mediador acreditado, porque la Iglesia le ha confiado la misión de alabar a Dios y de interceder por todos los fieles.

    Esta plegaria oficial siempre es escuchada por Dios: Sonet vox tua in auribus meis (Cant., II, 14). El sacerdote siempre tiene abierta la puerta para ser recibido en audiencia por Dios. Aunque sus disposiciones personales no respondan a la dignidad de su misión, con todo, el título que ha recibido de la Iglesia suple con creces sus deficiencias. Un misionero que vive perdido en la selva nunca dice Orem, sino Oremus, y la razón de esto está en que, al elevar a Dios su plegaria, lo hace en nombre de todo el pueblo cristiano esparcido por el mundo.

    Este ministerio sacerdotal de alabanza y de intercesión es uno de los más eficaces para la salud del mundo. «Haced, Señor, que la oración vespertina suba hasta Vos, y que vuestra misericordia descienda sobre nosotros» [Versículo inspirado en los salmos. Oficio monástico del sábado, ad Vesperas]. Aunque el Señor podría santificar las almas sin nuestro concurso, quiere, sin embargo, servirse de nuestra colaboración. El oficio divino juega un papel importantísimo en el orden de la providencia. La recitación del breviario es una gran obra de fe: nosotros no conocemos los resultados de nuestros esfuerzos y de nuestra plegaria, pero Dios los conoce y sabe apreciar todo el mérito que tienen.

    Así se comprende todo el valor que la Iglesia concede a las Horas canónicas, a las que San Benito da el hermoso título de Opus Dei, y de las que San Alfonso nos dice que «cien oraciones privadas no tienen el valor de una sola que se haga en el oficio divino». Es, ciertamente, una obra magnífica la que se nos ha confiado. ¿Qué es lo que espera Dios de sus sacerdotes? Sin duda, que se entreguen con ánimo generoso a trabajar por el bien de las almas, pero hay que tener en cuenta que esta entrega debe ser fecundada por la recitación del breviario. Y de esto debéis estar profundamente convencidos.

 

2.- La preparación

    El oficio divino es la oración oficial de la Iglesia. De ahí procede su valor primordial.

    Pero esta oración no puede elevarse hasta el cielo, sino a través de nuestros labios y de nuestro corazón. De ahí que la piedad personal del sacerdote juegue también un papel importante –aunque de distinto orden– en la recitación de las Horas canónicas. La fe del sacerdote, su amor a Cristo y su espíritu de alabanza contribuyen a que se santifique por medio del oficio divino, aumentando sus méritos y haciendo que su intercesión sea más eficaz en la presencia de Dios.

    Es de suma conveniencia que, antes de recitar el breviario, dispongamos nuestros corazones para rezarlo bien. La primera y más importante condición de esta preparación consiste en que nos recojamos durante unos momentos. Creo que nunca insistiremos bastante en recomendar esta práctica que es de capital importancia.

    Tened en cuenta que, «sin la gracia, somos incapaces» de orar como conviene: Sine me nihil potestis facere (Jo., XV, 5). El Deus in adjutorium del principio de cada hora nos recuerda constantemente esta gran verdad.

    Y, sin embargo, he aquí lo que tantas veces nos ocurre: después de haber estado ocupados en asuntos que nos han tenido completamente distraídos o absorbidos, solemos tomar el breviario y empezamos a rezarlo de repente, sin siquiera recogernos un momento para pedir a Dios su gracia. Y aunque, hablando desde un punto de vista estrictamente canónico, podamos decir que hemos cumplido nuestra obligación, es inevitable que nuestra oración carecerá de toda unción y apenas obtendremos ningún fruto.

    Hace muchos años que rezo el oficio divino y la experiencia me atestigua que, cuando no se tiene cuidado de prepararse convenientemente, siempre se reza distraídamente. No nos engaña la Sagrada Escritura cuando nos recomienda: «Antes de ponerte a orar, prepara tu alma, y no seas como los que tientan a Dios» (Eccli., XVIII, 23). ¿Qué es «tentar a Dios»? Es emprender un trabajo sin hacer todo lo que está de nuestra parte para realizarlo debidamente. Y pretender alabar a Dios en nombre de la Iglesia sin el debido recogimiento y sin pedir su auxilio es una temeridad. Escuchad lo que dice a este propósito San Agustín: «Señor, mis labios no te podrán alabar si no me previene tu misericordia. Si te alabo es por tu propio don»:Dono tuo te laudo [Enarrat. super psalmos, 62, 12. P. L., 37, col. 750].

    ¿Y dónde encontraremos la fe, el respeto y el amor que nos son necesarios para cumplir debidamente este cometido? Ciertamente que no en nosotros mismos, sino en el favor de Dios. Si no nos preparamos pidiéndoselo al Señor, rezaremos el breviario descuidada y maquinalmente.

    Si empezamos a rezar el oficio distraídos, las más de las veces lo terminaremos como lo hemos empezado. Y corremos el peligro de que el Opus Dei se convierta para nosotros en una carga pesada, cuando debiera ser un motivo de alegría y como un rayo de sol en nuestra vida interior.

    Permitidme que os refiera un recuerdo personal que confirma la necesidad de la preparación. Éramos tres amigos en el colegio, que, aunque no teníamos amistad muy estrecha, la conservamos, sin embargo, durante cincuenta años. Entramos a la vez en el seminario y juntos fuimos enviados a estudiar a Roma. Años más tarde, cuando yo era vicario de una parroquia de los arrabales de Dublín, recibí la visita de uno de estos amigos, el cual observó que yo empecé a rezar las Horas sin recogerme antes durante algunos instantes, contra lo que nos habían recomendado en el seminario. Me lo advirtió amablemente y siempre le he estado reconocido por el favor que me hizo. Nos volvimos a encontrar al cabo de veinte años, y entonces tuve ocasión de comprobar con cuánta fidelidad había cumplido mi amigo esta práctica, lo cual me dejó profundamente edificado.

    ¿Qué debemos hacer durante estos momentos de recogimiento?

    Ante todo, procurad esforzaros en alejar cualquier otro pensamiento o preocupación, diciendo al Señor: «No quiero pensar sino en Vos y en la santa Iglesia. Reconozco que soy débil y que me distraigo fácilmente, pero deseo estar atento, prosternándome ante vuestro divino acatamiento con los ángeles y con los santos». Esta intención vale ante Dios para todo el oficio, a pesar de las distracciones que nos puedan sobrevenir, ya que las hemos desechado de antemano.

    Pensad en Dios y en la misión que Jesucristo os ha confiado de rendirle homenaje. En Patmos, se levantó ante los ojos de San Juan el velo que cubre las realidades del cielo y contemplo a millones de ángeles que rodeaban el trono de Dios, cantando el eterno Sanctus. Y a los veinticuatro ancianos que arrojaban sus coronas ante el Señor y proclamaban que «es digno de recibir la gloria, el honor y el poder» (IV, 11). Esta es la actitud de respeto que debemos tener cuando nos proponemos glorificar a Dios.

    Hay otros que prefieren unirse a la Iglesia militante y evocan el recuerdo de los innumerables sacerdotes, religiosos y religiosas que desde todos los ángulos del mundo se unen en una misma alabanza.

    También es una práctica muy laudable el formar una intención que sea como el motivo de nuestra recitación. Es mucho más fácil sostener despierta nuestra atención cuando tenemos presentes ante los ojos los motivos que nos impulsan a orar. Pensemos, pues, antes de empezar el oficio, en los sufrimientos y peligros que experimentan tantas almas, en la innumerable muchedumbre de los pecadores, en toda esta inmensa masa de la humanidad que está a merced del demonio y de los vicios. Cuando se olvida uno de sus propias preocupaciones para acordarse de las necesidades de los demás, entonces es cuando se siente uno os totius Ecclesiæ y animado de devoción.

    Otro medio excelente para recogerse es también el de ir considerando cada una de las palabras de la oración preparatoria Aperi: «Abrid, Señor, mis labios para que bendiga vuestro santo nombre, purificad mi corazón de todo pensamiento vano, perverso o inoportuno, iluminad mi entendimiento e inflamad mi corazón».

    Convenceos de que no es tiempo perdido el que dediquéis a prepararos, sino que, por el contrario, podría decirse que vale oro. Pero os prevengo que, aunque estéis habituados por una larga práctica, este recogimiento exige siempre un esfuerzo; pero sabed también que Dios, que es testigo de ello, os recompensará con largueza. Si alguna vez os sucede que, a pesar de vuestra buena voluntad, os encontráis tan fatigados o tan obsesionados por alguna preocupación que os distraéis en el oficio divino, consolaos pensando que también a los santos les sucede lo mismo y que, a pesar de ello, Dios, que ve vuestra recta intención, aceptará complacido vuestro homenaje.

 

3.- La recitación

    Tratemos ahora del mismo rezo y de las disposiciones que reclama.

    En el Aperi pedimos la gracia de rezar el oficio de una manera «digna, devota y atenta».

    Estas tres disposiciones son absolutamente necesarias si queremos cumplir como conviene nuestra tarea.

    Se dice que recita el oficio de una manera digna el que guarda los debidos miramientos a la majestad de Dios. Nosotros somos mediadores y embajadores, y el embajador está obligado a observar el protocolo establecido en la corte real. Cualquier negligencia en este punto constituiría no solamente una indelicadeza, sino también una falta. ¿Y qué son las rúbricas prescritas por la Iglesia sino la etiqueta o, lo que es lo mismo, el conjunto de actitudes externas que exige el ejercicio de las funciones sagradas?

    Abrid el Antiguo Testamento y veréis cuántas ceremonias requería el transportar de un lado a otro el Arca de la Alianza y los diversos actos de culto. Y eso que todo ello no era sino una «figura». Nosotros somos los que poseemos la verdadera realidad de estos símbolos y de estos ritos.

    Aficionémonos a mostrar a Dios estas atenciones exteriores. Quizás creeréis que todas estas prescripciones apenas tienen importancia, pero el observarlas fielmente constituye un acto de virtud. Y esto por tres razones. Primero, porque así se obedece a las reglas que la Iglesia ha establecido atendiendo al bien común; segundo, porque se realiza un acto de culto externo, por el que se sirve a Dios tanto con el cuerpo como con el espíritu; y por fin y principalmente, porque esta sumisión denota nuestra religión interior para con el Rey de reyes.

    Si le viéramos a Dios en el esplendor de su majestad, quedaríamos muertos, y si nos permitiera vislumbrar algo del mundo invisible, caeríamos de rodillas. Así les sucedió a los tres discípulos en el monte Tabor: «Cayeron sobre su rostro, sobrecogidos de gran temor» (Mt., XVII, 6). ¿De dónde provenía aquel temor que les sobrecogió hasta este extremo? Fue el efecto inmediato de la sensación de la presencia divina. Bastó que entrevieran algo de la claridad divina para que sus almas se abismaran en una profunda adoración.

    Pues nosotros, que vivimos de la fe, debemos hablar a Dios con profunda reverencia. Esta nos ayudará siempre a observar una actitud digna mientras rezamos el oficio divino. Nada sostiene mejor la piedad y nada impresiona tanto a los fieles como esta religiosa reverencia que observa el sacerdote cuando cumple con su deber de rezar el oficio divino.

    Si la palabra digne se refiere principalmente al porte exterior, el término attente dice exclusivamente relación a la aplicación del espíritu. ¿Por qué debemos recitar el oficio con atención?Porque todo el fervor y todo el mérito de nuestra alabanza provienen principalmente del amor, y el amor presupone el conocimiento.

    Santo Tomás distingue tres clases de atención: Ad verba, ad sensum, ad Deum [Summa Theol., IIII, q. 83, a. 13]. El que únicamente presta atención a las palabras, ya con ello cumple con la obligación que le imponen los cánones, aunque este cumplimiento sea imperfecto. Para que la oración sea perfecta, se requiere, además, la atención al sentido de las palabras y, sobre todo, la atención a Dios.

    Esta última es la más importante. Una religiosa que desconozca el latín, puede estar atenta, durante la recitación, al misterio que se celebra, o a Dios, o a las personas de la Trinidad, o a las perfecciones divinas. Y si mantiene viva su voluntad de rendir homenaje al Señor, le glorifica realmente y, lo que es más, puede llegar, por medio de la liturgia, a la verdadera contemplación.

    Nosotros los sacerdotes podremos ordinariamente servirnos de la inteligencia del texto sagrado para mantenernos en la presencia de Dios. El sacerdote que conserva su alma atenta al significado de las palabras que pronuncia vibrará con los innumerables sentimientos que le sugiera la liturgia. Sus convicciones religiosas se harán más y más profundas al contacto de la oración oficial de la Iglesia. Y lo mismo se puede decir de su confianza en la divina bondad, de su gratitud, de su humildad y de su amor. El oficio de cada día le proporcionará una elevación espiritual incomparable si, ante las verdades de la fe que le recuerda la letra de su breviario, el sacerdote sabe responder desde el fondo de su alma: Amen, que es como si dijera: «Si, Dios mío, yo creo firmemente todo cuanto dices y hago mías todas tus palabras».

    Si apreciamos los salmos en su debido valor, esto mismo nos facilitará el sostener la atención. En las épocas de fe, los cristianos se servían más que hoy del salterio, que era para ellos su verdadero libro de preces. Muchos santos prefirieron el salterio a todos los demás libros: «Mi salterio es mi alegría», solía exclamar San Agustín: Psalterium meum, gaudium meum [Enarrat. super psalmos, 137, P. L., 37, col. 1775].

    Es verdad que hay algunos salmos cuyo sentido nos es desconocido, pero esto no es obstáculo para que, en vez de atender al significado de cada uno de los versículos, procuremos que nuestra alma sintonice con los sentimientos que nos sugieren algunos de ellos, atendiendo así a lo que nos dice San Bernardo: «El alimento se saborea en la boca, y el salmo en el corazón»: Cibus in ore, psalmus in corde sapit [In Canticum, VII, 5. P. L., 183, col. 809].

    El salterio es como un arpa divina que la Iglesia pone en nuestras manos para que cantemos las alabanzas de nuestro Amado. En sus cuerdas encontramos la expresión más perfecta de los sentimientos de fe, esperanza y de amor que debemos tener para con el Padre celestial.

    Dios es el único que se conoce a Sí mismo perfectamente, y sólo Él sabe cómo se le debe alabar. En los salmos que el Espíritu Santo ha inspirado, es el mismo Dios quien nos dicta las expresiones con que quiere que le alabemos. Estas luminosas fórmulas nos enseñan a bendecir a la divina Majestad, a proclamar sus infinitas perfecciones, a reconocer los beneficios que nos concede su misericordia, a manifestar al Señor nuestras dificultades, la necesidad que tenemos de ser perdonados, e incluso nuestras alegrías.

    ¡Qué provecho más grande podemos reportar si sintonizamos nuestro espíritu con los sentimientos que nos sugieren los salmos! Estas actitudes son sinceras, humanas, eminentemente bienhechoras. Veamos, por ejemplo, las expresiones de amor y de complacencia que se encuentran en el salmo 109 Dixit Dominus Domino meo. En este salmo el Padre «glorifica a su Hijo en su generación y sacerdocio eternos»: Ex utero ante luciferum genui te… Juravit… Tu es sacerdos in æternum. Ninguna alabanza podríamos ofrecer a Jesucristo que fuese más cumplida y más de su agrado que asociándonos a este testimonio de su Padre. ¡Cómo se nos revela la bondad de Dios en el salmo 88!: «Cantaré eternamente las misericordias del Señor». En este salmo se esboza todo el plan divino de la Redención. En él vemos cómo Dios ha elegido de entre los hijos de nuestra raza un nuevo David, al que ha elevado a la dignidad de Hijo suyo, y cómo este Hijo se dirige a su Padre, diciéndole: Pater meus es tu.

    En el salmo 103, después de haber pasado revista a todas las maravillas de la creación, nos dirigimos al Señor para decirle en un transporte de admiración: «¡Cuántas son tus obras, oh Señor, y cuán sabiamente ordenadas!»

    No es necesario multiplicar los ejemplos para reconocer que es de la mayor utilidad servirnos de vez en cuando como materia de meditación o de estudio de algún salmo o de cualquiera otra parte del oficio divino. De no hacerlo así, corremos el peligro de recitar estas sublimes oraciones de una manera mecánica, como lo pudiera hacer un fonógrafo. Cuánto mejor es que sigamos el consejo de San Jerónimo, que nos exhorta a recitar nuestro salterio «con conocimiento de la Escritura»: in scientia Scripturarum [Comment. ad Ephes, III, 5. P. L., 26, col. 562].

    ¡Qué lejos estaba de seguir este consejo aquel buen sacerdote, a quien conocí en los años de mi juventud, el cual, al terminar el rezo del oficio divino, solía exclamar suspirando: «Bueno; ahora ya puedo empezar a orar!» Y creo que en todas partes se podrán encontrar casos semejantes que revelan una piedad deformada.

    Los diversos movimientos de espíritu que provoca en nosotros el rezo del oficio divino necesitan apoyarse, como en una nota tónica, en la constante atención a Dios. Así es como se cumplirá en nosotros la recomendación del salmo: «Cantadle con maestría»: Psallite sapienter (Ps., 46, 8). Cuanto más se recoja el alma, mayores luces recibirá para penetrar el sentido de los textos: Illuminans tu mirabiliter a montibus æternis (Ps., 75, 5).

    Cuando nos preparamos cuidadosamente para recitar la salmodia, se hace cosa fácil conservar esta presencia de Dios.

    Devote: ¿Qué se entiende aquí por devoción? Hay una opinión bastante extendida que pone la devoción en cierta dulzura que a veces se experimenta en la oración. Pero es una opinión completamente equivocada, porque se puede tener una devoción perfecta en medio de una gran aridez y sequedad espiritual. Santa Juana de Chantal nos da el siguiente elocuente testimonio de la piedad de San Francisco de Sales: «Me dijo en cierta ocasión que para nada tenía en cuenta si estaba en desolación o en consolación, sino que cuando el Señor le consolaba en la oración, se lo agradecía humildemente y cuando, por el contrario, le negaba sus consuelos, no se preocupaba por ello» [Lettres de sainte Chantal, núm. 121, en Œuvres complètes de saint François de Sales. Lyon, Périsse, 1851, pág. 118]. Cuando Jesucristo decía a su Padre: «Dios mío, ¿por qué me has desamparado?», nadie duda que estaba profundamente desolado y que, sin embargo, su oración era perfectísima.

    La verdadera devoción es completamente desinteresada y hace que el alma se entregue a Dios con todas las energías de que su amor es capaz. Así lo sugiere el mismo significado de la palabra latina: devovere.

    Recordad aquellas palabras de Cristo: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón… y con toda tu mente» (Mt., XXII, 37). Observad que no dice: «con el corazón y con la mente», sino «con todo tu corazón»: ex toto corde… Esta palabra totus, así repetida, significa la devoción, es decir, el amor llevado hasta el extremo.

    Cuando rezamos el breviario, debemos consagrarnos a la alabanza divina, poniendo en ella todo nuestro entendimiento y todos nuestros afectos, y especialmente la caridad, concentrando todas las potencias de nuestra alma en este homenaje que tributamos a Dios. Esta aplicación de nuestro espíritu constituye el fondo de toda buena oración y es perfectamente compatible con la aridez espiritual. Y es muy agradable al Señor, porque Dios, que es amor, se complace en nuestro esfuerzo.

    En el cielo comprenderemos cuánta utilidad ha reportado al bien de las almas y de la Iglesia el espíritu de devoción con que hemos cumplido nuestra obra de alabanza. Las Horas son elOpus Dei, y el rezarlas bien tiene bastante más importancia que muchos otros trabajos. Si ponemos todo nuestro empeño en cumplir bien este ministerio, nuestra alma se sentirá penetrada de una santa unción, que nos hará gustar con una paz interior las cosas de Dios. «La miel se encuentra en la cera, dice San Bernardo, y la unción en el texto sagrado»: Mel in cera, devotio in littera.

    Procuremos también que nuestra alma siga con docilidad la influencia del Espíritu Santo. En la ejecución de una sinfonía, cada artista procura seguir con la mayor docilidad el ritmo que marca el director de la orquesta, que a veces acelera y otras, por el contrario, modera el movimiento del conjunto. Si el Espíritu Santo encontrara en nuestras almas una sumisión parecida, haría brotar de las fibras más profundas de nuestra alma la alabanza que Dios espera de nosotros. Tan cierto es esto que, en frase de San Juan Crisóstomo, siempre que el pueblo cristiano se reúne para cantar los salmos, es como una cítara que vibra al impulso del Espíritu Santo, que es su inspirador divino: Cithara fuistis Spiritus Sancti [De Lazaro. P. G., 48, col. 963]. ¡Con cuánta más razón debemos estar nosotros los sacerdotes atentos a seguir las sugerencias que nos vienen de lo alto siempre que recitamos las Horas!

 

4.- Frutos espirituales del oficio divino: asimilación a Jesucristo

    El fin primordial del oficio divino es el de alabar a Dios y rendirle homenaje.

    Pero el Señor es tan bondadoso, que al alma, que cumple con fe y con amor este deber de rezar el breviario, le concede abundantes frutos de santificación. La experiencia de todos los días nos enseña que el sacerdote que reza devotamente su breviario obtiene de ello grandes bienes para su vida interior.

    Y el primero y el más notable de todos es la unión habitual a Cristo en su sacerdocio de alabanza eterna.

    Toda la gloria que a Dios se rinde tanto en la tierra como en el cielo sube hasta su trono por mediación de Jesucristo. Así lo proclamamos cada mañana al fin del Canon de la Misa: Per ipsum, et cum ipso, et in ipso.

    Cuando recitamos nuestras Horas en unión con toda la Iglesia, Cristo, como Cabeza del Cuerpo Místico y centro de la comunión de los santos, reúne en sí todas nuestras alabanzas. Incluso los espíritus bienaventurados deben unirse a su mediación sacerdotal para hacer llegar hasta Dios el canto de su celestial Sanctus: Per quem majestatem tuam laudant angeli. Es verdad que nuestra glorificación es imperfecta y deficiente; pero también es cierto que Cristo suple con creces nuestra debilidad. «Si depositáis en Él vuestros pobres esfuerzos, dice Louis de Blois, vuestro plomo se convertirá en oro de subidos quilates y vuestra agua en vino exquisito».

    Añadid a esto que nadie ha comprendido las excelencias de los salmos como Jesucristo. Cuando los recitaba, se daba perfecta cuenta de que muchos de ellos hablaban de Él, de su misión y de su gloria. ¿No recordáis aquella ocasión en que afirmó que los salmos hacían alusión a su persona? (Lc., XXIV, 44). Tomemos a Cristo como modelo. Pidámosle que nos acompañe para que podamos compartir sus mismos sentimientos de elevada religiosidad, apropiarnos sus intenciones de bendecir al Padre y sus deseos de que se dilate su reino.

    Dios ha concedido a la santa Humanidad de Jesucristo el poder de elevarnos hasta Él: «Padre, los que Tú me has dado, quiero Yo que donde Yo esté, estén ellos también conmigo» (Jo.,XVII, 24). Con el apoyo de sus méritos es como conseguimos ser recibidos ante el trono de Dios, en «una audiencia de misericordia»: in sanctuarium exauditionis, en la que tenemos la seguridad de que el Padre nos ve, nos escucha y nos ama en su Hijo, y donde, como miembros de este Hijo, podemos unirnos a su misma alabanza.

    Si al disponernos a rezar el breviario formamos la intención de unirnos a la plegaria de Jesús, luego, durante la recitación de las Horas, nos será mucho más fácil tener siempre presente que la poderosa mediación de nuestro Sacerdote sirve de apoyo a nuestra oración y suple con creces nuestras deficiencias.

    Otro procedimiento eficacísimo para unirnos a Jesucristo en el cumplimiento de este deber consiste en vivir el espíritu del año litúrgico en sus diferentes ciclos.

    Todos los pasos de la vida terrena de Jesús, además de ser santos en sí mismos, tienen un valor santificador. Y las almas que se detienen a contemplarlos, con el sincero deseo de asociarse a ellos, obtienen abundantísimas gracias que les permiten unirse más estrechamente a la vida del Salvador.

    Y la razón de esto radica en que todo lo que Cristo hizo en este mundo lo hizo, sin duda, por la gloria del Padre, pero también «por los hombres y por su salud»: propter nos homines et propter nostram salutem. Por eso, cada una de sus acciones, de sus palabras y de sus distintos estados constituye para nosotros un manantial de gracias. Belén, Nazaret, el Gólgota, la resurrección, la ascensión y la venida del Espíritu Santo son las fases principales del drama de la redención y de nuestra adopción sobrenatural. Siempre que la Iglesia, en el transcurso del año litúrgico, nos recuerda cada uno de estos misterios, nuestras almas se benefician de su acción santificadora. Para todos los fieles, pero de modo especial para los sacerdotes, estas solemnidades no son únicamente un objeto de admiración, sino también puede decirse, en el sentido más amplio de la palabra, que son «sacramentos» o, mejor aún, «sacramentales», que producen en las almas que están debidamente dispuestas un aumento de amor y de gozo.

    Hay quienes en  las fiestas de la Iglesia no se fijan sino en el canto, en la belleza de los ornamentos y en el resplandor de las luces. Pero todo esto no es más que lo exterior; la franja del vestido de Cristo. Lo que principalmente debemos buscar en estas fiestas es una mayor unión con nuestro divino Maestro, que quiere que, como miembros suyos que somos, evoquemos con espíritu de fe las distintas etapas del misterio de la redención que recorrió paso a paso por salvarnos, y que nos asociemos interiormente a los sentimientos que entonces embargaban su alma. Así es como su gracia hará que en nuestra alma se vaya operando gradualmente una asimilación vital a Jesús, que es lo que constituye precisamente todo el objeto de nuestra predestinación.

    Como veis, gracias al ciclo litúrgico, el Señor se nos manifiesta en una luz siempre nueva, aparece mucho más cerca de nuestro corazón, aviva nuestra fe, estimula nuestra esperanza y sostiene el fervor de nuestro amor. Y así, de año en año, nuestra alma va participando con mayor abundancia de la corriente de vida sobrenatural que fluye de la sucesión incesante de las festividades litúrgicas. Esta variedad combate la rutina, y cada vez que recitamos el oficio divino podemos aplicarnos aquellas palabras del salmo: Cantate Domino canticum novum.

 

5.- Otros frutos espirituales del oficio divino

   Si los que tenemos cargo de almas rezamos el breviario con la debida devoción, nos veremos más de una vez sorprendidos al comprobar cómo nos ayuda el Señor en los trabajos que emprendemos para su gloria. No tengo la menor intención de disminuir en lo más mínimo el mérito de las obras exteriores, pues reconozco que son necesarias y dignas de admiración y que la Iglesia las bendice. Pero hay que reconocer también que esta importancia que les concedemos no puede en forma alguna ser con menoscabo de otro ministerio que es esencial a nuestro sacerdocio. Me refiero a la alabanza que debemos tributar a Dios por medio del rezo del oficio divino, cumpliendo así un deber de estricta justicia. Si exceptuamos la santa Misa, creed que con ningún otro ministerio podemos contribuir más eficazmente a la conquista de las almas, ni a fecundar los esfuerzos de nuestra predicación, ni de cualquier otro ministerio. De la misma obligación que la Iglesia nos impone de rezar el oficio divino podemos deducir el valor que le atribuye, ya que, fuera de casos contados, nos obliga sub gravi a rezarlo todos los días. Y debemos consagrar a esta tarea todo el tiempo que exige, convencidos de que no es tiempo perdido el que dedicamos a esta oración, que es la más eficaz para la salvación y la santificación de las almas.

    Imitemos el ejemplo de San Francisco de Sales, que, cuando empezaba a rezar el oficio divino, se olvidaba completamente de la administración de la diócesis y no pensaba en otra cosa que en alabar a Dios. Y el Señor bendecía este fervor del santo hasta el punto de que, como escribía él mismo, «muchas veces, al salir del coro, me encontraba con que los graves negocios, cuya solución tanto me preocupaba, los resolvía al momento».

    Otro de los frutos que se siguen de la recitación piadosa de las Horas es un conocimiento más íntimo de las Sagradas Escrituras.

    Se puede adquirir por medio de la ciencia un conocimiento profundo de los libros sagrados y ponerse al corriente de las diferentes versiones, como de la historia del texto y de sus múltiples interpretaciones. Pero para calar en el profundo sentido de los textos y poder utilizarlos de una manera personal, tanto en la vida interior como en la predicación, se requiere un don especial del Espíritu Santo. Hay en la Biblia abismos de esplendor y de amor que muchos sacerdotes ni los sospechan siquiera, ni se dan cuenta de que el texto inspirado es un foco de luces divinas que crea en nuestras almas una atmósfera de vida sobrenatural y nos ayuda a conmover a las almas. Estas fórmulas sagradas tienen la virtud sacramental de comunicar fuerza y unción a nuestras palabras, tanto para consolar a los que sufren como para despertar el espíritu de reflexión.

    Si rezáis el breviario con el debido espíritu, acabaréis por asimilaros perfectamente las sentencias de la Sagrada Escritura que pronunciáis. Y experimentaréis que el conjunto de los textos del Antiguo y del Nuevo Testamento, que están engastados en el propio del tiempo y en el Santoral, forman un Promptuarium, «una sala del tesoro», repleta de gracias y de luces. Estas luces ilustrarán vuestra fe acerca de los misterios de Cristo y de la Iglesia y aun de la misma Trinidad.

    Por último, el oficio debidamente recitado es un manantial de grandes alegrías para el sacerdote.

    Porque el breviario le hace vivir todos los días de la esperanza y aun de la posesión de los bienes sobrenaturales que Dios ha concedido a su Iglesia. La liturgia está toda llena de la insondable felicidad que proporcionan a la Esposa de Cristo los innumerables beneficios divinos que ha recibido. El sacerdote que cumple dignamente este deber del oficio divino participa de la «corriente de alegría que vivifica la ciudad santa»: Fluminis impetus lætificat civitatem Dei (Ps., 45, 5).

    Dios es la alegría infinita a la que nada le falta. Cuando hablamos de Dios, según nuestro modo humano de pensar, nos inclinamos a distinguir entre lo que Dios es y lo que Dios tiene. Pero, en realidad, Dios es su propia alegría.

    ¿Qué es la alegría? Es el sentimiento que suscita en nosotros la esperanza y sobre todo la posesión de un bien. Dios es el Bien infinito que se conoce y se posee y se goza plenamente a sí mismo. Su felicidad es perfecta. No necesitaba de nosotros para nada, pero, por efecto de su misma bondad, ha querido rodearse de una creación maravillosa, compuesta de toda una jerarquía de seres múltiples y variados. Toda esta creación alaba a Dios y refleja su alegría. Por eso es por lo que el salmista nos invita con tanta frecuencia a servir a Dios con un corazón dilatado: Jubilate Deo omnis terra, servite Domino in lætitia (Ps., 99, 1). Donde quiera que está Dios, resplandece su gloria y reina su felicidad.

    Si levantamos nuestras miradas a la resplandeciente Jerusalén de los cielos, veremos millones de ángeles que rodean al Cordero y que glorifican a Dios con una alegría común a todos ellos: Socia exultatione concelebrant. Y es tan grande su alegría, que viven como «arrebatados»: exultant. Levantada por encima de ellos, la Virgen María bendice y agradece al Señor y «su dicha no tiene límites»: Gaudens gaudebo in Domino [Introito de la misa de la Inmaculada Concepción]. Todos los bienaventurados participan, cada uno según el grado de su gloria, en esta alabanza y alborozo. «Alégrense en su Rey los hijos de Sion»: Filii Sion exultent in Rege suo (Ps., 149, 2).

    Pero, por la comunión de los santos, nosotros no somos «ni extranjeros ni huéspedes», hospites et advenæ, sino «conciudadanos de los santos y familiares de Dios», cives sanctorum (Ephes., II, 19). Todos los días, en el momento más solemne de la Misa, decimos: Communicantes, y por esta sola palabra entramos a formar parte de la sociedad de la Virgen, de los apóstoles y de todos los elegidos y nos asociamos a su himno de reconocimiento y a la alegría que disfrutan como una participación de la misma felicidad de Dios.

    Cada misterio de Cristo, cada festividad de la Santísima Virgen o de los santos tiene su propia alegría. Esta alegría que se injerta en nuestro corazón durante la oración redundará en toda nuestra vida y ejercerá una bienhechora influencia sobre nuestra predicación, sobre nuestro ministerio y sobre todo nuestro apostolado.

    Antes de terminar, quiero deciros algo sobre las distracciones.

    A los sacerdotes que se lamentan de sus distracciones se les suele responder que todo el mundo las tiene. Pero debemos insistir en que somos responsables de las distracciones que nos sobrevienen durante el rezo del oficio, cuando no nos hemos preparado con el debido cuidado, ya que, ordinariamente, tal cual es al principio suele ser la atención y la devoción que conservamos durante todo el oficio.

    Una vez que os he recordado esto, os he de decir que lo esencial de la recitación del breviario es el firme deseo de rendir homenaje a Dios en unión con Cristo. Y si por cualquier motivo independiente de nuestra voluntad lo recitamos con poca atención, podemos tener la seguridad de que hemos cumplido con nuestro deber por el mismo hecho de que hemos puesto cuanto estaba de nuestra parte para rezarlo con devoción. Yo suelo seguir este consejo que Bossuet da en una de sus cartas: «Cuando nos damos cuenta de que estamos distraídos, debemos de renovar sin esfuerzo y suavemente la intención que formamos al principio para alabar a Dios… No hay por qué precipitarse nunca y hay que desterrar todo escrúpulo; sino que simple y llanamente hemos de continuar como si entonces empezáramos una nueva oración» [Correspondance, t. X. pág. 22. Ed. Les grands écrivains de la France, París, Hachette, 1916].

    Procuremos intensificar el fervor cuando empezamos a rezar el oficio y así nos veremos libres de muchas distracciones que son efecto de la desgana. Este diario esfuerzo para santificar el nombre de Dios será la mejor preparación para la alabanza eterna del cielo. Tertuliano expresaba este  mismo pensamiento que tanto nos debe estimular, cuando escribía, a propósito delPater: «Estamos ahora aprendiendo el oficio que un día hemos de ejercer en la luz futura»: Officium futuræ claritatis ediscimus [De Oratione, III. P. L., 1, col. 1259].

    A medida que se avanza en edad, se va adquiriendo un mayor conocimiento del breviario y se van descubriendo nuevas profundidades. El breviario es como un resumen y una síntesis de toda la Sagrada Escritura y de la vida de la Iglesia y de la santidad cristiana.

    Antes de empezar el oficio, debemos decir a Dios: «Creo firmemente que por esta plegaria oficial, cuyo ministro soy, yo puedo hacer mucho, en unión de Jesucristo, por las necesidades de la Iglesia: para ayudar a los que sufren y están en la agonía, próximos a comparecer ante Vos; para cooperar a la conversión de los pecadores y de los indiferentes; para unirme a todas las almas santas de la tierra y del cielo: «Oh Señor, que todo cuanto hay en mí os confiese y os adore»: Benedic anima mea Domino et omnia quæ intra me sunt nomini sancto ejus (Ps.,102, 1).

 

XV

El sacerdote, hombre de oración

    La raíz de todos los males que aquejan al mundo moderno está en que quiere prescindir de Dios, cuando la verdad es que tenemos una necesidad absoluta de Él.

    Si en el orden natural le debemos todo cuanto tenemos, empezando por la misma existencia, nada digamos de nuestra dependencia en el orden sobrenatural. «Sin mí no podéis hacer nada» (Jo., XV, 5). San Agustín [In Jo., 81, 3. P. L., 35, col. 1841] hace observar que el Señor no dijo: «Sin mí no podéis hacer grandes cosas: Sine me parum potestis facere, sino que afirmó: «Nada podéis hacer»: Sine me nihil potestis facere. Y añade el gran Doctor de la gracia: «De la misma suerte que el alma es el principio de la vida corporal, así Dios es la vida de tu alma: Vita carnis tuæ anima: vita animæ tuæ, Deus tuus [Ibid., 47, 8. P. L., 35, col. 1737].

    Nuestra experiencia de todos los días nos recuerda que, sin el apoyo divino, nuestra naturaleza no puede encontrar por sí misma el perfecto equilibrio moral.

    Y es, sobre todo, en la oración donde reconocemos y proclamamos «la absoluta subordinación respecto de Dios en que se mueve toda nuestra existencia: In ipso enim vivimus et movemur et sumus (Act., XVII, 28).

    Por una ley de su Providencia, Dios no concede de ordinario sus gracias sino en la oración. Y como a todas horas y en todos los momentos tenemos necesidades, de ahí que debemos acudir a Él sin cesar. Así nos lo enseñó el mismo Jesucristo: «Es preciso orar en todo tiempo y no desfallecer» (Lc., XVIII, 1). Respecto de los demás medios de santificación, como, por ejemplo, los sacramentos, el Evangelio nos dice que son necesarios o útiles en determinadas ocasiones. Únicamente de la oración afirma que es necesaria «siempre». Y bien sabemos que todas y cada una de las palabras de Jesucristo tienen su valor y su razón de ser.

    La liturgia expresa en sus oraciones esta humilde confesión de que toda nuestra esperanza se apoya únicamente en Dios: «Que todas nuestras oraciones y obras empiecen siempre por ti y a ti se encaminen también como a último fin»: Cuncta nostra oratio a te semper incipiat et per te cœpta finiatur [Oración de las letanías de los santos]. «Sin ti no podemos serte gratos»:Tibi sine te placere non possumus [Domingo 18º después de Pentecostés]. Y en otro lugar: «Sin ti no puede sostenerse la naturaleza humana mortal»: Sine te labitur humana mortalitas[Domingo 14º después de Pentecostés].

    Con mayor razón que los demás fieles, el sacerdote debe ser hombre de oración si quiere ser fiel a su misión. Cada uno de los latidos de su corazón debiera ser un acto de amor, que fuese como un eco del amor que el Señor le profesa.

 

1.- Naturaleza de la oración

    Sea vocal o mental, la oración, que consiste en hablar a Dios como a un Padre, es un privilegio de aquellos que el Señor ha adoptado como hijos. Por un efecto de su misericordia, todas las «insondables riquezas de Cristo» (Ephes., III, 8), de las que en tantas ocasiones nos habla San Pablo, son patrimonio de todos los bautizados. Cuando el cristiano se presenta ante Dios en la oración no lo hace como simple criatura, sino como hijo adoptivo y miembro de Cristo. Sin dejar de ser Creador y Señor, Dios es para nosotros «Padre de las misericordias»: Pater misericordiarum (II Cor., I, 3). Por eso, siempre que reza, el cristiano debe decir, como Cristo le enseñó: «Padre nuestro que estás en los cielos».

    Esta comunicación que existe entre el alma y Dios debe apoyarse en la fe. Porque ni la experiencia ni la sensibilidad del corazón nos bastan para encontrar a Dios en toda su realidad. Lo mismo podemos decir de las concepciones filosóficas y aun mucho más del arte y de la poesía. Porque todos estos medios pueden servirnos para investigar su existencia y su naturaleza y para calmar hasta cierto punto esta sed de Dios que todos tenemos, pero solamente la fe hace que el hombre penetre en la esfera del mundo sobrenatural. De la misma suerte que vuestra condición de hijos adoptivos hará que un día contempléis a Dios cara a cara en el cielo, así ahora la oración os permite dirigiros directamente a Él, aunque sea en la oscuridad de la fe, y que descubráis vuestras miserias ante la inmensidad de su bondad.

    La siguiente definición expresa perfectamente la verdadera naturaleza de la plegaria cristiana: la oración es «una conversación del hijo de Dios con su Padre celestial».

    La definición que dan San Juan Damasceno y Santo Tomás es también excelente, con la particularidad de que pone de relieve cómo la oración implica una elevación del alma: Ascensus mentis in Deum [Summa Theol. III, q. 21, a. 1 y 2]. La oración es «la elevación del espíritu y del corazón a Dios» para rendirle nuestros homenajes y pedirle remedio a todas nuestras necesidades.

    Para entender todo el alcance de esta magnífica definición, hay que sobrentender que el alma ha sido elevada sobrenaturalmente.

    Como sabemos, después del bautismo hay en nosotros dos vidas: una que hemos recibido de nuestros padres y que nos hace hijos de Adán; y otra que es sobrenatural, un don que hemos recibido de lo Alto, una gracia que nos hace semejantes a Jesucristo, Hijo único del Padre.

    Y así como la existencia natural supone un nacimiento, una alimentación y una imperiosa necesidad de respirar, lo mismo debe decirse de nuestra vida sobrenatural. El bautismo produce en el alma un segundo nacimiento; la Eucaristía es el alimento de esta nueva vida y la oración es el aliento vital que respira el alma cristiana.

    Cuando reza, el alma transpone los límites del mundo de las cosas materiales y transitorias y penetra en una región mucho más alta, en el mundo de las realidades invisibles donde Dios habita. Y nuestra existencia terrestre queda envuelta, por así decirlo, en una atmósfera sobrenatural. Por la oración, el hombre se eleva hacia este reino que de ninguna manera puede alcanzar por los sentidos. La fe le pone en inmediata relación con la majestad del Padre celestial, con Cristo, con la Virgen, con los ángeles y con los santos. En la oración respira una atmósfera divina, y por breve que sea esta ascensión, su espíritu se siente vivificado al entrar en contacto con un elemento de eternidad. La gracia es un soplo divino que orea el alma y la oración lo aspira, abriendo de par en par las intimidades más profundas de nuestro ser a su bienhechora influencia.

    Toda oración, aun la simple recitación del Padrenuestro, constituye para los hijos adoptivos de Dios una elevación del alma, un contacto de fe con el mundo sobrenatural que nos permite entrar en el reino del Padre.

 

2.- Algunos consejos para la oración

    Os voy a dar tres importantes normas para ayudaros a elevar vuestras almas hacia Dios. Están inspiradas en las definiciones que se dan de la oración, pero os servirán mucho más que las definiciones para comprender cómo os debéis conducir en la práctica de la oración.

    Ya que la oración es una conversación sobrenatural, procurad tener una fe firme en el poder que tiene Jesucristo para introducirnos en la presencia de su Padre. Así lo hacían los santos y así conseguían sentirse muy cerca del Señor siempre que se recogían a orar.

    Cuando consideramos la grandeza y la santidad de Dios, no nos atrevemos a arrojarnos en sus brazos. Por eso precisamente necesitamos apoyarnos en Jesucristo. Me diréis: ¡Pero soy tan miserable! Y yo os responderé: ¿Pero no es verdad que Jesucristo se ha mostrado misericordioso con vosotros? ¿Acaso no es cierto que os ha enriquecido con sus méritos? ¡Soy tan impuro!... Concedámoslo; pero recordad que la sangre de Jesucristo os ha purificado de vuestros pecados. ¡Es que vivo tan lejos de Dios! Eso no es cierto, porque, gracias a la fe, no hay distancias entre Dios y nosotros y si vivís unidos a Jesús, tened la seguridad de que vivís cerca de Dios. Recordad lo que dijo el mismo Jesucristo: «Padre, los que Tú me has dado, quiero Yo que donde Yo esté, estén ellos también conmigo»: Ubi sum ego et illi sint mecum (Jo., XVII, 24). ¿Y dónde está Jesús? Nos lo revela San Juan: «Dios Unigénito, que está en el seno del Padre»: Unigenitus qui est in sinu Patris (Jo., I, 18). Siempre que vais a empezar a orar, volveos como por instinto hacia Jesucristo, ya que por el mismo hecho de que participáis de su filiación y de sus méritos, tenéis derecho a presentaros, por su medio, a la divinidad.

    Cuando habláis con una persona, lo primero que esperáis de ella es que os diga la verdad, porque así lo exige vuestra dignidad y la suya. Pues lo mismo nos exige el Señor cuando nos dirigimos a Él en la oración. Cuando le manifestamos nuestra adoración, nuestra gratitud, nuestra confianza y nuestra necesidad de que acuda a socorrernos, debemos tener siempre presente que Dios es la Omnipotencia y que nosotros nada somos por nosotros mismos. Así es como nuestra oración será «verdadera». Porque hay almas que, al cabo de haber pasado un largo rato pronunciando oraciones y más oraciones, se dan cuenta de que no han dicho a Dios nada que haya salido del fondo del corazón. Esto nos enseña que puede ocurrir que nuestro espíritu esté muy ajeno a lo que pronuncian nuestros labios.

    Como condición necesaria para comunicarse a nuestra alma, el Señor nos exige que estemos atentos a lo que rezamos, para que nuestra oración sea realmente sincera. Lo dice el salmista: «Yahvé está cerca de cuantos le invocan, de cuantos le invocan de veras» (Ps., 144, 18). Esta sinceridad se refiere, principalmente, a la humildad, que es tan del agrado de Dios: «Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad»: Veri adoratores adorabunt Patrem in spiritu et veritate (Jo., IV, 23).

    Cuando oramos, debemos procurar entregarnos a Dios con toda nuestra alma y con todo nuestro corazón. Hay una frase de la Sagrada Escritura, que la liturgia la emplea en muchas ocasiones, que nos recuerda este gran ideal de la perfecta oración, en la que «el alma está toda atenta y completamente entregada a Dios»: Justus cor suum tradidit ad vigilandum diluculo ad Dominum qui fecit illum (Eccli., 39, 6).

    Como la lámpara del santuario que se consume hasta el fin, así también nuestra alma debiera entregarse toda entera cuando habla con Dios.

    Convenzámonos de que «es el corazón el que ora», como nos dice el salmista: Tibi dixit cor meum (Ps., 26, 8). Y añade San Agustín: «Tu mismo deseo es tu oración»: Ipsum desiderium tuum, oratio tua est [Enarr. Super Ps., 37, 14. P. L., 35, col. 404].

    Por último, os he de decir que no es posible elevarse hasta Dios sin un perfecto desasimiento interior. Procuremos, pues, desarraigar las preocupaciones y pensamientos vanos y, sobre todo, los afectos que atan nuestra alma a las cosas de la tierra y la impiden consagrarse enteramente al Señor.

    Toda oración supone un esfuerzo, aun para aquellos que encuentran en ella sus delicias. La atención que requiere el conversar con Dios se nos hace siempre algo penosa, porque no es fácil mantener el alma en una atmósfera que está por encima del nivel en que ordinariamente se desenvuelve. Y esta es la razón de porqué la oración puede servir de penitencia sacramental. No nos debe extrañar que se nos haga cuesta arriba la práctica de la oración, porque toda elevación hacia Dios, aun en su menor grado, supone un sobreponerse a sí mismo.

 

3.- Importancia que tiene para el sacerdote el espíritu de oración

    La oración no puede limitarse en la vida del sacerdote a algunos actos aislados y pasajeros. El que es ministro de Jesucristo debe cultivar el espíritu de oración, que es una disposición habitual, en virtud de la cual, en nuestras penas y desalientos, lo mismo que en nuestras alegrías y éxitos, nuestro corazón se vuelve hacia Jesucristo o hacia el Padre como hacia su mejor amigo, hacia el más intimo confidente de nuestros sentimientos y el apoyo de nuestra debilidad. Y no es suficiente que el alma se eleve a Dios de esta manera por la mañana y por la noche, sino que debe hacerlo en todo momento: Oculi mei semper ad Dominum (Ps., 24, 15).

    Por lo mismo que somos sus hijos adoptivos, debemos conducirnos en la presencia de Dios con la sencillez propia de los niños: Nisi efficiamini sicut parvuli, non intrabitis in regnum cœlorum (Mt., XVIII, 3). Un hijo debe tratar a su padre con el mayor respeto; pero esto no impide que confíe en su bondad ni que le abra de par en par su corazón en el seno de la intimidad. Lo mismo se debe decir del sacerdote. Para él, Dios no puede ser un Señor inaccesible, a quien todos los días hay que pagar la deuda de unas cuantas fórmulas dichas a toda prisa. No; Dios es el padre, el consejero y el sostén de su vida. Y aun en el caso de que haya tenido la desgracia de provocar su enojo, nunca debe perder la confianza en su bondad. Antes de emprender cualquiera acción importante, debemos manifestarle nuestro sincero deseo de obrar únicamente por Él.

    A medida que pase el tiempo, se nos irá haciendo natural el hábito de elevar así nuestro espíritu y se irán también multiplicando nuestras relaciones con el mundo invisible: la Misa, el oficio divino y la meditación no serán actos aislados sin influencia alguna en el resto de la vida, sino que serán una continuación más intensa de nuestra amistad con Dios y la gracia de la unión filial se convertirá en el centro de toda nuestra existencia.

    Hay dos principales razones que imponen al sacerdote este espíritu de oración. De una parte, el cuidado que debe tener de su propia perseverancia y de su fidelidad al amor de Jesucristo; y de la otra, la necesidad de atraer las bendiciones divinas sobre su ministerio.

    ¿Es que, por ventura, nosotros los sacerdotes, que estamos consagrados al bien de las almas, podemos vivir en medio del mundo, como Jesucristo después de su resurrección, sin experimentar la atracción de sus seducciones? A pesar de lo sublime de nuestra vocación, somos débiles e imperfectos y somos frecuentemente zarandeados por las tentaciones. Para poder perseverar en el bien, la oración es indispensable a todos y algunos necesitan recurrir a ella casi a cada instante.

    El permanecer firme hasta el último suspiro «es un don luminoso del Padre»: Descendens a Patre luminum (Jac., I, 17), que nuestras buenas obras no pueden merecerlo estrictamente de condigno.

    Pero podemos esperar confiadamente obtenerlo de la divina bondad si lo pedimos con humildad y con perseverancia, procurando guardar fidelidad a Dios. «Este gran don»: Magnum illud usque in finem perseverantiæ donum, como le llama el Concilio de Trento [Sess. VI, can. 16], no nos exime de la posibilidad de pecar ni de ser tentados; pero nos proporciona una ayuda providencial y una serie de gracias que inclina a nuestra voluntad a obrar bien hasta el fin de la vida. De esta suerte, toda la trama de la existencia del cristiano se encuentra como rodeada de misericordia hasta su último término [Summa Theol., III, q. 114, a. 9].

    Como mendigos que llaman incesantemente a la puerta del cielo, debemos estar siempre exponiéndole nuestras miserias. Tal era la conducta de los santos. Hay una nota común a todos ellos: la constancia en buscar a Dios y en procurar hacer siempre su voluntad. Una vez que se consagraron a Dios, perseveraron hasta el fin de su vida con una fidelidad admirable en esta entrega que hicieron de sus personas. En la liturgia de los confesores, la Iglesia dice de ellos que tenían su voluntad anclada en Dios: Voluntas ejus permanet die ac nocte.

    ¿Dónde está el secreto de esta inquebrantable firmeza en la unión con Dios? En el incesante recurso a la oración, cosa que está al alcance de todos.

    No podemos aducir como excusa que nuestras pasiones son demasiado vivas o que nuestras tentaciones son demasiado fuertes. Virtus in infirmitate perficitur (II Cor., XII, 9). Mirad el ejemplo de San Pablo, el cual, aunque había sido transportado al tercer cielo, reconocía, sin embargo, sus miserias y gemía angustiosamente. Pero en lugar de dejarse llevar del desaliento, exclamaba en un trasporte de admirable confianza: Libenter igitur gloriabor in infirmitatibus meis ut inhabitet in me virtus Christi: «Muy gustosamente, pues, continuaré gloriándome en mis debilidades para que habite en mí la fuerza de Cristo» (Ibid., 10). También juegan en nosotros un papel providencial las tentaciones que nos combaten y las mismas faltas en que caemos. En vez de abatirnos, debemos servirnos de ellas para convencernos de que nuestras almas, aunque estén adornadas con los tesoros de la gracia, continúan siendo «vasos frágiles» (Ibid.,IV, 7).

    Nuestras miserias nos enseñarán a orar con humildad y confianza y nos preservarán del orgullo y de la presunción. El Apóstol nos dice que, si Dios las permite, es «para que nadie pueda gloriarse ante Dios»: Ut non glorietur omnis caro in conspectu ejus (I Cor., I, 29).

    Es necesario que aquellos sacerdotes que se dedican a estudios que no se relacionan directamente con las cosas sagradas o que tienen un cargo meramente administrativo se preocupen con más empeño que los demás en conservar siempre vivo el espíritu de oración. Para ello, les ayudará muchísimo la costumbre de elevar oraciones jaculatorias en medio de sus trabajos, escogiendo entre las fórmulas ordinarias aquellas que mejor respondan a sus necesidades, o sirviéndose de algún texto del breviario, o de la Sagrada Escritura, que más les haya llegado al alma.

    Nunca es más feliz un ministro de Cristo que cuando es fiel al espíritu de oración y trabaja únicamente por la gloria de Dios y de la Iglesia, llevado del impulso de la caridad.

    Si la oración tiene una importancia tan grande para vuestra santificación, no la tiene menos para atraer sobre vuestros trabajos las bendiciones divinas.

    Debéis convencernos de que vuestra acción sobre las almas no puede ejercer ninguna influencia que sea realmente provechosa si Dios no la fecunda con su gracia: Ego plantavi, Apollo rigavit, sed Deus incrementum dedit (I Cor., III, 6). Es cierto que la gracia supone la naturaleza y que no podemos echar en olvido la parte que tienen la inteligencia y la voluntad en las obras sobrenaturales: «Nosotros plantamos y regamos»; este es el papel que nosotros desempeñamos, el cual es ciertamente indispensable. Pero no debemos perder de vista que si Dios no «fecunda» nuestro trabajo, éste resultará completamente infructuoso.

    Como dice San Agustín, todo crecimiento en la vida de la gracia «supera las fuerzas humanas, sobrepasa la excelencia de los ángeles y pertenece únicamente a la Trinidad fecundante»:Excedit hoc humanam humilitatem, excedit angelicam sublimitaten, nec omnino pertinet nisi ad agricolam Trinitatem [In Jo., 80, 2. P. L., 35, col. 1840].

    Podéis creerme si os digo que, por grandes que sean vuestro talento, vuestros conocimientos y vuestro entusiasmo al principio de vuestro ministerio, nunca llegaréis a hacer nada que valga la pena si no sois hombres de oración.

    Los santos, que realizaron grandes obras impulsados por su amor, se entregaron con denuedo a la acción; pero eran, sobre todo, hombres de oración. Recordad a San Benito, a San Francisco Javier, a San Carlos Borromeo, a San Francisco de Sales, a San Alfonso de Ligorio, al Santo Cura de Ars: todos ellos pasaban largas horas en coloquio con Dios.

    Sed, pues, «mediadores» conscientes de vuestra misión, hombres de oración que, mediante vuestra constante unión con el Señor, santifiquéis las almas que os han sido encomendadas al mismo tiempo que santificáis también las vuestras.

    Porque los sacerdotes no podemos salvarnos solos, sino que tenemos la sublime misión de llevar las almas al cielo en pos de la nuestra propia. Demos, por ello, gracias a Dios y procuremos serle fieles, para que nuestra falta de fervor nunca sea causa de que alguna alma se entibie o se arruine.

 

4.- Las fuentes de la oración: La naturaleza

   Jesucristo dijo en cierta ocasión, hablando del cielo: «En la casa de mi Padre hay muchas moradas (Jo., XIV, 2). Lo mismo puede afirmarse de la oración. En su admirable tratado Castillo interior, Santa Teresa menciona siete moradas principales. Y no se puede llegar de un salto a la última morada.

    Para ayudaros en este ascensus ad Deum, os voy a proponer, a modo de ejemplo, tres puntos de partida distintos, o tres clases distintas de apoyos, desde lo que el alma puede empezar su ascensión a la mansión del Padre.

    Podemos elevarnos hacia Dios tanto por la contemplación de la naturaleza como por la meditación de las verdades reveladas que se contienen en la Sagrada Escritura, de la vida y de los misterios de Jesucristo, o también uniéndonos a Cristo, creyendo con fe viva en el poder que tiene de introducirnos en el seno del Padre.

    Según sean nuestras disposiciones personales o las circunstancias de cada momento, podemos echar mano de cualquiera de estas tres maneras de ir a Dios. Para que os hagáis una idea más cabal de ellas, me vais a permitir que las compare a los tres recintos del templo de Jerusalén.

    ¿Qué es lo que vemos allí? El recinto más sagrado era el Santo de los santos. Este lugar estaba rodeado de varios atrios, que eran tanto más dignos cuanto estaban más próximos al santuario por excelencia.

    El «atrio de los gentiles» era muy amplio, completamente al descubierto y en él podían entrar todos los que quisieran.

    A través de varios pórticos, a los que los incircuncisos no tenían acceso, se pasaba al atrio de los judíos. En este vasto recinto, el pueblo elegido asistía a los sacrificios, escuchaba la lectura de la Ley, cantaba los salmos y podía entrever, tras el altar de los holocaustos, la parte del santuario que estaba reservada a los ministros del culto.

    Al fondo del lugar llamado «Santo», detrás del velo sagrado del templo, post velamentum, se encontraba el misterioso «Santo de los Santos», donde, según la epístola a los hebreos (IX, 3-4), y a la izquierda del altar de los perfumes, se guardaba el Arca de la Alianza guarnecida de oro, que contenía las Tablas de la Ley, el maná y la vara de Aarón. Solo el Sumo Sacerdote podía entrar en este recinto, y eso una vez al año y después de prolijas purificaciones.

    Volvamos ahora a los grados de oración.

    El primer atrio, el de los gentiles, simboliza la oración, en la que el alma se eleva a Dios, sin servirse de la revelación, apoyándose en la contemplación del orden y de las bellezas de la naturaleza. El mismo San Pablo nos invita a que admiremos las maravillas de la creación, cuando escribe: «Lo invisible de Dios, su eterno poder y su divinidad, se alcanzan a conocer por las criaturas (Rom., I, 20).

    Pero me diréis: ¿Se puede hacer oración con sólo admirar las bellezas de la naturaleza? ¿Y por qué no? Dios es el gran artista. Todo cuanto ha hecho lo ha concebido en su Verbo. En la creación se refleja una huella de su Autor. ¿Por qué creéis que algunas almas se complacen en contemplar los grandes espectáculos de la obra de Dios? La inmensidad del océano, las cimas de las montañas, los paisajes encantadores les impulsan a orar. La razón de esto está en que, tras el telón de la naturaleza, adivinan la presencia oculta de Dios. Todo el universo les grita:Ipse fecit nos et non ipsi nos (Ps., 99, 2). El profeta Baruc escribía: «Los astros brillan en sus atalayas y en ello se complacen. Los llama y contestan: Henos aquí. Lucen alegremente en honor de quien los hizo» (III, 34-5). Contemplad también vosotros el cielo estrellado y elevaos por medio de este sublime espectáculo al amor de Aquel que ha creado la dilatada extensión del Universo.

 

5.- El Evangelio

    En el atrio de los judíos, todo pertenece al orden de la revelación y por consiguiente todo es sobrenatural. Fue el mismo Dios quien prescribió a Moisés los ritos y los sacrificios del culto mosaico: «Mira y hazlo según el modelo que en la montaña se te ha mostrado» (Exod., XXV, 40).

    Procuremos imaginarnos cuál sería la admiración y el amor que embargaba el alma de María cuando entraba en el atrio de las mujeres y asistía a las ceremonias sagradas. ¡Y qué decir de Jesucristo! Entraba en el templo como en la casa de su Padre. Sabía que el templo le representaba a Él mismo. Por eso dijo: «Destruid este Templo y en tres días lo reedificaré» (Jo., II, 19).

    Jesús asistía en el atrio a los holocaustos y al culto judaico. Él, que era el verdadero Cordero de Dios, se daba perfecta cuenta de que todo lo que allí se hacía era una figura profética de la misión que venía a realizar. Cuando el sacerdote rociaba al pueblo con la sangre de las víctimas y entraba sin acompañamiento alguno en el Santo de los santos, Jesús pensaba en que su sangre había de rescatar al mundo y su alma se elevaba a las sublimes realidades de las que los ritos judaicos no eran sino las «sombras»: umbræ futurorum (Hebr., X, 1).

    ¿Qué significado tiene el segundo atrio en nuestra vida de oración? No se trata aquí de una elevación del alma provocada por la contemplación de las maravillas de la naturaleza, sino de la oración que se fundamenta en los documentos de la revelación. Dios nuestro Señor se ha dignado hablarnos y sus palabras están contenidas en los libros inspirados. La oración se nutre principalmente de la Sagrada Escritura. Escuchad, si no, lo que dice San Pablo: «La palabra de Cristo habite en vosotros abundantemente, enseñándoos y exhortándoos unos a otros con toda sabiduría, con salmos, himnos y cánticos espirituales, cantando y dando gracias a Dios en vuestros corazones» (Col., III, 16).

    Hay quien lee la Sagrada Escritura y no encuentra en ella nada que le invite a orar. Pero si la leemos con humildad, como hijos de Dios, la luz de la divina palabra iluminará nuestra alma y la impulsará a una ferviente oración.

    En este atrio debemos entretenernos en contemplar la persona de Jesucristo y los misterios de su vida, para lo cual encontraremos una eficaz ayuda en la liturgia.

    Cuando meditamos en las palabras y en las acciones de Jesucristo, Dios se complace en darnos sus gracias, porque el solo recuerdo de Jesucristo es ya de por sí santificador.

    Debéis meditar en las escenas del Evangelio como si en realidad estuvieseis junto al Señor, como si escuchaseis con vuestros oídos sus palabras o como si le vieseis con vuestros propios ojos. Arrodillaos con los pastores ante el pesebre; adoradle en Nazaret, en su vida oculta, con María y con José; uníos al grupo de los apóstoles para acompañarle en sus correrías, recoged sus benditas palabras, prosternaos ante Él en el lavatorio de los pies y en la Cena. En el huerto de los olivos, a lo largo del drama de la pasión y, sobre todo, al pie de la cruz, contemplad a Jesucristo. ¡Es vuestro Dios! Escuchad sus últimas palabras… ¿No es verdad que a cada uno de nosotros nos dice: «Si yo ofrezco mi vida es por el amor que te tengo»? Este pensamiento arrebataba a San Pablo hasta hacerle exclamar: «Me amó y se entregó por mí» (Gal., II, 20). La persona de Jesús, contemplada en todos los pasos de su vida, desde la infancia hasta su resurrección, «irradia constantemente una virtud santificadora»: Virtus de illo exibat et sanabat omnes (Lc., VI, 19).

    Fijemos en Él nuestra mirada con espíritu de fe para tratar de imitar sus virtudes, «no sólo en lo exterior, sino, sobre todo, en su espíritu interior»: Ut per eum quem similem nobis foris agnovimus intus reformari mereamur [Oración de la octava de la Epifanía].

    Voy a ofreceros ahora algunas breves reflexiones sobre la manera de meditar.

    Hay muchos sacerdotes que se ajustan siempre a un método determinado. Y si comprenden que les va bien con su método, harían mal si lo abandonaran. La Iglesia ha bendecido y recomendado la utilidad de varios de ellos. Pero sería un craso error identificar la oración con los métodos y suponer que no se puede orar si se prescinde de los mismos, porque no son sino medios.

    Para los antiguos, el aprendizaje de la oración mental consistía en habituarse a hacer pausas en la lectura de la Sagrada Escritura o de algún libro de piedad. Durante estas pausas, el alma se reconcentra en sí misma, reflexiona, se persuade, ve cuáles son sus deberes, realiza actos de conformidad con la voluntad divina y manifiesta sus esperanzas y sus peticiones. Y cuando se acaban estos sentimientos de fe, de confianza y de amor, se vuelve a continuar la lectura del libro.

    Esta era la escuela de la oración mental, tal como la entendían aquellos grandes maestros de la santidad que eran los Padres del desierto. San Benito, y con él los monjes de Occidente, continuaron esta tradición. Santa Teresa recomienda también este método [Vida, capítulos XI y XII].

    Por ser tan sencillo, tiene la gran ventaja de que está al alcance de todos y con él se evitan muchas distracciones. Y puesto que durante tantos siglos han sido muchísimas las almas que han llegado a la contemplación por este camino, ¿qué razón hay para que nosotros no podamos conseguir la misma gracia sirviéndonos del mismo método?

    Cada uno debe examinar cuál es el método que más le conviene. Lo que sí debéis procurar es que vuestra meditación sea acomodada a vuestras necesidades espirituales, a las flaquezas que debéis superar, a los deberes que tenéis que cumplir, y que os sirva para que vuestra alma sea cada día más fiel a Dios.

    Si, como es natural, observáis al principio algunos titubeos, no tengáis el menor reparo en echar mano de la ayuda de algún libro. Una antífona de la fiesta de Santa Cecilia nos dice que:Evangelium Christi gerebat in pectore suo, et a colloquiis divinis et ab oratione non cessabat: «Llevaba el Evangelio de Cristo no en el bolsillo, sino in pectore, junto a su corazón». También vosotros iréis adquiriendo el espíritu de oración en la meditación humilde y afectuosa del Santo Evangelio, de las Epístolas y de los demás libros de meditación. Después que hayáis hecho un acto de contrición y os hayáis puesto en la presencia de Dios, debéis abrir de par en par vuestra alma a la influencia santificadora de Jesús y a la acción del Espíritu Santo, y luego podéis abrir el libro, leyendo reposadamente y haciendo una pausa de vez en cuando, y veréis cómo vuestra alma se irá acostumbrando insensiblemente a tratar con su Señor.

    No debemos olvidar que la gran revelación del segundo atrio es el conocimiento de Jesucristo y de sus misterios, y que no podemos abrigar la pretensión de llegar a conocer los caminos y la voluntad de Dios, y menos aún al mismo Dios, si no es contemplando y escuchando a su Verbo encarnado.

 

6.- La contemplación de la fe

    Hablemos ahora del tercer recinto.

    Una vez al año, el Sumo Sacerdote solía atravesar el velo sagrado del Templo y entraba sin acompañamiento ninguno en el Sancta Sanctorum. Pronunciaba el nombre de Yahvé y le hablaba en actitud de suprema adoración.

    Esta ceremonia simbolizaba la entrada del alma en la contemplación de la fe más pura, «a través del velo de la santa Humanidad de Jesucristo»: Per velamen, id est carnem ejus (Hebr.,X, 20).

    Todo cuanto dejamos dicho de la naturaleza de la oración encuentra su más cumplida realización en esta oración de la fe, ya que ella es por excelencia la conversación a la que Dios invita a sus hijos en virtud de la gracia bautismal. Por su unión con Cristo y porque participan de su filiación, tienen acceso al seno del Padre.

    Os formaréis alguna idea de lo que es esta oración si os acordáis de aquel buen aldeano que el Cura de Ars solía encontrar todas las tardes en su iglesia, con los ojos fijos en el tabernáculo y sin proferir palabra alguna. Un día el santo Cura le preguntó qué es lo que hacía, a lo que el aldeano le respondió: «Yo miro a Dios y Dios me mira a mí». Esta es la oración de simple contemplación, en la que se mira, se calla y se ama. Toda alma fiel debería llegar a alcanzar después de cierto tiempo este grado de oración, pues en su estado inicial pertenece propiamente a la oración adquirida, que por nuestro propio esfuerzo, secundado por la gracia, nos permite encontrar nuestro descanso en Dios.

    ¿Qué obstáculos hay para que algunas almas consagradas a Dios no puedan llegar a este grado de oración? Simples bagatelas… Triste es tener que decirlo, pero la verdad es que muchas veces se pasan horas enteras preocupándose de cosas que no tienen la menor importancia, pensando demasiado en sí mismos, o en mil naderías, y entretanto el tiempo va corriendo. No olvidéis nunca que la oración refleja o expresa siempre las disposiciones más íntimas del alma.

    El sacerdote no debe ignorar, tanto para su propia santificación como para la dirección de las almas fervorosas, que Dios se complace en elevar a sus más fieles servidores, ya desde esta vida, a una unión más íntima con Él. Él les manda como Rey y Dueño soberano que es, y las almas están en el deber de responder a su llamamiento, esforzándose por que toda su vida esté gobernada por el amor. Este descanso en el seno del Padre es «lo mejor que hay» aquí abajo: la optima pars (Lc., X, 42).

    Para formarnos una idea cabal de la excelencia de esta oración, nos bastará con decir que la visión beatífica es su más acabado modelo. La luz de la gloria nos permitirá ver a Dios en el cielo cara a cara. La luz de la gloria fortalece y amplía la capacidad de la inteligencia creada para que pueda gozar de la visión intuitiva.

    Los elegidos participan de esta luz en la misma medida de su amor. Por eso, el grado de gloria que disfrutaremos en el cielo corresponderá al grado de caridad que hayamos alcanzado en el momento de nuestra muerte.

    Pero volvamos de nuevo a la contemplación de esta vida. ¿Qué es lo que corresponde aquí abajo a la luz de la gloria? La fe. La fe es una certeza y un conocimiento rodeado de oscuridades que va adquiriendo un perfeccionamiento progresivo y una vitalidad siempre nueva que le va acercando gradualmente a Dios en toda la realidad de su misterio.

    Y así como el grado de la visión beatífica es proporcionado al grado de caridad que cada uno haya alcanzado, así también puede decirse que sucede en esta oración de fe, ya que este conocimiento oscuro y superior a las fuerzas de la naturaleza, que es propio de la fe, brota en el alma como consecuencia de su unión amorosa con Dios. De lo que resulta que la oración que eleva a las almas hasta el Santo de los santos las hace también semejantes al Señor y capaces de conocerle y amarle por la fe de la misma manera que Dios se ama y se conoce a Sí mismo en su Trinidad.

    Aquella frase de la Sagrada Escritura: Deus noster ignis consumens est (Hebr., XII, 29) nos da una idea aún más acabada de la excelencia de esta oración de fe. Si «Dios es un fuego devorador», tanto más nos abrasaremos cuanto más nos acerquemos a Él. Y es precisamente en la oración donde esta chispa prende en nosotros y el alma se siente inflamada de amor por la suprema bondad y experimenta un ardiente deseo de unirse al Padre por medio del Hijo encarnado y de ser atraída por su mutuo y eterno Amor, el Espíritu Santo.

    Quedémonos a los pies de Jesús, «reposando a la sombra del Amado»: Sub umbra illius quem desideraveram sedi (Cant., II, 3). ¿Cuál es esta sombra? La santa Humanidad de Jesús. El Padre «habita una luz inaccesible»: Lumen inhabitat inaccesibilem (I Tim., VI, 16), y el Verbo «es el resplandor de la luz eterna»: Candor est lucis æternæ (Sap., VII, 26), el sol cuyos rayos nos dejan deslumbrados, y el honor cuyos ardores no podemos soportar. Por eso es por lo que el alma, para poder acercarse al Verbo, se apoya en el amor, a la sombra de la santa Humanidad.

    Cuando el alma llega a gozar de esta unión, nada valen para ella el mundo y todas sus seducciones, porque comprende que Dios es «lo único necesario»: Unum est necessarium (Lc., X, 42). Unida a Jesús y oculta en Él, el alma le dice: «Vos contempláis al Padre y yo estoy rodeada de tinieblas; pero yo lo contemplo a través de vuestros ojos».

    ¡Qué hermoso es vivir así bajo la mirada amorosa del Padre, a través del velo de la santa humanidad! «Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiere revelárselo»(Mt., XI, 27).

    Tened bien presente que en la oración de fe nuestro amor no tiende a formarse una concepción o representación intelectual de Dios, sino a poseerle enteramente y a ser enteramente poseída por Él. No hay idea ni concepto alguno de nuestra razón que pueda facilitar al alma esta comunicación con Dios, porque esta unión se consuma únicamente en la oscuridad de una plena adhesión de fe.

    Lo ordinario, aún en las almas más santas, es que su vida de oración empiece por los primeros atrios, donde nuestro esfuerzo personal, ayudado y secundado por la gracia, nos dispone a conseguir que Cristo lo sea todo para nosotros.

    Cuando Dios invita al alma a pasar más adelante en la contemplación de pura fe, hace que está experimente su absoluta impotencia para alcanzarla por sus propias fuerzas. Entonces el alma debe mantener una confianza inquebrantable, aunque la espera le parezca demasiado larga, y aceptar resignadamente el continuar en medio de esta oscuridad, pidiendo insistentemente a Jesús que se digne imprimir en ella su divina imagen. Echaríamos a perder toda su obra si pretendiéramos llegar por nuestras propias fuerzas a adquirir esta semejanza con el Hijo de Dios. No debemos olvidar que el Señor obra en nosotros en la misma medida en que sacrificamos nuestro propio «yo». Acostumbrémonos a decir: «Señor, si mi debilidad y mis tinieblas os glorifican, yo las acepto de buen grado; y si fuera necesario que yo viva siempre ante Vos «como una tierra sedienta de ti, sicut terra sine aqua tibi (Ps., 142, 6), no por eso dejaré de bendeciros».

    Nunca podremos comprender suficientemente la importancia que para nuestras almas sacerdotales tiene el que elevemos frecuentemente nuestras almas a Dios, por muy imperfecta que sea nuestra manera de orar. El Padre nos mira siempre con una mirada que penetra hasta lo más hondo de nuestras almas sacerdotales. «El nos ama en su Hijo Jesús»: Ipse Pater amat vos, quia vos me amastis (Jo., XVI, 27). Correspondamos a esta su mirada de misericordia presentándole, con generosa fidelidad, nuestros humildes esfuerzos para orar.

 

7.- La oración de Jesús

    Pidamos a Jesús que nos enseñe a orar: Domine, doce nos orare. Tanto por su mismo ejemplo como por sus enseñanzas y por el Espíritu Santo que envía a nuestros corazones, Él es el gran maestro de la oración.

    En Nazaret, su vida oculta fue toda de silencio y de recogimiento. Durante su vida pública se entregó sin reservas a todos y a cada uno, pero siempre tenía su mirada fija en el Padre. Vivía en continua oración. Los Evangelios nos dan testimonio de que Jesús oraba, ya en privado, como lo hacía cuando se retiraba al monte, ya en público, como cuando dijo el Padrenuestroante sus discípulos, o cuando dio gracias antes de la multiplicación de los panes (Jo., VI, 11).

    Jesús oraba en cuanto hombre. En cuanto Dios, no podía orar, ya que la oración supone una inferioridad, una necesidad; lo cual es propio de la criatura.

    ¿Podríamos nosotros entrever de alguna manera el secreto de estas sublimes elevaciones del alma de Jesús?

    Aún reconociendo que nos hallamos aquí en el mismo umbral del Sancta Sanctorum, podemos, sin embargo, formarnos alguna idea, si tenemos en cuenta las tres maneras de conocimiento que tenía Jesús en cuanto hombre,  que los teólogos denominan las tres ciencias de Cristo. Cada una de ellas iluminaba la inteligencia de Cristo con una luz propia, y por eso mismo estas tres ciencias eran otras tantas fuentes distintas de oración.

    En virtud de la unión hipostática, Jesús gozaba de la visión de la divinidad. En lo más alto de su alma guardaba un santuario sagrado, en el que sólo Él podía entrar. En la presencia del Padre, Él siempre seguía siendo el Hijo único.

    Cuando nosotros invocamos a Dios, le decimos: «Padre nuestro» en un sentido que es común a todos sus hijos adoptivos. Pero Jesús se dirigía a su Padre y descansaba en Él como Hijo suyo, pero en un sentido que sólo a Jesús le pertenecía, como Hijo único, porque la humanidad de Jesús es la humanidad del Verbo.

    Jesús atravesaba en un vuelo poderoso el espacio infinito que separa lo creado de lo increado, y vivía en unión constante con el Padre, de tal suerte, que con toda verdad pudo decir: «El que me envió esta conmigo; no me ha dejado solo» (Jo., VIII, 29). Por efecto de esta visión beatífica, la oración de Jesús transcendía las oraciones más sublimes. Su oración se realizaba en lo más alto de su espíritu. La oración sacerdotal que dijo después de la Cena, y que requiere San Juan, nos permite entrever en qué consistía la conversación que nuestro Salvador sostenía con el Padre: «Padre…, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique» (Jo., XVII, 1). Este conocimiento era completamente espiritual y sobrenatural. Ni las facultades imaginativas, ni la carne ni la sangre tenían en él parte alguna, ni pudieron impedirlo los sufrimientos más acerbos de la pasión.

    Además de este conocimiento intuitivo, que se realizaba sin el apoyo de las ideas, había también en el alma de Jesús otro género de ciencia, cuyo objeto no era el mismo Dios, y que recibe el nombre de ciencia infusa. En virtud de ella, Jesús conocía de modo muy distinto al nuestro la doctrina que venía a predicar al mundo y cuanto se relacionaba con su obra redentora. Todo esto lo conocía por una irradiación de luz sobrenatural. Esta ciencia no era adquirida, sino que la recibió de lo alto. Gracias a ella, Jesús conocía los decretos de la divina sabiduría referentes a la salvación de los hombres, a su Cuerpo Místico, a su Iglesia, como también la enormidad del pecado, su amor para con los hombres y la ingratitud de éstos.

    Por estas luces que iluminaban su alma, Jesús, al entrar en el mundo, hizo, como nos dice San Pablo, una oración que fue una perfecta oblación de sí mismo: «Heme aquí, Ecce venio…,que vengo para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad» (Hebr., X, 7).

    Durante su vida terrestre, esta ciencia le sirvió para glorificar al Padre y para darle gracias por los beneficios de la enseñanza del Evangelio: «Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y a los prudentes, y las revelaste a los pequeñuelos» (Mt., XI, 25).

    Y fue ella la que le movió a aceptar el cáliz de la pasión y la que inspiró su oración de supremo abandono y amor: «Padre…, no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc., XXII, 42).

    No olvidemos, por fin, que Jesús era un hombre como nosotros, igual en todo a nosotros menos en el pecado. Y por eso precisamente había en Él una tercera manera de conocimiento: una ciencia humana, natural, adquirida, experimental, igual a la que todos los hombres tenemos.

    También esta ciencia constituía para Él una fuente de oración. Cuando recorría los montes y los valles de Galilea, cuando contemplaba los viñedos y las mieses y las flores de que nos habla el Evangelio, en todas las bellezas de la creación veía otros tantos reflejos del esplendor de la divinidad y todo esto despertaba en su alma un canto de alabanza. A través del velo de las criaturas, se levantaba sin esfuerzo alguno a la consideración de las perfecciones divinas, de las que aquéllas no son sino un pálido reflejo.

    Grandes contemplativos como San Juan de la Cruz o Santa Ángela de Foligno atestiguan que, después del éxtasis, el alma queda envuelta en una luz sobrenatural que le permite descubrir, en medio de un gozo indecible, las huellas de Dios en la naturaleza. También el alma de Jesús disfrutaba de este reflejo de la luz divina, pero en un grado sobreeminente. El esplendor de la visión intuitiva se extendía sobre todos sus conocimientos, tanto infusos como adquiridos.

    Insistamos antes de terminar en que, por pobre que sea nuestra oración, es de la mayor utilidad, y para nosotros los sacerdotes mucho más aún que para el resto de los fieles, el considerar las inefables conversaciones de Cristo con su Padre. El Apóstol no tiene el menor reparo en decirnos que «Jesucristo es el ideal hacia el cual debe levantar los ojos nuestra flaqueza, sin descorazonarnos jamás»: Aspicientes in auctorem fidei et consummatorem Jesum… ne fatigemini, animis vestris deficientes (Hebr., XII, 2-3).

 

XVI

La fe del sacerdote en el Espíritu Santo

    El Espíritu Santo es el que realiza toda la obra de santificación en la Iglesia.

    La actividad sobrenatural de los hijos de Dios en sus diversos grados depende enteramente de su influencia vivificante: Qui spiritu Dei aguntur hi sunt filii Dei (Rom., VIII, 14). Esta es nuestra doctrina.

    Si para todos es de la mayor importancia que haya un perfecto acuerdo entre su espiritualidad personal y los dictados de la fe, lo es mucho más cuando se trata de los sacerdotes. Examinemos, pues, si concedemos al Espíritu Santo la parte que le corresponde en nuestra vida interior. ¿Estamos, acaso, convencidos de que para lograr nuestra santificación es de todo punto necesario que abramos de par en par nuestra alma a su acción bienhechora?

    Nada más cierto sino que «Jesús vino a este mundo para revelarnos al Padre»: Pater… manifestavi nomen tuum hominibus (Jo., XVII, 6). Pero también es verdad que, según los planes de la economía divina, no era éste el único fin de su vida, pues era así mismo necesario que el hombre aprendiese de los labios benditos del Salvador a conocer al Espíritu Santo y a venerarle lo mismo que al Padre y al Hijo.

    Esta es la razón de porqué en cierta ocasión Jesucristo dijo aquella frase tan extraña: «Os conviene que Yo me vaya». Si vino a salvarnos, a guiarnos, a entregarse enteramente por nosotros, ¿cómo afirma ahora que nos conviene que se vaya? El mismo Jesucristo nos lo explica con una razón más sorprendente todavía: «Si Yo no me voy, el Abogado no vendrá a vosotros» (Jo., XVI, 7).

    Si hubiéramos estado allí presentes, es posible que le hubiésemos replicado: «Maestro, no necesitamos para nada del Espíritu Santo; nos basta con Vos, quedaos con nosotros. ¿Qué necesidad hay de que nadie os reemplace?»

    Y, sin embargo, Jesús lo dijo bien claramente: «Os conviene que Yo me vaya».

    Según los planes de Dios, la fe es el único medio por el cual los hijos adoptivos pueden ponerse en contacto con el mundo sobrenatural: Cristo, la Iglesia, los sacramentos y, sobre todo, la Eucaristía. Debemos apoyarnos en la fe para esperar, amar y servir a Dios como conviene. Esta doctrina supone, por una parte, que no contamos con la presencia visible de Jesucristo en medio de nosotros, y por la otra, la acción invisible pero vivificante del Espíritu Santo, que tiene la misión de conducir a la Iglesia y a cada una de las almas a su destino eterno.

 

1.- El Espíritu Santo vivifica a la Iglesia

   El Evangelio nos revela que la misión del Espíritu Santo está ordenada a llevar a su última perfección la obra de Jesucristo.

    Cuando Jesucristo pronunció en el Calvario el Consummatum est, puede decirse que no quedaba ningún testigo que pudiera acreditar la eficacia santificadora de su sangre. Es verdad que Jesús había predicado su doctrina, que había formado a sus apóstoles, que pocas horas antes les había dado la primera comunión y que acababa de consagrarles sacerdotales. Y, sin embargo, parecía que todo iba a derrumbarse al llegar la hora aciaga de la pasión: los discípulos huyeron aterrorizados, Pedro renegó de su Maestro…

    Pero el día de Pentecostés los apóstoles se llenaron del Espíritu Santo y entonces «se renovó la faz del mundo»: Emittes Spiritum tuum, et renovabis faciem terræ (Ps., 103, 30). Dejando a un lado todo temor, Pedro se presentó en público en medio de Jerusalén y predicó a Cristo. Los doce apóstoles llevaron su voz hasta los confines del mundo y a los pocos años los cristianos se contaban por millares. ¿Cómo se obró este prodigio? Todos los años lo cantamos en el Prefacio de Pentecostés: «Por Cristo nuestro Señor, quien, subiendo a lo más alto del cielo y estando sentado a tu derecha, derramó en este día sobre sus hijos adoptivos el Espíritu Santo, que había prometido».

    A partir de este momento, la Iglesia ha vivido y ha triunfado de modo maravilloso de todas las persecuciones y luchas doctrinales y aún de las mismas infidelidades de sus propios hijos. Ella sigue su marcha triunfal a través de los siglos, bien segura de sus prerrogativas, que son las señales inequívocas de su institución divina. Ella es siempre una, tanto por su fe como por su comunión, con la sede de Pedro; ella produce en todas las épocas, en virtud de sus propias fuerzas santificadoras, la santidad de sus miembros; ella abraza de derecho a toda la humanidad en su redil, y ella, en fin, apoyada en el fundamento de los apóstoles, permanece siempre inconmovible.

    Una, santa, católica, apostólica y romana, la Iglesia es a un tiempo divina y terrena; ella es constantemente combatida y siempre está rodeada de peligros; pero, a pesar de todo, la Iglesia se mantiene y progresa siempre idéntica a sí misma en su divina constitución, indefectible en su fe e ininterrumpidamente «vivificada por el Espíritu»: Spiritum vivificantem.

    ¿Qué sabemos nosotros de este Espíritu? Elevemos nuestra consideración a la Santísima Trinidad.

    El Hijo, engendrado desde toda la eternidad, es la Imagen perfecta del Padre: Deum de Deo, lumen de lumine. Pero el Hijo refluye al seno del Padre y esta unión del Padre y del Hijo es fecunda. El Espíritu Santo, que procede del soplo único del amor mutuo del Padre y del Hijo, es amor infinito y se refiere todo entero, como tal Amor, a su principio de origen.

    La santidad consiste en ordenarse a Dios por amor. Y porque vuelve toda entera al Padre y al Hijo en un eterno reflujo de amor, la tercera Persona es llamada santa por excelencia: su nombre propio es Espíritu Santo.

    El Espíritu, que procede del amor del Padre y del Hijo, es también el don que sella su unión, el término, el definitivo acabamiento de la comunicación de la vida en Dios.

    Don de amor en el seno de la Trinidad, el Espíritu Santo es para nosotros el don por excelencia del Altísimo: Altissimi donum Dei. En unión con la Iglesia y en el mismo sentido que ella, nosotros veneramos en el Espíritu Santo al huésped de nuestras almas, ya que en ellas habita y las hace «templos del Señor»: Templum enim Dei sanctum est quod vos estis (I Cor., III, 17).

    El Espíritu Santo desciende sobre toda la Iglesia y sobre cada uno de los cristianos con todas las riquezas de la gracia. Fons vivus, Ignis, Caritas [Himno Veni, creator Spiritus]. Él es «fuente viva» del impulso sobrenatural, «fuego» que comunica ardor, «caridad» de donde se deriva la santificación y la unión de los corazones.

    Al venir a nosotros, nos trae sus dones. La liturgia reconoce siete: Sacrum septenarium. Este número es tradicional en la Iglesia y significa la plenitud de las operaciones que el Espíritu Santo obra en nuestras almas.

    Los dones son propios del estado de gracia y son unas disposiciones infusas, permanentes y distintas de las virtudes, que confieren al cristiano una singular aptitud para recibir las luces y los impulsos de lo alto. En virtud de esta acción del Espíritu Santo, los hijos de Dios pueden obrar como movidos por un instinto superior y de una manera que transciende el modo racional, que es propio del ejercicio de las virtudes. La atmósfera en que el ejercicio de los dones sitúa al cristiano es completamente sobrenatural. En ella es donde el cristiano va adquiriendo de la manera más elevada y perfecta su semejanza con el Hijo de Dios.

    En la práctica, las actividades de las virtudes y de los dones se compenetran mutuamente y cuando el alma vive más unida a Cristo, más sumisa está a las influencias del Espíritu Santo, como es fácil comprobarlo en la vida de los santos.

 

2. Necesidad de recurrir al Espíritu Santo

    Toda nuestra vida sacerdotal está consagrada a tratar con las cosas santas y eternas, aunque no puede prescindir de vivir en contacto con las preocupaciones terrenas. No nos es posible sustraernos a la influencia del ambiente que nos rodea y esto entraña el peligro de que ejerzamos nuestro ministerio de una manera demasiado humana y de que nos limitemos a cumplir materialmente nuestras funciones, sin atender debidamente a su carácter sobrenatural. La constante repetición de las ceremonias, por muy sagradas que sean, nos lleva insensiblemente a la rutina.

    Para inmunizarnos contra el naturalismo que nos rodea y contra la negligencia, es indispensable que todas y cada una de nuestras acciones sean fecundadas por el soplo del Espíritu Santo.

    Él es quien «enciende en nuestros corazones la llama del amor»: Tui amoris in eis ignem accende; quien, en las cosas del espíritu, nos otorga la «rectitud de juicio»: recta sapere; quien nos sugiere la actitud filial que debemos adoptar para poder invocar a Dios como a un padre; quien, en fin, «inspira nuestra oración»: Spiritus adjuvat infirmitatem nostram… Postulat pro nobis gemitibus inenarrabilibus (Rom., VIII, 26).

    Estas son algunas de las actividades que en nosotros ejerce el Espíritu Santo. Todo el que quiera vivir como corresponde a un hijo de Dios debe procurar mantener siempre su alma bajo esta influencia. ¿Cuántos son, aún entre los mismos sacerdotes, los que conocen debidamente a este Espíritu de amor? Y, sin embargo, Él es la fuente de toda la vida interior y quien fecunda todo su ministerio sacerdotal.

    ¿Cómo se inaugura un concilio ecuménico? Con el Veni Creator. Pues si esto se hace en las grandes asambleas oficiales de la Iglesia, lo mismo puede aplicarse a toda vuestra vida sacerdotal, en la que no debéis emprender ninguna acción de importancia sin implorar antes la protección del Espíritu Santo. Nunca invocaréis en vano al Espíritu Santo cuando os pongáis a confesar, o subáis al púlpito, o visitéis a los enfermos, porque de Él depende principalmente el gobierno de las almas. Cuando os dediquéis a dirigir las conciencias, tened siempre bien presente que la misión del pastor consiste en abrir las almas a la acción del Espíritu Santo. Y vais a permitirme que os dé, de pasada, un consejo: y es que no debéis, de ordinario, permitir a vuestros penitentes que os escriban largas cartas y que vosotros mismos debéis limitaros a darles unas directivas breves y concisas, que suelen ser tanto más eficaces cuanto más breves sean.

    No pretendo con ello menospreciar el esfuerzo humano, ni la generosidad, la constancia y la prudencia que deben animar nuestro ministerio con las almas. Comprendo el valor que tienen todas estas cosas, pero también es cierto que ningún caso deben hacernos perder de vista el aspecto sobrenatural de nuestro apostolado.

    Y es tanta la importancia de lo que acabo de deciros, que creo necesario insistir sobre ello. Hay en las cartas de San Pablo un texto sorprendente: Nemo potest dicere: Domine Jesu, nisi in Spiritu Sancto (I Cor., XII, 3). ¿Quiere esto decir que no podemos pronunciar con nuestros labios las palabras «Señor Jesús», o que somos incapaces de comprender su sentido literal? De ninguna manera.

    Lo que el Apóstol quiere darnos a entender es que, para decir este nombre bendito y para llegar a la persona de Jesús de una manera saludable, es preciso que seamos movidos desde lo Alto. El Concilio de Orange definió que «sin la iluminación y la inspiración del Espíritu Santo» [Can. VII.] no podemos hacer absolutamente nada que sea eficaz para nuestra salvación. Esto es lo que nos enseña la fe.

    Cuando Jesús vivía en el mundo, todos podían llegar a Él. ¿Acaso no había venido precisamente para salvarnos a todos? Y, sin embargo, ¡qué actitudes tan opuestas podemos observar entre los que se le acercaban! Los unos, como los fariseos, tenían el corazón endurecido y cerrado; los otros, por el contrario, lograban entrever el misterio de su persona y de su misión, creían en Él y se hacían discípulos suyos. ¿Cuál era la causa de esta diferencia? La Escritura nos lo revela en diversos pasajes, ya desde los primeros días de la vida de Jesús. Veamos algunos ejemplos. María va a visitar a su prima Isabel y ésta exclama: «¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!» ¿Quién le había dado a Isabel un conocimiento tan claro? El Evangelio nos lo dice: «Isabel se llenó del Espíritu Santo» (Lc., I, 41). Cuando el niño Jesús se presentó en el templo de Jerusalén, el anciano Simeón reconoció al Mesías en el hijo de la Virgen. ¿Quién fue el que se lo inspiró? El mismo San Lucas nos lo descubre, al decirnos que: «Movido del Espíritu Santo, vino al templo»: Venit in Spiritu in templum (Lc., II, 27).

   No cabe duda que también sentían el impulso secreto pero eficaz del Espíritu todos aquellos enfermos que acudían al Salvador con la seguridad de conseguir su curación. El Espíritu Santo fue el que movió a la Magdalena al arrepentimiento de sus pecados mientras bañaba con sus lágrimas los pies de Jesús, y el que movió a Pedro y a los demás apóstoles a abandonar sus redes por seguir a Cristo y el que invitó a Juan a reposar sobre el pecho de su Maestro y a acompañarle hasta el pie de la cruz.

    Debemos estar persuadidos de que también para nosotros existe un contacto con Jesús tan íntimo, tan inmediato y tan fecundo como este de que os acabo de hablar. Me refiero al contacto que se realiza por medio de la fe y que sólo el Espíritu Santo puede efectuar en nosotros. Si me preguntáis cómo lo realiza, os diré que cuando, en virtud de la eficacia de la gracia, hace a nuestra alma capaz de creer, de esperar y de amar sobrenaturalmente.

    Cuando Jesucristo vivía entre nosotros, su divinidad estaba escondida, al paso que su humanidad era completamente visible y ejercía un atractivo natural. Por eso, no era objeto de fe. Pero ahora no podemos alcanzar ni la humanidad ni la divinidad de Jesús si no es por medio de la fe. Tal es el plan divino. Todas nuestras relaciones con Cristo deben basarse en esta adhesión. Este contacto por medio de la fe es la condición indispensable para que desciendan sobre nosotros los dones divinos. «El que cree en Mí, dice Jesucristo, ríos de agua viva correrán de su seno». Y observad que el evangelista añade que «esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en Él» (Jo., VII, 39). El contacto vivificante con Jesús en la fe no se realiza sino por el don del Espíritu Santo.

    Puede darse muy bien el caso de que se acerque uno al sagrario del altar y que, sin embargo, esté muy lejos de Jesucristo. Por el contrario, si nuestra vida está como penetrada de la influencia del Espíritu Santo, este contacto se establece y entonces podemos decir con toda verdad que estamos cerca de Jesús.

    El Espíritu Santo es el lazo entre el Padre y el Hijo; y es también el vínculo que nos une con Cristo. Esto nos hará comprender cuánto importa para nuestro ministerio que vivamos siempre sometidos a su acción santificadora.

 

3.- Cómo debemos invocar al Espíritu Santo

    Acordaos del sello indeleble que dejaron grabado en vuestra alma los sacramentos del bautismo, de la confirmación y del orden. Estos caracteres son permanentes, y podéis serviros de estas prendas que atestiguan que pertenecéis a Cristo para hacerlos valer, siempre que lo queráis, ante Dios. Gracias a ellos, podéis volver a llamar en vuestras almas al Espíritu Santo y reavivar de esta manera los efectos sobrenaturales que son propios de estos sacramentos. San Pablo lo dice expresamente del sacramento del orden: «Te amonesto que hagas revivir la gracia de Dios que hay en ti por la imposición de mis manos» (II Tim., I, 6).

    Jesús nos dijo que, en el bautismo, el alma nace a una vida nueva «por la virtud del agua y del Espíritu Santo»: ex aqua et Spiritu Sancto (Jo., III, 5). Desde entonces, «el Espíritu de Cristo habita en el alma del bautizado» y toma posesión de ella: Quoniam estis filii, misit Deus Spiritum Filii sui in corda vestra (Gal., IV, 6).

    En virtud de su misma naturaleza, el carácter bautismal clama al cielo e intercede en nuestro favor. Apoyémonos, pues, en él para invocar al Espíritu Santo, para que nos enseñe a orar como conviene a los hijos de Dios y a tratar con el Soberano Señor como con un Padre y para que toda nuestra conducta responda a la plenitud de nuestra gracia bautismal, a imagen de Jesús, que es el único Hijo por naturaleza.

    ¿Qué es lo que hace Jesús en el sacramento de la confirmación por el ministerio del obispo? Extiende la mano sobre la cabeza de los confirmandos y les unge con el santo crisma, al tiempo que traza una cruz sobre su frente, diciendo: Signo te signo crucis. Este signo visible de la cruz representa el carácter invisible que se imprime en el alma. Esta queda grabada con el sello de Cristo, que aparece luminoso a las miradas de los ángeles y de los santos. Este sello es un testimonio del dominio y del amor que Cristo ejerce en el alma. El obispo continúa el rito:Confirmo te chrismate salutis…, es decir, te fortifico, completando la acción del bautismo, te hago perfecto cristiano, soldado de Cristo, apto para defender su causa. El santo crisma que se extiende en la frente del confirmando significa la unción del Espíritu Santo que penetra en el alma y se extiende en ella para fortificarla.

    Invocando este carácter, pidamos al Espíritu divino que, en las luchas y en las dificultades de la existencia, nos dé la fuerza necesaria para ser siempre soldados fieles de Cristo, orgullosos de estar a su servicio y dispuestos a defender y a extender su reinado.

    Vosotros los sacerdotes tenéis un tercer carácter sagrado, el de vuestra ordenación, que permanece siempre en lo más íntimo de vuestra alma como una llamada incesante al Espíritu Santo. Todas las mañanas podéis levantar vuestras manos al cielo «llenos de fe»,  fortes in fide, y mostrar al Señor vuestra alma marcada con el sello de Cristo. El sacerdocio del salvador, su sangre y su muerte están esculpidas en lo más íntimo de vuestro ser. Siempre que abrís ante Dios vuestra alma grabada con este sello, llamáis al Espíritu Santo y le pedís que reanime la gracia que recibísteis en la ordenación sacerdotal.

    Tened en gran aprecio el carácter que en vuestra alma han impuesto estos tres sacramentos y aprovechaos de su valor, porque toda vuestra vida sobrenatural consiste en que desarrolléis con perseverancia las gracias que son propias de vuestra vocación de bautizados, de confirmados y de sacerdotes de Cristo.

    Esta invocación puede expresarse por un simple movimiento del alma, por la oración al Espíritu Santo, por cualquiera de estas ardientes aspiraciones que la liturgia de Pentecostés contiene con tanta abundancia: «Ven, Padre de los pobres… Dispensador de las gracias… Dulce huésped del alma… Cura nuestras heridas…» Es una práctica muy recomendable la de repetir a lo largo del día estas invocaciones en forma de oraciones jaculatorias. El beato Pedro Fabro, de la Compañía de Jesús, tenía tanta devoción a esta práctica, que, aun durante el oficio divino, solía dirigirse al Padre, diciendo mentalmente entre salmo y salmo: «Padre celestial, dadme vuestro Espíritu» [Monumenta historica Societatis Jesu. Monumenta Fabri. Matriti, 1914, pág 505].

 

4.- Los dones del Espíritu Santo en la celebración de la Misa: los dones de temor de Dios, de piedad y de fortaleza

    En todas las acciones de nuestra vida y en cada una de las ceremonias de nuestro ministerio sagrado podemos invocar la intervención santificadora del Espíritu Santo. Detengámonos a considerar más despacio la acción del Espíritu Santo en el momento más sublime de nuestra jornada sacerdotal: en la santa Misa.

    No hay para nosotros honor comparable al de poder asociarnos al sacrificio de Jesucristo, en el que el mismo Hijo de Dios se ha dignado vincularnos al acto sacerdotal más augusto.

    Solamente el Espíritu Santo puede elevar nuestra alma a las alturas de una función tan sublime.

    Hablando de la oblación de Cristo en el Calvario, el Apóstol San Pablo hace notar que se realizó «por un impulso del Espíritu Santo»: Per Spiritum Sanctum semetipsum obtulit immaculatum Deo (Hebr., IX, 14). Ojala pueda decirse también de nosotros que ofrecemos este sacrificio único con el alma abierta al impulso de este Espíritu de amor.

    Quisiera demostraros cómo, mientras celebramos, el Espíritu Santo puede ejercer sobre nosotros, por medio de sus dones, una acción saludabilísima. No abrigo el propósito de exponer en este lugar toda la doctrina de los donessino solamente quiero evocar en breves rasgos las riquezas de gracia que nos comunican estos dones.

Debemos dejar sentado, ante todo, que los dones de temor de Dios y de piedad son de la mayor importancia en la celebración de la Misa, porque son precisamente los que deben inspirar al alma del sacerdote sus disposiciones más íntimas.

    Nunca debemos perder de vista en el altar la majestad inmensa, insondable e infinita del Dios tres veces santo, a quien ofrecemos el sacrificio: Suscipe, sancte Pater… Suscipe, sancta Trinitas… So pena de adoptar una postura falsa ante el Señor, la criatura debe rendirle el homenaje de su adoración y de su anonadamiento y, si en alguna ocasión, es precisamente en la Misa donde el alma debe sentirse penetrada de estos sentimientos. Como ya os lo he demostrado repetidas veces, el divino sacrificio exige que lo celebremos cum metu et reverentia,porque es un acto de culto en el que se reconocen los derechos absolutos de Dios y en el que se rinde homenaje a su plena soberanía. Jesucristo ofreció el sacrificio de la cruz con aquella íntima reverencia para con su Padre y con aquel religioso respeto que, en una acción tan sagrada, son tan propios del sacerdote como de la víctima. Cuando en el altar nos acercamos tan de cerca a la divinidad, debemos unirnos a estos sentimientos del corazón de Cristo.

    A ejemplo de nuestro Salvador, procuremos fomentar en nuestra alma una viva aversión a los pecados del mundo y a las ofensas que se infieren a la suprema Bondad, y un deseo ardiente de repararlas.

    Por el impulso secreto del Espíritu Santo, que nos comunica el don de piedad, llegaremos a experimentar hasta qué punto la atmósfera en que se desarrolla la acción del sacrificio es de carácter filial. ¿Cuál es el nombre que usa la liturgia para dirigirse al Señor? El de Padre. Y tenemos libre acceso a su divina majestad porque acudimos confiados per Jesum Christum, Filium tuum, Dominum nostrum. Y es tan íntima nuestra comunión con el Padre, que nos atrevemos a unirnos y a compartir la complacencia que experimenta en el amor de su Hijo: Ut nobis corpus et sanguis fiat dilectissimi Filii tui. El sacerdote, en el altar, se identifica con Jesucristo. De ahí se deduce hasta dónde debe llegar el espíritu filial que embargue su alma.

    Pidamos al Espíritu Santo que nos inspire una fe viva en el amor que Dios nos profesa y una confianza inquebrantable en nuestro Padre celestial.

    Bajo la influencia del Espíritu Santo, experimentaremos también en el altar la necesidad de solidarizarnos con todas las necesidades y angustias de la humanidad, ya que, por el don de piedad, nos uniremos interiormente a la caridad que desbordaba del corazón de Cristo. Al proyectar nuestra mirada sobre los incontables dolores que atenazan al mundo, pensaremos en los pecadores por los cuales Jesucristo vertió su sangre, lo mismo que sobre los afligidos, sobre los enfermos y sobre los moribundos y, ante este inmenso clamor de miserias que se levanta de este valle en que vivimos, nos sentiremos movidos a implorar la misericordia de Dios sobre todos ellos. O aún mejor, será el mismo Cristo el que, por nuestros labios, pedirá al Padre que tenga piedad de ellos. Jesús ha querido «tomar sobre sí todas nuestras iniquidades»: Vere languores nostros ipse tulit (Isa., 53, 4). Cuando ofrecemos a Cristo al Padre celestial, es el mismo Jesús el que se reviste de todos los males que aquejan a sus miembros e implora la clemencia divina.

    Estos sentimientos de piedad se concilian perfectamente con el temor reverencial, como lo expresa maravillosamente una oración litúrgica: «Señor, haz que tengamos siempre temor y al mismo tiempo amor de tu santo nombre»: Sancti nominis tui, Domine, timorem pariter et amorem fac nos habere perpetuum [2º domingo después de Pentecostés].

    En vez de presentarnos a ofrecer el santo sacrificio con un corazón tibio, procuremos enfervorizarlo con la consideración de estas ardientes verdades, para que el Espíritu Santo nos anime y nos estimule a orar con más devoción.

    Quizás os preguntéis cuál es la ayuda espiritual que proporciona al celebrante el don de fortaleza.

    La necesidad de este don se deduce del gran espíritu de fe que se requiere en el sacerdote y de las muchas tentaciones que la combaten. Si es verdad que todos los hombres están expuestos a las tentaciones contra le fe, mucho más lo está el sacerdote.

    Y no os debéis extrañar de ello, porque la razón es bien clara.

    Cuando los fieles ven la santa hostia es en el momento de la consagración, cuando toda la asamblea se prosterna para adorarla, o cuando se expone en el ostensorio, rodeada de luces y envuelta en nubes de incienso, o al recibirla al acercarse a comulgar. Pero nunca llegan a tocar las sagradas especies.

    El sacerdote, por el contrario, está siempre en contacto inmediato con las especies sagradas, bajo las cuales, como bajo un velo, se oculta Jesucristo. Él pronuncia las mismas palabras que Jesús dijo en la última Cena: él toca la santa hostia, la parte, la lleva de un lado a otro, la tiene a su merced. Y el demonio puede muy bien aprovecharse de esta inefable condescendencia de Jesús para tentar a su ministro. Por eso, precisamente, le concede el don de fortaleza: para que mantenga siempre viva su fe en la sublimidad del acto que realiza, para que supere todas las tentaciones que se le presenten y para que viva persuadido de que realmente se encuentra en presencia de su Salvador, como si le viera con sus propios ojos.

    Este mismo don nos comunicará también el valor y la decisión necesaria para ofrecernos todos los días a Dios como hostias que se entregan voluntariamente para cumplir en todo su voluntad, por muy dolorosa y costosa que sea. Cuando nos sentimos sin fuerzas para aceptar o para llevar la cruz que el Señor nos envía, pidamos al Espíritu Santo que nos otorgue una parte de aquella misma fortaleza que saturaba el alma de Cristo Jesús en el momento de su sacrificio.

 

5.- Dones de ciencia, de entendimiento y de consejo

    Tratemos ahora de los tres dones intelectuales de ciencia, de inteligencia y de consejo. No os preocupéis porque me tomo la libertad de cambiar el orden en que habitualmente se citan, porque, cuando celebramos la Misa, no es lo que más importa el saber si el Señor obra en nosotros por este o por el otro don, sino el tener una fe despierta y el alma enteramente abierta a las influencias de lo Alto.

    Debemos estar persuadidos de que, por muy sublimes que sean las ideas que tengamos acerca de la Santa Misa, serán ineficaces para acercarnos a Dios si el Espíritu Santo no nos ilumina con su luz. Cosa excelente es, sin duda, conocer la teología y en particular lo que nos dice del santo sacrificio, pero puede darse el caso de que, después de haber leído los mejores tratados de la Eucaristía, haya quien celebre la Misa con la misma frialdad que antes. Y la razón de ello está en que todo eso no era más que trabajo de nuestro cerebro. Por eso, es necesario que, al estudio, acompañe un sentimiento sobrenatural de los divinos misterios, que complete lo que conocemos por la letra. Ahora bien, solamente el Espíritu de amor puede darnos un conocimiento profundo y vital de la ofrenda y de la inmolación eucarísticas.

    Por el don de ciencia, el Espíritu Santo nos enseña a apreciar sobrenaturalmente las cosas creadas, es decir, a juzgar de su importancia o de su ningún valor, de acuerdo con el aprecio que merecen al mismo Dios. La Sagrada Escritura da a este género de ciencia el nombre de «ciencia de los santos» (Sap., X, 10). Gracias a esta superior rectitud de juicio, los santos se veían libres de la fascinación del mundo y solían exclamar con el Apóstol: «Todo lo tengo por estiércol, con tal de gozar a Cristo»: Omnia arbitror ut stercora ut Christum lucrifaciam (Philip.,III, 8).

    Este don nos hace comprender también el valor incomparable de las realidades de la fe y de los actos del culto. Por eso, debemos pedir al Espíritu Santo, antes de celebrar, que nos inspire un cabal conocimiento del valor de la Misa, que sea como un eco del pensamiento que el mismo Dios tiene del augusto sacrificio.

    Este conocimiento no es, en manera alguna, fruto del razonamiento, sino que es un conocimiento directo; pero la certeza íntima que en nosotros produce es de una enorme fecundidad para el sacerdote.

    ¡Dígnese el Espíritu Santo hacernos apreciar en el silencio de la oración estos misterios que todos los días se renuevan en nuestras manos de la misma manera que Dios los aprecia!

    Por el don de entendimiento, el Espíritu Santo nos da un conocimiento íntimo de la naturaleza de las verdades de la fe. «El Espíritu todo lo escudriña, dice San Pablo, hasta las profundidades de Dios y Él es quien hace que conozcamos los dones que Dios nos ha concedido»: Ut sciamus quæ a Deo donata sunt nobis (I Cor., II, 10 y 12).

    Cuando en nuestra vida ordinaria leemos un párrafo cualquiera, la inteligencia deduce con sus propias luces el sentido de las palabras. Por eso dice Santo Tomás: Intelligere, quasi intus legere [Summa Theol., II-II, q. 8, a.1].

    En el orden sobrenatural sucede una cosa análoga. Una secreta claridad permite que nuestro espíritu penetre hasta cierto punto en las verdades que el mismo Dios ilumina.

    Aunque el cristiano aceptaba ya estas verdades por el acto de fe, las aceptaba y las conocía, por así decirlo, en su envoltura; pero por el don de entendimiento llega a penetrar en su misma entraña.

    Son muchas las oraciones en las que la Iglesia testimonia la realidad de estas luces interiores: «Señor, te rogamos que el Espíritu Santo, que de Ti procede, alumbre a nuestras almas y nos dé a conocer toda verdad, como lo dejó prometido tu Hijo»: Et inducat in omnem sicut tuus promisit Filius veritatem [Miércoles de las Témporas de Pentecostés]. De esta suerte, entramos, en cierta manera, en el mismo santuario de la divinidad.

    Fácilmente podéis comprender hasta qué punto es útil este don para los que ofrecen el santo sacrificio o participan del mismo. En el altar se realiza una acción divina y no hay hombre ni ángel que sea capaz de comprender todo su valor ni de medir todo su alcance, porque es inefable. El Hijo de Dios está allí, ofreciéndose, inmolándose y dándose bajo las especies sacramentales. El Padre contempla a su Hijo… Sólo un rayo de luz de lo Alto puede hacer que lleguemos a comprender siquiera algo de estos misterios.

    Cuando leemos las palabras de la Escritura y de la liturgia, creamos firmemente que, lo mismo que hizo con los apóstoles después de la resurrección, también a nosotros puede esclarecernos su sentido: Aperuit eis sensum ut intelligerent Scripturas (Lc., XXIV, 45). Si las conservamos religiosamente en nuestro corazón, estas santas palabras se irán haciendo cada vez más ardientes y encenderán en nuestras almas el amor de Dios.

    El don de consejo nos dispone a reconocer, por una especie de instinto superior, cuáles son los actos que nos ayudarán, tanto a nosotros como a los demás, a orientarnos hacia nuestro destino sobrenatural. «Los que son movidos por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios» (Rom., VIII, 14). Gracias a este don, el Espíritu Santo nos previene en el curso ordinario de la vida contra la vehemencia de nuestra naturaleza, contra nuestro orgullo y nuestro presuntuoso juzgar. Todos estos defectos son otras tantas fuentes de ilusiones y de errores en el gobierno de las almas, ya que nos impulsan a obrar sin tener la debida cuenta de los planes de Dios sobre cada alma.

    Pudiera creerse que el don de consejo no juega ningún papel importante en la celebración de la santa Misa. Pero téngase en cuenta que precisamente es entonces cuando el sacerdote debe pedir las luces que tanta falta le hacen y que tan indispensables le son para su predicación, para sus decisiones y para toda su acción pastoral.

    Todo esto no quiere decir, sin embargo, que la fe que el sacerdote tiene en la intervención del Espíritu Santo le autoriza en lo más mínimo a menospreciar los dictados de la sana razón ni los medios humanos de que dispone en el cumplimiento de sus deberes. Dios no concede a sus hijos el don de consejo para suprimir la virtud de la prudencia, sino, muy al contrario, para que venga en su ayuda y la perfeccione: Ipsam (prudentiam) adjuvans et perficiens [Summa Theol., II-II, q. 52, a. 2].

 

 

6.- Don de sabiduría

   El don de sabiduría es el más elevado de todos.

    Consiste este don en un conocimiento de Dios y de las cosas divinas que el Espíritu Santo comunica al alma en el mismo ejercicio de la vida de unión con el Señor. La sabiduría es fruto de la caridad y pertenece a un orden completamente distinto del de la ciencia teórica, que es fruto de la razón. La sabiduría es un conocimiento «sabroso»: sapida cognitio, y establece un contacto íntimo y vital del alma con Dios.

    Esto se hace posible por la acción secreta del Espíritu Santo. Cuando el cristiano ora y sirve a Dios con fidelidad y con amor, el Espíritu Santo le concede esta sabiduría sobrenatural. Entonces el alma «saborea» la presencia de Dios y, hasta cierto punto, llega a experimentar en lo más íntimo de su ser su misericordiosa bondad y la vida que comunica a sus hijos adoptivos.

    Este don hace que el alma prefiera, sin el menor género de duda, la felicidad que proporciona la unión con Dios a todas las satisfacciones que le puede brindar el mundo, y le hace exclamar con el salmista: «Cuán amables son tus moradas, oh Yahvé Sebaot… Porque más que mil vale un día en tus atrios» (Ps., 83, 2 y 11).

    Pero no podemos saborear este gozo espiritual si no desechamos ante los deseos y complacencias mundanas: «El hombre animal no percibe las cosas del Espíritu de Dios» (I Cor., II, 14).

    En la santa Misa, el sacerdote aprende a conocer los misterios eucarísticos de forma muy distinta que cuando se estudian en los tratados de teología, porque, al celebrarla, siente un atractivo indefinible que impulsa a su alma a adoptar el verdadero espíritu de oblación: Imitamini quod tractatis.

    ¿No es, además, cierto que sentimos una inmensa necesidad de la ayuda divina para poder gustar espiritualmente el pan eucarístico? Porque una triste experiencia nos dice que, a pesar de que tantas veces repetimos que: «Este pan bajado del cielo… tiene en sí todas las delicias», al ir a recibirlo en la comunión, no experimentamos ningún deseo de comerlo.

    El don de sabiduría produce también en el alma una paz íntima que la sostiene en medio de las dificultades y de las tristezas de la vida. Esta es la razón por la cual la sagrada liturgia se complace en llamar al Espíritu Santo el consolador por excelencia y nos estimula a que pidamos que logremos «gozar siempre de sus consuelos». ¡Cuán deseable es para el sacerdote esta paz que nos viene de Dios! Gracias a ella, el sacerdote siente cuando está celebrando, en lo más íntimo de su alma, los efectos de la divina bondad.

    Por muy incompletas que sean estas consideraciones que os he hecho, pueden ayudarnos a avivar nuestra fe y nuestra esperanza en la acción del Espíritu Santo cuando celebramos los santos misterios y ayudarnos así a vencer la rutina.

    Cuando nos preparamos a celebrar la santa Misa, podemos inspirarnos en esta oración que trae el misal: «Penetre en mi corazón vuestro Espíritu de amor de modo que se haga oír sin ruido y me enseñe sin estrépito de palabras toda la verdad acerca del divino sacrificio, pues son muy profundas las realidades de este misterio y están cubiertas por un velo sagrado»[Præparatio ad Missam, die dominica].

    La tradición litúrgica proclama la fe de la Iglesia en la intervención del Espíritu Santo en el santo sacrificio. Sin detenernos ahora a estudiar el problema de las antiguas fórmulas de la epiclesis, podemos examinar, por ejemplo, las fórmulas que actualmente se emplean en el ofertorio. Después que el pan y el vino han sido ofrecidos, se añade la ofrenda de todos los asistentes: Suscipiamur a Te…, y a continuación el sacerdote eleva sus manos sobre toda esta oblación, e invoca «la venida del Espíritu Santo»: Veni, sanctificator omnipotens, æterne Deus…

    Recordad también la ceremonia de la consagración de un altar, una de las más bellas de toda la liturgia. Luego que la mesa del altar ha sido purificada por las aspersiones y consagrada por las unciones, sobre las cinco cruces que representan las cinco llagas de Jesucristo se colocan otros tantos granos de incienso, a los que se prende fuego y, mientras se consume el incienso, el sacerdote consagrante y todo el clero que le acompaña elevan al cielo esta oración: Veni, Sancte Spiritus… Es uno de los momentos más solemnes de esta admirable ceremonia. Se pide al Espíritu Santo, que es fuego de amor, que descienda sobre este altar, en el cual, como en otro tiempo en la cruz, Jesús se ofrecerá per Spiritum Sanctum, y se le ruega que santifique todas las ofrendas que se depositarán sobre él y sobre todo que, como efecto de la comunión, se digne unir a la divina víctima el holocausto de toda la asamblea cristiana…

    Por la imposición de las manos del obispo, nosotros los sacerdotes hemos recibido el Espíritu Santo de una manera especialísima. Este divino Espíritu ha marcado nuestras almas con un carácter indeleble y las ha colmado de la gracia sacerdotal. Su presencia en nuestras almas es invisible, pero nos garantiza la ayuda del cielo en todo el curso de nuestra vida: para celebrar los santos misterios, para predicar, para dirigir a las almas con sabiduría y para consolar a los afligidos. Honremos al Espíritu Santo, igual que honramos al Padre y al Hijo, con un culto de adoración, con un homenaje de profundo reconocimiento y de total abandono, con una constante fidelidad a sus inspiraciones. Estas inspiraciones nos moverán a servir a Dios, como recomienda San Pablo, «con la alegría del Espíritu Santo»: cum gaudio Spiritus Sancti (I Thess., I, 6).

    «Oh Espíritu Santo, Amor del Padre y del Hijo, estableced vuestra morada en medio de nuestros corazones y levantad siempre hacia lo alto, como llamas ardientes, nuestros pensamientos y nuestros afectos, hasta el seno del Padre, para que nuestra vida entera sea un Gloria Patri et Filio et Spiritui Sancto».

 

XVII

La santificación por las acciones ordinarias

    La santidad consiste para muchos en pasar largas horas en oración. Para otros, en grandes renunciamientos y sufrimientos tolerados por amor, como si la santidad no tuviera otro objeto que mortificar los movimientos naturales del hombre.

    Saliendo al paso de estos puntos de vista unilaterales, San Benito establece este principio ascético: «Debemos servir a Dios en todo momento con los mismos bienes que se ha dignado concedernos» [Prólogo de la Regla]. Esta es una norma fecundísima de vida espiritual, que busca la entera sumisión a Dios y la perfecta armonía de lo que en nosotros hay tanto de humano como de divino. Nuestro progreso se realiza mediante el ejercicio de nuestras facultades humanas y mediante el cumplimiento de nuestros deberes en el destino que nos ha señalado la Providencia.

    Las jornadas de la mayor parte de todos vosotros están frecuentemente sobrecargadas de múltiples ocupaciones, que aparecen confabularse para impediros el esfuerzo que requiere la vida interior. Por esto no debe haceros perder la confianza, ya que está en vuestras manos serviros de todas vuestras acciones, aun de las más ordinarias, para santificaros. Es lo que nos enseñan las epístolas de San Pablo y de San Juan.

    Hay, sin embargo, ciertas condiciones que son indispensables para asegurar el efecto santificador de estas acciones: deben ser «verdaderas», inspiradas en un motivo de amor sobrenatural, deben unirse a los méritos de las santas acciones de Jesús y, por medio de ellas, nuestra santificación sacerdotal debe encaminarse al bien de la Iglesia.

    No se requiere que estemos trayendo constantemente a la memoria el recuerdo de estas condiciones, sino que basta que pensemos en ellas de tiempo en tiempo, para que aviven nuestra fe y nos estimulen a hacerlo todo por la gloria de Dios. Convenceos de que la vida espiritual no es una vida inquieta y trabajosa, sino pacífica, ya que mira a Dios como a Padre y cifra su esperanza de llegar a la unión con Él, no tanto en nuestro propio esfuerzo como en el poder de su gracia secundada por nuestra fidelidad.

    Es verdad que este empeño en elevarnos hacia Dios a lo largo de cada jornada supone un esfuerzo; pero debemos tener en cuenta que nada durable se consigue en este mundo sin trabajo.

    Recordemos también el dogma de la comunión de los santos. Son muchas las almas consagradas a Dios que en el retiro de sus claustros ofrecen todos los días sus sufrimientos y oraciones por la santificación de los sacerdotes. Apreciemos todo el valor y toda la belleza de este gesto y procuremos apoyarnos en su generosidad.

 

1.- «Caminar en la verdad»

   Esta expresión es del Apóstol San Juan, y se encuentra en diversos pasajes de sus cartas (II Jo., 4; III Jo., 6). ¿Cuál es el significado que quiso dar a estas palabras?

    «Caminar en la verdad» es lo mismo que ajustar toda nuestra conducta a los planes y a las intenciones de Dios, de conformidad con los deberes de nuestro estado.

    Dios, que es el autor de nuestra naturaleza y del orden de la gracia, quiere que todas nuestras acciones estén siempre de acuerdo, tanto con nuestra condición de criaturas como con nuestra doble dignidad de hijos adoptivos y de sacerdotes de Cristo. Se trata, pues, de que en toda ocasión cumplamos los deberes que imponen a nuestra conciencia la ley natural y las exigencias de nuestro bautismo y de nuestro sacerdocio. Este es el plan de Dios respecto de nosotros. Siempre que nuestra conducta se ajusta a la voluntad divina, hacemos «obra de verdad», «caminamos en la verdad».

    El Señor se complace en comprobar que existe una perfecta correspondencia entre nuestras acciones y las leyes que gobiernan nuestra vida. Si no hay tal acuerdo, nuestras obras, por muy hermosas que parezcan, no responden a lo que Dios espera de nosotros.

    De todo cuanto llevamos dicho, se deduce una primera consecuencia para nosotros los sacerdotes, que puede enunciarse de la siguiente manera: por la misma razón de que hemos sido llamados a una santidad más elevada, estamos más obligados que los simples fieles a cultivar las virtudes naturales. Seamos extremadamente justos y ponderados en nuestros juicios y completamente sinceros en nuestras palabras. No toleremos jamás que nuestros procedimientos puedan mellar en lo más mínimo la honestidad natural. Bajo ningún pretexto, ni aun el de servir a la religión, debemos perder de vista las obligaciones que exige a todo hombre la lealtad a su conciencia.

    Nuestra actividad sacerdotal supone naturalmente este fundamento moral.

    El querer establecer en nosotros una perfecta armonía entre los dones de la naturaleza y los de la gracia constituye un esfuerzo para alcanzar un bello ideal. Pero, en la práctica, este ideal no puede realizarse sino mediante la mortificación de muchas tendencias y satisfacciones que son propias de nuestra naturaleza, pero que son incompatibles con nuestra vida sacerdotal. Hay sacrificios que son indispensables, tanto para salvaguardar la elevación de nuestra alma como para ejercer el apostolado. Y así, por ejemplo, por muy legítimos que sean los consuelos y las alegrías que produce el amor humano en el matrimonio, la entrega total que de sí mismo debe hacer el sacerdote y el mismo equilibrio de su vida interior, le exigen que renuncie con generosidad a estas satisfacciones.

    Si la gracia no destruye la naturaleza, tampoco anula la «personalidad». Ella se opone, es verdad, al orgullo, a la inclemencia y a otros defectos que son propios de determinados caracteres vehementes; pero acepta, cuando las encuentra, las grandes cualidades naturales del alma, del corazón y de la voluntad, que constituyen la mejor base para la verdadera personalidad humana. Mirad, si no, a los santos de todos los tiempos. Los dones de la gracia hicieron que se levantaran por encima de la común mediocridad, y muchos de ellos tuvieron una personalidad extraordinaria, decidida y proselitista. Lejos de ahogar sus cualidades naturales, la gracia las encumbró y las sobrenaturalizó, sometiéndolas enteramente a Dios, según el orden y la plenitud de la caridad.

    Siempre que emprendemos alguna obra, se nos impone una elección. Y claro es que, en lugar de dejarnos llevar de la negligencia o del cuidado de nuestras propias conveniencias, debemos preferir la alegría de vivir de acuerdo con la rectitud de nuestra condición humana y la santidad de nuestra vocación sacerdotal. El salmista nos invita a tender hacia este gran ideal, cuando pone en nuestros labios aquellas palabras: «Elegí el camino de la verdad»: Viam veritatis elegi (Ps., 118, 30).

 

2.- Omnia cooperantur in bonum

    «Sabemos que Dios hace concurrir todas las cosas para el bien de los que le aman, de los que, según sus designios, son llamados» (Rom., VIII, 28). ¿Y no hemos sido, acaso, nosotros «elegidos» por Jesús? (Jo., XV, 16).

    Hay algunos que se inclinan a creer que la Misa, el breviario y los ejercicios de piedad son los únicos medios de que disponemos para unirnos a Dios, lo cual es un criterio completamente equivocado. Es cierto que estos actos de religión desarrollan y sostienen nuestra vida interior y avivan en nosotros la convicción de la primacía de lo sobrenatural y de la pureza de intención en el celo de las almas. Gracias a estas disposiciones, el corazón de un sacerdote santo eleva hacia Dios, fortifica y consuela a todo el que se le acerque.

    Se suele decir que estos actos son el alma de todo apostolado. Pero podemos y debemos repetir con San Pablo que todas las obras de un discípulo de Cristo, aun las más ordinarias, cooperan al bien de su alma y la santifican.

    Echemos una ojeada, al llegar a este punto, a todo lo que constituye la trama de nuestra vida y veremos que los deberes de nuestro ministerio ocupan su mayor parte. Pues bien. Podemos servirnos de ellos para santificarnos.

    Los actos del ministerio no están ordenados, por su misma naturaleza, a nuestra santificación personal, sino a la utilidad espiritual del prójimo. Debemos ver, ante todo, en ellos un medio para consagrarnos al bien de los demás, aunque, indirectamente, pueden servir para purificar, iluminar o elevar nuestra alma.

    Pero esta consagración al bien de los demás constituye, sin el menor género de duda, un manantial de méritos y de gracias para nosotros mismos.

    El oír confesiones, el administrar los sacramentos, el enseñar el catecismo y el visitar a los enfermos son otras tantas obras de misericordia para con el prójimo que contribuyen a aumentar en nosotros la vida divina. Lo mismo se diga cuando asistimos a los funerales o nos dedicamos a cualquiera otra obra parroquial o social. Si los cumplimos con espíritu de religión, todos estos deberes nos santifican.

    Muchos de nosotros hacen constantemente esta caritativa entrega de sus personas a todas las horas del día, y a veces hasta la noche, porque son incontables los servicios que los fieles de toda edad reclaman constantemente de nuestro celo. Y si esto es verdad, ¿no será cierto que esta generosidad nos acercará más y más a Dios nuestro Señor?

    A esta incansable consagración, debemos añadir otra virtud: la paciencia. Ella hace que nuestras obras, como dice el Apóstol Santiago, sean perfectas: Patientia opus perfectum habet (I, 4). Esta disposición nos es particularmente necesaria en las múltiples relaciones que tenemos con las almas, y contribuye en gran manera a sobrenaturalizar nuestra vida. Frecuentemente nos encontramos con la indiferencia o la indocilidad de los unos,  o con la hostilidad y el odio de los otros. Pero nunca debemos apartarnos de la mansedumbre de Jesucristo. Nos sucederá muchas veces que las mismas personas que nos rodean sostienen puntos de vista que son opuestos a los nuestros y seremos víctimas de la incomprensión. ¡Cuántas veces se sienten contrariados nuestro celo y nuestra buena voluntad!

Pero no por eso debemos descorazonarnos. Busquemos, más bien, en la paciencia de Jesús la fuerza que sostenga la nuestra. Las virtudes se consolidan cuando aprovechamos fielmente todas las ocasiones, sean pequeñas o sean grandes, que se nos presenten para practicarlas. No se consigue llegar a Dios con estériles lamentos del tiempo perdido ni con bellos proyectos para el porvenir, sino con el cumplimiento exacto de los deberes actuales que cada día nos señala.

    Para conseguir este propósito, nos ayudará mucho el adoptar un «reglamento de vida» y atenernos a él, aunque con la debida elasticidad y sin excesiva meticulosidad.

    Son muchas las ventajas que se siguen de un ordenamiento racional de la jornada: ahorramos tiempo, cumplimos nuestros deberes por espíritu de obediencia a la voluntad de Dios, lo cual es de gran importancia y, por fin, este reglamento constituye un remedio eficacísimo contra nuestra propensión natural a la negligencia y a la ociosidad. Vamos a detenernos ahora en este punto.

    Como todos sabemos, hay sacerdotes que están sobrecargados de trabajos, al paso que a otros les queda mucho tiempo libre. Y la experiencia nos enseña que todos deben tener siempre una ocupación seria y cumplirla con conciencia de su responsabilidad.

    No hay mayor enemigo para un sacerdote que la ociosidadMultam enim malitiam docuit otiositas (Eccli., XXXIII, 29). Un sacerdote dado al ocio no tiene regla ni orden en sus ocupaciones diarias. Como es incapaz de fijar su atención en ningún asunto que merezca la pena, pierde miserablemente el tiempo y, a veces, hasta se ve apurado para terminar a su debido tiempo el rezo del breviario. ¿No es verdad que cuando se llega a este estado se convierte uno en presa fácil del enemigo de nuestra salvación? «No fue precisamente cuando estaban dedicados al trabajo, leemos en un notable sermón atribuido a San Agustín, cuando Sansón, David y Salomón sucumbieron a las solicitaciones de sus sentidos, sino cuando se hallaban ociosos. Pues no nos creamos ni más santos, ni más fuertes, ni más sabios que ellos»: Nec sanctiores David, nec fortiores Samsone, nec sapientiores Salomone [Sermo, 17, inAppend. S. Augustini, P.L., 40, col. 1264].

    El espíritu de trabajo desempeña un papel muy importante en la santificación del sacerdote. Sin él, las cualidades más bellas y los más ricos talentos quedan completamente infructuosos. La utilidad del prójimo y la misma dignidad de su vida exigen de todo ministro de Cristo que se aplique constantemente a sacar el mayor partido del tiempo.

    La ley del trabajo es una ley universal. A todos nos conciernen aquellas palabras que el Señor dijo a Adán: «Comerás el pan con el sudor de tu frente» (Gen., III, 19).

    Jesús, el nuevo Adán, que es nuestro único modelo, ha querido experimentar en sí mismo todas las condiciones penosas de nuestra existencia, a excepción del pecado: Tentatus autem per omnia, pro similitudine, absque peccato (Hebr., IV, 15). La dura necesidad del trabajo ha pesado sobre Él lo mismo que pesa sobre todos nosotros. Él se sometió gustosamente a este decreto de su Padre. Por eso, durante su vida mortal, le tenían por «un hijo de obrero»: Nonne hic est fabri filius? (Mt., XIII, 55).

    Imitemos gustosamente el trabajo de Jesús, de María y de José en su casa de Nazaret. No desdeñemos, si las circunstancias lo exigen, añadir el trabajo manual a las ocupaciones propias de nuestro ministerio. Acordémonos también del ejemplo de San Pablo: «Vosotros sabéis, les decía a los fieles de Efeso, que a mis necesidades y a las de los que me acompañan han suministrado estas manos» (Act., XX, 34). Y en otro lugar: «Con afán y con fatiga trabajamos día y noche, para no ser gravosos a ninguno de vosotros» (II Thes., III, 8). Son muchos los santos que, desde el tiempo del Apóstol hasta nuestros mismos días, se santificaron por el trabajo manual más humilde.

    Hay quienes creen que los únicos que merecen el nombre de trabajadores son los que empuñan la azada o manejan la paleta de albañil. Para ellos, el arquitecto que hace los planos y el patrono que lleva la dirección de la fábrica y organiza la distribución de los productos son geste ociosa. Y son muchos los que en nuestros días aplican los mismos criterios a los que ejercen un ministerio de orden espiritual. Pero la experiencia nos dice cuán equivocados están, porque bien sabemos que los trabajos del espíritu y los del ministerio sacerdotal son las más de las veces mucho más penoso y agotadores que los trabajos manuales.

    Entre los trabajos intelectuales a los cuales os podéis dedicar, debéis preferir el estudio de la teología y de la Sagrada Escritura: Nostræ divitiæ sint, in lege Domini meditari die ac nocte,nos dice San Jerónimo. Y añade en otro lugar: Ama scientiam Scripturarum, et carnis vitia non amabis [Epistolæ, 30 y 125, P. L., 22, col. 442 y 1078].

    Para prepararse seriamente al ministerio de la palabra no hay cosa mejor que el estudio que dedicamos a conservar los conocimientos bíblicos y teológicos que adquirimos en el seminario. Y aun prescindiendo de esta ventaja, lo cierto es que la competencia en las ciencias sagradas y aun en las profanas, eleva el nivel de nuestra vida y aumenta la eficacia de nuestro apostolado.

    Para la misma práctica de la virtud y para que, de cuando es cuando, pueda descansar de sus tareas, es necesario que el sacerdote establezca en su reglamento de vida algunos ratos de recreo y de solaz. Pero importa muchísimo para su santificación que los elija con prudencia, porque hay diversiones que son lícitas para los seglares, pero que son incompatibles con nuestra dignidad sacerdotal.

    Abramos nuestros corazones a la confraternidad y a la amistad de nuestros colegas en el sacerdocio: Frater qui adjuvatur a fratre quasi civitas firma (Prov., XVIII, 19). Sobre todo, cuando nos sentimos agobiados por la soledad, debemos acudir a un hermano en el sacerdocio para abrirle de par en par nuestra alma. ¿No es, acaso, verdad que el mismo Jesucristo en el huerto de los olivos confió sus angustias a sus discípulos? El contar nuestras cuitas a un amigo fiel puede, a veces, servirnos de auxilio bienhechor, y otras, aun de necesario consuelo. Pero, con todo, no debemos confiar exclusivamente en los consuelos humanos, sino que, principalmente, debemos buscar en Dios nuestra fortaleza y nuestra alegría.

 

3.- «Arraigados en la caridad»

    En el orden de la actual Providencia, el hombre no tiene otro último fin que el de la posesión del cielo, donde gozará de la visión beatífica. Por eso, lo que más le importa en esta vida es tender hacia ese fin con todas las fuerzas de su libre actividad.

    La caridad es la virtud que nos hace amar a Dios como a nuestro supremo bien y la que orienta hacia Él todas nuestras acciones. Esta orientación es la que les da a nuestras acciones todo su valor sobrenatural. Por eso, decía San Pablo: «Si tuviere tan gran fe que trasladase los montes…, y se repartiere toda mi hacienda y entregare mi cuerpo al fuego; no teniendo caridad, nada me aprovecha» (I Cor., XIII, 3). San Francisco de Sales expresaba también esta misma verdad en su lenguaje característico: «Un papirotazo tolerado con dos onzas de amor vale más que el martirio soportado con una sola onza».

    No basta que el hombre sirva al Señor y cumpla sus deberes por un sentimiento de decencia humana o de puntualidad natural, sino que en todas sus acciones, lo mismo en las ordinarias que en las más importantes, debe poner su mirada fija en Dios, con la intención de hacer su voluntad y agradarle en todo.

    Aunque no podamos conservar constantemente el pensamiento actual de la presencia de Dios, podemos, no obstante, elevarnos a Él de vez en cuando por medio de actos de amor y realizar lo que dice San Juan: «El que vive en caridad, permanece en Dios y Dios en él» (I Jo., IV, 16).

    La estupenda consecuencia que de esta doctrina se deduce puede enunciarse en los siguientes términos: cuando la caridad ha echado bien sus raíces en un alma, lo que menos importa para nuestra santificación es el género de acciones en que nos ocupamos.

    Voy a explicarme.

    ¿Cuál es la razón de la diferencia que existe entre los santos y las almas vulgares? ¿Acaso la naturaleza de sus ocupaciones? Es evidente que no. Nosotros los sacerdotes realizamos durante nuestra vida muchísimas acciones sublimes y llegamos, quizás, al fin de nuestra carrera cuando todavía estamos muy lejos de haber alcanzado la meta de la santidad. Por el contrario, vemos que algunos simples fieles, como una María Taigi, o un Mateo Talbot, cargador de los muelles de Dublín, que consumieron su vida en oficios rudos y humildes, eran realmente santos. ¿Dónde está, pues, la diferencia? En el amor. El amor, que iba desprendiendo más y más sus almas de cuanto no era Dios, hizo el milagro de que sus vidas, en apariencia vulgares, fuesen realmente un himno de alabanza ininterrumpido y una oración incesante.

    Mirad a Nazaret y veréis que las ocupaciones de María y de José en nada se distinguían de las de la gente humilde. Y, sin embargo, cualquiera de ellas daba a la Trinidad una gloria incomparable. Y esto, no solamente por la eminente dignidad de María y de su esposo, sino porque realizaban sus acciones todas con el amor más perfecto.

    Esto demuestra la importancia capital que la caridad tiene en la vida espiritual.

    A veces, sin embargo, nos sentimos tentados a creer que, si tuviéramos que desempeñar tal función, o si, por el contrario, pudiéramos desembararnos de tal cargo, o nos viéramos libres de la presencia de tal persona que tanto nos molesta, avanzaríamos mucho más rápidamente por el camino de la virtud.

    Esta es una tremenda ilusión, porque, en realidad, estos pretendidos obstáculos no son sino otros tantos escalones que deben ayudarnos a elevarnos a Dios, porque, como acabamos de decir, la esencia de la perfección no depende ni del cargo que ocupamos ni de las circunstancias que nos rodean, sino de la virtud de la caridad que debe ser el móvil de nuestras acciones.

    La experiencia nos enseña, sin embargo, que son muy contadas las almas que han llegado tan lejos en el camino del amor, que no tienen otro móvil para su conducta que el de la caridad sobrenatural. La mayoría de las veces experimentamos la necesidad de un apoyo humano. Las contradicciones, las dificultades y la cruz no constituyen por sí mismas un medio infalible de santificación. El alma cristiana necesita mucha luz, mucha fortaleza y mucha generosidad para recibirlas como venidas de la mano de Dios y para soportar la prueba sin caer en el desaliento.

    El director de conciencia no puede, en general y de una manera continua, exigir que el alma fiel realice todo aquello que él cree que es útil para su progreso espiritual, porque, sin perder nunca de vista el ideal de perfección hacia el que debe tender el alma, ha de tener la prudencia necesaria para atender a las particularidades condiciones de debilidad de cada una y del tiempo que es necesario para el desarrollo de su crecimiento espiritual.

    La caridad, como bien lo sabemos, nos viene de Dios. Ella es la insigne prerrogativa de los hijos adoptivos. ¿No es verdad que Jesús, nuestro divino modelo, sólo vivía de amor? Siempre tenía su mirada fija en el Padre, para que toda su actividad humana estuviera siempre de acuerdo con lo que era de su mayor agrado: Quæ placita sunt ei facio semper (Jo., VIII, 29).

    Sigamos el consejo de San Pablo, y «arraiguemos también nosotros nuestras almas en la caridad»: In caritate radicati (Eph., III, 17); «hagamos todas nuestras obras en caridad»:Omnia vestra in caritate fiant (I Cor., XVI, 14). El santo obispo de Ginebra dice que es absolutamente necesario que la caridad domine todas las actividades de nuestra vida: «No debemos tener otra ley ni otra sujeción que la del amor» [Œuvres de Saint François de Sales, XIII (vol. III des Lettres), éd. d’Annecy, pág. 184]. Para que podáis alcanzar un ideal tan elevado como es éste, os voy a dar el siguiente consejo: renovad con frecuencia durante el curso de cada jornada, pero sin fatigaros por ello, la intención de hacer todas las cosas sólo por amor. Formulad esta intención con una plegaria. Emplead, por ejemplo, un versículo del salmo: Diligam te, Domine, fortitudo mea (Ps., 17, 1); o esta inspiración de San Agustín: Fac, me, Pater, quærere te [Soliloquia, I, 6. P. L., 32, col. 872]; o, también, aquella oración de Prima: Dirigere et sanctificare… Cada uno puede seguir en esto la moción del Espíritu Santo. Pero no olvidéis que en la vida espiritual no se consigue nada que sea duradero si no se tiene perseverancia.

    Y si me preguntáis cuál es, en última instancia, la razón de esta importancia primordial que tiene la caridad, os diré que es, porque Dios, en su vida íntima, es amor: Deus caritas est (I Jo., IV, 8). El Padre engendra a su Verbo y tiene en Él todas sus complacencias. Como el Hijo, a su vez, contempla al Padre y se entrega a Él con todo su infinito impulso. De su mutuo amor procede el Espíritu Santo. Y por eso, precisamente, tanto más se acercará nuestra vida a la plenitud de la perfección cuanto mejor reproduzca con ayuda de la virtud de la caridad la vida misma de la Santísima Trinidad.

 

4.- In nomine Domini Jesu Christi

    Para conseguir que la caridad domine toda nuestra vida, es absolutamente necesario que vivamos en unión con Jesucristo.

    Así nos lo dice San Pablo: «En todo crezcamos en la caridad, llegándonos a Aquel que es nuestra cabeza, Cristo» (Ephes., IV, 15). Y lo mismo nos enseña en otro lugar: «Y todo cuanto hacéis de palabra o de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por Él» (Col., III, 17).

    Procuremos comprender todo el alcance de este pensamiento del Apóstol.

    Tomemos el ejemplo de un embajador. El puede obrar, bien sea como persona privada y a título propio, como cualquier otro hombre, o bien en calidad de legado. En este segundo caso, no deben tenerse en cuenta sus méritos y dones personales, sino las de la autoridad del soberano, cuya dignidad representa y encarna. Pero esta identificación que existe entre el soberano y su embajador es una identificación puramente externa y circunstancial.

    Muy distinta es la unión que existe entre Cristo y nosotros, ya que nos ha hecho suyos para siempre. Nuestras cartas credenciales las llevamos escritas en lo más íntimo del alma y valen para toda la eternidad. Estas cartas son la gracia santificante, el carácter del bautismo y el de la ordenación sacerdotal. Estos dones divinos dan testimonio en lo más profundo de nuestro ser, de una manera irrecusable y permanente, de que pertenecemos a Jesucristo.

    Las palabras del Apóstol: «Todo cuanto hacéis»…, tienen un profundo sentido. No son solamente un consejo para que, antes de ponernos a hacer cualquiera cosa, pronunciemos la fórmula «En nombre de nuestro Señor Jesucristo», sino la más clara afirmación de que, tanto cuando oramos como cuando trabajamos y, sobre todo, cuando nos dedicamos a nuestros ministerios, tenemos el derecho de presentarnos ante Dios con el legítimo orgullo de ser miembros de Cristo y ministros de su sacerdocio. Ahí reside el secreto que nos asegura que seremos siempre escuchados por nuestro Padre y nos garantiza la fecundidad de nuestro apostolado con las almas.

    Todo sacerdote tiene el privilegio de hablar con Dios y de tratar con Él «en nombre de Jesucristo», apoyándose en su dignidad y en sus méritos; pero hay quienes pierden de vista esta prerrogativa, porque les falta la debida fe. Cuanto más prescindamos de nosotros mismos al presentarnos ante el Señor, mejor comprenderemos el misterio de Cristo. Y la razón de ello estriba en que esta confianza sin límites en los méritos del Salvador es la mejor prueba de cuán arraigada es nuestra fe en su divinidad.

    Dice a este propósito el Apóstol San Juan es una de sus epístolas: «Si aceptamos el testimonio de los hombres, mayor es el testimonio de Dios, que ha testificado de su Hijo»: Qui credit in Filium Dei habet testimonium Dei in se (I Jo., V, 9-10). Lo cual viene a demostrar que la fe en la divinidad de Jesús nos hace partícipes del mismo conocimiento personal del Padre: en la generación eterna del Verbo, el Padre le contempla como a su Hijo, consustancial e igual a Él. Por eso, nuestra fe en la divinidad de Jesucristo es el eco de la vida misma del Padre.

    Creed, pues, con toda la firmeza de vuestra alma, que el Hijo de Dios os pertenece con todos sus méritos y con todo el crédito de que goza su divina persona. San Pablo expresaba así su jubilosa admiración por la grandeza de este don: Quomodo non etiam cum illo omnia nobis donavit (Rom., VII, 32). No encontraba palabras que fueran lo suficientemente expresivas para proclamar «la incalculable riqueza de Cristo» (Ephes., III, 8), porque vio «hasta tal punto fuimos en Cristo enriquecidos en todo, que no nos falta ninguna gracia»: Ita ut nihil vobis desit in ulla gratia (I Cor., I, 5 et 7).

    ¡Qué hermosa es nuestra vida de fe cuando la comprendemos de esta manera! La pena es que en muchos cristianos está completamente dormida esta esperanza viva en la persona y en los méritos de Cristo y para ellos es algo desconocido el presentarse ante el Padre, «en nombre de Jesucristo», apoyándose en su título de bautizados y de hijos de Dios por obra de Jesús. Por eso, nosotros, a pesar de nuestra miseria y de nuestra indignidad, debemos tener una santa audacia para acudir al Señor.

    Hay un medio sencillo y eficaz para alejar de nuestra vida el peligro del naturalismo y consiste en que recordemos cómo Jesús santificó en su persona todas las acciones que componen la trama de nuestra pobre existencia de aquí abajo. Al igual que nosotros, Él rezó y trabajó y trató con sus contemporáneos y se sentó a la mesa con ellos. En sus correrías apostólicas, «después de una larga caminata, se sentía fatigado»: Fatigatus ex itinere, sedebat sic supra fontem (Jo., IV, 6). Cuando la tempestad del lago, hubieron de despertarle de su sueño los gritos de alarma de sus discípulos. Los sentimientos de su corazón eran semejantes a los nuestros: amaba sinceramente a los suyos; su alma experimentó la tristeza y la angustia; sufrió la ingratitud y, sobre todo, a la hora de su pasión, el dolor se cebó en su alma más allá de todo límite.

    Jesús realizó todas estas acciones movido de un amor inefable hacia Dios y hacia los hombres y en cada una de ellas nos mereció la gracia de que podamos imitar su conducta y participar de su amor. Debéis estar íntimamente persuadidos de que el divino Maestro no desea otra cosa que comunicar a sus miembros, y en especial a sus sacerdotes, la fuerza necesaria para seguir su ejemplo.

    La misma práctica de la vida sacerdotal es una invitación apremiante para que, en algún modo, continuemos practicando las mismas virtudes que Él practicó. En efecto, al igual que Jesús, nosotros consagramos nuestra existencia a reivindicar entre los hombres los sagrados derechos de Dios y a procurar que su nombre sea glorificado. Mediante el sometimiento a las obligaciones propias de nuestro estado, imitamos la obediencia con que el Salvador acató en toda ocasión la voluntad del Padre. Nuestra vida de sacrificio, de paciencia y de castidad no viene a ser otra cosa que una reproducción de sus ejemplos.

    Nunca se puede decir que estamos solos en medio de nuestros trabajos, de nuestras penas y de las dificultades que se nos presentan a cada paso. Jesús nos asiste desde fuera, como modelo que es de toda santidad; y, lo que es más, nos asiste desde dentro, porque es la fuente de nuestra vida. ¿No somos, por ventura, los «dispensadores acreditados de su gracia», «sus legados cerca de los hombres»? (II Cor., V, 20). Siempre que realizamos un acto de nuestro ministerio, «lo ejercemos con poder que Dios otorga»: Tamquam ex virtute, quam administrat Deus (I Petr., IV, 11). Cristo nos ha escogido, y se complace en mirarnos como si fuésemos otros Cristos y su mayor deseo es que penetremos cada vez más en el misterio de esta asimilación y de esta unión con Él. ¡Ojala que este pensamiento se apodere de nuestras almas, porque es un manantial de viva alegría y de celo fecundo!

    Pongamos a Jesucristo en medio de nuestro corazón. Ya que todas las mañanas celebramos los santos misterios y comulgamos con su mismo Cuerpo y Sangre, este centro divino debe ser el punto de partida y la suprema aspiración de toda nuestra actividad.

 

5.- Christus dilexit Ecclesiam…

    Dios quiere que aspiremos a alcanzar la santidad no es un individualismo aislado, sino dentro de la unidad del cuerpo místico de Cristo.

    Somos miembros de este cuerpo por el mero hecho de ser cristianos; pero, en virtud de nuestro sacerdocio, tenemos la responsabilidad y el deber de vivificarlo por la gracia de los sacramentos y por el ministerio de la predicación. Si la Iglesia nos suministra los medios necesarios para nuestra santificación personal, es evidente que ésta debe contribuir al bien de toda la Iglesia. En el Cuerpo Místico, la santidad se irradia de Cristo a todos sus miembros y de sus ministros a todos los fieles que les están confiados. El sacerdote tiene, por consiguiente, la obligación de santificarse para beneficio de la comunidad.

    Debe, pues, imitar cada día más y mejor al divino Maestro, de quien dijo San Pablo: «Cristo amó a la Iglesia»: dilexit Ecclesiam, «y se entregó por ella»: tradidit semetipsum pro ea. ¿Por qué se entregó hasta el sacrificio de la cruz? «A fin de presentársela a Sí gloriosa, sin mancha o arruga…, sino santa e intachable» (Ephes., V, 25, 27).

    Para que el sacerdote se santifique con miras a la utilidad de los demás necesita tener una fe muy acendrada en la Iglesia.

    Es indudable que el fundamento de toda nuestra vida espiritual lo constituye la fe en la divinidad de Jesucristo; pero, para que sea del todo perfecta, esta fe debe extenderse de la persona del Salvador a la sociedad visible que Él fundó para llevar a los hombres a la consecución de su felicidad eterna.

    Si creemos en Jesucristo, verdadero Dios, debemos creer también en la realidad divina de su Iglesia.

    Esta fe nos recuerda cuán íntimo y vital es el nexo que existe entre Cristo y su Iglesia. San Pablo compara esta unión a la que existe entre la cabeza y los miembros y a la del esposo con su esposa (Ephes., V, 30, 32). La Iglesia perpetúa en el mundo la misma misión del Salvador y lleva a feliz término su obra redentora. Como que es el mismo Jesús el que sigue actuando en ella. Antes de subir a los cielos proclamó abiertamente y de modo irrefragable la indisolubilidad de su unión con ella: «Yo estaré siempre con vosotros hasta la consumación del mundo»(Mt., XXVIII, 20).

    Esta fe en el carácter sobrenatural de la Iglesia implica, además, una adhesión total a su «constitución divina». No son ni el pensamiento humano ni las circunstancias de la historia las que han dado origen a la jerarquía, al poder de orden y de jurisdicción, a la soberanía del Romano Sacerdote, al sacrificio eucarístico y a los demás sacramentos, sino que su aparición se debe a la realización temporal de un propósito preconcebido y decretado por la Sabiduría eterna. No tenemos el menor reparo en admitir que el Señor ha querido servirse del concurso de los hombres y ha aceptado su colaboración en las distintas fases del desarrollo orgánico de la Iglesia, y en la elaboración de las fórmulas doctrinales; pero teniendo siempre en cuenta que Él es quien ha dirigido esta evolución por medio de la acción incesante del Espíritu Santo que vivifica el Cuerpo Místico: Spiritum vivificantem.

    Si tenemos una fe firme en la divinidad de la Iglesia, se nos hará fácil pensar, juzgar, querer y obrar de acuerdo con lo que ella piensa, juzga, quiere y obra: Sentire cum Ecclesia. Tal es el «homenaje» y «la obediencia a la fe» que tanto recomienda el Apóstol: Obsequium fidei… Obeditio fidei (Philip., II, 17; Rom., XVI, 26).

    Dios exige esta sumisión a todos los cristianos, pero de un modo especial a los sacerdotes. Como sabéis, los protestantes no admiten esta renuncia a la libertad del espíritu que se exige a los creyentes, sino que profesan, por el contrario, la doctrina del libre examen. Son como el navegante que quiere orientarse en medio del océano sin brújula, tomando a cada momento el rumbo que mejor le plazca para no comprometer el ejercicio de su plena autonomía. El católico es como el piloto que, para orientar su navegación, se sirve de este instrumento. La brújula que le orienta infaliblemente es la autoridad de la Iglesia, que controla sus convicciones y dirige su pensamiento y su acción. Gracias a esta norma, el discípulo de Cristo puede avanzar a velas desplegadas, sin temor a chocar contra los arrecifes del error. El protestante tiene libertad…, pero para extraviarse y naufragar.

    La fe viva es un manantial de acción. Por eso, nosotros los sacerdotes no debemos ahorrar ningún esfuerzo para extender el reino de Dios y el de su Iglesia. Consagrémonos, pues, esforzadamente al cuidado de la porción del redil que se nos ha confiado. La Iglesia es «Madre»: Mater Ecclesia. Ella ha recibido de Dios la misión de engendrar a todos los hombres a la vida sobrenatural y a procurar su crecimiento en la misma. Pero no puede realizar esta maravillosa obra de fecundidad sin la ayuda de sus sacerdotes. A vosotros os corresponde la tarea de obrar este renacimiento de las almas y de procurar su desarrollo y crecimiento hasta que se conviertan en imágenes vivas de Jesucristo por medio de la administración de los sacramentos, por el ministerio de la predicación y por la irradiación de vuestra caridad. Gracias a este apostolado que vosotros ejercéis en nombre de la Iglesia podéis hablar a vuestras ovejas sirviéndoos de las mismas palabras de San Pablo: «Quien os engendró en Cristo por el Evangelio soy yo (I Cor., IV, 15), y de aquellas otras del mismo Apóstol: «¡Hijos míos, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros!» (Gal., IV, 19).

    Nada hay que estimule tanto al don de sí mismo como la seguridad de alcanzar el triunfo final. Si la Iglesia es divina, podemos abrir nuestros corazones a una esperanza sin límites. Y Cristo ha dicho de su Iglesia: «Las puertas del infierno no prevalecerán contra ella» (Mt., XVI, 18).

    Esta divina promesa debe producir en nuestras almas la certeza de una victoria definitiva. Hay algunos que ponen en duda en nuestros días que la Esposa de Cristo tenga virtud para redimir a todos los hombres, porque la creen poco adaptada a las aspiraciones de nuestro tiempo. Pero nosotros los sacerdotes debemos confiar siempre en la Iglesia, porque el mensaje del Evangelio, del que nosotros somos portadores en su nombre, contiene el recurso supremo de la salvación para todos los hombres.

    Repitamos con santo orgullo las mismas palabras que San Pablo escribía a los romanos: «Yo no me avergüenzo del Evangelio, que es poder de Dios para la salud de todo el que cree»:Non erubesco Evangelium; virtus enim Dei est in salutem omni credenti (I, 16).

    En la Cena, después de haber instituido el sacerdocio, Jesucristo dijo: «Y Yo por ellos me santifico –es decir, Yo me separo del mundo para ofrecerme en sacrificio y unirme plenamente a Vos– para que ellos sean santificados por la verdad» (Jo., XVII, 19).

    Al hacer esta oración en presencia de sus doce apóstoles, el pensamiento de Jesús se dirigía a todos nosotros, los sacerdotes de todos los tiempos, y a toda su Iglesia. Si Él se ofrecía como víctima sagrada, era con el fin de hacer a cada alma en particular y a toda la Iglesia en general participantes de su misma santidad.

    Jesús nos ha distinguido con una vocación especial para que, al santificarnos a nosotros mismos, santifiquemos también a la Iglesia en Cristo. Empleemos todo el ardor de nuestro celo en corresponder con la debida generosidad a esta vocación, que, si es, por una parte, nuestra misión más sublime, es, por la otra, el medio más eficaz y seguro para lograr que sobre todo nuestro ministerio descienda abundantemente el rocío fecundo de las bendiciones divinas.

 

XVIII

La Virgen María y el sacerdote

    María es Reina y Madre de todos los cristianos, y en especial de los sacerdotes. Por la semejanza que tienen con su divino Hijo, ve a Jesús en cada uno de ellos. Y la Virgen los ama no solamente porque son miembros del Cuerpo Místico, sino también por el carácter sacerdotal que llevan impreso en su alma y por los santos misterios que celebran in persona Christi.

    Nadie ha comprendido como ella la misión que ejerce en la Iglesia el sacerdocio. ¿No es cierto que el sacerdote continúa en la tierra la obra de su Hijo por medio del ministerio de la predicación, de la administración de los sacramentos y, principalmente, con la inmolación de la divina víctima bajo los velos de las sagradas especies? Pues el más vivo deseo de María es el de ayudarnos, sosteniendo nuestra fragilidad y elevando nuestra alma.

    Debemos estar íntimamente persuadidos de que es utilísimo encomendarnos frecuentemente, tanto cuando celebramos la santa Misa como en todas las ocasiones de nuestra vida, a la poderosa intervención de nuestra Madre celestial. Por lo mismo que conoce tan bien la dignidad de nuestro sacerdocio, sabe cuán necesario nos es el auxilio de la gracia.

    Aunque no conoció el pecado ni estuvo sujeta a las miserias de los demás mortales, se puede afirmar, sin embargo, que María fue objeto de las mayores misericordias de parte de Dios, no ciertamente para perdonarla, sino para preservarla de toda mancha. Y María, a su vez, se muestra llena de condescendencia para con nosotros: Salve, Regina, Mater misericordiæ.

    No es empresa fácil hablar de la Virgen María, porque lo que de ella se puede decir sobrepasa a cuanto pudiéramos expresar con palabras. Vamos, sin embargo, a intentar todos juntos considerar brevemente los fundamentos teológicos de nuestra devoción a María y la manera de ofrecerle un culto filial.

 

1.- La predestinación de María

    En su acepción original, la palabra «devoción» significa el don total o parcial de sí mismo y de las actividades propias a una persona o a una obra. Ahora bien, los sacerdotes estamos consagrados a Dios y a las cosas de Dios con nuestras personas y con todas nuestras actividades.

    Pero si Dios, en su inmensa bondad, ha querido amar y colmar de honores a una de sus criaturas, nuestra devoción a la suprema Majestad nos impone el deber de imitar su conducta y de rendir a esta criatura privilegiada el homenaje de nuestra veneración más profunda.

    Y bien sabemos que la Santísima Virgen ha sido colmada de todas las gracias por la Santísima Trinidad. Sus prerrogativas la han elevado por encima de todas las demás criaturas y triunfa ahora en el cielo, a la diestra de Jesús, como reina de los ángeles y de los santos.

    Para comprender en todo el alcance de nuestra fe el culto que debemos tributar a María, hay que remontarse hasta el decreto por el cual el Padre «tanto amó al mundo, que le dio su Unigénito Hijo» (Jo., III, 16).

    El Hijo de Dios pudo aparecer entre nosotros, si lo hubiera querido, como hombre maduro y perfecto. Hubiera bastado un simple deseo de su voluntad para revestirse de una naturaleza como la nuestra, sin tener que conocer el seno de una madre. En ese caso, el Salvador no hubiera sido propiamente «hijo del hombre», aunque Dios era muy dueño de otorgar el perdón a cualquiera otra clase de reparación.

    Pero, en los arcanos de su sabiduría, escogió otro camino y quiso que el redentor de los hombres fuese, a semejanza de ellos, «nacido de mujer»: factum ex muliere (Gal., IV, 4). Y por eso, en el mismo decreto de la Encarnación Dios incluyó la elección de una mujer bendita entre todas que fuese madre del Salvador y madre de Dios.

    Para medir la dignidad incomparable de María hay que hacerlo necesariamente a la luz de su predestinación. La Virgen estuvo presente en el pensamiento divino antes que todas las demás criaturas. Y por eso, la Iglesia canta de ella: «Túvome Yahvé como principio de sus acciones, ya antes de sus obras, desde entonces» (Prov., VIII, 22). ¿No es verdad que entre el Verbo encarnado y ella existe un nexo indisoluble? En los planes eternos, la voluntad de Dios se dirige a un mismo tiempo a la maternidad divina y a toda la obra de la redención.

    San Beda expresa en términos precisos esta incomparable y gloriosa dignidad maternal. «Cristo, dice él, no tomó su carne de la nada ni de ningún otro lugar, sino de la Virgen. Si no lo hubiese hecho así, no hubiéramos podido llamar Hijo del hombre a Aquél que no tuvo origen humano» [In Luc., IV, 11. P. L., 92, col. 480]. Por eso, dijo el ángel a María: «Darás a luz un hijo»: Paries filium (Lc., I, 31), y por eso también pudo decir María a Jesús, cuando le encontró en el templo: «Hijo, ¿por qué nos ha hecho así?» (Lc., II, 48). Y el mismo Jesús, por haber nacido «en carne semejante a la del pecado» (Rom., VIII, 3), «no se avergüenza de llamarnos hermanos»: Non confunditur eos fratres appellare (Hebr., II, 11). No hay lengua capaz de expresar la inefable dignidad de la Virgen, cuyo hijo es una persona divina, el mismo que a ella le dio el ser: Genuisti qui te fecit.

    Consideremos otro hecho que viene también a demostrarnos hasta qué punto quiso Dios honrar a María. El ángel le anuncia el altísimo fin para el que ha sido destinada. Pero Dios ha querido contar con el previo consentimiento de María para investirla de la dignidad de Madre de Dios de tal manera, que, en cierto sentido, se puede decir que el Señor ha subordinado la encarnación redentora al fiat de la Virgen. Sólo cuando ella lo pronunció, secundando amorosamente los planes de Dios, sólo entonces el Hijo de Dios se hizo hombre.

    De esta admirable manera el Padre ha hecho de María la criatura más privilegiada de toda la creación, ya que en este solemne momento de la encarnación puede decirse que todo dependió de ella y todo nos vino por ella.

    Esta divina maternidad de María es la razón de todas sus insignes prerrogativas: su Inmaculada Concepción, su exención de todo pecado, su santificación, que, «como la aurora que se levanta», velut aurora consurgens [Antífona de la fiesta de la Asunción], ha ido en continuo progreso desde la infancia de María hasta el día de su gloriosa Asunción, cuando fue coronada de gloria y de poder a la diestra de Jesucristo.

    Como veis, la devoción a la Virgen no es una devoción más o menos voluntaria, sino que pertenece a la esencia misma del cristianismo. Dejaríamos de ser verdaderos discípulos de Jesucristo si no tributáramos a su Madre el respetuoso homenaje que demanda el misterio de la encarnación. La Iglesia reconoce esta incomparable excelencia, tributándole un culto superior al que rinde a los demás santos: el culto de hiperdulía.

    Cuando, al cantar el Te Deum, los antiguos monjes de Cluny llegaban a las palabras: «Tú, deseando salvar al hombre, te dignaste bajar al seno de una Virgen»: non horruisti Virginis uterum, solían inclinarse profundamente. Si nosotros no imitamos este gesto, fomentemos al menos en nuestro corazón una profunda veneración hacia el estupendo misterio de amor que la Virgen María llevó en su seno.

 

2.- María es nuestra Madre

    Por firme que sea este primer cimiento que hemos puesto a nuestra devoción mariana, vamos a considerar ahora otra de las razones que tenemos para honrar a Nuestra Señora: es nuestra Madre. El culto que le tributamos como hijos suyos nos hace más semejantes a Jesús, que tanto ama y venera a su Madre.

    «No somos hijos de Dios sólo de nombre, sino con toda verdad» (I Jo., III, 1); pues de la misma manera somos hijos de la Santísima Virgen, ya que este apelativo no es una metáfora ni una figura, sino la expresión de lo que nos enseña la fe.

    ¿En qué nos fundamos para tener la dichosa certeza de que somos hijos de la Reina del cielo?

    Sobre todo, en el dogma de nuestra incorporación a Cristo como miembros de su Cuerpo Místico. Una mujer se hace madre desde el punto mismo que comunica a otro su misma vida. Ahora bien, ¿de dónde nos viene en el orden sobrenatural esta vida divina que está destinada no a terminar con la muerte como nuestra vida corporal, sino a revestirse de gloria en la eternidad? Eva nos dio la vida natural contaminada con el pecado original; pero la vida de la gracia nos vino por María. María es la nueva Eva que, por su predestinación, está asociada al nuevo Adán. ¡Cuán eficaz fue su cooperación a la obra de la redención! Como acabamos de ver, el día de la Anunciación Dios quiso, en cierta manera, subordinar la venida de su Hijo al consentimiento de María. Desde entonces, la Virgen es la criatura privilegiada que comunica a todos los hombres este gran don de Dios que es la vida sobrenatural, ya que aceptó la dignidad de la maternidad plegándose enteramente a los designios de Dios que desde toda la eternidad la había elegido para que fuera madre de Cristo y madre de todos sus miembros.

    Por eso, la liturgia canta, transportada de júbilo: «Pueblos redimidos, cantad a la vida que se os ha dado por la Virgen»: Vitam datam per Virginem, gentes redemptæ plaudite.

    San Agustín expresa la misma idea: «Madre de Cristo en el sentido natural de la palabra, María se ha convertido espiritualmente en «madre de todos los miembros del cuerpo de su Hijo»»: Plane Mater membrorum ejus, quod nos sumus. ¿Y por qué así? «Porque, por su amor, ha cooperado [con su Hijo] a que nazcan en la Iglesia los fieles, que son sus miembros»:Quia cooperata est, caritate, ut fideles in Ecclesia nascerentur qui illius membra sunt [De santa virginitate, VI. P. L., 40, col. 399].

Pero será al pie de la cruz, en medio de los dolores de su compasión, cuando María será plenamente consagrada madre del género humano. Allí es donde puede decirse que la Santísima Virgen cumplió el último objetivo de su vida, allí es donde realizó en toda su plenitud el fiat de la encarnación y la misión que le había confiado la divina Sabiduría. Asociada a la inmolación de su Hijo y confundida con Él en la llama de un mismo amor, participaba de su misma voluntad de sumisión al Padre y de la misma intención de sufrir y de cumplir los designios eternos. En virtud de esta unión moral, puede decirse que María fue corredentora, aunque con entera subordinación al que es el único Mediador. Así es como ella nos ha engendrado a la vida sobrenatural y se ha convertido con toda verdad en Madre nuestra.

    El mismo Jesús ha querido mostrarnos estas grandes verdades. Trasladémonos en espíritu al Calvario. Desde lo alto de la cruz, donde Él agoniza, ha pronunciado una palabra sublime, que sólo después de muchos siglos se ha llegado a comprender en todo el alcance de su significado. Para el corazón de una madre siempre son sagradas las palabras que pronuncia su hijo en el trance de la muerte. Y María amaba a Jesús como nadie le ha amado. Como madre suya que era y madre adornada y enriquecida con todos los dones de la gracia, amaba a su Hijo con toda la intensidad de su inmenso cariño.

    ¿Cuáles fueron las últimas palabras que Jesús dirigió a su madre? María estaba junto a Él al pie de la cruz, mirando de hito en hito al rostro de su Hijo y recogiendo todas sus palabras: «Padre, perdónalos…» (Lc., XXIII, 34). «Hoy estarás conmigo en el paraíso…» (Ibid., 43). Luego que hubo dicho esto, Jesús fijó sus ojos en ella y en el discípulo amado y pronunció estas palabras: «Mujer, he aquí a tu hijo» (Jo., XIX, 26).

    Estas solemnes palabras de Jesús constituyeron para María un testamento de incomparable valor.

    Nosotros podemos ver representadas en San Juan a todas las almas fieles que desde aquel punto iban a tener por madre a la Virgen María. Pero no debemos olvidar que el Apóstol San Juan fue ordenado sacerdote el día anterior en la última Cena y que, por este título, San Juan representaba de una manera especial a todos los sacerdotes de todos los tiempos. ¡Qué cosa más grata es para nosotros pensar que, en la hora de su muerte, la más solemne de todas, Jesús se dirigió a nosotros y nos confió a su madre en la persona de su discípulo amado!

    Al aceptar nuestra condición de hijos de María, entramos plenamente en los designios misericordiosos del Señor. ¿No es verdad que el Padre nos «predestinó a ser conformes con la imagen de su Hijo?: prædestinavit nos conformes fieri imaginis Filii sui (Rom., VIII, 29).

    Estas palabras se refieren a todos los cristianos, pero de un modo especial a los sacerdotes. En virtud de la ordenación, la perfección sacerdotal consiste en que reproduzcamos en nuestra vida, con mayor perfección que el resto de los fieles, la imagen de Jesucristo.

    Jesucristo es esencialmente Hijo de Dios e Hijo de María. Si no fuera el Verbo consustancial al Padre, no sería Dios; y si no fuera el fruto de las entrañas de la Virgen, consubstantialis matri, como dice San Bedano sería el mediador que, en nombre de sus hermanos, satisfizo por los pecados y nos mereció todas las gracias. No podemos imitar enteramente a Cristo si no somos, como Él, hijos de Dios, aunque adoptivos, al mismo tiempo que hijos de María. Como veis, Jesús desea compartir con nosotros todo cuanto Él tiene de más sublime y aún todo cuanto es.

    Puesto que hemos sido asimilados a Cristo por el bautismo y más aún por la ordenación, confirmemos esta gracia llenando nuestro corazón de respeto, de confianza y de devoción a la Santísima Virgen y esforzándonos por mostrarnos siempre como buenos hijos de tan buena madre, aprendiendo del ejemplo que Jesús nos dio el primero.

    Nada más consolador para un alma sacerdotal que saber que la veneración y el amor que profesamos a la Virgen María es un excelente medio para llevar hasta su última perfección nuestra asimilación a Jesús.

 

3.- La dispensadora de las gracias

   El poder que tiene la Virgen en la dispensación de las gracias constituye un nuevo fundamento de nuestra devoción mariana.

    Bien sabemos que, como nos enseña San Pablo, «porque uno es Dios, uno también el mediador de Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús» (I Tim., II, 5). Tal es el orden establecido por Dios.

    Pero subordinándolas totalmente a la mediación de Cristo, a sus méritos y a su acción eficaz sobre las almas, Dios ha querido establecer en nuestro favor otras mediaciones que nos faciliten el acceso al mundo sobrenatural. A esto obedece el carácter y el papel de intermediario que tiene la Iglesia visible; y a esto obedece también el privilegio de mediación que ha sido otorgado a la Santísima Virgen y el valor de intercesión que tienen los santos.

    María fue la Reina de los mártires, puesto que ella participó más que ningún otro de los sufrimientos y de las humillaciones de Jesús. Por eso se le pueden aplicar, guardadas las debidas proporciones, aquellas palabras que San Pablo dice de Jesús: «Dios la exaltó, exaltavit illam, y le otorgó un nombre que está sobre todo nombre» (Philip., II, 9). La glorificó más que a los ángeles y a los santos y la hizo Reina de los cielos y distribuidora de los tesoros de su gracia.

    Como sabéis, muchos teólogos opinan que es la medianera de todas las gracias. Dios no ha querido darnos a su Hijo sino por ella; y por eso quiere también que todas las gracias nos vengan por ella. Como ha dicho tan egregiamente Bossuet: «Una vez que Dios ha decidido darnos a Jesucristo por María, no cambiará nunca este orden que ha establecido, porque Dios no se arrepiente de sus dones. Es un principio de constante actualidad, que, una vez que hemos recibido por el amor de María el principio universal de todas las gracias, siempre continuaremos recibiendo por su mediación las diversas aplicaciones en los diferentes estados que integran la vida cristiana» [Œuvres oratoires, «Ed. Lebarq», V, pág. 609].

    Esto nos demuestra porqué el Señor se complace en que invoquemos a su Madre como mediadora de sus perdones y de sus beneficios. Ella es nuestra abogada cerca de su misericordia. Sus oraciones y sus méritos interceden sin cesar a favor nuestro, hasta el punto de que la piedad cristiana se gloría desde hace siglos en proclamar que ella es «omnipotente por sus súplicas»: Omnipotentia suplex.

    Siempre que nos postramos a los pies de Nuestra Señora, podemos decirle: «Mirad que soy sacerdote…» «Vuelve a mí esos tus ojos misericordiosos». María ve en nosotros no solamente un miembro del Cuerpo Místico de su Hijo, sino también un ministro de Jesús que participa de su sacerdocio. Ella ve en nosotros a su mismo Hijo y no puede rechazarnos, porque equivaldría a rechazar al mismo Jesús. Por eso, nosotros los sacerdotes podemos repetir siempre con mucha mayor confianza que los simples fieles: «Jamás se ha oído decir que ninguno de los que han acudido a vuestra protección, o reclamado vuestro auxilio, haya sido abandonado de Vos» [Memorare].

    Si alguna vez os sentís abrumados por vuestra miseria, recordad también lo que dice San Bernardo: «Si se levantan vientos de tentaciones…, llama a María. Si, confuso a vista de la fealdad de tu conciencia, aterrado ante la idea del horror del juicio, comienzas a ser absorbido en la sima sin fondo de la tristeza, en el abismo de la desesperación, piensa en María, invoca a María» [Homilía 2ª Super Missus est. P. L., 183, col. 70].

    No ignora Nuestra Señora que todo cuanto tiene lo ha recibido por gracia y privilegio y que todos los favores que lleva aparejados la sublime dignidad de su predestinación son un efecto de las bondades divinas. La Trinidad la eligió para que fuese Madre del Verbo encarnado. Su Inmaculada Concepción es como una diadema con que quiso adornarla desde el primer instante en que entró en este mundo, por los méritos de la pasión y muerte de su Hijo, previstos desde toda la eternidad en los planes divinos: Ex morte Filii sui prævisa, como lo proclama la Iglesia en la oración de la fiesta del 8 de diciembre. Si la Virgen no fue mancillada por el pecado y si la corriente que a todos nos envuelve en sus olas cenagosas no llegó hasta ella, fue únicamente debido a una disposición enteramente gratuita de la divina misericordia.

 

    La Virgen María tenía plena conciencia de que era objeto de un inmenso amor por parte de Dios: Benedicta inter mulieres, y daba incesantes gracias al Señor por haber parado mientes en «la humildad de su sierva» y por haber realizado en ella grandes cosas (Lc., I, 48-49).

    Por eso sabe nuestra Madre hasta qué punto nos es necesaria la gracia a nosotros, pobres pecadores, que somos tan débiles por naturaleza. ¿Cómo iba a poder nuestra alma, sin la ayuda de la gracia, viviendo como vive en contacto tan frecuente con el mundo, mantenerse en la atmósfera sobrenatural que le es indispensable al que es ministro de Jesucristo?

    Tengamos, pues, una confianza inmensa y filial en la mediación de la Santísima Virgen. Acudamos a su patrocinio para presentar a Dios nuestras oraciones y buenas obras. Cuando en el ejercicio de nuestro apostolado nos encontramos con almas reacias, dominadas por el orgullo o víctimas de la desesperación, con almas por las que parece que nada queda ya por hacer, porque hemos agotado todos los recursos, confiémoslas a María.

 

4.- Nuestra devoción a María

    Puede decirse, en términos generales, que la devoción del sacerdote a la Santísima Virgen consiste en comportarse con ella de la misma manera que lo hizo Jesucristo.

    ¿Cuál debe ser la práctica fundamental de nuestra devoción?

    La Santísima Trinidad eligió libérrimamente a Nuestra Señora para que fuese la madre de Jesucristo. También nosotros podemos imitar esta santa elección divina consagrándonos a ella. Debemos ofrecer a María espontáneamente nuestra persona y nuestra vida, y esta práctica fundamental de la devoción mariana la debemos renovar con mucha frecuencia, por ejemplo, después de la Misa, ofreciéndonos a nuestra Madre y rogándola que vele sobre nosotros como veló sobre su Hijo.

    Debemos, también, honrar a María con algunas prácticas especiales de piedad. No es que yo quiera sobrecargaros con demasiados ejercicios. Las devociones son como las flores de un jardín, que se van cortando una a una para formar un ramillete.

    ¿No es verdad que haríamos una cosa agradabilísima a la Santísima Virgen si cada día pusiéramos especial empeño en guardar escrupulosamente una prescripción litúrgica con la intención de honrar con ello a nuestra Madre? Así, por ejemplo, al decir el Communicantes en la santa Misa, las rúbricas nos mandan que hagamos una inclinación de cabeza al pronunciar el nombre de María; pues hagamos esta inclinación con todo respeto y amor. Tengamos también especial cuidado en decir con espíritu de piedad el Avemaría, que tantas veces repetimos al rezar el oficio divino, y lo mismo cabe decir del himno mariano que solemos rezar al fin del oficio.

    Cuando la liturgia celebra las fiestas de la Bienaventurada Madre de Jesús, formemos explícitamente la intención de ofrecer el oficio divino y la Misa en honor de María y agradezcamos al Señor por «haber hecho maravillas en ella» (Lc., I, 49). Una de las más elevadas formas de amor divino es el admirar las perfecciones de Dios, complaciéndose en exaltarlas. Pues lo mismo puede decirse del amor a Nuestra Señora: el gozarse de sus privilegios, de la plenitud de su gracia y de la belleza incomparable de su santidad, bendiciendo por ello al Señor, es un hermoso homenaje de amor. Y cada una de las fiestas que la liturgia ha instituido en honor de la Virgen es un maravilloso cántico, en el que se exaltan todos estos privilegios.

    Por lo que respecta a la devoción del rosario, hay algunos temperamentos que la menosprecian, diciendo que es una devoción propia de niños o de sencillas mujeres. Pero, ¿no fue, por ventura, el mismo Jesucristo quien dijo que para entrar en el cielo debemos ser humildes como los niños? (Mt., XVIII, 3).

    Os voy a proponer una comparación que os ayudará a comprender la eficacia del santo rosario. ¿Os acordáis de la historia de David cuando derrotó a Goliat? ¿De qué se valió el joven israelita para derribar al gigante? De su honda, con la que le lanzó un guijarro que le dio en mitad de la frente. Si el filisteo es el representante de todas las potencias del mal, la herejía, el orgullo, la impureza…, las piedras de la honda, que son capaces de derribar al enemigo, son el símbolo de las Avemarías del rosario. Los caminos de Dios son completamente distintos de los nuestros. Solemos creer que para producir grandes efectos hay que emplear poderosos medios. Pero los criterios de Dios son completamente contrarios a los nuestros y se complace en emplear para sus obras los instrumentos más débiles: Infirma mundi elegit ut confundat fortia (I Cor., I, 27).

    ¿De dónde le viene al rosario su eficacia?

    Ante todo, de las oraciones tan sublimes que lo forman. El Padrenuestro lo recibimos de labios de nuestro Señor Jesucristo como un trasunto del amor y de la santidad del Padre celestial; el Avemaría nos vino del cielo cuando el arcángel San Gabriel saludó a Nuestra Señora. Y la Iglesia, que conoce perfectamente las necesidades de sus hijos, ha añadido una plegaria, que nos hace repetir ciento cincuenta veces, para pedir a la Santísima Virgen que ruegue por nosotros ahora y en la hora de nuestra muerte. ¿Hay, acaso, aún para los sacerdotes, petición que sea más oportuna y conveniente que ésta?

    Además, la recitación del rosario nos trae al recuerdo los misterios más principales de nuestra redención. Aunque ya os lo he dicho en otras ocasiones, no está de más que os repita en este lugar que, de todos los pasos de la vida de Cristo, se desprende como una virtud de la que nos beneficiamos siempre que meditamos en las escenas del Evangelio. Esta devoción del rosario, hace que tributemos al Señor, por mediación de María, el homenaje de una consideración amorosa, al paso que vamos recorriendo los misterios de su infancia, los de su pasión y los de su triunfo glorioso y contribuye, por lo mismo, a que desciendan sobre nosotros con gran abundancia los auxilios divinos.

    Añádase a esto que en todas y cada una de las acciones de la Santísima Virgen, tan sencillas y tan generosas, encontramos magníficos ejemplos de virtudes que imitar, al mismo tiempo que grandes motivos de esperanza, de caridad y de alegría.

    Veamos, por ejemplo, el primer misterio: la Anunciación. ¿Hay algo más estimulante y provechoso que contemplar a la Virgen dialogando con el ángel? También nosotros saludamos a María, llena de gracia…, bendita entre todas las mujeres. Dice San Juan, a propósito de la encarnación: «el Verbo habitó entre nosotros», in nobis. Cuando contemplamos este sublime misterio, podemos acomodar el texto del evangelista, y decir: Verbum habitat in illa: «El Verbo habita en María», y reside en su seno virginal como Hijo suyo concebido por el Espíritu Santo.

    Es un motivo de gran consuelo saber que nuestro Salvador, al entrar en el mundo, encontró un corazón como el de su madre, que le estuvo enteramente consagrado. Es verdad que Jesús vive también en cada uno de nosotros, pero nuestros pecados impiden que su vida alcance el debido desarrollo. Aún en las almas santas, su reinado se ve entorpecido por las imperfecciones a que están sujetas. Pero en María no ocurría así, porque le estaba enteramente consagrada hasta el punto de que no vivía sino de su amor: por eso el ángel la llamó gratia plena. Pidámosle, pues, que nos dé a este Cristo que ella concibió para nosotros.

    En el misterio de la Visitación admiramos la caridad de la Virgen. La avanzada edad de Isabel y la proximidad del nacimiento de San Juan Bautista reclamaban la presencia de María en casa de su prima. La Virgen se trasladó allí «con diligencia»: Abiit… cum festinatione (Lc., I, 39), y apenas entró en la casa, Isabel, movida por el Espíritu Santo, la saludó con esta exclamación: «Bendita tú entre las mujeres», y añadió: «Dichosa tú que has creído. Porque, siguiendo una conducta completamente distinta a la de mi marido, que dudaba en dar fe a las palabras del ángel, tú has creído inmediatamente la maravillosa embajada que te trajo el arcángel San Gabriel».

    La Virgen, al oír esto, prorrumpió en un cántico de agradecimiento al Señor: «Ha mirado la humildad de su sierva… Ha hecho en mí maravillas…» Las fórmulas del Magnificat están tomadas de diversos lugares de la Biblia y la Virgen las hizo suyas para poder expresar mejor los sentimientos de reconocimiento y de alegría que desbordaban su corazón. Todo el mundo interior de María –su humildad, su santa admiración, su amor– se revelan en estos admirables versículos. El espíritu de Jesús, que llenaba su alma, es el que le inspiró estas expresiones.

    La Iglesia ha elegido sabiamente este himno para que lo cantemos nosotros todos los días en Vísperas, enseñándonos a alabar al Señor con los mismos acentos que su Madre.

    De forma parecida podemos meditar los demás misterios que recordamos en el santo rosario. Si nuestra alma llegara a impregnarse de los sublimes misterios que evocamos al practicar esta devoción, encontraríamos una facilidad mucho mayor para nuestra oración.

    Nos quejamos, a veces, de que al hacer la meditación nos encontramos vacíos de ideas. Nada tiene esto de extraño si no procuramos que nuestra alma se alimente de santos pensamientos.

    ¿No se podría afirmar que, si alguno no tiene aprecio a la devoción del santo rosario, es ordinariamente señal de que no se ha esforzado durante algún tiempo en recitarlo con la debida piedad?

    No faltan quienes piensan que se pueden desgranar las cuentas del rosario sin prestar la menor atención a lo que dicen. Y están en un lamentable error, porque en toda oración, para que merezca el nombre de tal, hay que fijar la atención o en las palabras que recitamos o en Aquél a quien nos dirigimos.

    Cuando el alma llega a penetrar el espíritu de la devoción del rosario, encuentra en su práctica las mayores delicias. San Alfonso María de Ligorio, durante su última enfermedad, no lo soltaba de la mano. Un día que el Hermano de su Congregación que le cuidaba estaba impaciente para llevarle a la mesa y servirle la comida, cuanto todavía no había terminado lasAvemarías de la decena que estaba rezando, le repuso el santo: «Espere un momento, porque un Avemaría vale más que todas las comidas del mundo». Otro día que el Hermano le dijo: «Pero, Monseñor, ya habéis rezado el rosario y no es cosa de repetirlo diez veces», le respondió el santo: «Ignoráis, acaso, que mi salvación depende de esta devoción?».

    ¿No os habéis encontrado con sencillas ancianitas que lo rezan siempre con gran fervor? Pues haced cuanto está de vuestra parte para imitar su ejemplo. Humillaos a los pies de Jesús, porque nada hay mejor que hacerse niño cuando nos encontramos en presencia de un Dios tan grande.

    Además de honrarla con el santo rosario, debemos guardar un recuerdo permanente y filial de Nuestra Señora. ¿No es, acaso, verdad que todo buen hijo se complace en recordar todo lo que en otro tiempo hizo su madre por él y cómo aún ahora viene en su ayuda en los trances difíciles de la vida? No olvidemos en nuestras predicaciones el hablar con frecuencia de la Virgen María, que es Madre de Jesús y Madre nuestra.

    Fuera de las prácticas de piedad, debemos, también, mostrarnos filialmente obedientes a Nuestra Señora en todo el curso de la vida.

    ¿Pero es que María nos manda alguna cosa para que podamos decir que debemos obedecerla?

    La respuesta a esta importante pregunta nos la da el mismo Evangelio. En las bodas de Caná, María dijo a los criados, señalándoles a Jesús: «Haced lo que Él os dijere» (Jo., II, 5). ¿No es verdad que también a nosotros nos dice lo mismo? ¿Queremos agradar a Nuestra Señora? Pues imitemos a los criados de Caná. Jesús les habla y ellos escuchan lo que les dice y hacen lo que les manda. Jesús les ordena que llenen de agua las vasijas destinadas a la purificación de los judíos y ellos ejecutan la orden, a pesar de que parecía que aquello no conducía a nada.

    Pues lo mismo puede decirse de nosotros, ya que obedeceremos a María si nos sometemos en todo a Jesús, atendiendo a lo que nos dice y siguiendo sus ejemplos; y conformando nuestra conducta a las normas que recibimos de los que hacen sus veces. Lo que más ambiciona su corazón es que nosotros seamos discípulos fieles y ministros celosos de Jesucristo, animados de las mismas disposiciones interiores que tenía Jesús para con su Padre, para con los hombres y para con ella misma. Tal es nuestra mejor devoción a nuestra Madre celestial.

    Debemos también confiar en la ayuda de la Virgen María para que podamos celebrar dignamente nuestra Misa. Aunque no había recibido la dignidad del sacerdocio, con todo, al pie de la cruz, tomó más parte que nadie en el sacrificio de su Hijo. Se unió a Él con todo el afecto de que era capaz su corazón, hasta el punto de que no hubiera sido posible separar su dolor, su ofrenda, su aceptación y su inmolación de las de Jesús.

    ¿No podemos, acaso, afirmar de su «compasión» en el Calvario, lo mismo que dijo Jesús de su propia pasión: que aquélla fue «su hora» por excelencia?

    ¿Quién podría enseñarnos mejor que ella cuáles son los sentimientos que Jesucristo quiere encontrar en el corazón del sacerdote cuando celebra los santos misterios? Si no contamos con una gracia especial, no debemos intentar gozar durante la santa Misa de una unión continua y sentida con la Santísima Virgen, porque se trata de un favor excepcional que Dios no lo concede a todos los sacerdotes. Pero haremos muy bien si, antes de subir las gradas del altar, nos acogemos a la protección de la Santísima Virgen. Y esta práctica filial es una de las más recomendables. Para ello, podemos servirnos de la siguiente oración, que fue aprobada por León XIII: «Oh Madre de piedad y de misericordia…, te ruego que así como asististe a tu Hijo amadísimo cuando estaba pendiente de la cruz, así también te dignes asistir clemente a mí, pobre pecador, y a todos los sacerdotes que aquí y en toda la Iglesia van a ofrecer hoy el divino sacrificio; para que, ayudados de tu favor, podamos ofrecer una hostia digna y aceptable ante la soberana e indivisible Trinidad».

    Antes de terminar, sólo me queda por recordaros que Jesús, momentos antes de exhalar su último suspiro, confió su madre a San Juan. En aquel momento solemne, Jesús hizo a su discípulo amado el más rico de sus legados.

    Ahora bien, ¿cuál fue la conducta que siguió aquel apóstol, aquel sacerdote a quien Jesús confió el cuidado de su Madre? Como buen hijo, desde aquel momento, el discípulo «la tuvo en su casa»: Accepit eam in sua (Jo., XIX, 27).

    Recibamos también nosotros a María en nuestra casa como todo buen hijo recibe a su madre; vivamos con ella, es decir, asociémosla a nuestros trabajos, a nuestras penas y a nuestras alegrías.

    ¿No es, por ventura, verdad que ella desea más que nadie ayudarnos para que lleguemos a ser sacerdotes santos y a reproducir en nuestras almas las virtudes de Jesús?

 

XIX

Transfiguración

    La vida espiritual del sacerdote se funda en Jesús, se orienta hacia Él y se consuma en Él.

    Esta vida espiritual es una gracia y una obra de transfiguración. Estas palabras expresan una visión general que resume la conclusión de cuanto llevamos dicho y que yo quisiera la retuvierais en vuestra memoria.

    Nos dice San Pablo que el ideal de santidad que todos los hombres deben perseguir, para acomodarse a los planes de la predestinación divina, consisten en «hacerse conformes con la imagen de su Hijo»: Prædestinavit nos conformes fieri imaginis Filii sui (Rom., VIII, 29).

    El don de la gracia que recibimos en el bautismo es el principio de nuestra conformación con Cristo, que debe ir perfeccionándose de día en día. La misma naturaleza del desenvolvimiento de nuestra vida de hijos de Dios exige, por así decirlo, una doble transfiguración: por una parte, la de Cristo, que se da a conocer progresivamente al alma como fuente de toda santidad, y por la otra, la de la misma alma que, mediante su fidelidad a la gracia, tiende a ir transformándose en una imagen viva del divino modelo.

    Si esto es verdad de todos los cristianos, con mucha mayor razón debe aplicarse a nosotros los sacerdotes, por la dignidad de nuestra vocación y por la eminencia del carácter sacerdotal.

    Hay una página admirable del santo Evangelio que nos aclara esta doctrina. Son muchos los milagros que, con parecidos rasgos, nos describe la pluma de los evangelistas a todo lo largo de la vida pública de Jesús. Pero hay un episodio que se distingue de todos los demás, que reviste un carácter único: el de la Transfiguración. No hay en la vida de Cristo otra escena que se le parezca.

    Recordáis perfectamente los hechos. Jesús toma consigo a Pedro, a Santiago y a Juan y los lleva a la cima de una elevada montaña para orar. Y he aquí que, «mientras ora», dum oraret,se obra un cambio repentino en todo su aspecto: se transfigura, su rostro resplandece como el sol y sus vestidos se vuelven blancos como la luz. En medio de estos esplendores, los discípulos ven a Moisés y a Elías conversando con su Maestro, al tiempo que un indecible gozo se apodera de sus corazones. «Señor, ¡qué bien estamos aquí!», exclama San Pedro. Y en esto, les cubre una nube luminosa, y de la nube sale una voz que da testimonio de Jesús: «Este es mi Hijo muy amado, en quien tengo mi complacencia; escuchadle» (Mt., XVII, 5).

    Esta misteriosa transfiguración de Jesús, que dejó sorprendidos a los discípulos, constituyó para ellos una gracia singular: la de confirmarlos en la fe en la divinidad de Jesús. Ya desde entonces no tuvieron nunca la menor duda de que, bajo las apariencias humanas de Aquel con quien trataban todos los días, habitu inventus ut homo (Philip., II, 7), el verdadero Hijo de Dios ocultaba su suprema dignidad. Esta fe sería definitivamente confirmada por el Espíritu Santo el día de Pentecostés.

    Pero la palabra del Padre no bajó de la nube para que la escucharan sólo los discípulos, sino que su eco iba a transmitirse a todas las generaciones cristianas que la habían de acoger con idéntica fidelidad. Como dice San León, «los tres discípulos representaban a toda la Iglesia que está siempre atenta a recibir el testimonio del Padre»: in illis tribus apostolis universa Ecclesia didicit quidquid eorum… auditus suscepit [Sermo 51, 8. P. L., 54, col. 313].

    Más tarde, el mismo Pedro, constituido príncipe de los pastores, recordará con entusiasmo a los primeros cristianos «la visión de la magnífica gloria en el monte santo» (II Petr., I, 18).

    Por eso, precisamente, es por lo que la liturgia evoca tan repetidas veces el recuerdo de este episodio. Así lo hace, por ejemplo, el sábado de las Témporas de Cuaresma, día consagrado a la ordenación de los nuevos sacerdotes, como también al día siguiente, segundo domingo de Cuaresma, y aún le dedica una fiesta especial el día 6 de agosto.

    ¿Cuál es la intención de la Iglesia al evocar este misterio? No es otra, sin duda, que la de llamar la atención de sus hijos, y en especial la de los sacerdotes, sobre la grandeza y el noble destino de su vocación.

    Cristo está siempre dispuesto a transfigurarse para cada uno de nosotros y la voz del Padre no cesa de proclamar, por el magisterio de la Iglesia, la filiación divina de Jesús. Verdad es que Cristo no cambia, sino que permanece eternamente inmutable: Christus hodie, heri et in sæcula (Hebr., XIII, 8), y que siempre se presenta a nosotros «para sernos de parte de Dios sabiduría, justicia, santificación y redención» (I Cor., I, 30).

    Pero, por lo que a nosotros respecta, vamos descubriendo gradualmente y muy poco a poco la divinidad de su persona, el valor incomparable de su redención, la inmensidad de sus méritos y el don de amor que su venida trajo a los hombres.

    Así es como vamos siendo iniciados en este «sublime conocimiento de Cristo Jesús» (Philip., III, 8), del que nos habla el Apóstol. Pero no debemos olvidar que éste no es un conocimiento puramente intelectual, sino que consiste más bien en una iluminación interior de la fe.

    Ante esta revelación tan íntima y sobrenatural, el cristiano experimenta un deseo cada vez mayor de conformar su alma y su vida entera al alma y a la vida de Jesucristo.

    Y este deseo debe ser más ardiente en el corazón del sacerdote, porque, si el Señor nos ha distinguido con una vocación privilegiada y nos ha llamado como a Pedro, a Santiago y a Juan, ha sido, sin duda, para revelársenos más íntimamente que al resto de los fieles. Precisamente nos invita a subir todos los días las gradas del altar para hacer que penetremos más profundamente en su inefable misterio.

    San Pablo se ha complacido en exaltar esta transfiguración que, ya desde este mundo, se realiza en los ministros de Cristo. En su carta a los de Corinto nos habla de cómo Moisés, después de haber hablado con el Señor, bajó del monte Sinaí nimbado de gloria. Moisés llevaba las tablas de la Ley grabadas en la piedra, pero tuvo que cubrirse el rostro para poder anunciar al pueblo la alianza del Señor, porque los israelitas no podían soportar su resplandor. «Si el ministerio de condenación es glorioso, mucho más glorioso será el ministerio de la justicia. Y en verdad en este aspecto aquella gloria deja de serlo, comparada con esta otra eminente gloria mía» (II Cor., III, 9-10).

    ¿En qué consiste esta gloria eminente que San Pablo atribuye a nuestro ministerio sacerdotal? ¿Será solamente porque nosotros anunciamos «a cara descubierta» el don de Cristo y de la Nueva Alianza? Sin duda que no, sino principalmente porque nuestro sacerdocio es una participación del sacerdocio del Hijo de Dios y porque, según la expresión del Apóstol, «contemplamos a cara descubierta la gloria del Señor como en un espejo y nos transformamos en la misma imagen, de gloria en gloria, a medida que obra en nosotros el Espíritu del Señor» In eamdem imaginem transformamur a claritate in claritatem, tanquam a Domini Spiritu (Ibid., 18).

    Estas palabras de San Pablo muestran bien a las claras que en esta vida mortal nuestra transfiguración en Cristo está sometida a una ley de crecimiento bajo la acción del Espíritu Santo.

    Cabalmente, el fin de todas nuestras conversaciones no ha sido otro que el de ayudaros a que os forméis un concepto más acabado de la excelencia de esta gracia y podáis corresponder a la misma con más fidelidad.

    Inspirándome en la doctrina del Apóstol, he intentado mostraros la sublime grandeza y las soberanas prerrogativas del sacerdocio de Cristo. El Hijo de Dios, el Verbo encarnado, se nos ha manifestado como el supremo mediador, sacerdote y hostia a la vez de su propio sacrificio. Este sacrificio, que fue iniciado en el momento mismo de la encarnación y que fue místicamente realizado en la Cena, se consumó cruentamente en la cruz y tiene su remate definitivo en la alabanza eterna del cielo.

    Jesucristo ha querido perpetuar en el mundo su único sacerdocio y su sacrificio único sirviéndose de otros hombres a quienes ha elegido para esa misión y ha hecho participantes de su mismo poder. Toda potestad sacerdotal deriva de la suya y los sacerdotes continúan entre los hombres el misterio y la obra de la encarnación redentora por la vocación que han recibido de lo alto y por la spiritualis potestas de que les ha revestido el carácter sacramental. Por eso, se puede decir con toda verdad que el sacerdote es alter Christus.

    Por el mismo hecho de que participamos de los mismos poderes de Jesucristo, tenemos el deber de aspirar a una santidad que sea digna de la misión que se nos ha confiado. Esta santidad, de la que Cristo es a un tiempo modelo y manantial, tiende a reproducir en nosotros los mismos rasgos y las mismas acciones del Salvador, Hijo de Dios y Sacerdote supremo.

    Nosotros realizamos este ideal mediante la imitación de las virtudes de Jesús y viviendo una vida de unión con Él, de acuerdo con las condiciones y circunstancias propias de nuestra existencia.

    En nuestra vida sacerdotal, la fe ocupa, entre todas las demás virtudes, un puesto de capital importancia. Es verdad que el alma de Cristo gozaba de la visión beatífica y que, por tanto, la fe no tenía para Él ninguna razón de ser; pero para nosotros la fe constituye la atmósfera misma de toda nuestra vida sacerdotal.

    Y permitidme que os lo repita de nuevo, porque esta verdad es esencial para nuestra santificación y para la fecundidad de nuestro ministerio. El objeto de esta fe se concentra en la divinidad de Jesús: en la divinidad de su persona, de su misión, de su sacrificio y de sus méritos. Por muy firmemente que lo creamos, nunca llegaremos a convencernos demasiado de ello. Al leer el Evangelio, os habréis percatado de que las tres veces que se dejó oír la voz del Padre siempre fue, y en especial en el Tabor, para proclamar solemnemente que Jesús es el Hijo de su amor y que nosotros debemos escuchar cuanto nos dice. Este testimonio constituye la más alta y valiosa revelación que Dios ha querido hacer al mundo. Y toda la santidad se reduce a aceptar este testimonio para acatarlo en nuestra vida.

    La fe en la divinidad de Jesús es también la luz que debe irradiar sobre toda nuestra existencia sacerdotal.

    Al presentar ante nuestros ojos la divina figura de Jesús, nos descubre la malicia del pecado, la grandeza de la humildad y la fortaleza de la obediencia. En nuestras relaciones con Dios, nos prescribe el culto de la religión y la primacía del amor. Ella es, en fin, la que nos hace ver en el prójimo al mismo Cristo.

    La fe nos recuerda todos los días la sublime grandeza de la Misa, la alteza de vida a la que nos invita el banquete eucarístico, el valor de nuestro breviario.

    Sin su luz no serían posibles ni nuestra vida de oración y de unión con el Espíritu Santo ni nuestra santificación por las acciones ordinarias que constituyen toda la trama de nuestra existencia.

    Y como nunca llegaremos a asemejarnos perfectamente a Jesús sino a condición de que, a ejemplo suyo, nos hagamos hijos de María, la fe nos hace recurrir a la Virgen, que ha sido predestinada para darnos a Jesucristo en la encarnación y para hacerse nuestra madre al pie de la cruz.

    En la atmósfera cada día más luminosa de esta fe viva, se nos va revelando gradualmente Cristo y todo su estupendo misterio. Y como consecuencia de ello, el ejercicio constante de la virtud, el diario contacto que tenemos en la santa Misa y en la oración con la fuente misma de nuestra santidad y nuestra docilidad a las inspiraciones del Espíritu Santo van perfeccionando la obra de nuestra conformación a la imagen del sacerdote único; y así es como –teniendo en cuenta el tiempo necesario y nuestra propia fragilidad– vamos acercándonos a Aquel que es el ideal de nuestra perfección. La misma generosidad del amor que ponemos en este trabajo de asimilación se convierte en un manantial de nuevas iluminaciones: «Si alguno me ama, dice Jesús, Yo me manifestaré a él» (Jo., XIV, 21).

    Y esto será así hasta que, «habiendo alcanzado, como dice San Pablo, la edad de varones perfectos» (Eph., IV, 13), entremos en la vida eterna.

    Esta doble gracia de transfiguración jugará también en el cielo un papel muy importante en la consumación de nuestra santidad.

    Por una parte, la luz de la visión beatífica nos mostrará a Jesús cara a cara, en todo el infinito esplendor de su divinidad. La irradiación del Verbo hará que su humanidad se manifieste nimbada con la gloria propia del Hijo único del Padre, «lleno de gracia y de verdad». Allí es donde contemplaremos sobrecogidos de admiración esta plenitud de la que todos hemos recibido. La majestad de Cristo, Sacerdote eterno, a quien «el Padre ha dado un nombre sobre todo nombre», se nos revelará mucho más claramente que a los apóstoles en el monte Tabor. Allí es donde comprenderemos la profunda verdad de las palabras del Gloria que tantas veces solemos repetir: «Vos sois el único Santo, el único Señor, el único Altísimo, Jesucristo, con el Santo Espíritu, en la gloria del Padre».

    Por otra parte, desde el momento en que entra en el cielo, cada uno de los elegidos adquiere una perfecta semejanza con el Hijo de Dios. Es tan grande el poder de nuestra gracia de adopción, que termina por transfigurarnos en una imagen viva del mismo Dios. Es San Juan quien nos lo dice: «Sabemos que cuando aparezca, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es» (I Jo., III, 2). ¿Cuál es el motivo de que el hecho de ver a Dios llegue a transfigurar de esta manera nuestras almas? Porque nuestras almas son como espejos que, al contemplar la inefable Belleza, se convertirán para siempre en vivas imágenes de esta misma Belleza.

    Si esto es una consoladora verdad para toda alma cristiana, nosotros los sacerdotes tenemos la certeza de saber que, por razón del carácter sacerdotal de que estamos investidos, gozaremos en el cielo de un aumento de gloria. Este carácter invisible, que nos hace semejantes a Cristo, aparecerá entonces en todo su radiante esplendor y se nos revelará en todo su alcance la verdad de aquellas palabras: «Tú eres sacerdote por toda la eternidad». Nuestra dignidad de ministros de Cristo será para nosotros un honor incomparable, un motivo de acción de gracias y de alabanzas, de un júbilo puro e indecible que no tendrá fin.

    Jesús oró por sus sacerdotes en aquel augusto momento en que instituyó el sacerdocio y les confirió este sacramento. Y rogó por ellos y por todos los sacerdotes que habían de ser llamados para continuar su obra redentora:

    «Padre santo… Yo ruego por ellos…, por los que Tú me diste, porque son tuyos… No pido que los tomes del mundo, sino que los guardes del mal. Como Tú me enviaste al mundo, así Yo los envié a ellos al mundo… Que tengan mi gozo cumplido en sí mismos… Que ellos sean uno… en nosotros… como nosotros somos uno…, para que crea el mundo que Tú me enviaste y amaste a éstos como Tú me amaste. Padre, lo que Tú me has dado, quiero Yo que donde Yo esté, estén ellos también conmigo, para que vean mi gloria que Tú me has dado, porque me amaste antes de la creación del mundo» (Jo., XVII, 9-24).

 

 

Notas de dom Columba Marmión sobre su vida sacerdotal

    La doctrina de Dom Marmión es la expresión de una vida interior intensamente vivida. Hasta el punto de que fue su misma vida la que elaboró la doctrina que expuso en su ministerio de predicación.

    Son muchos los testimonios que acreditan que de la simple lectura de sus obras se desprende la convicción de que su doctrina es más bien fruto de la experiencia que una exposición meramente teórica.

    La publicación de su biografía, «Un maître de la vie spirituelle», compuesta, en su mayor parte, por extractos de sus notas y de sus cartas, ha puesto claramente de relieve hasta qué punto llegaba la compenetración de la vida y de la doctrina de Dom Marmión, singularmente por lo que respecta a su vida sacerdotal y a su doctrina sobre el sacerdocio.

    Para complacer a muchos lectores, deseosos de constatar por sí mismos esta admirable concordancia entre la vida y la doctrina de Dom Marmión, hemos creído que sería muy oportuno añadir al fin de esta obra algunos apuntes tomados de sus notas manuscritas para que puedan comprender mejor cuál era la razón de aquella íntima convicción con que hablaba en sus predicaciones.

    Las páginas que siguen no tienen otro propósito que el de proporcionar a los sacerdotes una mayor satisfacción al poder descubrir por sí mismos cómo vivía Dom Marmión la doctrina sacerdotal que nos legó en sus escritos y predicaciones.

    Hemos distribuido estas notas siguiendo el orden de los capítulos del presente volumen, a excepción de los tres primeros capítulos, de los que hemos prescindido, por ser de carácter estrictamente didáctico. En cada capítulo, hemos seguido un orden cronológico para permitir que el lector pueda seguir más fácilmente la trayectoria de la vida espiritual del insigne maestro.

 

IV.- Ex fide vivit

    1896.– Estoy leyendo las obras de San Juan de la Cruz. Su lectura proporciona a mi alma una verdadera cascada de luz. Ahora es cuando empiezo a comprender en qué consiste la vida de fe y la oración de fe, sin tener en cuenta para nada los cambios de circunstancias y de temperamento. Al mismo tiempo voy dándome cuenta del peligro que corren los que se fían de su propio juicio y se dejan llevar de criterios que no sean precisamente el de la doctrina de la Iglesia y el de la revelación.

    Durante la octava de la Epifanía (1897), he llegado a comprender que la gran realidad, la gran verdad, la verdad por excelencia es que «Jesucristo es el Hijo de Dios».

    1. En dos ocasiones distintas el Padre ha proclamado solemnemente esta verdad: en el bautismo de Jesús y en la Transfiguración: Hic est Filius meus dilectus in quo mihi complacui… Clarificavi et adhuc clarificabo… Ut in nomine ejus omne genu flectatur… La gloria de su Hijo –que se humilló hasta la muerte para demostrar al mundo el amor que profesaba a su Padre: Ut cognoscat mundus quia diligo Patrem– parece ser que constituye la gran «preocupación» del Padre.

    2. El mismo Jesucristo lo proclamó así solemnemente delante de sus jueces y por eso precisamente fue crucificado: Adjuro te per Deum vivum ut dicas nobis si tu es Christus, Filius Dei benedicti? Tu dixisti… Debet mori quia Filium Dei se fecit.

    Este mismo día (15 de diciembre de 1899, octava de la Inmaculada Concepción) el Señor me ha hecho comprender que el gran objetivo de toda mi vida no debe ser otro que el de procurar, como Él lo hace, la gloria de Jesús. Este es, también, el deseo más íntimo de María. He sentido una profunda impresión al meditar estas palabras: «Tanto amó Dios al mundo, que le dio su Unigénito Hijo». El don que nos hizo el Señor es digno de Dios: su propio Hijo. ¡Oh si tú conocieras el don de Dios! Desde toda la eternidad, el Padre encuentra sus delicias en su Hijo, «el Hijo Unigénito que vive siempre en el seno del Padre».

    Este mismo Hijo está «en nuestro seno» por la comunión eucarística y por la fe. «Cristo, dice San Pablo, habita en nuestros corazones por la fe». Y es precisamente por la fe como debemos encontrar nuestras delicias en Jesucristo, de la misma manera que las encuentra el Padre: «He aquí mi Hijo muy amado, en quien tengo todas mis complacencias». Y la fe es la que realiza todo esto: «Hágase en vosotros según vuestra fe».

    25 de febrero de 1900.– Al meditar hoy en la fe de Abraham, he sentido un poderoso movimiento de la gracia que me impulsa a consagrar toda mi existencia y todas mis energías a glorificar a Jesucristo, tanto en mí mismo como en los demás, imitando así al Padre que nos ha hecho el don de su Hijo: Él nos dice que le escuchemos.

    Me he dado cuenta de que por medio de la fe nos identificamos, en cierto modo, con Jesucristo en el Espíritu Santo, y que, como Él ha dicho, podemos conseguir todo cuanto pedimos. Esta es, además, su promesa. Pero, como nos enseña la historia de Abraham, es posible que pase cierto tiempo antes de que se realice su promesa.

    Dominica in albis de 1900.– Todo nos habla hoy de la fe: «Dichosos los que no han visto y han creído». «Ella es el fundamento y la raíz de toda justificación». La fe viva en la divinidad de Jesucristo es la que hace que vivamos la vida divina.

    1. Esta vida divina tiene su principio en la fe: «Los que creen en su nombre… son hijos de Dios». «Todo el engendrado de Dios vence al mundo»… «¿Y quién es el que vence al mundo sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?» Esta convicción íntima de la divinidad de Jesucristo hace que nos postremos a sus pies como el ciego de nacimiento: «El justo vive de la fe»; «El que cree en mí, aunque muera, vivirá».

    2. Por esta fe, nos identificamos, en cierta manera, con el mismo Jesucristo.

    a) En nuestros pensamientos: «El que cree en el Hijo de Dios tiene el testimonio de Dios en sí mismo». Nos apropiamos los mismos pensamientos de Jesucristo: «El que se allega al Señor se hace un espíritu con Él».

    b) En nuestros deseos: «Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús».

    c) En nuestras palabras: «Si alguno habla, sean sentencias de Dios». Cristo se convierte en la fuente inspiradora de todas nuestras palabras: «Que habite Cristo por la fe en vuestros corazones».

    d) En nuestras acciones: «Y todo cuanto hacéis de palabra o de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por Él».

    Entonces es cuando se realizan aquellas palabras: «Y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí… Vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí».

    Febrero de 1906.– La expresión de Nuestro Señor: «La obra de Dios es que creáis en Aquel que Él ha enviado», me hace comprender con mayor claridad que todo lo tenemos en Jesucristo. El que por la fe se entrega sin reserva alguna a Jesucristo cumple perfectamente con Él, en Él y por Él todos los deberes que tiene con el Padre. Jesús es uno con su Padre: «Yo y el Padre somos una sola cosa». Él está «en el seno del Padre y el que se une por la fe a Jesucristo, obra, en la unidad, lo mismo que Jesús obra por su Padre». Los miembros hacen a su modo lo mismo que hace la persona: «Pues vosotros sois el cuerpo de Cristo, y cada uno en parte». Cuando estamos unidos por la fe a Jesucristo y en medio de su oscuridad rendimos nuestra inteligencia a sus pies, aceptando con amor todo cuanto Él hace en nuestro nombre en presencia de su Padre, entonces es cuando nuestra oración se sublima y se puede decir que la hacemos «en espíritu y en verdad».

    15 de diciembre de 1916.– Esta mañana he terminado la predicación de un retiro en…, donde he desarrollado el siguiente tema: la vida y la actividad de Jesucristo es una consecuencia de la contemplación con que su alma estaba siempre embebida en la presencia del Padre: modelo de nuestra vida de fe que se alimenta de su contemplación habitual de Dios, en unión con el alma de Cristo.

 

V.- Morir al pecado

   Pascua de Resurrección de 1900.– Me he sentido vivamente tocado por la gracia al meditar las palabras de San Pablo: «Fue entregado por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación».

    Jesucristo es la Sabiduría eterna e infinita y para expiar nuestros pecados, ha escogido una muerte dolorosa. Estaba exento en justicia de la muerte, ya que el pecado, que es la única razón de la muerte, per peccatum mors, no le alcanzó, y sin embargo, la aceptó libremente, sustituyéndose a nosotros y por nuestro propio bien. He tenido un íntimo sentimiento de la gran eficacia de esta muerte y me he unido a Jesús en su muerte para morir así al pecado. He experimentado grandes sentimientos de abandono, de gratitud, etc.

    Resurrexit propter justificationem nostram.– El fin de la vida de Jesucristo resucitado es nuestra propia justificación. Me he dado perfecta cuenta de cómo Jesucristo tenía en cuenta esta santificación y hasta qué punto tiene eficacia para santificarnos la unión de nuestra vida con la suya: «Porque si, siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más, reconciliados ya, seremos salvos en su vida».

    14 de enero de 1908.– Todas las mañanas hago a Dios el ofrecimiento de mi vida y renuevo la aceptación de la muerte que me quiera enviar y en el tiempo que lo tenga dispuesto.

    1915.– Me siento incapaz de expresaros lo que se siente en aquel momento, porque sólo la experiencia nos puede enseñar lo que se experimenta al verse tan próximo a comparecer ante la presencia de Dios. Siempre que he meditado que algún día me he de encontrar en este trance supremo, me he sentido invadido por el temor y he tomado la resolución, si Dios me diera tiempo para ello, de ordenar de tal manera la vida, que al llegar el momento de la muerte me vea libre de semejante temor.

    1917.– Si hay alguna cosa grande y solemne en la vida, es precisamente la hora de la muerte. San Benito nos recomienda que la tengamos siempre presente ante los ojos: Mortem quotidie ante oculos suspectam habere. Y por lo que a mí hace, os diré que la tengo constantemente presente.

    Principios de 1919.– Dios se muestra muy bueno conmigo. Es verdad que me somete a muchas pruebas, pero, al mismo tiempo, me une cada vez más a Él. Apenas me abandona el pensamiento de Dios, de la eternidad y de la muerte, pero todo esto me proporciona una gran alegría y una gran paz. Siento un gran temor de la majestad, de la santidad y de la justicia de Dios, pero, al mismo tiempo, tengo una gran seguridad de que el amor de nuestro Padre celestial se servirá de todo para lo que más me convenga.

    1 de enero de 1920.– También yo tengo un gran miedo a la muerte. La muerte es el castigo divino del pecado: merces peccati mors, y este temor de la muerte honra a Dios, y si va acompañado de la virtud de la esperanza, le honra mucho más aún. Al recorrer todos los días las estaciones del Via Crucis, me encomiendo a Jesús y a María para el momento de mi agonía y de mi juicio, y tengo la firme convicción de que estarán allí conmigo para ayudarme.

    20 de febrero de 1920.– Siento un deseo grande y ardiente de ir al cielo. Es verdad que tengo miedo al juicio, pero me arrojo en el seno de Dios con todas mis miserias y mis responsabilidades y abrigo la esperanza de que me otorgará su misericordia. No hay ninguna otra cosa que pueda salvarnos, porque nuestras obras son tan pobres, que no merecen ser presentadas a Dios y es solamente su amor paternal el que le mueve a aceptarlas: Non æstimator meriti sed veniæ quæsumus largitor admitte, como decimos en la santa Misa.

    17 de diciembre de 1922.– En la misma medida en que reconocemos nuestra miseria y aceptamos el participar en la Pasión de Jesús y en las debilidades de que se quiso revestir, participamos de su fortaleza divina: gloriabor in infirmitatibus meis… Cum infirmor tunc potens sum. Entonces es cuando nos convertimos en el objeto de las misericordias divinas y de las complacencias del Padre celestial que nos contempla en su Hijo.

    Será en el momento de la muerte cuando experimentaremos principalmente este misterio y nos beneficiaremos de él. Jesucristo ha abolido la pena de muerte al sepultar nuestra muerte en la suya. En adelante, su muerte es la que clama misericordia por nosotros y el Padre ve en nuestra muerte la reproducción de la muerte de su Hijo. Por eso es por lo que «la muerte de los justos es preciosa a los ojos del Señor»: Pretiosa in conspectu Domini mors sanctorum ejus. Hace algún tiempo que todas las mañanas vengo pidiendo al Señor en la santa Misa que a todos los agonizantes les conceda la gracia de que tengan una muerte como la suya. Si pedimos esto, podemos tener la firme convicción de que Jesucristo nos concederá en el momento de nuestra agonía lo mismo que hemos pedido para los demás.

 

VI.- Penitencia y compunción

    1917.– Al decir en la santa Misa: ab æterna damnatione nos eripi, se me ocurre muchas veces esta idea: lo que puede aumentar considerablemente nuestra esperanza de conseguir la salvación es la gracia de haber sido llamados para elevar a Dios todos los días esta oración en el momento preciso en que sustituimos nuestra miseria y nuestra indignidad por la víctima infinitamente digna y perfecta.

    Siento un gran consuelo al contemplar los episodios de la vida de Jesús en los que se manifiesta su bondad y su delicadeza con los pobres pecadores, con la Samaritana, con María Magdalena… Cuanto más leo y medito la Sagrada Escritura, cuanto más me entrego a la oración, más claramente veo que la conducta que Dios observa con nosotros es toda de misericordia: Non volentis neque currentis, sed miserentis est Dei. Esta misericordia de Dios es la misma Bondad infinita que se vuelca sobre nuestros corazones miserables. En todas partes encontramos confirmada esta manera de obrar de Dios. Cuando recito el oficio divino, me parece ver que de cada uno de los versículos de los Salmos brota un rayo de luz que nos habla de la misericordia divina.

    Septiembre de 1918.– Mi vida interior es muy sencilla. Durante mi estancia aquí en B…, el Señor me ha unido íntimamente a Él, pero en la simple fe. He llegado a la firme convicción de que el Señor quiere conducirme por este camino. No tengo nunca consolaciones sensibles, ni las deseo. Pero tengo iluminaciones y conocimientos inesperados e instantáneos de las profundidades de las verdades reveladas. Siento un atractivo especial por la compunción: el Padre del hijo pródigo, el buen Samaritano y la escena de la Magdalena a los pies de Jesús llenan mi alma de un doble sentimiento de compunción y de confianza.

    13 de diciembre de 1919.– Al hacer esta mañana el ejercicio del Via Crucis, he visto claramente que Jesús hizo por nosotros todo cuanto exigía la santidad y la justicia de su Padre, pero también me he dado cuenta de que nos invita a que, como Simón Cireneo, tomemos nuestra partecita. Por ello llevo mi cruz con alegría.

    Cuando me siento desalentado, cuando sufro contradicciones o padezco aridez o sequedad, me basta con meditar en la pasión de Jesús al recorrer las estaciones del Via Crucis para sentirme reconfortado: es como un baño en el que se sumerge mi alma y del que siempre sale con nuevo vigor y nueva alegría. Podría decirse que esta práctica piadosa produce en ella el mismo efecto que un sacramento.

    1 de noviembre de 1921.– Al meditar las palabras de Jesús: Corpus autem aptasti mihi, he llegado a comprender que el Padre no le dio un cuerpo glorioso ni exento de debilidades, sino que, como dice San Juan Damasceno, experimentó todas las flaquezas que no eran indignas de su divina Persona: Vere languores nostros ipse tulit. Por eso nos invita a compartirlas. Él las asume, las diviniza, y de esta suerte se convierten en el manantial de esta virtus Christi, de que nos habla San Pablo.

    29 de diciembre de 1922.– (A una hermana suya religiosa). Todos los días en la santa Misa te meto en el corazón de nuestro amado Salvador. San Pedro nos dice que Jesucristo murió por todos, para presentarnos a todos a su Padre. Él, que era el Justo, murió por nosotros los pecadores, para que podamos llenarnos de la fortaleza y del poder del Espíritu Santo. Todo cuanto Él presenta a su Padre es del mayor agrado de éste, por muy miserables que seamos nosotros. Esta es la razón de por qué te presento todos los días al Señor en la santa Misa.

    Veo claramente que el Señor te va a introducir en la última etapa que tu alma debe atravesar antes de llegar a Él. Nuestro Señor ha tomado sobre sí todos nuestros pecados y los ha expiado plenamente, y esta expiación suya se nos aplica por medio de la compunción y de la absolución. Pero, además de esto, Él se ha cargado sobre sí todas las flaquezas y las debilidades de su Esposa. Y es necesario que,  antes de llegar a Él, vea sienta conozca que todo le viene de Él y que, gracias a que Él ha asumido en su Humanidad nuestra miseria, nuestra pobreza y nuestras flaquezas, han sido elevadas a un valor divino. Este es un gran secreto que muy pocos han llegado a comprender. San Pablo lo expresa en los siguientes términos: «Muy gustosamente, pues, continuaré gloriándome en mis debilidades para que habite en mí la fuerza de Cristo. Por lo cual, me complazco en las enfermedades…»

    Cuando al hacer cada día el ejercicio del Via Crucis considero que Dios, el Infinito, el Todopoderoso sucumbe de debilidad y se echa a temblar en Getsemaní, es cuando mejor comprendo que, en vez de un cuerpo glorioso, tomó al encarnarse un cuerpo sujeto como el nuestro a la flaqueza, para que nuestra debilidad se torne divina en Él.

 

VII.- Humiliavit semetipsum factus obediens

   8 de abril de 1887. Viernes Santo.– (A una hermana suya religiosa). He tenido la felicidad de pasar casi tres horas ante el Santísimo Sacramento y he experimentado un gran deseo de amar a Jesús con todo mi corazón. Los pensamientos que tuve ayer durante el mandatum [Ceremonia del lavatorio de los pies que el Jueves Santo se hacía en la iglesia del monasterio] me afectaron muchísimo y todavía dura hoy su eco en mi alma. Estos pensamientos me dieron una gran luz sobre el amor que tuvo Jesús durante su pasión y sobre el amor y la humildad indecibles que mostró cuando lavó los pies de sus apóstoles. Cuando el abad se acercó a lavarme los pies, comprendí que representaba a Jesús. Quiere el Señor que esta ceremonia, que Él realizó el primero, la renovemos nosotros, con lo que nos da a entender que está dispuesto a practicarla con cada uno de nosotros en la persona de sus sacerdotes. Como Jesús se complace tanto en la virtud de la humildad, creí que me haría alguna gracia especial al lavarme los pies. Me figuré que yo era Judas y que Jesús me decía: «Si quieres llegar a profesarme un gran amor, es necesario que imites mi ejemplo y que te hagas siervo de los demás; póstrate siempre a los pies de los demás y llegarás a alcanzar un gran amor».

    5 de octubre de 1887.– He recibido la gracia de comprender que uno de los mejores medios para alcanzar la verdadera humildad consiste en amar a mis superiores y a mis hermanoshumili caritate.

    La humildad procura, ante todo, no obrar por propio impulso, sino seguir siempre el movimiento de la gracia o, lo que es lo mismo, conceder la iniciativa a Dios y a la gracia, de acuerdo con lo que nos enseña el mismo Jesús: «Y no hago nada de mí mismo, sino que, según me enseña el Padre, así hablo».

    La humildad reconoce en todas las cosas la voluntad divina. De ahí precisamente que nos incline a someternos a todos nuestros superiores y, en especial, a nuestros superiores espirituales. No hay autoridad que no venga de Dios. Sean cuales sean sus condiciones personales, los superiores, en cuanto que son «superiores», participan de algo divino, y por eso la humildad se les somete con toda naturalidad. En esto consiste el fundamento de todos los textos que se refieren a la autoridad: «Yo os he dicho que sois dioses»; «el que a vosotros escucha, a Mí me escucha»; «todo poder viene de Dios», etc.

    Esto mismo se puede afirmar de los hombres y la humildad ve en los demás lo que en ellos hay de divino para rendirles homenaje, al paso que en sí misma no ve sino lo que es su propia obra. Por eso es por lo que no encuentra la menor dificultad en tener mejor concepto de los demás que de sí misma.

    11 de diciembre de 1895.– (A una hermana suya religiosa). Tu carta me ha proporcionado una gran alegría al comprobar que, a pesar de tu indignidad, es Dios quien te guía y se muestra extremadamente misericordioso contigo. Tu mayor empeño debiera ser el de alcanzar una gran humildad, porque es el mejor camino para llegar al amor de Dios. Porque es tan grande el poder de Dios, que puede convertir nuestra misma corrupción en oro puro de su amor, a condición de que no haya obstáculo que lo impida; y el mayor obstáculo es precisamente el orgullo. Puedes creerme cuando te digo que, si eres sinceramente humilde, Dios hará lo demás.

    Quizás te pueda ser provechosa una sencilla práctica de que yo me sirvo, para alcanzar la humildad. Y consiste en hacer cada día tres estaciones.

    Primera estación.– Considera lo que serías. Si alguna vez en la vida has cometido un solo pecado mortal, ya por ello has merecido ser maldecida eternamente por Aquel que es la Verdad y la Bondad infinita. Y esta maldición traería para ti las siguientes consecuencias: separación definitiva de Dios, odio eterno a Dios y a todo lo que es bueno, justo y bello, y vivir para siempre jamás hollada por los pies del demonio. Y esta sentencia, pronunciada por el que es la misma Bondad, hubiera sido justa. ¡Amadísima hermana mía! Quizás nosotros hemos merecido todo esto, y si en este mismo momento no estamos sufriendo las consecuencias de esta sentencia, es debido a la misericordia divina y a los sufrimientos de Jesucristo. ¿Puede haber después de esto, algo que nos parezca demasiado penoso? ¿Seremos capaces de sentirnos heridos si alguna vez nos desprecian?

    Segunda estación.– Lo que somos. No podemos dar un solo paso que nos acerque a Dios si no contamos con su ayuda. Nuestras diarias infidelidades, nuestros pecados e ingratitudes y aun nuestros mejores acciones forman una cosecha bien miserable.

    Tercera estación.– Lo que podemos llegar a ser. Si Dios apartara su mano de nosotros, volveríamos a ser lo que fuimos antes, y aun peores. Dios lo ve perfectamente y conoce bien los abismos de perfidia de que somos capaces. ¿Cómo podemos, pues, ser orgullosos?

    Pero, además de estas tres estaciones, hay otra que siempre debemos tener muy en cuenta. Y es que somos infinitamente ricos en Jesucristo y que, en comparación de nuestras miserias, las misericordias de Dios son como el océano ante una gota de agua. Nunca glorificaremos más a Dios que cuando, a pesar de tener conciencia de nuestros pecados y de nuestra indignidad, estamos llenos de confianza en su misericordia y en los méritos infinitos de Jesucristo, y nos arrojamos con amoroso abandono en su seno, con la firme convicción de que no sabrá rechazarnos: «Oh Dios, Vos no despreciáis a un corazón humillado y contrito».

    1 de abril de 1918.– Hoy he cumplido 60 años. El abismo de mis pecados y de mis ingratitudes ha sido purificado en el abismo infinito de la misericordia del Padre celestial.

    1920.– La sagrada Liturgia nos dice que el Señor manifiesta su omnipotencia maxime miserando et parcendo. Seamos un monumento que acredite su misericordia por toda la eternidad. Cuanto más profundas son nuestra miseria y nuestra indignidad, más grande y adorable se manifiesta su misericordia: Abyssus abyssum invocat: «El abismo de nuestra miseria llama al abismo de su misericordia». Es para mí un motivo de gran consuelo el comprobar que vais avanzando por este camino que es tan seguro, que lleva tan alto y que rinde titulo de gloria a la sangre preciosa de Jesucristo y a la misericordia de Dios. Este es también el camino que yo sigo. Os pido que me ayudéis con vuestras oraciones a proseguirlo sin desmayos.

    29 de diciembre de 1922.– Nunca me siento tan feliz como cuando, prosternado ante la infinita misericordia del Padre para mostrarle mi miseria, mi debilidad y mi indignidad, me ocupo menos de mi propia miseria que de su infinita misericordia.

 

VIII. La virtud de la religión

   1897.– Con el fin de ser y mostrarse siempre como auténtico representante de Jesucristo en el ejercicio de mi ministerio con las almas, pondré el mayor cuidado en estar siempre ainfinita distancia de todo lo que sea puramente natural. Como el mejor exponente del amor que profesa a su Padre, Jesús ha realizado la empresa que le confió para la salvación de los hombres: Ut cognoscat mundus quia diligo Patrem et sicut mandatum dedit mihi Pater sic facio. ¿Y cuál es este mandato? Que derrame su sangre por los hombres. Por eso, ejerceré mi ministerio únicamente por amor a Dios y por cooperar a sus designios amorosos para con los hombres: Él ha entregado a su Hijo por cada uno de ellos y Jesús ha dado «la mayor prueba de su amor»: Majorem hac dilectionem nemo habet.

    4 de enero de 1900.– Al entrar en este nuevo año, he sentido un poderoso impulso de la gracia para hacer que mi vida tenga el mismo objetivo que Dios se ha señalado a sí mismo: la gloria de su Hijo Jesucristo. Me he ofrecido al Padre y a María con esta intención.

    1902.– En el confesonario, el sacerdote es el ministro de Jesucristo y cuanto más se identifique con su divino Maestro mejor participará de sus disposiciones para con Dios y para con las almas, con lo que hará que desciendan sobre su ministerio bendiciones más abundantes:

    1. Que, antes de empezar a oír las confesiones, nos humillemos profundamente en la presencia de Dios, reconociendo que nada podemos hacer por el bien de las almas sin contar con su ayuda: Sine me nihil potestis facere.

    2. Que ofrezcamos esta acción tan santa como un acto de amor al Señor que nos dijo: «En verdad os digo que cuantas veces hicisteis eso a uno de mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis».

    3. Que procuremos, en cuanto sea posible, prescindir de nosotros mismos para que sólo sea Cristo el que obre: Illum oportet crescere, me autem minui. Que cuidemos siempre de hablar y de actuar en nombre de Cristo, manteniéndonos siempre en una gran dependencia respecto de su Espíritu. Si quis loquitur, quasi sermones Dei; si quis ministrat, quasi ex virtute quam administrat Deus ut in omnibus glorificetur Deus per Jesum Christum.

    4. Que evitemos todo afecto personal por parte de los penitentes, actuando siempre con la única intención de llevarlos a Dios, sin buscar ningún interés mundano.

    1 de febrero de 1906.– Desde hace algún tiempo, el Señor me ha hecho ver claramente lo que Él ha dicho de sí mismo: «Yo soy el principio, el mismo que hablo con vosotros». Es necesario, pues, que Él sea el principio de toda mi actividad. Y para ello es preciso que «me renuncie a mí mismo para servir a Cristo». Esta continua inmolación de sí mismo ante Cristo realiza y lleva a su cumplimiento el gran deseo expresado por el Padre: «Todo lo pusiste debajo de sus pies». «Todos sus ángeles le adoran». «La obra de Dios es que creáis en Aquel que Él ha enviado». Jesucristo ha dicho: «Si alguno me ama, guardará mi palabra y mi Padre le amará». La función propia del ministro consiste en poner todas sus facultades a los pies de su señor, para que éste las emplee según su juicio y su querer. Mi divino Maestro ha dicho: «Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra». Mi misión consiste en ejecutar sus órdenes y en cumplir sus designios. Él es la Sabiduría, el Poder y el Amor; y sin Él yo no soy otra cosa que necedad, debilidad y egoísmo: «Sin mí nada podéis hacer».

    Me he convencido de que esto no es posible sin una vida de recogimiento y sin recurrir continuamente al divino Maestro.

    1 de noviembre de 1908.– Pedid para mí la gracia de que Jesús sea el dueño absoluto de mi alma, y que nada se mueva en mí sino por impulso suyo. Este es el objeto de todos mis deseos, aunque reconozco que estoy muy lejos de haberlo conseguido.

    2 de diciembre de 1908.– Para mí Jesús lo es todo. Yo no puedo ni rezar, ni celebrar, ni cumplir el ministerio sagrado sino con una dependencia absoluta respecto de su acción y de su Espíritu. Dios me ha proporcionado un gran deseo de hacer de Jesucristo el Señor absoluto de mi vida interior y el único manantial de que se alimente toda mi actividad. Es verdad que estoy muy lejos de haber llegado a este ideal, debido a mi amor propio y a mis innumerables infidelidades, pero abrigo una gran confianza de que llegará un día en que pueda decir con toda verdad: «Y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí». Entonces será cuando me revelará los secretos de su divinidad, según su promesa: «El que me ama… yo me manifestaré a él».

    15 de diciembre de 1908.– Orad por mí, para que Jesús se convierta en el dueño absoluto de mi alma, y pueda yo vivir en una dependencia cada vez mayor respecto de su Espíritu. Me doy perfecta cuenta de que este es precisamente mi camino, y que si logro alcanzar este ideal, entonces Jesús se servirá de mí para su gloria.

    21 de diciembre de 1908.– Pedid para mí la gracia de que sea humilde y fiel siervo de Jesucristo, que le esté completamente sujeto en todo: Omnia subjecisti sub pedibus ejus, y que me lleve adonde Él está: in sinu Patris.

    13 de diciembre de 1913.– Siento que desde hace algún tiempo el Señor me atrae fuertemente a vivir una vida de unión más íntima con Él. Mi mayor deseo consiste en que Jesús llegue a reinar y a vivir en mi interior de manera que todas mis potencias, facultades y deseos le están perfectamente sometidos. Rogad por esta intención.

 

IX.- El mayor de los mandamientos

   5 de octubre de 1887.– Hay un pensamiento que me llena de consuelo cuando, al leer las vidas de los santos, me siento tentado de descorazonarme ante la imposibilidad en que me encuentro de imitar sus austeridades: Plenitudo legis est dilectio. El amor puede ser perfecto sin estas austeridades y, por el contrario, estas austeridades sin el amor son æs sonans aut cymbalum tinniens. Si yo renunciara a mi propia voluntad en todas mis acciones y las hiciera únicamente por amor de Dios, me sorprendería muy pronto de los progresos realizados. Y verdaderamente, ¿por qué lo he dejado todo y he entrado en este monasterio si no es para alcanzar la meta del amor de Dios?

    18 de abril, martes de Pascua, de 1900.– He recibido muchas luces al meditar en estas palabras: «Cristo vive para Dios». He llegado a sentir la intensidad de esta vida de Jesús consagrada enteramente a Dios. La forma más elevada de perfección consiste en que nuestra vida se una a esta vida de Jesús. Sin Él nada podemos hacer y Él ha venido precisamente para comunicarnos esta vida: «Así como el Padre tiene la vida en sí mismo, así dio también al Hijo tener vida en sí mismo». «Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante». La Resurrección es el misterio de esta vida y Jesús nos la comunica principalmente en la sagrada comunión: «Si no coméis la carne del Hijo del hombre… no tendréis vida en vosotros». Este es el pan que da la vida al mundo. He experimentado un deseo cada vez mayor de asociarme a esta vida divina para que Jesús sea glorificado en mí. Este es precisamente el fin de su vida gloriosa: «Ha resucitado para nuestra justificación», y esta acción la continúa por toda la eternidad: «Siempre vive para interceder por ellos». Esta vida de Jesús no es otra cosa que el amor que profesa a su Padre, y que produce esta maravillosa floración de todas las virtudes humanas que fueron divinizadas en Él. Este es nuestro modelo. Por eso he tomado la resolución de procurar con todas mis fuerzas unir mi pobre vida a esta vida intensa y divina.

    1 de junio de 1901.– Me siento cada día más impulsado a adoptar la práctica de vida interior de perderme en Jesucristo. Que sea Él quien piense y quien quiera en mí y quien me lleve hacia su Padre. La única petición que nos ha enseñado a hacer a Dios por nuestras almas es: Fiat voluntas tua sicut in Caelo. Yo me empeño en amar su santa voluntad en las mil pequeñas contrariedades e interrupciones de cada día.

    4 de noviembre de 1903.– Una vez que nos hemos persuadido de que la voluntad de Dios no se distingue de su esencia, claramente se echa de ver que debemos preferir esta voluntad adorable a toda otra cosa y adoptarla como suprema norma de nuestra voluntad, en cuanto ella hace, ordena o permite. Debemos tener nuestra mirada fija en esta santa voluntad y no en las cosas que nos inquietan y nos preocupan.

    18 de abril de 1906.– Cuando vivimos unidos a Jesús, vivimos in sinu Patris. Esta es la vida de amor puro, que supone la heroica determinación de hacer siempre lo que es del mayor agrado del Padre: «No me ha dejado solo, porque Yo hago siempre lo que es de su agrado». Ni nuestras debilidades ni nuestras miserias pueden impedirnos el estar in sinu Patris, porque este es el seno de la misericordia y del amor infinito; aunque para ello es necesario un profundo menosprecio y anonadamiento de sí mismo, y tanto mayor cuanto más cerca estamos de esta santidad infinita. Es preciso, además, que nos apoyemos en Jesús, «que ha venido a sernos de parte de Dios sabiduría, justicia, santificación y redención». Todo cuanto hacemos in sinu Patris, con espíritu de adopción filial, es de un valor inmenso. Pero este estado supone la ausencia de toda falta deliberada y de toda resistencia voluntaria a seguir las inspiraciones del Espíritu Santo. Porque, si bien es verdad que Jesucristo toma sobre sí «nuestras debilidades y miserias», también es cierto que no acepta el menor pecado deliberado.

    Retiro en Paray-le-Monial, 20 de marzo de 1909.– Meditando hoy en el texto de San Pablo (Ephes., I, 11), me he dado perfecta cuenta de que Jesús es nuestro todo. Mi corazónunido al suyo se convierte en el objeto de las complacencias del Padre. Su corazón es el corazón humano de Dios. Este corazón, en cuanto que es el corazón del Verbo (al cual le está unido personalmente), pertenece enteramente al Padre y, en cuanto que es el corazón de una criatura, obra con absoluta dependencia respecto de Él.

    Y con la misma claridad me he dado cuenta de que esta dependencia es la que da un valor divino a nuestra actividad y he comprendido que es preciso cultivar esta dependencia y pedirla en nuestras oraciones.

    He tomado la resolución de leer la Sagrada Escritura, leyendo habitualmente una epístola de San Pablo entera, siempre que me sea posible; porque esta práctica será, a no dudarlo, una fuente de luz y de paz para mi alma.

    14 de agosto de 1912.– Cantaré la Misa por tus intenciones y por las mías, para que el Padre celestial nos una cada día más en su santo amor y nos lleve a Jesús: «Nadie puede venir a mí si el Padre, que me ha enviado, no la trae». Efectivamente, todo don perfecto (Jesús, María, la gracia, la amistad santa) desciende del Padre. ¡Amémosle, pues, con todo nuestro corazón! «Quienquiera que hiciere la voluntad de mi Padre…, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre». No podemos hacer cosa que sea más grata al corazón de Jesús que unirnos a Él en el amor que profesa a su Padre y en el cumplimiento de su santa voluntad.

    16 de febrero de 1913.– Tengo una gran esperanza de poder vivir en adelante sólo para Dios. Siento que es voluntad de Jesucristo que yo, a ejemplo suyo, viva propter Patrem, y esto de dos maneras: 1) siendo Él quien inspire toda mi conducta; y 2) empleando toda mi actividad para su mayor gloria.

    4 de diciembre de 1917.– Vivamos íntimamente unidos al Corazón de Jesús. Unamos nuestra alma y nuestro corazón a los suyos, para que no veamos sino por sus ojos, y no amemos sino por su corazón.

    El Verbo procede enteramente del Padre. Por eso es por lo que el Padre encuentra en el Verbo su gloria y su gozo infinitos. Este Verbo vuelve enteramente al seno del Padre con un amor infinito.

    Este misterio lo expresa Jesús en su humanidad: a) por su absoluta dependencia del Padre. Toda su doctrina, sus proyectos y su obra los ve en su Padre. Esta es la absoluta perfección divina; b) haciéndolo todo por amor al Padre: quæ placita sunt Patri facio semper.

    Lo mismo cabe decir de nosotros. «El Padre nos ha engendrado voluntariamente en el Verbo». En Él y con Él debemos refluir nosotros con amor in sinum Patris. a) Nuestra alegría debe consistir ut faciam voluntatem ejus qui misit me. Todo proyecto y todo sueño ambicioso se opone directamente a este amor. b) Debemos hacerlo todo por amor: ambulate in dilectione sicut filii carissimi.

    19 de marzo de 1918.– Lo que pido con toda insistencia al Padre por ti es: sanctifica eam in veritate. Debiéramos desear ardientemente ser precisamente aquello que nuestro Padre celestial quiere que seamos, ni más ni menos. Uno de estos últimos días se lo he dicho en un arrebato de amor: «Sé Tú, oh Padre, mi director y haz que yo sea aquello precisamente que Tú quieres que sea: muy débil y muy miserable por mí mismo, pero muy fuerte y muy fiel en Vos y en vuestro Espíritu». Creo en el amor que el Padre nos tiene y quiero, en cambio, que Él vea el amor que yo le tengo en Jesucristo.

    9 de marzo de 1922.– Me encuentro bien. Deo gratias. Dios es quien me sostiene. A pesar de las grandes tentaciones y de las pruebas interiores a que estoy sometido, vivo, no obstante, íntimamente unido a su voluntad. A veces parece que me rechaza, y bien sé que lo merezco; pero yo sigo obstinadamente esperando en Él… Me he dado perfecta cuenta de que el verdadero camino para llegar a Dios consiste en humillarse muchas veces ante Él con un sentimiento profundo de nuestra indignidad y luego creer en su bondad: nos credidimus caritati Dei,y arrojarse a sus brazos y abandonarse a su corazón de Padre.

 

X.- Hoc est præceptum meum

    Mayo de 1889.– Me he sentido vivamente impresionado al pensar que Dios acepta, como si se lo hiciésemos a Él mismo, cuanto hacemos por nuestros hermanos. Jesús se me entrega sin reserva alguna todas las mañanas en el Santísimo Sacramento y me pide en cambio que durante el día le demuestre el amor que le tengo amando a mis hermanos.

    Resolución.– Venerar habitualmente a Jesucristo en la persona de mis hermanos, poniéndome muchas veces en espíritu a sus pies y diciéndome interiormente que lo que yo pienso de ellos o hago en su obsequio es como si lo pensara o hiciera al mismo Jesucristo.

    Cuanto más pienso en el amor de mis hermanos, más me doy cuenta de su importancia y comprendo mejor por qué el Apóstol San Juan no cesaba de inculcarlo. Al meditar en la aparición de Jesús a los discípulos de Emaús, he visto que no se limitaron a ofrecerle hospedaje, sino que le forzaron a entrar en su casa, y esto es lo que me ha proporcionado una gran luz sobre cómo debo practicar la caridad, buscando cuantas ocasiones pueda para ayudar a mis hermanos, aunque sea a expensas de mi propia comodidad.

    1 de junio de 1901.– El Señor me ha invitado en la oración a identificarme con Él: «vivir en Él y Él en mí», y me ha impulsado: 1) a realizar en unión con Él actos de amor a su Padre; 2) a abandonarme enteramente a Él; 3) a amar al prójimo como Él le ha amado. Este último punto ejerce sobre mí una gran atracción desde hace algún tiempo. Siento un gran aumento de amor por la santa Iglesia, Esposa de Jesucristo. Tengo una especie de sentimiento habitual de que el prójimo es el mismo Cristo, y esto me impulsa a mostrarme caritativo con todos. Veo con gran claridad que la caridad comprende todas las demás virtudes y que nos impone un continuo renunciamiento.

    23 de febrero de 1903.– Nuestro Señor me da una confianza cada vez mayor en la eficacia del santo sacrificio y del oficio divino. Cuando celebro la santa Misa o rezo el breviario, me parece que llevo conmigo a todos los que están afligidos, a todos los que sufren, a todos los pobres, en una palabra, todos los intereses de Jesucristo. Cuando me consagro a Jesús, suelo ordinariamente experimentar la sensación de que me une a Él y a todos sus miembros, y me ruega que abrace su mismo ideal, para que pueda decirse de mí lo que el profeta anunció de Él: «Él tomó nuestras enfermedades y cargo con nuestras dolencias».

    20 de enero de 1904.– (A su superior). Hace algún tiempo que el Señor me viene uniendo más íntimamente a Él y me doy más clara cuenta de la nada de las criaturas… Es una cosa curiosa: desde que me entrego más a Dios en la oración, vengo experimentando un sentimiento más vivo de mi unión con todos los miembros de la Iglesia y con algunos en particular. Tengo la impresión de que llevo en mi corazón a toda la Iglesia y esto especialmente en la santa Misa y en el oficio divino, lo cual me evita muchas de las distracciones que antes tenía.

    19 de enero de 1905.– No podéis imaginaros cómo es comido mi tiempo. Y digo comido, porque todas las mañanas me pongo en la patena con la hostia que se va a convertir en Jesucristo; y de la misma manera que Jesucristo se pone allí para ser comido por todos sin distinción –sumunt boni, sumunt mali, sorte tamen inæquali–, así yo también soy comido durante el día por toda clase de gentes. ¡Quiera nuestro amado Salvador ser glorificado por mi destrucción como Él lo es por su propia inmolación!...

    Febrero de 1906.– Jesús está siempre unido a su Iglesia y… esta unión es el modelo de cualquiera otra unión… Jesús ama a su Iglesia y le está unido, porque la contempla en el amor que profesa a su Padre. «Yo ruego por ellos… porque son tuyos». El que está verdaderamente unido a Jesús lo está también a todos los miembros de su Iglesia, y cumple todos sus deberes en Él y por Él. Jesús se presenta a nosotros en nombre de su Iglesia, llevando como suyas todas sus debilidades y todos sus dolores: vere languores nostros ipse tulit et dolores nostros ipse portavit.

    16 de diciembre de 1917.– Os agradezco desde lo más íntimo de mi alma el volumen [Vida de Santo Domingo] que me habéis enviado. Hay en el prólogo del mismo una frase que se refiere a vuestro santo fundador, que ha producido un gran eco en mi alma: «Pasó por el mundo… como el Verbo de Dios… fue la palabra, la predicación, el Verbo siempre en acción»… ¡Qué ideal más hermoso! Sansón (figura de Cristo, que es la «Sabiduría y la Fortaleza de Dios») derrotó a los filisteos con una quijada de asno. Sansón era mucho más poderoso y más fuerte con esta arma tan sencilla que cualquier otro con el arma más perfecta. Y mi mayor deseo es, precisamente, ser un arma así en las manos del Verbo, porque la causa instrumental obra en virtud de la fuerza de la causa principal. Oremos mutuamente el uno por el otro para que podamos llegar a alcanzar este ideal sublime y divino.

 

XI-XII.- El sacrificio de la Misa

    Pentecostés de 1907.– He llegado a comprender claramente que Jesús, que en virtud de su misma esencia está enteramente consagrado al Padre, ha elegido la forma más perfecta de consagrarse también al Padre en cuanto hombre, ofreciéndose a Él como víctima. Por eso precisamente se hizo «sacerdote eterno» desde el primer momento de su encarnación. San Pablo es quien nos revela el primer impulso del alma de Jesús en este primer momento: «Al entrar en el mundo» dirige una mirada retrospectiva al Antiguo Testamento y ve que todos sus sacrificios no son sino «flacos y pobres elementos», incapaces para glorificar debidamente a su Padre: «No quisiste sacrificios ni oblaciones, pero me has preparado un cuerpo». Entonces se ofrece como víctima: «Entonces, yo dije: Heme aquí». Y ya desde ahora Jesucristo es sacerdote: «Por el Espíritu eterno a sí mismo se ofreció inmaculado a Dios». Se ofrece por amor: «Para que el mundo sepa que amo a mi Padre».

    El Apóstol nos exhorta a que imitemos a Jesucristo en esta oblación: «Os ruego, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, que ofrezcáis vuestros cuerpos como hostia viva, santa, grata a Dios, que tal sea vuestro culto racional». Nosotros participamos del sacerdocio de Cristo y de su estado de víctima, porque dice: «Ofreced vuestros cuerpos». Esta es la función propia del sacerdote, porque lo que nosotros ofrecemos es a nosotros mismos, corpora vestra, como hostia viva, etc. Otro de nuestros deberes sacerdotales es el de imitar la reverencia que Jesucristo tuvo para con su Padre: «Fue escuchado por su reverencial temor», y sobre todo porque, al paso que nosotros somos tan indignos, Él es un «Sacerdote santo, inocente, inmaculado, apartado de los pecadores y más alto que el cielo». Como intermediarios que somos entre Dios y los hombres, nuestra actitud debiera ser de adoración y de anonadamiento ante la majestad de Dios. Y en cuanto que somos hostias, debemos entregarnos a Dios y al cumplimiento de su voluntad, como «el cordero inmolado» que yace anonadado entre el supremo Creador y se entrega sin reservas a la suprema Bondad.

    Este sacrificio de Jesucristo se perpetúa constantemente, porque constantemente se inmola en alguno de los altares del mundo, y permanece como hostia en todos los sagrarios. Nuestra vida debiera estar siempre unida a esta vida de sacerdote y víctima de Jesucristo.

    Septiembre de 1910.– He comprendido mejor que nunca:

    1. Que la Iglesia es Israel quem coæquasti Unigenito tuo, y que cuando nos asociamos a ella, nos beneficiamos de todos los méritos de Jesucristo, a pesar de nuestras miserias y de nuestra indignidad.

    2. Jesucristo mereció y nos aplicó todas las gracias en la cruz. En el altar no nos merece las gracias, pero nos las aplica en la misma medida de nuestra fe y de nuestra unión con Él.

    3. Se puede morir de sed junto a una fuente de agua pura. Para beber, hay que acercarse a la fuente y aplicar los labios a ella. Pues lo mismo ocurre en el altar: Sicut credidisti, fiat tibi.

    Durante la Misa conventual que cantamos todos los días, suelo meditar en el gran acto que se realiza en el altar, y os diré que las más de las veces experimento una gran alegría y un profundo reconocimiento al considerar que la presencia de Jesucristo en el altar me proporciona la oportunidad de ofrecer al Padre una reparación que sea digna de Él y una satisfacción de valor infinito. ¡Cuántas gracias se contienen en la santa Misa!

    1910.– He meditado durante largo rato sobre el amor que nos ha mostrado el Padre al darnos su Hijo: Sic Deus dilexit mundum ut Filium suum Unigenitum daret. Y al preguntarme qué es lo que yo le podría dar en retorno, me ha hecho comprender que le dé su mismo Hijo. En el  momento de la consagración, suelo adorar a este Hijo que es objeto de sus complacencias y se lo ofrezco al Padre, y durante todo el día procuro permanecer en esta misma actitud de adoración y de ofrecimiento de Jesús al Padre. Si hacéis esto mismo, llegaréis a desaparecer en Él.

    …Si es cierto que Dios Padre recibe muchas ofensas, no es menos cierto que también es objeto del mayor amor que pueda darse: Majorem hac dilectionem… Jesucristo decía esto principalmente refiriéndose al amor que profesaba a su Padre, porque Él murió, ante todo, por la gloria del Padre: Sicut mandatum dedit mihi Pater. Por eso es por lo que yo experimento un gran consuelo al considerar que tengo entre mis manos y ofrezco al Padre celestial a este Hijo suyo que le profesa un amor infinito.

    4 de abril de 1917.– Al revestirme los ornamentos sagrados antes de celebrar la santa Misa, tengo un vivo sentimiento de que, por medio de la Iglesia, me uno íntimamente con el gran sacerdote Jesucristo y que por ella y con ella participo de las mismas disposiciones de nuestro Salvador.

    4 de septiembre de 1918.– Mi preparación ordinaria para celebrar la santa Misa suele consistir en unirme íntimamente con Jesús sacerdote y víctima.

    Después de la Misa, me parece que Jesús me dice: Ego et Pater unum sumus. Entonces pongo a sus pies mi alma, mi corazón y todas mis fuerzas y le digo: «¡Oh Jesús mío!, Tú eres una misma cosa con el Padre y yo soy una misma cosa contigo, y mi alma no desea más que obrar en todo por ti, contigo y en ti».

    Cuando después de la Misa tengo a Jesús en mi corazón, le estoy íntimamente unido. La fe me dice que Él está en mí y yo en Él. Jesús está en el seno del Padre y yo, pobre pecador, estoy allí mismo con Él. Y le digo al Padre: Yo soy el Amén de Jesús. ¡Amén! Que vuestro Hijo Jesús os diga en mi lugar todo cuanto debiera deciros. Él me conoce y sabe cuáles son mis miserias, mis necesidades, mis aspiraciones y deseos. ¡Qué confianza me inspira este pensamiento!

    1921.– Cuando estoy celebrando la santa Misa, me hago la idea de que el Padre celestial está delante de mí y que todas las debilidades y miserias de mi alma y las de aquellas almas por las que ruego son las miserias y debilidades del mismo Cristo que se identifica con sus miembros: Vere languores nostros ipse tulit.

    Todos los días pienso durante la santa Misa en todos aquellos que gimen en la miseria y en la aflicción y pido a Cristo que se digne servirse de mis labios para interceder por todas estas miserias. Así es como el sacerdote se convierte en totius Ecclesiæ.

 

XIII.- El banquete eucarístico

   Fiesta del Sagrado Corazón de 1888.– Me siento profundamente impresionado por algunos pensamientos que se me ocurren respecto de la Sagrada Eucaristía.

    Me doy perfecta cuenta de que la Eucaristía es el gran manantial de la gracia. Jesús se nos da a sí mismo y nos da también al Espíritu Santo y toda suerte de gracias y de favores.

    También me ha impresionado la idea de que, al darnos a Jesús en la sagrada comunión, el Padre nos da todas las cosas y la prenda más segura de todo cuanto le pedimos, de suerte que no nos puede caber la menor duda de que, por su parte, está dispuesto a concedérnoslo todo: «En Él habéis sido enriquecidos en todo». Por lo tanto, si recibimos poco, es por culpa nuestra.

    1888.– Tengo la costumbre de hacer todos los días al mediodía una breve visita al Santísimo Sacramento, después de la cual suelo recogerme en mi interior, para decir al Señor: «¡Oh Jesús mío!, mañana os recibiré en mi alma, y mi más ardiente deseo es que os pueda recibir de la manera más perfecta posible. Reconozco que por mí mismo soy incapaz de ello. Vos mismo lo habéis dicho: “Sin mí, nada podéis hacer”. Oh, Jesús, Sabiduría eterna, preparad Vos mismo mi alma para que sea vuestro templo, que yo para ello os ofrezco todos los trabajos y sufrimientos de este día, a fin de que hagáis que sean agradables a vuestros divinos ojos y realicéis lo que dijisteis: Santificavit tabernaculum suum Altissimus».

    Jueves Santo de 1901.– Hoy he hecho mi comunión pascual. Cada vez veo más claramente en la oración, y hoy lo he visto con mayor claridad aún, que el principal objetivo que se propuso Jesucristo al instituir la Eucaristía fue el de incorporarnos tanto a Él como a su Cuerpo Místico, a fin de que por Él y con Él pudiésemos realizar la gran obra del Padre: nuestra santificación y la salvación del mundo: Opus consummavi quod dedisti mihi ut faciam. Cada día siento más palpablemente la invitación que me hace el Señor de entregarme a Él sin reservas, sin otro plan ni deseo que el de cumplir su voluntad en la misma medida que se digne manifestármela.

    1904.– La comunión nos une por medio de Jesús a las tres personas. Cuando tengo a Jesús en mi corazón, suelo decir al Padre: «¡Oh Padre celestial!, yo os adoro y os doy gracias y me uno a vuestro divino Hijo y reconozco con Él que todo cuanto tengo y todo cuanto soy lo he recibido de Vos: Omne datum optimum… Manus tuæ fecerunt me»… Después de esto, me uno al Verbo y le digo: «¡Oh Verbo eterno!, nada sé y nada valgo por mí mismo; pero, gracias a la fe, sé todo lo que Vos sabéis y todo lo puedo en Vos». Por fin, me uno al Espíritu Santo, para decirle: «¡Oh Amor sustancial del Padre y del Hijo, yo me uno a Vos; deseo amar como Vos amáis; nada valgo por mí mismo, pero dignaos permitirme que me una a Vos con todo mi corazón y llevadme hasta el seno de Dios».

    A veces, cuando tengo todavía al Señor dentro de mí, suelo recorrer los diferentes pasos de su vida y sus distintos estados y le adoro en el seno del Padre y en el seno purísimo de la Virgen, donde hizo su morada; me traslado a Belén, a Nazaret, al desierto, al calvario… Así es como me uno a Jesús en cada uno de sus estados y este contacto con Él me proporciona la gracia propia de cada uno de sus misterios.

    1918.– Cantar en unión con el Verbo el himno del universo al Padre. En el Benedicite todas las criaturas reciben vida en nuestra inteligencia de la misma manera que existen en aquella idea de la inteligencia del Verbo, que es el arquetipo de todas las cosas: in quo omnia constant, per quem omnia facta sunt. De esta suerte, el hombre se convierte en el ojo de cuanto no ve, en el oído de cuanto no oye y en el corazón de cuanto no ama. Por eso, precisamente, es por lo que la Iglesia pone este himno en los labios del sacerdote, que hace las veces de Cristo.

    Verbum caro factum est, et habitavit in nobis.

    El Dios de la Revelación es «el Padre de Nuestro Señor Jesucristo, el Padre de las misericordias y el Dios de toda consolación».

    Adoración silenciosa de la majestad divina que está oculta en Cristo. (Esto varía según la liturgia del día y la inspiración de la gracia).

    1920.– No sabría explicaros las divinas complacencias que experimenta el Padre celestial, sobre todo después de la comunión, cuando ve a un alma que está sumergida en el Verbo y vive de su vida, adoptando ante Él una postura de humildad y de amor. Esta es la hora del día en que gozo del don de la paz y en que veo a Dios en medio de la oscuridad.

    21 de abril de 1922.– ¡Qué bueno es Dios conmigo! Puedo decir que al presente vivo de la comunión que recibo cada día. Durante la mañana, vivo de la fuerza que me comunica este divino alimento; por la tarde, del pensamiento de la comunión que voy a hacer al día siguiente, ya que la comunión nos fortalece en la misma medida de nuestro deseo y de nuestra preparación. Jesucristo ha prometido que el que le coma vivirá de Él. Su vida se hace nuestra vida y se convierte en el manantial de donde brota toda nuestra actividad.

 

XIV.- El oficio divino

   1 de mayo de 1887.– El pensamiento de que soy un embajador designado por la Iglesia para presentar varias veces al día un mensaje ante el trono del Altísimo, me sirve de gran estímulo para recitar debidamente el oficio divino. Este mensaje debemos presentarlo en los términos y con el ceremonial establecido por la Iglesia.

    1888.– En la oración, y señaladamente en el oficio divino, encuentro una gran ayuda para unirme a Jesús en su condición de cabeza de la Iglesia y de abogado para con el Padre. Jesús ejerce su sacerdocio eterno en el cielo presentándose erguido ante el trono de la adorable Trinidad y mostrando sus sagradas llagas. Dios no puede rechazar su plegaria: Exauditus est pro sua reverentia. Por eso me uno a Cristo, como miembro de su Cuerpo Místico, y siento una gran confianza y recibo grandes luces.

   1914.– Tengo la íntima convicción de que cuanto más se avanza en la vida y más se relaciona uno con Dios, mejor se llega a comprender cuán excelente es la alabanza que tributamos a Dios en el oficio divino. No hay otra obra que ni de lejos se acerque a la alabanza del oficio divino. Enmarcando el santo sacrificio que constituye su centro, el oficio divino constituye la alabanza más pura que el hombre puede tributar a Dios, porque es la asociación más íntima del alma al himno que el Verbo encarnado canta a la adorable Trinidad.

    1921.– Hay un pensamiento que me ayuda mucho en la recitación del oficio divino y es el siguiente: El Espíritu Santo es el Maestro que nos dan el Padre y el Hijo, el Doctor de la perfección. Suelo muchas veces experimentar una gran alegría cuando rezo el oficio divino, al sentir que el Espíritu Santo ruega en nosotros, «con gemidos inenarrables», y al saber que los salmos me proporcionan el gran consuelo de poder expresar al Padre celestial todo lo que debo decirle. ¡Tienen los salmos unas riquezas tan grandes! Cuando los recitamos bajo la dirección del Espíritu Santo, que es quien los ha compuesto, manifestamos a Dios todas nuestras penas, necesidades, alegrías, alabanzas y todo nuestro amor. Tengo también la costumbre de decir en cada salmo: Pater caritatis, da mihi spiritum tuum.

    Nunca empiezo el oficio divino sin hacer antes un acto de fe en Jesucristo, que está presente por la gracia en mi corazón, y sin unirme a la alabanza que tributa a su Padre. Yo le ruego que glorifique a su santa Madre, a todos los santos y, en especial, a los santos del día y a mis santos patronos. Luego me uno a Él como a cabeza de la Iglesia y como a Sacerdote supremo para que defienda la causa de toda la Iglesia. Para esto, dirijo mi vista a todo lo que el mundo encierra de miseria y de necesidades: los enfermos, los agonizantes, los tentados, los desesperados, los pecadores, los afligidos. Yo cargo en mi corazón todos los dolores, todas las angustias y todas las esperanzas de cada una de esas almas…, y dirijo, también, mi intención a todas las obras de celo que se emprenden para la gloria de Dios y la salvación del mundo: las misiones, las predicaciones… Me hago, por fin, cargo de las intenciones de todos los que se han encomendado a mis oraciones, de todos los que amo, de las almas que me están adheridas y de esta manera me preparo a interceder por todos con Jesucristo, qui est semper vivens ad interpellandum pro nobis. Después de esto, me dirijo al Padre celestial para decirle: «Oh Padre, me reconozco indigno de comparecer ante Vos; pero tengo absoluta confianza en la santa Humanidad de vuestro Hijo, que está unida a su Divinidad. Apoyado en vuestro Hijo, me atrevo a presentarme ante Vos, para penetrar en los esplendores de vuestro seno y cantar allí, en unión del Verbo, vuestras alabanzas.

 

XV.- El sacerdote, hombre de oración

    Fiesta del Sagrado Corazón de 1887.– He llegado hoy al firme convencimiento de que nos hacemos agradables a Dios en la misma proporción en que nos conformamos a Jesucristo, principalmente por lo que respecta a sus disposiciones interiores. Por eso le agrada tanto a Dios, que, a pesar de nuestros pecados, mostremos siempre en la oración una confianza de niños. «Yo sé que siempre me oyes», decía Jesús a su Padre. Nosotros somos los hijos adoptivos de Dios, y, por lo mismo, debemos tratar con Dios como con un Padre con humildad y sencillez.

    Después de septiembre de 1893.– Jesús. Cada día estoy más convencido de que Jesús lo es todo para nosotros y que sus riquezas son indecibles, inenarrables. Él es verdadero Dios y verdadero hombre. Como Dios, es el Verbo, el «esplendor de la gloria del Padre y la figura de su sustancia», que contiene en sí toda la vida del Padre. Él vive en nosotros «por la fe», y cuando oramos y obramos unidos a Jesús, nuestras oraciones se convierten en el himno que el Verbo canta sin cesar al Padre, gracias al cual el himno de toda la creación es ofrecido a Dios.

    Jesús ha dicho: «Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que quisiereis y se os dará». Por eso procuro, fiado de esta promesa, tener ante mis ojos alguna palabra del Señor y presentar mi petición «firme en la fe». Esta manera de orar me resulta muy fácil y muy eficaz. Tomo, por ejemplo, esta palabra de Jesús: «Pedid y recibiréis, porque quien pide recibe»…, y me arrodillo en espíritu ante Jesús, para contemplar estas palabras que brotan de la boca del Verbo y para adorar a la Verdad infinita, fortis in fide, por su gracia.

    1894.– Si, por una parte, es verdad que nuestros pecados nos hacen indignos de ser escuchados, también es cierto, por otra parte, que la santidad de Jesús y el fervor con que ruega por nosotros hacen que el Padre se olvide de nuestra indignidad, y que no tome en consideración sino a Aquel que Él ha constituido como abogado nuestro. Debemos tener también en cuenta que por el bautismo nos hemos hecho miembros de Jesucristo, y que, por efecto de esta unión, nuestras necesidades son, en cierta manera, las necesidades del mismo Jesucristo. Y no podemos pedir nada que diga relación a nuestra salvación o a nuestra perfección que no se pueda decir que lo pedimos también por el mismo Jesucristo, y que el honor y la gloria de los miembros redunda en honor y gloria de la cabeza.

    Segundo domingo de Cuaresma de 1896.– He llegado a comprender claramente que todas las promesas que el Padre ha hecho a su único Hijo Jesucristo las ha hecho también a sus hijos adoptivos.

    Cuanto más íntimamente nos unimos a Jesucristo por la fe y el amor, nos hacemos más hijos de Dios –«a cuantos le recibieron, dióles poder ser hijos de Dios»: esta «aceptación» de Jesús comprende diversos grados– y mejor se realizarán en nosotros las promesas divinas.

    Cuando nos presentamos ante el Padre celestial en nombre de Jesucristo, conservando con firmeza nuestra fe en Él, el Padre dice: Vox quidem est vox Jacob, manus autem sunt manus Esau. Lo cual viene a significar que de tal manera estamos «revestidos de Jesucristo», que el Padre no atiende sino a sus méritos y, fascinado «por el perfume de sus virtudes», fragrantiam vestimentorum ejus, se olvida por completo de nuestra indignidad: Ecce odor filii mei sicut agri pleni cui benedixit Dominus, y nos colma de sus bendiciones, y no de bendiciones terrenas como aquellas que el Patriarca Isaac pedía para Jacob, sino de bendiciones celestiales.

    28 de febrero de 1902.– Casi todo el tiempo de la oración lo ocupo en contemplar y adorar la voluntad del Padre que se manifiesta en la sabiduría del Verbo, con el que me confundo en un mismo amor hacia el Padre.

    Septiembre de 1906.– Durante la oración me siento inclinado a prosternarme a los pies de Jesucristo y a decirle: Reconozco que soy muy miserable y que nada valgo, pero Vos lo podéis todo: Vos sois mi sabiduría y mi santidad. Vos contempláis al Padre y le adoráis y le decís cosas inefables. ¡Oh Jesús mío! Yo quiero decirle lo mismo que Vos le decís; decídselo en nombre mío. Vos veis en el Padre todo lo que Él quiere de mí y todo lo que quiere para mí. Vos veis en Él si tendré salud o si estaré enfermo, si gozaré de consuelos o tendré que padecer. Vos veis cuándo y cómo he de morir. Pues aceptadlo todo por mí, ya que yo lo acepto con Vos por ser esa vuestra voluntad.

    Navidad de 1908. Consagración a la Santísima Trinidad. ¡Oh Padre eterno!, postrados a vuestros pies en humilde adoración, queremos consagrar todo cuanto somos y tenemos a la gloria de vuestro Hijo Jesús, el Verbo encarnado. Vos lo habéis constituido rey de nuestras almas. Sometedle, pues, nuestras almas, nuestros corazones y nuestros cuerpos, de modo que nada se mueva en nosotros sin que Él nos lo mande y lo inspire. Que, unidos a Él, seamos llevados a vuestro seno y consumados en la unidad de vuestro amor.

    Oh Jesús, dignaos unirnos a Vos en vuestra vida santísima, que está enteramente consagrada a vuestro Padre y a las almas. Dignaos ser «nuestra sabiduría, nuestra justificación, nuestra redención y nuestro todo». Santificadnos en la verdad.

    Oh Espíritu Santo, amor del Padre y del Hijo, haceos horno ardiente de amor en el centro mismo de nuestros corazones, y levantad siempre como llamas ardientes nuestros pensamientos, nuestros afectos y nuestras acciones a lo alto, hasta el seno mismo del Padre. Que nuestra vida entera sea un Gloria Patri et Filio et Spiritui Sancto.

    Oh María, madre de Cristo, madre del santo amor, dignaos formar nuestro corazón de modo que sea como el corazón de vuestro Hijo.

    Este acto de consagración que coronó un período de generosa fidelidad fue el punto de partida de nuevas ascensiones espirituales.

    10 de diciembre de 1911.– Una manera de orar que me ayuda mucho en medio de mis debilidades y trabajos consiste en echarme a los pies del Padre eterno en nombre de Jesucristo, y decirle: «Oh Padre, Jesús ha dicho que todo lo que se haga al más pequeño de los suyos lo considera como hecho a Él mismo. Pues bien, yo soy uno de los miembros de vuestro Hijo,concorporei et consaguinei Christi, y por eso, todo lo que por mí hacéis lo hacéis también por vuestro Hijo. Tened en cuenta que nunca Jesús os ha negado lo más mínimo y que mis miserias son las suyas: Vere languores nostros ipse tulit». Tengo el convencimiento de que esta oración llega a interesar el corazón del Padre de las misericordias.

    28 de febrero de 1916.– El Señor me atrae cada vez más hacia una vida de oración de pura fe, sin consuelo alguno, pero radicada en la verdad.

    22 de agosto de 1916.– Caro et sanguis non revelavit tibi sed Pater meus qui in cælis est. Yo me esfuerzo por vivir en esta luz de lo alto, porque, según Ruysbroeck, ella es el punto de convergencia donde el alma entra en contacto con el Verbo. Erat Lux Vera quae illuminat omnem hominem venientem in hunc mundum. Únicamente la oratio fidei nos conduce a esta luz. Ella nos purifica, nos diviniza y nos transforma de claridad en claridad.

    12 de diciembre de 1916.– Por lo que a mí respecta, debo repetir las palabras de San Juan Perboyre: «Mi crucifijo sustituye a todos los libros en la oración, porque Cristo es el caminoy por Él es como Dios quiere revelársenos: Illuxit nobis in facie Christi Jesu»: «Nos iluminó en el rostro de Cristo Jesús». Cuando contemplo a Cristo en la cruz, atravieso el velo (su humanidad) y penetro en el Sancta Sanctorum de los secretos divinos.

    4 de abril de 1917.– Experimento siempre en mi alma dos sensaciones: por una parte, una sensación de gran claridad y de extraordinaria facilidad cuando tengo que hablar de Dios o ejercer algún ministerio; y por la otra, en el curso normal de la vida, un sentimiento confuso de vivir unido a Cristo bajo la mirada de Dios, que solamente puedo percibir en medio de una gran oscuridad: Nubes et caligo in circuitu ejus.

    9 de mayo de 1917.– Siento en el fondo de mi alma grandes gracias y luces. Me parece que no solamente Cristo habita en mí, sino que yo estoy como sepultado en Él, rodeado espiritualmente de su presencia. Yo le adoro en respuesta al Padre que me revela su divinidad, y todo esto lo hago dulcemente, sin esfuerzo, y cada vez de un modo más permanente. De aquí brota una gran fe y una confianza ilimitada en la bondad del Padre celestial, a pesar de que tengo conciencia habitual de mi miseria, de mis faltas y de mi indignidad.

    24 de febrero de 1921.– No debéis olvidar nunca que la oración es un estado y que, en las almas que buscan a Dios, la oración continúa siempre de una manera que muchas veces es inconsciente en las profundidades espirituales del alma. Estos deseos callados, estos suspiros son la verdadera voz del Espíritu Santo en nosotros, que conmueve el corazón de Dios:Desiderium pauperum exaudivit auris tua.

 

XVI.- La fe del sacerdote en el Espíritu Santo

    3 de marzo de 1900.– Cuando el Verbo se desposó con su humanidad, le dio su dote. Como el Esposo era Dios, también la dote debía ser divina. Según la doctrina de los Padres y Doctores de la Iglesia, la dote que el Verbo dio a su humanidad fue el Espíritu Santo, que procede del Hijo y del Padre, y que por su misma esencia es la plenitud de la santidad… Desde hace algún tiempo vengo sintiendo un atractivo especial hacia el Espíritu Santo. Tengo un gran deseo de que sea el Espíritu de Jesús el que me guíe, me conduzca y me mueva en todas las cosas. Jesucristo no hacía en cuanto hombre cosa alguna sino bajo el impulso y bajo la dependencia del Espíritu Santo. De donde resulta que, aunque su humanidad le pertenecía únicamente a Él por lo que respecta a la unión hipostática, nada obraba en ella sino por su Espíritu Santo.

    También nosotros hemos recibido este mismo Espíritu Santo en el bautismo y en el sacramento de la confirmación: Quonian estis filii, misit Spiritum Filii sui in corda vestra. Qui adhæret Domino, unus Spiritus est. San Pablo habla constantemente del Espíritu de Jesús, que le guiaba y le iluminaba en todas las cosas.

    Todo cuanto en nuestras actividades procede de este santo Espíritu es santo: Quod natum est ex Spiritu, spiritus est… Spiritus est qui vivificat. El que se entrega sin reservas y sin resistencia a este Espíritu, que es Pater pauperum… Dator munerum, será conducido infaliblemente por el mismo camino que Jesús y de la manera que Jesús tiene destinada a cada uno. Este Espíritu fue el que movió a Isabel a alabar a María y la misma María fue impulsada por este Espíritu de Jesús a proclamar la gloria del Señor.

    El Espíritu Santo nos impulsa a dirigirnos al Padre en los mismos términos en que lo hacía Jesús: Spiritus adoptionis in quo clamamus: Abba, Pater; a glorificar a Jesús: Ipse testimonium perhibebit de me; a orar como conviene, profiriendo en nuestros corazones sus propias demandas gemitibus inenarrabilibus; a la humildad y a la compunción, quia ipse est remissio omnium peccatorum. Gracias a Él es fecundo nuestro ministerio con las almas (hacían tan poca cosa los apóstoles antes de Pentecostés). Él es el que fecunda toda nuestra actividad: Nemo potest dicere: Domine Jesu, nisi in Spiritu Sancto.

    ¡Oh, voy a esforzarme por vivir en este santo Espíritu!

    5 de octubre de 1906.– Dios quiere a aquellos que le buscan en espíritu y en verdad. El Espíritu Santo es el Espíritu del Padre y del Hijo y los que se dejan guiar por Él buscan al Padre y al Hijo en verdad. Él es el Espíritu Santo, porque todas sus inspiraciones son infinitamente santas. Él es el mismo Espíritu que inspiraba a Jesús todas sus acciones y todos sus pensamientos. Es la unión con Él la que hace que nuestros corazones se conformen con el interior de Jesucristo. Él es el «Padre de los pobres» y no cesa de unirse a los que adoptan en su presencia un espíritu de adoración y de anonadamiento. Él es el Espíritu de la santa caridad y, como es el mismo en todos, a todos nos une en un mismo amor santo.

   Pentecostés de 1907.– Jesús se ofrece a su Padre por el Espíritu Santo. Y este mismo Espíritu es el que habita en nuestros corazones: «El habita en medio de vosotros y estará en vosotros». Él está enteramente consagrado al Padre y al Hijo y lleva consigo a toda la creación (que Él ama en su «procesión») al seno del Padre y del Hijo.

    Cuanto más nos entreguemos a este Espíritu Santo de amor, más se orientan a Dios todas nuestras tendencias. Hay tres espíritus que quieren ejercer su señorío sobre nosotros: el espíritu de las tinieblas, el espíritu humano y el Espíritu Santo. Y es de la mayor importancia que aprendamos a distinguir la acción de cada uno de estos tres espíritus para no someternos sino a la acción del Espíritu de Dios.

    15 de noviembre de 1908.– Tengo la impresión de que cuanto más me uno al Señor, más me atrae hacia su Padre y más me quiere llenar de su Espíritu filial. En esto consiste todo el Espíritu de la nueva ley: Non enim accepistis spiritum servitutis in timore, sed accepistis Spiritum adoptionis filiorum in quo clamamus: Abba, Pater.

    Carta del 9 de abril de 1917.– Durante este tiempo pascual, la Iglesia nos invita a resucitar en nosotros la gracia de nuestro bautismo (como San Pablo exhorta a su discípulo Timoteo a que resucite la gracia de su ordenación sacerdotal). Los tres sacramentos del bautismo, de la confirmación y del orden nos dejan el pignus Spiritus, «la señal del Espíritu», la cual está siempre exigiendo la gracia del sacramento. El bautismo contiene en germen toda la santidad.

    1) Gracia: Participación de la naturaleza divina, que reside en la esencia del alma; 2) virtudes teologales: fe, esperanza y caridad, que residen en las potencias del alma; 3) dones del Espíritu Santo; 4) virtudes morales infusas. Todos estos dones constituyen el patrimonio de los hijos del Padre celestial que han sido redimidos por Jesucristo.

    La confirmación fortifica y perfecciona este germen, y la Eucaristía lo alimenta. La fe es su raíz y su vida: Justus ex fide vivit.

    Todos los ritos y todas las oraciones que se emplean en la administración de estos tres sacramentos tienen efectos duraderos, que siempre podemos resucitar por la fe y por el Espíritu Santo.

    Muchas veces suelo hacer mi oración mirando al Padre celestial en Jesucristo, para pedirle que renueve en mi alma todo cuanto la Iglesia ha pedido en mi favor y cuanto ha realizado en mí desde que recibí estos sacramentos. A esto es a lo que suelo limitarme, a no ser que el Espíritu de Cristo me dé a entender que debo ocuparme en otros pensamientos.

 

XVII.- La santificación por las acciones ordinarias

    1888.– Una vez que he llegado a la convicción de que mis obras no serán satisfactorias ni meritorias sino en la medida en que se unan a los méritos de Jesucristo, debo proponerme como objetivo de mi vida el unirme a Jesucristo en todas mis acciones de la manera más íntima que me sea posible, sin que importe gran cosa el valor propio de las ocupaciones a que me entrego.

    1 de enero de 1899.– La Iglesia comienza el año con la fiesta del nombre de Jesús. Pongamos este nombre en nuestros labios y en nuestro corazón. Aunque nuestros esfuerzos son débiles, tienen un gran valor si los unimos a Él y a sus méritos: «Por Él, con Él y en Él sea dado al Padre todo honor y gloria».

    Los comerciantes y negociantes suelen hacer al fin del año un balance que les sirva de orientación para el futuro. Pues hagamos nosotros lo mismo. Gastos: 365 días. Fuerzas físicas y morales. Sufrimientos. Ingresos: Dios y todo cuanto hemos hecho por Dios: «Sus obras les siguen». Todo lo demás se desvanece.

    Este año hagámoslo todo por Dios. ¡Y, con todo, son tan imperfectas nuestras mejores acciones! Dice la Sagrada Escritura que, a los ojos de Dios, toda nuestra justicia es como vestido inmundo. Cuanto más las conocemos, mejor nos damos cuenta de su imperfección: «todos ofendemos en mucho».

    Pero Jesús es quien lo suple todo. Él nos pertenece, porque bajó del cielo por nosotros y por nuestra salud. Sus riquezas son innumerables e inefables. Él habita en nuestro corazón. Hagámoslo todo en unión con Él. Él ha santificado todas nuestras acciones. Por eso nos dice San Pablo que lo hagamos todo en su nombre: «hacedlo todo en nombre de Nuestro Señor Jesucristo».

    28 de octubre de 1902.– Me siento cada vez más inclinado a perderme y a ocultarme en Jesucristo: Vivens Deo in Christo Jesu. Tengo la impresión de que Él es el ojo de mi alma y de que mi voluntad se confunde con la suya. Me siento inclinado a no desear nada fuera de Él, para permanecer en Él.

    1 de enero de 1906.– La Iglesia imprime el nombre adorable de Jesús a todo lo largo del año: «Y le impusieron el nombre de Jesús». Siento un gran deseo de imprimir este bendito nombre en todo mi ser, en todas mis acciones, «para abundar en buenas obras en el nombre del Hijo amado».

    Cada día me percato mejor de que el Padre lo ve todo en su Hijo, que todo lo ama en su Hijo; porque le está enteramente consagrado. Nosotros nos hacemos agradables a sus ojos en la misma medida en que nos ve en su Hijo. «El que permanece en mí y Yo en él, ése da mucho fruto». Cualquiera cosa, por pequeña que sea, si la hacemos en nombre de Jesús, es mayor a los ojos de Dios que las cosas más extraordinarias que hagamos en nuestro propio nombre.

    Me afanaré por desaparecer para que sea Jesús el que viva y obre en mí: «Es necesario que Él crezca y yo mengüe». San Pablo estaba lleno de este espíritu: «Todo lo tengo por daño…, y lo tengo por estiércol, con tal de gozar a Cristo y ser hallado en Él no en posesión de mi justicia de la Ley, sino de la justicia que procede de Dios… que nos viene por la fe de Cristo». Y por eso es por lo que dice en otro lugar: «Todo cuanto hacéis de palabra o de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por Él». Es decir, que obremos como miembros de Cristo, de acuerdo con sus disposiciones y designios.

    20 de enero de 1906.– Jesús ha aceptado enteramente, tanto para sí como para sus miembros, la voluntad de su Padre y nosotros le honramos cuando nos unimos a Él en esta aceptación y le pedimos que aparte de nuestro corazón todo deseo y toda ansia de hacer la menor cosa que se salga del propósito de su voluntad. (Se puede meditar en la vida de Jesucristo a la luz de este pensamiento con abundante fruto de paz y de unión con Él). Así es como realizaremos de la manera más perfecta esta recomendación que nos hace San Pablo: «Todo cuanto hacéis, hacedlo en el nombre de Nuestro Señor Jesucristo».

    Porque no hacemos en su nombre sino lo que Él ve que es la voluntad que el Padre tiene respecto de nosotros. Así es como se cumple aquella frase: «Que Él crezca y yo disminuya», y así es como vendremos a ser el objeto de las complacencias del Padre, de quien desciende «todo buen don y toda dádiva perfecta». Las menores acciones se convierten en grandes, porque las realizamos en Dios.

    Carta del 9 de noviembre de 1910.– El Señor me proporciona un atractivo muy grande para que siga el camino de la entrega total y continua (de todo mi ser) a los pies del Verbo encarnado. Deseo imitar a la santa Humanidad de Jesús en su unión (con el Verbo) y en su sumisión y dependencia absoluta respecto del Verbo. Ayudadme a realizar este ideal, porque todo está en eso. Una vez que el Padre ve que un alma está así unida a su Verbo, no hay gracia ni favor que no le conceda.

    La santa Humanidad de Jesús es «el camino». Su poder para unirnos al Verbo es infinito. Seamos, pues, santos para su gloria: In hoc clarificatus est Pater meus ut fructum plurimum afferatis.

 

XVIII.– La Virgen María y el sacerdote

    Fiesta de los Siete dolores de la Virgen y Fiesta de Nuestra Señora de la Merced de 1888.– He experimentado un gran aumento en mi devoción a la Santísima Virgen. Nuestra perfección es proporcionada a nuestra semejanza con Jesucristo: «Este es mi Hijo muy amado, en quien tengo todas mis complacencias». El amor y la reverencia de Jesús hacia su Madre eran realmente inmensas. Por eso, debo yo procurar imitarle en esto, ya que, por ser alter Christus, debo distinguirme sobre los demás fieles.

    En la fiesta de Nuestra Señora de la Merced, he experimentado una gran devoción al rezar el oficio divino in persona beatæ Mariæ Virginis, elevando en su nombre, tal como ella lo solía hacer, mis alabanzas y oraciones al Padre eterno, por Jesucristo, tratando de penetrar en sus sentimientos de profunda adoración y de humildad, de confianza y de alegría al pensar en el triunfo de su Hijo.

    He recibido una luz que me ha hecho ver que, así como toda alabanza que se tributa a María, se ofrece enteramente a la Santísima Trinidad (por ejemplo, el Magnificat), así también, cuando yo me consagro a ella, la Virgen acepta este don para ofrecerlo inmediatamente a Dios.

    1888.– Me he sentido muy estimulado al pensar en la confianza heroica que la Bienaventurada Virgen María tuvo en la verdad de la encarnación del Verbo, tanto en Caná como en el Calvario y cuando el cuerpo del Señor estuvo sepultado en el sepulcro. La confianza es una virtud viril que debe ser constantemente reanimada y defendida de las tentaciones del demonio.

    25 de marzo de 1900.– El día de la Anunciación he recibido una gran luz sobre estas palabras: «Hágase en mí según tu palabra». Toda la vida de María ha sido secundum Verbum, el cual es la Sabiduría infinita. He experimentado un gran impulso de abandonarme a esta Sabiduría, sustituyéndola por la mía: «Cristo Jesús ha venido a seros de parte de Dios sabiduría», bajo la moción del Espíritu Santo. Jesús, que es la Sabiduría infinita, lo ha hecho todo bajo la moción del Espíritu vivificantem, y nosotros poseemos (por la gracia) este mismo Espíritu: «El Espíritu de adopción, por el que clamamos: ¡Abba, Padre!»

    22 de marzo de 1918.– He visto hoy (Viernes Santo) que María fue perfecta en su fe sublime al pie de la cruz. ¡Que ella nos obtenga esta gracia insigne de una fe perfecta, aún en la desnudez de la prueba! Nada hay que glorifique tanto al Padre como esta fe inquebrantable en Cristo en medio del Calvario.

    1920.– Cuando, después de celebrar la santa Misa, tengo aún en mi pecho a Jesús, suelo presentarme a la Santísima Virgen para consagrarme a ella y le suelo decir: Ecce Filius tuus:«He aquí a tu Hijo». ¡Oh Virgen María, yo soy tu hijo y además participo del sacerdocio de Jesús! Acéptame como hijo tuyo lo mismo que aceptaste a Jesús. Reconozco que soy indigno de tus dones, pero ten en cuenta que soy un miembro del Cuerpo Místico de tu divino Hijo y que Él ha dicho de sí mismo: «Todo lo que hicieseis al menor de los que en mí creen, a mí me lo hacéis». Yo soy uno de estos pequeños. Si me rechazáis, rechazáis al mismo Jesús.

 

XIX.- Transfiguración

    Carta del 13 de diciembre de 1919.– Es algo realmente estupendo el que, fundados y enraizados en Jesús, podamos contemplar constantemente por la fe este mismo rostro del Padre que contemplaremos en el cielo por toda la eternidad. Y como allá en el cielo similes ei erimus quia videbimus eum sicuti est, porque esta visión es la fuente de donde brota nuestra santidad, así también en la tierra esta visión por la fe es un manantial de vida: Quoniam apud te est fons vitæ. Os ruego que oréis mucho por mí, a fin de que, en medio de tantos afanes y cuidados, no cese de contemplar el rostro del Padre.

 

Documentos inéditos relativos al sacerdocio

I

    En el Prólogo, en el primer párrafo,  hemos hecho alusión a una carta de Dom Marmión, en la que manifestaba su intención de publicar un cuarto volumen con destino a los sacerdotes. Damos a continuación el texto íntegro de esta carta.

 

6 de marzo de 1918

    Debo manifestaros que vuestra amable carta me ha llenado de consuelo y de entusiasmo. Si es cierto que el sacerdote –«sacerdos»: el que otorga los dones sagrados– no tiene otra razón de ser que la de ofrecer en primer lugar a Cristo a su Padre en el santo sacrificio y el de ofrecerlo luego a las almas por medio de los sacramentos y de la divina palabra, no cabe para mí mayor consuelo que el enterarme de que por la publicación de mis conferencias he contribuido algún tanto a esta obra divina. Jesús dijo a la Samaritana: Si scires donum Dei! ¡Ay si las almas comprendieran siquiera un poco todo lo que ellas tienen en Jesucristo! Si llegaran a comprender, como durante siglos lo han comprendido, que nuestra vida espiritual no viene a ser otra cosa que Jesús viviente en nosotros, esta centella de vida divina que recibimos de Él el día de nuestro bautismo, entonces la santidad estaría al alcance de todos y tan sencillamente en nosotros como en Él. Esta vida divina que se deriva del Padre al Hijo y de éste a nosotros es tan simple como el mismo Dios.

    Si mis conferencias contribuyen algún tanto a restablecer la conciencia de estas verdades, es cuanto puedo desear aquí abajo. La obra constará de cuatro volúmenes: Jesucristo, nuestra vida – Los misterios de Jesucristo – Ascética benedictina – Sacerdos alter Christus.

 

 

II
Santidad eclesiástica

    Bajo este título, Dom Marmión envió al cardenal Mercier, atendiendo a su ruego, la siguiente memoria. Aunque no tenemos una indicación precisa, podemos fijar la fecha de este documento entre el 25 de marzo de 1906, fecha de la consagración de Mons. Mercier para el Arzobispado de Malinas, y el 28 de septiembre de 1909, en que Dom Marmión fue elegido abad de Maredsous.

 

    Es innegable que Dios exige una santidad verdaderamente positiva de los ministros del altar. En efecto, aunque los sacrificios de la Ley Antigua no eran sino figura y sombra del sacrificio de nuestros altares y de los sacramentos de la Nueva Ley –San Pablo los llama egena elementa, umbra futurorum–, exigían, con todo, una gran santidad por parte de quienes los ofrecían o los celebraban, por ser santo Aquel a quien eran ofrecidos. Sancti erunt Deo suo et non polluent nomem ejus; incensum enim Domini et panes Dei sui offerunt; et ideo sancti erunt… Sint ergo sancti, quia ego sanctus sum, Dominus, qui sanctifico eos. (Lev., XXI, 6-8).

    El Concilio de Trento nos enseña que el santo sacrificio de la Misa comprende todos los bienes que significaban los sacrificios de la Antigua Ley, y que viene a ser como su consumación y perfección: Hæc illa est (munda oblatio) quæ per varias sacrificiorum, naturæ et Legis tempore, similitudines figurabatur, ut pote quæ bona omnia per illa significata, veluti illorum omnium consummatio et perfectio complectitur (Conc. Trid. Sess., XXII, cap. I). Pero de tal manera están vinculados el sacrificio y el sacerdocio, según el plan de Dios, que el uno supone al otro(Conc. Trid. Sess., XXIII, cap. 1), y cuanto más sobrepasa en dignidad y en santidad el sacrificio de la Nueva Ley a los antiguos sacrificios, mayor es la pureza y santidad que exige Dios de sus ministros.

    Y esto explica porqué en las disposiciones auténticas, por medio de las cuales suele la Iglesia manifestar la voluntad del Espíritu Santo que la guía (e. g. el Pontifical, los concilios, etc.), aparece claramente establecido que la Iglesia exige un elevado grado de santidad personal en todos sus ministros y señaladamente en sus sacerdotes. Así, por ejemplo, en la ordenación de los Lectores, la Iglesia les dirige estas palabras: Dum legitis, in alto loco ecclesiæ stetis, ut ab omnibus audiamini et videamini, figurantes positione corporali vos in alto virtutum gradu debere conservari, quatenus cunctis a quibus audimini et videmini cælestis vitæ normam præbeatis (Pont. Rom.).

    A los que desean recibir el subdiaconado, les dice que deben mostrarse tales qui sacrificiis divinis et Ecclesiæ Dei hoc est Corporis Christi digne servire valeant, in vera et catholica fide fundati (Ibid.). Después de haber expuesto a los que van a recibir el diaconado la grandeza de la dignidad a que aspiran, se dirige a Dios con esta oración: Abundet in eis totius forma virtutis, auctoritas modesta, pudor constans, innocentiæ puritas et spiritualis observantia disciplinæ. In moribus eorum præcepta tua fulgeant ut suæ castitatis exemplo, imitationem sanctam plebs acquirat (Ibid.).

    Pero es, sobre todo, de los sacerdotes de quienes la Iglesia reclama esta santidad. San Pablo exhorta a los cristianos a que llenen sus corazones de los mismos sentimientos que tuvo Cristo en su Pasión: Hoc enim sentite in vobis quod et in Christo Jesu (Philip., II, 5), y les ruega por la misericordia de Dios que «ofrezcan sus cuerpos como hostia viva, santa, grata a Dios»(Rom., XII, 1). Pero la Iglesia exige una santidad mucho más elevada a los sacerdotes, que hacen en el altar las veces de Cristo sacerdote y víctima: Una eademque est hostia, idem nunc offerens sacerdotum ministerio, qui seipsum tunc in cruce obtulit (Conc. Trid. Sess., XXII, cap. 2), que llegan a identificarse de tal manera con Cristo en el santo sacrificio y en la administración de los sacramentos, que hablan y obran en su nombre y que de toda la antigüedad cristiana recibieron el sobrenombre de alter Christus.

   Siendo como son los instrumentos de que Cristo se sirve para comunicar en los sacramentos los frutos de su pasión y muerte, es claro que deben vivir en íntima unión de conocimiento y amor con su Jefe divino. Jesucristo es el modelo divino que el mismo Dios ofreció a todos los cristianos: Prædestinavit nos conformis fieri imaginis Filii sui (Rom., VIII, 29). Pero la Iglesia propone a Cristo a los sacerdotes en su cualidad de sacerdote: Imitamini quod tractatis (Pont. Rom. Ord. Presbyteri), y este Sacerdote es Sanctus, innocens, impollutus, segregatus a peccatoribus, excelsior cælis factus (Hebr., VII, 26).

    Lo cual, dicho en otros términos, significa que la Iglesia no quiere que el sacerdote administre los sacramentos y ejerza las ceremonias sagradas válida pero rutinariamente, sino que exige que viva él mismo la vida que comunica a los demás y que sea el bonus odor Christi, esparciendo por todas partes la gracia y la unción por su presencia y por su doctrina: Sit odor vitæ vestræ delectamentum Ecclesiæ Christi ut prædicatione et exemplo ædificetis domum, id est familiam Dei (Pontif. Rom. Ord. Presbyteri).

    Y aunque bien es verdad que puede Dios elevar a un alma en un momento a un grado de santidad sublime, como lo hizo con María Magdalena y con tantos otros, con todo no es ésa la norma ordinaria de su Providencia. Lo mismo que en el orden natural hace que las plantas y los árboles vayan creciendo y perfeccionándose paulatinamente antes de que lleguen a alcanzar su perfecta madurez y fecundidad, así también ocurre ordinariamente en la vida de la gracia. Quiere Dios que las almas pasen por una larga preparación y por diversas vicisitudes antes de que adquieran la perfección y la madurez que requiere la fecundidad espiritual. Dice Santo Tomás que los pastores deben comunicar a sus ovejas lo que sobra a la plenitud de su propia vida espiritual. Por eso es por lo que los obispos están obligados en conciencia a no admitir a las sagradas órdenes sino a los que judicio sui episcopi sunt utiles aut necessarii suis Ecclesiis (Conc. Trid. Sess., XXIII).

Medios

    ¿Cuál será el medio más adecuado para asegurar esta santidad, al menos en la mayor parte de los sacerdotes? Es necesario, ante todo, que aquellos que el obispo llama a las sagradas Órdenes sean no solamente correctos e irreprochables en su vida moral, sino que hayan llegado también a alcanzar un determinado grado de santidad sobrenatural y que conozcan, al menos en sus principales líneas, la naturaleza de la vida interior. Me parece que los medios más aptos para garantizar este resultado serán:

    1. Las conferencias espirituales, eligiendo para ello a un sacerdote celoso y que esté lleno de espíritu sobrenatural. Convendría que estas pláticas se diesen ya desde el seminario menoruna vez por semana… En el Seminario de Oscott, en Inglaterra, estas conferencias están a cargo de un monje, y es muy notable el fruto que se obtiene de ellas. Además en el seminario mayor hay un curso de teología mística.

    2. En el seminario mayor es imprescindible un director espiritual que únicamente se ocupe de la enseñanza ascética y de la santificación de los seminaristas. Porque ocurre con demasiada frecuencia que todo esto se deja al azar, o se confía al celo de los profesores, los cuales no suelen disponer del tiempo necesario para este importantísimo ministerio, y aun a veces carecen de los conocimientos imprescindibles para la debida dirección de las almas. Yo he podido comprobar por mí mismo los grandes frutos que alcanzó un director santo y celoso en el Seminario Mayor de Clonliff, cerca de Dublín, y en el Seminario Mayor de Brujas.

    3. Es, además, necesario que los seminaristas tengan siempre a su disposición algunos buenos confesores Qui apti sint ad lucrandas animas (Regula sancti Benedicti). También esto se deja muchas veces al azar.

    4. Creo que es de la mayor importancia, al menos en el seminario mayor, que la meditación no se lea públicamente, sino que cada uno aprenda a hacerla por sí mismo, bien sea en la celda (como se acostumbra a hacer en el Colegio de Propaganda de Roma), bien sea estando todos reunidos. El director debería ocuparse de enseñar la manera de hacer oración y de comprobar de vez en cuando los progresos realizados por cada uno.

    5. De acuerdo con los deseos expresados por el Beato Pío X, deberá estimularse a los seminaristas a que reciban la sagrada comunión con la mayor frecuencia.

    6. Deberá inculcarse una gran afición a la lectura de la Sagrada Escritura y se les hará ver los grandes tesoros de vida espiritual que se encierran en los Santos Evangelios y en las Epístolas de San Pablo.

 

 

III

Plan de un retiro sobre la Santa Misa

    Este plan de retiro, que data de 1905, es autógrafo, y está escrito a lápiz, con trazos rápidos. Sabemos que lo predicó a una comunidad religiosa que no era benedictina. Desgraciadamente, no hemos podido encontrar ninguna referencia ni nota alguna tomada por sus oyentes. Damos a continuación el texto exacto, con sus giros elípticos y con sus repeticiones. El interés de estas páginas consiste en que en ellas Dom Marmión toca, a veces con una sola palabra, todas las principales ideas que se han desarrollado en el presente volumen.

 

1

Introibo ad altare Dei, ad Deum qui lætificat juventutem meam (Ps., 42)

    Nosotros lo hemos abandonado todo: riquezas, amor, libertad, por agradar a Dios y ser amados por Él. «Buscar a Dios». Se le puede buscar de tres maneras: a) humanamente, viviendo una vida moral; b) sobrenaturalmente, apoyándonos más o menos en la gracia; c) divinamente, por Jesucristo.

    Hay tres clases de personas: purgantes – illuminandæ – uniendæ. Para todas ellas, el camino más seguro y más corto es Jesucristo. Cum illo omnia donavit.

    En el santo sacrificio encontramos a Jesús con todo lo que necesitamos para santificarnos: Sapientia et justitia, sanctificatio, redemptio.

    Si pudiéramos ver a Jesucristo, como lo ve su Padre, inmolado e inmolándose en la santa Misa, tendríamos ante nuestros ojos el ejemplar perfecto de todas las virtudes y de la santidad más encumbrada. Tu solus sanctus, Jesu Christe; pero, sobre todo, en el Santísimo Sacramento. Las oraciones, instrucciones y ceremonias que acompañan a esta acción, inspiradas por el Espíritu Santo, presentan ante nuestros ojos y de una manera acomodada a nuestra condición, todo lo que el Padre ve de un solo golpe de vista.

    Nuestro retiro: la meditación y la unión de nuestra vida con el santo sacrificio.

    Meditación. Misa: epítome de todos los ejemplos de perfección que nos da Jesucristo.

    Unión de nuestra vida. Las acciones de Jesucristo producen los efectos correspondientes, principalmente en la santa Misa. Porque Él está allí precisamente para esto.

    Introibo ad altare Dei. El altar: el resumen de un buen retiro. a) consagrado: separado de todo lo que no sea Dios; b) ofrecido a Dios con todo lo que en Él se pone; c) ungido con el crisma: unión con el Espíritu Santo; d) incienso: oraciones; e) Jesucristo; f) reliquias: unión con el Cuerpo Místico de Jesucristo; los mártires han depositado allí su fortaleza.

    Todos suben al altar con el sacerdote.

    Reglamento [del retiro]. Lætificat, Alegría. Expansión del corazón. Delectare in Domino et dabit tibi petitiones cordis tui.

    Disposiciones. Cum vero corde et recta fide, cum metu et reverentia misericordiam consequimur et gratiam invenimus (Trid. Sess., XXII, cap. 11).

    No es posible agotar las gracias de la santa Misa. Debemos tener las mismas disposiciones del buen ladrón, de María Magdalena, de San Juan y de la Virgen María. In hoc sacramento continetur ille qui est totius sanctitatis causa; et ideo omnia quæ ad consecrationem hujus sacramenti pertinent, etiam consecrata sunt (S. Thomas, IV, Sent. Dist., XIII, q. 1, a. 2).

    Efectos de este retiro: Conocimiento y unión de nuestra vida con la santa Misa.

    a) Consecratio altaris significat ipsius Christi perfectissimam sanctitatem.

    b) Altare quidem sanctae Ecclesiæ ipse est Christus, teste Joanne qui in Apocalypsi sua altare aureum se vidisse perhibet stans ante thronum, in quo et per quem oblationes fidelium Deo Patri consecrantur. (Ordinatio Subdiaconi. Cfr. Officium Dedicationis Arch. Sancti Salvatoris, Brev. 9 novembris).

 

2

Imitamini quod tractatis

    1) El santo sacrificio, epítome de toda santidad.

    2) Jesucristo en la Misa: a) expía; b) ruega; c) agradece y adora; d) aplica sus méritos.

    3) Nosotros hacemos todo esto con Él y por Él.

    4) Toda nuestra vida unida así al sacrificio, y cada misa ofrecida por todos.

   

3

Hanc igitur oblationem placatus accipias

    Pecado. Dios sólo puede perdonar y, haciéndolo, ejerce en el más alto grado su poder: Qui omnipotentiam tuam parcendo maxime et miserando manifestas. Sacrificios del Antiguo Testamento. La cruz, la Misa, sobreabundancia de la redención. Sacramentos que brotan del corazón lacerado de Jesucristo. Sacramentales. Contrición. Compunción.

 

4

Sanguis qui pro vobis et pro multis effundetur

Confesión

    Aplicación ex opere operato de la expiación de Jesucristo. Continet et confert gratiam non ponentibus obicem.

Virtud de la penitencia

    Actos de esta virtud, verdadera preparación. Cuanto más perfecta es esa virtud, mayor es el fruto que produce el sacramento. El sacramento aumenta la virtud.

    La penitencia impuesta. Nuestras obras elevadas a un valor sacramental. Son muchas las personas que se ocupan escrupulosamente del examen y que descuidan los actos de la virtud de la penitencia.

 

5

Quinimmo beati qui audiunt verbum Dei et custodiunt illud

    Jesús nos ilumina en la santa Misa.

    Las epístolas y los evangelios.

    Razones: a) recta fide, una fe completa; b) Dios nos habla en la lectura y en el sermón; c) Misa de los catecúmenos.

    Por ejemplo: Ecce nos reliquimus omnia. Homo peregre proficiscens… Navidad.

 

6

Lex orandi, lex credendi

    Explicación de las oraciones de la Misa.

    Vía iluminativa. Seguridad de la vía que se inspira en la liturgia. No hay gran necesidad de dirección. Oración de contemplación simple.

    Collectæ, que, con una sola palabra, nos proporcionan tanta luz, por ejemplo, la del domingo XIº después de Pentescostés.

    Omnipotens sempiterne Deus, qui abundantia pietatis tuæ et merita supplicum excedis et vota…

 

7

Oremus

    La oración de Jesucristo. Su eficacia, principalmente en la santa Misa.

 

8

Trium puerorum cantemus hymnum

    El oficio divino, continuación de la Misa.

    1. Unión con Jesucristo.

    2. Boca de la Iglesia.

    3. Quæ desunt orationibus Christi.

    4. Vere languores nostros ipse tulit.

    5. Todo hombre ora.

    6. Generosidad al recitar Exhibeamus nosmetipsos hostiam vivam Deo placentem.

    7. Grave responsabilidad de los que perturban la recitación: a) disminución de la alabanza divina; b) responsabilidad por las distracciones, etc.; c) orgullo en presencia de la majestad divina.

 

9

Suplices te rogamus, omnipotens Deus

    1) Jesús adora; 2) honra todos los atributos del Padre; 3) exinanivit semetipsum.

    Virtud de la religión: a) para con Dios; b) para con los santos; c) para todo lo que está consagrado a Dios.

    Unión continua a las adoraciones de Jesucristo: Vivit in me Christus. Práctica.

    Ofertorio: unión con la ofrenda. Consagración. Votos.

 

10

Consagración

    Sacrificio de obediencia. Diferencia con los sacrificios de animales. Por qué obedecer a un hombre. Un verdadero sacrificio.

 

11

Quorum tibi fides cognita est et nota devotio

La fe

    Cuanto más penetrados están los asistentes de esta fe (práctica), más capaz será su alma de recibir los dones de Dios.

 

12

Comunión

    1. Unión con Jesucristo por amor, fe y abandono.

    2. Unión con Jesucristo que vive por su Padre.

    3. Unión con Jesucristo en el seno de la Santísima Trinidad.

    4. Unión con Jesucristo con la Iglesia del cielo.

    5. Unión con Jesucristo unido con la Iglesia y con sus miembros: Ut sint consummati in unum.

    Preparación: 1) Pater. 2) Fracción de la hostia, recuerdo de la Pasión. 3) Agnus Dei, recurso a Jesucristo. 4) Unión con la Iglesia y Pax. 5) Frutos del santo sacrificio: Domine Jesu Christe, Fili Dei vivi, etc. 6) Tutamentum mentis et corporis.

    Basta que una sola pieza de un automóvil no funcione para que no pueda correr el vehículo. A veces ocurre que es muy difícil encontrar esa pequeña pieza.

    Debemos examinar todas las pequeñas piezas de nuestra alma para comprobar si no hay nada que falte a nuestra unión, porque allí precisamente es donde se encuentra la clave de la fecundidad o de la esterilidad de nuestras comuniones.

 

Sacramentum unionis

    Unión: unum esse cum. Para esto se requieren dos cosas:

    a) Unirnos con Cristo: in me manet.

    b) Que Cristo pueda unirse a nosotros: et ego in eo: 1) por la fe, el amor y el abandono; 2) ausencia de obstáculos (sacramento). Nuestras miserias no son un obstáculo: vere languores,etc., sino que todo le acerca a la criatura, porque es santo. Orgullo: Superbiam et arrogantiam detestor. Todo vicio que no tratamos de corregir. De ahí procede la falta de fecundidad de nuestras comuniones. Cristo no puede unirse ni identificarse con el que no es santo.

 

13

Quid retribuam?

    Acciones de gracias. Gratitud.

    1) Nobleza de corazón (Bentham: «un vivo sentimiento de los beneficios que aún hemos de recibir»). 2) Humildad. 3) Novicios desagradecidos. 4) Abre el corazón de Dios. 5) Beneficios generales y particulares. 6) Sic Deus dilexit mundum ut Filium suum… Cum illo omnia nobis donavit. Acciones de gracias tan importantes después de la comunión (San Luis). 7) Calicem salutaris accipiam. Recibir con corazón reconocido es ya una acción de gracias. 8) El mismo Jesús es el gran don. «Agradecer tan poco cuanto tanto se ha recibido» (Santa Teresa).

    Comunión y poscomunión. Alabanza y petición. Los santos.

 

14

Trium puerorum cantemus hymnum

    El oficio divino, prolongación de la Misa.

    1) Jesús, víctima inmolada a la gloria de su Padre y entregada a los hombres. 2) El oficio, sacrificio de todo nuestro ser. 3) Jesús nos emplea para alabar a su Padre: quæ desunt. 4) En el oficio divino encontramos, bajo diferentes formas, los cuatro frutos del sacrificio:

    a) Expiación: Miserere, Domine. Ne in furore tuo… De profundis.

    b) Alabanza: Dixit Dominus. Confitebor. Confitemini Domino quoniam bonus. Gloria Patri.

    c) Acción de gracias: Benedic anima mea Domino. Misericordias Domini in æternum cantabo.

    d) Intercesión: Deus Deus meus. Domine in nomine tuo salvum me fac. Deus in adjutorium. Domine exaudi. Las oraciones.

    e) Mérito: a) obediencia; b) actos de todas las virtudes; c) caridad; d) obediencia litúrgica.

    f) Opus Dei, que no solamente es santo por la intención que se pone, sino por su propia naturaleza.

 

15

Quorum tibi fides cognita est et nota «devotio»

    Devoción. Fidelidad.

    Fidelidad del fariseo. Fidelidad del amor. Aparente semejanza. Enorme diferencia.

    Diferencia entre tibieza y desaliento.

    1. La tibieza se conforma con su estado y se contenta con él.

    2. El desaliento produce desolación. Es un mal. Es hijo de un error y de una verdad.

    3. Los ángeles han adquirido su perfección y su destrucción por un acto intenso. Así es su naturaleza. El hombre no se hace ni perfecto ni perverso, sino gradualmente. No se llega a dominar un arte, pongamos por ejemplo la música, sino muy poco a poco y después de muchos tropiezos. Así es nuestra naturaleza. El desaliento proviene de que queremos ser como los ángeles. Dios se complace en los deseos eficaces de nuestra voluntad, aunque, a veces, no lleguemos a ponerlos en práctica. Una persona apasionada que lucha sin cesar, es muchas veces más grata a Dios que otra que no pone pasión en sus cosas.

    Sólo Dios es capaz de apreciar todos los elementos que integran nuestra responsabilidad.

    Nolite judicare.

 

16

Imitamini quod tractatis

    La vida de un religioso imita perfectamente la vida de Jesucristo en el Santísimo Sacramento.

    1) Inmolado por el oficio divino y la oración que eleva a la gloria de Dios. 2) Inmolado y entregado como Jesús a los demás que comen nuestra vida. 3) En todo esto, debemos proponernos como único fin la santidad, lo mismo que Jesús cuando nos instruye y nos consuela. 4) Paciencia ante los fracasos: Sumunt boni sumunt mali. 5) Tomemos en Cristo la vida que debemos dar a los demás.

 

17

Jube hæc perferri per manus sancti angeli tui

    Hæc se refiere a Jesús, que vive unido a nosotros y que sobrelleva todos nuestros dolores y todas nuestras penas. En las penas, Jesús nos une a Él. Su deseo es ut sint consummati in unum, y Él es santo Tu solus sanctus Jesu Christe. «Santo» quiere decir apartado de todo lo que es creado por: a) naturaleza; b) por intención.

    a) Naturaleza; gracia santificante.

    b) Intención. Dios nunca obra por un motivo que sea inferior a Él: Nosotros somos santos –y, por tanto, unidos a Aquel in quem nihil inquinatum incurrit– por lo mismo que estamos unidos con Él: (Él) en cuanto que Vivo propter Patrem, (nosotros) viventes Deo in Christo Jesu.

    Nosotros somos llevados hasta el altar de Dios por nuestra unión con Jesucristo: Introivit semel in sancta. Él es el único que entró allí y solamente en Él es como nosotros podemos entrar.

    Omne datum perfectum et donum optimum.

18

Hoc facite in meam commemorationem

    Abandono. Explicación.

    Ejercicio de la fe, de la esperanza y del amor.

    Adoración del poder, de la sabiduría y del amor de Dios. La sabiduría de este mundo.

 

19

In gratiarum actione semper maneamus

    Espíritu de oración. Nuestra vida de unión con el santo sacrificio. Oblación de Dios a los demás.

 

20

Stabat juxta crucem Jesu Mater ejus

    Unión con María.

    En una hoja suelta hemos encontrado el siguiente texto que debió servir de plática de entrada a este retiro.

    Inmola Deo sacrificium laudis et redde Deo vota tua; Ofrece a Dios sacrificios de alabanza y cumple tus votos al Altísimo (Ps., 49, 14).

    La razón primordial de ser del estado religioso es la de tributar a Dios el culto a la religión. Virtud de religión. Su acto más importante consiste en reconocer a Dios como primer principio y como último fin, como alfa y omega. Esta adoración y consagración de sí mismo a Dios constituye el sacrificio interior. Los votos religiosos son la expresión más acabada de este sacrificio interior. Pero aun hay algo más grande y sublime. Es el sacrificio litúrgico instituido por el mismo Dios, en el que la víctima es digna de Dios. El sacerdote es él mismo. Uniendo nuestro sacrificio interior a este sacrificio es como nos hacemos agradables a Dios. Como el santo sacrificio ha sido instituido por Dios, y la liturgia que lo encuadra ha sido inspirada por el Espíritu Santo, por eso es por lo que expresa de un modo perfecto todos nuestros deberes y todos nuestros sentimientos para con Dios. En este retiro me propongo meditar con vosotros en el santo sacrificio de la Misa, considerándolo como el centro y el resumen de todos nuestros deberes para con Dios y para con el prójimo.

    1. Porque el Concilio de Trento, en su Sesión XXII, capítulo VIII, nos dice que la santa Misa contiene una sublime enseñanza para el pueblo fiel: Magnam continet populi fidelis eruditionem, y recomienda a los sacerdotes que la expliquen con mucha frecuencia.

    2. Como la santa liturgia está compuesta de palabras de Jesucristo, de los apóstoles y de los soberanos sacerdotes, no solamente está exenta de todo error, sino que respira una santidad y una piedad verdaderamente sublimes, que eleva hacia Dios las almas de los que la ofrecen, (cap. IV). Además, las ceremonias y ritos sagrados que la acompañan «estimulan a las almas de los fieles a la contemplación de las cosas sublimes que están ocultas en este sacrificio»: Mentes fidelium per hæc visibilia religionis et pietatis signa ad rerum altissimarum, quæ in hoc sacrificio latent, contemplationem excitantur (cap. V).

    3. La forma más segura de piedad es la liturgia. Los fieles de los primeros siglos. T. Moro.

    Mortui estis et vita vestra abscondita est cum Christo in Deo. La santa Misa es la expresión de la perfección cristiana.

    1. Morir con Jesucristo, reconociendo a Dios como nuestro primer principio por la ofrenda del pan y del vino, símbolos que significan que todo deriva de Él, que es el Autor de la vida. Esta muerte se hace perfecta por su unión a la de Jesucristo, Panis vivus, que hace que el sacrificio de su Esposa sea digno de su Padre. La Iglesia no puede ofrecer otra cosa que el pan y el vino, que simbolizan muy imperfectamente el soberano dominio de Dios. Pero Jesús los convierte en el Panis vivus y en el Calix inebrians. Cristiano. Religioso.

    2. Entregarse a Dios por Jesucristo. Dios es nuestro fin. Las oblaciones se le ofrecen a Él y no pueden ofrecerse a otro que a Él, que es el último fin.

    3. Con el fin de que esta nueva vida consagrada enteramente a Dios sea perfecta, Él nos da el pan celestial: Panis quem Pater dabit.

 

Viernes, 17 Marzo 2023 09:06

INTRODUCCIÓN GENERAL A ESTOS AUTORES

INTRODUCCIÓN GENERAL A ESTOS AUTORES

 

PARA TODA CLASE DE TEMAS  Y MEDITACIONES ETC… TENER PRESENTE A BENITO BAUR, en mi archivo 26: Baur tiene tres libros:LA CONFESIÓN FRECUENTE,  EN LA INTIMIDAD DE DIOS y el mejor de todos: SED LUZ.

El más importante ¡SED LUZ!, son tres libros pero yo los tengo compiados en 4 tomos porque el 3º es muy grande; sin embargo los otros dos LIBROS DE BAUR LOS TENGO COPIADOS en el Ordenador y así os los envío

Tengo también un estudio completísimo y detallado a bolígrafo de todos los temas del libro SED LUZ, hecho en mis años de juventud y lectura de los veranos; es MUY INTERESANTE y os lo recomiendo para cuando tengáis que meditarlos  o hablar de ellos. Por favor, tenedlo en cuenta.

EN LA INTIMIDAD CON DIOS                      LA CONFESIÓN FRECUENTE 

                                

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Tambien es muy interesante INTIMIDAD DIVINA,del P. Gabriel, Archivo 25 de mi Ordenador; todo mi estudio de este libro y autor lo tengo  copiado y hechos libros diversos según materia en los cajones de mi mesa. Tengo también un estudio completísimo y detallado a bolígrafo de todos los temas del libro INTIMIDAD DIVINA, MUY INTERESANTE para cuando tenga que meditar  personalmente estos temas o hablar de ellos en meditaciones. Todo esto lo tengo en archivo 25 Intimidad Divina Gabriel, de mi Ordenador.

 

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Archivo 27, aquí están temas de Marmión, copiados de dos de sus libros copiados por mí en un solo libro  en cajones de la mesa  con el título de uno de los suyos: JESUCRISTO, VIDA DEL ALMA Y JESUCRISTO EN SUS MISTERIOS. Son buenos libros pero no tan completos como los dos autores anteriores, según mi criterio, aunque puedo equivocarme.

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En el archivo 24 tengo libros y meditaciones que me gustaron de los libros de ESQUERDA en mi juventud sacerdotal donde le escuché muchas veces y luego en Roma.

 

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Benedikt Baur, O. S. B.

LA CONFESIÓN FRECUENTE

Instrucciones, meditaciones y oraciones para la frecuente recepción del sacramento de la penitencia

ÍNDICE CON ENLACES

LA CONFESIÓN FRECUENTE

Prólogo

Primera parte: La confesión frecuente

1. ¿Qué significa confesión frecuente?

2. ¿Cómo debemos practicar la confesión frecuente?

A) El propósito

B) La confesión (acusación)

C) El examen de conciencia

D) El dolor

E) La satisfacción (penitencia)

3. Directores espirituales, confesores y penitentes

4. La formación de la conciencia

Segunda parte: Reflexiones

1. Haced penitencia

2. El pecado (1)

3. El pecado (2)

4. El pecado venial (1)

5. El pecado venial (2)

6. La victoria sobre el pecado venial deliberado

7. El pecado de flaqueza

8. La vida perfecta

9. Las imperfecciones

10. El amor propio

11. La tibieza

12. Los pecados de omisión

13. La creencia en la propia rectitud

14. El arrepentimiento (1)

15. El arrepentimiento (2)

16. El arrepentimiento (3)

17. La contrición

18. La satisfacción sacramental

19. La gracia sacramental

20. El temor de Dios

21. El amor de concupiscencia

Benedikt Baur LA CONFESIÓN FRECUENTE

22. La caridad perfecta

23. El amor a Cristo

24. El amor del cristiano al prójimo

25. Nuestra vida de oración

26. La Santa Comunión frecuente

Apéndice

1. Para la recepción del sacramento de la penitencia

2.A) Las faltas e imperfecciones de los llamados cristianos devotos

2.b) Las imperfecciones de los cristianos celosos

3. Examen de conciencia según el Padrenuestro

4. Oraciones para la Sagrada Comunión

 

 

 

 

Prólogo

 

En los años pasados, con motivo de la renovación litúrgica y de algunas consideraciones nuevas surgidas en el campo de la devoción católica, se ha escrito y discutido no poco acerca de la confesión frecuente de los pecados veniales o, como se la ha llamado, de la confesión por devoción. El mismo papa, Pío XII, en su Encíclica Mystici Corporis (1943), dedicó su atención a la confesión frecuente; y saliendo al encuentro de algunos que «aseguran que no hay que hacer tanto caso de la confesión frecuente», la tomó bajo su protección: «Queremos recomendar con mucho encarecimiento el piadoso uso de la confesión frecuente, introducido por la Iglesia no sin una inspiración del Espíritu Santo». Con ello queda claro el juicio que la Santa Iglesia tiene formado de la confesión frecuente. «Quien trate de rebajar el aprecio de la confesión frecuente tenga a bien reflexionar –dice la Encíclica– que acomete una empresa extraña al Espíritu de Cristo y funestísima para el Cuerpo místico de nuestro Salvador».

Por desgracia, hay no pocos, aun en los sectores católicos, que oponen reparos contra la confesión frecuente y se creen obligados no sólo a no recomendarla, sino a desaconsejarla, cuando por su parte la Iglesia, en su Código de Derecho Canónico, casi la convierte en deber para los seminaristas y para los religiosos.

Desde la primera edición de Beseligende Beicht, 1922, a causa de las dificultades que se han opuesto a la confesión frecuente, han surgido nuevos e importantes puntos de vista; se han hecho buenas y prácticas observaciones para dar mayor vida a la confesión frecuente. Por eso me ha parecido necesario retocar a fondo las antiguas ediciones, utilizando, compendiando y sistematizando los nuevos conocimientos.

La confesión frecuente está ante todo escrita para los numerosos sacerdotes y religiosos que aspiran seriamente a la perfección, así como también para muchos seglares verdaderamente devotos. Yo, por mi parte, estoy firmemente convencido de que en estos círculos se siente un vivo anhelo de practicar la confesión frecuente, y practicarla de manera que sea verdaderamente provechosa y creadora de nueva vida. No ha de ser una mera «práctica»; no debe practicarse mecánicamente o tan sólo porque a los religiosos les ha sido prescrita por el Código de Derecho Canónico y por la regla. Por eso el presente trabajo se propone profundizar en la confesión frecuente, darle vida, hacerla comprender y exponer su alto valor para la vida cristiana.

El abad Butler escribe: «A medida que los católicos cultos y de alto nivel intelectual vayan compenetrándose más con la corriente del catolicismo vivo, y con sencillez de corazón tomen parte en las usuales prácticas devotas –cada cual según sus dotes personales, sus inclinaciones y preferencias–, más se remontarán en la religión del espíritu» (Benedictinisches Mönchtum, 309). A mí me parece que esta frase tiene especial valor respecto de la confesión frecuente, desde que tan usual es en la Iglesia, y tan encarecidamente ha sido recomendada por la Suprema Autoridad.

Por lo que toca al título del libro, me parece que debo prescindir del antiguo; y, asimismo, desechar otras expresiones, como confesión devota, que, aun cuando en sí sean muy expresivas y acertadas, no gustan tanto entre nosotros. Y ahora, después que Pío XII ha empleado la palabra «confesión frecuente», he resuelto dar a la nueva edición este título: La confesión frecuente. Y por confesión frecuente entendemos la confesión exclusiva de pecados veniales o válidamente confesados ya antes y perdonados, que ahora se confiesan de nuevo o «se incluyen». Se trata de una confesión que se hace frecuentemente, por lo menos una vez al mes.

 

Abadía primada de Beuron, Pentecostés, 1945.

 

Benedikt Baur

Primera parte: La confesión frecuente

 

  1. ¿Qué significa confesión frecuente?

 

Uno puede recibir frecuentemente el sacramento de la penitencia porque una y otra vez reincide en un pecado mortal y quiere obtener de Dios su perdón. Aquí no hablamos de la confesión frecuente en este sentido. Lo que aquí queremos significar es la confesión frecuente, repetida, de una persona que ordinariamente no comete ningún pecado mortal, que, por tanto, vive en unión con Dios, y que por el amor está ligada a Él.

También ella incurre en toda clase de infidelidades y faltas, y tiene diferentes debilidades, costumbres torcidas y tendencias en la lucha con la concupiscencia y el amor propio. No le es indiferente fracasar a veces, aunque no sea en cosas graves, y obrar contra su conciencia. Se preocupa de purificar su alma de toda mancha de pecado y faltas, de conservarla limpia y fortalecer su voluntad en la aspiración hacia Dios. Por esa razón acude con frecuencia, a veces hasta cada semana, a la santa confesión. Va en busca de la purificación interior, de la firmeza de voluntad; busca nueva fuerza para tender siempre a la unión perfecta con Dios y con Cristo. Sabe bien que en conciencia no está en manera alguna obligada a confesar los pecados veniales que ha cometido. Sabe que es enseñanza expresa de la Iglesia que los pecados veniales pueden callarse en la confesión, porque hay otros muchos medios por los que se pueden borrar del alma los pecados veniales. Tales medios son todos los actos de verdadero arrepentimiento sobrenatural, todas las oraciones en que se pide el perdón de los pecados, todas las obras hechas con espíritu de penitencia y de expiación y todos los dolores sufridos con el mismo espíritu.

Además, sirven todos los actos de amor perfecto a Dios y a Cristo, todos los actos y obras de amor cristiano al prójimo, hechos por motivos sobrenaturales, así como todas las obras y todos los sacrificios realizados por amor sobrenatural. También son medios la práctica bien hecha de los llamados sacramentales, por ejemplo, del agua bendita; además, una serie de oraciones litúrgicas, como el Confiteor Deo, como el Asperges me, como en especial la asistencia al santo sacrificio de la Misa y la recepción de la santa comunión. Mediante la sagrada comunión «somos purificados de las faltas diarias», dice el Concilio tridentino (13.ª sesión, cap. 2.°). Véase, pues, cuán fácil ha hecho la bondad misericordiosa de Dios al alma, animada de verdadera ansia de perfección, el reparar inmediatamente una falta cometida.

1. Si, pues, existen tantos medios para que el alma se purifique de sus pecados veniales sin el sacramento de la penitencia, ¿qué sentido y qué valor tiene la confesión de los pecados veniales? ¿Dónde está el «provecho» de esta confesión, de que habla el Concilio de Trento? Dice: «Los pecados veniales, que no nos privan de la divina gracia y en que tan a menudo recaemos, se confiesan y acusan con razón y provecho en la confesión, como lo comprueba la práctica de las personas devotas» (sesión 14, cap. 5.°).

a) El fruto de la confesión de los pecados veniales se funda ante todo en que se trata de la recepción de un sacramento. El perdón de los pecados se logra en virtud del sacramento, es decir, de Cristo. En el sacramento de la penitencia, «a aquellos que después del bautismo han pecado, se les aplican los merecimientos de la muerte de Cristo» (Conc, de Trento, sesión 14, cap. 1.°). En lo cual hay que observar: en el sacramento es esencial el íntimo arrepentimiento de los pecados, que es elevado por el sacramento a la unión, llena de gracia, con Dios. La gracia aquí otorgada, puesto que se trata exclusivamente de pecados veniales, no es, como cuando se trata de pecado mortal, la nueva vida de la gracia, sino el robustecimiento, el aumento y profundidad mayor de la vida sobrenatural, de la santa caridad, en el hombre. El sacramento de la penitencia lo primero que produce es lo positivo, el robustecimiento de la nueva vida, el aumento de la gracia santificante, y en unión con ella una gracia coadyuvante que estimula nuestra voluntad a un acto de amor o de arrepentimiento. Ese acto de amor borra los pecados veniales y los arroja del alma, de manera semejante a como la luz ahuyenta y elimina las tinieblas.

El provecho de la confesión de los pecados veniales consiste, además, en que la virtud del sacramento no sólo borra los pecados, sino que además abarca y sana sus consecuencias, de manera más perfecta de como ocurre en el perdón extrasacramental de los pecados veniales. Porque en el sacramento de la penitencia se perdona una parte mayor de las penas temporales de los pecados que por los medios extra-sacramentales, aunque concurra igual espíritu de arrepentimiento. Pero sobre todo el sacramento de la penitencia cura al alma de la debilidad producida por los pecados veniales, del cansancio y la frialdad para las cosas de la inclinación que con los pecados veniales renace para las cosas terrenales, del robustecimiento de los instintos e inclinaciones torcidas y del poder de la mala concupiscencia –y esto en virtud del sacramento, es decir, de Cristo mismo–. Así la confesión de los pecados veniales suministra al alma una frescura interior, un nuevo impulso para entregarse a Dios, a Cristo, y al cuidado de la vida sobrenatural, lo que ordinariamente no acontece en el perdón extrasacramental de los pecados veniales.

Un provecho muy especial y sobresaliente produce la confesión de los pecados veniales por estas circunstancias; que en general los actos del examen de conciencia, en especial del arrepentimiento, del propósito, de la voluntad de satisfacción y de penitencia, son mucho más perfectos y mejor elaborados que en el perdón extrasacramental de los pecados veniales por medio de una jaculatoria o por el uso piadoso del agua bendita. Todos sabemos lo que cuesta acusarse debidamente ante el sacerdote; todos sabemos cómo debemos preocuparnos de realizar bien los actos de arrepentimiento y de propósito e incitar la voluntad a la penitencia y a la satisfacción. Con plena conciencia nos dedicamos a hacer bien esos actos.

Y con razón. Porque esos actos de aversión interior a las faltas no constituyen únicamente una condición previa del alma para la recepción del sacramento de la penitencia, son su parte esencial. De ellos depende que haya verdadero sacramento, ellos determinan la medida de la eficacia del sacramento, la del crecimiento en la vida divina y del perdón de los pecados. El sacramento de la penitencia, así como el sacramento del matrimonio, es el sacramento más personal. La participación personal del penitente, sus actos personales de arrepentimiento, de acusación, de voluntad de satisfacción, son decisivos para la eficacia del sacramento. Ésa depende esencialmente de nuestro juicio personal sobre el pecado cometido y de nuestro retorno personal a Dios y a Cristo. En el sacramento de la penitencia que recibimos, nuestros actos personales de penitencia son elevados de la esfera meramente personal y son unidos con la virtud de los padecimientos y muerte de Cristo, que operan en el sacramento. Aquí es donde resplandecen toda la gracia y el provecho del sacramento de la penitencia.

La llamada gracia sacramental, que sólo es propia del sacramento de la penitencia y que por ningún otro sacramento se produce o puede producirse, es la gracia santificante, con carácter y fuerza especial para hacer desaparecer la enervación causada por los pecados veniales, el déficit de fuerza, valor e impulso espiritual, para fortalecer el alma y alejar los impedimentos que se oponen a la gracia y su operación eficaz en el alma.

Un significado y provecho especial de la confesión frecuente consiste en que los pecados veniales se confiesan al sacerdote como representante de la Iglesia, es decir, a la Iglesia, a la comunidad. El que peca venialmente sigue siendo miembro viviente de la Iglesia. Con el pecado venial no ha pecado solamente contra Cristo, contra Dios y el bien de su propia alma; al mismo tiempo ha causado un daño a la Iglesia, a la comunidad; su pecado es una «mancha», una «arruga» de la esposa de Cristo; es un obstáculo para que el amor que el Espíritu Santo derrama sobre la Iglesia pueda desarrollarse libremente en todos los miembros de la Iglesia de Cristo. El pecado venial es un daño inferido a la comunidad, es una falta de amor para con la Iglesia, de la que únicamente manan la vida y la salvación para el cristiano. Por eso no puede expiarse de una manera más adecuada que poniéndolo en conocimiento del representante de la Iglesia, recibiendo su perdón y cumpliendo la penitencia impuesta por él.

 

b) No se agota el significado de la confesión frecuente con perdonarse en este sacramento las faltas cometidas y curarse la debilidad íntima del alma. La confesión frecuente no mira sólo hacia atrás, hacia lo que ha sido, hacia las faltas cometidas en el pasado; también mira hacia delante, hacia el porvenir. Aspira también a construir, quiere efectuar un trabajo para el porvenir. Cabalmente, con su frecuencia, aspira a un fin eminentemente positivo: al robustecimiento y nueva vida de la voluntad en su lucha por la verdadera virtud cristiana, por la pureza perfecta y la entrega total a Dios, por el triunfo completo del hombre espiritual y sobrenatural en nosotros, por el dominio del espíritu sobre los apetitos, los sentimientos, las pasiones y las debilidades del hombre viejo en nosotros.

La confesión frecuente sirve para que vayamos identificándonos más y más con el espíritu y el ánimo de Cristo, en especial con el odio que siente Cristo contra todo lo que en nosotros pudiera desagradar a Dios, y hagamos nuestro el espíritu de expiación y de satisfacción de Cristo por nuestros propios pecados y por los de los demás. Del genuino sentimiento de penitencia brotan la prontitud para todo sacrificio, todo dolor, todas las dificultades y pruebas a que el Señor tenga a bien someternos, valores de alto precio de que participamos, tanto más cuanto con mejor disposición y con mayor frecuencia recibimos el santo sacramento de la penitencia.

 

c) Muchos hacen resaltar como nuevo provecho de la confesión frecuente la dirección del alma por medio del confesor. La verdad es que la dirección de las almas que aspiran a la perfección de la vida religiosa y cristiana es altamente deseable y útil, y a veces hasta moralmente necesaria. Hoy los más acuden para la dirección del alma al confesor. Y con razón. Uno de los principales motivos por los que la Santa Iglesia prescribe positivamente la confesión frecuente, y hasta semanal, a los sacerdotes, a los seminaristas y a todas las órdenes religiosas, es cabalmente éste: que mediante ella queda asegurada de la manera más sencilla la dirección espiritual de los que están obligados a aspirar a la perfección cristiana en un modo especial.

Según San Alfonso María de Ligorio, uno de los deberes fundamentales del confesor es ser director espiritual. Sin embargo, sería una equivocación decir que la dirección de las almas está esencialmente ligada a la confesión o a la confesión frecuente. Tampoco sería propio unir la dirección espiritual con la confesión frecuente tan estrechamente que, como suele suceder, casi se pase por alto el lado sacramental de la santa confesión para dar el primer lugar a la medicina pastoral. El religioso y la religiosa encuentran normalmente la dirección espiritual en la estrecha unión con la vida de comunidad ordenada, con la vida claustral tal como la encauzan la regla y los superiores. Ella les ofrece normalmente los medios que necesitan para lograr el fin de la vida de la orden: la santidad.

 

2. Los pecados que ya se han confesado antes debidamente, sean mortales o veniales, ¿podemos confesarlos de nuevo, «incluirlos»? Ya hemos observado antes que son esenciales en la confesión no los pecados, sino los actos interiores de aversión de la voluntad hacia los pecados cometidos, los actos de arrepentimiento y de voluntad de satisfacción, etcétera. Pero el pecado cometido queda como un hecho histórico, aun cuando haya sido perdonado. Asimismo es posible que el hombre una y otra vez se arrepienta interiormente del pecado cometido, lo condene, lo deteste, con voluntad de evitarlo, de corregirse, de hacer penitencia. Cuando se da esta actitud interior, no hay impedimento alguno para que, mediante la virtud de Cristo que opera en el sacramento de la penitencia, se eleve a un retorno a Dios pleno de gracia. También en este caso en que se confiesan pecados ya confesados y perdonados, el sacramento produce el efecto que le es esencial: aumenta la gracia santificante, la cual, como fruto del sacramento de la penitencia, en virtud de su íntima naturaleza borra el pecado si lo hay. La gracia producida por el sacramento de la penitencia no hay que concebirla sin relación al pecado, que borra del alma, si la encuentra en estado de pecado. Por eso las palabras del sacerdote «Yo te absuelvo de tus pecados» tienen pleno sentido, aun en el caso de que sola y únicamente produzcan la gracia (su aumento), sin perdonar el pecado, porque ya no existe ninguno que pueda ser perdonado. Por eso la Iglesia considera como materia suficiente, es decir, como suficiente objeto de la sagrada confesión los pecados debidamente confesados y perdonados ya (Cód. de Derecho Canónico, can. 902). Benedicto XI, en 1304, declara «provechoso» confesar de nuevo los pecados ya confesados.

 

3. Por lo dicho se puede comprender en qué sentido se puede hablar de confesión frecuente. Confesión frecuente es aquella que es adecuada para producir y lograr el doble fin de purificar el alma de los pecados veniales y, al mismo tiempo, confirmar la voluntad en su aspiración al bien y a la unión más perfecta con Dios. Este fin, según la doctrina común y la experiencia, se logra mediante la confesión practicada cada semana, o cada quince días, o cada tres o cuatro semanas: la Santa Iglesia cuenta con el caso de que alguien se confiese más de una vez en la semana (Cód. de Derecho Canónico, can. 595). Por otra parte, si no tiene nada que confesar, puede uno ganar todas las indulgencias con tal que se confiese al menos dos veces al mes o reciba la sagrada comunión diaria o casi diariamente (Cód. de Derecho Canónico, can. 931, 3).

Asimismo, de lo dicho hasta ahora se deduce que la confesión frecuente presupone y exige una seria aspiración a la pureza interior y a la virtud, a la unión con Dios y con Cristo, es decir, una verdadera vida interior. El que quiere conformarse con evitar únicamente el pecado mortal, sin preocuparse de los pecados veniales, de determinadas infidelidades y faltas; el que no está resuelto a combatirlos con toda seriedad, ese tal no se halla en condiciones de hacer con provecho una confesión frecuente. La confesión frecuente es inconciliable con una vida de tibieza: antes bien, según su más íntima finalidad, es uno de los medios más eficaces para superar y eliminar la tibieza. Si se practica con conciencia plena, impulsa necesariamente al anhelo de lo bueno, de lo perfecto, a la lucha contra el más íntimo pecado consciente o contra una infidelidad o descuido.

Las almas perfectas buscan y hallan en la confesión frecuente fuerza y valor para luchar por la virtud y por una vida para Dios y con Dios. Pero al propio tiempo buscan ante todo la pureza perfecta del alma. A ellas les es muy doloroso causar pena a su amoroso Padre con una infidelidad. Siempre tienen presente ante su vista a Cristo, esposo de su alma, lleno de hermosura, de pureza inmaculada y santidad.     Quieren compartir su vida, vivirla, continuarla y ser otro Cristo. Empujadas por el amor al Padre, por el amor a Jesús, al que quieren asemejarse cada día más, acuden a menudo a la santa confesión. Es el santo amor a Dios y a Cristo el que impulsa a estas almas a recibir con frecuencia el sacramento de la confesión. La confesión frecuente es para ellas una necesidad.

Las almas menos perfectas buscan y hallan con frecuencia en la sagrada confesión un medio muy excelente para la lucha eficaz contra las imperfecciones, el fracaso diario, las torcidas inclinaciones y costumbres y, sobre todo, contra el cansancio espiritual y el peligro del desaliento. Cabalmente en la recepción del sacramento de la penitencia experimentan estas almas, en sí mismas, que en ellas y con ellas lucha y triunfa alguien más fuerte, Cristo, el Señor, el que ha triunfado del pecado, y quiere y puede vencerlo en sus miembros.

Queremos cerrar este capítulo con las palabras de la Encíclica Mystici Corporis de Pío XII, de 29 de junio de 1943: «Es pues del todo evidente que con estas engañosas doctrinas (las del malsano quietismo) el misterio de que tratamos, lejos de ser de provecho espiritual para los fieles, se convierte miserablemente en su ruina. Esto mismo sucede con las falsas opiniones de los que aseguran que no hay que hacer tanto caso de la confesión frecuente de los pecados veniales, cuando tenemos aquella más aventajada confesión general que la Esposa de Cristo hace cada día con sus hijos, unidos a ella en el Señor, por medio de los sacerdotes que están para acercarse al altar de Dios. Cierto que, como bien sabéis, venerables hermanos, estos pecados veniales se pueden expiar de muchas y muy loables maneras; pero para progresar cada día con más fervor en el camino de la virtud queremos recomendar con mucho encarecimiento el piadoso uso de la confesión frecuente, introducido por la Iglesia no sin una inspiración del Espíritu Santo, con el que aumenta el justo conocimiento propio, crece la humildad cristiana, se desarraigan las malas costumbres, se hace frente a la tibieza e indolencia espiritual, se purifica la conciencia, se robustece la voluntad, se lleva a cabo la saludable dirección de las conciencias y aumenta la gracia en virtud del sacramento. Adviertan, pues, los que disminuyen y rebajan el aprecio de la confesión frecuente entre los jóvenes clérigos, que acometen una empresa extraña al Espíritu de Cristo y funestísima para el Cuerpo místico de nuestro Salvador».

 

2. ¿Cómo debemos practicar la confesión frecuente?

 

No es fácil contestar a esta pregunta. Aquí también tiene su aplicación la regla de que una misma cosa no es para todos. Es menester distinguir dos clases entre los que practican la confesión frecuente. Muchos de ellos se encuentran en medio de la vida, en la familia, en la oficina, en la fábrica, en la escuela, en la profesión, en el negocio, con su prisa, su inquietud y su ruido. Notablemente se esfuerzan por llevar una vida pura y grata a Dios. Se mantienen duraderamente en estado de gracia y de hijos de Dios, pero siempre vuelven a caer en toda clase de faltas. Van cada semana y seguramente cada mes a la sagrada confesión, se arrepienten seriamente de sus faltas y se acusan de las mismas con espíritu de arrepentimiento y con la mejor voluntad, tan bien como pueden, aunque tal vez no en una forma muy perfecta. ¿Diremos que una tal confesión no es para ellos saludable?

Por la manera inhábil y desmañada como la hacen, ¿hemos de inquietarlos y aconsejarles sin necesidad urgente que la hagan de otra manera? O ¿no deberíamos más bien ayudarlos a formar un propósito serio y práctico, y conservar su firme voluntad de avanzar a pesar de los fracasos y crecer en la vida espiritual? Lo mismo podría decirse por lo regular acerca de aquellos años de la vida religiosa en que a menudo se cometen aún tropiezos, infidelidades y faltas, pecados veniales conscientes, deliberados, de cierta gravedad. En estos años es de aconsejar que la santa confesión se relacione estrechamente con la meditación y con el examen de conciencia general y especial.

Pero poco a poco y de manera normal en todo el campo de la vida interior se verifica un constante proceso de simplificación. A este proceso está sometida la meditación lo mismo que el examen de conciencia y toda la aspiración a la virtud y la vida de oración. A este proceso de simplificación está sometida también la recepción del sacramento de la penitencia. Con el progreso en la vida interior van disminuyendo los pecados veniales conscientes y deliberados, y, en general, sólo quedan casi los llamados pecados de flaqueza. Aquí es donde empiezan las dificultades prácticas contra la santa confesión; en cierto sentido se vuelven tanto mayores cuanto más crece el alma en pureza y se acerca a Dios. Para ambas clases de almas valen las reflexiones siguientes sobre la manera y modo como debemos hacer la confesión frecuente. Empezamos con el propósito.

 

A) El propósito

 

Para que la confesión frecuente sea no sólo válida y digna, sino también positivamente constructiva, eficaz respecto al crecimiento de la vida interior, vale la siguiente norma directriz: En la santa confesión se acusará aquello contra lo que conscientemente estamos resueltos a trabajar con firmeza. Con esto, el punto central de la confesión frecuente lo ocupará el propósito.

1. El propósito es inseparable del arrepentimiento; brota del buen arrepentimiento con intrínseca necesidad, como su fruto maduro. Siendo una parte del arrepentimiento el propósito, es éste, como el arrepentimiento mismo, un elemento esencial y absolutamente necesario de la confesión.

Hay que distinguir entre el propósito expreso y el que está incluido en el arrepentimiento. Este último no es ningún acto nuevo de la voluntad, separado del acto del arrepentimiento, sino que está incluido en el dolor que va anejo al arrepentimiento y a la detestación del pecado. Basta para la recepción válida del sacramento de la penitencia. Así, pues, si antes de la acusación se ha hecho un acto serio de arrepentimiento, aun sin pensar en el propósito y sin formulario, ya la confesión es válida, porque el propósito necesario va incluido en el arrepentimiento. Pero si se quiere hacer más fructuosa la confesión y convertirla en medio de progreso interior y de santificación, será necesario el propósito expreso, separado del acto del arrepentimiento. El propósito expreso puede ser general o especial. General, lo es cuando se refiere a todos los pecados veniales o, al menos, a todos los pecados veniales de que se acusa en aquella confesión. El propósito especial es la voluntad de evitar o de combatir seriamente determinados pecados veniales o faltas.

Para la validez de la confesión de pecados exclusivamente veniales basta el propósito de querer evitar o combatir los pecados confesados o al menos uno de los mismos; también es suficiente el propósito de abstenerse de una determinada clase de pecados veniales; y, finalmente, basta el propósito de evitar en lo posible, o por lo menos disminuir con mayor celo, el número de los pecados veniales no deliberados, es decir, los llamados pecados de flaqueza. No es necesario el propósito de evitar en absoluto los pecados veniales, como debe ser el propósito respecto de los pecados mortales: es suficiente el propósito de combatirlos o de emplear los medios necesarios para disminuir al menos su número y su frecuencia.

 

2. Muchos de los que se confiesan frecuentemente incurren en la falta de no hacer propósito serio respecto de gran parte de los pecados que confiesan. San Francisco de Sales dice que es un abuso confesar un pecado que uno no está resuelto a evitar o al menos a combatir en serio (La vida devota, 2, 19). Desgraciadamente, este abuso se ha convertido en práctica, sobre todo en la confesión hecha por costumbre, en la que cada vez se acusa uno de lo mismo, sin ningún progreso, sin disminución del número o de la clase de pecados veniales, sin ningún enérgico rechazo del pecado, sin aumento de celo para aspirar al bien. Aquí tiene que haber alguna falta. Lo que falta es el propósito. Se adquiere la costumbre de acusarse de estos o de aquellos pecados veniales, sin pensar seriamente en luchar con energía contra ellos. Hay un propósito general o incluido en el acto mismo del arrepentimiento, y por lo mismo la confesión es válida; pero fructuosa, constructiva, propulsora de la vida interior, apenas podrá serlo una confesión así hecha. En este punto tienen los confesores una responsabilidad respecto a los que se confiesan con frecuencia; pero no solamente los confesores, sino ante todo los penitentes mismos.

Por eso las almas más puras y aprovechadas no se acusarán en la confesión frecuente de faltas, infidelidades o pecados de flaqueza que no estén resueltas con toda su voluntad a evitar o a combatir. Mas no es posible, al mismo tiempo y duraderamente, concentrar con constancia toda la atención y fuerza en gran número de puntos, de faltas y flaquezas. Por eso debe guardarse esta regla fundamental: Poco, pero bueno, con toda seriedad y voluntad, con constancia y perseverancia. Divide et impera: dividir para vencer. Por lo mismo, a tales almas les será necesario limitar el propósito de su confesión a pocos puntos; mejor, a una sola falta contra la que quieran luchar, a un solo punto que tengan siempre a la vista, en el que quieran concentrar todo su esfuerzo. En primer lugar, lo necesario en aquel momento, lo importante, aquello que en aquellas circunstancias es lo principal para ellos. Mucho depende de que este propósito sea bien escogido y formado.

Estas almas deben procurar especialmente formar un propósito positivo, es decir, encaminado a la práctica de una virtud determinada. La manera de vencer nuestras faltas y debilidades no es ocuparnos continuamente de ellas y combatirlas, sino mantener nuestra mirada siempre dirigida al bien positivo, a lo santo, y buscarlo conscientemente. Las almas que verdaderamente aspiran a la perfección luchan ante todo por el amor puro a Dios y a Cristo; el amor a Dios es amor al prójimo, amor que soporta, perdona, ayuda, sirve, llena de dicha, da fuerza para amar al prójimo. Ponen sus miras en la pureza de la intención y en los motivos de sus actos. Se proponen vivir de la fe y considerar como disposición o consentimiento de Dios todo cuanto aporta la vida cotidiana.

El amor a Dios y al Redentor las hace fuertes para los sacrificios diarios, grandes y pequeños, fuertes para la paciencia, para la verdad, para la vida de comunidad, para la sumisión humilde a la cruz impuesta por las circunstancias, las enfermedades, la propia debilidad e insuficiencia, los muchos fracasos, las dificultades de la vida interior, el estado de sequedad, de vacío o frialdad interior, el cansancio e indisposición física, la repugnancia a la oración, etc. El amor da fuerzas para ello. «La caridad es sufrida, dulce y bienhechora. La caridad no tiene envidia, no obra precipitada ni temerariamente, no se ensoberbece, no es ambiciosa, no busca sus intereses, no se irrita, no piensa mal... A todo se acomoda, cree todo el bien del prójimo, todo lo espera, y lo soporta todo... Corred con ardor para alcanzar la caridad» (1 Cor 13, 4 ss), el amor santo a Dios y a Cristo. En la caridad está toda virtud.

El propósito, en primer lugar, tiene que ser prácticamente realizable. En este punto se falta de muchas maneras. Se hace, por ejemplo, este propósito: No quiero tener más distracciones en la oración, no quiero ser quisquilloso, no quiero tener más pensamientos de orgullo, etc. Éstos son meros propósitos, prácticamente irrealizables, que sólo sirven para acumular nuevas ruinas sobre las antiguas. Para nosotros, los humanos, que vivimos en esta tierra, no se trata de no tener ninguna distracción en la oración, de no experimentar ningún movimiento de irritación, de no ser sensibles a los disgustos e injusticias, de no tener ningún pensamiento de orgullo...

Se trata solamente de que las distracciones, las irritaciones, etc., no sean voluntarias, y de que cuando nos demos cuenta de ellas las combatamos. Fórmese, pues, un propósito que realmente pueda llevarse a la práctica, por ejemplo: Me propongo, en cuanto note que estoy distraído, recogerme; tan pronto como note una irritación, haré un acto de paciencia, de conformidad con la voluntad de Dios; siempre que me suceda algo desagradable, me dirigiré al Señor diciendo: «Señor, ayúdame», o «por tu amor quiero soportarlo». Si se aspira a más, el propósito de nada servirá. Sólo recogeremos desengaños y desaliento.

El propósito tiene que ser adaptado a las necesidades y circunstancias del momento. Debe tener como objeto una falta que me da mucho que hacer y que he de combatir con todo afán; tiene que tomar en consideración la corriente interior de la gracia, que tan frecuentemente toma por punto de partida algún misterio de Cristo, de la liturgia o del año eclesiástico, una vivencia íntima, la meditación, la lectura espiritual, una inspiración interior, etc.

El propósito no ha de cambiar, ni debe cambiar en cada confesión; pero, si no varía, debe renovarse, afianzarse y profundizarse en cada confesión. Como regla general, debe conservarse y renovarse en cada confesión hasta que la falta que ha sido objeto del propósito sea vencida eficazmente con cierta seguridad y constancia, de manera que se haya debilitado notablemente su predominio; a menudo el propósito deberá conservarse hasta que cambien las circunstancias exteriores. Ciertas faltas exteriores, como la curiosidad de los ojos, el quebrantamiento del silencio o faltas contra la caridad, tendrán que ser combatidas con un propósito especial hasta que se haya logrado que una costumbre opuesta adquiera predominio. A ello contribuyen poderosamente el examen particular y la meditación diaria.

El propósito puede también relacionarse directamente con determinados medios con los que se quiera resistir a una falta. Así, para mejor sustraerse a las distracciones en la oración, se puede formar el propósito de hacer más fielmente la meditación; o, para contrarrestar los movimientos de impaciencia, de crítica y de falta de caridad, propósito de estar más en la presencia de Dios y de Cristo, y dominar los sentidos.

No se olvide que la buena voluntad es una voluntad actual, y que por lo mismo es verdaderamente conciliable con el temor, más aún, con la previsión verosímil de una recaída, al menos en faltas inconscientes. Siempre tenemos que contar con el importante artículo de fe de que al hombre, aun cuando se halle en estado de gracia santificante, «sin privilegio especial de Dios, como lo enseña la Santa Iglesia respecto de la Virgen María, no le es posible evitar durante toda la vida todos los pecados veniales» (Concilio de Trento, sesión 6, can. 23). De modo que no se trata de que no incurramos ya en ninguna falta, sino de que no seamos indiferentes a las faltas e infracciones, a sus causas y raíces, de que las rechacemos enérgicamente, de que jamás hagamos las paces con ellas y de que lleguemos a las alturas del santo amor de Dios.

 

B) La confesión (acusación)

 

1. El Concilio de Trento subraya el hecho de que los pecados veniales no necesitan confesarse. «Con razón y provecho se confiesan, pero pueden callarse sin culpa, y ser perdonados y expiados por muchos otros medios» (sesión 14, cap. 5.°).

Objeto de la confesión, sólo pueden serlo pecados, y pecados cometidos después del bautismo. Lo que no es pecado no puede confesarse. Así, sólo pueden confesarse los pecados cometidos con conocimiento y voluntad, los llamados pecados veniales deliberados o intencionados; asimismo los llamados pecados de flaqueza, en que incurrimos por culpable precipitación, por excitación momentánea, por irreflexión, por falta de dominio sobre sí mismo o por ligereza, aunque no con plena libertad. No es necesario confesar el número y las circunstancias que agravan los pecados veniales; sin embargo, sería conveniente tenerlos en cuenta e incluirlos en la confesión al tratarse de faltas más importantes y arraigadas. Son circunstancias agravantes, por ejemplo, mostrarse falto de caridad para con un bienhechor inmediatamente después de comulgar. Antes se discutía si podían o debían confesarse también las llamadas imperfecciones, por ejemplo, el haberse defendido cuando hubiera sido más perfecto (aunque no un deber) el callar; el permitirse algo cuando hubiera sido mejor renunciar a ello.

Hoy es usual y corriente confesar también las imperfecciones, primero porque en el fondo de ellas generalmente se oculta algún descuido, y luego porque su conocimiento es útil al confesor para la dirección espiritual. Las distracciones realmente no queridas, involuntarias, en la oración, movimientos de impaciencia, pensamientos que afloran contra la caridad, sentimientos de desamor, antipatías, juicios, si con seguridad son indeliberados e involuntarios, no son objeto de confesión.

 

2. Los que seriamente se dedican a la vida espiritual, sobre todo los religiosos, que por vocación están obligados a una vida de perfección cristiana, después de haber pasado los comienzos de la vida espiritual, deberán confesar de ordinario aquellos pecados y faltas contra los que están resueltos a luchar conscientes de su fin. Así, pues, no confesarán todas y cada una de las faltas e imperfecciones que hayan cometido, sino tan sólo aquellas contra las que va enderezado su propósito. Propósito y confesión (acusación de los pecados) corren parejas. También aquí tiene su aplicación aquello de que no mucho y variado, sino poco y, eso, bien; non multa, sed multum. De las faltas cotidianas e infidelidades, se escogerá aquella que pertinazmente tiende a arraigarse, que con mayor conciencia y voluntad se comete, que nace de una costumbre torcida o de una inclinación y pasión perversa, aquella con la que uno más da que sufrir a su prójimo.

Esta acusación limitada es de aconsejar especialmente a aquellos que, a pesar de todos sus buenos deseos, a veces se olvidan de ello; a aquellos que tienen faltas habituales, faltas de temperamento de índole más seria; a los que se sienten enervados y flojos, sin fuerza interior y sin verdadero deseo de aspirar a la virtud; a aquellos que se hallan en peligro de volverse tibios y descuidados; a los que sólo con dificultad se libran de determinadas faltas; finalmente, también a aquellos que con facilidad se ven atormentados por la duda de si han tenido suficiente dolor y arrepentimiento de los pecados confesados.

«Así, pues, nosotros no hacemos sino interpretar según nuestras propias opiniones la ley de Dios al imponernos como deber el recitar toda una letanía de pecados veniales, de minuciosas circunstancias e historias. Exponer todo eso por completo es sencillamente imposible. De ahí un sinfín de angustias y escrúpulos que tan sólo se fundan en que por verdadera imposibilidad hemos omitido algo de lo que sin ningún pecado, con plena libertad, hubiéramos podido callar» (LEHEN, Weg zum inneren Frieden, p. 93).

En el afán de confesar todos los pecados veniales, además de mucho desconocimiento e incomprensión, hay también mucho egoísmo y orgullo: es que queremos estar satisfechos de nuestro obrar y de nuestra confesión, queremos poder extendernos el certificado de haber dicho todo cuanto podíamos decir. Muchas almas, además, se hacen así la ilusión de que por el mero hecho de haberse confesado ya está todo en orden. ¡Qué error tan perjudicial!

El conocimiento de la raíz de los pecados veniales, ante todo la de la falta principal, y el conocimiento de las ocasiones que originan determinadas faltas, puede ser útil al confesor. Conviene hablar de esto de cuando en cuando en la santa confesión.

3. En la práctica hay varios medios de hacer bien y fructuosamente la acusación, y de ahondar y simplificar la confesión frecuente. Unos confiesan todas las faltas o, al menos, las más importantes cometidas desde la última confesión. Así lo harán muchas almas con razón y provecho.

Pero en el caso de almas que con verdadera seriedad buscan a Dios, trátese de seglares, sacerdotes o religiosos, creemos que debemos indicar los siguientes medios: Puede uno partir de una falta determinada, cometida después de la última confesión. En tal caso, la confesión se desarrollará así: «Con plena conciencia he juzgado y hablado con poca caridad; durante mi vida entera he pecado, de pensamiento y de palabra, con juicios poco caritativos contra el amor al prójimo, y me acuso de todos estos pecados de mi vida; me acuso asimismo de todos los demás pecados y faltas de los que me he hecho culpable ante Dios». Es una manera muy sencilla y provechosa de acusarse en el supuesto de haberse esforzado por despertar un serio arrepentimiento. Del arrepentimiento brota naturalmente un claro y concreto propósito: «Trabajaré para eliminar todo juicio y palabra deliberadamente faltos de caridad».

Una segunda manera de acusarnos: partir de un determinado mandamiento, o de una pasión, una costumbre, una inclinación; siempre de un punto que, en el momento actual, es de gran importancia para la aspiración interior. Entonces la confesión se hará de esta manera: «Me excito fácilmente por cualquier cosa; los demás me irritan en seguida; hablo y censuro y doy rienda suelta a la antipatía y al mal humor. Me acuso de haber cometido de esta manera muchas faltas en mi vida. Me acuso también de todos mis demás pecados y faltas de que me he hecho culpable delante de Dios». Es también una manera fácil y provechosa de confesión; ella presupone y exige que el penitente, consciente del fin, y por largo tiempo, fije la atención en un pecado determinado, en la raíz de determinadas faltas o en un punto importante para su vida interior. Lo decisivo, también en este caso, es el arrepentimiento. Esta manera de confesarse hace relativamente fácil al confesor el tratar al penitente de una manera personal y ayudarle en sus esfuerzos.

Finalmente, se puede tomar por punto de partida el haber pecado, por ejemplo, contra uno u otro mandamiento: «He pecado a menudo y mucho por impaciencia, por falta de dominio de mí mismo, por mal humor, por sensualidad. Me acuso también de todos los otros pecados mortales y veniales de toda mi vida».

De lo dicho resulta lo siguiente: Quien quiera practicar la confesión frecuente bien y con todo el fruto posible, tiene que mantener buen orden en su vida interior. Debe ver con claridad qué puntos son importantes y esenciales para él; debe conocer sus propias imperfecciones y modelarse a sí mismo de un modo consecuente. Si también el confesor, comprensivo y lleno de santo interés por el crecimiento espiritual de su penitente, colabora con él de un modo consecuente, la confesión frecuente será un medio excelente para edificar y perfeccionar la vida religioso-moral, para identificarse con Cristo y con su espíritu.

 

C) El examen de conciencia

 

1. El examen de conciencia para la recepción del sacramento de la penitencia está muy estrechamente relacionado con la práctica del examen de conciencia en general.

Mientras que los maestros de la vida del espíritu, empezando por los antiguos monjes y continuando hasta los de nuestros días, consideran y tratan el examen de conciencia, ya el general, ya el particular, como un elemento esencial de la vida cristiana verdaderamente devota, existen hoy ciertos sectores católicos que no quieren saber nada de un examen de conciencia que llegue a los detalles.

Ante todo, rechazan el examen particular de conciencia y quieren reemplazarlo por una «simple ojeada» al estado del alma. No ven que, al menos para los principiantes, es en absoluto necesario descender a lo particular si es que quieren conocer y enmendar sus faltas y las raíces de las mismas, las diversas pasiones y torcidas actitudes interiores. Cabalmente, los principiantes están expuestos al peligro de contentarse con una mirada superficial, que no va al fondo de la conciencia y que deja subsistir las pasiones, las costumbres torcidas, etc. «Cuan vergonzoso sería si también en este punto tuviese aplicación la palabra de Cristo: Los hijos de este mundo, a su manera, son más prudentes que los hijos de la luz. ¡Con qué afán se cuidan de sus negocios! ¡Cuán a menudo comparan los gastos con los ingresos! ¡Qué exacta y qué estricta es su contabilidad!» (Pío X, Exhortación).

A los sacerdotes y a los religiosos impone la Iglesia como deber el examen diario de conciencia, y reprueba expresamente la doctrina de Miguel Molinos de que «es una gracia no poder ver las propias faltas» (Dz 1230). Fue la conocida quietista señora Guyon la que opinó que basta sencillamente «exponerse» a la luz divina. Es característico que los escritores modernos, hasta para la autoeducación humana puramente natural, insisten de forma terminante sobre una especie de examen de conciencia puramente natural.

 

2. Con razón recalcan los maestros de la vida espiritual que el examen de conciencia es necesario e indispensable para la purificación del alma y para el adelanto en la vida de perfección. Sin un examen de conciencia bien ordenado, apenas nos damos cuenta a medias de nuestras faltas. Éstas se acumulan; las malas inclinaciones y las pasiones perversas se hacen más fuertes y amenazan seriamente la vida de la gracia. Sobre todo, la caridad santa no podrá desarrollarse plenamente.

El examen de conciencia ofrece diversas posibilidades: se propone como fin solamente el conocimiento de los pecados veniales –no se trata ahora de los mortales– que se cometen con conciencia plena, o también el conocimiento de los pecados de flaqueza, poco o apenas conocidos; o, finalmente, reflexiona cómo se hubiera podido y debido corresponder mejor a la gracia. Es claro que un examen de conciencia bueno y acertado tan sólo podemos hacerlo con el auxilio de la gracia sobrenatural.

El examen general de conciencia pasa revista a todos los actos del día, pensamientos, sentimientos, palabras y obras. Cuando se hace regularmente, este examen de conciencia no es difícil: uno sabe en qué punto suele cometer falta, y así sin esfuerzo especial se da cuenta de las faltas eventuales del día. Caso de haber una infracción especial, ésta de todos modos atormentaría al alma que seriamente busca la perfección. Si hay verdadera vida religiosa, no tiene uno que ser minucioso en este examen de sí mismo. Más importante es el acto de arrepentimiento. En este punto es donde siempre se puede dar más vida y profundidad al examen de conciencia. Del arrepentimiento brota el propósito, que de ordinario terminará en el propósito de la confesión.

El examen general de conciencia se completará mediante el llamado examen particular: éste se ocupa durante largo tiempo de una falta previamente determinada que se quiere vencer o eliminar, o de una virtud determinada a que se propone llegar. El examen de las faltas se orienta primeramente hacia las exteriores, que molestan o fastidian al prójimo; después hacia las interiores, las faltas de carácter propiamente dichas, hacia el punto débil en nuestro ser y en nuestra vida.

 Cuando se incurra ya en la falta solamente raras veces o en ocasiones determinadas, será conveniente pasar al examen positivo de determinados actos de virtud, examen que, al progresar en la vida del espíritu, presenta cada vez más la forma de fortalecimiento de la voluntad en dirección a una determinada virtud, y la forma de una súplica a Dios para fortalecernos y perfeccionarnos en esta virtud, por ejemplo, en el amor de Dios y del prójimo, en el espíritu de fe, humildad y vida de oración. Con el objeto del examen particular coincidirá normalmente también el propósito propio y especial de la confesión frecuente.

 Por eso precisamente, para las almas religiosas y celosas, es muy importante el examen particular, sobre todo en la forma que acabamos de indicar: consolidación y ahincamiento de la voluntad en la virtud.

 

3. No es suficiente conocer sólo los actos, las faltas. Igualmente importante ––incluso más importante– es examinar las actitudes interiores y los sentimientos. Para ello sirve el llamado examen de conciencia «habitual», es decir, el dirigir una ojeada breve, frecuente, al propio interior, observar la inclinación, la tendencia momentánea dominante en el corazón, el sentimiento, las aspiraciones que por entonces prevalecen en él. Entre los muchos sentimientos que luchan en el corazón del hombre y le asaltan, hay siempre un sentimiento que domina, que da su orientación al corazón y determina sus movimientos. Ya es un deseo de alabanza, ya el temor de alguna censura, de alguna humillación, de algún dolor, ya celos o amargura por alguna injusticia sufrida, ya una desconfianza, un afán desordenado de trabajo, de salud. Otras veces es un estado de cierta falta de energía, de desaliento ante ciertas dificultades, fracasos y experiencias.

Mas este sentimiento dominante podrá ser también el amor a Dios, el afán de sacrificarse en un arranque de celo ardoroso, en la alegría de servir a Dios, en la sumisión a Dios, en la humildad, en la aspiración a la mortificación, en la entrega a Dios: «¿Dónde está mi corazón?». ¿Cuál es la inclinación capital que lo determina, cuál es el verdadero resorte que pone en movimiento todas las partes del conjunto? Puede ser una inclinación larga y duradera, una simpatía, una amargura, una antipatía; puede ser una impresión momentánea, tan profunda y tan fuerte, que siga vibrando después largo tiempo en el corazón. Preguntamos: «¿Dónde está mi corazón?». De esta manera frecuentemente comprobamos la inclinación momentánea, la orientación del corazón, y avanzamos hasta el centro de donde emanan los diversos actos, palabras y obras. Así es como llegamos a conocer los principales sucesos tanto en el bien como en el mal.

Este conocimiento sirve para el examen de conciencia, tanto particular como general, y para el examen de conciencia de la santa confesión. Sin dificultad descubrimos lo que es importante y esencial para nuestro esfuerzo, nos arrepentimos, damos gracias a Dios al ver orden en nuestros sentimientos íntimos, imploramos de Dios la gracia y fuerza. Descubrimos lo que hemos de tener en cuenta para la acusación en la santa confesión y para el propósito; vemos cómo en general con esta rápida mirada interior habitual, siempre y siempre renovada, comenzamos y afianzamos el examen de conciencia, particular y general.

 

4. El examen de conciencia para la confesión frecuente no se extenderá a todas las faltas cometidas desde la última confesión, sino que tendrá en cuenta y examinará ante todo el propósito de la última confesión o el objeto del examen particular, para ver si hemos trabajado, y hasta qué punto, por realizar este propósito. Si en el transcurso de la semana hubiese sucedido algo muy particular, si hubiésemos cometido una falta grave, no nos dejará descansar nuestra conciencia. La integridad del conocimiento de las faltas ocurridas queda asegurada por el examen general de conciencia. Por lo mismo, no es necesario que el examen de conciencia para la santa confesión se extienda a todos y cada uno de los pecados veniales cometidos desde la última confesión. Por ahí vemos que el examen de conciencia en la confesión frecuente pide y presupone el examen general y particular, y el examen «habitual» antes mencionado.

«Los pecados veniales pueden callarse sin culpa en la confesión y ser perdonados por otros medios» (Conc, Trid., ses. 14, cap. 5.°). Si, pues, no estamos obligados a acusarnos de los pecados veniales, quedamos en entera libertad de acusarnos o no de ellos o determinar de cuáles hemos de acusarnos. Así pues, hablando con todo rigor, es suficiente un examen de conciencia en que me acuse de algún pecado venial que haya cometido en mi vida. Por eso no hay obligación alguna de hacer un examen de conciencia que incluya todos los pecados veniales cometidos, por ejemplo, desde la última confesión. Expresamente enseña la Moral católica: Para el examen de conciencia antes de la santa confesión no es necesaria «una diligencia extraordinaria, aun cuando mediante ella hubiera uno de descubrir más pecados. Quien sabe que desde la última confesión no ha cometido pecado mortal alguno, no está estrictamente obligado a examen de conciencia; le basta con tener materia suficiente para la absolución» (GÖPFERT III, n. 119).

También en el examen de conciencia es muy importante que distingamos lo más necesario de lo menos necesario, lo esencial de lo menos esencial, lo importante de lo no importante. Una semana puede un punto resultar de importancia especial; puede presentarse la ocasión de un pecado, o un impulso torcido extraordinariamente fuerte, una dificultad, una vivencia que reclama una lucha especial o que se ha convertido en ocasión de amargura, de aversión, etc. Ahí tiene su campo el examen de conciencia. Cuanto más se limite el examen de conciencia a los puntos importantes y mejor se relacione con el propósito y con la acusación, tanto mayor será su valor. Por eso en la confesión frecuente no hay necesidad de un examen de conciencia hecho, por ejemplo, siguiendo los diez mandamientos o el «espejo de la conciencia».

 

D) El dolor

 

1. Respecto del arrepentimiento propio de la confesión de pecados exclusivamente veniales (y de los ya debidamente confesados, sean veniales o mortales), son aplicables los mismos principios que respecto del arrepentimiento de los pecados veniales en general. Sin arrepentimiento no hay perdón.

Materia del arrepentimiento exigido para la confesión frecuente sólo puede ser aquello que puede ser materia de acusación y absolución: el pecado, es decir, la transgresión consciente, deliberada, de un mandamiento divino. Lo que no es pecado no puede ser objeto de arrepentimiento, aun cuando podamos y debamos lamentarlo.

Para la válida y digna recepción del sacramento de la penitencia es necesaria y suficiente la llamada atrición sobrenatural. Nace de los motivos sobrenaturales: del temor al castigo en esta vida (perder la gracia, no lograr lo que en la vida espiritual habríamos debido alcanzar) y después de esta vida (dilación en ser admitidos a la posesión de Dios, disminución del grado de la bienaventuranza eterna que hubiéramos podido alcanzar). Sería una exageración el descuidar en general estos motivos imperfectos, algo egocentristas.

Pero no hemos de atascarnos en ellos, sino esforzarnos conscientemente por adquirir una contrición perfecta. Ésta va más allá del propio yo, del propio provecho y perjuicio, de la ventaja y desventaja personal, y mira únicamente a Dios, quien se ha ofendido con el pecado, cuyos mandamientos, honra, interés, voluntad, deseo, aspiración hemos pospuesto en el pecado venial a nuestro propio gusto o disgusto o humor. Lo decisivo en el arrepentimiento, aun en el perfecto, no es el sentimiento, sino únicamente la voluntad: yo quisiera no haber jamás pecado; yo quisiera no haber pensado, dicho, hecho ni omitido esto o aquello.

 

2. Para que la confesión frecuente sea válida, basta arrepentirse de un solo pecado venial o de una determinada clase de pecados veniales de que nos confesamos, aun cuando nos acusemos además de otros pecados veniales de los que no nos hayamos arrepentido. Además, basta arrepentirnos, por lo menos, de la despreocupación o negligencia con que nos entregamos al pecado venial o no nos cuidamos de evitar faltas cometidas por precipitación.

Mas quien se confiese con frecuencia no se contentará con una confesión simplemente válida, sino que aspirará a una confesión buena que ayude al alma eficazmente en su aspiración hacia Dios. Para que la confesión frecuente logre este fin, es menester tomar con toda seriedad este principio: Sin arrepentimiento no hay perdón de los pecados. De aquí nace esta norma fundamental para el que se confiesa con frecuencia: No confesar ningún pecado venial del que uno no se haya arrepentido seria y sinceramente.

Hay un arrepentimiento general. Es el dolor y la detestación de los pecados cometidos en toda la vida pasada. Ese arrepentimiento general es para la confesión frecuente de una importancia excepcional. Al confesarnos debemos incluir conscientemente en el dolor todos y cada uno de los pecados, mortales y veniales de toda clase, y poner todo nuestro empeño en hacer un acto de contrición realmente bueno. Ese arrepentimiento ha de ser el mayor posible, aun respecto a los más pequeños pecados e infidelidades. tanto desde el punto de vista del juicio que formemos de ellos, considerándolos como el mal mayor, como por lo que respecta a la fuerza del acto de la voluntad con que los detestemos. Que el pecado de que nos hayamos arrepentido ya (y que haya sido perdonado) pueda ser de nuevo objeto de arrepentimiento, se comprende por sí mismo. En cierto sentido subsiste siempre el deber de arrepentirse del pecado cometido, pues «siempre tiene que desagradar al hombre el haber pecado» (SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, III, cuest. 84, art. 8).

Caso de aprobarlo, pecaría, como observa Santo Tomás. Por eso, en la confesión frecuente, debemos dar especial importancia a un arrepentimiento profundo que abarque toda nuestra vida pasada. Cuanta mayor importancia demos al arrepentimiento, con tanta mayor seguridad llegaremos a esa actitud de contrición, tan importante para la vida interior, que cabalmente ha de ser el fruto de la confesión frecuente. Para ésta se ha de recomendar en absoluto este arrepentimiento general, y esto por doble motivo: Primero, para llegar a un verdadero acto de contrición.

Una falta cualquiera cometida desde la última confesión o un solo pecado venial de la vida pasada, que «incluimos» ya en la confesión, no posee, en general, fuerza suficiente para inculcarnos el pleno significado del pecado de tal manera que nos mueva, por amor a Dios sobre todo, a un acto de arrepentimiento perfecto, de la mayor intensidad posible. Será muy diferente, si nosotros con una sola mirada vemos en conjunto todo lo que en nuestra vida hemos faltado o pecado. Así podremos suscitar en nosotros un acto de aborrecimiento de lo que hemos hecho; un acto de odio contra lo mismo; un acto de dolor por haber sido injustos y desagradecidos con Dios; un acto de aversión interna al pecado con la firme resolución de evitarlo y expiarlo. El segundo motivo es éste: va contra la veneración debida al santo sacramento el que junto con determinados pecados veniales de los que nos hayamos arrepentido confesemos otros de los que no nos arrepentimos.

Con este arrepentimiento general de todos los pecados de nuestra vida es natural que unamos un arrepentimiento de cada uno de los pecados y faltas que al presente nos preocupan e interesan de manera especial; un arrepentimiento de las faltas contra la caridad, faltas graves, arraigadas, persistentes, nacidas de nuestro defecto principal o de alguna inclinación o costumbre muy fuerte y torcida. Tal arrepentimiento servirá para dar más vida y profundidad a la confesión frecuente, y será un medio de defensa contra un empobrecimiento de la misma.

 

3. El sacramento de la penitencia es el más personal de los sacramentos. Y lo es también en el sentido de que, en la confesión, el juicio personal de los pecados y faltas desempeña un papel decisivo. Cuanto más nos elevemos hacia Dios, tanto más conoceremos nuestras propias faltas y los ocultos impulsos de nuestro corrompido corazón. Cuanto más se una el alma a Dios, tanto mejor comprenderá la palabra divina: «Si dijéramos que no tenemos pecado, nosotros mismos nos engañaríamos» (1 Ioh 1, 8). Logrará una comprensión más profunda de la santidad y pureza de Dios; una sensibilidad más fina para advertir la más ligera desviación del querer y voluntad de Dios y de lo que el alma le debe; sensibilidad para notar cómo con alguna de sus palabras, con sus acciones u omisiones, ha perjudicado a otros en lo espiritual; sensibilidad para ver lo que son los pecados de omisión y cuán inmensamente extenso es el campo de éstos; comprensión para ver lo que significa abusar de la gracia de Dios, pues si debidamente la hubiesen aprovechado, con ello hubieran ganado muchas almas, hubiera ganado la Iglesia entera. Es algo grande la delicada conciencia de un alma santa. En este terreno florecerá un arrepentimiento, un espíritu de arrepentimiento, que de la recepción frecuente del sacramento de la penitencia hace una necesidad y una fuente de bendiciones para el alma.

 

E) La satisfacción (penitencia)

 

1. La satisfacción es la aceptación de obras de penitencia (oraciones, ayunos, limosnas) para cancelar las penas temporales debidas por los pecados. Si estas obras de penitencia han sido impuestas por el sacerdote en el sacramento de la penitencia, se trata de una satisfacción sacramental que en virtud del sacramento cancela las penas temporales de los pecados. Es más perfecta y eficaz que la no sacramental, es decir, que la satisfacción impuesta fuera del sacramento o escogida libremente. Cuantas más obras de penitencia impuestas en el sacramento aceptemos con propósito de cumplirlas, con tanto mayor seguridad, perfección y eficacia cancelaremos las penas temporales que ordinariamente quedan después del perdón de la culpa, sobre todo las penas del purgatorio.

 

2. Respecto de la aceptación y cumplimiento de la penitencia, valen para la confesión frecuente las mismas normas fundamentales que para toda otra confesión. Son éstas:

a) El penitente está obligado en conciencia a aceptar y cumplir la penitencia impuesta por el confesor.

b) No es necesario que la penitencia se cumpla antes de la absolución o antes de la sagrada comunión que sigue a la confesión.

c) Si alguno reza la oración de la penitencia con distracción consciente, la penitencia impuesta queda cumplida y ejecutada la satisfacción sacramental.

d) Si alguno, con culpa o sin culpa, ha olvidado la penitencia impuesta, no por eso está obligado a repetir la confesión. Si uno supone que el confesor se acuerda todavía de la penitencia que le ha impuesto, puede volver a preguntarle, mas no está obligado a hacerlo. Pero el santo celo que nos impulsa a la confesión frecuente nos instigará, cuando no podamos acudir al confesor, a imponernos a nosotros mismos la correspondiente penitencia.

e) Si el confesor se olvida de imponer penitencia –cosa que puede acontecer–, hay que recordárselo. Si no podemos hacerlo, asignémonos nosotros mismos la penitencia.

3. Consuena con el espíritu de la santa confesión el sobrellevar los esfuerzos diarios, los sacrificios, los sufrimientos, los trabajos y deberes con una intención explícita de expiación. En el sacramento de la penitencia, según frase del gran Santo Tomás de Aquino, nos unimos «con el Señor que padece por nuestros pecados», Al recibir el sacramento de la penitencia, queremos tomar parte en la condenación a muerte que pronuncia el Señor sobre el pecado y realizar conscientemente este juicio en nosotros mismos, muriendo prácticamente con Cristo.

Este morir con Cristo se realiza con un espíritu de penitencia duradera, que se extiende a los pecados cometidos para expiarlos. Al mismo tiempo se orienta hacia el porvenir dándonos fuerza y voluntad para sobrellevar con valor los esfuerzos, necesidades, padecimientos y dificultades de la vida y para aceptar los sacrificios que se nos imponen con espíritu de expiación, como participación en los dolores expiatorios, en la muerte expiatoria de Cristo, nuestro Señor. El espíritu de penitencia es el dolor duradero del alma por los pecados cometidos, acompañado de la voluntad de expiarlos y elevarnos por encima de ellos a las altas regiones de la virtud y del amor de Dios. Esta actitud de penitencia, de consciente pesar de los pecados cometidos, de esfuerzo por la plena superación del pecado en nosotros, tiene una importancia fundamental para la verdadera vida cristiana. «Haced penitencia» (Mt 3, 4; Mc 1, 15).

 La penitencia es el camino que conduce al reino de Dios y es la puerta de entrada. Sin ella no hay ni camino ni puerta. La penitencia nos hace humildes y respetuosos para con Dios. Cuando el espíritu de penitencia está vivo en nosotros, la oración y la recepción de los sacramentos son más fervorosas, más profundas, más eficaces; cada día nos volvemos más agradecidos a aquel que nos perdona y nos libra del pecado. Experimentamos en nosotros la verdad de la palabra del Señor: «Amará más al acreedor el deudor a quien se perdonó más» (Lc 1, 43).

 El espíritu de penitencia nos hace humildes para con el prójimo, mansos, suaves, dispuestos al perdón. Nos comunica delicadeza de conciencia y firmeza contra todo lo que es pecado y desorden. Cuando el espíritu de penitencia está vivo en nosotros, abre las fuentes de la santa alegría y de la libertad interior.

«Por sus frutos los conoceréis» (Mt 7, 16-20). «Todo árbol bueno produce frutos buenos» (ibídem 7, 13). El buen árbol es la confesión frecuente. Su fruto es el espíritu de penitencia. Servirá de índice, al confesor como al penitente mismo, respecto de la confesión que acostumbre hacer: ¿la hace bien y con provecho, o no la hace bien? Cuando la confesión frecuente se hace con verdadera comprensión y con toda el alma, infundirá espíritu de penitencia, nos moverá a expiar y satisfacer en unión con el Señor, que expía por nuestros pecados.

 

3. Directores espirituales, confesores y penitentes

 

1. Por supuesto, los que se confiesan frecuentemente, además de los frutos y efectos principales del santo sacramento de la penitencia, buscan dirección en los caminos de la vida espiritual. Y con derecho. Todos sentimos que estamos necesitados de dirección espiritual. «Los principiantes, que salen de Egipto y quieren librarse de sus pasiones desordenadas, necesitan un Moisés que los guíe; los aprovechados, que quieren seguir a Cristo nuestro Señor y saborear la libertad de los hijos de Dios, necesitan a alguien que ocupe junto a ellos el lugar de Cristo y a quien puedan obedecer con sencillez» (San Juan Clímaco). ¿Quién querría ser su propio guía en las veredas santas, difíciles, llenas de responsabilidad y al mismo tiempo tan oscuras y misteriosas de la vida interior? «Quien a sí mismo se toma por maestro, se hace discípulo de un tonto», dice San Bernardo.

Muchas almas celosas se han extraviado por falta de dirección. No todos pueden ver los caminos de la vida interior. Además, la vida cristiana, cuanto más perfectamente se vive, tanto más sacrificios, renuncias, esfuerzos y peligros de engaño lleva consigo. El alma necesita de una mano segura que sepa mantener firme su valor, que de nuevo la estimule, que resuelva sus dudas, que la ayude en medio de sus dificultades desalentadoras.

La vida interior consiste sobre todo en el espíritu recto con que lo hacemos, lo omitimos, lo vemos, lo juzgamos y lo aceptamos todo; consiste en la prontitud para verlo todo con espíritu de fe y obrar en todo por motivos sobrenaturales. Pero la flaqueza principal, aun con facilidad piensan y juzgan a lo natural y a lo humano, y se dejan conducir por motivos naturales y humanos. Por lo mismo necesitan, en general, una dirección que oriente su mirada y su aspiración una y otra vez hacia las altas regiones de la vida de la fe y hacia los motivos verdaderamente sobrenaturales.

Y esta dirección es realizada actualmente, en general, por el confesor en la confesión frecuente. Pero al mismo tiempo no olvidamos que en último término es el Espíritu Santo el que guía las almas. El director espiritual se hace con el penitente como la madre que, cuando el niño aún no puede andar con seguridad, le tiende la mano para mantenerle en equilibrio. Le anima y estimula a observar y a seguir la corriente de la gracia y se cuida de que el alma no se desvíe de la dirección que le señala la gracia y no se extravíe.

 

2. Hay diferentes clases de directores de almas. Y cada cual tiene diferentes dotes: el uno se acomoda mejor a los principiantes, el otro, a los aprovechados, y el tercero, a los perfectos; el uno es experto en tratar los escrúpulos, el otro conoce bien las pruebas interiores del espíritu, los problemas de vocación, etc. «Difícilmente podrá ser uno mismo un buen director para todos, y aun para una sola persona durante toda la vida» (FABER, Fortschritt der Seele, 418). Un apropiado director espiritual es para el alma una gracia muy grande.

Generalmente es un mal el cambiar de director. Pero también es una exageración presentar un tal cambio como el mayor mal en la vida espiritual y equipararlo a la condenación eterna del alma. Faber no andará descaminado al decir que no es cosa deseable el que dependamos, de manera tan angustiosa, de nuestro director de conciencia. «Desde el momento en que no nos sentimos ya libres y holgados en nuestras relaciones con él, habrá él perdido el don de ayudarnos sin culpa en ninguna de las partes. Ni la tentación, ni el escrúpulo, ni la mortificación, ni la obediencia han de infundirnos la más leve sensación de cohibición. Porque el fin de la dirección espiritual en todos los grados de la vida interior es uno solo e inmutable: la libertad del espíritu» (FABER, o.c.).

 

3. El penitente debe un santo respeto a su director por ser éste el representante de Dios, revestido con la autoridad de Dios cabalmente para los más íntimos y sacrosantos intereses del alma. El respeto santo y sobrenatural preserva de todo desorden interior y exterior que pudiera deslizarse en las relaciones del director espiritual y el penitente.

Al respeto infantil y sobrenatural se unen una confianza filial y una completa sinceridad, que ponen de manifiesto ante el director de conciencia todo lo bueno y lo malo que hay en el alma. Además, al director espiritual se deben docilidad y obediencia. Sin embargo, esta obediencia es distinta de la que debe un religioso al superior.

 El falso concepto de la obediencia debida al director espiritual ha llevado ya a algunas almas a entregarse sin cuidado a un sentimiento de seguridad, como si hubieran traspasado, por decirlo así, su conciencia al director espiritual, como si en las cosas del alma no tuvieran ellas mismas que tomar la iniciativa, como si estuvieran exentas de toda responsabilidad, como si pudieran cargar sobre el director cosas que sólo podemos confiar a Dios, como si pudieran y debieran renunciar a su independencia, y limitarse a recibir en todo las indicaciones del director espiritual. Que en cuestiones importantes de la vida interior se consulte al director espiritual es cosa muy puesta en razón.

Nuestras faltas e imperfecciones, la fuerza de nuestras pasiones, nuestras inclinaciones desordenadas, las tentaciones y secretas insinuaciones del maligno, nuestro orden de vida diario, nuestros desasosiegos interiores, etc., debemos exponérselos de manera que pueda apreciar nuestro estado de ánimo interior, aconsejarnos y prestarnos su ayuda. Pero de las cosas de cada día ha de responder y ha de querer responder cada cual.

El trato con el director espiritual debe limitarse a lo estrictamente necesario. No es admisible que le carguemos con asuntos que no pertenecen a su oficio, ni tampoco que acudamos a él sin haber meditado bien si hay realmente motivo y si podemos responder de ello ante Dios y ante nuestra conciencia. Las «conversaciones» y la confesión no debemos alargarlas más de lo necesario. No debemos obligarle a tener que hablar mucho. La vida espiritual crece tan lentamente que en ella no se presenta cada día algo nuevo que decir, a no ser que cada día emprendamos una dirección nueva haciendo de nuestra vida espiritual un variado y prolífero juego con ensayos siempre nuevos.

No robes al confesor y al director de conciencia mucho tiempo, sobre todo cuando hay otros que esperan su ayuda.

No hables de la confesión ni del confesor. Éste está obligado al más estricto silencio. Lo que él ha expuesto al penitente dentro de un contexto determinado, éste, por regla general, no lo repetirá igual. Tal modo de hablar degenera con mucha facilidad en injusticia contra el confesor y origina grandes males.

 

4. «Aun cuando Pablo conteste con gusto a preguntas casuísticas, el constante preguntar y apoyarse en autoridades no es para él el ideal cristiano. El afán constante de dirección, el recurrir con vacilación a resoluciones eclesiásticas, el agarrarse con angustia a la estola del confesor y del director de conciencia, sería para él la prueba de minoría de edad y de no querer asumir responsabilidad, cosa natural en los niños, pero indigna de un cristiano formado...

En la epístola a los Efesios (4, 11 ss), designa Pablo como fin de toda cura de almas la perfección de los santos (cristianos) en las funciones de su ministerio, en la edificación del cuerpo de Cristo, hasta que arribemos todos a la unidad de una misma fe y de un mismo conocimiento del Hijo de Dios, al estado de un varón perfecto, a la medida de la edad perfecta según Cristo. Por manera que ya no seamos niños fluctuantes... antes bien en todo vayamos creciendo en Cristo, que es nuestra cabeza.

Esa plenitud de madurez se refiere por un lado a la energía y a la fuerza de resistencia moral contra el mundo de los sentidos, pero por otro lado subraya la formación firme y personal en el conocimiento de la doctrina cristiana, que protege a cada cual contra los errores y concepciones extraviadas. Por eso, el Apóstol de las gentes no es en modo alguno partidario de esa pedagogía miope que en la falta de independencia religiosa ve una expresión especialmente clara del sentire cum Ecclesia (sentir con la Iglesia) y mira con preferencia y como ideal el que el penitente, en cualquier pequeñez, recurra al consejo del confesor» (ADAM, Spannungen, 106 ss).

 

4. La formación de la conciencia

 

Dentro de nosotros llevamos nuestra conciencia. La sentimos como una fuerza santa, inviolable, a la cual tenemos que someternos; como una voz misteriosa que nos dice lo que tenemos que hacer y omitir, lo que nos es permitido hacer y lo que no nos está permitido; una voz que aprueba y ratifica nuestra decisión, nuestro obrar, o, al contrario, lo censura y condena y nos hace reproches siempre que hemos obrado contra sus mandatos.

 

1. La conciencia presupone una ley, una norma determinada de conducta moral. Esta ley es, en último término, la expresión de la voluntad legisladora de Dios, expresión que nos obliga y ata. Dice qué es lo que, según la voluntad santísima de Dios: se me exige, se me permite o se me prohíbe en mi obrar, y cómo, de qué manera debo obrar. Hay una ley eterna, inmutable, dada por Dios, una ley que ordena todo mi obrar hacia Dios como hacia su fin último. Esta ley eterna (lex aeterna) es la fuente primera de todas las leyes, así de la llamada ley moral natural y de la ley sobrenatural del Antiguo y Nuevo Testamento, como de las leyes humanas civiles o eclesiásticas, en las que las dos primeras encuentran su complemento.

La ley es la norma objetiva y exterior de la conducta. Pero hay además una manifestación interior de la ley en la conciencia del hombre, la cual le dice lo que en determinado momento tiene que hacer u omitir: esa orden se transmite por medio de la conciencia. Ésta viene a ser el fallo de la razón práctica: no el fallo sobre un suceso, sobre un hecho, sino sobre el deber. Por ser un fallo de la razón práctica, la conciencia es un acto de conocimiento. En este fallo influyen por supuesto también otras fuerzas y factores, las diversas inclinaciones, las pasiones, la vida instintiva, el sentimiento, la voluntad, pero de tal manera que la conciencia, en su esencia, sigue siendo un acto de la razón práctica que conociendo y exigiendo nos dice lo que en un momento dado hemos de hacer u omitir.

La conciencia es santa, intangible, como un altar, como un cáliz consagrado. Es, pues, algo que el hombre debe mirar con reverencia. ¿Por qué es santa? Porque está unida en lo más íntimo con el Dios santo: es la voz de Dios en nuestro interior, voz que nos atrae y avisa, amonesta e impulsa, premia y castiga. Por eso obliga la conciencia, y no de cualquier manera, sino por completo y en absoluto, de suerte que al hombre no le es permitido sustraerse a su mandamiento o a su prohibición. Reclama y obliga con la autoridad de Dios, que por medio de ella habla. Quien se alza contra la propia conciencia o contra la ajena, se alza contra la majestad y soberanía de Dios. La conciencia misma se levanta contra tal atropello, porque es santa.

 

2. Con ello llegamos a una dificultad con la que tropezamos siempre: La conciencia es sagrada y por eso obliga en todos los casos, pero al mismo tiempo es falible. Si la conciencia fuera la voz directa de Dios, no podría equivocarse nunca. El fondo de la conciencia, esto es, la capacidad y la facilidad innatas de la razón práctica para conocer los primeros principios de la moralidad, es, desde luego, certero. Para todos es evidente el principio: «Obrar el bien y evitar el mal».

Sobre esta base de la conciencia (sindéresis) se van construyendo, mediante la enseñanza, la experiencia y el estudio, la ciencia moral (scientia moralis como hábito) y la conciencia actual; esto es, el juicio del valor y el mandato actuales respecto de lo que deba hacerse en un momento dado. Pero como ambas, la ciencia moral y la conciencia actual, sacan su conocimiento de fuentes humanas sujetas al error, son susceptibles de muchas equivocaciones. Es posible que la conciencia esté dominada por una opinión errónea hasta tal punto, que no pueda sacudirla (error invencible), pero hay también un error vencible, un error que el hombre puede vencer con el correspondiente esfuerzo y cuidado. En este caso, en el fondo del alma, junto al juicio relativo a la licitud o ilicitud de una cosa, surge el presentimiento de que la conciencia anda equivocada, y esto es como una advertencia para examinar de nuevo el asunto. No debe considerarse, pues, la razón sin más ni más como voz de Dios.     

¿Qué hacer? Hay que superar el error vencible en cuanto sea posible mediante la propia reflexión, preguntando a otros u orando. Otra cosa es cuando el error es invencible. También aquí tiene valor el principio: «...todo lo que no es según la fe, pecado es» (fe: esto es, con conocimiento personal y seguro de que algo está permitido y es recto; Rom 14, 23). Se debe y puede seguir la conciencia invenciblemente errónea. Para el que yerra, acciones objetivamente buenas pueden convertirse en moralmente malas; acciones objetivamente pecaminosas, en acciones permitidas por la moral e incluso buenas y obligatorias.

Para obrar bien moralmente hay que tener en todos y cada uno de los casos la seguridad de que aquello por lo que nos decidimos está permitido, es decir, que nunca debemos obrar dudando de si es lícito o no lo que emprendemos. Si al considerar la licitud o ilicitud de una acción nos encontramos con serias razones tanto en favor como en contra de la licitud de la misma (duda positiva), no nos será permitido obrar en este estado de duda, pues nos expondríamos conscientemente al peligro de pecar. Hay que formarse pues, antes de obrar, una conciencia segura, es decir, un juicio cierto acerca de la licitud o ilicitud de la acción. Meditando la cuestión seriamente, implorando el divino auxilio mediante la oración, pidiendo consejo y explicación a otros, a personas de elevada moral y a los libros, podremos llegar generalmente a tener conciencia cierta.

 

3. La conciencia es el juicio de la razón práctica. Ésta es la razón natural que saca su conocimiento de la visión del mundo y de la propia existencia; y es la razón creyente que saca su conocimiento de la revelación sobrenatural. Por cuanto la conciencia es un conocer, natural o sobrenatural, puede aumentar en amplitud, profundidad, claridad y certeza. Si en la actividad de la conciencia se trata de aplicar las verdades y preceptos generales a casos determinados, se le ofrece el más amplio campo para perfeccionarse. La conciencia, empero, en su conocer y fallar, se halla bajo la influencia del sentimiento, del querer, de la alegría o del miedo, del deseo o del temor. Ya sabemos por propia y ajena experiencia cuán fácilmente el deseo y el sentimiento humanos quisieran seguir otra dirección que la que exige la conciencia. Mucho importa que la conciencia sea adecuada también en su vida sentimental y volitiva para una rectitud y fidelidad lo más perfectas posible.

La formación de la conciencia es doble: Una más negativa, en relación con el examen de la conciencia. Ella atiende a la culpa y al pecado, pero también llega a examinar los motivos y causas de donde nacen los pecados. Sin embargo, quien tome muy en serio su vida interior irá más lejos. Se esforzará por llegar a una formación positivamente orientada de la conciencia. Ésta se propone como objetivo elevar el saber moral hasta la altura de la sabiduría cristiana de la vida, y la conciencia del deber hasta una fidelidad y escrupulosidad de conciencia seria y dispuesta al sacrificio. Considerado desde otro punto de vista: quiere convertir la imagen del Dios vivo, hecho hombre, en Cristo, y la santísima voluntad de Dios en norma de la vida cristiana.

Esta educación general de la conciencia es parte integrante de la formación religiosa y moral del cristiano. Se realiza casi inadvertidamente, sin un sistema determinado, en la oración, en la lectura espiritual, en el estudio de las Escrituras, en la recepción de los santos sacramentos. Pero hoy, cuando muchas verdades y actitudes básicas religioso-morales han caído casi forzosamente en olvido bajo la embestida del actual pensar pagano, laico, secularizado y no cristiano, y la imagen del Dios vivo y de Cristo es enterrada y recubierta por las exigencias de los tiempos, pedimos una educación de la conciencia más regulada y sistemática.

Ésta se logrará por medio de un examen ordenado del estado de nuestra conciencia. En una especie de espejo de conciencia reunimos los puntos más importantes de la vida cristiana, siguiendo, por ejemplo, los diez mandamientos de la ley de Dios: pero habrá que considerarlos también en su contenido positivo y bajo el aspecto cristiano. Recientemente prefieren muchos relacionar el espejo de conciencia con las peticiones del padrenuestro o con el gran mandato del amor a Dios y al prójimo. Otros quieren que presida a la educación de la conciencia, sobre todo al tratarse de la juventud, la idea de la excelencia de una vida más elevada, a la que Cristo nos llama, y que en Cristo se nos abre. El joven cristiano se alegrará al ver la excelencia de la vida cristiana; dará gracias al Padre por todo lo grande y noble que con la gracia puede hacer. También podrá apreciar cuán lejos está de la cumbre que aquí se nos descubre. Este conocimiento le achicará y le hará humilde ante Dios, pero le servirá también de estímulo para luchar animosamente por alcanzar la cumbre confiado en la gracia.

Hay que hacer por lo menos algunas veces en el año un minucioso examen del estado de la conciencia: en días especiales conmemorativos, en días de retiro, al comienzo del Adviento o de la Cuaresma.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Segunda parte: Reflexiones

 

  1. Haced penitencia

 

1. «Haced penitencia, porque está cerca el reino de los cielos». Así comenzó Jesús a predicar (Mt 4, 17) Y así, antes de Jesús, había hablado el Bautista a los que acudieron a oírle: «Haced penitencia porque está cerca el reino de los cielos» (Mt 3, 2). Así habló también a los fariseos pagados de sí mismos y a los saduceos librepensadores: «Raza de víboras, ¿quién os ha enseñado a huir de la ira que os amenaza, de la ira del Mesías que se acerca? Haced, pues, frutos dignos de penitencia». No digáis: tenemos a Abraham por padre, como si bastaran linaje, raza y sangre. «Ya la segur está aplicada a la raíz de los árboles. Y todo árbol que no produce buen fruto será cortado y echado al fuego» (Mt 3, 7-11).

Enérgicamente llama el Señor a penitencia al oír contar que Pilatos hizo derramar la sangre de unos galileos estando éstos presentando su sacrificio. «¿Pensáis –pregunta Jesús– que aquellos galileos eran entre todos los demás de Galilea los mayores pecadores, porque fueron castigados de esta suerte? Os aseguro que no. Y entended que, si vosotros no hiciereis penitencia, todos pereceréis igualmente. Como también aquellos dieciocho hombres sobre los cuales cayó la torre de Siloé y los mató, ¿pensáis que fuesen los más culpables de todos los moradores de Jerusalén? Os digo que no: mas si vosotros no hiciereis penitencia, todos pereceréis igualmente» (Lc 13, 1-5). Lucas prosigue: «Y les añadió esta parábola: Un hombre tenía plantada una higuera en su viña, y vino a ella en busca de fruto y no lo halló. Por lo que dijo al viñador: Ya ves que hace tres años seguidos que vengo a buscar fruto en esta higuera, y no lo hallo. Córtala, pues» (Lc 13,6-7).

La penitencia es un mandato para todos los que han pecado, incluso para aquellos que no han pecado gravemente. Hasta el más pequeño pecado exige penitencia, y sólo puede ser perdonado cuando ha sido retractado por la penitencia. Sabemos cuán dados a la penitencia eran los santos aun cuando sólo tuvieran que acusarse de leves pecados e imperfecciones. En San Luis, Dios ha «hermanado una admirable inocencia de vida con una asombrosa penitencia», y a San Pedro de Alcántara lo ha «ilustrado con el don de una admirable penitencia y de una altísima contemplación» (Colecta). Cómo San Agustín se arrepiente de los pecados y faltas de su juventud, y cómo hizo penitencia por ellas, nos lo dice él mismo en sus preciosas Confesiones.

La penitencia es la puerta de entrada al «reino de los cielos» de la gracia santificante, de la filiación divina, sobre todo al «reino de los cielos» de la perfección cristiana, del santo amor a Dios, de la plenitud de los dones del Espíritu Santo, y de la vida verdaderamente santa. Cuanto mayor es la aversión al pecado y a todo lo que desagrada a Dios, le deshonra y le ofende, tanto mayor unión habrá con Dios, y una vida tanto más rica en gracia y en virtud.

La penitencia es precisamente volver del pecado, rechazarlo, empezando por el primer odio hasta llegar a la completa cancelación del pecado y de la pena, y al propósito decidido de querer lo bueno, lo santo, lo que honra y glorifica a Dios. La penitencia es el dolor del alma por el pecado cometido, y el querer resuelto de expiarlo y dar a Dios satisfacción por la ofensa. Es una forma determinada de la justicia; quiere eliminar del mundo la injusticia cometida contra Dios por el pecado y restablecer el derecho de Dios –derecho violado por el pecado–, para que nos sirva, para que podamos amar a Dios de todo corazón y con todas nuestras fuerzas, y podamos vivir para Él. ¿Quién va a poner en tela de juicio que la virtud de la penitencia es una virtud grande y sublime?

 

2. Aun aquellos que cometieron, no pecados graves, sino tan sólo veniales y faltas de flaqueza, necesitan la penitencia. Por desgracia, expresa la verdad la grave frase que San Ambrosio, doctor de la Iglesia, escribe en su obra sobre la penitencia: «Más fácilmente he hallado personas que conservaron la inocencia que no personas que hicieron verdadera penitencia» (2, 10). Es así; nosotros, los hombres, aun cuando queremos hacer penitencia, tenemos que vencer en nosotros cierta oposición; no nos gusta oír hablar de penitencia y expiación, y realmente hoy día, en las conferencias y publicaciones religiosas, oímos y leemos poco sobre la penitencia. Es cosa propia del espíritu de la época. Y, sin embargo, todos pecamos, aun nosotros, los hombres de hoy. Y por lo mismo necesitamos hacer penitencia, tanto más cuanto más nos interesa llegar a la unión perfecta con Dios, rendirle un servicio perfecto y vivir para Él total y perfectamente.

Aun en el caso de haber sacudido de nosotros el pecado, subsiste la necesidad de la penitencia. Aun en el caso de que el pecado esté ya perdonado por Dios, puede y debe ser todavía objeto de arrepentimiento; porque siempre queda algo que es lamentable, algo que no debiera haber sucedido; en nuestras relaciones con Dios, el pecado ha introducido para siempre algo que no debía introducirse y que no consuena con una vida de verdadero y perfecto amor a Dios. Aun por el pecado cometido y ya perdonado podemos ofrecer a Dios satisfacción y expiación. Porque no podemos saber nunca hasta qué punto nos fue perdonada también la pena al sernos perdonada la culpa, cuánto tiempo hemos de sufrir aún la pena, ya sea aquí sobre la tierra, ya sea después de esta vida, en el purgatorio. Por eso naturalmente nos sentimos impulsados a hacer penitencia y satisfacer una y otra vez, con todas nuestras fuerzas, durante la vida entera; y con piadoso celo volver a ofrecer al Señor compensación por las antiguas faltas cometidas en cuanto a amor, abnegación, fidelidad y glorificación.

Penitencia y satisfacción por los pecados que Dios nos ha perdonado ya. Pero, ¿no pecamos por desgracia todos los días, de una manera o de otra? ¿No tenemos, pues, todos los días bastantes motivos nuevos para arrepentirnos, para expiar, para hacer penitencia, para ofrecer satisfacción y restablecer el honor ultrajado de Dios?

Así, pues, todos nosotros necesitamos hacer penitencia. Y también por otro motivo: La penitencia será para nosotros una poderosa ayuda en la lucha por llegar a la cumbre de la vida cristiana. Un factor esencial en la vida interior es el espíritu de humildad, y apenas habrá otra cosa que nos haga tan pequeños y humildes ante Dios, el santo, el infinitamente puro y sublime, como el conocimiento y reconocimiento doloroso del hecho de haber pecado contra Él, de haber pecado mucho y a menudo, de pensamiento, palabra y obra. El recuerdo del pecado y de la infidelidad que cometimos y que Dios en su misericordia nos perdonó, fomenta en nosotros la gratitud para con Dios, que nos perdona y perdonó nuestros pecados, y para con nuestro Redentor, que mediante su Pasión y muerte nos ha merecido de Dios el perdón. «Al que mucho se le perdona, ése ama también mucho» (Lc 7, 43).

La penitencia nos hace pacientes y fuertes para llevar nuestra cruz diaria; nos hace comprender más profundamente la vanidad de los goces y bienes de este mundo y nos despega interiormente de las cosas terrenas. Cuando hay espíritu de penitencia, crece en nosotros la delicadeza de conciencia y la firmeza frente a todo lo torcido, a todo lo que ofende a Dios. Y no olvidemos que la penitencia produce en el alma una alegría espiritual duradera, íntima y honda, que para la vida interior es de tanta importancia.

 

3. Haced penitencia. Eso es lo que en la confesión frecuente hacemos una y otra vez. Obedientes al llamamiento del Señor, queremos hacer penitencia. Rechazamos el pecado, aun el más leve pecado deliberado. Al ver la santidad y bondad de Dios, nos esforzamos por comprender cada vez mejor lo que es el pecado, aunque sea venial. Detestamos el pecado con toda el alma: y con querer deliberado nos apartamos de él por completo.

En esta detestación del pecado se anula la voluntad anterior de pecar y se elimina del alma todo resto de este querer. En esta detestación, ya no somos, por lo que respecta a nuestro querer, los que fuimos al pecar. Nos hemos levantado de la caída. De la detestación brota el dolor de haber ofendido a Dios. Nos entristece el haber robado a Dios su honor y haberle ultrajado. Finalmente, formamos un propósito firme para el porvenir, el propósito de evitar el pecado y la voluntad de pecar y dar satisfacción y expiar el pecado o reparar los daños que de alguna manera se causaron. Desde el fondo de nuestro corazón pedimos a Dios perdón y misericordia, y le pedimos que nos libre del pecado, que lo cancele, que lo perdone.

Con este espíritu de penitencia vamos con frecuencia, si es posible semanalmente (como la Santa Iglesia nos lo prescribe a nosotros los religiosos), a confesarnos y recibir el sacramento de la penitencia. Cuanto más nos hayamos esforzado por tener arrepentimiento, tanto mejor y más fructuosamente recibiremos este sublime sacramento.

 

 

 

Oración

Oh Señor, no me reprendas en medio de tu saña, | ni en medio de tu cólera me castigues. Porque se han clavado hondamente tus saetas | y has cargado sobre mí tu mano. No hay parte sana en todo mi cuerpo a causa de tu indignación; | todo está herido en mi cuerpo por culpa de mi pecado. Porque mis maldades sobrepasan por encima de mi cabeza, | y como una carga pesada me tienen agobiado.

. . . . . . .

Yo mismo confesaré mi iniquidad | y andaré siempre mortificado por causa de mi culpa.

. . . . . . .

Oh Señor, no me desampares; | mi Dios, no te alejes de mí.

(Ps 37).

 

2. El pecado (1)

 

«En verdad que si me hubiese llenado de maldiciones un enemigo mío, lo hubiera sufrido con paciencia; y si me hablasen con altanería los que me odian, podría acaso haberme guardado de ellos. Mas tú, oh hombre, que aparentabas ser otro yo, mi guía y mi amigo; tú, que juntamente conmigo tomabas el dulce alimento, que andábamos de compañía en la casa de Dios... ¡Ah! ...Arrebate a los tales la muerte; y desciendan vivos al infierno: ya que todas las maldades se albergan en sus moradas» (Ps 54, 13-16).

 

1. «Oh tú, amigo mío». ¿O no es amigo mío el que lo hace todo por mí? El primer paso de amistad lo dio Él al «anonadarse a sí mismo tomando la forma de siervo, hecho semejante a los demás hombres y reducido a la condición de hombre» (Phil 2, 7). Él, el verdadero hijo de Dios, ¿pudo hacer más que descender desde las alturas de su divinidad a nosotros, los hombres, para hacerse hermano nuestro, verdadero hombre, uno de nosotros? Sí. «Él se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Phil 2, 8).

Éste es el segundo paso que el Hijo de Dios dio para entablar amistad con nosotros, paso infinitamente penoso, torturador y lleno de sacrificio. «El cual me amó, y se entregó a sí mismo a la muerte por mí» (Gal 3, 20), a una muerte amarga en la cruz. «Nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos» (Ioh 15, 13). Pues eso ha hecho por nosotros Cristo, el Hijo de Dios.

Otro paso más de amistad dio al arrancarnos de nuestro pecado y sacarnos del alejamiento de Dios mediante el santo bautismo, y elevarnos de nuestra bajeza a la sublimidad de su propia vida haciéndonos sarmientos suyos, sarmientos de la Vid, y miembros de su cuerpo. ¿Pudo hacer más por nosotros? Sí, siempre que lo deseemos, hace aún más por nosotros. En la sagrada comunión viene diariamente a nuestro corazón. A diario ansía venir a nosotros, para infundirnos su vida y llenarnos de su santidad, de su fuerza y de su espíritu. ¿No es esta amistad la más íntima y santa? Y no es más que el preludio de aquella bienaventurada amistad que Él nos quiere ofrecer en el cielo: una convivencia con Él, eterna e inseparable, en la que, desinteresadamente, compartirá con nosotros todos sus bienes, su herencia entera, que le compete a Él como Hijo de Dios. «Oh tú, amigo mío».

 

2. ¿Y nosotros? «Él (a quien yo había elegido por amigo) extiende la mano contra sus familiares; viola su propio pacto» (Ps 54, 21). Eso es el pecado. Criminalmente, con indecible ingratitud, levanta el pecador su mano contra su amigo, con quien en el sagrado bautismo hizo alianza de fidelidad, y viola el pacto de amistad. Desdeña el amor de que le dio prueba el Señor al hacerse hombre. Rechaza con desprecio los bienes celestiales que le ha adquirido con su vida, su Pasión y su muerte. Por lo que toca a él, hace inútiles y sin valor innumerables esfuerzos y sacrificios, trabajos y oraciones, la amarga Pasión y muerte del Redentor. Quebranta con infidelidad las promesas del bautismo: «Renuncio al mundo, renuncio a Satanás, renuncio al mundo y a sus pompas y vanidades».

Un día, mediante el santo bautismo, el Señor le sacó de su miseria, le hizo hermano suyo y le dio el poder y la misión de destruir con Él el pecado, glorificar con Él y por Él dignamente al Padre de una manera tan perfecta como sólo puede hacerlo quien mediante el santo bautismo ha sido incorporado a Cristo. Cómo se alegraba Él al encontrar una persona que pensase como Él, que sintiese el mismo odio que Él al pecado, que estuviese animado del mismo espíritu de entrega y amor al Padre, una persona que sintiese como Él, un amigo, un confidente, al que podía infundir lo más íntimo que tenía, su fuerza, sus misterios, su propia vida, para que los dos juntos viviesen una misma vida, tuviesen un mismo pensamiento, un mismo ideal, realizasen una misma obra: la gran obra de la destrucción del mal y de la glorificación digna e infinita del Padre.

Éste era su plan respecto de nosotros, eso esperaba Él de nosotros. ¿Y nosotros?... Nosotros hemos pecado de pensamiento, de palabra y obra. Hemos pecado contra Dios, contra el prójimo y contra nosotros mismos. Y no una sola vez en la vida sino a menudo, repetidas veces. ¡Nosotros, que en el santo bautismo hemos sido llamados y consagrados para odiar y aniquilar el pecado y, ayudados de nuestro Redentor, nos hemos puesto al servicio del pecado! En lugar de haber cumplido con nuestro llamamiento y haber glorificado al Padre en compañía del gran adorador, Cristo, nos hemos rebelado contra Él, le hemos deshonrado, hemos menospreciado su mandamiento y su santísima voluntad, y los hemos pospuesto a nuestro propio humor y egoísmo. Mea culpa, mea culpa, mea maxima culpa. Eso es el pecado: la más negra ingratitud contra el Señor, infidelidad a la santa alianza que juramos, injusticia contra Él, que tiene innumerables títulos de derecho sobre nosotros, sobre nuestra vida, sobre nuestro pensar y querer, sobre todo nuestro obrar.

En su esencia más íntima, nuestro pecado es un «no quiero servir», es querer «ser como Dios». La soberbia pretende hacer del Dios único dos dioses: Dios y Yo, es decir, eliminar, aniquilar y destruir a Dios. Pero Dios se opone a la soberbia con toda fuerza, por decirlo así, con el más sagrado instinto de conservación, por necesidad de su esencia. «Dios resiste a los soberbios» (Iac 4, 6). Ni es, pues, extraño que exista un infierno eterno. No es extraño que Satanás haya sido arrojado del cielo. Es cosa tremenda cuando la soberbia tiene en contra de sí a la misma esencia necesaria de Dios. En la medida en que nosotros nos sublevamos orgullosamente –y esto lo hacemos en todo pecado–, nos convertimos en enemigos de Dios y en compañeros de Satanás. Tan terrible cosa es el pecado.

Por consiguiente, al recibir el sacramento de la penitencia, también al tratarse de la confesión frecuente, lo primero y más importante para nosotros tiene que ser arrepentirnos con toda nuestra energía de los pecados que en nuestra vida hemos cometido, detestarlos, perseguirlos con odio encarnizado y borrarlos de nuestra vida.

Oración

Ten piedad de mí, oh Dios, según la grandeza de tu misericordia; | y, según la multitud de tus piedades, borra mi iniquidad. Lávame todavía más de mi iniquidad, | límpiame de mi pecado. Porque yo reconozco mi maldad | y delante de mí tengo siempre mi pecado. Contra Ti sólo he pecado; | y he cometido la maldad delante de tus ojos, a fin de que perdonándome aparezcas justo en cuanto dices y seas reconocido fiel en tus promesas. Mira, pues, que fui concebido en iniquidad | y que mi madre me concibió en pecado. Mira que Tú amas la verdad; | Tú me revelaste los secretos y recónditos misterios de tu sabiduría. Me rociarás, Señor, con el hisopo, y seré purificado; | me lavarás, y quedaré más blanco que la nieve. Infundirás en mi oído palabras de gozo y de alegría; | con lo que se recrearán mis huesos humillados. Aparta tu rostro de mis pecados | y borra todas mis iniquidades. Crea en mí, oh Dios, un corazón puro, | y renueva en mis entrañas el espíritu de rectitud. No me arrojes de tu presencia | y no retires de mí tu santo espíritu. Restitúyeme la alegría de tu salvación, | y fortaléceme con un espíritu de príncipe. Yo enseñaré tus caminos a los malos, | y se convertirán a Ti los impíos. Líbrame de la sangre, oh Dios, Dios salvador mío, | y ensalzará mi lengua tu justicia. Oh Señor, Tú abrirás mis labios, | y publicará mi boca tus alabanzas. Que si Tú quisieras sacrificios, ciertamente te los ofrecería; | más Tú no te complaces con sólo holocaustos. El espíritu compungido es el sacrificio más grato para Dios; | no despreciarás, oh Dios mío, el corazón contrito y humillado. Señor, por tu buena voluntad sé benigno para con Sión, | a fin de que estén firmes los muros de Jerusalén. Entonces aceptarás el sacrificio de justicia, las ofrendas y los holocaustos; | entonces serán colocados sobre tu altar becerros para el sacrificio. (Ps 50, Miserere).

 

3. El pecado 

 

«Padre, pequé contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo, trátame como uno de tus jornaleros» (Lc 15, 18 s).

1. Con espíritu ligero se resolvió el hijo a dejar a su padre. «Dame la parte de la herencia que me toca» (Lc 15, 12). Recoge todos sus bienes y se va a un país lejano, muy distante de la casa paterna.

Ése es el hombre que en el pecado mortal se aleja del Padre. ¡Con qué amor le creó Dios y le adornó con talentos y energías! ¡Con qué amor en el santo bautismo le sacó de su alejamiento de Dios y le incorporó a su Hijo unigénito, para poderle recibir en Cristo como hijo suyo y dedicarle todo su amor paterno! ¡Qué magnífica herencia le ha destinado! Nada menos que las riquezas de Cristo, del «Primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8, 29), la gracia y los méritos de Cristo, la salvación y redención de Cristo, la vida y muerte de Cristo, la herencia de Cristo en el cielo.

«Dame la parte de la herencia que me toca». ¿Para qué? A mí no me gusta estar con mi padre. Quiero irme lejos. Quiero otra cosa que me guste más que el padre, su trato y sus bienes. «Se marchó a un país muy remoto, y allí malbarató todo su caudal viviendo disolutamente. Después que lo gastó todo, sobrevino una grande hambre en aquel país» (Lc 15, 13 s), El caudal de la gracia, de la filiación divina, de la virtud y de la grandeza moral, el don divino de la inhabitación del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo en su corazón, el bien de la cruz, de la santa fe y de la nobleza divina del alma, todo lo derrocha él en una vida disipada, entregado a la sensualidad y los goces terrenales...

«Y comenzó a padecer necesidad. De resultas, se puso a servir a un morador de aquella tierra, el cual le envió a su granja a guardar cerdos. Allí deseaba con ansia henchir su vientre de las algarrobas y mondaduras que comían los cerdos, y nadie se las daba» (Lc 15, 14-16). Un porquerizo que trata de saciar su hambre en el pilón de los cerdos. Él, tan ensalzado por Dios, alimentado con el cuerpo puro y santo y con la sangre de Cristo, inundado de la luz y la fuerza que brotan del corazón del Padre. «Padre, pequé contra el cielo y contra ti».

 

2. ¡El pecado, el pecado mortal! El hombre vuelve la espalda a su Padre y Creador. No quiere saber más de Él, no quiere que le hablen más de Él. Se substrae al amor que quiere hacerle infinitamente grande y rico. Abandona a Dios, le cambia por un apetito bajo, por un impulso animal del hombre inferior, irracional.

Al Dios santo y vivo le niega el pecador la adoración que le debe, a su infinito amor y bondad le niega la confianza, a su majestad y santidad intangible el respeto y la veneración, y a su amabilidad que todo lo sobrepasa le niega el amor. En cambio, de una criatura, de un placer, de un goce momentáneo, de la propia voluntad y del propio yo hace su bien supremo, su dios, a quien quiere servir y pertenecer. A nosotros, los hombres, Dios nos da lo más querido que tiene, lo más alto y más sublime que puede haber en el cielo y en la tierra: Jesucristo, Dios y hombre, que no sólo es Dios, alabado en toda la eternidad, sino que también como hombre encierra en sí toda la dignidad, toda la nobleza, toda la grandeza de la creación entera; aún más, abarca en sí solo infinitamente más dignidad y valores que la creación entera en conjunto.

 Este preciado bien nos lo da el Padre a nosotros; nos da la persona de Jesús, la vida de Jesús, la gracia de Jesús, los infinitos méritos de Jesús, la verdad de Jesús, la oración de Jesús, el corazón de Jesús, el cuerpo y la sangre de Jesús, su divinidad y humanidad, todo absolutamente. ¿Y el hombre que peca? Rechaza con mano desdeñosa este supremo don del Padre. Lo que para el Padre, lo que para el cielo y la tierra, para los ángeles y los hombres es y debe ser el bien supremo, eso, para el pecador, no vale nada. El pecador lo rechaza, lo desprecia. ¿Por qué? Un placer momentáneo, un goce, la voluntad propia, valen para él más que Cristo, el Hijo de Dios. ¡Qué postergación, qué desprecio de Cristo, de Dios!

El Padre ha escogido al hombre para que sea su hijo, «nacido de Dios» (Ioh 1, 13), le ha introducido por Cristo Jesús en el parentesco y familia de Dios, le ha revestido con la noble vestidura de la gracia santificante, le ha llamado a participar en la vida bienaventurada del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Allí beberá el alma eternamente, a grandes tragos, de las fuentes de la verdad y de la paz.; allí, hasta la misma carne, hoy todavía mortal, animada por una vida nueva y eternamente juvenil, será sumergida en las delicias puras de Dios por toda la eternidad. Todo esto, para el pecador, es nada: lo desprecia y arroja de sí. ¿Por qué? Para sentirse desgarrado, ya ahora, por una intranquilidad, un tormento interiores. Para tener toda una eternidad que le separe de Dios, de la verdad, de la felicidad y de la paz; para tener toda una eternidad que le engañe en todo aquello que su corazón ansía continuamente, con vehemencia; para tener toda una eternidad en la que no podrá hallar nada más que lo que ahora busca en su pecado: a sí mismo, al hombre, con toda su vaciedad y soledad; para tener toda una eternidad con la hez de los ángeles y de los hombres, de los diablos, de los esclavos de sus pecados y pasiones; por eso rechaza la filiación divina, la gracia y la bienaventuranza eterna. ¡Qué insensatez! ¡Qué crimen tan terrible no sólo contra Dios y contra Cristo, sino también contra el pecador mismo, contra su propia razón, contra su propia felicidad, contra su bienaventuranza eterna, contra su alma, contra su cuerpo! «Padre, he pecado».

Uno de los medios más excelentes para evitar el peligro del pecado, y robustecernos de manera que resistamos al pecado y lo venzamos, es la confesión frecuente. Bien hecha, preserva de la tibieza, que lenta, pero seguramente, lleva al pecado mortal. Ella da constantemente nuevo impulso a las buenas aspiraciones, y une cada vez más íntimamente nuestra voluntad con el bien, con Cristo, con Dios y con su santísima voluntad.

 

Oración

 

Desde las profundidades clamé a Ti, oh Señor; oye, Señor, benignamente mi voz. Estén atentos tus oídos | a la voz de mis plegarias. Si te pones a examinar, Señor, nuestras maldades, | ¿quién podrá subsistir, oh Señor, en tu presencia? Mas en Ti está como de asiento la clemencia, de suerte que he confiado en Ti.

. . . . . . .

...en el Señor está la misericordia | y en su mano tiene una redención abundantísima. Y Él es el que redimirá a Israel | de todas sus iniquidades.

(Ps 129, De profundis).

 

4. El pecado venial 

 

1. Hay pecados mortales, es decir, pecados que por su naturaleza separan de Dios y de la vida, los cuales, si no son expiados y perdonados en esta vida terrenal, apartarán eternamente de Dios al pecador. Hay también pecados veniales, es decir, pecados que por su naturaleza no separan al hombre de Dios y no le hacen reo del eterno alejamiento de Dios, de la condenación y muerte eternas. Tal es la doctrina de la Santa Iglesia contra las desmedidas exageraciones de Calvino y Bayo (Dz 1020). Pues la Sagrada Escritura dice: «Siete veces [es decir, a menudo] caerá el justo, y siempre volverá a levantarse» (Prov 24, 16). Y en otro pasaje: «No hay hombre justo en la tierra que haga el bien y no peque jamás» (Eccl 7, 20). Y San Juan escribe: «Si dijéramos que no tenemos pecado, nosotros mismos nos engañamos, y no hay verdad en nosotros» (1 Ioh 1, 8).

Lo mismo nos dice nuestra propia experiencia: aun cuando sepamos que estamos libres de pecados graves, sin embargo, a diario tenemos que confesar humildemente e implorar: «Perdónanos nuestras deudas». Y también: «Confieso a Dios todopoderoso, a la bienaventurada Virgen María, a todos los santos que pequé con pensamientos, palabras y obras». No serán siempre pecados veniales deliberados, cometidos a sabiendas y con plena voluntad, como, por ejemplo, el consciente descuido de los deberes de estado, la pérdida de tiempo, ligerezas de toda clase, disimulo en la conversación y en el trato, oculta soberbia y vanidad, dureza de corazón en pensamientos, palabras y obras, etcétera.

Hay también pecados veniales semi-voluntarios, que no se cometieron con plena advertencia y con toda libertad; pecados cometidos por precipitación o por sorpresa. Hay también pecados de omisión. ¿Quién no tendrá que reprocharse, por mucho que busque el bien, el haberse quedado a la zaga alguna que otra vez, por no haber hecho, orado, sacrificado, triunfado de sí mismo lo bastante?

Queda, pues, en pie la palabra de la Escritura: «No hay hombre justo en la tierra que haga el bien y no peque jamás». Una persona tuvo el privilegio de no cometer en toda su vida ni el más leve pecado: la Virgen María, Madre de Dios. Tal es la fe de la Iglesia (Concilio de Trento, sesión 6.ª, can. 23; Dz 833).

2. También el pecado venial es verdadero pecado, aunque esencialmente diverso del pecado mortal; éste va de tal modo contra Dios, que separa de Él irrevocablemente, para siempre, al pecador, y le lleva a un alejamiento eterno de Dios; en cambio, el pecado venial no desvía al hombre de su tendencia hacia Dios; a pesar del pecado venial, el hombre sigue por el camino de Dios y llega a la posesión de Él.

Es una equivocación perniciosa la de ciertos sectores católicos de hoy que consideran el pecado venial deliberado como algo inofensivo, como una bagatela, como si no tuviera importancia alguna, como si el pecado venial no estuviera prohibido, sino más bien «tolerado» por Dios, etc. No; el pecado venial, por más que se diferencie del mortal, es asimismo pecado, es decir, una transgresión consciente, voluntaria, de un mandamiento de Dios en un punto de menor importancia. En un asunto, no importante de suyo, decimos una falsedad; con ello obramos contra el mandamiento dado por Dios: «No mentirás».

Sabemos, experimentamos y sentimos en un momento dado: No debes mentir, ni siquiera en una cosa baladí; sin embargo, para evitarnos una vergüenza, una cosa desagradable, decimos una falsedad. Nuestra ventaja, nuestra honrilla, vale para nosotros en ese momento más que el precepto divino. ¿Qué hacemos, pues, en el pecado venial? Anteponemos nuestro deseo, nuestro interés, nuestra satisfacción al mandamiento de Dios, al interés de Dios. Eso es el pecado venial: una posposición del mandamiento y voluntad de Dios a nuestro propio interés; una ofensa a Dios, una injusticia contra Dios, un ultraje al Dios grande y santo, una ingratitud contra Aquél de quien lo tenemos todo, una desobediencia contra Aquél a quien tenemos que servir y amar con todo nuestro ser.

Porque nosotros pecamos, Dios ya no nos puede amar como podría amarnos y nos amaría si nos hubiésemos abstenido de quebrantar su mandamiento. Nosotros le forzamos a negarnos las mejores gracias que nos tenía destinadas. Esto bien lo sabemos, pero no hacemos caso de ello. Tenemos la gracia y el amor de Dios en menos que una satisfacción momentánea de nuestros torcidos deseos, de nuestro amor propio. Tenemos tan poco amor a Cristo, que no sabemos negarnos nada, vencernos con generosidad. Nuestro amor no es perfecto; no lo da todo, carece de celo, de fidelidad, de ternura. Tal es el pecado venial.

Ciertamente, el pecado venial no puede suprimir en el alma la vida, es decir, la gracia santificante, la unión con Dios; ni siquiera puede mermarla. Tan pura es de suyo la gracia santificante; es un rayo de luz celestial hasta el punto de que no puede ser destruida por nuestro pecado. Pero el pecado venial, sobre todo si se comete a menudo y no se retracta con serio arrepentimiento ni se le combate, acarrea al alma grave daño. Debilita la operación de la gracia, merma su fuerza. La fuerza interior de tensión, que incesantemente impulsa a actos de amor, se afloja. La prontitud de hacer en todo momento lo que agrada a Dios disminuye. La llama interior del amor se va apagando, y toda la vida de gracia y de virtud, sobre todo la vida de oración, se debilita. Entre Dios y el alma que ora se interpone una pared de espesa niebla.

El pecado venial hace al alma poco grata a Dios. ¿Cómo podría Dios mirar con complacencia ese juego del alma con lo prohibido, esa vacilación entre Él y lo que Él tiene que odiar? ¿No ha de repugnarle? y ¿entonces? Nos iremos substrayendo cada vez más a la influencia provechosa del sol de la gracia. La delicadeza de conciencia, la pureza de corazón, la fina sensibilidad para con Dios y sus valores, van disminuyendo. Sin notarlo, vamos bajando y cometemos pecados veniales habituales, caemos en el estado de tibieza; y nos encontramos en la miseria.

¡Cuánta importancia debemos dar, pues, a la confesión frecuente! Ella, en efecto, es uno de los medios más excelentes de luchar contra el pecado venial y vencerlo.

Oración

Oh Dios, que te compadeces y perdonas en todo tiempo, acoge nuestras ardientes súplicas y líbranos a nosotros y a todos tus servidores de los lazos del pecado. Amén.

 

5. El pecado venial 

 

«Al modo que mi Padre me amó, así os he amado yo. Perseverad en mi amor» (Ioh 15, 9).

He aquí una súplica original del Salvador: «Perseverad en mi amor», es decir, permitidme que Yo os ame, no me impidáis amaros y daros pruebas de mi amor. El Salvador ansía amarnos con el amor con que el Padre le ha amado a Él. ¡Y cómo le amó el Padre! ¿Quién comprenderá aquel amor infinito con que el Padre en la generación eterna infundió al Hijo su ser entero y su vida, toda su divina majestad y felicidad? «Todo lo que tiene el Padre es mío» (Ioh 16, 15). Y cuando el Hijo asumió en el seno de la Virgen la naturaleza humana, entonces el amor con que el Padre había rodeado hasta entonces a su Hijo se extendió, entero e indiviso, al Hijo hecho hombre, a Cristo.

«Al modo que mi Padre me amó, os he amado yo». Con la plenitud de espíritu que recibe del amor del Padre, nos abarca también a nosotros, para comunicarnos su vida, su riqueza y su gloria. Se entrega a nosotros. Por eso en el santo bautismo nos unió tan estrechamente a Él. Nosotros estábamos muertos en el orden sobrenatural. Él nos arrancó de la muerte y nos introdujo en su vida, así como el Padre lo había introducido a Él, el hombre Jesús, en la participación de la vida divina. Ahora Cristo quiere ser posesión y propiedad nuestra. Todo lo que no es Él es demasiado poco para nosotros, es como nada; Él quiere ser el contenido de nuestra vida; Él, con su vida infinitamente preciosa, con su poder sobre el pecado, con sus virtudes y con su radiante santidad. Siendo por nosotros mismos tan pobres, hemos llegado a ser ahora infinitamente ricos en Cristo.

«Perseverad en mi amor». El Señor tan sólo tiene un temor: que queramos substraernos a su amor. Eso le dolería infinitamente. Por eso nos suplica que le dejemos que nos ame, que le permitamos que nos haga participantes de su vida y de su gloria. Y cuántas veces los hombres, a quienes Él ama con amor divino, hemos rechazado su amor, le hemos dejado.

«Perseverad en mi amor». Conscientemente cometemos un pecado venial. Renunciamos, por lo menos parcialmente, a Cristo y a su obra redentora, rechazamos y despreciamos, si no por completo, sí en parte, el acto de amor, infinitamente grande, del Hijo de Dios, que se hizo hombre; rechazamos parcialmente sus mandamientos, sus deseos e intereses; rechazamos parcialmente las gracias que Él nos ha merecido y destinado, y así rechazamos la herencia destinada para nosotros en el cielo. ¡Cuánta ingratitud, cuánto desprecio y menosprecio, cuánta frialdad y desamor a Jesús encierra el pecado venial!

«Perseverad en mi amor». Evitad el pecado, todo pecado venial consciente. ¡Cuán feliz sería el Señor si le permitiésemos que Él nos comunicara su vida, entera e indivisa! Entonces podría Él, mediante nosotros, destruir eficazmente el pecado, confundir a Satanás y triunfar sobre el mal: sería un triunfo de su verdad, de su actividad, de su Pasión y muerte, de su Iglesia. Pero nuestros pecados veniales lo impiden. ¡Cuán feliz sería Él si pudiera infundirnos su gracia y su vida, sin tropezar con obstáculos! ¡Cuán fructífera sería su gracia en nosotros! «Quien permanece en Mí y Yo en él, ése produce mucho fruto».

La gracia podría sin obstáculo desarrollar su virtud; sometería por completo y tomaría a su servicio la naturaleza con sus aptitudes, inclinaciones y aspiraciones; todo quedaría santificado, todo se haría en Cristo y con Cristo. ¡Todo sería tan provechoso en el tiempo y en la eternidad, para nosotros y para toda la santa Iglesia! ¡Cuán feliz sería Él si pudiese hacer florecer sin ningún impedimento, en nosotros y por medio de nosotros, su vida de oración, su obediencia al Padre, su pureza, su amor de la pobreza y de los padecimientos, su caridad para con los hombres! ¡Él, la vid, por medio de nosotros, los sarmientos! ¡Cuán rica, cuán valiosa, cuán grande y elevada sería toda nuestra vida, con sus acciones y padecimientos! Pero el pecado venial... ¿No deberíamos, pues, hacer todo lo posible para eliminar completamente de nuestra vida el pecado venial y ante todo el pecado venial deliberado?

Éste es el objetivo que hemos de fijarnos en la confesión frecuente: que el amor a Cristo sea en nosotros tan eficaz que con su virtud evitemos el pecado venial deliberado. Cuanto más predomine en nosotros el amor a Cristo, con tanta mayor seguridad nos defenderemos contra el pecado venial. Purificándonos de los pecados veniales, ponemos las condiciones y la base de aquella vida a que nos obliga el juramento que hicimos en el santo bautismo. Por medio de la confesión frecuente queremos preparar el camino al amor perfecto a Cristo. Cuanto más limpios estemos de pecado, tanto mejor podremos corresponder a la súplica del Señor: «Perseverad en mi amor».

 

Oración

 

Señor Jesús, danos la gracia de corresponder, por virtud del sacramento de la penitencia, con perfección creciente, a tu deseo: «Perseverad en mi amor». Amén.

 

6. La victoria sobre el pecado venial deliberado

 

«Ten por cierto que se trata del punto más importante de la vida espiritual, y que todas las prácticas piadosas, cualesquiera que ellas sean, no podrán conducirte a Dios hasta que hayas ascendido al último peldaño de esta pureza [la exención de pecados veniales deliberados]» (Pergmayr), Así opinan los santos respecto del pecado venial. Toda nuestra vida religiosa, sobrenatural, depende de la medida en que eliminemos de nuestra vida el pecado venial. De ahí la importante cuestión: ¿Cómo y con qué medios llegaremos a dominar el pecado venial, sobre todo el deliberado?

En la lucha por la victoria completa sobre el pecado venial deliberado tenemos que seguir cierto orden. Naturalmente, en primer lugar nos ocuparemos de aquellos pecados que, en sí mismos o a causa de determinadas circunstancias (principalmente el escándalo, la frecuencia y el apego a un pecado), tienen más importancia. Y siempre será importante para nosotros eliminar ante todo las faltas exteriores; ésas son más fáciles de comprobar y más fáciles de vencer. Luego hay que emplear los medios apropiados. Entre ellos damos la mayor importancia a los medios positivos. Ahuyentamos la oscuridad haciendo luz. De la misma manera procedemos en la lucha por eliminar los pecados veniales y sus raíces: las pasiones, inclinaciones, costumbres torcidas...

El modo de trabajar contra los pecados veniales es prevenirlos mediante un esfuerzo constante, ordenado y consciente por adquirir la libertad e independencia interiores, mediante la renuncia dolorosa de las cosas y del propio yo, del dominio de los sentidos interiores y exteriores, de las pasiones y de la lengua. Podrá rechazarse la palabra «mortificación», mas lo que significa es cosa importante y sagrada para todo cristiano serio. Como podemos más fácilmente prevenir los pecados veniales, es evitando las ocasiones de pensamientos, impulsos, palabras y obras desordenados.

Trabajaremos de un modo positivo en la superación de los pecados veniales rezando fervorosamente para que Dios en su misericordia nos dé fuerza y gracia para irnos purificando siempre más y más de los pecados veniales, y para evitarlos siempre, porque por nosotros mismos jamás lo lograríamos. Ésa es obra de la gracia. Pero la gracia nos es dada en atención a nuestras oraciones. «Pedid y recibiréis» (Mt 7, 7). Por eso constantemente, día y noche, imploramos: «Perdónanos nuestras deudas. No nos dejes caer en la tentación. Líbranos del mal (del pecado venial), presérvanos de él».

Prácticamente es muy importante que nos formemos una idea acertada acerca de la naturaleza y alcance de los pecados veniales. Si miramos con los ojos de la fe, vemos claramente que el pecado venial, por ser una postergación y ofensa del Dios santo, es para nosotros y para la comunidad de nuestra familia, de la parroquia, del claustro, de la Iglesia y de la humanidad, una gran desgracia y un perjuicio verdadero. Cuanto con mayor acierto juzguemos y valoremos el pecado venial, tanto más lo rechazaremos e iremos venciéndolo. No menos importante es que tengamos una idea justa y principios adecuados respecto de las llamadas «pequeñeces», de los pequeños preceptos y de los pequeños deberes. Pues muy fácilmente nos persuadimos de que se trata de cosas muy pequeñas, de prescripciones y reglas que podemos descuidar sin perjuicio, de las que podemos prescindir sin escrúpulos, que podemos y debemos tratar con amplio criterio, a las que no necesitamos dar importancia. Fácilmente creemos que Dios no es tan mezquino y no mira tan minuciosamente. Eso es un error pernicioso. Como si pudieran darse en la vida del alma cosas y prescripciones pequeñas y sin importancia. En cuanto miramos estas cosas pequeñas a la luz de la fe, se agrandan.         En cada prescripción y regla, aun la más insignificante, se manifiesta, para el que vive de la fe, la voluntad de Dios. Y no se detiene en lo pequeño, sino que con los ojos de la fe, tras el envoltorio exterior de las reglas, del deber, del encargo recibido, de la súplica que se le ha hecho, ve la plenitud interior, es decir, la voluntad de Dios, el encargo de Dios, el deseo y la exigencia de Dios. Y consiente pronunciando con toda el alma un: «Sí, Padre, porque así te place». La fe le hace fácil, hasta lo convierte en una necesidad para él, el ser fiel en lo pequeño, en lo mínimo, por amor de Dios.

Lo pequeño no le hace mezquino ni pedante, sino que, al contrario, le engrandece. Si esto vale para todas las circunstancias y situaciones de la vida cristiana, valdrá de un modo especial para los religiosos. Cuanto más respeten y con mayor fidelidad cumplan sus votos y sus reglas, con espíritu de fe y amor a Dios, cuya voz escuchan en toda regla y disposición, tanto más crecerá en ellos el hombre interior y tanto más se robustecerán para vencer infidelidades, transgresiones, pecados veniales.

En este esfuerzo por vencer los pecados veniales es de suma importancia saber conducirse en punto a los pensamientos e impulsos de toda clase que van surgiendo: impaciencia, falta de caridad, orgullo, envidia, celos, etc. No es un procedimiento acertado el «rechazar» sencillamente estos pensamientos e impulsos o «combatirlos».

Ciertamente, hemos de combatirlos, pero ¿cómo? Indirectamente. Tan pronto como advirtamos uno de esos pensamientos o impulsos, volvámonos a Dios, a Cristo con la súplica de que nos ayude, o con un acto de confianza en su gracia y auxilio; o cuando las dificultades, los fracasos y contratiempos estén a punto de excitarnos, recurramos al Señor con un acto de sumisión a su voluntad: «Hágase tu voluntad», «para tu gloria». De esa manera los pensamientos que surjan, y que son para nosotros ocasión de pecado, se hacen inofensivos en el momento mismo de presentarse; incluso aprovecharemos una tentación de impaciencia, de irritación a modo de oración, la convertiremos en un acto de paciencia, de entrega a Dios y sus designios. ¡Cuán fácil sería evitar de esta manera los pecados veniales!

Lo decisivo es que nos esforcemos por fomentar el amor a Dios, a Cristo. Conforme va creciendo la santa caridad, va perdiendo terreno el pecado venial. El amor a Dios apremia al alma a entregarse por completo a Dios y a su santa voluntad; en este caso una desobediencia consciente contra Dios y contra un mandamiento suyo no encuentra punto de apoyo. Para el amor, antes que nada está Dios, el interés de Dios y la gloria de Dios. El amor nada puede negar a Dios, no puede oponer un «no» a ningún deseo de Dios, a ninguna disposición de Dios, por muy insignificante que parezca.        

El amor es también el que inspira al alma la tendencia a los sublimes ideales de la unión con Dios, de la vida con Dios y para Dios. No queda ya lugar para el pecado venial. El amor trae consigo todas las virtudes. La caridad «es sufrida, es dulce y bienhechora, no tiene envidia, no obra precipitada ni temerariamente, no se ensoberbece, no es ambiciosa, no busca sus intereses, no se irrita, no piensa mal, cree todo, todo lo espera y lo soporta todo» (1 Cor 13, 4-7). ¿No es éste el camino más seguro, más recto y provechoso para evitar los pecados veniales? «Ahora permanecen estas tres virtudes, la fe, la esperanza y la caridad; pero, de las tres, la caridad es la más excelente. Corred para alcanzar la caridad» (1 Cor 13, 13; 14, 1).

Por eso lo decisivo en la vida interior es que el amor a Dios nos llene y nos guíe. Cuanto más impere el amor en nosotros, más terreno perderá una cierta manera harto negativa e infructuosa de oponerse a los pecados veniales. Ya no serán necesarios tanto examen de conciencia que descienda hasta las más pequeñas menudencias ni tantos propósitos menudos. El alma se va haciendo más amplia, más libre, más sencilla. Se entrega al crecimiento en la caridad.

Ésta la hace sensible para toda falta, aun la más pequeña, de manera que la advierte inmediatamente y con tanta mayor fidelidad marcha de nuevo por el camino del bien. La caridad da al alma fuerza para hacer los sacrificios y renuncias necesarias para una vida que debe conservarse limpia de todo pecado venial deliberado. Finalmente, la caridad es el enemigo eficaz del amor propio, de esta fuente perenne de la mayor parte de las infidelidades y faltas. «Corred para alcanzar la caridad».

La confesión frecuente nos obliga de esa manera a luchar con todo empeño contra el pecado venial deliberado. Ésas deben ser nuestra actitud y nuestra inquebrantable resolución si nos cabe en suerte la gracia de confesarnos frecuentemente. Por otra parte, es claro que la confesión frecuente se mostrará verdaderamente buena y fructuosa precisamente si nos afianzamos cada vez más en esta nuestra actitud respecto del pecado venial. El esfuerzo y empeño noble por superar los pecados veniales conscientes y las infidelidades de toda clase es el barómetro en el que podemos leer hasta qué punto practicamos con seriedad y con fruto la confesión frecuente.

 

Oración

 

Te suplicamos, oh Dios, que quieras purificarnos y visitarnos en todo tiempo con tu gracia. Amén.

 

7. El pecado de flaqueza

 

«Y para que la grandeza de las revelaciones no me envanezca, se me ha dado el estímulo de mi carne, que es como un ángel de Satanás, para que me abofetee. Sobre lo cual por tres veces pedí al Señor que le apartase de mí. Y me respondió: Te basta mi gracia; porque el poder mío brilla y consigue su fin por medio de la flaqueza. Así que con gusto me gloriaré de mis flaquezas, para que haga morada en mí el poder de Cristo» (2 Cor 12, 7-9).

 

1. Hay muchas personas que han logrado que les sea imposible cometer siquiera el más pequeño pecado consciente, deliberado. Sin embargo, todos los días tienen que reprocharse en mayor o menor grado determinadas faltas, que las oprimen y humillan, que las comprometen ante los demás y que son motivos de escándalo. Y eso a pesar de los mejores propósitos, a pesar de la mejor voluntad, a pesar de todos los esfuerzos para librarse de esas faltas.

Ésas no son faltas nacidas de mala voluntad, ni tampoco faltas cometidas con los ojos abiertos, con plena advertencia del espíritu o con entera libertad de la voluntad; tampoco son fruto de un criterio que mira el pecado venial sencillamente como una bagatela, como cosa sin ninguna importancia. Son «pecados de flaqueza», es decir, pecados, faltas nacidas de la debilidad humana, y, en fin de cuentas, consecuencia del pecado original.

Esas faltas son, en sí mismas, miradas objetivamente, transgresiones de un mandamiento. Así, por ejemplo, el pronunciar con ligereza el nombre de Dios, lo cual, no obstante, considerado desde el punto de vista de aquel que de manera completamente irreflexiva pronuncia el santo nombre, no es verdadero pecado, porque faltan las condiciones del pecado, a saber, la conciencia, la advertencia y el sí enteramente libre de la voluntad; y faltan por completo (como en el caso de pronunciarse de un modo irreflexivo algún nombre sagrado), o en el sentido de que el querer libre se ve cohibido y limitado hasta tal punto, que no puede darse verdadero pecado.

 

  1. Los pecados de flaqueza son pecados de inadvertencia o de debilidad de la voluntad: faltas de distracción, de precipitación, de irreflexión; faltas de un repentino sobresalto, de sorpresa o de momentánea ofuscación del espíritu. Ésas no nacen de una actitud fundamental de la voluntad; al contrario, están en contradicción con ella y son para nosotros, por decirlo así, cosas exteriores y fortuitas, consecuencia de una situación momentánea y concreta; pecados del instante, no pecados del modo de pensar.
  2. Tales pecados de flaqueza los cometemos con frecuencia a pesar de la mejor voluntad. Mientras la intención no sea culpable de alguna manera en sí misma, no habrá pecado en esas faltas de flaqueza. Sin embargo, no somos indiferentes e inactivos respecto a ellas. Apenas advertimos que, por ejemplo, hemos dicho una palabra imprudente por la precipitación, lo lamentamos y nos proponemos ser más prudentes en otra ocasión análoga. Si hemos dado escándalo, lo reparamos.

No ocurre lo mismo en las faltas de flaqueza, que proceden de una cierta debilidad de la voluntad. En excitaciones repentinas, por ejemplo, de impaciencia, de cólera, no pocas veces nos damos cuenta de que no obramos bien. Pero la voluntad se deja arrastrar por la fuerza espontánea de la vida instintiva: falla, es demasiado débil para ofrecer suficiente resistencia al impulso momentáneo: a un impulso de la sensualidad, de la curiosidad, de la amargura, del celo, de la sensibilidad, del espíritu de crítica, del descontento, del afán desordenado de sobresalir, del deseo desordenado de parecer importante e interesante, de destacarse, u otras cosas parecidas.

Acá abajo, en la tierra, no podremos eliminar por completo las faltas de flaqueza y hacerlas imposibles. Así nos lo enseña expresamente la Santa Iglesia (Concilio de Trento, sesión 6.ª, canon 29, Dz 839). «En muchas cosas todos faltamos» (Iac 7, 21). Hasta los santos han confesado siempre sin rodeos que ellos «pecan». También entre ellos se ve que la perfección en esta tierra jamás es tan grande y absoluta que no puedan ocurrir vacilaciones y faltas.

Es un consuelo para nosotros saber que estos pecados y faltas, si se tratan acertadamente, no sólo no nos causan perjuicio, sino que, al contrario, llegan a ser camino para ir a Dios, son una gracia. No es el número de pecados y faltas el índice supremo del alto nivel de la vida religiosa, pues eso lo es sólo el grado del amor a Dios. El crecimiento en la caridad pesa más que los eventuales pecados de flaqueza, que, además, no impiden el crecimiento en la caridad, sino que más bien lo promueven.

Pues de tres maneras saca el hombre provecho de sus faltas diarias de flaqueza: reconoce y experimenta de una manera palpable que su propia limitación, su insuficiencia, sus fallas, son un medio de curación contra la complacencia en sí mismo, contra una especie de orgullo de sí mismo, de satisfacción de sí mismo, de la propia rectitud; son un camino para la humildad. Y el grado de humildad determina la medida de la gracia que se nos da.

Con el reconocimiento humilde de la propia flaqueza e insuficiencia se une el conocimiento de que de nosotros mismos nada podemos esperar, pero que de Dios sí debemos esperarlo todo, aun lo más sublime. «El poder mío brilla y consigue su fin por medio de la flaqueza [del hombre]. Así que con gusto me gloriaré de mis flaquezas, para que haga morada en mí el poder de Cristo... Cuando estoy más débil, [con la gracia] soy más fuerte» (2 Cor 12, 9 s); nuestra flaqueza, cuando, humildes, nos sometemos a ella, nos da precisamente un título para la gracia de Dios.

De esa manera esas faltas suscitan en nosotros la confianza en Dios. Y a esto se añade el tercer provecho: las faltas de flaqueza tienen positivamente la misión de llevarnos siempre de nuevo, en el transcurso del día, a Dios, a Cristo: con frecuentes elevaciones del pensamiento a Dios y con jaculatorias mediante las cuales nos arrepentimos, pedimos auxilio, damos gracias por la ayuda recibida y encarecemos ante Dios nuestra fidelidad y entrega. De esta manera las flaquezas, si reaccionamos acertadamente contra ellas, nos mantienen en perenne contacto espiritual con Dios y apoyan y fomentan nuestra vida de oración, nuestra unión con Dios.

Sería una equivocación el considerar estas faltas fundamentalmente como algo insignificante, que podemos sencillamente descuidar e ignorar. No, esas faltas son algo que desagrada a la santidad de Dios. Por eso no podemos ser neutrales frente a ellas. Al contrario: debemos esforzarnos sinceramente para rechazarlas y disminuir su número. ¿Cómo? Ante todo explotando de un modo positivo su valor y convirtiéndolas en camino que nos lleve a Dios. En nuestras debilidades, miradas con los ojos de la fe, vemos una cruz que nos ha sido impuesta por Dios para nuestra vida entera. Nos sometemos a la cruz, la aceptamos y la llevamos con paciencia por amor de Dios. Nos humillamos ante Dios, ante nosotros mismos y ante los demás, que son testigos de nuestras flaquezas. Éstas las utilizamos para levantar frecuentemente la mirada al Señor, implorando su auxilio para poder sostenernos, entregándonos a Él, confiándonos a Él.

Lo decisivo es el amor a Dios. Si nos espolea el amor, perderá cada vez más fuerza e influencia el amor propio desordenado, que es la raíz más profunda y la fuente de casi todas nuestras faltas y flaquezas; crecerá con el amor a Dios y a Cristo el amor al prójimo y la fuerza para ser pacientes, para perdonar, para sufrir y para vencernos; crecerá también el desapego interior de los valores, goces y bienes terrenales de los hombres y de las cosas; crecerá asimismo la sencillez cristiana que tan sólo mira a Dios y el honor de Dios, su voluntad y sus intereses, que ya no sabe de respetos humanos. El amor es el que ciega las fuentes no sólo de los pecados veniales, sino también de las faltas de flaqueza. El amor es el que conduce con la mayor rapidez y seguridad a la meta propuesta: disminuir y rechazar estas faltas.

Con frecuencia, ciertas debilidades humanas nos cosechan toda clase de humillaciones de parte de las personas que nos rodean: expiaremos nuestras faltas sometiéndonos humildemente a estas consecuencias de nuestro fracaso. Así sacaremos provecho de nuestras diversas faltas de flaqueza convirtiéndolas en un camino para el bien, para la entrega a Dios y para la virtud. Finalmente, descubrimos las fuentes más profundas de las faltas que cometemos por precipitación y por flaqueza. Estas fuentes son: nuestra vida sentimental desordenada y la debilidad de la voluntad. Pero esto no es posible sin una autoeducación consecuente, sin oración y ascética, y sin la gracia salvadora de Dios; es decir, sin una buena medida de la gracia santificante y las virtudes teologales de fe, esperanza y caridad que con ella se infunden al alma.

 

3. Con el progreso en la vida interior, poco a poco llegaremos a no cometer ni tener que confesar apenas otros pecados que los de debilidad. Precisamente en esta materia es donde la confesión frecuente tiene que mostrar su eficacia. Quien practica la confesión frecuente contrae para con el santo sacramento, para consigo mismo y para con la Iglesia, la obligación de tomar muy en serio el cometido de disminuir sus faltas de flaqueza.

Con razón se afirma que los «beatos» son los peores enemigos del cristianismo, de Cristo y de la Iglesia, porque no viven su religión ni su devoción, porque a pesar de la confesión y comunión frecuentes, con su falta de dominio, con sus tropiezos en el campo de la caridad, con su volubilidad y susceptibilidad, son motivos de escándalo y, en la vida práctica, no ponen de manifiesto la fuerza que posee la fe católica, la que tienen nuestros santos sacramentos para transformar al hombre, para modelar al hombre nuevo que en todo represente y encarne el espíritu y la vida de Cristo. Quien no toma realmente en serio la lucha contra las faltas diarias cometidas por precipitación y por flaqueza abusa de la confesión frecuente. Para que la confesión frecuente resulte eficaz y fructuosa contra esta clase de faltas, es necesario que seamos consecuentes y obremos según un orden determinado.

En primer lugar, son objeto de la confesión frecuente aquellas faltas que se manifiestan al exterior, que ponen de punta los nervios de los demás, que escandalizan y desacreditan la piedad. Consecuentes en el sentido de atenernos a este principio fundamental: poco, pero bueno; debemos examinar pocas o solamente una de estas faltas, pero con serio arrepentimiento y un propósito concreto y definido, y de manera que en el propósito lleguemos hasta la más profunda raíz de esta falta. Huelga decir que con todo celo pediremos a Dios la gracia de vencer cada vez más una y otra falta que, infatigables, constantes y consecuentes, hicimos objeto –durante semanas y meses– de nuestra confesión.

La confesión misma ahonda y fortalece en nuestra alma la gracia santificante y trae consigo abundancia de gracias coadyuvantes. De esta manera, las energías del hombre nuevo, superior y espiritual, se aumentan en nosotros, y toda la vida instintiva y sentimental, así como también la volitiva, se cura y fortalece. De esta manera, la confesión frecuente adquiere una importancia grande, muy grande para la formación y estructuración de nuestra vida cristiana. Para el cristiano que sinceramente aspira a la perfección, la confesión frecuente es una ayuda real, una gracia.

 

Oración

 

Dios eterno y omnipotente, dirige tu mirada compasiva a nuestra flaqueza y extiende la diestra de tu majestad, para protegernos, por Cristo, nuestro Señor. Amén.

 

 

 

 

 

8. La vida perfecta

 

1. En estos tiempos cruciales de hoy, cuando los hombres sufren y se quejan, cuando preguntan y se excitan, cuando lo que hasta ahora tuvo vigor no ha de tenerlo ya, cuando se pretende que todo tiene que renovarse –Estado, política, economía, vida social, derecho, moral, toda la vida cristiana hasta la Iglesia y la fe–, cuando se hacen las más diversas propuestas y se recomiendan los medios más variados para lograr la salvación y el saneamiento, es más necesario que nunca abrir nuestro corazón al llamamiento de Dios, el único que muestra el camino para la salvación y curación: «Renovaos en el espíritu de vuestra mente» (Eph 4, 23).

El mal fundamental de que sufre nuestra época y todos nosotros estriba en que la vida interior de la humanidad, hasta en los cristianos, se ha debilitado. La salvación no está en que coqueteemos con las máximas del mundo o con la llamada opinión pública, en que nos adaptemos a la momentánea corriente ideológica, sino más bien en que nos recojamos dentro de nosotros mismos y adquiramos conciencia de la fuerza sobrenatural que Dios ha puesto en nosotros y procuremos que estas fuerzas se desarrollen por completo, en un pensar y obrar enteramente cristiano.

Lo que falta a nuestro tiempo son hombres nuevos, hombres íntegros, cristianos nuevos, cristianos verdaderos, espirituales, perfectos, que empeñen todas sus fuerzas para responder al llamamiento del Señor: «Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5, 48).

¡Elevado ideal! El Señor lo desarrolla con detención en el sermón de la montaña. Como título brilla en él la palabra del Señor: «Si vuestra justicia no sobrepuja la justicia de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 5, 20). Después, el Señor contrapone seis veces la perfección nueva y cristiana a la antigua: «Se dijo a vuestros mayores... Yo os digo más. El reino de Dios, la perfección cristiana no consiste en palabras, no consiste en decir “Señor, Señor”, sino en la obra, en mostrar y probar su fuerza; en que seamos pobres de espíritu, mansos, hambrientos y sedientos de justicia, pacíficos, inclinados a la reconciliación; consiste en que resueltamente sacrifiquemos las cosas más queridas si se convierten para nosotros en pecado; en que amemos a los enemigos, los miremos con benevolencia y les hagamos bien; en que hagamos a los hermanos todo lo que ellos esperan de nosotros» (Mt 5, 1-42).

El sermón de la montaña no es solamente un consejo bien intencionado para unos pocos, para los elegidos, sino ley válida para todos. Tenemos que tomar el sermón en serio. Se necesita valor para ser de otra manera que los demás, para no equipararnos a la masa, para cosechar incomprensión, para que se nos interprete y juzgue mal, para que se nos condene y ridiculice. Sin embargo, Cristo nos alienta: «Entrad por la puerta angosta, porque la puerta ancha y el camino espacioso son los que conducen a la perdición, y son muchos los que entran por él. ¡Oh, qué angosta es la puerta y cuán estrecha la senda que conduce a la vida! ¡Y qué pocos son los que atinan con ella!» (Mt 7, 13-14).

«Guardaos de los falsos profetas que vienen a vosotros disfrazados con pieles de oveja, mientras que por dentro son lobos voraces. Por sus frutos los conoceréis. ¿Acaso se cogen uvas de los espinos, o higos de las zarzas? Así es que todo árbol bueno produce buenos frutos, y todo árbol malo da frutos malos. Un árbol bueno no puede dar frutos malos, ni un árbol malo darlos buenos. Todo árbol que no da buen fruto, será cortado y echado al fuego» (Mt 7, 15-20).

El Señor habla muy seriamente en su sermón. «Todo el que oye estas palabras mías pero no las sigue, se asemejará a un hombre insensato que edificó su casa sobre arena: y bajó la lluvia y vinieron los ríos y soplaron los vientos y rompieron contra aquella casa y cayó y fue grande la ruina de ella» (Mt 7, 26 s). Y, a la inversa, el que escucha o sigue sus palabras, se asemeja a «un hombre cuerdo que edificó su casa sobre roca. La casa no fue destruida» (Mt 7, 24-25).

El Señor exige mucho; reclama heroísmos. ¿Cómo podemos realizar sus exigencias? También respecto al sermón de la montaña hay comienzo, progreso y fin. El verdadero cristiano se esfuerza incansablemente para llegar a las sublimidades ideales del sermón de la montaña. Debemos luchar incesantemente con un santo descontento en nuestro corazón. Jamás podremos decir: Lo he logrado. Más bien, con San Pablo, iremos corriendo hacia el hito para alcanzarlo. «No pienso haber tocado al fin de mi carrera. Mi única mira es, olvidando las cosas de atrás, y atendiendo sólo y mirando a las de delante, ir corriendo hacia el hito, para ganar el premio a que Dios llama desde lo alto por Jesucristo» (Phil 3, 13-14).

 

2. ¿Qué cosa es la perfección cristiana? No está fuera de los demás deberes del cristiano, ni más allá de ellos. No consiste en ningún deber especial, sino solamente en el esfuerzo de hacer por entero, con toda seriedad y en todo su alcance, lo que estamos obligados a hacer y sacrificar, en la Iglesia y en el Estado, como hombres y como cristianos, en casa y en público, en lo natural y en lo sobrenatural. Ella es el compendio de todos los deberes. La vida perfecta no consiste en la cantidad de ejercicios religiosos, oraciones, devociones, ni en obras meramente exteriores, ni en alardes de la vida de sacrificio y de virtud, ni en actos difíciles de renunciamiento, de penitencia,

 La vida perfecta reside en el interior. Es el modo de pensar, es la actitud interior, sobre todo la actitud de amor perfecto a Dios, el cumplimiento del gran mandamiento: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas, y al prójimo como a ti mismo» (Mt 22, 37). Perfectos somos en la medida en que hemos llegado a la unión y semejanza con Dios. Pero ésta se realiza mediante el amor. Éste es el que nos une con Dios y nos hace semejantes a Él. «Quien al Señor se allega, es un espíritu con Él» (1 Cor 6, 17): dos llamas que se mantienen unidas.

Somos perfectos en la medida en que amamos. Amor, caridad tiene todo el que se encuentra en estado de gracia santificante, es decir, el que guarda los mandamientos de Dios y, por consiguiente, no comete ningún pecado grave. ¿Es por eso ya perfecto? No; perfectos en el verdadero sentido lo seremos tan sólo desde el momento en que la caridad sea en nosotros tan fuerte y eficaz, que nos eleve por encima, y nos libre, de toda o casi toda infidelidad, transgresión y pecado venial, de alguna manera conscientes y deliberados. Sí, verdaderamente perfectos sólo llegamos a serlo cuando el amor a Dios nos hace y mantiene tan fuertes y avisados, que, en la medida de lo posible, evitamos hasta los pecados y faltas por precipitación y por flaqueza, y disminuimos su número e índole. Pero eso sería únicamente un lado de la vida perfecta: el lado negativo.

La perfección aparece en toda su grandeza y plenitud si la miramos por su lado positivo. Ella hace todo el bien, es decir, hace todas y cada una de las cosas mandadas por Dios y que no podría omitir sin pecado y ofensa de Dios. Sí, la caridad va más allá de lo mandado por Dios, de lo que es estricto deber, y, en la medida que le es posible, hace mucho más que lo que está mandado y puede omitir o hacer de otra manera sin pecar. No hace únicamente lo que es bueno y justo: trata también de hacer lo que es mejor, lo que más honra a Dios, lo que más favorece sus intereses y más le agrada. Ésa es la caridad en su cumbre, en su perfección; ella no solamente excluye todo lo que tiene que desagradar a Dios, sino que excluye además todo lo que tendría que agradar menos a Dios e impulsa a lo que más agrada a Dios y más le glorifica y honra. La perfección realiza todo bien. Y lo hace completamente desde dentro, es decir, por amor a Dios, por Él, para honrarle y para hacer su santa voluntad. Y exteriormente, con entera fidelidad, puntualidad, atención y cuidado. Y todo eso no sólo por un par de días o meses, sino duraderamente, día por día, mes por mes, durante toda la vida, sin cansarse y con esfuerzo siempre nuevo para lograr mayor perfección, mayor pureza y santidad.

La vida perfecta, en su desarrollo y perfección, no es tanto el fruto de nuestro propio trabajo como el fruto de la operación de la gracia. Dios mismo la produce en nosotros para elevarnos a una perfecta unión consigo. Para este fin toma Él el martillo y el cincel en la mano y trabaja en nuestra alma, para hacerla completamente pura, completamente hermosa y digna de sí. «Porque son tantas y tan profundas las tinieblas y trabajos, así espirituales como temporales, por los que ordinariamente suelen pasar las dichosas almas para poder llegar a este estado de perfección, que ni basta ciencia humana para saberlo entender, ni experiencia para saberlo decir» (SAN JUAN DE LA CRUZ, Subida del Monte Carmelo, prólogo).

Se trata de la completa victoria sobre el amor propio, la sensualidad y la pereza, sobre la impaciencia, sobre los impulsos de la naturaleza, sobre la actividad natural, sobre todo lo que se opone al espíritu de fe, de confianza en Dios y de amor puro. Esto no se logra sin muchos dolores, padecimientos y pruebas interiores y exteriores, sin grandes y dolorosas sequedades, tinieblas, angustias del alma, hasta experimentar el sentimiento de ser rechazados y abandonados de Dios mismo. Sólo cuando se han sufrido estas dolorosas «purificaciones», es cuando se encuentra el alma madura para la unión perfecta con Dios. Entonces es cuando Él se comunica a ella con magnificencia maravillosa y la transforma: Dios y el alma se hacen una sola cosa como el cristal y el rayo de sol, como el carbón y el fuego.

 

3. La perfección es vida, vida riquísima, verdadera vida, un bien infinitamente superior a todo genio natural, a todo lo que la tierra y la vida nos pueden ofrecer.

La perfección es plenitud; es el desarrollo pleno del amor, y con el amor todas las virtudes cristianas llegan a su desarrollo, están fuertemente trabadas y unidas entre sí y aumentan recíprocamente su fuerza y su actividad. Sólo entonces las obras del alma perfecta son en verdad como deben ser.

La perfección es, finalmente, la glorificación más alta de Dios, una alabanza continua y santa de Dios, de su bondad, de su poder, de su amor, de su pureza y santidad; un constante y perfecto homenaje a sus mandamientos, a su santa voluntad, a cada uno de sus deseos, a cada moción de su gracia; es un «Sí, Padre» a todo lo que Él exige, a lo que Él nos da y quita. «Sí, Padre, por haber sido de tu agrado que fuese así» (Mt 11, 26).

Eso es lo que ante todo necesita nuestra época: cristianos y religiosos enteros, verdaderos, perfectos, almas que tomen con toda seriedad el sermón de la montaña. ¿Cómo es que tantos sacerdotes y religiosos y «almas devotas» viven de una manera meramente natural, refunfuñan cuando alguna vez son reprendidas o se las trata poco amistosamente, son muy sensibles a la estima y al aplauso de los hombres, aman la comodidad y buscan lo que adula a su amor propio? En primer lugar, ello obedece a que con sus pecados veniales y con sus muchas imperfecciones obstaculizan la operación del Espíritu Santo en su alma, ya que no se esfuerzan bastante para librarse de los pecados veniales y de sus raíces. Lo primero ha de ser, pues, vencer los pecados veniales.

Así vemos de nuevo la importancia de la confesión frecuente, que se dirige precisamente a vencer los pecados veniales. ¿Será mera casualidad el que la Santa Iglesia, precisamente a aquellos que están obligados a aspirar a la perfección cristiana, a los sacerdotes, seminaristas, religiosos, les prescriba como deber la confesión frecuente o semanal? (Código de Derecho Canónico, cáns. 125, 595, 1367). No; en el sentir de la Santa Iglesia, es la confesión frecuente un medio especialmente eficaz para llegar a la perfección cristiana.

 Nuestro Santo Padre, Pío XII, recomienda precisamente la confesión frecuente «con mucho encarecimiento», «para progresar cada día con más fervor en el camino de la virtud». Mediante la confesión frecuente «se desarraigan las malas costumbres, se hace frente a la tibieza e indolencia espiritual, se purifica la conciencia, se robustece la voluntad»  (Encíclica sobre el Cuerpo místico de Cristo). Por eso también para nosotros es la confesión frecuente un medio especialmente valioso en nuestra lucha por el fin que nos ha sido fijado. Apreciamos la confesión frecuente y nos esforzamos por hacerla bien y por demostrar a los que nos rodean la fuerza de la confesión frecuente mediante la aspiración seria a la perfección cristiana.

 

Oración

Señor, Tú que mediante la gracia del Espíritu Santo has infundido en los corazones de tus creyentes los dones de la caridad, concédenos que te amemos con todas nuestras fuerzas y que con todo amor realicemos lo que es de tu agrado. Amén.

 

9. Las imperfecciones

«Corred para alcanzar la caridad» (1 Cor 14, 1).

 

1. El Evangelio nos pone ante la vista un ideal elevado: «Es menester que cumplamos con toda justicia» (Mt 3, 15). El Señor recomienda el celibato «por amor del reino de los cielos» (Mt 19, 12). Al joven rico le explica Jesús: «Si quieres ser perfecto, anda y vende cuanto tienes y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; ven después y sígueme» (Mt 19, 21). Y nos dice: «No hagáis frente al malo. Más bien a quien te da una bofetada en la mejilla derecha, ofrécele también la otra. Y al que quiera pleitear contigo y tomarte la túnica, déjale también el manto. Y a quien por fuerza te llevare una milla, vete con él todavía otras dos. A quien te pide, dale. Y a quien quiere tomar de ti dinero prestado, no le rechaces» (Mt 5, 39 ss). A uno que le quiere seguir, pero antes quiere dar sepultura a su padre, le dice: «Deja a los muertos enterrar a sus muertos, mas tú anda y anuncia el reino de Dios» (Lc 9, 60).

«Todo cuanto queráis que los hombres os hagan a vosotros, hacedlo asimismo vosotros a ellos» (Mt 7, 12). Lo que Él ha enseñado, eso lo ha practicado Él mismo del modo más perfecto.

No es bastante luchar contra el pecado. Hemos de hacer el bien, y hacerlo de manera perfecta. Nuestra vida diaria se compone de acciones, pensamientos, deseos y obras buenas o moralmente indiferentes. Escribo, por ejemplo, una carta, leo un libro bueno en sí, estudio, descanso de un trabajo hecho; me siento a la mesa y tomo el alimento necesario; aprovecho la ocasión que se me presenta y doy un paseo, y me permito un rato de charla: cosas todas ellas que en sí no son ningún pecado, que están permitidas, y moralmente no merecen reproche alguno.

Hacemos, pues, el bien. Pero a menudo no lo hacemos tan bien como podríamos en las circunstancias dadas; y muchas veces no hacemos todo el bien que en las circunstancias dadas podríamos hacer. Podríamos hacer todavía más bien, y lo que hacemos podríamos hacerlo aún mejor, más perfectamente. Hacemos lo que, ante Dios y ante nuestra conciencia, estamos en el deber de hacer, cumplimos lo que Dios nos manda: no hacemos, por tanto, ningún pecado. Pero sería más grato a Dios, lo honraría y glorificaría más, le complacería más, que hiciéramos aún más bien, que lo bueno que hacemos lo hiciéramos aún mejor. Podríamos rezar más y mejor; podríamos dominarnos más, vencernos más, hacer más sacrificios; podríamos renunciar allí donde nos es permitido gozar; podríamos despegarnos aún más de las cosas de este mundo, de las cosas sensibles; podríamos suprimir más costumbres que se nos han hecho agradables, relaciones y ocupaciones a las que con facilidad se pega algo defectuoso. Lo bueno que hacemos, podríamos hacerlo con más celo, con más perseverancia, con mayor decisión, alegría y abnegación.

Podríamos amar al prójimo más todavía, mostrarnos con él más serviciales, más cordiales, más efusivos de lo que nos exige el precepto de la caridad. Nosotros, los religiosos, podríamos observar nuestros santos votos mejor y con mayor fidelidad. Obramos perfectamente cuando en cantidad hacemos todo el bien posible en nuestras circunstancias, es decir, si aprovechamos todas las ocasiones para el bien y reparamos en todas las oportunidades que cada día y a cada hora se nos ofrecen. La perfección exige, además, que también cualitativamente lo hagamos todo, lo grande y lo pequeño, lo mejor posible; tan bien como sea posible según la intención, y en la ejecución: puntualmente, en el momento oportuno y de la manera más acertada. Mas si hubiéramos de decirnos que lo bueno que hemos hecho podríamos haberlo hecho mejor –tanto interiormente en cuanto al motivo, como exteriormente, mirando a la obra misma–, en tal caso ciertamente habríamos obrado bien y rectamente, habríamos hecho lo que Dios nos ordena, no habríamos quebrantado ningún mandamiento divino, no habríamos pecado, pero habríamos podido obrar aún mejor; es decir, hemos obrado moralmente bien, pero no de manera perfecta, sino imperfecta.

 

2. ¿En qué consiste este obrar imperfecto? Hacemos algo bueno, o por lo menos moralmente indiferente, no hacemos nada malo ni pecaminoso. Lo que hacemos no es, pues, en sí, ningún pecado, ninguna transgresión de un mandamiento divino. Pero a menudo no deja de tener alguna falta en lo que concierne a la causa de la que brota la acción imperfecta.

Esta causa es una inclinación desordenada a una persona, a un trabajo, a la salud, al dinero y a las riquezas; o una cierta sensualidad, temor al sacrificio, comodidad, alguna forma cualquiera de egoísmo desordenado, en el fondo más íntimo, una tendencia torcida de la voluntad.

En virtud de esta orientación pecaminosa de la voluntad, de la cual brota la imperfección, puede la imperfección ser objeto de la santa confesión. Y aun cuando la imperfección no sea en sí misma ningún pecado, sin embargo, para la formación y desarrollo de la vida interior, es de importancia decisiva. Es y continúa siendo la posposición de un deseo de Dios, de algo que, humanamente hablando, Dios espera de nosotros, a un placer o a un desplacer que se apodera de nosotros. Dios no me manda, pero sí me recomienda, que haga tal cosa y la haga de esa manera, pero yo no atiendo a su deseo porque prefiero una cosa que me es más grata. Bebo un vaso de agua para apagar mi sed. El motivo determinante de que yo beba es mi deseo de apagar mi sed. A Dios le he olvidado por completo. Me he parado en mí mismo, en mi satisfacción. Mi yo, mi necesidad en primer lugar, antes de Dios. ¿Es eso un pecado? No. ¿Es un obrar imperfecto? ¿No podía ser mejor, más perfecto? Sí, podía y debía ser mejor. Eso es una imperfección: nos buscamos a nosotros mismos antes que el honor de Dios, y eso en cosas y acciones buenas y moralmente indiferentes, y cuando no hay ofensa expresa de Dios.

 Es un desorden, un trastorno del verdadero orden, que reclama que Dios ocupe el primer lugar y yo el segundo. Por eso la imperfección es siempre una desvalorización de lo bueno que podríamos hacer; una desvalorización de toda nuestra vida, que va formándose de acciones buenas o moralmente indiferentes. Por eso, mediante nuestra conducta imperfecta, nos privamos de muchas gracias y del impulso, del acicate moral. La vida religiosa entera es detenida y obstaculizada en su desarrollo. Nos quedamos retrasados en el crecimiento, y nos asemejamos a un hombre que no se ha desarrollado: un enano, una figura contrahecha. Tendríamos que trabajar con cinco talentos, pero rendimos tan sólo como si se nos hubiesen confiado dos. ¿Puede estar Dios satisfecho de nosotros? Debemos, pues, poner mucho empeño en elevarnos por encima de nuestro obrar, muy imperfecto. ¿Cómo? Educándonos para una visión profunda de la santidad y grandeza de las cosas de la vida sobrenatural, para una alta y verdadera estima de lo «mejor», de lo perfecto; es decir, en último término, de la gloria de Dios, de la alabanza de Dios.

 Gracias a la profunda estima de lo perfecto y del cielo por la gloria de Dios, lograremos no quedar ya parados y aturdidos en los motivos puramente naturales y humanos, como lo hacemos en general. Nos elevaremos hasta por encima de los motivos del temor al castigo de Dios y de esperanza en el cielo, es decir, nos elevaremos sobre los motivos de la caridad imperfecta. Sobre todo procuraremos seguir siempre el camino del amor perfecto a Dios y a Cristo. No, por cierto, sofocando los motivos e impulsos naturalmente nobles, sino subordinándolos en lo que tienen de buenos y de nobles al gran motivo de la caridad perfecta y poniéndolos a su servicio. Dios, su gloria, su voluntad, su deseo, su interés es lo que nos interesa por encima de todo.

En todo y a través de todo avanzamos hacia Él con una profunda mirada de fe y con un corazón lleno de amor. Cuanto más nos dejemos guiar y determinar por la caridad perfecta de Dios, tanto más nos purificaremos de las imperfecciones y nos elevaremos a una manera perfecta de obrar, a una glorificación perfecta y total de Dios. Sólo entonces se cumplirá plenamente el sentido de la vida cristiana, observando el mandamiento principal: «Amarás al Señor, Dios tuyo, de todo corazón y con toda tu alma y con toda tu mente» (Mt 22, 37).

 

3. ¿Pueden confesarse las imperfecciones? De suyo no, por cuanto el obrar imperfecto no es en sí ningún pecado. Una oración hecha con disipación y distracción inconsciente e involuntaria no es pecado; aún más, si hay intención sincera, la oración será buena, grata a Dios, mientras el que ora no se dé cuenta de su distracción. En cambio, las causas que dan lugar al obrar imperfecto, éstas sí pueden ser materia de confesión. Estas causas son una desordenada inclinación al propio yo, a determinadas criaturas, trabajos y aficiones; y luego, la comodidad, el temor al sacrificio, la sensualidad, la frivolidad, en toda caso una actitud desordenada de la voluntad.

Respecto a estas causas, no menos que respecto a la naturaleza y a los efectos perniciosos del obrar imperfecto, es importante que tomemos en serio nuestras imperfecciones. Por eso, en la santa confesión, en el examen de conciencia y en la acusación, profundizamos en las fuentes y causas de nuestra manera de obrar imperfecta. Formamos el propósito de un modo positivo, con toda deliberación: Haré todo el bien que me sea posible en mis circunstancias según mi saber y entender; lo haré de manera que procure a Dios, a nuestro Salvador, mayor honra, como a Dios le sea más grato, con todo celo, con la mayor abnegación; lo bueno que haga lo haré por motivos de amor perfecto, de manera que todos los otros motivos naturales buenos, así como los sobrenaturales pero aún imperfectos, estén sostenidos y animados por el motivo de la caridad perfecta.

Cuando trabajamos de un modo tan positivo, cortamos la influencia de las causas de nuestra conducta imperfecta y logramos el fin apetecido. El amor, el motivo del amor y la acertada subordinación de los otros motivos al motivo fundamental del amor, son lo decisivo. Es claro que para eso necesitamos grandes y poderosos auxilios de la gracia. Debemos implorarlos de Dios con oración humilde y fervorosa.

Un gran auxiliar puede y debe ser para nosotros el confesor. También para él lo importante es que lleguemos a las cumbres de la vida perfecta, y que lo bueno que hacemos lo hagamos por completo, con perfección.

De esa manera aprovechamos el gran medio de la confesión frecuente, para lograr con la gracia de Dios que nuestra vida diaria llegue a ser un Gloria Patri et Filio et Spiritui Sancto verdadero, sonoro, sin ninguna disonancia.

 

Oración

Ensancha mi corazón en el amor, Señor, para que en mi interior aprenda a gustar cuán dulce es amar y deshacerse en amor. Haz que tu amor me una a Ti y que yo me eleve sobre mí mismo, lleno de ardiente celo y de éxtasis. Haz que yo cante el cántico del amor. Haz que siga a mi amado, camino hacia el cielo. Que mi vida transcurra en tu alabanza, jubilosa de amor. Haz que yo te ame más que a mí mismo, y que a mí mismo sólo me ame por Ti, y que a todos los que a Ti verdaderamente te aman yo también los ame en Ti.

(KEMPIS, Imitación de Cristo, lib. 3, cap. 5 y 6)

 

 

10. El amor propio

 

1. Escribe SAN AGUSTÍN en su obra De civitate Dei, 14, 28: «Dos amores distintos han edificado ambas ciudades, la ciudad de Dios y la del demonio, la del mundo: el amor a sí mismo hasta llegar al desprecio de Dios edificó la ciudad del mundo, el amor a Dios hasta llegar al desprecio de sí mismo edificó la ciudad de Dios». En torno a estas dos formas del amor gira toda la vida y el destino del hombre Y de la humanidad.

Hay un amor a sí mismo bueno, recto, ordenado, y hay también un amor a sí mismo desordenado, pecaminoso, torcido.

El ordenado amor a nosotros mismos nos ha sido dictado como norma de amor al prójimo: «Ama al prójimo como a ti mismo» (Mt 19, 19). Y San Pablo escribe: «Nadie aborrece jamás su propia carne, sino que la alimenta y la abriga como Cristo a la Iglesia» (Eph 5, 29). La Iglesia defiende la razón del ordenado amor a sí mismo, rechazando las diversas herejías que pretenden sea pecado hacer u omitir algo con miras a la propia bienaventuranza. Asimismo declara imposible que siempre y continuamente persigamos nuestra propia perfección, virtud y bienaventuranza sólo por amor a Dios y con exclusión de toda atención a nuestros propios deseos de felicidad (cf. Dz 1330 ss, 1345).

 No; nos está permitido amarnos a nosotros mismos, querernos y desearnos bien, incluso debemos amarnos a nosotros mismos; así lo pide nuestra naturaleza, a la que es profundamente innato el deseo de felicidad. ¿No podemos, no debemos acaso amar a Dios, al prójimo, a la virtud, a la eterna bienaventuranza también por razón de ser un bien para nosotros, por responder a nuestro natural impulso hacia la felicidad, a nuestros más profundos deseos? Sí; este amor a nosotros mismos es la premisa natural, la condición previa y base natural de nuestro amor a Dios, según las palabras de San Bernardo: «Primero se ama el hombre a sí mismo por sí mismo; luego ve que no se basta, y ama a Dios, no por amor a Dios, sino por amor a sí mismo; luego aprende a penetrar más profundamente en Dios y ama a Dios por amor a Él y no por amor a su propio yo» (De dilig, Deo, 15, 39).

Nos está permitido desear bienes naturales: talento, sabiduría, grandeza de carácter, noble humanidad, fuerza de voluntad. También podemos amar al cuerpo y cuidar rectamente de él, pero de forma que la principal atención sea para nuestra alma, que sea dueña y señora del cuerpo y de la carne, que gane en virtud, se acerque a Dios y alcance la eterna salvación. El amor a nosotros mismos estará perfectamente ordenado cuando nos amemos por amor de Dios, es decir, como criaturas, como hijos de Dios, como instrumentos de su gloria, capacitados y llamados para servirle, para trabajar y sufrir por Él, recibir sus dones y su gracia y emplearlos en hacer su santa voluntad.

El amor se convierte en santo aborrecimiento de nosotros mismos. Pues hay mucho aborrecible en nuestra humanidad: el pecado que cometimos, la inclinación al pecado y la indolencia frente al bien. Nos aborrecemos en cuanto castigamos en nosotros el pecado que cometimos; en cuanto combatimos la inclinación al mal mediante la renuncia y el ascetismo y en cuanto buscamos el bien con todas nuestras fuerzas. Aborrecemos especialmente nuestro cuerpo en cuanto lo disciplinamos y subordinamos y sometemos a las leyes del espíritu y de la razón y a los mandamientos y normas del Evangelio. Este aborrecimiento de nosotros mismos nos es encomendado como deber sagrado: «Si alguno viene a mí y no aborrece a su... propia vida, no puede ser mi discípulo» (Lc 14, 26). «El que quiera venir en pos de Mí niéguese a sí mismo» (Mt 16,24).

Este aborrecimiento de sí mismo es sagrado amor de uno mismo, condición previa del auténtico y fuerte amor de Dios. «Para que podamos amar a Dios perfectamente, hemos de aborrecernos perfectamente a nosotros mismos», dice un maestro espiritual. Así lo observaban nuestros queridos santos. Para San Juan de la Cruz, este santo aborrecimiento de sí mismo, en virtud del cual se declaró a sí mismo la guerra como a su mayor enemigo, fue el punto de partida para su grande y desacostumbrada santidad. «Castigo mi cuerpo y lo esclavizo» (1 Cor 9, 27). ¡Ojalá también nosotros estemos llenos de este santo aborrecimiento de nosotros mismos, y en especial de nuestra carne y sus inmoderados apetitos!

 

2. Al desordenado amor de sí mismo lo llamamos egoísmo o desmedido amor propio, causa última y origen de todos los pecados y faltas en nuestra vida. Y el pecado en el Paraíso fue el fruto del desmedido amor propio. Toda la historia de crímenes, guerras, cismas, divisiones, falta de caridad, desde los primeros días de la humanidad hasta el momento presente, no es sino la continua manifestación del egoísmo y amor propio que anidan en el corazón humano. Él es la raíz de todas las pasiones. Indecible es el daño que causa a la humanidad, a los pueblos, a las familias y a sus individuos en particular.

El amor a nosotros mismos también nos asalta a los cristianos que nos esforzamos por vivir una vida digna de Dios y de Cristo. Él nos hace experimentar por la propia persona mayor agrado y complacencia de lo que merece. Por eso quita el amor debido a Dios y al prójimo. No es raro que anteponga el cuerpo, la salud, el bienestar y la satisfacción corporal, la fuerza y belleza físicas al bien del alma y se preocupe desproporcionadamente por estos valores de segundo orden. En la vida religioso-espiritual, aspira desmedidamente a una mayor virtud y a la ausencia de toda falta y «debilidad» por un secreto deseo de «ser alguien», por orgullo y vanidad.

Vuelve al alma intranquila, descontenta, impaciente cuando en la oración y en la piedad no salen las cosas a medida de los deseos, cuando sufre distracciones y no puede rezar tan «bien» como quería y había pensado. El amor a sí mismo se hace notar de manera especial en la conducta frente al medio circundante: le hace volver a uno susceptible, irritable, áspero, deseoso de notoriedad, criticón; le hace frío, indiferente, retraído, celoso, injusto en juicios y afirmaciones, despectivo, a la vez que roba la paz interior, que es el alma de la vida espiritual; engendra un exagerado concepto de nuestra importancia, destruyendo así la humildad; vuelve receloso al natural, nos hace de día en día más irritables, excitados, incapaces de amar, y nos hunde en una vida de completa distracción, sin atención honda ni viva para las cosas divinas. También en materia de piedad pretende ser más que los otros, les niega sus buenas cualidades, sólo ve sus faltas y defectos, les atribuye intenciones torcidas

. En la vida de la comunidad, de la familia, de la parroquia, del convento, se exterioriza en forma de intento de seguir en lo posible caminos propios y prescindir de los de la comunidad, de ser en determinadas cosas más rígido de lo que prescribe la regla y de lo que son en su vida los demás. Le gusta lo extraordinario, quiere descollar, valer, mandar, dirigir, darse importancia. Gusta de salirse de la obediencia, es propenso a la crítica, al descontento, a la falta de caridad para con iguales y superiores.

El amor de sí mismo es la raíz de las perturbaciones interiores, de la falta de tranquilidad, de los temores, de los desengaños, de tantos «buenos propósitos» y planes que impiden al espíritu conseguir la calma y le roban la paz interior. Es la última y más profunda causa de todos nuestros pecados, infidelidades y faltas. El mundo, el demonio y la carne únicamente pueden dañarnos encontrando en nosotros mismos el enemigo con que aliarse. Él es el enemigo de Dios: pues gira en torno al propio yo, se vive a sí mismo, no a Dios. Es el antagonista declarado de Dios y del santo amor de Dios.

Como enemigo del amor a Dios, es también enemigo del cristiano amor al prójimo. El verdadero amor, la caridad, nos dice el Apóstol, «es sufrida, es bienhechora, no tiene envidia, no busca sus intereses...» (1 Cor 13, 4). El amor propio es enemigo de todo noble sentimiento, de toda rectitud de corazón; hace al hombre avieso, falto de carácter y de veracidad, caprichoso, hipócrita, rastrero, y es en gran parte el origen de estados y conductas histéricas. «El verdadero amor al prójimo vive la vida de miles de almas; el amor de sí mismo vive una sola, y ésta es estrecha, mezquina, miserable», dice un escritor moderno. Cuanto más se ame uno a sí mismo, tanto más es enemigo de sí mismo.

Resulta, pues, claro que toda noble humanidad y todo progreso sobrenatural se basan en la destrucción del amor de sí mismo. Solamente sobre las ruinas del amor a sí mismo puede alzarse el hombre naturalmente noble y, ante todo, el hombre nuevo, el hombre de la gracia. Por eso interesa ante todo liberarse del desordenado amor de sí propio, del egoísmo. Y esto, en cuanto está al alcance de nuestros esfuerzos, mediante mucha oración, mucho dominio de las propias inclinaciones y pasiones, del orgullo, de la vanidad, de los caprichos, del espíritu de contradicción, de la charlatanería, de la curiosidad, por medio de una vida de obediencia, de completa integración en la vida de comunidad, por medio de una vida de consciente y abundante caridad para con el prójimo. Por eso es la caridad algo tan hermoso, grande y deseable, porque preserva del amor a sí mismo y lo expulsa del espíritu. Sí, sólo por medio de la caridad puede el hombre verse libre del amor a sí mismo: cuanto más crece en nosotros el amor a Dios, a Cristo, al prójimo, tanto más decrece el amor a uno mismo.

De todos modos, la tarea principal en la lucha contra el amor a sí mismo debe asumirla el mismo Dios. En su amorosa preocupación por nosotros, nos lleva a su escuela, a la escuela del dolor, de las humillaciones, de los padecimientos físicos, de las dificultades, fracasos, desengaños, enfermedades: de las pruebas y sufrimientos internos, sequedades y tentaciones de todas clases. Con ello nos proporciona un más profundo, curativo y experimentado conocimiento de nuestra propia insignificancia, de nuestra inclinación al pecado y falta de freno, y poco a poco nos aparta de la admiración del propio yo, de la excesiva confianza en nosotros mismos, de la vanidad y del secreto orgullo. Es un proceso doloroso pero completamente necesario si ha de formarse en nuestro interior el hombre auténtico y noble, el cristiano, el cristiano cabal.

 

3. «Si alguno viene a mí y no aborrece a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y aun a su propia vida, no puede ser mi discípulo» (Lc 14, 26). «Así, pues, cualquiera de vosotros que no renuncie a todos sus bienes no puede ser mi discípulo» (Lc 14, 33). De esto se trata, de que nos aborrezcamos a nosotros mismos en el sentido de Cristo, es decir, que nos amemos santamente tal como lo quiere Dios. Pero por desgracia sucede que siempre tenemos prisa «por abandonar en la piedad el camino de la purificación y entrar en el camino de la iluminación y unión, igual que los novicios que desean acabar el noviciado y ansían la grave responsabilidad de los votos de la orden esperando disfrutar luego una mayor libertad» (FABER, Progreso, cap. 13). Faber observa a continuación nuestra especial predisposición «a abandonar los objetos humildes de la meditación». A estos objetos de meditación pertenece el amor a sí mismo. Si observamos bien lo más profundo de nuestro interior y dejamos de impresionarnos por ese mundo del amor a nosotros mismos que nos mantiene cautivos, llegaremos poco a poco a alcanzar el perfecto aborrecimiento de nosotros mismos. De esta manera combatiremos el amor propio.

En la frecuente confesión ahondamos, de semana en semana, en el conocimiento de nosotros mismos. Reconocernos cuán faltos de nobleza, cuán odiosos, impuros y falsos somos y qué encadenados y esclavizados estamos por el maldito egoísmo. Poco a poco cae, como si fuera de escamas, la venda que teníamos ante los ojos y vemos claro: reconocemos lo que somos. Así, mediante la confesión frecuente, llegamos al verdadero conocimiento propio y, por él, al aborrecimiento de nosotros mismos, necesario para ser discípulos de Cristo.

Gracias a la confesión frecuente nos llegamos a beneficiar especialmente de la dirección espiritual del confesor. En cierto sentido no puede prestarnos servicio mejor que el de indicarnos las máscaras, astucias y mil artimañas bajo las cuales suele disfrazarse el amor propio. Quien acuda frecuentemente a confesarse puede solicitar y esperar del confesor esta ayuda.

En todo esto descubrimos la eficacia del sacramento: la fuerza de Cristo que con nosotros lucha contra el pecado. Él, el Señor, sólo Él está en condiciones de rechazar victoriosamente nuestro egoísmo. Por medio del sacramento de la penitencia y la gracia santificante enciende en nosotros la llama de la caridad; sobre todo si mediante la confesión frecuente nos preparamos para recibir verdaderamente bien, todos los días, la sagrada comunión. Allí donde crece la santa caridad habrá de disiparse el egoísmo como las tinieblas ante la luz.

 

Oración

Señor, apiádate de nosotros, perdónanos nuestras deudas y dirige hacia Ti nuestros vacilantes corazones. Amén.

 

11. La tibieza

 

1. Un peligro capital amenaza a la vida devota por parte de la llamada tibieza. Es un estado especial. El Señor nos ha dado las más abundantes gracias, fuerzas y estímulos. Sin embargo, quedamos atascados en nuestro crecimiento espiritual. Ya no sacamos fruto de las gracias. Nos hemos convertido en la higuera del Evangelio, que el Señor vio a la orilla del camino. «Se acercó a ella y no encontró en ella sino hojas y le dijo: Nunca más nazca de ti fruto. Y la higuera quedó luego seca» (Mt 21, 18 ss).

Es una realidad horripilante que existan tantas personas que han empezado con celo y buenos resultados, pero que luego, paso a paso, casi sin notarlo, han caído en la tibieza. Tibio es el hombre, el cristiano que es paciente mientras no tiene nada que sufrir, que es manso mientras en nada se le contradice, que es humilde mientras no se le toca un punto en su honra. Tibio es quien desea ser santo sin que le cueste trabajo y renunciamiento; quien trata de conquistar las virtudes sin mortificación, que quiere hacer muchas cosas, menos hacerse violencia para conquistar el reino de los cielos. Tibieza hay cuando nos sentimos inclinados a abandonar sin motivo importante nuestras prácticas de piedad: oración, meditación, lectura, visitas al Santísimo Sacramento. Tibieza hay cuando las prácticas que realizamos las hacemos con negligencia, a medias, con distracción y superficialidad habituales. Signo de tibieza es el despreciar las llamadas «pequeñeces» y dejar pasar sin aprovecharlas las diarias oportunidades que se nos presentan para el bien, sobre todo cuando hacemos las paces con los pecados veniales pensando que es suficiente evitar los pecados graves.

No por causa de faltas aisladas merece uno el reproche de ser tibio. La tibieza es más bien un estado que se caracteriza por no tomar en serio, de un modo más o menos consciente, los pecados veniales, un estado sin celo por parte de la voluntad. No es tibieza el sentirse y hallarse en estado de sequedad, de desconsuelos y de repugnancia de sentimientos contra lo religioso y lo divino, porque a pesar de todos estos estados puede subsistir el celo de la voluntad, el querer sincero. Tampoco es tibieza el incurrir con frecuencia en pecados veniales, con tal de que se arrepienta uno seriamente de ellos y los combata. Tibieza es el estado de una falta de celo consciente y querida, una especie de negligencia duradera o de vida de piedad a medias fundada en ciertas ideas erróneas: que no debe ser uno minucioso, que Dios es demasiado grande para ser tan exigente en las cosas pequeñas, que otros también lo practican así y excusas semejantes.

El peligro de tibieza amenaza sobre todo cuando no se penetra uno profundamente de las verdades de la fe, y no deja que éstas se apoderen de él con toda su energía vital. Dios, eternidad, alma, salvación de las almas, voluntad de Dios, agradar a Dios, vida del espíritu y aprovechamiento en él le parecen poco, mientras que lo demás: placer, goce, esparcimiento, la radio, la ganancia y el honor, lo es todo. El tibio se recoge con disgusto a su vida interior; una seria meditación de las verdades eternas es para él algo casi extraño; ruega y hace examen de conciencia tan sólo de una manera superficial, pasajera; se derrama a gusto en ocupaciones exteriores, y eso por hastío de la vida interior; busca su alegría en las aficiones y en las criaturas. De esta manera llega a una falta cada vez mayor de luz, de interés, de comprensión y de verdadero aprecio de lo divino.

A esto, se agregan otras causas que favorecen la tibieza. Es ante todo la dificultad de las virtudes cristianas en vista de la resistencia que ofrece nuestra naturaleza caída, de la concupiscencia, de los muchos enemigos y obstáculos y de los muchos fracasos, derrotas y desilusiones que se experimentan continuamente en las aspiraciones del espíritu, y de las muchas perturbaciones por la absorción del alma en toda clase de ocupaciones y deberes. Y no en último lugar influyen los ejemplos de los otros, que poco a poco nos van apartando del buen celo que teníamos, de manera que nos acomodamos a su andar lento y perezoso y al desgraciado respeto humano, que acostumbra a producir en nosotros tan indecibles daños. Quien quiere ser devoto tiene que ser un carácter.

 

2. «Porque eres tibio, y ni frío ni caliente, por eso voy a vomitarte de mi boca» (Apoc 3, 15 ss). Tal es la maldición divina pronunciada sobre el alma tibia. ¿No debemos, pues, poner todo nuestro empeño en preservarnos de caer en el estado de tibieza, o salvarnos de él, caso de que en él hayamos caído, para no perderlo todo, y quizás hasta la salvación eterna? La tibieza trae consigo el que nos acostumbremos a una conciencia falsa y torcida, en virtud de la cual hasta los pecados graves y más graves los consideramos como pequeñeces sin importancia, insignificantes, apenas como pecados veniales. Es una ilusión de graves consecuencias: «Tú dices: rico soy y me he enriquecido y de nada tengo necesidad, y no sabes que eres un malaventurado y un miserable, y pobre y ciego y desnudo» (Apoc 3, 17).

Del obscurecimiento del juicio y de la conciencia resulta una debilidad creciente de la voluntad. Uno se ha acostumbrado a ceder en cosas pequeñas a la sensualidad, a la comodidad, a los goces corporales, a la sensibilidad. Así, naturalmente, se llega a no ser tan exacto tampoco en las cosas importantes. «El que es fiel en lo pequeño también lo es en lo grande; y el inicuo en lo muy pequeño también en lo grande es inicuo» (Lc 16, 10). Pronto llega la voluntad tan adelante, que todo otro esfuerzo le resulta pesado. Y así resiste con demasiada facilidad al impulso y a las inspiraciones de la gracia y abre su sensibilidad y su corazón a las cosas del mundo y a sus goces. La desgracia es tanto más funesta e incurable cuanto que el deslizarse hacia lo profundo apenas se nota, y se verifica con mucha lentitud. De esa manera vive el hombre en ilusiones cada vez mayores y más fatales, y trata de persuadirse de que todo ello no tiene importancia, y de que, a lo más, es un pecado venial, etc. Que con este estado se da un golpe mortal a la vida del espíritu, es cosa a todos manifiesta.

«Tengo contra ti que has aflojado de tu primera caridad. Recuerda, pues, de qué altura has caído y arrepiéntete y haz de nuevo tus primeras obras, porque, si no, vengo a ti y moveré de su lugar tu candelero, si no te arrepientes» (Apoc 2, 4 ss). Ésa es la ley de la naturaleza: ¿Se estanca el agua?, luego se corrompe. Y otra ley dice: Fuerza que nada hace, se enerva. Y hay una ley de la gracia que dice: Donde no hay ningún celo, no hay amor. Y esta otra: Detenerse es retroceder.

Sobre la higuera en la que el Señor sólo encuentra hojas y ningún fruto, pronuncia esta sentencia aterradora: «Nunca jamás nazca de ti fruto». En efecto, eso es tibieza: consunción espiritual que no significa la muerte, pero que lleva a ella.

 

3. Dios nos dé la gracia de jamás hundirnos en el estado de falta de celo, de tibieza, la gracia de la fidelidad en lo pequeño, de la vigilancia para que hasta en las cosas «pequeñas» no nos abandonemos a ninguna negligencia. La tibieza empieza allí donde encuentra terreno apropiado, donde se arraiga en nosotros un pequeño abandono. Todos los días incurrimos en negligencias, y constantemente éstas tienden a consolidarse, a la manera que en un cuerpo los bacilos de la tuberculosis. Tenemos que luchar para lograr un conocimiento acertado de las cosas sobrenaturales y de sus valores. Para ello se nos han dado los medios de la lectura, de la meditación y de la oración.

Un excelente medio para defendernos de la desgracia de la tibieza y asegurarnos contra ella, o de arrancarnos del estado de tibieza, es la buena confesión frecuente. Aquí colabora todo lo que supone una seguridad contra la tibieza. Primero, nos vemos precisados a observarnos con mayor seriedad, a elaborar más cuidadosamente los actos de arrepentimiento y de propósito, y a pensar con toda conciencia y decisión en la mejora de nuestra vida. Además, aquí, en el sacramento, obra en nosotros la fuerza misma de Cristo. El Señor tiene puesto todo su interés en llenarnos de odio al pecado en este santo sacramento, en fortalecer nuestra voluntad para la glorificación total del Padre, para la fidelidad plena en su servicio, para una entrega completa a su voluntad. Finalmente, coadyuva la dirección del confesor, quien en toda santa confesión nos estimula de nuevo y alienta a continuar en el camino de la santidad con todo celo. Cabalmente, uno de los motivos principales para el alto aprecio de la confesión frecuente es que si se practica y se practica bien es enteramente imposible un estado de tibieza. Esta convicción puede ser el fundamento del hecho de que la Santa Iglesia tan insistentemente recomiende, por no decir imponga como deber, a las personas religiosas, la confesión frecuente o la confesión semanal. Por eso mismo debe ser cosa importante y sagrada para nosotros la confesión frecuente. Por igual razón debemos esforzarnos en practicarla bien y cada vez mejor.

 

Oración

Señor y Dios mío, Tú que haces que en aquellos que a Ti te aman todo sirva para su salvación, llena nuestros corazones de un amor inquebrantable a Ti, para que ninguna tentación pueda desalojar las aspiraciones que Tú has despertado en nosotros. Amén.

 

12. Los pecados de omisión

 

«Pues al que sabe hacer el bien y no lo hace se le imputa a pecado» (Iac 4, 17).

 

1. Conocemos la parábola de los talentos: El primer siervo había recibido cinco talentos, negoció con ellos y ganó otros cinco. El segundo siervo había recibido dos talentos, y asimismo ganó otros dos: «Muy bien, siervo bueno y fiel...». «Se acercó también el que había recibido un solo talento y dijo: Señor, tuve en cuenta que eres hombre duro, que quieres cosechar donde no sembraste y recoger donde no esparciste, y, temiendo, me fui y escondí tu talento en la tierra; aquí lo tienes. Le respondió su amo: Siervo malo y haragán, con que ¿sabías que yo quiero cosechar donde no sembré y recoger donde no esparcí? Debías, pues, haber entregado mi dinero a los banqueros, para que a mi retorno recibiese lo mío con los intereses. Quitadle el talento y dádselo al que tiene diez, porque al que tiene se le dará y abundará, pero a quien no tiene, aun lo que tiene se le quitará, y a ese siervo inútil echadle a las tinieblas exteriores; allí habrá llanto y crujir de dientes» (Mt 25, 24-30).

Pecamos no solamente obrando el mal, sino también cuando dejamos de hacer el bien que podemos y que debemos hacer, o no lo hacemos tal como pudiéramos y debiéramos. Éstos son los llamados pecados por omisión (del bien a que estamos obligados de alguna manera).

No basta con que el árbol exista: es preciso que dé frutos, que dé buenos frutos. De lo contrario recaerá sobre él la sentencia: «El árbol que no da buenos frutos es cortado y arrojado al fuego» (Mt 7, 19). En su día dirá el Señor a los que queden a la izquierda: «Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno, preparado para el diablo y para sus ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber, fui peregrino y no me alojasteis... Entonces ellos responderán diciendo: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, o sediento, o peregrino, o enfermo, o en prisión, y no te socorrimos? Él les contestará diciendo:

En verdad os digo que cuando dejasteis de hacer eso con uno de estos pequeñuelos, conmigo no lo hicisteis» (Mt 25, 41-27). Ningún mal hacen a su prójimo, pero tampoco le hacen el bien que pudieron hacerle. Por ello serán separados a la izquierda, «e irán al suplicio eterno...».

 

2. No pensamos aquí en aquellos pecados de omisión por los que se dejan de cumplir, a sabiendas e intencionadamente, grandes e importantes deberes. Pensamos antes bien en los pecados por omisión de cristianos buenos y diligentes, seglares, religiosos y sacerdotes. Estos pecados tienen como característica el que en su mayor parte les prestamos menor atención y no apreciamos debidamente su importancia para la vida religiosa. Por ello nos resultan tanto más peligrosos.

Desgraciadamente, sucede que, aun aspirando seriamente a una vida perfectamente cristiana y religiosa, nos hacemos culpables, día por día, de algunos pecados por omisión del bien que pudimos y debimos hacer. ¡Son tantas las oportunidades que Dios nos ofrece para pensamientos y afectos buenos! ¡Cuántas de ellas dejamos pasar desaprovechadas, preocupándonos, en cambio, de pensamientos, temores y cuidados inútiles! ¡Cómo habría de penetrar todo nuestro ser el pensamiento de Dios, de Cristo, e influir sobre nuestros pensamientos y deseos, dar forma a nuestra caridad, dirigir nuestro obrar! Y, sin embargo, nosotros no dirigimos hacia Él nuestros pensamientos.

Pensemos en nuestras omisiones respecto a las ocasiones y motivos para orar en los «momentos libres» que se nos ofrecen a lo largo de todo el día. Podríamos aprovecharlos para actos de oración y no lo hacemos.

Pensemos en lo necesario que nos resulta profundizar siempre de nuevo en nuestros sagrados deberes de cristianos, de religiosos, para aprender a conocerlos total y perfectamente; para conocer los santos mandamientos de la Ley de Dios y de la Iglesia, las obligaciones contraídas en el santo bautismo y en los votos, las reglas y preceptos que nos manifiestan la santa voluntad divina. No es extraño que incurramos en muchas infidelidades y contravenciones. Pues no puede ser de otra manera si en la oración y meditación no llegamos a la cabal comprensión de nuestro destino como cristianos, como miembros de una Orden religiosa. Quien no siembra no puede cosechar.

Pensemos en las inspiraciones de la gracia, desatendidas y no escuchadas, en los muchos estímulos para el bien. Nos consta: Dios nos habla mediante ellas y nos estimula y empuja hacia el bien. Sabemos que «la esencia de la vida espiritual consiste en advertir en nuestra alma los caminos y estímulos del Espíritu Santo y fortalecer en nuestra voluntad la decisión de seguirlos» (P. LALLEMANT, Doctrina, cap. II, 1).

El mismo P. Lallemant escribe: «Hay pocas almas perfectas porque pocas son las que siguen las orientaciones del Espíritu Santo». Otro maestro de la vida espiritual dice: «Toda nuestra esperanza de progresar en el camino de la vida interior depende de las inspiraciones divinas», y de cómo las atendemos y aprovechamos. Todo esto lo sabemos bien. Y a pesar de ello, aun cuando estamos convencidos de lo mucho que las necesitamos, ¡las dejamos a menudo desaprovechadas, e incluso damos lugar a que Dios, por nuestra negligencia, vaya poco a poco dejando de dárnoslas!

No podemos inferimos daño mayor que el de dejar desatendidas las inspiraciones y estímulos de la gracia. Son tan abundantes que, por decirlo así, nos siguen los pasos, llegando continuamente a nuestro interior, como rayos divinos que inundan nuestro corazón de cálida luz, que nos señalan lo bueno y fomentan en nosotros sus aspiraciones: iluminación del entendimiento y estímulo de la voluntad, ya bajo forma de amor, ya como severidad, unas veces como reproche, otras animándonos; tan pronto susurrante como a grandes voces, ya como una llamada única, ya como si golpearan paciente y continuamente nuestro corazón. ¡Inspiraciones desatendidas, dones de Dios rechazados, perdidos! ¡Cuántas veces «no estamos en casa» cuando llama a ella la gracia! Y, estándolo, ¡cuántas veces no le abrimos por no vernos molestados en nuestros propios deseos, por poder seguir nuestros propios caprichos y ocurrencias! ¡Cuántas veces nos llama la gracia para un sacrificio, para una renunciación, para un vencimiento propio! ¡Y nosotros desaprovechamos esta gracia! ¡Gracia desaprovechada, descuidada, malbaratada! ¡Pecados de omisión! Nos acordamos de la parábola divina del sembrador que sale a lanzar la semilla. Una parte de la semilla cae sobre el camino; una segunda, sobre terreno pedregoso; una tercera, entre malezas y espinos; una cuarta, por fin, sobre buena tierra, en la que puede germinar y dar fruto. ¡Las tres cuartas partes no llegan a dar fruto! ¿No es ésta la historia y el misterio de la inspiración de la divina gracia y del corazón humano, que tan a menudo no es buena tierra?

Reflexionemos especialmente con cuánta facilidad dejamos desaprovechados tantos instantes del tiempo que Dios nos regala. Cada momento es un don, un capital precioso.

Consideremos, por fin, también nuestra conducta frente al medio que nos rodea, para con el prójimo. Conocemos los pecados «ajenos». Para nada queremos hablar aquí de las muchas veces que por nuestra conducta, palabras y observaciones imprudentes, por nuestro ejemplo nos hacemos culpables de que el prójimo no aproveche la gracia ofrecida; ¡cuántas veces le servimos de ocasión para no cumplir sus deberes como debía! Basta indicar cuánto nos alejamos, en la conducta frente a los demás, de cumplir nuestro propio deber.

Tenemos el desagradable deber de llamar sobre algo la atención del amigo, del niño, de los inferiores, de los superiores, de nuestros hermanos y hermanas. No osamos hacerlo. Callamos ante los pecados de los demás cuando pudiéramos y debiéramos hablar. Dejamos de hacerlo por respeto humano. Escurrimos el bulto y decimos: «No me atañe». Sabemos lo que debemos al prójimo en materia de respeto y caridad cristiana.

Sabemos lo que es el deber de la reconciliación; el «Perdónanos como también nosotros perdonamos»: el deber de ayudar al prójimo, de serle útil como fuere posible. «Yo estaba hambriento, yo tenía sed, yo era peregrino, yo estaba desnudo, y vosotros me habéis alimentado, dado de beber, alojado, vestido». Y las demás obras de misericordia a que estamos obligados: enseñar al que no sabe, aconsejar al que busca consejo, consolar a los afligidos, rezar por todos, vivos y difuntos. ¡Cuántas ocasiones, y cuántos deberes! ¡Y tantas veces omitimos cumplirlos sin motivo bastante! ¡Pecados de omisión!

Y, añadidos a todos éstos, ¡los pecados de omisión para con la comunidad a que pertenecemos; para con la familia, para con la parroquia, con la comunidad conventual, con el pueblo, con nuestra Patria!

Es muy serio lo que dijo una vez en uno de sus sermones el célebre P. Lacordaire: «Serán raros los hombres que el día del juicio puedan presentarse ante Dios sin haber causado la perdición (o sólo el daño) de alguien de cuya alma fueran responsables».

Un orador sagrado más moderno aconseja: «Esta noche, cuando en nuestra casa todos duerman, recorramos las habitaciones e imaginémonos que los que en ellas duermen están muertos. Cuántos reproches no habríamos entonces de dirigirnos, reproches por hechos que no llegaron a acaecer, por servicios que no llegamos a prestar, por palabras que no fueron pronunciadas, por la caridad que no llegamos a ejercer».

 

3. Lo que se ha indicado hasta aquí de los diversos pecados por omisión no es exhaustivo ni pretende tampoco serlo. Ha de servirnos únicamente para que, con toda seriedad, sobre todo al practicar la confesión frecuente, reflexionemos sobre el bien que dejamos de hacer y nos examinemos a nosotros mismos con el convencimiento de que «quien nada hace de bueno, ya hace suficiente mal», y también el de que «a menudo obra mal quien nada (bueno) hace».

La confesión frecuente ha de acreditarse también precisamente en relación con las omisiones. Ha de prestarse en ella especial atención a los deberes descuidados, aunque a menudo sean deberes de «poca» importancia, a las inspiraciones desatendidas de la gracia, a las ocasiones desaprovechadas de hacer el bien, a los momentos perdidos, al amor al prójimo no demostrado o insuficientemente demostrado. Han de despertarse en ella, frente a las omisiones, un profundo y serio pesar y una decidida voluntad de luchar conscientemente contra las más pequeñas omisiones de que tengamos de alguna manera conciencia. Si acudimos a la confesión con este propósito, nos será concedida en la absolución del sacerdote la gracia de reconocer mejor nuestras omisiones y de tomarlas más en serio. Y una vez que en nuestra lucha contra las omisiones nos veamos apoyados por el sacerdote, se convertirá para nosotros la confesión frecuente en uno de los primeros y más eficaces medios para poco a poco llegar a preservarnos de toda clase de faltas de este género.

Ojalá consigamos llegar a que el Señor nunca tenga que decirnos lo que dijo a Jerusalén: «...cuántas veces quise reunir a tus hijos... y no quisiste» (Mt 23, 37). ¿Qué es lo que pretende cuando Él nos llama, cuando nos ofrece una oportunidad para el bien, cuando nos da una iluminación interior, un estímulo? El Señor quiere entonces elevarnos, enriquecernos, hacernos grandes y felices. A ésta, su caridad, oponemos nosotros un no querer. ¡Pecados de omisión, gracias desatendidas, malbaratadas! ¿Acaso lo hemos pensado bien alguna vez?

 

Oración

Guárdanos y fortalécenos, Señor, en tu santo servicio. Te lo rogamos, escúchanos. Líbranos, oh Señor, de desatender a tus inspiraciones. Abrasa, Señor, nuestra alma con el fuego del Espíritu Santo para que te sirvamos con la castidad del cuerpo y te agrademos con la pureza de nuestro corazón. Amén.

 

 

13. La creencia en la propia rectitud

 

«Se acercaban a Él todos los publicanos y pecadores para oírle, y los fariseos y escribas murmuraban diciendo: Éste acoge a los pecadores y come con ellos. Les propuso entonces esta parábola, diciendo: ¿Quién habrá entre vosotros que, teniendo cien ovejas y habiendo perdido una de ellas, no deje las noventa y nueve en el desierto y vaya en busca de la perdida, hasta que la halle? Y, una vez hallada, alegre la pone sobre sus hombros, y vuelto a casa convoca a los amigos y vecinos, diciéndoles: Alegraos conmigo, porque he hallado mi oveja perdida. Yo os digo que en el cielo será mayor la alegría por un pecador que haga penitencia, que por noventa y nueve justos que no necesiten de penitencia» (Lc 15, 1-7).

 

1. Los «hombres rectos» que no necesitan de la penitencia, los justos que toman a mal que el Señor se apiade de los pecadores y que coma con ellos; esas personas que en la orgullosa conciencia de su rectitud, sin mácula de pecado, de su corrección, de su irreprochabilidad, no necesitan de la penitencia... ésas son las que creen en su propia rectitud.

La más odiosa de todas las herejías de que habla la historia de la Iglesia es aquella que no toleraba «pecadores» en su seno, la que antes bien se enorgullecía de constar solamente de «santos», de limpios de pecado, de justos. Estos santos miran con desprecio a la Iglesia de Cristo, que arrastra consigo tanto lastre humano, en lugar de exterminar por el fuego y la espada todo lo malo y pecaminoso. Estos montanistas, maniqueos y cátaros de los tiempos antiguos y modernos se vanaglorían de su limpia santidad y presumen con ella. Rivalizan entre sí en rígidas exigencias y rodean la ley de Cristo y de la Iglesia con más y más cercos. Prohíben a sus prosélitos gustar la carne y el vino, les vedan el matrimonio y asimismo los trabajos humildes y serviles; rezan mucho, ayunan con severidad y deslumbran a las masas.

 

2. Éstos son los que se creen justos. También los hay entre los cristianos. El creer con exceso en la propia rectitud es precisamente el pecado de los cristianos piadosos, diligentes, «correctos», que en todo cumplen irreprochablemente su deber y de nada tienen que acusarse. A su alrededor y ante sus superiores tienen fama de cristianos ejemplares, y esto con razón.

¡Pero ojalá no estuvieran ellos mismos tan convencidos de su propia corrección e irreprochabilidad, ojalá no lo creyeran tanto, ni pensaran siempre en ello envaneciéndose en secreto! Aquí es donde les amenaza el peligro: saben que nada hay criticable en ellos; ellos mismos nada encuentran en sí que criticar, nada tienen de que arrepentirse, nada que mejorar. «Justos que no necesitan penitencia».

Cuanto más convencidos están de su propia rectitud, tanto más atienden a los pecados y faltas de los demás, de todos los que los rodean. Notan cómo acá y allá se rezagan remisos en el cumplimiento de los preceptos, de la ley, de la Regla, que contravienen aquí y allá, cómo no cumplen exactamente sus deberes religiosos y los de la vida de su comunidad, haciéndose culpables de toda clase de cosas en que ellos jamás incurrirían. Se molestan y amargan, se vuelven faltos de caridad, llenos de desprecio y repugnancia interior contra los incorrectos. Nada quieren tener de común con ellos, los evitan lo más que pueden y los apartan de su camino. En su interior se inciensan a sí mismos por su mucha virtud y se figuran que todos habrían de fijarse en su conducta ejemplar, alabarla y reconocerla. Se vuelven susceptibles y lo hacen sentir a todo aquel que no los admire. ¡Justos que no necesitan de la penitencia!

Este peligro amenaza al cristiano fervoroso y diligente y también a nosotros. La creencia en la propia rectitud se introduce casi inadvertida en la conciencia, y el espíritu del cristiano que lucha honradamente y seriamente se preocupa por su vida religiosa y perfeccionamiento cristiano.

Ello es más de temer teniendo en cuenta el hecho de que son siempre pocos los que toman la vida cristiana verdaderamente en serio, habiendo a su alrededor tantos bautizados que se dicen cristianos y cuya vida práctica ofrece, sin embargo, tantas cosas incomprensibles, tanta imperfección, tanta contradicción entre su vivir y la fe que profesan, tanta esterilidad a pesar de todas las enseñanzas y estímulos que reciben, a pesar de los buenos ejemplos que tienen ante sus ojos, a pesar de los consejos y amonestaciones que encuentran en los libros y textos litúrgicos, a pesar de las meditaciones que hacen, a pesar de los santos sacramentos que reciben.

Ocurriendo esto no pocas veces incluso con aquellos que por su estado y sagrados votos están especialmente obligados a ser cristianos ejemplares y a conducir a otros a las alturas de la vida cristiana; dándose aun entre éstos tan poco conocimiento, tanta medianía, ¿cómo extrañar que en el que lucha y se esfuerza se vaya formando cierta conciencia, cierto sentimiento de superioridad moral, determinada satisfacción de sí mismo, que con demasiada facilidad degenera en exagerado convencimiento de la propia rectitud, que conduce a considerar y tratar a «los otros» en forma despectiva, o con cierta altanería, con un compasivo orgullo? «Yo os digo que en el cielo será mayor la alegría por un pecador que haga penitencia que por noventa y nueve justos que no necesiten de penitencia». Con esto ha pronunciado el Señor su fallo sobre la creencia en la propia rectitud. El «justo» no necesita de la penitencia ni del arrepentimiento. ¿Para qué, si es en todo correcto, irreprochable?

La conciencia de su impecable corrección le obstruye el camino del reconocimiento de su pecado y, con ello, el de la penitencia. Ésta es la maldición de la creencia en la propia rectitud: que ciega. Donde no hay conocimiento de sí mismo, no hay tampoco disposición ni actos de penitencia. Y donde falta la disposición para la penitencia, se produce un endurecimiento del corazón y de la voluntad. La gracia de Dios, las inspiraciones del Espíritu Santo, las amonestaciones de fuera no producen efecto alguno: «justos que no necesitan de la penitencia», que nada tienen de que arrepentirse, que, cada vez que oyen o leen algo acerca del pecado, no piensan ni remotamente en sí mismos, sino sólo en «los demás».

La creencia en la propia rectitud nace del orgullo, y su fruto es a su vez orgullo y altivez espiritual. Lo bueno que descubre en sí, lo atribuye exclusivamente al propio esfuerzo. No es capaz de repetir con el apóstol San Pablo: «Mas por la gracia de Dios soy lo que soy, y la gracia que me confirió no ha sido estéril, antes he trabajado más que ellos (que los otros apóstoles), pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo» (1 Cor 15, 10). También olvida la otra frase del mismo apóstol: «...¿qué tienes que no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿de qué te glorías, como si no lo hubieses recibido?» (1 Cor 4, 7). La creencia en la propia rectitud menosprecia la gracia y sus efectos y es así injusta para con ella y con quien nos la da. Esta conducta, ¿no ha de enajenarle poco a poco la gracia y benevolencia de Dios? «Porque Dios resiste a los soberbios» (1 Petr 5, 5).

El que se cree a sí mismo justo, se ensalza en su interior sobre «los demás». «Oh Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres». Éstos forman la gran masa, con la que para nada se puede contar; él, en cambio, se cuenta entre los elegidos. Se sabe puro y perfecto; los otros quedan muy por debajo de él. «¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres». ¿Y cuál es el juicio que pronuncia el Señor sobre quien así acude a su presencia? «Os digo que éste [el publicano] bajó justificado a su casa y no aquél. Porque el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado» (Lc 18, 14).

«No como los demás hombres». Para éstos no siente, en lo más profundo de su corazón, sino menosprecio y repugnancia. Le son desconocidas las palabras del Señor: «No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados; absolved y seréis absueltos. La medida que con otros usareis, ésa se usará con vosotros» (Lc 6, 37-38). En la vida y en la eternidad.

¿Puede entonces asombrarnos que en el cielo sea mayor la alegría por un pecador que haga penitencia que por noventa y nueve justos que no la necesiten? Sólo una cosa puede extrañarnos: que entre los cristianos pueda darse y se dé, efectivamente, el vicio de la creencia en la propia rectitud; que haya cristianos que cumplan con toda seriedad sus deberes religiosos, recen con fervor y reciban los sacramentos, que vivan honradamente y a pesar de todo ello sean tan ciegos, que no se den cuenta de hasta qué punto se creen en lo más profundo de su corazón justos e irreprochables, envaneciéndose de su corrección, fidelidad y ausencia de faltas.

La creencia en la propia justicia se convierte sin notarlo en seguridad, como si para el alma devota no existiera ya ningún peligro y como si ya estuviese inmunizada contra los atractivos del mundo, contra las tentaciones y persecuciones del infierno, contra el poder de los bajos impulsos y de las malas inclinaciones. El que está seguro de sí mismo vive en una certeza de salvación que para él está por encima de toda duda seria. Él no quiere que también para él, como para todo ser humano, subsista siempre aquí sobre la tierra la posibilidad de que se haga infiel a su vocación, de que se haga débil frente a los muchos deberes, sacrificios y renunciaciones impuestas por la vida, y que abuse de la gracia de Dios; de que en todo tiempo es posible que tenga fracasos y caiga en pecados y faltas si la gracia de Dios no le preserva.

 Se porta de manera como si para él no fuera de aplicación la seria advertencia del Apóstol: «Con temor y temblor acabad la obra de vuestra salud. Porque Dios es quien por la benevolencia obra en vosotros tanto el querer como el obrar» (Phil 2, 12-13); y como si no supiera con cuánta insistencia recomienda San Pablo a los corintios que reflexionen cuán elevadas gracias concedió el Señor a su pueblo de Israel en la travesía del mar Rojo v en el desierto: la salvación de manos del Faraón, la columna de nube, el maná y el agua brotada de la roca. «Y, sin embargo –recalca el Apóstol–, en los más de ellos no se agradó el Señor, sino que quedaron tendidos en el desierto, para advertencia nuestra. De manera que, quien piense estar en pie, mire no caiga» (1 Cor 10, 2-12).

La seguridad de sí mismo tiene que conducir a que en los asuntos de la fervorosa y devota vida espiritual cristiana siga uno sus propios caminos, y de esa manera, sin notarlo, pero con toda seguridad, caerá en caminos extraviados. El que tiene seguridad de sí mismo no necesita ya nadie que le ilustre o amoneste: él se basta a sí mismo y se apoya en su propia ciencia y discreción.

En su fondo es el mal espíritu del orgullo el que se manifiesta en la propia seguridad. Pero Dios no consiente que su orden sea quebrantado sin recibir el castigo: «A los orgullosos se resiste Dios». Y «el que se ensalza será humillado» (Lc 14, 11). Da miedo ver cómo hasta un apóstol que vivió en la mayor proximidad del Señor llegó al fin a ser un «hijo de perdición» (Ioh 17, 12).

 

3. Frente al peligro de la creencia en la propia rectitud que amenaza al que lucha honradamente, encontramos poderosa ayuda en la confesión frecuente bien hecha. Cuanto mejor la hagamos, con tanto mayor seguridad será para nosotros camino hacia el mejor y más profundo conocimiento de nosotros mismos, hacia el reconocimiento de nuestra imperfección y propensión al pecado. Ella nos descubre las heridas de nuestra alma y nos permite reconocer que, verdaderamente, aún «pecamos todos en mucho» (Iac 3, 2), y que nunca tendremos motivo para creernos justos y perfectos o despreciar a otros y su vida religiosa. Si aún nos ayuda un confesor inteligente y comprensivo a profundizar y hacer fructífera nuestra confesión, entonces de la confesión frecuente sacaremos cada vez más perfecta disposición para la penitencia y vivo anhelo de completa pureza y caridad.

 

Oración

«Señor, ¿qué es el hombre para que te acuerdes de él? ¿Qué ha merecido el hombre para que le des tu gracia? Sólo una cosa puedo yo pensar y decir con verdad: Nada soy, Señor, nada puedo, nada bueno tengo de mí; mas en todo me hallo débil, y camino siempre hacia la nada. Y si no soy ayudado e instruido interiormente por Ti me vuelvo enteramente tibio y disipado.

»Gracias sean dadas a Ti, de quien viene todo, siempre que algo me sale bien. Porque delante de Ti yo soy vanidad y nada, hombre mudable y flaco. ¿De dónde, pues, me puedo gloriar? Verdaderamente, el alabarse a sí mismo es la mayor locura. Porque, agradándose un hombre a sí mismo, te desagrada a Ti. La verdadera gloria y santa alegría consiste en gloriarse en Ti y no en sí, gozarse en tu nombre y no en la propia virtud. Sea alabado tu nombre y no el mío, engrandecidas sean tus obras y no las mías. Tú eres mi gloria; Tú la alegría de mi corazón. En Ti me gloriaré y ensalzaré todos los días, mas de mi parte no hay de qué, sino flaquezas»

(KEMPIS, Imitación de Cristo, lib. III, cap. 40).

 

14. El arrepentimiento (1)

 

«Pedro se acordó de lo que Jesús le había dicho: Antes que cante el gallo me negaras tres veces; y saliendo afuera lloró amargamente» (Mt 26, 75).

 

1. «Y saliendo afuera lloró amargamente». Pedro, el hombre de piedra, que hasta hacía aún muy poco ardía en santa devoción hacia su Señor y Maestro, el que en el huerto de Getsemaní intervino violentamente en favor de Jesús, el que por fiel amor y celo había seguido al prisionero hasta la corte del pontífice, el mismo Pedro acaba de negar a Jesús. «¡Yo no conozco a ese hombre!» (Mt 26, 72-74). «Vuelto el Señor miró a Pedro, y Pedro se acordó de la palabra del Señor» (Lc 22, 61). La mirada de Jesús le abrió los ojos. Ahora comprende lo que ha hecho. ¿Qué le queda ya por hacer?

«Y saliendo afuera lloró amargamente». Ahora advierte cómo se ha portado con su Señor, a quien en un tiempo reconoció solemnemente como el Cristo, el Hijo de Dios (Mt 16, 16), el mismo que entre los demás apóstoles le eligió a él como piedra sobre la que quería edificar su Iglesia. Y ahora ha pretendido no conocerle, a Él, a quien hasta ahora había seguido a todas partes con alegre fidelidad, cuyos milagros habían visto sus ojos, a quien había contemplado en el monte Tabor en todo el esplendor de su grandeza, con quien acababa de celebrar la Cena. «Yo no conozco a ese hombre».

«Y saliendo afuera lloró amargamente». Ahora reconoce lo que ha hecho. Ya siente lo que es el pecado, y no puede con su carga. La siente arder en su alma como una herida dolorosa. Y siente el impulso de huir: ¡así se aparta de la ocasión!

Ha de expiar su falta, ha de hacer penitencia. ¡Cómo le atormenta, cómo escuece la herida en su alma, cómo le asquea todo lo que le rodea, lo que le ha empujado al pecado!

2. ¿Qué es el arrepentimiento? ¿Lo son acaso las lágrimas de Pedro? No, el arrepentimiento está en su interior. ¿Consiste acaso el de Pedro en sentir ahora una gran humillación por haber podido olvidarse hasta tal punto de sí mismo, en sentir vergüenza ante sí mismo y ante los demás? No. ¿Fue su arrepentimiento acaso temor de que el Salvador le pudiera desposeer del prometido cargo de pastor supremo para concederlo a otro apóstol más fiel? No. El arrepentimiento es el dolor del alma por el pecado cometido, unido al firme propósito de no volverlo a cometer.

El pecado se alza contra la santidad de Dios. El arrepentimiento, por el contrario, impregna a la voluntad, que antes contraviniera la ley de Dios, de un profundo dolor por haberse sublevado contra Dios, por haberle ofendido. Lamenta haber pisoteado los mandamientos de Dios, haber pecado, haber ofendido a Dios, y está resuelto a abjurar de su equivocada acción y de las ideas que fueron su causa, aunque le cueste un grave sacrificio.

El verdadero arrepentimiento no es sólo un «desearía, quisiera no haberlo hecho». No es tampoco algún sentimiento, una sensación corporal de dolor, algo perceptible por los sentidos o necesariamente experimentable por los sentidos: es una voluntad, un querer puramente espiritual, tanto si se siente el dolor del arrepentimiento como si no; un verdadero y sincero cambio de pensar, tal como fue con San Pedro. La voluntad, inclinada antes al pecado, lo aparta ahora de sí, lo aborrece, siente repugnancia y repulsión hacia él, y aniquilaría o daría por no hecho el mal causado si pudiera. El arrepentimiento trae así necesariamente consigo la voluntad de no cometer más el mal hecho y de emplear los medios para evitarlo en adelante (propósito de enmienda).

El arrepentimiento es la más profunda esencia de la penitencia y el más importante entre los diversos actos necesarios para recibir el sacramento de la penitencia. Sin él, no hay perdón de los pecados, ni confesión digna y fructífera. Si muchos de los que confiesan frecuentemente se aplicaran más a fortalecer su arrepentimiento, mayor sería el fruto de sus confesiones.

«Vuelto el Señor, miró a Pedro». La mirada de gracia de Jesús tuvo que tocar el corazón del pobre Pedro. Sólo entonces fue cuando «saliendo afuera lloró amargamente». El arrepentimiento fecundo se produce bajo el estímulo y la influencia de la gracia; es el fruto, no de nuestra obra natural y de nuestros esfuerzos puramente naturales, sino el fruto de la gracia y de oración. Es, pues, por su origen, sobrenatural, y ha de pedirse en la oración.

El verdadero arrepentimiento es sobrenatural también por las causas que lo mueven. Quien lamenta el pecado y la infidelidad sólo por su fealdad, por ser tan indigno del hombre, del cristiano, de una religiosa, de un religioso, o porque trae consigo una humillación, porque le hace perder el aprecio de las personas que le rodean, etc., tiene sólo un dolor natural del pecado, no el verdadero arrepentimiento que se precisa para el perdón del pecado.

«Y saliendo afuera...». El arrepentimiento de San Pedro es efectivo, es un arrepentimiento de obra. Pedro se aleja del ambiente que le había inducido a pecar, y no vuelve. Huye del lugar en que quebrantó la fidelidad a su Señor y, mediante su diligente ardor por Cristo y su causa, con su vida y su muerte repara su pecado.

 

3. Contra la confesión frecuente se objeta que, precisamente por su frecuencia, resulta casi necesario que se haga mecánica y rutinariamente, sin la debida eficacia. Es cierto; este peligro existe en la confesión frecuente. Pero igualmente se da en la comunión frecuente y diaria, en la celebración diaria de la santa Misa, en el rezo diario del breviario y otras determinadas oraciones. ¿Habrá de evitarse el peligro del rutinarismo acudiendo con menor frecuencia a la santa comunión, celebrando con menor frecuencia la santa Misa, rezando menos el breviario, etcétera? No. Para la confesión frecuente se evitará desde dentro el peligro de la mecanización acentuando menos la confesión, la propia acusación, y poniendo toda la energía en ahondar y avivar el arrepentimiento (y el propósito de enmienda). En general, poco podremos cambiar la acusación; a la larga será siempre más o menos «lo mismo» lo que tengamos que confesar. Y por lo mismo será tanto más importante que desarrollemos bien el arrepentimiento.

Para este fin, incluyamos conscientemente en nuestro arrepentimiento, junto a los pecados que hemos de confesar, todos y cada uno de los pecados e infidelidades de nuestra vida pasada. Así, sin dificultad, desde nuestro interior podemos conformar nuestra confesión frecuente de tal manera que quede defendida de toda rutina, que sea confesión verdaderamente buena, vivificadora y fértil.

 

Oración

Te rogamos, Señor, escuches nuestras humildes súplicas. Muéstranos tu inefable misericordia y líbranos de todos nuestros pecados y de los castigos que por ellos hemos merecido. Amén.

 

1. «Después de ello, una vez que hubo sido condenado por el juez a la infamante muerte de la cruz y que cargaron sobre mis espaldas todo el peso del poder real, fui expuesto a la vergüenza y escarnecido públicamente. Dondequiera que pisase, se reconocían por la sangre las huellas de mis pies. A mi paso aullaban los judíos hasta atronar el aire: Colgadle ya, colgad a ese malvado... Con criminales ladrones fui conducido hasta el lugar de la ejecución. Allí fui desnudado y extendido sobre la cruz yacente. Allí estiraron con sogas mis brazos y piernas y luego los fijaron cruelmente con clavos al madero de la cruz, y de esta manera pendían, entre el cielo y la tierra, de la cruz alzada.

»Contémplame ahora en el alto tronco de la cruz. Mi mano derecha la atravesaba un clavo, mi mano izquierda estaba perforada, mi brazo derecho, descoyuntado y el izquierdo dolorosamente estirado. Mi pie derecho traspasado y el izquierdo cruelmente atravesado. Colgaba yo impotente, mortalmente cansados mis divinos miembros; todos ellos, delicados, quedaron agarrotados por el duro suplicio de la cruz. Mi sangre enfebrecida, necesariamente tuvo que desbordarse incontenible varias veces; cubierto por ella y enrojecido, mi cuerpo agonizante daba lástima de ver. Contempla el lamentable espectáculo: mi cuerpo joven, floreciente, comenzaba a mustiarse, marchitarse y deshacerse... Mi cuerpo entero estaba cubierto de heridas y lleno de dolor... Mis claros ojos, apagados... A mis oídos no llegaban sino burlas y ultrajes... Toda la tierra no me pudo ofrecer ningún lugar para un pequeño descanso, pues mi cabeza divina estaba vencida por el dolor y la fatiga; mi puro rostro, manchado por los salivazos; mi sano color, empalidecido. Mira: mi hermosa figura moría entonces de igual suerte que si hubiese sido un hombre leproso en lugar de la hermosa encarnación de la Sabiduría. Compadecida de mí, se apagó incluso la luz de los cielos de la hora sexta hasta la nona.

»Y estando en la angustia y ansiedad supremas de la muerte, crucificado lastimosamente por los sayones, se erguían ellos contra mí y me increpaban con crueles gritos burlones, volvían hacia mí sus cabezas escarneciéndome y me aniquilaban dentro de sus corazones por entero, como si fuera un gusano despreciable. Mas yo seguía firme, y aun rogaba por ellos amorosamente a mi querido Padre. Mira cómo yo, inocente cordero, era equiparado a los culpables. Por uno de ellos fui escarnecido, pero el otro me imploró. Y en seguida le acogí y le perdoné todos sus pecados; yo le abrí las puertas del paraíso celestial. Sí, en mi inagotable misericordia clamé a mi Padre muy amorosamente por aquellos que me crucificaban, por aquellos que se partían mi ropa... y por los que a Mí, Rey de todos los reyes, me agobiaban en mi angustioso penar y vergonzosa humillación.

»¡Ay!, escucha esto tan triste: Yo miraba en torno de Mí, miserablemente abandonado por todos los hombres, y los mismos amigos que me habían seguido permanecían lejos de Mí... Así estaba... robados mis vestidos. Allí estaba... reducido a la impotencia, vencido. Me trataban despiadadamente... Adondequiera que me volviese, no hallaba en torno mío sino dolor y amargo sufrimiento. A mis pies estaba la Madre dolorosa, y su corazón maternal sufría por todo lo que en mi cuerpo yo padecía.

»Y estando allí, tan falto de ayuda y tan completamente abandonado, las heridas manando sangre, los ojos llorosos, los brazos distendidos, hinchadas las venas de todos mis miembros, en la agonía de la muerte, prorrumpí en voz lastimera e invoqué abatido a mi Padre diciendo: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?... Ve pues que, estando derramada casi toda mi sangre y agotadas todas mis fuerzas, sentí en mi agonía una amarga sed; pero aún estaba más sediento de la salvación de todos los hombres. En mi acerba sed fueron entonces ofrecidos a mi sedienta boca vinagre y hiel. Y pues hube entonces conseguido así la humana salvación, dije: Consummatum est! Presté completa obediencia a mi Padre hasta la muerte. Y encomendé a sus manos mi espíritu diciendo: En tus manos encomiendo mi espíritu. Y mi noble alma abandonó entonces mi cuerpo divino.

»Después de esto fue atravesado mi costado derecho por una afilada lanza; brotó entonces un chorro de la preciosísima sangre y con ella una fuente del agua de la vida para reanimar todo lo que estaba muerto y agostado y reconfortar todos los corazones sedientos» (Según DENIFLE, Das geistliche Leben II, 2.ª parte, cap. IV).

 

2. Reconoce en presencia de tu Salvador crucificado lo que es pecado. Tanto fue necesario para que pudiera ser expiado tu pecado. Tú no podías, el mundo entero tampoco podía, ni podían el cielo y la tierra, pues que sólo un Dios en figura humana podía lograrlo. El pecado es un crimen infinito de lesa divinidad.

Reconoce que tú le has llevado a la cruz, que tú has infligido a tu Salvador incalificables sufrimientos y su amarga muerte. Piensa que con cada pecado grave crucificas de nuevo al Hijo de Dios (Hebr 6, 6). ¿Ha merecido Él esto de ti? ¡Reconoce tu injusticia, tu ingratitud! Acude con Santa María Magdalena en penitencia a los pies del Crucificado y riégalos de lágrimas por tus maldades, por todos, por todos los pecados de toda tu vida.

Preséntate entonces ante tu Salvador, quien por boca de su representante te dirá las consoladoras palabras: «Te absuelvo de todos tus pecados».

 

Oración

Señor, Dios nuestro, colma misericordioso nuestro corazón de la gracia del Espíritu Santo; haz que por ella, con nuestros sollozos y lágrimas, limpiemos las manchas de nuestros pecados y alcancemos el anhelado perdón. Amén.

 

 

 

 

 

 

15. El arrepentimiento (2)

 

1. «Después de ello, una vez que hubo sido condenado por el juez a la infamante muerte de la cruz y que cargaron sobre mis espaldas todo el peso del poder real, fui expuesto a la vergüenza y escarnecido públicamente. Dondequiera que pisase, se reconocían por la sangre las huellas de mis pies. A mi paso aullaban los judíos hasta atronar el aire: Colgadle ya, colgad a ese malvado... Con criminales ladrones fui conducido hasta el lugar de la ejecución.

Allí fui desnudado y extendido sobre la cruz yacente. Allí estiraron con sogas mis brazos y piernas y luego los fijaron cruelmente con clavos al madero de la cruz, y de esta manera pendían, entre el cielo y la tierra, de la cruz alzada. »Contémplame ahora en el alto tronco de la cruz. Mi mano derecha la atravesaba un clavo, mi mano izquierda estaba perforada, mi brazo derecho, descoyuntado y el izquierdo dolorosamente estirado. Mi pie derecho traspasado y el izquierdo cruelmente atravesado. Colgaba yo impotente, mortalmente cansados mis divinos miembros; todos ellos, delicados, quedaron agarrotados por el duro suplicio de la cruz. Mi sangre enfebrecida, necesariamente tuvo que desbordarse incontenible varias veces; cubierto por ella y enrojecido, mi cuerpo agonizante daba lástima de ver.

Contempla el lamentable espectáculo: mi cuerpo joven, floreciente, comenzaba a mustiarse, marchitarse y deshacerse... Mi cuerpo entero estaba cubierto de heridas y lleno de dolor... Mis claros ojos, apagados... A mis oídos no llegaban sino burlas y ultrajes... Toda la tierra no me pudo ofrecer ningún lugar para un pequeño descanso, pues mi cabeza divina estaba vencida por el dolor y la fatiga; mi puro rostro, manchado por los salivazos; mi sano color, empalidecido. Mira: mi hermosa figura moría entonces de igual suerte que si hubiese sido un hombre leproso en lugar de la hermosa encarnación de la Sabiduría. Compadecida de mí, se apagó incluso la luz de los cielos de la hora sexta hasta la nona.

»Y estando en la angustia y ansiedad supremas de la muerte, crucificado lastimosamente por los sayones, se erguían ellos contra mí y me increpaban con crueles gritos burlones, volvían hacia mí sus cabezas escarneciéndome y me aniquilaban dentro de sus corazones por entero, como si fuera un gusano despreciable. Mas yo seguía firme, y aun rogaba por ellos amorosamente a mi querido Padre. Mira cómo yo, inocente cordero, era equiparado a los culpables. Por uno de ellos fui escarnecido, pero el otro me imploró. Y en seguida le acogí y le perdoné todos sus pecados; yo le abrí las puertas del paraíso celestial. Sí, en mi inagotable misericordia clamé a mi Padre muy amorosamente por aquellos que me crucificaban, por aquellos que se partían mi ropa... y por los que a Mí, Rey de todos los reyes, me agobiaban en mi angustioso penar y vergonzosa humillación.

»¡Ay!, escucha esto tan triste: Yo miraba en torno de Mí, miserablemente abandonado por todos los hombres, y los mismos amigos que me habían seguido permanecían lejos de Mí... Así estaba... robados mis vestidos. Allí estaba... reducido a la impotencia, vencido. Me trataban despiadadamente... Adondequiera que me volviese, no hallaba en torno mío sino dolor y amargo sufrimiento. A mis pies estaba la Madre dolorosa, y su corazón maternal sufría por todo lo que en mi cuerpo yo padecía.

»Y estando allí, tan falto de ayuda y tan completamente abandonado, las heridas manando sangre, los ojos llorosos, los brazos distendidos, hinchadas las venas de todos mis miembros, en la agonía de la muerte, prorrumpí en voz lastimera e invoqué abatido a mi Padre diciendo: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?... Ve pues que, estando derramada casi toda mi sangre y agotadas todas mis fuerzas, sentí en mi agonía una amarga sed; pero aún estaba más sediento de la salvación de todos los hombres.

En mi acerba sed fueron entonces ofrecidos a mi sedienta boca vinagre y hiel. Y pues hube entonces conseguido así la humana salvación, dije: Consummatum est! Presté completa obediencia a mi Padre hasta la muerte. Y encomendé a sus manos mi espíritu diciendo: En tus manos encomiendo mi espíritu. Y mi noble alma abandonó entonces mi cuerpo divino. »Después de esto fue atravesado mi costado derecho por una afilada lanza; brotó entonces un chorro de la preciosísima sangre y con ella una fuente del agua de la vida para reanimar todo lo que estaba muerto y agostado y reconfortar todos los corazones sedientos» (Según DENIFLE, Das geistliche Leben II, 2.ª parte, cap. IV).

 

2. Reconoce en presencia de tu Salvador crucificado lo que es pecado. Tanto fue necesario para que pudiera ser expiado tu pecado. Tú no podías, el mundo entero tampoco podía, ni podían el cielo y la tierra, pues que sólo un Dios en figura humana podía lograrlo. El pecado es un crimen infinito de lesa divinidad. Reconoce que tú le has llevado a la cruz, que tú has infligido a tu Salvador incalificables sufrimientos y su amarga muerte.

Piensa que con cada pecado grave crucificas de nuevo al Hijo de Dios (Hebr 6, 6). ¿Ha merecido Él esto de ti? ¡Reconoce tu injusticia, tu ingratitud! Acude con Santa María Magdalena en penitencia a los pies del Crucificado y riégalos de lágrimas por tus maldades, por todos, por todos los pecados de toda tu vida. Preséntate entonces ante tu Salvador, quien por boca de su representante te dirá las consoladoras palabras: «Te absuelvo de todos tus pecados».

 

Oración:

 

 Señor, Dios nuestro, colma misericordioso nuestro corazón de la gracia del Espíritu Santo; haz que por ella, con nuestros sollozos y lágrimas, limpiemos las manchas de nuestros pecados y alcancemos el anhelado perdón. Amén

 

 

 

16. El arrepentimiento (3)

 

1. El castigo del pecado leve no es, como el del mortal, eterno, sino temporal, expiable por sufrimientos y pruebas diversas en la vida presente. Aquello que no se ha satisfecho en la tierra acompaña al alma a través de las puertas de la muerte para ser expiado en el más allá: en el purgatorio.

¡Cuán infinitamente sabio y justo es Dios! Ciertamente ama al alma que abandonó esta vida terrenal en estado de gracia. La ve redimida por la sangre de Jesús. La ve infinitamente amada por su Hijo, desposada con Él; por ella se entregó Él, por mediación del santo bautismo se la ha vinculado íntimamente. La ve Dios amada por el Espíritu Santo, que a ella se ha entregado y dentro de ella ha hecho su morada y por ella «aboga con gemidos inefables» (Rom 8, 26). Ya tiene dispuesta para el alma la hermosa morada celestial y se alegra esperando el momento de poder recibirla, introducirla y asentar sobre sus sienes la corona de la gloria. Desea entonces invitar al cielo entero a alegrarse con Él por el alma bienaventurada que ahora se ha hecho partícipe de la eterna felicidad.

Mas, a pesar de tanto como la ama, como hacia ella se inclina, debe, sin embargo, rechazarla hasta que haya pagado hasta el último maravedí (Mt 5, 26), es decir, hasta que haya expiado todo el castigo que por sus pecados ha merecido. Tan en serio toma Dios el pecado, incluso el pecado venial.

 

2. ¡Qué castigo y qué expiación! ¡El castigo del fuego! Es un fuego que tiene la virtud de apoderarse del espíritu, del alma, de penetrar en ella y traspasarla por completo llevando a todos sus rincones los más tremendos sufrimientos. Un fuego que distingue entre quien ha pecado una y quien muchas veces, entre quienes han pecado por debilidad y precipitación y quienes lo han hecho con intencionada ligereza y completo conocimiento.

A esto se añade el «castigo de la pérdida». Éste es el gran martirio espiritual de las almas en el lugar de la purificación. Ahora están libres de las ataduras del cuerpo y de los sentidos, apartadas de este mundo de aquí abajo con sus engañosas apariencias, con sus atractivos y tentaciones, con sus esparcimientos y diversiones. Ahora se sienten irresistiblemente atraídas hacia Dios. El alma ya nada conoce ni tiene sino a Dios. Ahora es cuando ve claro que Dios es su único bien, su única felicidad. Con todo el ardor de que es capaz quisiera arrojarse al corazón de Dios, abrazarle, encontrar en Él la paz. Pero le está vedado. Quisiera volver atrás, mas las puertas están cerradas. Llama, suplica, ruega..., pero todo en vano; una aterradora inutilidad. «Hasta haber pagado el último maravedí». Esto es el pecado leve ante la santidad y justicia de Dios.

¡Qué atracción siente el alma hacia Jesús, su salvador! ¿No es éste acaso su único pensamiento, su único anhelo? Poder estar con Él, poder participar en su bienaventuranza. «Venid a Mí todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviaré» (Mt 11, 28). Mas ella no ha respondido como debía a la gracia; se ha hecho culpable de muchas omisiones e imperfecciones, no lo ha sacrificado todo por entero al amor de su salvador. Ahora, a la luz de la eternidad, reconoce su ingratitud, su infidelidad a Jesús; reconoce que sus firmes promesas de amarle, de amar sólo a Él, no han sido a menudo verdaderas y que los hechos mostraron su mentira.

Amargamente le remuerden ahora su superficialidad, indecisión, pereza, cobardía y egoísmo, su frialdad, su ingratitud hacia Jesús. ¡Cuánto le duele ahora la visión de la Cruz, del Tabernáculo, de los altares! ¡De qué medios tan poderosos ha dispuesto en la vida para escapar a los tormentos del purgatorio! No se ha servido fielmente de ellos. Hubiera podido hacerlo si lo hubiese querido seriamente. Ahora es demasiado tarde.

Éste es el castigo del pecado leve. ¡Si pudieran las lágrimas del arrepentimiento lavar las manchas como sucede en la vida terrenal! Mas, por desgracia, ya pasó la hora de los merecimientos. No es posible ganar nueva remisión de las penas y tormentos del purgatorio; «...venida la noche, ya nadie puede trabajar» (Ioh 9, 4). Ya no queda sino una sola cosa: sufrir, únicamente sufrir, hasta que, y sólo por medio de sufrimientos, se haya pagado «hasta el último maravedí». El alma reza, mas ya no le sirve de nada; el alma ama a su Dios y Señor, pero no le reporta ya esto suavización ni acortamiento de sus penas; soporta éstas con paciencia, mas con toda su conformidad y toda su paciencia ya no puede alcanzar ningún consuelo, ningún perdón. Está a merced de sus sufrimientos, irremisiblemente, «hasta que esté pagado el último maravedí».

¿Cuánto durará esto? «Hasta que esté pagado el último maravedí». ¡Terribles palabras, plazo aterrador, pavorosamente lleno de misterio! ¡Éste es el fruto de las infidelidades y faltas que aquí en la tierra tan fácilmente tenemos por nada! ¡Cómo se nos abrirán los ojos en el purgatorio! ¡Ojalá que ahora obrásemos con toda previsión!

 

3. Precisamente la confesión frecuente tiene por objeto librarnos de la culpa y castigo del pecado leve y evitarnos así los castigos del purgatorio. Sí, librarnos del purgatorio. Cierto que nunca podremos acabar por completo con los pecados de flaqueza en nuestra vida terrenal. Pero precisamente porque estos pecados no son en el fondo consentidos, porque no son pecados deliberados que revelen deficiencia en el amor a Dios, se extinguen ya en esta vida terrenal junto con sus castigos correspondientes, mediante los muchos actos de amor y las demás virtudes que rellenan nuestro día, por el uso de los santos sacramentos y por las indulgencias de la santa Iglesia.

La confesión frecuente, bien hecha, nos impulsa a aplicar todas nuestras fuerzas para apartarnos del mal y alcanzar la perfecta caridad. Si en verdad hemos llegado a amar a Dios sobre todas las cosas, a que nada de lo creado nos importe, de manera que estemos dispuestos, por amor a Dios, a sacrificarlo y dejarlo; si con la gracia de Dios hemos alcanzado aceptarlo todo de Dios con santa conformidad, tal como nos lo quita y nos lo da: riqueza o pobreza, honores o desprecios, salud o enfermedad; a que por amor a Dios estemos dispuestos a dar la vida, si Dios lo quisiera, entonces ya no habría de ser ninguna imposibilidad el que alcanzásemos la dichosa posesión de Dios sin haber tenido que probar el purgatorio.

Mas este nivel espiritual tan elevado y tanta madurez sólo podremos esperarlos de la confesión frecuente y bien hecha, junto con la frecuentación de la sagrada comunión, y un serio y continuo luchar por el acrecentamiento de la santa caridad. Esto tanto más si nos servimos con sumo respeto y alto aprecio de las indulgencias que nos ofrece la santa Iglesia para, mediante ellas, extinguir las penas temporales (el purgatorio entre ellas). Y si Dios a todo esto aún nos concede la gracia de recibir el sacramento de la extremaunción, que borra los restos del pecado y nos abre las puertas del cielo, entonces podemos abrigar fundadas esperanzas de escapar al fuego del purgatorio.

 En realidad, las cosas son de esta manera: Así como la vida de la gracia está esencialmente orientada hacia la vida de la gloria, así ha de ser la culminación normal, aunque poco frecuente, de este proceso: una disposición completa para recibir la luz de la gloria, inmediatamente después de la muerte, sin necesidad del purgatorio; pues sólo por nuestra propia culpa somos retenidos en el lugar de la expiación, donde ya no hay merecimiento posible (es decir, en el purgatorio).

 Esta disposición completa y perfecta para la gloria inmediata sólo puede consistir en un profundísimo amor ligado al ardiente deseo de la visión beatífica. Resulta especialmente reconocible después de las pruebas dolorosas, las llamadas pasivas (ver cap. Vida perfecta), que limpian al alma de sus lacras. Como nada impuro puede entrar en el Cielo, ha de experimentar toda alma estas purificaciones pasivas antes de la muerte corporal, por lo menos hasta cierto grado, y luego, ya mediante méritos y crecimiento de la gracia o, sin éstos, experimentándolas después de la muerte (en el purgatorio) (GARRIGOU-LAGRANGE, Perfección, 84).

¡Cuánto puede contribuir la confesión frecuente a que alcancemos esta profunda caridad, para así, junto con los demás medios, sacramentos e indulgencias, no solamente escapar al purgatorio, sino también alcanzar una vida que honra y glorifica a Dios mucho, mucho más, a lo largo de toda la eternidad, que no alcanzar esta cima de la caridad! ¡De cuánto puede servirnos la confesión frecuente si sabemos entenderla y hacerla bien!

 

Oración

Danos, Señor, la gracia de amar aquello que nos mandas y de desear aquello que nos prometes, para que en todas las mudanzas terrenas nuestros corazones se mantengan firmes en el camino de la verdadera felicidad. Amén.

 

 

17. La contrición

«Un corazón contrito y humillado, oh Dios, no lo desprecias».

 

1. Un fruto precioso de la confesión frecuente es, naturalmente, el espíritu y la vida de contrición, el constante dolor del alma por el pecado cometido. Los maestros de la vida espiritual insisten en la gran importancia de la contrición para la vida y el pensamiento cristianos. Conocen el gran valor de esta actitud, gracias a la cual persiste uno en el arrepentimiento, convertido en hábito, de los pecados cometidos, aun mucho después de haber alcanzado de Dios el perdón.

Es conmovedor ver cómo agradece San Pablo, el gran apóstol, a su Señor, Jesucristo, el que le tenga por fiel y le haya escogido para su servicio: «...a mí, que primero fui blasfemo y perseguidor violento; mas fui recibido a misericordia porque lo hacía por ignorancia de mi incredulidad; y sobreabundó la gracia de nuestro Señor con la fe y la caridad en Cristo Jesús. Cierto es, y digno de ser por todos recibido, que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero» (1 Tim 1, 12-15). ¡Cómo vive San Pablo el doloroso recuerdo de aquello en que faltó largos años atrás! «Porque yo soy el menor de los apóstoles, que no soy digno de ser llamado apóstol, pues perseguí a la Iglesia de Dios» (1 Cor 15, 9). Cuanto mayor es la conciencia de que en un tiempo persiguió al Señor (Act 4-5), tanto más se siente impulsado a dedicar ahora todas sus fuerzas al servicio del Señor y de sus intereses, a darlo todo por Él, hasta lo último, incluso su sangre y su vida.

Del príncipe de los apóstoles, San Pedro, cuenta la leyenda que lloró toda su vida el pecado cometido al negar a su Señor en el patio del Sumo Sacerdote. El dolor de su pecado se le convierte en acicate para el sacrificado servicio de Cristo y de su Iglesia, para la inquebrantable fidelidad a su ministerio de apóstol, como cabeza de la Iglesia que Cristo le confió, para dar a su Señor el supremo testimonio de su sangre.

Nuestra santa Iglesia en la diaria celebración del sacrificio eucarístico no se cansa de mantener al sacerdote y a los asistentes que toman parte en el sacrificio en el espíritu de la contrición; esto procura en el gradual, en el ofertorio, después de la consagración («También a nosotros, pecadores, siervos tuyos...»), antes de recibir la sagrada comunión («Señor, no soy digno...»). La Iglesia sabe que Dios no desprecia un corazón contrito. Por esto nos hace rezar: «Recíbenos, Señor, pues nos presentamos a Ti con espíritu humillado y contrito...».

Descubrimos esta misma tendencia de la santa Iglesia día por día en el divino oficio que nos prescribe rezar en el breviario: en los salmos, en las lecturas, en las oraciones. La Iglesia lo sabe: es de suma importancia el dolor continuo del alma por los pecados cometidos.

Nuestros Santos siguieron las enseñanzas de la Madre Iglesia. Una alma tan pura como la de Santa Gertrudis reza: «Señor Dios mío, entre los admirables prodigios que obras, tengo por especialísimo el de que la tierra me sostenga sobre su suelo, a mí, indigna pecadora». Santa Gertrudis se revela así auténtica discípula de San Benito, el padre de los monjes de Occidente. Éste recomienda a sus discípulos «reconocer cada día en la oración ante Dios con lágrimas y sollozos el mal cometido y enmendar sus faltas» (Regla, cap. 4). «Hemos de saber que no por muchas palabras, sino por la pureza de corazón y lágrimas de contrición hallaremos la elevación» (ibid., cap. 20).

San Bernardo señala la actitud del monje con estas palabras: «Se considera en todo tiempo cargado de culpas por sus pecados e indigno de aparecer ante Dios» (cap. 7, Duodécima etapa de la humildad). Muy parecido es lo que dice el gran Doctor de la Iglesia, San Agustín: «Dios ve nuestras lágrimas. Nuestros sollozos no son desoídos por Aquél que todo lo creó por su palabra y que no necesita de nuestras palabras humanas». De ahí que la oración consista, mejor que en muchas palabras, en «sollozos y lágrimas» (Epist. 180, 10).

Al papa San Gregorio Magno escribió una dama que no le dejaría tranquilo hasta asegurarla en nombre de Dios de que le habían sido perdonados sus pecados. San Gregario le contestó que no se tenía por digno de recibir de Dios revelaciones; que, por otra parte, era más útil a la salvación de su alma que hasta el último instante de su vida no estuviera (absolutamente) segura del perdón, que hasta que llegara esta su hora suprema debía vivir en perpetua contrición, no dejando pasar ningún día sin ahogar sus faltas en lágrimas (Epist. 7, 25). Éste es el modo de pensar de las almas santas.

Santa Teresa tenía en su celda, siempre ante su vista, las palabras del salmista: «No entres en juicio, Señor, con tu siervo» (Ps 142, 2). En estas palabras de contrición había de resumir Santa Teresa, la gran maestra de la vida interior y de la oración, todas sus oraciones: no en una aseveración de la caridad, sino en un grito de contrición. Y no se trata aquí de un acto aislado y pasajero de arrepentimiento, de breve sentimiento de dolor, sino de una actitud interior persistente que se manifiesta al exterior. «El dolor de los pecados», el mismo dolor de Santa Teresa, «crece más mientras más se recibe de nuestro Dios; y tengo para mí que hasta que estemos adonde ninguna cosa puede dar pena, que ésta no se quitara» (Las moradas, 6.ª morada, cap. 7). Palabras dignas de la más detenida consideración: «El dolor de los pecados crece más mientras más se recibe de nuestro Dios». Y cuanto más fomentemos el espíritu de arrepentimiento, de contrición, tantas más gracias recibiremos de Dios.

 

2. ¿Pues qué es la contrición, el continuo dolor por los pecados cometidos? La misma Santa Teresa nos da la respuesta: El alma «no se acuerda de la pena..., sino de cómo fue tan ingrata a quien tanto debe, y a quien tanto merece ser servido; porque en estas grandezas que le comunica, entiende mucho más la de Dios; espántase cómo fue tan atrevida; llora su poco respeto; parécele una cosa tan desatinada su desatino, que no acaba de lastimar jamás, cuando se acuerda por las cosas tan bajas que dejaba una tan gran majestad» (ibid.).

Cuanto más cerca está un alma de Dios, tanto más reconoce sus faltas y defectos y con tanta mayor claridad comprende lo que es el pecado que en un tiempo cometió, el pecado grave, el pecado leve, los pecados de flaqueza y las imperfecciones. De día en día lamenta más el haber pecado, y llega a tal repugnancia frente a todo lo que en ella pudiera desagradar a Dios, que se vuelve más y más incapaz de cometer una infidelidad, una falta consciente de algún modo. Llega a tal sensibilidad y delicadeza ante Dios, que solamente puede vivir según su santa voluntad.

La contrición, el continuo dolor del alma por el pecado cometido consiste en el sentimiento y la conciencia permanentes de que somos pecadores, aunque no pensemos en un pecado determinado. Consiste en pedir el perdón con confianza y sin interrupción. «Lávame más y más de mi iniquidad y límpiame de mi pecado» (Ps 50, 4). Consiste en la preocupación por el pecado perdonado, es decir, se sigue teniendo conciencia de la gran facilidad con que reviven los pasados extravíos y errores, poniéndonos en peligro de volver a pecar. Consiste especialmente en un progresivo y continuo aumento del odio al pecado, aun contra el más leve y la más pequeña infidelidad, y en una creciente delicadeza de conciencia. Nos acercamos tanto a Dios, que en su luz vemos con mayor claridad lo imperfecto en nuestro interior y exterior, lo indigno y lo desagradable a Dios. Reconocemos nuestros móviles tan a menudo equivocados y nos sentimos obligados a obrar movidos cada vez más por la caridad. Con todo esto crecen nuestro amor y gratitud hacia Dios, que nos ha perdonado el pecado, y hacia Cristo, que nos ha redimido de él.

La contrición brota de la conciencia de que con nuestro pecado hemos ofendido a Dios, Bien infinito, hemos sido injustos con Él. Le hemos pospuesto a nuestro egoísmo, le hemos inferido agravio en sus intereses y su gloria. Por todo ello es la contrición nada menos que la expresión de nuestro perfecto arrepentimiento, una de las formas más propias del amor a Dios. Por eso es el continuo acicate de enmendar el pasado por una mayor fidelidad. El alma contrita, por agradecido amor a Dios que le ha perdonado misericordiosamente las pasadas infidelidades, se esfuerza en alcanzar la voluntaria entrega total de sí misma y la alegre seguridad en el ejercicio de los buenos hábitos. No se permite ningún abandono ante Dios, no consiente la menor tibieza, busca una frecuentación, cada vez más fructífera, de los santos sacramentos por ser más humilde y respetuosa. Nos fortalece en todas las pruebas internas y externas a que Dios nos somete y nos da el valor y la constancia necesarios para voluntarios sacrificios y renuncias, fatigas y penalidades.

 La contrición no es un dolor de muerte, sino de vida, duradero, tranquilo, sobrenatural, fuente de caridad. Este dolor es suave y sabe actuar con tacto sobre nuestro yo sin hacernos remisos ni débiles. Es humilde, pero nunca abatido por las faltas. Se nutre del santo respeto a los inescrutables juicios de Dios; da alegría a la oración, está lleno de fe en la misericordia y caridad divinas y lleno de santa gratitud.

Este dolor de caridad suaviza nuestro carácter, nos hace profundamente compasivos y comprensivos para con los demás, nos hace tolerantes, nos hace ver tal como son las faltas y debilidades de los otros y enjuiciarlas benévolamente. Nos da el don de la piedad y nos preserva de realizar maquinalmente nuestros trabajos y oraciones. Nos defiende del tomar a la ligera el pecado y nos es el medio más eficaz para una vida de pureza. En especial, da a nuestras aspiraciones y luchas una santa persistencia y firmeza para guardarlas de las peligrosas vacilaciones interiores que tan a menudo comprometen el progreso interior. Es el gran instrumento para dar a la vida espiritual una estructura firme y duradera.

 

3. Es, pues, algo grande la contrición de corazón. Por lo mismo, es de lamentar que la palabra contrición y el contenido de la misma hallen hoy en algunos sectores poco eco o incluso sean rechazados. Se atiende más a «lo positivo» de la piedad. Y con razón. Es indispensable llevar a las conciencias y a la práctica, sobre todo en la educación religiosa de la juventud, lo verdadero, lo que nos levanta, libera y nos llena de dicha, lo hermoso y triunfal de la fe católica.

El Santo Padre Pío XII reconoció expresamente esta aspiración en su mensaje a la Conferencia de Obispos de Fulda en 1940. Sería, sin embargo, dice, «una lamentable equivocación pretender poder aumentar este efecto disminuyendo el vigilare et orare que con tanta insistencia y gravedad nos recomendara el Divino Maestro» (Mc 14, 38: «Velad y orad para que no entréis en tentación»).

Es bueno e importante acentuar los aspectos positivos de la piedad, la caridad, la oración, la conciencia de ser hijos adoptivos de Dios, de estar en Cristo. Pero sería muy peligroso olvidar que todo esto sólo es concebible en un alma purificada del pecado y de los hábitos pecaminosos y de la torcida inclinación hacia sí misma o hacia otra criatura, en un alma que se esfuerce ininterrumpidamente en cegar, mediante una vida de vigilancia y autodominio, las fuentes del pecado y de las imperfecciones.

Es un hecho desconsolador que la vida religiosa de muchas personas piadosas, incluso de las consagradas a Dios, esté sometida a graves oscilaciones; que muchos aspiren sinceramente a las alturas de la vida espiritual y sean tan pocos los que a ellas llegan; que sean tantos los llamados a la unión con Dios y tan pocos los que responden al llamamiento; que tantos empiecen a edificar con noble ardor y a su muerte dejen incluso su edificio o algo peor todavía. Se pregunta uno cuál pueda ser la causa de estos y otros fenómenos parecidos.

 Un maestro de la vida espiritual se dedicó largos años a esta cuestión y halló finalmente como raíz de la inestabilidad interior de nuestro ánimo, por la que tanto se retrasa el progreso interno y tan a menudo se compromete nuestro desarrollo espiritual, la carencia del espíritu de contrición. Por lo menos esto es ciertamente seguro: el medio más eficaz de dar a la vida espiritual una estructura firme y duradera, serena y permanente, es el espíritu de contrición, el dolor duradero y sobrenatural por el pecado cometido. «Dios hace concurrir todas las cosas para el bien de los que le aman» (Rom 8, 28); también el pecado de que se arrepienten y se duelen siempre de nuevo. «¡Oh culpa dichosa!». Este espíritu de contrición ha de darse en nosotros como fruto especial de la confesión frecuente. Para alcanzar esto, importarán ante todo dos cosas:

Primera, que nosotros, los que tenemos la gracia de hacer confesiones frecuentes, nos opongamos firmemente y con toda decisión a ciertas corrientes que minimizan y restan importancia al pecado leve, como si considerado en su fondo careciera de trascendencia para la gloria y los intereses de Dios y de Cristo, así como para nuestra propia vida y aspiración sobrenatural, como si, según lo intenta presentar un teólogo católico moderno, no estuviera prohibido, sino «tolerado» por Dios. Resulta evidente que con semejante manera de pensar, apenas queda lugar para la confesión frecuente, como tampoco para el espíritu de contrición.

Segunda, que en la santa confesión acentuemos el arrepentimiento. Y para hacer el arrepentimiento lo más perfecto posible, refirámoslo, por lo menos en general, a todos los pecados de nuestra vida entera. Cuanto más desarrollemos el arrepentimiento en la confesión frecuente, tanto más hondo arraigará en nosotros el continuo dolor del alma por los pecados cometidos. Si además acentuamos y desarrollamos en el mismo sentido el dolor en nuestra retrospección y examen nocturno de cuentas, podremos entonces esperar que Dios infunda en nuestro corazón el espíritu de contrición.

De gran importancia será que nos acostumbremos a contemplar al Crucificado que en representación nuestra está aplacando a la justicia de Dios. Ha de ocurrirnos con ello lo que a la bienaventurada Ángela de Folingo, a quien dijo el Señor: «No te he amado en broma». «Estas palabras –escribe Ángela– atravesaron mi alma con un dolor de muerte. Su amor fue de una espantosa seriedad. Y entonces todo mi amor hacia Él me pareció una pesada burla, una mentira. Nunca te he amado sino por burla y con hipocresía y nunca he querido llevar contigo la Cruz». Ángela está poseída del espíritu de contrición: no puede ya sino amar y padecer por amor. Ésta es la enseñanza del Crucificado, y para nosotros una ayuda para alcanzar el espíritu de contrición y hacer más fructífera y profunda la confesión frecuente.

 

Oración

 

Lávame más y más de mis pecados. Aspérjeme con hisopo, y seré puro. Aparta tu faz de mis pecados y borra todas mis iniquidades. Crea en mí, ¡oh Dios!, un corazón puro, renueva dentro de mí un espíritu recto. No me arrojes de tu presencia y no quites de mí tu santo espíritu. Mi sacrificio, Señor, es un espíritu contrito. Tú, ¡oh Dios!, no desdeñas un corazón contrito y humillado.

 

 

 

 

18. La satisfacción sacramental

 

«Castigo mi cuerpo y lo esclavizo, no sea que, habiendo predicado a los otros, venga yo a ser reprobado».

1. Es dogma de fe de la santa Iglesia que Dios conmuta al pecador la culpa del pecado grave y, con la culpa, el castigo eterno –es decir, el castigo del infierno–, de forma que subsiste un llamado castigo temporal de las culpas, o sea, un castigo que ha de cumplirse mediante la penitencia en esta vida, o bien, caso de no cumplirse debidamente, mediante penas de castigo en el más allá (en el lugar de purificación, en el purgatorio).

Así les fue remitido a nuestros primeros padres el pecado y el merecido castigo eterno en el infierno; pero Adán y Eva fueron al mismo tiempo condenados a penas temporales. «Multiplicaré los trabajos de tus preñeces –dice Dios a Eva–; parirás con dolor a tus hijos». Y a Adán: «Por ti será maldita la tierra. Con trabajo comerás de ella todo el tiempo de tu vida. Te dará espinas y abrojos. Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, pues de ella has sido tomado; ya que polvo eres, y al polvo volverás» (Gen 3, 16-19).

Parecido es lo que cuenta la Escritura de Moisés y Aarón. El pueblo de Israel vaga falto de agua por el desierto con la amenaza de perecer de sed. Moisés y Aarón rezan entonces a Dios. Moisés recibe este encargo: «Coge el cayado y reúne a la muchedumbre, tú y Aarón, tu hermano, y en su presencia hablad a la roca, y ésta dará sus aguas; de la roca sacarás agua para dar de beber a la muchedumbre y a sus ganados». Moisés tomó de delante de Yavé el cayado, como se lo había Él mandado; y juntando Moisés y Aarón a la muchedumbre delante de la roca, les dijo: «Oíd, rebeldes, ¿podremos nosotros hacer brotar agua de esta roca?». Alzó Moisés su brazo e hirió con el cayado la roca por dos veces, y brotaron de ella aguas en abundancia y bebió la muchedumbre y sus ganados. Yavé dijo entonces a Moisés y Aarón: «Porque no habéis creído en Mí, santificándome a los ojos de los hijos de Israel, no introduciréis vosotros a este pueblo en la tierra que yo les he dado» (Num 20, 8-12). La culpa del pecado les fue perdonada a Moisés y Aarón por Dios; pero, por dudar del poder de Dios, son castigados con no poder entrar en la tierra prometida.

Con honda seriedad señala el apóstol San Pablo a Corinto que «hay entre vosotros muchos flacos y débiles y muchos dormidos». El Señor los juzga así, «mas, juzgados por el Señor, somos corregidos para no ser condenados con el mundo» (1 Cor 11, 30-32). Aun cuando esté perdonado el pecado, subsiste un castigo que ha de expiarse con toda clase de enfermedades y con la amargura de la muerte.

Esto cuenta para el pecado grave, y vale también en cierto modo para el pecado leve. En la confesión frecuente nos dispensa Dios, por la absolución que nos concede el sacerdote como representante de Dios, la culpa de los pecados leves de que nos hemos arrepentido y que hemos confesado, y con la culpa, al menos una parte de la pena temporal merecida por el pecado leve. Pero con frecuencia sucederá que Dios no nos dispense una determinada parte de las penas temporales, y esto por sabias razones. Pues en el pecado leve no nos apartamos completamente de Dios, como sucede en caso de pecado mortal.

Seguimos en el camino hacia Dios y conservamos nuestra dirección hacia Él. Pero nos inclinamos de forma desordenada hacia una criatura, en último término hacia nuestro aparente propio provecho, hacia una satisfacción, hacia un placer desordenado. Esta entrega desordenada a algo creado, a nosotros mismos, a un placer desordenado, merece ser castigada y clama por una expiación. Y recibe la correspondiente expiación, quitándosenos aquello a que nos atábamos, aquello que buscábamos y usábamos en forma desordenada, siéndonos infligidas por Dios penalidades, males, enfermedades, pérdidas y pruebas de todas clases, siendo «corregidos para no ser condenados con el mundo» (1 Cor 11, 32).

 Las cosas a que nos entregábamos en forma desordenada, nos son arrebatadas o también hechas aborrecibles. Y esto es bueno para nosotros: así se mantiene viva dentro de nosotros la conciencia de la enormidad de nuestra culpa; se nos mantiene en estado de alerta y por la humilde aceptación de las penas expiatorias nos vemos liberados, hechos más puros y más resueltos al bien. Las obras de expiación nos hacen en especial más semejantes al Señor y Salvador que sufre y padece por nosotros, a Cristo, la Cabeza, y nos une a Él, de quien recibe su fuerza y plena eficacia nuestra penitencia.

 

2. Es de fe en la Iglesia que el sacerdote, en virtud de la autoridad de juez que ejerce en el sacramento de la confesión, tiene el derecho de imponer, para expiar las penas temporales de los pecados, ciertas obras expiatorias: la llamada penitencia sacramental. Sí, y hasta tiene el deber de hacerlo, en virtud de su santa cura del alma de aquel a quien absuelve en la confesión; pues por su ministerio tiene el máximo interés en que, a la vez que todas sus culpas, le sea también perdonado el castigo a quien se confiesa. De ahí que sea obligatorio aceptar y cumplir de buena gana la penitencia impuesta por el confesor.

Donde haya un verdadero arrepentimiento y abjuración interna del pecado, habrá siempre también la voluntad de la penitencia, de la satisfacción, el deseo de cumplir la penitencia impuesta por el confesor. Caso de faltar esta voluntad de satisfacción, falta algo esencial al sacramento de la penitencia; mas si por descuido o por olvido se deja de cumplir la penitencia impuesta por el confesor, el sacramento se habrá recibido, a pesar de todo, válidamente.

Los actos de penitencia que nos impone el sacerdote en la santa confesión no suelen ser muy difíciles. Mas también aquí pesa menos en la balanza la obra que realizamos que el poder de Cristo operante en la satisfacción sacramental. «Esta satisfacción que pagamos por nuestros pecados no es nuestra de tal suerte que no sea por Cristo Jesús... en el que satisfacemos haciendo frutos de penitencia que de Él tienen su fuerza. Él los ofrece al Padre y por medio de Él son por el Padre aceptados» (Concilio de Trento, sesión XIV, cap. 8; Dz 904).

Él, el Salvador, infunde, mediante el santo sacramento de la penitencia, su fuerza expiatoria y mitigadora a los actos de penitencia que nos han sido impuestos con el confesor. Igualmente toma en sus manos nuestras obras de penitencia y hace de ellas sus propias obras de expiación y alivio. ¿Cómo no han de ser perdonados entonces, por mediación de la penitencia aceptada y cumplida sinceramente, los castigos temporales de nuestros pecados? Pero aún llega mucho más lejos la fuerza del santo sacramento de la penitencia.

Es de un gran consuelo el ver que el sacerdote no nos despide sin haber dicho antes sobre nosotros esta oración: «La pasión de Nuestro Señor Jesucristo, los merecimientos de la Santísima Virgen María y los de todos los Santos, todo el bien que hayas hecho, y el mal que has sufrido, te sirvan para el perdón de tus pecados, aumento de gracia y premio de la vida eterna». ¡Qué riqueza la contenida en la confesión frecuente! Podrá ser poco lo que nos imponga el confesor como satisfacción. Pero este poco se une en su fuerza expiatoria y mitigadora a la satisfacción infinitamente valiosa del Salvador crucificado y moribundo. Se añade a las oraciones, sacrificios, buenas obras y sufrimientos de la Madre de Dios, a los de todos los Santos, y gana con ello un nuevo aumento en fuerza expiatoria y mitigadora.

Finalmente, participa también en la fuerza de la satisfacción sacramental obrada por el mismo Cristo todo lo que hemos hecho de bueno y padecido en males y contrariedades: todo esto –y no es poco– es incluido en la fuerza del santo sacramento, y por virtud de Cristo, que obra en el sacramento, se hace fructífero para perdón de nuestros pecados, para positiva edificación de nuestra vida en Cristo y para alcanzar la perfección en los cielos. Es, en verdad, algo inefablemente inmenso la grandeza de corazón y la ayuda de la santa Iglesia, el poder que le ha sido dado al sacerdote en el sacramento de la penitencia, el poder del mismo sacramento. Éste será tanto más eficaz en nosotros cuanto más a menudo y mejor recibamos este santo sacramento con la bendición de su gracia.

Por la confesión frecuente se convierten toda nuestra vida, nuestras oraciones, obras y padecimientos, en satisfacción, operada por la fuerza expiatoria de Cristo, de nuestros pecados. ¿No podremos, pues, esperarlo todo de Dios, también la remisión de toda pena temporal, y con ello también la del purgatorio? Y esto tanto más cuanto mejor hagamos la confesión frecuente.

 

3. Mas sucede realmente, por desgracia, que en muchos casos tomamos a la ligera la penitencia sacramental, como si careciera de importancia. Ciertamente que en la confesión frecuente no se trata de que nos sean impuestas «penitencias fuertes» para profundizar así el uso del sacramento. La profundización de la penitencia ha de venir de otro lado: desde dentro, es decir, de nosotros mismos, de los que recibimos el sacramento de la penitencia. Si la penitencia impuesta por el sacerdote ha de tener verdadero sentido y fruto, si ha de estar orgánica e íntimamente unida a la confesión, debe estar vinculada a una auténtica voluntad de expiación y penitencia, a una sincera disposición de penitencia. Esta disposición para la penitencia debe ser nuestra lógica actitud después de haber pecado y de reconocer cada vez mejor lo que es el pecado, quién es Dios, qué la santidad de Dios y cuál el derecho de Dios a nuestra entrega y a nuestro amor. Esta disposición para la penitencia es el permanente, serio y vivo disgusto por el pecado cometido, el firme propósito de no prestarse nunca a nada que pudiera ser contrario a la disposición para la penitencia; la voluntad de aceptar de buen grado las consecuencias del pecado, los sufrimientos, las fatigas y amarguras, ya provengan directamente de Dios, ya indirectamente, a través de las circunstancias en que vivimos, o de los hombres, e imponernos además, voluntariamente, determinadas obras de desagravio. Si en nosotros alienta esta permanente disposición para la penitencia, tendrá entonces también sentido y fruto la penitencia impuesta por el sacerdote.

Gracias a esta disposición hacemos de la confesión frecuente algo más que un pasajero acto aislado, algo más que «una práctica piadosa»: ella nos encamina hacía una fructífera expiación y penitencia y es, para nuestra vida, de la máxima significación.

El fruto de la confesión frecuente habrá de mostrarse precisamente en que aumente y profundice nuestro espíritu de penitencia fortaleciéndonos para soportar las fatigas y renunciaciones diarias, para cumplir fielmente y a conciencia nuestro deber en todo y para crucificarnos verdaderamente con nuestro crucificado Señor y hacernos convertir en víctima propiciatoria, que se consume para la gloria y los intereses de Dios, de Cristo, de la Iglesia, de las almas. ¡Y no sólo esto! Estamos dentro de la comunidad de la Iglesia. Nos ha sido concedido dar a Dios satisfacción también por los pecados de los otros mediante la penitencia representativa. Con ello se acredita nuestro entusiasmo por Dios, por Cristo, por la Iglesia, por las almas.

Con todo, sabemos que es de Cristo de quien proviene todo el valor y fuerza de nuestros actos de penitencia y de nuestras satisfacciones: de su identificación con la pasión y con el sacrificio expiatorio de Cristo en la cruz. Cuanto más ofrezcamos a Dios Padre los sufrimientos de Cristo haciendo lo poco que nosotros podemos hacer en identificación con estos sufrimientos, en pleno sometimiento de nuestra voluntad a la del Padre, tanto más valiosa y eficaz será nuestra penitencia y expiación. «Sin mí, no podéis hacer nada» (Ioh 15, 5).

 

Oración

Señor, contempla misericordioso el piadoso celo de tu pueblo, y concédenos, a los que nos mortificamos en nuestro cuerpo, fortalecernos espiritualmente por el fruto de las buenas obras. Amén.

 

19. La gracia sacramental

 

1. Cada uno de los santos sacramentos de la nueva alianza tiene como efecto inmediato el de la gracia (santificante). Si el que recibe el sacramento ya está, como solemos decir, en «estado de gracia», entonces obra el sacramento un crecimiento de la misma, un «aumento de la gracia santificante». Éste es el fruto primordial y propio de la confesión frecuente: que proporciona un aumento de la gracia, de la nueva vida que tenemos de Cristo y en Cristo, de la pureza de alma, de luz, de fuerza, de semejanza y unión con Dios; un aumento de la nueva y más elevada vida y existencia, del conocimiento y de la voluntad, que esté muy por encima de la existencia puramente natural y humana: un mundo lleno de la majestad y elevación divinas.

 

2. ¡La vida de la gracia! El hombre natural, sin redimir, está reducido a sí mismo, a su propia interpretación individualista y altanera de su experiencia y destino; a su ávido egoísmo e irrefrenable egocentrismo, a su odio contra todos aquellos que se le atraviesan en sus designios. Es el hombre desgraciado del cual se ha escrito: «Porque el querer el bien está en mí, pero el hacerlo no. En efecto, no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero... Que queriendo hacer el bien, es el mal el que se me apega... ¡Desdichado de mí!» (Rom 7, 18-24). ¿Quién puede aquí prestar ayuda, traer la salvación? No la naturaleza, sino únicamente la gracia.

Aquello que se nos regala en la confesión frecuente es, ante todo, aumento de la gracia salvadora. Por el pecado se ha abierto al hombre un triple abismo. El primer abismo es el que hay entre Dios y el hombre, Éste es la razón y causa de los otros dos abismos. El hombre apartado, separado de Dios; «...se entontecieron en sus razonamientos, viniendo a obscurecerse su insensato corazón; ...por eso los entregó Dios a los deseos de su propio corazón, a la impureza, conque deshonran sus propios cuerpos... a las pasiones vergonzosas; ...y como no procuraron conocer a Dios, Dios los entregó a su réprobo sentir, que los lleva a cometer torpezas y a llenarse de toda injusticia, malicia, avaricia, maldad; ...inventores de maldades, rebeldes a los padres, insensatos, desleales, desamorados, despiadados» (Rom 1, 21 ss, 31). He ahí un cuadro del hombre alejado de Dios.

El segundo abismo está dentro del propio hombre, entre lo más bajo y lo más elevado del hombre. «Que queriendo hacer el bien, es el mal el que se me apega; porque me deleito en la ley de Dios según el hombre interior, pero siento otra ley en mis miembros que repugna la ley de mi mente y me encadena a la ley del pecado, que está en mis miembros. ¡Desdichado de mí!» (Rom 7, 21-24).

 El tercer abismo separa al hombre del hombre, al pueblo del pueblo. Odio, enemistad, malquerencia, falta de caridad, envidia, celos, asesinato y guerra, tales son el espectáculo y la historia del hombre sin redimir, de la humanidad sin Dios, alejada de Dios. ¿Quién podrá, quién habrá de salvar este triple abismo? La gracia, únicamente la gracia. La ruptura entre Dios y el hombre la cierra la gracia, que para nosotros alcanzó Jesucristo en su muerte, de ser hijos de Dios. Nos hace hijos del Padre, «elegidos de Dios, santos y amados» (Col 3, 12).

 El segundo abismo es cegado lenta y trabajosamente bajo la acción continuada de la gracia mediante el ascetismo, es decir, mediante el sometimiento de las potencias e impulsos inferiores al dominio y dirección del hombre superior, del hombre de la gracia, de la unión con Cristo y con Dios, del hombre sobrenatural, cristiano. Paso a paso recuperamos la paz, la clara y armónica ordenación primitiva de nuestro interior, como fruto de la gracia. La ruptura entre hombre y hombre, entre un pueblo y otro, tampoco puede curarla sino la gracia. Todos aquellos que tienen la vida de Cristo viven, aunque sea en distintos grados, una misma vida sobrenatural, y beben del mismo manantial, de «un solo Espíritu» (1 Cor 12, 13), que les es infundido por la gracia santificante.

Ésta, la gracia, nos unifica desde dentro de tal forma «que todos sean uno» (Ioh 17, 21), no por la comunidad de la sangre ni por una momentánea y pasajera alianza biológica dirigida hacia una coparticipación de la vida. Una comunión de vida verdaderamente personal y duradera, una alianza y unidad interiores, tan sólo las tenemos en lo espiritual, allí donde la corriente vital de Cristo baña a todos los hombres; allí donde, de manera sobrenatural pero igualmente real, somos sarmientos de la única vid, de Cristo, que a todos nos riega y llena con la savia de su vida; allí donde la fuerza del Espíritu Santo uno vive en todos nosotros y nos domina en la gracia santificante.

La gracia es gracia salvadora que cierra el triple abismo. A la vez es gracia que eleva, que enriquece y ennoblece interiormente al hombre uniéndole a Dios. Ella le sube hasta la unidad, pureza, plenitud y fertilidad de la vida divina. Donde la gracia santificante haya establecido su morada en el hombre, valdrán las consoladoras palabras del apóstol: «El amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5, 5). «Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a Él y en Él haremos morada» (Ioh 14, 23). «Esta comunión nuestra es con el Padre y con su Hijo, Jesucristo» (1 Ioh 1, 3). Comunión de vida con el grande, santo y omnipotente Dios que vive en nosotros como Padre, Hijo y Espíritu Santo. Ahora somos hijos de Dios, infinitamente más que esclavos y servidores de Dios. La gracia nos abre la entrada a la amistad e intimidad de Dios. Él nos sale al encuentro con la ternura y la atención de un amigo: podemos acercarnos a Él con la libertad y la confianza de un amigo.

La hermosura de la gracia es tan maravillosa, que se apodera del corazón de Dios y lo arrastra en inefable amor hacia nosotros. No puede de otra manera. Ha de amarnos divinamente. Su amor es divinamente fuerte e invencible; un amor en cuya virtud Dios no sólo nos tiene siempre ante sus ojos, siempre presentes en su pensamiento, sino que incluso está con nosotros con toda su esencia, presente en nosotros, inclinándose solícito hacia nosotros, entregándosenos; un amor que se vuelca sobre cada uno de nosotros como si Dios no pudiera amar nada más en todo el mundo; un amor inagotable e insaciable que nunca se hartará de nosotros en tanto halle en nosotros el inmenso bien de la gracia.

Por obra de la gracia se vuelve nuestra alma un claro espejo de la hermosura de Dios, reflejándola en toda su incomparable pureza y plenitud. Se convierte en templo de Dios, en trono de Dios, por Dios mismo maravillosamente construido y adornado. Por el poder de la gracia, somos «hijos de la luz», «luz en el Señor» (Eph 5, 8), iluminados hasta lo más hondo del alma por la celestial belleza y el divino esplendor, aclarada divinamente la vista del espíritu; aquí, por la luz de la fe, en el más allá, algún día, por la inefable luz de la gloria.

 Por obra de la gracia florece dentro de nosotros un hermosísimo paraíso en eterna primavera que no conoce el invierno, que continuamente da nuevas flores sin dejar marchitar las primeras; que con la hermosura y la savia de sus flores enciende los ojos y el corazón de Dios, y sobre el que envía Dios sus más ricas bendiciones. Con la gracia, reina majestuosa, entra en nuestra alma su riquísimo séquito: todas las virtudes sobrenaturales: fe, esperanza y caridad, justicia, prudencia, fortaleza, y todas las demás virtudes, junto con los dones del Espíritu Santo y la gracia coadyuvante que nos es dada diariamente en forma de iluminación del espíritu y estímulo de la voluntad (una riqueza incomparable). «Todos los bienes me vinieron juntamente con ella, y en sus manos me trajo una riqueza incalculable. Es para los hombres tesoro inagotable, y los que de él se aprovechan se hacen participantes de la amistad de Dios» (Sap 7, 11 y 14).

Aumento de gracia salvadora y aumento de gracia que nos levanta: esto es lo que nos da la confesión frecuente. Pero aumento de gracia nos lo dan también los otros santos sacramentos, la confirmación, la sagrada comunión, etc., cuando son recibidos en «estado de gracia». Y, sin embargo, es distinto el efecto de la sagrada confirmación o comunión del de la confesión frecuente. Pues la misma gracia santificante tiene en los distintos sacramentos unas cualidades y características diferentes, típicas de cada sacramento. Esta interior naturaleza y fuerza de la gracia santificante, esencialmente una, diferente en cada sacramento, la llamamos gracia sacramental. Es la gracia santificante, tal como es producida en su característica naturaleza y fuerza, por este o aquel sacramento, por la santa confirmación, por la comunión, por el sacramento de la penitencia.

La gracia sacramental que recibimos en la confesión frecuente es el aumento de la gracia santificante del tipo que tiene la especial misión y fuerza de borrar los pecados veniales cometidos. Si bien el pecado venial nada puede interiormente contra la gracia santificante del alma, si bien no puede disminuirla ni quitarle un solo grado de su hermosura y plenitud, mancha, en cambio, y afea a la gracia santificante, recubre de tal forma el fuego sagrado, que ya no puede arder libremente y con toda su fuerza; debilita el ardor y la fertilidad de la gracia, ahoga su fuerza vital, entorpece su crecimiento y su eficacia. En la confesión frecuente da un aumento de gracia.

Esta gracia tiene el poder especial de limpiar al alma de su mancha, de modo que la gracia vuelva a lucir en toda su hermosura y pureza; tiene el poder de arrancar del alma poco a poco todo aquello que entorpece y pone trabas al ardor y eficacia de la gracia y lo que obstaculiza el progreso del hombre interior; tiene la fuerza de someter por completo nuestras energías naturales a la acción de la gracia y de orientarlas hacia lo divino y sobrenatural; tiene el poder de llenarnos del espíritu de penitencia y del dolor sobrenatural continuo por los pecados cometidos, asegurándonos y fortaleciéndonos así contra nuevos pecados e infidelidades; nos da la fuerza de contrarrestar eficazmente, con el poder de Cristo, tanto las causas y motivos de los pecados leves como también sus consecuencias; da al alma nueva lozanía, nuevos ímpetus para subir y progresar; en opinión de muchos teólogos, nos da un título para todas las gracias coadyuvantes, para las iluminaciones, inspiraciones y estímulos, interiores y exteriores, de que tenemos necesidad para cosechar todo el fruto posible de la confesión frecuente.

¿No ha de sernos, pues, cara y santa la confesión frecuente? ¿No habremos de poner todo nuestro empeño en ser plenamente partícipes de toda su eficacia?

 

Oración

 

¡Bendice, alma mía, al Señor, y no olvides ninguno de sus favores! Él perdona todos tus pecados y derrama sobre tu cabeza gracia y misericordia. Cuanto sobre la tierra se alzan los cielos, tanto se eleva su misericordia sobre los que le temen. Cuan lejos está el oriente del occidente, tanto aleja de nosotros nuestras culpas. Amén.

 

 

20. El temor de Dios

«Vivid en temor en el tiempo de vuestra peregrinación» (1 Petr 1, 17).

 

1. En relación con Dios, para nosotros, los hombres cristianos, hay dos actitudes fundamentales que mutuamente se unen y complementan: amor y homenaje, confianza y temor que humildemente se subordina, cercanía y distancia. «Me horrorizo y me enardezco; me horrorizo por cuanto le soy desemejante; me enardezco por cuanto le soy semejante» (SAN AGUSTÍN, Confesiones, 11, 9). San Bernardo dice con razón: «Lo que nos santifica es la santa disposición del corazón, y ésta es doble: el santo temor de Dios y la santa caridad. Ellas son los dos brazos con los cuales abrazamos a Dios» (De consid., 5, 15).

La santa Iglesia nos manda orar así: «Haz, Señor, que al mismo tiempo temamos y amemos tu santo nombre» (Domingo en la octava del Corpus Christi). Dios, plenitud del bien, de la pureza, de la felicidad y de la paz, nos atrae: ante Dios, absolutamente excelso, elevado, majestuoso, inaccesible, nos inclinamos humildemente: nos mantenemos a distancia de Él, tenemos temor a Él, a Él elevamos nuestras oraciones, a Él sometemos nuestra voluntad y tememos sus justos castigos.

 

2. «El temor de Dios es el principio de la sabiduría» (Ps 110, 10). «El temor del Señor es gloria y honor: alegra el corazón, produce contento, alegría y larga vida» (Sirach 1, 11 ss). El temor del Señor tiene esta promesa: «El Señor cumple los deseos de los que le temen; Él oirá su clamor y los salvará» (Ps 144, 19). Cristo mismo nos amonesta: «A vosotros, amigos míos, os digo yo: No temáis a aquellos que quitan la vida al cuerpo, y después de esto nada más pueden hacer. Yo os mostraré a quién habéis de temer: temed al que, después de quitar la vida, puede arrojar al infierno, A éste es, os repito, a quien habéis de temer» (Lc 12, 4).

Cuando se trata de vencer el pecado o acabar con él y convertirnos seriamente, es cuando sobre todo se siente el temor. «Traspasa mi carne con tu temor» (Ps 118, 120): con el temor de la inexorable santidad y del justo castigo de Dios, que es capaz de aniquilar y exterminar mundos, pueblos, culturas enteras, por causa del pecado; con el temor de la justicia de Dios que no perdonó a los ángeles pecadores, que a causa del pecado castiga a los hombres con tantas miserias y sufrimientos y, como fruto más amargo del pecado, con la muerte a la que todos estamos sometidos; con el temor al castigo de la justicia de Dios en el purgatorio y, sobre todo, en el infierno, con el tormento y la desgracia interminables en eterno alejamiento de Dios. Sí, «oh Dios, traspasa mi carne con tu temor». Éste debe grabarse tan profundamente en lo más íntimo de nuestro ser, que continuamente nos frene, nos aleje del mal y nos mueva a proseguir la lucha contra el pecado.

Pero no solamente antes de la conversión, también cuando nos hemos vuelto enteramente a Dios y hemos roto con el pecado mortal, debemos sentirnos traspasados por el temor de Dios. El temor nos impulsa a hacer penitencia por los pecados cometidos y nos preserva de los pecados y faltas en el porvenir. El temor a los castigos que por nuestros pecados hemos merecido nos da valor para tomar sobre nosotros los esfuerzos diarios, las renunciaciones y luchas sin las cuales no podemos librarnos del pecado ni unirnos perfectamente con Dios. Siempre tenemos motivo para sentirnos traspasados del temor de Dios en vista de las muchas ocasiones de pecar, en vista de nuestra flaqueza, de la fuerza de las costumbres y aficiones torcidas, de la inclinación de nuestra naturaleza a dejarse llevar, en vista de los atractivos de la concupiscencia y del mundo, de las muchas faltas, descuidos y defectos que cada día cometemos.

Son muchos los que menosprecian el temor de Dios porque este temor les parece muy egoísta, casi indigno del cristiano. Quieren que únicamente impere el amor puro. No tienen razón. Es verdad que la devoción fundada en el amor puro debe anteponerse a la fundada en el temor; pero sería una exageración insana el querer considerar únicamente justificada la devoción de amor puro. El temor del que aquí se trata no es el temor servil o de esclavos. Éste se funda únicamente en la idea del castigo: si no hubiera que contar con el castigo, se pecaría sin reparo alguno; ese temor deja subsistente la voluntad de pecar, la voluntad pecaminosa; renuncia tan sólo a la ejecución del pecado, pero no a la voluntad interior.

 El temor a que aquí nos referimos teme la indignación de Dios y el castigo, pero de manera que llega hasta la voluntad y la aleja del pecado; rompe con el pecado aunque sea con miras al castigo señalado para el pecado. Este temor ahoga la afición de la voluntad al pecado. Es un temor moralmente bueno, noble y saludable, aun cuando queda muy atrás del temor filial, «un don de Dios y un impulso del Espíritu Santo», como expresamente enseña el Concilio de Trento. El temor filial es un temor de perfecto amor de Dios, de amor filial, muy íntimamente unido con Él y al mismo tiempo su garantía y expresión. El temor y amor filiales constituyen una única actitud, que gira en torno de dos polos: mirando a la bondad de Dios se inflama el amor, mirando a la majestad y justicia de Dios y a sí mismo se despierta el temor de perder al Dios amado por causa de los propios pecados.

 

3. El temor es tan sólo el comienzo; pero es comienzo, un apoyo imprescindible y un estímulo siempre poderoso. «Bienaventurado el que teme al Señor» (Ps 111, 1). «El temor del Señor evita lo malo» (Prov 8, 13). Nos saca de nuestra calma falsa y engañosa. El mayor de los males no es tanto el pecado mismo cuanto la tranquilidad, la permanencia en el pecado, la ligereza y la superficialidad. El temor es un seguro contra nuestra debilidad.

En general, será ante todo el temor el que nos asegure contra los pecados del porvenir. A pesar de todas las ventajas del amor puro sobre el temor, serán siempre relativamente pocos los que, a pesar de todas las dificultades que se presenten en contra, se mantengan a la larga por amor puro libres de pecado, incluso del venial. Sin embargo, siempre será verdad lo que dice la Imitación de Cristo: «Si quieres hacer algún progreso, mantente en el temor de Dios y no tengas demasiada libertad. No hay verdadera libertad ni alegría buena fuera del temor» (1, 21). «Quien pospone el temor de Dios no podrá permanecer largo tiempo en el bien, sino pronto caerá en los lazos de Satanás» (ibid., 1, 24).

 El temor y el amor de Dios están unidos. Quien solamente quiere que impere el amor, corre el peligro de descuidar el esfuerzo en la vida moral por una confianza desmedida en la bondad de Dios (quietismo); quien tan sólo conoce el temor al juicio de Dios, se cierra la entrada al amor de Dios (jansenismo). Mas, aun cuando obremos por motivos nobles y perfectos, no puede eliminarse el temor; está presente, aunque en segundo término, desde donde ejerce su importante función, y sigue siendo la seguridad contra nuestra flaqueza moral.

El motivo del temor es un motivo imperfecto de amor de Dios; con él amamos a Dios, pero con relación a nosotros mismos, porque tememos el castigo que nos espera si no le amamos y no guardamos sus mandamientos. Pero este temor puede y debe ser elevado por nosotros a un temor filial, es decir, a un amor perfecto de Dios. En esta altura produce un sentimiento vivo de la grandeza y santidad de Dios y consiguientemente un profundo aborrecimiento hasta de los más pequeños pecados. Se convierte en temor del hijo que ama sinceramente a su padre, y su amor al padre le hace imposible causarle dolor e injurias. En el temor de causar dolor a un Dios y padre amante e íntimamente amado, lograremos sin gran esfuerzo evitar los pecados y dar una alegría a Dios, nuestro padre. De esa manera, el temor servil a Dios, por más que acentúe el yo y sea imperfecto, es un principio indispensable y un camino que conduce al temor filial y al amor perfecto de Dios.

 

4. Cuando nos acercamos a la santa confesión, puede sernos a menudo verdaderamente útil que nuestro arrepentimiento y sentimiento de culpa se funden conscientemente en el motivo del temor de Dios. De suyo, para la recepción del sacramento de la penitencia, bastaría este arrepentimiento imperfecto, este llamado arrepentimiento por temor, hasta para el perdón de los pecados mortales que se confiesen. Pero no nos contentaremos con este dolor imperfecto, sino que nos levantaremos al temor filial, es decir, al arrepentimiento por amor, al dolor por motivo de amor perfecto a Dios. De esta manera, la recepción del sacramento de la penitencia se convertirá verdaderamente para nosotros en una bendición.

Por el interés de dar vida y profundidad a la confesión frecuente, como en general a la sana piedad cristiana, es importante que, con fe viva y profunda, procuremos que actúen siempre sobre nosotros aquellas verdades que consolidan en nuestra alma el santo temor de Dios: nuestra total dependencia de Dios, nuestro sentimiento de culpa, nuestra flaqueza moral, nuestros diarios desfallecimientos a pesar de todo auxilio y gracia de Dios; la inviolable santidad de Dios, su pureza, su justicia y sus juicios sobre los pecadores en el tiempo y en la eternidad. A esto se añaden la vida y la pasión de Cristo, que más que nada nos enseñan lo que es la santidad de Dios y nuestro pecado. Es un hecho innegable que Dios se preocupa del pecado y que tiene que castigarlo, porque Él es santo, es la santidad misma.

 Frente al pecado, por más que mirado desde nosotros sea muy pequeño, no puede mostrarse indiferente. Y también es un hecho que Cristo no está delante de nosotros tan sólo como el Señor glorificado que vive en las delicias del Cielo, sino primero como el Cristo histórico, el Señor humillado y crucificado, pendiente de la cruz con escarnio y dolor, en expiación de nuestros pecados, de mi pecado. Tan grandes como son la santidad y justicia de Dios, así es de horrible el pecado del hombre. ¿Acaso hoy nosotros, los católicos, no nos interesamos demasiado unilateralmente por el Señor ensalzado y glorificado, y en cambio casi dejamos de ver al Señor que sufre y expía por nuestros pecados?

Esa manera de ver redunda en perjuicio de la justa comprensión de la santidad y justicia de Dios, que castiga el pecado; en perjuicio de nuestra educación en el santo temor de Dios, que, sin embargo, es el comienzo de la sabiduría y el fundamento de toda vida verdaderamente religiosa y santa; en perjuicio de la más honda comprensión del pecado, hasta del pecado venial, de la santa confesión y de la vida de penitencia. Quiera la gracia de Dios preservarnos bondadosamente de todas estas ideas unilaterales.

 

Oración

Señor, haz que siempre temamos y al mismo tiempo amemos tu santo nombre (es decir, a Ti, Dios santo), a quienes firmemente mantienes en tu amor. Amén.

 

21. El amor de concupiscencia

 

«¿Qué hay en el cielo y qué hay de desear en la tierra, fuera de Ti, Señor? Tú eres el Dios de mi corazón, y mi herencia, oh Dios, por toda la eternidad. (Ps 72, 25 y 26).

 

1. Hay algo sublime en el amor perfecto de Dios. El amor perfecto ama a Dios, a Cristo, por sí mismos, sin relación consciente y expresa a nuestro propio interés y a nuestra salvación temporal y eterna.

De otra manera es el amor de concupiscencia. Con él amamos a Dios, pero por nosotros mismos, es decir, porque la felicidad a que siempre y necesariamente aspiramos la vemos asegurada en Dios y sólo en Dios, y queremos asegurarla en Él. Amamos a Dios porque ahora, y después en el Cielo, es nuestra felicidad, nuestro bien, y en Él hallamos nuestra bienaventuranza, el cumplimiento pleno de todos nuestros deseos y aspiraciones. Este amor de concupiscencia, en cuanto ama a Dios no por sí mismo, sino en razón de nosotros mismos, es un amor imperfecto y egocentrista, como aquel amor a Dios que tiene por fundamento el temor de la pérdida de Dios y el temor del castigo.

El amor de concupiscencia, llamado también amor de esperanza, es asimismo un verdadero amor a Dios, pero con vistas a nosotros mismos, a nuestra salvación eterna, que de Dios esperamos y en Dios hallamos. Es un amor que, aun relacionado con el yo, no lo está en el sentido de que nosotros tengamos nuestra mira puesta tan sólo en nuestra propia felicidad, que encontramos en Dios, sino en el sentido de que realmente amamos a Dios, aunque por ser Él nuestra felicidad y nuestra salvación en el tiempo y en la eternidad. El motivo de este amor es la esperanza de la felicidad eterna.

Este amor de concupiscencia y egocentrista ¿es moralmente irreprochable, moralmente bueno, digno del cristiano? ¿No merece Dios, no manda Dios el amor perfecto, el amor a Dios por Dios mismo y no por nosotros mismos? ¿Cómo es compatible este amor de concupiscencia con el precepto de amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, es decir, perfectamente? De hecho, ha habido no pocos que han estigmatizado este amor de concupiscencia (lo mismo que el amor nacido del temor del castigo) como moralmente rechazable y prohibido. No fueron éstos solamente algunos herejes, como Calvino y Lutero, fueron también hombres católicos profundamente religiosos, como, por ejemplo, el obispo Fénelon, con su teoría del «amor desinteresado»: Las almas perfectas, dice Fénelon, aman a Dios constantemente, ininterrumpidamente, con un amor tan puro, que todo movimiento de amor interesado queda excluido de él.

Por consiguiente, quien ha llegado a la perfección de la vida cristiana no debe hacer ya ningún acto de esperanza en la vida eterna, sino más bien debe permanecer siempre indiferente respecto a su eterna salvación. «Ni el temor al castigo, ni la aspiración a premio tienen lugar en este estado. Se ama a Dios no por la recompensa, no por la propia perfección, ni tampoco porque se encuentra en Dios la felicidad. Todo “motivo interesado” de temor y de esperanza queda excluido».

Estas ideas son expresamente rechazadas y condenadas como «perniciosas» por la santa Iglesia. Todavía hoy encontramos no pocas veces una cierta manera de despreciar el amor de concupiscencia como cosa de menor valor, y presentar como algo despreciable todo esfuerzo por crecer en la vida interior, en virtud y perfección, y por hacer méritos para la vida eterna, como si el cristiano, y el cristiano perfecto, tan sólo pudiera aspirar a un amor desinteresado de Dios, a un amor que de ninguna manera esté vinculado con un amor algo basado en el yo y con el amor de sí mismo, moralmente valioso, sano y ordenado, como si todo el amor propio en general fuera ya desordenado, por no decir pecaminoso, y consiguientemente incapaz de servir como camino, como etapa previa del amor desinteresado de Dios.

 

2. Según la concepción católica, la virtud de la esperanza, junto con la de la fe y la caridad, es una virtud teologal. Tiene como objeto directo a Dios, a Dios en cuanto constituye nuestra eterna bienaventuranza. Con la virtud teologal de la esperanza esperamos confiadamente los bienes que Dios nos ha prometido; en primer lugar, la bienaventuranza futura en cuanto es fruto de la gracia divina y de nuestro propio mérito. Pues nosotros, según la palabra del apóstol, «somos escogidos para el conocimiento de la verdad, que da la esperanza de la vida eterna» (Tit 1, 2).

En otro lugar escribe San Pablo: «Dios, Padre glorioso de nuestro Señor Jesucristo, os dé espíritu de sabiduría y de ilustración, para conocerle, iluminando los ojos de vuestro corazón, a fin de que sepáis cuál es la esperanza de su vocación, y cuáles las riquezas y la gloria de su herencia destinada para los santos [los bautizados, cristianos], y cuál aquella soberana grandeza de su poder sobre nosotros, que creemos según la eficacia de su poderosa virtud» (Eph 1, 18 s), «Nosotros suspiramos dentro de nosotros mismos esperando la adopción de hijos, la redención de nuestro cuerpo [en la resurrección de los muertos]» (Rom 8, 23). «Por Él [Cristo] hemos logrado el de la gloria de Dios» (Rom 5, 2).

Nuestra esperanza no debe aspirar únicamente a la bienaventuranza eterna, sino también a muchos otros bienes, en cuanto nos ayuden a la bienaventuranza eterna: esperamos de Dios todos aquellos auxilios sobrenaturales: direcciones, iluminaciones, mociones y gracias, que nos son o necesarios o provechosos para obtener la salvación eterna. Esperamos de Dios la ayuda necesaria en nuestros trabajos, luchas, dolores y dificultades, a fin de poder resistir a la tentación, levantarnos del pecado, practicar la virtud cristiana y de esa manera llegar a una vida santa. Pues el Señor vino «para que nosotros tengamos vida y la tengamos abundante» (Ioh 10, 10). Hasta los mismos bienes temporales podemos esperarlos de Dios, medios necesarios o provechosos para nuestra salvación: vida, salud, bienes, honor.

¿No es acaso el Señor mismo quien promete a los que abandonen por su nombre casa, hermano y hermana, padre y madre, que recibirán «ciento por uno y la vida eterna»? (Mt 19, 29). A quienes trabajen en su viña les promete y les da su recompensa (Mt 20, 1 ss). A los pobres de espíritu les promete el reino de los cielos; a quienes padecen hambre y sed de justicia les promete que serán saciados; a los limpios y puros de corazón les asegura que verán a Dios. «Bienaventurados seréis cuando por mi nombre os maldijeren y persiguieren. Gozaos y regocijaos, porque es muy grande la recompensa que os aguarda en el cielo» (Mt 5, 2-12). Son motivos basados en el yo los que invoca el Señor. La sagrada liturgia trata innumerables veces de conquistarnos para la lucha cristiana, para la renunciación y el esfuerzo, apelando a nuestro amor propio ordenado, al amor de concupiscencia.

Finalmente, esto es claro: si únicamente quisiéramos aspirar al amor a Dios desinteresado sin unirlo orgánicamente con un amor a Dios apoyado en el yo, pero justificado, y con un amor a nosotros mismos, pero sano y ordenado, caeríamos en un espiritualismo unilateral y en un supranaturalismo.

Las fuerzas inferiores del alma quedarían completamente insatisfechas, hasta se las ahogaría a la fuerza. De esta manera, las fuerzas anímicas fundamentales, la aspiración natural a la felicidad nunca quedarían moralmente purificadas y ennoblecidas. La consecuencia de ello sería que nosotros, con nuestra piedad y amor a Dios, unilateralmente espiritualizados, jamás llegaríamos a ser hombres naturalmente fuertes, personalidades vigorosamente cristianas y religiosas, sino que más bien representaríamos aquel tipo de «personas devotas» que a los demás imponen poco respeto o hasta les son repulsivas. Dios nos ha hecho de manera que, naturalmente, ante todo somos impresionados por el dolor y bienestar propio.       

 Por eso Cristo, al amor cristiano al prójimo, le da como norma el amor propio, y es una ley universalmente reconocida: «El amor bien ordenado empieza por sí mismo». Antes que al prójimo tengo yo que santificarme a mí mismo y procurar mi perfección. Así, pues, el amor a uno mismo es una exigencia de la virtud, de manera que al hombre le es imposible eliminar por completo el amor propio y ser indiferente respecto a su verdadera felicidad.

Sólo que el amor a nosotros mismos no debe ser lo último, aquello en que quedemos parados. Sería un amor desordenado y torcido, si quisiéramos tratar a Dios y amarle tan sólo como medio para nuestra felicidad. El amor a nosotros mismos, fundamentalmente, no es otra cosa que un camino para el amor. Nos lleva por encima de nosotros mismos al amor perfecto de Dios. Y eso desde el momento en que comenzamos a amarnos por Dios; y eso por ser, y en cuanto somos nosotros, obra de Dios, hijos de Dios, instrumentos de su glorificación. De esta manera, el amor a Dios viene a ser motivo del amor a nosotros mismos: nos amamos en Dios y por Dios, porque pertenecemos a Dios y amamos todo lo que pertenece a Dios.

De esta manera el amor hacia nosotros mismos nos eleva también, más allá del mismo, al amor perfecto a Dios, así que en nuestra propia felicidad eterna vemos más que a nosotros mismos, vemos la gloria de Dios, el honor de Dios, pues en realidad nuestra bienaventuranza eterna consiste en conocer a Dios, amarle y adorarle, darle gracias, alabarle y glorificarle en Cristo y por Cristo; al Señor glorificado en la Iglesia y con la Iglesia, con los ángeles y los bienaventurados.

 

3. Está, pues, permitido y tiene su razón de ser el que en la santa confesión incluyamos el amor de concupiscencia como motivo de arrepentimiento. No es ése un dolor perfecto, pero es, sin embargo, un dolor que en la santa confesión es suficiente para obtener de Dios hasta el perdón de los pecados mortales.

Sin embargo, siempre, y especialmente en la preparación para la santa confesión, pondremos nuestro empeño en hacer de tal amor y del deseo de gozar de Dios y de sus delicias tan sólo camino para elevarnos al amor perfecto hacia Dios, en el que nos amamos a nosotros en Dios como criaturas, como hijos de Dios, como instrumento de su glorificación, que buscamos con nuestra propia felicidad, con nuestra aspiración a ser, aquí en la tierra y más tarde en el cielo, una adoración y glorificación encarnada de Dios, un incesante loor a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. «Dios eterno, yo quiero ser tu alabanza».

 

Oración

Omnipotente y sempiterno Dios, danos aumento de fe, esperanza y caridad. Y para que merezcamos alcanzar lo que tú prometes, haz que amemos lo que Tú mandas. Amén. (Oración de la Iglesia en la domínica 13 después de Pentecostés)

 

22. La caridad perfecta

«El amor perfecto echa fuera el temor» (1 Ioh 4, 18).

 

1. El centro y al mismo tiempo la cumbre de la devoción cristiana se halla en el amor perfecto hacia Dios. Es el amor a Dios por Él mismo, es decir, porque Él en sí mismo es bueno y digno de todo amor, es la plenitud de todo lo puro, noble, bueno, santo y grande.

De este amor escribe el Apóstol: «Si hablare las lenguas de los hombres y de los ángeles, pero no tuviere caridad, vendría a ser bronce que resuena, o címbalo que clamorea. Y si tuviere don de profeta y supiere todos los misterios y toda la ciencia, y tuviere toda la fe hasta trasladar montañas, pero no tuviere caridad, nada soy. Y si gastare mi hacienda entera en pan para los pobres, y entregara mi cuerpo para ser quemado, y no tengo caridad, nada me aprovecha» (1 Cor 13, 1-3). Por supuesto, no habla del amor natural, sensible, que tan sólo es un fenómeno puramente instintivo, ni tampoco del espiritual, racional, meramente natural, fruto de un conocimiento claro y de una firme voluntad, sino del amor sobrenatural, fundado en la fe y en la gracia, y que abarca a Dios y a todo lo creado con miras a Dios y por Dios.

El amor perfecto es una virtud «teologal». Se llama caridad «divina» porque se dirige directamente a Dios, y todo lo demás que fuera de Dios ama, lo ama con relación a Dios, por Dios y en Dios. Se llama también amor «divino» porque ha sido «infundido en nuestros corazones por el Espíritu Santo» (Rom 5, 5), es decir, ha sido infundido por Dios en nuestra alma, y por nuestras propias fuerzas no lo podemos obtener.

Finalmente, es «amor divino» porque con él amamos a Dios de tal manera como solamente Él, en virtud de su naturaleza divina, se puede amar. Es un ascua que Dios mismo, el Espíritu Santo, que con amor santo habita en nosotros, enciende en nosotros mismos, una imagen e imitación de aquella divina y mutua efusión de amor del Padre y del Hijo de la cual procede el Espíritu Santo y que es el mismo Espíritu Santo. Es una chispa, una llama de aquel amor divino en que arde el mismo Dios, una flor de la vida y de la divina felicidad.

El amor es lo más dulce y más amable que existe en el cielo y en la tierra. Para el amor está formado nuestro corazón; en él halla su felicidad. En él se abre lo más íntimo y hondo de su ser, para entregarse por entero, para vivir y florecer en él. A ninguna otra cosa aspira, sino a encontrar un objeto digno de su amor, en el que se pueda derramar y verter por entero. ¿Qué es, pues, en resumen, ese amor sobrenatural, divino y santo, que mediante el Espíritu Santo es infundido juntamente con la gracia en nuestros corazones y que procede inmediatamente de Dios, y a Dios tiene por objeto?

 La Imitación de Cristo tiene razón cuando dice: «Nada hay más dulce que el amor; nada más fuerte, nada más sublime, nada más amplio, nada más amable, nada más pleno y mejor en el cielo y en la tierra, porque el amor nace de Dios, y únicamente puede descansar en Dios más allá de todo lo creado. El que ama, vuela, corre y está lleno de felicidad; está libre y sin trabas. Lo da todo para todo, y en todas las circunstancias lo tiene todo, porque descansa en el único supremo bien, que está sobre todo y de quien procede todo bien» (lib. 3, cap. 5).     

Este amor sobrenatural, divino y santo, y sólo él, es el que con la ingenuidad de un niño y la confianza de una esposa en santo atrevimiento se eleva hasta Dios, para estrecharle en el más dulce e íntimo abrazo como Padre, como amigo, como esposo, para penetrar hasta los más recónditos abismos de su bondad y dulzura y disolverse en las honduras de su divino corazón.

Sólo mediante este santo amor llega Dios a ser verdaderamente nuestro, nuestra posesión. Por el amor poseemos a Dios no sólo en deseo y aspiración, sino en la más perfecta realidad. Con el amor, le tenemos a Él, Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, en nuestros corazones. Mediante el amor santo nos acercamos cada vez más a Dios y nos hacemos cada vez más semejantes a Él, unidos a Él, y al mismo tiempo fundidos en un espíritu, como dos llamas se unen en una llama. Pues la naturaleza divina es un fuego puro, un río ardiente de amor. Si, pues, se encuentra en nosotros una llama de amor semejante, tiene que unirse con aquélla tan íntimamente, que esta unión sobrepase por completo toda unidad de amor que exista entre las criaturas, todo amor terrenal.

El amor divino, y sólo él, sacia nuestro corazón en el torrente de las delicias divinas. El amor hace florecer en nosotros una vida eterna y siempre nueva y nos abrasa con fuego celestial. Algo grande es la esperanza cristiana. Pero más grande que la fe y más grande que la esperanza es el amor. «Ahora permanecen estas tres cosas, fe, esperanza y caridad; pero la mayor entre ellas es la caridad» (1 Cor l3, 13).

 

2. «Corred para alcanzar la caridad». La caridad santa es el último fin de todos los mandamientos. Todos ellos están compendiados en un solo mandamiento: «Amarás al Señor, tu Dios». Al amor se refieren todos los demás mandamientos, en él y mediante él quedan todos cumplidos. Todo verdadero cumplimiento del deber es obra del amor. La caridad es la primera y la última de todas las virtudes, es toda virtud. «La caridad es sufrida, es dulce y bienhechora. La caridad no tiene envidia, no obra precipitada ni temerariamente, no se ensoberbece, no es ambiciosa, no busca sus intereses, no se irrita, no piensa mal, no se huelga en la injusticia, se complace, sí, en la verdad. A todo se acomoda, cree todo, todo lo espera y lo soporta todo» (1 Cor 13, 4 ss): ella es toda la virtud. Donde vive la caridad, está todo; donde falta la caridad, falta todo.

Por eso somos llamados al amor. «Amarás al Señor, tu Dios». «Señor, enciende en nosotros el amor», le rogamos. «Corazón de Jesús, que ardes en amor para con nosotros, inflama nuestros corazones con amor a Ti». El alimento del amor son las obras. El amor se enferma y muere cuando no es alimentado con buenas obras, así como el fuego se apaga cuando no se le ceba con combustible. El combustible saca del fuego la llama, pero a su vez alimenta con la llama el fuego. De esta manera, las buenas obras mediante el amor reciben su fuego, pero mediante el fuego se conserva el amor y crece en fuego. Quien quiere obras buenas, conserve el amor; y el que quiere amor, haga obras de amor. El que quiera el amor perfecto, es menester que con todas sus fuerzas aspire al crecimiento del amor mediante continuas obras buenas, dispuesto a hacer todo el bien que en sus circunstancias le sea posible hacer.

 

3. «Corred para alcanzar la caridad». Éste es el fin al que tendemos en la santa confesión. La purificación del pecado es tan sólo camino y paso al amor perfecto. Mediante el amor conocemos de nuevo qué daños causa en el alma el pecado venial. Éste debilita el celo del amor, aquel sentimiento fuerte y generoso que está dispuesto a darlo y ofrecerlo todo a Dios. La llama, la fuerza del amor, no puede desplegarse. Al contrario, es rechazada, y en su tendencia a Dios es detenida y obstaculizada: un daño inmenso no sólo para nosotros mismos, sino al mismo tiempo para la comunidad, para la Iglesia, y sobre todo para la gloria de Dios. ¿De qué manera eliminaremos el pecado venial? Precisamente yendo hacia el amor con toda nuestra voluntad y creciendo en el amor.

 

Oración

Señor mío, Jesucristo, que dijiste: «Pedid y recibiréis, buscad y hallaréis, llamad y os abrirán», te rogamos nos des el fuego de tu divino amor, para que te amemos con todo nuestro corazón en palabras y obras, y jamás cesemos en tu alabanza. Amén.

 

23. El amor a Cristo

 

«Por todos ha muerto Él, para que los que viven no vivan ya más para sí, sino para Aquél que para todos murió y resucitó» (2 Cor 5, 15).

1. «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el primero y más importante mandamiento» (Mt 22, 37). Amar a Dios, al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Por amor, Dios Padre nos ha enviado a su Hijo unigénito. Agradecidos confesamos «al único Señor Jesucristo, Hijo unigénito de Dios. Él nació del Padre antes de todo tiempo, Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de verdadero Dios, engendrado, no creado, una sola naturaleza con el Padre».

Por eso a Él, Hijo de Dios, le corresponde nuestro amor entero e indiviso que tenemos a Dios. Aun respecto a Él, nos obliga el gran mandamiento: «Amarás al Señor tu Dios». Todo el amor de gratitud, de complacencia, de benevolencia, de conformidad con la voluntad de Dios y de amistad, lo consagramos también a Él, al Hijo de Dios hecho hombre, como lo consagramos al Padre y al Espíritu Santo: amor de todo corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas; un amor con el que al Hijo de Dios le amamos sobre todas las cosas y más que todas las cosas, y amamos todas las cosas por Él; un amor ardiente, que para el amado lo arriesga todo, lo pone todo y lo sacrifica todo.

 

2. «Por nosotros los hombres y por nuestra salvación descendió del cielo y tomó carne [la naturaleza humana] y se hizo hombre». Tenía la naturaleza de Dios; es Dios, verdadero Dios. «Se anonadó a sí mismo, tomó figura [naturaleza] de esclavo, se hizo semejante a los hombres y en su exterior fue como hombre. Se humilló a sí mismo y se hizo obediente hasta la muerte, hasta la muerte de cruz» (Phil 2, 6-8).

 Recordemos: Belén, el pesebre, el establo, la pobreza; la huida a Egipto; la vida oculta en Nazaret, en oración, trabajo y obediencia a María y José; la vida pública con sus dificultades, renuncias y privaciones; es odiado, blasfemado y calumniado. ¿Qué nos dicen el huerto de los Olivos, la columna de la flagelación, la sala del tribunal de los judíos y de Pilato; la coronación de espinas, el camino de la cruz hacia el Gólgota, la cruz en que se desangra... todo, todo por amor a nosotros los hombres, y a mí personalmente? «Él me ha amado y se ha sacrificado por mí» (Gal 2, 20). A mí, a mí me tenía claramente ante sus ojos; en mí pensaba Él en Belén, en Nazaret, en el huerto de los Olivos, en el Gólgota. ¡Qué amor! ¿Y no he de regalarle mi amor entero, un amor ardiente, fuerte, entusiasmado y agradecido? «Para que los que viven no vivan ya más para sí, sino para Aquél que murió por ellos».

Y no se contentó con eso. Subió al cielo, al Padre, pero no puede abandonarnos. Y por eso quiere estar cerca de nosotros y se nos da en una nueva forma y existencia, en el santísimo sacramento de la Eucaristía, el sacramento del amor. «Como amaba a los suyos, los amó hasta el fin» (Ioh 13, 1) y les dio la más alta prueba de su amor. «Dios con nosotros». No puede estar sin nosotros.

Así, pues, vive Él adorando por nosotros, en lugar nuestro, alabando al Padre, agradeciéndole, dándole satisfacción, rogándole por nosotros, sus hermanos, en medio de nosotros día y noche, siempre pensando en nosotros, en mí, siempre preocupado por nosotros, con amor. Día por día hace sacrificio de sí mismo por nosotros al Padre, como ofrenda de alabanza, de agradecimiento, de expiación; y nos incluye en su sacrificio, para que con Él y por medio de Él roguemos y adoremos perfectamente al Padre como verdaderos adoradores que adoran al Padre en espíritu y en verdad, pues «semejantes adoradores busca el Padre» (Ioh 4, 23); para que nosotros, mediante la participación en el santísimo sacrificio de la Eucaristía, nos hagamos participantes de los frutos y gracias del sacrificio de la cruz.

Por siete canales nos llegan desde el altar estas gracias: sobre todo por la santa comunión, en la que Él con un amor sin igual se convierte en alimento de nuestra alma, alimento que nos trasforma en Él, que nos llena y da vida con su espíritu y con su vida. Ahí descansa Él en nuestro interior, corazón junto a corazón, y nos hace gustar la plenitud y dulzura de su amor. ¡Qué amor! ¿Y no he de corresponder yo a ese amor con el más tierno e íntimo amor? ¿Y su amor en los sacramentos del santo bautismo, de la santa confirmación, de la penitencia, de la extremaunción? Efectivamente, «Él me ha amado y se ha sacrificado a sí mismo por mí» (Gal 2, 20). ¿Y no he de amarle?

Amor de gratitud. Y amor de conformidad con su voluntad. Él se ha hecho para nosotros «el camino, la verdad y la vida» (Ioh 14, 6). Él nos precede en el camino por donde nosotros debemos ir. Él nos manifiesta su voluntad en sus admoniciones, indicaciones y preceptos: «Bienaventurados los pobres de espíritu, los que lloran, los mansos de corazón, los limpios de corazón, los compasivos». Son tantas bienaventuranzas como normas, por no decir preceptos para nosotros. Él nos enseña a orar: «Padre nuestro, santificado sea tu nombre, hágase tu voluntad, perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores» (Mt 5, 3 s; 6, 9 ss).

«Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto: Él hace salir su sol sobre los buenos y sobre los malos y envía la lluvia a los justos y a los injustos. Así, pues, amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odian, y rogad por los que os persiguen: de esta manera seréis hijos de vuestro Padre» (Mt 5, 43 ss). Una cosa sobre todo desea ardientemente: que nos amemos los unos a los otros como Él nos ama, y que seamos uno en el amor (Ioh 13, 34; 15, 17; 17, 21). Él nos ruega, Él nos manda: «Permaneced en mi amor». «Si vosotros guardáis mis mandamientos, entonces permaneceréis en mi amor, así como yo guardo los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor» (Ioh 15, 10). Amor de conformidad con su voluntad, con todo lo que Él nos recomienda, lo que de nosotros desea, lo que nos manda. Éste es el amor de acción, amor genuino, verdadero, activo, a Jesús.

Amor de conformidad con su santa voluntad. Ésta nos la manifiesta en su vida y en sus obras, tal como nos las describen los santos Evangelios, en los inagotables misterios, como nos los presenta ante nuestra vista año por año la santa liturgia, para que ahondemos en ellos y conozcamos lo que de nosotros desea. «Aprended de mí» (Mt 11, 29). «Ejemplo os he dado para que vosotros también obréis así» (Ioh 14, 6). «El que quiera seguirme, niéguese a sí mismo, tome su cruz sobre sí y sígame» (Mt 16, 24).

 Él va delante de nosotros y nos llama diciendo: «Ven, sígueme» (Mt 19, 21). Y nosotros le seguimos con amor confiado, abnegado, dispuesto al sacrificio, con un amor que busca hacerse completamente semejante a Él, en su actitud interior y su sentimiento respecto del Padre, respecto del prójimo, respecto de nosotros mismos, respecto de la vida; en la acción externa y en el sentimiento.

Así convivimos nosotros, con amor gozoso, su vida y la vida de ascetismo voluntaria, de renunciamiento y de pobreza; la vida de humildad, de obediencia, de pureza, de alejamiento de lo opuesto a la voluntad de Dios; la vida de adoración a Dios, de tranquila soledad, de silencio, de oración, de trabajo y de sufrimiento en todas sus formas. Por este amor ante todo es por lo que luchamos para que nuestro querer, nuestro orar y nuestra vida entera se asemejen a su santa voluntad, a su palabra y a su ejemplo. Éste es el genuino y verdadero amor a Jesús.

Amor de complacencia. ¡Cómo nos alegramos por toda la grandeza y gloria que el Padre dio al Hijo de Dios hecho hombre en su entrada en la existencia terrena como herencia! ¡Cómo nos alegramos por la plenitud de la verdad y de la gracia que el Padre difundió sobre la naturaleza humana de Cristo; por la plenitud de la virtud que a Él sobre todos la distingue; por el poder que el Padre ha comunicado al Hijo hecho hombre; por cuanto le recibió en el Cielo y le hizo Señor y Rey del universo! «Tú solo eres el Santo, Tú solo el Señor, Tú solo el Altísimo, Jesucristo, con el Espíritu Santo en la gloria del Padre». ¿Y no ha de ser Él toda nuestra delicia? Cuando contemplamos su santísimo corazón y, por ejemplo, consideramos la letanía del Sagrado Corazón o la letanía del Santísimo Nombre de Jesús y todas esas grandezas, ¿podremos dejar de alegrarnos y felicitarle con el más ardiente amor de complacencia?

Nuestro amor de complacencia, con respecto al Señor, humillado, odiado y rechazado por tantos, se convierte en amor de compasión. Ese amor contempla amorosamente la Pasión del Señor tal como nos la describen los santos Evangelios; acompaña al Señor en todos los momentos, en todas las estaciones de su doloroso Vía Crucis; se coloca junto a María y Juan, bajo la cruz, y va penetrando cada vez más profundamente en el misterio del amor y de los sufrimientos de Jesús.

Convive sus ofensas, su deshonor, sus tormentos, su muerte. Con profundo dolor ve cómo aun hoy mismo el Señor es expulsado y rechazado por la humanidad, y condenado como impostor, en su persona, en su Iglesia, en sus sacerdotes, en sus fieles. El amor de compasión impulsa al alma a que, en la medida de sus fuerzas, pida perdón al Señor y le ofrezca expiación, a que con tanto mayor fidelidad y abnegación le consuele, como el ángel que bajó del cielo consoló al Señor en su aflicción en el huerto de los Olivos.

El amor de compasión hace fuerte al alma para los mayores sacrificios y renuncias, para la generosa participación en los dolores del Amado, para de esta manera alegrarle, de modo que al mismo tiempo sienta menos el mal con que le zahieren los hombres. ¡Cuán fructuoso, cuán precioso es este amor de compasión: un amor como el que le ofreció María cuando le siguió en el camino de la cruz!

El amor de benevolencia. ¿Qué es lo que le deseamos nosotros a Él, el Amado de nuestro corazón? Que Él sea reconocido, sea amado en su Persona, en su Evangelio, en sus misterios, en su Iglesia, en sus hermanos y hermanas. «El amor a Cristo nos apremia». Nos hacemos apóstoles de la oración, y día y noche elevamos nuestras manos para implorar bendición y gracias sobre la santa Iglesia, sobre el Santo Padre de Roma, sobre los obispos, sobre los sacerdotes, sobre todos los cristianos.

Ardemos en santo celo por las almas, que el Señor con su sangre ha redimido, de manera que sean arrancadas de las garras de Satanás y de la cadena del mundo, de manera que encuentren el camino que conduce a Cristo y, mediante Él, el camino que va al Padre. «El amor a Cristo nos apremia a fin de que nosotros mismos vivamos cada vez más puros para Él, que por nosotros murió y resucitó: a fin de que le honremos con nuestro obrar, con nuestra vida, para que le representemos dignamente a Él y a su espíritu ante el mundo, en nuestra familia, en nuestra profesión, para que en todas partes seamos un testimonio viviente a favor de Cristo mediante una vida verdaderamente cristiana, conforme con Cristo, en la imitación de Cristo, del Señor, pobre, humillado, obediente y crucificado.

3. A eso aspiramos con la confesión frecuente, a llegar a aquella pureza de espíritu y corazón que nos hace libres para el amor a Cristo, amor ardiente y dispuesto al sacrificio, de manera que con el Apóstol podamos decir: «Las cosas que en otro tiempo me eran ganancias, ésas por amor de Cristo las reputé quiebra. Y más todavía todas las cosas estimo ser quiebra, porque el conocimiento de mi señor Jesucristo, por quien de todas las cosas hice renuncia, está elevado sobre todo. Sí, las reputo basura para ganar a Cristo y para ser hallado justificado ante Él. Quisiera conocerle a Él y el poder de su resurrección y la comunión en sus dolores, y quiero asemejarme a Él en la muerte con el pensamiento de que llegaré a la resurrección de los muertos» (Phil 3, 7-11).

Aquí, en la tierra, amar es padecer. El verdadero amor a Dios y a Cristo es engendrado en la cruz y sólo bajo la cruz criado y llevado a la perfección. El que no quiere sufrir, no ama. El amor impulsa al sufrimiento porque en el sufrimiento puede poner de manifiesto toda su fuerza. Y el amor necesita manifestarse por necesidad interior. Ante todo, es el amor al Salvador el que impulsa al sufrimiento, ya que Él es el amor crucificado; la meditación de su Pasión despierta infaliblemente en un corazón amante el pensamiento de dolor y de expiación.

Oración

«Concédeme Tú, dulcísimo y amantísimo Jesús, que descanse en Ti sobre todas las cosas criadas; sobre toda salud y hermosura; sobre toda gloria y honra; sobre todo poder y dignidad; sobre toda ciencia y sutileza; sobre todas las riquezas y artes; sobre toda alegría y gozo; sobre toda fama y alabanza; sobre toda suavidad y consolación; sobre toda esperanza y promesa; sobre todo merecimiento y deseo; sobre todos los dones y regalos que puedes dar y enviar; sobre todo gozo y dulzura que el alma puede recibir y sentir, y, en fin, sobre todos los ángeles y arcángeles, y sobre todo el ejército celestial; sobre todo lo visible e invisible; y sobre todo lo que no eres Tú, Dios mío. Porque Tú, Señor, Dios mío, eres bueno sobre todo; Tú solo altísimo; Tú solo potentísimo; Tú solo suficientísimo y llenísimo; Tú solo suavísimo y agradabilísimo; Tú solo hermosísimo y amantísimo; Tú solo nobilísimo y gloriosísimo sobre todas las cosas, en quien están, estuvieron y estarán todos los bienes junta y perfectamente.

»¡Oh esposo mío amantísimo Jesucristo, amador purísimo, Señor de todas las criaturas! ¿Quién me dará alas de verdadera libertad para volar y descansar en Ti? ¿Cuándo me recogeré del todo en Ti, que ni me sienta a mí por tu amor, sino sólo a Ti sobre todo sentido y modo, y de un modo no manifiesto a todos? Ven, ven, pues sin Ti ningún día ni hora será alegre; porque Tú eres mi gozo. Miserable soy, y como encarcelado y preso con grillos, hasta que Tú me recrees con la luz de tu presencia y me pongas en libertad y muestres tu amable rostro» (KEMPIS, Imitación de Cristo, 3, 21).

 

24. El amor del cristiano al prójimo

«Un nuevo mandamiento os doy, y es que os améis unos a otros; y del modo que yo os he amado a vosotros así también os améis recíprocamente» (Ioh 13, 34).

 

1. «Como hubiese amado a los suyos, que vivían en el mundo, los amó hasta el fin. Y así, acabada la cena... se levanta de la mesa, se quita sus vestidos, y habiendo tomado una toalla, se la ciñe. Echa después agua en un lebrillo, y se pone a lavar los pies de los discípulos, y a enjugarlos con la toalla que se había ceñido» (Ioh 13, 1-5). He aquí un acto de amor humilde y servicial del Señor a sus discípulos. Y un segundo acto de amor:

 En la misma noche, «habiendo tomado pan, dio gracias, lo partió y se lo dio diciendo: Éste es mi cuerpo, que se da por vosotros: haced esto en memoria mía. Y asimismo tomó el cáliz y dijo: éste es el cáliz, el nuevo testamento de mi sangre, que por vosotros se derrama» (Lc 22, 19-20). ¿Pudo darnos más que lo que nos dio en la institución de la santísima Eucaristía, en el sacrificio de la santa Misa y en la sagrada comunión? ¡Verdaderamente, un amor sin límites! Lo sella al día siguiente, el Viernes Santo: «Mayor muestra de amor nadie puede dar que el sacrificar su vida por sus amigos» (Ioh 15, 13).

 Con este ánimo va el Señor al huerto de los Olivos, se deja atar por sus enemigos, se deja juzgar y azotar de la manera más ignominiosa. Se deja coronar de espinas y clavar en la cruz. Por amor a nosotros, para expiar nuestras culpas y para conciliarnos la gracia del Padre, para que Él nos acepte como sus hijos queridos y nos dé la felicidad de su amor.

Cuando se acerca la hora de la despedida deja a los suyos con el maravilloso testamento de su carne y de su sangre, el legado de su corazón: «Nuevo mandamiento os doy: amaos los unos a los otros como Yo os he amado». El amor de Jesús a nosotros debe ser la medida para el amor que nosotros debemos tenernos. Y ¿cómo nos ha amado Él? «Como mi Padre me ha amado, así también os he amado Yo a vosotros» (Ioh 15, 9). ¿Puede haber un amor más noble y sublime que el amor con que el eterno Padre ama a su Hijo? Con un amor igualmente noble y sublime nos ama Jesús y nos da su mandamiento: que nos amemos los unos a los otros con aquel amor con que Él nos ama.

Luego da Jesús un distintivo característico con que se reconocerá a los suyos. No es, por ejemplo, el consuelo sencillo o un fuego arrebatador en la oración; no es alguna acción extraordinaria, ni un estado extraordinario del alma; no son tampoco los milagros; no son dones extraordinarios de gracia, ni sentimientos ni ideas; es el amor al prójimo. «En esto conocerán todos que sois discípulos míos, en que os tengáis amor unos a otros» (Ioh 13, 35). Éste es el gran mandamiento: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón. Éste es el primero y mayor mandamiento. Pero el otro es semejante a éste: Amarás al prójimo como a ti mismo» (Mt 22, 37-39).

 

2. El amor al prójimo, en sentir de Cristo y del cristiano, no es un amor meramente natural que ama al prójimo a causa de sus prendas naturales, por ejemplo, una persona noble, o atractiva, o simpática, etc. Eso sería un amor al prójimo por el hombre que encontramos en él. Puede ser este amor noble, muy noble, pero no es el amor cristiano. Éste es un amor sobrenatural con el que en el prójimo amamos a Dios.

Amamos al prójimo por Dios y con el mismo amor con que amamos a Dios y a Cristo. El verdadero y cristiano amor al prójimo es amor a Dios. Amamos en el prójimo a Dios, la criatura de Dios, los dones y la gracia de Dios, al Hijo de Dios, al hermano y hermana de Cristo, a un miembro de Cristo, es decir, a Cristo mismo. «Lo que habéis hecho con el más pequeño de mis hermanos, lo habéis hecho conmigo». «Estuve hambriento y me disteis de comer. Estuve sediento y me disteis de beber... En verdad os digo: lo que hicisteis al menor de mis hermanos, eso me lo habéis hecho a mí» (Mt 25, 34 ss). Llega Saulo a las cercanías de Damasco. De las autoridades de Jerusalén había recibido el permiso necesario para poder llevar presos a Jerusalén a los discípulos de Cristo de quienes pudiera apoderarse. Cuando llega a Damasco, de repente le envuelve con sus rayos una luz del cielo. Saulo cae derribado en tierra y percibe una voz que le grita: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?». –«¿Quién eres Tú, Señor?», pregunta él. –«Yo soy Cristo, a quien tu persigues» (Act 9, 2-5).

El amor cristiano al prójimo brota de la fe sobrenatural, que ve en el hombre algo más que sólo el hombre de carne y sangre. Si no hay fe sobrenatural no hay verdadero amor cristiano; si hay poca fe, habrá necesariamente poco amor cristiano. El amor cristiano al prójimo no es en el fondo otra cosa que la extensión del amor de Dios al prójimo. La razón determinante, el verdadero motivo de nuestro amor al prójimo es Dios mismo. Nuestro amor sobrenatural se aplica en primer término a Dios, y en segundo lugar al prójimo. Pero es un solo y mismo amor sobrenatural. Por eso nuestro amor a Dios es exactamente tan profundo, tan amplio y tan poderoso como es nuestro amor al prójimo. «Si alguien dice: amo a Dios, y odia a su hermano, ése es un embustero. Porque quien no ama al hermano suyo, a quien ve, ¿cómo puede amar a Dios, a quien no ve? Y de Dios tenemos este mandamiento: Que quien ama a Dios ame también a su hermano» (1 Ioh 4, 20-21).

Así, pues, el amor al prójimo está íntimamente unido con el amor a Dios, y el precepto del amor al prójimo con el precepto del amor a Dios. Y lo está de manera que el apóstol San Juan, a la virtud del amor al prójimo, atribuye los mismos efectos que al amor a Dios. «Sabemos que hemos pasado de la muerte [del pecado] a la vida [de la gracia, de la filiación divina] porque amamos a nuestros hermanos: Quien no ama, continúa en la muerte [del pecado]» (1 Ioh 3, 14). Y San Pablo se refiere al amor a Dios y al prójimo cuando entona el himno del amor: «Si hablare las lenguas de los hombres y de los ángeles, pero no tuviere caridad, me habré hecho bronce que resuena, o címbalo que clamorea. Y si tuviere el don de profecía, y supiere todos los misterios y toda la ciencia..., no sería nada» (1 Cor 13, 1 ss). El amor a Dios y al prójimo son un solo y mismo amor.

El amor cristiano al prójimo es un amor de complacencia en todos los dones y bienes naturales y sobrenaturales que la gracia de Dios ha obrado y obra en el prójimo. Por ello nos alegramos y felicitamos al prójimo por estas muestras del amor de Dios para con él. Ese amor es en gran parte amor de compasión y de participación amorosa en sus debilidades y en sus faltas; una compasión sincera del prójimo por el pecado en que está envuelto, por la desgraciada eternidad que le espera si no se convierte.

El amor cristiano del prójimo es amor de benevolencia para con el prójimo: en primer lugar, le deseamos lo que conviene a su vida sobrenatural: gracia de Dios, perdón del pecado, las gracias que necesita, las inspiraciones e iluminaciones sobrenaturales, fuerza para el bien, la gracia de la perseverancia y la bienaventuranza eterna; en segundo lugar, le deseamos todos aquellos bienes y valores temporales que en la consecución de su eterna felicidad ayudan y hacen progresar.

El amor cristiano al prójimo es un amor de acción, un amor activo que se esfuerza sinceramente por no perjudicar en manera alguna, interior o exteriormente, en palabras ni obras, al amor. Un amor de acción que hace todo lo que está en sus fuerzas y lo que las circunstancias del momento le permiten, para mostrar positivamente su amor al prójimo. San Pío X dice con razón: «Para que Cristo se forme en todos, hay que insistir en que nada hay más eficaz que el amor». El amor abre los corazones y da poder sobre ellos. Ningún otro lenguaje comprende mejor el corazón del hombre que el lenguaje del amor. De ninguna manera podemos conquistar mejor al prójimo para Cristo y para Dios, que con un amor sincero y práctico.

 

3. ¿En qué podemos conocer sin mucho esfuerzo y con gran seguridad si hacemos provechosamente la santa confesión? En que cada vez nos interese más cumplir el santo mandamiento del amor al prójimo. Practicar la confesión frecuente y fallar en el amor al prójimo, seguir descuidados, sin celo sobrenatural por la salvación de las almas; practicar la confesión frecuente y obrar inconscientemente, hablar contra el amor, ser impacientes, duros, faltos de amor al prójimo... ésas son cosas inconciliables.

Por aquí tenemos que empezar, a fin de comprender y vivir el precepto del amor a Dios y al prójimo, incluso hasta amar al enemigo. Así podemos comprobar el estado de nuestra vida interior, nuestro amor a Dios y a Cristo, nuestra sincera voluntad de amar, en noble lucha por el amor. Faltas de flaqueza habrá también en este terreno; pero no cesaremos en nuestro esfuerzo por seguir adelante y alcanzar el dominio de toda clase de debilidades humanas anejas a nuestra naturaleza. Pero, de manera especial, tenemos que poner nuestro empeño en no cometer jamás y por ningún precio una falta consciente y deliberada contra el amor. En el examen de conciencia para la santa confesión, lo mismo que en el de cada noche, dedicaremos especial atención a nuestros esfuerzos por sentir y practicar el amor cristiano al prójimo. También nuestro propósito tiene que encaminarse en gran parte a que demos amor, suframos con amor y perdonemos con amor. «El amor sea sin fingimiento.

Tened horror al mal y aplicaos perennemente al bien; amándoos recíprocamente con ternura y caridad fraternal, procurando anticiparos unos a otros en las señales de honor y de deferencia. No seáis flojos en cumplir vuestro deber. Sed fervorosos de espíritu, acordándoos que es al Señor a quien servís. Alegraos con la esperanza del premio. Sed sufridos en la tribulación; en la oración continuos; caritativos para aliviar las necesidades de los santos o fieles; prontos a ejercer la hospitalidad. Bendecid a los que os persiguen; bendecidlos y no los maldigáis. Alegraos con los que se alegran y llorad con los que lloran. Estad siempre unidos en unos mismos sentimientos y deseos. No blasonando de cosas altas, sino acomodándoos a lo que sea más humilde. No queráis teneros dentro de vosotros mismos por sabios o prudentes.

A nadie volváis mal por mal; procurando obrar bien no sólo delante de Dios, sino también delante de todos los hombres. Vivid en paz, si ser puede, y cuanto esté de vuestra parte, con todos los hombres. No os venguéis vosotros mismos, queridos míos, sino dad lugar a que se pase la cólera, pues está escrito: A mí toca la venganza; yo haré justicia, dice el Señor. Antes bien, si tu enemigo tuviere hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber; que con hacer eso amontonarás ascuas encendidas sobre su cabeza. No te dejes vencer del mal o del deseo de venganza, más procura vencer al mal con el bien o a fuerza de beneficios» (Rom 12, 9 ss).

«La caridad es paciente, es benigna: la caridad no tiene envidia, no se vanagloria, no se ensoberbece; no es ambiciosa, no busca su propio interés, no se irrita, no piensa mal. No se huelga en la injusticia, antes se complace en la verdad [= justicia]; a todo se acomoda, todo lo cree, todo lo espera, todo lo aguanta» (1 Cor 13, 4-7). Preciosas indicaciones para el examen de conciencia y para el propósito. Y cuando hemos pecado conscientemente contra la caridad o la hemos practicado demasiado poco, entonces se produce un serio y hondo arrepentimiento, que se apodera de la voluntad entera y la fortalece interiormente, de manera que hace de nuestra vida una vida de amor.

Cuando hacemos la santa confesión con esta seriedad, podemos estar convencidos de que ella resulta fructuosa y bendecida por el Señor.

 

Oración

Señor, que la gracia del Espíritu Santo ilumine nuestros corazones y los refrigere abundantemente mediante las delicias de la caridad perfecta.

¡Oh Dios, amigo y guardián de la paz y de la caridad, da a todos nuestros enemigos verdadera paz y verdadera caridad! ¡Asegúrales el perdón de todos los pecados y condúcelos a la vida eterna! Amén.

 

25. Nuestra vida de oración

Otro fruto característico de la confesión frecuente tiene que ser una vida honda de oración constante.

 

1. Es algo conmovedor la oración del sumo sacerdote Cristo en el santísimo sacramento del altar, en el tabernáculo. En él ora, ama, agradece, alaba, suplica y expía sin interrupción, sin cansancio, día y noche. Eleva una oración tan pura, tan santa, tan íntima, tan infinitamente valiosa, que el ojo del Padre se posa con infinita complacencia sobre este suplicante y acepta esta oración con divina complacencia.

Nuestra oración queda a menudo interrumpida por el trabajo, por la conversación, por las distracciones y necesidades de la vida cotidiana. Es una oración a menudo fría, sin fervor, sin atención y sin temor, precipitada y superficial. Sentimos la diferencia entre la oración de Jesús y la nuestra, y por eso, desde lo profundo de nuestra miseria, elevamos nuestra humilde súplica al Salvador: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11, 1).

¿Quién deberá tener estas súplicas más íntimamente en el corazón y en los labios, que el que va con frecuencia a la santa confesión y aspira seriamente a la perfección? ¿Y quién podrá disfrutar más de la gracia de la oración, que el que pone todo su celo en libertarse de toda falta consciente, de las imperfecciones y de todas las aficiones desordenadas a cosas, hombres y, sobre todo, a sí mismo? Eso es lo que queremos en la confesión frecuente. Y ¿en qué deberán mostrarse la eficacia y la fecundidad de la santa confesión y comunión frecuente más que en una sana y perfecta vida de oración?

La confesión frecuente, bien hecha, forma necesariamente almas que saben orar, hombres cristianos que con aplicación y gusto se elevan a Dios y a Cristo sin interrupción; que con Dios y con Cristo viven una vida continua de adoración, de alabanza, de agradecimiento, de súplica y de expiación. Ellos realizan la palabra del Salvador: «que en todo tiempo hay que orar y no desfallecer» (Lc 18, 1).

Esta vida de oración es una característica distintiva del hombre nuevo, sobrenatural, transformado en Dios. Él vive en otro mundo completamente diferente que las personas que no oran. Su ambiente no es el mismo que el de los demás. A sus pensamientos y a las aspiraciones de su alma entera les da una dirección completamente distinta. No tiene ni los mismos intereses, ni las mismas intenciones que otros hombres.

Cuando algo emprende, obra de otra manera que el hombre que no ora. Sus ideas acerca del mundo y de la vida son claras y definidas, pero se diferencian en mucho de las de los demás. Los fenómenos y acontecimientos de este mundo le producen menor impresión que a los otros, de manera que se le considera frío, insensible e impasible. Una serenidad clara y segura le diferencia de los otros que no conocen otra cosa que la constante lucha por el éxito y el progreso en el sentido del mundo.

2. ¿En qué consiste la vida de oración, la oración constante? No consiste en un sinnúmero de oraciones vocales, ni en la oración interior ininterrumpida, ni en el incesante pensamiento puesto en Dios y en las cosas divinas, ni en la atención continua del espíritu a Dios, presente en nosotros y alrededor de nosotros. No consiste en un número definido de actos, de prácticas y jaculatorias; consiste más propiamente en una actitud permanente y en una dirección de la voluntad por la cual todo lo que hacemos y padecemos se convierte en oración continua.

Nuestra vida será una oración continua cuando se haya convertido en costumbre y en una segunda naturaleza la disposición constante de amor a Dios, de confianza en Dios, de sumisión a su santa voluntad en todas las cosas y sucesos. Uno está firme, resuelto a no hacer conscientemente nada que desagrade a Dios, al Salvador. Uno tiene la aspiración de vivir en la conformidad más completa con la voluntad de Dios, en agradar en todo a Dios y al Salvador, en no negar jamás nada a Dios y al Salvador, y en recibirlo todo de la mano de Dios tal como Él lo da y lo quita: trabajo, deber, sacrificio, padecimientos, circunstancias, disposiciones, alegrías.

 No siempre piensa uno en Dios, pero jamás se detiene voluntariamente en un pensamiento inútil y menos en un pensamiento malo. No practica constantemente actos de adoración, no recita constantemente oraciones; el espíritu está en el trabajo, en el deber, pero el corazón y la voluntad están siempre vueltos hacia Dios, atentos a Dios, dispuestos a hacer su voluntad y a someterse en todo a ella. El hombre vive en un olvido completo de sí mismo y todos sus deseos e inclinaciones los tiene orientados hacia Dios.

La oración es disposición del espíritu, orientación de la voluntad, unión de ésta con Dios y con Cristo, caridad, abnegación, obediencia, paciencia silenciosa, buena opinión y santo celo. Mediante la meditación diaria se alimenta, se manifiesta en todo el modo de obrar, en pensamientos y juicios, en el odio contra el mal, en el interés por Dios y por Cristo, en la oración vocal y las jaculatorias a menudo repetidas, que como llamas, casi naturalmente y, por decirlo así, por sí mismas, brotan del ascua de la oración y del amor a Dios que arde en lo más profundo del corazón.

 

3. Una tal oración «continua», una tal disposición honda e íntima de la voluntad y de la oración, una tal prontitud y decisión santas de estar enteramente unido con la voluntad de Dios y entregarse a Él, tienen que ser el fruto de la frecuente confesión. La oración pura es una fuerza santificadora y transformadora del hombre en su interior y en su exterior. Cuando nuestra oración no nos hace diariamente más entregados a la voluntad de Dios, ni más despegados de la propia voluntad, más sumisos y pacientes, cuando no nos hace siempre más obedientes, más humildes, más amorosos, más sufridos y perdonadores, más bondadosos y benévolos para con los otros, entonces la confesión no es buena y pura.

        La verdadera oración produce una voluntad sincera y pronta para referir toda obra diaria, todas las circunstancias, sucesos y acontecimientos, fracasos, padecimientos y esfuerzos a Dios y a Cristo, y hacerlo y aceptarlo todo con sumisión a Dios y en unión con el sentimiento y la oración del sacratísimo corazón de Jesús. He aquí el precioso fruto de la confesión frecuente, en la que el alma se hace cada día más pura y libre, mas unida con Dios y más transformada en el espíritu de Cristo.

 

Oración Señor, enséñanos a orar. Amén.

26. La Santa Comunión frecuente

 

«Yo soy el pan de vida. Quien come de este pan, vivirá eternamente. En verdad, en verdad os digo: si no comiereis la carne del Hijo del hombre y no bebiereis su sangre, no tendréis vida en vosotros» (1 Ioh 6, 48, 52, 54).

 

1. Nosotros buscamos la vida, la verdadera vida, la vida eucarística, y la encontramos en la sagrada comunión. En los otros sacramentos de la Nueva Alianza tan sólo actúa una fuerza que procede de Cristo, pero Cristo no está presente en ellos personalmente con su divinidad y humanidad, con su alma y su cuerpo. Otra cosa sucede con el santo sacramento de la Eucaristía, con la sagrada comunión. Aquí, sólo aquí está personalmente presente, bajo la clara figura de pan, el autor primero y fuente de todas las gracias, de toda la vida sobrenatural, presente no sólo con su divinidad, sino al mismo tiempo con su humanidad, con su cuerpo y su alma. ¿Para qué? Para dársenos como alimento. «Mi carne, verdaderamente, es comida» (Ioh 6, 55).

El alimento conserva la vida, la fortalece, restaura las fuerzas perdidas y da alegría y goce. Algo semejante produce el disfrute de esta comida sobrenatural. Ella nos conserva la vida sobrenatural; nos fortalece para que podamos resistir a las diferentes influencias perniciosas, a las tentaciones y a la lucha contra los enemigos de nuestra alma. También eleva nuestra vida sobrenatural. Es verdad que ya la poseemos, pero tiene que crecer y llegar a la cumbre de la vida cristiana. Para ello necesitamos del alimento de la sagrada comunión. Nos trae la restauración de lo que hemos gastado en la vida cotidiana en empuje espiritual, en amor, en fervor y celo, a causa de la codicia de los pecados y faltas diarias. Finalmente, la sagrada comunión produce alegría espiritual sobrenatural, es decir, una actitud elevada del alma que nos facilita la lucha, acrecienta nuestro valor y nos hace fuertes para los sacrificios que exige la vida de una verdadera imitación de Cristo.

La sagrada Eucaristía es el sacramento de la unión. Comunión significa eso: unión, hacerse uno. En la recepción de la sagrada comunión se verifica una unión maravillosa, sobrenatural, entre el Señor, que se nos da en alimento, y nuestra alma. La comunión es una íntima unión, un hacerse el Señor uno con nosotros, una unión que nos compenetra y santifica. El Señor quiere hacerse con nosotros, por decirlo así, un solo corazón y una sola alma. Su espíritu penetra con su luz de la fe y hace que todas las cosas de la vida las veamos en la caridad de Dios; palpamos como con las manos la vanidad de todo lo que no es Dios, ni para Dios, ni conduce a Dios; sólo una cosa resulta para nosotros grande y de importancia: lo divino, lo eterno. La voluntad de Cristo, más fuerte, más noble, más santa, se une a nuestra voluntad, y la cura de su debilidad, de su inconstancia y de su egoísmo; nos comunica su fuerza divina, de suerte que, llenos de valor, podemos decir con San Pablo: «Todo lo puedo en Aquél que me conforta» (Phil 4, 13); la fuerza de Cristo nos sostiene.

En virtud de su fuerza, nos sentimos suficientemente robustos para hacer y sacrificar lo que Dios quiere de nosotros, El corazón de Cristo, el corazón lleno de amor ardiente a Dios y al prójimo, su corazón, plenitud de toda virtud y santidad, se une al nuestro para inflamarlo de su alma. Entonces nos sentimos penetrados de fuerza para el bien, y en nosotros vive una resolución duradera, inquebrantable, de hacerlo todo para Dios, sufrirlo todo y no negar a Dios nada. Esto es la sagrada comunión; ella nos transforma. Poco a poco, van cambiando nuestros pensamientos, nuestras ideas, nuestras normas de obrar: recogemos en nuestro espíritu los pensamientos, juicios y normas fundamentales de Jesús.

Asimismo se transforman nuestro querer y nuestros deseos: queremos, ansiamos, aspiramos a lo que Cristo quiere y desea. Nuestro corazón se despoja del amor propio desordenado, de sus inclinaciones y apegos meramente naturales; nuestro amor se vuelve cada vez más y más a Dios. En nosotros vive y actúa el Espíritu de Cristo. Decimos, con San Pablo: «Ya no vivo yo, sino más bien es Cristo el que vive en mí» (Gal 2, 20).

Entonces experimentamos lo que el Señor ha prometido: «El que come mi carne y bebe mi sangre, ése permanece en Mí y Yo en él» (Ioh 6, 56), no en el sentido de que Cristo, hasta con su humanidad, con su cuerpo y alma, habite siempre en nosotros, mientras vivamos en estado de gracia, sino más bien que Cristo, según su humanidad, por virtud de la unión eucarística en la santa comunión, permanece unido con nuestra alma de una manera especial: el espíritu de Cristo, el Espíritu Santo, que vive en el alma de Cristo, vive también en nosotros y moldea en nosotros los sentimientos de Cristo; y esto en virtud de la unión especial, del «parentesco de sangre» que Él, mediante la sagrada comunión, ha contraído con nosotros. «Cristo está en nosotros por su Espíritu, el cual nos comunica, y por el que de tal suerte obra en nosotros, que todas las cosas divinas llevadas a cabo por el Espíritu Santo en las almas se han de decir también realizadas por Cristo». «El sacramento de la Eucaristía... nos da al mismo Autor de la gracia sobrenatural para que tomemos de Él aquel espíritu de caridad que nos haga vivir no ya nuestra vida, sino la de Cristo, y amar el mismo Redentor en todos los miembros de su cuerpo social» (Pío XII, encíclica Mystici corporis, de 29-6-1943).

 

2. El 20 de diciembre de 1905 publicó San Pío X su célebre decreto sobre la comunión. En él enumera las condiciones que son necesarias para recibir la comunión frecuente y diaria.

Siempre impera el principio fundamental: «Lo santo para los santos»; sólo con una buena preparación logrará su provecho la santa comunión, sobre todo la comunión frecuente. Se puede recibir la sagrada comunión, hasta la comunión diaria, de manera que no lleve a uno la santidad, sino que le sirva para su perdición.

Para poder recibir frecuentemente, diariamente, la sagrada comunión se requiere lo siguiente: 1.°, que uno se halle en estado de gracia santificante, es decir, que no tenga conciencia de ningún pecado grave; 2.°, que se reciba la sagrada comunión «con intención recta y devota». «La intención recta consiste en que nos acerquemos a la sagrada mesa, no por costumbre, ni por vanidad, ni por consideraciones humanas, sino con el deseo de servir la voluntad de Dios y de unirnos a Dios más íntimamente en caridad, y, mediante este medio divino de curación, librarnos de las propias faltas y flaquezas». Luego recalca el decreto, expresamente, que es muy de desear que uno esté libre hasta de los pecados veniales, por lo menos de los completamente deliberados, y de un apego a ellos, aunque basta no tener en la conciencia ningún pecado mortal y estar resuelto a no pecar más en el porvenir. Finalmente, dice: «Cuando existe verdadera voluntad de no pecar más en adelante, llegará uno, sin duda alguna, a verse libre lentamente, mediante la sagrada comunión, hasta de los pecados veniales y del apego a ellos».

Cuando esto no sucede, ¿qué pasa? Algunos teólogos dicen que en este caso, es decir, en el caso de la recaída en los mismos pecados, habría falta de fruto y de recta intención. El regular la frecuente comunión queda confiado a la sabia decisión del confesor. Finalmente, recalca el decreto la necesidad de una correspondiente preparación y acción de gracias.

 

3. ¿Habrá sido la confesión frecuente en la época anterior al decreto de comunión de San Pío X tan sólo un «substitutivo» de la comunión frecuente, de suerte que hoy propiamente no tenga derecho a subsistir? Así se ha escrito todavía hace poco tiempo.

Pero de ninguna manera. Ambas son de importancia vital y ambas subsisten con razón: la confesión frecuente y la comunión frecuente. Pío XII defiende con resolución «el uso devoto de la confesión frecuente», pero al mismo tiempo supone la recepción frecuente de la comunión (Enc. Mystici corporis). ¡Cuán a menudo en sus muchas fervorosas alocuciones llama a los fieles a la recepción de la sagrada comunión!

La confesión frecuente y la comunión frecuente corren parejas, persiguen la misma finalidad: la victoria sobre el mal y sobre todo pecado, y la perfección de la vida cristiana en la santa caridad. Cuanto mejor practicamos la confesión frecuente, con tanta mayor seguridad y perfección «se desarraigan las malas costumbres, se hace frente a la tibieza e indolencia espiritual, se purifica la conciencia» (encíclica Mystici corporis). Ahondamos en la «humildad cristiana», dice allí mismo. Y a los humildes da Dios su gracia. De esta manera la confesión frecuente sirve de manera excelente para la frecuente recepción de la sagrada comunión. Ella garantiza «la recta intención» en toda su amplitud y en toda su seriedad, de una manera seguramente completa, y sirve maravillosamente para la eficacia de la comunión frecuente.

Seguramente no corresponde al sentido de la encíclica de Pío XII el hecho de que en ciertos círculos se haya rebajado el alto aprecio de la confesión frecuente. Los que tal hacen, «adviertan... que acometen una empresa extraña al espíritu de Cristo y funestísima para el cuerpo místico de nuestro Salvador».

Cultívese la comunión frecuente y diaria. Pero no en el sentido de que se rechace la confesión frecuente fundándose en la acción perdonadora de los pecados que tiene la sagrada comunión.

Es verdad que la sagrada comunión perdona los pecados veniales cometidos, gracias al acto de caridad que la comunión inspira. Pero si, como sucede en la confesión, se dedica especial atención a los pecados veniales, a vencerlos, entonces la confesión frecuente necesariamente robustecerá y promoverá los efectos de la sagrada comunión. Por lo demás, la confesión frecuente sirve también para crecer en la gracia y en la caridad santa, y, por lo mismo, se dirige al mismo fin que la sagrada comunión.

Es verdad que en muchos no produce su fruto la comunión frecuente y que muchos carecen de «recta intención». Para esos muchos, para profundizar la recepción de la sagrada comunión y hacerla verdaderamente fructuosa, apenas podría haber medio mejor que la seria frecuentación del sacramento de la penitencia con un sacerdote celoso que se preocupe de ellos.

Así pues, sean ambas cosas, la confesión frecuente y la frecuente y diaria comunión, un don sagrado y apreciado que nos hace Dios.

 

Oración

 

Señor, yo no soy digno de que entres en mi pobre morada, pero di tan sólo una palabra y mi alma será sana y salva. Amén.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Apéndice

 

  1. Para la recepción del sacramento de la penitencia
  2.  

1. Confesarnos bien tan sólo nos es posible con la gracia de Dios. Por eso empezamos la santa confesión con la oración, para implorar la luz y la fuerza del Espíritu Santo.

2. El examen de conciencia versa tan sólo sobre unos pocos puntos esenciales que para nuestra vida interior y nuestro esfuerzo son más importantes. A ello pertenecen los propósitos de la última confesión, si hemos trabajado en ellos y hasta qué punto; además, alguna infidelidad mayor, sobre todo si con ella hemos dado escándalo y originado choques con otros.

3. Especialmente importante es para nosotros el dolor con el propósito.

Dolor y propósito Me duelo de todo corazón de mis pecados porque con ellos he merecido de Ti justo castigo. Especialmente me duelo de ellos porque con ellos te he ofendido tan a menudo y tan gravemente a Ti, Dios mío y Señor mío, mi Padre amantísimo y mi mayor bienhechor. De todo corazón te pido perdón, Dios mío, por todo lo que he pecado contra Ti. En verdad quiero corregirme, no pecar más y, por lo mismo, evitar toda ocasión de pecado.

Con hondo dolor de mi alma me confieso ante Ti Dios infinito, de mis muchos pecados y faltas con que te he ofendido.

Por tu infinito amor y compasión me has aceptado en tu Hijo, Jesucristo, también por hijo tuyo, a quien Tú pensaste amar y honrar con todo tu divino amor. Innumerables gracias y beneficios me has hecho Tú; hasta me has llamado para descansar «bienaventurado» sobre tu corazón paterno, como hijo tuyo, por toda la eternidad, participando de las alegrías y delicias que Tú mismo gozas en divina plenitud. Por todos estos beneficios no has reclamado de mí otro agradecimiento sino que te ame y te sirva.

En cambio, yo aun esta misma semana, te he correspondido de nuevo con ingratitud. ¡Qué dolor tendrá que causarte el que yo, para Ti y para tu amor, haya tenido de nuevo tanta ingratitud, tanta frialdad e infidelidad! ¡Qué doloroso tiene que serte el que yo, a Ti, a tu amor, haya preferido las cosas vanas y baladíes de esta tierra, sus goces y alegrías!

Reconozco cuán injusto he sido contigo por mis pecados y faltas. De corazón me arrepiento de haberme portado contigo tan falto de agradecimiento y amor y te ruego que me perdones.

Otra oración de arrepentimiento Yo te adoro, mi amantísimo Jesús, pendiente como estas del árbol de la cruz, sangrando de mil heridas y sufriendo dolorosísimos tormentos. Reconozco lo que por mí has hecho. Confieso que con mis muchos pecados e infidelidades te he causado los más amargos sufrimientos.

Con humildad y contrición me postro delante de Ti y pido perdón. Siento el más profundo dolor de que a tu amor, a tus padecimientos y a tu muerte haya correspondido con tanta ingratitud. He olvidado el amor que me tienes, me he apartado de Ti y me he vuelto a las cosas vanas de este mundo.

¿Cómo pude ser tan falto de amor y gratitud para contigo? Me pesa de haber procedido así contigo.

Hago el propósito de no cometer jamás un pecado, sobre todo este pecado..., con el que tan a menudo te he ofendido.

Quiero, en cuanto pueda, evitar cuidadosamente la ocasión de pecar, sobre todo este trato..., esta lectura..., esta ocasión de pecar.

Quiero vigilar con todo cuidado mis sentidos, renunciar por completo y morir a esta pecaminosa costumbre..., y a esta tentación..., resistir siempre, en el primer momento y en todo tiempo.

Quiero emplear exacta y concienzudamente los medios que reconozco necesarios para mi mejoramiento y que el confesor me ha de indicar. Perdono en verdad y de todo corazón a todos los que me han hecho algún mal, así como yo ahora y en mi lecho de muerte espero alcanzar de Ti, Dios mío, el perdón de mis pecados.

Quiero dar satisfacción, en cuanto pueda, por la injusticia cometida por mí contra Dios y los hombres.

 

Después de la confesión

 

De todo corazón te doy gracias, Dios misericordioso, por haber perdonado de nuevo mis pecados. Lo que en mi arrepentimiento y en mi confesión ha habido de imperfecto y defectuoso, eso perfecciónalo bondadosamente en tu misericordia.

En satisfacción de las ofensas que te he inferido con mis pecados y en expiación del castigo merecido, te ofrezco el amargo padecimiento, la preciosa sangre, los infinitos méritos de Jesucristo, tu Hijo y Redentor mío, y junto con eso los méritos de la Santísima Virgen María y de los santos, y, en especial, también las penitencias y satisfacciones que todos los santos penitentes con tu gracia han realizado, y también esta mi penitencia, tan pequeña y enteramente indigna, que con humildad y obediencia quiero hacer.

Asimismo, en unión con las satisfacciones de mi Salvador crucificado, te ofrezco todo lo que en mi vida entera con tu gracia haré de bueno y las contrariedades que he de sufrir.

Y ahora de nuevo me arrepiento de todos mis pecados, renuncio con toda el alma y en tu santa presencia al pecado y a todo placer pecaminoso. «Vete y no quieras pecar más», dijiste Tú, Señor, y eso es lo que yo me digo también ahora: no quiero pecar más. Renuevo delante de Ti los propósitos que he formado, sobre todo el propósito de evitar este pecado..., esta ocasión... y poner en práctica este medio...

Lo he prometido y quiero también cumplirlo. A Ti, Dios mío, quiero servirte fiel y constantemente, caminar siempre dentro de tus mandamientos y antes morir que pecar. Ningún honor y riqueza, ninguna pasión ni consideración humana, ningún placer ni aflicción, ni la vida ni la muerte, ni ninguna otra criatura, nada me ha de separar del amor a Cristo.

Pero Tú conoces mi flaqueza, oh Dios mío. Dame, pues, la gracia de permanecerte fiel hasta la muerte, y Tú mismo ayúdame para que en toda tentación busque mi refugio en Ti. ¡Oh crucificado Salvador mío!, en todo peligro de pecar, tráeme el recuerdo de tu dolorosa pasión, y no permitas que me separe de Ti. Ayúdame, ¡oh María, mi protectora! Alcánzame de tu hijo la gracia de la perseverancia y de una muerte feliz. Amén (Según SCHOTT, Messbuch der heiligen Kirche).

 

2.A) Las faltas e imperfecciones de los llamados cristianos devotos

 

En el primer libro de su obra Noche Oscura, traza San Juan de la Cruz un cuadro de las imperfecciones de los cristianos devotos, a quienes él llama principiantes. Damos a continuación un corto resumen del mismo.

 

1. Soberbia. Los principiantes experimentan tal celo y tal ansia por las prácticas de piedad, que esta actitud dichosa, a causa de su imperfección, suscita a menudo ocultos movimientos de orgullo y una cierta complacencia de sí misma; algunos llegan a tal grado de deslumbramiento, que ellos solos quisieran ser considerados como verdaderamente devotos; en toda ocasión se les ve hablar y obrar como si ellos condenaran a todos los demás; inclinados siempre a rebajar el mérito de los otros, pregonan la paja en el ojo del prójimo, pero no reparan en la viga de su propio ojo; cuando se trata del prójimo, cuelan los mosquitos y ellos se tragan los camellos.

A algunos poco se les da de las propias faltas, mientras otras veces se afligen en exceso, porque tienen una alta opinión de su propia santidad; luego se tornan coléricos e impacientes contra sí mismos, lo cual descubre una nueva imperfección. A menudo, con el corazón angustiado, imploran a Dios para que tenga a bien librarlos de sus faltas y malas inclinaciones, pero esto lo hacen más para no sufrir bajo ellas y vivir en paz, que para ser gratos a Dios (Cf. SAN FRANCISCO DE SALES, Filotea, 3, 9).

 

2. Avaricia espiritual. Tienen muchos de estos principiantes, también a veces, mucha avaricia espiritual, porque apenas los verán contentos con el espíritu que Dios les da. Andan muy desconsolados y quejosos porque no hallan el consuelo que querrían en las cosas espirituales. Muchos no se acaban de hartar de oír consejos, y aprender preceptos espirituales, y tener y leer muchos libros que traten de esto, y se les va más en esto el tiempo que en obrar la mortificación y perfección de la pobreza interior de espíritu que deben.

A menudo tienen la pasión de llevar y tener estampas piadosas, rosarios, etc., y apegan su corazón a estas cosas de tal manera, que contradice a la pobreza de espíritu. Si se quiere llegar a la perfección, hay que acabar con la inclinación dominante a esas cosas... Quienes desde un principio caminan inmediatamente como se debe, ésos no se apegan a los medios visibles, y no quieren saber más que lo que basta para un recto comportamiento.

 

3. Lujuria espiritual. Muchos de los principiantes tienen muchas imperfecciones que se podrían llamar lujuria espiritual, no porque así lo sea, sino porque procede de cosas espirituales. Porque muchas veces acaece que en los mismos ejercicios espirituales, sin ser en mano de ellos, se levantan y acaecen en la sensualidad movimientos torpes. Como estos movimientos no dependen del poder de nuestra propia voluntad libre, tienen su origen en una de las tres causas siguientes, a saber: en hombres de complexión delicada, de la dulzura en que en la piedad se mueve hasta la misma naturaleza...

El alma puede con su espíritu estar ocupada con Dios en la oración; mas, por otra parte, en las potencias sensibles, puede experimentar alteraciones sensuales sin asco y sin resistencia. Una segunda causa es el diablo, que con tales movimientos pretende inquietar al alma en su oración. Y cuando el alma considera esos movimientos de la esfera sensual algo importantes, el diablo le ocasiona grandes daños... Una tercera y frecuente causa de tales movimientos es el temor mismo de esos movimientos y representaciones.

Algunos, bajo pretextos espirituales, entran con ciertas personas en amistades que a menudo no proceden del espíritu, sino de la lujuria espiritual. Eso se puede apreciar en el hecho de que pensando en una tal amistad y amor no aumentan el pensamiento y el amor de Dios, sino que más bien, con el aumento de la inclinación sensual, se enfría el puro amor a Dios.

 

4. Ira. «Por causa de la concupiscencia que tienen muchos principiantes en los gustos espirituales, les poseen muy de ordinario con muchas imperfecciones del vicio de la ira. Porque, cuando se les acaba el sabor y gusto en las cosas espirituales, naturalmente se hallan desabridos, y, con aquel sinsabor que traen consigo, traen mala gracia en las cosas que tratan y se aíran fácilmente en cualquier cosilla, y aun a veces no hay quien los sufra. Lo cual muchas veces acaece después que han tenido algún muy gustoso recogimiento sensible en la oración, que como se les acaba aquel gusto y sabor, naturalmente queda el natural desabrido y desganado... En el cual natural, cuando no se dejan llevar de la desgana, no hay culpa, sino imperfección que se ha de purgar por la sequedad y aprieto de la noche oscura».

Otros incurren en pecados a causa de la ira, encolerizándose con un celo inquieto por las faltas y malas crianzas de los demás, estando al acecho para censurarlos con amargura, y hasta lo hacen de obra.

Otros, finalmente, caen en cólera por sus propias imperfecciones y faltas. Quisieran volverse santos en un solo día. Algunos se proponen muchas y grandes cosas, pero caen con tanta mayor frecuencia cuanto más propósitos forman, porque no son humildes. Se excitan más y más cada vez, y no quieren esperar con paciencia hasta que Dios colme sus deseos según su complacencia.

5. Gula. Apenas se podrá encontrar un solo principiante –por más celoso que haya dado los primeros pasos por la senda de la virtud– que no caiga en una de las muchas imperfecciones que tienen su origen en los gustos de la vida virtuosa recién comenzada. Es decir, que en la regla, generalmente, mas buscan este gusto que la pureza y la verdadera piedad. Su aspiración a este gusto los impulsa, por ejemplo, a ejecutar graves prácticas de penitencias corporales, o agotar sus fuerzas con ayunos continuados.

En ello no se atienen a ninguna regla ni nadie busca el consejo de alguien. Testarudamente tratan de convencer a su padre espiritual para que condescienda con sus deseos; por la fuerza quieren obtener su aprobación. Si no logran su fin, entonces se desconsuelan como niños y están de mal humor.

 Entonces les parece como si no hicieran nada por la causa de Dios, tan sólo porque no hacen aquello a que tienen apego. Los que se consumen por la sed de gustos espirituales, ésos buscan lo mismo en sus comuniones en lugar de alabar y adorar con toda humildad al Señor que ha venido a ellos. De la misma manera se portan en la oración. En ella lo más importante les parece la devoción dulce y sensible que quieren procurarse a toda costa, llegando hasta con el esfuerzo a cansar su cabeza. Si no consiguen su fin, entonces están inconsolables; y porque experimentan una resistencia en contra para dedicarse de nuevo a la piedad, renuncian completamente a ella.

 

6. Envidia y acidia. Cuando al prójimo le va bien, encuentran a veces los principiantes disgusto en ello. Sienten envidia y movimientos de desagrado contra los que avanzan en su vida interior y los sobrepujan en méritos. Se impacientan por las virtudes de los mismos y no pueden sufrir que se los alabe. Inmediatamente toman el partido contrario y tratan de desvirtuar en cuanto pueden la eficacia de las alabanzas. Deseosos siempre de ocupar el primer puesto, hallan que es muy doloroso no ser admirados como los otros.

A causa de la pereza, los principiantes se arrastran lentamente en las prácticas en que el espíritu debe ejecutar lo principal. Están acostumbrados al consuelo sensible, y cuando no lo encuentran en las prácticas espirituales piadosas, éstas se les convierten en cargas pesadas... Algunos de ellos quieren que Dios haga precisamente lo que ellos desean; se desconsuelan cuando no son complacidos, y sólo con resistencia someten su voluntad a la voluntad divina. Se disgustan inmediatamente cuando se les manda algo que no es conforme a su gusto. Violentamente deseosos del gusto espiritual, se tornan débiles y flojos en todas las cosas que exigen energía, sobre todo en el trabajo necesario para su completa perfección... «[Éstos]... son hechos semejantes a los que se crían con regalos, que huyen con tristeza de toda cosa áspera y se ofenden con la cruz en que están los deleites del espíritu. Y en las cosas más espirituales más tedio tienen...» (SAN JUAN DE LA CRUZ, Noche Oscura, lib. 1, cap. 2-7).

2.b) Las imperfecciones de los cristianos celosos

 

1. «Las almas devotas, no satisfechas con evitar los pecados graves y trabajar por su salvación, tienen la sincera y firme voluntad de dedicarse al servicio de Dios y de practicar la virtud. Sólo que al lado de esta actitud sana se encuentra en ellos un vacío lamentable: no comprenden por completo la renuncia aconsejada por el Evangelio y no se encaminan a la práctica de la misma. De aquí nacen muchas faltas (Son las faltas mencionadas en el apartado 2.A).

»Las almas celosas poseen una mejor comprensión de la mortificación cristiana, y se esfuerzan sinceramente por conseguirla... Por lo mismo, no se encuentra ya en ellas... aquella loca vanidad, que siempre está llena de sí misma o es esclava de los juicios humanos; aquella lamentable sensibilidad, aquella egoísta consideración de sí mismas, que muchas personas, por lo demás buenas, introducen en sus buenas obras; aquel amor exagerado de sí mismas, de su comodidad, de su bienestar, que hasta en muchos cristianos se conserva al lado de una fe viva, y que desluce verdaderas excelencias.

»Las almas celosas es verdad que no han llegado todavía a la perfección, pero sus faltas son meramente pasajeras, efecto de su fragilidad, y siempre se arrepienten verdaderamente de ellas. Sus faltas no brotan de una actitud permanente y duradera, que uno se oculte a sí mismo, que disculpe o sólo débilmente combata, como hacen las almas devotas.

»Los cristianos devotos, además de los actos de amor menos perfectos, favorecen y ejecutan también muchos actos de amor perfecto a Dios. Además, tienen un vivo horror a los pecados mortales. El acto justificativo del amor o del dolor perfecto surge enteramente por sí mismo en sus corazones con tal que se prevengan contra el desaliento... Pero estos actos de amor no son muy intensivos. Son suficientemente fuertes para alejar el pecado mortal, pero no para impedir los pecados veniales, y menos las imperfecciones, porque a las imperfecciones los cristianos simplemente devotos les dedican poca atención.

»En cambio, en los cristianos celosos, los actos de amor puro son más frecuentes y, en todo respecto, más perfectos. Con su fe viva y con su inteligencia ilustrada, conocen mejor la hermosura, la grandeza y la santidad de Dios, y en ello tienen su alegría (amor de complacencia). Como fuera de eso su mortificación es más completa, les cuesta poco renunciar al pecado mortal. Cuando hacen protesta de su amor a Dios, no se refieren solamente a los pecados mortales, sino también a los veniales, y hasta a las imperfecciones. El valor de su amor es realzado más aún por su celosa aspiración a agradar a Dios, a verle glorificado (amor de benevolencia), por su odio contra el pecado grave, que es más poderoso que en los cristianos menos perfectos, su resolución de evitar los pecados veniales y las imperfecciones, la cual, aun cuando no sea firme, es, sin embargo, sincera... Constantemente elevan su corazón a Dios; unas veces vuelven su vista, con un acto de amor a Dios, al objeto de su tierno amor; otras veces convierten las obras que desempeñan, los trabajos de que se hacen cargo, las pruebas que llevan con paciencia y las victorias que obtienen en la lucha contra las tentaciones, en otros tantos actos de santo amor a Dios.

»El amor a Dios no es algo accesorio en su vida, sino precisamente el fundamento de ella; están sus almas traspasadas del deseo de referirlo todo a Dios.

»De este celo amoroso brotan naturalmente otras virtudes: una gran confianza en Dios, una paciencia mucho más alegre e inquebrantable que en el cristiano simplemente devoto; su humildad es más profunda, y su renuncia al mundo más completa. Cuando se preocupan por el bienestar del prójimo, lo hacen más por un sentimiento de caridad cristiana, que por un movimiento natural de simpatía o de compasión; además, buscan con mayor empeño el bien espiritual de los que aman, que su bienestar temporal.

»Con una tal disposición de espíritu, los cristianos celosos incurren, relativamente, en pocas faltas.

 

2. »Sin embargo, aun en los cristianos celosos se encuentran todavía muchas debilidades; son más celosos que firmes. Es verdad que están animados de sincero deseo de mortificarse siempre y en todo, y de hecho hacen muchos actos heroicos de mortificación; pero, con todo, están todavía muy lejos de un completo renunciamiento.

»Que el renunciamiento de estas almas está muy lejos de haber llegado al grado intentado, se conoce en esto: que todavía conservan inclinaciones del todo naturales, de las que quisieran librarse, pero por las que son perseguidos y molestados; también se ve en que prestan demasiada atención a las vanas habladurías del mundo y a las novedades mundanas.

»Hay todavía muchas cosas por las que tienen vivo interés; hallan su contentamiento en las alegrías terrenales, pero con moderación y sin ofensa de Dios.

»Es verdad que en todo quisieran mortificarse, pero, frecuentemente, cuando la naturaleza encuentra un goce sin haberlo buscado, les gusta saborearlo, aunque se digan que sería mejor renunciar a él. A la claridad de la luz de la fe no acompaña la correspondiente resolución. Cuando el goce, en que se tenía alegría, se le quita a uno, entonces el cristiano celoso se somete con voluntad y prontitud, porque conoce el valor de la cruz, y se siente feliz de poder ofrecer a su Dios este sacrificio, pero sin vanagloriarse por ello de que haya logrado una mortificación completa.

»Tales cristianos han formado, por ejemplo, el propósito de comenzar el día con un pequeño sacrificio que cueste algo a la naturaleza, a saber, abandonar el lecho al despertar, sin vacilación alguna. Mas, cuando ha llegado ese momento, son un poco perezosos para realizar el propósito. El propósito es sincero, pero les falta fuerza en el momento de la ejecución.

»Sin tener la indocilidad y testarudez de muchos cristianos devotos, sin embargo, en ciertas ocasiones todavía se mantienen firmes, más o menos conscientemente, en su propia voluntad; y cuando acontecimientos insignificantes de la vida no se realizan conforme a sus deseos, se someten tan sólo a medias y alimentan en su corazón un cierto descontento: No sospechan cuánto impulso natural se encuentra hasta en sus buenas aspiraciones, cuánta sensibilidad puramente humana en sus alegrías y dolores, en sus temores y esperanzas.

Aun cuando a menudo y seriamente practican el renunciamiento, sin embargo, subsiste todavía en ellos un deseo de hacer algo grande, una ambición de sobrepujar a otros, aunque sea únicamente en el campo del espíritu. Son demasiado ilustrados para no desdeñar los hombres del mundo, para buscar con ansia pequeños éxitos en las cosas mundanas, donde encuentra su satisfacción la vanidad de los imperfectos; pero no tienen el mismo desprendimiento respecto de los bienes espirituales. Hasta de la cruz que la Providencia les envía, toman ocasión para complacerse en sí mismos. Por lo demás, exageran con frecuencia sus padecimientos, y están persuadidos de que son pocos los que han de sobrellevar tales pruebas.

»De aquí nace también que ellos no se alegran de lo bueno que realiza el prójimo (envidia). ¿No es verdad que a menudo nos encontramos con personas muy buenas que juzgan favorablemente su propio proceder y con dureza el ajeno?

»Los cristianos celosos tienen, por lo general, gran confianza en Dios. Sin embargo, en muchos esta confianza se da junto con una confianza en sí mismos que no está exenta de temeridad. En otros, a su vez, la confianza deja algo que desear, ya sea porque cuentan demasiado con los medios humanos, ya sea porque no cuentan lo suficiente con la ilimitada bondad y con la Providencia enteramente paternal de Dios. Tal cosa es un resto de la manera de pensar puramente humana, de la prudencia humana que en los verdaderos amigos de Dios no encontramos.

»Asimismo, en muchos cristianos celosos que han hecho progresos en la virtud, pero que todavía no han alcanzado la perfección, se ve cierta actividad inquieta: toman sus decisiones con prisa y precipitación, no encuentran tiempo para orar a Dios, para aconsejarse con personas piadosas y entendidas y para dejar pasar la primera impresión; se lanzan con impetuosidad al cumplimiento de los deberes de su estado. Otros cristianos celosos, a pesar del sincero deseo de una perfección en todos los actos de su vida, tienen un buen resto de blandura y comodidad. Tanto en los unos como en los otros se nota muy claramente el cambio entre los tiempos de fervor y los de tibieza» (SANDREAN, Das geistliche Leben La vida espiritual–, I, 399 ss.).

 

 

 

 

 

 

 

3. Examen de conciencia según el Padrenuestro

(Para los ejercicios y días de retiro)

 

Padre. Mi relación fundamental con Dios Padre.

 

¿Es en realidad Dios para mí el Padre a quien doy muestras de respeto, gratitud y obediencia, a quien otorgo mi fe y confianza, y a quien me someto en el dolor con toda paciencia? ¿Soy yo para Él en realidad hijo? ¿Ha llegado a ser Él para mí un extraño a causa de la indiferencia, disgusto y fastidio que yo he sentido?

¿Vivo yo con la conciencia de que el Padre, el Dios trino, vive personalmente en el fondo de mi conciencia, para dirigirla, protegerla y colmarla con su fuerza y con su vida?

La gloria de Dios, la adoración y el honor de Dios, ¿me interesan sobre todas las cosas? ¿Me esfuerzo en algo por el honor de Dios? ¿Es mi primero y más importante empeño conocer a Dios y amarle, y para ese fin me santifico y busco la perfección cristiana? ¿Qué son para mí los votos de la orden, las reglas y las prescripciones del claustro? ¿Qué son para mí la vida interior, la aspiración a la virtud? ¿Qué es para mí Cristo, el Salvador, mi hermano y amigo? ¿Qué son para mí sus palabras y sus obras? ¿Qué es para mí el santísimo sacramento de la Eucaristía? ¿Qué es su Iglesia? ¿Doy la cara por el honor de Cristo, su Iglesia y sus santos?

 

Oración.

 

 ¿Me procuro tiempo para estar una hora en intimidad con mi Padre? ¿Es mi oración humilde, confiada, perseverante, digna del Padre? ¿No estoy consciente y voluntariamente distraído? ¿Qué valor tienen para mí la meditación, el examen de conciencia y la lectura espiritual?

 

Trabajo. ¿Es trabajo para mí el trabajo en servicio del Padre? ¿Cumplo cada trabajo que se me impone? ¿Con puntualidad, con sentido de la responsabilidad, con alegría?

 

Nuestro. Mi relación fundamental con el prójimo.

 

¿Respeto al prójimo? ¿Respeto su vida, su libertad, su manera de ser, su inocencia, su honor, su buen nombre?

¿Deber de justicia y amor para con todo necesitado, con prontitud, benevolencia, cordialidad? ¿Escándalo? (pecados ajenos).

¿Mi relación con los más allegados, en la familia, en la comunidad claustral? ¿Amor, fidelidad? ¿Amor a la Iglesia, al pueblo, a la patria? ¿Me esfuerzo por ser más desinteresado? ¿Servicial?

¿Soporto a mis hermanos y hermanas tal como son? ¿También cuando no les va bien y aun cuando son menos amables? ¿Soy capaz y digno de recibir amor?

 

Santificado sea tu nombre.

 

¿Es Dios, para mí, el Santo, ante quien con profundísimo respeto me arrodillo? ¿Es el Señor, el inviolable, a quien todo está sometido?

¿Me esfuerzo para que su nombre sea santificado? ¿Tengo conciencia de que me está confiado el honor del Padre? ¿Son mi pensamiento y mi palabra respetuosos para con Dios? ¿Dignos de Dios? ¿Me impresiona, me hiere el que se blasfeme de Él, de Cristo, de la Iglesia?

¿Me esfuerzo por formarme una imagen exacta de Dios, una imagen viviente de Cristo? ¿Me preocupo de ahondar mis conocimientos religiosos y deberes morales? ¿Me cuido de tener una conciencia alerta y delicada? ¿Soy en todo concienzudo?

¿En la comunidad, en la parroquia, en el claustro, me esfuerzo por propagar la gloria de Dios? (oraciones corales, servicio divino en común).

 

Venga a nosotros tu reino.

 

¿Estoy esperando el reino futuro, el día de Cristo, la manifestación de su reino? ¿Acaso olvido por este mundo el venidero? ¿Está mi vida ordenada al fin? ¿Sé que soy peregrino y me porto como tal?

¿Me preocupo por la venida del reino de Dios en el mundo? ¿Ruego y hago sacrificios por ello? ¿Me preocupo del «reflejo de la gloria del reino futuro», de la justicia en la tierra, del triunfo del bien y de la santidad? ¿No sirvo yo de escándalo a otros? del sermón de la montaña, «pobre» delante de Dios y lo espero todo de la gracia de Dios? ¿Tengo hambre de los dones y de la vida y del amor de Dios? ¿Soy manso? ¿O me dejo arrastrar de la indignación, de la cólera, de mis pasiones? ¿Me sobrepongo interiormente a las ofensas? ¿Soy de corazón compasivo en mi juicio respecto de los otros? ¿Tengo paciencia con sus debilidades? ¿Sé ver las miserias de los otros? ¿Ayudo con gusto?

¿Es mi conducta para con los demás clara, inequívoca, franca? ¿Amo la paz, y no la lucha y la pelea? Con mis conversaciones, ¿no siembro entre los demás odio, desprecio, enemistades? ¿Perdono las injusticias sufridas?

¿Qué es para mí la Iglesia, la palabra, la enseñanza, el modo de pensar de la Iglesia?

 

Hágase tu voluntad.

 

¿Está para mí por encima de todas las cosas la voluntad del Padre? ¿Me esfuerzo por ver la voluntad y la mano del Padre en todos los sucesos y experiencias? ¿Me dejo llevar de mi propia voluntad, por orgullo, por falta de respeto, por temor a las consecuencias que la aceptación completa de la voluntad de Dios trae consigo?

¿Soy dócil a todo llamamiento y encargo del Padre? ¿Estoy alerta y listo para adaptarme en todo a la voluntad del Padre? ¿Cómo cumplo con el mandamiento capital del amor de Dios y del prójimo? ¿Estoy falto de caridad en el pensar, en el hablar, en el obrar? ¿Me porto amablemente para así sembrar amor? ¿Puede el amor de Dios manifestarse por medio de mí a los hombres? ¿No es mi conducta, para con Dios, para con Cristo y para con la Iglesia, deshonrosa y nociva?

En mis deberes diarios, en las reglas y disposiciones de los superiores, en las circunstancias y relaciones en que me hallo, ¿reconozco la voluntad y el encargo de Dios, del Padre? ¿Doy yo también en las situaciones difíciles, dispuesto y alegre, mi «Sí, Padre, porque a Ti es grato»? ¿Estoy presto a sacrificar todo lo demás a la voluntad y llamamiento de Dios?

 

El pan nuestro de cada día, dánosle hoy.

 

¿Pido al Padre también por las cosas diarias? ¿Vivo en actitud de confianza, de manera que no me angustie el porvenir? ¿Estoy contento con el sencillo don del pan de cada día? ¿No murmuro? ¿Doy gracias al Padre también por las cosas cotidianas?

¿Me preocupo por el pan de cada día del alma, es decir, de la palabra de Dios (servicio divino, predicación, lectura de la Sagrada Escritura, etc.)? ¿Me preocupo de la buena recepción del pan eucarístico?

¿Me esfuerzo porque los que están confiados a mi cuidado conserven buen gusto para una ulterior formación religiosa?

 

Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores.

 

¿Pongo cuidado en conocer mis culpas? ¿Las admito? ¿Las confieso delante del Padre y le ruego el perdón de ellas?

¿Confieso mi culpa sincera y noblemente delante de la comunidad (en el Confiteor de la misa) y delante del sacerdote como representante de Cristo y de la Iglesia en la santa confesión? ¿Perdono a mis deudores? ¿A todos sin excepción? ¿Soy conciliador? ¿Me irrito fácilmente? ¿No juzgo sobre los demás? Cuando es necesario, ¿no pido perdón a los demás? ¿No hay alguno a quien yo «no pueda ver»?

 

No nos dejes caer en la tentación.

 

¿Conozco mi propia flaqueza? ¿No soy ligero frente a la tentación? ¿No juego con ella?

¿No fomento en mí mismo la tentación, por ejemplo, de mala codicia? ¿Cómo me porto frente a los atractivos del mundo? ¿Qué actitud guardo frente a la actual secularización de la vida, frente a las ideas y corrientes materialistas de la época?

¿Cómo me enfrento con el terrible poder del mal y sus tentaciones? ¿Me da la fe en la justicia futura la necesaria paciencia y confianza en la Providencia divina? ¿Temo y huyo por todos los medios del más grande de los peligros: el peligro de despreciar las gracias de Dios y abusar de ellas, el peligro del endurecimiento, del pecado contra el Espíritu Santo?

 

Líbranos del mal.

 

¿No deseo que Dios me libre de toda prueba?

¿Me preocupo de comprender con mayor hondura el sentido del dolor y de la Cruz? ¿La participación en los dolores de Cristo es para mí camino de desprendimiento y redención? ¿Veo en el dolor la Providencia, la disposición, la mano de Dios Padre? ¿Estoy debidamente dispuesto para el sacrificio?

¿Tengo mi alma abierta al consuelo de Dios? ¿La tengo también abierta para las muchas pequeñas alegrías con que a diario Dios me obsequia? ¿Espero ansiosamente la eterna redención que el día de la venida de Cristo me traerá?

 

4. Oraciones para la Sagrada Comunión

 

Antes de la sagrada comunión

 

La preparación próxima para recibir la sagrada comunión es la unión con el sacerdote oferente y la comunidad cooferente, o sea la Iglesia, en el sacrificio eucarístico. En el sacrificio eucarístico, «los mismos fieles, reunidos en comunes votos y oraciones, ofrecen al Padre Eterno, por medio del sacerdote, el Cordero sin mancilla, hecho presente en el altar, a la sola voz del mismo sacerdote, como hostia agradabilísima de alabanza y propiciación por las necesidades de toda la Iglesia. Y así como el Divino Redentor, al morir en la Cruz, ofreció a sí mismo al Padre Eterno como Cabeza de todo el género humano, así también en esta oblación pura (Mal 1, 11) no solamente se ofrece al Padre celestial, como Cabeza de la Iglesia, sino que ofrece en sí mismo a sus miembros místicos, ya que a todos ellos, aun a los más débiles y enfermos, los incluye amorosamente en su corazón» (encíclica Mystici corporis, de Pío XII).

Nosotros ofrecemos a Cristo como ofrenda nuestra, y en Cristo nos ofrecemos a nosotros mismos y nos convertimos en ofrenda. En la sagrada comunión nos regala el Padre a su Hijo crucificado, para que éste nos compenetre con su espíritu y con su fuerza de sacrificio, y para que nosotros seamos lo suficientemente fuertes para ser en la vida cotidiana, en la ruda realidad, ofrenda, por decirlo así, sangrienta, conforme nos hemos consagrado a Dios en la fiesta litúrgica.

        En caso de necesidad, pueden las oraciones siguientes ser una ayuda en la preparación para la sagrada comunión.

Omnipotente y sempiterno Dios. Heme aquí que vengo al sacramento de tu Hijo unigénito, nuestro Señor Jesucristo. Vengo como enfermo al médico de la vida, como manchado a la fuente de la misericordia, como ciego a la luz de la eterna claridad, como pobre e indigente al Señor de cielos y tierra. Por eso te pido la superabundancia de tu infinita liberalidad para curar mi enfermedad, lavar mis manchas, iluminar mi ceguera, enriquecer mi pobreza, vestir mi desnudez, para que yo reciba el pan de los ángeles, al Rey de reyes y Señor de los señores, con tan grande reverencia, con tal pureza y tal fe, con tal sentimiento y pensamiento como es conveniente para la salvación de mi alma. Concédeme, te suplico, recibir no sólo el sacramento del cuerpo y sangre del Señor, sino también la realidad y la virtud del sacramento. Oh Dios bondadosísimo, haz que yo reciba el cuerpo de tu Hijo unigénito, nuestro Señor Jesucristo, que Él recibió de la Virgen María, de tal manera que merezca ser incorporado a su Cuerpo místico, y contado entre sus miembros. Oh amorosísimo Padre, concédeme que a tu divino y amado Hijo, a quien me propongo recibir oculto ahora en esta vida mortal, le contemple eternamente algún día cara a cara, a Él, que contigo vive y reina en unidad del Espíritu Santo, Dios, por toda la eternidad. Amén.

 

Santo Tomás de Aquino

 

Yo creo firmemente que Tú, Jesús, mi Salvador y Redentor, estás realmente presente en el santísimo sacramento del altar, en carne y sangre, en cuerpo y alma, con tu humanidad y divinidad. Porque Tú, verdad eterna e infalible, has dicho: «Éste es mi cuerpo, ésta es mi sangre» (Mt 26, 26). «El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene la vida eterna y Yo le resucitaré en el último día» (Ioh 6, 55). «El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y Yo en él» (Ioh 6, 57).

Yo espero en Ti, mi Jesús, que por medio de este santo sacramento me infundirás con la mayor abundancia tu gracia, tu vida, tu fuerza y tu espíritu, y me librarás de mí mismo y de mis malas inclinaciones, por cuanto Tú, habiéndote hecho mi sustento, me atraes a Ti en toda intimidad y me transformas en Ti, así como conviertes el pan en tu sagrado cuerpo y el vino en tu sacratísima sangre. Realiza en mí esa santa transformación.

Yo te amo, mi queridísimo Jesús, con todo mi corazón. Porque te amo, por eso me pesa de todo corazón haberte ofendido e insultado tan a menudo con mis pecados y faltas. Porque te amo, por eso ansío con todas mis fuerzas unirme contigo en la sagrada comunión y llegar a ser enteramente tuyo. Yo aspiro a que, en virtud de esta unión, todo lo que me pertenezca se haga tuyo propio, sea recibido en tu santísimo corazón, en tus oraciones, en tu perfecta e infinita caridad y entrega a tu Padre.

Gracias a esta unión quiero, en todos mis pensamientos, aspiraciones deseos y actos, depender completamente de Ti y de la influencia de tu gracia para que Tú vivas e imperes en mí, para que Tú crezcas en mí y yo mengüe y muera cada vez más para mí (Ioh 3, 30), para vivir enteramente tu vida en honor del Padre, y en tu honor y gloria.

 

Oración de Santa Gertrudis

 

Heme aquí, que me acerco a Ti, fuego devorador: consúmeme a mí, polvo de la tierra, en la hoguera de tu amor. Heme aquí que me acerco a Ti, oh mi dulcísima luz: haz que tu rostro me ilumine, para que mis tinieblas se transformen delante de Ti en claridad de mediodía. Heme aquí, que me acerco a Ti, centro beatífico de todos los corazones: hazme uno contigo mediante el fuego de tu amor, que todo lo derrite.

 

 

Después de la sagrada comunión

 

Estos momentos son preciosísimos. En ellos le ofrecemos todo lo que somos y tenemos, y le entregamos el día entero con sus esfuerzos y renunciamientos, con sus alegrías y dolores. En la unión con Jesús por medio de la sagrada comunión, todo el trabajo del día «se transforma» y se consagra, como en la sagrada transubstanciación el pan se convierte en el cuerpo de Cristo, y el cuerpo de Cristo queda lleno de la vida de Cristo. De esa manera nuestro pensamiento, nuestros trabajos y dolores se convierten en una participación en la oración, en el amor, en el pensamiento y en la expiación del Señor, en una parte de su vida. «Vosotros en Mí, y Yo en vosotros» (Ioh 14, 20).

 

En caso de necesidad, pueden servir las siguientes oraciones:

 

Jesús, vivo para Ti; Jesús, muero para Ti; Jesús, tuyo soy, vivo y muerto.

¡Cómo debo darte gracias por la dignación de entrar Tú en propia persona en mi corazón para enriquecerme y hacerme feliz con tu vida! Tú, con tu divinidad y humanidad, me regalas todo lo que Tú eres y tienes: tus méritos, tu oración, tu amor al Padre, tu entrega a Él, tu vida. Ahora todo eso se ha hecho mi propiedad para que yo ame a Dios con tu amor, para que le adore con tu corazón, le dé gracias con tu corazón, con tu oración expiatoria le ofrezca satisfacción, y por medio de tu corazón y juntamente con tu sacratísimo corazón le ruegue y le implore diciendo: Padre nuestro, Tú me perteneces. ¿De qué manera podré expresarte mi agradecimiento?

Puesto que ya ahora eres mío, te ofrezco al Padre celestial en expiación y satisfacción por todos mis pecados, infidelidades, faltas y defectos. Te ofrezco a Ti como complemento de lo que yo, como ser finito, sólo puedo ofrecer incompleto e insuficiente a la infinita majestad de la Santísima Trinidad. En mi lugar ama Tú, ruega, ríndele homenaje, dale gracias, ofrécele reparación y alabanzas con tu poder infinito. Así se tributarán al Padre adoración digna, alabanzas infinitas y satisfacción suficiente, infinita. Te ofrezco en reparación de las faltas y pecados de los otros, de toda la humanidad pecadora. Obténles tu perdón y gracia, ayuda y fuerza en sus necesidades y miserias. Te ofrezco en agradecimiento por las gracias todas con que la Santísima Trinidad regaló a tu santísima humanidad, a tu santísima Madre y a todos los santos, por todas las gracias y beneficios que yo y los míos recibimos del Padre sin interrupción, en especial en agradecimiento por la gracia de la santa fe, del santo bautismo... Te ofrezco también, para que Tú los presentes al Padre, mis ruegos y necesidades, los ruegos y necesidades de los míos.

Yo me entrego todo entero a Ti, para pertenecerte a Ti, como Tú me perteneces a mí. Yo quiero ser tuyo propio. Tuya sea mi oración, tuyos sean mis trabajos, padecimientos y sacrificios, tuyo sea cualquier instante de mis días y mis noches, todo pensamiento, todo latido de mi corazón, todo movimiento de mis miembros. Todo sea depositado en tu corazón, que ora, ama y ofrece sacrificios, como otros tantos granitos de incienso que Tú quieras aceptar, y en la llama ardiente de tu santísimo corazón transformarlo en tus propias oraciones, en actos de tu amor y de tu entrega al Padre y en honor suyo. Todo te pertenece. ¡Cuán feliz soy de pertenecerte y de poder entregarlo todo en tus manos y en tu santísimo corazón!

 

Oración de Santa Gertrudis

 

Mi dulcísima incorporación a Ti me sirva para el perdón de todos mis pecados y faltas, para expiación de todas mis negligencias, para compensación de toda mi vida perdida. Destierra la pereza de mi espíritu y dame una vida tan sólo consagrada a Ti. Préstame un espíritu que en Ti halle su complacencia, un sentido que te comprenda, un alma que reconozca tu voluntad, fuerza que ejecute lo que te es grato, constancia que en Ti persevere. Y en la hora de la muerte ábreme sin dilación la puerta de tu corazón amantísimo, para que, libre de trabas por Ti, merezca unirme en unión inseparable con Dios, poseerte y gozar de Ti, verdadera alegría de mi corazón. Amén.

 

Oración con indulgencia

 

Alma de Cristo, santifícame. Cuerpo de Cristo, sálvame. Sangre de Cristo, embriágame. Agua del costado de Cristo, lávame. Pasión de Cristo, confórtame. Oh buen Jesús, óyeme. Dentro de tus llagas escóndeme. No permitas que yo me separe de Ti. Del maligno enemigo defiéndeme. En la hora de mi muerte, llámame y mándame venir a Ti. Para que con tus santos te alabe por los siglos de los siglos. Amén.

 

Oración de San Ignacio de Loyola

 

Indulgencia de trescientos días cada vez. Indulgencia de siete años una vez al día, después de haber comulgado. Rezándola diariamente, indulgencia plenaria una vez al mes (Pío IX, decreto de 9 de enero de 1854).

 

A Jesús crucificado

Rezando la oración siguiente delante de un cuadro de Jesús crucificado: indulgencia de diez años. Para ganar indulgencia plenaria se requieren, además: confesión, comunión y oración por la intención de la Santa Sede (Pío IX).

Miradme, ¡oh mi amado y buen Jesús!, postrado ante vuestra presencia, os suplico con el mayor fervor imprimáis en mi corazón vivos sentimientos de fe, de esperanza y de caridad, dolor de mis pecados y propósito de jamás ofenderos; mientras que yo, con todo el amor y compasión de que soy capaz, voy considerando vuestras cinco llagas, comenzando por aquello que dijo de Vos, ¡oh Dios mío!, el santo Profeta David: «Han taladrado mis manos y mis pies y se pueden contar todos mis huesos» (Ps 21, 17).

 

Oración con indulgencia plenaria para la hora de la muerte

 

Quien una vez en su vida, en un día cualquiera, recibe dignamente los santos sacramentos, y devotamente y con verdadero amor a Dios reza la siguiente oración, gana una indulgencia plenaria que se le otorga en la hora de la muerte sin que tenga nada más que hacer, con tal que se halle en estado de gracia (Pío X, 9 de marzo de 1904).

Señor y Dios mío, desde ahora recibo y acepto de tu mano, con entera conformidad y voluntad, cualquier clase de muerte, como a Ti te plazca, con todas sus angustias, padecimientos y dolores.

 

Letanías del Sagrado Corazón de Jesús

 

Señor, ten piedad de nosotros.

Cristo, ten piedad de nosotros.

Señor, ten piedad de nosotros.

Cristo, óyenos.

Cristo, escúchanos.

Padre, eterno Dios de los cielos, ten misericordia de nosotros.

Dios Hijo, redentor del mundo, ten misericordia de nosotros.

Dios Espíritu Santo, ten misericordia de nosotros.

Santa Trinidad, un solo Dios, ten misericordia de nosotros.

Corazón de Jesús, Hijo del eterno Padre, ten misericordia de nosotros. Corazón de Jesús, formado por el Espíritu Santo en el seno de la Madre Virgen, ten misericordia de nosotros.

Corazón de Jesús, unido substancialmente al Verbo de Dios, ten misericordia de nosotros.

Corazón de Jesús, de majestad infinita, ten misericordia de nosotros. Corazón de Jesús, templo santo de Dios, ten misericordia de nosotros. Corazón de Jesús, tabernáculo del Altísimo, ten misericordia de nosotros. Corazón de Jesús, casa de Dios y puerta del Cielo, ten misericordia de nosotros.

Corazón de Jesús, horno ardiente de caridad, ten misericordia de nosotros.

Corazón de Jesús, asilo de justicia y de amor, ten misericordia de nosotros.

Corazón de Jesús, lleno de bondad y de amor, ten misericordia de nosotros.

Corazón de Jesús, abismo de todas las virtudes, ten misericordia de nosotros.

Corazón de Jesús, dignísimo de toda alabanza, ten misericordia de nosotros.

Corazón de Jesús, Rey y centro de todos los corazones, ten misericordia de nosotros.

Corazón de Jesús, en quien están todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia, ten misericordia de nosotros.

Corazón de Jesús, en quien habita toda la plenitud de la divinidad, ten misericordia de nosotros.

 Corazón de Jesús, en quien el Padre tiene sus complacencias, ten misericordia de nosotros.

Corazón de Jesús, de cuya plenitud todos hemos recibido, ten misericordia de nosotros.

Corazón de Jesús, deseo de los collados eternos, ten misericordia de nosotros.

Corazón de Jesús, paciente y de mucha misericordia, ten misericordia de nosotros.

Corazón de Jesús, rico para con todos los que te invocan, ten misericordia de nosotros.

Corazón de Jesús, fuente de vida y santidad, ten misericordia de nosotros.

Corazón de Jesús, propiciación por nuestros pecados, ten misericordia de nosotros.

Corazón de Jesús, saturado de oprobios, ten misericordia de nosotros. Corazón de Jesús, triturado por nuestros delitos, ten misericordia de nosotros.

Corazón de Jesús, hecho obediente hasta la muerte, ten misericordia de nosotros.

Corazón de Jesús, perforado por una lanza, ten misericordia de nosotros. Corazón de Jesús, fuente de todo consuelo, ten misericordia de nosotros. Corazón de Jesús, vida y resurrección nuestra, ten misericordia de nosotros.

Corazón de Jesús, paz y reconciliación nuestra, ten misericordia de nosotros.

Corazón de Jesús, víctima de los pecadores, ten misericordia de nosotros.

Corazón de Jesús, salud de los que en Ti esperan, ten misericordia de nosotros.

Corazón de Jesús, esperanza de los que en Ti mueren, ten misericordia de nosotros.

Corazón de Jesús, delicia de todos los santos, ten misericordia de nosotros.

Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, perdónanos, Señor. Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, escúchanos, Señor. Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, ten misericordia de nosotros.

 

V. Jesús, manso y humilde de corazón.

R. Haz nuestro corazón semejante al tuyo.

 

Oración

Omnipotente y sempiterno Dios, mira al Corazón de tu amantísimo Hijo, y a las alabanzas y satisfacciones que te ofreció en nombre de los pecadores, y concede propicio el perdón a los que imploran tu misericordia en nombre de tu mismo Hijo Jesucristo. Que contigo vive y reina en unidad con el Espíritu Santo, Dios, por todos los siglos de los siglos. Amén.

 

Siete años de indulgencia. Plenaria al mes.

 

Letanías lauretanas

 

Señor, ten piedad de nosotros.

Cristo, ten piedad de nosotros.

Señor, ten piedad de nosotros.

 Cristo, óyenos.

Cristo, escúchanos.

 Padre celestial y Dios nuestro, ten piedad de nosotros.

Hijo, Redentor del mundo y Dios verdadero, ten piedad de nosotros. Espíritu Santo, Dios, ten piedad de nosotros.

Santa Trinidad, un solo Dios, ten piedad de nosotros. Santa María, ruega por nosotros.

Santa Madre de Dios, ruega por nosotros.

Santa Virgen de las vírgenes, ruega por nosotros.

Madre de Cristo, ruega por nosotros.

 Madre de la divina gracia, ruega por nosotros.

Madre purísima, ruega por nosotros. Madre castísima, ruega por nosotros.

Madre inviolada, ruega por nosotros.

Madre incontaminada, ruega por nosotros.

Madre inmaculada, ruega por nosotros.

Madre amable, ruega por nosotros.

Madre admirable, ruega por nosotros. Madre del buen consejo, ruega por nosotros.

Madre del Creador, ruega por nosotros.

Madre del Salvador, ruega por nosotros.

Virgen prudentísima, ruega por nosotros.

Virgen venerada, ruega por nosotros.

Virgen digna de toda alabanza, ruega por nosotros.

Virgen poderosa, ruega por nosotros.

Virgen clemente, ruega por nosotros.

Virgen fiel, ruega por nosotros.

Espejo de la justicia, ruega por nosotros.

Sede de la sabiduría, ruega por nosotros.

Causa de nuestra alegría, ruega por nosotros.

Vaso espiritual, ruega por nosotros.

Vaso honorable, ruega por nosotros.

Vaso insigne de devoción, ruega por nosotros.

Rosa mística, ruega por nosotros.

Torre de David, ruega por nosotros.

Torre de marfil, ruega por nosotros.

Casa de oro, ruega por nosotros.

Arca de la Alianza, ruega por nosotros.

Puerta del cielo, ruega por nosotros.

Estrella matutina, ruega por nosotros.

Salud de los enfermos, ruega por nosotros.

Refugio de los pecadores, ruega por nosotros.

Consoladora de los afligidos, ruega por nosotros.

Auxilio de los cristianos, ruega por nosotros.

Reina de los ángeles, ruega por nosotros.

Reina de los patriarcas, ruega por nosotros.

Reina de los profetas, ruega por nosotros.

Reina de los apóstoles, ruega por nosotros.

Reina de los mártires, ruega por nosotros,

Reina de los confesores, ruega por nosotros.

Reina de las vírgenes, ruega por nosotros.

Reina de todos los santos, ruega por nosotros.

Reina concebida sin pecado original, ruega por nosotros.

 Reina asunta a los cielos, ruega por nosotros.

Reina del santísimo rosario, ruega por nosotros. Reina de la paz, ruega por nosotros.

Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, perdónanos, Señor. Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, escúchanos, Señor. Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, ten piedad de nosotros.

V. Ruega por nosotros, santa Madre de Dios.

 R. Para que seamos dignos de las promesas de Cristo.

Oración

Te rogamos, Señor Dios, nos concedas a nosotros, tus servidores, gozar de perpetua salud de alma y cuerpo, y que, por la gloriosa intercesión de la bienaventurada siempre virgen María, nos veamos libres de la tristeza presente y gocemos de la eterna alegría. Por Cristo Nuestro Señor. Amén.

Viernes, 17 Marzo 2023 08:59

BENITO BAUR . O.S.B. ¡SED LUZ!

BENITO BAUR . O.S.B.

 

¡SED LUZ!

 

1- TEMARIO DE “SED LUZ”: 1,A,M.B=muy bien,fue la primera calificación que hice pensando en mi arciprestazgo;Fenomenal significa que lo es según mi critero para predicarlo. A los libros pongo I,ii,III y IV para ver de qué libro se trata, si es elprimero pongo I; II, segundo…. Tambien pongoPREDICANDAE en los libros de “SED LUZ” de Bauer, esto es, meditaciones interesantes que a mi juicio pueden y deben ser predicadas)

TEMARIO PARA PREDICANDAE DE SED LUZ

 

 

 

Arciprestazgo(quiero decir sacerdotes y suave): tomo III pag 90 Con Pedro. 93 nuestra esperanza; 97¿De qué proviene nuestro fracaso. Fenomenal. Retiros. 361 El pueblo de la Alianza, fenomenal. Junto con 374 La fe en Jesucristo; 377 La santa fe; 381 Aumento de fe, esperanza y caridad: fenomenal. Son apropiadas al arciprestazgo.

 

 

 

 

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¡SED LUZ! BAUR

TOMO I

TOMO II SED LUZ

 

TOMO III A

TOMO III B

 

3.- PREDICANDAE DE SED LUZ, BAUER

 

 

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Viernes, 17 Marzo 2023 08:57

INTRODUCCIÓN GENERAL A ESTOS AUTORES

INTRODUCCIÓN GENERAL A ESTOS AUTORES

 

PARA TODA CLASE DE TEMAS  Y MEDITACIONES ETC… TENER PRESENTE A BENITO BAUR, en mi archivo 26: Baur tiene tres libros:LA CONFESIÓN FRECUENTE,  EN LA INTIMIDAD DE DIOS y el mejor de todos: SED LUZ.

El más importante ¡SED LUZ!, son tres libros pero yo los tengo compiados en 4 tomos porque el 3º es muy grande; sin embargo los otros dos LIBROS DE BAUR LOS TENGO COPIADOS en el Ordenador y así os los envío

Tengo también un estudio completísimo y detallado a bolígrafo de todos los temas del libro SED LUZ, hecho en mis años de juventud y lectura de los veranos; es MUY INTERESANTE y os lo recomiendo para cuando tengáis que meditarlos  o hablar de ellos. Por favor, tenedlo en cuenta.

EN LA INTIMIDAD CON DIOS                      LA CONFESIÓN FRECUENTE 

                                

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Tambien es muy interesante INTIMIDAD DIVINA,del P. Gabriel, Archivo 25 de mi Ordenador; todo mi estudio de este libro y autor lo tengo  copiado y hechos libros diversos según materia en los cajones de mi mesa. Tengo también un estudio completísimo y detallado a bolígrafo de todos los temas del libro INTIMIDAD DIVINA, MUY INTERESANTE para cuando tenga que meditar  personalmente estos temas o hablar de ellos en meditaciones. Todo esto lo tengo en archivo 25 Intimidad Divina Gabriel, de mi Ordenador.

 

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Archivo 27, aquí están temas de Marmión, copiados de dos de sus libros copiados por mí en un solo libro  en cajones de la mesa  con el título de uno de los suyos: JESUCRISTO, VIDA DEL ALMA Y JESUCRISTO EN SUS MISTERIOS. Son buenos libros pero no tan completos como los dos autores anteriores, según mi criterio, aunque puedo equivocarme.

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En el archivo 24 tengo libros y meditaciones que me gustaron de los libros de ESQUERDA en mi juventud sacerdotal donde le escuché muchas veces y luego en Roma.

 

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Malta, oct. 2004    SANTIDAD CRISTOCENTRICA DEL SACERDOTE

 

 

       Juan Esquerda Bifet

 

Sumario:

 

 

Presentación: Línea cristocéntrica de la santidad del sacerdote, exigencia, posibilidad y ministerio

 

1. Llamados a ser transparencia de la vida y  de las vivencias de Cristo Buen Pastor

 

2. Llamados a ser maestros y forjadores de santos, enamorados de Cristo,

 

3. Algunas connotaciones sobre la santidad sacerdotal en el inicio del tercer milenio

 

Líneas conclusivas

 

       * * *

 

Presentación: Línea cristocéntrica de la santidad del sacerdote, exigencia, posibilidad y ministerio

 

       El título de nuestra reflexión ("santidad cristológica del sacerdote") nos sitúan en una actitud relacional con Cristo Resucitado, siempre presente en nuestro caminar histórico y eclesial. Si decimos "santidad", nos referimos al deseo profundo de Cristo de ver en nosotros su expresión, su signo personal, su transparencia: "He sido glorificado en ellos... Santifícalos en la verdad: tu Palabra es verdad... Yo por ellos me santifico a mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad" (Jn 17, 10.17.19). La dimensión cristocéntrica o cristológica es connatural a la santidad cristiana y sacerdotal.

 

       Ser sacerdote y, al mismo tiempo, no ser o no desear ser santo, sería una contradicción teológica, puesto que el ser y el obrar sacerdotal, como participación y prolongación del ser y del obrar de Cristo, comportan la vivencia de lo que somos y de lo que hacemos. Esta santidad sacerdotal es posible.[1]

 

       La "santidad" hace referencia a la realidad divina, porque sólo Dios es el "tres veces Santo" (Is 6,3), el Trascendente, Dios Amor. Jesús es la expresión personal del Padre (cfr. Jn 14,9). Los cristianos estamos llamados a ser "expresión" de Cristo, "hijos en el Hijo" (Ef 1,5; cfr. GS 22).

 

       Nosotros, sacerdotes, ministros ordenados, somos la expresión o signo personal y sacramental de Jesús Sacerdote y Buen Pastor. La santidad tiene sentido "relacional", de pertenecer afectiva y efectivamente a aquél que por excelencia es el Santo. Somos "servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios" (1Cor 4,1). El sacerdote ministro es "hombre de Dios" (1Tim 6,11).

 

       La "santidad" del sacerdote tiene, pues, dimensión cristocéntrica o cristológica. Precisamente por ello tiene también dimensión trinitaria, pneumatológica, eclesiológica y antropológica. La dimensión cristológica de la santidad sacerdotal es, consecuentemente, mariana, contemplativa y misionera. Se trata, pues, un cristocentrismo inclusivo, no excluyente, puesto que queda abierto a todas las dimensiones teológicas, pastorales y espirituales. Por el "carácter" o gracia permanente del Espíritu Santo, recibida en el sacramento del Orden, participamos de la unción sacerdotal de Cristo (enviado por el Padre y el Espíritu), prolongamos su misma misión en la Iglesia y en el mundo, y, consecuentemente, estamos llamados a vivir en sintonía con las mismas vivencias de Cristo.

 

       Con esta perspectiva cristológica, hablar de santidad no es, pues, hablar de un peso, sino de una declaración de amor, experimentada y aceptada afectiva y responsablemente. Debemos y podemos ser santos y ayudar a otros a ser santos, por lo que somos y por lo que hacemos, es decir, por la participación en la consagración de Cristo y por la prolongación de su misma misión. Cristo nos ha elegido por su propia iniciativa amorosa (cfr. Jn 15,16) y, consecuentemente, nos ha capacitado para poder responder con coherencia a este mismo amor. Nuestra vida está llamada a la santidad y es, al mismo tiempo, ministerio de santidad. Somos forjadores de santos.[2]

 

       Decidirse a ser "santos" no significa más que comprometerse a ser coherentes con la exigencia de relación personal con Cristo, que incluye el compartir su misma vida, imitarle, transformarse en él, hacerle conocer y amar. Ello equivale a "mantener la mirada fija en Cristo" (Carta del Jueves Santo 2004, n.5), para poder pensar, sentir, amar, obrar como él. "La referencia a Cristo es, pues, la clave absolutamente necesaria para la comprensión de las realidades sacerdotales" (PDV 12). Esta santidad es posible.[3]

 

 

1. Llamados a ser transparencia de la vida y  de las vivencias de Cristo Buen Pastor

 

       La dimensión cristocéntrica de la santidad sacerdotal nos sitúa en una profunda relación de amistad con Cristo. Hemos sido llamados por iniciativa suya (cfr. Jn 15,16). Nos ha llamado uno a uno, por el propio "nombre", para poder participar en su mismo ser de Sacerdote-Víctima, Pastor, Esposo, Cabeza y Siervo.[4]

 

       Esta dimensión cristocéntrica ayuda a entrar en la dinámica interna de la propia identidad: estamos llamados para un encuentro que se convierte en relación profunda, se concreta en seguimiento para compartir su mismo estilo de vida, se vive en fraternidad (comunión) con los otros llamados y orienta toda la existencia a la misión. Así, pues, en esta santidad van incluidos todos los aspectos de la vocación: encuentro, seguimiento, fraternidad y misión evangelizadora.

 

       La dinámica relacional se basa en una realidad ontológica: participamos en su ser (consagración), prolongamos su obrar (misión) y vivimos en sintonía con sus mismos sentimientos y actitudes, según la expresión paulina: "Tened los mismos sentimientos de Cristo Jesús" (Fil 2,5).

 

       Sin el deseo de corresponder vivencialmente a esta relación con Cristo, no se podría captar la dinámica apostólica y sacerdotal que incluye el "encuentro" y la "misión". Nos ha llamado para "estar con él" y para enviarnos a "predicar" (Mc 3,14).

 

       Si se quiere hablar de la "identidad" o de la propia razón de ser, ello equivale a encontrar el sentido de la propia existencia vocacional. Es relativamente fácil hacer elucubraciones sobre la identidad. Pero a la luz del evangelio, aparece claramente que se trata de la vivencia de lo que somos y hacemos: "Vosotros daréis testimonio, porque estáis conmigo desde el principio" (Jn 15,27). Cuando a Juan Bautista le preguntaron sobre su "identidad", no cayó en la trampa de responder con elucubraciones y teorías, sino que indicó una persona que daba sentido a su existencia y a su obrar: "Yo soy la voz... En medio de vosotros está uno a quien vosotros no conocéis" (Jn 1,23.26).[5]

 

       Muchas cuestiones cristianas, que parecen problemáticas, dejan de serlo cuando se afrontan desde un "conocimiento de Cristo vivido personalmente" (VS 88). Hablar de santidad sacerdotal, sin partir de la propia experiencia de encuentro y seguimiento de Cristo, es abocarse al fracaso o a discusiones estériles. La santidad sacerdotal sólo se capta desde la persona de Cristo profundamente amada y vivida: "Si alguno me ama... yo le amaré y me manifestaré a él" (Jn 14,21).

 

       Desde esta perspectiva vivencial, que no excluye, sino que necesita el apoyo de la reflexión teológica sistemática, la palabra "santidad" pasa a ser una realidad de gracia que forma parte del proceso de configuración con Cristo. Cuando uno se sabe amado por Cristo, lo quiere amar y hacerlo amar. Es decir, quiere entregarse con totalidad al camino de santidad y de misión.[6]

 

       La decisión de ser "santos" es la respuesta a la declaración de amor por parte de Cristo: "Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor" (Jn 15,9). Para discernir si uno avanza decididamente por este camino de santidad, podrían tomarse tres líneas de fuerza: No sentirse nunca solos (cfr. Mt 28,20), no dudar de su amor (cfr. Jn 15,9), no anteponer nada a Cristo.[7]

 

       Los matices de nuestra santidad, en su dimensión cristocéntrica o cristológica, dicen relación con cada uno de los títulos bíblicos de Cristo (que hemos recordado antes) y, consiguientemente, urgen al sacerdote a la vivencia de sus ministerios, como expresión de su "caridad pastoral", es decir, como vivencia de la misma caridad del Buen Pastor. En este sentido, el concilio Vaticano II resume la santidad sacerdotal con esta perspectiva: "Los presbíteros conseguirán propiamente la santidad ejerciendo su triple función sincera e infatigablemente en el Espíritu de Cristo" (PO 13).

 

       Se trata de transparentar a Cristo en el momento de anunciarle, celebrarle, prolongarle... Toda la acción pastoral es eminentemente cristológica y es también una urgencia y una posibilidad de ser santos. Anunciamos a Cristo, lo hacemos presente y lo comunicamos a los demás, viviendo lo que somos y lo que hacemos. La dimensión cristológica de la santidad sacerdotal es, pues, de línea profética (anunciar a Cristo), litúrgica (hacer presente a Cristo), diaconal (servir a Cristo en los hermanos).

 

       El modelo apostólico de los Doce, es el punto de referencia obligado de la santidad sacerdotal, como algo específico. Es la "Vida Apostólica", es decir, el seguimiento radical de Cristo Buen Pastor, a ejemplo de los Apóstoles. Quienes somos sucesores de los Apóstoles (aunque en grado distinto), estamos llamados a vivir esta referencia evangélica.[8]

 

       La "Vida Apostólica" o "Apostolica vivendi forma", que resume el estilo de vida de los Apóstoles, se concreta en el seguimiento evangélico (cfr. Mt 19,27), la fraternidad o vida comunitaria (cfr. Lc 10,2) y la misión (cfr. Jn 20,21; Mt 28,19-20).[9]

 

       El camino de la santidad sacerdotal se recorre dejándose conquistar por el amor de Cristo, a ejemplo de S. Pablo: "No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí... vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Gal 2,20). Y es este mismo amor el que urge a la misión: "El amor de Cristo me apremia" ( 2Cor 5,14).

 

       El cristocentrismo de San Pablo arranca de la fe como encuentro con Cristo, "el Hijo de Dios" (Hech 9,20), "el Salvador" (Tit 1,3), quien "fue entregado por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación" (Rom 4,25). Cristo "vive" (Hech 25,19) y habita en el creyente (cfr. Fil 1,21), comunicándole la fuerza del Espíritu que le hace hijo de Dios (cfr. Gal 4,4-7; Rom 8,14-17). Por el bautismo, el cristiano queda configurado con Cristo (cfr. Rom 6,1-5). Pablo vive de esta fe. Desde su encuentro inicial con el Señor, Pablo aprendió que Cristo vive en todo ser humano y, de modo especial, en su comunidad eclesial, a la que él describe como "cuerpo" o expresión de Cristo (cfr. 1Cor 12,26-27), "esposa" o consorte (cfr. Ef 5,25-27; 2Cor 11,2) y "madre" fecunda de Cristo (cfr. Gal 4,19.26).

 

       Las renuncias sacerdotales quedan resumidas en la expresión de San Pedro: "Lo hemos dejado todo y te hemos seguido" (Mt 19,27). La renuncia total no sería posible ni tendría sentido, sin el "seguimiento" como encuentro y amistad. La "soledad llena de Dios" (de que hablaba Pablo VI en la enc. Sacerdotalis Coelibatus), es, para el sacerdote ministro, el redescubrimiento de una presencia y de un amor más hermoso y profundo: "No tengas miedo ... porque yo estoy contigo" (Hech 18,9-10).[10]

 

       Cristo nos lleva en su corazón, desde el primer momento de su ser en cuanto hombre. Si el misterio del hombre sólo se descifra en el misterio Cristo, cada ser humano tiene en su propia vida huellas de ese amor: "En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado... El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre" (GS 22). En esta perspectiva antropológico-cristiana, a la luz de la Encarnación, el sacerdote ministro se siente interpelado por unas vivencias de Cristo, que amó a "los suyos" (Jn 13,1) y los presentó cariñosamente ante el Padre: "los que tú me has dado" (Jn 17,2ss), "los has amado como a mí" (Jn 17,23).

 

       La llamada apostólica ("venid", "sígueme") trae consigo relación, imitación y configuración con Cristo. Si uno quiere ser consecuente con esta actitud relacional comprometida, que llamamos "santidad" (como trasunto de la caridad del Buen Pastor y, así mismo, reflejo de Dios Amor), en todas las circunstancias de su vida encontrará huellas de una presencia que sobrepasa el sentimiento de ausencia: "Estaré con vosotros" (Mt 28,20). El decreto Presbyterorm Ordinis recuerda esta presencia, que es fuente de santidad y de gozo pascual: "Los presbíteros nunca están solos en su trabajo" (PO 22).[11]

 

       La dimensión cristológica de la santidad es, por ello mismo, dimensión eucarística. "Hemos nacido de la Eucaristía... El sacerdocio ministerial tiene su origen, vive, actúa y da frutos «de Eucharistia»... No hay Eucaristía sin sacerdocio, como no existe sacerdocio sin Eucaristía" (Carta del Jueves Santo, 2004, n.2).[12]

 

       Para garantizar la dimensión cristológica de la santidad sacerdotal, es necesario relacionarla con la dimensión mariana. Cristo Sacerdote y Buen Pastor no es una abstracción, sino que ha nacido de María Virgen y la ha asociado a su obra redentora. María, Madre de Cristo Sacerdote y Madre nuestra, ve en cada uno de nosotros un "Jesús viviente" (según la expresión de S. Juan Eudes), es decir, con palabras del concilio, "instrumentos vivos de Cristo Sacerdote" PO 12), que quieren vivir "en comunión de vida" con ella como el discípulo amado (cfr. RMa 45, nota 130). Necesitamos vivir nuestra dimensión sacerdotal cristológica "en la escuela de María Santísima" (Carta del Jueves Santo, 2004, n.7).[13]

 

       La dimensión cristológica de la santidad sacerdotal incluye el amor leal, sincero e incondicional a la Iglesia. Es, pues, dimensión eclesiológica. El apóstol Pablo, al invitarnos a configurarnos con Cristo, nos insta a vivir de sus mismos sentimientos (cfr. Fil 2,5) y de sus mismos amores: "Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella" (Ef 5,25). "Para todo misionero y toda comunidad la fidelidad a Cristo no puede separarse de la fidelidad a la Iglesia" (RMi 89).

 

 

2. Llamados a ser maestros y forjadores de santos, enamorados de Cristo

 

       Nuestra llamada a la santidad incluye el compromiso ministerial de ayudar a los fieles a emprender el mismo itinerario de santificación. Se trata del "ministerio y función de enseñar, de santificar y de apacentar la grey de Dios" (PO 7), como colaboradores de los obispos. Por esto, "la perspectiva en la que debe situarse el camino pastoral es el de la santidad" (NMi 30). La dimensión cristocéntrica de la santidad se concreta necesariamenten en dimensión eclesiológica.

 

       En realidad, de la santidad de los sacerdotes depende, en gran parte la santidad, renovación y misionariedad de toda la comunidad eclesial. Así lo afirma el concilio Vaticano II: "Este Sagrado Concilio, para conseguir sus propósitos pastorales de renovación interna de la Iglesia, ­de difusión del Evangelio por todo el mundo y de diálogo con el mundo actual, exhorte vehementemente a todos los sacerdotes a que, usando los medios oportunos recomendados por la Iglesia, se esfuercen siempre hacia una mayor santidad, con la que de día en día se conviertan en ministros más aptos para el servicio de todo el Pueblo de Dios" (PO 12).

 

       Toda la acción pastoral tiende a construir la comunidad eclesial como reflejo de la Trinidad, por un proceso de unificación del corazón según el amor, que hace posible llegar a ser "un solo corazón y una sola alma" (Hech 4,32). Entonces, se construye la Iglesia como "misterio", es decir, como pueblo "congregado en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo" (LG 4). Es misterio de comunión misionera. "La santidad se ha manifestado más que nunca como la dimensión que expresa mejor el misterio de la Iglesia. Mensaje elocuente que no necesita palabras, la santidad representa al vivo el rostro de Cristo" (NMi 7)

 

       La acción ministerial profética, litúrgica y diaconal, además de ser el medio y el lugar privilegiado de la propia santificación, es la palestra para orientar a toda la comunidad eclesial por el camino de la santidad. Los ministerios son servicios que construyen una escuela de santidad y de comunión eclesial. Somos llamados a ser moldeadores de santos.

 

       Nuestra vida sacerdotal se puede resumir en la acción ministerial eucarística: "Esto es mi cuerpo... ésta es mi sangre" (Mt 26,26.28). En este momento obramos en nombre de Cristo y nos transformamos en él. Pero esta acción ministerial eucarística incluye el anuncio (profetismo) y la comunión (diaconía). Es más, la eficacia de las palabras del Señor no sólo llega hasta lo más hondo de nuestro ser, transformándolo, sino que también va pasando a toda la Iglesia y a toda la humanidad.

 

       A la luz de este servicio ministerial (en relación con el cuerpo eucarístico y con el cuerpo místico de Cristo), todo se puede reducir la urgencia de ser santos y hacer santos, como consecuencia del mandato eucarístico: "Haced esto en memoria mía" (Lc 22,19; 1Cor 11,24). Es la tarea de anunciar, celebrar y comunicar a Cristo. La transformación eucarística del pan y del vino en el cuerpo y la sangre de Cristo, penetra el ser y el obrar sacerdotal, para pasar a la Iglesia y a la humanidad entera. El encargo de Cristo a los sacerdotes pone "el cuño eucarístico en su misión" (Carta del Jueves Santo, 2004, n.3). Por la Eucaristía, somos forjadores de santos.[14]

 

       La entrega apostólica de Pablo tiene esta característica de "completar" a Cristo por amor a su Iglesia (cfr. Col 1,24), y de preocuparse "por todas las Iglesias" (2Cor 11,28). En la doctrina paulina, la vocación cristiana es elección en Cristo (cfr. Ef 1,3), para ser "gloria" o expresión suya por una vida santa (Ef 1,4-9), comprometida en la misión de "recapitular todas las cosas en Cristo" (Ef 1,10) y marcada con "el sello del Espíritu" (Ef 1,13). Es vida unida a la oblación de Cristo (cfr. Fil 2,5-11), por participar en el sacrificio eucarístico que hace presente la oblación del Señor, "hasta que vuelva" (cfr. 1Cor 11,23-26). Pablo es forjador de santos (cfr. Gal 4,19).[15]

 

       El sentido esponsal del ministerio tiende a construir la Iglesia santa, como esposa de Cristo, santificada por su amor esponsal: "Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada" (Ef 5,25-27).

 

       Hacer santa a la comunidad eclesial, equivale a hacerla misionera y "madre", es decir, instrumento de vida en Cristo para los demás. Entonces la Iglesia "ejerce por la caridad, por la oración, por el ejemplo y por las obras de penitencia una verda­dera maternidad respecto a las almas que debe llevar a Cristo" (PO 6).

 

       Si se anuncia la Palabra, es para llamar a un actitud de escucha, de conversión y de respuesta generosa por parte de los creyentes. La predicación de la Palabra congrega al pueblo de Dios para construirlo en la caridad. Por esta predicación, se tiende a "invitar a todos instantemente a la conversión y a la santidad" (PO 4).

 

       La celebración de la Eucaristía y de los sacramentos en general, en el ámbito del año litúrgico, es una llamada a todos los fieles para hacer de su vida una oblación en unión con Cristo: "De esta forma son invitados y estimulados a ofrecerse a sí mismo, sus trabajos y todas las cosas creadas juntamente con El" (PO 5).

 

       La acción ministerial de orientar, animar y regir a la comunidad, siempre con espíritu de servicio, tiene el objetivo de "que cada uno de los fieles sea conducido en el Espíritu Santo a cultivar su propia vocación según el Evangelio, a la caridad sincera y dili­gente y a la libertad con que Cristo nos liberó" (PO 6).

 

       En los tres ministerios se tiende a formar a Cristo en los creyentes, por un proceso de santificación que es transformación de criterios, escala de valores y actitudes, en vistas a relacionarse con Cristo, imitarle y transformarse en él. Así resume San Pablo su actuación santificadora: "¡Hijos míos!, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros" (Gal 4,19); "celoso estoy de vosotros con el celo de Dios, pues os tengo desposados con un solo esposo para presentaros cual casta virgen a Cristo" (2Cor 11,2).

 

       Nuestro ministerio consiste en ser "instrumentos vivos de Cristo Sacerdote" (PO 12). Por ello mismo, somos servidores de una Iglesia llamada a la santidad. El capítulo quinto de la Lumen Gentium es una pauta para el itinerario de santificación: existe una llamada universal de la Iglesia a la santidad (LG 39-42), que consiste en la "perfección de la caridad", y que se realiza en la vida cotidiana según el propio estado de vida, usando los medios adecuados para conseguir este objetivo (LG cap.VI, nn.39-42). Así, pues, "todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad" (LG 40).

 

       El bautismo es, por su misma naturaleza, una llamada y una posibilidad de santidad: pensar, sentir, amar y obrar como Cristo. "El bautismo es una verdadera entrada en la santidad de Dios por medio de la inserción en Cristo y la inhabitación de su Espíritu" (NMi 31). El compromiso fundamental de quien se bautiza consiste en la decisión de hacerse santo por "el camino del Sermón de la Montaña: « Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial » (Mt 5,48)" (NMi 31).

 

       La experiencia del propio encuentro personal con Cristo y del seguimiento evangélico, según la pauta de las bienaventuranzas, es la mejor preparación para poder acompañar a otros por el mismo camino de santificación, que, como hemos indicado, es camino de relación con Cristo, imitación y transformación en él. El sacerdote es maestro de contemplación, de perfección, de comunión y de misión.

 

       El tema de la santidad sacerdotal en su dimensión cristocéntrica, aparece en todas las figuras sacerdotales de la historia. Estos santos sacerdotes fueron maestros y modelos de santidad sacerdotal y cristiana. Algunos santos sacerdotes han dejado escritos sobre la vida y ministerio del sacerdote. En su primera carta del Jueves Santo (1979), Juan Pablo II invita a inspirarse en las figuras sacerdotales de la historia: "Esforzaos en ser los maestros de la pastoral. Ha habido ya muchos en la historia de la Iglesia. ¿Es necesario citarlos? Nos siguen hablando a cada uno de nosotros, por ejemplo, San Vicente de Paúl, San Juan de Ávila, el Santo Cura de Ars, San Juan Bosco, Beato (ahora ya santo) San Maximiliano Kolbe y tantos otros. Cada uno de ellos era distinto de los otros, era él mismo, era hijo de su época y estaba al día con respecto a su tiempo. Pero «el estar al día» era una respuesta original al Evangelio, una respuesta necesaria para aquellos tiempos, era la respuesta de la santidad y del celo".[16]

 

 

3. Algunas connotaciones sobre la santidad sacerdotal en el inicio del tercer milenio

 

       La santidad constituye el "fundamento de la programación pastoral que nos atañe al inicio del nuevo milenio" (NMi 31). Esta afirmación de Juan Pablo II es un reto para la vida y ministerio sacerdotal. Estamos llamados a ser santos y a construir comunidades como escuela de santidad y comunión.

 

       En una sociedad "icónica", que pide signos, se necesita construir una Iglesia que transparente las bienaventuranzas como "autorretrato de Cristo" (VS 16). Efectivamente, "el hombre contemporáneo cree más en los testigos que en los maestros... el testimonio de vida cristiana es la primera e insustituible forma de misión" (RMi 42). Quienes hoy se sienten llamados a la fe cristiana, manifiestan "el deseo de encontrar en la Iglesia el Evangelio vivido" (RMi 47).

 

       Urge, pues, presentar la figura del sacerdote como expresión de la vida del Buen Pastor. San Pablo se consideraba "olor de Cristo" (2 Cor, 2,15). El Señor nos describe como su "expresión" o su "gloria": "He sido glorificado en ellos" (Jn 17,10). Nuestra identidad sacerdotal consiste en ser "prolongación visible y signo sacramental de Cristo" Sacerdote y Buen Pastor (PDV 16).[17]

 

       No se trata de un signo meramente externo, sino de una realidad ontológica (transformación en Cristo), que necesariamente tiene que manifestarse en el testimonio. Al mismo tiempo, esta realidad se hace vivencia personal y comunitaria, para poder decir como San Pedro el día de Pentecostés y repetidamente en sus discursos: "Nosotros somos testigos" (Hech 2,32; 3,15; 5,32; 10,39). Es, pues, relación, imitación, transformación en Cristo, que se convierte en su transparencia.

 

       El mundo de hoy pide testigos de la experiencia de Dios (cfr. EN 76; RMi 91). Todo apóstol y de modo especial el sacerdote, debe poder decir como San Juan: "Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos" (1Jn 1,3). El Espíritu Santo, recibido especialmente el día de ordenación, capacita para transmitir a los demás la propia experiencia de Jesús.[18]

 

       El inicio del tercer milenio es una invitación acuciante a ser signos transparentes y eficaces del Buen Pastor. La Palabra, la Eucaristía, los sacramentos y la acción pastoral, nos moldean como expresión de Cristo y como signos santificadores.

 

       Según mi experiencia de encuentros sacerdotales en diversas latitudes y culturas, he llegado a la convicción de que en estos años del inicio del tercer milenio, puede tener lugar un resurgir sacerdotal si se redescubren los enormes tesoros doctrinales de los documentos conciliares y postconciliares (que, a su vez, recogen una historia milenaria de gracia). El día en que todo neo-sacerdote haya leído y se haya formado en estos documentos, ciertamente habrá una gran renovación de vida y de vocaciones sacerdotales, por el hecho de haber redescubierto "un tesoro escondido", como es la "mística" de la propia espiritualidad sacerdotal específica.[19]

 

       El Papa Juan Pablo pide elaborar un proyecto de vida sacerdotal en el Presbiterio, que abarque todas estas facetas (cfr. PDV 79). Sólo siendo fieles al proceso de santidad, llegaremos a ser sacerdotes para una nueva evangelización (cfr. PDV 2, 9-10, 17, 47, 51, 82. Directorio 98).[20]

 

       Cuando Juan Pablo II nos recuerda a los sacerdotes las líneas de nuestra santidad, nos indica la relación entre la consagración y la misión como binomio inseparable: "La consagración es para la misión" (PDV 24).

 

       Se podría hablar del "carisma" apostólico y sacerdotal de Juan Pablo II, concretado en la dinámica evangélica: del encuentro, a la misión. Me parece que esta es la clave para entender sus documentos, a partir del primer momento de su pontificado, cuando  dijo: "Abrid las puertas a Cristo". Sus encíclicas, exhortaciones apostólicas, cartas del Jueves Santo y mensajes, ofrecen la armonía entre la consagración (como entrega totalizante a los planes de Dios) y la misión (como cercanía al hombre y a la realidad concreta). Pero esta dinámica es relacional: del encuentro con Cristo, se pasa al seguimiento de Cristo y al anuncio de Cristo.[21]

 

       Las cartas del Jueves Santo (desde 1979 hasta 2004) son una herencia apostólica, a modo de testamento sacerdotal de Juan Pablo II, que podrían resumirse en la letanía dirigida a Cristo Sacerdote, en que se pide "Pastores según su Corazón" (Letanía, citada en Carta del Jueves Santo 2004, n.7).

 

       Las cinco Exhortaciones Apostólicas Postsinodales continentales son una llamada a la santidad, que se concreta en un proceso de pastoral "inculturalizada", en las circunstancias históricas y geográficas. A esta tarea de santificación estamos llamados especialmente los sacerdotes. Es la primera vez en la historia, que se recoge la aportación de todas las Iglesias de esta manera tan concreta, como es la celebración de unos Sínodos Episcopales (continentales) con sus respectivas Exhortaciones Postsinodales.[22]

 

       Especialmente es acuciante, en estas Exhortaciones continentales, la llamada a la santidad respecto a los sacerdotes y personas consagradas: "Por el sacramento del Orden, que los configura a Cristo Cabeza y Pastor, los Obispos y sacerdotes tienen que conformar toda su vida y su acción con Jesús" (Ecclesia in Europa 34)[23]. "Europa necesita siempre la santidad, la profecía, la actividad evangelizadora y de servicio de las personas consagradas" (Ecclesia in Europa 37).[24]

 

       La propia identidad sacerdotal podrá ser comprendida y asimilada, si se vive como signo personal y sacramental del Buen Pastor, reconociendo que se tiene una espiritualidad sacerdotal específica entusiasmante. Es el gozo de ser y sentirse signo de Cristo, aquí y ahora, con el propio Obispo, en la propia Iglesia particular, en el propio Presbiterio, al servicio de la Iglesia local y universal, inspirándose en las figuras sacerdotales de la historia y también, cuando uno se siente llamado, haciendo referencia a carismas particulares más concretos de vida religiosa o asociativa.

 

       La diocesaneidad incluye toda esta historia de gracia, que es una herencia apostólica. Sin la relación personal y comunitaria con Cristo Sacerdote y Buen Pastor, la espiritualidad sacerdotal diocesana no encontraría su propia pista de aterrizaje. Se es sacerdote, signo del Buen Pastor, en el aquí y ahora de la propia Iglesia particular, presidida siempre por un sucesor de los Apóstoles (en comunión con el Sumo Pontífice y la Colegialidad Episcopal), quien concreta para sus sacerdotes las líneas evangélicas del seguimiento de Cristo.[25]

 

       Una línea característica de la espiritualidad cristiana y sacerdotal en el inicio del tercer milenio, es la esperanza, que presupone la fe y se tiene que concretar en la caridad. Hoy es posible ser santos y apóstoles. Es posible evangelizar en las situaciones nuevas, porque tenemos gracias nuevas. Pero se necesitan apóstoles renovados.[26]

 

       En la espiritualidad y santidad sacerdotal, este tono de esperanza se traduce en "gozo pascual" (PO 11). La vida del apóstol refleja el gozo pascual, también en los momentos de dificultad, dando testimonio de la esperanza cristiana: "El misionero es el hombre de las Bienaventuranzas... Viviendo las Bienaventuranzas el misionero experimenta y demuestra concretamente que el Reino de Dios ya ha venido y que él lo ha acogido" (RMi 91). Es el gozo de hacer "pasar" o de transformar el sufrimiento en amor de donación, como herencia que nos ha dejado Jesús en la última cena (cfr. Jn 15, 11; 17, 13).

 

 

Líneas conclusivas

 

       La santidad sacerdotal es esencialmente de dimensión cristológica, que, por ello mismo, se abre a la dimensión trinitaria, pneumatológica, eclesiológica y antropológica. Precisamente la caridad pastoral, como trasunto de la vida del Buen Pastor, tiene esta orientación hacia los planes del Padre (cfr. Jn 10,18) y sigue las pautas de la acción del Espíritu Santo (cfr. Lc 10,1.14.18): "A Jesús de Nazaret, Dios le ungió con el Espíritu Santo y con poder, y pasó haciendo el bien" (Hech 10,38).

 

       La consagración sacerdotal del ministro ordenado, por ser participación en la consagración sacerdotal de Cristo para prolongar su misma misión, enraiza en el ámbito del misterio de la Encarnación del Verbo: "En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado... El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre" (GS 22).

 

       Por ser signo personal y comunitario de Cristo Sacerdote y Buen Pastor, los sacerdotes somos expresión de su amor para con todos y cada uno de los redimidos. El contacto del sacerdote con cualquier ser humano, debe ser un anuncio y testimonio de ese amor, para que todos se sientan amados por Cristo y capacitados para amarle a él y, con él, a todos los demás hermanos. La vida sacerdotal es una invitación misionera y vivencial, como expresión testimonial de este anuncio: Dios te ama, Cristo ha venido por ti.

 

       La dimensión cristológica de la santidad sacerdotal hace recordar la realidad del "martirio", como parte integrante del "kerigma" o primer anuncio. Hemos sido elegidos para ser "testigos" ("mártires") del crucificado y resucitado: "Nosotros somos testigos" (Hech 2,32), "y también el Espíritu Santo que ha dado Dios a los que le obedecen" (Hech 5,32). El recuerdo de la figura sacerdotal del mártir San Maximiliano Kolbe, indica esta línea de caridad pastoral oblativa.[27]

 

       El "gozo pascual" (PO 11) puede resumir todos los contenidos de la dimensión cristocéntrica de la santidad sacerdotal. En realidad, es el gozo de las "bienaventuranzas" y del "Magníficat", por el hecho de saberse amado por Cristo y potenciado para amarle y hacerle amar. Es participación en el mismo gozo de Cristo (cfr. Lc 10,21). Es el gozo que nos dejó el Señor como herencia (Jn 15,11; 16,22.24; 17,13). Es el gozo que nace del encuentro permanente con él. Cuando, en el Cenáculo, los Apóstoles eligieron a Matías, resumieron la pauta de una vida sacerdotal y apostólica: uno que hubiera estado con el Señor, para ser testigo gozoso de su resurrección (cfr. Hech 1,22). Es el gozo de Pablo: "Estoy lleno de consuelo y sobreabundo de gozo en todas mis tribulaciones" (2Cor 7,4).

 

       La dimensión cristocéntrica o cristológica de la santidad sacerdotal se traduce en:

 

- Declaración mutua de amor, como elección y llamada:

 

       "Como el Padre me amó, yo también os he amado; permaneced en mi amor" (Jn 15,9); "Yo os he elegido a vosotros" (Jn 15,16); "vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Gal 2,20).

 

- Relación de encuentro, amistad, intimidad, contemplación:

 

       "Estuvieron con él" (Jn 1,39); "instituyó Doce, para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar" (Mc 3,14); "vosotros sois mis amigos" (Jn 15,14); "estaré con vosotros" (Mt 28,20); "mi vida es Cristo" (Fil 1,21).

 

- Relación de pertenencia:

 

       "Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo" (Jn 13,1); "Padre... los que tú me has dado"... (Jn 17,9ss); "no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí" (Gal 2,20).

 

- Relación de transparencia y misión:

 

       "Vosotros daréis testimonio, porque habéis estado conmigo desde el principio" (Jn 15,27); "el Espíritu... me glorificará, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros" (Jn 16,14); "Padre... he sido glorificado en ellos (son mi expresión)" (Jn 17,10); "Como el me envió, también yo os envío" (Jn 20,21)...; "el amor de Cristo me apremia" ( 2Cor 5,14).

 

       A la luz de la presencia de Cristo Resucitado, que sigue acompañando a "los suyos" (Jn 13,1), se llega a unas actitudes que podríamos llamar de sabiduría y de sentido común cristiano y sacerdotal, y que constituyen la señal para saber si uno camina seriamente por el camino de la santidad en dimensión cristológica. La vivencia de nuestra realidad de participar en el ser de Cristo y de prolongar su misión, se podría concretar así:

 

- No dudar del amor de Cristo:

 

       Mons. Francisco Xavier Nguyen van Thuan, arzobispo de Saigón, estuvo 13 años en la cárcel Saigón. En los primeros días del duro cautiverio, sintiéndose desánimo por su aparente inutilidad, supo discernir la voz del Señor en su corazón: "Te quiero a ti, no tus cosas".[28]

 

- No sentirse nunca solos:

 

       Mons. Tang, obispo de Cantón estuvo 22 años en la cárcel. Cuando llegó a Roma y resumió los sufrimientos pasados en aquella soledad. Al preguntarle por los razones que le ayudaron a perseverar, respondió: "Cristo no abandona".[29]

 

- No poder prescindir de él:

 

       Pablo, en la cárcel de Roma: "En mi primera defensa nadie me asistió, antes bien todos me desampararon... Pero el Señor me asistió y me dio fuerzas" (2Tim, 4,16-17).

 

- No anteponer nada a él

 

       "En los enamorados la herida de uno es de entrambos, y un mismo sentimiento tienen los dos" (S. Juan de la Cruz, Cántico B, canc. 30, n.9)

 

       Nuestro modo de orar se puede realizar con sólo "mantener la mirada fija en Cristo" (Carta del Jueves Santo 2004, n.5).     Este encuentro vivencial y diario con Cristo, en la Eucaristía, en la Escritura y en los hermanos, da sentido a la vida sacerdotal; pero tiene que ser encuentro de amor apasionado que se convierta en anuncio apasionado. Nuestra identidad se demuestra en vivir y hacer vivir la presencia de Cristo resucitado en la Iglesia y en el mundo. Es un "asombro eucarístico" que suscita vocaciones sacerdotales (cfr. Carta del Jueves Santo 1004, n.5), porque entonces los jóvenes en nosotros "intuyen la llamada de un amor más grande" (ibídem, n.6).

 

       La relación personal con Cristo, que es fuente de misión, se moldea "en comunión de vida" con María (cfr. RMa 45, nota 130). Es "comunión vital con Jesús a través del Corazón de su Madre" (Rosarium Virginis Mariae 2). En el Corazón de María, Madre de Cristo Sacerdote y Madre nuestra, se puede auscultar el eco de todo el evangelio (cfr. Lc 2,19.51).[30]

 

       María nos acompaña en todas nuestras celebraciones eucarísticas y en todo nuestro ministerio. Ella sigue siendo el don de Cristo a todos sus fieles y, de modo particular, a sus ministros. "Vivir en la Eucaristía el memorial de la muerte de Cristo implica también recibir continuamente este don" de su maternidad espiritual (Ecclesia de Eucharistia, n.57). Podemos unirnos a "los sentimientos de María", cuando ella escucha de nuestros labios las palabras de la consagración ("mi cuerpo... mi sangre") (cfr. ibidem, n.56).[31]



    [1]"Imitamini quod tractatis" (imitad lo que hacéis), es la expresión que ahora se encuentra en el texto de la alocución durante la ordenación presbiteral, cuando el obispo explica "la función de santificar en nombre de Cristo". Según Santo Tomás de Aquino, "la Ordenación sagrada presupone la santidad" (cfr. II-II, q.189, a.1, ad 3), para poder servir dignamente al cuerpo eucarístico y al cuerpo místico de Cristo (cfr. Supl. q.36, a.2, ad 1) y para guiar a otros por el camino de la santidad.

    [2]El "carácter" sacerdotal del sacramento del Orden exige santidad, por el hecho de poder obrar en nombre de Cristo; la gracia sacramental comunica la posibilidad de ser santos, es decir, de ser coherentes con lo que somos y hacemos.

    [3]Indicamos algunos estudios sobre santidad y espiritualidad sacerdotal: AA.VV., Espiritualidad sacerdotal, Congreso (Madrid, EDICE, 1989); C. BRUMEAU, Les éléments spécifiques de la vie spirituelle des prêtres d'après Vatican II: Le prêtre, hier, aujourd'hui, démain (Paris, Cerf, 1970) 196‑205; J. CAPMANY, Apóstol y testigos, reflexiones sobre la espiritualidad y la misión sacerdotales (Barcelona, Santandreu, 1992); M. CAPRIOLI, Il sacerdozio. Teologia e spiritualità (Roma, Teresianum, 1992); J. ESQUERDA BIFET, Teología de la espiritualidad sacerdotal (Madrid, BAC, 1991); Idem, Signos del Buen Pastor, Espiritualidad y misión sacerdotal (Bogotá, CELAM, 2002); A. FAVALE, El ministerio presbiteral, aspectos doctrinales, pastorales y espirituales (Madrid, Soc. Educ. Atenas, 1989); G. GRESHAKE, Ser sacerdote. Teología y espiritualidad del ministerio sacerdotal(Salamanca, Sígueme, 1995); J.L. ILLANES, Espiritualidad y sacerdocio (Madrid, Rialp, 1999); D. TETTAMANZI, La vita spirituale del prete (Casale Monferrato, PIEMME, 2002); R. SPIAZZI, Sacerdozio e santità. Fondamenti teologici della spiritualità sacerdo­tale (Roma 1963); K. WOJTYLA, La sainteté sacerdotale comme carte d'identité: Seminarium (1978) 167‑181; P. XARDEL, La flamme qui dévore le berger (Paris, Cerf, 1969).

    [4]Son los títulos bíblicos que usa y explica PO nn.1-3 y PDV cap.II (ver nn.20-22).

    [5]AA.VV., Identità e missione del sacerdote (Roma, Città Nuova, 1994); F. ARIZMENDI, Vale la pena ser hoy sacerdote? (México, Lib. Parroquial, 1988); M. THURIAN, L'identità del sacerdote (Casale Monferrato, PIEMME, 1993). Ver otros estudios en la nota 4.

    [6]Un brahmán convertido (que después fue sacerdote y misionero), me describía su conversión recordando su experiencia de encuentro con Cristo. Visitando la capilla del hospital, donde él era director, se encontró ante la imagen del crucifijo y oyó en su corazón: "Me amó". Enseguida sacó esta consecuencia: "Si él me ama, yo le quiero amar y hacerle amar"...

    [7]Cfr. S. Benito, Regla, 4,31; 72, 11.

    [8]Pastores dabo vobisindica la "Vida Apostólica" como punto de referencia de la santidad sacerdotal, siempre como imitación de la vida del Buen Pastor y según el estilo de los Apóstoles (cfr. PDV 15-16, 42, 60, etc.). Explico estos contenidos y ofrezco bibliografía, en: Signos del Buen Pastor, espiritualidad y misión sacerdotal (Bogotá, CELAM, 2002) cap. V (ser signo transparente del Buen Pastor) (trad. en italiano e inglés: Pontificia Universidad Urbaniana, Roma).

    [9]Las líneas de esta Vida Apostólica, eminentemente evangélica, se podrían resumir en las siguientes: 1ª: Elección, vocación, por iniciativa de Cristo (cfr. Mt 10,1ss; Lc 6, 12ss; Mc 3,13ss; Jn 13,18; 15,14ss). 2ª: "Sequela Christi" o seguimiento evangélico (cfr. Mt 4,19ss; 19, 21-27; Mc 10,35ss); 3ª: Caridad del Buen Pastor (cfr. Jn 10; Hech 20,17ss; 1Pe 5,1ss), 4ª: Misión de totalidad y de universalismo (cfr. Mt 28,18ss; Mc 16,15ss; Hech 1,8; Jn 20,21; PO 10). 5ª: Comunión fraterna (cfr. Lc 10,1; Jn 13,34.35; 17,21-23). 6ª: Eucaristía, centro e fuente de la evangelización (cfr. Lc 22,19-20; 1Cor 11,23ss; Jn 6,35ss). 7ª: Sintonía con la oración sacerdotal de Cristo (cfr. Jn 17; Mt 11,25ss; Lc 10,21ss). 8ª: Al servicio de la Iglesia esposa (cfr. 2Cor 11,2; Ef 5,25-27; Jn 17,23; 1Tim 4,14: "gracia" permanente). 9ª: Con María, "la Madre de Jesús" (cfr. Jn 19,25-27; Hech 1,14; Gal 4,4-19).

    [10]Cabría reflexionar sobre la realidad virginidad de María y de José, que les permitió descubrir en Cristo una predilección singular hacia ellos, abierta siempre a toda la humanidad y a cada ser humano en particular, de modo irrepetible. La vida sacerdotal centrada en Cristo, se resume en la imitación de su mirada hacia los hermanos, descubriendo en ellos una historia de amor esponsal y eterno. Todos ocupamos un lugar privilegiado en el Corazón de Cristo.

    [11]Puede aplicarse a todo apóstol y especialmente a todo sacerdote, esta afirmación de la encíclica misionera de Juan Pablo II: "Precisamente porque es « enviado », el misionero experimenta la presencia consoladora de Cristo, que lo acompaña en todo momento de su vida... Cristo lo espera en el corazón de cada hombre" (RMi 88).

    [12]La dimensión eucarística de la santidad sacerdotal es objeto de otra conferencia en este Encuentro Internacional de Sacerdotes.

    [13]La dimensión mariana es también objeto de otra conferencia en el presente Encuentro Internacional. Sobre la espiritualidad sacerdotal mariana, he resumido contenidos y bibliografía en: María en la espiritualidad sacedotal: Nuevo Diccionario de Mariología, Madrid, Paulinas 1988, 1799-1804. (Sacerdoti) Maria nella spiritualità sacerdotale: Nuovo Dizionario di Mariologia, Paoline 1985, 1237-1242. Ver también: G. CALVO, La espiritualidad mariana del sacerdote en Juan Pablo II: Compostellanum 33 (1988) 205-224.

    [14]"In persona Christi quiere decir más que «en nombre», o también, «en vez» de Cristo. In persona: es decir, en la identificación específica, sacramental con el sumo y eterno Sacerdote" (enc. Ecclesia de Eucharistia n.29).

    [15]Cfr. F. PASTOR RAMOS, Pablo, un seducido por Cristo (Estella, Verbo Divino, 1993). El tema paulino queda tratado por otra conferencia en ese encuentro sacerdotal.

    [16]Juan Pablo II, Carta del Jueves Santo de 1979, n. 6. Sería necesario empaparse de los escritos sacerdotales de toda la historia, especialmente de época patrística: San Ignacio de Antioquía ("Cartas), San Juan Crisótomo ("Libro sobre el sacerdocio"), San Ambrosio ("Los oficios de los ministros"), San Gregorio Magno ("Regla pastoral"), San Isidoro de Sevilla ("Los miniterios eclesiásticos"); en época de Trento, San Juan de Avila ("Pláticas a sacerdiotes", "Tratado sobre el sacerdocio"), San Carlos Borromeo, San Juan de Ribera, etc. Ver figuras y escritos de cada época histórica, en: Teología de la Espiritualidad Sacerdotal, o.c., cap.IX (síntesis histórica); Signos del Buen Pastor, o.c., cap.X (síntesis y evolución histórica) (trad. italiano, inglés).

    [17]La expresión "signo" se repite con frecuencia en PDV (cfr. nn.12, 15-16, 22, 42-43, 49). Tiene la connotación de "sacramentalidad", en el contexto de Iglesia "sacramento": signo transparente y portador. Indica la transparencia que refleja el propio ser y vivencia, y que se convierte en instrumento eficaz de santificación y de evangelización.

    [18]"La misión de la Iglesia, al igual que la de Jesús, es obra de Dios o, como dice a menudo Lucas, obra del Espíritu. Después de la resurrección y ascensión de Jesús, los Apóstoles viven una profunda experiencia que los transforma: Pentecostés. La venida del Espíritu Santo los convierte en testigos o profetas (cfr. Hech 1, 8; 2, 17-18), infundiéndoles una serena audacia que les impulsa a transmitir a los demás su experiencia de Jesús y la esperanza que los anima " (RMi 24).

    [19]Son todavía pocos los que se ordenan sacerdotes habiendo estudiado (o leído) estos documentos. Es necesario hacer una relectura de Presbyterorum Ordinis, en relación con Pastores dabo vobis y otros documentos (las Cartas del Jueves Santo, el Directorio, etc.). Entonces se descubre el propio ser como participación en el ser o consagración de Cristo (PO 1-3; PDV cap.II; Directorio cap.I), para prolongar su misma misión (PO 4-6; PDV cap.II, Directorio cap.II), en comunión de Iglesia (concretada también en el propio Presbiterio: PO 7-9; PDV 31, 74; Directorio 25-28), que exige y hace posible la santidad sacerdotal como "caridad pastoral" (PO 12-14; PDV cap.III; Directorio 43-56), concretada en las virtudes del Buen Pastor (PO 15-17; PDV 27-30; Directorio 57-67), sin olvidar los medios concretos y la formación permanente (PO 18-21; PDV cap.VI; Directorio cap.III). Hay que añadir la exhortación apostólica Pastores Gregis (2003), así como el Directorio para el ministerio pastoral de los Obispos (2004).

    [20]Presento las motivaciones y posibilidades de este proyecto en: Ideario, objetivos y medios para un proyecto de vida sacerdotal en el Presbiterio: Sacrum Ministerium 1(1995) 175-186. Ver también: J.T. SANCHEZ, Los sacerdotes protagonistas de la Evangelización, en: (Pontificia Comisión para América Latina), Evangelizadores, Obispos, sacerdotes y diáconos, religiosos y religiosas, laicos (Lib. Edit. Vaticana 1996) 101-110. Una buena base para un proyecto: Proposta di vita spirituale per i presbiteri diocesani (Bologna, EDB, 2003).

    [21]Estudié y resumí los documentos del Papa, bajo esta perspectiva, en: El carisma misionero de Juan Pablo II: De la experiencia de encuentro con Cristo a la misión: Osservatore Romano (esp.), 17.7.2001, pp.8-11. También en: Juan Pablo II, el carisma del encuentro con Cristo para la Misión: Omnis Terra n.321 (2002) 234-248; Jean Paul II: le charisme de la rencontre avec le Christ pour la mission: Omnis Terra (fr.) n.383 (2002)234-248; John Paul II, the Charisma of the encounter with Christ for Mission: Omnis Terra (Ing.) n.328 (2002) 233-247.

    [22]"Hoy son decisivos los signos de la santidad: ésta es un requisito previo esencial para una auténtica evangelización capaz de dar de nuevo esperanza. Hacen falta testimonios fuertes, personales y comunitarios, de vida nueva en Cristo. En efecto, no basta ofrecer la verdad y la gracia a través de la proclamación de la Palabra y la celebración de los Sacramentos; es necesario que sean acogidas y vividas en cada circunstancia concreta, en el modo de ser de los cristianos y de las comunidades eclesiales. Éste es uno de los retos más grandes que tiene la Iglesia en Europa al principio del nuevo milenio" (EEu 49). "Fruto de la conversión realizada por el Evangelio es la santidad de tantos hombres y mujeres de nuestro tiempo. No sólo de los que así han sido proclamados oficialmente por la Iglesia, sino también de los que, con sencillez y en la existencia cotidiana, han dado testimonio de su fidelidad a Cristo" (Ecclesia in Europa 14). Ver llamados semejantes en: Ecclesia in America 30-31 (vocación universal a la santidad, Jesús el único camino para la santidad); Ecclesia in Africa 136; Ecclesia in Oceania 30.

    [23]Ver también: Ecclesia in America 39; Ecclesia in Africa 97-98; Ecclesia in Asia 43; Ecclesia in Oceania 49.

    [24]Ver también: Ecclesia in America 43; Ecclesia in Africa 94; Ecclesia in Asia 44; Ecclesia in Oceania 51-52.

    [25]En la exhortación apostólica postsinodal Pastores Gregis", se subraya la necesidad de que el Obispo asuma la propia responsabilidad en el fomento de la espiritualidad de sus sacerdotes; ver especialmente nn.47-48. El Directorio para el ministerio pastoral de los obispos indica la mismas líneas: nn.75-83.

    [26]Los últimos documentos de Juan Pablo II trazan marcadamente esta línea de esperanza. A los apóstoles "les anima la esperanza" (RMi 24). Basta leer las Exhortaciones Apostólicas Postsinodales, donde se alienta a afrontar las nuevas situaciones siguiendo los signos positivos de la acción providencial de Dios. También en Novo Millennio Ineunte, donde se insta a profundizar el misterio de la Encarnación como "signo de genuina esperanza" (NMi 4). La historia de cada creyente es "una historia de encuentro con Cristo... en el diálogo con él reemprende su camino de esperanza" (NMi 8). "Nos anima la esperanza de estar guiados por la presencia de Cristo resucitado y por la fuerza inagotable de su Espíritu, capaz de sorpresas siempre nuevas" (NMi 12). "¡Duc in altum! ¡Caminemos con esperanza! Un nuevo milenio se abre ante la Iglesia como un océano inmenso en el cual hay que aventurarse, contando con la ayuda de Cristo" (NMi 58).

    [27]Un sacerdote mártir de mi diócesis (Lleida), durante la persecución del año 1936 en España, al ser fusilado todavía estaba con vida y recitaba el "Credo"; al acercarse el verdugo para rematarle con el tiro de gracia, pidió que le dejaran terminar la profesión de fe...

    [28]Ver algunas de sus testimonios de su tiempo de prisión, en: Testigos de esperanza. Ejercicios espirituales dados en el Vaticano en presencia de S.S. Juan Pablo II (Madrid, San Pablo, 2000). Es la vivencia paulina: "¿Quién nos separará del amor de Cristo?" (Rom 8,35).

    [29]Santa Teresa invita a "traerle siempre consigo", porque "con tan buen amigo presente, todo se puede sufrir" (Vida, 22,6).

    [30]La oración sacerdotal de Jesús, pronunciada en la última cena, puede relacionarse fácilmente con el Corazón o interioridad de María, especialmente desde que recibió el encargo de ser nuestra Madre (cfr. Jn 19,25-27: "he aquí a tu hijo"): "Ellos son mi expresión... tú les amas como a mí... yo estoy en ellos" (Jn 17,10.23.26).

    [31]Con el correr de los años de nuestro sacerdocio, podemos tener la sensación, en algún momento, de sentirnos con las "manos vacías"; pero el ejemplo de Sta. Teresa de Lisieux es entusiasmante, cuando dice al Señor: "Pon tus manos en las mías y ya no están vacías". Por mi parte, he de decir que en mis cincuenta años de sacerdocio (1954-2004), no me he arrepentido nunca del primer encuentro con Cristo cuando empecé a sentir la vocación sacerdotal. La vida sacerdotal es siempre una historia de gracia y de misericordia. Es vida que intenta gastarse con gozo, para amar y hacer amar a Cristo. A veces, he tenido la impresión de ser "un estropajo" inútil. Pero el encuentro personal con Cristo, renovado diariamente en la Eucaristía y en su Evangelio, me ha hecho sentir en el corazón sus palabras alentadoras: "Este estropajo es mío", lavado con mi sangre redentora (cfr. Ap 7,14)...

 

 

 

 

Malta, oct. 2004    SANTIDAD CRISTOCENTRICA DEL SACERDOTE

 

 

       Juan Esquerda Bifet

 

Sumario:

 

Presentación: Línea cristocéntrica de la santidad del sacerdote, exigencia, posibilidad y ministerio

 

1. Llamados a ser transparencia de la vida y  de las vivencias de Cristo Buen Pastor

 

2. Llamados a ser maestros y forjadores de santos, enamorados de Cristo,

 

3. Algunas connotaciones sobre la santidad sacerdotal en el inicio del tercer milenio

 

Líneas conclusivas

 

       * * *

 

Presentación: Línea cristocéntrica de la santidad del sacerdote, exigencia, posibilidad y ministerio

 

       El título de nuestra reflexión ("santidad cristológica del sacerdote") nos sitúan en una actitud relacional con Cristo Resucitado, siempre presente en nuestro caminar histórico y eclesial. Si decimos "santidad", nos referimos al deseo profundo de Cristo de ver en nosotros su expresión, su signo personal, su transparencia: "He sido glorificado en ellos... Santifícalos en la verdad: tu Palabra es verdad... Yo por ellos me santifico a mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad" (Jn 17, 10.17.19). La dimensión cristocéntrica o cristológica es connatural a la santidad cristiana y sacerdotal.

       Ser sacerdote y, al mismo tiempo, no ser o no desear ser santo, sería una contradicción teológica, puesto que el ser y el obrar sacerdotal, como participación y prolongación del ser y del obrar de Cristo, comportan la vivencia de lo que somos y de lo que hacemos. Esta santidad sacerdotal es posible.[31]

       La "santidad" hace referencia a la realidad divina, porque sólo Dios es el "tres veces Santo" (Is 6,3), el Trascendente, Dios Amor. Jesús es la expresión personal del Padre (cfr. Jn 14,9). Los cristianos estamos llamados a ser "expresión" de Cristo, "hijos en el Hijo" (Ef 1,5; cfr. GS 22).

       Nosotros, sacerdotes, ministros ordenados, somos la expresión o signo personal y sacramental de Jesús Sacerdote y Buen Pastor. La santidad tiene sentido "relacional", de pertenecer afectiva y efectivamente a aquél que por excelencia es el Santo. Somos "servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios" (1Cor 4,1). El sacerdote ministro es "hombre de Dios" (1Tim 6,11).

       La "santidad" del sacerdote tiene, pues, dimensión cristocéntrica o cristológica. Precisamente por ello tiene también dimensión trinitaria, pneumatológica, eclesiológica y antropológica. La dimensión cristológica de la santidad sacerdotal es, consecuentemente, mariana, contemplativa y misionera. Se trata, pues, un cristocentrismo inclusivo, no excluyente, puesto que queda abierto a todas las dimensiones teológicas, pastorales y espirituales. Por el "carácter" o gracia permanente del Espíritu Santo, recibida en el sacramento del Orden, participamos de la unción sacerdotal de Cristo (enviado por el Padre y el Espíritu), prolongamos su misma misión en la Iglesia y en el mundo, y, consecuentemente, estamos llamados a vivir en sintonía con las mismas vivencias de Cristo.

       Con esta perspectiva cristológica, hablar de santidad no es, pues, hablar de un peso, sino de una declaración de amor, experimentada y aceptada afectiva y responsablemente. Debemos y podemos ser santos y ayudar a otros a ser santos, por lo que somos y por lo que hacemos, es decir, por la participación en la consagración de Cristo y por la prolongación de su misma misión. Cristo nos ha elegido por su propia iniciativa amorosa (cfr. Jn 15,16) y, consecuentemente, nos ha capacitado para poder responder con coherencia a este mismo amor. Nuestra vida está llamada a la santidad y es, al mismo tiempo, ministerio de santidad. Somos forjadores de santos.[31]

 

       Decidirse a ser "santos" no significa más que comprometerse a ser coherentes con la exigencia de relación personal con Cristo, que incluye el compartir su misma vida, imitarle, transformarse en él, hacerle conocer y amar. Ello equivale a "mantener la mirada fija en Cristo" (Carta del Jueves Santo 2004, n.5), para poder pensar, sentir, amar, obrar como él. "La referencia a Cristo es, pues, la clave absolutamente necesaria para la comprensión de las realidades sacerdotales" (PDV 12). Esta santidad es posible.[31]

 

1. Llamados a ser transparencia de la vida y  de las vivencias de Cristo Buen Pastor

       La dimensión cristocéntrica de la santidad sacerdotal nos sitúa en una profunda relación de amistad con Cristo. Hemos sido llamados por iniciativa suya (cfr. Jn 15,16). Nos ha llamado uno a uno, por el propio "nombre", para poder participar en su mismo ser de Sacerdote-Víctima, Pastor, Esposo, Cabeza y Siervo.[31]

       Esta dimensión cristocéntrica ayuda a entrar en la dinámica interna de la propia identidad: estamos llamados para un encuentro que se convierte en relación profunda, se concreta en seguimiento para compartir su mismo estilo de vida, se vive en fraternidad (comunión) con los otros llamados y orienta toda la existencia a la misión. Así, pues, en esta santidad van incluidos todos los aspectos de la vocación: encuentro, seguimiento, fraternidad y misión evangelizadora.

 

       La dinámica relacional se basa en una realidad ontológica: participamos en su ser (consagración), prolongamos su obrar (misión) y vivimos en sintonía con sus mismos sentimientos y actitudes, según la expresión paulina: "Tened los mismos sentimientos de Cristo Jesús" (Fil 2,5).

       Sin el deseo de corresponder vivencialmente a esta relación con Cristo, no se podría captar la dinámica apostólica y sacerdotal que incluye el "encuentro" y la "misión". Nos ha llamado para "estar con él" y para enviarnos a "predicar" (Mc 3,14).

       Si se quiere hablar de la "identidad" o de la propia razón de ser, ello equivale a encontrar el sentido de la propia existencia vocacional. Es relativamente fácil hacer elucubraciones sobre la identidad. Pero a la luz del evangelio, aparece claramente que se trata de la vivencia de lo que somos y hacemos: "Vosotros daréis testimonio, porque estáis conmigo desde el principio" (Jn 15,27). Cuando a Juan Bautista le preguntaron sobre su "identidad", no cayó en la trampa de responder con elucubraciones y teorías, sino que indicó una persona que daba sentido a su existencia y a su obrar: "Yo soy la voz... En medio de vosotros está uno a quien vosotros no conocéis" (Jn 1,23.26).[31]

       Muchas cuestiones cristianas, que parecen problemáticas, dejan de serlo cuando se afrontan desde un "conocimiento de Cristo vivido personalmente" (VS 88). Hablar de santidad sacerdotal, sin partir de la propia experiencia de encuentro y seguimiento de Cristo, es abocarse al fracaso o a discusiones estériles. La santidad sacerdotal sólo se capta desde la persona de Cristo profundamente amada y vivida: "Si alguno me ama... yo le amaré y me manifestaré a él" (Jn 14,21).

       Desde esta perspectiva vivencial, que no excluye, sino que necesita el apoyo de la reflexión teológica sistemática, la palabra "santidad" pasa a ser una realidad de gracia que forma parte del proceso de configuración con Cristo. Cuando uno se sabe amado por Cristo, lo quiere amar y hacerlo amar. Es decir, quiere entregarse con totalidad al camino de santidad y de misión.[31]

       La decisión de ser "santos" es la respuesta a la declaración de amor por parte de Cristo: "Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor" (Jn 15,9). Para discernir si uno avanza decididamente por este camino de santidad, podrían tomarse tres líneas de fuerza: No sentirse nunca solos (cfr. Mt 28,20), no dudar de su amor (cfr. Jn 15,9), no anteponer nada a Cristo.[31]

       Los matices de nuestra santidad, en su dimensión cristocéntrica o cristológica, dicen relación con cada uno de los títulos bíblicos de Cristo (que hemos recordado antes) y, consiguientemente, urgen al sacerdote a la vivencia de sus ministerios, como expresión de su "caridad pastoral", es decir, como vivencia de la misma caridad del Buen Pastor. En este sentido, el concilio Vaticano II resume la santidad sacerdotal con esta perspectiva: "Los presbíteros conseguirán propiamente la santidad ejerciendo su triple función sincera e infatigablemente en el Espíritu de Cristo" (PO 13).

       Se trata de transparentar a Cristo en el momento de anunciarle, celebrarle, prolongarle... Toda la acción pastoral es eminentemente cristológica y es también una urgencia y una posibilidad de ser santos. Anunciamos a Cristo, lo hacemos presente y lo comunicamos a los demás, viviendo lo que somos y lo que hacemos. La dimensión cristológica de la santidad sacerdotal es, pues, de línea profética (anunciar a Cristo), litúrgica (hacer presente a Cristo), diaconal (servir a Cristo en los hermanos).

       El modelo apostólico de los Doce, es el punto de referencia obligado de la santidad sacerdotal, como algo específico. Es la "Vida Apostólica", es decir, el seguimiento radical de Cristo Buen Pastor, a ejemplo de los Apóstoles. Quienes somos sucesores de los Apóstoles (aunque en grado distinto), estamos llamados a vivir esta referencia evangélica.[31]

       La "Vida Apostólica" o "Apostolica vivendi forma", que resume el estilo de vida de los Apóstoles, se concreta en el seguimiento evangélico (cfr. Mt 19,27), la fraternidad o vida comunitaria (cfr. Lc 10,2) y la misión (cfr. Jn 20,21; Mt 28,19-20).[31]

       El camino de la santidad sacerdotal se recorre dejándose conquistar por el amor de Cristo, a ejemplo de S. Pablo: "No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí... vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Gal 2,20). Y es este mismo amor el que urge a la misión: "El amor de Cristo me apremia" ( 2Cor 5,14).

       El cristocentrismo de San Pablo arranca de la fe como encuentro con Cristo, "el Hijo de Dios" (Hech 9,20), "el Salvador" (Tit 1,3), quien "fue entregado por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación" (Rom 4,25). Cristo "vive" (Hech 25,19) y habita en el creyente (cfr. Fil 1,21), comunicándole la fuerza del Espíritu que le hace hijo de Dios (cfr. Gal 4,4-7; Rom 8,14-17). Por el bautismo, el cristiano queda configurado con Cristo (cfr. Rom 6,1-5). Pablo vive de esta fe. Desde su encuentro inicial con el Señor, Pablo aprendió que Cristo vive en todo ser humano y, de modo especial, en su comunidad eclesial, a la que él describe como "cuerpo" o expresión de Cristo (cfr. 1Cor 12,26-27), "esposa" o consorte (cfr. Ef 5,25-27; 2Cor 11,2) y "madre" fecunda de Cristo (cfr. Gal 4,19.26).

       Las renuncias sacerdotales quedan resumidas en la expresión de San Pedro: "Lo hemos dejado todo y te hemos seguido" (Mt 19,27). La renuncia total no sería posible ni tendría sentido, sin el "seguimiento" como encuentro y amistad. La "soledad llena de Dios" (de que hablaba Pablo VI en la enc. Sacerdotalis Coelibatus), es, para el sacerdote ministro, el redescubrimiento de una presencia y de un amor más hermoso y profundo: "No tengas miedo ... porque yo estoy contigo" (Hech 18,9-10).[31]

 

       Cristo nos lleva en su corazón, desde el primer momento de su ser en cuanto hombre. Si el misterio del hombre sólo se descifra en el misterio Cristo, cada ser humano tiene en su propia vida huellas de ese amor: "En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado... El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre" (GS 22). En esta perspectiva antropológico-cristiana, a la luz de la Encarnación, el sacerdote ministro se siente interpelado por unas vivencias de Cristo, que amó a "los suyos" (Jn 13,1) y los presentó cariñosamente ante el Padre: "los que tú me has dado" (Jn 17,2ss), "los has amado como a mí" (Jn 17,23).

       La llamada apostólica ("venid", "sígueme") trae consigo relación, imitación y configuración con Cristo. Si uno quiere ser consecuente con esta actitud relacional comprometida, que llamamos "santidad" (como trasunto de la caridad del Buen Pastor y, así mismo, reflejo de Dios Amor), en todas las circunstancias de su vida encontrará huellas de una presencia que sobrepasa el sentimiento de ausencia: "Estaré con vosotros" (Mt 28,20). El decreto Presbyterorm Ordinis recuerda esta presencia, que es fuente de santidad y de gozo pascual: "Los presbíteros nunca están solos en su trabajo" (PO 22).[31]

       La dimensión cristológica de la santidad es, por ello mismo, dimensión eucarística. "Hemos nacido de la Eucaristía... El sacerdocio ministerial tiene su origen, vive, actúa y da frutos «de Eucharistia»... No hay Eucaristía sin sacerdocio, como no existe sacerdocio sin Eucaristía" (Carta del Jueves Santo, 2004, n.2).[31]

       Para garantizar la dimensión cristológica de la santidad sacerdotal, es necesario relacionarla con la dimensión mariana. Cristo Sacerdote y Buen Pastor no es una abstracción, sino que ha nacido de María Virgen y la ha asociado a su obra redentora. María, Madre de Cristo Sacerdote y Madre nuestra, ve en cada uno de nosotros un "Jesús viviente" (según la expresión de S. Juan Eudes), es decir, con palabras del concilio, "instrumentos vivos de Cristo Sacerdote" PO 12), que quieren vivir "en comunión de vida" con ella como el discípulo amado (cfr. RMa 45, nota 130). Necesitamos vivir nuestra dimensión sacerdotal cristológica "en la escuela de María Santísima" (Carta del Jueves Santo, 2004, n.7).[31]

       La dimensión cristológica de la santidad sacerdotal incluye el amor leal, sincero e incondicional a la Iglesia. Es, pues, dimensión eclesiológica. El apóstol Pablo, al invitarnos a configurarnos con Cristo, nos insta a vivir de sus mismos sentimientos (cfr. Fil 2,5) y de sus mismos amores: "Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella" (Ef 5,25). "Para todo misionero y toda comunidad la fidelidad a Cristo no puede separarse de la fidelidad a la Iglesia" (RMi 89).

 

2. Llamados a ser maestros y forjadores de santos, enamorados de Cristo

       Nuestra llamada a la santidad incluye el compromiso ministerial de ayudar a los fieles a emprender el mismo itinerario de santificación. Se trata del "ministerio y función de enseñar, de santificar y de apacentar la grey de Dios" (PO 7), como colaboradores de los obispos. Por esto, "la perspectiva en la que debe situarse el camino pastoral es el de la santidad" (NMi 30). La dimensión cristocéntrica de la santidad se concreta necesariamenten en dimensión eclesiológica.

       En realidad, de la santidad de los sacerdotes depende, en gran parte la santidad, renovación y misionariedad de toda la comunidad eclesial. Así lo afirma el concilio Vaticano II: "Este Sagrado Concilio, para conseguir sus propósitos pastorales de renovación interna de la Iglesia, ­de difusión del Evangelio por todo el mundo y de diálogo con el mundo actual, exhorte vehementemente a todos los sacerdotes a que, usando los medios oportunos recomendados por la Iglesia, se esfuercen siempre hacia una mayor santidad, con la que de día en día se conviertan en ministros más aptos para el servicio de todo el Pueblo de Dios" (PO 12).

       Toda la acción pastoral tiende a construir la comunidad eclesial como reflejo de la Trinidad, por un proceso de unificación del corazón según el amor, que hace posible llegar a ser "un solo corazón y una sola alma" (Hech 4,32). Entonces, se construye la Iglesia como "misterio", es decir, como pueblo "congregado en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo" (LG 4). Es misterio de comunión misionera. "La santidad se ha manifestado más que nunca como la dimensión que expresa mejor el misterio de la Iglesia. Mensaje elocuente que no necesita palabras, la santidad representa al vivo el rostro de Cristo" (NMi 7)

       La acción ministerial profética, litúrgica y diaconal, además de ser el medio y el lugar privilegiado de la propia santificación, es la palestra para orientar a toda la comunidad eclesial por el camino de la santidad. Los ministerios son servicios que construyen una escuela de santidad y de comunión eclesial. Somos llamados a ser moldeadores de santos.

       Nuestra vida sacerdotal se puede resumir en la acción ministerial eucarística: "Esto es mi cuerpo... ésta es mi sangre" (Mt 26,26.28). En este momento obramos en nombre de Cristo y nos transformamos en él. Pero esta acción ministerial eucarística incluye el anuncio (profetismo) y la comunión (diaconía). Es más, la eficacia de las palabras del Señor no sólo llega hasta lo más hondo de nuestro ser, transformándolo, sino que también va pasando a toda la Iglesia y a toda la humanidad.

       A la luz de este servicio ministerial (en relación con el cuerpo eucarístico y con el cuerpo místico de Cristo), todo se puede reducir la urgencia de ser santos y hacer santos, como consecuencia del mandato eucarístico: "Haced esto en memoria mía" (Lc 22,19; 1Cor 11,24). Es la tarea de anunciar, celebrar y comunicar a Cristo. La transformación eucarística del pan y del vino en el cuerpo y la sangre de Cristo, penetra el ser y el obrar sacerdotal, para pasar a la Iglesia y a la humanidad entera. El encargo de Cristo a los sacerdotes pone "el cuño eucarístico en su misión" (Carta del Jueves Santo, 2004, n.3). Por la Eucaristía, somos forjadores de santos.[31]

       La entrega apostólica de Pablo tiene esta característica de "completar" a Cristo por amor a su Iglesia (cfr. Col 1,24), y de preocuparse "por todas las Iglesias" (2Cor 11,28). En la doctrina paulina, la vocación cristiana es elección en Cristo (cfr. Ef 1,3), para ser "gloria" o expresión suya por una vida santa (Ef 1,4-9), comprometida en la misión de "recapitular todas las cosas en Cristo" (Ef 1,10) y marcada con "el sello del Espíritu" (Ef 1,13). Es vida unida a la oblación de Cristo (cfr. Fil 2,5-11), por participar en el sacrificio eucarístico que hace presente la oblación del Señor, "hasta que vuelva" (cfr. 1Cor 11,23-26). Pablo es forjador de santos (cfr. Gal 4,19).[31]

       El sentido esponsal del ministerio tiende a construir la Iglesia santa, como esposa de Cristo, santificada por su amor esponsal: "Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada" (Ef 5,25-27).

       Hacer santa a la comunidad eclesial, equivale a hacerla misionera y "madre", es decir, instrumento de vida en Cristo para los demás. Entonces la Iglesia "ejerce por la caridad, por la oración, por el ejemplo y por las obras de penitencia una verda­dera maternidad respecto a las almas que debe llevar a Cristo" (PO 6).

       Si se anuncia la Palabra, es para llamar a un actitud de escucha, de conversión y de respuesta generosa por parte de los creyentes. La predicación de la Palabra congrega al pueblo de Dios para construirlo en la caridad. Por esta predicación, se tiende a "invitar a todos instantemente a la conversión y a la santidad" (PO 4).

       La celebración de la Eucaristía y de los sacramentos en general, en el ámbito del año litúrgico, es una llamada a todos los fieles para hacer de su vida una oblación en unión con Cristo: "De esta forma son invitados y estimulados a ofrecerse a sí mismo, sus trabajos y todas las cosas creadas juntamente con El" (PO 5).

       La acción ministerial de orientar, animar y regir a la comunidad, siempre con espíritu de servicio, tiene el objetivo de "que cada uno de los fieles sea conducido en el Espíritu Santo a cultivar su propia vocación según el Evangelio, a la caridad sincera y dili­gente y a la libertad con que Cristo nos liberó" (PO 6).

       En los tres ministerios se tiende a formar a Cristo en los creyentes, por un proceso de santificación que es transformación de criterios, escala de valores y actitudes, en vistas a relacionarse con Cristo, imitarle y transformarse en él. Así resume San Pablo su actuación santificadora: "¡Hijos míos!, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros" (Gal 4,19); "celoso estoy de vosotros con el celo de Dios, pues os tengo desposados con un solo esposo para presentaros cual casta virgen a Cristo" (2Cor 11,2).

 

       Nuestro ministerio consiste en ser "instrumentos vivos de Cristo Sacerdote" (PO 12). Por ello mismo, somos servidores de una Iglesia llamada a la santidad. El capítulo quinto de la Lumen Gentium es una pauta para el itinerario de santificación: existe una llamada universal de la Iglesia a la santidad (LG 39-42), que consiste en la "perfección de la caridad", y que se realiza en la vida cotidiana según el propio estado de vida, usando los medios adecuados para conseguir este objetivo (LG cap.VI, nn.39-42). Así, pues, "todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad" (LG 40).

       El bautismo es, por su misma naturaleza, una llamada y una posibilidad de santidad: pensar, sentir, amar y obrar como Cristo. "El bautismo es una verdadera entrada en la santidad de Dios por medio de la inserción en Cristo y la inhabitación de su Espíritu" (NMi 31). El compromiso fundamental de quien se bautiza consiste en la decisión de hacerse santo por "el camino del Sermón de la Montaña: « Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial » (Mt 5,48)" (NMi 31).

       La experiencia del propio encuentro personal con Cristo y del seguimiento evangélico, según la pauta de las bienaventuranzas, es la mejor preparación para poder acompañar a otros por el mismo camino de santificación, que, como hemos indicado, es camino de relación con Cristo, imitación y transformación en él. El sacerdote es maestro de contemplación, de perfección, de comunión y de misión.

       El tema de la santidad sacerdotal en su dimensión cristocéntrica, aparece en todas las figuras sacerdotales de la historia. Estos santos sacerdotes fueron maestros y modelos de santidad sacerdotal y cristiana. Algunos santos sacerdotes han dejado escritos sobre la vida y ministerio del sacerdote. En su primera carta del Jueves Santo (1979), Juan Pablo II invita a inspirarse en las figuras sacerdotales de la historia: "Esforzaos en ser los maestros de la pastoral. Ha habido ya muchos en la historia de la Iglesia. ¿Es necesario citarlos? Nos siguen hablando a cada uno de nosotros, por ejemplo, San Vicente de Paúl, San Juan de Ávila, el Santo Cura de Ars, San Juan Bosco, Beato (ahora ya santo) San Maximiliano Kolbe y tantos otros. Cada uno de ellos era distinto de los otros, era él mismo, era hijo de su época y estaba al día con respecto a su tiempo. Pero «el estar al día» era una respuesta original al Evangelio, una respuesta necesaria para aquellos tiempos, era la respuesta de la santidad y del celo".[31]

 

3. Algunas connotaciones sobre la santidad sacerdotal en el inicio del tercer milenio

       La santidad constituye el "fundamento de la programación pastoral que nos atañe al inicio del nuevo milenio" (NMi 31). Esta afirmación de Juan Pablo II es un reto para la vida y ministerio sacerdotal. Estamos llamados a ser santos y a construir comunidades como escuela de santidad y comunión.

       En una sociedad "icónica", que pide signos, se necesita construir una Iglesia que transparente las bienaventuranzas como "autorretrato de Cristo" (VS 16). Efectivamente, "el hombre contemporáneo cree más en los testigos que en los maestros... el testimonio de vida cristiana es la primera e insustituible forma de misión" (RMi 42). Quienes hoy se sienten llamados a la fe cristiana, manifiestan "el deseo de encontrar en la Iglesia el Evangelio vivido" (RMi 47).

       Urge, pues, presentar la figura del sacerdote como expresión de la vida del Buen Pastor. San Pablo se consideraba "olor de Cristo" (2 Cor, 2,15). El Señor nos describe como su "expresión" o su "gloria": "He sido glorificado en ellos" (Jn 17,10). Nuestra identidad sacerdotal consiste en ser "prolongación visible y signo sacramental de Cristo" Sacerdote y Buen Pastor (PDV 16).[31]

       No se trata de un signo meramente externo, sino de una realidad ontológica (transformación en Cristo), que necesariamente tiene que manifestarse en el testimonio. Al mismo tiempo, esta realidad se hace vivencia personal y comunitaria, para poder decir como San Pedro el día de Pentecostés y repetidamente en sus discursos: "Nosotros somos testigos" (Hech 2,32; 3,15; 5,32; 10,39). Es, pues, relación, imitación, transformación en Cristo, que se convierte en su transparencia.

       El mundo de hoy pide testigos de la experiencia de Dios (cfr. EN 76; RMi 91). Todo apóstol y de modo especial el sacerdote, debe poder decir como San Juan: "Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos" (1Jn 1,3). El Espíritu Santo, recibido especialmente el día de ordenación, capacita para transmitir a los demás la propia experiencia de Jesús.[31]

       El inicio del tercer milenio es una invitación acuciante a ser signos transparentes y eficaces del Buen Pastor. La Palabra, la Eucaristía, los sacramentos y la acción pastoral, nos moldean como expresión de Cristo y como signos santificadores.

       Según mi experiencia de encuentros sacerdotales en diversas latitudes y culturas, he llegado a la convicción de que en estos años del inicio del tercer milenio, puede tener lugar un resurgir sacerdotal si se redescubren los enormes tesoros doctrinales de los documentos conciliares y postconciliares (que, a su vez, recogen una historia milenaria de gracia). El día en que todo neo-sacerdote haya leído y se haya formado en estos documentos, ciertamente habrá una gran renovación de vida y de vocaciones sacerdotales, por el hecho de haber redescubierto "un tesoro escondido", como es la "mística" de la propia espiritualidad sacerdotal específica.[31]

       El Papa Juan Pablo pide elaborar un proyecto de vida sacerdotal en el Presbiterio, que abarque todas estas facetas (cfr. PDV 79). Sólo siendo fieles al proceso de santidad, llegaremos a ser sacerdotes para una nueva evangelización (cfr. PDV 2, 9-10, 17, 47, 51, 82. Directorio 98).[31]

       Cuando Juan Pablo II nos recuerda a los sacerdotes las líneas de nuestra santidad, nos indica la relación entre la consagración y la misión como binomio inseparable: "La consagración es para la misión" (PDV 24).

       Se podría hablar del "carisma" apostólico y sacerdotal de Juan Pablo II, concretado en la dinámica evangélica: del encuentro, a la misión. Me parece que esta es la clave para entender sus documentos, a partir del primer momento de su pontificado, cuando  dijo: "Abrid las puertas a Cristo". Sus encíclicas, exhortaciones apostólicas, cartas del Jueves Santo y mensajes, ofrecen la armonía entre la consagración (como entrega totalizante a los planes de Dios) y la misión (como cercanía al hombre y a la realidad concreta). Pero esta dinámica es relacional: del encuentro con Cristo, se pasa al seguimiento de Cristo y al anuncio de Cristo.[31]

       Las cartas del Jueves Santo (desde 1979 hasta 2004) son una herencia apostólica, a modo de testamento sacerdotal de Juan Pablo II, que podrían resumirse en la letanía dirigida a Cristo Sacerdote, en que se pide "Pastores según su Corazón" (Letanía, citada en Carta del Jueves Santo 2004, n.7).

       Las cinco Exhortaciones Apostólicas Postsinodales continentales son una llamada a la santidad, que se concreta en un proceso de pastoral "inculturalizada", en las circunstancias históricas y geográficas. A esta tarea de santificación estamos llamados especialmente los sacerdotes. Es la primera vez en la historia, que se recoge la aportación de todas las Iglesias de esta manera tan concreta, como es la celebración de unos Sínodos Episcopales (continentales) con sus respectivas Exhortaciones Postsinodales.[31]

       Especialmente es acuciante, en estas Exhortaciones continentales, la llamada a la santidad respecto a los sacerdotes y personas consagradas: "Por el sacramento del Orden, que los configura a Cristo Cabeza y Pastor, los Obispos y sacerdotes tienen que conformar toda su vida y su acción con Jesús" (Ecclesia in Europa 34)[31]. "Europa necesita siempre la santidad, la profecía, la actividad evangelizadora y de servicio de las personas consagradas" (Ecclesia in Europa 37).[31]

       La propia identidad sacerdotal podrá ser comprendida y asimilada, si se vive como signo personal y sacramental del Buen Pastor, reconociendo que se tiene una espiritualidad sacerdotal específica entusiasmante. Es el gozo de ser y sentirse signo de Cristo, aquí y ahora, con el propio Obispo, en la propia Iglesia particular, en el propio Presbiterio, al servicio de la Iglesia local y universal, inspirándose en las figuras sacerdotales de la historia y también, cuando uno se siente llamado, haciendo referencia a carismas particulares más concretos de vida religiosa o asociativa.

       La diocesaneidad incluye toda esta historia de gracia, que es una herencia apostólica. Sin la relación personal y comunitaria con Cristo Sacerdote y Buen Pastor, la espiritualidad sacerdotal diocesana no encontraría su propia pista de aterrizaje. Se es sacerdote, signo del Buen Pastor, en el aquí y ahora de la propia Iglesia particular, presidida siempre por un sucesor de los Apóstoles (en comunión con el Sumo Pontífice y la Colegialidad Episcopal), quien concreta para sus sacerdotes las líneas evangélicas del seguimiento de Cristo.[31]

       Una línea característica de la espiritualidad cristiana y sacerdotal en el inicio del tercer milenio, es la esperanza, que presupone la fe y se tiene que concretar en la caridad. Hoy es posible ser santos y apóstoles. Es posible evangelizar en las situaciones nuevas, porque tenemos gracias nuevas. Pero se necesitan apóstoles renovados.[31]

       En la espiritualidad y santidad sacerdotal, este tono de esperanza se traduce en "gozo pascual" (PO 11). La vida del apóstol refleja el gozo pascual, también en los momentos de dificultad, dando testimonio de la esperanza cristiana: "El misionero es el hombre de las Bienaventuranzas... Viviendo las Bienaventuranzas el misionero experimenta y demuestra concretamente que el Reino de Dios ya ha venido y que él lo ha acogido" (RMi 91). Es el gozo de hacer "pasar" o de transformar el sufrimiento en amor de donación, como herencia que nos ha dejado Jesús en la última cena (cfr. Jn 15, 11; 17, 13).

 

Líneas conclusivas

       La santidad sacerdotal es esencialmente de dimensión cristológica, que, por ello mismo, se abre a la dimensión trinitaria, pneumatológica, eclesiológica y antropológica. Precisamente la caridad pastoral, como trasunto de la vida del Buen Pastor, tiene esta orientación hacia los planes del Padre (cfr. Jn 10,18) y sigue las pautas de la acción del Espíritu Santo (cfr. Lc 10,1.14.18): "A Jesús de Nazaret, Dios le ungió con el Espíritu Santo y con poder, y pasó haciendo el bien" (Hech 10,38).

       La consagración sacerdotal del ministro ordenado, por ser participación en la consagración sacerdotal de Cristo para prolongar su misma misión, enraiza en el ámbito del misterio de la Encarnación del Verbo: "En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado... El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre" (GS 22).

       Por ser signo personal y comunitario de Cristo Sacerdote y Buen Pastor, los sacerdotes somos expresión de su amor para con todos y cada uno de los redimidos. El contacto del sacerdote con cualquier ser humano, debe ser un anuncio y testimonio de ese amor, para que todos se sientan amados por Cristo y capacitados para amarle a él y, con él, a todos los demás hermanos. La vida sacerdotal es una invitación misionera y vivencial, como expresión testimonial de este anuncio: Dios te ama, Cristo ha venido por ti.

       La dimensión cristológica de la santidad sacerdotal hace recordar la realidad del "martirio", como parte integrante del "kerigma" o primer anuncio. Hemos sido elegidos para ser "testigos" ("mártires") del crucificado y resucitado: "Nosotros somos testigos" (Hech 2,32), "y también el Espíritu Santo que ha dado Dios a los que le obedecen" (Hech 5,32). El recuerdo de la figura sacerdotal del mártir San Maximiliano Kolbe, indica esta línea de caridad pastoral oblativa.[31]

       El "gozo pascual" (PO 11) puede resumir todos los contenidos de la dimensión cristocéntrica de la santidad sacerdotal. En realidad, es el gozo de las "bienaventuranzas" y del "Magníficat", por el hecho de saberse amado por Cristo y potenciado para amarle y hacerle amar. Es participación en el mismo gozo de Cristo (cfr. Lc 10,21). Es el gozo que nos dejó el Señor como herencia (Jn 15,11; 16,22.24; 17,13). Es el gozo que nace del encuentro permanente con él. Cuando, en el Cenáculo, los Apóstoles eligieron a Matías, resumieron la pauta de una vida sacerdotal y apostólica: uno que hubiera estado con el Señor, para ser testigo gozoso de su resurrección (cfr. Hech 1,22). Es el gozo de Pablo: "Estoy lleno de consuelo y sobreabundo de gozo en todas mis tribulaciones" (2Cor 7,4).

       La dimensión cristocéntrica o cristológica de la santidad sacerdotal se traduce en:

- Declaración mutua de amor, como elección y llamada:

 

       "Como el Padre me amó, yo también os he amado; permaneced en mi amor" (Jn 15,9); "Yo os he elegido a vosotros" (Jn 15,16); "vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Gal 2,20).

 

- Relación de encuentro, amistad, intimidad, contemplación:

 

       "Estuvieron con él" (Jn 1,39); "instituyó Doce, para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar" (Mc 3,14); "vosotros sois mis amigos" (Jn 15,14); "estaré con vosotros" (Mt 28,20); "mi vida es Cristo" (Fil 1,21).

 

- Relación de pertenencia:

 

       "Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo" (Jn 13,1); "Padre... los que tú me has dado"... (Jn 17,9ss); "no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí" (Gal 2,20).

 

- Relación de transparencia y misión:

 

       "Vosotros daréis testimonio, porque habéis estado conmigo desde el principio" (Jn 15,27); "el Espíritu... me glorificará, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros" (Jn 16,14); "Padre... he sido glorificado en ellos (son mi expresión)" (Jn 17,10); "Como el me envió, también yo os envío" (Jn 20,21)...; "el amor de Cristo me apremia" ( 2Cor 5,14).

 

       A la luz de la presencia de Cristo Resucitado, que sigue acompañando a "los suyos" (Jn 13,1), se llega a unas actitudes que podríamos llamar de sabiduría y de sentido común cristiano y sacerdotal, y que constituyen la señal para saber si uno camina seriamente por el camino de la santidad en dimensión cristológica. La vivencia de nuestra realidad de participar en el ser de Cristo y de prolongar su misión, se podría concretar así:

 

- No dudar del amor de Cristo:

 

       Mons. Francisco Xavier Nguyen van Thuan, arzobispo de Saigón, estuvo 13 años en la cárcel Saigón. En los primeros días del duro cautiverio, sintiéndose desánimo por su aparente inutilidad, supo discernir la voz del Señor en su corazón: "Te quiero a ti, no tus cosas".[31]

 

- No sentirse nunca solos:

 

       Mons. Tang, obispo de Cantón estuvo 22 años en la cárcel. Cuando llegó a Roma y resumió los sufrimientos pasados en aquella soledad. Al preguntarle por los razones que le ayudaron a perseverar, respondió: "Cristo no abandona".[31]

 

- No poder prescindir de él:

 

       Pablo, en la cárcel de Roma: "En mi primera defensa nadie me asistió, antes bien todos me desampararon... Pero el Señor me asistió y me dio fuerzas" (2Tim, 4,16-17).

 

- No anteponer nada a él

 

       "En los enamorados la herida de uno es de entrambos, y un mismo sentimiento tienen los dos" (S. Juan de la Cruz, Cántico B, canc. 30, n.9)

 

       Nuestro modo de orar se puede realizar con sólo "mantener la mirada fija en Cristo" (Carta del Jueves Santo 2004, n.5).     Este encuentro vivencial y diario con Cristo, en la Eucaristía, en la Escritura y en los hermanos, da sentido a la vida sacerdotal; pero tiene que ser encuentro de amor apasionado que se convierta en anuncio apasionado. Nuestra identidad se demuestra en vivir y hacer vivir la presencia de Cristo resucitado en la Iglesia y en el mundo. Es un "asombro eucarístico" que suscita vocaciones sacerdotales (cfr. Carta del Jueves Santo 1004, n.5), porque entonces los jóvenes en nosotros "intuyen la llamada de un amor más grande" (ibídem, n.6).

       La relación personal con Cristo, que es fuente de misión, se moldea "en comunión de vida" con María (cfr. RMa 45, nota 130). Es "comunión vital con Jesús a través del Corazón de su Madre" (Rosarium Virginis Mariae 2). En el Corazón de María, Madre de Cristo Sacerdote y Madre nuestra, se puede auscultar el eco de todo el evangelio (cfr. Lc 2,19.51).[31]

       María nos acompaña en todas nuestras celebraciones eucarísticas y en todo nuestro ministerio. Ella sigue siendo el don de Cristo a todos sus fieles y, de modo particular, a sus ministros. "Vivir en la Eucaristía el memorial de la muerte de Cristo implica también recibir continuamente este don" de su maternidad espiritual (Ecclesia de Eucharistia, n.57). Podemos unirnos a "los sentimientos de María", cuando ella escucha de nuestros labios las palabras de la consagración ("mi cuerpo... mi sangre") (cfr. ibidem, n.56).[31]

 

 

IL SACERDOTE, PASTORE E GUIDA DELLA COMUNITA' NELLA PARROCCHIA: Parte spirituale, (dopo la parte dogmatica, pastorale, giuridica, sociologica):

* * *

SPIRITUALITA PROPRIA DEL SACERDOTE IN QUANTO GUIDA DELLA COMUNITA PARROCCHIALE:

 

La Carità pastorale, spiritualità specifica del sacerdote che guida la comunità parrocchiale

 

       La spiritualità propria del sacerdote viene descritta come "carità pastorale" e "ascetica propria del pastore d'anime" (PO 13). In modo particolare questa spiritualità si attua da parte dei sacerdoti che guidano la comunità parrocchiale, nello spazio e tempo, cioè  nelle circostanze salvifiche-teologiche, pastorali, ecclesiali, culturali e sociologiche. In queste circostanze di grazia, geografiche e storiche, i sacerdoti attuano la loro realtà soprannaturale di essere "prolungamento visibile e segno sacramentale di Cristo nel suo stesso stare di fronte alla Chiesa e al mondo" (PDV 16).

       Essere prolungamento del Buon Pastore significa diventare "segni viventi e portatori della misericordia" (Il Presbitero, Maestro... IV, n.2). Il sacerdote vive la sua configurazione a Gesù Cristo Capo e Pastore per mezzo della carità pastorale. "La vita spirituale del sacerdote viene improntata, plasmata, connotata da quegli atteggiamenti e comportamenti che sono propri di Gesù Cristo Capo e Pastore della Chiesa e che si compendiano nella sua carità pastorale" (PDV 21). In questo modo i sacerdoti diventano "strumenti vivi di Cristo Sacerdote" (PO 12).

       La carità pastorale fa del sacerdote un segno e imagine viva di Gesù, Capo, Pastore e Sposo della Chiesa. Così diventa "capace di amare la gente con cuore nuovo, grande e puro, con autentico distacco da sé, con dedizione piena, continua e fedele, e insieme con una specie di «gelosia» divina (cfr. 2 Cor 11,2), con una tenerezza che si riveste persino delle sfumature dell'affetto materno, capace di farsi carico dei «dolori del parto» finché «Cristo non sia formato» nei fedeli (cfr. Gal 4, 19)" (PDV 22).

       Le dimensioni della carità pastorale aprono la parrocchia e i suoi servitori nella prospettiva cristologica-teologica, ecclesiologica, sociologica. I sacerdoti che guidano la comunità sono la visibilità di Cristo in mezzo alla Chiesa e nelle circostanze storiche e culturali-sociologiche. Per mezzo di essi, Cristo vive presente "in mezzo" ai fratelli (cfr. Mt 18,20), come segno di unità che riflette la Trinità di Dio Amor: "Siano anch'essi in noi una cosa sola, perché il mondo creda che tu mi hai mandato" (Gv 17,21).

I servizi ministeriali nella parrocchia: esigenza, espressione e mezzo privilegiato di santità

 

       La guida e costruzione della comunità parrocchiale per mezzo dell'annuncio de la Parola (dimensione profetica), della celebrazione dei sacramenti (dimensione liturgica) e dei servizi di carità (dimensione diaconale), spinge i sacerdoti responsabili della parrocchia a lasciarsi modellare secondo le esigenze della stessa parola predicata, del mistero di Cristo celebrato e del commando dell'amore vissuto in mezzo ai fratelli.

       Questi servizi pastorali vengono attuati dal sacerdote ministro, in collaborazione con tutte le altre vocazioni (laicali e di vita consacrata). E' spiritualità di comunione ecclesiale, che domanda un'educazione permanente nel mistero della Chiesa,   comunione missionaria. "La funzione di pastore non si limita alla cura dei singoli fedeli: essa va estesa alla formazione di un'autentica comunità cristiana" (PO 6). E' "la comunione (koinonìa) che incarna e manifesta l'essenza stessa del mistero della Chiesa" (Novo Millennio Inneunte 42).

       Il sacerdote ministro si santifica nell'esercizio dei ministeri, attuati secondo lo spirito di Cristo: "I presbiteri raggiungeranno la santità nel loro modo proprio se nello Spirito di Cristo eserciteranno le proprie funzioni con impegno sincero e instancabile" (PO 13).

       Tra la vita spirituale del sacerdote e l'esercizio dei ministeri sacerdotale, esiste uno stretto legame. L'identità sacerdotale scaturisce dall'armonia e "unità di vita" tra le esigenze di vita interiore e di azione apostolica. Il sacerdote vive la carità pastorale, a imitazione di Cristo Buon Pastore e in unione con lui. "La vita spirituale, altro non è che l'accoglienza nella coscienza e nella libertà, e pertanto nella mente, nel cuore, nelle decisioni e nelle azioni, della «verità» del ministero sacerdotale come amoris officium" (PDV 24; cfr. S. Agostino, In Ioannis Evangeliun Tractatus 123,5: PLS 2,637).

       Gli stessi ministeri sacerdotali tendono, per sua natura, a far diventare santi i fedeli membri della comunità ecclesiale. Si tende a "formare Cristo" nella vita dei credenti (cfr. Gal 4,19). Lo scopo dell'azione pastorale dei sacerdoti consiste nel "condurre al suo pieno sviluppo di vita spirituale ed ecclesiale la comunità loro affidata" (Il presbitero, Maestro... IV, n.3).

       L'Eucaristia è la sorgente da dove scaturisce la carità pastorale ed è anche la garanzia dell'unità di vita. Nel sacramento e sacrificio eucaristico, il sacerdote impara che, "il principio interiore, la virtù che anima e guida la vita spirituale del presbitero in quanto configurato a Cristo Capo e Pastore è la carità pastorale, partecipazione della stessa carità pastorale di Gesù Cristo" (PDV 23).

       Nell'Eucaristia, il sacerdote impara a "vivere quale dono per il propri fratelli" (Direttorio per il ministero e la vita dei presbiteri n.48), e a "diventare pure hostia" in sintonia con "gli stessi sentimenti che furono in Cristo Gesù" (Fil 2,5; Il Prebitero, Maestro... IV, 2).

 

Nella Chiesa particolare e universale

 

       Il dono di sé, come espressione della carità pastorale, non ha confini. I limiti della parrocchia non sono delle frontiere chiuse, ma delle concretizzazioni di una realtà di grazia molto più larga. "All'interno della comunità ecclesiale la carità pastorale del sacerdote sollecita ed esige in un modo particolare e specifico il suo rapporto personale con il presbiterio, unito nel e con il Vescovo, come esplicitamente scrive il Concilio: «La carità pastorale esige che i presbiteri, se non vogliono correre invano, lavorino sempre nel vincolo della comunione con i Vescovi e gli altri fratelli nel sacerdozio» (PO 14)" (PDV 23).

       Sentire con la Chiesa si concretizza nel vivere la comunione ecclesiale come fonte ed espressine di spiritualità. "Il rapporto con il Vescovo nell'unico presbiterio, la condivisione della sua sollecitudine ecclesiale, la dedicazione alla cura evangelica del Popolo di Dio nelle concrete condizioni storiche e ambientali della Chiesa particolare sono elementi dai quali non si può prescindere nel delineare la configurazione propria del sacerdote e della sua vita spirituale" (PDV 31).

       L'appartenenza a la Chiesa particolare significa diventare custode di una storia di grazia e di una eredità apostolica, di cui la comunità parrocchiale è una concretizzazione privilegiata. "È necessario che il sacerdote abbia la coscienza che il suo «essere in una Chiesa particolare» costituisce, di sua natura, un elemento qualificante per vivere una spiritualità cristiana" (PDV 31).

       La spiritualità della carità pastorale è di comunione viene vissuta con profondità. "L'appartenenza del sacerdote alla Chiesa particolare e la sua dedicazione, fino al dono della vita, per l'edificazione della Chiesa «nella persona» di Cristo Capo e Pastore, a servizio di tutta la comunità cristiana, in cordiale e filiale riferimento al Vescovo, devono essere rafforzate da ogni altro carisma che entri a far parte di un'esistenza sacerdotale o si affianchi ad essa" (PDV 31).

       La parrocchia riecheggia tutta la Chiesa particolare (che presiede un successore degli Apostoli, in collaborazione col suo Presbiterio) e anche tutta la Chiesa universale (in comunione con Successore di Pietro en con la Collegialità Episcopale). "Per fomentare opportunamente lo spirito comunitario, bisogna mirare non solo alla Chiesa locale ma anche alla Chiesa universale" (PO 6).

       Se la missione sacerdotale ha "la stessa ampiezza universale della missione affidata da Cristo agli apostoli" (PO 10), ciò significa che non ci può essere spiritualità sacerdotale senza la prospettiva missionaria universale: "La vita spirituale dei sacerdoti dev'essere profondamente segnata dall'anelito e dal dinamismo missionario" (PDV 32). Per ciò, la carità pastorale si concretizza nel far diventare missionaria tutta la comunità e quindi, tutte le vocazioni e istituzioni.

 

Al servizio della costruzione dell'unità

 

       Il parroco è padre a pastore di tutti, come servizio di unità, animazione e coordinamento. La sua autorità è quella di dirigere senza cercare il proprio interesse. Il sacerdote è al servizio di tutta la comunità, di tutti carismi e di tutte le vocazioni, privilegiando l'attenzione alle persone più bisognose: gli ammalati, i poveri, i giovani, le famiglie... In questo senso è "il servo di molti" (S. Agostino, Sermo Morin Guelferbytanus 32,1: PLS 2,637), seguendo ed imitando la vita de Cristo Servo (cfr. Mt 20,24ss; Mc 10,43-44).

       Il pastore della comunità parrocchiale "chiama le sue pecore una per una" (Gv 10,3-4), suscitando la conoscenza e la relazione di amicizia con tutte le persone e tutte le famiglie. In questo rapporto deve apparire sempre molto chiaro che "le anime appartengono a Cristo" (Il presbitero, Maestro... cap.IV, n.3).

       Nel riunire la comunità parrocchiale, i sacerdoti cercano di servire tutti senza discriminazioni, per portare tutti a l'unità. "Esercitando la funzione di Cristo capo e pastore per la parte di autorità che spetta loro, i presbiteri, in nome del vescovo, riuniscono la famiglia di Dio come fraternità viva e unita e la conducono al Padre per mezzo di Cristo nello Spirito Santo" (PO 6)

       Il servizio dell'autorità si concretizza nel costruire l'unità della comunità. L'umiltà nell'atteggiamento di servizio no diminuisce la responsabilità di prendere delle decisioni senza condizionamenti. "Nell'edificare la comunità cristiana i presbiteri non si mettono mai al servizio di una ideologia o umana fazione, bensì, come araldi del Vangelo e pastori della Chiesa, si dedicano pienamente all'incremento spirituale del corpo di Cristo" (PO 6).

       Il sacerdote diventa pane spezzato come Cristo; appartiene a tutti ed è disponibile in tutto quanto riguarda l'evangelizzazione della comunità. "Pastore della comunità, il sacerdote esiste e vive per essa: per essa  prega, studia, lavora e si sacrifica, per essa è disposto a dare la vita, amandola come Cristo, riversando su di essa tutto il suo amore e la sua stima" (Direttorio per il ministero e la vita dei presbiteri n.55).

       Gli spazi "vuoti", dove non arrivano i servizi parrocchiali (profetici, luturgici, diaconali), sono i luoghi deboli dove entrano le sette e le tendenze materialistiche. L'azione del parroco suscita la collaborazione attiva e responsabile di tutte le vocazioni e carismi.

       La spiritualità sacerdotole nel guidare le comunità parrocchiali, comporta che la casa del sacerdote sia la casa di tutti, anche con i segni di povertà: "Sistemino la propria abitazione in modo tale che nessuno possa ritenerla inaccessibile, né debba, anche se di condizione molto umile, trovarsi a disagio in essa" (PO 17).

       La vicinanza e prossimità dei sacerdoti a tutti i componenti della comunità, si esprime nel modo di vivere, vestire e parlare, secondo lo stile di vita di Cristo povero e servitore, sempre vicino a tutti e disposto ad ascoltare ed accompagnare tutti.

 

Comunità parrocchiale, scuola di preghiera-contemplazione, perfezione e missione

 

       La guida della parrocchia si concretizza nel cammino della contemplazione della Parola (comunità, scuola di preghiera), nel cammino della perfezione (comunità, scuola di santità), nel cammino di missione (comunità, scuola di missionarietà).

       La comunità parrocchiale diventa scuola di preghiera, comunità che ascolta la parola, prega, ama, evangelizza, secondo il modello della Chiesa primitiva: "Erano assidui nell'ascoltare l'insegnamento degli apostoli e nell'unione fraterna, nella frazione del pane e nelle preghiere" (At 2,42).

       Nel servire alla comunità i presbiteri privilegiano la meditazione della Parola (lectio divina), la celebrazione dell'Eucaristia, la celebrazione della liturgia delle ore, l'itinerario dell'anno liturgico (intorno al Mistero Pasquale e alla domenica). "Le nostre comunità cristiane devono diventare autentiche « scuole » di preghiera, dove l'incontro con Cristo non si esprima soltanto in implorazione di aiuto, ma anche in rendimento di grazie, lode, adorazione, contemplazione, ascolto, ardore di affetti, fino ad un vero «invaghimento » del cuore" (Novo Millennio Ineunte 33).

       La comunità parrocchiale diventa scuola di santità, dove tutti i servizi, vocazioni e carismi tendono alla configurazione con Cristo, imitando i suoi criteri, la sua scala di valori e i suoi atteggiamenti. "La chiamata alla missione deriva di per sé dalla chiamata alla santità... L'universale vocazione alla santità è strettamen­te collegata all'universale vocazione alla missione: ogni fedele è chiamato alla santità e alla missione" (RMi 90).

       L'itinerario parrocchiale è itinerario battesimale e quindi, itinerario di santità: "Chiedere a un catecumeno: « Vuoi ricevere il Battesimo? » significa al tempo stesso chiedergli: « Vuoi diventare santo? ». Significa porre sulla sua strada il radicalismo del discorso della Montagna: « Siate perfetti come è perfetto il Padre vostro celeste » (Mt 5,48)... Le vie della santità sono molteplici, e adatte alla vocazione di ciascuno" (Novo Millennio Inneunte 31).

       La comunità parrocchiale è scuola di missionarietà e carità. Il cammino di preghiera e di santità si rivolge verso l'annuncio del vangelo a tutti gli uomini. "Il mandato missionario ci introduce nel terzo millennio invitandoci allo stesso entusiasmo che fu proprio dei cristiani della prima ora: possiamo contare sulla forza dello stesso Spirito, che fu effuso a Pentecoste e ci spinge oggi a ripartire sorretti dalla speranza « che non delude » (Rm 5,5)" (Novo Millennio Inneunte 58).

       I programmi di pastorale tendono a costruire delle persone e delle comunità dove Cristo sia nel centro del modo di pensare, di sentire e valutare, di amare e di agire.

       In questo modo, la comunità diventa "un cuore solo e un anima sola" (At 4,32), sempre attenta ai bisogni di tutti i fratelli e sorelle, con l'atteggiamento di "una nuova « fantasia della carità », che si dispieghi non tanto e non solo nell'efficacia dei soccorsi prestati, ma nella capacità di farsi vicini, solidali con chi soffre, così che il gesto di aiuto sia sentito non come obolo umiliante, ma come fraterna condivisione" (Novo Millennio Inneunte 50).

       La parrocchia diventerà una concretizzazione della Chiesa particolare e universale, mistero di comunione per la missione, mediante un processo permanente di rinnovamento, a imitazione degli Apostoli raggruppati "con Maria la Madre di Gesù" (At 1,14), figura e Madre della Chiesa. Maria è "il modello di quel­l'amore materno, dal quale devono essere animati tutti quelli che, nella missione apostolica della Chiesa, cooperano alla rigenerazione degli uomini" (LG 65; cfr. RMi 92).

       La presenza attiva e materna di Maria nell'itinerario di contemplazione, perfezione e missione, assicurerà alla comunità parrocchiale, con la sua intercessione, l'atteggiamento di apertura ai piani salvifici di Dio (Lc 1,28‑29.38), di fedeltà all'azione dello Spirito (Lc 1,35.39‑45), di contemplazione della Parola (Lc 1,46‑55; 2,19.51), di associazione sponsale a Cristo (Lc 2,35; Gv 2,4), di donazione sacrificale a Cristo Redentore (Gv 19,25‑27) e di tensione escatologica verso l'incontro definitivo di tutta l'umanità con Cristo (Ap 12,1; 21‑22).

ESPIRITUALIDAD SACERDOTAL EN RELACION CON EL CARISMA EPISCOPAL

 

        Juan Esquerda Bifet

 

Sumario:

 

        1.El carisma episcopal y la espiritualidad sacerdotal. Presentación y delimitación del tema

        2.Una realidad de gracia delineada con claridad: la espiritualidad sacerdotal en el  Presbiterio

        3.La puesta en práctica de la espiritualidad sacerdotal por medio del proyecto de vida en el Presbiterio

        4.La necesidad teológica del carisma episcopal para la vida sacerdotal

        5.Líneas conclusivas: unas propuestas factibles

 

        * * *

 

1. El carisma episcopal y la espiritualidad sacerdotal. Presentación y delimitación del tema

 

        La espiritualidad específica del sacerdote, particularmente del sacerdote llamado "diocesano" o "secular", tiene una relación de dependencia directa respecto al carisma del propio obispo.[1]

 

        Este carisma, recibido en el sacramento del Orden y relacionado con la misión eclesial, apunta principalmente no a las cuestiones de administración, sino a la realidad de gracia de cada súbdito y, de modo especial, de cada sacerdote (presbítero) y diácono del Presbiterio.

 

        Mi reflexión sobre esta realidad de gracia la he ido elaborando en sentido "transversal", durante largos años de estudio teológico y docencia universitaria sobre la espiritualidad sacerdotal (de todo sacerdote ministro, obispo y presbítero), mientras, al mismo tiempo, iba observando las realidades existentes en diversos Presbiterios.[2]

 

        No intento responder directamente al ruego que me han hecho repetidas veces sobre la elaboración de una síntesis de espiritualidad episcopal. Una espiritualidad específica del obispo existe, puesto que responde a la gracia especial recibida en el sacramental del Orden; pero en ningún modo es una espiritualidad aparte del Presbiterio, puesto que obispos y presbíteros forman una unidad especial.[3]

 

        La peculiaridad de la espiritualidad episcopal está ligada esencialmente al hecho de ser cabeza del Presbiterio y a la exigencia de orientar la gracia recibida hacia la santificación de sus presbíteros (además de todos los fieles de la Iglesia particular). Pero mi reflexión se orienta directamente hacia el Presbiterio, donde los presbíteros y diáconos necesitan, para vivir su propia espiritualidad específica, la actuación del carisma episcopal.[4]

 

        En mis estudios sobre la historia de la espiritualidad sacerdotal he constatado un vacío, especialmente respecto a la urgencia actual de llevar a efecto las directrices trazadas por el concilio y postconcilio del Vaticano II. Muchas de estas directrices quedan sin aplicar a la vida sacerdotal del Presbiterio, por no dejar actuar el carisma episcopal.[5]

 

        Se han dado  pasos muy importantes en esta cuestión fundamental, pero me parecen insuficientes. Veo en todo ello un caso parecido a las decisiones del concilio de Trento respecto a los Seminarios. Entonces se cumplió la decisión de instituir estos centros formativos, pero no se llevó a efecto, en general, el deseo de Trento: que los obispos, renovando la pastoral de la diócesis (y de la catedral), plasmaran en los Seminarios la "vida apostólica" o vida al estilo de los Apóstoles.[6]

 

        Para comprender mejor lo que intento decir, bastaría leer el canon 245, que urge a los futuros sacerdotes (durante su período de formación en el Seminario) a prepararse para vivir la vida fraterna en el Presbiterio: ..."los alumnos... mediante la vida en común en el Seminario, y los vínculos de amistad y compenetración con los demás, deben prepararse para una unión fraterna con el Presbiterio diocesano, del cual serán miembros para el servicio de la Iglesia" (can. 245). Pero, en buena lógica, un seminarista se preguntará: ¿dónde queda descrito este Presbiterio? ¿cuál es su proyecto de vida?...[7]

 

        Son muchos los textos conciliares y postconciliares que hacen referencia a esta relación de dependencia del presbítero respecto al obispo, en todos los campos de la vida y del ministerios sacerdotal. Cada uno de los "tria munera" incluyen esta relación estrecha entre obispo y presbíteros[8]. En las visitas "ad Limina", es frecuente que el Santo Padre recuerde con insistencia a los obispos esta relación, invitándoles a ponerla en práctica.[9]

 

        La Asamblea ordinaria del Sínodo de los Obispos, programada para el año 2.000, estudia el tema del obispo. En los "Lineamenta" para este Sínodo se resume la relación entre el obispo y sus sacerdotes con estas palabras: "Junto con los sacerdotes de su Presbiterio, tiene que recorrer los caminos específicos de espiritualidad en cuanto llamado a la santidad por el nuevo título derivado del orden sagrado" (Lineamenta, n.89).[10]

 

 

2. Una realidad de gracia delineada con claridad: la espiritualidad sacerdotal en el Presbiterio

 

        El proceso de reflexión y de concientización sobre la espiritualidad sacerdotal ha llegado a un momento culminante en el siglo XX, gracias a las figuras sacerdotales de todas las épocas, a la doctrina patrística, a los documentos magisteriales y a los estudios teológicos.[11]

 

        Lo más importante de esta síntesis teológica sobre la espiritualidad sacerdotal, consiste en haber llegado a individualizar las realidades de gracia, de las que deriva la espiritualidad del sacerdote, como vivencia de lo que uno es y hace. La reflexión teológica queda siempre abierta a nuevas especulaciones. Hoy ya es relativamente fácil individualizar los trazos más salientes de la fisonomía sacerdotal.[12]

 

        Sería bueno poner ya en práctica estas líneas de espiritualidad en el Presbiterio de la Iglesia particular, sin entretenerse demasiado en nuevas pesquisas que intenten escapar de lo que ya es claro, aunque todavía no asimilado y puesto en práctica. Urge presentar una síntesis clara, ordenada y entusiasmante. Ello es posible, gracias especialmente a los documentos magisteriales y a las figuras de santos sacerdotes (especialmente los beatificados o canonizados).[13]

 

        La espiritualidad eclesial de toda la comunidad sería una abstracción, si cada una de las vocaciones (laical, religiosa, sacerdotal) no viviera su propio carisma, para compartirlo con los demás en comunión eclesial de hermanos (sin prevalencias, exclusivismos y privilegios). La espiritualidad sacerdotal aporta el servicio de unidad y coordinación entre todas las vocaciones, ministerios y carismas; el sacerdote diocesano tiene esta peculiaridad de coordinación de todos los carismas, sin exclusivismos ni exclusiones, bajo la guía de quien preside la caridad.[14]

 

        La espiritualidad sacerdotal corresponde a la vivencia de su propio ser y misión. Se participa en el ser o consagración sacerdotal de Cristo, para representarle como Cabeza, Pastor, Sacerdote, Siervo y Esposo (cfr. PO 1-3; PDV 11-13). Jesucristo, ungido y enviado por el Espíritu Santo (cfr. Lc 4,18), prolonga su ser y lo expresa en "los suyos" (Jn 13,1; 17,10).[15]

 

        Es la espiritualidad que corresponde al hecho de prolongar su misma misión de anuncio (kerigma), cercanía salvífica y donación sacrificial. En el diálogo de Cristo con el Padre, aflora esta misión común que se prolonga en la historia (cfr. Jn 17,18) y que Jesús confía explícitamente en su resurrección y ascensión (cfr. Jn 20,21; Mt 28,19-20).[16]

 

        Por ser "instrumentos vivos de Cristo Sacerdote" (PO 12), la espiritualidad de los sacerdotes ministros se delinea como caridad pastoral, es decir, como "ascesis propia del pastor de almas" (PO 13). Esta espiritualidad se realiza "ejerciendo los ministerios incansablemente en el Espíritu de Cristo" (PO 13) y se expresa sin dicotomías en "unidad de vida" o armonía entre vida interior y acción apostólica (PO 14).[17]

 

        Es espiritualidad según el estilo de vida de los Apóstoles, como "signo personal y sacramental" de cómo amó el Buen Pastor (PDV 16). Los "Apóstoles" y sus sucesores están llamados a vivir el seguimiento evangélico radical, en comunión fraterna y con disponibilidad misionera (Mt 4,19ss; 19,27ss; Mc 3,14; PDV 15-16, 60). Así comparten esponsalmente la misma vida del Señor (Mc 10,38; PDV 22, 29) y son signo de cómo amó él (Jn 17,10; PDV 49).

 

        Como dato específico de la espiritualidad del sacerdote diocesano, habrá que tener en cuenta unas realidades de gracia que matizan su espiritualidad sacerdotal. Las realidades de gracia de todo sacerdote (consagración por el carácter, seguimiento evangélico al estilo de los Apóstoles, fraternidad, misión que prolonga la misión de Cristo), quedan matizadas por la caridad pastoral como determinante, la dependencia pastoral y espiritual respecto al obispo, la pertenencia permanente (por la incardinación) a la Iglesia particular y al Presbiterio diocesano.

 

        La realidad de gracia del Presbiterio matiza la espiritualidad sacerdotal diocesana de modo determinante (cfr. PO 8; LG 28; PDV 31, 74-80; ChD 28; Puebla 663; Dir. 25-28).  Es una "fraternidad sacramental" (PO 8), o "íntima fraternidad" exigida por sacramento el Orden (LG 28), signo eficaz de santificación y evangelización. Por esto, el Presbiterio es "mysterium" y "realidad sobrenatural" (PDV 74), que matiza la espiritualidad de sus componentes, en el sentido de pertenecer a una "familia sacerdotal" (ChD 28; PDV 74). Consecuentemente, la fraternidad del Presbiterio es "lugar privilegiado", donde todo sacerdote (especialmente el diocesano o "secular", por estar "incardinado"), puede "encontrar los medios específicos de santificación y evangelización" (Directorio 27). Entonces la fraternidad del Presbiterio llegará a ser "un hecho evangelizador" (Puebla 663).[18]

 

        La realidad de gracia, de pertenecer de modo permanente al Presbiterio, no es exclusiva ni excluyente. Todo sacerdote pertenece al Presbiterio, pero esa pertenencia de gracia, en el caso de la incardinación, puede ser más permanente (como lo es para el religioso la pertenencia a su institución).[19]

 

        Estas realidades de gracia se resumen, pues, en consagración y misión, como signo personal y sacramental del Buen Pastor, en línea de caridad pastoral (virtudes evangélicas en relación con los ministerios), según el estilo de vida de los Apóstoles, perteneciendo en sentido esponsal a la Iglesia particular y a la familia sacerdotal del Presbiterio.

 

        En cada presbítero, estas realidades de gracia necesitan, para su recta comprensión y realización, la actuación del carisma episcopal (cfr. PO 7; ChD 15-16; PDV 74, 79). El obispo es el fundamento visible de la unidad en la Iglesia particular y en su Presbiterio (LG 23; cfr. PO 7-8), y es él principalmente quien debe "fomentar la santidad de sus clérigos, de los religiosos y de los laicos, de acuerdo con la peculiar vocación de cada uno" (ChD 15).

 

        Las gracias provenientes del sacramento del Orden (carácter, para ejercer válidamente, y gracia sacramental, para servir santamente), aunque son una participación peculiar del sacerdocio de Cristo, se reciben por imposición de manos del obispo, adquiriendo éste una paternidad espiritual. Esta paternidad tendrá un significado especial respecto a quienes se han incardinado a la Iglesia particular y pertenecen, de modo permanente, al Presbiterio: "En la cura de las almas son los sacerdotes diocesanos los primeros, puesto que estando incardinados o dedica­dos a una Iglesia particular, se consagran totalmente al servicio de la misma, para apacentar una porción del rebaño del Señor; por lo cual constituyen un presbiterio y una familia, cuyo padre es el Obispo" (ChD 28).[20]

 

 

        Tanto en la acción ministerial como en la vivencia de la propia espiritualidad específica, "ningún presbítero, por tanto, puede cumplir cabalmente su misión aislada o individualmente, sino tan sólo uniendo sus fuerzas con otros presbíteros, bajo la dirección de quienes están al frente de la Iglesia" (PO 7).[21]

 

        En el campo de la espiritualidad o santidad específica, la relación de dependencia no es sólo de tipo disciplinar o jurídico, sino especialmente de actuación ministerial por parte del carisma episcopal: "Por esta comunión, pues, en el mismo sacerdocio y ministerio tengan los Obispos a sus sacerdotes como hermanos y amigos, y preocúpense cordialmente, en la medida de sus posibilidades, de su bien material y, sobre todo, espiritual. Porque sobre ellos recae principalmente la grave responsabilidad de la santidad de sus sacerdotes; tengan, por consiguiente, un cuidado exquisito en la continua formación de su Presbiterio. Escúchenlos con gusto, consúltenles incluso y dialoguen con ellos sobre las necesidades de la labor pastoral y del bien de la diócesis" (PO 7).[22]

 

        Sería prácticamente imposible la derivación misionera universal del Presbiterio de la Iglesia particular, si el carisma episcopal no asumiera la responsabilidad misionera de la diócesis con la cooperación responsable de sus presbíteros. Es de lamentar que tanto la espiritualidad sacerdotal del Presbiterio, como la disponibilidad misionera universal de la Iglesia particular, acostumbren a estar ausentes de muchos planes de pastoral; sin la espiritualidad sacerdotal, faltaría la colaboración responsable y gozosa del Presbiterio; sin la derivación misionera universal, ya no habría dimensión eclesial auténtica.[23]

 

 

3. La puesta en práctica de la espiritualidad sacerdotal por medio del proyecto de vida en el Presbiterio

 

        Estas realidades de gracia, que constituyen la espiritualidad sacerdotal diocesana, representan la identidad del mismo sacerdote. Son también las pautas principales de su ideario. Pero se necesita llevarlas a la práctica concreta en el contexto ambiental del propio Presbiterio.

 

        Si el Presbiterio es una "fraternidad sacramental" (PO 8), un "mysterium" o "realidad sobrenatural" (PDV 745), una "familia sacerdotal" (ChD 28; PDV 74), "un hecho evangelizador" (Puebla 663), todo ello indica que es el cauce normal o "el lugar privilegiado"  para "encontrar los medios específicos de santificación y evangelización" (Directorio 27).

 

        ¿Cómo hacer efectivo este Presbiterio, donde el presbítero pueda encontrar los medios necesarios para realizar la caridad pastoral, el seguimiento evangélico al estilo de los Apóstoles, la fraternidad efectiva y afectiva y la disponibilidad misionera?

 

        "Pastores dabo vobis" sugiere que el obispo, con su Presbiterio, elabore un proyecto de vida que abarque todas estas realidades de vida y ministerio sacerdotal, dejando espacio operativo, como es lógico, al plan diocesano de pastoral y al campo propio de los carismas e instituciones eclesiales. El texto dice así: "Esta responsabilidad lleva al Obispo, en comunión con el presbiterio, a hacer un proyecto y establecer un programa, capaces de estructurar la formación permanente no como un mero episodio, sino como una propuesta sistemática de contenidos, que se desarrolla por etapas y tiene modalidades precisas" (PDV 79).

 

        El proyecto de vida debe abarcar todas las áreas de la formación permanente, para que sea capaz de "sostener de una manera real y eficaz, el ministerio y la vida espiritual de los sacerdotes" (PDV 3).[24]

 

        Todo sacerdote o futuro sacerdote necesita ver un Presbiterio estructurado según un ideario definido, unos objetivos precisos y unos medios adecuados. La doctrina conciliar y postconciliar sobre el sacerdocio ministerial (que hemos resumido en el n. 2) ofrece material suficiente para programar estos apartados (ideario, objetivos, medios).[25]

 

        No es fácil entender por qué este proyecto de vida, pedido por PDV, no es todavía una realidad en muchos Presbiterios. Tal vez falta algo tan esencial como es el plan de pastoral diocesano, en el que se encuadre mejor la vida del Presbiterio, dejando espacio operativo a su propio camino. A veces es debido a que el Consejo Presbiteral (que no debe identificarse con el Presbiterio) no ha encontrado su cauce de actuación.[26]

 

        Los planes de formación permanente (en sus cuatro áreas: humana, espiritual, intelectual, pastoral), la actuación del Consejo Presbiteral y la puesta en práctica del proyecto de vida en el Presbiterio, dependerán de la actuación del carisma episcopal. Si esta actuación se limitara al terreno administrativo y de gobierno, bien podría organizar cursos de actualización, convocar sesiones de consejo con sus componentes y dar normas disciplinares. Pero quedaría sin afrontar la principal actuación del carisma episcopal: la revitalización de su Presbiterio según el modelo de la "vida apostólica" o "apostolica vivendi forma" (es decir: el seguimiento evangélico, la vida comunitaria y la disponibilidad misionera).

 

        Sin la actuación del carisma episcopal, en esta línea de espiritualidad específica (cfr. ChD 15-16, 28; PO 7), la formación permanente del clero seguirá siendo algo marginal o circunstancial; el Consejo Presbiteral no acertará en encontrar su actuación específica (siempre distinta del Consejo Pastoral). Entonces el proyecto de vida en el Presbiterio ya no se vería como algo necesario. El plan diocesano de pastoral, en cualquiera de sus ofertas, no será efectivo mientras el Presbiterio no tenga su propio proyecto de vida sacerdotal.

 

        La existencia o la carencia de este  proyecto integral, que abarca toda la vida y ministerial sacerdotal (cfr. PDV 3, 79; Dir 76, 86), es el índice de vitalidad del Presbiterio y también de la recta actuación del carisma episcopal respecto a sus sacerdotes.

 

        Habrá que contar con una realidad atrofiante que reclama afrontarla como quien rema contra corriente: en la mayoría de los Seminarios no se ha estudiado sistemáticamente la espiritualidad específica del sacerdote. Los documentos conciliares y postconciliares al respecto, no son suficientemente conocidos y, mucho menos, estudiados. Precisamente ahí está uno de los principales y más urgentes campos de actuación del carisma episcopal: ayudar a tomar conciencia y a vivir la propia espiritualidad sacerdotal diocesana en el Presbiterio.[27]

 

 

4. La necesidad teológica del carisma episcopal para la vida sacerdotal

 

        Analógicamente a cuando se dice del "párroco", todo sacerdote (presbítero), en su actuación sacerdotal y en la comunidad confiada, es "un pastor que hace las veces del obispo" (SC 42; cfr. LG 28). No se trata de competencias o de alternativas, sino de la realidad del Presbiterio, cuyos miembros son siempre "colaboradores necesarios en el ministerio y oficio de enseñar, santificar y apacentar al Pueblo de Dios" (PO 7). El decreto ChD matiza que la labor del obispos es "con la cooperación de su Presbiterio" (ChD n. 11). Respecto al obispo, que es "padre" de todo el Presbiterio (ChD 28), los presbíteros son también "hermanos y amigos suyos" (PO 7).[28]

 

        Si el obispo es "el gran sacerdote de su grey, de quien deriva y depende, en cierto modo, la vida en Cristo de sus fieles" (SC 41), ello tendrá una aplicación peculiar respecto a los presbíteros. Efectivamente, "sobre los obispos recae de manera principal el grave peso de la santidad de sus sacerdotes" y, por esto, habrán de tener "el máximo cuidado de la continua formación de sus sacerdotes" (PO 7). Los obispos son "principio y fundamento visible de unidad en sus Iglesias particulares" (LG 23).[29]

 

        No es mi intento, en el presente estudio, urgir la aplicación de esta obligación (y vocación específica) por parte del obispo, sino más bien atraer la atención de la reflexión teológica sobre la actuación del carisma episcopal en la vida de los sacerdotes y, de modo especial, suscitar en los presbíteros (y diáconos) el amor filial y la dependencia espiritual respecto a su propio obispo. La afirmación "nada sin el obispo" recobra toda su hondura en esta perspectiva de comunión responsable.[30]

 

        Mientras no actúe o no se deje actuar al carisma episcopal en la delineación práctica de la espiritualidad sacerdotal en el Presbiterio, esta espiritualidad no pasará de ser una aspiración pasajera o un ideal teórico. Los "Lineamenta" se remiten a la importancia de la sucesión apostólica, para urgir la vida apostólica (que es común a obispos y presbíteros): "El testimonio ininterrumpido de la Tradición reconoce en los obispos aquellos que poseen el «sarmiento de la semilla apostólica» y suceden a los Apóstoles como pastores de la Iglesia" (Lineamenta n.28)[31]. "Los obispos son sucesores de los Apóstoles no solamente en la autoridad y en la sacra potestas, sino también en la forma de vida apostólica, en los sufrimientos" (Lineamenta n.29). "El obispo es el primer responsable del discernimiento de la vocación de los candidatos, de su formación" (Lineamenta n.34).

 

        Son muchos los textos conciliares que instan al sacerdote presbítero a poner en práctica sus exigencias sacerdotales, teniendo en cuenta su dependencia respecto al propio obispo. Hemos ido citando algunos en los apartados anteriores (cfr. LG 28; PO 7; ChD 28; PDV 74, 79).

 

        Esta dependencia efectiva no será realidad sino en el grado en que el obispo viva en las mismas condiciones de sus presbíteros, embarcado en la misma barca, para correr la misma suerte. Sin esta cercanía familiar, espiritual, pastoral y económica, la actuación del carisma episcopal no pasará las fronteras de la disciplina y de la administración.[32]

 

        Hay un texto conciliar programático que resume esta actuación episcopal y que necesitaría ser asimilado también por los presbíteros, para no poner obstáculoss a la actuación del carisma episcopal del propio obispo: "Traten siempre con caridad especial a los sacerdotes, puesto que reciben parte de sus obligaciones y cuidados y los realizan celosamente con el trabajo diario, considerándolos siempre como hijos y amigos, y, por tanto, estén siempre dispuestos a oírlos, y tratando confidencialmente con ellos, procuren promover la labor pastoral íntegra de toda la diócesis. Vivan preocupados de su condición espiritual, intelectual y material, para que ellos puedan vivir santa y piadosamente, cumpliendo su ministerio con fidelidad y éxito" (ChD 16).[33]

 

        Me parece ver en esta afirmación conciliar el fundamento de la orientación de "Pastores dabo vobis" sobre el proyecto de vida, que hemos citado y comentado más arriba (cfr. PDV 79). Los "Lineamenta" fofrece unas pautas muy esclarecedoras:

 

        "A la actitud del obispo con cada sacerdote se une la conciencia de tener en torno a sí un Presbiterio diocesano. Por esto debe alimentar en ellos la fraternidad que sacramentalmente los une y promover entre todos el espíritu de colaboración en una eficaz pastoral de conjunto (Lineamenta n.33).

 

        "El obispo debe esforzarse cada día para que todos los presbíteros sepan y se den cuenta, de forma concreta, que no están solos o abandonados, sino que son miembros y parte de un solo Presbiterio... consciente de que el testimonio de comunión afectiva y efectiva entre el obispo y sus presbíteros es un estímulo eficaz de la comunión en la Iglesia particular en todos los demás niveles" (ibídem).

 

        "La relación sacramental-jerárquica se traduce en la búsqueda constante de una comunión afectiva y efectiva del obispo con los miembros de su Presbiterio" (Lineamenta n.32)

 

        Pablo VI recordó esta realidad de gracia al inaugurar la Asamblea de Medellín desde la catedral de Bogotá: "Si un obispo concentrase sus cuidados más asiduos, más inteligentes, más pacientes, más cordiales, en formar, en asistir, en escuchar, en guiar, en instruir, en amonestar, en confortar a su clero, habría empleado bien su tiempo, su corazón y su actividad"[34]. Los "Lineamenta" recuerdan también este ministerio episcopal: "El ministerio del obispo se determina con relación a las diferentes vocaciones de los miembros del Pueblo de Dios y, ante todo, con relación a los sacerdotes, incluso religiosos, y al Presbiterio constituido por ellos en la Iglesia particular" (Lineamenta n.31).

 

        Sin esta referencia al carisma episcopal, el sacerdote diocesano no podrá llevar a efecto todas las exigencias de la espiritualidad sacerdotal. Al constatar esta vocación en el propio Presbiterio, el sacerdote puede apoyarse también en otros carismas legítimos y también eclesiales. Pero queda por cubrir el campo más suyo y más específico:

 

        ¿Cómo encontrar en le propio Presbiterio (con su propio obispo), los medios propios de espiritualidad y de evangelización? (cfr.. PO 8; PDV 74; Dir 27)[35]

 

        ¿Cómo ser servidor y coordinador de todos los carismas que el Espíritu Santo ha suscitado en la Iglesia particular y en la comunidad eclesial que le ha confiado el obispo?

 

 

        Si no se encontrara apoyo explícito por parte del carisma episcopal (por no reconocerlo, por no amarlo o por no dejarlo actuar), difícilmente se encontraría solución a estas aspiraciones hondas que el Espíritu Santo ha comunicado a los sacerdotes el día de la ordenación sacerdotal, especialmente cuando se ordenan como incardinados (desposados) al servicio de la Iglesia particular (en comunión responsable con la Iglesia universal) y como miembros permanentes de la familia sacerdotal del Presbiterio.[36]

 

 

5. Líneas conclusivas: unas propuestas factibles

 

        La doctrina conciliar y postconciliar del Vaticano II enraíza en toda la tradición eclesial sobre la "Vida Apostólica" en el Presbiterio. El obispo fue siempre (en línea de principio) el primer responsable y agente en la construcción de esa vida sacerdotal al estilo de los Apóstoles: seguimiento evangélico, fraternidad, disponibilidad misionera.[37]

 

        Los "Lineamenta" para la Asamblea ordinaria de los Obispos (para el año 2.000) recuerdan también esta relación del obispo con sus sacerdotes, como hemos citado repetidamente en el presente estudio. Ahí se invita a considerar el significado de la Misa Crismal: "Para un obispo es un momento de gran esperanza, ya que se encuentra con el Presbiterio diocesano, reunido en torno a él" (Lineamenta n. 96). También hay que reconocer la importancia de la mediación del obispo en la ordenación sacerdotal "recibiendo de Dios a los nuevos cooperadores" (Lineamenta n. 96).

 

        La dinámica histórica de la espiritualidad sacerdotal (siempre en línea de caridad pastoral y de espiritualidad comunitaria y eclesial) indica unos hitos (época patrística, medioevo, Trento, encíclicas sacerdotales del siglo XX, Sínodos...), en los que la figura del obispo es determinante en la puesta en práctica o en la decadencia de la vida sacerdotal en el Presbiterio.[38]

 

        El futuro de los Seminarios radica en esta actuación del obispo (como sucesor de los Apóstoles que forma a sus colaboradores inmediatos), mucho más que en nuevas metodologías y organizaciones[39].

 

        El futuro de los Presbiterios radica también en la propia responsabilidad de los presbíteros, corroborada con la actuación imprescindible del carisma episcopal. El "proyecto" (escrito o vivido) del Presbiterio no podrá realizarse de modo efectivo y permanente sin el obispo.[40]

 

        La actuación concreta del carisma episcopal (como padre, hermano, amigo, según las expresiones conciliares) emana de su propia espiritualidad, como exigencia de la ordenación o consagración episcopal. Pero esta espiritualidad forma una unidad especial con sus presbíteros (y diáconos), a modo de unidad familiar y "colegio".

 

        Sería una afirmación superficial decir que esta actuación "clericalizaría" la actuación del obispo... Efectivamente, su carisma, además de dirigirse "por igual" a todos los estados de vida según la propia vocación (laical, religiosa, sacerdotal), debe afianzarse formando a sus colaboradores inmediatos que son parte de este mismo carisma.[41]

 

        Concretamente, la actuación del carisma episcopal es necesaria para que se ponga en práctica la espiritualidad (y vida ministerial) en el Presbiterio. De modo especial necesitaría concretarse más explícitamente en estos puntos:

 

        1) Trazar las líneas claras y entusiasmantes de la "mística" o espiritualidad sacerdotal en el Seminario y en el Presbiterio (ello sería fuente de vocaciones y de perseverancia sacerdotal).

 

        2) Asumir el cuidado más directo de la espiritualidad de sus presbíteros (nadie le puede suplir, aunque sí muchos pueden ayudar, especialmente por la dirección espiritual y asociaciones).

 

        3) Hacerse más cercano, compartiendo la misma vida a nivel humano (economía, vivienda, descanso...), espiritual (procurando retiros y dirección espiritual), intelectual (actualización), pastoral (compartiendo los sudores apostólicos)... La perseverancia sacerdotal no será posible sin esta cercanía a modo de familia sacerdotal, sin distinciones ni privilegios.

 

        4) Trazar el proyecto de vida en el Presbiterio, tal como lo pide PDV 79, de manera sencilla, entusiasmante y siempre perfeccionable (con la aportación de todo el Presbiterio).

 

        5) Hacer que los presbíteros colaboren activa y responsablemente en el plan diocesano de pastoral, desde su propio proyecto de vida (sin diluirlo en el plan general).

 

        6) Hacer posible el cauce de la colaboración misionera universal, por medio del centro diocesano misionero y de las OMP e Institutos misioneros, de suerte que se transforme la Iglesia particular en Iglesia misionera, especialmente por la aportación del mismo Presbiterio.

 

        7) Instar continuamente en la oración común con sus Presbíteros, en la que aparezcan "sus esperanzas para el Presbiterio diocesano" (Lineamenta n.93), a modo de Cenáculo con María que también "imploraba con sus oraciones el don del Espíritu" (LG 59). Si la Iglesia "invoca frecuentemente a María como Regina Apostolorum" (Lineamenta n. 100), es debido a que ella es la "Madre del sumo y eterno sacerdote, Reina de los Apóstoles y auxilio de su ministerio" (PO 18) y, por consiguiente, madre peculiar de todos los sacerdotes ministros.[42]



    [1]El concilio Vaticano II, "Pastores dabo vobis" y el "Directorio" prefieren el término "diocesano" (cfr. LG 28 y 41; PO 8; PDV 2, 4, 17, 28, 31, 59, 68, 71, 74; Dir. 88-89). El Código de Derecho Canónico usa el término "clero secular" (can. 680). No se trata de oponer términos, sino de acentuar un aspecto: pertenencia permanente a una diócesis (por la incardinación) y distinción del clero "regular" o religioso. El calificativo de "secular" indica que es distinto de estilo "claustral", en cuanto que existe una mayor inserción en las estructuras seculares. Hay que reconocer, no obstante, la existencia de una "secularidad" que es propia del laicado: "El carácter secular es propio y peculiar de los laicos" (LG 31).

    [2]En mis publicaciones he tenido en cuenta, a partir de la base bíblica, los documentos históricos (patrísticos, magisteriales, litúrgicos), la vida de los santos sacerdotes y la experiencia de muchos sacerdotes con quienes me he encontrado en los diversos Continentes. La realidad y la experiencia las he intentado discernir a la luz de la Palabra predicada, vivida y celebrada por la Iglesia de todos los tiempos. Cfr. Teología de la espiritualidad sacerdotal (Madrid, BAC, 1991); Signos del Buen Pastor (Bogotá, CELAM, 1991).

    [3]Los "Lineamenta" para la X Asamblea Ordinaria del Sínodo de los Obispos, tiene expresiones muy ricas de contenido sobre la espiritualidad específica del obispo: "Padre cercano en medio de su pueblo, el obispo es la imagen de Jesús, el Buen Pastor, que camina junto a su rebaño" (n.86). "El obispo debe encontrar en la caridad pastoral el vínculo de la perfección sacerdotal y también el fruto de la gracia y del carácter sacramental recibido... Se debe conformar con Cristo Buen Pastor, tanto en su vida personal como en su ministerio apostólico, de modo que el pensamiento de Cristo (cfr. 1Cor 2,10) le invada en todo y totalmente en las ideas, en los sentimientos, en las opciones y el obrar" (n.87). "Sin embargo el obispo debe vivir su espiritualidad propia, a causa del don específico de la plenitud del Espíritu de santidad, que ha recibido como padre y pastor de la Iglesia... Se trata, demás, de una espiritualidad eclesial, porque cada obispo es configurado con Cristo Pastor, para amar a la Iglesia con el amor de Cristo Esposo, para servirla... Así, en la Iglesia, se convierte en modelo y promotor de la espiritualidad de comunión en todos los niveles" (n.89). "La caridad pastoral debe determinar los modos de pensar y actuar del obispo... En consecuencia, la caridad pastoral exige estilos y formas de vida que, realizados como imitación de Cristo pobre y humilde, permitan estar cerca de todos los miembros del rebaño" (n.69). "La eficacia de la guía pastoral de un obispo y de su testimonio de Cristo... depende en gran parte de la autenticidad del seguimiento del Señor y del vivir in amicitia Jesu Christi" (n.97).

    [4]"Todos los presbíteros, juntamente con los Obispos, participan de tal modo del mismo y único sacerdocio y ministerio de Cristo, que la misma unidad de consagración y de misión exige una comunión jerárquica con el Orden de los Obispos, unión que manifiestan perfectamente a veces en la concelebración litúrgica, y unidos a los cuales profesan que celebran la comunión eucarísti­ca. Por tanto, los Obispos, por el don del Espíritu Santo, que se ha dado a los presbíteros en la Sagrada Ordenación, los tienen como necesarios colaboradores y consejeros en el ministerio y función de enseñar, de santificar y de apacentar la grey de Dios" (PO 7).

    [5]He resumido mi impresión al final de Historia de la espiritualidad sacerdotal (Burgos, Facultad Teológica, 1985) p. 216: "Las experiencias de vida apostólica, tantas veces practicadas por los santos obispos y sacerdotes durante la historia pasada, seguirán siendo esporádicas y momentáneas mientras no encuentren eco responsable y vivencial en todo el Presbiterio y especialmente en quien es su cabeza, hermano y padre". Será difícil remontar un vacío de varios siglos. Cfr. Espiritualidad sacerdotal y formación espiritual del sacerdote, en: Os daré pastores según mi corazón (Valencia, EDICEP, 1992) 207-222.

    [6]El decreto conciliar de Trento invitaba al obispo asumir la responsabilidad de sus futuros sacerdotes: "Establece el santo Concilio que todas las catedrales, metropolitanas e Iglesias mayores, tengan obligación de mantener y educar religiosamente, e instruir en la disciplina eclesiástica, según las posibilidades y extensión de las diócesis, cierto número de jóvenes de la misma ciudad y diócesis... Cuide el obispo que asistan todos los días al sacrificio de la Misa, que confiesen a los menos una vez al mes, que reciban, a juicio del confesor, el Cuerpo de nuestro Señor Jesucristo, y que sirvan en la catedral y en otras Iglesias del pueblo los días festivos. El obispo... arreglará, según el Espíritu Santo le iluminare, todo lo dicho, y todo cuanto sea oportuno y necesario, velando en sus frecuentes visitas de que siempre se guarde"... (Ses.23, can.18 de reforma: Concilium Tridentinum, IX, 628-630). He hecho notar el vacío postconciliar respecto a este cuidado episcopal: La institución de los Seminarios y la formación del clero, en: Trento, i tempi del Concilio, Società, religione e cultura agli inizi dell'Europa moderna (Trento, 1995) 261-270.

    [7]Dos son las preguntas que más me han impresionado en los diversos Seminarios diocesanos (de los cinco Continentes): ¿existe para el sacerdote diocesano una espiritualidad específica? ¿encontraré en mi Presbiterio los medios necesarios para vivirla?

    [8]En realidad, los presbíteros son "colaboradores y consejeros necesarios" del obispo en todos los ministerios (PO 7; cfr. CD 16, 28). Ver también el Directorio "Ecclesiae Imago" sobre el ministerio de los obispos (22 de febrero de 1973), nn. 107-117 (Relaciones con el clero diocesano).

    [9]Textos como el siguiente son muy frecuentes, parecidos en los contenidos básicos y variados según las circunstancias: "En todas estas tareas, vuestros primeros y principales colaboradores en la predicación del Evangelio y en la difusión de la buena nueva de la salvación son los sacerdotes... Esta paternidad espiritual se expresa en un profundo vínculo de comunión entre vosotros y vuestros sacerdotes, en vuestra disponibilidad en acogerlos y el apoyo que esperan y necesitan de vosotros... El bienestar humano y espiritual de vuestros sacerdotes será el coronamiento de vuestro ministerio episcopal... Compartir una vida sencilla alegra al Presbiterio y, cuando va acompañada por la confianza mutua, facilita la obediencia voluntaria que todo presbítero debe a su obispo" (JUAN PABLO II, Disc. a los miembros de la Conferencia Episcopal de Zimbabwe, 4 de septiembre de 1998, Oss. Rom. esp. 11 septiembre, p.5).

    [10]La pregunta n. 6 del "Cuestionario" de los "Lineamenta" queda formulada así: "¿Cómo vive el obispo su relación con el Presbiterio y con cada sacerdote, especialmente en la proclamación de la fe? ¿Cuáles deberían ser sus preocupaciones principales en este campo?".

    [11]Indico algunas síntesis actuales, teológicas y sistemáticas, sobre la espiritualidad sacerdotal: AA.VV., Espiritualidad sacerdotal, Congreso (Madrid, EDICE, 1989); AA.VV., Espiritualidad del Presbiterio (Madrid, EDICE, 1987); J. CAPMANY, Apóstol y testigos, reflexiones sobre la espiritualidad y la misión sacerdotales (Barcelona, Santandreu, 1992); M. CAPRIOLI, Il sacerdozio. Teologia e spiritualità (Roma, Teresianum, 1992); J. ESQUERDA BIFET, Teología de la espiritualidad sacerdotal (Madrid, BAC, 1991); Idem, Signos del Buen Pastor, Espiritualidad y misión sacerdotal (Bogotá, CELAM, 1991); A. FAVALE, El ministerio presbiteral, aspectos doctrinales, pastorales y espirituales (Madrid, Soc. Educ. Atenas, 1989). Pero surge siempre esta pregunta: ¿se estudia en los Seminarios la espiritualidad sacerdotal de modo sistemático y entusiasmante?

    [12]  Sin el conocimiento y la vivencia de esta espiritualidad sacerdotal específica, que es esencialmente comunitaria y eclesial, sería imposible la aportación responsable de los sacerdotes al plan pastoral de la Iglesia particular. Este plan pastoral debe ser orientado, en último término, por el obispo, quien, al mismo tiempo tiene el carisma de presidir el Presbiterio y cuidar de su espiritualidad y santificación. Cada vocación  (laical, sacerdotal o de vida consagrada) y cada carisma (personal o de grupo-movimiento) debe vivir su propia realidad e identidad, personal y comunitaria, dentro de la comunión eclesial, y encontrar su espacio operativo para que de verdad aporte algo a la comunidad eclesial y a la pastoral de conjunto. Un plan pastoral diocesano que no respetara estas realidades de gracia, no sería eclesial ni cristiano.

    [13]Actualmente se discuten dos cuestiones: "ministerialidad" y "secularidad" de la espiritualidad y vida sacerdotal. Las dos cuestiones (como otras del pasado o que surgirán en el futuro) son válidas, si se quedan en un campo de reflexión sin herir las realidades de gracia. Toda la espiritualidad sacerdotal es "ministerial" o de "servicio" (en nombre de Cristo Profeta, Sacerdote y Pastor), a partir de una realidad ontológica (el "carácter" o gracia permanente del Espíritu). El sacerdote está insertado en las realidades del mundo ("seculares"), a la luz de Cristo Sacerdote Buen Pastor. Suscitar una nueva perspectiva teológica es siempre válido (así avanza la teología), con tal que no sirva para distraer de la vivencia de lo que ya ha quedado esclarecido suficientmente por la acción del Espíritu en la Iglesia.

    [14]El pastoreo de quien preside la comunidad debe cuidar de todos los carismas, por el hecho de "ejercer el oficio de Cristo Cabeza y Pastor", tiende a "formar una genuina comunidad cristiana" (PO 6). "Los presbíteros están puestos en medio de los laicos para llevarlos a todos a la unidad de la caridad... Ellos son defensores del bien común" (PO 9).

    [15]Participar ontológicamente o en el ser del sacerdote de Cristo Cabeza y Pastor (cfr. PO 1-3), comporta una configuración con él (cfr. PDV 20-22), que es también Siervo (cfr. PDV 48) y Esposo (cfr. PDV 22). Esta participación en el ser de Cristo es consagración por el Espíritu Santo (cfr. PDV 1, 10, 27, 33, 69). De ahí derivan las diversas dimensiones o perspectivas y puntos de vista de esta realidad tan rica de contenidos: dimensión trinitaria, cristológica, pneumatológica, eclesiológica, antropológica, sociológica... (cfr. Directorio cap. I).

    [16]Los textos conciliares y postconciliares indican esta participación en la misma misión profética, sacerdotal y real de Cristo (cfr. PO 4-6, 10-11; PDV 16-18). Es siempre misión universal (cfr. PO 10; PDV 16-18, 31-32). Al mismo tiempo, es misión santificadora por el ejercicio del mismo ministerio (cfr. PO 13), con tal que se realice en "unidad de vida", como Cristo está unido a la voluntad del Padre (PO 13-14). Las afirmaciones clave del PO 12-14 son un programa completo de espiritualidad sacerdotal ministerial: "instrumentos vivos de Cristo Sacerdote", "en el ministerio", "unidad de vida", "ascesis del pastor de almas".

    [17]La caridad pastoral es la sintonía e imitación de Cristo Buen Pastor, que da la vida dándose él (pobreza), sin pertenecerse (obediencia), como consorte o Esposo (castidad o virginidad). Así el sacerdote es signo personal y sacramental del Buen Pastor: Mt 19,27; PO 15-17; PDV 21-30. La comunidad eclesial tiene derecho a ver, en quien la preside espiritualmente, la caridad del Buen Pastor y Esposo de la Iglesia. Además de las síntesis globales sobre la espiritualidad sacerdotal (citadas más arriba), ver: M. PEINADO, Solicitud pastoral (Barcelona, Flors, 1967); P. XARDEL, La flamme qui dévore le berger (Paris, Cerf, 1969.

    [18]Estos elementos pueden inspirarse en una figura de valor sacerdotal, participando periódicamente en grupos sacerdotales o en asociaciones (como la Unión Apostólica y otras), subrayando algunos matices y añadiendo otros, concretando más los compromisos, etc. El sacerdote religioso (o de instituciones de vida consagrada) vive estas realidades de gracia con matices de una espiritualidad "particular": relación con el carisma fundacional, estatutos, compromisos (votos, etc.).

    [19]C. BERTOLA, Fraternidad sacerdotal (Madrid, Soc. Educ. Atenas, 1992); A. CATTANEO, Il Presbiterio della Chiesa particolare (Milano, Edit. Giuffré, 1993); J. ESQUERDA BIFET, Teología de la Espiritualidad sacerdotal (Madrid, BAC, 1991) cap. VI; V. FUSCO, Il presbiterio: Fondazione biblico-teologica: Asprenas 33 (1986) 5-36; J. LECUYER, Le Presbyterium, en: Les prêtres (Paris, Cerf, 1968) (Unam Sanctam 68) 275‑288; A. VILELA, La condition collégial des prêtres au III siècle (Paris, Beauchesne, 1971).

    [20]Esta paternidad no significa paternalismo; en otros textos conciliares se le llama también hermano y amigo (PO 7). Esta paternidad deriva del hecho de que el obispo sea "la imagen viva de Dios Padre" (S. Ignacio de Antioquía, Ad Trall. 3,1).

    [21]En el ejercicio de los ministerios, el presbítero representa al obispo: "En cada una de las congregaciones de fieles, ellos representan al Obispo con quien están confiada y animosamente unidos, y toman sobre sí una parte de la carga y solicitud pastoral y la ejercitan en el diario trabajo" (LG 28; cfr. SC 42; PO 7). En la administración del sacramento de la confirmación, la misión o encargo recibido del obispo es indispensable para su validez. La teología todavía no ha aclarado si el presbítero podría también ordenar, analógicamente a como puede confirmar como ministro extraordinario; hoy por hoy, esta ordenación no sería válida.

    [22]Es importante observar la insistencia en la "comunión", como partícipes del mismo sacerdocio y ministerio del obispo y, consecuentemente, de la misma espiritualidad sacerdotal, salvando la diferencia en el grado sacramental y la dependencia del carisma episcopal. "Presbyterorum Ordinis" habla de la "obedien­cia sacerdotal, ungida de espíritu de cooperación, se funda especialmente en la participación misma del ministerio episcopal que se confiere a los presbíteros por el Sacramento del Orden y por la misión canónica" (PO 7,b).

    [23]Sobre la derivación misionera universal del ministerio sacerdotal (para colaborar con la responsabilidad del obispo), ver: ChD 5-6; LG 23, 28; PO 10; AG 38; RMi 63; PDV 2, 4, 14, 16-18, 23, 31-32, 59, 74-75, 82; Dir. 14-15. Los "Lineamenta" desea "que toda la diócesis se haga misionera" (Lineamenta n.74; cfr. nn. 45 y 73).

    [24]Expuse la fundamentación y las pautas de este proyecto en: Ideario, objetivos y medios para un proyecto de vida sacerdotal en el Presbiterio, "Sacrum Ministerium" 1(1995) 175-186. Ver también: J.T. SANCHEZ, Los sacerdotes protagonistas de la Evangelización, en: (Pontificia Comisión para América Latina), (Lib. Edit. Vaticana 1996) 101-110. En esta última publicación, el entonces Prefecto de la Congregación para el Clero trata de la formación permanente en el Presbiterio y propone en la p. 110: "elaboración en cada Presbiterio de un proyecto de vida que recoja las orientaciones concretas en los diversos niveles de formación permanente: humana, espiritual, intelectual, pastoral, un programa orgánico, sistemático, integral".

    [25]El proyecto podría tener, pues, tres partes principales: El ideario (ser, obrar y vivencia o espiritualidad), los objetivos (a nivel humano, espiritual, intelectual, pastoral) y los medios (personales y comunitarios). Para cada uno de estos capítulos hay material suficientemente claro y entusiasmante en PO, PDV y Directorio. Ver el artículo citado anteriormente sobre el proyecto de vida en el Presbiterio.

    [26]Al consejo presbiteral "compete, entre otras cosas, buscar los objetivos claros y distintamente definidos de los diversos ministerios que se ejercen en la diócesis, proponer prioridades, indicar los métodos de acción" (Directorio "Ecclesiae Imago" sobre el ministerio pastoral de los obispos, 22 de febrero de 1973, n. 202). Pero por su medio también "se fomenta la fraternidad en el Presbiterio y el diálogo entre el obispo y los presbíteros" (ibídem).

    [27]Sin esta mística sacerdotal, conocida y vivida gozosa y generosamente, difícilmente tendrá el obispo vocaciones "propias" en su Seminario, así como clero suficiente y disponible apostólicamente en su diócesis; este conocimiento de la propia espiritualidad lleva, por su misma lógica interna, a estudiar los clásicos de espiritualidad de cualquier escuela, también para servir a las demás vocaciones. En este campo puede prestar un gran servicio la Unión Apostólica, como cauce de intercambio de experiencias de "Vida Apostólica" en los diversos Presbiterios.

    [28]Lineamenta n.11, citando LG 28 y ChD 7, dice: "La necesaria cooperación del Presbiterio está enraizada en el mismo evento sacramental". Más adelante afirma: "Esta misma gracia (sacramental) une a los presbíteros a las distintas funciones del ministerio episcopal... Sus necesarios colaboradores y consejeros... asumen, según su grado, los oficios y la solicitud del obispo y la hacen presente en cada comunidad" (Lineamenta n.31; cfr. LG 28). El Directorio "Ecclesiae Imago" sobre el ministerio pastoral de los obispos concreta: "El Obispo... sabe bien que su deber es dirigir su amor y su solicitud particular sobre todo hacia los presbíteros y hacia los candidatos al ministerio sagrado" (n. 107; cita PO 7; ver también el n. 111 del mismo Directorio). De ello se seguirá que "todo el Presbiterio se sienta junto con el Obispo verdaderamente corresponsable de la Iglesia particular" (n. 111).

    [29]"En los presbíteros de la diócesis, aunque sean religiosos, el Obispo trata de infundir y hacer madurar la conciencia de formar un único Presbiterio en la Iglesia, todos juntos con el Obispo y unidos entre sí por el vínculo del sacramento del Orden, aunque sean diversas las tareas que desempeñan" (Directorio "Ecclesiae Imago" sobre el ministerio pastoral de los obispos n. 109).

    [30]En el Presbiterio, el obispo ocupa el lugar de Cristo, mientras los presbíteros ocupan el lugar de los Apóstoles (San Ignacio de Antioquía, Ad Magnesios VI, 1). El carisma propio de la apostolicidad del obispo tiene significado espiritual y moral antes que administrativo. Esta realidad de gracia fundamenta "su relación  personal-espiritual del pastor con su grey" (Lineamenta n.10).

    [31]toma la expresión "semilla apostólica" de Tertuliano (Praescr. Haeret., 32: PL 2,53). Para los contenidos de "sucesores" de los Apóstoles, ver LG 18 y 20. "Pastores dabo vobis" recuerda también que los presbíteros participan, en grado inferior, de esta sucesión apostólica (cfr. PDV 15-16, 42, 60).

    [32]Al hablar de la pobreza sacerdotal, el concilio Vaticano II, remitiéndose a toda la tradición, une la vida del obispo con la del sacerdote: "Guiados, pues, por el Espíritu del Señor, que ungió al Salvador y lo envió a evangelizar a los pobres, los presbíteros, y lo mismo los Obispos, mucho más que los restantes discípulos de Cristo, eviten todo cuanto pueda alejar de alguna forma a los pobres, desterrando de sus cosas toda clase de vanidad. Dispongan su morada de manera que a nadie esté cerrada, y que nadie, incluso el más pobre, recele frecuentarla" (PO 17). Sobre la vida sencilla y pobre de los obispos: Motu Proprio "Pontificalia insignia" (Pablo VI, 21 de junio de 1968); Instrucción "Ut sive sollicite" (31 de marzo de 1969).

    [33]Continúa el texto: "Por lo cual han de fomentar las instituciones y establecer reuniones especiales, de las que los sacerdotes participen algunas veces, bien para practi­car algunos ejercicios espirituales más prolongados para la renovación de la vida, o bien para adquirir un conocimiento más profundo de las disciplinas eclesiásticas, sobre todo de la Sagrada Escritura y de la Teología, de las cuestiones sociales de mayor importancia, de los nuevos métodos de acción pastoral" (ChD 16).

    [34]Pablo VI, Alocución en la inauguración de la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Catedral de Bogotá (24 de agosto de 1968). Son los mismos contenidos del Directorio "Ecclesiae Imago" sobre el ministerio pastoral de los obispos: "El Obispo considera como un sacrosanto deber conocer a sus presbíteros diocesanos, sus caracteres y capacidades, sus aspiraciones y tenor de vida espiritual, su celo e ideales, su estado de salud y sus condiciones económicas, su familia y todo lo que diga relación a ellos" (n. 111).

    [35]En "Don y misterio" (en el apartado sobre el Presbiterio de Cracovia), Juan Pablo II manifesta su gozo de haber encontrado en su Presbiterio (como presbítero y como obispo) la fraternidad sacerdotal y las ayudas necesarias para vivir su sacerdocio.

    [36]Las diversas asociaciones, carismas, movimientos, etc., pueden ser una ayuda para vivir mejor las realidades de gracia de la propia espiritualidad sacerdotal diocesana. Hay que reconocer también y apreciar la gran ayuda de las diversas formas de vida consagrada, así como de la pertenencia a instituciones y asociaciones que se inspiran en carismas particulares. Ello puede ayudar también al sacerdote diocesano, a modo de dirección espiritual o de grupo de amigos; pero no cancela la actuación del carisma episcopal ni la puede suplir.

    [37]Ver en la historia de la espiritualidad sacerdotal la forma de vivir los Presbiterios según San Agustín, San Eusebio de Vercelli, Santo Domingo, experiencias "canonicales", etc. Cfr. Teología de la Espiritualidad Sacerdotal, o.c., cap. 13 (síntesis histórica). También en: Historia de la espiritualidad sacerdotal (Burgos, Facultad de Teología, 1985); corresponde al vol. 19 de "Teología del Sacerdocio".

    [38]Además de los santos obispos recordados anteriormente, cabe hacer mención de otros posteriores: San Carlos Borromeo, San Juan de Ribera, San Juan de Ávila... Ver Historia de la espiritualidad sacerdotal, o.c.

    [39]La renovación de los Seminarios no puede consistir principalmente en el cambio de unas estructuras materiales y organizativas, sino en el afianzamiento de la "Vida Apostólica" puesta en práctica con el propio obispo, en las coordenadas actuales de una familia sacerdotal que comparte la misma suerte.

    [40]Es importante e imprescindible que el Consejo Presbiteral asuma esta responsabilidad, como "consejo" del obispo, respecto a la vida de los presbíteros. Todo ello debe ser reforzado por la Comisión o Departamento Episcopal del Clero (pastoral sacerdotal, vocaciones y ministerios).

    [41]La exención histórica de la vida religiosa o consagrada (por motivos especiales) o la exención actual respecto a la autonomía del carisma de la vida consagrada, no debe olvidar la actuación necesaria e indispensable del sucesor de los Apóstoles, en el ámbito de la Iglesia particular, respecto a quienes imitan de modo peculiar la "apostolica vivendi forma", siguiendo el estilo apostólico de que son garantes los obispos (cfr. VC 45, 48, 93-94). La actuación del carisma episcopal abarca todos los demás carismas. Los "Lineamenta" hacen, en el cuestionario, esta pregunta: "¿Qué iniciativas concretas favorecen la unión espiritual del obispo, sobre todo con los presbíteros y diáconos, con los consagados y las consagradas y con los laicos, especialmente si están reeunidos en asociaciones y fundaciones eclesiales?" (pregunta n. 20).

    [42]He prescindido de la denominación jurídica sobre el sector eclesial que preside el obispo (diócesis, arquidiócesis, patriarcado, vicariato, prefectura, prelatura, etc.). Lo importante es la Iglesia concretizada allí donde hay un sucesor de los Apóstoles, en comunión con el Papa sucesor de Pedro.

 

 

      MISION: EXPERIENCIA DE ENCUENTRO CON CRISTO

 

   Preparar comunidades para el encuentro misionero

 

 

                                    Juan Esquerda Bifet

 

 

 

    "El encuentro con el Señor produce una profunda transformación: el impulso de llevar a todos los hombres al encuentro con Jesucristo" (EAm 68)

 

    "Quien ha encontrado verdaderamente a Cristo no puede tenerlo sólo para sí, debe anunciarlo" (NMi 40).

 

 

 

 

 

 

 

 


INDICE

 

 

 

Presentación

 

I. LA BUSQUEDA DE DIOS EN EL CORAZON DEL HOMBRE

 

1. El corazón humano

2. Pueblos y culturas

3. Religiones y trascendencia: las semillas del Verbo

 

II. DIOS AL ENCUENTRO DEL HOMBRE

 

1. La creación y la historia

2. La revelación: Dios ha hablado

3. Cristo, Dios hecho hombre

 

III. EL ENCUENTRO CON CRISTO

 

1. La fe como encuentro

2. La contemplación: "Os anunciamos lo que hemos visto y oído"

3. El seguimiento personal y comunitario

 

IV. EL ENCUENTRO SE HACE MISION

 

1. Del encuentro, al encuentro

2. Comunidad y comunión misionera

3. Inserción en las realidades humanas como Cristo

 

V. EL ENCUENTRO DE TODOS LOS HERMANOS EN LA COMUNIDAD DE CRISTO RESUCITADO

 

1. El encuentro de las semillas del Verbo en la comunidad del Verbo encarnado

2. La comunidad eclesial del tercer milenio

3. Madurez cristiana personal y comunitaria: contemplación, perfección, comunión y misión

 

Conclusión

 

Bibliografía

 

Siglas


 

PRESENTACION

 

    La clave del tercer milenio será el encuentro con Cristo vivo, resucitado. Todo "creyente" que no tenga esta experiencia, a modo de "conocimiento de Cristo vivido personalmente" (VS 88), quedará desplazado y absorbido por el oleaje de un cambio profundo de época histórica.

 

    La humanidad entera necesita ver en los creyentes las huellas de Cristo resucitado. De nuestra experiencia de encuentro con Cristo, depende el que toda la humanidad llegue a ese mismo encuentro. "El Verbo Encarnado es el cumplimiento del anhelo existente en todas las religiones de la humanidad" (TMA 6).

 

    En este momento de globalización de culturas y de fenómenos sociológicos, la misión consiste, más que nunca, en "comunicar a los demás la propia experiencia de Jesús" (RMi 24).

 

    En realidad, todo corazón humano y todo pueblo está destinado a un encuentro explícito con Cristo: "Al encontrar a Cristo, todo hombre descubre el misterio de su propia vida" (Bula IM 1). Pero para llegar a este encuentro se necesita el signo claro del Señor: "Nuestra poca fe ha hecho caer en la indiferencia y alejado a muchos de un encuentro auténtico con Cristo" (ibídem, 11).

 

    Si desde la Encarnación, "el Verbo Encarnado está unido en cierto modo con todo hombre" (GS 22), ello indica que el camino de la humanidad está trazado y tiene en Cristo su cumplimiento: "La verdad, que es Cristo, se impone con autoridad universal" (FR 92). Pero la paciencia milenaria de Dios espera y prepara creyentes que sepan gritar, sin complejos y con sus propias vidas: "Hemos encontrado a Jesús de Nazaret" (Jn 1,45).

 

    Bien se puede afirmar que "en el 2000 deberá resonar con fuerza renovada la proclamación de la verdad: «Ecce natus est nobis Salvator mundi»" (TMA 38). Pero son los mismos creyentes en Cristo los invitados a ser sus huellas vivas, de suerte que todos puedan decir con alegría: "Vámonos tras las huellas de Jesús" (Juan Pablo II, 29.6.99).

 

    La misión tiene, pues, una dinámica vivencial comprometida: pasar de la experiencia de encuentro con Cristo, al anuncio de que es posible este mismo encuentro para los demás hermanos. El encuentro con Cristo, por la fe y por la misión, es una gracia, un don de Dios; por ello mismo, es una invitación a colaborar con la propia iniciativa y responsabilidad.  "El ardiente deseo de invitar a los demás a encontrar a Aquél a quien nosotros hemos encontrado, está en la raíz de la misión evangelizadora que incumbe a toda la Iglesia" (EAm 68).

 

    El encuentro con Cristo no es una experiencia pasajera, sino que acontece y se estrena continuamente, de modo especial al escuchar su palabra evangélica y celebrar su donación sacrificial en la Eucaristía. El "día del Señor" (el domingo) es el momento privilegiado para reestrenar este encuentro con el Señor resucitado, que llamando y comunicando su misión.

 

    En ese encuentro vivencial con Cristo resucitado, como sucedió con la Magdalena, con los dos discípulos en el camino de Emaús y con los demás discípulos en el Cenáculo, la experiencia de encuentro se hace misión: "Como mi Padre me envió, así os envío yo" (Jn 20,21); "ve a mis hermanos" (Jn 20,17).

 

    A los cristianos de esta época nos ha tocado en suerte el privilegio de dejar las huellas de Cristo en el inicio de un tercer milenio de su nacimiento. Estamos en una época eclesial hermosa, fecunda y entusiasmante. Pero nuestros hermanos que todavía no creen en Cristo, no ven en nosotros el rostro del Señor. Con razón se puede afirmar: "Nunca como hoy la Iglesia ha tenido la oportunidad de hacer llegar el Evangelio, con el testimonio y la palabra, a todos los hombres y a todos los pueblos. Veo amanecer una nueva época misionera, que llegará a ser un día radiante y rica en frutos, sin todos los cristianos y, en particular, los misioneros y las jóvenes Iglesias responden con generosidad y santidad a las solicitudes y deseos de nuestro tiempo" (RMi 92).


 

I. LA BUSQUEDA DE DIOS EN EL CORAZON DEL HOMBRE

 

1. El corazón humano

2. Pueblos y culturas

3. Religiones y trascendencia: las semillas del Verbo

 

 

1. El corazón humano

 

    El corazón humano busca siempre la verdad y el bien. No ha habido nunca ninguna excepción. Urge recuperar un concepto realista y optimista del ser humano y de toda la comunidad humana. Pero este optimismo hay que matizarlo, porque en el mismo corazón hay nubarrones de oscuridad y tormentas de debilidad, que, a veces, conducen al error y al pecado. No obstante, siempre es posible recuperarse. Todo lo que sea violento no persevera en la historia.

 

    Esa es la realidad humana en su contexto integral de luces y sombras. Siempre queda lugar para la esperanza: "Cree la Iglesia que Cristo, muerto y resucitado por todos, da al hombre su luz y su fuerza por el Espíritu Santo a fin de que pueda responder a su máxima vocación y que no ha sido dado bajo el cielo a la humanidad otro nombre en el que sea necesario salvarse" (GS 10).

 

    Los anhelos que anidan misteriosamente en el corazón del hombre, tienden a hacer la vida más hermosa, sin fronteras hacia dentro ni hacia el universo entero. Hay una armonía universal que debe discernirse y perfeccionarse. Dios ha hecho a todo hombre a "su imagen y semejanza" (Gen 1,26-27).

 

    La mirada del hombre hacia las cosas y hacia los semejantes se traduce en una inquietud de trascendencia: de dónde venimos y a dónde vamos. Nadie ha podido apagar nunca esta llama del corazón humano.

 

    Las cosas se escurren entre las manos y pasan para no volver, como una hoja seca que se lleva el viento. Pero la vida empezó a partir de "alguien", que ha dejado sus huellas imborrables de verdad, de bien y de belleza. El corazón busca siempre encontrarse con ese "rostro" que sopló con amor, con beso paterno, infundiendo algo de su misma vida en todo ser humano.

 

    Nadie podrá borrar nunca del corazón humano la huella de Dios. El hombre, "por su interioridad es superior al universo entero; a esta profunda interioridad retorna cuando entra dentro de su corazón, donde Dios le aguarda, escrutador de los corazones, y donde él personalmente, bajo la mirada de Dios, decide su propio destino" (GS 14). El "corazón está inquieto" hasta encontrar a Dios, puesto que "en el interior del hombre habita la verdad" (San Agustín).

 

    En realidad, "el hombre busca un absoluto que sea capaz de dar respuesta y sentido a toda búsqueda" (FR 27). No se trata sólo de las diversas escuelas de pensamiento filosófico, sino de todo ser humano sin excepción, de las personas más desconocidas y marginadas, las cuales han sido, a veces, fuente de inspiración de pensadores, de artistas y de dirigentes de la sociedad.

 

    Es hermoso pensar que toda verdad o parte de verdad, descubierta por el hombre, es un bien de toda la humanidad  (sin fronteras en la historia y en la geografía) y es un jalón más en la marcha comunitaria hacia Dios y hacia el más allá. La búsqueda de la verdad se halla innata en todo corazón humano. Es una búsqueda que, aunque sea a tientas, siempre llega a descubrir algún rayo de luz.

 

    El hombre vive de esas luces que ha encontrado caminando, de sorpresa en sorpresa. Y siempre vislumbra que hay algo más o "Alguien" más. Con San Anselmo se puede afirmar: "Señor, tú eres más grande de todo lo que se puede pensar". Esas convicciones hondas son las que dan  sentido gozoso al caminar humano, ofreciendo la posibilidad de superar toda corrupción, ambición y división.

 

    Es verdad que el sufrimiento y la muerte parecen bloquear toda esa búsqueda; pero es siempre como si se intuyera que las cosas pasajeras y contingentes van dejando entrever a aquel que las ha regalado, el cual las retira para poder darse él mismo de un modo totalmente nuevo y definitivo. Las diferentes épocas históricas van purificando esa búsqueda, a veces de modo doloroso y dramático.

 

    El sentido de la vida aparece en esa búsqueda incesante del hombre sobre el más allá. Si Dios no existiera, la vida sería un absurdo. Si el hombre sigue buscando, es que Dios mueve su corazón: "Su búsqueda tiende hacia una verdad ulterior que pueda explicar el sentido de la vida; por eso es una búsqueda que no puede encontrar solución si no es en el Absoluto" (FR 33). Cuando la búsqueda de Dios se ofusca, comienzan los atropellos hacia los hermanos.

 

    Se busca siempre a "alguien". Esa búsqueda sólo puede aquietarse en el encuentro con Dios "cercano", el "Emmanuel". Así "en Jesucristo, que es la Verdad, la fe reconoce la llamada última dirigida a la humanidad, para que pueda llevar a cabo lo que experimenta como deseo y nostalgia" (FR 33).

 

    Dios se ha hecho siempre encontradizo con el ser humano, en el fondo del corazón, en los acontecimientos históricos, en la creación. Al manifestar la sed de Dios, todas las religiones, al margen de sus diferencias y peculiaridades, manifiestan una experiencia milenaria. Esta experiencia es siempre vital, diferente de las otras experiencias de la vida, puesto que es relacional con Dios, salvífica o sanante, inefable en su íntima naturaleza, abierta siempre a un más allá; pero nunca, en esta tierra, es experiencia directa de Dios.

 

 

 

2. Pueblos y culturas

 

    Los pueblos y culturas se han ido fraguando en un caminar de hermanos de una misma familia, donde se reflejan las actitudes hondas del corazón. Frecuentemente han aflorado personalidades excepcionales, que han sabido decir lo que muchos sentían sin saber expresarlo.

 

    Las avatares históricos hablan de migraciones masivas, tensiones guerreras, encuentros, expansiones y mestizajes. Todo ello ha ido cuajando en refranes o aforismos, canciones, poesías, danzas, tradiciones y costumbres. La inmensa variedad de pueblos y de expresiones culturales, no puede ocultar nunca la unidad de la familia humana.

 

    Al relacionarse con la naturaleza y con los demás hermanos, el hombre se ha manifestado tal como es: un ser relacionado. La  cultura es el modo de relacionarse con las cosas, con los demás y con la trascendencia. El ser humano se proyecta sobre su origen, su fin y el más allá. Ese anhelo de trascendencia, que es nota esencial e incancelable de toda cultura, es lo que constituye la "religión", como relación con Dios o con el Absoluto.

 

    Personas y comunidades humanas han reflexionado continuamente sobre su propia realidad. Lo importante es la realidad o verdad objetiva sobre la cual se reflexiona y no sólo los conceptos y las emociones. Las expresiones culturales pueden diversificarse casi hasta el infinito; pero la realidad humana o divina, sobre la que se reflexiona, es común a toda la humanidad.

 

    A la luz de la fe cristiana, se llegará a esta convicción: "Desde lugares y tradiciones diferentes, todos están llamados en Cristo a participar en la unidad de la familia de los hijos de Dios" (FR 70).

 

    Toda cultura expresa de modo diferente y complementario el dinamismo del camino humano de un pueblo. Hay siempre intercambios y transformaciones profundas, como evolución armónica y crecimiento normal. No hay nada más opuesto a la cultura que el anquilosamiento y el exclusivismo. "Las culturas se alimentan de la comunicación de valores y su vitalidad y subsistencia proceden de la capacidad de permanecer abiertas a lo nuevo" (FR 71).

 

    El camino histórico y cultural de los pueblos tiende siempre a una plenitud que se intuye y nunca se alcanza del todo. En este sentido, se puede decir que toda cultura  está guiada por Dios para llegar a la plenitud en Cristo, no como exigencia intrínseca del proceso cultural, sino como llamada y gracia nueva, preparada en la misma cultura. "En consecuencia, toda cultura lleva impresa y deja entrever la tensión hacia una plenitud. Se puede decir, pues, que la cultura tiene en sí misma la posibilidad de acoger la revelación divina" (FR 71)

 

    Ninguna cultura auténtica es contradictoria respecto a las demás y respecto a una nueva comunicación de Dios, que es la suma Verdad. De ahí que el encuentro con los demás hermanos, de cualquier cultura y religión, se fragua primero en el encuentro con la verdad que anida en todo corazón humano. Ello no quita la peculiaridad o los matices distintos de otras culturas, ni tampoco elimina la peculiaridad de Dios que se va manifestando de modo nuevo. Los sincretismo fáciles y los relativismos superficiales no son culturales ni respetan la peculiaridad del misterio de Dios y del misterio del hombre. En el fondo del corazón, el mismo Dios habla a todos de diversas maneras, pero siempre en la dinámica de una nueva manifestación suya que sólo será plena y definitiva en el más allá.

 

    Cuando una cultura encuentra a Cristo, no encuentra un valor cultural más o una experiencia religiosa como las demás, sino que encuentra la Palabra personal de Dios, que se ha hecho hombre como nosotros. No es, pues, un sincretismo, sino un salto al infinito de la nueva e irrepetible manifestación de Dios. Pero el encuentro con Cristo, por parte de cada pueblo, se expresa con fórmulas culturales diversas y, al mismo tiempo, válidas para todos los demás.

 

    Cristo es siempre más allá de toda expresión cultural válida y de toda experiencia psicológica sobre la trascendencia. Es el Verbo (la Palabra) insertada en nuestra realidad. Por esto es único e irrepetible, que no destruye ningún valor cultural y religioso precedente. Un día, en el más allá, las expresiones culturales ya no serán necesarias, porque "veremos a Dios tal como es" (1Jn 3,2). Cristo es más allá de toda experiencia religiosa o de interioridad.

 

    La palabra "cultura" (cultivo) tiene muchos aspectos o significados, pero fundamentalmente es el conjunto de valores de un pueblo que lo hacen diferente y complementario de otros pueblos. Las expresiones culturales son múltiples: arte, idioma, filosofía, costumbres, etc. Todas estas expresiones manifiestan el modo de relacionarse y de pensar sobre la creación, los demás hermanos, el más allá y el Absoluto (Dios). De igual modo que  toda cultura es respetable, así también ninguna tiene derecho a excluir, marginar o infravalorar a las demás.

 

    Los diversos criterios, valores y actitudes de todo ser humano sobre la trascendencia o el más allá, constituyen su ámbito "religioso". Es propiamente la relación con Dios, como origen y fin de toda la creación y especialmente del mismo hombre. A veces, esta realidad "religiosa" queda velada en algunas expresiones culturales; pero la negación de lo religioso no es valor cultural. Toda religión busca el significado integral de la existencia humana, en relación con Dios o la trascendencia y el más allá.

 

    "Las religiones, al tomar contacto con el progreso de la cultura, se esfuerzan por responder a dichos problemas con nocio­nes más precisas y con un lenguaje más elaborado" (NAe 2). La variedad de expresiones religiosas es debida a circunstancias sociológicas, históricas, psicológicas y, de modo especial, a experiencias personales y comunitarias. Los llamados "fundadores" de religiones han tenido una influencia decisiva en sus respectivos pueblos y, a veces, en la humanidad entera.

 

    La cultura no es, pues, contraria a la religión, sino que la religión es el aspecto principal de toda cultura. "Con la palabra cultura se indica, en sentido general, todo aquello con lo que el hombre afina y desarrolla sus innumerables cualidades espirituales y corporales... hace más humana la vida social, tanto en la familia como en toda la sociedad civil, mediante el progreso de las costumbres e instituciones; finalmen­te, a través del tiempo expresa, comunica y conserva en sus obras grandes experiencias espirituales y aspiraciones para que sirvan de provecho a muchos, e incluso a todo el género humano" (GS 53).

 

    Hay una providencia misteriosa de Dios, que guía a todo pueblo y a toda cultura, salvando la libertad de personas y comunidades. En todo pueblo hay un rico bagaje cultural y religioso, que camina empujado por un búsqueda.

 

    El cristianismo, a partir de la fe enraizada en la encarnación del Verbo, está capacitado para apreciar las culturas y religiones, especialmente en sus las actitudes básicas referentes a la vida, familia, sociedad y trascendencia, que son patrimonio común de toda la humanidad. La fe en Cristo ayuda a apreciar tanto los valores religiosos comunes, como los diferenciados; pero también invita a dar un salto cualificado por las mociones de la gracia.

 

 

3. Religiones y trascendencia: las semillas del Verbo

 

    Durante toda la historia humana y en todos los pueblos, se puede constatar una "relación" con Dios o con la trascendencia. Esta relación ("religión") frecuentemente se la estructura en ritos y creencias, a veces a partir de algunas personas que han tenido una fuerte experiencia religiosa. No pocas veces, esta relación con lo divino ha quedado descrita en documentos o en tradiciones orales.

 

    Son, pues, muchas las vías para llegar al mismo Dios. Las religiones llamadas "tradicionales" se han decidido por el camino de la vida y de la creación. Dios es familiar, cercano, pluripresente. En algunas sociedades antiguas, Dios entraba en todas las estructuras personales y sociales. Algunas religiones peculiares de algún pueblo concreto (China, Japón, etc) tienen matices muy marcados: la vida como camino hacia Dios (taoismo), la armonía de la creación (shintoísmo), etc. En el hinduimo, a Dios se le busca y se le quiere encontrar para unirse a él, por un proceso o camino ("yoga") de desprendimiento de las cosas y del tiempo. En el budismo, se quiere llegar a una experiencia de más allá (trascendencia) que es indescriptible. En el Islam, se quiere cumplir la voluntad del único Dios, compasivo y misericordioso, inspirándose en la fe de Abraham, con la práctica de la oración, ayuno, limosna y peregrinación.

 

    En el Antiguo Testamento, que refleja los elementos básicos de todas estas religiones, se proclama una nueva irrupción de Dios en la historia (revelación personal), para preparar la venida del Mesías Salvador. Es la religión del antiguo Israel, todavía vigente en el hebraísmo, que sigue conservando aquellas gracias especiales de Dios.

 

    Se podría calificar a estas experiencias religiosas como de "preparación evangélica" o "semillas del Verbo", con verdadero valor, puesto que se trata de dones diferenciados por parte del mismo Dios. Pero hay que distinguir la revelación estricta del Antiguo Testamento, que es una preparación peculiar e inmediata hacia Cristo. "Las vías para alcanzar la verdad siguen siendo

muchas; sin embargo, como la verdad cristiana tiene un valor salvífico, cualquiera de estas vías puede seguirse, con tal de que conduzca a la meta final, es decir, a la revelación de Jesucristo" (FR 38).

 

    En realidad, el encuentro pluralístico interreligioso actual se puede considerar como un bien para las mismas religiones y para toda la sociedad humana. En el fondo de cada experiencia religiosa auténtica está el mismo Dios, Padre de todos, que ha querido respetar las diversas expresiones culturales. La construcción de toda la familia humana en una paz auténtica, pasa por el respeto a todas las expresiones religiosas, sin necesidad de caer en relativismo, sincretismo, indiferentismo, secularismo, sectarismo, racismo...

 

    Valorar a todas las religiones es un deber de justicia y de caridad, puesto que en todas ellas se pueden encontrar signos salvíficos de una presencia activa de Cristo. Son siempre signos que, como "destellos de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres" (NAe 2), llevan hacia Cristo, que es la revelación definitiva y que ha querido dejar en su Iglesia signos especiales de salvación.

 

    El cristiano sabe que su oferta religiosa no se contrapone a las demás, pero es la oferta definitiva de Dios, que previamente ha sembrado sus dones como preparación evangélica para encontrar a Cristo. Los dones que Dios ha dado a todos los pueblos se han llamado, desde el siglo II, "semillas del Verbo" (san Justino, Apología II,8), o también "preparación evangélica" (Eusebio de Cesarea, Praep. Evang. I,1). Clemente de Alejandría, refiriéndose al budismo e hinduismo, detecta en ellos una "pedagogía" divina que los guía hasta Cristo, "hasta que el Señor quiera llamarlos" (Stromata 1,5; 6,8).

 

    Esta actitud cristiana es de respeto y, al mismo tiempo, de reafirmación de la propia identidad de fe en Cristo. El concilio Vaticano II y su postconcilio nos ha acostumbrado ya a esta mentalidad: "La presencia y la actividad del Espíritu no afectan únicamente a los individuos, sino también a la sociedad, a la historia, a los pueblos, a las culturas y a las religiones" (RMi 28; cfr. AG 3,11; LG 16).

 

    La fe en Cristo, el Verbo encarnado, como palabra definitiva de Dios, nos hace remontar a los orígenes de la creación y de la historia, buscando las raíces de toda la humanidad: "El Verbo era la luz verdadera, que ilumina a todo hombre que viene a este mundo; en el mundo estaba... y no le conoció" (Jn 1,3-4,9-10). En él, todo ha de ser "sanado, elevado, completado" (AG 9). en efecto, hay que reconocer limitaciones e incluso pecado, en toda la historia humana.

 

    Cuando decimos "semillas del Verbo", reafirmamos, al mismo tiempo, la unicidad e irrepetibilidad del Verbo encarnado (Jesucristo). Ello nos hace descubrir momentos y etapas de una camino histórico que se dirige hacia él, el único Hijo de Dios hecho hombre, muerto y resucitado. El Señor no sólo disipa errores, pecados y limitaciones, sino que ha venido principalmente para "llevar a cumplimiento" (Mt 5,17) cuanto Dios ya ha sembrado en la historia humana.

 

    Los valores del Reino, que Dios ha sembrado en todos los pueblos, son una preparación para aceptar el Reino. La fe es un nuevo don de Dios, para aceptar el Reino de Dios, que es el mismo Jesús, ya "presente" entre nosotros (Mc 1,15). Jesucristo no es, pues, un extraño, sino el cumplimiento de una "preparación evangélica". El está presente "en el corazón de cada hombre" (RMi 88) y de cada cultura. "El Verbo encarnado es el cumplimiento del anhelo existente en todas las religiones de la humanidad" (TMA 6).

 

    El Antiguo Testamento es una revelación peculiar de Dios, que tiende directamente a preparar la venida del Mesías (Cristo). El pueblo de Israel, portador de este mensaje, es "signo en medio de las naciones" (Is 11,12) y custodio de las esperanzas mesiánicas. Esa gracia de nuestros "hermanos mayores", sigue siendo válida e "irrevocable" (Rom 11,29), y apunta directamente hacia el encuentro con Jesucristo, porque la ley sigue siendo "pedagogo" hacia él (Gal 3,24). Dar el paso a la fe en Jesucristo, es una nueva gracia: "Nadie puede venir a mí, si el Padre, que me ha enviado, no le atrae" (Jn 6,44). No se puede obligar a la fe, sino que hay que preparar el camino para creer.

 

    Para todo cristiano, este planteamiento es un compromiso de cuestionarse si está preparado para detectar las "semillas del Verbo" y ayudarlas a madurar en Cristo. Nuestros hermanos que todavía no han encontrado a Cristo, son portadores de unos "anhelos" que el mismo Cristo ha venido a llevar a cumplimiento. Si ellos no ven en los cristianos los signos explícitos de Cristo, que "pasó haciendo el bien" (Hech 10,38), no podrán aceptar, salvo milagro, la fe en el Señor. Nuestros conceptos pueden ayudar, pero la gracia (que es vida divina y, por tanto, caridad) es siempre más allá de toda reflexión humana.

 

    Dios, que ha sembrado todas esas realidades de gracia, invita a "recorrer juntos el camino de la verdad completa, siguiendo los senderos que sólo conoce el Espíritu del Señor resucitado" (FR 92). En Cristo ha aparecido "el misterio de la sabiduría de Dios" (1Cor 2,7). Es la sabiduría de las bienaventuranzas y del mandato del amor, como expresión de la particularidad del amor divino: darse gratuitamente. Por esto, "la caridad de Cristo excede todo conocimiento, para que os vayáis llenando hasta la total plenitud de Dios" (Ef 3,19).

 


 

II. DIOS AL ENCUENTRO DEL HOMBRE

 

1. La creación y la historia

2. La revelación: Dios ha hablado

3. Cristo, Dios hecho hombre

 

 

1. La creación y la historia

 

    Una hojita seca caída del árbol es una historia de amor. La vida que tenía la hojita se perdió, porque no era suya, sino que "alguien" se la dio. Pero quien se la regaló, lo hizo por amor al hombre, "única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo" (GS 24).

 

    Las cosas pasan, pero dejan entrever que el Creador no pasa. El amor que Dios puso en las cosas no pasa. Y en este misterio de contingencia y trascendencia, Dios ha querido imprimir una pedagogía divina: al retirar sus dones, Dios se da  a sí mismo. Ya no es sólo el hombre que busca a Dios, sino que es el mismo Dios que busca al hombre. "Todo es gracia" y todo es invitación a amar: "Todas las cosas me dicen que te ame" (San Agustín).

 

    Hay una tensión en las cosas, que no tiene explicación natural. En efecto, las cosas "ya son" según el amor de Dios, pero "no son todavía" la donación personal del mismo Dios. El "encuentro" de este "ya" y "todavía no", será el encuentro definitivo. Esa tensión que Dios ha puesto en el corazón del hombre, es una señal y garantía del encuentro final ("escatología"). El corazón humano sigue siempre buscando, con una sed inexplicable que nada ni nadie, en esta vida, puede saciar. "Nos has hecho, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta encontrarte a ti" (San Agustín).

 

    Si las cosas, al pasar, dejan entrever al que nos las regaló por amor, también los acontecimientos históricos (personales y comunitarios) son un signo de su venida y cercanía. En la historia humana todo se mueve según "los signos de los tiempos" (Mt 16,20). Dios nos quiere decir algo, pero no entendemos del todo porque nos falta la clave para discernir sus signos.

 

    La clave de la historia humana es que Dios, no sólo nos ha hablado de muchas maneras (cfr. Heb 1,2), sino que se ha introducido en la misma historia, formando parte de nuestra misma familia: "Dios, con la Encarnación, se ha introducido en la historia del hombre" (TMA 9). Nuestro tiempo y nuestra historia ya tiene "dimensión divina" (TMA 10), porque Cristo hace de nuestra vida su misma biografía.

 

    Ninguna cultura puede prescindir de esa tensión hacia la trascendencia (como tendencia "religiosa"), que es herencia común de toda la humanidad. Por esto, la humanidad entera es una sola familia, con diferencias complementarias, que deberían enriquecer la unidad familiar de todos los pueblos.

 

    En todos pueblos, culturas y religiones hay gracias y dones de Dios, así como respuesta y colaboración humana libre, que a veces es de virtudes heroicas y también de debilidad y de pecado. Pero la historia es siempre salvífica, mirando hacia adelante, esperando siempre una nueva sorpresa de Dios, quien hace posible una respuesta humana sanante y liberadora. Dios, Padre de todos, ya ha enviado a su Hijo, Jesucristo, convertido en "el camino" (Jn 14,6) que se cruza con todos los caminos históricos y religiosos de los pueblos.

 

    La historia de cada pueblo y de cada persona es una historia de amor, que invita al creyente a adoptar una "mirada contemplativa" (EV 83). Con esta mirada de fe, se puede descubrir, en cada rostro humano, unos surcos y unas facciones que pueden reflejar, de algún modo, como preparación evangélica, "el amor de Dios que se ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo" (Rom 5,5).

 

    Si la creación comenzó por la palabra de Dios y con la comunicación del Espíritu (cfr. Gen 1,2; 8,1), la nueva creación, instaurada por Cristo, es un "nuevo nacimiento en el Espíritu" (Jn 3,5). Dios creó al hombre para comunicarle su misma vida, haciéndole "a su imagen y semejanza" (Gen 1,27). En Cristo, esa nueva vida tiene "la prenda del Espíritu" (Ef 1,13-14), para hacer de cada ser humano un "hijo en el Hijo" (GS 22; cfr. Ef 1,5). Las gracias de Dios, comunicadas en diversos períodos históricos, no se contraponen. Dios, con su amor infinito, se comunica a todos los hombres, "elegidos en Cristo (por amor) antes de la creación del mundo" (Ef 1,3).

 

 

2. La revelación: Dios ha hablado

 

    Dios "ha hablado de muchas maneras" (Heb 1,1). Ha creado al hombre para relacionarse con él. Su palabra definitiva es él mismo, tal como es, expresándose a sí mismo en un amor infinito. Este "decir" de Dios será un día, en el más allá, visión y encuentro definitivo. De momento, caminamos "a tientas" (cfr. Hech 17,27), pero siempre guiados por las luces de la razón (creada por él) y por otras luces o inspiraciones que él mismo nos comunica.

 

    En la misma Sagrada Escritura, que contiene una revelación especial de Dios, se nos describe a la humanidad, desde los inicios, en relación con un Dios cercano, que habla y manifiesta su voluntad: a Adán y Eva (en el paraíso terrenal), a Noé (antes y después del diluvio), a los patriarcas. Aquello que Dios comunicó al corazón humano y a la humanidad, no se ha perdido, sino que se ha conservado en las conciencias y en los diversos pueblos y culturas. La providencia divina cuida de todos amorosamente.

 

    Desde Abraham y Moisés, la revelación de Dios es muy peculiar, puesto que es manifestación personal (de quien es por esencia) y tiende a la preparación inmediata de la venida de Cristo por medio de un pueblo, Israel, con la aportación inspirada de muchos profetas y santos escritores. Con la llegada de Jesucristo (que es la Palabra personal de Dios hecha carne), Dios nos ha dicho su palabra definitiva: "En él, el Padre ha dicho la palabra definitiva sobre el hombre, y sobre la historia" (TMA 5).

 

    La razón humana es un destello de la inteligencia divina. Debido al pecado de los orígenes de la humanidad (cometido por nuestros primeros padres), la razón está debilitada; pero todavía busca y puede encontrar la verdad y el bien, cuya máxima expresión se halla en Dios. Esa búsqueda de Dios, por parte del hombre, es acompañada y guiada por Dios, quien busca al hombre para comunicarle su misma vida. La revelación divina, en sus diversas etapas, indica esta realidad de amor del mismo Dios, que se manifiesta y se da gratuitamente, mientras, al mismo tiempo, ha sembrado la búsqueda  en el corazón del hombre.

 

    El camino de la razón, que se va abriendo a la revelación gratuita de Dios, es camino de libertad: "La verdad os hará libres" (Jn 8,12). Dios no quiere autómatas ni esclavos, sino hijos responsables. Sin la revelación propiamente dicha, la razón puede encontrar la verdad sobre Dios y sobre el hombre; pero no llegaría nunca a la plenitud de la verdad, que se encuentra en Dios Amor, uno y trino, hecho hombre por nosotros, que comparte con nosotros su misma vida divina y que un día será visión cara a cara y unión plena y transformante.

 

    La fe es una respuesta libre a la verdad revelada por el mismo Dios, aceptando su mensaje por la autoridad del mismo Dios que revela. La razón y la fe, siendo distintas, "no se pueden separar sin que se reduzca la posibilidad del hombre de conocer de modo adecuado a sí mismo, al mundo y a Dios" (FR 16). Gracias al asentimiento de fe en la revelación, la razón se trasciende a sí misma, sin contradecirse.

 

    El mismo Dios, que se ha manifestado por la revelación, ha expresado su mensaje con lenguaje y conceptos humanos y culturales. Por esto, "la verdad que nos llega por la revelación, es, al mismo tiempo, una verdad que debe ser comprendida a la luz de la razón" (FR 35). En realidad, todos los destellos de la verdad, que Dios ha sembrado por la creación y la revelación, conducen "a la meta final, es decir, a la revelación en Jesucristo" (FR 38).

 

    El encuentro entre el hombre y Dios, fomentados por ambas partes, lleva al encuentro con Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre. Dios ha sembrado en el corazón del hombre y de los pueblos, muchas partecitas de verdad, que hacen posible (con la ayuda de la gracia) la acogida del nuevo don de Dios, que es la revelación propiamente dicha. Se pasa de lo implícito y embrionario, a la verdad explícita y plena.

 

    Después que Dios ha revelado su intimidad profunda (desde los primeros padres), la razón ya puede entrar en un proceso de comprensión de lo que Dios ha manifestado. Las diversas culturas humanas (con su derivación intrínseca hacia la religión o relación con Dios), son un esfuerzo por conceptualizar y expresar en ritos, fórmulas y estructuras, lo que el mismo Dios ha sembrado en el corazón y en la historia de los pueblos.

 

    Existen, a veces, grandes figuras (en las diversas religiones) que han legado una fuerte reflexión y experiencia sobre Dios. Todas esas "semillas" de verdad o "semillas del Verbo", llevan necesariamente (bajo el influjo de la gracia y respetando la libertad humana) al encuentro explícito con Cristo, el Verbo encarnado.

 

    La verdad de Dios, manifestada de muchas maneras (también la revelación como palabra de Dios), se dirige siempre a toda la humanidad, aunque puede valerse de etapas y  medios que muestran la paciencia milenaria de Dios. En este proceso de comunicación y de búsqueda, se puede observar una superación gradual y constante del miedo a la divinidad, o también a los acontecimientos históricos y a la realidad humana de dolor y de muerte.

 

    Cuando Cristo, el Verbo encarnado, acontece en la historia (por su Encarnación) y en el corazón humano (por la fe), queda destruida la angustia vital inherente a muchos estratos de la reflexión y de la convivencia humana. La historia camina hacia la paz de toda la familia humana, a partir de la construcción de la paz en el corazón, liberado de angustias, ambiciones  y divisiones, por un proceso de apertura hacia Dios Amor.

 

    Las gracias peculiares que Dios comunicó en el Antiguo Testamento siguen siendo válidas, también para detectar los destellos de luz y los valores permanentes en otras culturas religiosas. Dios reveló sus designios de salvación a los primeros padres (cfr. Gen 3) y a Noé después del diluvio (cfr. Gen 9). Con ellos y, por tanto, con toda la humanidad, hizo un pacto de amor ("Alianza"). Todo aquello se comunicó a toda la humanidad, y queda protegida por una acción providencial de Dios que continúa en cada pueblo y cultura.

 

    La renovación de la Alianza, que Dios quiso hacer desde Abrahán y los patriarcas, era en vistas a formar un pueblo peculiar (Israel), que, bajo su especial protección, custodiara esos dones, como patrimonio de toda la humanidad, hasta que viniera Cristo, el Mesías (cfr. Gen 12,2; 18,18). Con Moisés y los profetas, esa misma Alianza se renovó y afianzó, dando lugar a una religiosidad especial (con normas, fiestas y ritos) que "recordaría" eficazmente los principales acontecimientos de la historia de la salvación.

 

    Cuando leemos las "genealogías" sobre Jesucristo (cfr. Mt 1,1-17; Lc 3,23-38), recordamos que "Jesús nació de María", esposa de José, para asumir como propia esa historia humana universal, desde Adán y Eva. La "Nueva Alianza", sellada con la sangre de Jesús, es para la salvación y "redención de todos" (Mc 10,45). En ese árbol genealógico, hay santos y pecadores, de Israel y de otros pueblos.

 

    La venida del Hijo de Dios indica que "Dios ha enviado a su Hijo en la plenitud de los tiempos" (Gal 4,4), para completar o "llevar a la perfección" (Mt 5,17) lo que el mismo Dios había sembrado, como "semillas del Verbo" y "preparación evangélica", en todos los pueblos y, de modo especial, en el pueblo de Israel, que todavía conserva la gracia de las promesas (cfr. Rom 11,29). Lo que Dios manifestó y comunicó anteriormente, es armónico con la revelación definitiva en Cristo: "Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo" (Heb 1,1-2).

 

    El mismo Espíritu Santo que ha inspirado las Escrituras y que ha dirigido la historia del pueblo de Israel de modo muy peculiar, se ha hecho presente y sigue haciéndose presente de modo activo en los otros pueblos: "En efecto, el Espíritu se halla en el origen de los nobles ideales y de las iniciativas de bien de la humanidad en camino... Cristo resucitado obra ya por la virtud de su Espíritu en el corazón del hombre" (RMi 28).

 

    La misión del cristiano, en el inicio del tercer milenio, consiste en detectar las "semillas del Verbo" y llevarlas a su "madurez en Cristo" (RMi 28). Jesús detectó estas huellas en una mujer cananea (cfr. Mc 7,24-30), en un centurión romano (cfr. Mt 8,5-13), en unos gentiles que deseaban verle y a quienes les habló de su "exaltación" en la cruz, para "atraer todas las cosas" a él (cfr. Jn 12,20-32).

 

    El Espíritu Santo inspiró a Simeón a proclamar que Jesús era "la luz para iluminar a las naciones" (Lc 2,32). El apóstol vive pendiente de este discernimiento, comprometiéndose con "plena docilidad al Espíritu" hasta "dejarse plasmar interiormente por él, para hacerse cada vez más semejantes a Cristo" (RMi 97). Entonces, todo apostolado, con sus múltiples expresiones y servicios, no es más que la manifestación de las huellas de Jesús en la propia persona del apóstol. La paciencia milenaria de Dios invita a saber sembrar sin esperar a ver el fruto inmediato.

 

 

3. Cristo, Dios hecho hombre

 

    La revelación o manifestación personal de Dios Amor, culmina, de modo único e irrepetible, en la Encarnación del Verbo: "El Verbo se hizo hombre y habitó entre nosotros" (Jn 1,14). El Padre nos ha dado a su Hijo, que es su Palabra personal  y definitiva, y nos pide nuestra asentimiento libre, vivencial y comprometido: "Este es mi Hijo muy amado, en quien tengo mis complacencias, escuchadlo" (Mt 17,5).

 

    Ahora Dios ya "nos ha hablado por su Hijo" (Heb 1,2). De este modo tan peculiar, Dios se ha revelado como "Amor", porque "ha enviado a su Hijo al mundo para que vivamos por él" (1Jn 4,8-9). Ha llegado "la plenitud de los tiempos" (Gal 4,4), en este momento en que "Dios ha enviado a su Hijo nacido de la mujer" (ibídem). Es "la Palabra definitiva" de Dios (TMA 5). Así "se ha introducido Dios en la historia del hombre" (TMA 9).

 

    Esta revelación definitiva de Dios por medio de Cristo, es también la revelación definitiva del misterio del hombre: "Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación" (GS 22). El misterio de la Encarnación del Verbo "permite reconocer en cada rostro humano el rostro de Cristo" (EV 81), puesto que "el Hijo de Dios se ha unido, en cierto modo, con todo hombre" (GS 22).

 

    Así se llega al "descubrimiento de Cristo como Salvador y Evangelizador" (TMA 40). En él escuchamos "la última llamada dirigida a la humanidad, para que pueda llevar a cabo lo que experimenta como deseo y nostalgia" (FR 33).

 

    A la luz de esta revelación, comprendemos que toda la humanidad y toda etapa de su historia camina hacia el encuentro con Cristo. Los caminos son muchos y variados (según las diversas culturas religiosas y gracias de Dios), pero la providencia ha ido preparando todo cuidadosamente para que lleguen al Camino, que es el Verbo encarnado: "Las vías para alcanzar la verdad siguen siendo muchas; sin embargo, como la verdad cristiana tiene un valor salvífico, cualquiera de estas vías puede seguirse con tal de que conduzca a la meta final, es decir, a la revelación de Jesucristo" (FR 38).

 

    Es el mismo Dios, Creador e iniciador de la historia, quien ha enviado a su Hijo. La diversidad de las formas de "preparación evangélica" no disminuye el valor de la "plena verdad", que Dios ha revelado en Cristo (cfr. Jn 1,14.18). "En él están ocultos todos los tesoros de sabiduría y de ciencia" (Col 2,3). Por este don de Dios, Cristo forma parte esencial del patrimonio salvífico de toda la humanidad. Todos están elegidos y llamados por Dios a ser "hijos en el Hijo" (Ef 1,5). Así, pues, "sólo en Cristo es posible conocer la plenitud de la verdad que nos salva" (FR 99).

 

    Toda persona y toda comunidad humana, va llegando a la perfección del propio ser (personal y social), en la medida en que se abra vivencialmente a Cristo, que es "la única respuesta definitiva al problema del hombre" (FR 104). Cristo, como Verbo encarnado, único Salvador, es "el cumplimiento del anhelo presente en todas las religiones de la humanidad" (TMA 6).

 

    Cristo resucitado es el único Salvador, en el sentido de llevar a la madurez todas las "semillas" de gracia que Dios ha sembrado en la humanidad a través de todos los tiempos. Dios no excluye a nadie de esta salvación, sino que incluye todo lo bueno como diversos pasos que ya se han dado en el camino hacia la plenitud que se encuentra sólo en Cristo. "La encarnación del Hijo de Dios y la salvación que Él ha realizado con su muerte y resurrección son, pues, el verdadero criterio para juzgar la realidad temporal y todo proyecto encaminado a hacer la vida del hombre cada vez más humana" (Bula IM 1). Es el mismo Cristo quien "pasó haciendo el bien"  (Hech 10,38) y quien sigue pasando (cfr. Lc 15,1-10) y esperando (cfr. Jn 4,6). Su salvación es plena porque se da él mismo, haciéndonos partícipes de su vida divina.

 

    Cristo es nuestro hermano desde su humanidad salvífica, como instrumento unido a su divinidad, que también quiere obrar por medio nuestro como "complemento" suyo (cfr. Col 1,24; Ef 1,23). La irradiación de su gloria tiene lugar principalmente desde su "anonadamiento" y desde su "cruz", para llegar a la resurrección suya y nuestra (cfr.Fil 2,7-11).

 

    Las bienaventuranzas son su "autorretrato" (VS 16; cfr. CEC 1717) y la pauta característica de toda vida cristiana: en toda circunstancia humana es siempre posible amar, es decir, hacer de la vida una donación, construir la vida dándose, a imitación de Dios Amor.

 

    Cristo es, pues, "la respuesta definitiva a la pregunta sobre el sentido de la vida y a los interrogantes fundamentales que asedian también hoy a tantos hombres" (EAm 10). Sólo él ha podido decir: "Quien me ve a mí, ve al Padre" (Jn 14,9).

 

    Aunque todas las religiones puedan presentar una experiencia verdadera de Dios, sólo en Cristo, Dios se revela como "Amor", en la máxima unidad de tres personas (cfr. 1Jn 4,8), hecho presente de modo especial e irrepetible por la Encarnación del Verbo. En este sentido, se puede afirmar: "A Dios nadie le ha visto jamás; el Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer" (Jn 1,18).

 

    El Reino, que Jesús anunció es él mismo, presente en el mundo para realizar los planes de Dios: "El Reino de Dios está cerca..., creed en el Evangelio" (Mc 1,15). En él se cumplen todas las promesas sobre el Reino. En Nazaret, "a sus treinta años" (Lc 3,23) y después de leer el texto de Isaías sobre los tiempos mesiánicos, afirmó: "Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír" (Lc 4,21).

 

    La encarnación del Verbo es "la plenitud de los tiempos" (Gal 4,4), porque Jesús lleva a cumplimiento toda la historia de salvación. El ha asumido la historia humana como parte integrante de su misma biografía. Las esperanzas de salvación, que se encuentran en todas las religiones y, de modo especial, en el Antiguo testamento, se han cumplido en él. "En Jesucristo, Verbo Encarnado, el tiempo llega a ser una dimensión de Dios... Cristo es el Señor del tiempo" (TMA 10).

 

    El concepto de "Reino", tal como aparece en la revelación, es muy rico de contenido. Significa el Señorío de Dios, reconocido por el hombre, que es la fuente de liberación y salvación definitiva. Jesús, en persona, es el Reino: "El Reino de Dios no es un concepto, una doctrina o un programa sujeto a libre elaboración, sino que es ante todo una persona que tiene el rostro y el nombre de Jesús de Nazaret, imagen del Dios invisible" (RMi 18). Las promesas mesiánicas ya han llegado a su cumplimiento en el "tiempo" de Jesús.

 

    Todo lo que prepare el encuentro con él, tiene valor de Reino. En este sentido, se puede decir que en todos los pueblos, culturas y religiones hay "valores de Reino", como huellas que tienden al encuentro con Cristo. En esos valores, todo creyente en Cristo puede detectar "anhelos" que tienden hacia él como a su "cumplimiento" (TMA 6). En realidad, "todo el que obra la justicia, nace de él" (1Jn 2,29).

 

    Quien vive de verdad los valores del Reino, en su propia cultura y religión, si es tocado por la gracia, se sentirá interpelado por la gran sorpresa de Dios: "De tal manera amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo unigénito" (Jn 3,16). La búsqueda por parte de las religiones sigue siendo válida. Sólo falta el enlace de la fe. "Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo" (Jn 17,3).

 

    El hecho de que Dios nos haya hablado "en su Hijo" (Heb 1,2), no significa que haya anulado su misma palabra comunicada a pueblos y culturas, sino que con ello hace patente que ha llegado el "cumplimiento" de esa palabra en Cristo, puesto que "en El Padre ha dicho la palabra definitiva sobre el hombre y sobre la historia" (TMA 5). El Reino, que es el mismo Jesús, con su mensaje y sus dones, se puede calificar como "carismático" o de gracia (presente en el corazón de cada hombre que se abre a Dios), eclesial (presente en la comunidad fundada por Jesús) y escatológico (tendiendo hacia el más allá o hacia el encuentro definitivo, donde nos encontraremos todos). Pero siempre es el mismo Jesús: en el corazón, en su comunidad eclesial, en el más allá.

 

    Todos los valores del Reino, escondidos en culturas y religiones, son invitados a aceptar la nueva ley del amor o "mandamiento nuevo" (Jn 13,34), que consiste en la puesta en práctica de las "bienaventuranzas" o de la perfección de la caridad, a imitación de Dios que sigue amando a todos y de Cristo que da la vida por todos (cfr. Mt 5,45; Jn 15,13). Los valores religiosos llegarán a su "cumplimiento" (Mt 5,17), sólo cuando los creyentes de otras religiones encontrarán la actitud cristiana de las bienaventuranzas. Es el desafío misionero de todo creyente en Cristo.

 

    Haciéndose hombre, Dios se inserta de modo especial como "el Camino" en los caminos históricos de la humanidad (cfr. Jn 14,6). Dios ha querido correr el riesgo de la historia humana, sin privilegios, verdadero hombre sin dejar de ser verdadero Dios, consorte y protagonista, sensible, Mediador y Salvador. La salvación que Jesús trae para todos es nueva, sorprendente, que no anula los anteriores destellos de salvación.

 

    A la luz de esta realidad histórica, "la salvación no puede venir más que de Jesucristo" (RMi 5), puesto que "en ningún otro hay salvación" (Hech 4,12). En él, muerto y resucitado, ha aparecido la salvación plena y definitiva "para todos los hombres" (Tit 2,11; cfr. TMA 38-39). Los destellos de salvación, presentes en todas las culturas y religiones, pueden sólo pueden llegar a su cumplimiento en Jesucristo. Es la salvación de hacer a todo ser humano hijo de Dios, por participación en la misma filiación divina de Jesús (Gal 4,6-7; Ef 1,5; Rom 8,14-17).

 

    "Creer en el Evangelio" (Mc 1,15), es una gracia que reclama un cambio de mentalidad y de vida ("conversión" como apertura a los nuevos planes de Dios), así como la adhesión personal a Cristo por una fe vivencial. Para dar este paso de conversión a la fe, se necesita el testimonio y el anuncio por parte de la comunidad de los creyentes, la Iglesia, que "está al servicio del Reino" (RMi 20). El anuncio tiene lugar por medio del testimonio de una "vida nueva" (Rom 6,4), para proclamar que el Reino, Jesús de Nazaret, ya ha llegado, y se presenta como "gozo grande" y salvífico "para todo el pueblo" (Lc 2,10), como "luz de las naciones" (Lc 2,32; Is 42.6) y "Salvador del mundo" (Jn 4,42).

 

    En todas las experiencias religiosas se puede observar que ya han constatado un Dios sorprendente y misterioso, siempre más allá de sus dones. La "sorpresa" de Jesús consiste en ser la "Palabra definitiva" (TMA 5; cfr. Heb 1,1-2): el Hijo de Dios, "nos ha contado" lo que el hombre nunca pudo saber de Dios (Jn 1,18). La peculiaridad de la experiencia cristiana de Dios no radica en los valores de una cultura diferente, sino en la "irrupción" especial de Dios en la historia por medio de su Hijo Jesucristo.

 

    La experiencia cristiana es de fe, aunque tiene sus repercusiones en la propia psicología y cultura. Por esto, enraíza en la misma realidad humana, tal como es, con la sorpresa de encontrar en ella, por la fe, a Jesucristo, que es el Verbo o "Palabra" personal de Dios, escondido en el silencio del corazón y de la historia (cfr. Jn 1,14; Sab 18,14-15). Pero la visión y encuentro definitivo con Dios, sólo será después de esta vida terrena.

 


 

III. EL ENCUENTRO CON CRISTO

 

1. La fe como encuentro

2. La contemplación: "Os anunciamos lo que hemos visto y oído"

3. El seguimiento personal y comunitario

 

1. La fe como encuentro

 

    Creer en Cristo es un encuentro vivencial con él. No es posible este encuentro sin su gracia, porque es él quien se hace encontradizo. La fe es un don de Dios, que reclama una respuesta libre y comprometida. Aceptar la persona de Cristo y su mensaje, tal como es, es algo que transforma todo el ser, los criterios, la escala de valores y las actitudes.

 

    La fe vivida es todo un programa de santificación y de misión: "Urge recuperar y presentar una vez más el verdadero rostro de la fe cristiana, que no es simplemente un conjunto de proposiciones que se han de acoger y ratificar con la mente, sino un conocimiento de Cristo vivido personalmente, una memoria viva de sus mandamientos, una verdad que se ha de hacer vida... La fe es un decisión que afecta a toda la existencia; es encuentro, diálogo, comunión de amor y de vida del creyente con Jesucristo, Camino, Verdad y Vida (cfr. Jn 14,6). Implica un acto de confianza y abandono en Cristo, y nos ayuda a vivir como él vivió (cfr. Gal 2,20), o sea, en el mayor amor a Dios y a los hermanos" (VS 88)

 

    La apertura a la fe en Cristo se llama "conversión". Es un cambio de mentalidad y de actitudes, que deja atrás el error y el pecado, para "revestirse de Cristo" (Gal 3,27). Es un proceso continuo, que inicia especialmente en el bautismo. Entrando en este proceso, se vive "la alegría de la conversión" (TMA 32).

 

    La adhesión a la persona de Cristo incluye la aceptación gozosa de su mensaje por entero. Reflexionar sobre la fe es "ciencia sabrosa" (San Buenaventura), que no admite el flirteo de los ensayos subjetivistas y de las dudas estériles. La "comunión íntima con Cristo" (RMi 88) es la consecuencia de su invitación: "Permaneced en mi amor" (Jn 15,9).

 

    La reflexión sobre los datos de la fe se hace con toda la libertad de espíritu, a partir de un enamoramiento: "Si alguno me ama, yo me manifestaré a él" (Jn 14,21). Todo el esfuerzo de la razón, ayudada por los medios culturales, es un proceso de clarificar y sistematizar, en vistas a profundizar y vivir mejor el misterio de Cristo. Este esfuerzo teológico tiene la nota de garantía cuando es una llamada a la contemplación, perfección, comunión de hermanos y misión.

 

    La misión no sería posible sin esta "experiencia de Jesús" (RMi 24), que invita a todos a entrar en la misma experiencia. Efectivamente, "es necesario que la nueva evangelización esté centrada en el encuentro con Cristo. El primer anuncio debe tender, por tanto, a hacer que todos vivan esa experiencia transformadora y entusiasmante de Jesucristo, que llama a seguirlo en una aventura de fe" (EAf 57).

 

    La Iglesia ha mirado siempre a María como "modelo de fe vivida" (TMA 43), "dócil a la voz del Espíritu" (TMA 48), "modelo de amor perfecto" (TMA 54). Así es el "conocimiento amoroso de Cristo" (CEC 429), que el mismo Señor reclama de sus seguidores: "Mis ovejas me conocen (amando)" (Jn 10,14; cfr. 14,21).

 

    El primer encuentro de Cristo con sus discípulos ofrece las líneas básicas de esta fe relacional, que incluye la aceptación de la persona y del mensaje del Señor: "¿Qué buscáis?... Maestro  ¿dónde vives?... Venid y lo veréis... Ven y verás" (Jn 1,38-39.46).

 

    Es el mismo Jesús el que invita a esta fe vivencial: "El que crea en mí, no tendrá nunca sed... Yo soy el pan de la vida... El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él... el que me coma vivirá por mí" (Jn 6,35-57).

 

    La fe cristiana se traduce, pues, en relación personal y comprometida: "Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, para que, arraigados y cimentados en el amor, podáis... conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que os vayáis llenando hasta la total Plenitud de Dios" (Ef 3,17-19). Se trata de "vivir para aquél que murió y resucitó por nosotros" (2Cor 5,14).

 

    Entonces se afrontan la realidad y las dificultades para transformarlas en donación: "Todo lo puedo en aquél que me conforta" (Fil 4,13). La confianza en él destierra toda agresividad y todo desánimo: "Sé en quién he puesto mi confianza" (2Tim 1,12). La vida cristiana es complemento de la vida de Cristo: "No soy yo el que vivo, sino que es Cristo que vive en mí" (Gal 2,20).

 

    Esta experiencia de Cristo en la propia vida, tiene lugar principalmente cuando el apóstol gasta su existencia para que otros encuentren a Cristo. "Precisamente porque es enviado, el misionero experimenta la presencia consoladora de Cristo, que lo acompaña en todo momento de su vida. «No tengas miedo... porque yo estoy contigo» (Hech 18, 9-10). Cristo lo espera en el corazón de cada hombre" (RMi 88).

 

    La experiencia de encuentro con Cristo puede expresarse hasta en la marginación, la vida escondida y la misma cárcel, como testimonió Pablo, prisionero en la cárcel de Cesarea, en Palestina: "Jesús vive" (Hech 25,19). El Señor nunca abandona en estos momentos de la vida cristiana, cuando parece que él calla y está ausente. Basta un movimiento del corazón, por el que Cristo comunica que, en esos momentos, agradece lo que hicimos antes por él, pero que ahora sólo quiere la entrega de nosotros mismos, sobre todo cuando parece que ya no tenemos nada más que dar. Así sería la experiencia de Pablo en la cárcel de Roma: "En mi primera defensa nadie me asistió, antes bien todos me desampararon... Pero el Señor me asistió y me dio fuerzas para que, por mi medio, se proclamara plenamente el mensaje y lo oyeran todos los gentiles" (2Tim 4,16-17).

 

    La novedad del cristianismo no estriba en una simple mejora de creencias, ritos y prácticas, sino en la adhesión personal a Cristo, el Verbo encarnado. Esta gran sorpresa de Dios, que nos ha enviado a su Hijo, se captará por el testimonio de cristianos que tengan la experiencia de haber encontrado al Salvador. Este testimonio no es la simple convicción de una verdad, sino que consiste en una vida cuyo centro sea el Señor: "No anteponer nada a Cristo" (San Cipriano y San Benito).

 

    La aceptación de las verdades cristianas por la fe, se concreta en una adhesión personal, un encuentro íntimo con "el viviente" (Ap 1,8). Sólo esa fe puede llegar a ser un reclamo para quienes todavía no han encontrado al Señor (cfr. VS 88). Esta convicción vivencial muestra a las claras que se ha tenido un encuentro con Cristo resucitado, tal vez como un movimiento inexplicable del corazón (cfr. Lc 24,32), en los signos que él mismo ha dejado en su Iglesia y en el mundo: su palabra viva, su Eucaristía y demás sacramentos, su comunidad de hermanos, todo hermano que sufre o necesita de nosotros...

 

    Esta experiencia de fe vivencial "afecta a toda la existencia" (VS 88) y es una opción fundamental que se traduce en un modo de pensar, sentir y amar como el de Cristo. El Señor se ha introducido en la vida de cada creyente como amigo fiel, como "maestro bueno" (Mc 10,17) y como quien comparte nuestra misma existencia y nuestro mismo caminar. En el corazón deja una convicción profunda e inexplicable de optar por él: "Hemos encontrado a Jesús de Nazaret" (Jn 1,45). La decisión de compartir la vida con él, es la huella más profunda de su cercanía. Uno se siente imantado por sus palabras: "Permaneced en mí y yo en vosotros... permaneced en mi amor" (Jn 15,4-9); "quien come mi carne y bebe mi sangre... vivirá por mí" (Jn 6,58). Ya no se puede prescindir de él.

 

    Quien ha sido bautizado, ha quedado llamado a un proceso de santificación y misión. No se ha celebrado un simple rito, sino un signo eficaz que ha dejado una huella imborrable, un don o sello permanente del Espíritu (el "carácter"). Esa huella permanece siempre viva. Todo bautizado se ha "revestido de Cristo" (Gal 3,27), se ha "injertado en él", para "caminar con una vida nueva" (Rom 6,5-6). Quien contempla la vida de un cristiano y escucha su modo de anunciar a Cristo, tiene necesidad (y aún derecho) de ver y de intuir que Cristo "vive".

 

    A Cristo se le experimenta cercano, en la medida en que uno reconozca su propia realidad, sin escapar de ella, y se decida a seguirle sin condicionamientos. Toda vocación cristiana es de seguimiento evangélico. "Seguir a Cristo es el fundamento esencial y original de la moral cristiana... No se trata aquí solamente de escuchar una enseñanza y de cumplir un mandamiento, sino de algo mucho más radical: adherirse a la persona misma de Jesús, compartir su vida y su destino" (VS 19). "El seguimiento de Cristo clarificará progresivamente las características de la auténtica moralidad cristiana y dará, al mismo tiempo, la fuerza vital para su realización" (VS 119).

 

    No se puede anunciar a Cristo, si él no es el centro de la vida y la persona amada por quien se vive. Sólo quien comparte la vida con Cristo, con actitud personal de respuesta-encuentro-seguimiento, se hace "signo creíble" suyo (RMi 91). "El Salvador está siempre presente y del todo en los que viven en él" (Nicolás Cabásilas). La misión se hace realidad cuando el Espíritu Santo "impulsa a transmitir a los demás la propia experiencia de Jesús" (RMi 24).

 

 

2. La contemplación: "Os anunciamos lo que hemos visto y oído"

 

    El encuentro vivencial con Cristo se hace relación personal. Esta relación consiste en saber "estar con Él" (Mc 3,13s: Jn 1,39) o como diría Santa Teresa, "estar con quien sabemos que nos ama".

 

    A esta relación personal se la llama oración y también "contemplación", porque se expresa con la "mirada" del corazón: "Lo que hemos visto y oído, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos, acerca de la Palabra de la vida" (1Jn 1,1-3). Así lo manifiestan continuamente los Apóstoles: "Hemos encontrado a Jesús de Nazaret" (Jn 1,41-45).

 

    Contemplar o "ver" a Jesús es una cuestión de fe viva. No es la lógica humana la que dirige, sino el don de Dios que llamamos fe. De hecho, Juan, el discípulo amado, que anuncia esta experiencia (cfr. 1Jn 1,1ss), es el que "vio" a Jesús resucitado a través de unos signos pobres y de un sepulcro vacío: "Vio y creyó" (Jn 20,8). Es el mismo discípulo que, de este modo, podrá anunciar el misterio de la Encarnación: "Hemos contemplado su gloria, gloria de unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad" (Jn 1,14).

 

    El apóstol es tal porque anuncia esta experiencia como enviado por el mismo Señor: "Es testigo de la experiencia de Dios" (RMi 91; cfr. EN 76). La acción apostólica "está sostenida por la contemplación" (VC 9), que consiste en la "comunión de sentimientos con él" (ibídem; cfr. Fil 2,5). Sin este testimonio contemplativo, como "experiencia de Jesús" (RMi 24), el apóstol "no puede anunciar a Cristo de modo creíble" (RMi 91). En este sentido, se puede afirmar que "el futuro de la misión depende, en gran parte, de la contemplación" (ibídem).

 

    En realidad, el mensaje que vive y que anuncia el creyente es un conjunto de "palabras de vida eterna" (Jn 6,63-68). Son palabras que, en primer lugar, han hecho "vibrar" el corazón del mismo creyente y apóstol (cfr. Lc 24,32), para comunicarlas luego como "fuego" de amor: "He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!" (Lc 12,49).

 

    La "mirada contemplativa" del creyente (EV 83) es reflejo de la mirada del mismo Jesús. Quien le ha descubierto allí donde parece que no está (traspasado en la cruz y "ausente" en el sepulcro vacío), ya está capacitado para encontrarle en todo hermano necesitado (cfr. Mt 25,40). Sólo quien ama al Señor le conoce de verdad (cfr. Jn 14,21) y le descubre en la bruma del lago: "Es el Señor" (Jn 21,7).

 

    A Cristo se le encuentra en la propia realidad pobre, no en las fantasías ni en las conquistas psicológicas; pero esa experiencia es posible sólo a través de su palabra viva, de su Eucaristía y sacramentos, y de su comunidad de hermanos. Esa experiencia de encuentro con Cristo no produce aires de superioridad ni de privilegios: "Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores; y el primero de ellos soy yo" (1Tim 1,15).

 

    Se puede constatar en todas las culturas y religiones una experiencia de Dios, expresada de modo diverso, debido a la diferencia de manifestaciones culturales. Las expresiones de esta experiencia y la metodología para alcanzarla pueden ser diferentes, pero la experiencia misma (más allá de toda expresión) es un don del mismo Dios.

 

    La experiencia cristiana de Dios es participación y prolongación en el tiempo de la misma experiencia de Jesús. Se trata de dejarle orar y vivir en nosotros. Las experiencias de oración (que se pueden encontrar en otras religiones) pasan a ser actitud filial, hasta decir "Padre" a Dios, con la misma voz y amor de Jesús. Somos "hijos en el Hijo" (GS 22; cfr. Ef 1,5) y, por tanto, es Cristo mismo quien ora en nosotros. Así nos ha amado el Padre, hasta "llamarnos hijos de Dios y serlo de verdad" (1Jn 3,1).

 

    Toda oración, cristiana y no cristiana, es una actitud relacional de autenticidad (reconocerse criatura ante el Creador) y de confianza ante la bondad de Dios. La peculiaridad de la experiencia cristiana consiste la fe en Dios Amor, revelado y comunicado por Jesús.

 

    No son las fórmulas ni los ejercicios de interioridad los que diferencian la oración cristiana de la no cristiana, sino la actitud filial comunicada por el mismo Jesús, quien nos ha hecho partícipes de su misma filiación divina. Gracias a esta participación en su misma vida, que se nos comunica por el Espíritu Santo, podemos decir "Padre" (Abba) a Dios, con la misma voz, el misma amor, la misma realidad filial de Jesús que vive en nosotros (cfr. Gal 4,4-7; Rom 8,14-17).

 

    Dios "aguarda" en el corazón de todo hombre (cfr. GS 14). La "sorpresa" y la novedad de la experiencia cristiana de Dios consiste en que, en ese camino, Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, se convierte en nuestro "camino" (Jn 14,6), en nuestro amigo-consorte o "esposo" (Mt 9,15), para "volver" al Padre con nosotros (cfr. Jn 16,28). Esa sorpresa no es una conquista, sino un don gratuito y una iniciativa de Dios que "es Amor" (1Jn 4,7), que "nos amó primero y nos envió a su Hijo al mundo para que vivamos por él" (1Jn 4,9). Ese don no es sólo para los cristianos, sino "para todo el mundo" (1Jn 2,2), llamado a creer en Cristo.

 

    Por la fe, se ha encontrado a Cristo, que es "el Verbo hecho hombre y acampado entre nosotros" para asumir nuestras circunstancias (Jn 1,14). La fe es un don que no produce aires de superioridad. Nuestro barro tiene el reflejo de la mirada de Dios amor, que ve en nosotros a su Hijo amado. El cristianismo es custodio del "don de Dios" (Jn 4,10) en "la plenitud de los tiempos" (Gal 4,4). Es una experiencia "narrada" por quien es "el unigénito" (Jn 1,8) que "ha visto al Padre" (Jn 6,46).

 

    Si toda actitud religiosa es relacional, especialmente en el momento de la oración, la peculiaridad del "silencio" de la experiencia cristiana de Dios, consiste en que ahí resuena "un silencio cargado de presencia adorada" y amada (OL 16). Así lo expresaba san Juan de la Cruz: "Una sola Palabra habló Dios en eterno silencio, y en silencio ha de ser oída".

 

    Esta experiencia cristiana de Dios Amor es un don para toda la humanidad, porque éste es el designio salvífico del mismo Dios, que ha guiado providencialmente a todas las culturas y religiones: "Así se cumple verdaderamente el designio del Creador, al hacer al hombre a su imagen y semejanza, cuando todos los que participan de la naturaleza humana, regenerados en Cristo por el Espíritu Santo, contemplando unánimes la gloria de Dios, puedan decir: «Padre nuestro»" (AG 7).

 

    La experiencia comunicada por Jesús no destruye los valores positivos de otras experiencias, que pueden considerarse como "preparación evangélica". Por Cristo, todo hombre, si recibe el don de la fe, puede entrar en el misterio de Dios amor: "Nadie conoce al Padre, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar" (Mt 11,27). Se necesitan testigos de esta experiencia de Dios Amor, porque "el futuro de la misión depende, en gran parte, de la contemplación" (RMi 91).

 

    Por el anuncio de esta experiencia, no se ofrece una nueva metodología de interioridad o de concentración, sino que se invita a entrar en la "nube luminosa" de un silencio peculiar, donde Dios habla ya por medio de su Hijo: "Este es mi Hijo amado, en quien tengo mis complacencias; escuchadlo" (Mt 17,5). "Ver" a Dios, ya es posible por la fe en Jesús. Es un "contemplarle" más allá de toda experiencia, mérito y conquista humana.

 

    Quien entra en esta experiencia de fe, ya puede "escuchar" y "ver" a Dios donde parece que todo es "silencio" y "ausencia". La visión beatífica sólo será posible en el más allá. Mientras tanto, los acontecimientos son camino de Pascua con Jesús, que "pasa" hacia el Padre con nosotros (cfr. Jn 13,1). Todos los hermanos, sin distinción, ya aparecen como retazos de la biografía de Jesús prolongada en el tiempo (cfr. Mt 25,40). El corazón "arde" al contacto con los signos de la presencia de Jesús, que comparte esponsalmente nuestro caminar (cfr. Lc 24,32). Entonces todo creyente en Cristo se convierte en "un testigo de la experiencia de Dios" (RMi 91). La misión del tercer milenio dependerá de esta experiencia contemplativa de los apóstoles, preparada ya en todas las culturas y religiones, pero que todavía no ha llegado a su madurez en Cristo.

 

 

3. El seguimiento personal y comunitario

 

    El encuentro vivencial, que se hace relación interpersonal, tiende a ser permanente, a modo de seguimiento. Se trata de "adherirse a la persona misma de Jesús, compartir su vida y destino" (VS 19).

 

    El seguimiento evangélico, al estilo de Jesús, se concreta en la actitud de reaccionar amando, siguiendo las pautas de las bienaventuranzas: en toda circunstancia, "amad... como vuestro Padre" (Mt 5,44.48). "Las bienaventuranzas... en su profundidad original, son una especie de autorretrato de Cristo y, precisamente por esto, son invitaciones a su seguimiento y a la comunión de vida con él" (VS 119).

 

    Mientras no se profundice la moral cristiana a la luz del seguimiento de Cristo, será imposible su aceptación y especialmente su práctica. Sólo quien está enamorado de Cristo, acepta su mensaje y sus exigencias en toda su integridad. El amor da sentido a todas las exigencias morales. Por esto, "la moral cristiana... consiste principalmente en el seguimiento de Jesucristo, en el abandonarse a él, en el dejarse transformar por su gracia y ser renovados por su misericordia" (VS 119).

 

    El apóstol, a pesar de sus limitaciones, está llamado a ser la personificación de las bienaventuranzas; "es el hombre de las bienaventuranzas" (RMi 91). Los no cristianos y los no creyentes necesitan ver, en el creyente y apóstol, esa "alegría interior que viene de la fe" (ibídem), como fruto de haber unificado el corazón orientándolo hacia Cristo, sin anteponer nada a él. En ese testimonio evangélico se demuestra que "el amor sigue siendo la fuerza de la misión" (RMi 60).

 

    El seguimiento evangélico, personal y comunitario, comporta una "progresiva asimilación de los sentimientos de Cristo" (VC 65), a modo de sintonía con su anonadamiento y con su cruz, para llegar a la fecundidad de la resurrección. Así se llegará a conseguir que "toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor para gloria de Dios Padre" (Fil 2,5-11). No existe misión sin esa sintonía con Cristo crucificado y resucitado.

 

    Es verdad que el seguimiento supone renuncia. Es la regla principal del enamoramiento. Si el compartir la vida con Cristo no fuera desposorio y amistad profunda, la renuncia sería imposible o se convertiría en un peso insoportable. Cristo invita a correr su misma suerte y a beber su misma copa de bodas o de Alianza: "¿Podéis beber la copa que yo he de beber?" (Mc 10,38). Sólo su amor esponsal puede dar sentido a "una vida escondida con Cristo en Dios" (Col 3,3).

 

    La lista de renuncias, elaborada por el mismo Cristo, no es una lista puritana y maniquea, sino que tiene una clave, sin la cual no es posible descifrar su contenido evangélico: "Por mi nombre" (Mt 19,29). El "nombre", en el contexto bíblico, es la misma persona y, en este caso, el mismo Cristo que ha declarado su amor para poder exigir amor: "Le miró con amor" (Mc 10,21); "como mi Padre me amó, así os he amado yo; permaneced en mi amor" (Jn 15,9).

 

    Amar como Cristo, equivale a "dar la vida" (Jn 10,11). El Buen Pastor da la vida en la cercanía a todos los hermanos, en sintonía con su situación concreta, dándose él mismo, sin pertenecerse, según los designios amorosos del Padre, como esposo o consorte de toda la humanidad.

 

    Cuando decimos seguimiento "personal", en lenguaje cristiano significa que cada uno es irrepetible y que nadie le puede suplir. Pero precisamente por ello, la persona es esencialmente miembro de la comunidad eclesial. La persona del creyente en Cristo vive en comunión de hermanos, con Cristo "en medio de ellos" (Mt 18,20).

 

    Cristo se hace presente en la comunidad por medio de signos transparentes y portadores de su presencia y de su gracia. Son los signos de su palabra viva, los sacramentos (especialmente la Eucaristía), las personas llamadas a desempeñar diversos servicios o ministerios... Entonces la comunidad de personas creyentes (según su propia vocación, ministerio y carisma), forma "uno solo corazón y una sola alma" (Hech 4,32).

 

    Es el Espíritu Santo, enviado por Jesús, quien da luz y fuerza para el encuentro y el seguimiento de Cristo, presente en los signos eclesiales de la comunidad. "La presencia del Resucitado en la Iglesia hace posible nuestro encuentro con El, gracias a la acción del Espíritu vivificante. Este encuentro, pues, tiene esencialmente una dimensión eclesial y lleva a un encuentro de vida. En efecto, encontrar a Cristo vivo es aceptar su amor primero, optar por El, adherir libremente a su persona y proyecto, que es el anuncio y la realización del Reino" (EAm 68).

 


 

IV. EL ENCUENTRO SE HACE MISION

 

 

1. Del encuentro, al encuentro

2. Comunidad y comunión misionera

3. Inserción en las realidades humanas como Cristo

 

1. Del encuentro, al encuentro

 

    La misión no es una simple acción social o filantrópica, sino un encuentro con Cristo que busca y espera a todos los hermanos, sin distinción de fronteras de ningún género. Precisamente por esto, se puede afirmar que Cristo espera al apóstol "en el corazón de cada hombre" (RMi 88).

 

    Este encuentro con Cristo en el servicio misionero no sería posible sin la experiencia de fe vivida por parte del mismo apóstol. A los creyentes, "la venida del Espíritu Santo los convierte en testigos o profetas (Hech 1,8; 2, 17-18), infundiéndoles una serena audacia que les impulsa a transmitir a los demás su experiencia de Jesús y la esperanza que los anima" (RMi 91).

 

    Así se puede afirmar que "el misionero experimenta la presencia consoladora de Cristo, que lo acompaña en todo momento de la vida" (RMi 88). El Señor le envía, le acompaña y le espera en la misión: "Id... estaré con vosotros" (Mt 28,19-20). "Quien nos ha llamado y enviado, permanece con nosotros" (PDV 4).

 

    El deseo de anunciar a Cristo es fruto de vivir de él: "La misión, además de provenir del mandato formal del Señor, deriva de la exigencia profunda de la vida de Dios en nosotros" (RMi 11). "El anuncio apasionado de Cristo" (VC 75) proviene del "amor apasionado por Cristo" (VC 109). "Del conocimiento amoroso de Cristo es de donde brota el deseo de anunciarlo, de evangelizar, y de llevar a otros al sí de la fe en Jesucristo. Y al mismo tiempo se hace sentir la necesidad de conocer siempre mejor esta fe" (CEC 429). La caridad de Cristo urge a la misión: "El amor de Cristo nos apremia" (1Cor 5,14).

 

    El profundo deseo de anunciar a Cristo nace del encuentro con él, puesto que escogió a los apóstoles "para estar con él y para enviarlos a predicar" (Mc 3,14). Si se le ha visto ("contemplado") por la fe, se le quiere anunciar por la misión (cfr. 1Jn 1,1ss). Entonces la misión, sin olvidar los servicios necesarios de caridad, se hace invitación al encuentro con Cristo: "Ven y verás... lo llevó a Jesús" (Jn 1,42.46).

 

    La novedad de la misión cristiana radica en el misterio de la Encarnación del Verbo y de la redención. Cristo es el único Salvador. Por esto se anuncia a Cristo vivo, que murió y ha resucitado, para llamar a abrirse a él ("conversión"), transformarse en él ("bautismo") y formar parte de su comunidad eclesial (cfr. Hech 2,38ss). Así es el anuncio de Cristo, "camino, verdad y vida" (Jn 14, ), "el Salvador del mundo" (Jn 4,42).

 

    Anunciar hoy a Cristo, en una sociedad que pide experiencias y testigos, no sería posible sin esta orientación evangélica de invitar a vivir en Cristo (cfr. Jn 6,57; Gal 2,20). Quien ha experimentado esta vida en Cristo, ya no sabe otro modo de evangelizar: "Yo he de formar a Cristo en vosotros" (Gal 4,19).

 

    Vivir en sintonía con los amores de Cristo significa "llevar una vida que corresponda al amor y al afecto de Cristo Sacerdote y Buen Pastor: a su amor al Padre en el Espíritu, a su amor a los hombres hasta inmolarse entregando su vida" (PDV 49).

 

    La misión es "comunión cada vez más profunda con la caridad pastoral de Jesús... estar en comunión con los mismos sentimientos y actitudes de Cristo, Buen Pastor" (PDV 57). La relación íntima con Cristo (por el encuentro con él) se concreta en ver a Cristo presente en todos los hermanos y servirle sin esperar recompensa. La misión es donación de gratuidad.

 

    A partir de este encuentro que se hace misión, se comprende la dinámica de renovación por parte del apóstol y de la comunidad apostólica: "El encuentro personal con el Señor, si es auténtico, llevará también consigo la renovación eclesial... Las Iglesias particulares, y en ellas cada uno de sus miembros, descubrirán, a través de la propia experiencia espiritual, que el encuentro con Jesucristo vivo es camino para la conversión, la comunión y la solidaridad" (EAm 7).

 

    La misión, pues, se puede definir como dinámica de pasar de un encuentro a otro encuentro. "El encuentro con el Señor produce una profunda transformación de quienes no se cierran a El. El primer impulso que surge de esta transformación es comunicar a los demás la riqueza adquirida en la experiencia de ese encuentro" (EAm 68). Del encuentro con Cristo nace, pues, el impulso de la misión: "El ardiente deseo de invitar a los demás a encontrar a Aquél a quien nosotros hemos encontrado, está en la raíz de la misión evangelizadora que incumbe a toda la Iglesia" (ibídem).

 

    Entonces no existen obstáculos insuperables para la misión, ni ésta se queda circunscrita a unas fronteras limitadas. Toda misión cristiana, por ser prolongación de la misma misión de Cristo, tiende a ser (en diverso grado e intensidad) misión "ad gentes". La gratitud por el don de la fe se hace sintonía con todos los hermanos y con todos los pueblos. "La fe se fortalece dándola" (RMi 2).

 

    En el mensaje dirigido a la juventud de Roma (8.9.97), en vistas al Jubileo del año 2000, decía Juan Pablo II: "Para poder anunciar y testimoniar a Cristo, es preciso conocerlo y encontrarse con él... Sólo quien hace esta experiencia intensa y profunda de Cristo puede hablar eficazmente de él a los demás. Sólo quien cultiva una relación asidua con este divino Maestro, puede llevar hasta él a sus hermanos. El es la única persona capaz de responder plenamente a las expectativas de todo ser humano... Jesús no es solamente un gran personaje del pasado, un maestro de vida y de moral. Es el Señor resucitado, el Dios cercano a todo hombre, con quien se puede dialogar, experimentando la alegría de la amistad, la esperanza en las pruebas, la certeza de un futuro mejor... Confiad en Jesucristo!".

 

    Evangelizar es anunciar a Cristo "Salvador del mundo" (Jn 4,42; 1Jn 4,14). Es el mismo anuncio que proclamó el Señor: "Dios ha enviado a su Hijo al mundo... para que el mundo se salve por él" (Jn 3,17). Se proclama a Cristo como "el Hijo unigénito que está en el seno del Padre" (Jn 1,18), "la imagen de Dios invisible" (Col 1,15), el Hijo "enviado al mundo" por el Padre (Jn 17,36) con la "unción" y acción del Espíritu Santo (Lc 4,14.18). La misión tiende a "recapitular todas las cosas en él" (Ef 1,10).

 

    La salvación que ofrece Cristo es única e irrepetible, "para todos los hombres" (Tit 2,11), porque "en ningún otro hay salvación" (Hech 4,12), como "luz del mundo" que disipa las tinieblas (Jn 8,12) y "luz para iluminar a las naciones" (Lc 2,32). Dios se nos ha revelado así: "Cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador y su amor a los hombres, él nos salvó... por medio de Jesucristo nuestro Salvador" (Tit 3,4-6).

    Este anuncio llega a todos los sectores de la sociedad, sanándolos desde la raíz: salud, cultura, trabajo, libertad, convivencia, economía... Pero no se puede confundir con la filantropía, puesto que se apunta al bien integral del ser humano. Tampoco se puede confundir el anuncio evangélico con un simple encuentro y evolución cultural. Evangelizar es anunciar, celebrar y comunicar los planes salvíficos de Dios en Cristo, puesto que "todo ha sido creado por él y para él... y todo tiene en él su consistencia" (Col 1,16-17). Todas las culturas están llamadas, por gracia, a llegar a la plenitud salvífica de Cristo, puesto que "de su plenitud hemos recibido todos, gracia por gracia" (Jn 1,16).

 

    La riqueza que se contiene en la palabra "evangelizar" es debida al contenido de la misma: se anuncia el gozo o la alegre noticia de que Cristo, Dios hecho hombre, muerto y resucitado, es el Salvador esperado por todas las gentes. Se anuncia a Cristo, se da testimonio de su presencia por medio de una vida coherente, se invita a adherirse personalmente a él y a aceptar los signos salvíficos instituido por él y que constituyen la base de su comunidad o familia de creyentes (su "Iglesia"). "Evangelizar es, ante todo, dar testimonio, de una manera sencilla y directa, de Dios revelado por Jesucristo, mediante el Espíritu Santo" (EN 26). Por esto, "evangelizar constituye la gracia y la vocación propias de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar" (EN 14).

 

    Evangelizar en una sociedad "icónica" (de imágenes) como la nuestra, comporta presentar los "signos" claros del evangelio. En realidad, "el hombre contemporáneo cree más en los testigos que en los maestros" (RMi 42). Por esto, el testimonio de vida es "una condición esencial en vistas a una eficacia real de la predicación" (EN 76).

 

    El "evangelio" es, pues, "anuncio" del "gozo" salvífico en Cristo, que es "nuestra esperanza" (1Tim 1,1). Es "la esperanza que no defrauda" (Rom 5,5), precisamente porque "esperamos lo que no vemos" (Rom 8,25). Esa esperanza cristiana es "utopía" porque anuncia y promete un cambio radical de la humanidad y de la creación, donde sólo reinará el amor y la justicia (cfr. Ap 21,1-4; 2Pe 3,13). Es una "esperanza escatológica" o de una realidad "final", que ya se constata y construye en el presente, preparando "el cielo nuevo y la tierra" (Apoc 21,1).

 

    El primer anuncio del gozo evangélico tuvo lugar en Nazaret el día de la Encarnación: "Alégrate, llena de gracia" (Lc 1,28). Para proclamar este anuncio se necesitan personas que transparenten en la vida el "gozo de Dios Salvador" (Lc 1,47). Sólo se puede evangelizar "a través de ministros del Evangelio, cuya vida irradia el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo" (EN 80). "La característica de toda vida misionera auténtica es la alegría interior, que viene de la fe" (RMi 91).

 

 

2. Comunidad y comunión misionera

 

    La eficacia del grupo apostólico radica en ser "comunión", es decir, familia y sintonía de "un sólo corazón y una sola alma" (Hech 4,32). Entonces Cristo está presente "en medio" de todos (Mt 18,20). En esa unidad, que refleja la comunión o familia trinitaria, se transparenta el Señor, haciendo de ella un signo eficaz de evangelización: "Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado" (Jn 17,21).

 

    La fuerza de la comunión consiste, pues, en que transparenta y comunica la presencia de Cristo resucitado. Las bienaventuranzas se personifican en el cumplimiento del mandato del amor: "En esto conocerán que sois mis discípulos, si os amáis los unos a los otros" (Jn 13,35). La comunión es parte integrante del testimonio misionero: "Nosotros somos testigos" (Hech 2,32). La comunidad eclesial dejaría de ser "un hecho evangelizador" (Puebla 663), si en ella se resquebrajara la unidad: "La fuerza de la evangelización quedará muy debilitada si los que anuncian el Evangelio están divididos entre sí" (EN 77).

 

    La fuente inmediata de esta comunión eclesial es la Eucaristía, como "signo de unidad y vínculo de caridad" (SC 47). Es el centro de la vida de la Iglesia, "fuente y cumbre de toda la vida cristiana" (LG 11), "fuente y cima de toda la evangelización" (PO 5).

 

    El encuentro personal y comunitario con Cristo se hace misión, a partir de la Eucaristía: "La Eucaristía sigue siendo el centro vivo y permanente en torno al cual se congrega toda la comunidad eclesial... es el lugar privilegiado para el encuentro con Cristo vivo" (EAm 35).

 

    No se llegará nunca a la unidad del comunión en las comunidades eclesiales, sin la actitud permanente de conversión. Las divisiones se originan en la búsqueda y posesión de intereses personalistas o de grupo, así como en exclusivismos y exageraciones de cualquier signo. La comunión entre carismas distintos, distribuidos por "el mismo Espíritu" (Ef 4,4), se sostiene con esa actitud de conversión "ecuménica": "El auténtico ecumenismo no se da sin la conversión interior" (UR 7).

 

    La comunidad cristiana es esencialmente "comunión" ("coinonía"), como reflejo de la vida de Dios Amor. La comunidad "convocada" por Jesús, es decir, su "Iglesia" (Mt 16,18), es auténtica en la medida en que sea "comunión" de hermanos, con Jesús "en medio" (Mt 18,20), como reflejo del amor entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo (cfr. Jn 17,21-23). Así era la primera comunidad eclesial de Jerusalén, donde todos eran "un solo corazón y una sola alma" (Hech 4,32). Por esto, "lo tenían todo en común" (Hech 2,44).

 

    La Iglesia "comunión" respira siempre oxígeno universo; no es un grupo cerrado en sí mismo, sino "misterio", es  decir, "sacramento", signo eficaz, "instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano" (LG 1). La Iglesia contribuye a la "edificación de un mundo más humano" (GS 57) en el grado en que ella misma sea "comunión". De este modo, "la unión de la familia humana cobra sumo vigor y se completa con la unidad, fundada en Cristo, de la familia consti­­tuida por los hijos de Dios" (GS 42).

 

    Cuando la comunidad eclesial refleja "la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (LG 4), entonces se convierte en "signo levantado en medio de las naciones" (SC 2; cfr. Is 11,12). El signo de la comunión eclesial es el único que puede convencer a las religiones de los pueblos sobre la nueva irrupción de Dios en la historia por medio de Jesucristo. En el grado en que la Iglesia se haga comunión, por la unidad vital, oblativa y diferenciada de todos los creyentes en Cristo, en ese mismo grado será el "signo levantado" ante las religiones y culturas religiosas de los pueblos. Somos la Iglesia de la Trinidad, la Iglesia que es misión en el grado en que viva el misterio de la comunión.

 

    La realidad de la comunión eclesial es signo eficaz de la transformación de toda la humanidad, respetando la "autonomía" de las realidades temporales (GS 36) y salvando todos los valores culturales y religiosos. "Este supremo modelo de unidad, reflejo de la vida íntima de Dios, uno en tres personas, es lo que los cristianos expresamos con la palabra «comunión»" (SRS 40). La venida de Jesús, como Verbo encarnado, ha tenido como objetivo "establecer la paz o comunión con él y una fraterna sociedad entre los hombres" (AG 3). De este modo se ha constituido "un pueblo, en el que sus hijos, que estaban dispersos, se congreguen en la unidad" (AG 2; cfr. Jn 11,52).

 

    Cuando la Iglesia vive la "comunión", se hace constructora de la comunión universal. Ella misma es el "cuerpo" de Cristo, donde debe reinar la armonía que proviene de profesar "una misma fe", de tener "un mismo Señor", de comer "un mismo pan" y de vivir de "un mismo Espíritu" (cfr. Ef 4,4-6; 1Cor 10,17). "En esta comunión está el fundamento de la misión" (RMi 75).

 

    Al vivir en comunión de hermanos, la comunidad eclesial es signo eficaz para hacer de toda la humanidad una "familia de Dios, en la que la plenitud de la ley sea el amor" (GS 32). Sólo esta "comunión de vida" podrá mostrar a la Iglesia como "pueblo mesiánico", "germen segurísimo de unidad, de esperanza y de salvación" para todo el género humano (LG 9). Jesús aparecerá entonces como "luz de las naciones" (Lc 2,32; Is 42,6).

 

    La "secta" es lo más contrario a la comunión eclesial, que refleja siempre la Trinidad y, consecuentemente, toda la humanidad redimida. Por esto, todos los títulos bíblicos de la Iglesia indican "comunión": cuerpo, casa, familia, templo, pueblo, esposa... (cfr. LG 6-7). La comunión de Dios Amor, uno y trino, es la fuente de la comunión eclesial, donde todos somos "familiares de Dios" (Ef 2,19, la comunidad amada por Jesús: "Mi Iglesia" (Mt 16,18), "mis ovejas" (Jn 10,14), "mis hermanos" (Jn 20,17), "mi madre y mis hermanos" (Lc 8,21), "los que tú me has dado" (Jn 17,4).

 

    El Espíritu Santo hace que la Iglesia vida "la verdad en la caridad" (Ef 4,15), escuchando la Palabra, celebrando la Eucaristía y los demás signos sacramentales, compartiendo los bienes con todos los hermanos. "Fin último de la misión es hacer partícipes de la comunión que existe entre el Padre y el Hijo: los discípulos deben vivir la unidad entre sí, permaneciendo en el Padre y en el Hijo, para que el mundo conozca y crea" (RMi 23).

 

 

3. Inserción en las realidades humanas como Cristo

 

    La misión como encuentro con Cristo, que nos espera escondido em el corazón de todos los hermanos, es un proceso de cercanía, según el estilo de vida del mismo Cristo. El se hizo cercano a los pobres, enfermos, pecadores, a los que buscaban la verdad, a todo ser humano en su situación concreta: "A Jesús de Nazaret, Dios le ungió con el Espíritu Santo y con poder, y pasó haciendo el bien" (Hech 10,38).

 

    Esta cercanía equivale a inserción en las situaciones humanas, a la luz de la Encarnación: "Habitó entre nosotros" (Jn 1,14). Es inserción acompañada con la autenticidad del testimonio, con la disponibilidad de arriesgarlo todo para anunciar a Cristo. A veces, este testimonio llega hasta el martirio: "El mártir es el testigo más auténtico de la verdad sobre la existencia. El sabe que ha hallado, en el encuentro con Jesucristo, la verdad sobre su vida, y nada ni nadie podrá arrebatarle jamás esta certeza" (FR 32).

 

    Al apóstol, "Cristo le espera en el corazón de cada hombre" (RMi 88). A veces serán los ambientes culturales y religiosos, donde tendrá que inculturarse y entablar un sincero y respetuoso diálogo interreligioso. Otras veces serán las situaciones sociales de migración, pobreza, injusticia, guerra, enfermedad, marginación... Habrá de llegar a la niñez y juventud, a los adultos y ancianos, a la familia y a toda agrupación social. Allí hay que llamar a la "conversión", como apertura a la persona y al mensaje de Jesús, predicado, celebrado y vivido en la Iglesia. Las dificultades se agrandan cuando la sociedad ha entrado en una cultura de muerte y está dominada por el ansia de poder, poseer y disfrutar, anulando los derechos fundamentales de los más débiles.

 

    Básicamente la Iglesia sigue evangelizando en las mismas circunstancias sociológicas en que vivió Jesús. Las sombras, originadas por el pecado, no podrán apagar la luz de la verdad, que Dios ha sembrado en cada corazón humano y en cada pueblo. La voz de Cristo  resucitado, presente, sigue resonando en la historia: "La paz sea con vosotros; soy yo, no temáis" (Lc 24,36).

 

    A partir de los años setenta del siglo XX, se usa frecuentemente la palabra "inculturación". En realidad, es una aplicación de lo que se llama también adaptación, contextualización, "encarnación", inserción... "La inculturación es la encarnación del evangelio en las culturas autóctonas y, al mismo tiempo, la introducción de éstas en la vida de la Iglesia" (SA 21). No hay que olvidar que la religión constituye el corazón de toda cultura.

 

    Jesús, que es la Palabra personal de Dios, el Verbo hecho hombre, se inserta en las coordenadas culturales, geográficas e históricas. El misterio de la "encarnación", salvando su peculiaridad e irrepetibilidad, es la pauta para "encarnarse" o insertarse en las culturas. El misterio es siempre más allá de toda expresión humana cultural; pero esas expresiones culturales son válidas para anunciar y comunicar el misterio de Jesús. Las parábolas evangélicas indican esa inserción vital y comprometida en la cultura de su pueblo y de su época, sin esclavizarse a la misma. Así por ejemplo, con el símbolo cultural y bíblico de la serpiente de bronce (cfr. Jn 3,14; Num 21,8-9), Jesús anuncia su misterio pascual de salvación plena y definitiva.

 

    Los apóstoles siguieron esta misma pauta en el proceso de anunciar el evangelio en las diversas culturas de modo armónico y coherente. El discurso de Pablo en el areópago de Atenas (cfr. Hech 17,19-34) es un modelo de inculturación, para poder "hacerse todo para todos" (1Cor 9,19). Por esto, la inculturación o adaptación e inserción de la palabra revelada, "debe mantenerse como ley de toda evangelización" (GS 44). Una fe que no se insertara en la cultura y que, de algún modo, no se hiciera cultura, correría el riesgo de no ser plenamente recibida.

 

    El cristianismo, por su misma naturaleza, originada en el misterio de la Encarnación, se inserta en toda cultura y situación sociológica e histórica, como hizo Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios hecho hombre, y como hicieron los apóstoles.

 

    Una vez inculturados los contenidos evangélicos en una cultura (como ha sucedido ya en algunos países llamados cristianos), habrá que distinguir entre los contenidos de la fe y sus expresiones culturales, en vistas a insertar el mensaje en otros ambientes sociológicos, cuyos valores habrá que respetar, purificar y asumir. Esos nuevos valores ayudarán a comprender y a vivir mejor los contenidos evangélicos de la fe.

 

    Cuando la fe se ha inculturado en unas circunstancias sociológicas y culturales, puede decirse que se viste de un ropaje legítimo, pero nunca de valor absoluto. Ese mismo ropaje (v.g. la cultura hebrea o griega del Nuevo Testamento) no destruye ni infravalora los valores auténticos de otras culturas. Cuando se anuncia el evangelio, no se implanta una cultura en otra (aunque sí hay, de hecho, un encuentro cultural), sino que se anuncia una palabra revelada, que es siempre más allá de toda cultura y que necesita, al mismo tiempo, expresarse por medio de culturas concretas.

 

    Este proceso de inserción del evangelio en las culturas ("inculturación") no termina nunca, debido a que las culturas también evolucionan y se entrecruzan. El proceso de inserción del evangelio en las culturas religiosas de cada pueblo, equivale a una actitud respetuosa capaz de valorar todo lo que sea destello de "verdad" y de "vida", con la convicción profunda de que Cristo es "el Camino" que se cruza con todos los caminos religiosos de la humanidad. Cada cultura y cada religión caminan hacia la plena "libertad" en Cristo (cfr. Gal 4,31).

 

    Si el evangelio se inserta en las culturas, esas mismas culturas, ya embebidas de evangelio, se convierten en un factor de unidad universal, por encima y más allá de todo rito, raza y pueblo. Sería totalmente opuesto al evangelio, la actitud de sobrevalorar las expresiones de la propia cultura "cristianizada", por encima de otras expresiones culturales que son también válidas y parte del patrimonio universal.

 

    El proceso de inculturación, cuando es auténtico, tiende a rectificar y armonizar continuamente una doble perspectiva: hacia la Encarnación (valoración del hombre a partir de Dios hecho hombre) y hacia la redención (perdón de los pecados y salvación definitiva y escatológica). "La buena nueva de Cristo renueva constantemente la vida y la cultura del hombre caído... Con las riquezas de lo alto fecunda como desde sus entrañas las cualidades espirituales y las tradiciones de cada pueblo y de cada edad, las consolida, perfecciona y restaura en Cristo" (GS 58).

 

    La comunión eclesial y humana, construida como reflejo de la comunión trinitaria, supera toda ruptura y división entre cristianos, que ha sido sigue siendo "uno de los grandes males de la evangelización" (cfr. EN 77). La comunión eclesial es posible, porque "para Dios no hay nada imposible" (Lc 1,37). Los dones de Dios son para compartir. Cuando esos dones se comparten con los hermanos, aparece la sorpresa de Dios: El se da a sí mismo.

 

    La inculturación hace misionera a la misma comunidad ya inculturada, como garantía de que se ha recorrido rectamente el proceso de inserción del evangelio en la cultura. La cultura que ha asimilado el cristianismo, se ha potenciado en sí misma y se ha capacitado para compartir con otras culturas el mensaje evangélico recibido. El evangelio inculturado es fuente de nuevos apóstoles.

 

    En todas las culturas hay elementos y conceptos universalmente válidos. Cuando la revelación cristiana asume uno de estos conceptos (purificándolo), no solamente favorece a la cultura, sino que también asume una expresión que ya será siempre válida y universal (aunque imperfecta y mejorable). Por esto, el proceso de inculturación queda siempre abierto y es una fuente para comprender y expresar mejor la misma revelación (que siempre se ha expresado por medio de conceptos culturales existentes anteriormente). "El carácter universal del contenido de la fe" (FR 69) afianza el valor de las diversas expresiones culturales y las ayuda para un legítimo intercambio.

 

    El Misterio de Cristo se anuncia a todos los pueblos y culturas, que son diferenciadas y, al mismo tiempo, parte integrante de todo el patrimonio cultural de la humanidad. "La promesa de Dios en Cristo llega a ser, ahora, una oferta universal, no ya limitada a un pueblo concreto, con su lengua y costumbres, sino extendida a todos como un patrimonio del que cada uno puede libremente participar. Desde lugares y tradiciones diferentes todos están llamados en Cristo a participar en la unidad de la familia de los hijos de Dios" (FR 70).

 

    Este encuentro entre fe y cultura (y también entre fe y razón), salvando la identidad de cada una, "ha dado vida a una realidad nueva" (FR 70). Es algo que dinamiza toda la acción misionera de la Iglesia, exigiendo una mayor renovación contemplativa y evangélica de la misma: "Toda cultura lleva impresa y deja entrever la tensión hacia la plenitud. Se puede decir, pues, que la cultura tiene en sí misma la posibilidad de acoger la revelación divina" (FR 71).

 

    No cabe, pues, el complejo de superioridad, de parte del apóstol: "Los cristianos aportan a cada cultura la verdad inmutable de Dios, revelada por El en la historia y en la cultura de un pueblo" (FR 71). La misión es una llamada a las culturas "hacia la plena explicitación en la verdad", contenida en el misterio de Cristo (ibídem).

 

    Este proceso de inculturación es intrínsecamente misionero, porque presupone la unidad fundamental de la familia humana, ratifica el valor de los conceptos culturales, para expresar analógicamente la verdad revelada y valora las culturas locales en el contexto universal de la comunión eclesial y humana (cfr. FR 72; EAm 11, 16, 64, 70-72; EAf 62). La única verdad infinita, que está en Dios, se ha manifestado, de modo distinto y complementario, en las culturas (como reflexión humana) y en la revelación (que reclama una actitud de fe).

 

    El encuentro definitivo y pleno sólo será posible en Cristo, "la Palabra de la vida" (1Jn 1,1). No es encuentro entre dos culturas, sino entre Dios que envía a su Hijo y las semillas de esa venida que el mismo Dios ha sembrado en el corazón humano y en las culturas de los pueblos. Cristo, la Verdad, es la meta. Sólo caminando hacia esa meta, será posible "superar las divisiones y recorrer juntos el camino hacia la verdad completa, siguiendo los senderos que sólo conoce el Espíritu del Señor resucitado" (FR 92).

 

    El cristianismo, por haber recibido la Palabra personal de Dios, que es el mismo Jesús, está llamado al diálogo con la sociedad, las culturas y las religiones. "La Iglesia se hace palabra... se hace mensaje... se hace coloquio" (ES 60). El diálogo definitivo ha empezado en Cristo, quien invita a entrar en la comunión de Dios amor, uno y trino.

 

    El diálogo es encuentro entre hermanos que intercambian los dones recibidos del mismo Dios. La palabra humana se inspira en la palabra de Dios, que puede manifestarse "de muchas maneras" (Heb 1,1). Entonces el diálogo se hace posible, tanto en la diversidad de pareceres y de doctrina, como en las diferencias de la vida práctica. A partir del Verbo encarnado, que es la palabra personal de Dios, y guiados por su luz, se puede entrar en diálogo, primero con los componentes de la propia comunidad cristiana (diálogo espiritual y pastoral), luego con los cristianos de otras comunidades eclesiales (diálogo ecuménico) y finalmente con las otras religiones o culturas (diálogo interreligioso, inculturación).

 

    El verdadero diálogo entre hermanos es "interior impulso de caridad" (ES 59). Cuando el cristianismo quiere entrar en diálogo con las situaciones, las culturas y las religiones, tiene que realizar un proceso de autoconversión y de renovación: tomar conciencia de lo que es ser cristiano y de lo que es ser Iglesia, observar y escuchar otras aportaciones de la verdad y del bien, disponerse a una fidelidad mayor respecto a la revelación predicada por Jesús, para poder anunciarlo y comunicarlo adecuadamente a los demás que ya tienen una cierta preparación evangélica.

 

    Cuando el diálogo es entre diversas experiencias religiosas (o diversas religiones), entonces se llama interreligioso. Este diálogo puede tener lugar a nivel de doctrina o reflexión teológica, a nivel estructural y organizativo, a nivel de cooperación caritativa o social, a nivel de experiencias religiosas y a nivel de vida por medio de la convivencia de todos los días. Ese diálogo es un "coloquio verdaderamente humano a la luz divina... para advertir las riquezas que Dios, generoso, ha distribuido a las gentes" (AG 11).

 

    Para entrar en este diálogo, auténtico y respetuoso, habrá que conocer y apreciar los elementos positivos de todas las religiones y culturas, puesto que "reflejan no pocas veces un destello de aquella Verdad que ilumina a todo hombre" (NAe 2; cfr. Jn 1,9). No sería posible este diálogo sin una permanente actitud de oración como experiencia de Dios. La experiencia de Dios Amor, revelado por Cristo, supera los obstáculos del absolutismo, del reduccionismo, del sincretismo y del relativismo.


 

V. EL ENCUENTRO DE TODOS LOS HERMANOS EN LA COMUNIDAD DE CRISTO RESUCITADO

 

1. El encuentro de las semillas del Verbo en la comunidad del Verbo encarnado

2. La comunidad eclesial del tercer milenio

3. Madurez cristiana personal y comunitaria: contemplación, perfección, comunión y misión

 

 

1. En encuentro de las semillas del Verbo en la comunidad del Verbo Encarnado

 

    Las semillas del Verbo, sembradas por el Espíritu Santo en las culturas y religiones, están llamadas "a su madurez en Cristo" (RMi 88). Para que lleguen a germinar, necesitan el encuentro con Cristo en una comunidad eclesial, donde las "huellas" de Verbo Encarnado se hayan hecho patentes. Sólo entonces aparecerá claramente que el Verbo Encarnado es "el cumplimiento de anhelo existente en todas las religiones de la humanidad" (TMA 6).

 

    Este encuentro entre las semillas y las huellas del mismo y único Verbo Encarnado, es una gracia, un don de Dios, que pide y, al mismo tiempo, hace posible la cooperación espiritual y apostólica. Se necesitan santos y apóstoles. La apertura sistemática y progresiva hacia la fe en Cristo, el Verbo Encarnado, se llama "conversión". El que se convierte a la fe en Cristo, necesita ver prácticamente cómo es esa vida de conversión (cambio de mentalidad y de actitudes) en los ya creyentes en Cristo. "Sería una desilusión para él, si después de ingresar en la comunidad eclesial encontrase en la misma una vida que carece de fervor y sin signos de renovación. No podemos predicar la conversión, si no nos convertimos nosotros mismos cada día" (RMi 47, final).

 

    Sólo con esta perspectiva realista de las semillas ya sembradas por el mismo Dios Amor, que nos ha enviado a su Hijo, se puede comprender, sin traumas ni rémoras, que "Jesucristo es... la llamada última dirigida a la humanidad para que pueda llevar a cabo lo que experimenta como deseo y nostalgia" (FR 33). Las diversas "vías" de búsqueda auténtica de Dios (como son todas las religiones y culturas) están llamadas a llegar "a la meta final, es decir, a la revelación en Jesucristo" (FR 38).

 

    Descubrir estas semillas, no es sólo ni principalmente una labor intelectual o un análisis sociológico, sino que consiste principalmente en una apertura a la "luz evangélica" (AG 11). Estas semillas, por ser reflejo o "destellos" del Verbo, tienden, por su misma naturaleza, al encuentro explícito con "la Palabra definitiva del Padre", que es Jesucristo, el Verbo encarnado. Por esto, el mismo Espíritu Santo, que sembró estas semillas en los pueblos, culturas y religiones, "las prepara para su madurez en Cristo" (RMi 28).

 

    El anuncio y el testimonio, así como el esfuerzo de inculturación y de diálogo, son presupuestos indispensables en ese proceso de maduración, que es siempre guiado por el Espíritu Santo. El encuentro entre las semillas del Verbo (en los no cristianos) y las huellas del Verbo (en los cristianos) se retrasa no por falta de la gracia divina, sino por defecto de colaboración humana. La "paciencia" milenaria de Dios urge a una "paciencia" cristiana, que consiste en la espera activa y responsable de Cristo que viene (cfr. 2Tes 3,5).

 

    En la dinámica histórica de esta paciencia milenaria de Dios, se inserta la acción evangelizadora para "recapitular todas las cosas en Cristo" (Ef 1,10). Los valores del Reino, sembrados en todas las culturas, caminan hacia Jesucristo, que es el Reino ya presente en la historia (cfr. Mc 1,15). El encuentro con Cristo y la apertura a su mensaje, se llaman "conversión", como aceptación de los nuevos planes salvíficos de Dios Amor, que no destruyen la preparación salvífica anterior. La situación actual sobre el encuentro de todas las religiones con el cristianismo, es una novedad de gracia, que reclama apertura y conversión especialmente por parte de los ya creyentes en Cristo.

 

    Se puede constatar el estupor de muchos hombres y mujeres de buena voluntad, al leer la vida y los escritos de nuestros santos, mártires y místicos. Podríamos decir que los pueblos gentiles ya "han visto la estrella" del Mesías (Mt 2,2); pero necesitan encontrar hermanos de hoy, nosotros, que podamos decir: "Hemos visto su gloria, la gloria propia del Hijo unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad" (Jn 1,14). En cierto sentido, se puede afirmar que las religiones no cristianas "tienen derecho" a escuchar de nosotros el anuncio de la Buena Nueva (cfr. EN 80; RMi 44).

 

    Aunque nadie tiene derecho a la fe, que es siempre un don de Dios, no obstante, "Cristo resucitado obra ya, por la virtud de su Espíritu, en el corazón del hombre" (RMi 28). Y es el mismo Cristo quien, mostrándose por la fe explícita a los ya creyentes, les comunica la misión: "Ve a mis hermanos" (Jn 20,17); "id por todo el mundo" (Mc 16,15). La acción del apóstol consiste en hacer realidad el encuentro explícito con Cristo: "Cuanto de verdad y de gracia se encuentra ya en las naciones... lo restituye a su autor, Cristo" (AG 9).

 

    El mensaje evangélico consiste en la gran novedad de la Encarnación del Verbo, como Palabra definitiva del Padre: "Este es mi Hijo amado, escuchadle" (Mt 17,5). Todo cristiano está llamado a transmitir este mensaje. Con la propia vida y con las palabras, hay que anunciar, con convicción y audacia serena y humilde, que "Cristo es su única y definitiva culminación" (TMA 6).

 

 

2. La comunidad eclesial del tercer milenio

 

    La comunidad eclesial, dispuesta a una "nueva evangelización", necesita "un nuevo fervor de los apóstoles", capaces de encontrar los "nuevos métodos" y las "nuevas expresiones" que corresponden a las nuevas situaciones y a las nuevas gracias de Dios (cfr. Juan Pablo II, Discurso en Puerto Rico y Santo Domingo, 1983 y 1984).

 

    El inicio del tercer milenio pone de relieve las nuevas situaciones geográficas, sociológicas y culturales (cfr. RMi 37-38), así como los nuevos "signos de los tiempos" (TMA 46) y las nuevas gracias, que indican el "amanecer una nueva época misionera" (RMi 92).

 

    No se puede evangelizar con "evangelizadores tristes" (EN 80). Las dudas y los desánimos, que atrofian la misión, nacen de comunidades y de pensadores desanimados ante las nuevas situaciones, que deberían considerarse, más bien, nuevas ocasiones de evangelizar. "Todos deben recordar que el núcleo vital de la nueva evangelización ha de ser el anuncio claro e inequívoco de la persona de Jesucristo, es decir, el anuncio de su nombre, de su doctrina, de su vida, de sus promesas y del Reino que Él nos ha conquistado a través de su misterio pascual" (EAm 66).

 

    Hay una constante histórica que tiene sus raíces bíblicas. La comunidad eclesial está prefigurada por la fidelidad de la Sagrada Familia, que es guiada por una providencia misteriosa y sorprendente, como el encargo que recibió San José: "Toma al niño y a su madre" (Mt 2,13.20). Esa dimensión cristológica y mariana es la clave de la autenticidad eclesial. La Iglesia "es nuestra madre" por medio de este proceso de recibir, cuidar y transmitir a Cristo con y como María (cfr. Gal 4,4-7.19.26).

 

    La Iglesia del tercer milenio seguirá siendo, como en todas las épocas, la Iglesia de los mártires. Así darán el "testimonio" (martirio) en la línea del mandato del amor, como signo de santidad. La Iglesia se encontrará siempre "en estado de persecución" (DeV 60).

 

    La eficacia misionera del martirio se concreta en la expresión de Tertuliano: "La sangre de los mártires es semilla de cristianos". "La prueba suprema es el don de la vida, hasta aceptar la muerte para testimoniar la fe en Jesucristo. Como siempre en la historia cristiana, los « mártires », es decir, los testigos, son numerosos e indispensables para el camino del Evangelio... Ellos son los anunciadores y los testigos por excelencia" (RMi 45). El apóstol "siguiendo las huellas de su Maestro... da testimonio de su Señor con su vida enteramente evangé­lica, con mucha paciencia, con longanimidad, con suavidad, con caridad sincera, y si es necesario, hasta con la propia sangre" (AG 24).

 

    La misión, ya en sus inicios, tiene esta impronta martirial: "Seréis mis testigos" (Hech 1,8); "nosotros somos testigos" (Hech 2,32). El martirio es "un acto de fortaleza", afirma Santo Tomás. Es la actitud de dar la vida (de modo violento o en los servicios de caridad), en unión con el sacrificio de Cristo; es el supremo testimonio de la fe y de la esperanza (cfr. LG 42). Por su actitud de donación y perdón, "el martirio es el supremo testimonio de la verdad de la fe; designa un testimonio que llega hasta la muerte. El mártir da testimonio de Cristo, muerto y resucitado, al cual está unido por la caridad. Da testimonio de la verdad de la fe y de la doctrina cristiana" (CEC 2473).

 

    El martirio, de sangre o de vida donada, es una constante en el camino de la santidad, de la vida comunitaria y del apostolado: "El creyente que haya tomado seriamente en consideración la vocación cristiana, en la cual el martirio es una posibilidad anunciada ya por la Revelación, no puede excluir esta perspectiva en su propio horizonte existencial" (IM 13). La clave de la actitud martirial del creyente y de la comunidad es el encuentro personal con Cristo: "El mártir, en efecto, es el testigo más auténtico de la verdad sobre la existencia. Él sabe que ha hallado en el encuentro con Jesucristo la verdad sobre su vida y nada ni nadie podrá arrebatarle jamás esta certeza. Ni el sufrimiento ni la muerte violenta lo harán apartar de la adhesión a la verdad que ha descubierto en su encuentro con Cristo" (FR 32).

 

    Una comunidad que perdona y se organiza para la reconciliación, se hace signo y testimonio del mensaje evangélico: "Los mártires son los que han anunciado el Evangelio dando su vida por amor. El mártir, sobre todo en nuestros días, es signo de ese amor más grande que compendia cualquier otro valor. Su existencia refleja la suprema palabra pronunciada por Jesús en la cruz: Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen (Lc 23,34)" (Bula IM 13).

 

    Ninguna cultura y religión se resiste al testimonio de las bienaventuranzas, llevado hasta el extremo: "Por eso el testimonio de los mártires atrae, es aceptado, escuchado y seguido hasta en nuestros días. Ésta es la razón por la cual nos fiamos de su palabra: se percibe en ellos la evidencia de un amor que no tiene necesidad de largas argumentaciones para convencer, desde el momento en que habla a cada uno de lo que él ya percibe en su interior como verdadero y buscado desde tanto tiempo" (FR 32).

 

    Ante esta realidad de gracia, el deseo más ardiente de todo apóstol es el de hacer de la vida una donación sacrificial, en unión con Cristo: "Jesús, que muera mártir por ti, con el martirio del corazón o del cuerpo o, mejor, con los dos" (Santa Teresa de Lisieux).

 

    El concilio Vaticano II ha invitado a toda la Iglesia "avanzar continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación" (LG 8). La renovación se necesita para conseguir una "nueva evangelización". "La nueva evangelización exige la conversión pastoral de la Iglesia... con estructuras y dinamismos que hagan presente cada vez con más claridad a la Iglesia, en cuanto signo eficaz, sacramento universal de salvación" (Doc. de Santo Domingo, 30). "Sólo una Iglesia evangelizada es capaz de evangelizar" (ibídem 23).

 

    Es toda la comunidad la que se hace sujeto evangelizador, formando a sus componentes para que evangelicen todos los sectores y situaciones humanas, presentando a Cristo Salvador único y universal. Vamos hacia una "nueva primavera" de gracia (RMi 2) o "nueva época misionera" de la Iglesia (cfr. RMi 92). Toda comunidad cristiana se dispone a afrontar las nuevas situaciones, en las que es posible "hacer llegar el Evangelio, con el testimonio y con la vida, a todos los hombres y a todos los pueblos" (ibídem).

 

    La Iglesia recupera el tono de "la primera caridad" (Ap 2,4) siendo contemplativa de la Palabra, siguiendo a Cristo en su estilo de vida evangélica, compartiendo los bienes sin esperar a que sobren, reconociendo a los pobres como hermanos, anunciando con audacia y sin reticencias ni complejos, que Cristo es perfecto Dios, perfecto hombre y Salvador universal (cfr. Hech 2-4).

 

    "La Iglesia no deja de renovarse a sí misma bajo la acción del Espíritu Santo"(LG 9). Porque es el Espíritu Santo quien, "con la fuerza del evangelio, rejuvenece a la Iglesia, la renueva constantemente y la conduce a la unión consumada con su Esposo" (LG 4). Sólo así podrá recuperar, salvar y llevar a la plenitud en Cristo, todos los valores religiosos de los pueblos. La garantía de toda renovación eclesial es la de una comunidad eclesial como aquella de Jerusalén: "unida en oración con María la Madre de Jesús" (Hech 1,14), formando "un solo corazón y una sola alma" (Hech 4,32), escuchando "la doctrina de los Apóstoles" (Hech 2,42) y celebrando la Eucaristía como "pan partido" (ibídem). Es la comunidad eclesial que comparte los bienes solidariamente y se consagra a evangelizar "con audacia" (cfr. Hech 4,31-34).

 

 

3. Madurez cristiana personal y comunitaria: contemplación, perfección, comunión y misión

 

    Después de veinte siglos de cristianismo, podemos intuir que solamente estamos empezando. Los santos han sido la personificación de las bienaventuranzas, una vida hecha donación, como la de Jesús. Hubo, hay y habrá siempre muchos santos, especialmente en vidas anónimas. Pero somos muy pocos los creyentes que de verdad transparentamos a Cristo, entre los más de mil millones de bautizados.

 

    La clave de la misión eclesial está en la santidad. Es la condición insustituible para que se cumpla la misión de la Iglesia. Tal vez estamos en la mejor época de la historia eclesial hasta el presente; pero los más de cuatro mil millones de no bautizados no ven a Jesús en nuestras vidas. "La santidad de vida permite a cada cristiano ser fecundo en la misión de la Iglesia" (RMi 77).

 

    Si por santidad se entiende la "perfección de la caridad" (LG 40), a la que están llamados todos los bautizados, esta perfección se concreta en la relación personal con Cristo, unión, imitación y transformación en él, dentro de un proceso permanente de pensar, sentir y amar como él, en la vida cotidiana y según el propio estado de vida. Esta santidad es posible, empezando cada día, sin desanimarse por los propios defectos.

 

    La misión no es más que la transparencia o testimonio de esta vida en Cristo: "También vosotros daréis testimonio, porque estáis conmigo desde el principio" (Jn 15,27). Las bienaventuranzas, como autorretrato de Jesús, se anuncian por medio de creyentes que quieren vivir con coherencia el mensaje evangélico, andando por la calle y por los caminos del mundo. "La llamada a la misión deriva de por sí de la llamada a la santidad. Cada misionero, lo es auténticamente si se esfuerza en el camino de la santidad... La vocación universal a la santidad está estrechamente unida a la vocación universal a la misión. Todo fiel está llamado a la santidad y a la misión" (RMi 90).

 

    La comunidad eclesial custodia una herencia milenaria de gracia. Hoy, más que en el pasado, se puede tomar conciencia de la realidad universal y global, a la luz del misterio del Cristo, para asumir una actitud radical de seguimiento evangélico y, consecuentemente, insertarse en las culturas de los pueblos. La preparación técnica y cultural es necesaria e imprescindible; pero la acción de Cristo resucitado y de su Espíritu necesita "instrumentos vivos" y responsables (PO 12), conscientes de su propia pobreza, desprendidos de todo poder y seguridad humana, disponibles con fidelidad generosa. No hay quien se resista a esta fuerza humilde, audaz y amorosa de Belén, de Nazaret y de la cruz.

 

    La comunidad eclesial se fragua en la escuela de la Palabra, la celebración de la Eucaristía, del compartir los bienes con caridad fraterna y de la disponibilidad para evangelizar bajo la acción del Espíritu Santo (cfr. Hech 2,32-47; 4,31-34).

 

    Hay que cuidar, en un proceso de formación permanente, la reflexión catequética y teológica. Las ideas confusas y enfermizas siembran confusión. Toda reflexión teológica auténtica, por el hecho de inspirarse en la fe, es una invitación a vivir la vocación, contemplación, perfección, comunión eclesial y misión. Sin esta perspectiva evangélica entusiasmante, no hay verdadera reflexión teológica ni cristiana.

 

    La comunidad eclesial, para proseguir en el camino de la santidad y de la misión, mecesita el apoyo de una reflexión bíblica, patrística, litúrgica, magisterial e histórica (reflejada en la vida de los santos). Esta reflexión será entonces insertada ("encarnada") en la realidad concreta, existencial, comprometida, de sentido salvífico integral y dialogal respecto a todos los hermanos (no creyentes, no cristianos, no católicos). Entonces la reflexión será "kerigmática" o de primer anuncio: anunciar a Cristo muerto y resucitado, experimentado en el encuentro personal y comunitario.

 

    La reflexión catequética y teológica invita a la respuesta relacional y a la inserción e inculturación del evangelio en la realidad sociológica y cultural. Es siempre reflexión contemplativa y sistemática, que edifica la comunión en la diversidad de carismas derramados por el mismo Espíritu. No podrá olvidar la línea de "esperanza" o de escatología, como confianza en Dios Amor y como tensión hacia "el cielo nuevo y la tierra nueva" (Ap 21,1) y hacia la visión de Dios.

 

    Entonces se afianza el corazón en las verdades y valores permanentes, que se basan en la revelación. Los "valores del Reino", que existen ya en las culturas y en los pueblos, son una invitación apremiante a anunciar que "el Reino de Dios está cerca" (Mc 3,2), que ya ha venido en Jesús de Nazaret. "El Reino de Dios no es un concepto, una doctrina o un programa sujeto a libre elaboración, sino que es ante todo una persona que tiene que tiene el rostro y el nombre de Jesús de Nazaret, imagen del Dios invisible" (RMi 18).

 

    Esta renovación eclesial es la única que puede dignificar la vida humana, haciéndola más humana, llegando concretamente a cada sector: persona, familia, comunidad, pueblos, enfermos, pobres... La salvación plena y definitiva sólo se da en Cristo. La globalización verdadera será un pluralismo plurinacional y pluricultural orientado hacia el mandato del amor. Así es la utopía cristiana, que será siempre y sólo una aproximación gradual y efectiva al ideal de la glorificación de toda la humanidad en Cristo al final de los tiempos. Mientras tanto, un proceso de ósmosis, guiado por la Providencia divina, hace que los valores evangélicos vayan entrando en toda cultura y religión.

 

    La respuesta al tema del dolor y de la muerte se encuentra en una comunidad cristiana que vive y celebra el misterio pascual de Cristo, muerto y resucitado. El Señor vivió nuestras mismas circunstancias históricas para transformarlas por medio de las bienaventuranzas y del mandato del amor. Al compartir nuestra misma vida, no nos da una explicación teórica, sino que nos acompaña para que prolonguemos en nosotros su mismo existir.

 

    Toda reflexión auténtica sobre el misterio de Cristo comienza por una aceptación gozosa de su persona y de su mensaje. Se intenta entenderlo y explicarlo, dejándose conquistar el corazón, donde se descubren unos deseos de infinito que Dios había sembrado y que sólo Cristo puede descifrar. El creyente queda conquistado, libre y gozosamente, por un proceso de ordenar la vida según el amor, porque se descubre amado por Dios en Cristo y llamado a un encuentro final y definitivo en el más allá.

 

    La fe, reflexionada y vivida, va más allá de toda expresión intelectual y teológica. No hay ruptura entre fe y razón, sino armonía misteriosa entre el escuchar los contenidos de la fe (que son siempre misterio divino) y el reflexionar sobre estos contenidos, como intentando rasgar un velo que sólo Dios puede descorrer definitivamente.

 

    El momento privilegiado para caminar a velas desplegadas por esta renovación eclesial, es el "domingo" o día del Señor resucitado. La comunidad eclesial y cada uno de  los creyentes, como la comunidad de los primeros discípulos, renueva su experiencia de encuentro con Cristo. Sin esta experiencia de fe viva, sería imposible afrontar la vida y la historia con una cosmovisión cristiana. Los apóstoles son enviados para comunicar esa "experiencia de Jesús" (RMi 24).

 

    La "fiesta primordial" del domingo (cfr. SC 106), más que un precepto, es una exigencia de la misma fe, que necesita seguir experimentando la presencia real del Señor resucitado en el propio cenáculo y en el propio camino de Emaús.

 

    En en los albores del tercer milenio, se necesita una reedición del entusiasmo misionero de los primeros cristianos: "El mandato misionero nos introduce en el tercer milenio invitándonos a tener el mismo entusiasmo de los cristianos de los primeros tiempos. Para ello podemos contar con la fuerza del mismo Espíritu, que fue enviado en Pentecostés y que nos empuja hoy a partir animados por la esperanza «que no defrauda» (Rm 5,5)" (Juan Pablo II, Novo Millennio Inneunte 58).


                      CONCLUSION

 

 

    El "amor apasionado por Cristo" (VC 109) se concreta en una "mirada contemplativa" (EV 83), que descubre las "semillas del Verbo" y la "preparación evangélica" en todo corazón humano y en toda cultura. De ahí deriva el "anuncio apasionado de Jesucristo" (VC 75). Así era el estilo misionero de Pablo: "La caridad de Cristo nos apremia" (1Cor 5,14).

 

    La clave del encuentro de las "semillas del Verbo" (en todo corazón humano) con las "huellas del Verbo" (en la vida de los creyentes en Cristo), está en la "experiencia" de encuentro con el mismo Cristo (cfr. RMi 24). La misión no es dicotomía entre vida interior y acción, sino un proceso de continuidad: del encuentro con Cristo en los signos eclesiales, el apóstol pasa al encuentro con Cristo que está presente y anhela ser realidad consciente y aceptada en todo corazón humano y en todos los pueblos.

 

    La Iglesia del tercer milenio debe llegar a ser la Iglesia del domingo, el día en que se reestrena, de modo comprometido, el encuentro con Cristo resucitado presente. "Es una invitación a revivir, de alguna manera, la experiencia de los dos discípulos de Emaús, que sentían arder su corazón mientras el Resucitado se les acercó y caminaba con ellos" (Juan Pablo II, Dies Domini 1).

 

    De esta experiencia renovada, acerca de su presencia real (especialmente en su Eucaristía), se pasa lógicamente a la actitud de "esperanza": "Ven, Señor Jesús" (Ap 22,20). Es la experiencia que compromete más la propia existencia en la construcción de la historia humana. Así será la Iglesia de la esperanza, que ya va transformando cada momento histórico de toda la humanidad, en "cielo nuevo y tierra nueva" (Ap 21,1), en el anhelo de llegar a la plenitud del más allá.

 

    La Iglesia, comunidad de bautizados, se inspira en la Palabra, en la Eucaristía y en la caridad fraterna afectiva y efectiva, para celebrar el domingo como "centro mismo de la vida cristiana... el día de la fe" (Juan Pablo II, Dies Domini). En esta celebración encuentra los signos principales de Cristo resucitado presente: "Estaré con vosotros hasta el fin de los tiempos" (Mt 28,20). No se puede vivir la fe ni dar testimonio de ella, sin la vivencia honda de la celebración del domingo y de la Pascua en la comunidad cristiana, donde todos, sin distinción de dones y carismas particulares, se sienten como única familia de Jesús, que calificó cariñosamente a su comunidad como "mi Iglesia" (Mt 16,18), "mi madre y mis hermanos" (Lc 8,21). Así Jesús "amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella" (Ef 5,25). Sin amor entrañable a la Iglesia no hay misión.

 

    El inicio de un tercer milenio de cristianismo es un desafío para todos los creyentes en Cristo. Es una ocasión única para presentar el significado del tiempo y de la historia a la luz de Jesucristo, el Verbo encarnado. Porque la historia recobra su sentido cuando se dirige a Cristo, que es la razón de ser de la creación y de la humanidad.

 

    Este momento histórico y trascendental es motivo de esperanza y una urgencia de realizar la nueva evangelización. Se agradece a Dios el regalo de la Encarnación y de la Redención, que ya es patrimonio común de toda la humanidad. Se pide perdón por los "errores, infidelidades, incoherencias y lentitudes", que hayan podido cometerse en el anuncio del mensaje cristiano o en la omisión del mismo (TMA 33). Y se abre el corazón a las nuevas gracias de Dios. Esas nuevas situaciones y esas nuevas gracias reclaman el "nuevo fervor" de los apóstoles, necesario para una nueva evangelización.

 

    Quienes creen y viven en la Encarnación del Verbo son la familia o Iglesia de Jesús: "La Iglesia abre sus puertas y se convierte en la casa donde todos pueden entrar y sentirse a gusto, conservando la propia cultura y las propias tradiciones, siempre que no estén en contradicción con el Evangelio" (RMi 24).

 

 

    Ha llegado el momento histórico en que las religiones y culturas vislumbran a Cristo "luz de las naciones" (Lc 2,32), "luz del mundo" (Jn 8,12). Movidos por su resplandor, se acercan al cristianismo para decir: "Queremos ver a Jesús" (Jn 12,21). A los cristianos se nos presenta un reto ineludible, que Dios ha venido preparando pacientemente desde siglos. Hoy, de modo especial, "Jesucristo, luz de los pueblos, ilumina el rostro de su Iglesia, la cual es enviada por él para anunciar el Evangelio a toda criatura" (VS 2).

 

    Hay que compartir esos dones de Dios para construir un mundo rico de humanidad. El encuentro explícito con Cristo, presente en el cristianismo, salvará la peculiaridad de estos dones y superará el peligro de elaborar una síntesis relativista y falaz. Pero se necesita una apertura ("conversión"), por parte de todos, al misterio de Dios Amor, revelado en Cristo, que es siempre más allá de toda elaboración religiosa.

 

    La ruta del encuentro con Cristo está ya trazada desde Belén, Nazaret, el Calvario, el sepulcro vacío y el Cenáculo. Como María, la Iglesia recibe a Cristo para transmitirlo a toda la humanidad. María es "la Madre del Señor", la Madre de la Iglesia, para ayudarla a ser receptiva y transmisora de Cristo. La misión es la razón de ser de la Iglesia. Todo lo que no entre en esta dinámica evangélica y evangelizadora, desaparecerá como algo caduco. La Iglesia mira siempre a "Aquella que, engendrando la Verdad y conservándola en su corazón, la ha compartido con toda la humanidad para siempre" (FR 108).

 

    La oración final de la exhortación postsinodal sobre América ("Ecclesia in America") termina así: "Señor Jesucristo, te agradecemos que el Evangelio del Amor del Padre, con el que Tú viniste a salvar al mundo, haya sido proclamado ampliamente en América como don del Espíritu Santo... Enséñanos a amar a tu Madre, María, como la amaste Tú. Danos fuerzas para anunciar con valentía tu Palabra en la tarea de la nueva evangelización, para corroborar a la esperanza en el mundo. Nuestra Señora de Guadalupe, Madre de América, ruega por nosotros!".

 

                     BIBLIOGRAFIA

 

 

AA.VV., Misión para el tecer milenio, curso básico de Misionología (Bogotá y Roma, PUM, 1992).

 

AA.VV., La misionología hoy (Estella, Verbo Divino, 1987)

 

AA.VV., Seguir a Cristo en la misión. Manual de misionología (Estella, Edit. Verbo Divino, 1998).

 

E. BUENO, La Iglesia en la encrucijada de la misión (Estella, EVD, 1999).

 

J. CAPMANY, Misión en la comunión (Madrid, PPC, 1984).

 

L.A. CASTRO, Gusto por la misión, Manual de Misionología (Bogotá, CELAM, 1994).

 

J. ESQUERDA BIFET, Teología de la evangelización (Madrid, BAC, 1995); Idem, Diccionario de la evangelización (Madrid, BAC, 1998).

 

J.L. IRÍZAR, Cristo, Iglesia y misión (Estella, Edit. Verbo Divino, 1998).

 

K. MÜLLER, Teología de la misión (Estella, Verbo Divino, 1988).

 

H. RZEPKOWSKI, Diccionario de Misionología (Estella, EDV, 1997).

 

A. SANTOS HERNANDEZ, Teología sistemática de la misión (Estella, Verbo Divino, 1991).

 

D. SENIOR, C. STRUHLMÜLLER, Biblia y misión (Estella, Verbo Divino, 1985.

 

 

                        SIGLAS

 

 

AG:Decreto conciliar Ad Gentes.

 

CEC:Catechismus Ecclesiae Catholicae (Catecismo de la Iglesia Católica) (1992).

 

DeV:Encíclica Dominum et Vivificantem (Juan Pablo II, 1986).

 

DV:Constitución conciliar Dei Verbum.

 

EAf:Exhortación Apostólica Ecclesia in Africa (Juan Pablo II, 1995).

 

EAm:Exhortación Apostólica Ecclesia in America (Juan Pablo II, 1999).

 

EN:Exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi (Pablo VI, 1975).

 

ES:Encíclica Ecclesiam suam (Pablo VI, 1964).

 

FR:Encíclica Fides et Ratio (Juan Pablo II, 1998)

 

GS:Constitución conciliar Gaudium et Spes.

 

IM:Bula Incarnationis Mysterium (Juan Pablo II, 1999)

 

LG:Constitución conciliar Lumen Gentium.

 

NAe:Declaración conciliar Nostra Aetate.

 

NMi:Carta Apostólica Novo Millennio Inneunte (Juan Pablo II, 2001)

 

OL:Orientale Lumen (Carta Apostólica de Juan Pablo II: 1995).

 

PDV:Exhortación apostólica Pastores Dabo Vobis (Juan Pablo II, 1992).

 

Puebla:  Documento de la III Conferencia del Episcopado Latinoamericano, CELAM, 1979.

 

RMi:Encíclica Redemptoris Missio (Juan Pablo II, 1990).

 

SA:Encíclica Slavorum Apostoli (Juan Pablo II, 1985).

 

SanDo:   Documento de la IV Conferencia del Episcopado Latinoamericano, CELAM, 1992.

 

SC:Constitución conciliar Sacrosantum Concilium.

 

SRS:Encíclica Sollicitudo Rei Socialis (Juan Pablo II, 1987).

 

TMA:Carta Apostólica Tertio Millennio Adveniente (Juan Pablo II, 1994, como preparación del Jubileo del año 2000).

 

UR:Decreto conciliar Unitatis redintegratio.

 

VC  Vita Consecrata (Exhortación Apostólica de Juan PabloII, sobre la vida consagrada y su misión: 1996).

 

VS:Encíclica Veritatis Splendor (Juan Pablo II, 1993).

 

 

 

 

 

      X. EL GOZO PASCUAL Y FECUNDO DE LOS SANTOS

 

      1. Sepulcro vacío, noche oscura

      2. Fecundidad espiritual y apostólica

      3. Gozo pascual

 

 

 

1. Sepulcro vacío, noche oscura

      Cuando decimos la palabra "santos", nosotros los cristianos la tomamos en un sentido muy realista. Nos referimos a las personas que, en medio de dificultades como las nuestras, se decidieron a abrirse al amor. En este campo, hay que reconocer que es Dios quien "nos amó primero" (1Jn 4,10) y, por tanto, quien nos capacita para responder libremente a su amor.

      Dios ama así: se acerca, se manifiesta, se da tal como es. Si nos da sus dones, es para dársenos él. Si nos da a su Hijo, es para comunicarnos todo lo que él es. Pero este modo divino de acercarse, de manifestarse y de darse, a nosotros nos parece noche oscura y sepulcro vacío. "Sólo Jesucristo, Palabra definitiva del Padre, puede revelar a los hombres el misterio del dolor e iluminar con los destellos de su cruz gloriosa las más tenebrosas noches del cristiano... La cruz es necesaria en nuestra vida, pero como camino que conduce a la victoria del amor" (Juan Pablo II, "Maestros en la fe").

      Los "santos" pasaron por la experiencia de esa ausencia y silencio de Dios. Aceptaron el reto del sufrimiento y de la cruz, para trascenderlo todo por una actitud de fe, esperanza y caridad. Por esto, el discípulo amado, cuando entró en el sepulcro vacío, "vio y creyó" (Jn 20,8). En medio de la bruma del lago de Genesaret, descubrió también la presencia de la persona amada: "es el Señor" (Jn 21,7). Cristo se manifiesta a los que le aman, ayudándoles a transformar el sufrimiento y la oscuridad en donación (cfr. Jn 14,21).  "Haced cuenta que eso, dificultades y trabajo, es vuestra cruz, la cual habéis de llevar para seguir a Cristo Señor nuestro... El verdadero amor a Jesucristo hace dulces todas las mortificaciones, como hace dulce el apurar lo más amargo... no temáis, él os dará la gracia, y así todo lo podréis" (Bto. Francisco Coll).

      La "noche oscura" tiene, pues, origen en el modo peculiar con que nos ama Dios. Se nos quiere dar él, más allá de sus dones. Y espera de nosotros una donación del propio ser, más allá de nuestros conceptos, preferencias y sensibilidad. Es en medio de esta noche donde se comienza a vislumbrar una nueva luz: "En la noche dichosa, en secreto, que nadie me veía, ni yo miraba cosa, sin otra luz y guía, sino la que en mi corazón ardía" (San Juan de la Cruz). "Como tu amor me guarda siempre, atravieso contigo por las tinieblas y la noche" (José Kentenich).

      El amor de donación es la clave para descifrar la cruz. Se comienza a comprender la cruz viviendo en sintonía con Cristo. "El amor que no crucifica no es amor... En el mundo de las almas, el amor es dolor, y el dolor es amor... ¿Qué es ser hostia? Es ser Cruz viva, y la Cruz es la esencia del dolor y del amor" (Concepción Cabrera). "Mi Jesús crucificado, todo mi vivir eres tú" (Félix de Jesús Rougier).

      Uno que no está enamorado no entiende de amor esponsal. La naturaleza siente la debilidad y el miedo; pero el amor quiere compartir la suerte de Cristo: "¡Oh Cruz! ¡Hazme lugar! Toma mi cuerpo y deja el de mi Señor"... (San Juan de Avila).

      La cruz se hace camino hacia las bodas con Cristo: "vayamos y muramos con él" (Jn 11,16). Es una "muerte mística" de convertir la vida en oblación: "matando, muerte en vida la has trocado" (San Juan de la Cruz). Es la lógica del amor: "si quieres llegar a poseer a Cristo, no le busques sin la cruz... el que no busca la cruz de Cristo, no busca la gloria de Cristo" (idem). Quienes han sido tocados por la cruz de Cristo, "ya no viven para sí mismos, sino para aquél que murió por ellos" (cfr. 2Cor 5,15).

      Para San Pablo de la Cruz, esa "muerte mística" no es más que la unión con Cristo crucificado, para "ser un alma crucificada" ofreciéndose a él del todo sin buscar nada para sí mismo: "Espero la luz después de las tinieblas... Mi corazón no será ya mío... mío sólo será Dios. ¡He aquí mi amor!..  Moriré pobre en la cruz con Vos" (San Pablo de la Cruz). El sacerdocio de la vida cristiana consiste en hacerse víctima (donación perfecta) con Cristo Víctima: "Como verdaderos cristianos, nosotros somos sacerdotes, y como tales debemos ofrecernos nosotros mismos por víctimas para gloria de Dios" (San Antonio María Claret).

      Algunos han querido ver en esta terminología espiritual cristiana una serie de complejos psicológicos y traumas, que tenderían incluso hacia el morbosismo. Pero esas personas santas querían sencillamente afrontar la realidad de cada día con amor. La vida es, muchas veces, oscuridad. Hay momento ilógicos en los que la vida parece absurda y sin sentido.

      Los santos, precisamente por compartir su existencia con Cristo, supieron ver en esta realidad oscura y dolorosa, una historia de amor. La cruz es la clave de interpretación: siempre se puede hacer de la vida una donación. "Sólo Dios nos puede sostener en nuestras tribulaciones" (Santa María de San Ignacio Thévenet). En esos momentos de dolor, se descubre una cercanía especial de Dios Amor. "Qué bueno es el Buen Dios" (idem). Entonces se ama la cruz con pasión: "amo vuestra cruz con pasión en lo que tiene de más penoso" (Bta. Dina Bélanger).

      En Cristo crucificado se aprende a hacer de las propias dificultades un modo de "completar los sufrimientos" del Señor (cfr. Col 1,24). "De la Cruz redentora del Divino Salvador, a la Cruz sangrienta y dolorosa del alma que se ofrece como víctima a su Dios, para acompañarle en su pasión" (María Inés-Teresa Arias). La propia vida se hace continuación del sacrificio eucarístico: "ofrécele su corazón a Jesús para que le sirva de altar y venga a inmolarse en él" (idem).

      Es siempre "la cruz del amor", que se nos convierte en "unión con la Sabiduría eterna". Esta sabiduría cristiana es "la locura del amor que nos separa de la sabiduría de la tierra" (María de la Pasión). Identificándose con el anonadamiento de Cristo en la cruz, el amor de Dios se complace en nuestro anonadamiento que prolonga el de Cristo Redentor. Sólo a la luz de esa vivencia del amor, se pueden entender las expresiones radicales de las personas que no quieren caminar a medias tintas: "destrúyeme, Señor, y sobre mis ruinas levanta un monumento a tu gloria" (M. Laura Montoya). "Cuando quieras y como quieras, Señor y Dios mío. Sólo quiero ser la ceniza del holocausto, que por tu gloria he ofrecido a Ti y por Ti a tu Iglesia santa" (Bta. Nazaria Ignacia March).

      El deseo de estar con Cristo y de vivir de su presencia, ayuda a superar las dificultades. "Tenían a Jesús Sacramentado, que les endulzaba todas las penas de esta vida" (decían de M. Bonifacia Rodríguez y de su comunidad). Para encontrar a Cristo presente en nuestras vidas, hay que compartir su misma cruz. El misterio pascual no puede prescindir ni del dolor de la cruz ni del gozo de la resurrección. La "copa" de bodas de que habla Jesús en Getsemaní (Jn 18,11), es la misma que él quiere compartir con los suyos (cfr. Mc 10,38; Lc 22,20). "No puedo separarme del pie de la Cruz; en el Calvario he hecho mi habitación; aquí descanso, aquí trabajo, aquí gimo y lloro" (M. Esperanza de Jesús González).

      El camino para "recapitular (restaurar) todas las cosas en Cristo" (Ef 1,10) es camino de Pascua, es decir, de cruz y resurrección. "Hay que purificar por la cruz y la resurrección de Cristo y encauzar por caminos de perfección, todas las actividades humanas" (GS 37).

      En estos momentos difíciles de Calvario, se experimenta la cercanía de la Santísima Virgen, como modelo e intercesora: "Quiero imitaros, Madre mía, en la humildad y en la constancia con que permanecisteis al pie de la cruz, y en el celo por la salvación de los hombres" (Santa Vicenta María López Vicuña). Con María y con su ayuda se aprende a pasar la "noche de la fe" como desposorio con Cristo, compartiendo su misma "suerte", sufriendo la misma "espada" (Lc 2,35). Esa "noche" se convierte en un"velo a través del cual hay que acercarse al Invisible y vivir en intimidad con el misterio" (RMa 17).

      La cercanía a los pobres, como actitud de misericordia, se aprende en esos momentos difíciles de cruz, vividos con María la Madre de misericordia, la consoladora de los afligidos. "Para los espíritus grandes, la contrariedad es aliciente que intensifica la vida sobrenatural" (Santa María Rosa Molas). Esas personas que han experimentado la cruz con actitud de amor, son portadoras de consolación, se hacen constructoras de la unidad y colaboran con Cristo crucificado a "reunir a los hijos de Dios que estaban dispersos" (Jn 11,52).

 

2. Fecundidad espiritual y apostólica

      La lógica evangélica pasa por la cruz. La fecundidad espiritual y apostólica sigue la misma lógica del "grano de trigo" (Jn 12,24) y de los "dolores de parto" (Gal 4,19; Jn 16,21-22). No se busca directamente el dolor, sino el compartir la misma vida de Cristo crucificado. "El gozo de la maternidad espiritual, que es gozo del Espíritu Santo, brota en el corazón solamente cuando se ha sabido transformar el sufrimiento en donación y servicio. Esta es nuestra teología de la cruz" (Juan Pablo II, Medellín, 5.7.86). "Yo soy feliz en la cruz que, llevada por amor de Dios, engendra el triunfo y la vida eterna" (Daniel Comboni).

      El precio de las almas es la sangre del Redentor (1Pe 1,19). El camino de perfección y el proceso de acción apostólica se resumen en la caridad del Buen Pastor. El amor es siempre donación. "Ese amor amasado con el dolor, es el amor salvador... La Cruz es el pulso del amor; y para saber sufrir, saber amar... La Cruz fecunda cuanto toca" (Concepción Cabrera).

      El amor a los hermanos que están llamados a formar la comunidad del Señor, es el mismo amor a Cristo presente en cada corazón humano y, de modo especial, en la Iglesia. Este amor, si es auténtico, es siempre crucificado. Como "Cristo amó a la Iglesia y se entregó en sacrificio por ella" (Ef 5,25), así quien ama a Cristo da la vida por su Iglesia. "Vive y viviré por la Iglesia, vivo y moriré por ella" (Bto. Francisco Palau).

      Si no se profundiza el amor esponsal de Cristo, no se comprende el camino de perfección ni se afrontan con fe y esperanza las dificultades de la convivencia y del apostolado. Toda la Escritura, precisamente por ser "Testamento" o "Alianza", tiene este sentido esponsal. La comunidad (la "esposa") está llamada a compartir la suerte de Cristo Esposo, a "lavar su túnica en la sangre del Cordero" (Apoc 7,14).

      La cruz se asume como desposorio con Cristo. "¡Oh cruz gloriosa del Señor crucificado! Lecho de amor donde nos desposó el Señor... el amor de Dios brilla en tus brazos abiertos" (San Hipólito de Roma, Homilía de Pascua).

      Al vislumbrar la fecundidad de la cruz de Cristo, los santos ardían en deseos de compartirla. Su ansia más profunda era la de "amar y hacer amar al Amor" (Santa Teresa de Lisieux). "Resolví permanecer siempre en espíritu al pie de la cruz para recibir el rocío divino de la salvación y esparcirlo después en las almas" (idem). En la cruz se aprende la sed de almas al estilo de San Juan Bosco: "dame almas y quítame lo demás". "Siempre que el alma es triturada por penas grandes... viene instantáneamente un derroche de gracias celestiales sobre todas las obras que tenemos entre manos" (Dolores Rodríguez Sopeña).

      Esto no se entiende, si no se vive en sintonía con la sed de Cristo en la cruz (Jn 19,28): "¡Tengo sed! No alcanzo a decir cuán grande es mi sed de dolor, de almas y de amor. Dolor, almas amor, son tres pasiones que crecen en cada instante que pasa, son tres torturas, es mi triple martirio... Lo que necesito es la cruz de mi Jesús, la que tuvo desde el primer momento de su Encarnación hasta el postrer suspiro en el Calvario, para saciar la sed que me devora" (Bta. Dina Bélanger).

      Toda virtud enraíza en la caridad, que es donación sacrificial. Por esto, "no existe ejemplo de virtud al margen de la cruz" (Santo Tomás de Aquino). Propiamente no se busca la cruz material, sino a Cristo que fue crucificado por amor. Las obras de Dios están marcadas por la cruz como garantía de compartir su misma donación. Todo el bien que esas obras siguen haciendo en la Iglesia y en el mundo, provienen del amor escondido y crucificado. El lema de los fundadores podría ser el de M. María Bernarda Heimgartner: "In Cruce salus" (la salvación se encuentra en la cruz).

      El ser humano se realiza en la verdad buscada y vivida por amor. En la medida en que nos realicemos en esta búsqueda y vivencia de la verdad y del amor, se produce una sensación de serenidad y gozo y, al mismo tiempo, un desgarro doloroso de todo lo que no suene a donación. "La cruz nos eleva hacia la verdad y la caridad porque nos separa de la tierra... la cruz ha tomado a Jesús más que a nadie porque él era el amor, encarnado por amor, para hacernos renacer al amor. Jesús pertenece a la cruz" (María de la Pasión).

      El progreso de la vida espiritual está jalonado de momentos especiales de donación. La vida ordinaria de Nazaret muestra su autenticidad cuando llegan esos momentos, en que se nos pide un desprendimiento decisivo de todo para orientarnos más hacia el amor. "Cada día debe señalar un proceso real en el camino de perfección y, de hecho, lo señalará si llevamos día a día nuestra cruz y la besamos como si Jesús nos ofreciera una joya... Debemos especializarnos en el amor a la cruz" (M. Catalina Zecchini).

      La cruz es, pues, "el poder de Dios" (1Cor 1,18). Apoyarse en los poderes humano, equivaldría a "desvirtuar la cruz" (1Cor 1,17). Para ganar en este campo del amor, hay que saber perder (cfr. Fil 3,8). Fijarse demasiado en la pérdida y en el dolor, es correr el riesgo de olvidar el mensaje pascual de la cruz, como olvido de sí mismo en las manos del Padre: "No vuelvas a detenerte en tus cruces... traspásalas, es decir, pasa por entre ellas con tu mirada sólo fija en mi mirada" (Concepción Cabrera).

      Para llegar a la "donación radical de sí mismo", como expresión del seguimiento evangélico, que es propio de toda vida sacerdotal y consagrada, "es necesario inculcar el sentido de la cruz, que es el centro del misterio pascual. Gracias a esta identificación con Cristo crucificado, como Siervo, el mundo puede volver a encontrar el valor de la austeridad, del dolor y también del martirio" (PDV 48). Sólo así se explica el dolor y gozo del misterio pascual de Cristo, participado por su seguidores. "Estoy tan acostumbrado a sufrir, que más bien siento consuelo... Mi conciencia está tranquila, bendito sea Dios" (José Antonio Plancarte y Labastida). Sólo quien vive la caridad del Buen Pastor entiende este lenguaje de la cruz.

      Con expresión de alma candorosa, Santa Rosa de Lima lo decía así: "Fuera de la cruz, no hay camino por donde subirse al cielo". El "cielo" es donde Dios Amor se deja ver y se comunica del todo y para siempre. Al cielo sólo se llega transformando nuestra realidad en donación. Pero esto es sólo posible con la presencia y ayuda de Cristo. "Al cielo no van los que viven en regalos, sino los que suben al Calvario llevando de buena gana la cruz... En el camino de la cruz, quien lo lleva todo es Jesús" (Santa Joaquina Vedruna). "Sin cruz no hemos de estar... Los que no sufren mucho no valen para grandes cosas... Arrástrame, Señor, para que contigo pueda correr por los caminos de la santificación y sin parar, aunque sea hasta el monte de la mirra y del sacrificio" (Bto. Manuel Domingo y Sol).

      En la isla de Futuna (Oceanía) hoy existe una comunidad cristiana floreciente. Allí murió mártir San Pedro Chanel, después de cuatro años de evangelización aparentemente infructuosa. En el campo apostólico, como en el de la perfección, se cumple el dicho profético de San Juan de la Cruz: "A donde no hay amor, pon amor y sacarás amor".

 

3. Gozo pascual

      El principal sufrimiento de Cristo durante su pasión  y muerte tuvo origen en su amor. Este amor al Padre en el Espíritu Santo, concretado en el amor a los hermanos hasta dar la vida por ellos, fue la fuente principal de su dolor. Su gran pena era la de ver que el Padre no era amado y que los hermanos estaban lejos del amor. Sólo entrando en este amor doloroso de Jesús, se comienza a vislumbrar que la cruz es la "copa" de bodas preparada por el Padre (Jn 18,11; Lc 22,20; Mc 10,38). Entonces se llega a la conclusión de que beber esta copa vale la pena. Compartir la suerte de Cristo Esposo en la cruz, equivale a un anticipo de su gozo pascual.

      Sólo el amor es capaz de convertir la cruz en gozo profundo. Y ese amor viene de Dios. Por la cruz, todo apóstol está llamado a dar "testimonio de una vida que manifiesta el espíritu de sacrificio y el verdadero gozo pascual" (PO 11). Ese era el gozo y la gloria de Pablo: "Cuanto a mí, jamás me gloriaré a no ser en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo" (Gal 6,14).

      El gozo brota espontáneamente cuando uno vive su identidad de sentirse amado y de poder amar. En la cruz de Cristo, todo ser humano encuentra el sentido de su existencia: "¡Oh cruz gloriosa del Señor resucitado, árbol de mi salvación! De él me nutro, de él me alegro, en sus raíces crezco, en sus ramas me extiendo" (San Hipólito de Roma, Homilía de Pascua).

      La vida es hermosa cuando se afronta a la sombra de la cruz del Buen Pastor. Ahí se aprende que siempre se puede hacer lo mejor, incluso en los momentos que parecen absurdos. "Yo estoy contenta con todo. Una ciencia de la cruz sólo puede lograrse cuando uno llega a experimentar del todo la cruz" (Bta. Edith Stein).

      Como Jesús en Getsemaní, también nosotros experimentamos la debilidad y la oscuridad ante el dolor. La naturaleza sigue siendo quebradiza. Pero el Espíritu del Señor, infundido en nuestros corazones, nos ayuda a vivir en sintonía con los amores de Cristo: "Divino enamorado... enamórame de tu Cruz, pero que la confianza en ti crezca también, hasta el infinito... Descansando en ti, podremos sufrir con amor, con alegría" (M. María Inés Teresa Arias).

      Es el amor de Cristo crucificado el que arrastra los corazones y los hace vibrar en sintonía con él. Esta unión con Cristo (no el dolor por sí mismo) es fuente de gozo. "Veo tu Cruz, Jesús mío, y gozo de tu gracia, porque el premio de tu Calvario ha sido para nosotros el Espíritu Santo... La Cruz simboliza la vida del apóstol de Cristo... Tener la Cruz, es tener la alegría; ¡es tenerte a Ti, Señor!... Cuando se quiere la Cruz, entonces, sólo entonces la lleva El" (Bto. José Mª Escrivá).

      Este gozo de compartir la cruz de Cristo hace superar todas las dificultades en el camino hacia la unión perfecta con él. Lo importante es no dudar del amor de Cristo ni bajar el tono de la decisión de amarle de todo. "Hay que adherirse a la cruz para llegar a la unión con Cristo" (Santa Teresa de los Andes).

      En los santos se puede observar una convicción profunda que nace de su humildad y de su amor: la necesidad de la gracia para llevar la cruz con alegría. M. Paula Montal repetía ante las dificultades: "estos son regalitos de mi Amado Esposo". Pero esta convicción era fruto de oración humilde y confiada en Jesús: "En el Sagrario te dejo mi corazón; que te ame siempre sin cesar... y cuando yo vuelva mañana a por él, que me lo entregues hecho un ascua de amor... y que este amor sea sólo para Ti y para tu Madre y mi Madre la Virgen Santísima... Cuando mi corazón esté dispuesto de esta suerte, entonces envíame cruces y penas, que todo lo sufriré con alegría" (Bta. Paula Montal).

      La victoria de la cruz aparece en la serenidad de esas almas fieles, que supieron emprender las obras de apostolado perdiéndose a sí mimas en el amor de Cristo. En el epitafio de M. María Bernarda Heimgartner se lee: "Crucem elegit, Crucem portavit, in Cruce vicit" (eligió la cruz, llevó la cruz, venció en la cruz). "El establo y la cruz fueron como cátedra desde donde este divino Maestro nos instruyó en la ciencia de la humildad" (María Pouseppin).

      La alegría de los enamorados nace de una presencia buscada como donación. "¡Qué feliz soy de hacer mi tabernáculo en el monte santo de tu sacrificio! Mis alhajas son tu cruz" (Bta. Dina Bélanger). El amor a Cristo Esposo crucificado es como la maternidad de María, que no tiene fronteras: "¡Oh Virgen Inmaculada, Madre mía!... Concédeme almas, amor y dolor... Quiero la Cruz de Jesús. Sólo la palabra Cruz me hace saltar de alegría. Quisiera recorrer todo el mundo y coger todas las cruces que Dios ha sembrado... y abrazarme con ellas agradecida, y saboreadas y ofrecérselas en homenaje de amor a Cristo crucificado" (idem).

      Estas personas, que afrontaron con alegría y esperanza las dificultades, son el libro viviente en que se sigue escribiendo la historia de la cruz, es decir, la historia de Cristo crucificado y resucitado prolongado en el tiempo. Es siempre la persona de Cristo que contagia de sus amores a quienes se dejan conquistar por él. "El crucificado es mi vida, mi luz, mi fuerza, mi tesoro. La cruz es un libro sagrado y bendito. Me parece que conozco un poco su ciencia; ojalá se siga la práctica" (María de la Pasión).

      El dinamismo de la gracia bautismal es un camino de Pascua, que pasa por la cruz para llegar a la resurrección: "Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva. Porque si hemos sido injertados en Cristol por una muerte semejante a la suya, también compartiremos su resurrección" (Rom 6,4-5).

                                     * * *

                                RECAPITULACION

 

- El misterio de la cruz sólo se puede vivir a partir de una relación personal con Cristo. Así lo han hecho los santos. La cruz no es algo, sin "alguien": Cristo resucitado presente, que nos muestra sus llagas y nos invita a compartir su misma vida y misión (cfr. Lc 24,39-49). "El crucifijo explica todo; una mirada al crucifijo pone todo en orden... Es un libro, un amigo, un arma" (Bto. José Allamano). "Sólo respiro y deseo vivamente vivir crucificada con Cristo crucificado... Quisiera yo dar voces a todo el mundo y animar a padecer algo, por quien tanto padeció por nosotros" (M. María Antonia París). "Pongo en la llaga de vuestro Corazón, mis penas, trabajos y dificultades" (Santa Rafaela María del Sagrado Corazón).

 

- El amor de Cristo crucificado se hace signo visible en los creyentes que comparten la cruz del Señor. Esos enamorados, como el discípulo amado, saben descubrir las huellas del resucitado en la propia vida y en la de los demás (cfr. Jn 20,8; 21,7). Un "movimiento" del corazón es suficiente para descubrir, en el sepulcro vacío, que Cristo ha resucitado. "Estos trabajos... son grandes refrigerios y materia para muchas y grandes consolaciones. Creo que los que gustan de la cruz de Cristo nuestro Señor, descansan viniendo en estos trabajos, y mueren cuando de ellos huyen o se hallan fuera de ellos" (San Francisco Javier).

 

- La cruz tiene una lógica evangélica más allá de nuestros cálculos. Por el "anonadamiento" y "humillación", Cristo llega a la "exaltación" (Fil 2,5-11). Su victoria de resucitado tiene un precio: la cruz. "La cruz es el libro donde leemos el amor de Dios hacia nosotros... El crucifijo nos invita a darnos generosamente en la inmolación de cada día" (Savina Petrilli). "El crucifijo es nuestro libro de todos los momentos" (M. Ursula Benincasa).

 

      El amor a Cristo se convierte en imitación de su estilo de vida, para poder encontrar al mismo Cristo en todos hermanos que sufren, en los pobres y enfermos: "Sufra esas pequeñas tribulaciones como venidas de la mano de Dios... Así imitaremos en algo a nuestro buen Jesús... Hay que hacer algún sacrificio por tan divino Señor" (Santa Soledad Torres Acosta).

 

- Los santos no amaron el fracaso en sí mismo, sino que desearon compartir la eficacia de la cruz. En la vida espiritual y en la acción apostólica, prefirieron esa eficacia de la debilidad humana y de la pobreza evangélica afrontada con amor. Por esto supieron vivir en sintonía con los que sufren, los pobres y los marginados. La cruz les capacitó para hacerse "todo para todos" (1Cor 9,22). "Tenía tal afán de hacer sacrificios grandes por Dios, que deseaba ser mártir por su amor, y esta ansia hacía que me parecieran las penas suaves y ligeras por más penosas que las hallara en un principio" (Santa María Micaela del Santísimo Sacramento).

 

- Nadie ha vivido más feliz en esta tierra que quienes han compartido la cruz de Cristo. Compartir el "dolor con Cristo doloroso" es el camino para "gozar intensamente de tanta gloria y gozo de Cristo nuestro Señor" (San Ignacio de Loyola). La serenidad de una persona que aparece realizada, es fruto de una caridad crucificada. Es la serenidad del gozo pascual que es don del Espíritu Santo para transformar el sufrimiento en amor. "La alegría supera todas mis tribulaciones"(2Cor 7,4).

 

- Con esta visión de fe pascual, la vida se hace servicio. Ya no importan tanto los cargos "honrosos" y de "importancia".  Entonces se aprende a escuchar la voz de Cristo en toda circunstancia: "Si todos forman una sola cruz, si son astillas de esa cruz, ¿qué más les da estar arriba o abajo, si todos son mi cruz?" (Concepción Cabrera).

 

- La cruz es la clave para comenzar a entender el amor de Cristo desde el día de la Encarnación. El ha asumido nuestra vida tal como es, como consorte y "esposo"; su amor llega a hacer que nuestra cruz sea la suya: "Jesucristo no ha venido a suprimir el sufrimiento. Tampoco ha venido a aclararlo. Ha venido a acompañarlo con su presencia" (Paul Claudel). Los santos lo han explicado como desposorio con Cristo: "El Señor quiere trataros como esposas suyas, puesto que os hace partícipes de su cruz" (Santa Magdalena de Canosa).

 

- La santidad cristiana es posible sólo a partir de la propia realidad presentada ante Cristo crucificado: "la miseria de rodillas... ante la misericordia omnipotente del corazón de Dios" (Manuel González). La cruz es el inicio, el camino y el término de la santidad: "Vivir crucificada con Jesús... Al ver a mi Señor crucificado, deseaba con todas las veras de mi corazón imitarle... aquella cruz era el término de la santidad, de la cumbre de la más elevada perfección, donde han llegado todos los santos" (Bta. Angela de la Cruz). "No cabe más santificación que la de saber estar sufriendo por amor de Dios, que es quien quiere que le sigamos por el camino de la cruz y de la tribulación... santidad y cruz es una misma cosa" (Luís Amigó y Ferrer).

 

- Esas personas que llamamos "santos" nunca vivieron la cruz en soledad, sino trascendiéndose y pasando a los amores de Cristo presente entre nosotros bajo signos "sacramentales", especialmente en la eucaristía: "quería sufrir mucho por conseguir hacer algo en tu nombre... Todo es sacramento en mi camino. Si principia mi memoria por el Calvario, me arrastra el corazón al Sagrario" (M. Matilde Téllez). El "toque" de la cruz es la señal de cercanía de Cristo que nos hace transparencia suya e instrumento de salvación para toda la humanidad: "bendeciremos a Dios que de tal modo nos prueba... fijando siempre nuestra vista en Jesucristo crucificado" (Juan Nepomuceno Zegrí). "Estoy como Cristo: el corazón, con aberturas sangrantes... la cabeza coronada de espinas"... (Miguel Angel Builes).

 

- Llegar a orientar el propio ser hacia el amor, es un proceso de "negarse" a sí mismo, de lucha continua. "Quien desee ser fuerte y no flaquear en los grandes combates, deb ser fiel en mortificarse y vencerse en las cosa pequeñas... en cualquier instante puede ejercitar la abnegación, la caridad, el celo, la paciencia" (Bto. Marcelino Champagnat). Este esfuerzo de todos los días se realiza en la "sencillez" de quien quiere darse del todo en las cosas pequeñas. "El espíritu de dulzura es el verdadero espíritu de Dios; el del sufrimiento es el del Crucificado... Nunca se ha sabido de qué madera fue la cruz de Nuestro Señor. Yo pienso que es para que amemos sin distinción las cruces que nos envía, sean de la madera que sean... Si eres amante del Crucificado, ¿qué debes ser sino crucificada, toda vez que el amor iguala a los amantes?" (San Francisco de Sales).

 

- Para los santos, la palabra "cruz" suena a amor y vida, porque se descubre en ella el rostro del esposo crucificado: "Felices los que saben morir y vivir abrazados a la cruz... para los santos el morir es comenzar a vivir... Enamórate de Jesús y lo estarás de su cruz, pues Jesús nunca se halló sin cruz... Esposo de sangre es Jesús... suple en tí lo que falta a la pasión de Cristo... Feliz el alma si se abraza con su cruz y con el que en ella se puso... Pronto se rasgará la nube y aparecerá la claridad de Dios" (San Enrique de Ossó). Para ello basta con "asirnos a la cruz y confiar en el que en ella se puso... Abracemos bien la cruz y sigamos a Jesús... Mi gloria sea la cruz" (Santa Teresa de Avila).

 

- Diagnosticaron a una joven de diecinueve años que sus manchas en la piel eran de lepra. Había sido su gran ilusión consagrarse a Cristo para el servicio de los hermanos. Sus familiares le obligaron a cambiar de nombre para evitar la humillación de la familia... En la leprosería ha quedado ciega (año 1991). He podido hacerme con su oración escrita que dice así: "Señor, yo soy leprosa y vengo a darte gracias. ¿Quién soy yo para merecer el haberme elegido y tener el grande y enorme privilegio de compartir tu cruz redentora?"... Actualmente muchos jóvenes va a compartir con ella para sentirse alentados a seguir su vocación...

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