CRISTO, IDEAL DEL SACERDOTE Prólogo de Dom R. Thibaut, OSB

             CRISTO, IDEAL DEL SACERDOTE

 

    Prólogo de Dom R. Thibaut, OSB

 

    El 6 de marzo de 1918, a los pocos meses de haber publicado su obra Jesucristo, vida del alma, que tanta resonancia había de alcanzar, Dom Marmión anunciaba a uno de sus corresponsales que el conjunto de su obra comprendería cuatro volúmenes: Cristo, nuestra vida, Los misterios de Cristo, Ascética benedictina, Sacerdos alter Christus.

  Y el 25 de septiembre del mismo año escribía: «He empezado el cuarto volumen, destinado a los sacerdotes, según el siguiente plan: 1. Sacerdocio eterno. – 2. La vocación sacerdotal. – 3. La Misa. – 4. El sacrificio de alabanza. – 5. El sacrificio de acción de gracias. – 6. La propiciación. – 7. La impetración».

   Jesucristo en sus misterios se publicó en 1919, y al poco tiempo de haberse editado (en septiembre de 1922) Jesucristo, ideal del monje, el Abad de Maredsous fue llamado al seno de Dios el 30 de enero de 1923. La célebre trilogía quedaba incompleta, al no publicarse la parte más importante del mensaje después de Jesucristo, vida del alma, precisamente aquella que Dom Marmión destinaba a los sacerdotes. «Pendent opera interrupta».

   Esta «interrupción» había de prolongarse durante muchos años. Y, como testigo de excepción, el que suscribe este prólogo se siente obligado a dar al lector una explicación de las razones que la han motivado.

      Aquellos para quienes sea familiar la doctrina de Dom Marmión volverán a encontrarse aquí con temas ya tratados en sus precedentes obras: Cristo, modelo de toda santidad; la fe, la caridad, la misa, la oración. ¿Hubiera sido, acaso, conveniente prescindir en este volumen de los temas citados y remitir al lector a los anteriores escritos de Dom Marmión? Semejante propósito no solamente hubiera dispersado la atención, sino que, sobre todo, habría desfigurado las enseñanzas del maestro. Ciertamente, la santificación del sacerdote no puede realizarse a espaldas de Cristo y de su gracia, de las virtudes, eminentemente cristianas, de la fe, la humildad y el celo, y de la ofrenda eucarística y de la oración. Estas consideraciones son las que nos han movido a incluir estos temas, tratados ahora desde un punto de vista propiamente sacerdotal. Hemos tenido presente, al mismo tiempo, la necesidad ineludible de recordar las nociones fundamentales y de soslayar las explicaciones más amplias, pero más generales de sus primeros escritos. Esta solución, que salvaguarda a un tiempo la integridad de la doctrina de Dom Marmión y el carácter homogéneo del volumen, es la única que se imponía. Estamos seguros de que contará con la entera aprobación de nuestros lectores.

   Cuando Dom Marmión daba los Ejercicios a los sacerdotes, no ambicionaba reivindicar una doctrina teológica, ni inculcar determinadas normas de orientación pastoral o proponer detallados exámenes de conciencia. Lo que él, sobre todo, pretendía era adentrar a sus oyentes en aquella atmósfera de fe viva, iluminada, contemplativa, en que su alma se movía. El calor de sus convicciones y el contagio de su fervor infundía en el alma de los sacerdotes una certeza más firme de las realidades invisibles, en cuyo ámbito se ejerce su ministerio: les comunicaba un impulso espiritual que les liberaba de la rutina y de la mediocridad; despertaba en ellos una voluntad generosa de unirse más estrechamente a Cristo y de hacer predominar en toda su vida la primacía de la vida interior. En esto, como en todo, él siempre tiende a lo esencial, lo que en repetidas ocasiones, y singularmente en su exhortación Menti Nostræ de 23 de septiembre de 1950, el Pastor Supremo Pío XII ha querido recordar con insistencia.

   Jesucristo, ideal del sacerdote no hace sino prolongar, como un eco fiel, este apostolado. Cada una de sus páginas tiende a elevar al lector hacia esta misma atmósfera espiritual, a hacerle comprender mejor la trascendental importancia de esta vida de unión con Dios por Cristo.

   Todo Dom Marmión se encuentra aquí: su perfecto conocimiento de los dogmas, su doctrina segura –Benedicto XV la clasificó como «la pura doctrina de la Iglesia»–, su vasto conocimiento de la Escritura, en especial de San Juan y de San Pablo, su gran experiencia de las almas, su unción penetrante y bienhechora. Aquí se siente palpitar una intensa vida sacerdotal  y un ardiente amor de Cristo, ávido de comunicarse.

   Por todos estos últimos, pero sobre todo por la riqueza, por la abundancia y por la originalidad de las observaciones hasta ahora inéditas, este volumen se coloca por derecho propio, y sin que pueda prescindirse de él, junto a lo tres que le precedieron. El los completa y los corona. Forma con ellos un sólido bloque, y remata dignamente la formación del corpus asceticum de Dom Marmión, todo él centrado en Cristo. Y llegados aquí, se encuentra ya íntegramente transmitido el mensaje tan espontáneo y viviente de este maestro de la vida espiritual.

   Son muchas las almas que en el secreto de la vida del claustro consagran su existencia de oración y de inmolación silenciosa a la santificación del clero. Que estas páginas, al revelarles la grandeza del sacerdocio y sus grandes exigencias de santidad, les ayuden a realizar su propia misión, no por completamente oculta, menos fecunda al servicio de la Iglesia de Cristo.

Permítasenos cerrar este prólogo citando un texto al que la dignidad de su autor, el cardenal Suhard, presta un valor excepcional.

   Es bien sabido cómo conocía el llorado arzobispo de París las necesidades actuales de las almas, del clero y de los fieles. Prueba: su pastoral Le prête dans la Cité.

   Ferviente admirador de Dom Marmión y de su doctrina, el cardenal reclamaba con su autorizadísima pluma la publicación de esta obra, cuya acción bienhechora y alcance fecundo claramente presentía. En un largo testimonio rendido a la memoria del antiguo abad de Maredsous, con ocasión del XXV aniversario de su muerte (1948), y dirigido al que suscribe estas líneas, escribe:

«La doctrina espiritual de Dom Marmión ofrece una síntesis católica, tan profundamente adaptada a las exigencias de nuestra época y a la orientación actual de la piedad católica… Mas Dom Marmión no ha terminado aún su obra terrestre o, si la ha terminado, aún no ha sido presentada al público. Jesucristo, ideal del sacerdote; he aquí la obra que esperamos de vuestras manos… Si os dignáis abrir (para bien de los sacerdotes, en quienes tenemos puesto nuestro pensamiento) los tesoros de luz y de vida que el venerable difunto dejó en herencia a la familia benedictina, todos los pastores de la Iglesia felicitarán a la abadía de Maredsous y se felicitarán a sí mismos por su clero». 

   Este libro, que fue tan sinceramente deseado por el eminente prelado, lo presentamos confiadamente a los ministros de Cristo. Quiera Dios que la lectura de estas páginas pueda mantener en los sacerdotes el esfuerzo diario para alcanzar la santidad exigida por la condición sublime de su vocación.

 Dom R. Thibaut, Abadía de Maredsous, 16 de junio de 1951
70º aniversario de la ordenación sacerdotal de Dom Marmión en Roma

Nota del Traductor

    El magnífico prólogo de Dom Thibaut nos dispensa de añadir nada por nuestra cuenta para presentar la versión española de Jesucristo, ideal del sacerdote, la obra póstuma del gran maestro de la espiritualidad benedictina Dom Marmión. Solamente diremos que, para la traducción de los textos de la Sagrada Escritura, nos hemos servido de la versión directa de Nácar-Colunga, publicada por la BAC, y que en la numeración de los Salmos hemos seguido el orden de la Vulgata.

    Todas las notas (sea cual fuere su naturaleza: bibliográficas o destinadas a subrayar el pensamiento de Dom Marmión) son nuestras. En sus conferencias a los sacerdotes, Dom Marmión citaba ordinariamente la Escritura en latín, aunque a veces recurría al texto griego. En atención a los lectores que desconocen el latín, hemos reemplazado la cita latina por su traducción o, a continuación del texto latino, más expresivo, hemos indicado su sentido. No hacemos ninguna referencia, por ser sobradamente conocidos, a los textos del Ordinario de la Misa.

    Manifestamos nuestro agradecimiento a los que nos han prestado su ayuda en la preparación material de esta obra. Ellos tienen su parte en el bien que ella producirá en las almas.

 

 Luis Zorita Jáuregui, pbro.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

PRIMERA PARTE

 

CRISTO, AUTOR DE NUESTRO SACERDOCIO Y SANTIDAD

 

PRIMERA MEDITACIÓN

 

EL SACERDOCIO DE CRISTO

 

1.- LA GLORIA DE DIOS

 

     San Pablo nos revela que la absoluta dependencia de toda criatura de la soberana grandeza de Dios le obliga al hombre a tributarle la gloria que merece de nuestra parte: Ex Ipso et per Ipsum et in Ipso sunt omnia; Ipsi gloria in sæcula. Amen (Rom., 11, 36). «Porque de Él y por Él y para Él son todas las cosas. A Él la gloria por los siglos. Amén».  A Dios Trinidad sea dada toda gloria.

Dios, por su mismo ser y existir divino y trinitario se tributa a sí mismo una alabanza perfecta e infinita, por el Hijo, reflejo del Padre por amor de Espíritu Santo. Nada absolutamente le pueden añadir todos los himnos de los ángeles y del universo entero a la gloria dada por su Palabra pronunciada con Amor de Espíritu Santo.

Y con todo, como tuviera necesidad de su amor, Dios exige de su criatura que se asocie a esta glorificación propia de su vida íntima. Según el plan divino, la gloria que el hombre debe rendir al Señor trasciende los límites de la religión natural y se remonta hasta la Trinidad misma por el sacerdocio de Cristo, único mediador entre la tierra y el cielo. (oración de Sor Isabel, beata… y la mía al Padre: Aba, papá bueno del cielo y de todas partes… mi estampa: in laudem gloriae ejus, para alabanza de su gloria: representar a Cristo ante la faz del Padre)

    Tal es la magnífica prerrogativa del sacerdocio de Cristo y del de sus sacerdotes: ofrecer a la Trinidad, en nombre de la humanidad y del universo, un homenaje de alabanza agradable a Dios. La grandeza de este sacerdocio consiste en asegurar esencialmente el retorno de toda la obra de la creación al Señor de todas las cosas.

    Con el respeto que brota de una fe viva, comencemos a fijar nuestra mirada en el misterio de esta glorificación que se realiza en el seno de la Trinidad. Existía ya antes del tiempo como el mismo Dios, y durará sin cesar, sicut erat in principio et nunc et semper. Ella es el modelo de toda alabanza, sea humana o angélica. Y nosotros hemos sido llamados a unirnos a ella, tanto en la tierra como en el cielo. Este es nuestro sublime destino.

    ¿Y cuál es esta gloria que se tributan mutuamente las diversas personas? En su esencia, Dios no solamente es «grande», magnus, sino también «objeto de toda alabanza»,   laudabilis nimis (Ps., 47, 1). Por eso, debe recibir la gloria que corresponde a su majestad y es preciso que en sí mismo sea glorificado con una alabanza igual a los abismos de poder, de sabiduría y de amor que en El existen. Pudo Dios no haber creado nada. Hubiera podido vivir sin nosotros en la inefable y bienaventurada sociedad de luz y de amor que constituyen las personas divinas.

    El Padre engendra al Hijo. Le hace eternamente participante del don supremo, que es la vida y las perfecciones de la divinidad, y le comunica todo cuanto es El mismo, a excepción de su «propiedad» de ser Padre.

    Imagen sustancial perfecta, el Verbo es «el esplendor de la gloria del Padre»: Splendor gloriæ et figura substantiæ ejus (Hebr., 1, 3). Nacido del hogar de toda luz, El mismo es luz y se refleja, como un himno ininterrumpido, hacia Aquel de donde emana: «Todo lo mío es tuyo y lo tuyo mío» (Jo., XVII, 10). De esta suerte, por el movimiento natural de su Filiación, el Hijo hace refluir hacia el Padre todo lo que tiene recibido de El.

    En esta mutua donación, el Espíritu Santo, que es caridad, procede del amor del Padre y del Hijo como de su único principio de origen. Este abrazo de amor infinito entre las tres Personas completa la eterna comunicación de la vida en el seno de la Trinidad.     Tal es la gloria que Dios se tributa a sí mismo en la sagrada intimidad de su vida eterna. (no estaría mal poner algo de mi introducción al 1º de mis libros y en otros)

   Queridos amigos ¿Podría verse, quizás, en esta glorificación infinita una especie de acción sacerdotal? Ciertamente que no. Y lo explico:

    El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son iguales en poder, en eternidad y en majestad. No se puede admitir que exista entre ellos una razón de subordinación o inferioridad, cualquiera que sea. Ahora bien, el concepto mismo del sacerdocio entraña esta idea de inferioridad. El sacerdote se abaja cuando rinde culto a Dios. Y es precisamente por esta sumisión a Dios por la que puede cumplir su papel de mediador entre Dios y los hombres. Pero como las personas divinas constituyen una misma y única esencia, ninguna de ellas puede ser considerada como rindiendo culto a las otras. Ninguna función sacerdotal puede concebirse en la glorificación eterna que se verifica en el seno de la Trinidad. Y esta es la razón de porqué en Jesucristo el sacerdocio pertenece propiamente a su santa humanidad y no al Verbo. Este no es Sacerdote, puente entre los divino y lo humano sino por su encarnación; su sacerdocio es una prerrogativa propia de su humanidad.

 

 

 

2.- LA CONSAGRACIÓN SACERDOTAL DE CRISTO

 

   Entonces¿Cuál es la esencia del sacerdocio?

    La Epístola a los Hebreos nos da de ella una célebre definición: «Todo Sacerdote tomado de entre los hombres, a favor de los hombres es instituido para las cosas que miran a Dios, para ofrecer ofrendas y sacrificios por los pecados»: Omnis pontifex ex hominibus assumptus pro hominibus constituitur in iis quæ sunt ad Deum, ut offerat dona et sacrificia pro peccatis (V, 1).

    El sacerdote es el mediador que ofrece a Dios oblaciones y sacrificios en nombre del pueblo. A cambio, Dios le elige para comunicar a los hombres sus dones de gracia, de misericordia y de perdón.

    La singular excelencia del sacerdocio se deduce de esta función mediadora. ¿De dónde deriva Jesucristo su sacerdocio? San Pablo es quien va a respondernos. El sacerdocio, nos dice, es de tal grandeza, que absolutamente nadie, ni «el mismo Cristo en virtud de su humanidad, ha podido arrogarse esta dignidad»: Nec quisquam sumit sibi honorem, sed qui vocatur a Deo… Sic et Christus non semetipsum clarificavit ut pontifex fieret. Y añade: «Es el mismo Padre quien ha constituido a su Hijo como Sacerdote eterno. El es quien le ha dicho: Filius meus es tu, ego hodie genui te… Tu es sacerdos in æternum» (Hebr., V, 4-6).

    De esta suerte, el sacerdocio es un don del Padre a la humanidad de Jesús. Desde el momento mismo de la Encarnación, el Padre miró a su Hijo con una complacencia infinita y le reconoció como único mediador entre el cielo y la tierra y Sacerdote sempiterno.

    Cristo, Hombre-Dios, tendrá el privilegio de reunir en sí a toda la humanidad para purificarla, santificarla y conducirla al seno de la divinidad. Y, por esto, dará al Señor una gloria perfecta en el tiempo y en la eternidad.

    Desde el primer instante de la Encarnación, el Hijo fue constituido mediador y Sacerdote.

    El no tuvo necesidad, como los demás sacerdotes la tienen, de una unción exterior que lo consagrase. El alma de Jesús no fue marcada, como lo fue la nuestra el día de nuestra ordenación, con un «carácter» sacerdotal indeleble. Y al preguntarnos la razón de ello, llegamos al fondo del misterio. En virtud de la unión hipostática, el Verbo penetró y tomó posesión del alma y del cuerpo de Jesús y los consagró. Al encarnarse el Hijo de Dios, se apoderó totalmente de la humanidad y aquel fue el momento en que se verificó la consagración sacerdotal de Jesús. Entonces, Jesús fue designado como único y eterno mediador entre Dios y los hombres. «Te ungió Dios, tu Dios, con óleo de exaltación», dice San Pablo (Hebr., I, 9), porque el mismo Verbo fue esta unción infinitamente santa.

    Jesús es el sacerdote por excelencia. «Y tal convenía que fuese nuestro Sacerdote, santo, inocente, inmaculado… y más alto que los cielos» (Hebr., VII, 26). Hasta el fin de los tiempos, los sacerdotes de este mundo no recibirán poder alguno de mediación que no sea una participación del suyo, porque Él es la fuente única de todo el sacerdocio que rinde a Dios la gloria que responde a sus exigencias.

    Para penetrar aún más profundamente el misterio de esta maravillosa consagración sacerdotal, contemplemos la venida del ángel a Nazareth.

  María, la llena de gracia, está sumida en altísima oración. Y el ángel le transmite el mensaje de que es portador. ¿Qué dice este mensaje? Que el Verbo ha elegido su seno como la cámara nupcial donde Él se desposará con la humanidad: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti»… A lo que María responde: «Hágase en mi según tu palabra» (Luc., I, 35, 38). En este instante divino, es consagrado el primer sacerdote, al tiempo que la voz del Padre resuena en el cielo: «Tú eres sacerdote eterno según el orden de Melchisedech».

    Entonces, María se convirtió realmente en la casa de oro, en el arca de la alianza, en el tabernáculo donde la naturaleza humana fue unida al Verbo. Y en virtud de esta unión, Jesús fue constituido para siempre en su misión de mediador.

 

 

3.- PRERROGATIVA ÚNICA DEL SACERDOCIO DE CRISTO: SACERDOTE Y VÍCTIMA

 

    En el Antiguo Testamento, como ya lo sabéis, el sacerdote y la víctima eran distintos. En los sacrificios de expiación, por ejemplo, el sacrificador inmolaba un ser  viviente en sustitución del pueblo. El extendía las manos sobre la ofrenda, cargando sobre ella, en virtud de este gesto, los pecados del pueblo. Uno era el sacerdote, y otra la víctima inmolada a Dios.

    Pero no sucede lo mismo en el sacrificio ofrecido por Jesús.

    Por una sorprendente y admirable prerrogativa de su sacerdocio, lo mismo en el Calvario que sobre nuestros altares, su sacrificio es divino, tanto por la dignidad del Sacerdote cuanto por la excelencia de la hostia inmolada. Sacrificador y víctima están unidos en una misma persona, y este sacrificio constituye el homenaje perfecto que glorifica a Dios, hace al Señor propicio a los hombres y obtiene para ellos todas las gracias de la vida eterna.

    El Consummatum pronunciado por Cristo al morir era, a un tiempo, el último suspiro de amor de la víctima que lo expió todo y la solemne atestación del Sacerdote al consumar el acto supremo de su sacerdocio.

    Meditemos por unos momentos en el misterio de las disposiciones interiores de Jesús en su calidad de sacerdote y de víctima.

    La actitud de Cristo, Sumo Sacerdote, era de total reverencia y de adoración profunda. Y la causa de esta actitud era la visión que Jesús tenía de la «inmensa majestad de su Padre»,Patrem inmensæ  majestatis [Himno Te Deum]. El le conocía como nunca le podrá conocer criatura alguna: «Padre justo, si el mundo no te ha conocido, yo te conocí» (Jo., XVII, 25).

    El abismo de las divinas perfecciones se abría claramente a su mirada: la santidad consumada del Padre, su soberana justicia, su infinita bondad. Esta contemplación le llenaba de aquel temor reverencial y de aquel espíritu de religión que deben animar al sacrificador.

    ¿Cuál fue la actitud íntima de Jesús como víctima? Fue también la de adoración, que aquí se traduce en la aceptación del aniquilamiento y de la muerte. Jesús sabía que estaba destinado a la cruz para alcanzar la remisión de los pecados del mundo. Ante la justicia divina, se sentía cargado con el peso aplastante de todos los pecados y aceptaba plenamente el oficio de víctima. No experimentaba, sin embargo, la contrición como un penitente que llora sus propias faltas. Pero, frecuentemente, experimentaba una tristeza mortal, al verse abrumado por el peso de tantas iniquidades. ¿No exclamó, acaso, en el huerto de los olivos: «Triste está mi alma hasta la muerte»?

    Como veis, la actitud de la víctima se corresponde perfectamente con la del sacerdote.

    No debemos contemplar los designios eternos según el limitado alcance de nuestras miradas humanas. Examinémoslos más bien tal y como Dios los ha concebido y revelado. No investiguemos lo que el Señor pudo haber realizado con su infinito poder. Veamos lo que, en realidad, ha querido realizar. El pudo haber perdonado todos los pecados sin exigir una expiación proporcionada a la magnitud de la ofensa; pero su sabiduría le indujo a decretar la salvación del mundo mediante la muerte de Cristo. «No hay remisión sin efusión de sangre»:Sine sanguinis effusione non fit remissio (Hebr., IX, 22).

    Por eso, al entrar en este mundo, el Hijo de Dios ha tomado un «cuerpo de víctima», apto para soportar el sufrimiento y la muerte. Pertenecía realmente a nuestra raza y fue precisamente en nombre de sus hermanos como Él se ofreció en calidad de víctima para reconciliarnos con su Padre celestial.

    Tertuliano ha escrito esta luminosa frase: «Nadie es tan Padre como Dios, y nadie se le puede comparar en bondad»: Tam Pater nemo, tam pius nemo [De pœnitentia, 8. P. L. 1, col. 1353]. Nosotros podemos añadir: «Nadie es tan hermano como Jesús»: Nemo ita frater ac ille. San Pablo nos dice que, en los planes de la predestinación eterna, Cristo es «el primogénito entre mucho hermanos» (Rom., 8, 29), y añade que «no se avergüenza de llamarlos hermanos» (Hebr., II, 11). ¿Qué dijo, en efecto, el mismo Cristo a la Magdalena después de su resurrección? «Ve a mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre» (Jo., XX, 17). ¡Y qué hermano fue Jesús! Es un Dios que quiere compartir nuestras enfermedades, tristezas y dolores. Por experiencia propia aprendió a conmoverse de nuestras penas. «No es nuestro Sacerdote tal que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, antes fue tentado en todo a semejanza nuestra, fuera del pecado» (Hebr., IV, 15).

 

 

4.- LOS ACTOS DEL SACERDOCIO DE JESÚS

 

A) Ecce venio.

 

Toda la vida de Jesús fue la de sacerdote supremo consagrado a la gloria de Dios y a la salvación de los hombres. Este sacerdocio alcanzó su apogeo en la Cena y en el Calvario. Y, entre tanto, toda la vida de Jesús está marcada con el carácter sacerdotal.

    En el momento mismo de su encarnación, el primer movimiento de su alma santísima fue un acto supremo de religión. Los evangelistas no nos han revelado el secreto de esta oblación sacerdotal del Salvador; pero a San Pablo, dispensador de los misterios de Dios y de su Cristo, le fue otorgado su conocimiento. Al entrar en el mundo, escribe el Apóstol, dice: «No quisiste sacrificios ni oblaciones, pero me has preparado un cuerpo.

Los sacrificios y holocaustos por el pecado no los recibiste. Entonces yo dije: Heme aquí que vengo –en el volumen del libro está escrito por mí–, para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad» (Hebr., 10, 5-7). Para conocer el dominio supremo de su Padre, Cristo se ofrece a Él sin restricción alguna. Y esta inefable ofrenda fue su respuesta a la gracia incomparable de la unión hipostática. Fue un acto sacerdotal, preludio del sacrificio de la redención y de todos los actos del sacerdocio celestial. No nos sería posible agotar la meditación de este texto, que nos permite entrever la vida interior eminentemente sacerdotal de Jesús.

    Ingrediens mundum. «Al entrar en el mundo», su alma, ilustrada por la luz del Verbo, ha contemplado la divinidad y, en esta augusta visión, le ha sido concedido el don de conocer la majestad infinita del Padre. Al mismo tiempo, Jesús ha visto la injuria inmensa inferida a Dios por el pecado y la insuficiencia de las víctimas hasta entonces ofrecidas. Ha comprendido que Dios, al revestirle de la humanidad, la había consagrado, con objeto de que ella fuese ofrecida como víctima y El mismo fuese el sacerdote de este sacrificio.

    ¿Cuál fue la actitud que adoptó entonces Jesús? Vuelto hacia su Padre con el impulso de un amor indecible, se entregó enteramente a su voluntad.     En este bendito momento –podemos creerlo legítimamente– todo el cielo contempló en suspenso la entrega inicial que de sí misma hizo la humanidad de Jesús.

    Aunque era totalmente inmaculada, «la humanidad de Cristo pertenecía a la raza de los pecadores»: In similitudinem carnis peccati (Rom., 8, 3) y al aceptar la responsabilidad de cargar con los pecados del mundo, el Salvador aceptaba también las condiciones de la inmolación. Por esto fue por lo que Jesús exclamó: «Oh Padre, los sacrificios mosaicos eran en sí mismos indignos de Vos»: Hostiam et oblationen noluisti: holocausta pro peccato non tibi placuerunt. «Heme aquí»: Ecce venio; aceptadme como víctima. Vos me habéis dado un cuerpo, gracias al cual puedo ofrecerme en sacrificio: trituradlo, quebrantadlo, abrumadlo con sufrimientos, crucificadlo, que todo lo acepto: «Yo vengo a cumplir vuestra voluntad».

    Reparad en estas palabras: «Me has preparado un cuerpo». Cristo quiere hacernos comprender que su carne no es gloriosa e impasible, como lo será después de su resurrección, ni siquiera transfigurada, como en el Tabor, sino que El acepta de su Padre su cuerpo sometido a la fatiga, al dolor y a la muerte, capaz como el nuestro de soportar todos los malos tratos y todos los sufrimientos: «Oh Padre, este cuerpo, yo lo acepto tal como lo habéis dispuesto para mí».

    Jesús sabe que «en el principio del libro de su vida, hay escrita par Él una voluntad divina de inmolación». Y se abandona a ella sin reserva: In capitate libri scriptum est de me ut faciam, Deus, voluntatem tuam.

    Esta voluntad de glorificar al Padre, de satisfacer a su justicia y de ofrecerse por nuestra salvación jamás se ha doblegado, sino que permanece arraigada para siempre en la entraña misma de su corazón.

    Toda la vida de Jesús, a partir de este momento hasta aquella hora santa en la que se ofrecerá como víctima en la cruz, será una manifestación ininterrumpida de esta decidida voluntad. La sombra del Calvario se proyectaba continuamente en su pensamiento. El vivía anticipadamente todas las peripecias del gran drama: la ingratitud de Judas, las burlas de Herodes, la cobardía de Pilato, la flagelación, las afrentas de la crucifixión.

    Un día que el Salvador se dirigía a Jerusalén, conversando con los discípulos les dijo: «Seré entregado a los gentiles y escarnecido e insultado y escupido» (Luc., XVIII, 32).

    Lo mismo vemos que pasa en el Tabor. Cristo se manifiesta a sus deslumbrados apóstoles, en toda la gloria de su humanidad inundada por el esplendor de la divinidad. «Y hablaban con El dos varones, que eran Moisés y Elías». Y San Lucas nos revela el tema de su conversación: «Le hablaban de su muerte, que había de cumplirse en Jerusalén (Luc., IX, 31). Bien se ve que la pasión constituía el supremo objetivo de la vida terrena de Jesucristo.

    Al morir Jesús, llevaba en sí a la humanidad entera, y en este único sacrificio de la cruz, que fue libremente aceptado y cuyo primer impulso data de la encarnación, nos salvó y santificó a todos. Tal es el sentido de la doctrina de San Pablo, cuando al texto ya citado añade: «En virtud de esta voluntad, somos nosotros santificados por la oblación del cuerpo de Jesucristo, hecha una sola vez (Hebr., X, 10).

 

B) La Cena

 

    La ofrenda que hizo Jesús al pronunciar su Ecce venio fue, sin duda alguna, irrevocable y digna de toda admiración. Pero será en la cena y en la cruz y solamente entonces, cuando el Salvador realizará el acto sacerdotal por excelencia. Allí es cuando, al tiempo que presenta su sacrificio al Padre, se nos revela en toda la majestad y el poder de su supremo pontificado.

    Trasladémonos primero al Cenáculo, en la tarde del Jueves Santo, y asistamos con la consideración a este banquete de despedida y de amor inmenso, en el que Jesús consagra el pan y el vino. Antes de dar principio a su Pasión, ofrece su cuerpo y su sangre, por medio de un rito nuevo, que es imagen de la inminente oblación sacrificial.

Las palabras pronunciadas por Él sobre el pan y el vino no permiten duda alguna sobre el significado que atribuía a su gesto. Se trata, en efecto, de «su cuerpo que será entregado» y de «su sangre –sangre de la Nueva Alianza– que será derramada para la remisión de los pecados». Esta fue la ofrenda que hizo a su Padre. Lo afirma el Concilio de Trento, cuando dice: «En la última Cena, declarándose a sí mismo sacerdote constituido por toda la eternidad según el orden de Melchisedech, ofreció a su Padre su cuerpo y su sangre, bajo las especies de pan y de vino» [Sesión XXII, c. I].

    Sobre nuestros altares, lo mismo que en la Cena, Cristo es sacerdote y hostia. El sigue dándose en alimento; pero en la misa, Cristo se sirve del ministerio de sus sacerdotes, al paso que en la Cena no se sirvió del ministerio de nadie. Sacerdote soberano por su propia e inmediata autoridad, instituyó tres maravillas sobrenaturales, que legó a su Iglesia: el sacrificio de la Misa, el sacramento de la Eucaristía, íntimamente ligado a la Misa, y nuestro sacerdocio, derivado del suyo y destinado a perpetuar hasta la consumación de los siglos su gesto de poder y de misericordia.

    La liturgia de la Misa brota así espontáneamente del corazón de Cristo. Tomando el pan y el vino, «dio gracias» a su Padre, gratias egit (Mt., XXVI, 27). La acción de gracias era realmente una parte del rito pascual; pero ¿no podemos legítimamente creer que Jesús, en aquella coyuntura, dio gracias al Padre tanto por sus pasadas bondades para con el pueblo elegido, cuanto por todas las de la Nueva Alianza?

Veía entonces la innumerable muchedumbre de cristianos que habían de saciarse en la santa mesa y nutrirse de su carne adorable y beber de su preciosa sangre. Dio las gracias por todos los auxilios destinados a sus sacerdotes hasta el fin de los tiempos. No debemos echar en olvido que el seno del Padre es el foco de donde irradian, por la mediación de Jesús, todas las misericordias y todos los dones: Omne datum optimun… descendens a Patre luminum (Jac., I, 17). Jesús dio gracias, sobre todo, por el gran don del sacerdocio y de la Eucaristía.

    Este acto incomparable de gratitud, realizado por el Salvador en nombre propio y en el de todos sus miembros, tributa al Padre una gloria incomparable.

 

 

 

 

C) El supremo Sacrificio de la Cruz

 

    Subamos al Calvario y asistamos juntos al sangriento sacrificio de Jesús.     ¿Qué veis allí? Jesús se encuentra rodeado de una inmensa muchedumbre: soldados indiferentes, fariseos blasfemos, crueles verdugos y, entre ellos, el pequeño rebaño de fieles agrupados en torno a la Virgen María. «Puestos los ojos en el autor y conservador de la fe»: aspicientes in auctorem fidei (Hebr., XII, 2). Este crucificado es el verdadero Dios, nuestro Dios… Crucifixus etiam pro nobis.

    Como frecuentemente os lo repetiré, la divinidad de Jesucristo es la base de nuestra vida espiritual: «El que cree en el Hijo tiene la vida eterna» (Jo., III, 36). Este hombre cosido por los clavos a la cruz es igual al Padre: «consustancial al Padre…, luz de la luz». Más, al revestirse de nuestra humanidad, se ha hecho hermano nuestro.

    ¿Qué es lo que hace sobre este patíbulo de dolor? ¿Cuál es la misión que cumple? Como sabéis, todas las acciones del Hombre-Dios son teándricas en toda la extensión de la palabra, puesto que emanan a un tiempo de Dios y del Hombre. La dignidad de la persona del Verbo confiere a los actos humanos de Cristo un valor divino: Actio est suppositi [Las acciones se atribuyen a la persona] y, en este caso, el suppositum es divino. Cada uno de sus suspiros, cada gota de su sangre tiene un valor expiatorio que basta para compensar la ofrenda inferida por todos los pecados del mundo. Pero en los decretos de su eterna sabiduría, el Padre ha querido que el Hijo nos rescatase por el acto de religión más sublime: el sacrificio. Por esto, dijo el Apóstol: «Cristo nos amó y se entregó por nosotros en oblación y sacrificio a Dios en olor suave» (Eph., V, 2).

    Este sacrificio de Cristo fue eminentemente propiciatorio. Por razón de la eminente dignidad de su persona divina y de la inmensidad de su amor humano, Jesucristo ofreció a su Padre un homenaje que le agradó incomparablemente más que lo que pudieron ofenderle las iniquidades del mundo entero. A los ojos del Señor, el valor de la inmolación de su Hijo sobrepasó incomparablemente la aversión que le produjeron nuestros ultrajes.

 Según la atrevida expresión de San Pablo, Jesús «ha arrancado a la justicia del Padre el decreto de nuestra condenación»:chirographum decreti quod erat contrarium nobis; «quitándolo de en medio y clavándolo en la cruz»: affigens illud cruci (Col., II, 14). Con esto, la actitud de Dios hacia nosotros se transformó totalmente. Éramos «hijos de ira»: filii iræ (Eph., II, 3); pero ahora el Señor se ha hecho para nosotros «rico en misericordia», dives in misericordia (Eph., II, 3-4).

    He aquí lo que Jesús, nuestro hermano, ha hecho por nosotros. Si alcanzáramos a comprender la grandeza de este amor, ¡cómo no uniríamos a su sacrificio, exclamando con el Apóstol: «Me amó y se entregó por mí!» (Gal., II, 20). Observad que no dice dilexit nos, sino dilexit me: es «por mi», soy «yo» a quien todo esto se refiere y atañe.

    Bien se nos alcanza que lo que Dios ha exigido a Jesús y lo que confiere a su sacrificio todo su valor no es ciertamente el derramamiento de la sangre por sí misma, sino en cuanto esta efusión está interiormente animada por el amor y la obediencia.

    Dios, en sus designios, ha querido adaptarse a nuestra condición humana. Ahora bien, para nosotros los hombres, «la sublimación del amor consiste en la donación de la vida, en la entrega de sí mismo hasta la muerte»: Majorem hac dilectionem nemo habet, ut animam suam ponat quis pro amicis suis (Jo., XV, 13). Es el mismo Jesús quien pondera la importancia de este amor en su pasión, cuando dice: «Conviene que el mundo conozca que yo amo al Padre y que, según el mandato que me dio el Padre, así hago» (Ibíd., XIV, 31).

    Ha querido también revelarnos que se sacrificaba por obediencia. En el huerto de los olivos, durante su agonía, Jesús suplicará por tres veces que «el cáliz se aparte de Él». Y ante el inexorable silencio del cielo, el Salvador, libremente, por un acto de suprema sumisión y en un transporte de amor, «conformará su voluntad humana a la voluntad del Padre»: non mea voluntas, sed tua fiat (Lc., XXII, 42). Y San Pablo podrá decir de Jesús: «Se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz» (Philip., II, 8). Isaías  había previsto esta libre aceptación que el Señor hizo del dolor: «Se entregó, proclama el profeta, porque quiso»: quia ipse voluit (Is., 53, 7).

    Por lo tanto, cualquiera que sea el número y la enormidad de los pecados del mundo, la reparación ofrecida por nuestro divino Maestro continúa siendo siempre sobre-abundante. La palabra del Apóstol, transida de admiración ante este misterio, lo a­­testigua plenamente:«Donde abundó el pecado sobreabundó la gracia» (Rom., V, 20).

    Porque el sacrificio de Cristo, así como satisfizo plenamente por la ofensa del pecado, así también se hizo acreedor a todas las gracias. ¿Qué se entiende por merecer? Merecer es realizar un acto que exige una recompensa. Cuando el cristiano que vive en estado de gracia realiza una buena acción, ésta, en virtud de una promesa divina, constituye para él un derecho que le acredita para recibir nuevos factores espirituales. El es quien los merece y este derecho es estrictamente personal.

    Pero cuando Cristo –en su calidad de Redentor y cabeza del Cuerpo Místico–ofrece al Padre su pasión, el valor meritorio de ésta se extiende, trascendiendo la persona de Jesús, a la universalidad de los hombres redimidos por Él y a todos aquellos de quienes es la cabeza. Sus méritos nos pertenecen de tal suerte, que en Él hemos llegado a ser «ricos en toda bendición espiritual» (Eph., I, 3; cfr. I Cor., I, 5). «Nuestras riquezas en Jesucristo» son tan grandes, que es imposible escrutar su inmensidad. Por eso, San Pablo las llama «incalculables»:Investigabiles divitiæ  Christi (Eph., III, 8).

    Llenemos, pues, nuestros corazones de una fe viva y de una confianza sin límites. ¿Acaso no es el mismo Cristo quien ha dicho: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante»? (Jo., X, 10).

    El sacrificio de Jesús es el foco luminoso de las gracias y de los perdones divinos. Todo socorro sobrenatural otorgado a los hombres brota de la suprema inmolación sacerdotal del Gólgota. Todas las bondades que Dios nos dispensa, todos los abismos de su misericordia para con nosotros no son sino una respuesta a las incesantes llamadas de los méritos de Cristo. Si toda la humanidad elevara al cielo llamadas de angustia, todas ellas, sin Jesús, de nada servirían. El clamor del Hijo de Dios es el único que da valor a los nuestros.

    Pero el drama del Calvario se perpetúa en el seno de la Iglesia. Bajo los velos del sacramento, en el momento de la consagración, el clamor de la sangre de Jesús resuena de nuevo, porque todo el amor, toda la obediencia, todos los sufrimientos de su oblación en la cruz continúan siendo presentados al Padre. «Cada vez, proclama la liturgia, que se celebra la conmemoración de este sacrificio, se ejerce la obra de nuestra redención»: Quoties hujus hostiæ commemoratio celebratur, opus nostræ redemptionis exercetur [Secreta de la misa de la 9ª dominica después de Pentecostés].

    Aunque el sacrificio eucarístico depende sustancialmente del sacerdocio de Cristo, no abordamos en este lugar ex profexo este tema, sino que lo haremos más adelante. Retened, sin embargo, ya desde ahora, esta verdad capital: cuando Dios otorga a los hombres sus gracias por la Santa  Misa, glorifica a su Hijo, porque atiende a la intercesión omnipotente de su sangre redentora. Y aún osaría ir más lejos hasta decir que a su Hijo es a quien se muestra misericordioso, porque Jesús puede, sin duda, decir a su Padre: «Oh Padre, los hombres son miembros míos. Al morir, los he llevado a todos a mí. Son míos como lo son vuestros. Y todas las misericordias con que los colmáis, a mí es a quien en realidad se las hacéis».

 

D) El Sacerdocio celestial

 

    Después de su ascensión a los cielos, Jesús está sentado a la diestra del Padre y allí, en medio de los esplendores eternos, «su sacerdocio, como nos dice San Pablo, permanece inmutable»: Sempiternum habet sacerdotium (Hebr., VII, 24).

    El sacrificio de la cruz será eternamente «la oblación única por cuya virtud Cristo hizo perfectos para siempre a los que ha santificado» (Hebr., X, 14).

    Para llegar a la perfecta comprensión de esta vida sacerdotal de Jesús en el cielo es necesario, según Santo Tomás [Sum. Theol., III, q. 22, a. 5.], distinguir entre la ofrenda del sacrificio y sus consumación. Esta comunicación de los dones divinos se verifica en virtud de la oblación ya realizada y constituye su consumación o pleno acabamiento. Esta consumación es, por consiguiente, un ejercicio eminente, aunque secundario, del poder sacerdotal.

    ¿Cómo ejerce Jesús este su sacerdocio eterno, con arreglo al plan divino? Nos lo revela la Epístola a los Hebreos, donde se nos recuerda que el sumo sacerdote de la Antigua Alianza, al penetrar en el interior del velo, figuraba a Cristo. Este sacerdote no entraba en el Santo de los santos, sino una vez al año, después de haber inmolado la víctima y haberse rociado a sí mismo con su sangre. Llevaba sobre su pecho doce piedras preciosas, que simbolizaban a las doce tribus de Israel. De esta suerte, todo el pueblo penetraba simbólicamente con él en el santuario.

    Esta solemne entrada del sacerdote en el Santo de los santos no era otra cosa que la imagen de un acto sacerdotal infinitamente más sublime. Jesús es el verdadero sacerdote que, después de haberse inmolado y rociado con su propia sangre, entró el día luminoso de la Ascensión «en el verdadero tabernáculo» en lo más alto de los cielos: Introivit semel in sancta.Entró allí para siempre y «una vez por todas» (Hebr., IX, 12).

    Cuando el sumo sacerdote penetraba en el santuario, no permitía el acceso al pueblo que le acompañaba; pero Cristo nuestro Sacerdote nos introdujo en pos de Él en el cielo. No echéis nunca en olvido esta doctrina maravillosa de nuestra fe, que nos enseña que no podemos «entrar» sino por medio de Él. A ningún hombre ni a criatura alguna le es posible acercarse a los eternos tabernáculos sino en pos y en virtud del poder de Jesús. Tal es el premio triunfal de su sacrificio.

    Todos los elegidos gozan de la contemplación de Dios; pero ¿de dónde les viene esta luz que les permite contemplar la divinidad? El Apocalipsis de San Juan nos lo dice repetidas veces: en la Jerusalén celestial «su lumbrera era el Cordero»: Lucerna ejus est Agnus (XXI, 23). Todos los habitantes de la ciudad santa reconocerán que las gracias que dimanan del sacrificio de Jesús son las únicas que les han abierto el acceso al Padre y les han otorgado el poder de alabarle. Por eso cantarán sin cesar: «Vos nos habéis redimido por vuestra sangre de toda tribu, de toda nación… y habéis formado con nosotros el reino de Dios» [Antífona de las vísperas de Todos los Santos. Cfr. Apoc. VII, 9 s. Estos pensamientos se encuentran hermosamente desarrollados en el capítulo dedicado a la Ascensión de la obra Jesucristo en sus misterios, pág. 295 y ss.].

    En cuanto hombre, el Salvador tiene derecho a penetrar en el arcano de la divinidad, porque su humanidad es la humanidad del Verbo. Pero Cristo es al mismo tiempo «sacerdote»,pontem faciens, mediador y cabeza del cuerpo místico. Por estos títulos y en virtud de su pasión, nos introduce con Él en el seno del Padre.

    La Escritura nos autoriza así a considerar que en el cielo se celebra una liturgia grandiosa. Cristo se ofrece en todo su esplendor y esta oblación gloriosa viene a ser como el remate y la consumación de la redención.

    En esta liturgia celestial todos estaremos unidos a Jesús y lo estaremos entre nosotros mismos. Seremos su trofeo de gloria. Participaremos en la adoración, en el amor, en la acción de gracias que Él y todos sus miembros elevan a la majestad suprema de la Santísima Trinidad. Las escenas del Apocalipsis nos permiten entrever estas realidades. La epístola a los efesios lo proclama: al fin de los tiempos el Padre, en su reino, llevará a término su plan, que consiste en volver a traer todas las cosas a Sí, «uniéndolas todas bajo una sola cabeza»: recapitulare omnia in Christo. 

Todas las cosas serán sometidas a Cristo, añade San Pablo: Oportet illum regnare (I Cor., XV, 25), y el mismo Hijo, en unión de todos sus elegidos, rendirá homenaje a «Aquel que le ha sometido todas las cosas, a fin de que Dios lo sea todo en todo»: Cum autem subjecta fuerint illi omnia, tunc et ipse Filius subjectus erit ei qui subjecit sibi omnia, ut si Deus omnia in omnibus (Ibid., XV, 28).

    Gozaremos por toda la eternidad de la alegría de experimentar que nuestra felicidad nos proviene de Jesús, que su sacerdocio es su manantial, como lo fue de todas las gracias que hayamos recibido durante nuestra peregrinación terrestre. ¿No es, acaso, de Él de quien hemos recibido nuestra adopción divina, nuestro sacerdocio y la mirada indulgente, tierna y amorosa de Aquel a quien en la Misa llamamos clementissime Pater?

    Cuando celebremos el santo sacrificio, creamos firmemente que entramos en esta corriente magnífica de alabanza, que entramos en comunión con esta liturgia de los cielos. En el momento de recibir la Eucaristía, tengamos presente que, tanto para nosotros como para los bienaventurados, la santa humanidad de Cristo es el único medio por el que nos ponemos en contacto con la divinidad.

    Y mientras esperamos la visión y la caridad plena de la ciudad de Dios, gocémonos en repetir: Oh Jesús, Vos lo sois todo para nosotros, mientras apoyados en la fe caminamos hacia la eterna Jerusalén, «para que los que viven, no vivan ya para sí, sino para Aquel que por ellos murió y resucitó(II Cor., V, 15).

  

SEGUNDA MEDITACIÓN

 

JESUCRISTO, CAUSA Y MODELO DE LA SANTIDAD SACERDOTAL

 

    El Padre celestial es quien nos ha fijado el ideal de santidad que nos corresponde como ministros de Jesucristo. «Nos predestinó a ser conformes», no a una criatura cualquiera ni a un ángel, sino «a su Hijo», cuya humanidad recibió la consagración sacerdotal en el momento mismo de su encarnación. San Pablo nos revela este designio del Padre, cuando nos dice:Prædestinavit nos conformes fieri imaginis Filii sui (Rom., VIII, 29). Dios ha señalado a nuestra perfección un modelo divino y desea descubrir en nosotros los rasgos de su Hijo humanado y ver cómo nuestra alma resplandece con los reflejos de su santidad.

    Si es cierto que la grandeza de toda vida humana depende del ideal a que aspira, ¿hasta qué punto no será sublimada nuestra vida sacerdotal si abrigamos el sincero deseo de hacernos semejantes a Cristo? Como el Padre encuentra todas sus complacencias en el Verbo, nuestra asimilación a Cristo será causa de innumerables gracias y bendiciones.

    Detengámonos un momento y contemplemos este misterio con el más profundo respeto.

 

1.- La vida sobrenatural

 

   Ninguna inteligencia creada puede abarcar ese océano de perfección que es Dios. Sólo Dios mismo, en su infinito poder, puede abarcar de una vez toda la inmensa plenitud de su grandeza. El expresa su conocimiento en una palabra única que es su Verbo, al que comunica toda su vida divina, toda su luz, todo cuanto es. Esta generación que se realiza en el seno del Padre y que constituye la vida misma de Dios, no ha tenido principio, ni tendrá fin. En este mismo momento en que os estoy hablando, el Padre, en un transporte de alegría infinita, dice a su Hijo: «Tú eres mi Hijo; hoy –esto es, en un eterno presente– te he engendrado yo» (Ps., II, 7).

    El Padre nos ha dado a su Hijo como modelo y fuente de toda santidad. «En quien se hallan escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia» (Col., II, 3). Toda una eternidad que estemos contemplándolo, no será bastante para llegar al conocimiento completo de este misterio, ni para dar suficientes gracias a Dios por el beneficio que supone.

    Antes de continuar tratando de esta materia, quiero llamar vuestra atención sobre el error de aquellos que no fundamentan su vida sobre la fe en el plan divino, sino que prefieren constituirse a sí mismos en arquitectos de su propia santidad.

    La santificación del alma es una obra sobrenatural. ¿Y cuál es el verdadero concepto de lo sobrenatural? Podemos responder a esta pregunta diciendo que consiste en la realización temporal de los designios eternos del Padre. Dios ha querido destinar al hombre a encontrar su definitiva felicidad en la visión intuitiva de la divinidad, visión que sólo a Dios le es natural. La revelación, la encarnación, la redención, la Iglesia, la fe, los sacramentos, la gracia y la santidad pertenecen a este plan, cuyo centro lo forman Cristo y el hecho de nuestra adopción en Él. La comunicación de estos dones es absolutamente gratuita y sobrepasa las necesidades y las exigencias de toda criatura, sea angélica o humana. Esta es la razón de porqué es sobrenatural.

    Hay todo un mundo de gracias y de luces al que debe vincularse toda la actividad del hombre que ha sido destinado al logro de la felicidad celestial, ya que la naturaleza, abandonada a sus propias fuerzas, nada puede hacer que sea conducente a la consecución de su fin sobrenatural.

    Se encuentran personas, aún entre el clero, que flaquean en su vida espiritual, a pesar de que observan una fidelidad mayor o menor a sus prácticas de piedad; pero que nunca llegan a vivir interiormente la vida de Cristo. Hacen continuados esfuerzos, sin percatarse de cuál es el ideal a que deben aspirar, y se debaten en constantes dudas sobre cuál será el mejor camino que les lleve a Dios. De cuán distinta manera procedía San Pablo, cuando decía: «Y yo corro, no como a la ventura, por un camino incierto; no como quien azota el aire» (I Cor., IX, 26). Tanto para nosotros mismos como para los que se someten a nuestra dirección, es de capital importancia que nos demos cabal cuenta de la naturaleza de la santidad a la que aspiramos, para evitar que obremos como «quien azota el aire».

    Cuando leemos los Hechos de los Apóstoles y la historia de los primeros cristianos, a los que San Pablo destinaba sus cartas, nos percatamos de cuán abundantes eran entre ellos los dones del Espíritu Santo. Aquellos cristianos vivían de Jesucristo, de la gracia de su bautismo, de la esperanza del reino de los cielos, de la doctrina del plan divino que los apóstoles enseñaban.

    Lejos de mí el censurar a los que, en la obra de su santificación, recurren a medios de supererogación, que son de su preferencia, porque en ellos encuentran el estímulo que necesitan; ya que más vale andar con muletas que estarse quieto. Pero debo reivindicar bien claramente y para vuestro mayor provecho, las inmensas riquezas que poseemos en Jesucristo.

Los hombres se sienten inclinados a adoptar las ideas propias en lugar de las ideas de Dios, a querer caminar hacia la perfección siguiendo su propio y limitado criterio y no según el pensamiento divino. San Pablo hizo notar esta tendencia que ya se manifestaba en su tiempo: «Mirad que nadie os engañe con filosofías falaces y vanas, fundadas en tradiciones humanas, en los elementos del mundo, y no en Cristo» (Col., II, 9).

    En nuestros días, el naturalismo reina en el mundo y se infiltra aún entre aquellos que quieren vivir vida de fe. ¿Acaso nosotros mismos no descuidamos el carácter propiamente sobrenatural de nuestra vida interior?

    Para conformarnos a los planes que Dios ha trazado para la obra de nuestra elevación sobrenatural, es requisito indispensable que tratemos de santificarnos de acuerdo con el modo previsto y determinado por el mismo Señor y según su voluntad.

 

 

2.-El plan divino de la santificación

 

   Veamos cómo el Padre, impulsado por su amor, ha dispuesto para sus sacerdotes un ideal y una fuente de santificación que nunca cesa de manar.    Dios no se arrepiente de sus dones. Cuando Dios concede algún don, no lo quita jamás, sino que lo concede para siempre.

    Por una eterna y libre predestinación «de amor, Dios quiso entregar su Hijo al mundo»: Sic Deus dilexit mundum ut Filium suum Unigenitum daret (Jo., III, 16). Cristo nos pertenece totalmente y sin reserva alguna a cada uno de nosotros como el más precioso de nuestros bienes. «Por Él sois en Cristo Jesús, que ha venido a seros de parte de Dios sabiduría, justicia, santificación, y redención»: Factus est nobis sapientia a Deo, et justitia, et sanctificatio et redemptio (I Cor., I, 30). Toda santidad destinada a los hombres ha sido, por así decirlo, depositada en Él.

    Esforcémonos por penetrar profundamente en el significado de este designio de sabiduría y de amor que Dios ha tenido para con nosotros.

    Dios quiere comunicarse a nosotros para ser El mismo el objeto de nuestra felicidad sobrenatural; pero quiere que esta comunicación se realice exclusivamente por Cristo, con Cristo y en Cristo: Per Christum, cum Ipso, in Ipso. El grandioso plan de la misericordia del Padre consiste en volver a traer a Sí todas las cosas, pero purificadas, santificadas y «reunidas en Cristo como bajo un solo jefe»: Instaurare omnia in Christo (Eph., I, 10). San Pablo se complacía en predicar «acerca de la dispensación del misterio oculto desde los siglos en Dios». La misión que había recibido del cielo era la de «revelarlo»: Illuminare omnes quæ sit dispensatio sacramenti absconditi a sæculis in Deo (Ibid., III,9).

    La santidad a la que Dios, en su providencia eterna, ha llamado a sus sacerdotes, no es una moral meramente natural, que se limita al dominio de sí mismo y a la práctica de las virtudes naturales. Sin duda que la santidad que Dios exige de sus sacerdotes incluye una absoluta rectitud humana; pero no es menos cierto que esta santidad es esencialmente sobrenatural.

    La encarnación redentora, que se nos ha revelado como el don más sublime de la santidad de Dios, ocupa el centro de este plan divino del que hablamos. Este don se comunica, en primer lugar, y en toda su plenitud, a la humanidad de Jesús, para comunicarse luego, y por mediación suya, a todos los cristianos. De acuerdo con el plan divino, «todos los tesoros destinados a la santificación de los hombres se encuentran en Jesucristo»: in omnibus divites facti estis in illo (I Cor., 1, 5).

    Sus méritos nos pertenecen y los tenemos a nuestra disposición. Nada hay en orden a la santidad que no podamos esperar alcanzarlo por sus méritos, a condición de que nuestra fe corra parejas con nuestra esperanza.

    En virtud de esta comunicación, Cristo es para nosotros la causa de todas las gracias. Pero aún hay que añadir que, por un decreto de la voluntad divina, la muerte de Cristo en la cruz le mereció la singular prerrogativa de que le fuera enteramente confiada la obra de la santificación de los hombres. Y esta es la razón de porqué Jesús, como instrumento de la divinidad, es la causa eficiente universal en la infusión de la gracia, bien sea por medio de los sacramentos, bien sea por otro medio cualquiera.

    Pero, al mismo tiempo que influye en su Cuerpo Místico por la causalidad de sus méritos y de su acción santificadora, Cristo es, además, causa ejemplar y modelo de toda santidad: porque la perfección propia de los hijos adoptivos consiste en asemejarse lo más posible al que lo es por naturaleza.

    Estos tres géneros de causalidad nos hacen caer en la cuenta de cómo, según los designios eternos, Cristo lo es todo para nosotros en la obra de nuestra santificación. Así comprendemos mejor cuán verdadera es aquella afirmación tan categórica de San Pablo: «Cuanto al fundamento, nadie puede poner otro sino el que está puesto, que es Jesucristo» (I Cor., III, 11). «Gracias sean dadas a Dios, dice San Pablo, por su inefable don» (II Cor., IX, 15).

 

 

3.-Hacernos conformes a la imagen del Hijo de Dios

 

    Consideramos ahora este mismo misterio de parte del hombre. Podríamos definir la santidad diciendo que consiste en la vida divina comunicada y recibida. Esta vida divina es comunicada por Dios y por Cristo y recibida por el hombre desde el momento en que es bautizado [Cfr. Jesucristo, vida del alma, cap. «El bautismo, sacramento de la adopción divina y de iniciación cristiana»].

    El sacramento del bautismo confiere la gracia y obra la santificación del alma, comunicándole lo que podemos comparar a la aurora de la luz divina, cuya claridad debe ir progresando hasta llegar a los esplendores de un mediodía sin ocaso.

    La gracia bautismal o santificante injerta en el alma el poder entrar en comunión con las misma naturaleza divina por el conocimiento, por el amor y por la posesión intuitiva de la divinidad, lo cual constituye un atributo que sólo a Dios le corresponde por naturaleza. Este don divino establece en el hombre una maravillosa y sobrenatural «participación de la vida divina»: Quædam participata similitudo divinæ naturæ, según la expresión de Santo Tomás [«Cierta participación, por semejanza, de la naturaleza divina». Sum. Teol., III, q. 62, art. 1].

    Es una vida nueva que hace irrupción en el alma, y su venida constituye para el bautizado «un segundo y espiritual nacimiento». Así lo dijo el mismo Jesús: Oportet vos nasci denuo (Jo.,III, 7). Únicamente Dios puede dar a su criatura el germen de esta vitalidad sobrenatural y Él sólo es quien engendra al hombre a esta vida: Qui… ex Deo nati sunt (Ibid., I, 13). A partir de este momento, en el alma del bautizado se establece una filiación adoptiva, que está calcada en la filiación eterna del Hijo de Dios.

    Tales grandezas hacían exclamar a San León: «Reconoce, ¡oh cristiano!, tu dignidad»: Agnosce, o christiane, dignitatem tuam! «Puesto que participamos en la generación de Cristo, renunciemos a las obras de la carne». Adepti participationem generationis Christi, carnis renuntiemus operibus [Sermo, XXXI, 3. P. L. 54, col. 192].

    Si, como enseña Santo Tomás, «la filiación natural y eterna del Verbo en el seno del Padre es el ejemplar sublime de nuestra filiación adoptiva»: Filiatio adoptiva est quædam similitudo filiationis æternæ [Sum. Teol., III, q. 23, a. 2], la santidad propia de la humanidad deberá servir de modelo a la santidad de los hijos de adopción.

 

    ¿En qué consiste la santidad de Jesús?   Reconocemos, ante todo, que Jesús posee una santidad singular, de orden divino, que es privativa de Él, como fruto del cuerpo de Jesús que realizó el Verbo, comunica a toda su naturaleza humana una santidad incomparable, que no es otra cosa que la de la segunda Persona de la Trinidad. Por eso, decimos con toda razón: la santa humanidad. Y por eso, la Iglesia, en la liturgia de la Misa, alaba con transportes de alegría esta «santidad única»: Tu solus sanctus… Jesu Christe, cum Sancto Spiritu, in gloria Dei Patris.

    En segundo lugar, la gracia santificante, «de una plenitud» incomparable, et vidimus eum plenum gratiae (Jo., I, 14), elevaba el alma de Jesús; y el Espíritu Santo regulaba admirablemente todas sus actividades, conformándolas a la soberana dignidad de su condición de Hijo de Dios. En el seno de la Santísima Trinidad, las personas son, como nos enseña la teología, «relaciones subsistentes». Y así, el Hijo es esencialmente Hijo, y al mismo tiempo, dice esencialmente relación al Padre. Por la acción del Espíritu Santo, el alma de Jesús se unía plenamente a esta vida del Verbo. En su condición de hombre, su alma, impulsada por un amor inmenso, estaba entregada tota ad Patrem [«Toda enteramente orientada hacia el Padre»]. Ella manifestaba su nombre, cumplía su voluntad y le glorificaba sin cesar. Todos los movimientos interiores de Jesús respondían plenamente a su filiación divina y eran actos sobreeminentes de religión y de amor.

    En virtud de la gracia santificante, el cristiano participa de la santidad de Jesucristo. Esta gracia viene a ser como un reflejo de la luz divina que, invadiendo el alma, la constituye en estado de justicia y la hace semejante al que es Hijo por naturaleza. Esta santidad inicial, que está destinada a un desarrollo progresivo, se concede en el momento del bautismo. Cuando los hijos adoptivos imitan con sus buenas obras las virtudes de Jesús, contribuyen a perfeccionar en sí mismos la vida de Cristo.

    En la Cena, después de haber lavado los pies de sus discípulos, Jesús pronunció estas solemnes palabras: Exemplum enim dedi vobis, ut quemadmodum ego feci vobis, ita et vos faciatis.«Porque yo os he dado el ejemplo para que vosotros hagáis también como yo he hecho» (Jo., XIII, 15). Bien sea el espíritu de religión o de humildad o de paciencia o de perdón o de caridad, en una palabra, todas las virtudes de Jesús deben inspirar las nuestras, porque son el modelo que todos deben imitar, y en especial los sacerdotes. Si la esencia de nuestra perfección sacerdotal consiste en obrar siempre como hijos adoptivos de Dios y ministros de Jesucristo, es preciso que, a semejanza de Él, Hijo de Dios y Sacerdote Supremo, dediquemos incesantemente toda nuestra actividad a procurar el amor y la gloria del Padre por la imitación de las virtudes de las que Jesús nos ofrece un acabado modelo.

  Esta asimilación a Cristo se realiza principalmente por el creciente dominio que la caridad ejerce en toda nuestra conducta. El amor es quien orienta hacia el fin sobrenatural cada una de nuestras acciones deliberadas, reflejándose así sobre toda la vida y enraizándose, gracias a su influjo cada vez más extendido y eficaz, en medio del corazón. De esta suerte, el reino de Dios se va estableciendo más firmemente en el alma cristiana.

¿Quiere esto decir que llega un momento en que es confirmada en gracia? Ciertamente que no; porque continúa expuesta a las tentaciones y al pecado. Sino que Dios, Cristo y su reino vienen a ser el único móvil de sus acciones. El Señor toma plena posesión de esta alma, Dominus regit me (Ps., XXII, 1), porque, por la definitiva supremacía de la caridad, ella no vive sino por Él, de Él y para Él. Desde este momento, la expresión del Apóstol empieza a realizarse plenamente en este miembro de Cristo: «Y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí» (Gal., II, 20). Entonces es cuando el amor llega a la santidad.

    Existen, ciertamente, muchos grados de santidad. La generosidad en la entrega de sí mismo y la heroicidad de las virtudes pueden revestir múltiples formas y progresar indefinidamente. No nos hagamos la ilusión de llegar demasiado rápidamente a la cima. En esto, como en todo lo demás, el tiempo juega un importante papel.

La fidelidad que Dios exige ordinariamente a sus servidores suele ser de larga duración, y son muchas las pruebas a que les somete para vigorizar su firmeza y aumentar su mérito. Los dones de la oración contemplativa ejercen por su parte un influjo particular en la elevación habitual del alma y en la perseverancia de los elegidos.

    En la práctica, vosotros los sacerdotes –sea cual sea el misterio de la predestinación y de la gracia– debéis alimentar en vuestra alma un sincero deseo de alcanzar la perfección sacerdotal. No podéis permanecer indiferentes al llamamiento que Dios os hace. Si mis palabras no provocan en vosotros un deseo profundo de responder a la grandeza de vuestra vocación, serán totalmente ineficaces. Yo no os digo que aspiréis de repente a la santidad más encumbrada, sino que os recomiendo con insistencia –porque ello es esencial– que tratéis de avanzar por el camino de la santidad que Dios quiere de vosotros. El es quien mejor conoce vuestra debilidad: Ipse cognovit figmentum nostrum (Ps., 102, 14), y su sabiduría ha medido exactamente hasta dónde llega vuestra capacidad y cuál es el poder de las gracias que Él tiene destinadas para sosteneros en vuestra ascensión.

    El deseo de la santidad es la condición primordial de toda vida espiritual, porque dispone al alma para recibir el don de lo alto. Confesando su absoluta impotencia y esperándolo todo de la ayuda de la gracia, el alma se abre enteramente ante el Señor y aumenta su capacidad de recibir los dones divinos. La obra de la conquista de la santidad es como una llama interior, como un fuego sagrado que llevamos en nuestro seno. A veces, este fuego parece que no es más que una centella; pero tengamos la seguridad de que esta chispita puede reavivarse y arder.

    Si queremos que el Padre pueda, al mirarnos, decir de nosotros, como dijo de Jesús: «Este es mi Hijo muy amado» (Mt., III, 17), es preciso que todas nuestras aspiraciones y todos nuestros esfuerzos tiendan a establecer en nosotros el reinado de la caridad.

 

4.- El sacerdote, hecho semejante a Cristo, reproduce en sí la santidad del Padre

  

   El Evangelio nos transmite una frase sorprendente que brotó de los labios de Cristo: «Sed, pues, vosotros perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial» (Mt., V, 48).

    ¿Por qué nuestra perfección y nuestra santidad han de reproducir la santidad divina, que se eleva a infinita distancia sobre nuestra debilidad humana? ¿Es que nos será, acaso, posible llegar al conocimiento del misterio de esta vida divina?

    La respuesta a esta doble cuestión se encierra en estas palabras: tenemos el deber de asemejarnos a nuestro Padre celestial, porque somos sus hijos adoptivos. Ahora bien, para llegar a comprender la perfección de nuestro Padre, nos basta con conocer a Jesucristo. San Juan nos dice que: «A Dios nadie le vio jamás»: Deum nemo vidit unquam (Jo., I, 18).

Pero nadie debe desesperar de conocerle, porque, como añade a continuación, «Dios Unigénito, que está en el seno del Padre, ése nos lo ha dado a conocer». Esta misma revelación es la que hacía exclamar a San Pablo, transportado de entusiasmo: «Dios habita una luz inaccesible»: Deus lucem inhabitat inacesibilem (I Tim., 6, 16); pero «Dios, que dijo: Brille la luz del seno de las tinieblas, es el que ha hecho brillar la luz en nuestros corazones para que demos a conocer la ciencia de la gloria de Dios en el rostro de Cristo» (II Cor., IV, 6).

    La liturgia de Navidad nos lo repite todos los años: «Para que, conociendo a Dios bajo una forma visible, seamos atraídos por Él al amor de las cosas invisibles». Jesucristo es el mismo Dios que se ha acomodado a nuestra condición, al tomar una forma humana. Después de la última cena, San Felipe dijo a Jesús: «Señor, muéstranos al Padre»: Domine, ostende nobis Patrem (Jo., XIV, 8). A lo que el Señor le repuso con una palabra que descifra la clave del misterio: «Felipe, el que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Ibid., 9). Por lo tanto, en Jesucristo todo es una revelación de Dios. Así lo ha proclamado San Agustín: Factum Verbi verbum nobis est [Tract. in Jo., XXIV, P. L., 35, col. 1593].

    Aprendamos, pues, a los pies de Jesús, a conocer las perfecciones del Padre. La meditación de sus palabras, de sus acciones, de sus sufrimientos y de su muerte será la mejor manera de penetrar los secretos de la misericordia infinita.

    Y esto encuentra una realización mucho más cumplida en los sacerdotes que en el resto de los fieles, porque los sacerdotes tienen mejor oportunidad de contemplar a Jesucristo tanto en la lectura de la Biblia como en el transcurso del año litúrgico y en la celebración del sacrificio de la misa.

    ¿Qué es lo que nos enseña la teología sobre este sublime atributo divino de la santidad? La soberana trascendencia de Dios lo eleva a una infinita distancia sobre la creación, sobre toda imperfección, sobre todo el mundo en que nos agitamos. Este es el primer aspecto, aunque más bien negativo, de su santidad.

    Empleando una expresión enteramente humana, podríamos decir que el amor con que Dios ama su propia esencia y su propia bondad es lo que constituye su santidad. Esta adhesión amorosa es sabia y ordenada, porque responde perfectamente a la excelencia infinita de la naturaleza divina. Para decirlo de otra manera, al contemplar su esencia, Dios se ama según lo exige la perfección de su mismo ser. Podemos, pues, afirmar que la santidad de Dios consiste en este amor y en este querer su propio bien. Tal amor y tal querer no solamente se conforman en un todo a la bondad infinita, sino que se identifican con ella. De ahí procede su firmeza inalterable.

    Dios quiere que, en su obra de creación y de santificación, las criaturas actúen según el orden y la subordinación que les corresponde. Así es como ellas rinden gloria a Dios. Cuando el hombre reconoce su dependencia radical respecto de su Creador, entonces es cuando su conducta se acomoda plenamente a la ley de su naturaleza y Dios muestra su aprobación a esta sumisión y glorificación. Y por la misma razón, Dios reprueba necesariamente toda actitud de insubordinación y de rebeldía y condena el pecado. No por egoísmo ni por orgullo, sino por una exigencia de su misma santidad, es por lo que Dios quiere que todo se haga con rectitud, con sabiduría y con verdad. Este es el sentido que hay que dar a aquellas palabras: «Dios es santo en todas sus obras»: Sanctus in omnibus operibus suis (Ps., 144, 13) y a aquellas otras: «Todo lo ha hecho Yahvé para sus fines»: Universa propter semetipsum operatus est Dominus (Prov., XVI, 4).

    Esta perfección divina deslumbra a los espíritus celestiales. ¿Qué es lo que, en efecto, contemplaron Isaías y San Juan, cuando vieron por un instante el cielo abierto? Los ángeles, que cantaban sin cesar: Sanctus, Sanctus, Sanctus (Isa., VI, 3; Apoc., IV, 8).

    Lo que constituye, pues, la santidad de Dios es aquel amor, de una sabiduría soberana y de una rectitud perfecta, con que ama su propia suprema bondad.

    La santidad, en su absoluta perfección, no existe sino en Dios, porque Él es el único que ama perfectamente su bondad infinita. Este atributo esencial es común a las tres personas; pero cada una lo posee según su «relación» personal.

 Nunca jamás podremos tener una idea cabal de la santidad divina, porque sobrepasa los alcances de nuestra comprensión. Pero si la contemplamos tal como se nos manifiesta en Jesucristo, la santidad divina se revela y se impone a nuestra admiración. Entonces es cuando aparece como accesible y al alcance de hombre.

    La naturaleza humana de Jesús participa de la santidad del Verbo. Todo es en Él un reflejo de la vida del Verbo; y por eso está libre de todo pecado y de toda imperfección. El perfecto amor con que ama la bondad infinita le induce a consagrarse siempre y enteramente al Padre, a quien glorifica en todas sus acciones.

    Este es el modelo hacia el que nos atrevemos a levantar nuestros ojos, sobre todo los que hemos sido investidos de todos los poderes de Cristo: «Como me envió mi Padre, así os envío yo» (Jo., XX, 21).

    Si el Verbo que, en un acto simple e infinito, expresa todo cuanto es el Padre, se ha dignado revelar en un lenguaje humano y con ejemplos adaptados a nuestra limitada inteligencia, los secretos de la vida divina; ¿no será una verdadera locura por nuestra parte que desatendamos su mensaje y que pretendamos santificarnos a nuestro antojo, sin hacer de Jesucristo el centro de nuestras aspiraciones, de nuestra confianza y de nuestra vida?

 

 

5.- Cristo, fuente viva de santidad

 

   Cristo, modelo trascendente, si bien accesible de santidad, nos confiere una participación activa de ésta, mediante su gracia omnipotente. Hay almas que, más o menos inconscientemente, se imaginan que pueden llegar a asemejarse a Cristo a fuerza de imitar sus virtudes con su propio esfuerzo. Y esto es una vana ilusión.

    En Inglaterra se suele dar a veces el caso de personas de refinada cultura que muestran una desmedida admiración por tal o cual personaje, y tratan de imitarle a toda costa, leyendo únicamente sus libros, penetrándose de sus dichos y de sus hechos y tratando de copiarle y aún remedarle en todo. A los tales se les conoce allí con el nombre de «worshippers». Entre éstos pueden contarse los «gladstonianos» y los «newmanianos». La moda de imitar a Newman estuvo muy en boga durante cierto tiempo.

    Si, para unirse a Cristo y conformarse a su imagen, se sirviera alguno de estos medios exteriores y ficticios, se equivocaría de medio a medio. Aunque consumiese su vida entera practicando estos esfuerzos, su adhesión no pasaría de ser un afecto puramente humano. A los ojos del Padre este trabajo sería completamente vano, y el que lo hiciera, más se asemejaría a un bastardo que a un hijo nacido de su gracia.

    Cristo es, en efecto, el modelo de toda santidad; pero esta causa ejemplar es divina y obra divinamente. El es quien imprime en el alma su propia semejanza.

    Cristo nos ha revelado cómo se obra esta maravilla de la gracia, al decirnos: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jo., XIV, 6).

 

    «Yo soy el camino».

    Entre Dios y las criaturas media una distancia infinita. Si prescindimos de su elevación sobrenatural, los mismos ángeles están a una distancia inconmensurable de la divinidad. Sólo Dios, en virtud de su naturaleza, se ve a sí mismo tal como es. El solamente puede alcanzar con su mirada los abismos de sus perfecciones. Los hombres no conocen a Dios sino por medio de sus obras: «Hay en torno de Él nube y calígine» (Ps., 96,2). Mas he aquí que hemos sido llamados para ver a Dios como Él se ve, a amarle como Él se ama, y a vivir la misma vida divina. Tal es nuestro destino sobrenatural.

    Entre esta elevación y la capacidad de nuestra naturaleza media un abismo infranqueable. Pero Cristo, Dios y hombre, y la gracia de la adopción nos permiten salvar esta sima. Cristo es el puente que une los extremos de este insondable abismo. Su santa humanidad es el camino que nos facilita el acceso a la Trinidad. Él nos lo dijo claramente: «Nadie viene al Padre sino por mí» (Jo., XIV, 6).

    Este camino no tiene pérdida y el que lo sigue llegará infaliblemente a su término; «tendrá luz de vida». Qui sequitur me, non ambulat in tenebris sed habebit lumen vitæ (Jo., VIII, 12).Jesús, en cuanto Verbo, es una misma cosa con el Padre y, por eso, su humanidad nos hace alcanzar la divinidad. Cuando nos inserta en su Cuerpo Místico, nos toma realmente en sí mismo, para que podamos estar donde Él está, es decir, unidos al Verbo y al Espíritu Santo en el seno del Padre: «De nuevo volveré y os tomaré conmigo, para que, donde yo estoy, estéis también vosotros» (Jo., XIV, 3).

    Apoyaos, pues, siempre en los méritos de nuestro amado Salvador. Vuestra esperanza de llegar a la unión con la divinidad no puede descansar en la pobreza de vuestros méritos personales, sino en la inmensidad de los suyos. Cuanto más convencidos estéis de que toda vuestra riqueza está en Él, tanto más bendecirá Dios vuestra ascensión hacia Él, y tanto más fecundo será vuestro apostolado. Prescindid de vuestra propia persona, sustituyéndola por la de Cristo y uniéndoos íntimamente a Él, como lo hacía San Pablo: «Cuanto a mí no quiera Dios que me gloríe sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo» (Gal., VI, 14). Y en otro lugar: «Y todo lo tengo por estiércol, con tal de gozar a Cristo (Philip., III, 8)

 

    «Yo soy la verdad».

    Por nuestra condición natural, marchamos en este mundo por un camino de tinieblas: In tenebris et in umbra mortis (Lc., I, 79). Para elevarnos hacia Dios, precisamos ser sobrenaturalmente iluminados.

    Cristo es el único que revela la verdad de la religión: «Yo soy la luz del mundo»: Ego sum lux mundi (Jo., VIII, 12). Aún sin llegar a levantar completamente el velo de la oscuridad, sus enseñanzas nos permiten reconocer en Él al enviado del Padre, y mostrarle nuestra adhesión como a Verdad suprema e infalible: «Dios es mi luz» (Ps., 26, 1).

    El Evangelio descubre al mundo todas las grandes verdades religiosas: la Trinidad, la encarnación, las sanciones de ultratumba. Como descubre también el misterio de la paternidad divina. Cuando Jesús nos habla de Dios, nos lo presenta siempre como nuestro Padre: «Subo a mi Padre y a vuestro Padre» (Jo., XX, 17).

Una de las notas características del Nuevo Testamento es la de habernos enseñado a llamar a Dios Padre nuestro, y a conducirnos con Él como hijos suyos: Pater noster, qui es in cœlis (Mat., VI, 9). «El Espíritu mismo da testimonio a nuestra alma de que somos hijos de Dios» (Rom., VIII, 6). Juntamente con la paternidad divina, Jesús nos descubre el hecho de nuestra adopción, nuestro destino bienaventurado en el cielo, y todas las formas de caridad y de virtud que son propias del cristiano. Recibamos estas enseñanzas de sus labios benditos, comprendiendo que emanan de la fuente misma de la Verdad y adhiriéndonos a ellas con una fe inquebrantable.

    Cristo, además, comunica la verdad a nuestra alma mediante una gracia iluminativa, que nos es enteramente personal.

    Esta iluminación propia de cada uno es esencial para el incremento de la vida de Cristo en nosotros. Gracias a ella, el sacerdote entra en los caminos divinos de la santificación. Él «camina en la verdad»: Ambulare in veritate (II Jo., I, 4), como dice San Juan.

    Debemos, por consiguiente, considerar los caminos de esta vida a la luz de nuestra fe en Cristo. Pongámoslo como una antorcha divina en el centro de nuestro corazón. Depositemos a los pies de Jesús nuestras ideas, nuestros juicios y nuestros deseos, para que contemplemos el mundo, las personas y los acontecimientos como si los mirásemos a través de sus ojos. Entonces tendremos un concepto cabal de las cosas del tiempo y de la eternidad.

 

    «Yo soy la vida».

    Para llegar al fin propuesto, no basta con tomar el verdadero camino, ni con tener luz durante la marcha; es necesario, además disponer de fuerza vital, porque es lo único que nos permite avanzar. En la obra de la santificación Jesús es, además la vida: «Yo soy la resurrección y la vida… Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante» (Jo., XI, 25; X, 10).

    Él es la causa eficiente y universal de todas las gracias, tanto por su misma virtud divina como por la donación que nos hace del Espíritu Santo. Su humanidad es el instrumento de la divinidad, que realiza en las almas este aumento de la vida sobrenatural que las transforma de suerte que, a los ojos del Padre celestial, se asemejan realmente a su Hijo encarnado. Cristo obra por medio de los sacramentos y también independientemente de ellos; la oración, la contemplación de sus misterios, la humildad y el amor en todas sus formas disponen al alma para su acción.

    Nos enseña la doctrina de la Iglesia que el Espíritu Santo –don por excelencia del Padre y del Hijo– graba en la entraña del alma esta semejanza auténtica con el Hijo de Dios. El es el «dedo de la diestra del Padre»: Dextræ Dei tu digitus [Himno Veni Creator (Breviario monástico)]. ¿Cómo realiza en el alma la obra de nuestra adopción? «Haciéndonos exclamar: Abba, Padre» (Gal., IV, 6). Como veis, la acción del Espíritu Santo, lo mismo que la del Verbo encarnado, nos conduce al Padre. Todo procede de esta primera Bondad, y todo retorna a ella en una sublime resaca. Así es como nos asociamos a las divinas personas e imitamos su movimiento de amor eterno.

    El mismo Jesús ha querido iluminar nuestra fe en su acción santificadora sirviéndose de una comparación: «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos» (Jo., XV, 5). Los sarmientos tienen vida, pero no por sí mismos; toda su vitalidad la extraen de la savia que constantemente les llega del tronco de la cepa. Esta se elabora fuera e independientemente de ellos y los vivifica cuando circula por sus venas. Lo mismo sucede con los miembros de Cristo. Les pertenecen sus buenas obras, la práctica de las virtudes, su progreso espiritual y su santidad; pero lo que en realidad obra en ellos estas maravillas no es otra cosa que la savia de la gracia de Cristo: «Como el sarmiento no puede dar fruto de sí mismo, si no permaneciera en la vid, tampoco vosotros, si no permaneciereis en mi» (Jo., XV, 4).

    Todo irradia vida en Jesucristo: sus palabras, sus acciones, sus mismos estados. Todos sus misterios, lo mismo los de su infancia que los de su muerte, los de su resurrección y los de su gloria, tienen un poder de santificación que siempre es eficaz. Su pasado nunca queda abolido: «Cristo, resucitado de entre los muertos, ya no muere, la muerte no tiene ya dominio sobre Él» (Rom., VI, 9). «Jesucristo es el mismo ayer, hoy y por los siglos» (Hebr., XIII, 8). Incesantemente nos está comunicando la vida sobrenatural.

    Pero sucede con demasiada frecuencia que nuestra falta de atención o de fe impide su acción en nuestras almas. Vivir de la vida divina no viene a ser para nosotros otra cosa que poseer la gracia santificante y hacer que todos nuestros pensamientos, todos nuestros afectos y toda nuestra actividad procedan de Cristo, mediante una adhesión íntima de fe y de amor.

    Si alguno de vosotros dijera que no puede tender a semejante elevación del alma, porque está en manifiesta desproporción con su debilidad, yo reconozco que habría de responderle lealmente: Sí; esto os es completamente imposible, si no contáis más que con vuestras fuerzas naturales y no dais tiempo al tiempo. Pero tened en cuenta que es tan poderosa la acción de Cristo, tan santificadora la influencia de la Misa bien celebrada, de la comunión, de la atmósfera de oración y de noble generosidad en que normalmente se mueve la vida del sacerdote, que es necesario abrir el corazón a una esperanza sin límites. Basta que le guardéis un poco de fidelidad, para que Cristo os eleve con su gracia.

    Aunque vuestra vida sacerdotal parezca vulgar a los ojos de algunos –así suele juzgarla frecuentemente el mundo–, estad seguros de que a los ojos de Dios es grande y agradable al Señor, porque el Padre ve que en ella se refleja la imagen de la vida de su Hijo: «Estáis muertos y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios» (Col., III, 3).

 

 

 

 

 

 

TERCERA MEDITACIÓN

 

 SACERDOS ALTER CHRISTUS

 

MEDITACIÓN PRIMERA.

 

1.- EL CARÁCTER SACRAMENTAL

 

    Quod est Christus, erimus, Christiani: «Lo que Cristo es, eso mismo seremos nosotros los cristianos», decía un Padre de la Iglesia [San Cipriano, De idolorum vanitate, XV. P. L., 4, col. 603], para recordar a los fieles su eminente dignidad. Y ciertamente, toda la acción de los sacramentos, empezando por el del bautismo, nos asemeja al Salvador: «Cuantos en Cristo habéis sido bautizados, os habéis vestido de Cristo» (Gal., III, 27). «Vestirse de Cristo» significa para todos los cristianos hacerse semejantes a Él en su cualidad de Hijo de Dios. Y para nosotros los sacerdotes significa, además, recibir la investidura de su sacerdocio.

    Esta asimilación a Cristo, que es efecto de los sacramentos, está llena de misterio. La gracia santificante, y el carácter que imprimen el bautismo, la confirmación y el orden, concurren cada uno a su manera a perfeccionar en el alma del sacerdote esta asimilación sobrenatural.

    Como sabéis, la gracia de adopción es un «germen de vida», dotado de actividad, sujeto a una ley de crecimiento y ordenado, con todo su dinamismo, a hacer al hombre participante de la felicidad divina. Esta gracia nos habilita psicológicamente para conocer, amar y poseer a Dios, como Él se conoce y se ama. Así penetramos en la intimidad de la vida divina.

    Los tres caracteres sacramentales que hemos mencionado contribuyen también, aunque de distinta manera, a producir en el alma una semejanza con Cristo. Pero esta semejanza no admite crecimiento vital ni cambio alguno, sino que queda indeleblemente grabada en el alma de una vez para siempre.

    ¿Qué es, en efecto, el «carácter»? Es una huella sagrada, un sello espiritual impreso en el alma que consagra el hombre a Cristo, como discípulo, soldado o ministro suyo. El carácter nos marca para siempre con la señal del Redentor y nos hace en cierta manera semejantes a Él.

    En virtud de su misma presencia, el carácter reclama y exige en el alma de un modo estable la gracia santificante. ¿No sería, acaso, contrario a la condición de discípulo, de soldado y, sobre todo, de ministro asociado a su divino Maestro para ofrecer el sacrificio y dispensar los sacramentales, no vivir en la amistad de Aquel, cuya señal indeleble lleva grabada en la entraña de su ser?

 Las expresiones consagración, sello indeleble, exigencia de la gracia, no agotan toda la noción y el sentido del «carácter», tal como la Iglesia lo entiende. Hay que considerar, además, en el carácter la «potestad espiritual», spiritualis potestas.

    El carácter bautismal otorga a todo cristiano, además de la capacidad de recibir los demás sacramentos, el poder real, aunque inicial, de participar del sacerdocio de Cristo. Por eso, en la santa Misa, puede asociarse legítimamente al celebrante y ofrecer juntamente con el sacerdote el cuerpo y la sangre de Cristo; y puede juntar a la inmolación del Salvador el «sacrificio» espiritual de sus acciones y de sus sufrimientos [Santo Tomás, Sum. Teol., III, q. 82, a. 1, ad 2].

    Sin duda que él no ejecuta con el sacerdote la inmolación sacramental, pues el bautismo no confiere semejante poder. Pero, por restringido que sea el sacerdocio de los fieles, supone ya una gran dignidad. Y esta es la razón de porqué San Pedro da a la asamblea cristiana el espléndido título de «sacerdocio real», regale sacerdotium (I Petr., II, 9).

 Por el carácter que confiere y por las gracias que le son propias, la confirmación añade nuevos trazos a esta semejanza y a esta dependencia del bautizado respecto del Salvador. La confirmación marca al discípulo para hacer de él un cristiano que proclame su fe, que la atestigüe, la defienda, la propague y luche en su defensa como soldado de Cristo, vigorizado por los dones y por la gracia del Espíritu Santo.

    El grado supremo de esta asimilación se realiza en el sacramento del orden, en el que, por la imposición de las manos del obispo, el ordenado recibe el Espíritu Santo, que le comunica un poder eminente, tanto sobre el cuerpo real como sobre el Cuerpo Místico del Salvador. De esta manera, los sacerdotes de este mundo son asociados al eterno Sacerdote y se convierten en medianeros entre los hombres y la divinidad.

    El efecto principal de este sacramento lo constituye el carácter [Santo Tomás, Sum. Teol., III, Supplem. q. 34, a. 2]. De la misma manera que en Jesús la unión hipostática es la razón de su plenitud de gracia, así también en el sacerdote el carácter sacerdotal es la fuente de todos los carismas, que le elevan por encima de los simples cristianos.

    Este carácter es un poder sobrenatural que os ha sido conferido, para haceros aptos para ofrecer, como ministros de Cristo, el sacrificio eucarístico y para perdonar los pecados. Es así mismo un manantial del cual brota una gracia sobreabundante, que es fuerza y luz para toda vuestra vida. E imprime en el alma una huella imborrable por toda la eternidad, que es principio de una inmensa gloria en el cielo o de una afrenta indecible en el infierno.

    Esto os demuestra cuán íntima es la unión de Cristo y de su sacerdote. Toda la antigüedad cristiana consideraba al sacerdote como formando un solo ser con Cristo. «El sacerdote es la imagen viviente,y el representante autorizado del supremo sacerdote»: Sacerdos Christi figura expressaque forma [San Cirilo de Alejandría, De adoratione in Spiritu Sancto. P. G. 68, col. 882]. El repetido adagio Sacerdos alter Christus expresa perfectamente esta fe de la Iglesia.

    Recordad lo que ocurre el día de la ordenación. La mañana de aquel día bendito, un joven levita, anonadado por el sentimiento de su indignidad y de su flaqueza, se prosterna ante el obispo, representante del Sacerdote celestial. Inclina su cabeza en la imposición de las manos del prelado consagrante, al tiempo que el Espíritu Santo se cierne sobre él y el Padre eterno contempla, con una mirada de infinita complacencia, a este nuevo sacerdote, viva imagen de su amado Hijo: Hic est Filius meus dilectus…

    Mientras el obispo sostiene la mano extendida y todos los sacerdotes presentes imitan este gesto, cobran una nueva realidad las palabras que el ángel dirigió a María: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra» (Lc., I, 35).

    Se puede afirmar con toda verdad que, en este misterioso momento, el Espíritu Santo cubre al elegido del Señor y realiza una eterna semejanza entre el nuevo sacerdote y Cristo, hasta el punto de que, cuando se levanta, es ya un hombre transformado: «Tú eres sacerdote eterno, según el orden de Melquisedec» (Ps., 109, 4).  Este día recibisteis un sello divino que se grabó en la entraña misma de vuestro ser y fuisteis consagrados a Dios, en cuerpo y alma, cmo un vaso de altar, cuya profanación constituye un sacrilegio.

 

 

2.- Tres aspectos de la asimilación del sacerdote a Jesucristo

 

    No cabe error más funesto para un sacerdote que el de subestimar la dignidad sacerdotal. Su deber más sagrado consiste, por el contrario, en formarse una alta idea de la misma.

   

    El primer aspecto de nuestra asimilación a Cristo en el sacerdocio lo expresó el mismo Jesús cuando dijo a sus apóstoles: «No me habéis elegido vosotros a mí, sino que Yo os elegí a vosotros» (Jo., XV, 16).

    «Y ninguno se toma por sí este honor, sino el que es llamado por Dios, como Aarón» (Hebr., V, 4). ¿Cuál es la razón de esta exigencia? Es que nadie tiene derecho a elevarse por sí mismo a una dignidad tan eminente. En Jesucristo, el sacerdocio constituye un don concedido por el Padre. Cristo, nos dice San Pablo, no se elevó por sí mismo al supremo pontificado, sino que lo recibió de Aquel que le dijo: «Tú eres mi Hijo… Tú eres sacerdote eterno según el orden de Melquisedec». De la misma manera el sacerdote debe ser también elegido por el Todopoderoso.

    Debemos mantener siempre en nosotros una fe viva y desbordante de agradecimiento por la elección de que la Providencia misericordiosa nos ha hecho objeto con vistas al sacerdocio: «Tu Dios te ha ungido con el óleo de la alegría, más que a tus compañeros» (Ps., 44, 8). Esta elección supone de parte de Dios una mirada privilegiada de amor. Muchas veces el Señor nos protegió ya desde la infancia o desde la adolescencia, y nos condujo bajo su amparo por los caminos de la vida. El don del sacerdocio es como un anillo de oro, el primero de una interminable cadena de singulares gracias, reservadas a los ministros del altar. Habituémonos a encontrar en este magnífico pensamiento un perpetuo estímulo para nuestra fidelidad.

    Es verdad que ninguno de nosotros puede escrutar el misterio de la predestinación, que está oculto en Dios. Pero hay indicios reveladores que nos permiten formar prudentemente un juicio práctico y personal sobre los planes que Dios tiene respecto de un alma. Sólo el obispo, como representante auténtico de Dios, tiene competencia para juzgar en última instancia del valor de las señales de vocación que ofrece un candidato al sacerdocio y solamente él es quien puede, por el llamamiento canónico, manifestar la voluntad de lo alto.

    Quien tenga la osadía de recibir el Espíritu Santo y la unción sacerdotal sin esta vocación celestial, comete uno de los más graves pecados, que nunca queda sin castigo.

    Por el contrario, cuando, dócil a la llamada del obispo, el diácono recibe la imposición de las manos, puede tener por seguro que Dios, en su infinita misericordia, le ha hecho objeto de su elección. Y esto es lo que hace que sea tan pura la felicidad que experimenta y tan legítimo el orgullo que siente de ser sacerdote.

 

    El sacerdote se identifica, además, con Cristo a causa del poder de que está investido. El sacerdocio tiene por fin establecer intermediarios sagrados entre la tierra y el cielo para ofrecer al Señor los dones de los hombres y comunicarles, en cambio, las gracias de Dios. «Todo Sacerdote tomado de entre los hombres, a favor de los hombres, es instituido para las cosas que miran a Dios». Pro hominibus constituitur in iis quæ sunt ad Deum (Hebr., V, 1).

    Antes de subir a los cielos, Jesús quiso dejar tras de sí hombres que tuvieran la sublime misión de continuar y renovar sus propios gestos de poder y de amor. El sacerdote ocupa el lugar de Cristo: Sacerdos vice Christi vere fungitur qui, id quod (Christus) fecit, imitatur [«El sacerdote hace las veces de Cristo, porque realiza lo mismo que Cristo hizo antes que él». (Epist. 63, P. L. 4, col. 397)]. Así se expresa San Cipriano, con toda la tradición cristiana.

    Jesucristo comunica a sus sacerdotes algo más que una simple delegación. Les reviste de su mismo poder y obra eficazmente por su ministerio. Esta es la razón de porqué nuestro sacerdocio está totalmente subordinado al de Cristo. Y de esta subordinación nace su dignidad suprema, porque nuestro sacerdocio no es otra cosa que un reflejo del sacerdocio del Hijo unigénito.

    Al sacerdote le han sido encomendados los dones sagrados: sacra dans. Y esto por dos razones. En primer lugar, él es quien ofrece al Padre a Jesús, inmolado sacramentalmente; y este es el don por excelencia que la Iglesia de la tierra presenta a Dios. En segundo lugar, él es quien hace participantes a los hombres de los frutos de la redención, haciendo llegar hasta ellos las gracias y los perdones divinos. El sacerdote está asociado a toda la obra de la redención, como dispensador autorizado de los tesoros y de las misericordias de Cristo: Sic nos existimet homo ut ministros Christi et dispensatores mysteriorum Dei: «Es preciso que los hombres vean en nosotros ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios» (I Cor., IV, 1). Jacob se revistió de los vestidos de su hermano Esaú para presentarse ante su padre Isaac y atrajo sobre sí todas las bendiciones que tenía reservadas para su primogénito. De la misma suerte, el sacerdote, revestido del mismo poder de Cristo en virtud de su carácter sacerdotal, puede decir al Señor con mucha más razón que Jacob: «Yo soy tu hijo primogénito» (Gen.,XXVII, 32).

    Y es tan completa su identificación con el Sacerdote eterno, que, en la misa, el sacerdote no dice: «Este es el cuerpo…, la sangre de Cristo», sino: «Esto es mi cuerpo…, esta es misangre»… Y cuando en el sacramento de la penitencia perdona los pecados, ¿cuáles son las palabras que pronuncia? Ego te absolvo. «Yo te absuelvo». Lejos de hacer ninguna apelación a Dios, él habla y manda con autoridad. ¿Y por qué así? Porque la Iglesia, al poner en sus labios la fórmula sagrada, sabe con certeza que en la administración de este sacramento, el sacerdote es una misma cosa con «Cristo que obra con él y por él»: Agit in persona Christi.

    El sacerdocio es una sublime prerrogativa que el Padre concede a su ministro de la misma suerte que se la concedió a su Hijo. Esta prerrogativa eleva al hombre a la mayor semejanza posible con el Verbo encarnado. No hay en la tierra excelencia alguna que supere a la del sacerdocio.

 

    En tercer lugar, de la misma manera que Jesucristo es a un tiempo verdadero Dios y verdadero hombre, así también el sacerdote lleva en sí un elemento divino y un elemento humano.

    Durante los días de su vida mortal, Jesús ocultaba su divinidad bajo los velos de su humanidad. Para la gente que le trataba, era «hijo de un obrero»: Nonne hic est fabri filius (Mt., XIII, 55)? A los ojos del Sanedrín y de los soldados romanos era un «malhechor» digno de muerte. Y, sin embargo, a pesar de estas apariencias, era el Verbo de Dios, el supremo Señor del universo, la fuente de todas las bendiciones.

    Bajo las apariencias de un hombre sujeto a las necesidades y a las miserias de este mundo, el sacerdote oculta en lo íntimo de su ser la invisible grandeza de su sacerdocio. Los incrédulos le miran frecuentemente como a un ser nocivo para la sociedad, y apenas le reconocen los derechos y las consideraciones que le son otorgadas al último de los ciudadanos.

    Y, sin embargo, ¡qué poderes tan sobrehumanos en unas manos tan frágiles! Este hombre, que en nada se diferencia de los demás, tiene unos poderes verdaderamente divinos. Basta que él hable para que Cristo baje al altar para ser inmolado. Abrumado por el peso de sus pecados, el penitente se arrodilla ante él y el sacerdote le dice en nombre de Dios: «Vete en paz». Y este mismo pecador, que un minuto antes pudo ser condenado a los tormentos eternos, se levanta perdonado y justificado, con el alma iluminada por la gracia celestial.

    Así es como Jesús perpetúa su misión de santificar a los fieles. Por intermedio de sus sacerdotes, continúa interviniendo en todas las etapas de la vida de sus elegidos, desde su nacimiento hasta la hora de su muerte. Esto explica la reverencia y el amor con que el pueblo cristiano ha honrado al ministro de Cristo. En la creencia de la Iglesia, el sacerdote aparece como confundido con su divino Maestro.

    En cierta ocasión, San Francisco de Sales confirió el sagrado presbiterado a un joven levita. Terminada la ceremonia, el santo se fijó en que el nuevo sacerdote se detenía en la puerta de la iglesia, como si discutiera con un ser invisible sobre quién debía pasar el primero. ¿Qué es lo que sucede?, preguntó el santo. A lo que el joven levita repuso que él tenía la felicidad de ver al ángel de su guarda. «Antes de que yo fuese sacerdote, dijo, él siempre me precedía, pero ahora quiere que yo pase el primero» [Mons. Trochu, Saint François de Sales, 1, 2 s]. Los ángeles no son sacerdotes y por eso reverencian en nosotros esta dignidad que ellos adoran en Cristo.

 

 

3.- LLAMAMIENTO A LA SANTIDAD

 

    Jesús considera a sus sacerdotes como a sus íntimos amigos. Prueba de ello son estas palabras que Jesús dirigió a sus apóstoles inmediatamente después de haberles conferido el sacerdocio: «Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; pero os digo amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he dado a conocer» (Jo., XV, 15). También a vosotros os fueron dichas estas mismas palabras, después de vuestra ordenación, en nombre de Jesús.

    Vuestra dignidad comporta para vosotros una grave obligación de conciencia y un llamamiento constante para que aspiréis a la perfección que reclama vuestro estado.

 

    Todo es sobrenatural en el sacerdocio.  Las máximas de este mundo no nos sirven para apreciar en su justa medida este don divino. «El mundo no ha conocido a Dios», ni las cosas de Dios: Pater juste, mundus te non cognovit (Jo., XVII, 25).

    Ya desde el seminario, el aspirante al sacerdocio debe tener una clara convicción de la verdadera santidad a la cual es llamado. Después de su ordenación, deberá mantener y desarrollar esta convicción con una vida de oración y de sacrificio. Nunca podremos exagerar «el valor de la gracia recibida el día de la ordenación»: Noli negligere gratiam quæ in te est (I Tim., IV, 14).

    El que se conforma con evitar el pecado, sin tener otras aspiraciones más altas, esto es, sin vivir una vida de fe y de amor, se expone al grave riesgo de perderse. Y aún en el caso de que no llegue a tal extremo, consumirá su existencia sin experimentar las íntimas alegrías que Dios depara a los sacerdotes que le son fieles, y sin haber realizado en toda su plenitud la misión sacerdotal que de él se esperaba.

     Ya en el Antiguo Testamento, Dios exigía que los ministros del culto fuesen santos, aunque los sacrificios de machos cabríos y de terneras que ofrecían no eran sino figura del sacrificio de la Nueva Alianza. ¿Con cuánta más razón, pues, no reclamará de nosotros el Señor una gran pureza de vida?

    Hay tres motivos que recuerdan constantemente a todo sacerdote su deber de tender a la santidad: el poder que ejerce sobre el cuerpo y la sangre del Hijo de Dios, su función de dispensador de la gracia (¿no le obliga acaso este título a ser él quien primero se santifique por ella?) y, por fin, el pueblo cristiano, que espera de él la lección de su ejemplo. Si él predica a los demás la ley de Cristo, ¿podrá desmentir con su conducta la verdad de lo que enseña?

    Santo Tomás, resumiendo la doctrina tradicional sobre esta materia, exalta en los siguientes términos la dignidad sacerdotal: «El que recibe el orden sagrado, se hace capaz de ejercer las más excelentes funciones, por las cuales se rinde homenaje a Cristo en el sacramento del altar» [Sum. Theol., II-II, q. 184, a. 8]. Y añade: «Los sacerdotes, que han sido elevados a un ministerio tan eminente, no pueden conformarse con adquirir una bondad moral cualquiera, sino que se les exige una virtud extraordinaria» [Ibíd. Supplem., q. 35, a. 1, ad 3].

    ¿Reflexionamos lo suficiente sobre estas consideraciones? Nosotros somos los íntimos de Jesucristo, los ministros de su sacrificio. Esta proximidad al Salvador nos debería servir de constante estímulo. Las almas predilectas de Dios que no han recibido el don del sacerdocio no gozan de las facilidades de acceso que nosotros tenemos para llegar a Él. Una Santa Gertrudis, una Santa Teresa, tan colmadas de gracias, tan familiarmente unidas al Señor, ¿acaso han podido alguna vez consagrar el pan y el vino, tomar la hostia en sus manos o administrar la comunión?

    Hasta tal punto es la hostia cosa propia del sacerdote, que el poder que ejerce sobre ella no tiene otros límites que el de las leyes y prescripciones de la Iglesia. Jesús se confía a su sacerdote como se confió a María y, fuera del caso de necesidad, él es el único que puede tocarlo y darlo a los demás. El guarda la llave del sagrario. El toma a Jesús para llevarlo a los enfermos, para bendecir al pueblo y para pasearlo en procesión por las calles.

    ¿Podrá darse la posibilidad de que haya seglares, a veces aún entre las humildes mujercitas del pueblo, que amen a Jesús más que sus sacerdotes? Procuremos, pues, decir a Jesús con todas las veras de nuestro corazón: «Oh Cristo, Vos os habéis entregado a mí, Vos me habéis encomendado el cuidado de las almas que os pertenecen; también yo quiero entregarme del todo a Vos; servíos de mí como mejor os agrade».

    Tanto cuando trabajaba en Nazaret como cuando iba por los caminos de Galilea o hablaba con sus apóstoles o se retiraba a orar en el monte, Jesús siempre tenía conciencia de su sacerdocio. Lo mismo debiera decirse de nosotros, porque no dejamos de ser sacerdotes cuando bajamos del altar, sino que seguimos siéndolo dondequiera y siempre. A la manera de Jesús, vivamos siempre con el alma vuelta a los intereses de Dios: In his quæ Patris mei sunt oportet me esse (Lc., II, 49).

    Recordad la parábola de los talentos. Nosotros somos de aquellos que recibieron cinco. Reflexionemos seriamente en ello. ¿Cumplimos las funciones de nuestro sacerdocio con aquella dignidad de sentimientos que se merecen? A ejemplo de María, madre de Jesús, que poseía una santidad eminente, el sacerdote, por razón de su intimidad con «el que es la santidad misma», Tu solus sanctus, Jesu Christe, se esforzará en conseguir que toda su vida esté ungida de un gran espíritu de pureza y de una constante elevación del alma.

    Para no perder el ánimo en esta marcha ascendente, debe reavivar constantemente en su alma el deseo de adquirir la perfección, y recordar aquellas palabras del pontifical que el obispo dirige a los ordenados: «Poderoso es Dios para aumentar en ti su gracia». Potens est Deus ut augeat in te gratiam suam.

 

 

4.- Imitamini quod tractates

 

    El sacerdote es alter Christus y, a semejanza de su divino Maestro, debe ser una hostia inmolada a la gloria de Dios y consagrada a la salvación de las almas. Puede ser un sabio, un reformador social, un genial organizador; pero si no es más que esto, no responde a las miras que Dios tenía puesta en él.

    ¿Pues a qué altura de vida moral invita la Iglesia a sus sacerdotes?El pontifical indica en términos concisos y exactos cuál es el conjunto de virtudes que corresponden al ministro de Cristo. No hay fuente de enseñanza más auténtica.

    Poco antes del rito de la imposición de las manos, el obispo pronuncia estas palabras: «Que estos elegidos se distingan por una fidelidad constante a la justicia»: diuturna justitiæobservatio; que su conducta sea un reflejo de «la castidad y pureza de su vida». Y les encarece que «prediquen no menos con el ejemplo que con la doctrina y que el perfume de sus virtudes sea la alegría de la iglesia de Dios»: Sit odor vitæ vestræ delectamentum Ecclesiæ Christi.

    Debemos fijar principalmente nuestra atención en una de las exhortaciones que hace el obispo consagrante: «Advertir lo que hacéis: imitad lo que tratáis: de suerte que, celebrando el misterio de la muerte del Señor, procuréis mortificar vuestros miembros, huyendo del vicio y de la concupiscencia»: Agnoscite quod agitis; imitamini quod tractatis: quatenus mortis dominicæ mysterium celebrantes, mortificare membra vestra a vitiis et concupiscentiis omnibus procuretis.

    Tal es el verdadero programa de nuestra santidad. Si queremos estar a la altura de nuestro sacerdocio, si queremos que su perfume penetre toda nuestra vida, si queremos, en una palabra, vivir inflamados de amor y de celo por la salvación de las almas (y esta debe ser nuestra noble ambición), debemos consagrarnos, según nos dice el obispo en la ordenación, a imitar y a reproducir en nosotros a Jesucristo sacerdote y hostia. Si participamos de su dignidad sacerdotal, ¿no deberemos participar también de su oblación?

 Podemos contemplar a Jesucristo en cada uno de los estados de su vida, y en cada una de sus virtudes. Él es el ideal que todos deben imitar. Lo mismo el niño que el adulto y el obrero como la virgen o el religioso encuentran en Él el modelo más acabado para su respectivo estado.

    Pero hay en Jesús un Santo de los santos, un tabernáculo cerrado, donde el alma del sacerdote debe desear entrar, porque allí está la fuente de donde mana toda la vida interior de Jesús. Desde el punto mismo de su encarnación, «el Salvador se entregó enteramente al cumplimiento de la voluntad del Padre»: Ecce venio… ut faciam, Deus, voluntatem tuam (Hebr., X, 7). Y nunca renunció al cumplimiento de esta voluntad.

    He aquí nuestra consigna: imitar a Jesús en la entrega total de su vida a la gloria de Dios y a la salvación del mundo. Tal es la perfección que corresponde al sacerdote y esta vocación supera a la angélica.

    Obedecer a esta invitación: «Imitad el misterio del que vosotros sois los ministros», no solamente significa celebrar la Misa con espíritu de piedad, sino, sobre todo, unir a la ofrenda de Jesús la oblación más completa de nuestra vida. Debemos caer en la cuenta de que la muerte de Jesús en la cruz se preparó a todo lo largo de su existencia terrena. «Por nosotros» bajó del cielo, como dice el Credo: Propter nos homines et propter nostram salutem. Cuando vivía en Nazaret, en el modesto taller de José, tenía plena conciencia de que era la víctima destinada a la suprema inmolación. Y aceptó por anticipado toda la trama de su vida y previó su pasión con todo el cortejo de sus afrentas y sufrimientos. Y cuando llegó su hora, Jesús, movido por un impulso de inmenso amor, se ofreció por nuestra redención: Crucifixus etiam pro nobis.

    Esta aceptación plena de todos los designios de Dios nos servirá de modelo. Imitamini... Presentemos también nosotros en el altar al Señor todo el desarrollo de nuestra existencia, aceptándolo, amándolo, ofreciéndolo y consagrándolo amorosamente a la causa de Dios y al bien de las almas. Esta imitación diaria de la ofrenda de Jesús nos permitirá penetrar gradualmente en la intimidad misteriosa del alma del divino Maestro.

 

 

5.- A ejemplo de San Pablo

 

    Entre aquellos a quienes el Señor ha hecho el insigne honor de asociarlos a su sacerdocio, nadie ha comprendido como San Pablo la amplitud y la profundidad de esta vocación.

    Desde que Cristo se le reveló, el mundo, «la carne y la sangre no supusieron nada a sus ojos». Continuo non acquievi carni et sanguini (Gal., I, 16). Él se sabía ministro, sacerdote y apóstol de Cristo, «predestinado como tal desde el seno de su madre»: Me segregavit ex utero matris meæ (Ibid., 15). Cuando narra a los corintios la historia de su vida, la describe como una serie ininterrumpida, como un encadenamiento maravilloso de sufrimientos soportados por Cristo y de trabajos emprendidos para manifestar las riquezas de su gracia: «Tres veces fui azotado con varas, una vez fui apedreado»… Peligros de todo género jalonaban sus jornadas: «peligros en la ciudad…, en el desierto…, entre los falsos hermanos». El hambre, el frío y muchas otras miserias llegaron a hacérsele familiares. Y por encima de todo esto, las graves preocupaciones de su alma por «los cuidados inherentes a la fundación de las cristiandades nuevas»: Sollicitudo omnium ecclesiarum. Incluso las dificultades personales de los convertidos encontraban siempre un eco en su corazón: «Quién desfallece que no desfallezca yo? ¿Quién se escandaliza que yo no me abrase?» (II Cor., XI, 25 y siguientes).

    Pero, a pesar de todas estas tribulaciones, San Pablo nunca se sentía abatido. Y él mismo nos confía el secreto que le permitía conservar siempre su ánimo esforzado: «Muy gustosamente, pues, continuaré gloriándome en mis debilidades para que habite en mí la fuerza de Cristo» (II Cor., XII, 9). Y nos dice en otro lugar: «Mas en todas estas cosas vencemos por Aquel que nos amó» (Rom., VIII, 37). Tal llegó a ser su unión con Cristo, que pudo exclamar: «Para mí, la vida es Cristo» (Philip., I, 21). Y en otra ocasión: «Vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí» (Gal., II, 20). Si alguna vez ha habido un sacerdote que haya comprendido los abismos de la pasión y de la muerte de Jesús, y la inmensidad de las misericordias divinas, este sacerdote fue, sin duda, el gran San Pablo. Según decía, siempre estaba «clavado a la cruz»: Christo confixus sum cruci (Gal., II, 19). Ahora bien, el que está clavado a la cruz, realmente es una víctima.

    De ahí resulta que podía decir con toda verdad: Vivo ego, jam non ego, vivit vero in me Christus (Ibid., 20). Cristo está en mí. Vosotros sois testigos de mi actividad; pero tened bien entendido que mi celo y mis palabras no son propiamente mías, sino de Cristo, que es quien anima toda mi vida, ya que yo me he entregado enteramente a Él para ser ministro suyo. Por la gracia de Cristo, yo vivo del amor de Aquél que dio su vida por mí.

    Si queremos que nuestra vida sacerdotal se mantenga a la debida altura de santidad; en lugar de limitarnos a una recitación apresurada del breviario y a una celebración rutinaria de la santa Misa, unámonos, en el sentido verdadero de la palabra, a la cruz de Cristo. Es preciso que la tengamos bien fija en el centro mismo de nuestro corazón para que Jesús nos asocie a su holocausto. San Paulino de Nola expresa admirablemente esta idea, cuando escribe: Ipse Dominus hostia omnium sacerdotum est… Ipsique sunt hostiæ sacerdotes [«El Señor es la hostia que ofrecen los sacerdotes… En cambio, los sacerdotes deben ser hostias para Él». (Epíst. XI, P. L. 61, col.196].

    Con relativa frecuencia encontramos en el mundo almas que se creen víctimas; pero que, en realidad, lo son de su imaginación exaltada, porque se quejan al menor alfilerazo que sientan. Por el contrario, las almas que verdaderamente han hecho inmolación de su vida, manifiestan su condición de víctimas en todos los detalles del día. Sus actos de abnegación y sus sufrimientos suben como un perfume, continua y silenciosamente, hasta el trono de Dios. Hay almas que viven ocultas e ignoradas en los claustros o aún en medio del mundo, que han abrazado heroicamente este ideal. ¿Qué razón hay para que nosotros los sacerdotes de Jesús no lo abracemos igualmente?

    Pero volvamos a San Pablo, porque él nos ilumina acerca de esta vocación cuando nos dice: «Suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo» (Col., I, 24). ¡Qué expresión más misteriosa! ¿Pero es que puede faltar algo a los méritos infinitos de Jesucristo? ¿No ha llevado a cabo, hasta la última iota y con un amor perfecto, el programa que le trazó su Padre? Y con todo, San Pablo escribe: «Yo suplo…»

    He aquí la respuesta. Por un decreto de su adorable sabiduría, Dios ha reservado a su Iglesia una parte de las satisfacciones debidas por los pecados del mundo. Las almas que, informadas de este espíritu, deseen unirse a Cristo tributan a Dios una gran gloria, y «completan» con su oblación el total de las expiaciones que la justicia infinita exigía a la humanidad. Nada, pues, podéis hacer que tenga un sentido más real que poneros ante el altar y rogar al Padre que os acepte juntamente con la oblación que de sí mismo hace Jesucristo.

    Si el Apóstol hablaba de esta suerte, era porque se sentía sacerdote en toda la extensión de la palabra; un sacerdote que unía a la inmolación de Cristo la ofrenda de toda una vida de renuncia a sí mismo y de celo por la salvación de las almas: «Para que los que viven no vivan ya para sí mismos, sino para Aquel que por ellos murió y resucitó» (II Cor., V, 15).

    San Pablo, no solamente celebraba el sacrificio de la Misa, sino que se unía a él, vivía de él y se estimaba sacerdote y hostia en unión de Cristo.

    Si queréis ser sacerdotes santos, como yo os lo deseo, inspiraos en este ejemplo del Apóstol. ¿No es él quien escribía: «Os exhorto a ser imitadores míos, como yo lo soy de Cristo»:Imitatores mei estote, sicut et ego Christi (I Cor., IV, 16)?

 

6.- El sacerdote, fuente de gracias para las almas

 

    El sacerdocio eterno de Cristo es la fuente de donde brotan todas las gracias que los hombres reciben en este mundo y la felicidad de la que han de gozar durante toda la eternidad: De plenitudine ejus nos omnes accepimus (Jo., I, 16).

    El sacerdocio cristiano es prácticamente el canal ordinario de todos los dones sobrenaturales que Dios concede al mundo, porque su misión es la de continuar en la tierra la obra de Jesús y se ejerce en virtud de su poder.

    Si consideramos nuestra dignidad de sacerdotes bajo este aspecto, descubriremos en ella una grandeza incomparable.

    Puede Dios en su liberalidad soberana dispensar libérrimamente sus gracias independientemente de nuestro ministerio. Sin embargo, según el plan de la sabiduría eterna, ha querido que la adopción divina, el perdón de los pecados, los socorros del cielo y toda la enseñanza de la revelación nos llegue por mediación de otros hombres investidos del poder de lo alto.

    Este orden de cosas es una prolongación de la economía de la encarnación, de la misma suerte que el mundo fue rescatado por el sacrificio de un hombre, nuevo Adán cuyos méritos eran de un valor infinito, así también ahora las gracias de la redención se comunican por mediación de otros hombres que hacen en la tierra las veces de Cristo.

    Esta dispensación de las gracias, que se ajusta enteramente a la voluntad del Padre, es un motivo de continua glorificación para el Hijo. Porque, cuando los fieles recurren al sacerdote para ser iluminados y fortalecidos, reconocen prácticamente que, en la obra de su salvación y de su santificación, de Cristo es de quien se derivan todos los bienes espirituales. Los miembros del Cuerpo Místico que viven esta fe contribuyen a la exaltación universal del Salvador, y participan a su manera en los designios del Padre, que dijo: «Le he glorificado y le glorificaré» (Jo., XII, 28).

    La encarnación tiene por fin elevar a la criatura al orden sobrenatural. Este fin se realizó radicalmente en Jesucristo, pero aún es necesario que cada alma, sirviéndose de las gracias que la Iglesia dispensa, llegue a realizar en sí misma esta exaltación divina. Por los dones de que son portadores, todos los cristianos son capaces, al menos por su ejemplo, de atraer a su prójimo al camino de la virtud. Pero el sacerdote debe ser un centro de irradiación de vida divina. El es quien debe comunicar los dones sagrados, y en especial el don por excelencia, que es Jesucristo. Por la condición misma de su oficio, es director y debe conducir al religioso lo mismo que al simple fiel por los caminos de la perfección. A él le corresponde, en una palabra, «hacer que en todos los corazones resuene el eco del mensaje evangélico»: Prædicate Evangelium omni creaturæ (Mc., XVI, 15).

    Leemos en la misa de los Doctores: «Vosotros sois la sal de la tierra»: Vos estis sal terræ (Mt., V, 13). Esto lo dijo Jesús a sus apóstoles. El sacerdote ofrece este germen de incorrupción a todos los que entran en contacto con él. Y debiera poder decirse de él con toda verdad que «de Él salía una virtud que curaba a todos» (Lc., VI, 19). Pero esto depende en gran parte de su santidad personal.

    Cuando la sal pierde su sazón, no sirve para otra cosa que para arrojarla como un deshecho inútil. Lo mismo sucede con el sacerdote. A poco que pierda el fervor de su consagración sacerdotal, la acción espiritual que ejerce sobre las almas tiende a disminuir.

    Por el contrario, cuando está lleno de amor de Dios y fervientemente unido a Jesús, hace un gran bien, aunque no tenga confiado ningún ministerio sagrado. La experiencia de todos los días nos enseña que un profesor de filosofía, de ciencias, de humanidades, o un prefecto de disciplina, si vive realmente su sacerdocio, ejerce infaliblemente una bienhechora influencia sobre sus discípulos, aún sin percatarse muchas veces de ello. Ningún laico puede ejercer una influencia tan profunda, por muy ejemplar y edificante que sea, ya que únicamente el sacerdote es por vocación «la sal de la tierra».

No olvidemos jamás que somos causas instrumentales de las que Jesucristo se sirve para la santificación del mundo. La causa instrumental debe estar íntimamente unida al agente que la mueve: su acción no se ejerce sino en virtud del agente principal. Seamos nosotros este instrumento humilde y dócil en las manos de Dios, sin atribuirnos a nosotros mismos lo que Dios realiza por medio de nosotros.

La validez de nuestro ministerio sacramental depende de nuestra ordenación y de la jurisdicción que recibimos del obispo. Pero la fecundidad santificadora de nuestra palabra en el confesionario, en la predicación y en todas las relaciones que tenemos con los fieles se debe en gran parte a nuestra unión con Cristo.

    Aún hay un motivo más para que admiremos la sabiduría de la economía divina. En sus designios misericordiosos, el Padre no ha querido limitar el fin de la encarnación a la obra de la salvación del mundo, sino que también ha querido que podamos encontrar en el Mediador divino un corazón como el nuestro, un corazón rebosante de ternura y de compasión, que ha experimentado todos nuestros sufrimientos y todas nuestras miserias, a excepción del pecado.

    El sacerdote es el continuador en el mundo de la misión del Salvador. Esta es la razón de porqué el Señor no ha elegido los dispensadores de su gracia de entre los ángeles, por puros que sean y por mucho amor que le profesen, sino precisamente de entre los hombres. Los que así hayan sido elegidos, «por la experiencia personal que tienen del peso de su debilidad humana y por el sentimiento de su propia indigencia, se compadecerán mejor de las debilidades y de las ignorancias de los pecadores»: Qui condolere possit iis qui ignorant et errant, quoniam et ipse circumdatus est infirmitate (Hebr., V, 2).

    Si la divinidad de Jesucristo nos llena de admiración y reverencia, su bondad y su misericordia nos confortan y nos subyugan. Lo mismo sucede al pueblo cristiano que venera la sublimidad del sacerdocio; pero lo que le atrae en el sacerdote y lo que excita su amor hacia el ministro de Dios es principalmente su bondad, su compasión para toda suerte de dolores y debilidades y su entrega absoluta al servicio de todos, semejante a la de San Pablo, que le impulsaba a escribir con santo orgullo a los romanos: «Me debo tanto a los sabios como a los ignorantes»: Sapientibus et insipientibus debitor sum (I, 14).

    En mi país, que durante tres siglos ha sufrido la persecución religiosa, el sacerdote es no solamente el que ha conservado la integridad de la fe en el alma del pueblo, sino el consejero a quien siempre se le escucha, tanto en el seno de la familia como en los problemas personales que le presentan los fieles, y por eso todos le estiman como el consolador y el amigo más fiel.

    A esta gran bondad, que se alimenta en la misma fuente que la de Jesús, debe añadir el sacerdote una fe viva en la eficacia de la gracia, de la que es dispensador. Sean cuales sean las deficiencias y los pecados que se le presenten, el ministro de Cristo deberá creer firmemente en el poder de la gracia para remediar las necesidades de todos y de cada uno. Como dice un autor antiguo, Jesús transforma toda alma que tenga buena voluntad. «Se encuentra con un publicano y hace de él un evangelista; encuentra un blasfemos y lo hace apóstol; un ladrón y lo lleva al cielo; una meretriz y la transforma en más casta que una virgen» [Pseudo-Crisóstomo, Serm. I in Pent., P. G. 52, col, 803. (Breviario monástico, martes de Pentecostés)].

 Ocurre a veces que el sacerdote, que está entregado en cuerpo y alma a su misión, se siente muy por debajo de su ideal. Pero esta impresión no debe desanimarle, porque este sentimiento de humildad es una de las mejores disposiciones para atraer sobre sí mismo y sobre su ministerio la bendición de Dios.

    Mas para que este convencimiento de su propia nada sea agradable al Señor, deberá ir acompañado de una confianza sin límites en los méritos de Jesús: «Porque en Él, dice San Pablo, habéis sido enriquecidos en todo; en toda palabra y en todo conocimiento…, de suerte que no escaseéis en don alguno» (I Cor., I, 5-7). Si mucho importa que reconozcamos nuestra pobreza, más necesario nos es aún decir con el Apóstol: «Todo lo puedo en Aquél que me conforta» (Philip., IV, 13). Para cumplir su misión salvadora, Cristo recibió del Padre la vida divina; y también nosotros recibimos la gracia de lo alto para ejercer nuestro ministerio con las almas.

    Todas las mañanas volvemos a encontrarnos con Jesucristo: su carne y su sangre nos vivifican. Lo que debemos hacer es recibirle con fe para «revestirnos de Él»: Induimini Dominum Jesum Christum (Rom., XIII, 14). Entonces, nuestro corazón se llenará de amor y de compasión hacia los pecadores, los ignorantes, los atribulados, los que penan y sufren. Y podremos, a ejemplo de Jesús, desear que «vengan todos a nosotros para ser aliviados»: Venite ad me omnes qui laboratis et onerati estis, et ego reficiam vos (Mt., XI, 28).

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

SEGUNDA MEDITACIÓN

 

LA OBRA DE LA SANTIFICACIÓN SACERDOTAL

 

A) LAS VIRTUDES DEL SACERDOTE: Ex fide vivit

 

    Hemos visto cómo el ideal de la santidad debe informar todas las acciones de la vida del sacerdote, puesto que su sacerdocio es una participación del sacerdocio del Verbo encarnado.

    Este ideal nunca llega a realizarse plenamente. E importa tenerlo bien en cuenta para no desanimarse. Pero esto no impide que alimentemos en nosotros un gran deseo de tender hacia este ideal, por elevado que sea, ya que semejante deseo aviva nuestro entusiasmo y mantiene nuestra mirada siempre fija en el divino Maestro.

    Además, ¿no son sus méritos y la abundancia de su gracia los que nos sostienen?

    Para tener ideas claras sobre esta labor de santificación que debemos emprender, consideremos las principales virtudes que hemos de cultivar con preferencia. Todo cristiano esta obligado a practicarlas; pero el sacerdote debe cultivarlas de una manera especial, que sea apropiada a su ministerio sagrado, al apostolado de las almas y a la santidad sobrenatural que el Padre celestial espera de él.

 

1.- La fe, atmósfera de la vida del sacerdote

 

    Todo el valor de nuestra vida depende de la fe: Sine fide impossibile est placere Deo (Hebr., XI, 6). «Si nuestra fe es vana, dice San Pablo en otro lugar, somos con mucho los más desgraciados de todos los hombres»: Miserabiliores sumus omnibus hominibus (I Cor., XV, 19). Y esto es mil veces más verdad cuando se trata del sacerdote, porque, en ese caso, toda su existencia sería un pecado contra la verdad.

    Ante todo su mismo sacerdocio es un objeto de fe. Nada se trasluce al exterior que demuestre su eminente dignidad. Nuestro Dios es un «Dios escondido» (Isa., XLV, 15). Su esencia es una luz esplendorosa que no conoce ocaso; pero nosotros no la vemos. Y todo lo que obra en nosotros y por medio de nuestro ministerio constituye un objeto de fe.

    ¿Qué viene a ser el sacerdote a los ojos de un incrédulo? Un hombre como otro cualquiera, que abusa del candor de las gentes sencillas y que nada tiene de especial sino su sotana. Y frecuentemente se llega a odiarle a causa de Cristo. Por eso, la fe es indispensable para comprender al sacerdote.

    Pero entre todos los que deben creer en el sacerdote, a nadie incumbe esta obligación con un motivo más perentorio que al mismo sacerdote. Es absolutamente preciso que la fe mantenga siempre presente a su espíritu la condescendencia infinita con que Dios se ha dignado llamarle a una dignidad tan elevada. Con más razón que los diáconos a los que se dirige San Pablo, el sacerdote debe «guardar el misterio de la fe en una conciencia pura»: Habentes mysterium fidei in conscientia pura (I Tim., III, 9). Nosotros los sacerdotes vivimos en constante contacto con la Eucaristía y esto nos debe obligar a reavivar incesantemente en nuestros corazones la viveza de nuestra fe.

    Se puede llegar a perder completamente este don tan precioso. Me acuerdo de un pobre sacerdote, al que fui a visitar por encargo de su obispo. Se estaba muriendo. Cuando yo le recordaba las grandes verdades del cristianismo, me respondió diciendo: «Todo eso no es más que leyenda y poesía». No llegué a conseguir que se reavivara su fe. Aunque no caiga en semejantes extravíos, cualquier ministro de Cristo puede experimentar una disminución en la lozanía, en la alegría y en la unción de su fe.

    ¡Qué satisfacción más íntima la de poder decir al Señor en el crepúsculo de la vida, como decía San Pablo: Fidem servavi! (II Tim., IV, 7). «He guardado la fe» y he tenido la mirada siempre fija en la eternidad. ¿De dónde nació vuestra vocación sacerdotal? De la fe de vuestra adolescencia o de vuestra mocedad. Cuando es ardiente, la fe nos hace «vivir en Dios»:Viventes Deo (Rom., VI, 11). Sin ella, nada somos; y cuando disminuye, todas nuestras virtudes decaen con ella.

 

    La atmósfera en que se desenvuelve habitualmente el pensamiento tiene una importancia capital para todo hombre.

    ¿Cuál es la atmósfera adecuada al alma del sacerdote? ¿Será, acaso, la de un ambiente laico, o la de las conversaciones que ocupan la atención de la ciudad, o la  de las últimas noticias del periódico, o quizás la de cualquier libro de literatura novelesca?

  Ciertamente que no. Lejos de mí pretender que el sacerdote no debe estar al corriente de los acontecimientos; pero sí afirmo que, ante todo, necesita vivir la vida interior, y ésta no se nutre ni se sostiene sino con el alimento de la fe.

    Traigamos a la memoria los beneficios de Dios y las luminosas realidades sobrenaturales que la Iglesia dispensa a sus hijos. Nuestra misión consiste en comunicar a Jesucristo a los hombres: «Tanto amó Dios al mundo…»: Sic Deus dilexit mundum (Jo., III, 16). Dios nos pedirá estrecha cuenta del empleo que hemos hecho de los tesoros de salvación que ha puesto en nuestras manos.

    Es necesario que la conciencia de nuestras responsabilidades esté siempre presente a nuestro espíritu. La convicción de que no nos pertenecemos constituye la raíz de nuestra conciencia. Digamos, pues, con San Pablo: «Yo, soy de Cristo» (I Cor., I, 12), y añadamos con él: «Me debo tanto a los sabios como a los ignorantes»: Sapientibus et ignorantibus debitor sum (Rom.,I, 14). ¿Podremos creer que estamos en paz con Dios si tenemos conciencia de que un alma confiada a nuestro cuidado está sumida en la miseria y somos negligentes en acudir en su auxilio?

    El sacerdote deberá mirar al mundo con ojos de benevolencia. No como un muchacho inexperimentado que siente la fascinación del brillo de las cosas, pero que ignora su aspecto oscuro y desabrido. El ministro de Cristo no puede cifrar su ilusión en los bienes perecederos, sino que debe considerarlos a través de los ojos de Jesucristo, es decir, estimando su valor o su nada según los criterios de la fe.

    Es de suma importancia que los fieles se den cuenta de que nosotros los sacerdotes vivimos esta vida sobrenatural, puesto que la fecundidad de nuestro ministerio sacerdotal depende de ello en gran parte.

 

 

2.- Misión de la fe

 

    La fe es una virtud fundamental. Sin ella, la caridad, la religión y cualquiera otra virtud son completamente imposibles. La fe constituye la base de nuestras relaciones sobrenaturales con Dios. Según el plan divino, su luz es la que nos debe guiar durante el tiempo de nuestra prueba acá en el mundo. Nuestro acercamiento a Dios, el empleo de los medios adecuados para asegurar nuestra unión con Él y nuestro mérito están, hasta cierto punto, envueltos en la oscuridad.

    También los ángeles sufrieron la prueba de su fe, porque, sea cual fuere la naturaleza propia de su «tentación», fueron sometidos a esta prueba cuando eran enteramente libres, cuando aún no habían sido admitidos a la visión beatífica.

    El Concilio de Trento resume en las siguientes palabras la misión esencial de la fe: «La salud del hombre comienza por la fe. Ella es el fundamento y la raíz de toda justificación. Sin la fe es imposible agradar a Dios y participar de la suerte de sus hijos» [Sess. VI, 8].

    La fe es en nosotros el principio, el fundamento y la raíz de nuestra vida de hijos de Dios. Expliquemos brevemente estas palabras del concilio.

    ¿A quién otorga Dios el poder de hacerse hijo suyo? Nos lo dice San Juan: «Esta gracia está reservada únicamente a los creyentes»: His qui credunt in nomine ejus (Jo., I, 12). Lo mismo nos enseña San Pablo: «Es preciso que quien se acerque a Dios crea que existe»: Credere enim oportet accedentem ad Deum (Hebr., XI, 6).

    Si la fe es necesaria para despertar la vida sobrenatural, también lo es para asegurar su crecimiento y su desarrollo. La fe es, en verdad, el fundamento y la raíz de la vida interior.

    ¿Qué papel juegan los cimientos en una construcción? No solamente son necesarios para dar principio a las obras, sino que de ellos depende en todo momento la estabilidad, el equilibrio y la duración del edificio.

    Este mismo es el papel que la fe juega en toda la vida cristiana. Cuando la fe es firme, consolida la esperanza, impulsa la caridad e imprime a la oración un vuelo que la levanta hasta Dios. ¿De dónde nos viene el apoyo constante que precisamos, de dónde recibimos los motivos que más eficazmente nos mueven a obrar, tanto en el momento de la tribulación como en el curso normal de la existencia, sino de la fe? Por eso San Pablo recomendaba a los colosenses que viviesen siempre «firmemente fundados e inconmovibles en la fe»: In fide fundati et radicati (I, 23).

    Su influencia se compara a la de la raíz. Esta sostiene al árbol sujeto al suelo y, por una acción imperceptible e ininterrumpida, mantiene su vigor. Todo el crecimiento y el desarrollo del árbol dependen de esta alimentación secreta. Cortad las raíces y veréis qué pronto, por mucha que sea la vitalidad y la belleza del árbol, se secará irremisiblemente.

    Tal es la importancia primordial de la firmeza de la fe. Su influencia es permanente. Ella ennoblece la existencia y vigoriza el alma y, gracias a ella, tanto el simple fiel como, sobre todo, el sacerdote, no duda jamás de la victoria: Hæc est victoria quæ vincit mundum, fides nostra (I Jo., V, 4).

    San Pablo quiso compendiar en una fórmula brevísima toda esta doctrina que era tan de su agrado. «El justo vive de la fe»: Justus ex fide vivit (Gal., III, 11; Rom., I, 17; Hebr., X, 38). Démonos cuenta de su valor eminentemente práctico, porque, cuanto más firme sea nuestra fe, tanto más se regenerará nuestra vida entera, y más se estrecharán los lazos de nuestra adopción divina.

 

 

3.- Noción de la fe

 

    ¿En qué consiste exactamente esta fe que debe animar nuestra vida? El Concilio Vaticano [Sess. III, cap. 1] nos lo dice en una definición luminosa: «La fe es una virtud sobrenatural, por la que, bajo la inspiración y la ayuda de la gracia de Dios, aceptamos como verdadero todo lo que Dios nos ha revelado; no porque comprendemos la verdad intrínseca de las realidades sobrenaturales guiados por la luz natural de la razón, sino fundados en la autoridad del mismo Dios que nos las revela y que no puede engañarse ni engañarnos».

    La fe es el homenaje que nuestra razón rinde a la veracidad divina. Dios ha hablado, sobre todo, por medio de Jesucristo y de los apóstoles. Cuando el hombre acepta la revelación divina, con sus esplendores y sus oscuridades, humilla todo su ser ante Dios, se entrega enteramente a la suprema e infalible Verdad y con ello glorifica al Señor. Porque en esta aquiescencia total de su espíritu, todo el hombre se siente impulsado a confundirse y abismarse ante la autoridad suprema de Dios.

    La esencia de la fe consiste en esta sumisión de la inteligencia que se adhiere a la Verdad sustancial que le revela el misterio divino y los caminos de la salvación.

    La fe es una comunión de nuestro espíritu, no con los puntos de vista de otro hombre por muy docto que sea, sino con el pensamiento del mismo Dios. Por la fe, hacemos nuestro su pensamiento y participamos del conocimiento que Dios tiene de sí mismo y de los designios de su predestinación eterna. Debemos aceptar con profundo respeto la revelación divina, tanto en su conjunto como cada una de las verdades que la Iglesia, único juez supremo en estas materias, nos manda creer: «Lo que creemos de vuestra gloria, lo creemos por la fe de vuestra revelación»: Quod enim de tua gloria, revelante Te, credimus [Prefacio de la misa de la Trinidad].

    Lejos de humillar a la razón humana, la fe la eleva, amplía inmensamente sus fronteras y la hace participar de las verdades capitales sobre el sentido de su destino.

 

    La fe implica necesariamente tres elementos: una adhesión del entendimiento, un movimiento de la voluntad y una inspiración de la gracia, que envuelve enteramente el acto del creyente.

    La fe no es una conclusión del razonamiento, es decir, la convicción producida en la inteligencia por la fuerza de los argumentos. Sino que es una sumisión voluntaria, confiada y total del espíritu a la autoridad de Dios que revela.

    ¿Por qué interviene la voluntad en el acto de la fe? Como sabéis, no es sino por un trabajo abstracto y difícil como llegamos a concebir las cosas que sobrepasan los límites de nuestras experiencias humanas. Por eso, las verdades sobrenaturales se nos presentan siempre rodeadas de espesas tinieblas. Al aceptar la revelación con todas sus enseñanzas, nuestra inteligencia se abre de par en par a la verdad divina, aceptándola con perfecta aquiescencia. Pero esto no lo puede hacer sino mediante un impulso de la voluntad, deseosa de encontrar a Dios, y de comunicarse con Él. La gracia interviene, pero sin que sea preciso que se sienta su influjo en todo este proceso tan complejo.

    La parte de voluntariedad y de libertad que comporta el acto de fe hace que éste sea meritorio a los ojos de Dios. En todo este proceso, Dios ha querido dejar suficiente margen de oscuridad para que el creer sea un acto de profunda confianza en Él, a la vez que suficiente claridad para que el acto de fe pueda parecernos completamente razonable.

    Por último es necesaria la acción de la gracia sobre el entendimiento y la voluntad. Leed el Evangelio. Los contemporáneos de Jesús podían verle y oírle; sus sentidos le tenían siempre a su alcance; su razón les decía que era un hombre eminente, de una virtud extraordinaria. Pero para poder penetrar en el Santo de los santos de su naturaleza divina y creer que era el verdadero Hijo de Dios, se requería, además de los milagros y de las profecías, un don de la gracia. Así lo proclamó el mismo Jesús: «No es la carne ni la sangre quien eso te ha revelado, sino mi Padre»: Caro et sanguis non revelavit tibi, sed Pater meus (Mt., XVI, 17). Y en otra ocasión: «Nadie puede venir a mí, si el Padre… no le trae»: Nemo potest venire ad me, nisi Pater... traxerit eum (Jo., VI, 44).

    La fe nos viene de lo alto. El incrédulo debe implorar humildemente su venida, y nosotros, que estamos ya en posesión de este don, pedir su aumento: Credo, Domine, adjuva incredulitatem meam (Mc., IX, 24).

    Siempre son posibles las tentaciones contra le fe, pero al mismo tiempo son un estímulo para la oración. Si recurrimos a la oración cuando somos tentados, nuestra fe se robustece y apreciamos mejor su carácter sobrenatural y gratuito. Aprendamos a utilizar estas dudas, sin que por ello nos expongamos temerariamente a conversaciones y lecturas que pueden hacer peligrar nuestra adhesión al depósito de la revelación, y unámonos más consciente y firmemente a Cristo y a su mensaje.

 

 

4.- Privilegio de la fe: aurora de la visión beatífica

 

    Todas estas enseñanzas de los concilios de Trento y del Vaticano se encuentran implícitamente contenidas en la definición de la fe que nos da San Pablo: «Es la fe la firme seguridad de lo que esperamos, la convicción de lo que no vemos»: Est autem fides sperandarum substantia rerum, argumentum non apparentium (Hebr., XI, 1).          

    Estas palabras significan que la fe es el apoyo vital de todas nuestras esperanzas sobrenaturales. Por ella llegamos al convencimiento de la existencia de este mundo celestial que no alcanzamos a ver y del que nos habla toda la epístola a los Hebreos. Este texto inspirado nos revela la más estupenda prerrogativa de la fe: la de que es la aurora de la luz del cielo. Entre la fe y la visión beatífica no hay solución de continuidad.

    Prácticamente hay para nosotros tres órdenes de realidades distintas: el de la materia, el de las verdades intelectuales y el más alto aún de lo sobrenatural. Nosotros llegamos al conocimiento de cada uno de estos mundos, ilustrados por una luz apropiada a cada uno de ellos.

    La naturaleza material, con su inmensidad y su belleza, se descubre a nuestros ojos por su esplendor.

    La inteligencia contempla este mismo universo, pero de un modo superior, porque de los fenómenos se remonta a sus causas. Descubre en las cosas la huella de la Omnipotencia y de la Sabiduría creadora y llega así al conocimiento de la existencia de Dios y de sus perfecciones. Muy distinta es la luz por la que nuestros ojos ven, de aquella otra por la que nuestro entendimiento comprende, juzga y razona. La una no es continuación de la otra, sino que son de diferentes órdenes.

    Más allá del mundo que alcanzan a conocer nuestros sentidos y nuestra razón, hay una tercera esfera trascendente, inaccesible, divina. Es la de la vida íntima de la Trinidad. «Dios habita una luz inaccesible, que ningún hombre vio ni puede ver»: Lucem inhabitat inaccessibilem, quem nullus hominum vidit nec videre potest (I Tim., VI, 16). Nuestra elevación sobrenatural nos destina a penetrar en estas «profundidades de Dios», profunda Dei (I Cor., II, 10). Cuando lleguemos al cielo, recibiremos una comunicación de esta luz divina, para poder contemplar a Dios intuitivamente. «En tu luz vemos la luz»: In lumine tuo videbimus lumen (Ps., 35, 10).

    Con todo, el Señor se ha dignado, ya desde ahora, conceder a sus hijos adoptivos el poder entrar en contacto con este mundo supraterrestre. Y este prodigio se obra gracias a la fe, porque la fe es la aurora de la visión beatífica.

    Contemplad lo que sucede en la Jerusalén celestial: la luz de la gloria refuerza maravillosamente la capacidad de la inteligencia de los santos y la adapta a la contemplación de Dios. Al mismo tiempo, esta luz se proyecta sobre todos los actos de conocimiento, de amor y de bienaventuranza que constituye la vida y la felicidad eternas.

    ¿Se podrá afirmar que la fe juega el mismo papel acá en la tierra? Ella nos hace a Dios presente, en medio de nuestras oscuridades, de nuestros esfuerzos y de nuestras pruebas. Nos hace también comprender todas las realidades sobrenaturales que constituyen el objeto de nuestra esperanza. Y esclarece al mismo tiempo todos los actos que debe practicar el cristiano en el camino que le lleva al cielo. Toda la actividad sobrenatural que dispone a los hijos de Dios para que puedan recibir un día la luz de la gloria y les permite adquirir méritos para conseguirla, debe brotar de la fe, como de una fuente que mana sin cesar. «Ahora veo en un espejo y oscuramente; entonces veremos cara a cara»: Videmus nunc per speculum in enigmate, tunc autem facie ad faciem (I Cor., XIII, 12).

    La fe, no solamente pertenece al orden sobrenatural, sino que en la visión beatífica encuentra su desenvolvimiento y floración suprema. La misma vida que recibimos en el bautismo es la que evoluciona y se transforma. Ciertamente la fe es el primer destello, el alba y la aurora de la visión eterna. Santo Tomás resume toda esta doctrina tan elevada en estos términos tan sustanciales como concisos: «La fe es un hábito de nuestro espíritu, por el que empieza a tener realidad en nosotros la vida eterna»: Fides est habitus mentis quo inchoatur vita æterna in nobis [Sum. Theol., II-II, q. 14, a. 1].

 

 

5.- La fe en Cristo, Verbo encarnado

 

   Dios se presenta a nosotros como objeto de fe, principalmente en la persona de Jesucristo. Quiere que creamos firmemente que el hijo de María, el obrero de Nazaret, el Maestro que se enfrentaba a los fariseos, el crucificado del Calvario es verdaderamente su Hijo, enteramente igual a Él, y que como a tal le adoremos. «La gran obra que Dios se ha propuesto en la economía de la salvación, consiste en establecer entre los hombres la fe en el Verbo encarnado»: Hoc est opus Dei ut credatis in eum quem misit ille (Jo., VI, 29).

    Nada hay que pueda reemplazar a esta fe en Jesucristo, verdadero Dios, consustancial al Padre y enviado suyo. Ella es la síntesis de todas nuestras creencias, porque Cristo es la síntesis de toda la revelación.

    Si esto es verdad para todos los cristianos, lo es especialmente para el sacerdote. Porque la razón de ser del sacerdocio consiste en traer al mundo la salud de Cristo, Hijo de Dios, encarnado por amor. Toda la vida del gran apóstol se resume en estas palabras: «Vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí»: In fide vivo Filii Dei qui dilexit me et tradidit semetipsum pro me (Gal., II, 20), y toda nuestra vida sacerdotal debe ser un testimonio de esta misma poderosa convicción.

    La vida de la Iglesia es una adoración constante y universal de su divino Esposo. Ella no se cansa de repetir con San Pedro a la misma cara de un mundo que le niega y le desconoce: «Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo»: Tu es Christus, Filius Dei vivi (Mt., XVI, 16).

    Esta poderosa visión de la fe, que atraviesa los velos de la humanidad de Jesús y se abisma en las profundidades de su divinidad, es la que falta a muchas almas. Ellas ven a Jesús, le tocan, pero, lo mismo que las multitudes de Galilea, con una mirada puramente exterior y superficial, que no llega a transformarlas.

    Para otros, por el contrario, Jesús aparece transfigurado, porque la gracia ilumina la fe que tienen en su divinidad. Para ellos, Jesús es el sol de justicia, que sobrepasa todas las bellezas de la tierra. Y de tal manera arrebata sus corazones la contemplación de Jesús, que «ninguna otra es capaz de separarles de su amor», pudiendo decir con San Pablo: «Estoy persuadido de que ni la muerte, ni la vida… ni ninguna otra criatura podrán arrancarnos al amor de Dios en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rom., VIII, 38).

    Una fe como esta hace que Jesucristo quede firmemente fijo en nuestros corazones. Porque no es una simple adhesión de nuestro espíritu, sino que comprende el amor, la esperanza y, en una palabra, la consagración total de sí mismo a Cristo para vivir de su vida, participar de sus misterios e imitar sus virtudes.

    Se dan cristianos y aún sacerdotes que no han hecho de Jesús la fuente de su vida espiritual. Creen que es Dios, pero sin un convencimiento íntimo y vital, y esta fe no llega a constituir la raíz y el fundamento de toda su vida religiosa. Ellos ignoran prácticamente aquella frase tan reveladora de San Pablo: «Cuanto al fundamento, nadie puede poner otro sino el que está puesto, que es Jesucristo»: Fundamentum aliud nemo ponere potest, præter id quod positum est, Jesus Christus (I Cor., III, 11). Por eso sus esfuerzos resultan muchas veces estériles.

    Debemos, pues, arrojarnos de buen grado a los pies de Jesucristo y rendirle el homenaje de una fe acendrada: «Oh Cristo, aún sin veros en toda la gloria de vuestra divinidad, confieso que sois el Hijo de Dios vivo: Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero»: Deum de Deo, lumen de lumine, Deum verum de Deo vero. Es de una importancia capital en la vida espiritual que nuestro impulso hacia Dios se apoye sobre esta base de la fe en el Verbo encarnado.

    Pero no basta con formar un decidido propósito, sino que es menester que nuestras fuerzas se rehagan y nuestra generosidad se reavive todos los días en esta fe. Cuanto más perfecta sea, más participaremos con Cristo de su condición de Hijo de Dios. Esta cualidad es lo mejor que tiene Jesús y nos hace donación de la misma.

    Toda la grandeza de esta doctrina se deriva de este elevado pensamiento: creer, es participar del conocimiento que Dios tiene de sí mismo y de todas las cosas en sí mismo. Por el ejercicio de esta virtud, nuestra vida viene a ser un reflejo de la suya. Cuando el alma está saturada de fe, ella ve, por así decirlo, por los ojos de Dios.

    ¿Y qué es lo que el Padre contempla eternamente? A su Hijo. Él le conoce y ama a todas las cosas en Él. Esta mirada y este amor pertenecen a su misma esencia. ¿Qué es lo que está mirando en este mismo momento en que os estoy hablando? Al Verbo que, siendo igual a Él, se ha hecho hombre por amor.

    El Padre ama a su Hijo infinitamente, divinamente, como Él solamente puede hacerlo. Por eso le está dedicado enteramente y todo cuanto hace lo ordena a su gloria: «Le he glorificado, y le glorificaré»: Et clarificavi et iterum clarificabo (Jo., XII, 28). Tiene empeño en que su Hijo sea reconocido por las criaturas racionales con la reverencia que le es debida a su divinidad. Al introducirle en el mundo, ha querido que «todos los ángeles le adoren»: Et adorent eum omnes angeli Dei (Hebr., I, 6). Y reclama de los hombres el mismo homenaje. El Padre quiere «que todos honren al Hijo como honran al Padre»: Ut omnes honorificent Filium sicut honorificant Patrem (Jo., V, 23). ¿No exigió, acaso, en el Tabor que todos creyesen en las palabras de Jesús, porque eran palabras del Hijo de su amor? Hic est Filius… Ipsum audite (Mt., XVII, 5).

    Si miráramos a Cristo como le mira el Padre, sería ilimitado el premio que reportaríamos de la dignidad de su persona, de la magnitud de sus méritos y del poder de su gracia. Por muchas que sean nuestras faltas y por grande que sea nuestra indigencia, tenemos en Cristo un suplemento de misericordia inagotable. Por grande que sea nuestra miseria, somos ricos en Cristo: In omnibus divites facti estis in illo (I Cor., I, 5). La sobreabundancia de los méritos de un Dios resulta, para la Iglesia que los atesora, una fuente perenne de gratitud, de alabanza, de paz y de júbilo indecible.

    Esta fe en su divinidad nos obliga por un título especialísimo a nosotros los sacerdotes, que vivimos en contacto tan frecuente con la Eucaristía, a guardar el más profundo respeto a Cristo: Veneremur cernui. Si Jesús oculta su esplendor, nosotros adoraremos con mayor veneración aún la incomprensible realidad de su presencia. Este mysterium fidei «lo amaremos tanto más cuanto más vivamos de él»: Cœleste munus diligere quod frequentant [Oratio super populum, jueves de la 1ª semana de cuaresma]. El Señor es tan condescendiente, que oculta su gloria a nuestros ojos, para que nuestra flaqueza no tema acercarse a Él. Con el estímulo de esta bondad nuestra fe deberá atravesar el velo y sumirnos en adoración a los pies del Hijo de Dios.

    Estos deben ser nuestros pensamientos cuando doblamos la rodilla ante el sagrario, en el último evangelio, o cuando decimos Filius Patris en el Gloria, Incarnatus est en el Credo, y tantos textos de la Escritura o de la Liturgia. Con los ojos puestos en Jesucristo, digámosle de corazón: «En el niño del establo, en el obrero de Nazaret, en el leño de la cruz, bajo las apariencias del pan y del vino, yo os adoro, oh Cristo, como a mi Dios; os amo, y os acepto con todo lo que sois y con todo lo que queráis imponerme».

 

6.- Tres cualidades de la fe sacerdotal

 

    Es de suma importancia que la fe del sacerdote sea mucho más perfecta que la de los simples fieles. Por lo mismo que ha sido llamado para comunicar a los fieles los misterios de la religión, es necesario que tenga una alta estima de su valor: Ut sciatis quæ sit spes vocationis ejus et quæ divitiæ gloriæ hereditatis ejus (Eph., I, 18).

    La fe del sacerdote debe estar revestida principalmente de tres cualidades: debe ser robusta en su adhesión, ilustrada en cuanto a su extensión, comprendiendo todo cuanto abarca la fe de la Iglesia; y por último, debe ser operante, es decir, que ha de ejercer su influencia eficaz en todos los actos de la vida.

    Si la fe es una adhesión del espíritu a las verdades reveladas por el mismo Dios, si, a la vez, es la respuesta que da el hombre a la comunicación divina, esta adhesión deberá ser robusta, firme y sin vacilación alguna.

    Cuando San Pedro creyó que se hundía bajo las olas del lago de Genesaret, gritó con todas sus fuerzas: «Señor, sálvame»: Domine, salvum me fac (Mt., XIV, 30). Tenía fe en Jesús, puesto que le invocaba; pero su fe era vacilante. Por eso le reprochó el Señor. Más cuando en el monte Tabor dijo a su Maestro: «¡Qué bien estamos aquí!» (Mt., XVII, 4), o en aquella otra ocasión de la promesa de la Eucaristía, exclamó: «¿A quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jo., VI, 68), su fe estaba firmemente asentada. En el Calvario, Nuestra Señora creía con toda su alma. Ella era la Virgen fiel en toda la acepción de la palabra. Como que en su corazón atesoraba la fe viva de toda la Iglesia. Virgo fidelis… continens fidem vivam totius Ecclesiæ in corde suo [Quizá la fuente de esta cita sea San Alberto el Grande, que escribe de la Virgen: Fidem habuit in excelentissimo, quæ… etiam discipulis dubitantibus, non dubitavit. In Luc. I. Gratia plena].

    Para que podáis comprender en qué consiste una fe robusta, fijad vuestra atención en algunos otros ejemplos tomados de la Sagrada Escritura, que siempre son los mejores. San Pablo muestra un santo entusiasmo siempre que habla de Abraham. Fue tan grande la fe del «Padre de los creyentes» que, contra todas las apariencias humanas, creyó como verdadera la promesa que Dios le hizo con firmeza absoluta y sin la menor vacilación: «Contra toda esperanza, creyó que había de ser padre de muchas naciones…, y no flaqueó en la fe al considerar su cuerpo sin vigor, pues era casi centenario» (Rom., IV, 18-19).

    Cuando el centurión del Evangelio afirmó que Jesús tenía poder sobre los males físicos como él lo tenía sobre sus soldados, Jesús se manifestó como admirado: «En verdad os digo que en nadie de Israel he hallado tanta fe» (Mt., VIII, 10). Cuando la Cananea insistió en sus apelaciones a la bondad y al poder de Jesús, a pesar de la negativa y de la aparente dureza con que la trataba, el Señor quedó como subyugado, como si efectivamente la tenacidad de la fe de esta mujer ejerciese sobre Él una irresistible atracción: «¡Oh mujer, grande es tu fe! Hágase contigo como tú quieres» (Mt., XV, 28).

    En la epístola a los Hebreos, el Apóstol nos muestra con señalada complacencia cómo, movidos por su fe, los Patriarcas y los Justos de la Antigua Alianza llevaron a la práctica los grandes designios de Dios: «Los cuales por la fe subyugaron reinos, ejercieron la justicia, alcanzaron las promesas» (Hebr., XI, 33).

    Cuando nosotros los sacerdotes tratamos con noble firmeza de vivir siempre en todas las ocasiones de este espíritu de fe, nos incorporamos a esta pléyade de santos que, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, han extraído su vigor sobrenatural de una adhesión inquebrantable a la palabra revelada.

 

    En segundo lugar, para que la fe sea perfecta, debe ser una fe ilustrada.

    Porque pudiera suceder que, aún siendo una fe vigorosa, fuese, no obstante, rudimentaria. Este es el caso, por ejemplo, del ciego de nacimiento curado por Jesucristo. Cuando Cristo le preguntó si creía en el Hijo de Dios, respondió con un acto de intensa fe, en la que puso todo su ser a los pies de Jesús: «Creo, Señor, y se postró ante Él»: Credo, Domine. Et procidens adoravit eum (Jo., IX, 38). Si atendemos a su adhesión absoluta, su fe era perfecta. Sin embargo, era muy elemental, puesto que aún no conocía todo el conjunto de verdad y de doctrina que el Verbo había venido a traer a la tierra. Una fe como esta acepta, sin dudar, todas las verdades reveladas, pero implícitamente y en bloque, sin un conocimiento previo de cada una de ellas.

    Por muy excelente y rica en virtualidad que sea esta fe espontánea y generosa, pero implícita, no puede ser suficiente cuando el espíritu de reflexión se despierta tanto en el hombre como en la sociedad religiosa. La razón desea darse cuenta del objeto de la fe, discernirla y precisarla. Esta necesidad es la que ha dado origen en el transcurso de los tiempos a la teología, que trata de conocer, analizar y coordinar, en la medida que lo permiten las posibilidades del entendimiento, el contenido de la revelación. La verdadera noción de la teología será siempre aquella cuya fórmula consagró San Anselmo: Fides quærens intellectum [«La fe que trata de llegar a la inteligencia de su objeto». Proslogium, P. L. 158, col. 225].

    A nosotros los sacerdotes nos es tanto más necesario este conocimiento de la fe cuanto que a nosotros nos está encomendada la misión de ilustrar la de los simples fieles, defendiéndola de los ataques de la herejía o de la impiedad. No debemos echar en olvido lo que a este respecto nos dice la Escritura: «Por haber rechazado tú el conocimiento [de las cosas santas], te rechazaré yo a ti del sacerdocio a mi servicio» (Oseas, IV, 6).

    Sucede a veces que los estudios sagrados quedan al margen de la vida interior personal del sacerdote. Y esto es lamentable. Es necesario que fecundemos el trabajo intelectual por medio de piadosas lecturas, por el pensamiento de la presencia de Dios y por la oración. Así es como llegará a formarse en el alma del sacerdote esta teología viviente que es el corazón de la santidad sacerdotal.

    Bien se os alcanza que al hablar del estudio de la teología no me refiero ni a esas cuestiones sutiles ni a esos manuales que se emplean para adquirir los conocimientos que son precisos para salir airosos de un examen de órdenes, sino que me refiero al estudio de los Santos Padres, de los doctores consagrados por su doctrina teológica y principalmente de Santo Tomás. Me refiero, sobre todo, a un conocimiento cada día más profundo de la Sagrada Escritura, que constituye el tesoro de la Esposa de Cristo. Así se formaron los doctores de la Iglesia y los grandes teólogos; hasta el fin de los siglos, estos libros continuarán siendo las verdades fuentes de la ciencia sagrada.

    ¿No se da el caso de sacerdotes que viven en constante contacto con los misterios de la fe, pero que no piensan en ellos, ni se preocupan de conocerlos? Pasan su vida en medio de realidades divinas: en el altar, en el confesonario, en el púlpito, están en constante relación con los poderes sobrenaturales. Pero como su fe no es ilustrada ni su piedad tiene raigambre teológica, se les escapan muchas gracias con evidente detrimento de su ministerio y viven hambrientos en medio de la abundancia de tantas luces que debieran enfervorizar su alma. El sacerdote debe tener la ilusión de tener un conocimiento tan completo como le sea posible de la revelación que nos trajo Jesucristo, que es la Sabiduría eterna.

    Los que se dedican a los estudios superiores corren en nuestros días el peligro de perder algo de su pureza y de la lozanía de su fe. Un espíritu hipercrítico ha invadido todos los dominios: la historia, la teología, la Sagrada Escritura. Si no guardan las debidas precauciones, algunos pueden correr el riesgo de que su fe se debilite y aún de que llegue a perderse completamente. Para prevenirnos contra estos peligros, os recomiendo que cultivéis el mayor respeto a la doctrina tradicional.

    Esto no excluye el progreso en el estudio de los diversos aspectos del pensamiento moderno; pero es necesario que los juzguemos desde las alturas en que nos sitúa el conocimiento profundo de la teología.

    Rechacemos de plano toda herejía, porque está en abierta repugnancia con la verdad revelada, con la doctrina de Jesucristo. Con todo, mostremos siempre la máxima benevolencia a nuestros hermanos que son víctimas del error.

    Procurad sobrenaturalizar vuestro trabajo. Nunca empecéis a estudiar sin haber orado antes. Tened cuidado de elevar vuestra intención, para que no busquéis otra cosa que la mayor gloria de Dios y la investigación de la verdad. Hay quienes tratan de adquirir la ciencia sagrada con «el fin de adquirir renombre de sabios»: Ut sciantur ipsi, como dice San Bernardo, lo cual no deja de ser una torpe vanidad: et turpis vanitas est [In Cantic., Sermo 36, 1-3]. Para los que trabajan con estas miras, el estudio nunca será un medio para santificarse. De esta ciencia es de la que el Espíritu Santo ha dicho: «La ciencia hincha» (I Cor., VIII, 1), y en otro lugar: «La sabiduría de este mundo es necedad ante Dios» (I Cor., III, 19). Podríamos añadir que también «ante los hombres», porque nada hay más repelente que un sacerdote ofuscado por sus éxitos y totalmente poseído de las consideraciones debidas a su superioridad intelectual. No nos dejemos seducir por nuestra ciencia, que harto imperfectos serán siempre nuestros conocimientos mientras vivamos en esta vida.

    Apliquémonos al estudio con la intención de trabajar por el reino y la gloria de Dios, por la Iglesia, por defender contra todos los ataques el depósito de la revelación, por conservar en toda su pureza y vigor de la fe de los fieles y, sobre todo, por saturar nuestro propio espíritu del conocimiento de Jesucristo y de sus incomparables misterios.

    Tal debe ser, me complazco en repetirlo, nuestra teología: una teología viviente que sea el corazón de la santidad sacerdotal.

    También la lectura espiritual es de suma importancia en la vida del sacerdote.Constituye para él un verdadero peligro el estar demasiado ocupado en las cosas profanas y el dejarse cautivar por lecturas que nada tienen de sobrenatural. Los que habitualmente se entregan al estudio de los clásicos tienen igualmente necesidad de algún antídoto para salvaguardar el fervor de su fe.

    Es verdad que un profesor o un sacerdote absorbido por sus ministerios no disponen de mucho tiempo para dedicarse a estudios suplementarios. Pero ¿no podrán dedicar un rato cada día a la lectura espiritual, a la lectio divina, como la llama San Benito? Se sorprenderán al comprobar al cabo de cierto tiempo hasta qué punto este medio ascético, aún aplicado en «pequeñas dosis», llena la inteligencia de elevados pensamientos, conforta el corazón y mantiene al alma en inestimable contacto con los misterios divinos.

    La Sagrada Escritura asiduamente leída y aún aprendida de memoria será siempre en el corazón del sacerdote como una fuente que mana sin cesar.

    Tomad buena nota de esto: en la Eucaristía, el Verbo divino se oculta bajo las especies sacramentales, rodeado de un silencio lleno de majestad; en la Sagrada Escritura adopta para comunicársenos la forma de una palabra humana, que se adapta perfectamente a nuestras expresiones usuales.

    El Verbo de Dios, considerado en sí mismo, es incomprensible para nosotros, porque es infinito. El Padre expresa en su Hijo todo cuanto es y todo cuanto conoce. Las Escrituras no nos dicen sino una pequeña sílaba de aquella intraducible palabra que el Padre pronuncia en su insondable inmensidad. Cuando lleguemos al cielo, contemplaremos esta Palabra subsistente y penetraremos su secreto; pero procuremos prestar, ya desde ahora, una respetuosa atención a la revelación y a la porción de la ciencia divina que las Sagradas Escrituras nos manifiestan.

    Durante la vida mortal de Jesús –aunque ya os lo he dicho, no estará de más el insistir sobre ello– muchos no veían sino el exterior, y no suponían que bajo las apariencias del hombre se encontraba la divinidad. El Verbo encarnado quedaba oculto a sus miradas. Lo mismo sucede a muchos espíritus que se limitan a considerar el elemento humano de las Escrituras y no llegan a descubrir bajo esta envoltura la revelación divina.

    La visión que la fe nos proporciona, en modo alguno impide el estudio crítico de los textos sagrados. Más para que el Verbo divino que en ellos se nos manifiesta sea, como efectivamente debe ser, un medio de salud, nuestra alma debe repetirse constantemente a sí misma en el transcurso de estos estudios: «Ahí se contiene la palabra eterna, el mensaje auténtico de Dios».

    Si queréis influir en las almas y hacer el bien, no me cansaré de repetiros el consejo de San Pablo: «La palabra de Cristo habite en vosotros abundantemente»: Verbum Christi habitet in vobis abundanter (Col., III, 16).

 

Por último, la fe en el alma del sacerdote deberá ser activa.

    Si la fe es el fundamento de todo el edificio espiritual y la raíz de donde procede el crecimiento de nuestra vida de hijos de Dios, es evidente que no puede quedar ociosa y estéril, sino que debe invadir y dominar toda nuestra existencia, inspirar nuestros juicios, regular nuestras acciones, estimular nuestro celo y ser, como quiere el Apóstol, una «fe actuada por la caridad» (Ga., V, 6).

    En las personas, esta fe activa hace mella, ante todo, en el alma redimida por el amor y la sangre de Cristo y destinada a una vida eterna. Esta fe viene a ser el móvil que determina todas las abnegaciones y todos los sacrificios.

    En los acontecimientos, la fe juzga las cosas con el mismo criterio con que Cristo las hubiese estimado. Los caminos de Dios son tan insondables como su mismo ser; pero el sacerdote que vive de su fe sabe que «Dios es amor»: Deus caritas est (I Jo., IV, 6). ¿No es, acaso, por medio de los sufrimientos como el Señor quiere purificar, desprender, fortalecer y elevar a los que ama? De la misma suerte que la pasión de Cristo hace brotar fuentes de gracias, así también las penas y los sufrimientos que soportan los fieles, y particularmente los sacerdotes, tienen un alto valor ante Dios.

    El debilitamiento general de las creencias religiosas que se observa en nuestros días puede llegar a afectar incluso a los ministros de Cristo. Hay quienes están convencidos de que la actividad humana y los trabajos exteriores constituyen el elemento principal y casi exclusivo para ganar las almas y extender el reino de Jesucristo. Creen que la santidad personal del sacerdote y la oración apenas cuentan en la empresa de salvar al mundo, y que lo verdaderamente eficaz son las iniciativas audaces, los nuevos métodos y la actividad intensa.

    Y, sin embargo, como bien lo sabemos, la salvación de las almas y su santificación son cosas esencialmente sobrenaturales. Toda la actividad humana, si no es fecundada por la gracia y la unción divina, es impotente para conseguir la conversión o la santificación de una sola alma. ¿Acaso no es Dios el que tiene los corazones en su mano? Esta es la razón de por qué, aunque debemos desplegar todo nuestro celo en las obras, debemos tener muy presente que aún en ellas es necesario que predomine el espíritu de fe, y que pongamos toda nuestra confianza sobre todo en la oración, en la obediencia y en la ayuda del Señor.

    En los santos, la fe es como un brasero encendido que irradia calor y luz. El secreto de esta fe comunicativa y conquistadora consiste en el poder avasallador que tienen las convicciones arraigadas. El mundo sobrenatural, aún estando velado a sus miradas, les parece a los santos tan tangible como las realidades de la vida presente. Por eso, nunca se dejan abatir por las más tremendas dificultades por largas que sean. Nunca tropiezan en su camino, sino que, teniendo fija su mirada en las verdades eternas, prosiguen decididos su marcha hasta alcanzar la victoria definitiva: Hæc est victoria quæ vincit mundum, fides nostra (I Jo., V, 4).

    Cuando exclama San Pablo: «Vivo en la fe del Hijo de Dios»: In fide vivo Filii Dei (Gal., II, 20), ¿no sentís cómo, a través de estas palabras, se trasluce la magnífica intrepidez de su fe en el misterio de Cristo, y cómo el corazón del apóstol se dilata con una sublime y santa alegría? La felicidad que le proporcionaba el creer enardecía su alma y hacía su fe más esplendorosa. Nuestra adhesión más completa al mensaje de Jesús, Hijo de Dios, enviado del Padre y fuente de santidad, debería producir también en nosotros la misma «exaltación», la misma intrepidez, la misma felicidad, la misma fuerza irresistiblemente avasalladora.

    Las verdades reveladas forman, según lo hemos dicho ya, un mundo superior que domina las miserias de esta vida, en el que el espíritu del sacerdote debe moverse con entera naturalidad como en su propia atmósfera.

    Cuando acomoda su vida a los criterios de la fe, se puede decir que el alma del sacerdote vive en cierta manera en este mundo sobrenatural. Su apoyo constante en la palabra de Dios hará que su fe sea eficazmente activa, hasta el punto de que ella dominará los acontecimientos y hará sentir su influjo, para la mayor gloria de Cristo, sobre toda su actividad sacerdotal.

    Puede darse el caso de que, habiendo dos sacerdotes que se dedican a las mismas obras exteriores, uno de ellos, inflamado de amor, ejerza una influencia profunda en las almas, siendo su ministerio agradable a Dios y fecundo para la Iglesia, mientras el otro, sin fervor alguno en su vida interior personal, apenas produce fruto perdurable en las almas. ¿De dónde proviene esta diferencia? De la cualidad de su fe.

    La fe es en los corazones la única raíz de la caridad.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

QUINTA MEDITACIÓN

 

«Morir al pecado»

 

   El Evangelio ha establecido claramente las dos condiciones fundamentales para la salvación, tanto para los sacerdotes como para los simples fieles: «el acto de fe y la recepción del bautismo»: Qui crediderit et baptizatus fuerit salvus erit (Mc., XVI, 16).

    Después de haberos hablado de la fe, voy a tratar ahora de la  gracia vital que nos comunica el bautismo. Esta gracia es como una semilla que tiende a crecer, y que todo bautizado debe desarrollar constantemente en el transcurso de su existencia.

    He aquí cómo describe San Pablo con admirable profundidad la fuerza sobrenatural y secreta de los efectos del bautismo: «Con Él hemos sido sepultados por el bautismo, para participar en su muerte, para que, como Él resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva» (Rom., VI, 4).

    Estas palabras nos muestran, en una mirada de conjunto, cuáles son los elementos esenciales de nuestra santificación, y cuál es la orientación que debemos dar a los esfuerzos que hacemos para alcanzar la virtud.

    El mismo Dios nos declara que sus caminos y sus designios no son los nuestros: «Porque no son mis pensamientos vuestros pensamientos, ni mis caminos son vuestros caminos… Cuanto son los cielos más altos que la tierra, tanto están mis caminos por encima de los vuestros» (Is., LV, 8-9).

    Para santificar al mundo, no ha elegido otro medio que aquel que San Pablo califica como «la locura de la cruz»: stultitia crucis (I Cor., I, 18). ¿Quién hubiera podido imaginarse jamás que para salvar a los hombres iba a ser necesario que el Hijo unigénito tuviera que someterse a los oprobios del Calvario y a la muerte de cruz? Con todo, lo que parecía una locura a los ojos de los hombres era precisamente el plan que había previsto la sabiduría divina: «eligió Dios la necedad del mundo para confundir a los sabios» (Ibid., 27).

    La muerte y la resurrección de Jesucristo son las que han renovado el mundo y todo cristiano que quiera salvarse y santificarse debe participar espiritualmente del misterio de esta muerte y de esta vida resucitada. Toda la esencia de la perfección evangélica y sacerdotal consiste en la participación de este doble misterio.

 

1.- Necesidad de morir al pecado

 

    El alma se une a Dios en la misma medida en que se le asemeja. Para que Dios la atraiga y la eleve es necesario que, en cierto modo, se identifique con ella. Por eso, cuando creó el alma de nuestros primeros padres, la hizo a su imagen y semejanza.

    Según el plan divino, el hombre ocupa un lugar intermedio entre los ángeles, que son espíritus puros, y la materia corporal y esta destinado a reflejar las perfecciones de Dios con mucha mayor perfección que la creación material: «Le has hecho poco menos que los ángeles y le has coronado de gloria y de honor» (Ps., VIII, 6). En este himno, el salmista contempla con arrobamiento la obra divina tal como era en su primitiva belleza y dedica un canto a la gloria de Dios que se manifiesta en el universo: «¡Oh Yahvé, Señor nuestro, cuán magnífico es tu nombre en toda la tierra!» (Ibid., 1).

    El pecado de Adán deshizo este plan tan grandioso. El pecado ha destruido en el hombre el esplendor de la imagen divina y lo ha hecho incapaz de volver a unirse con Dios.

    Pero el Señor, en su infinita bondad, ha decidido reparar «maravillosamente» el mal producido por el pecado: Mirabilius reformasti. ¿Y cómo podría realizarse semejante reparación? Ya lo sabéis: por la venida de un nuevo Adán, que es Jesucristo, cuya gracia, llena de misericordia, nos hace hijos de Dios, conformes a su imagen y aptos para la unión divina: Et sicut in Adam omnes moriuntur, ita et in Christo omnes vivificabuntur (I Cor., XV, 22).

    El bautismo es el medio sagrado establecido por Dios para lavar el alma de la mancha del pecado original y depositar en ella el germen de la vida sobrenatural. ¿Qué secreto poder tiene el sacramento para obrar semejante prodigio? El poder siempre activo de la muerte y de la resurrección de Jesucristo, que engendra en el alma un estado de muerte y un estado de vida que se derivan enteramente del mismo Jesucristo. Así como «era preciso que el Mesías padeciese y entrase en su gloria»: Oportuit pati Christum et ita intrare in gloriam suam (Lc., XXIV, 26), así también el cristiano debe asociarse espiritualmente a su muerte para poder recibir la vida divina.

    De esta suerte, Cristo es a un tiempo el arquetipo y la fuente de nuestra santificación: «Si hemos sido injertados en Él por la semejanza de su muerte, también lo seremos por la de su resurrección» (Rom., VI, 5).

 

    ¿Qué es lo que debemos entender por esta muerte que la gracia del bautismo inaugura en nosotros?

    Debemos decir que pertenece, ante todo, al orden de la voluntad. Mediante la infusión de la gracia santificante y de la caridad, el bautismo orienta los afectos del alma hacia la posesión de Dios. Por el pecado original, el hombre se apartó radicalmente de Dios, que es su fin sobrenatural. El don de la caridad cambia y transforma esta disposición fundamental del alma, destruyendo el dominio que actualmente ejerce en ella el pecado y permitiéndole el acceso a la vida divina.

    Es necesario observar, sin embargo, que no basta estar en gracia para quedar completamente muerto al triste poder de pecar. La gracia del bautismo no arranca de nuestra alma todas las malas raíces; de ellas proceden las que San Pablo llama «obras de carne»: Opera carnis (Gal., V, 19).

    Tampoco el sacramento de la penitencia, aunque destruye el imperio actual del pecado, llega a producir en nosotros una muerte completa. Los afectos, los hábitos enraizados, las complacencias más o menos consentidas se unen a las inclinaciones de la naturaleza para mantener vivas en nuestra alma las fuentes del pecado.

    La muerte al pecado, que empieza en la justificación bautismal y se sostiene por la virtud del sacramento de la penitencia, no llega a realizarse plenamente sino mediante nuestros esfuerzos personales apoyados en la gracia. Estos esfuerzos deben obrar en nuestra alma un alejamiento voluntario, cada vez más activo, de todo aquello que en nosotros suponga un obstáculo para la vida sobrenatural.

    Esta idea de la absoluta necesidad de renunciar a cuanto entorpezca en nosotros la justicia de Dios se encuentra enunciada a cada paso en las Epístolas. Y lo que nos dice San Pedro a este respecto no es sino un eco de la doctrina de San Pablo: Ut peccatis mortui justitiæ vivamus (I Petr., II, 24). Y las palabras del uno y del otro son un comentario de las del divino Maestro: Nisi granum frumenti cadens in terram mortuum fuerit, ipsum solum manet (Jo., XII, 24-25).

    Esta muerte es necesaria no como fin, sino como condición esencial de una vida nueva. Es indispensable que el grano de trigo muera en la tierra; pero, gracias a esta destrucción, brota de él una vida más bella, más perfecta y más fecunda.

    Procuremos comprender bien el lenguaje de San Pablo.

    La vida consiste en el poder de obrar por sí mismo. Decimos que un ser tiene vida cuando posee en sí mismo el principio de sus movimientos y cuando los ordena a su propia perfección. Por el contrario, si un ser ha perdido este poder, decimos que ha muerto. El Apóstol se complacía en emplear esta metáfora cuando hablaba del pecado y del imperio que en nosotros ejerce. El pecado, según él lo concibe, «vive» en nosotros cuando nos domina de tal manera, que se convierte en el principio de nuestras acciones: Non ergo regnet peccatum in vestro mortali corpore ut obediatis concupiscentiis ejus (Rom., VI, 12). Por consiguiente, cuando el pecado es el principio inspirador de nuestras actividades, su imperio se establece en nosotros: «somos siervos del pecado», qui facit peccatum, servus est peccati (Jo., VIII, 34), y como «nadie puede servir a dos señores» (Mt., VI, 24), al vivir en pecado, nos alejamos de Dios y «morimos para Él».

    Por eso debemos tender al efecto contrario; es decir, a «morir al pecado» a fin de «vivir para Dios».

    Nosotros practicamos voluntariamente esta muerte cuando nos oponemos al imperio que el pecado ejerce en nosotros y lo llegamos a quebrantar, hasta el punto de impedir que sea el móvil de nuestras acciones. A medida que rehúsa obedecer a las máximas del mundo, a las exigencias de la carne y a las sugestiones del demonio, el bautizado se va liberando gradualmente del pecado. De esta suerte, él «muere al pecado». A medida que esta liberación interior se consolida en el alma, permite que el cristiano se vaya sometiendo cada vez más a Cristo, a sus ejemplos, a su gracia y a su voluntad. Entonces es cuando Cristo se convierte en el principio que determina todas sus acciones, y su vida viene a ocupar el lugar que ocupaba el reino del pecado: «Haced cuenta de que estáis muertos al pecado, pero vivos para Dios, en Cristo Jesús»: Viventes Deo in Christo Jesu (Rom., VI, 11).

 

2.- Grados de la muerte al pecado

    El primer grado lo constituye evidentemente la renuncia total al pecado mortal. Sin esta previa y categórica ruptura, es del todo imposible que la caridad divina pueda vivir en nosotros.

    Se requiere, además, una decidida renuncia al pecado venial. Toda trasgresión deliberada de una ley divina, aún en materia leve, constituye una ofensa al Señor. Jamás debemos admitir bajo ningún pretexto semejante desorden en nuestra vida.

    Como sabéis, los pecados veniales no destruyen la unión establecida por la gracia santificante, pero producen un daño incalculable al alma. Cada pecado venial supone una infidelidad al Padre celestial y entorpece las relaciones de amistad con el divino Maestro. Y estas relaciones son de la mayor importancia en la empresa de la santificación del sacerdote y para la fecundidad de su ministerio.

    Cuando hablo de pecados veniales, me refiero a los que son completamente consentidos, porque muchas de nuestras faltas diarias son efecto de la inadvertencia y de la negligencia propias de la fragilidad humana, y por ello no suponen, por nuestra parte, una voluntad de ofender a Dios. Únicamente en el cielo gozaremos de la impecabilidad absoluta, que es un don excepcional mientras vivimos en la tierra, ya que, si exceptuamos a la Virgen Inmaculada, todos los santos están sujetos a algunas faltas de inadvertencia o de fragilidad.

    Cuando los pecados veniales deliberados se multiplican, amortiguan el temor de ofender a Dios, disminuyen las fuerzas de resistencia y predisponen a pecar mortalmente. El que consiente en vivir en un estado habitual de infidelidad a la gracia y al cumplimiento de sus deberes, pone su alma en una condición de existencia que recibe el nombre de tibieza espiritual.

    Este estado de tibieza comprende varios grados. Lo que caracteriza a este estado no es, como algunos piensan, la aridez interior y la falta de «devoción» en los ejercicios de piedad. Lo grave de esta situación es que el alma tibia se habitúa a su estado, se conforma con su deplorable situación, renuncia a todo esfuerzo para salir de ella y abandona toda aspiración de servir a Dios con plena y sincera fidelidad.

    Si sucumbe a una falta grave, su negligencia habitual paraliza completamente su capacidad de regenerarse. Pero, con todo, el retorno a las prácticas habituales de vida sacerdotal, la aplicación al trabajo, a la lectura espiritual y principalmente a la oración, puede superar, contando con la ayuda de la gracia, todos los obstáculos.

    Muy distinto es, a veces, el caso del que cae en un pecado mortal, pero no a consecuencia de su tibieza, sino por un arrebato pasajero. Porque suele suceder que su caída le lleva al pecador a comprender el estado de su conciencia y, lejos de descorazonarse, se arroja en brazos de la misericordia divina y la vergüenza y el arrepentimiento que experimenta hacen brotar en él un ardor generoso y una fidelidad renovada. Como nos enseña San Ambrosio, «el recuerdo de la falta cometida se convierte en un estímulo que provoca el esfuerzo y sostiene el impulso que le lleva hacia Dios»: Acriores ad currendum resurgunt, pudoris stimulo, majora reparantes certamina [De Apologia prophetæ David, 1. 1, c. 2, P. L., 14, col.854].

    Debemos, pues, proseguir la tarea de extirpar el pecado hasta los últimos repliegues de nuestra alma, hasta las tendencias íntimas que nos inclinan a las faltas actuales. Estas viciosas inclinaciones son, principalmente, el orgullo, el egoísmo y la sensualidad. Estemos alerta para no dejarnos seducir por los movimientos interiores que nos sugieren; trabajemos por liberarnos del amor, del juicio y de la voluntad propias, de todas estas «manchas» que desfiguran nuestra alma e impiden que se asemeje a Jesucristo. Mientras no estemos decididos a combatir cualquier inclinación, que sabemos que es contraria a la voluntad de Dios, se podrá decir que el pecado «reina en nosotros» de alguna manera.

    Tengamos sumo cuidado en no sofocar ni en lo más mínimo la gracia de nuestro bautismo. «Los que hemos muerto al pecado, ¿cómo vivir todavía en él?»: Qui mortui sumus peccato, quomodo adhuc vivemus in illo? (Rom., VI, 2).

    Voy a haceros tres consideraciones que nos animarán poderosamente en esta empresa de completa liberación.

    Y es la primera que, de acuerdo con el plan de Dios, el tiempo es un factor con el que debemos contar. Es preciso que, no de una vez para siempre, sino cada día muramos a todo lo que desagrada a Dios. A estos repetidos actos de generosidad responden en nuestros corazones «estas ascensiones espirituales» de que nos habla el salmista: Ascensiones in corde suo disposuit (Ps., 83, 6). Dios no nos manda quemar las etapas. En el orden de la gracia como en el de la naturaleza, el crecimiento no es obra de un día. Cuando el labrador ha terminado la sementera, ¿no espera durante largos meses a que llegue la época de la cosecha? Sin que ello suponga disminución de nuestra fidelidad, debemos aprender en la vida espiritual a tener paciencia con nosotros mismos, a aguantar las embestidas, y sobre todo a guardar inalterable nuestra confianza. Como nos enseña el Apóstol, «a su tiempo cosecharemos, si no desfallecemos»: Tempore suo metemus, non deficientes (Gal., VI, 9).

    Y esto es tanto más cierto cuanto que no estamos solos en la lucha, sino que podemos contar con la ayuda de Aquel que nos ha llamado. San Pablo nos da la garantía de esta seguridad: «Con Cristo hemos sido sepultados»: Consepulti sumus cum Christo (Rom., VI, 4). Nuestra muerte mística no puede realizarse sino en unión con Cristo y en virtud de su poder. Su pasión y su muerte nos han merecido todas las gracias que necesitamos para morir a la carne, al mundo y a nosotros mismos. Nuestra Misa y nuestra comunión de cada día nos hacen participar abundantemente de estas gracias.

    Considerad, además, qué felicidad supone para un corazón sacerdotal el no tener que experimentar la tiranía del pecado, el verse libre de la sujeción del interés y del amor propio, el estar al abrigo de las seducciones y de las ilusiones del mundo. ¡Cuánto ayuda ello al sacerdote para corresponder dignamente a su vocación sublime! Cuanto más completa sea esta muerte, más se abrirá su alma a la acción de la gracia y más bendecido será su ministerio.

    No comerciemos con el Señor. Si nos exige un sacrificio, aunque sea el de la sangre de nuestro corazón, respondámosle como Abrahán: Adsum: «Heme aquí, Señor». Digámosle esta plegaria: Oh Jesús mío, «que el pecado no me domine» ni mucho ni poco: Non regnet in corde meo peccatum (Rom., VI, 12). Y añadamos: «Reinad en mi vida, ¡oh Jesús!... Dignaos, Señor, dirigir y santificar en este día nuestros corazones y nuestros cuerpos…, de acuerdo con vuestra ley» [Oficio de Prima]. Así es como empezarán a cumplirse y tener realidad en nosotros las palabras de San Pablo: «Estáis muertos y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios»: Mortui enim estis et vita vestra abscondita est cum Christo in Deo (Col., III, 3).

 

3.- La gravedad del pecado

    Hay almas que han llegado a las cimas más encumbradas de la santidad. Por eso alabamos a Dios, que es «admirable en sus santos»: Mirabilis Deus in sanctis suis (Ps., 67, 36).

    Por el contrario, se da el caso de almas que se han hundido en el abismo del pecado, aunque este caso, no es tan frecuente. ¿Cuál es la razón principal de estas caídas? Esto se debe a que las almas que han llegado a sucumbir no habían cimentado su ascensión hacia Dios en una verdadera muerte al pecado. Una elevación sobrenatural privilegiada exigía de ellos una renuncia más completa.

    Estas defecciones no se producen de repente, sino que suponen previamente lamentables negligencias de los medios de santificación, «ocasiones» consentidas, complacencias no rechazadas… Antes que el edificio se desplome, las grietas han ido cuarteando sus paredes.

    Para reafirmar la solidez de los cimientos de nuestro edificio espiritual, vamos a meditar, en primer lugar, en el desorden y en la enormidad que supone el pecado en sí mismo considerado; y a continuación, haremos algunas reflexiones sobre nuestras postrimerías, ya que la meditación de estas verdades transcendentales es uno de los medios más eficaces de que disponemos para vencer nuestras malas inclinaciones.

    El pecado es «el mal de Dios»: Malum Dei. Somos completamente incapaces de formarnos una idea cabal de la gravedad que encierra una ofensa inferida a Dios. Por esto, exclama el salmista: «Quién será capaz de conocer el pecado?»: Delicta quis intelligit (Ps., 18, 13).

    En el foco infinito de su luz, Dios se ve a sí mismo como digno de un amor y de una sumisión absoluta. Como es la santidad sustancial, todo lo quiere ordenar a su gloria. Y lo quiere con una fidelidad inmutable, porque en esto consiste precisamente el orden esencial. Además, por efecto de un amor sin límites, Dios hace donación de sí mismo en la encarnación, en la Eucaristía y en el cielo. Son tan grandes su bondad, su belleza y su esplendor, que, si llegáramos a ver a Dios en este mundo, su vista nos produciría la muerte.

    Y con ser esto así, cuando el hombre comete un pecado se resuelve, en cuanto está de su parte, contra la soberanía de Dios y se niega a reconocer su dependencia, a obedecerle y a tender hacia Él como a su último fin. Con esta actitud infiere un ultraje a la santidad infinita y ofende al mismo Dios.

    Tened bien presente que todo pecado, aún el venial si es deliberado, supone una comparación y una preferencia, al menos implícita. Se pone en tela de juicio a Dios y su voluntad por una parte y por la otra un placer quizás rastrero (el triunfo del amor propio, el odio, la satisfacción de una pasión), y se da preferencia a esta satisfacción pasajera, menospreciando a la eterna bondad. Como los judíos parangonaron ante Pilato a Jesús con Barrabás, así también el pecador, siguiendo el ejemplo de aquéllos, exclama, si no con los labios, sí al menos con su conducta: Non hunc, sed Barabbam (Jo., XVIII, 40). Es cierto que el pecado venial no tiene la gravedad del pecado mortal, puesto que no llega a quebrantar la amistad de Dios. Pero aún el pecado venial supone siempre una «elección» y esta elección viola una ley divina e infiere una ofensa a Dios.

    El  pecado es, pues, realmente un mal de Dios, no en cuanto que puede causar al Señor perjuicio alguno, sino en cuanto que es una injuria hecha a su suprema Majestad y un atentado cometido contra su soberano dominio.

    Tanta es la gravedad de esta injuria y tan real esta ofensa, que, para expiarlas, el Padre «no perdonó a su propio Hijo, antes le entregó por todos nosotros»: Proprio Filio suo non pepercit Deus, sed pro nobis omnibus tradidit illum (Rom., VIII, 32).

    Al pie de la cruz es donde mejor podemos entrever la gravedad del pecado. Contemplad, en unión de María, de Juan y de la Magdalena, a este Dios paciente. ¿Por qué muere entre esos atroces tormentos? «Por borrar las iniquidades del mundo»: Traditus est propter delicta nostra (Ibid, IV, 25). El crucifijo es la más auténtica revelación del pecado. Al contemplarlo, puede decir cada uno: «¡He aquí mi obra, esto es lo que he hecho…, he ofendido a Dios!».

    El pecado es también el gran mal, el único mal del hombre. ¿Qué es lo que hace el hombre cuando con advertencia plena y libre determinación de su voluntad comete un pecado grave? Renuncia a los bienes eternos que el Padre le tenía reservados. A ejemplo de Esaú, abandona una herencia de un valor infinito por un plato de lentejas. Somos herederos del cielo, porque hemos sido adoptados en Cristo. Ninguna criatura, por eminente que sea, tiene derecho a gozar de la felicidad divina, que a Dios solamente le pertenece en virtud de su naturaleza. Por la gracia santificante, el Señor nos ha dado el derecho de poder llegar un día a participar de esta misma felicidad. Por eso, nunca jamás podremos comprender todo el valor de este tesoro que es la gracia.

    Pero el pecado no solamente hace que la perdamos, sino que nos convierte en objeto de la repulsión divina. ¡Ser rechazados por un Dios de bondad infinita! Este pensamiento constituye, a mi parecer, uno de los motivos más eficaces para detestar el pecado. Dios, que no puede equivocarse en sus juicios ni se deja llevar de ninguna exageración, que se muestra siempre más inclinado a usar de su misericordia que a ejercitar su justicia, condena a una reprobación eterna al hombre a quien había creado para hacerle feliz. Creo que ésta es la mejor demostración de que el desorden del pecado supera a cuanto pudiéramos imaginarnos. Los criterios de Dios siempre se ajustan a la verdad. Y si la misericordia divina siempre está dispuesta a acoger al pecador, nunca cambia la postura que el mismo Dios adopta respecto del pecado: lo detesta, como nos lo atestigua el Evangelio.

    Todas estas consideraciones revisten una gravedad extrema cuando el pecado establece su imperio en una conciencia sacerdotal. El endurecimiento del corazón, la ceguera del espíritu y la pérdida progresiva de la fe son ordinariamente las terribles consecuencias de las infidelidades prolongadas del ministro de Cristo. Hace algún tiempo, un sacerdote descarriado se encontraba a las puertas de la muerte. Durante su vida había abusado muchísimo de la gracia. Junto a la cabecera de su cama, un amigo suyo pretendía despertar en el moribundo la esperanza del perdón y le hablaba de la omnipotencia redentora de la sangre de Jesucristo. El desgraciado le contesto con estas palabras, que revelaban su desesperación: «Cuando yo celebraba la Misa, yo bebía esa sangre… y ningún bien me reportó. ¿Creéis que ahora me podrá salvar?»

    A veces nos encontramos con almas que nunca han ofendido a Dios gravemente y en ellas se advierte una especie de temor instintivo de ofender a Dios, hasta el punto de que basta el pensamiento del pecado para hacerles temblar.

    Tengamos un cuidado exquisito en mantener en nosotros una santa aversión a todo mal, aún al del menor pecado venial deliberado. Si llegáramos a la triste situación de sentir que nuestra alma va perdiendo este santo temor de ofender a Dios, esforcémonos en reemprender fervorosamente nuestras prácticas de piedad y en renovar la disposición interior que corresponde a nuestra sublime vocación.

 

4.- La muerte, castigo divino del pecado

    Durante el siglo XVII, el quietismo hizo que una parte de la porción más selecta del cristianismo abandonara la meditación de las postrimerías del hombre. Sin duda que su consideración inquieta el espíritu, y turba la serenidad y la indolencia de ciertas almas. Pero lo cierto es que, a pesar de ello, toda la espiritualidad antigua, y señaladamente la de San Benito, recomienda vivamente que tengamos siempre ante nuestros ojos la consideración de estas verdades. El patriarca de los monjes nos dice: «Temed el día del juicio. Tened terror del infierno. Desead la vida eterna con todo el ardor de vuestra alma. Tened presente ante vuestros ojos todos los días la amenaza de la muerte» [Regla, cap. IV].

    Esta espiritualidad de nuestros padres es sólida y seria, y produce en nuestro corazón un saludable temor y reverencia ante la santidad de Dios, estimulando al alma a mantenerse alejada del pecado, rechazando toda componenda con él.

    Ante todo, ¡qué influjo tan bienhechor ejerce el pensamiento de la muerte en toda la vida! 

    La perspectiva de la muerte mantiene al hombre en la verdad, convenciéndole por anticipado del nulo valor de las cosas y del valor absoluto de Dios. Me hallaba cierto día junto a la cabecera del lecho de un hermano en religión, tan fiel observante de la Regla como alegre humorista, cuando de repente me dijo: «La eternidad es algo terrible». Y añadió: «Padre, si hacéis algo que no sea por Dios, perdéis miserablemente el tiempo. Lo único que vale es Dios y lo que por Él hacemos. Todo lo demás no son sino bagatelas, bagatelas, bagatelas».

    Para ayudaros a meditar en la muerte, os voy a ofrecer tres puntos de consideración que os serán de gran provecho: para todos y cada uno de nosotros la muerte es una realidad inevitable, –su hora es imprevisible,­– la separación del mundo, definitiva.

    La muerte es segura, como que es el castigo divino del pecador. «Así, pues, como por un hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte, que pasó a todos los hombres, por cuanto todos habían pecado…» (Rom., V, 12). «A los hombres les está establecido morir una vez» (Hebr., IX, 27). Esta es una verdad que no falla. Nada nos puede arrancar de los brazos de la muerte: ni la riqueza, ni el amor, ni la ciencia, ni las medicinas. Cuando llega la hora, no hay criatura que pueda interponerse entre Dios y el alma. Y esta hora se aproxima de día en día.

    Nadie puede predecir el instante exacto en que sobrevendrá la muerte. Es el mismo Jesucristo quien nos lo advierte: «Vendré como un ladrón…, a la mitad de la noche…, a la hora que menos penséis» (Mt., XXIV, 43-44). Dios ha revelado en contadas ocasiones a algunos grandes santos el momento de su partida de este mundo; pero nosotros desconocemos esta hora hasta que llegue el fin de nuestra carrera. El demonio tiende a los sacerdotes una trampa, cuando les induce a creer, aunque sean ancianos o estén gravemente enfermos, que aún está muy lejano el momento de pasar a la eternidad. En más de una diócesis, se conoce el caso de este o de aquel sacerdote que, aún siendo virtuosos y estando llenos de méritos, fueron víctimas de su obstinación y murieron sin recibir los últimos sacramentos. Tomemos la firme resolución de mostrar nuestro agradecimiento a los que nos hagan la caridad de advertirnos a tiempo, y de aceptar su consejo. ¿No es, acaso, una fuente de paz y de tranquilidad la piadosa recepción de los últimos auxilios espirituales de la Iglesia?

    Para cada uno de nosotros, la muerte es una partida definitiva. Cuando se acerca la hora fatal, se efectúa una separación completa entre el alma y las cosas de aquí abajo. Uno a uno se van cerrando todos los caminos que por medio de los sentidos nos ponían en contacto con el mundo exterior y la conciencia se encuentra a solas con Dios. Ninguno de los amigos que abandonamos puede prestarnos su ayuda en esta soledad absoluta.

    Con todo, la amargura de la muerte no proviene tanto de la obligada separación de los seres queridos cuanto de la angustia de entrar en un mundo enteramente desconocido, donde las únicas realidades que cuentan son precisamente aquellas de que no hemos tenido experiencia durante la vida presente.

    En fin, si la muerte nos parece tan terrible es porque después de ella viene el juicioPost hoc autem judicium (Hebr., IX, 27). El juicio que Dios hará de la conducta observada por cada uno constituye, para todo hombre que tiene fe y reflexiona en ello, una perspectiva terrible que, a veces, nos llena de espanto. Una vez que el hombre haya exhalado su último suspiro, se encontrará en presencia de su Juez para rendirle cuentas de sus pensamientos, de sus palabras, de sus obras, y sobre todo del uso que ha hecho de las gracias recibidas.

    Más que ningún otro deberá el sacerdote temer este juicio, a causa de la importancia de su misión sagrada y de las responsabilidades inherentes a su cargo. Cuanto mayores sean los dones recibidos, más estrecha será la cuenta que se exija.

    Todos sabemos de casos de hermanos nuestros a quienes la muerte les ha sorprendido repentinamente mientras dormían. Permitidme, pues, que os haga una advertencia apremiante: ninguna noche os entreguéis al sueño sin tener antes la convicción íntima de que os halláis en estado de comparecer ante Dios. Acordaos de que, si la muerte os llegara esta misma noche, el supremo Juez emitiría su fallo definitivo, ante el cual no cabe apelación alguna, sobre vuestra conducta y sobre toda vuestra vida.

    Si algo nos importa, es que este supremo Juez sea nuestro amigo. Jesús es el amigo leal y fiel, que nunca nos abandonará. Procurad que lo sea durante toda vuestra vida, para que lo sea también en el momento de la muerte: «Aunque hubiera de pasar por un valle tenebroso y oscuro, no temería mal alguno, porque Tú estás conmigo»: Etsi ambulavero in medio umbræ mortis non timebo mala, quonian tu mecum es (Ps., 22, 4).

 

5.- La pena eterna del pecado

 

    Escuchemos a Jesús. A todo lo largo de su predicación nos habla del infierno, no exclusiva ni preferentemente, pero sí con frecuencia y con una claridad que no deja lugar a dudas: «Y si tu ojo te escandaliza, sácatelo; mejor te es entrar tuerto en el reino de Dios, que con dos ojos ser arrojado en la gehenna, donde ni el gusano muere ni el fuego se apaga» (Mc., IX, 47). Después del juicio final, los malos «irán al suplicio eterno y los justos a la vida eterna» (Mt., XXV, 46).

    ¿Por qué nuestro divino Maestro habla del infierno con una claridad tan diáfana? Porque Él es la misma verdad. Su alma contemplaba la majestad inmensa del Padre, su infinita santidad, y conocía perfectamente las exigencias de su justicia que no puede menos de reprobar el mal: «Temed al que, después de haber dado la muerte, tiene poder para echar en la gehenna»(Lc., XII, 5).

    Es digno de notarse que Jesús hizo esta recomendación a sus discípulos preferidos, «a causa del amor que les profesa»: Dico vobis amicis meis (Ibid., 4). Precisamente porque los apóstoles son «sus amigos» y sus familiares es por lo que les advierte en términos tan graves. Su deseo más ardiente es que se vean libres de los espantosos rigores de la justicia divina.Amicis meis: a este mismo título deberemos nosotros escuchar a Jesús, cuando su amor le impulsa a ponernos en guardia contra el pecado y los castigos que comporta.

    No quiero decir con esto que la fe en las penas eternas debe constituir el móvil ordinario de nuestras acciones, ya que, como sabemos, el amor es lo que debe animarnos y estimularnos en el camino de la perfección. Pero también es verdad que esta arraigada creencia nos será de gran utilidad en el curso de nuestra vida y sobre todo en los momentos de tentación y de lucha, que todos podemos experimentar. En esas circunstancias de inquietud y de turbación, en que parece que la pasión lo oscurece todo, la voluntad se encuentra a veces a punto de capitular. En semejantes ocasiones, el pensamiento de la eternidad es quizás el más eficaz remedio para preservarnos de las caídas.

No pretendo pintar ante vuestra imaginación un cuadro de las penas físicas del infierno. Quiero solamente recordaros la doctrina de la fe y de la teología acerca del padecimiento fundamental de esta morada de desesperación.

    Debemos entender esta exposición que os voy a hacer sin perder nunca de vista la doctrina de la Iglesia acerca de las siguientes verdades: Dios no predestina a nadie a la reprobación; –Jesucristo ha muerto para redimir a todos los hombres; –a nadie se le niegan las gracias necesarias para su salvación; ­–la condenación no es obra de Dios, sino del hombre que obstinadamente se resiste a acatar la ley divina y prefiere apartarse definitivamente de Dios que someterse a Él confiada y amorosamente. Afirmar que Dios, que es la misma equidad, puede condenar a un alma sin haber merecido semejante reprobación, constituye una horrible blasfemia. A la luz de estas verdades comprenderemos mejor la parte de responsabilidad personal que alcanza al hombre en su condenación.

    Podemos distinguir en el pecado dos elementos: una aversión respecto a su Creador y una adhesión a las criaturas: Aversio a Deo et conversio ad creaturam. Cuando el hombre, a pesar de todas las gracias, se obstina, a la hora de su muerte, en oponerse voluntariamente a su Señor, éste, a su vez, le desampara. Entonces, el alma, abandonada a sí misma y «separada de Dios, experimenta la indecible pena de daño»: Separatio a Deo et dolor inde proveniens.

    Refiriéndose al cielo, ha escrito San Pablo que: «Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre, lo que Dios ha preparado para los que le aman» (I Cor., II, 9). Pues igualmente debemos reconocer que tampoco podemos formarnos una idea cabal de los tormentos de esta prisión eterna que es el infierno. Para poder comprenderlo, sería necesario conocer el bien supremo que constituye la posesión de Dios, y haber experimentado también la angustia indecible de una existencia separada para siempre de su fin bienaventurado, sin un rayo de esperanza que la ilumine.

    La pena esencial del infierno consiste en ser rechazado por Dios: «Apartaos de mi, malditos»: Recedite a me, maledicti (Mt., XXV, 41).

    Todos los hombres experimentamos una inmensa necesidad de alcanzar la felicidad: la inteligencia, la voluntad y todos los resortes de nuestra naturaleza buscan con anhelo su satisfacción. Mientras vivimos aquí abajo, esta sed de felicidad se calma o se sacia de alguna manera con los bienes terrenales que nos rodean, consiguiéndose así la felicidad imperfecta y relativa de esta vida. Nuestra existencia cuenta con suficientes satisfacciones para hacerse tolerable; pero, con todo, en el fondo de nuestro ser alienta constantemente el imperioso deseo de lo infinito. San Agustín lo expresa en términos magistrales: «Nos criasteis, Señor, para Vos, y nuestro corazón anda siempre desasosegado hasta que descanse en Vos»: Fecisti nos ad te, Deus, et irrequietum est cor nostrum donec requiescat in te [Confesiones, I, 1. P. L., 32, col. 661].

    Una vez que hemos llegado al término de nuestra vida y entramos en la eternidad, aparece en su inmutable necesidad la absoluta realidad de Dios, único fin del hombre, al tiempo que se echa de ver la nada de todo lo que no es Dios. El alma se siente atenazada por una sed insaciable de dicha y se lanza impetuosamente hacia la felicidad que ha perdido para siempre.

    Además, el condenado continúa obstinado en su rebelión contra Dios y esta obstinación le arrebata todo cuanto de bondad moral había en él. Aún en el más degenerado de los hombres, siempre queda alguna tendencia honesta, algún recurso del que puede echar mano para regenerarse, arrepentirse y emprender una vida nueva. Pero el corazón del condenado es la mansión del odio. Su voluntad, definitivamente empedernida en el mal, se vuelve, al igual que la de los demonios, esencialmente perversa. Odia a Dios, odia a sus semejantes y se odia a sí mismo. Jamás albergará en su alma un sentimiento de piedad o un pensamiento de amor.

    Así como en Dios y en sus santos reina la caridad, así en él triunfa el espíritu de rebelión. No es Dios el que condena, comprendámoslo bien; es el mismo condenado quien, por haber elegido definitivamente la insumisión, se obstinará por toda la eternidad en esta impotente resistencia a su Creador.

    El condenado se siente desgarrado por dos fuerzas opuestas. Por una parte, su naturaleza tiende con una pasión irresistible hacia Dios, que es el fin supremo para el que ha sido creado; y por la otra, su voluntad, que ha adoptado para siempre una actitud de oposición, rechaza a Dios, le blasfema y se complace en esta aversión.

    ¿Quién podrá expresar el suplicio que comporta esta desesperación? La conversio ad creaturam le hace palpar únicamente el vacío absoluto de su alma despojada del amor y privada para siempre de su bien supremo. Su misma rebelión interior constituye su infierno.

    Cuando, a veces, en el silencio del claustro, a solas con Dios y de cara a la eternidad, pienso en esta separación del Bien infinito, en esta maldición fulminante que lo mismo los sacerdotes que los demás hombres pueden merecer que se les dirija: «Apartaos de mí, malditos» (Mt., XXV, 41), me persuado de que más vale aceptar todos los sufrimientos y desprecios del mundo que correr el riesgo de sufrir semejante tormento; y de que, como apóstoles de Cristo, debemos consagrar totalmente nuestros talentos, nuestras fuerzas y nuestro celo a salvar a los pobres ciegos que se precipitan por estos caminos de la desgracia eterna.

    Aún hay otro aspecto de las penas del infierno cuyo recuerdo debe impresionarnos: el condenado está enteramente sujeto al poder de los demonios. La naturaleza absolutamente simple de estos espíritus se ha viciado irrevocablemente. Son esencialmente perversos, y su única ocupación consiste en odiar y dañar. A pesar de que su poder en el mundo está todavía encadenado, con todo, la Sagrada Escritura los describe como seres temibles, «como leones rugientes que andan rondando y buscan a quien devorar»: Tamquam leo rugiens quærens quem devoret (I Petr., V, 8).

    Pero en el infierno, donde el condenado, abandonado por Dios, está completamente entregado a su poder, «en las tinieblas exteriores»: in tenebras exteriores, los demonios se mueven libremente. Se arrojan sobre su presa, oprimiéndola sin piedad y causándole tormentos indecibles.

    Su implacable furor se ceba especialmente en el cristiano, porque en él ven la imagen del Hombre-Dios. Pero si el condenado es un sacerdote, sus tormentos se agudizan mucho más de cuanto podemos imaginarnos, porque, en el sacerdote, Satanás ve a aquel mismo que en otro tiempo tenía, en nombre de Jesucristo, la misión de contrarrestar su reinado entre los hombres. Entonces estaba obligado a respetarle por el carácter sacerdotal que llevaba grabado en su alma. Pero ahora que el sacerdote está caído, abandonado de Dios y privado de todo poder, el demonio hace de él su juguete preferido. El solo pensamiento de ser entregado de esta manera, sin protección alguna y por toda la eternidad a la rabia del demonio, debiera bastar para helarnos de espanto.

    Desde lo más profundo de mi corazón, os grito en nombre de Jesucristo: Vigilate!...

    No nos hagamos ilusiones: lo mismo nosotros que cada una de las almas que nos están confiadas, podemos condenarnos. Fijaos en la conducta que la Iglesia, dirigida por el Espíritu Santo, observa en las fórmulas de su oración oficial, donde nos manda que pidamos a Dios la gracia suprema de «vernos libres de la condenación eterna». Así, por ejemplo, en las letanías solemnes de los santos. Y señaladamente a nosotros los sacerdotes en el momento más augusto del santo sacrificio nos hace repetir la misma súplica: ab æterna damnatione nos eripi. Y quiere que a la hora de comulgar pidamos a Jesucristo que «nunca nos separemos de Él»: a te nunquam separari permittas.

    Desechemos, pues, toda negligencia e imprudencia. «Así, pues, el que cree estar en pie, mire no caiga» (I Cor., X, 12). ¿No nos habla el mismo Apóstol del «terror» que se apodera del alma pecadora cuando, a la hora de la muerte, cae «en las manos del Dios vivo»: Horrendum est…? (Hebr., X, 31). Por eso dice de sí mismo: «Castigo mi cuerpo y lo esclavizo, no sea que, habiendo sido heraldo para los otros, resulte yo descalificado» (I Cor., IX, 27). Desechemos también toda presunción. ¿No es cierto que pocas horas después de su ordenación el mismo Pedro, que había prometido a Jesús no abandonarle por nada, escuchó de sus labios estas palabras: «Velad y orad, para que no caigáis en la tentación; el espíritu está pronto, pero la carne es flaca»? (Mt., XXVI, 41).

    Una gracia extraordinaria es la de sentir el terror de la condenación. Cuenta la gran Santa Teresa que un día, estando en oración, se sintió transportada al infierno: «Entendí que quería el Señor que viese el lugar que los demonios allá me tenían aparejado y yo merecido por mis pecados… Yo quedé tan espantada, y aún lo estoy ahora escribiéndolo, con que ha casi seis años, y es así que me parece el calor natural me falta de temor aquí adonde estoy… Y así, torno a decir, que fue una de las mayores mercedes que el Señor me ha hecho, porque me ha aprovechado muy mucho» [Santa Teresa de Jesús. Vida, cap. XXXII]. Su celo por la salvación de los pecadores, su paciencia para sobrellevar las mayores tribulaciones, su agradecimiento a Dios, que la ha «liberado», y su fidelidad en el servicio del Señor, son otros tantos frutos preciosos que la santa atribuye a esta visión.

    También para nosotros constituye una de las gracias más saludables el tener una fe viva en la eternidad de las penas. Ella inspira al sacerdote –para decirlo con una expresión de la santa: «ímpetus grandes»– para arrancar las almas del abismo del infierno. Este celo le es necesario al ministro de Cristo. Encargado como está de las almas por las que Cristo ha derramado toda su sangre, ¿no se sentirá obligado a responder ante Dios de cada una de ellas?

  

 

 

 

SEXTA MEDITACIÓN

 

EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA Y LA CONVERSIÓN

 

    La Sabiduría divina ha puesto a nuestro alcance un medio extraordinario para ayudarnos a morir al pecado: el sacramento de la penitencia. Si usamos bien de este don, el reino del pecado se irá debilitando progresivamente en nuestra alma, y acabaremos por desarraigar todos los afectos desordenados que nos unen a las criaturas.

    La Iglesia, fiel intérprete de la voluntad de Cristo, recomienda la confesión frecuente aún a los cristianos que habitualmente viven en estado de gracia. Grandes santos, como San Carlos Borromeo, que no tenían nada de escrupulosos, se confesaban con mucha frecuencia. San Francisco de Sales, tan conocido por su mansedumbre, lo hacía diariamente antes de celebrar la Misa: al contemplar la pureza divina, su alma sentía una incesante necesidad de «lavarse» en la sangre del Cordero: Amplius lava me ab iniquitate mea (Ps., 50, 4).

    No abrigo la intención de recomendaros que os confeséis tan frecuentemente, porque, fuera del caso de una inspiración sobrenatural o de alguna razón especial, esta costumbre podría constituir una exageración.

    Pero, por otra parte, estoy convencido de que los sacerdotes que habitualmente difieren su confesión durante varias semanas, o quizás durante varios meses, carecen de la debida prudencia sobrenatural. No hablo aquí de una obligación estricta, sino de las exigencias de una conciencia delicada y sacerdotal. El sacerdote que se confiesa muy de vez en cuando, pierde inestimables gracias de santificación y se impone el gravísimo peligro de caer en la tibieza.

 

1.- Importancia de los actos del penitente

    El sacramento de la penitencia aplica siempre al alma, ex opere operato, las expiaciones y los méritos del Salvador: «La sangre de Jesús, su Hijo, nos purifica de todo pecado» (I Jo., I, 7).

    Si el cristiano ha perdido vida sobrenatural por haber pecado gravemente, con el perdón de la ofensa se devuelven la gracia santificante y la caridad. Y si no ha llegado al extremo de romper la amistad con Dios, el Señor le concede un aumento de esta gracia, al mismo tiempo que le perdona el pecado venial.

    Este perdón y la infusión de la gracia, fruto de los méritos de Jesucristo, es obra del don del Espíritu Santo; y es mucho mayor la gloria que tributan a la misericordia de Dios que la ofensa que nuestros pecados han podido inferir a su majestad.

    En esta comunicación de la vida sobrenatural, las disposiciones íntimas del cristiano juegan un papel de capital importancia. Porque, para regenerar y santificar el alma, de acuerdo con la voluntad de Cristo y la naturaleza del sacramento, la gracia se injerta, por así decirlo, en los actos del pecador, que son: la confesión de las faltas, hecha con la esperanza de alcanzar el perdón; la detestación del pecado, que implica el propósito de la enmienda, y el deseo de cumplir la expiación que le imponga la Iglesia.

    Estos actos se denominan: la confesión, la contrición y la satisfacción. El Concilio de Trento los califica como «cuasi materia» y «partes constitutivas de la penitencia» [Sess. XIV, cap. 3 y can. 4]. Según la doctrina de la escuela tomista, estos actos, unidos a la absolución del sacerdote, son elevados por la virtud sacramental y tienen eficacia para abolir en nuestras almas el pecado y conferirnos la gracia. Por lo tanto, pertenecen a la esencia misma del sacramento.

    Pero más de una vez, por desgracia, estos actos se realizan de una manera imperfecta, por lo que el sacramento no comunica al alma todos los frutos que debiera comunicar, como lo atestigua una dolorosa experiencia. La verdadera razón del poco provecho que se obtiene de la frecuente recepción de este sacramento hay que atribuirla a esta falta de las disposiciones requeridas.

    Hay, a mi parecer, dos causas que explican esta mayor o menor esterilidad de las confesiones de aquellos que se presentan al tribunal de la penitencia sin tener otra cosa de qué dolerse sino de faltas ligeras.

    Se aprecia ya una laguna en la misma confesión de las faltas, que no suele tener propiamente el carácter de una acusación «dolorosa», vinculada a las humillaciones de Cristo.

    Y sucede, además, que, después de la confesión, el propósito de la enmienda no persevera en la conciencia con la energía precisa.

    Por lo que atañe al primer asunto, es verdad que el sacramento de la penitencia, en virtud de su misma institución, aplica a nuestras almas la expiación que Jesucristo ofreció a la santidad y a la justicia de Dios. Pero también es cierto que nosotros hemos de sobrellevar una parte de expiación.

    En el Gólgota, Cristo se presentó a su Padre revestido de todos nuestros pecados: «Yahvé cargó sobre él la iniquidad de todos nosotros» (Is., LIII, 6). El es «el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jo., I, 29). Cristo ha conocido todos y cada uno de nuestros pecados, ha ponderado la injuria que han inferido a la santidad divina y, para merecernos la salvación, ha cargado sobre sí todo el oprobio, toda la afrenta y toda la pena debida a nuestras iniquidades.

    Pero en el sacramento de la penitencia nos deja una parte de expiación que debemos cumplir para que se nos apliquen sus méritos. Es necesario, pues, que, cuando acudimos al tribunal de la misericordia, sintamos el peso de nuestras faltas, de nuestras ingratitudes y de nuestras miserias, que tengamos conciencia de la bajeza y de la ruindad de nuestros pecados y de nuestras infidelidades y que nuestra acusación sea «dolorosa».

    Como miembros que somos de Cristo, asociemos esta humillación, que comporta la confesión voluntaria de nuestras faltas, a las vejaciones y a los ultrajes de toda suerte que soportó el Señor en su pasión, y unámonos a los sentimientos que experimentaba su corazón, para que la inmensidad de sus expiaciones purifique hasta los últimos repliegues de nuestra alma. Guardémonos de usar expresiones que encubran la fealdad de nuestras ofensas y disimulen el amor propio. Sin llegar a hacer una confesión mentirosa, se querría, a veces, obtener un perdón barato.

    Debemos también aceptar de buen grado la penitencia sacramental que nos impone el confesor, y ofrecer a este fin todas las obras de nuestra vida: Quidquid boni feceris et mali sustinueris…

    Si recibimos el sacramento con estas disposiciones, se irá verificando gradualmente en nuestras almas una verdadera muerte espiritual en virtud del sacrificio expiatorio de Jesucristo. Así es como nosotros los sacerdotes deberíamos acusar habitualmente nuestras faltas.

    La segunda razón de porqué la confesión suele producir escasos frutos es que el propósito de la enmienda no se mantiene con la debida firmeza en la vida ordinaria.

    Es de capital importancia para la vida interior que, quien se reconoce culpable, aunque sólo sea de pecados veniales, mantenga en su alma una decisión inquebrantable de oponerse a toda negligencia y a cuanto pueda desagradar a Dios.

    Siempre que no hay óbice de parte del alma, el efecto esencial del sacramento se produce indefectiblemente. Pero si, como ya os lo he dicho, queremos sinceramente que nuestras confesiones contribuyan a nuestro progreso en la vida de perfección, debemos intentar aprovecharnos de todos los tesoros de gracia que se contienen en el sacramento. Para ello, debemos tener siempre presente en el espíritu el firme propósito de no volver a caer en las faltas, aún veniales, de que nos hemos acusado en la confesión. Porque suele suceder que, después de habernos acusado, por ejemplo, de impaciencias tenidas con las personas con quienes tratamos, o de expresiones poco caritativas, o quizás de negligencias en el cumplimiento de determinados deberes de nuestro estado, o de egoísmo al cargar sobre otros los trabajos más pesados…, una vez terminada la confesión, nos olvidamos de la contrición y del propósito de la enmienda y continuamos obrando como si no nos hubiéramos confesado.

    Procuremos, por el contrario, por amor a Cristo, mantener en nosotros de la manera más viva la voluntad decidida de corregirnos y enmendarnos, para que, cuando se presente de nuevo la ocasión de pecar, estemos siempre dispuestos a reaccionar eficazmente.

    Hay muchos que siempre son tibios en el servicio de Dios. Cuando van a confesarse, no se detienen a considerar sinceramente sus pecados con deseo eficaz de evitarlos en adelante. Seguramente que no ignoran que cada paso que dan en la vida espiritual supone una nueva elevación del alma y una nueva fuente de alegría; pero no se percatan de que para ello se requiere una liberación íntima, que es fruto de una mayor abnegación de sí mismo y de un renunciamiento más profundo. Sin sacrificio, no es posible hacer nada que valga la pena en este mundo.

    Os voy a dar otro consejo para que vuestras confesiones sean más provechosas. El día que os vayáis a confesar, pedid a Dios en la santa Misa que os conceda la gratia y el donum pænitentiæ. Esta saludable práctica se apoya en la doctrina oficial de la Iglesia promulgada en el Concilio de Trento [Sess. XXII, cap. 2]. Y después de haberos confesado, procurad excitar en vosotros el dolor de vuestras faltas a lo largo de las ocupaciones del día.

 

2.- La compunción de corazón

    Nuestra consagración a Dios por el bautismo y por la ordenación comporta de derecho «una ruptura total y definitiva con el pecado»: Quod mortuus est peccato, mortuus est semel (Rom., VI, 10). Según el pensamiento de San Pablo, esta «muerte al pecado» no significa tanto un acto transitorio cuanto un estado definitivo: Mortui enim estis (Col., III, 3).

    La experiencia nos atestigua que para muchas almas esta muerte, aún a las faltas veniales, no es ni con mucho todo lo completa que debiera ser. Su vida es un continuo retroceder y avanzar; y por eso el pecado reina demasiado en ellas.

    Además del sacramento de la penitencia, hay otro medio que nos ayuda eficazmente a conseguir nuestra liberación espiritual. Me refiero al espíritu de compunción. A medida que pasan los años, me voy reafirmando en la idea de que la poca estabilidad o el poco progreso en la virtud es debido principalmente a la falta de compunción.

    ¿Qué debemos entender por compunción de corazón?

    Se trata de un sentimiento habitual de pesar por haber ofendido a la divina bondad. Esta disposición brota principalmente de la contrición perfecta, del amor arrepentido. Y produce en el alma la detestación del pecado, por el disgusto que causa a Dios y por el perjuicio que nos irroga. Si en el sacramento de la penitencia basta un acto transitorio de contrición imperfecta para abrir el alma a la gracia y fortificarla contra nuevas caídas; cuando tenemos un sentimiento de verdadero pesar inspirado por el amor y lo mantenemos en el alma en toda su viveza, crea en ella un estado de oposición irreductible a toda complacencia en el pecado. Os daréis perfecta cuenta de que hay una incompatibilidad absoluta entre la voluntad de aborrecer el pecado y el hecho de continuar cometiéndolo. Esta disposición habitual constituye el mejor remedio para evitar la tibieza.

    Este constante pesar por las faltas pasadas: «Mi pecado está siempre ante mí» (Ps., 50, 5) no debe referirse a las circunstancias de cada una de ellas, sino al hecho mismo de haber ofendido a Dios. No debemos traer a la memoria los detalles concretos, lo que a veces suele ser peligroso, sino arrepentirnos de haber opuesto nuestra soberanía, de haber despreciado su amor y de haber descuidado, derrochado o aún perdido el incomparable tesoro de la gracia.

    Comprendemos perfectamente que las almas santas que tienen una visión clara de la majestad divina, de la grandeza de sus dones y de la gravedad que encierra toda ofensa hecha a Dios estén saturadas de este espíritu de compunción. Difícilmente podríamos imaginarnos cuál era la oración que Santa Teresa tenía siempre sobre su mesa de trabajo y que ella misma había escrito de su puño y letra. Cualquiera creería que escribió una de aquellas elevaciones de inflamado amor que brotaban naturalmente de su corazón. Pero no: era un versículo de un salmo, que cualquier gran pecador podría haber elegido: «Señor, no entres en juicio con tu sierva»: Non intres in judicio cum servo tuo, Domine (Ps., 142, 2). Esta profunda compunción le era absolutamente necesaria, porque cualquier otro fundamento se hubiera hundido bajo el peso de aquella su admirable perfección. Santa Catalina de Siena, fiel a la costumbre de toda su vida, repetía constantemente en su lecho de muerte estas palabras: «He pecado, Señor; tened piedad de mi».

    ¿Creéis, acaso, que se trata de piadosas exageraciones? Escuchad a San Juan: «Si dijéremos que no tenemos pecado, nos engañaríamos a nosotros mismos y la verdad no estaría en nosotros. Si decimos que no hemos pecado, desmentimos a Cristo y su palabra no está con nosotros» (I Jo., I, 8-10).

    ¿No somos todos, en realidad, aunque en diverso grado, hijos pródigos que por el pecado o por la simple disipación de espíritu nos hemos alejado del Padre? ¿No debemos todos, al recordar nuestras indelicadezas y nuestras ingratitudes, decirle: «Padre, he pecado contra ti; yo no soy digno de llamarme hijo tuyo?» (Lc., XV, 21). Aunque no hayamos ofendido al Señor más que una vez, contribuyendo así a la pasión de Jesús, siempre quedará un peso en nuestra conciencia, si es que de veras le amamos. Y aunque nunca le haya ofendido gravemente, el sacerdote que aspire a vivir una vida de absoluta fidelidad a Dios, lamentará sus faltas tanto más cuanto mayores sean las gracias que ha recibido.

    ¿No es verdad que el Padre nos ha esperado, como le esperó el suyo al hijo de la parábola? ¿No es cierto que nos ha abierto de par en par los brazos de su misericordia y que desde el momento mismo en que volvimos a la casa paterna se ha olvidado de nuestros pecados y nos ha admitido de nuevo a su amistad?

    La compunción hace que, al sentir nuestras ofensas, sintamos también el perdón divino. Por ello, es una fuente de paz y de confianza. Y de alegría; de una alegría humilde, pero profunda. Si destierra, por una parte, las satisfacciones del pecado y las que a él conducen, la ligereza espiritual y el abandono, también por la otra llena el alma con la alegría del Padre hasta el punto de que llega a experimentar cómo se realiza en ella el deseo del salmista: «Devuélveme el gozo de tu salvación»: Redde mihi lætitiam salutaris tui (Ps., 50, 14).

 

 

3.- Importancia de la compunción para el sacerdote

    El espíritu de compunción fortifica en el alma el deseo de agradar a Dios, la preserva de muchas tentaciones y la ayuda a triunfar de las que la acometen. Este es uno de sus frutos más estimables.

    Y en especial para el sacerdote, que está llamado a alcanzar la santidad. El sacerdote vive en medio de la corrupción de la sociedad, en la que debe hacer frente a tres enemigos: el demonio, el mundo y la carne. Estos enemigos le persiguen desde su ordenación hasta la tumba, y conspiran para privarle de su verdadera vida, de la vida que tiene en Jesucristo.

 

    La concupiscencia de la carne. –El hombre ha sido creado para fundar un hogar y no podrá pasar toda su vida en una soledad completamente virginal, si no se sobrepone a sí mismo, con la ayuda de la gracia. Semejante renuncia suele revestir para algunos una dificultad extraordinaria, porque tienen que entablar un combate permanente con su propia naturaleza. No hay edad, ni dignidad, ni condición alguna que se vea libre de estos ataques.

    Aún los santos más austeros han sufrido los ataques de este enemigo que todos llevamos dentro de nosotros mismos. Se cuenta de San José de Cupertino que, después de haber sido arrebatado en éxtasis angélicos, volvía a sentir la rebelión humillante de sus pasiones [Acta Sanctorum, septembris, V, 1019].

    En esta materia, debemos observar una vigilancia perseverante, por muy casta que haya sido nuestra vida pasada. Nunca lleguemos a pensar que nos hemos hecho invulnerables. Toda presunción es peligrosa, trátese de lo que se trate.

    Por grande que sea nuestra intimidad con Dios, por elevado que sea el nivel de santidad que hayamos alcanzado, siempre deberemos observar una humilde circunspección.

 

    El segundo enemigo es el mundo. –Vivimos en un ambiente cuyas ideas, máximas y aspiraciones son radicalmente opuestas a las de Cristo: «Ellos no son del mundo, como no soy del mundo Yo» (Jo., XVII, 14 y 16). Estas palabras se las repitió dos veces Jesucristo a sus apóstoles inmediatamente después de haberlos consagrado sacerdotes. Estas palabras deben verificarse también en nosotros. Si nuestro corazón no está impregnado del espíritu del Evangelio, será el espíritu del mundo el que se insinuará en nosotros y hará que poco a poco vayamos descendiendo a su mismo nivel, para preocuparnos exclusivamente de los negocios profanos y del bienestar de la vida, desinteresándonos completamente de nuestra sagrada misión.

    Se dice a veces que esta tierra es un valle de lágrimas, y nada hay que, en el fondo, sea más cierto. Pero, con todo, hay días en que las satisfacciones que el mundo nos brinda ejercen un atractivo vivísimo en nuestra naturaleza. Parece que el mundo nos proporciona la felicidad. Sus alegrías, la risa, la belleza, las comodidades, las mil bagatelas que halagan a nuestros sentidos y encienden el fuego de nuestras pasiones, son mucho más agradables que la oración y las austeridades que la continencia lleva aparejadas.

    Son muchos los santos que han experimentado el poderoso influjo de esta fascinación: Fascinatio… nugacitatis (Sap., IV, 12), y confiesan que, cuando entraban en contacto con el mundo, aunque fuese con ocasión de cumplir con sus ministerios sagrados, sentían la tentación de la triple concupiscencia que reina en él: la de la carne, la de los ojos y la soberbia de la vida (I Jo., II, 16). El polvo del mundo vela fácilmente la luz de la fe, e impide que fijemos únicamente nuestra mirada en Dios y en su amor. San Carlos Borromeo, modelo de fortaleza y de virtud varonil, reconocía que, cuando vivía en la lujosa mansión de su aristocrática familia, se amortiguaba el temple de su espíritu. Con más razón nosotros, que no tenemos ni la santidad ni la fortaleza de este gran príncipe de la Iglesia, debemos guardar las debidas cautelas en las visitas y en las relaciones que nos impone el ejercicio de nuestro ministerio, si no queremos correr el riesgo de dejarnos arrastrar por el espíritu mundano.

 

    El tercer enemigo es el demonio. –Como ya lo hemos indicado, aún los hombres más perversos conservan ciertos sentimientos de humanidad por muy despiadados que sean. Difícilmente pierde el corazón humano la capacidad de sentirse afectado ante la desgracia del prójimo. Por el contrario, el odio diabólico es completamente despiadado. Como la naturaleza de los espíritus que fueron lanzados al infierno es inmaterial, no conoce ni la fatiga ni el descanso, y por eso siempre están dispuestos para dañar. El demonio odia a Dios, pero como es impotente para llegar hasta Él, se vuelve contra las criaturas, y en especial contra su criatura privilegiada, contra el sacerdote, que es la imagen viva de Cristo.

    Por el carácter mismo de nuestra vocación, por la misión y los deberes que comprende, nosotros los sacerdotes estamos particularmente expuestos a los ataques, manifiestos o encubiertos, de estos enemigos.

 

    Cuando consideramos, por una parte, su enorme poder y por la otra nos damos cuenta de nuestra extrema debilidad, espontáneamente viene a nuestro recuerdo aquella frase que los apóstoles dijeron a Jesús: «¿Quién, pues, podrá salvarse?»: Quis ergo poterit salvus esse? (Mt., XIX, 25). El divino Maestro nos responderá como a sus discípulos: «Para los hombres esto es imposible, mas para Dios todo es posible» (Ibid., 26). Importa mucho que grabemos bien esta frase en nuestro corazón. Las fuerzas naturales, abandonadas a sí mismas, no pueden triunfar de las solicitaciones de la carne, de la seducción de la gloria del mundo y de la vana complacencia en sí mismo.

    Pero santamente compungidos, reconozcamos nuestra fragilidad y, siguiendo la recomendación del Señor, «vigilemos y oremos» (Mt., XXVI, 41).

    Vigilate. Todo hombre reflexivo sabe por propia experiencia y por la de sus semejantes cuáles son las circunstancias que nos llevan a la quiebra moral. Mejor que ningún otro puede discernir el sacerdote cuáles son las negligencias que en las condiciones propias de su estado le disponen al pecado. Las ocasiones son distintas para unos y para otros, según sean diversas sus tendencias, sus debilidades y el ambiente que les rodea, pero todos tienen la posibilidad de sucumbir. Persuadámonos de que no hay pecado que haya cometido un hombre que cualquiera otro no pueda cometer.

    A la vigilancia debemos unir la oración, el recurso a Aquél para quien «todo es posible» y que es nuestro divino Maestro. Él es quien nos ha elegido y, rogando por nosotros como por los apóstoles, ha dicho a su Padre: «No pido que los tomes del mundo, sino que los guardes del mal» (Jo., XVII, 24). Mirad a San Pablo. El gemía: «¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?» (Rom., VII, 24). Y respondía: «Gracias a Dios, por Jesucristo nuestro Señor» (Ibid., 25). Es la misma respuesta que el propio Jesús le dio cuando el Apóstol, zarandeado por el demonio, suplicó por tres veces a Cristo que le libertara: «Te basta mi gracia, que en la flaqueza llega al colmo mi poder» (II Cor., XII, 9). Lo mismo nos sucederá a nosotros. Leed el salmo 90, que recitamos todas las tardes. Es el salmo por excelencia de la confianza en la lucha. En él se describen con expresivas imágenes todas las tentaciones a que estamos sujetos, pero también se nos asegura que Dios promete la victoria al que ora: «Caerán a tu lado mil, caerán a tu derecha diez mil, a ti no llegará… Me invocará él y Yo le oiré, estaré con él en la tribulación… Le saciaré de días y le daré a ver mi salvación».

 

4.- La compunción en la liturgia de la Misa

    La Iglesia es la Esposa de Cristo y sabe mejor que nadie cómo debe honrar a su Esposo y cómo debe rendir homenaje a Dios. Además el Espíritu Santo la dirige en la ordenada disposición de la liturgia. Nunca podremos estar tan seguros de poseer la verdad como cuando nos acomodamos a su oración: lex orandi, lex credendi. Ahora bien, ¿cuáles son las fórmulas que la Iglesia pone en nuestros labios cuando celebramos el sacrificio de la Misa, que es la función esencial de nuestro sacerdocio? ¿Cuáles son las actitudes que nos manda tomar? ¿Cuáles son los sentimientos de que quiere revestirnos?

    Se da por descontado que el sacerdote que celebra la Misa vive en gracia de Dios. Y, sin embargo, lo primero que hace al llegar al altar es inclinarse humildemente y golpearse el pecho, como el publicano del Evangelio, reconociéndose pecador ante Dios, ante los santos del cielo y ante el pueblo cristiano: Peccavi nimis… mea maxima culpa... Por muy elevada que sea su santidad, no puede acercarse al Señor sino mediante esta humilde confesión. El pueblo se acusa a su vez por boca del acólito y entonces es cuando sobre toda la familia cristiana desciende el perdón divino: Indulgentiam, absolutionem et remissionem peccatorum nostrorum…

    ¿Qué oración manda la Iglesia que recite el sacerdote cuando sube las gradas del altar?: Aufer a nobis, Domine… iniquitates nostras. Porque realmente es necesario estar limpio de toda impureza para penetrar en el «santo de los santos».

    Cuando besa el ara sagrada, el sacerdote quiere sellar con este ósculo su unión con Cristo, del cual es figura el altar, y al mismo tiempo su unión con la Iglesia en la persona de los mártires, cuyas reliquias están allí encerradas. Invocando los méritos de los santos, pide al Señor «el perdón de todos sus pecados»: Ut indulgere digneris omnia peccata mea.

    Terminado el Introito, el celebrante apostrofa al Señor nueve veces seguidas, implorando la piedad divina para todas las miserias humanas, la más triste de las cuales es el pecado: Kyrie eleison… Si queremos ser agradables a Dios, lo conseguiremos apelando siempre a su misericordia.

    El Gloria in excelsis es el eco del canto de los ángeles. Pero cuando lo vuelven a entonar los labios humanos, este cántico se prolonga en súplicas: «Vos que borráis los pecados del mundo…, que estáis sentado a la diestra del Padre…, tened piedad de nosotros».

    Antes de pasar a leer el Evangelio, deberemos pedir a Dios que «purifique nuestros labios».

    Todo cuanto antecede pertenece a los preliminares del sacrificio y nos es fácil comprender que la Iglesia quiera sugerirnos insistentemente estos sentimientos, a fin de que nos dispongamos debidamente para ofrecerlo más dignamente. Pero no se contenta con esto, sino que, a medida que vamos entrando en la misma actio, va avivando en nosotros esta compunción.

    Hemos llegado al ofertorio. Tomamos en nuestras manos la hostia que se convertirá en la sagrada víctima. ¿Con qué fórmula la presentamos al Padre? «Recibid… esta hostia inmaculada que os ofrezco yo, vuestro indigno siervo…, por mis innumerables pecados, ofensas y negligencias…» De esta suerte, cumplimos la recomendación que nos hace San Pablo: «Debe por sí mismo ofrecer sacrificios por los pecados, igual que por el pueblo» (Hebr., V, 3). El poder ofrecer todos los días la víctima divina en compensación de sus propios pecados y de las indelicadezas que ha tenido para con Dios, constituye uno de los consuelos mayores que puede experimentar el ministro de Cristo.

    Después de la ofrenda de la materia del sacrificio, la rúbrica prescribe que el celebrante se incline en una actitud de «humildad y de contrición»: In spiritu humilitatis et in animo contrito suscipiamur a te, Domine. El sacerdote ofrece a Dios todos sus trabajos, todas sus penas, en una palabra, toda su vida, para que, por Jesús, sea ésta agradable al Padre. «La contrición es ya un verdadero sacrificio»: Sacrificium Deo spiritus contribulatus (Ps., 50, 19); pero cuando, unidos a Cristo, presentamos la santa hostia poseídos de estos sentimientos, Dios se olvida de todas las iniquidades e ingratitudes de nuestra vida anterior.

    El canon está integrado por oraciones sublimes. El sacerdote, lleno de respeto, se acerca a Dios, que es altísimo, pero también «clementísimo»: Te igitur, clementissime Pater. Por medio de su Hijo Jesús, puede el sacerdote acercarse con toda confianza al Padre: Per Jesum Christum Filium tuum. ¿Cuál es la actitud que adopta para orar? Se inclina, besa el altar, y continúa diciendo: Suplices, rogamus ac petimus…

    Antes de la consagración, el sacerdote extiende sus manos sobre la oblata de la misma manera que en el Antiguo Testamento lo hacía el sumo sacerdote sobre la víctima que representaba al pueblo culpable. La oración que acompaña a este gesto da a entender que los culpables son los pecadores, que debían recibir el castigo que merecen. «Aceptad, oh Señor, en su lugar, esta hostia santa e inmaculada, acoged favorablemente esta víctima que os es tan querida, pues es el mismo Jesús». ¿Y qué es lo que pide el celebrante en virtud de los méritos de Jesús? «El ser preservado de la condenación eterna y contado entre los elegidos». En este momento solemne, no le embargan ni el éxtasis ni el arrobamiento, sino un sentimiento de profunda compunción.

    Al llegar el momento de la consagración, desaparece la persona del ministro, pues no vemos en él sino a Cristo. Por eso, no dice: «Este es el cuerpo…, la sangre del Salvador», sino: «Esto es mi cuerpo…, ésta es mi sangre que será derramada… por la remisión de los pecados». He aquí expresado el fin propiciatorio del sacrificio. Esta palabra nos invita a abrir nuestros corazones a una inmensa esperanza de alcanzar el perdón de todos nuestros pecados, en virtud de los méritos de la inmolación de Jesucristo.

    Poco más tarde, el sacerdote rompe el misterioso silencio del Canon, al tiempo que dice: Nobis quoque pecatoribus, y se golpea el pecho, pidiendo al Señor «que, atendiendo no a sus propios méritos, sino a la divina indulgencia, le admita en la sociedad de los santos y de los mártires». También aquí la fórmula sagrada impone al alma una actitud de profunda, aunque confiada, compunción.

    San Ambrosio, San León, San Gregorio, todos estos grandes sacerdotes que se han hecho acreedores a nuestra veneración, han recitado total o parcialmente estas admirables fórmulas. Y lo mismo las han dicho los santos modernos como San Francisco de Sales, San Alfonso de Ligorio y el santo Cura de Ars.

    Llegamos ya al momento de la comunión. ¿De qué título se servirá el sacerdote para invocar a Cristo en el momento de unirse a Él? Precisamente de éste: «Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo». Considerad el significado de estas palabras: «No os fijéis en mis pecados, sino en la fe de vuestra Iglesia… Libradme de todas mis iniquidades». Considerad, por último, cuánta verdad encierran aquellas palabras Domine non sum dignus que repetimos tres veces…

    Este es el espíritu de la Iglesia. Como veis, no una sola vez, sino que a todo lo largo de la «acción» santa, la Iglesia mantiene el alma del celebrante en una actitud de profunda humildad, sirviéndose para ello de las fórmulas más claras y de los ritos más expresivos. A las expresiones esenciales de adoración, de alabanza y de acción de gracias va uniendo constantemente, para que los hagamos nuestros, los acentos de una viva compunción. Si el Señor, en su condescendencia infinita, nos admite en su presencia y acepta con agrado nuestras súplicas, no olvidemos que su justicia exige que reconozcamos al mismo tiempo nuestra condición de pecadores.

    Ante el trono de Dios, los ángeles cantan sin cesar: Sanctus, Sanctus, Sanctus. Es el homenaje que rinden a la soberanía inmensa de Dios. Mientras vivimos en este destierro, como mejor glorificaremos a su suprema majestad será, sobre todo, confesando humildemente nuestra miseria y nuestros pecados y reconociendo la inmensidad de su eterna misericordia.

    Cualquier oración puede servir para estimular nuestro espíritu de compunción. Tanto en la oblación del santo sacrificio como en las recitaciones del breviario, encontramos abundantes fórmulas que expresan la contrición más perfecta.

    ¡Cuántos salmos hay que expresan admirablemente nuestro pesar por haber ofendido a la bondad divina! Estos cantos inspirados unen siempre al dolor del corazón contrito la expresión de la confianza y la fe en el perdón: «Apiádate de mí…, según la muchedumbre de tu misericordia…» «Apiádate de mí, porque a ti he confiado mi alma» (Ps., 50, 3 y 56, 2). La máxima aspiración del salmista consiste en tener «un corazón puro»: Cor mundum crea in me, Deus, y en sentirse «fortalecido por la fuerza del Espíritu»: Spiritu principali confirma me.

    Si recitamos devotamente las horas canónicas, el Espíritu Santo nos concederá el don de penetrar el espíritu de estos salmos, para que, al rumiarlos, traslademos a nuestra vida interior los sentimientos que expresan.

 

5.- El Vía-Crucis, fuente de compunción

    Me consta por una larga experiencia  que el Via-Crucis es una de las prácticas más eficaces para mantener en nosotros el espíritu de compunción.

    ¿De dónde proviene el valor santificador del Via-Crucis? De que en esta devoción Cristo se nos muestra, de una manera particular, como causa ejemplar, meritoria y eficiente de la santidad. En su pasión, Jesús se revela como modelo perfecto de todas las virtudes. En ella, más que en ninguna otra ocasión, nos muestra su amor al Padre y a las almas, su paciencia, su dulzura, su magnanimidad en el perdón. Su obediencia, que es manantial de fortaleza, le sostiene y le impulsa a proseguir su marcha dolorosa hasta el consummatum est.

    La meditación de los sufrimientos del Señor nos enseña a compartir su aversión al pecado y a asociarnos a su sacrificio para colmar el abismo de las iniquidades del mundo. Y esto constituye, ya de por sí, una gracia inapreciable.

    Jesús no es un modelo que solamente debemos imitar en sus líneas exteriores, sino que debemos llegar a participar de su vida íntima. En cada etapa de su pasión nos ha merecido la gracia de poder reproducir en nosotros mismos la semejanza de las virtudes que en Él admiramos: «Salía de Él una virtud» (Lc., VI, 19). En cierta ocasión, una pobre mujer que estaba enferma le tocó a Jesús e inmediatamente recobró su salud. También nosotros, dice San Agustín, podemos tocar a Jesús con el contacto de la fe en su divinidad: Tangit Christum qui credit in Christum… Vis bene tangere? Intellige Christum ubi est Patri coæternus, et tetigisti. Miremos a Jesús a todo lo largo de la vía dolorosa. Veamos cómo se entrega y cómo sufre por nosotros. Creamos que es Dios y que nos ama. Así abriremos nuestra alma a su acción santificadora.

    La sensibilidad no tiene parte alguna en esta comunicación de la gracia. Jamás los movimientos sensibles pueden servir de base, ni de piedra de toque, ni de motivo para nuestra piedad. Pero, cuando nuestra devoción está firmemente apoyada en la fe, pueden ser un medio eficaz para ayudarnos a evitar las distracciones y a concentrar nuestro pensamiento en Dios.

    La Iglesia exhorta a todos los cristianos a que mediten en la pasión de Jesucristo; pero esta invitación se la hace especialmente a los sacerdotes. Es su deseo que nos sirvamos de este medio para unirnos a los sufrimientos de nuestro Salvador y nos apropiemos los ejemplos de sus virtudes; y quiere también que de la meditación de estos misterios consigamos una abundantísima aplicación de los méritos divinos tanto para nosotros como para aquellos por quienes rogamos.

    Nosotros los sacerdotes somos por excelencia los «dispensadores de los frutos de la pasión»: Dispensatores mysteriorum Dei (I Cor., IV, 1). Si, como dice San Pablo, «la muerte del Señor se anuncia» todos los días sobre nuestros altares, esto se realiza por nuestro ministerio. En el altar estamos en contacto con el mismo manantial de todas las gracias, ya que éstas brotan de la cruz. El sacerdote debe, por consiguiente, aprender más que ningún otro a darse perfecta cuenta del precio de la sangre de Jesucristo y a confiar en sus méritos.

    ¿Pero qué es lo que sucede a veces? Que vivimos en una miserable pobreza espiritual en medio de estas riquezas y estamos hambrientos en medio de esta abundancia. Para poner remedio a nuestro poco fervor, podemos servirnos eficazmente de la práctica de la devoción del Via-Crucis, que será para nosotros «una fuente que salte hasta la vida eterna» (Jo., IV, 14). En cada una de las catorce estaciones nos unimos amorosamente con el Salvador y refrescamos nuestra alma en la corriente de gracias que brota del costado de Jesús.

    Cualquier tiempo es bueno para practicar el Via-Crucis, pero en cuanto sea posible, creo que ninguno es más apto que el de la acción de gracias después de la Misa. Cuando todavía conservamos en nosotros la divina presencia, podemos rehacer este trayecto unidos a Aquel que lo recorrió el primero. El seguir así, paso a paso, el camino del Calvario en unión con Jesús, a quien llevamos dentro de nuestra alma, es una excelente manera de profesar nuestra fe en el imponderable valor de sus sufrimientos, que continúan ofreciéndose incesantemente en el sacrificio del altar.

    Para practicar esta devoción no se requiere ninguna oración vocal. Basta con aplicar piadosamente el espíritu y el corazón.

    Algunos sacerdotes me han declarado más de una vez: «Nosotros no hacemos meditación, porque se nos hace extremadamente difícil; es que no tenemos vida interior». Y yo les he respondido: «¿Habéis intentado practicar el Vía-Crucis a modo de meditación?»

    ¿De qué señal nos valdremos para saber a ciencia cierta si existe en nuestro corazón la verdadera compunción? Os voy a dar un medio inefable.

    La compunción tiende un velo sobre las faltas de los demás, al tiempo que el alma se siente dominada por el sentimiento de su propia indignidad.

    ¿Sois, acaso, severos, exigentes y duros con los demás? ¿Sois inclinados a revelar sin miramiento alguno o con ironía los defectos y las faltas del prójimo? ¿Se las echáis en cara sin legítimo motivo? ¿Os escandalizáis fácilmente? Si esto es así, es señal de que vuestro corazón no está afectado ni penetrado de su propia miseria y de las ofensas que Dios os ha perdonado.

    Hay una parábola en el Evangelio que ilustra maravillosamente esta verdad. Nos presenta dos personajes: el fariseo y el publicano. Recomponed con vuestra imaginación la escena de su oración en el templo. El primero se fija en las faltas del otro y las ve con los ojos bien abiertos. Observa y juzga con rigor a su prójimo, pero no medita en sus propias culpas. Está completamente ciego para ver su conducta, cuya miseria Dios conoce perfectamente, y sólo ve sus ayunos y sus limosnas. Para nada piensa en sus pecados. Y siente deseos de decir a Dios: «Podéis estar orgullosos de mí». Al hacer su oración se complace en sí mismo. Y cuando dice: «Señor, os doy gracias porque no soy como ese otro», esta acción de gracias, aunque tenga ciertos visos de ser legítima, con todo no le justifica. ¿Por qué? Pues porque su alma no está compungida y le falta la humildad.

    El publicano, por el contrario, no se fija en el fariseo. Siente su miseria y no levanta sus ojos para juzgar la del prójimo. Se golpea el pecho y exclama: «Oh Dios, sé propicio conmigo pecador» (Lc., XVIII, 13). El corazón que hace esta oración está ungido de compunción. Y Jesús proclama que la compunción justifica al pecador ante Dios.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

SÉPTIMA MEDITACIÓN

 

Humiliavit semetipsum factus obediens

 

   La humildad es compañera inseparable de la compunción. Es tan grande la importancia de la humildad en la obra de la santificación del sacerdote, que vale la pena que nos detengamos a considerarla.

    Nos sentimos muy inclinados a tener de Dios una idea que se adapte a los moldes de nuestra condición humana. Así, por ejemplo, se nos hace muy difícil figurarnos un ser que no se empobrece al dar su dinero, porque la experiencia de todos los días nos enseña que todo hombre dadivoso lo es a costa de que vaya disminuyendo su peculio. Dios es el único que no se empobrece al hacer sus dádivas. Como es la bondad por esencia, o lo que es lo mismo, el amor infinito, su naturaleza le inclina a repartir sus riquezas, a comunicar su felicidad y a entregarse a sí mismo: Bonum est diffusivum sui. Por esto ha querido Dios comunicar al hombre su propia vida y hacerle heredero suyo y coheredero de Cristo (Rom., VIII, 17). La encarnación, la redención, el don de la Eucaristía, la fundación de la Iglesia y otros innumerables beneficios, que se renuevan sin cesar, son la demostración evidente de esta bondad que no tiene límites.

    Pero quizás os preguntéis: si es verdad que Dios quiere sinceramente santificar a los hombres, ¿por qué encuentran éstos tanta dificultad para vivir la vida sobrenatural? ¿Cómo se explica que los ministros del altar que viven junto al manantial mismo de donde brotan las gracias y están encargados de distribuirlas, se encuentran, sin embargo, a veces, tan alejados de todo contacto con Dios? ¿Qué es lo que, si vale la expresión, cierra la mano de Dios?

    El orgullo. Si fuéramos perfectamente humildes, no tendrían límite las larguezas de lo alto. La lección que nos da el Evangelio no puede ser más perentoria: «El que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado»: Omnis qui se exaltat humiliabitur et qui se humiliat exaltabitur (Lc., XVIII, 14). No es menos categórica la enseñanza de las epístolas. En dos lugares distintos leemos esta terrible sentencia: «Dios resiste a los soberbios y a los humildes da su gracia»: Deus superbis resistit, humiliabus autem dat gratiam (I Petr., V, 5; Jac., IV, 6).

    ¡Cuánta luz nos proporcionan estas palabras tan sencillas! ¿Qué es menester para ser elevado hasta Dios? Humillarse.

 

1.- La criatura ante Dios

    La humildad cristiana consiste principalmente en la postura que adopta el alma, no precisamente ante los demás hombres ni ante sí misma, sino ante Dios.

    Sin duda que la humildad implica la deferencia para con el prójimo, e incluso, en algunos casos, la sumisión. Cuando el hombre se juzga íntimamente a sí mismo, la humildad le sugiere siempre una saludable modestia. Pero todo esto no es sino consecuencia de una disposición mucho más profunda. La actitud fundamental del alma humilde es la de rebajarse ante Dios y vivir de acuerdo con su condición, pensando y obrando siempre de perfecto acuerdo con la voluntad del Señor. La humildad sitúa al alma ante Dios tal cual es, en su verdadera miseria y en su nada. Podemos, pues, definirla diciendo que es «la virtud que inclina al hombre a mantenerse en la presencia de Dios en el lugar que le corresponde». ¿Qué son los hombres en este mundo? Seres que marchan hacia la eternidad; solamente están de paso. En el orden de la creación, y con mucha mayor razón en la economía sobrenatural, el hombre «no tiene nada que no haya recibido»: Quid habes quod non accepisti? Y añade el Apóstol: «¿De qué te glorías, como si no lo hubieras recibido?» (I Cor., IV, 7).

    La humildad no consiste en tener un conocimiento teórico de esta dependencia, sino en proclamarla voluntariamente por una sumisión efectiva a Dios y al orden por Él establecido. En el afán de ajustar la conducta a su verdadera condición, el hombre humilde rechazará todos los deseos de procurar su propia excelencia con independencia de las leyes establecidas por la naturaleza y por Dios.

    Según la doctrina de Santo Tomás, la humildad es una virtud que propiamente pertenece a la voluntad, pero que está regulada por el conocimiento: Normam habet in cognitione [Sum. Theol., II-II, q. 161, a. 2 y 6]. ¿Qué conocimiento es este? El de la soberanía de Dios por una parte, y por la otra el de su propia nada. Sobre estos dos abismos, tan distintos el uno del otro, se asoma el alma sin que pueda llegar nunca a escrutarlos hasta el fondo.

    Esta confrontación del hombre y del Absoluto divino debe realizarse principalmente en el silencio de la oración. Dice la Escritura: Deus noster ignis consumens est: «Yahvé, tu Dios, es fuego abrasador» (Deut., IV, 24). Cuanto más nos acercamos a Él con espíritu de fe, tanto más experimentamos que se apodera de toda nuestra alma. La misma claridad que nos permite entrever la grandeza de Dios es la que nos descubre nuestra absoluta indigencia.

    La humildad consiste en la verdad. Como dice San Agustín: «La humildad debe hermanarse con la verdad y no con la mentira» [De natura et gratia, 34. P. L., 44, col. 265].

    Por el contrario, el orgullo comporta siempre y ante todo un error de juicio. El hombre orgulloso se complace desordenadamente en su propia excelencia hasta el extremo de llegar a perder de vista y a despreciar y rechazar el soberano dominio que Dios ejerce sobre él.

    Entre todas las inclinaciones que nos incitan al pecado, el orgullo es la más tenaz, la más profunda y la más peligrosa.

    Son muchos los grados y las particularidades que presenta este vicio, pero la disposición fundamental del orgulloso consiste en que su alma vive sin preocuparse de bendecir la mano bondadosa que le dispensa todos los beneficios que disfruta. Todos los beneficios divinos, tanto los del orden creado como los del orden sobrenatural, los reputa como cosas completamente normales y naturales. Cuando el hombre está dominado por la soberbia, camina por la vida sin acordarse para nada de los derechos de Dios y de las finezas de su amor. Esta es la razón de porqué el Señor, que se inclina bondadosamente sobre el corazón humilde, abandona al orgulloso en la independencia que reclama: Et divites dimisit inanes.

    En el alma del sacerdote, el orgullo no suele revestir caracteres tan graves, pero puede llevarle a perder de vista su dependencia total respecto de Dios y a complacerse en el ejercicio de la autoridad y en el bien que practica, como si todo esto partiera de sí mismo. La humildad es necesaria para todo hombre, pero mucho más para los ministros de Jesucristo.

    Guardémonos, sin embargo, de pensar que la humildad paraliza el espíritu de iniciativa y el celo abnegado. Por el contrario, es una fuente de energía moral. Cuando el alma humilde reconoce su debilidad o su indigencia, no lo hace para estarse de brazos caídos, sino para encontrar en Dios, en el cumplimiento de su voluntad, el poderoso resorte de su energía. Esta era la conducta de los santos. Contemplad al gran Apóstol de los gentiles. ¿Dónde se encuentra el secreto de su infatigable entusiasmo? El mismo nos lo dice: «Cuando parezco débil, entonces es cuando soy fuerte» (II Cor., XII, 10). Y esto, porque: «Todo lo puedo en Aquél que me conforta» (Philip., IV, 13). La verdadera humildad siempre va unida a la magnanimidad y a la confianza en el Señor.

 

2.- La humildad y el progreso espiritual

    Por muy importantes que sean los puntos de vista que hemos expuesto, no bastan para darnos una idea perfecta de la importancia que tiene la humildad en la vida interior. ¿Qué papel juega la humildad en este estado de inclinación al mal en que nos ha sumido el pecado, pero donde Dios ejerce su poder para curar, elevar, sostener y perfeccionar cada una de las almas?

    Su misión es la de abrir el alma a la acción de la gracia y la de disponer al hombre para que rinda gloria al Señor de la manera que Él ha previsto y deseado, es decir, alabando la divina misericordia.

    Teniendo esto en cuenta, podemos esbozar una definición complementaria de la humildad, diciendo que es «una virtud que inclina al alma a confesar práctica y continuamente su miseria ante Dios».

    ¿De qué miseria se trata?

    Ante todo, como sabéis vosotros tan bien como yo, toda criatura experimenta el doloroso sentimiento de su impotencia radical para elevarse por sus propios recursos al nivel sobrenatural y para mantenerse en él: «No que de nosotros seamos capaces de pensar algo como de nosotros mismos, que nuestra suficiencia viene de Dios»: Sufficientia nostra ex Deo est (II Cor., III, 5). El hombre no llega a percatarse de esta insuficiencia sino gradualmente y por efecto de la gracia.

    ¿Es que no sentimos cómo dormitan en el fondo del alma los atractivos que en nosotros ejercen los placeres rastreros y las satisfacciones del orgullo y del pecado?

    Añádase a esto que los deberes de nuestro estado y el trabajo constituyen para nosotros obligaciones penosas. Por elevado y noble que sea el afán con que nos entregamos a nuestros deberes diarios, siempre será verdad que ello reclama un esfuerzo y el esfuerzo ininterrumpido se convierte para muchos en una carga pesada.

    Contad, además, los males físicos: las enfermedades, la ancianidad y la muerte. Y en cuanto a los sufrimientos morales, ¡cuántas angustias, fracasos, desilusiones y tristezas oprimen el corazón! Con harta razón decía Job que: «El hombre, nacido de mujer, vive corto tiempo y lleno de miserias» (Job., XIV, 1).

 No bastan las energías y las cualidades morales para sobreponerse a estos males y aprovecharnos de ellos para labrar nuestra santificación. El alma debe volverse hacia Dios y requerir el auxilio de su gracia, confesando la propia impotencia. La actitud fundamental de la humildad cristiana consiste en esta orientación del corazón que se abre a la acción de lo sobrenatural por el reconocimiento de su indigencia, y así es como el hombre se hace capaz de recibir el don de Dios, sin correr el riesgo de atribuírselo a sí mismo. La humildad socava el alma, por así decirlo, reduciéndola al lugar que le corresponde, y la dispone para que Dios ejerza en ella su acción santificadora.

Hay almas que no tienen conciencia de su indigencia, y como no imploran al Señor desde el fondo de su miseria, tampoco se disponen a la acción de la gracia.

 Saturado de este espíritu de humildad, escribía San Pablo: «Muy gustosamente, pues, continuaré gloriándome en mis debilidades para que habite en mí la fuerza de Cristo» (II Cor., XII, 9). Estas palabras son muy conocidas, aunque no siempre se entiende debidamente su sentido. ¿Qué es lo que el Apóstol quiere decir? «Yo no soy un ser perfecto, como lo son los ángeles; yo soy un hombre lleno de debilidades, pero me gloriaré en ellas porque, gracias a ellas, consigo conmover el corazón de Dios y cuanto más me percato de mi flaqueza, más enteramente entrego mi alma a la fuerza de Cristo que en mí habita».

    Pero no confundamos las debilidades humanas, cuyo humilde reconocimiento tanto contribuye a nuestro progreso espiritual, con las «infidelidades». Porque éstas, lejos de favorecer la vida sobrenatural, obstaculizan la acción divina. En ningún caso podemos presentarlas ante Dios como un título más para alcanzar su gracia. Aunque el arrepentimiento y el firme propósito de la enmienda que suscitan en el alma los pecados cometidos constituyen, sin duda, una confesión de nuestra miseria que el Señor acoge con grado.

    Tiene reservado la humildad un segundo papel que la hace completamente indispensable para el perfecto equilibrio de toda la vida espiritual. Solamente la humildad hace que el hombre pueda glorificar a Dios como corresponde a la inmensidad de su misericordia.

    Esta perfección divina no viene a ser otra cosa que la misma caridad infinita en cuanto que, por pura bondad o por pura gracia, se dedica a poner remedio al pecado o a socorrer a la indigencia humana.

    La encarnación del Hijo de Dios «en una carne de pecado semejante a la nuestra»: in similitudinem carnis peccati (Rom., VIII, 3), su muerte redentora, nuestra adopción, el perdón de los pecados que tantas veces se nos concede son otras tantas estupendas manifestaciones de los abismos de esta inmensa caridad. San Pablo nos dice expresamente que toda la obra de Cristo tiende a manifestar la abundancia y la gratuidad de esta divina bondad: «Pero Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, y estando nosotros muertos por nuestros delitos, nos dio vida por Cristo…, a fin de mostrar en los siglos venideros las excelsas riquezas de su gracia» (Eph., II, 4-5, 7). Y dice en otro lugar: «Dios nos encerró a todos en la desobediencia, para tener de todos misericordia»: Deus inclusit omnia in incredulitate ut omnium misereatur (Rom., XI, 32). ¿Cómo apareceremos en el cielo ante Dios? «Como vasos de su misericordia»: Vasa misericordiæ (Rom., IX, 23), lo cual significa que estamos destinados a proclamar por toda la eternidad en la ciudad celestial el triunfo de la gracia sobre nuestra miseria y sobre el pecado.

    ¿Se podrá expresar en dos palabras toda la misión que trajo Jesús a este mundo? Yo me atrevo a intentarlo, sin miedo de equivocarme: «Jesús es el mensaje que la misericordia infinita dirige a la miseria del hombre».

    Si existe alguna perfección divina que nosotros debamos proclamar más alto que ninguna otra, es, sin duda, la misericordia. Todos los caminos que nos prepara el Señor no son otra cosa que efecto de una condescendencia amorosa. En esta economía de la redención en que vivimos, Dios se ha inclinado sobre nuestra miseria para levantarnos a una dignidad tan grande, que podamos vivir en su propia vida.

    Al considerar estas maravillas, ¿podría el hombre adoptar otra postura que no sea la de la más profunda humildad? Al confesar sus muchas miserias, el hombre reconoce que, en justicia, no tiene derecho alguno para ser objeto de las bondades divinas. El único título que tiene para conseguir la gracia es la perpetua confesión de su indignidad, junto con el deseo de glorificar a la eterna misericordia que le ha dado todas las cosas en Jesucristo: Cum ipso omnia nobis donavit (Rom., VIII, 32). Tal es el esplendor de su predestinación: «Hacer que resplandezca la gloria de la gracia que Dios nos ha otorgado por su amado Hijo» (Eph., I, 6).

    Lo que más gloria da a Dios es que, estando plenamente convencidos de nuestra miseria, nos obstinemos, sin embargo, en esperar en su amor.

 

3.- Humildad y obediencia de Jesús

    En Jesús, la humildad constituye una actitud fundamental. Su alma, iluminada por la luz de la gloria, se da perfecta cuenta de que es una criatura; pero una criatura que ha sido prodigiosamente asumida en la unidad de la persona del Verbo. Esta consideración producía en el alma de Jesús una humillación total y una aceptación perfecta de su dependencia, tanto respecto de la persona del Verbo cuanto respecto de su misión redentora. Esta profunda humildad para con su Padre, daba origen en el alma de Jesús a un espléndido conjunto de virtudes, como la dulzura en las relaciones con el prójimo, la paciencia y el perdón de las injurias, y sobre todo la obediencia filial a la voluntad de lo alto. Estas cualidades eran la manifestación más auténtica de la profunda actitud de sumisión, de la que el alma de nuestro bendito Salvador nunca se apartaba.

    Cada una de las páginas del Evangelio nos revela claramente esta mansedumbre del Señor y Él quiere que nosotros imitemos su ejemplo: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt., XI, 29).

    ¿Para qué ha venido Jesús a este mundo? «No para ser servido, sino para servir», para ser de todos y de cada uno, hasta el punto de «dar su vida en rescate por ellos» (Mc., X, 45). Semejante entrega de sí mismo es la prueba más palpable de la humildad más absoluta. Y Cristo desea que todos los cristianos, y señaladamente los sacerdotes, abriguen este mismo ideal: «El que de vosotros quiera ser el primero, sea siervo de todos» (Ibid., 44).

    En la última Cena, el Salvador lavó los pies de sus apóstoles, con lo que realizó un acto de sincera humildad, invitándonos a seguir su ejemplo: «Si Yo, pues, os he lavado los pies, siendo vuestro Señor y Maestro, también habéis de lavaros vosotros los pies los unos a los otros. Porque Yo os he dado el ejemplo» (Jo., XIII, 14-15).

    Este gesto está de perfecto acuerdo con toda la predicación de Jesús. En efecto, las «Bienaventuranzas», que son su más acabado compendio, forman el más admirable cuerpo de doctrina, que está en abierta oposición con todas las sugestiones del orgullo humano. «Bienaventurados los pobres…, los mansos…, los pacíficos…, los misericordiosos…, los que padecen persecución…» (Mt., V, 3-12).

    Una escena escogida de entre otras muchas nos permite descubrir la humildad que se ocultaba en el santuario del alma del divino Maestro. En cierta ocasión en que, dirigiéndose a Jerusalén, atravesaba la Samaría en compañía de sus apóstoles, los habitantes de una aldea se negaron a darles albergue. Indignados por esta conducta, Santiago y Juan pidieron en represalia que bajase fuego del cielo y consumiese a los samaritanos. Pero Jesús pensaba de muy distinta manera. La respuesta que les dio manifiesta hasta dónde llega la condescendencia y la mansedumbre del Redentor del mundo: «No sabéis a qué espíritu pertenecéis. El Hijo del hombre no ha venido para perder a los hombres, sino para salvarlos» (Lc., IX, 55-56).

    Pero contemplad, sobre todo, la dulzura que muestra el Señor en su pasión: Saturabitur opprobriis: «Será saturado de oprobios» (Jer., III, 30). Estas palabras significan que Cristo quería tributar a su Padre el homenaje de sus humillaciones para reparar nuestro orgullo. Él es el Verbo digno de todas las adoraciones y, no obstante, aparece como un reo que se presenta ante sus jueces. ¡Y qué jueces! Caifás, Pilato y Herodes. Este último, un miserable voluptuoso, le colmó de desprecios: Sprevit illum (Lc., XXIII, 11). ¿Este profeta, decía Herodes a sus cortesanos, pretende que le colmemos de honores? Pues nada más natural. Ponedle el vestido blanco, que es insignia de la realeza, y tomadlo con vosotros para divertiros con Él.

¿Cuál fue la actitud que en aquella ocasión adoptó Jesús? Todo lo aceptó con mansedumbre. ¿Quién hubiera podido imaginarse semejante humillación? ¡Él, la Sabiduría infinita, tratado como un loco! Y todo este proceso estaba previsto y dispuesto con anticipación en los designios eternos. Luego, el Señor fue parangonado con Barrabás y entregado a la furia de los soldados romanos, gente sin entrañas, que se entretuvo en divertirse a costa de un condenado a muerte, ciñéndole a la frente una corona de espinas, poniéndole en la mano un cetro real y burlándose de Él: Illudebant ei dicentes: Ave, Rex Judæorum (Mt., XXVII, 29), ridiculizándole como a un impostor digno del más soberano de los desprecios. Si algún hombre ha sido humillado, este ha sido Jesucristo, porque quiso anonadarse hasta la muerte de cruz.

    ¿No es justo que el sacerdote, que perpetúa en el altar el sacrificio del Calvario, participe también de los mismos sentimientos de humildad de Jesús? Nada ofende tanto al pueblo cristiano como ver a un sacerdote orgulloso que para nada se acuerda de las humillaciones del Salvador que se conmemoran en los misterios divinos. ¡Qué contraste más enorme entre este hombre presuntuoso, arrogante, impaciente, que no sabe ser condescendiente con sus prójimos, y la bondad y la mansedumbre de Cristo!

    Seamos cautos para que el orgullo no entre en nuestras almas, ni aún bajo la disimulada apariencia de una vana complacencia.

    La humildad exterior le es necesaria al sacerdote incluso por la autoridad que ejerce, porque es un personaje de relieve «puesto sobre el candelabro»: positus super candelabrum (Mt., V, 15). Se observan todos sus gestos, sus actitudes, sus palabras. Y si dan motivo a la crítica y a la murmuración, si dejan traslucir mezquinas preocupaciones del amor propio, producen una lamentable decepción en los fieles que desean encontrar en el sacerdote, junto a la perfecta dignidad que le corresponde como ministro del Señor, algún rasgo de la profunda humildad del divino Maestro.

 

    La humildad que animaba a Jesús bajo la acción constante de la divinidad le impulsaba a acatar la voluntad del Padre con una obediencia perfecta. Así nos lo revela San Pablo: «Se humilló hecho obediente hasta la muerte» (Philip., II, 8). Jesús afirmó repetidas veces que su sumisión a la voluntad divina resume y explica toda su conducta: «Porque yo he bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió… Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió» (Jo., VI, 38 y IV, 34).

    Desde el momento mismo de su encarnación, aceptó plenamente todos los decretos del Padre, entregándose enteramente al más exacto cumplimiento de su voluntad. Ecce venio… ut faciam, Deus, voluntatem tuam: «Heme aquí que vengo… para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad» (Hebr., X, 7). De un solo golpe de vista se dio cuenta de toda la serie de sacrificios, sufrimientos e inmolaciones que habían de constituir toda la trama de su vida, y los abrazó todos, poniéndolos en la entraña misma de su corazón: In medio cordis mei (Ps., 39, 9). Se puede afirmar que el pensamiento dominante de toda la vida de nuestro Salvador fue el exacto cumplimiento de «lo que está escrito de Él: Ut impleatur Scripturæ (Mc., XIV, 49).

    A pesar de ser tan condescendiente con los apóstoles, con todo, Jesús no toleraba la menor duda respecto de este punto. En cierta ocasión en que les anunciaba su pasión y muerte futuras, San Pedro, dejándose llevar de su natural impetuosidad, exclamó: «No quiera Dios, Señor, que esto suceda»: Absit a te, Domine; non erit tibi hoc! A lo que le respondió Jesús: «Retírate de mí, Satanás; tú me sirves de escándalo, porque no sientes las cosas de Dios, sino las de los hombres» (Mt., XVI, 22-23). Severo apóstrofe que entristeció al Apóstol. Pero Cristo, que había venido al mundo por voluntad del Padre, no podía permitir que los suyos ignoraran que el desarrollo de todos los actos de su vida no era sino la realización del programa que le había sido trazado desde lo alto.

    Por eso, en la noche de su pasión, cuando Pedro quiso acudir en su defensa en el momento en que sus enemigos se apoderaban del Él, le dijo estas palabras: «¿El cáliz que me dio mi Padre no lo he de beber? (Jo., XVIII, 11). Este cáliz estaba ya preparado con anticipación. El Padre sabía que podía contar con que su Hijo lo bebería hasta las heces. En el cielo veremos claramente cómo todos los sufrimientos, angustias y humillaciones que experimentó Jesús habían sido previstos por los decretos divinos. Y Jesús se sometió a ellos con una perfecta obediencia.

    ¿No es digno de atención el hecho de que, cuando San Pablo nos habla del sacrificio de la redención, se complace en recordarnos que su nota característica es la obediencia?: «Como por la trasgresión de uno sólo reinó la muerte, así también por la justicia de uno sólo llega a todos la justificación de la vida» (Rom., V, 19). Este paralelismo sorprendente fue planeado por la Sabiduría divina. A pesar de haber sido desde el punto mismo de su creación elevado al orden sobrenatural, Adán faltó al deber primordial que le imponía su condición de hijo, y se negó a obedecer a su Padre. Para reparar esta injuria, Jesús acató plenamente la voluntad del Padre: Non mea voluntas, sed tua fiat (Lc., XXII, 62). «Conviene que el mundo conozca que yo amo al Padre y que, según el mandato que me dio el Padre, así hago» (Jo., XIV, 31). Este es el sublime ejemplo de obediencia filial que nos da Jesús. Y esta sumisión no solamente ha reparado la trasgresión de Adán, sino que ha hecho que «donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia»: Ubi abundavit delictum, superabundavit gratia (Rom., V, 20).

    ¿Cómo ve el Apóstol a Jesucristo en el momento en que da remate a su obra redentora desde lo alto de la cruz? Como aniquilado por su obediencia, inmolándose con una sumisión que «le hace obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz» (Philip., II, 8). La más terrible de las órdenes que Cristo pudo recibir de su Padre fue, sin duda, la de morir en la cruz. Y esto porque, según enseña San Pablo, la expresión acabada de la obediencia es el aceptar «el ser maldito para salvar a los otros de la maldición»: Quia scriptum est: Maledictus qui pendet in ligno (Gal., III, 13).

 

    Mientras estaba colgado del madero de la cruz, Jesús tenía su mirada fija en el rostro del Padre: este era el secreto de su fortaleza. Todo el tiempo de su dolorosa agonía permaneció en una suprema adhesión de amor, abandonándose enteramente a la obediencia más sumisa hasta que pronunció su última y definitiva palabra: Consummatum est (Jo., XIX, 30).

    Siempre que celebramos el santo sacrificio, reproducimos sacramentalmente, en presencia del Padre, esta muerte obediente de su Hijo y volvemos a poner ante nuestros ojos este modelo sublime de humildad y de amor que es Jesús: Quotiescumque… mortem Domini annuntiabitis (I Cor., XI, 26). Al presentar la hostia en el ofertorio, ofrezcamos junto con ella toda nuestra existencia. De esta suerte, nuestra vida, unida a la oblación de Cristo, será también «un sacrificio» de sumisión y de amor «agradable a Dios»: Hostiam… Deo placentem (Rom., XII, 1).

 

4.- La obediencia sacerdotal

    De la misma suerte que la humildad de Cristo tuvo su expresión más acabada y concreta en la obediencia que practicó a lo largo de toda su vida, así debemos también obrar nosotros sus sacerdotes. En esto, sobre todo, debe ser Cristo nuestro modelo.

    Por obediencia se entiende generalmente el sometimiento de la actividad propia a una autoridad superior.

    La obediencia puede revestir dos formas: la una puramente humana y la otra enteramente sobrenatural.

    El obrero obedece a su contramaestre. Así lo exige la buena marcha del taller o de la fábrica, porque, en otro caso, reinaría el desorden. Si trabaja, tiene derecho a percibir el salario, aunque interiormente se rebele contra su patrono.

    El soldado se somete a la disciplina militar por no ser arrestado o fusilado. Si su corazón abriga sentimientos nobles, obrará por amor a su profesión y a su patria. Pero se reserva el derecho de criticar y de censurar a sus jefes tachándolos de incompetentes o de injustos. Esta obediencia es útil y laudable, pero no pasa de ser humana.

    Nuestra obediencia sacerdotal debe ser esencialmente sobrenatural y apoyarse en la fe y en la caridad. Debe brotar de la entraña misma del alma y ser activa y alegre y practicada únicamente por el amor que profesamos a Cristo y a las almas.

    La obediencia sobrenatural hace que nos sometamos a la voluntad de Dios y a las órdenes de los que le representan, rindiendo con ello homenaje a su soberana majestad.

    El día de vuestra ordenación, prometisteis obediencia a vuestro obispo. Esta solemne promesa la hicisteis ante el obispo que os confirió el sacerdocio, en el momento más trascendental de vuestra vida, comprometiéndoos a cumplirla en presencia de Dios y ante aquel altar en el que, en unión con el prelado que os consagró, acababais de ofrecer por primera vez el santo sacrificio.

    Esta promesa no os ligó en el mismo grado que compromete a los religiosos el voto que hacen de obedecer durante toda la vida a su superior, según una regla aprobada. La Iglesia considera su decisión como un medio de santificación libremente elegido, con el fin de que, por una renuncia completa a su propia voluntad, su persona y sus actividades se consagren para siempre a Dios.

    Vuestra promesa de obediencia tiene, además, otro carácter. La Iglesia os la exige principalmente para asegurar el bien común de la diócesis. Porque, cuando el obispo, que es el legítimo pastor de las almas, requiere la ayuda de sus colaboradores, debe tener la seguridad absoluta de que éstos se han de someter a sus órdenes y directrices.

    Este sacrificio que vosotros aceptáis es extraordinariamente meritorio y agradable a Dios, porque con él ofrecéis lo que el hombre tiene de más íntimo, es decir, su libertad, su autonomía, su facultad de obrar como mejor le plazca. El mismo Dios, en la acción que ejerce en las almas, respeta este derecho: sus gracias más eficaces dejan siempre intacta la libertad humana.

    Vosotros habéis hecho una especie de contrato con el Padre celestial. «Dios mío, le habéis dicho, por vuestro amor y por el bien de la Iglesia, yo pongo en manos de mi obispo mis talentos y mis actividades. Vos me diréis por su boca lo que queréis que yo haga: Domine, quid me vis facere? (Act., IX, 6). Yo aceptaré como venidos de Vos los ministerios y los cargos que el obispo me confíe. Y estoy seguro de que, haciéndolo así, Vos bendeciréis mi ministerio y toda mi vida sacerdotal».

    Esta manera de ver las cosas es enteramente sobrenatural. Un sacerdote que se abandone así en manos de su obispo, llevado del espíritu de fe, vivirá siempre en paz, aún en medio de las mayores dificultades, porque tiene conciencia de que está allí donde Dios quiere que esté. Y Dios está con él. «Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros?» (Rom., VIII, 31). Cuando Dios mandó a Moisés que se presentara al Faraón para pedirle que dejara en libertad al pueblo hebreo, Moisés se espantó de su misión. ¿Pero qué le dijo el Señor?: Ego ero tecum (Ex., III, 12). Y bien sabemos con que maravillas premió Dios la obediencia de su enviado.

    El religioso que, por interés personal, quisiera disponer de su porvenir e imponer a sus superiores sus propios puntos de vista, nunca llegaría a alcanzar la santidad. Lo mismo podríamos decir, guardando siempre las debidas proporciones, del sacerdote que menosprecia la importancia de su promesa.

    No pretendo negaros el derecho de que en determinadas circunstancias expongáis respetuosamente vuestro criterio, pero sin menoscabo de la obediencia y solamente cuando sea oportuno. ¿Y qué debemos hacer cuando el superior mantiene una orden que nos contraría? Acatarla con espíritu sobrenatural: «Que el inferior se persuada de que el mandato del superior es para su bien y que obedezca por amor, confiando en la ayuda de Dios». Esta norma directiva que San Benito [Regla, c. 68] dio a sus hijos es aplicable a todos.

    Si se nos apareciera el mismo Dios y nos dijera: «Quiero que hagas esto o aquello», la obediencia se nos haría cosa fácil. Y aún en el caso de que pusiera al frente de nosotros a algún ángel o a seres perfectos, ¿no es verdad que todo iría magníficamente? No lo creamos tan seguro. Pero Dios ha elegido otro camino: Imposuisti homines super capita nostra (Ps., 65, 12). Estamos obligados a obedecer a hombres que son limitados en sus criterios y que tampoco están exentos de tener defectos. Cristo ha salvado al mundo por una sumisión de amor filial y nosotros los sacerdotes, para poder colaborar con el Señor en la obra de la redención de las almas, debemos unirnos en nuestros ministerios de apostolado a esta su obediencia. Esta es la razón de que pueda decirse de una sociedad –sea una diócesis o sea una comunidad religiosa– que su fuerza reside en la obediencia de sus miembros.

    La expresión del profeta Isaías: «Yahvé… hizo de mí aguda saeta y me guardó en su aljaba»: Et posuit me sicut sagittam electam (XLIX, 2) es una imagen que puede aplicarse adecuadamente al sacerdote obediente, que, por la formación recibida en el seminario y por su vida interior está dispuesto a trabajar donde quiera que lo exijan la gloria de Dios y el bien de la Iglesia. La flecha obedece a la mano que la arroja y, gracias a su docilidad, tiene fuerza y eficacia, ya que por bien construida que esté, nada puede hacer por sí misma. Los sacerdotes son como flechas en manos de un hombre hercúleo: Sicut sagittæ in manu potentis (Ps., 126, 4). Si en el ejercicio de su ministerio obedecen con espíritu sobrenatural, se convertirán, bajo el impulso divino, en instrumentos de gracia y de victoria.

    La murmuración es el mayor enemigo de la virtud de la obediencia. La murmuración es la revancha del amor propio que se siente impotente para resistirse a la autoridad. Es una compensación mezquina. No me refiero ahora a las lamentaciones que se le escapan a nuestra pobre naturaleza cuando se siente agobiada por el sufrimiento. Así debemos interpretar aquella expresión de la Santísima Virgen cuando dijo a Jesús: «Hijo, ¿por qué nos has hecho esto?» (Lc., II, 48). La Virgen no murmuró en aquella ocasión; solamente manifestó la pena que embargaba su corazón. En la cruz, el Salvador dio este grito de angustia: «Dios mío…, ¿por qué me habéis abandonado? (Mt., XXVII, 46). Jesús no murmuró, sino que reveló la inmensidad de su dolor.

    La murmuración va siempre acompañada del espíritu de crítica y de oposición y en esto se esconde su malicia. El sacerdote que se deja llevar de la murmuración no considera a su superior como investido de autoridad por el mismo Dios. Si el obispo no fuera el representante del Señor, no estaríais obligados a someteros a él. En cuanto hombre, no tiene derecho alguno para mandaros, puesto que un hombre vale tanto como cualquier otro. Pero la misión canónica que ha recibido de la Iglesia y su consagración episcopal son los títulos en que se fundamenta su autoridad. Como delegado de Dios, posee una participación de su autoridad. El hombre que es verdaderamente obediente, no se somete sino a Dios, y esta sumisión que se sobrepone a todo miramiento humano es un homenaje de amor rendido al Altísimo. Pero el murmurador no se da cuenta de esto.

    En los momentos difíciles –y bien sabéis que todos los tenemos–, cuando la obediencia nos parece un peso insoportable y quisiéramos gozar de un poco más de libertad y de independencia, levantemos nuestros ojos al divino crucificado. El es nuestro supremo modelo. Para asemejarnos en todo a Él, es menester que nos hagamos hostias con Él. Bien me doy cuenta de que esta vida de oblación es costosa y exige difíciles renuncias, pero recordemos que tampoco a Jesús le fue nada agradable el ser entregado en manos de sus enemigos, injuriado por los fariseos y clavado a una cruz. Aunque todo esto horrorizaba a su alma, lo aceptó por amor y, como hermosamente nos dice San Pablo, «aprendió por sus padecimientos la obediencia»: Didicit ex his quæ passus est obedientiam (Hebr., V, 8).

    Después del misterio de la Trinidad, el dogma fundamental del cristianismo que debe nutrir y animar toda la vida espiritual del sacerdote es el misterio de un Dios que se hace hombre para rescatar por su obediencia a la humanidad y conducirla al seno del Padre.

    Cuando celebráis la Misa, dirigid una mirada de conjunto a la jornada que os espera y aceptad por anticipado el cumplimiento exacto de todos vuestros deberes. Decid al Señor: «Vos, oh Jesús, me habéis amado y os habéis entregado por mí»: Dilexit me et tradidit semetipsum pro me (Gal., II, 20); pues yo, a mi vez, «lo entrego todo y me entrego todo cuanto soy por Vos»: Libentissime impendam et superimpendar pro te (II Cor., XII, 15).

    Para el sacerdote, esta es la manera más práctica y la que está más en armonía con su vocación y su ministerio, para conservar siempre su alma abierta al influjo santificador de la gracia.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

OCTAVA MEDITACIÓN

 

LA VIRTUD DE LA RELIGIÓN

 

    No hay en el seno de la Iglesia práctica alguna de virtud que no se derive de la gracia de Jesucristo. Él es el modelo, la causa meritoria y la fuente viva de toda perfección espiritual. La santidad que tienen los miembros les viene de la plenitud de gracia de su cabeza: De plenitudine ejus omnes nos accepimus (Jo., I, 16). Todas las virtudes de Jesús: su amor al Padre, su entrega a los hombres, su obediencia, su castidad, su paciencia se perpetúan en las distintas vocaciones generales y particulares que florecen en la Iglesia y en el corazón de los discípulos que tratan de imitar a su divino Maestro.

    Esta admirable variedad de gracias viste de hermosura al Cuerpo Místico. La Esposa del Salvador, dice la Escritura, «está ataviada como una reina»: Astitit regina a dextris tuis in vestito deaurato circumdata varietate (Ps., 44, 10). La vestis deaurata de la Esposa simboliza la gracia santificante que se extiende por toda la Iglesia; la variedad de los atavíos son las diferentes virtudes que emanan de Jesús y brillan en sus miembros. La santidad de Jesús permanece siempre viva en su Cuerpo Místico.

    Detengámonos a considerar una de las virtudes que impregnó, a lo largo de su vida, todas y cada una de las acciones de Jesús: la religión del Padre.

    Todo ministro de Cristo debe tener siempre esta disposición de espíritu, porque, en virtud de su ordenación, ha sido consagrado, como Jesús, «a las cosas que conciernen al Padre» (Lc.,II, 49), a los intereses del reino celestial entre los hombres. Esta orientación religiosa debe dejar la impronta de su gracia interior en cada uno de sus movimientos, santificando su vida y haciendo que sea realmente sacerdotal.

    Todo cristiano, y especialmente el sacerdote, debe practicar la religión sobrenaturalmente. No es que desconozcamos el valor moral de la virtud de la religión. Sabemos que fundamentalmente es fruto de la recta razón y de la ley natural; pero también es cierto que solamente a la luz de la fe es como el hombre llega a tener un perfecto conocimiento de la soberanía de Dios, de la inmensidad de sus beneficios y de la obligación que tiene de rendirle homenaje. Por eso es verdad que la virtud de la religión encuentra su más sólido apoyo en la fe.

    Además, la caridad debe ser el principio dominante en el culto que el cristiano tributa a Dios. Ella es la reina de las virtudes y la que estimula e inspira todas sus actividades. En el alma bendita de Jesús, el amor ocupaba la primacía, como nos lo reveló Él mismo en el momento de ofrecer el acto religioso por excelencia, el sacrificio de la cruz: Ut cognoscat mundus quia diligo Patrem… sic facio (Jo., XIV, 31).

    Lo mismo debiera decirse de nosotros. De la misma suerte que la gracia se injerta en la naturaleza, la santifica y prevalece sobre ella, así también la caridad domina todo el ejercicio de la virtud de la religión y ennoblece y sobrenaturaliza todos sus actos, sin menoscabo de su carácter particular. El predominio de las virtudes teologales es esencial en la vida cristiana.

 

1.- La virtud de la religión en la economía cristiana

   Cuando Moisés preguntó a Yahvé cuál era su nombre, el Señor le respondió: Ego sum qui sum (Exod., III, 14). La esencia de Dios consiste en que tiene en sí mismo la razón de su existencia. Nosotros, por el contrario, no existimos sino por Él: In ipso… movemur et sumus (Act., XVII, 28). Como criaturas que somos, dependemos de Él absolutamente: Manus tuæ fecerunt me et plasmaverunt me (Ps., 119, 73). El es nuestro Dueño y Señor. La virtud de la religión nos induce a postrarnos ante su infinita majestad para decirle: «Vos lo sois todo, oh Dios mío, al paso que yo no soy nada».

    La religión no debe ser en nosotros un movimiento pasajero, sino una disposición que esté anclada en el fondo del alma; es decir, una virtud que «incline al hombre a reconocer por actos de culto los derechos de Dios como primer principio y último fin de todas las cosas».

    La verdadera noción de la virtud de la religión envuelve una idea de rectitud y de lealtad para con Dios. Por lo mismo que conocemos la trascendencia absoluta del Creador, aceptamos nuestra dependencia y la proclamamos humillándonos ante Él.

    Aunque la virtud de la religión tiene por fin establecer las relaciones que unen al hombre con Dios, no es con todo una virtud teologal, ya que su objeto no lo constituye el mismo Dios. Es una virtud moral que nos induce a rendir el debido homenaje al Señor, pero no por un motivo formal de amor o de complacencia en su bondad, sino porque estamos obligados a someternos enteramente a Él. Al practicar esta virtud, el hombre cumple un deber de estricta justicia, que es un imperativo de su misma naturaleza. El sentimiento de honradez que nos impulsa a satisfacer a Dios la deuda de justicia que para con Él tenemos, será siempre uno de los motivos más legítimos de nuestra conducta.

    Veamos cómo la Iglesia proclama todos los días esta verdad. En nuestra liturgia, que es tan sobria, está medido el significado de todas y cada una de las palabras que se emplean. ¿En qué motivo insiste la Iglesia, al principio del Prefacio, para inducirnos a proclamar el agradecimiento que debemos a Dios? En «la lealtad, la justicia y la equidad» de este acto religioso: Vere dignum, justum, æquum… nos tibi semper et ubique… Sea cual sea la solemnidad que se celebre, siempre es la misma la razón fundamental que invoca la Iglesia para estimular el agradecimiento de nuestra alma.

    Observad al mismo tiempo la expresión que se emplea en el ordinario de la Misa para designar la actitud que debemos adoptar ante el Señor. La Iglesia la llama «servicio»: Hanc igitur oblationem servitutis nostræ…, y más adelante: Placeat tibi, sancta Trinitas, obsequium servitutis. Somos siervos de Dios. Me replicaréis que también somos sus hijos. Pero os diré que el hecho de nuestra adopción no impide que sigamos siendo lo que somos por naturaleza: siervos.

    Todo hombre, y más el sacerdote, debe mantener en su alma la íntima resolución de entregarse con generosidad al cumplimiento de aquellas prácticas que tienen por fin el rendir homenaje a Dios. A esta voluntad que está pronta para cumplir con los deberes del culto, Santo Tomás la llama «devoción»: Voluntas quædam prompte tradendi se ad ea quæ pertinent ad Dei famulatum… ad opera divini cultus [Sum. Theol., II-II, q. 82, a. 1].

    El amor de Dios dispone maravillosamente a los cristianos, hijos adoptivos, para practicar esta «devoción», es decir, para entregarse con fervor al servicio de Dios.

 

    ¿Cuáles son los actos por los que se practica la virtud de la religión?

    El más fundamental de todos es la adoración, que consiste en la completa humillación del hombre que reconoce su nada ante la soberana majestad de Dios. Adorar es mirar a Dios y anonadarse en su presencia.

    La ofrenda del sacrificio es, por excelencia, el acto público y social de adoración, porque la inmolación o la destrucción de una cosa sensible, hecha en homenaje a Dios, es el reconocimiento del dominio supremo que tiene el Señor sobre los seres, sobre la vida y sobre la muerte. Por su misma significación y por la intención que lo anima, esta acto es esencialmente latréutico, o lo que es lo mismo, adorador y sólo a Dios se le tributa.

    El elemento exterior del sacrificio tiene un valor simbólico. Como dice San Agustín, es un signo sensible que expresa los sentimientos íntimos del corazón del hombre cuando rinde culto a Dios: Sacrificium visibile, invisibilis sacrificii sacramentum [De civitate Dei, X, 5. P. L., 41, col.282]. El elemento espiritual e interior constituirá siempre la parte más importante de la ofrenda del sacrificio y de todo acto inspirado por la virtud de la religión. En la emisión de los votos, en la prestación de un juramento, en toda alabanza y oración vocal, las palabras y los gestos empleados tienen por objeto manifestar externamente los pensamientos y las intenciones religiosas del alma. Si no existiera acuerdo entre las palabras y los pensamientos, los actos externos no pasarían de ser una ficción desprovista de todo sentido y valor.

    Para que podamos comprender mejor aún la capital importancia que tiene la virtud de la religión en la vida espiritual, debemos hacer observar que es misión suya la de ordenar todas las obras buenas del hombre –cualquiera que sea la virtud particular de la que inmediatamente dependen– para que rindan al Señor el homenaje del culto que le es debido. Por eso escribió el Apóstol Santiago: «La religión pura e inmaculada ante Dios Padre es visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones y conservarse sin mancha en este mundo» (Jac., I, 27). De la misma suerte, la guarda fiel de la castidad, el cumplimiento de los deberes de estado y cualquiera otra práctica virtuosa se convierten en verdaderos actos de culto, si la virtud de la religión nos induce a ofrendarlos a Dios.

    En el Antiguo Testamento, como sabéis, el temor constituía el principal fundamento de la virtud de la religión. Solamente una vez al año, y después de haberse purificado con múltiples abluciones, entraba el sumo sacerdote en el santuario y pronunciaba, sobrecogido de temor, el nombre de Dios. Era la religión de los siervos.

    Pero Jesucristo nos ha concedido que seamos por gracia lo que Él es por naturaleza: hijos. Nuestro Creador se ha dignado adoptar como hijos a los que éramos sus siervos. Esta es la maravilla de las maravillas. La práctica de la virtud de la religión que exige el más profundo respeto para con Dios se une en nuestra alma a las confiadas expresiones del amor filial.

    Lo que distingue a las dos Alianzas es el predominio del amor que impera en la Alianza que Cristo selló con su sangre. Aún conservando su carácter propio, en el alma del cristiano la virtud de la religión es elevada por la caridad sobrenatural, con lo que adquiere una nueva excelencia: el valor que le añade el amor.

    ¡Qué felicidad supone para nosotros saber que Dios, que es nuestro Dueño y Señor, es también con toda verdad nuestro Padre! Como tal, merece a un tiempo nuestro más profundo respeto y nuestro más encendido amor.

 

2.- La religión de Jesús

    Al encarnarse, el Verbo, que continúa siendo Dios, se hace criatura y comienza a tributar al Padre una gloria enteramente nueva. En su naturaleza divina, in forma Dei (Philip., II, 6), el Verbo, que es el esplendor y la gloria del Padre, se refiere enteramente a Él; en su naturaleza humana, in forma servi (Ibid., II, 7), su alma se sentía arrebatada por el movimiento de alabanza que es propio de la segunda persona divina. La vida del Verbo se refiere totalmente al Padre, est tota ad Patrem. De la misma suerte, la vida humana de Jesús está enteramente consagrada a Él: Ego vivo propter Patrem (Jo., VI, 58). El Salvador se sirvió de todas sus humillaciones para rendir culto al Padre, practicando así de una manera eminente la virtud de la religión.

    Como bien podéis comprender, Jesús, en cuanto Verbo, no puede humillarse ante la majestad del Padre, sino que la glorifica como su igual: «Yo y el Padre somos una sola cosa» (Jo., X, 30). Pero en cuanto hombre, dirá: «El Padre es mayor que Yo» (Ibid., XIV, 28). Y para glorificar al Padre en nombre de la humanidad pecadora, no solamente podrá adorar, sino también expiar, sufrir, ser inmolado y ofrecido en sacrificio.

   

    El espíritu de religión del Hijo de Dios es incomparable.

    Su primera característica y su primera excelencia es la de ser eminentemente sacerdotal.

    En cada una de sus acciones, el Salvador tenía conciencia de ser «el Sacerdote universal de la gloria del Padre», catholicum Patris sacerdotem, según la acertada expresión de Tertuliano[Adversus Marcionem, IV, 9, P. L., 2, col. 406]. Cristo fue elevado a esta dignidad en virtud de su encarnación. Al decir: «Yo glorifico a mi Padre»: Ego glorifico Patrem (Jo., VIII, 49), quería darnos a entender que lo hacía en su calidad de sacerdote que tenía la misión de rescatar al mundo por medio del sacrificio de la cruz. La oblación de esta inmolación sagrada constituía el supremo homenaje de religión.

    Pero la redención no era a los ojos de Jesús una obra exclusivamente suya, sino que la estimaba como la realización temporal de un designio de la misericordia eterna que había sido concebido y decretado en el cielo. Cristo se reconocía a sí mismo como Sacerdote de la Nueva Alianza y acataba la voluntad del Padre dando exacto cumplimiento al programa que desde toda la eternidad había sido trazado por el consejo divino. Este es, sin duda, el sentido de aquellas palabras de Jesús: «Yo he bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió» (Jo., VI, 38), y de aquellas otras: «¿El cáliz que me dio mi Padre, no lo he de beber? (Ibid., XVIII, 11).

    Esta sumisión absoluta de Cristo a la voluntad del Padre hizo que toda su existencia fuera un incomparable homenaje de religión, según lo testificó Él mismo en la oración sacerdotal después de la Cena: «Yo te he glorificado sobre la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste»: Ego te clarificavi… Opus consummavi quod dedisti mihi ut faciam (Jo., XVII, 4).

 

    Otra de las características de la religión de Jesús consiste en que se derivaba de la visión intuitiva que gozaba su alma.

    Jesús conocía el abismo de la santidad divina y sabía por lo mismo hasta qué punto están los hombres obligados a tributar a Dios el honor y el culto debido. «Padre justo, si el mundo no te ha conocido, Yo te conocí» (Jo., XVII, 25). «Yo le conozco, porque procedo de Él» (Ibid., VII, 29).

    Esta contemplación íntima producía en nuestro divino Maestro una incesante necesidad de anonadarse ante la majestad divina. La actividad de su espíritu consistía principalmente en una inefable adoración. «El que me envió está conmigo» (Ibid., VIII, 29). Tales eran los sentimientos de Jesús. Y este permanente contacto con la divinidad no solamente mantenía su alma en una actitud de profunda humildad, sino que excitaba también en ella la sed de sacrificarse por todos y cada uno de nosotros. Como es fácil de comprender, toda la religión de Jesús tenía su origen en esta mirada interior, que le prestaba una elevación incomparable.

 

    El don de sí mismo nos descubre una nueva excelencia de la religión de Jesús.

    Para que el ejercicio de esta virtud sea perfecto, es menester que, al rendir culto a Dios, nuestra oblación sea total. Por eso Jesús, que había hecho la ofrenda total de sí mismo, consagró al Padre todos los pasos de su vida. «Yo no busco mi gloria, sino la de Aquél que me envió» (Jo., VIII, 50). De acuerdo con el plan divino, toda la existencia de Jesús, desde el taller de Nazaret hasta la última cena, estuvo consagrada a reinvindicar entre los hombres el culto y el amor del Padre. La hora de su sacrificio fue también, sin duda, la de su inmolación suprema; pero, mientras esperaba la llegada de «su hora», Jesús se había ofrecido ya a su Padre como hostia y oblación. Como veis, la religión era el motivo que inspiraba todos los actos de su vida.

 

    Añadid a esto que el corazón de Cristo era un horno ardiente de caridad. Si suspiraba porque «el nombre del Padre sea santificado, porque venga su reino, porque su voluntad se cumpla así en la tierra como en el cielo», ello era, sin duda, debido a que esta glorificación, que en estricta justicia se le debía al Padre, Él la deseaba impulsado por un movimiento de intenso amor de la bondad infinita.

    En el armonioso conjunto de las actividades interiores de Jesús, la caridad ejercía un evidente predominio, y debido a ello, la virtud de la religión alcanzó en Jesús su más cumplida perfección.

    Al leer la Sagrada Escritura, nos damos perfecta cuenta de que este afán de dar al Padre el culto que le pertenece se manifiesta claramente en cada una de las etapas de la vida de Cristo. Como lo hemos visto, ya en el momento mismo de su encarnación, el primer movimiento de su alma fue aquel acto sublime de religión, por el que hizo a Dios la oblación total de su vida (Hebr., X, 5-7).

    La primera palabra que recogen los Evangelios de sus labios infantiles nos habla de la consagración de su vida a la obra y a los derechos del Padre: «¿No sabíais que conviene que me ocupe en las cosas de mi Padre?»: In his quæ Patris mei sunt oportet me esse (Lc., II, 49). Durante todo el tiempo de su vida oculta, siempre estuvo animado por el mismo espíritu de buscar en todo la gloria del Padre. Entonces, como más tarde, en cada momento de su vida se consagró de lleno al cumplimiento de su santísima voluntad: Quæ placita sunt ei, facio semper (Jo., VIII, 29).

    Durante sus coloquios íntimos con Dios, Jesús practicó la virtud de la religión con una perfección extraordinaria. «El Padre, nos dice Jesús, busca adoradores que lo sean en espíritu y en verdad»: In spiritu et veritate (Jo., IV, 23). Y Él es el primero y el más excelente de todos. ¿Quién será nunca capaz de adivinar el misterio de las conversaciones del Salvador cuando pasó cuarenta días dedicado a la oración en el desierto, o cuando se retiraba al monte para pasar toda la noche abismado en la plegaria?: Erat pernoctans in oratione Dei (Lc., VI, 12). La adoración era un movimiento que le brotaba del hondón de su alma.

    Lo mismo en sus predicaciones en las orillas del lago que en la montaña de las bienaventuranzas o en el templo, lo mismo cuando sanaba a los enfermos que cuando confundía a los fariseos, Jesús manifestaba abiertamente que tenía la íntima persuasión de que era Hijo de Dios. Él ha venido a este mundo a enseñar a los hombres a glorificar al Padre y a reconocer su soberanía. Si quiere que «se dé al César lo que es del César», es con el fin de reivindicar con mayor energía los derechos del Altísimo: «Dad a Dios lo que pertenece a Dios» (Mc., XII, 17).

    Si la oblación del sacrificio de la cruz señaló el momento supremo de la vida de Jesús, marcó también la cumbre y el apogeo de su religión. Como Sacerdote de la Nueva Alianza, como Cordero de Dios que carga con los pecados del mundo para hacerse su víctima, sus disposiciones interiores eran «divinamente inspiradas»: Per Spiritum Sanctum semetipsum obtulit immaculatum Deo (Hebr., IX, 14). Su inmolación fue el homenaje más perfecto y el acto de culto más sublime que podrá nunca tributarse a Dios.

    Jamás perdáis de vista que este mismo acto sublime de religión se perpetúa en cada Misa, cuando presentáis a Dios la hostia santa, hostiam puram, hostiam sanctam, hostiam immaculatam. Y que en ella, como en la cruz, Jesús no está solo al hacer su oblación, porque se le une la Iglesia: «Ella es su cuerpo y su plenitud»: Est corpus et plenitudo ejus (Eph., I, 23). Como cabeza del Cuerpo Místico, Jesús nos tiene unidos consigo, y nos hace participar de su inefable religión para con el Padre.

    Es cierto que ahora nuestro Salvador está en el cielo, in gloria Dei Patris. ¡Sea Dios bendito por siempre! Jesús «ha entrado en la gloria» que le pertenece. Pero, sin embargo, su santa humanidad continúa por toda la eternidad en una actitud de profunda adoración ante el acatamiento del Padre.

 

3.- El sacerdote perpetúa la religión de Jesucristo

    La sublime misión que tiene el sacerdote en este mundo consiste en perpetuar este homenaje de reverencia, de adoración y de alabanza, esta consagración de sí mismo a la obra del Padre que contemplamos en el alma de Jesús. Por eso, aún en las circunstancias más insignificantes, todas sus acciones deberán llevar el sello de su sacerdocio.

    Este hábito de vivir constantemente en la presencia de Dios con religioso respeto es de capital importancia en el ejercicio de las funciones sacerdotales. Porque, de esta manera, el sacerdote vive familiarmente con Dios. Si el Apóstol San Juan pudo recostarse sobre el corazón de Jesús, ¿por qué no va a poder hacerlo el sacerdote cuando celebra los sagrados misterios, si su alma esta penetrada de respetuoso amor?

    Pero, por el contrario, su corazón se entibia cuando desfallece la virtud de la religión. Y así ocurre que, cuando está en el altar, permanece distraído, sin luz y sin fervor. El cuarto de hora destinado a la acción de gracias le parece una eternidad, pues no encuentra nada que decir a Jesús. En sus relaciones con los fieles, su celo es apagado. Los que se acercan a él con la esperanza de caldear sus almas con su trato, vuelven desilusionados. ¿Cuál es la causa de todo esto? «La sal ha perdido su fuerza»: Sal evanuit (Mt., V, 13); la gracia de la ordenación está a punto de extinguirse: Lampades nostræ extinguuntur (Ibid., XXV, 8).

    Ya os lo he dicho: cuando falta el espíritu interior, las posturas y los gestos más sagrados pasan completamente desapercibidos y las prescripciones de las rúbricas corren el peligro de no ser otra cosa que mero formulismo.

    Amemos la verdad en todo: Veritatem facientes in caritate (Eph., IV, 15). Nuestra ordenación sacerdotal nos ha consagrado con un título especial a la práctica de la virtud de la religión. Precisamente para cumplir con este fin fue para lo que el carácter sacramental marcó nuestra alma con un sello indeleble: en lo más íntimo de nuestra alma está escrito con caracteres imborrables que estamos consagrados al culto de Dios. Tengamos la sinceridad y la lealtad de considerar lo que somos y de vivir nuestro sacerdocio practicando constantemente la virtud de la religión.

    Os recomiendo a este fin dos prácticas sencillísimas.

    Las virtudes morales se desarrollan en nosotros por medio de la repetición de los actos. El primer hábito que debéis adquirir es el de no empezar ninguna acción sin haberos recogido antes siquiera por un momento para pensar en el valor de lo que vais a realizar. Antes de que os sentéis al confesonario, o de que enseñéis el catecismo, o de que visitéis a un enfermo, deteneos a orar un momento y a considerar la influencia que tienen vuestras palabras y vuestras acciones para el bien eterno de las almas. Pedid al Espíritu Santo que ilumine vuestra inteligencia e inflame vuestra voluntad. Uníos a Cristo, ya que vosotros le reemplazáis en el apostolado con los hombres y sois el instrumento de que se vale para comunicarles la gracia y la salvación.

    Debéis renovar frecuentemente la intención de trabajar únicamente para la gloria de Dios y el bien de las almas, ya que constantemente nos acecha la rutina y es tan fácil que el amor propio se insinúe en nuestras almas disfrazado bajo diferentes pretextos. Basta un momento para hacer una oración jaculatoria o para dirigir una mirada al crucifijo, pero, a poco que nos recojamos, podremos apreciar mucho mejor el alcance divino de nuestros gestos.

    En segundo lugar, señalemos como objetivo de nuestra vida el mismo fin que se propuso el Padre con la obra de la redención: la gloria de su Hijo. El mismo Jesús nos manifiesta cuál fue «el gran designio de Dios»: Hoc est opus Dei, ut credatis in eum quem misit ille (Jo., VI, 29). Quiere el Padre que nuestra vida se consagre a creer en su Hijo, a venerarle, a adorarle como a Él mismo, «para que todos honren al Hijo como honran al Padre» (Jo., V, 23)…, y que «toda lengua confiese que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre» (Philip., II, 11).

    ¿No es este, acaso, el más bello ideal para estimular nuestro esfuerzo de cada día?

   

    En el mismo ejercicio de vuestro sacerdocio, debéis tener una fe viva en el misterio de la gracia que Cristo realiza en las almas por vuestro medio, ya que vosotros obráis in persona Christi. Recordadlo siempre que bauticéis, o administréis la extremaunción, o recibáis el mutuo consentimiento de los esposos; este pensamiento hará que se conserve en vosotros el espíritu de religión. Pero aún es más necesario en la administración de la penitencia, porque en este sacramento el corazón de Jesús acoge, por vuestra mediación, al pecador arrepentido y le abre los tesoros de su misericordia.

    Pero en el altar es donde principalmente debéis compartir los designios que tiene el Padre de glorificar a su Hijo. En la Eucaristía, Jesús se oculta a nuestras miradas; pero si el corazón del sacerdote está penetrado de la virtud de la religión, ¿no es cierto que manifestará al Señor que está oculto bajo las sagradas especies el mismo respeto que si le viera con sus propios ojos?... Si os fuera dado contemplarlo en toda la majestad de su gloria, como lo ven los ángeles y los santos, ¿no caeríais postrados a sus pies?

    Mirad a la Iglesia. ¿Cuál es la actitud que la Esposa de Cristo exige de los ministros de la Eucaristía? La más profunda veneración: Tantum ergo sacramentum veneremur cernui. Si la Iglesia nos manda que ofrezcamos a Dios los homenajes que le son debidos, ¿qué derechos no tendrá Jesucristo, el Hijo de Dios, a nuestra adoración y a nuestra gratitud? ¿No es, acaso, Él nuestro Salvador, el Jesús de la última cena, de la pasión, de la resurrección, el supremo Sacerdote de quien se deriva nuestro sacerdocio? Y no olvidemos que su humanidad es inseparable del Verbo. El Verbo, engendrado por el Padre desde toda la eternidad, es consustancial a su Padre y no le abandona jamás. Y el Espíritu Santo, que procede del mutuo amor del Padre y del Hijo, los une con una nueva lazada de amor. De esta suerte, toda la Trinidad está presente en la santa hostia.

    La verdadera actitud que debe adoptar el hombre ante el divino sacramento es la de profunda adoración. Este religioso homenaje es la condición necesaria para que Dios nos comunique sus gracias en la Eucaristía.

    Por eso, la Iglesia pone constantemente en nuestros labios esta oración: «Oh Dios…, te pedimos nos concedas venerar de tal modo los sagrados misterios de tu Cuerpo y Sangre, que sintamos continuamente en nuestras almas el fruto de tu redención».

    Fuera de la santa Misa, la virtud de la religión nos impulsa también a venerar a Cristo en el silencio del tabernáculo: «Os adoro devotamente, oh Dios escondido… Mi corazón se os somete enteramente…»: Adoro te devote, latens Deitas… Tibi se cor meum totum subjicit. Jesús vive allí, en medio de nosotros, en toda la plenitud de su poder divino, como en otro tiempo, cuando sanaba a los enfermos y resucitaba a Lázaro. Él está allí, como Hostia viva y vivificante, lleno de la virtud y de las gracias de sus misterios, y principalmente de los misterios de su muerte y de su resurrección. Él nos espera, con toda la inmensidad de su amor, deseoso de comunicarnos sus dones y de introducirnos en el seno de su amistad. No han cambiado en lo más mínimo los sentimientos de misericordiosa bondad para con los hombres que Jesús manifestó en otro tiempo. Creamos firmemente que, bajo las especies sacramentales, Jesús nos ama con el mismo amor que en la Cena, cuando pronunció estas augustas palabras: «Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer»: Desiderio desideravi… (Lc.,XXII, 15).

    Por lo que hace al porte exterior del sacerdote, la virtud de la religión tiende a imprimir en él un carácter de dignidad.

    Así lo recomienda el Concilio de Trento: «Conviene que los clérigos, que han sido llamados a consagrarse enteramente al Señor, ajusten su conducta de tal manera, que siempre se muestren graves, moderados y llenos del espíritu de religión en su porte, en sus modales, en sus gestos, en su modo de andar, en sus conversaciones y en todo cuanto hagan» [Sess. XXII,De reformatione, I]. Todo esto debemos hacerlo sin afectación y con sinceridad.

    En sus miradas, el sacerdote debe evitar toda curiosidad indiscreta. En sus conversaciones, debe comportarse de tal manera, que la elevación y la caridad de su alma ejerzan en derredor suyo una estimulante y bienhechora influencia aún sobre los indiferentes y los incrédulos.

    Cuando celebramos la santa Misa, observemos cuidadosamente las rúbricas, que son las reglas de urbanidad o de etiqueta que impone la Esposa de Cristo en el trato con el Rey de reyes. Mientras celebramos estos misterios, cuya grandeza nos sobrecoge, debemos conformar nuestra conducta a las directivas de la Iglesia. El que obedece a las rúbricas, aún a aquellas que prescriben una simple inclinación, guiado por el respeto que merece el carácter sagrado de los ritos, realiza un acto consciente de religión.

    La fidelidad en el cumplimiento de este deber aumenta el fervor del sacerdote y le preserva del peligro tan frecuente de la precipitación. La excesiva rapidez en las ceremonias y en la pronunciación de las palabras constituye un serio obstáculo para la piedad del sacerdote. Cuando dobláis vuestra rodilla, acordaos de adorar sinceramente al Salvador. Cuando trazáis la señal de la cruz sobre la oblata, y sobre todo cuando la hacéis sobre el cuerpo del Señor, practicad esta ceremonia con profundo respeto. Porque sucede, a veces, que las actitudes que adoptan algunos ministros en el altar nos inclinan a pensar que no tienen espíritu de fe. Por el contrario, cuando las preces litúrgicas se recitan con el debido recogimiento, pero sin excesiva lentitud, cuando el sacerdote guarda la debida reverencia a la santa Eucaristía, este mismo hecho constituye una predicación mucho más eficaz que el sermón más elocuente.

    Y lo mismo podemos decir de las demás funciones litúrgicas. Así, por ejemplo, cuando el sacerdote oficia en un funeral, su porte debería revestir tal dignidad y gravedad, que llevara al ánimo de los asistentes la convicción de que tiene una fe viva en el alcance sobrenatural de los ritos que ejecuta y de las fórmulas que pronuncia.

    Cuidemos escrupulosamente del copón y del sagrario, y tengamos la ilusión de conservar siempre limpios los lugares sagrados. Nunca se dará Jesús por ofendido, por muy pobre que sea una iglesia: Belén, Nazaret y la cruz lo eran mucho más. Pero la pobreza no está reñida con la limpieza y no hay razón alguna que justifique la suciedad. Dios no puede en forma alguna aprobar esta falta de respeto a su Hijo que en la Eucaristía continúa entregándose a los hombres.

    No quiero con esto decir que hay que observar todas y cada una de las rúbricas con una meticulosidad excesivamente escrupulosa. Cuando tengáis una duda, consultad a un sacerdote, a un amigo prudente. Y si algún compañero se toma la libertad de señalaros alguna equivocación o algún olvido que ha observado al veros celebrar la Misa, aceptad de buena gana la advertencia y, si comprendéis que es justa, tenedla en cuenta para lo sucesivo. Mostrad así mismo vuestro agradecimiento a toda invitación que os hagan para todo lo que tenga por fin adiestraros mejor en el cumplimiento de vuestros deberes litúrgicos. Esta gratitud será una señal inequívoca de que la virtud de la religión se mantiene viva en vosotros.

    San Juan Crisóstomo [De sacerdotio, III, 4. P. G., 48, col. 642.] recurre a una comparación para sugerir a los sacerdotes el religioso respeto con que deben comportarse en sus funciones sagradas. Evocando un episodio de la Antigua Alianza, trae a la memoria el recuerdo del profeta Elías en el momento de ofrecer el sacrificio. Puesto en pie, ante el altar cubierto de víctimas, el sacerdote ruega a Dios que haga bajar fuego del cielo para que las consuma y para dar a entender de esta manera que la oblación le es agradable. Todo el pueblo, prosternado e inmóvil, está a la expectativa. Y de pronto, al conjuro de la voz del profeta, el fuego baja de las nubes… «Estas cosas, continúa el santo, nos llenan de asombro y nos maravillan; pero pasemos ahora a considerar lo que al presente se realiza en nuestros altares. No son solamente cosas sorprendentes lo que contemplaremos, sino algo que sobrepasa toda admiración. El sacerdote está en pie ante el altar. No lleva consigo fuego, sino al Espíritu Santo. Durante un buen rato prosigue su oración, pero no para que baje fuego del cielo y consuma las víctimas preparadas, sino para que la gracia divina se derrame sobre el sacrificio, y de esta suerte abrase a las almas».

 

 

NOVENA MEDITACIÓN

 

EL MAYOR DE LOS MANDAMIENTOS

 

    El día de nuestra ordenación, la Iglesia nos confió el cáliz destinado a contener la sangre purísima de nuestro amado Salvador. Y a cambio de esta prerrogativa, nos exigió el sacrificio de mantenernos durante toda nuestra vida en una soledad virginal.

    Para corresponder con fidelidad a nuestra abnegada misión, se requiere un gran amor de Dios.

    Nuestro corazón está hecho para amar. Y es tan imperiosa la necesidad que experimentamos de amar, que no podemos vivir sin satisfacerla. La fuerza del amor eleva nuestra pobre naturaleza hasta el punto de que nos hace sobreponernos al fastidio, al sufrimiento e incluso a la muerte: Aquæ multæ non potuerunt extinguere caritatem (Cant., VIII, 7). Cuanto más rica y capaz de grandes empresas es una naturaleza, más imperiosamente experimenta la necesidad de un amor superior. Si nuestra alma no se consagra generosamente al amor de Dios, se sentirá inevitablemente atraída por las criaturas.

    Convenzámonos de que nada hay en este mundo tan bello, tan poderoso y tan magnánimo como un corazón sacerdotal que esté humilde y plenamente consagrado al amor de Dios. Y hay muchos que así lo están. Pero nada hay más deplorable que el corazón de un sacerdote que cifre todas sus complacencias en el amor ilegítimo de las criaturas. Si el día de nuestra ordenación consagramos nuestros corazones a Dios, no tenemos derecho a profanar nuestro amor, derrochándolo de mala manera.

    Hace falta una gran virtud para mantenerse a la altura que exige nuestra vocación. Y para conseguirlo, debemos procurar entablar una amistad sincera con nuestro divino Maestro, en la seguridad de que, si le somos fieles, Él será nuestro mejor amigo. Nuestros defectos no constituyen un obstáculo para ello, ya que, como es verdadero amigo, no nos retirará su amistad porque conozca nuestros defectos, si le consta que los lamentamos y solicitamos su ayuda para combatirlos.

    Es propio de la amistad establecer el acuerdo entre los corazones: hacerlos concordes. Esto es lo que nos demanda el Señor: que unamos nuestros corazones con el suyo con el vínculo del amor. Si nosotros los sacerdotes rechazamos esta intimidad con el Señor, cometeremos una infidelidad que dejará siempre un gran vacío en nuestra alma.

 

1.- Origen sacramental de la caridad

    La espiritualidad cristiana, aún en grados más elevados, consiste en el desarrollo de los dones divinos que hemos recibido en el bautismo. Y no os debe causar enojo el que os lo repita tantas veces, porque esta doctrina es de capital importancia.

    En virtud de este sacramento, se establece una misteriosa pero real comunión entre la muerte y la resurrección de Cristo y el alma del bautizado. En ésta se opera una muerte y una resurrección espirituales, porque la gracia propia de este sacramento no solamente nos purifica del pecado original, sino que, al mismo tiempo, engendra en nosotros una disposición para morir a todo afecto mundano que sea desarreglado, a todo lo humano que pueda en nosotros oponerse a lo divino.

    La muerte al pecado no es un fin que se pretende exclusivamente y por sí misma, sino que es la condición indispensable para el completo desarrollo de la nueva vida en Cristo: Viventes autem Deo in Christo Jesu (Rom., VI, 11). El Apóstol la define con estas palabras: «Si fuisteis, pues, resucitados con Cristo, buscad las cosas de arriba…, no las de la tierra» (Col., III, 1-2).

    En el misterio de Cristo, que primero fue sepultado para salir luego triunfante de su sepulcro, tenemos un expresivo símbolo del doble aspecto de la gracia bautismal. Pero aún debemos ver algo más que un símbolo. A ejemplo del Apóstol, tengamos siempre una fe viva en la virtus resurrectionis. Al resucitar, Cristo adquirió toda la plenitud de su poder vivificador: Resurrexit propter justificationem nostram (Rom., IV, 25). Al ser glorificado en virtud de los méritos que adquirió por su muerte, se convirtió en la causa eficiente que produce incesantemente en su Cuerpo Místico todas las gracias de justificación y de santidad: Ego sum vitis vera…, vos palmites (Jo., XV, 1, 5).

    A juzgar por lo que sucede a muchos cristianos, pudiera creerse que la gracia del bautismo es una cosa inerte e inoperante; pero lo cierto es que está dotada de un dinamismo maravilloso; pues, en virtud de su misma naturaleza, tiene poder para hacer que el alma se ajuste a la voluntad de Dios, para orientarla a la consecución de su fin sobrenatural y para impulsarla a vivir una vida que esté enteramente dominada por el amor. Es cierto que todo esto no lo realiza de un golpe, ni sin el concurso del hombre; pero también es verdad que el hábito de la caridad, que se infunde en el alma del que se bautiza juntamente con la fe y la esperanza, nos hace capaces de amar a Dios sobre todas las cosas y de ordenar todas nuestras acciones según el espíritu del Evangelio.

    Como veis, la centella de amor que arde en nuestras almas no es fruto de nuestras predisposiciones naturales. Pensar tal cosa, sería olvidar que la caridad forma parte de los dones sobrenaturales que Dios concede a sus hijos adoptivos.

    Tengamos siempre presente que la caridad viene de Dios y nos hace semejantes a Él. Deus caritas est (I Jo., IV, 8): «Dios es caridad». El Padre engendra a su Verbo y le ama. El Hijo, a su vez, contempla al Padre con un amor igualmente infinito, y de esta mutua dilección procede el Espíritu Santo. El ejercicio de la caridad hace que nuestra vida aquí abajo se convierta en un reflejo cada vez más perfecto de la vida divina. «El amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo, que nos ha sido dado»: Caritas Dei diffusa est in cordibus nostris per Spiritum Sanctum qui datus est nobis (Rom., V, 5).

    Por lo mismo que nuestra vida sacerdotal debe estar enteramente consagrada a la gloria de Dios y al bien de las almas, nuestro corazón debe ser el foco de un amor inmenso, que nos tenga a cubierto de los vaivenes de las solicitaciones de nuestra sensibilidad. Si excluimos la acción propia de los sacramentos, no lograremos ejercer influencia alguna sobre las almas sino en cuanto las amamos sobrenaturalmente. Y es que, ¿cómo podremos comunicar a Dios a los demás, si no estamos nosotros mismos unidos a lo que constituye la esencia misma de Dios, es decir, al Amor?

    Es necesario, pues, que nuestra caridad se derive de esta fuente divina y que sea sobrenatural, viril, ilustrada, fundada en la fe y en la Escritura y esté dotada de su misma solidez.

 

2.- Sobreeminencia de la caridad

    Para llegar a una mejor comprensión del papel que juega el amor de Dios, vamos a estudiar cuál es el lugar que por derecho propio le corresponde a la virtud de la caridad en el edificio de la perfección cristiana y sacerdotal.

    Como sabéis, la virtud teologal de la caridad tiene por objeto la bondad suprema e infinita que subsiste en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo. Esta caridad es la que en el cielo embarga de felicidad a los ángeles y a los santos. Mientras vivimos en esta vida, debemos tender hacia ella, amándola por sí misma por encima de todas las cosas, sin límite ni medida. Esta caridad se revela y se comunica a los fieles por medio de Jesucristo, ya que, en su calidad de cabeza del Cuerpo Místico, es el único que puede facilitarnos el acceso al Padre. Entre todos los dones que se derivan de nuestra filiación adoptiva, este es el más excelente y dichoso.

    ¡Cómo debiéramos estimar estar prerrogativa de poder amar a Dios en calidad de hijos suyos!

    Contemplad a Jesús. Su vida interior estaba animada por un amor desbordante, cuyo primer y principal objeto lo constituía su Padre y luego, en el Él y por Él, todos los hombres. Como sabemos, el amor era el móvil de su religión y de su vida de obediencia. ¿No afirmó, acaso: «Yo hago siempre lo que es del agrado de mi Padre»? (Jo., VIII, 29). ¿Acaso su dolorosa pasión es otra cosa que el supremo testimonio que dio al mundo del amor que profesaba a su Padre?: Ut cognoscat mundus quia diligo Patrem (Ibid., XIV, 31).

    Nuestra misión consiste en imitar el ejemplo de Cristo, consagrándonos enteramente a la gloria del Padre.

    Por esta razón, Santo Tomás, en su tratado De perfectione vitæ spiritualis, dice que la santidad no consiste en la mortificación ni en la oración, sino en la caridad. Lo mismo dice San Francisco de Sales: «Cada uno tiene una idea distinta de la perfección: unos la hacen consistir en la austeridad de la vida, otros en la limosna, otros en la frecuencia de los sacramentos. Por lo que a mi respecta, no conozco otra perfección que la de amar a Dios de todo corazón y al prójimo como a sí mismo» [Hamon, Vie, VII, 5].

    ¿Cuál es la razón de esta dignidad tan eminente de que goza la caridad?

    Ante todo, el acto de la virtud de la caridad consiste en el mismo movimiento de la voluntad que tiende hacia Dios para complacerse en Él y por Él. En virtud de su misma naturaleza, este acto es esencialmente unitivo: Amor est vis unitiva [Pseudo-Dionysius, De divinis nominibus, IX]. Sólo por él se realiza la unión afectiva del alma con la Bondad infinita.

    Además, como la voluntad es la facultad soberana del hombre, tiene la hegemonía sobre las demás facultades y controla todos sus movimientos, hasta el punto de que se puede afirmar que toda nuestra actividad consciente y deliberada depende de sus órdenes. Cuando en el fervor de la caridad la voluntad se entrega a Dios, no solamente quiere unírsele ella misma, sino que quiere también someterle todo cuanto se encuentra bajo su imperio. Por eso se dice que la voluntad es la «forma» de todas las virtudes, ya que, gracias a su impulso, el ejercicio de las virtudes se convierte en un homenaje de amor y nos hace acreedores a la vida eterna.

    «El primero y el más importante de todos los preceptos es el de la caridad»: Diliges Dominum Deum tuum ex toto corde… Hoc est maximum et primum mandatum (Mt., XXII, 37-38). Por su consagración al amor, el sacerdote, lo mismo que Jesús, dedica todas sus energías, todos los movimientos de su espíritu y de su corazón a glorificar al Padre.

    La caridad goza, por lo tanto, de la eminente prerrogativa de elevar a Dios toda la actividad de las virtudes.

    Pero es interesante observar cómo por una maravillosa correlación, las demás virtudes teologales y aún las virtudes morales contribuyen al crecimiento y al dominio de la caridad en nuestras almas.

    Como quiera que de no mediar la acción represiva que ejercen las virtudes opuestas, los deseos carnales, el orgullo, la vanidad y las afecciones mundanas se bastarían para frenar el impulso y aún para aniquilar en muy poco tiempo la supremacía de la caridad, es de capital importancia que los hábitos de prudencia, de orden, de exactitud, de justicia, de castidad, de fortaleza, de paciencia y de perseverancia contribuyan al sostenimiento y al desarrollo del amor.

    Si somos conscientes de que hay en nuestro corazón algunos defectos y consentimos en que subsistan sin tratar de desarraigarlos, no nos ha de extrañar que nos hagan caer en innumerables faltas y que, en consecuencia, disminuyan y aún lleguen a extinguir completamente la irradiación de la caridad en nuestra vida.

 

    Sólo un consejo tengo que daros para que logréis aumentar vuestra caridad para con Dios. Y consiste en que os esforcéis con la debida serenidad en que todas y cada una de vuestras acciones las hagáis actualizando lo más posible y en su máxima pureza esta intención: Esto lo hago «para que el Nombre de Dios sea santificado». Si obráis de esta manera, dice el Apóstol, «vuestra conducta será digna del Señor, y le seréis gratos en todo, dando frutos de toda obra buena» (Col., I, 10).

Nos será mucho más fácil todavía percatarnos de la importancia capital de la caridad si recordamos algunas de las grandes verdades teológicas, cuyo conjunto constituye la doctrina esencial de la vida sobrenatural.

    La gracia santificante diviniza el alma y la hace deiforme por la inhabitación de la santísima Trinidad.

    La gracia santificante lleva aparejado consigo el cortejo de las virtudes teologales, que permiten que el cristiano obre de acuerdo con su elevación sobrenatural y establecen en el alma una comunión activa y filial con Dios. Las virtudes teologales hacen que el hombre adopte la actitud debida en presencia del Señor que se le revela (fe), que se le ofrece como objeto de su definitiva felicidad (esperanza) y que se le comunica como suprema Bondad, digna de ser amada por sí misma (caridad).

    Además, la caridad contiene en germen, de alguna manera, todas las virtudes morales infusas. «De la misma suerte, dice San Gregorio, que de la misma raíz proceden las distintas ramas del árbol, así también las diferentes virtudes nacen de la caridad»: Multæ virtutes ex una caritate generantur [Homil. 27 in Evang. P. L., 76, col. 1205].

    Juntamente con la caridad y las virtudes, Dios nos comunica los dones del Espíritu Santo, que son unas disposiciones permanentes que disponen al alma para que pueda responder con docilidad y presteza a las inspiraciones de lo alto.

    Todo este conjunto de gracias tiene su complemento en los frutos del Espíritu divino. Los frutos se manifiestan en el alma cuando los hábitos de la perfección han llegado a su madurez, y son la demostración de que ha llegado ya a su plenitud el desenvolvimiento armonioso y perfecto de las diferentes virtudes. Entre estos frutos, ocupan un lugar preeminente la paz y el gozo espiritual, la benignidad y la mansedumbre.

    Si atendemos a sus manifestaciones, hemos de reconocer que este desenvolvimiento sobrenatural es humano; pero si miramos a la fuente de donde procede, hemos de confesar que es divino. La acción interior de la gracia eleva la naturaleza y todas sus actividades. Por eso, hemos de ver siempre a Jesucristo en el origen de toda esta vida divina.

    En fin, el grado de caridad habitual que a lo largo de nuestra vida hayamos adquirido por nuestros méritos será el que en la hora de nuestra muerte señalará el grado de gloria que nos corresponderá en el cielo. Esta misma caridad, por la que amamos a Dios en el mundo, será la que obrará nuestra unión y nuestra felicidad eternas. Por eso, debemos poner todo nuestro empeño en que se conserve siempre en nuestro corazón, lo más vivo que sea posible, el fuego del amor.

    Cuando llegue el ocaso de la vida, uno de los pensamientos que más amargamente podrán afligir el alma de todo cristiano, y singularmente la del sacerdote, será el de haber sacado tan poco provecho de las riquezas sobrenaturales que siempre había tenido a su alcance.

 

3.- Doble forma de la caridad: afectiva y efectiva

    Pasemos ya a tratar del ejercicio mismo de la virtud de la caridad.

    Como bien lo sabéis, hay dos maneras distintas de expresar el amor: afectiva la una y efectiva la otra. Y lejos de excluirse, estas dos formas de manifestar el amor se ayudan y se complementan la una con la otra. La verdadera caridad, fuente de todos nuestros méritos, las incluye a ambas.

    En su aspecto afectivo, el amor es el primer movimiento del alma que se inclina hacia lo que constituye su bien.

    Cuando, por efecto de la fe, la suprema bondad divina se descubre al espíritu, la caridad que estaba latente se despierta para dirigirse a Dios, y el alma se abre enteramente al deseo de llegar a la unión con Él. Esta caridad sobrenatural es un germen que el bautismo depositó en la entraña misma del corazón del cristiano. En virtud de esta caridad, el hombre se complace en la bondad soberana, tiende hacia ella y desea agradarle. Todos estos movimientos interiores son otros tantos actos de amor afectivo.

   

    San Francisco de Sales, en su magistral Tratado del amor de Dios, insiste, principalmente, en tres de estos movimientos interiores: la complacencia en las divinas perfecciones, la decidida voluntad de alabar al Señor, de servirle y de trabajar por su mayor gloria y, en fin, el amor de conformidad, por el que aceptamos, mediante la perfecta entrega de todo cuanto somos, todo lo que Dios quiera y exija de nosotros.

    Estos actos son esencialmente desinteresados, ya que los realizamos sin esperar provecho ni ventaja alguna para nosotros, sino por pura amistad para con Dios: Caritas amicitia quædam est hominis ad Deum [Summa Theol., II-II, q. 23, a. 1], dice Santo Tomás. La fórmula del acto de caridad que nos da el catecismo, las primeras peticiones del Pater, el Prefacio de la Misa, la invocación Deus meus et omnia y tantas otras jaculatorias tomadas de los salmos o de otras partes nos suministran excelentes ejemplos de actos de caridad afectiva. Pero debéis tener en cuenta que, al amar a Dios por un impulso de pura caridad, podemos y debemos al mismo tiempo aspirar a Él por la esperanza teologal, en cuanto que Dios es nuestro sumo bien, que llena de felicidad y sacia completamente nuestra alma: Tunc me de te satiabis satietate mirifica [Misal, preparación a la Misa, sábado].

    En la práctica, debemos expresar a Dios tanto nuestro amor de benevolencia como nuestro amor de esperanza, ya que ambos sentimientos le son extremadamente agradables, y tanto el uno como el otro tienen la virtud de borrar nuestras faltas veniales, de mantenernos en la unión con Dios y de aumentar nuestros méritos. ¡Dichosa el alma que, en su recogimiento, siente que se despiertan en su seno estos profundos deseos de amor!

    Por grande que sea la utilidad de los actos de amor afectivo, es menester que vayan acompañados de actos de caridad efectiva. Solamente éstos pueden garantizar la sinceridad, la virtud y el valor de los movimientos y de las aspiraciones de nuestra alma. San Gregorio expresa esta verdad con un fórmula concisa y sorprendente: «La mejor prueba del amor consiste en el testimonio de nuestras obras»: Probatio dilectionis, exhibitio est operis [Homil. 30 in Evang. P. L., 76, col. 1220]. Al expresarse de esta manera, el gran doctor no es sino un eco del Evangelio: «Si alguno me ama, guardará mis mandamientos» (Jo., XIV, 23).

    Veamos ahora cuáles son los grados de esta caridad efectiva. El primero de todos consiste en el cumplimiento de la divina voluntad manifestada por los diez mandamientos. Así nos lo demanda el obispo el día de nuestra ordenación: Decalogum legis custodientes.

    Esta sumisión práctica es necesaria para entrar en el reino de los cielos. Sin ella, nada valen los sentimientos, las oraciones y las prácticas piadosas. El mismo Señor es quien lo ha declarado formalmente: «No todo el que dice: ¡Señor, Señor!, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre, que está en los cielos» (Mt., VII, 21). Y esta voluntad encuentra su expresión más auténtica en los diez mandamientos.

    ¿Creéis, acaso, que es inútil recordaros una verdad tan elemental? No tenéis más que abrir el Evangelio para convenceros de lo contrario. Los fariseos guardaban casi todas las prescripciones de la Ley mosaica y, con todo, esta escrupulosa observancia no era del agrado de Dios. Y la razón de ello estriba en que no se cuidaban de cumplir algunos de los preceptos fundamentales del decálogo.

    Lo mismo podría decirse, guardadas las debidas proporciones, del cristiano que se cuidara de cumplir con exactitud sus deberes de piedad, pero que abandonara el cumplimiento de sus obligaciones de justicia. ¿Cómo va a agradar al Señor el que daña la reputación del prójimo, el que se dedica a negocios sucios, el que no paga puntualmente sus deudas, o abandona el cumplimiento fiel de sus deberes diarios?

    Es una práctica muy recomendable la de repasar de vez en cuando en la oración los mandamientos de Dios y examinar si los cumplimos todos y cada uno de ellos, aún en sus más delicadas exigencias, para tratar de someter amorosamente nuestra conducta a la voluntad divina que en ellos se nos manifiesta. Esta práctica constituye un excelente ejercicio de meditación.

 

    El verdadero amor no solamente nos obliga a los preceptos del decálogo y a los mandamientos de la Iglesia que se nos imponen bajo pecado, sino que impulsa también a la práctica de los consejos. Pero esto no de la misma manera que los religiosos, sino de acuerdo con nuestro estado de vida sacerdotal. Digamos, ante todo, que estos consejos no son obligatorios, sino libres. Pero tienen un valor inestimable para el progreso en la vida espiritual, ya que apartan de nuestro camino los principales obstáculos que impiden el pleno desarrollo de la caridad, y tienden a establecer en nuestra alma un grado más elevado de amor divino y nos hacen más agradables a Dios.

    El día de vuestra ordenación contrajisteis especiales obligaciones y aceptasteis grandes sacrificios con el fin de que, al haceros sacerdotes, os hicierais también perfectos discípulos de Cristo. Estas renuncias que entonces aceptasteis tienen suficiente virtud para conduciros a la santidad, a condición de que os dediquéis al cumplimiento de vuestros deberes por amor y no por rutina.

    Al ser elevados a la dignidad del sacerdocio, habéis renunciado, ante todo, a vuestra independencia personal. Habéis prometido obediencia a vuestro obispo. Habéis consentido en acatar sus órdenes y sus orientaciones, aceptándolas como la manifestación de lo que Dios quiere de vosotros. Si a lo largo de toda vuestra vida guardáis con fidelidad este criterio sobrenatural, esta sumisión será un medio eficaz para vuestra santificación y para la fecundidad de vuestro ministerio.

    Habéis emitido con toda libertad el voto de castidad. Todo cuanto sois, lo habéis consagrado a Jesucristo y le habéis dicho: «¡Oh Jesús mío!, yo quiero amaros con todo mi corazón, con un amor exclusivo. Yo renuncio a tener en mi vida otro amor que no sea el vuestro. Yo amaré a mi prójimo ante todo y sobre todo por Vos y en Vos». Este sacrificio supone una gran generosidad y es digno de ser admirado. La promesa que se hace a un hombre es cosa importante; pero, cuando se hace a Dios, reviste los caracteres de cosa sagrada, porque es un acto de culto, un acto de religión que, por lo mismo, es inviolable. Puesto que por amor a Jesús hemos renunciado a la legítima satisfacción de fundar un hogar, no podemos ni debemos entretenernos en evocar pesarosamente la vida de matrimonio, pues esto sería nefasto para nosotros. Renovad con frecuencia en la presencia de Dios vuestro voto de castidad. Cada vez que lo hacéis en medio de las tentaciones y de las resistencias que os opone vuestra naturaleza, ofrecéis al Señor una prueba voluntaria de vuestra fidelidad, que, al mismo tiempo, sirve eficazmente para fortificaros para en adelante.

    Vosotros habéis hecho voto de castidad y promesa de obediencia; pero no habéis hecho voto ni promesa de pobreza. Y, no obstante, este consejo evangélico no os debe ser indiferente.

    Como las condiciones materiales de la vida difieren mucho de una región a otra, no es posible establecer reglas que sean aplicables a todos indistintamente. Pero se puede, sin embargo, y sin temor a excederse, recordar la necesidad que todos tienen de estar siempre precavidos contra dos tendencias que son contrarias a nuestro ideal.            Cuidemos, ante todo, de evitar que se apodere de nosotros una excesiva preocupación por los derechos que percibimos por los ministerios que dispensamos, cortando de raíz todo espíritu de avaricia. ¿No es verdad que los fieles se lamentan y aún se escandalizan cuando comprueban que su sacerdote está demasiado apegado al dinero?

    Que  nadie pueda ver en nuestra vida un excesivo afán de confort y de comodidad.

    ¡Qué grande es el mérito de tantos y tantos sacerdotes que viven una vida modesta y aún austera! Las elocuentes lecciones de Belén, de Nazaret y del Calvario, que ellos tratan de imitar en el tenor de su vida, les asemejan más y más a su divino modelo.

    La fórmula de San Pablo: «Sé pasar necesidad y sé vivir en la abundancia»: Scio… et satiari et esurire, et abundare et penuriam pati (Philip., IV, 12) expresa cuál es la actitud que debe adoptar el sacerdote de acuerdo con las circunstancias del momento. No cabe duda que esta ciencia práctica que demostraba el Apóstol era una virtud.

 

    El obedecer por amor a los mandamientos y el practicar los consejos es ya de por sí, como acabo de indicar, un excelente ejercicio de la virtud de la caridad. Más, para llegar a poseer esta divina virtud en toda su perfección, es preciso escalar un grado mucho más elevado: el abandono.

    ¿Qué se entiende por abandono? Una entrega total de sí mismo a Dios, por la aceptación confiada y amorosa de todos los designios ocultos que tiene con respecto a nosotros; una oblación del hombre en manos de la voluntad divina, no sólo para aceptar las penas que le tiene reservadas para el momento presente, sino también para las que tiene deparadas en lo porvenir.

    Esta disposición del alma –la más sublime expresión del amor– supone una fe viva y una ilimitada esperanza en la bondad de Dios, cuya sabiduría dispone los acontecimientos de la manera más apropiada y eficaz para conducirnos a Él.

    ¿Quién de nosotros podría juzgar con certeza lo que le es más conveniente en el orden sobrenatural? ¿Sabemos apreciar siempre debidamente el valor que tienen el fracaso, la tribulación y los sufrimientos para purificarnos, para iluminarnos y para unirnos a Dios? Sólo Él ve el alma con una luz incomparable; sólo Él sabe cómo curarla, libertarla, fortificarla y ayudarla en su marcha. Por el abandono, el hombre acepta la realidad de cada día con sus contrariedades, sus dificultades y sus contratiempos: Dominus est, y acepta al mismo tiempo el porvenir que la Providencia le depare, abrazando ya desde ahora con la mayor confianza todas las incertidumbres del mañana, incluso la hora y las circunstancias de su muerte. Con ello, glorifica al Poder, a la Sabiduría y al Amor de Dios y estrecha aún más fuertemente los lazos que le unen al Padre celestial.

    Como veis, el abandono es la cima de la vida espiritual. Sin él, la caridad no podría elevarnos hasta la entrega total y absoluta de nosotros mismos.

    Gustemos de repetir con el salmista: «Yahvé es mi pastor y nada me falta… Aunque hubiera de pasar por un valle oscuro y tenebroso, no temería mal alguno, porque tú estás conmigo»(Ps., 22, 1-4).

 

4.- Nuestro amor a Cristo

    Nuestra religión interior depende en su mayor parte de la idea habitual que tenemos de Dios. Esta idea es la clave de nuestra vida espiritual y determina la actitud que adoptamos en todas nuestras relaciones con el mundo sobrenatural. Este es un principio ascético de la mayor importancia.

    En la absoluta trascendencia de su unidad, la divinidad comprende en un grado eminente todas las perfecciones. Pero si en Dios todas las perfecciones existen unidas de un modo infinito, no sucede lo mismo con nuestro espíritu. Nuestro pensamiento contempla a Dios sucesivamente bajo diferentes aspectos. Y así sucede que los hombres, al practicar la virtud de la religión, se dirigen a Dios, deteniéndose en la consideración de esta o de aquella perfección.

    En el Antiguo Testamento, Dios se reveló a los israelitas entre los rayos y los relámpagos del Sinaí. Era un Señor que infundía pavor, un Señor a quien había que adorar con la frente hundida en el polvo, un Juez temible. Los hebreos habían recibido, como dice San Pablo, «un espíritu de servidumbre y de temor»: spiritum servitutis in timore (Rom., VIII, 15).

    Hay cristianos tibios que no ven en Dios sino al Todopoderoso, que lo mismo puede castigarles que atender a sus demandas. Si le sirven, es para evitar el infierno o para alcanzar sus dones. Bien se echa de ver que esta vida espiritual es del todo imperfecta.

    Podemos, también, por el contrario, considerar al Señor como a un Dios de amor y servirle con un corazón desinteresado, únicamente por caridad o por amistad. Y así, en el Nuevo Testamento, Jesús nos anima a considerar a Dios en su bondad paternal. El espíritu que nos infunde no es de temor, sino «el espíritu de adopción, por el que clamamos: ¡Abba, Padre!»:Spiritum adoptionis in quo clamamus: Abba, Pater. (Ibid.). Por eso, al tiempo que en el Antiguo Testamento se llamaba a Dios, el Señor, el Dios de las venganzas, el cristiano le llama: Nuestro Padre, el buen Dios, el Amor infinito.

    Pero esta belleza y esta bondad tan puras y tan relevantes, que constituirán nuestro embeleso por toda la eternidad, se encuentran tan afuera del alcance de nuestra inteligencia, que muchas almas creen que son incapaces de despertar el amor, pues les parece que en estas alturas la unión tiene que ser fría y la caridad no puede ser ferviente. Es necesario haber experimentado las profundas purificaciones de que habla San Juan de la Cruz y haber vivido con absoluta fidelidad en la noche oscura de los sentidos y del espíritu, para poder llegar al descanso del amor en este misterio divino. El amor de Dios es tan incomprensible como el mismo Dios, porque Dios es caridad en un grado infinito: Deus caritas est (I Jo., IV, 8).

    El Señor conoce toda nuestra miseria y, a pesar de ello, ha sido tan condescendiente con nosotros, que nos ha salido al encuentro, rebajándose hasta adoptar nuestra misma condición humana. Por eso, el Verbo, al encarnarse, ha tomado un corazón y un amor humano, completamente semejante al nuestro. Su corazón se conmovió con la muerte de su amigo Lázaro, se angustió ante la perspectiva de la pasión, se abatió por la ingratitud de sus apóstoles y, cuando fue atravesado por la lanza en lo alto de la cruz, nos mostró hasta qué punto nos amaba. Su corazón está deseoso de que le amemos, lo mismo que nosotros deseamos amar y ser amados.

    ¿Quién de nosotros, aunque no haya llegado a las alturas de la contemplación, no se sentirá impresionado y confortado a la vista del amor que nos muestra nuestro Salvador en Belén, en el Calvario, en la Iglesia y en los sacramentos y especialmente en la Eucaristía?

    Si el amor del Padre se nos revelaba envuelto en misterio, el de corazón de Jesús se nos manifiesta sensible, palpable, aliviando todas las angustias humanas. El Señor ha querido proporcionar a nuestras almas débiles el apoyo y el consuelo que precisaban para poder superar las miserias de esta vida.

 

    Esto nos explica por qué la Iglesia, a fin de avivar en nuestras almas el amor de Cristo, ha querido, atendiendo a los deseos de su Esposo, proponer a nuestra piedad la devoción al Sagrado Corazón de Jesús.

    Esta devoción consiste en el culto que tributamos a la Persona del Verbo encarnado, considerada en su amor humano, simbolizado por su corazón de carne. Como bien lo sabéis –y permitidme que os recomiende que en vuestras predicaciones insistáis en esto–, todo culto religioso debe tributarse necesariamente a la persona. Pero el corazón de Jesús puede legítimamente ser objeto de culto, y del culto de latría que sólo a Dios pertenece. Y la razón de ello es que, como forma parte de la santa Humanidad, está hipostáticamente unido al Verbo. Por eso, el corazón de Cristo debe ser honrado en la unidad de la Persona divina encarnada: «Es digno de adoración, pero no por sí mismo, sino en cuanto que está unido a la Persona del Verbo, que lo ha asumido inseparablemente»: Adoretur in se, non tamen propter se, sed propter personam Verbi. Esta fórmula teológica, cuyos términos han sido tomados de las obras de San Juan Damasceno y de Santo Tomás, expresa con la mayor exactitud la doctrina de la Iglesia sobre la adoración que le es debida a la humanidad de Cristo [Summa Theol., III, q. 25, a. 2].

    De la misma manera debemos considerar la devoción a las cinco llagas de Jesús. El culto se tributa a la persona de nuestro bendito Salvador, considerado en los sufrimientos que experimentó y en el amor que nos demostró en su pasión. Las santas llagas son el testimonio más expresivo de sus sufrimientos y de su amor. Y esto es lo que nos mueve a venerarlas y a adorarlas; pero considerándolas siempre en la unidad de la persona del Hijo de Dios.

    Como veis, la devoción al Corazón de Jesús, así considerada, es una de las más provechosas. Gracias a ella, se nos revela una profunda verdad de la fe: el misterio de la vida íntima de Jesús, que es todo amor. Las humillaciones de Belén, las bondades de la vida pública, los oprobios del Calvario, la muerte de cruz, el don de la Iglesia y el de la Eucaristía se nos revelan como pruebas inefables de su amor. Si atendemos a la totalidad de su misterio, a la plenitud de sus perfecciones o a la integridad de su mandato, Cristo siempre es caridad. Toda su obra es fruto de la caridad, y no tiene otro fin que encaminar los corazones al amor.

    Ahora comprendemos el grito de San Pablo ante la revelación de estas grandezas: «La caridad de Cristo nos constriñe»: Caritas Christi urget nos (II Cor., V, 14). Y aquella otra exclamación: «Me amó y se entregó por mí»: Dilexit me et tradidit semetipsum pro me (Gal., II, 20). Y aquella solemne profesión de adhesión, como respuesta a este don: «¿Quién nos arrebatará el amor de Cristo?»: Quis nos separabit a caritate Christi? (Rom., VIII, 35).

 

    La devoción al Corazón de Jesús comprende otro aspecto que nosotros los sacerdotes no podemos olvidar, precisamente por el ministerio que ejercemos con las almas.

    Por la encarnación de su Hijo, «el Padre nos ha manifestado su amor misericordioso»: Deus… qui dives est in misericordia, propter nimiam caritatem suam qua dilexit nos… convivificavit nos in Christo (Eph., II, 4-5).

    Es tanta la dependencia que tenemos del mundo de los sentidos, que no nos es posible llegar al conocimiento de lo divino sin apoyarnos en lo humano. Por eso, el Padre ha querido que el amor visible de Jesús sirva para descubrirnos toda la grandeza de las bondades que nos dispensa. Jesús nos dijo: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre»: Qui videt me, videt et Patrem (Jo., XIV, 9). Lo mismo pudiera haber dicho: «El que ha visto mi amor, ha visto el amor de mi Padre».

    Sin llegar a perder de vista el objeto inmediato y sensible de esta devoción, podemos también descubrir, a través del velo de este corazón herido y transverberado, la revelación de la incomprensible caridad que el Padre profesa a todos los hombres: «Tanto amó Dios al mundo, que le dio su Unigénito Hijo» (Ibid., III, 16).

    Este amor del Padre es también propio del Hijo y del Espíritu Santo. Ego et Pater unum sumus (Ibid., X, 30). La Santísima Trinidad es un océano de amor y el amor humano del Corazón de Jesús es su más acabada imagen, la manifestación más adecuada a nuestra debilidad.

    ¿Y cuál es la razón de esta conformidad tan absoluta que hay entre el amor que constituye la esencia de Dios y el amor del corazón de Jesús? No es otra que la unión hipostática, la unidad de persona de nuestro Salvador. En virtud de esta unión de ambas naturalezas en la única persona del Verbo, el Espíritu Santo hace que todas las actividades humanas de Jesús, y en primer lugar su amor, sean elevadas a la dignidad de operaciones del Hijo de Dios.

    Si es cierto que la bondad que Jesús nos demuestra es un eco fiel del eterno amor que Dios nos tiene, ¿no será conveniente que, en justa correspondencia, el objeto de nuestro amor lo constituya esta bondad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo? Quiero decir que, al devolver a Cristo amor por amor, debemos intentar remontarnos hasta el Amor infinito, que es la fuente de donde se deriva todo el amor que Jesús nos tiene.

    Dios quiere, sin duda, que encontremos en el corazón de Jesús el lugar de nuestro descanso, pero quiere, además, que por Él y en Él nos remontemos hasta alcanzar el misterio eterno del amor que está escondido en el mismo Dios.

    Jesús continuará siempre siendo nuestro Mediador. Y por eso precisamente, el amor que profesamos a nuestro Salvador nos enseña a rendir homenaje a la caridad infinita, cuyas profundidades nos permite entrever el corazón de carne: «Para que el Padre sea glorificado en el Hijo»: Ut glorificetur Pater in Filio (Jo., XIV, 13).

    En el Tabor, el Padre dijo, refiriéndose a Jesús: «Este es mi Hijo muy amado…; escuchadle»: Ipsum audite (Mt., XVII, 5). Con estas palabras, no sólo quería el Padre imponernos la obligación de escuchar con docilidad las palabras de Jesús, sino también la de aprender en toda su conducta la revelación del amor divino que de la misma se desprende. «Todo cuanto hace el Verbo encarnado, dice San Agustín, es para nosotros una palabra, una enseñanza»: Factum Verbi verbum nobis est [Tractatus in Joan, 24, P. L., 35, col. 1593]. En el amor que nos manifiesta Jesús debemos ver un reflejo real de la caridad eterna, pues el amor de Cristo es la revelación más estupenda que se ha hecho al mundo del amor eterno.

    Ante el problema del mal y de los sufrimientos que experimenta la humanidad no hay otra respuesta que pueda calmar nuestras angustias sino la contemplación del amor que Cristo nos manifiesta desde la cruz. Es lo único que nos demuestra con indudable certeza, y a pesar de todas las apariencias contrarias, que Dios adopta con nosotros una actitud de insondable amor y de misericordia sin límites.

 

5.- Per Ipsum, cum Ipso, in Ipso

    ¿Cómo lograremos vivir unidos a Cristo?

    Las sublimes palabras del fin del Canon de la Misa nos lo sugieren.

    Per Ipsum. –Los sacerdotes abrigamos la ambición de consagrarnos a Dios en cuerpo y alma en el tiempo y en la eternidad. Los sacramentos del bautismo y del orden realizaron esta consagración e hicieron de nosotros objeto de su posesión y pertenencia. Pero es de suma importancia que renovemos todos los días por un acto voluntario esta donación, pues constituye una prueba de amor muy meritoria. El ofertorio de la Misa y la acción de gracias son los elementos más apropiados para reiterar esta oblación, ya que todo su valor se deriva de Jesucristo, a quien entonces estamos tan unidos.

    Lo mismo puede decirse de la voluntad de reparar las ofensas que se hacen a la divina bondad, por medio de una vida consagrada al servicio de Cristo. El amor nos mueve a unir nuestros sacrificios y trabajos a los sufrimientos y a las expiaciones que experimentó Jesucristo y, gracias a esta unión, nuestras obras y nuestras penas tienen valor para satisfacer por nuestras ingratitudes y pecados y aún por los de los demás. También en este aspecto la Misa constituye la obra de reparación por excelencia. «Él es la propiciación por nuestros pecados. Y no sólo por los nuestros, sino por los de todo el mundo» (I Jo., II, 2).

    Nunca llegaremos a comprender hasta qué punto esta mediación de Cristo sobrenaturaliza nuestra plegaria, nuestro trabajo, nuestros sufrimientos y toda nuestra vida. Jesucristo suple la pobreza de nuestros méritos con la inmensidad de los suyos. No olvidéis nunca que sus méritos nos pertenecen y con mucha más verdad que las cosas de la tierra, porque sus méritos nos pertenecen por toda la eternidad. A través del corazón de Cristo, tenemos siempre abierto el acceso a los tesoros de la gracia. Podemos extraer sin cesar del tesoro inagotable de sus riquezas la luz y la fortaleza que precisamos. Por grande que sea nuestra miseria, siempre tenemos, por mediación de Cristo, el derecho de acercarnos a Dios: Adeamus ergo cum fiducia ad thronum gratiæ ut misericordiam consequamur (Hebr., IV, 16).

    Cum Ipso. –Aunque estamos llenos de imperfecciones y somos una carga pesada, tanto para nosotros mismos como para nuestros prójimos, podemos, sin embargo, elegir a Cristo como nuestro amigo, ya que Él nos lo permite, lo desea y aún nos invita a ello.

    Todo nos llama a esta amistad con Cristo: el bautismo, la vocación sacerdotal, la Misa de cada día, su divina presencia en el sagrario. Cada página del Evangelio nos lo repite y cada fiesta litúrgica nos lo vuelve a recordar.

    ¿No es verdad que Cristo se unió en su camino a los peregrinos que iban a Emaús, y enardeció sus corazones? Tengamos una fe viva en que Él camina a nuestro lado por los senderos, a veces tan difíciles, de nuestra vida. Él es nuestro mejor compañero de peregrinación, el amigo que sabe perdonar y cuya amistad nunca se amengua.

    In Ipso. –Estas dos palabras expresan la unión del Cuerpo Místico. Toda la vida de amor del sacerdote debe estar sostenida por una fe viva en la maravillosa unidad que se realiza en Cristo. Cuando celebramos la Misa, debemos recordar que ofrecemos el sacrificio en el seno de esta plenitud que es la Iglesia, y que la plegaria que hacemos la hacemos en su nombre. Siempre que administramos los sacramentos, o predicamos, o ejercemos cualquiera otra obra de caridad, tengamos presente que debemos realizar nuestro apostolado como dispensadores fieles, en estrecha unión con la Cabeza de este cuerpo y para provecho de sus miembros.

    Pero el medio por excelencia para permanecer in Christo es la comunión eucarística, ya que por ella el sacerdote se une a Cristo de la manera más íntima que es posible al amor: «El que come mi carne… está en mí y Yo en él» (Jo., VI, 56). Además, después de la comunión, continúa viviendo bajo la influencia de las irradiaciones del corazón de Jesús, como envuelto en la atmósfera de su amor y de su gracia. Esta permanente y constante unión a Jesús hará que el sacerdote participe abundantemente de los frutos del don divino: «El que permanece en mí y Yo en él, ése da mucho fruto» (Jo., XV, 5).

    El ministro de Cristo que haya trabajado y sufrido con estas disposiciones, verá venir a la muerte sin sentirse angustiado. Como ha vivido in Christo, exhalará su último suspiro apoyado en los brazos de Jesús y recostado en su corazón. Su muerte y sus dolores se unirán a los de Cristo y serán como absorbidos por los de Cristo y los méritos del Salvador serán su riqueza y su esperanza. Y podrá decir con Cristo: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc., XXIII, 46).

 

    Nuestra verdadera alegría consiste, pues, en orientar nuestra alma hacia la vida sobrenatural. Salomón llegó a paladear en el lujo de sus palacios todas las satisfacciones que le podían brindar todos los placeres, pero, al cabo, no encontró sino sinsabores: «Vanidad de vanidades» (Eccles., I, 2). Cuando el alma se entrega apasionadamente a las satisfacciones humanas, pronto llega a experimentar su vacío. Los placeres que disfrutamos saliéndonos del orden establecido por Dios producen en el corazón un sentimiento de vacío total. Por eso, en las ciudades que son conocidas como lugares de placer es donde el hombre más experimenta la futilidad de la existencia y donde la estadística de los suicidios alcanza cifras más elevadas.

    La única alegría profunda y duradera de esta vida consiste en la unión con Dios. Si esto es cierto para todos, para el sacerdote lo es mil veces más. Aunque pretendiera saciar su sed de felicidad bebiendo en otras fuentes, nunca conseguiría calmarla sino en la caridad, puesto que su corazón esta consagrado a Cristo.

    El que posee a Jesucristo, le hace una afrenta si echa de menos las satisfacciones que ofrece el mundo y abre su alma a los deseos vanos y a la tristeza. Es como si le dijera: «Señor, no me bastáis». ¡Y Jesús lo es todo para nosotros!

    Hemos sido creados para la felicidad, y tendemos necesariamente a su consecución. No estamos equivocados cuando nos lanzamos a su conquista. Pero nos equivocaríamos de medio a medio si nos imagináramos que la vamos a alcanzar allí precisamente donde no la podremos encontrar. Dios quiere ser ya desde ahora el objeto de nuestra alegría, y esto por una libre elección nuestra que debemos renovar constantemente.

    Son muchos los grados del amor y de la santidad, y no debemos conformarnos con vivir una vida mediocre. Sino que, por el contrario, debemos procurar que, bajo la acción del Espíritu Santo, «la llama de la caridad eterna se avive sin cesar en nosotros»: ¡Accendat in nobis Dominus ignem sui amoris et flammam æternæ caritatis!

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

DÉCIMA MEDITACIÓN

 

HOC EST PRÆCEPTUM MEUM

 

1.- Actitud de Jesús para con los hombres: el don de Sí

 

    «Al nacer se da como amigo; en la Cena como alimento; en la muerte como rescate; en su reino como recompensa»: Se nascens dedit socium, convescens in edulium, se moriens in pretium, se regnans dat in præmium [Himno Verbum supernum].

    Observad cómo en este texto litúrgico la expresión se dedit… se dat… se repite constantemente, ora expresamente, ora sobreentendida.

    Es que esta palabra expresa de una manera perfecta cuál fue la actitud de Jesús para con los hombres durante los días de su vida mortal y cuál es la que observa actualmente desde el cielo. Jesús se da constantemente y se comunica sin reserva alguna; se entrega totalmente; y esto lo hace siempre en toda la plenitud de su amor.

    Desde que hizo su aparición en el mundo, tanto los pastores como los magos y el anciano Simeón se dieron perfecta cuenta de que estaba allí por ellos y para ellos. A los apóstoles, a los enfermos, a las masas de Galilea, Jesús se les revelaba como si no se perteneciese a sí mismo. ¿Acaso no fue enviado a los hombres para ser el pastor que da la vida por sus ovejas? Y el bautismo que con tanto deseo ansiaba, ¿no era, acaso, la ofrenda completa de sí mismo hasta llegar al derramamiento de toda su sangre? Baptismo habeo baptizari, et quomodo coarctor usquedum perficiatur (Lc., XII, 50). En su pasión, Jesús se entregó con todo el fervor de su amor: el Crucifixus etiam pro nobis que proclama nuestro Credo no fue en su corazón un pro nobis lánguido y apagado.

    San Bernardo, que recibió de lo alto las luces que le permitieron contemplar el misterio del don que de sí mismo hizo Jesús a favor de los hombres, resume todo este misterio en la siguiente frase: «Se entregó todo entero por mi bien, se gastó enteramente para mi provecho»: Totus siquidem mihi datus, et totus in meos usus expensus [Sermo III in Circumcisione. P. L., 183, col. 138].

    Pero vosotros sabéis tan bien como yo que esta comunicación de amor continúa realizándose en el seno de la Iglesia. Y es a vosotros, los sacerdotes de Cristo, a quienes incumbe este augusto ministerio, pues por vuestra ordenación habéis sido destinados a dar a Cristo al mundo. Esta es la razón de vuestro sacerdocio: sacerdos quiere decir «el que da las cosas sagradas». ¿Y hay, acaso, algo más sagrado que Jesucristo?

    El alma bendita de nuestro amado Salvador tenía constantemente una doble mirada de amor: una orientada hacia el Padre, para cumplir siempre su voluntad; otra que comprendía a todos los hombres. Por eso, en la santa Misa, Cristo se ofrece, ante todo, a la gloria del Padre y en esto consiste el fin principal del sacrificio. Y luego se da como manjar a todos: a los «buenos», a los que se acercan por rutina, a los tibios e incluso a los «malos»: Sumunt boni, sumunt mali [Secuencia Lauda Sion].

    A nadie rechaza: Accipite et comedite (Mc., XXVI, 26). En virtud de este amor, perpetúa en su Cuerpo Místico la total entrega de sí mismo que consuma su misión redentora.

    En tanto somos agradables a Dios en cuanto que nos asemejamos a su Hijo Jesús. Cristo se ofrece a su sacerdote como modelo perfecto de caridad, especialmente en su sacrificio. Al bajar del altar, el sacerdote debería estar dispuesto, a semejanza de su Maestro, a entregarse sin reservas por el bien de los hombres. ¡Quiera Dios que el sacerdote consagre a los hombres su tiempo, sus fuerzas, su vida, hasta dejarse comer por ellos!

    Si es verdad que compartimos con Cristo la cura animarum, ¿no nos sentiremos obligados a tener conciencia de nuestras responsabilidades en el redil de Cristo? Sea cual sea nuestro cargo: coadjutor, párroco, profesor, superior de una congregación religiosa u obispo, es necesario que nos olvidemos de nosotros mismos y, a ejemplo del buen Pastor, nos entreguemos sin cesar al bien de los demás. Así es como nuestra vida será en extremo agradable a Dios.

    El celo de San Pablo nos servirá de ejemplo. ¿Cuál es el manantial del ardor del Apóstol? El amor que Cristo le tuvo. «La caridad de Cristo nos constriñe»: Caritas Christi urget nos… (II Cor., V, 14). La contemplación de la entrega absoluta que de sí mismo hizo el Salvador le hacía imposible el vivir para sus propios intereses, y le forzaba, por así decirlo, a vivir, «no para sí mismo, sino para Aquél que murió y resucitó por él» (Ibid., V, 15). Por eso, exclama en un arranque magnífico: Libentissime impendam et superimpendar ipse: «Yo de muy buena gana me gastaré y me desgastaré hasta agotarme por vuestra alma» (Ibid., XII, 15).

    El día de vuestra ordenación, Cristo os eligió: Ego elegi vos, para que deis fruto: ut fructum afferatis (Jo., XV, 16). Si el sacerdote no está poseído de un ardiente deseo de conquistar las almas y solamente se preocupa de sus negocios personales, anda muy equivocado. Si hubiera elegido la vida seglar, podría haberse dedicado a la ciencia, a la política, a los negocios, sin preocuparse de consagrar su vida al bien de las almas; pero una vez que se ha hecho sacerdote, pro hominibus constituitur in iis quæ sunt ad Deum (Hebr., V, 1), la única razón de su existencia es elevar a los hombres hacia Dios para darles a Jesucristo y todo su celo debe encaminarse a este único fin.

 

2.- La caridad nace de Dios

    El amor del prójimo, tal como nos lo enseña el Nuevo Testamento, se deriva de una virtud sobrenatural: la caridad.

    Dos grandes prerrogativas caracterizan a esta virtud: porque, por una parte, es un don de Dios, una participación del mismo amor con que nos ama; y por la otra, el que practica el amor del prójimo no sólo ama al hombre, sino que en él ama también a Jesucristo, puesto que, al amar a sus miembros, a Él es, sobre todo, a quien amamos.

    La primera de estas prerrogativas es uno de los temas más admirables de la doctrina de San Juan: «Carísimos, amémonos unos a otros, porque la caridad procede de Dios, y todo el que ama es nacido de Dios» (I Jo., IV, 7). Según lo que dice San Juan, la caridad se nos concede por una comunicación divina; y al mismo tiempo que nace en el alma, la une a Dios y la hace semejante a Él. Y añade San Juan que «Dios es amor, y el que vive en amor permanece en Dios y Dios en él» (Ibid., 16). Es tan íntima la relación que existe entre el amor de Dios y del prójimo, que el mismo mandamiento los prescribe ambos: «Nosotros tenemos de Él este precepto, que quien ama a Dios ame también a su hermano: Hoc mandatum habemus a Deo ut qui diligit Deum diligat et fratrem suum (Ibid., 21). Por consiguiente, el amor del prójimo está comprendido en el mismo precepto de la caridad.

    Esta misma verdad la expresa la teología con su lenguaje técnico, cuando afirma que un mismo y único hábito de caridad, unico habitu, basta para que el cristiano pueda amar sobrenaturalmente tanto a Dios como a su prójimo.

    Si esta maravilla es posible, es porque, por su unión con Dios, el alma se conforma necesariamente con Él y por eso adopta interiormente su misma postura para con el prójimo. El alma amará a los demás porque Dios los ama y de la manera que Dios los ama, deseando que glorifiquen al Señor y encuentren en Él su propia felicidad de acuerdo con los planes de la Providencia.

    La caridad cristiana difiere esencialmente de la filantropía natural, pues si bien es verdad que la filantropía puede ser benéfica y digna de elogio, pero, con todo, no ama al prójimo con el fin de llevarle a Dios, ni «como Dios le ama»: sicut dilexi vos (Jo., XIII, 34). La filantropía se limita a esta vida, al paso que la caridad mira a la eternidad. La filantropía solamente tiene en cuenta los puntos de vista y los motivos puramente humanos; y la caridad, por el contrario, es esencialmente sobrenatural. El mismo movimiento que impulsa al alma hacia la Bondad infinita, la inclina a la generosidad y al amor sacrificado para con los hombres. Por eso dice San Juan que: «Si alguno dijere: Amo a Dios, pero aborrece a su hermano, miente»: mendax est (I Jo., IV, 20).

    En manifiesta oposición a la ley del talión, Jesús orienta a las almas hacia la plenitud de la caridad: «Si alguno te abofetea en la mejilla derecha, dale también la otra; y al que quiera litigar contigo para quitarle la túnica, déjale también el manto. Y si alguno te requisa para una milla, vete con él dos» (Mt., V, 39-42).

    Este ideal es tan propio y exclusivo del código de la Nueva Ley, que Jesús llamó «su precepto» a la caridad para con el prójimo: Hoc est præceptum meum… (Jo., XV, 12). «Esta es la señal que demostrará que sois mis discípulos»: In hoc cognoscent omnes quia discipuli mei estis, si dilectionem habueritis ad invicem (Ibid., XIII, 35).

    ¿Dónde encontraremos la medida exacta y el modelo perfecto de este amor? En el corazón de Jesús. Todo el amor que Jesús manifestaba a los hombres era una derivación del que profesaba a su Padre: Quia tui sunt (Jo., XVII, 9). El querer humano de nuestro amado Salvador se unía de un modo perfecto al acto inmutable de la eterna dilección con que Dios, en su bondad, ama a los hombres: «Tanto amó al mundo, que le dio su Unigénito Hijo» (Jo., III, 16).

    El amor que nos profesa el corazón de Jesús tiene su manantial, su motivo y su fin en el mismo Dios.

    Además Jesús ha llevado su entrega hasta el extremo de dar su vida. «Él dio su vida por nosotros; y nosotros debemos dar nuestra vida por nuestros hermanos» (I Jo., III, 16). Este amor de Cristo para con los hombres es para nosotros el ejemplo de la caridad que Dios ha depositado en nuestras almas y no dudéis de que Cristo se consume en deseos de comunicar al corazón de sus sacerdotes una chispita de su mismo amor.

    Sólo al corazón le está reservado el privilegio de conmover los corazones. En tanto podremos actuar sobre las almas, en cuanto las amamos. Esta es la única explicación de este extraño fenómeno: se da de vez en cuando el hecho de que hay sacerdotes que cumplen con exactitud sus deberes de piedad, pero que no tienen ningún éxito en sus ministerios. Si se recurre a ellos en momentos de angustia, se revelan como hombres asentados, de vida intachable, pero faltos de un corazón abierto y magnánimo. Y todas las almas, pero especialmente las que se encuentran bajo el peso de un gran sufrimiento o están atribuladas, tienen derecho a que el sacerdote se haga eco de sus penas. Por eso, es necesario que del corazón del sacerdote brote el fuego, el amor y el celo que lleva las almas a Cristo. ¿Qué se entiende por celo? Es el impulso mismo del amor, pero llevado hasta el punto de que el alma sea capaz de contagiar a los demás su mismo entusiasmo. Tal debe ser el fervor de nuestra caridad: desear ardientemente que reine Dios en las almas y en la sociedad. Entonces nuestras palabras consolarán y confortarán a los que a nosotros acudan, entonces combatiremos el pecado, aceptaremos de buena gana las penas, la fatiga, la entrega y el sacrificio de nuestra vida.

 

3.- El amor de Cristo en la persona del prójimo

   La segunda prerrogativa de la caridad cristiana es más admirable aún. Ella suscita en los santos prodigios de abnegación.

    Esta es la verdad espléndida que se ofrece a nuestra fe: Cristo se sustituye en la persona del prójimo, para que, al amar y servir a éste, le amemos y le sirvamos a Él.

    Desde su encarnación, Jesucristo se identifica con cada uno de nosotros, como nos dice San Pablo repetidas veces: «Vosotros sois el cuerpo de Cristo y miembros los unos de los otros»:Vos estis corpus Christi et membra de membro (I Cor., XII, 27). Y añade: «Nadie aborrece jamás su propia carne, sino que la alimenta y la abriga como Cristo a la Iglesia, porque somos miembros de su cuerpo» (Eph., V, 29-30). Si es verdad que pertenecemos a su carne y a sus huesos, ¿no quiere esto decir que somos una misma cosa con Él?

    El Padre nos ve en su Hijo como miembros suyos. Y por esto es misericordioso con nosotros y nos dispensa las riquezas de su gracia. Cuando Dios nos perdona, nos atrae o nos santifica, es propiamente a su Hijo a quien manifiesta esta bondad sin límites.

    ¿Qué se sigue para nosotros de esta identificación con Cristo? Que, cuando nos consagramos los unos al bien de los otros, es a Cristo a quien amamos y servimos en sus miembros. Observad lo que ocurre en la vida ordinaria. Todo lo que se hace a los miembros de alguno, se hace realidad a su misma persona. Así, por ejemplo, si yo tengo un dedo herido y me lo curáis, es a mí, es a mi persona a quien dispensáis estos cuidados, porque el dedo forma parte de mi carne. Lo mismo sucede con los miembros de Cristo, porque forman un todo con Él. Porque Cristo los ha unido a Él, es por lo que nos ha dicho: «Cuantas veces hicisteis eso a uno de mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt., XXV, 40).

    Dios ha establecido esta ley por efecto de su amor y no podremos abrigar la pretensión de cambiarla. En el día del juicio, la sentencia definitiva se pronunciará según hayamos guardado o no el precepto de la caridad para con el prójimo. ¿Cuál será la fórmula de aquel solemne veredicto? El mismo Cristo la proclamó cuando dijo: «Venid, benditos de mi Padre… Tuve hambre y me disteis de comer»… Y los buenos se extrañaran, diciendo: «¿Cuándo te vimos hambriento?» Y el Señor les responderá: «En verdad os digo, que cuantas veces hicisteis eso a uno de mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis». Y el juez dirá a los malos: «Apartaos de mí, malditos». ¿Por qué? ¿Porque no rezamos? ¿Porque no ayunamos? No; sino porque «tuve hambre y sed, estuve triste y abandonado, y no me socorristeis… Cuando dejasteis de hacer eso con uno de estos pequeñuelos, conmigo no lo hicisteis» (Mt., XXV, 34-35).

    Quizá me digáis: ¿Es que no tenemos otros mandamientos que debemos cumplir igualmente para salvarnos? Cierto que sí, pero de nada nos serviría guardarlos si no cumplimos el gran precepto del amor para con el prójimo. Por eso escribió San Pablo: «Toda la Ley se resume en este solo precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo»: Omnis lex in uno sermone impletur (Gal., V, 14).

    Esta identificación de Jesús con los miembros de su Cuerpo Místico que padecen y sufre no puede ser para nosotros una fórmula vacía de sentido, porque expresa una realidad misteriosa, pero que provoca el entusiasmo y engendra la caridad: hacer todo por el prójimo como si se tratase de la misma persona de Cristo.

    Los santos vivieron una vida consagrada al amor, porque creían en el misterio de esta sustitución sagrada. Para San Benito, por ejemplo,  es al mismo Cristo a quien obedecemos en la persona del abad; es al mismo Cristo a quien aliviamos con las atenciones que dispensamos a los enfermos, y a Él servimos cuando prestamos a otros nuestros servicios; y las muestras de respeto de que se rodea el acto mismo de recibir a los huéspedes es un culto que se tributa a Jesús que llega como peregrino [Regla, passim].

    Este mismo espíritu de fe es el que nos impulsa a perdonar a nuestros enemigos. San Juan Gualberto era, antes de su conversión, un altivo caballero de los alrededores de Florencia. Y ocurrió que un día de Viernes Santo se encontró con el asesino de su hermano. El primer impulso de su corazón fue de abalanzarse sobre su enemigo y satisfacer su deseo de venganza. Pero el culpable se hincó de rodillas en medio del camino y puso los brazos en cruz, solicitando el perdón en nombre del crucificado. El futuro santo se contuvo, viendo en el criminal la imagen de Jesucristo. Tocado por la gracia, bajó del caballo y, por amor a Jesucristo, abrazó a su enemigo, aceptándolo como hermano. Conmovido por su propio gesto, entró en una iglesia y, al tiempo que oraba al pie de un crucifijo, vio cómo Cristo inclinaba la cabeza hacia él en señal de amor.

    El que Cristo se sustituya por cada uno de sus miembros no es ninguna ficción, sino una de las más profundas realidades. Cristo vierte en sus miembros la vida sobrenatural, que es su propia vida, la vida de la gracia santificante y de la caridad. Los miembros de su cuerpo le están unidos como los sarmientos a la cepa, formando un todo único.

    Nosotros los sacerdotes gozamos del insigne privilegio de tener en el altar a Cristo en nuestras manos; pero si somos fríos o rencorosos con nuestros prójimos, es al mismo Cristo a quien hacemos objeto de nuestra aversión. «¿Cómo no has de pecar contra Cristo, exclama San Agustín, si pecas contra uno de sus miembros?»: Quomodo non peccas in Christum, qui peccas in membrum Christi? [Sermo 83, 3. P. L., 38, col. 508]. Antes de celebrar, dejemos a un lado, por amor a Cristo, toda susceptibilidad y todo amor propio, arrancado de nuestros corazones todo espíritu de rencilla, dispuestos a otorgar el perdón con generosidad y largueza. Porque es el mismo Jesús quien nos ha impuesto este precepto: «Si te acuerdas de que tu hermano tienen algo contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar, ve primero a reconciliarte con tu hermano y luego vuelve a presentar tu ofrenda» (Mt., V, 23-4). Es como si dijera: Pon primero en orden tus relaciones con el prójimo y ven luego a ofrecer el sacrificio.

    No debéis, por otra parte, esperar el reconocimiento de los hombres, sino que debéis mostraros bondadosos sin exigir retribución alguna. Debéis tener un corazón rebosante de caridad, y el mismo Cristo será vuestro deudor. El os agradecerá todo cuanto hagáis por sus miembros, como si se lo hicieseis a Él mismo. Y como es infinitamente rico, os pagará espléndidamente su deuda. Convenceos de que Dios siempre obra con liberalidad, pues no es un comerciante de limitados recursos. Él os colmará de abundantes bendiciones. «Dad y se os dará, dice el Evangelio; una medida buena, apretada, rebosante, será derramada en vuestro seno» (Lc., VI, 38): Date et dabitur vobis: mensuram bonam et confertam et coagitatam et supereffluentem dabunt in sinum vestrum.

 

4.- Señales de la verdadera caridad

    San Pablo enumera en estos términos las características de la verdadera caridad: «Es paciente, es benigna; no es envidiosa, no es jactanciosa, no se hincha; no es descortés, no es interesada; no se irrita, no piensa mal; no se alegra de la injusticia, se complace en la verdad; todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera» (I Cor., XIII, 4-7).

    Examinemos a ver si descubrimos estas señales en nosotros. En el altar recibimos a Aquél que es la caridad misma. Este contacto divino debiera ir liberando progresivamente a nuestra alma del egoísmo humano.

 

    La verdadera caridad, al decir del Apóstol, es «paciente»:

    Caritas patiens est. –El primer movimiento del hombre, siguiendo el impulso de su naturaleza, es el de sacudir lejos de sí todo lo que le incomodo y, cuando no puede deshacerse de lo que le molesta, se entrega a la murmuración o a la cólera. La caridad soporta en paz la adversidad, el dolor, la injusticia y la injuria. Y es tanto mayor la paciencia con que sabe sobrellevar estas adversidades cuanto su caridad alcanza más súbitos quilates. Nuestro amado Salvador es el modelo perfecto de esta paciencia. Al tiempo que se entregaba por nuestro bien, le escupían a la cara, le golpeaban y le acusaban; pero, a semejanza de un cordero que es conducido al matadero, «no abría sus labios»: Jesus autem tacebat (Mt., XXVI, 63). Y cuando estaba agonizando en la cruz, oraba por nosotros, sin proferir la menor queja.

    La verdadera paciencia va siempre acompañada de la bondad y de la mansedumbre en los pensamientos, en las palabras y en las obras. También de esto nos dio Jesús un sublime ejemplo. Ved con qué palabras más amables acogió a Judas que venía a traicionarle. «Amigo, ¿a qué vienes?» (Ibid., 50), y con qué oración rogó por los verdugos que le crucificaron: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lc., XXIII, 34).

    ¿Cuáles son nuestros sentimientos cuando nos ofenden aún en cosas de poca monta? ¿Nos mostramos indignados y desabridos? ¿Guardamos antipatía o rencor para los que nos han faltado?

    La paciencia nos es completamente necesaria en nuestras relaciones diarias con el prójimo. Ocurre con frecuencia, aún entre sacerdotes, que el trato familiar e íntimo da lugar a molestias y enfados mutuos, a veces aún sin percatarse de ello. Por eso, decía San Agustín: «Somos hombres mortales, quebradizos, débiles y llevamos encima estos vasos de barro, que se achuchan unos a otros. Pero si estos vasos de carne se constriñen, ensanchemos los espacios de la caridad»: Si angustiantur vasa carnis, dilatentur spatia caritatis [Homil. 69 de Verbis Domini, P. L., 38, col. 440]. Aunque lograrais reunir a varios hombres tan santos, que fueran dignos de ser canonizados, para colaborar en un mismo trabajo, es muy posible que se hiciesen sufrir el uno al otro. Procurad, pues, esforzaros en soportar los defectos y aún las extravagancias de los demás, ya que también ellos tienen que sobrellevar las vuestras.

    El mismo Jesucristo, el más noble y el más delicado de todos los hombres, que durante su vida pública vivió en íntimo y constante contacto con sus apóstoles, tuvo que soportar muchas veces las incomprensiones de aquellos rudos pescadores de Galilea. Es cierto que los discípulos amaban mucho a su Maestro, pero no lo es menos que, en más de una ocasión, no entendían ni el significado de sus palabras ni el alto sentido de sus actos.

    ¡Cuán necesaria nos es la paciencia en el ejercicio de nuestro ministerio!: lo mismo en el confesonario que en el catecismo y en el trato con los feligreses indiferentes, tibios y pecadores. Pero tengamos una gran fe en el porvenir, y sembremos la buena semilla con toda paciencia, seguros de que algún día sonará la hora de la gracia.

    Benigna est. –«Si amáis a los que os aman, ¿qué gracia tendréis? También los paganos hacen tanto como eso» (Lc., VI, 32). La caridad, en virtud de su misma esencia, es una fuente de celo que engendra una actividad fuerte y generosa, que hace el bien a todos, aún a los enemigos; pues es benigna, bienhechora y buena para todos. «Vuestro Padre, que está en los cielos, hace salir el sol sobre malos y buenos» (Mt., V, 45). Esta debe ser la norma de nuestra conducta. Hacer brillar el sol no quiere decir otra cosa que proporcionar a todos el consuelo, la ayuda eficaz y la verdadera alegría, acogiendo de igual manera al pecador como al cristiano ferviente, al niño como al anciano.

    A lo largo de toda su vida, Jesús se nos mostró como el modelo ideal de esta bondad. Antes de dar su vida por la salvación de los hombres, hizo entrega de su corazón a cada uno de ellos. Consultad el Evangelio para que veáis cómo se comportaba. Los padres le llevaban sus hijos para que les impusiera sus manos y los bendijese. Y cuando los apóstoles los echaron atrás, el Señor les dijo: «Dejad que los niños vengan a mí» (Mc., X, 14).

    Jesús se mostraba siempre bondadoso con todos los que le manifestaban sus sufrimientos, ¡y qué de milagros hizo para aliviarlos! Verdad es que nosotros no tenemos como Él, poder de curar a los enfermos, pero podemos visitarlos en su nombre, consolando sus penas y animándolos a que sobrenaturalicen sus dolores.

    El buen Pastor conocía a sus ovejas, y llevó sobre sus hombros la oveja perdida. ¡Hermoso ejemplo, que debe estimularnos a conocer personalmente nuestro rebaño y a salir en busca de las almas extraviadas y a tratar con bondad a todos los miserables! Ojala pudiera decirse de nosotros lo que San Pedro proclamaba del divino Maestro: «Pasó haciendo el bien» (Act., X, 38).

    Pero no hay que olvidar que el ministro de Cristo que se consagra al bien de los demás no debe perder de vista el orden que exige la caridad cristiana. Si tiene cargo de almas, sus primeros cuidados los dispensará a aquellos de quienes tiene la responsabilidad inmediata, y aún entre éstos, a las almas más abandonadas y que más necesitan de sus auxilios. El guardar el debido orden en el ejercicio de la caridad no disminuye para nada la verdadera abnegación.

    Cuando el pueblo cristiano descubre en el corazón del sacerdote esta bondad desbordante, suele acudir a él con absoluta confianza en todas las dificultades de la vida. «No hay miedo de acudir a él, suele decir el pueblo; porque puede uno estar seguro de contar con su colaboración incondicional». Podéis creerme si os digo que, cuando el pueblo cristiano teme solicitar los servicios de un sacerdote –aunque, por otra parte, sea fiel a su reglamento de vida, a su meditación y a su examen– es señal inequívoca de que su alma no está plenamente poseída de la caridad de Cristo. El que no abre su corazón al prójimo, tampoco se lo abre a Jesucristo.

 

    La caridad no solamente se manifiesta en las obras, sino también en los pensamientos y en las palabras. Hay quienes son muy inclinados a emitir un juicio desfavorable de los actos y aún de las intenciones del prójimo. Si nos encontráramos en este caso, debemos saber que con ello nos oponemos a la voluntad de Dios y al privilegio que únicamente a Cristo le fue concedido. «El Padre ha entregado al Hijo todo el poder de juzgar» (Jo., V, 22).

    Solamente el ojo de Dios puede ver lo que se oculta entre los repliegues de la conciencia. Él es el único que puede darse cuenta de la parte que hay que atribuir a la ignorancia, a la fragilidad, al atavismo, a la enfermedad y al nerviosismo en las faltas de los demás, y el único que ve el encadenamiento de las causas que predisponen a un alma para que obre mal. Cuántas veces lo que a nosotros nos parece un grave pecado, a los ojos de Dios, que ve todas las circunstancias que han concurrido en el caso, merece un juicio completamente distinto.

    Aún suponiendo que tengáis una gran perspicacia, nunca os creáis lo suficientemente capacitados para apreciar en su justo valor la conducta del prójimo. Nolite judicare ut non judicemini (Mt., VII, 1). Si queréis evitar que el Señor se muestre severo con vosotros, procurad mostraros misericordiosos con los demás. «Si una acción, dice San Francisco de Sales, tuviera cien facetas, debieras mirarla por el lado mejor». Procuremos, pues, no apartarnos de la caridad al emitir nuestros juicios.

    Puede darse el caso de que, fuera del confesonario, el sacerdote se vea obligado en cumplimiento de su ministerio a hacer en público alguna advertencia desfavorable para el prójimo. Cuando llegue ese caso, debe cumplir su deber con firmeza, pero sin entrometerse a juzgar de las intenciones que haya podido tener.

    La caridad está por encima de los puntos de vista y de los criterios humanos. Por eso San Pablo dice tan admirablemente que «la caridad no piensa mal; no se alegra de la injusticia»:Non cogitat malum, non gaudet super iniquitate. Sino que, por el contrario, se alegra de todos los bienes del prójimo.

 

    Caritas non æmulatur. –«La caridad no es envidiosa». Cuando ve que otro disfruta de alguna prerrogativa, el hombre que se deja llevar de sus instintos naturales se siente apesadumbrado, como si sufriera algún menoscabo en sus derechos. Los celos pueden conducir a los más graves desórdenes. Por culpa de ellos, Caín mató a su hermano Abel y los hermanos de José lo vendieron a unos extranjeros. No permitamos que este vicio se apodere de nuestro corazón. Pero no nos extrañemos de que en el fondo de nuestra alma se insinúen algunos ligeros movimientos de envidia, ya que esto es muy humano. Pero no cedamos en lo más mínimo. Los mismos apóstoles de Cristo se sintieron en alguna que otra ocasión envidiosos los unos de los otros. San Lucas nos cuenta que, poco antes de la última Cena, facta est contentio inter eos (Lc., XXII, 24), discutieron entre sí «sobre quién de ellos había de ser tenido por mayor».

    La caridad engendra en nosotros unos criterios diametralmente opuestos: no se entristece por los éxitos de los demás, ni rebaja sus méritos, ni obra solapadamente para perjudicarles; no considera al prójimo como a un rival, ni siquiera como a un extraño, sino que, en la unidad del cuerpo de Cristo, considera al prójimo como a un hermano, como a otro yo. Esto es lo que hacía exclamar al Apóstol: «¿Quién desfallece que no desfallezca yo? ¿Quién se escandaliza que yo no me abrase?»: Quis infirmatur, et ego no infirmo? Quis scandalizatur, et ego non uror? (II Cor., XI, 29). Y añade: «Alegraos con los que se alegran, llorad con los que lloran» (Rom., XII, 15). Hasta este punto eleva los sentimientos del corazón la más excelente de las virtudes.

 

    Caritas nos quærit quæ sua sunt. – «La verdadera caridad es completamente desinteresada, y no busca el propio interés». El sacerdote debe saber que Dios le ha elegido, ante todo, para trabajar por los intereses sobrenaturales del prójimo, sin que en ello pueda buscarse para nada a sí mismo, a ejemplar de San Pablo, que dice: «Me debo tanto a los sabios como a los ignorantes» (Ibid., I, 14).

    Si recordáis la teoría de Hobbes, os daréis más perfecta cuenta del espíritu que informa a la caridad. Este filósofo inglés concibió un estado social en el que cada uno podría reivindicar la totalidad de sus derechos. De ello resultaría fatalmente que los hombres estarían en guerra perpetua, y cada uno vería en sus semejantes a otros tantos enemigos que le disputaban el disfrute de sus ambiciones. Esta teoría constituye la apoteosis del egoísmo. Pero su conocimiento nos es útil, porque nos hace comprender mejor cómo la caridad eleva al hombre por encima de las preocupaciones del propio «yo». El espíritu de la reina de las virtudes sobrepasa los estrechos límites del interés personal. La caridad dilata el alma, haciendo que ame a Dios sobre todas las cosas y que se olvide de sí misma para dedicarse a procurar el bien del prójimo.

    Cuando el hombre vive de este ideal, no está siempre celoso de conservar sus derechos, sino que practica lo que tanto recomienda San Benito: «Nadie busque lo que cree que le es útil, sino lo que es provechoso para los demás»: Nullus quod sibi utile judicat sequatur, sed quod magis aliis. En Irlanda se suele decir, a modo de chanza, en los momentos de pánico: «Cada uno para sí y que el diablo coja al último». Pero debemos preferir la expresión del Apóstol: «Desearía ser yo mismo anatema de Cristo por mis hermanos» (Rom., IX, 3). Esta frase, que rechaza todo egoísmo, es la más acabada expresión de toda la grandeza que encierra la caridad cristiana.

 

    Non est ambitiosa, non inflatur. –«La caridad es humilde». Porque se da sin esperar a cambio la gloria, sin pregonarlo públicamente, sin atribuirse mérito alguno. Esta consagración al bien de los demás, totalmente desprovista de vana complacencia, hace que la caridad cristiana sea en un todo conforme a la de Jesucristo.

    A lo largo de toda su vida, el divino Maestro manifestó su humildad en el ejercicio del amor, pero nunca llegó a ser tan impresionante esta humildad como cuando, poco antes de la última Cena, se arrodilló a los pies de sus apóstoles y les lavó los pies.

    El sacerdote que, en el ejercicio de su ministerio, imita esta humildad del Salvador, «no romperá la caña cascada ni apagará la mecha humeante» (Isa., 42, 3). Aún cuando el cumplimiento de su deber le obligue, a veces, a contradecir, a resistir y a combatir, en todas estas ocasiones se comportará con el comedimiento que el recuerdo de su propia flaqueza y el espíritu de caridad le sugieran.

    Todas estas pruebas de bondad y de amor son otras tantas manifestaciones de esta única y sobrenatural virtud que el Salvador trajo al mundo. Si la practicamos tal como San Pablo la describe, imitaremos la misericordia de Jesucristo, y esta semejanza, por pequeña que sea, hará que nos asemejemos a la caridad del mismo Dios.

    Si de veras amamos al prójimo, le amamos por Él, como Él y por su gracia.

 

5. – La caridad en el ministerio de la palabra

    El sacerdote no solamente da a los hombres las gracias de los sacramentos, sino también la doctrina de Jesucristo. El ha recibido del Señor un ministerium verbi (Act., XX, 24), y tiene la misión de recordar a los fieles las verba Christi. Sea en el púlpito como en el confesonario, lo mismo en la visita a los enfermos que en la enseñanza del catecismo, o aún en la simple conversación, las palabras que brotan de los labios del sacerdote tienen una gran influencia para elevar el nivel de la vida espiritual de los fieles.

    La revelación es un «depósito» precioso, de cuya custodia todos los sacerdotes son en alguna manera responsables. «¡Oh Timoteo!, guarda el depósito a ti confiado, evitando las vanidades impías y las contradicciones de la falsa ciencia» (I Tim., VI, 20). Al ministro de Cristo incumbe la misión de adiestrar a los fieles en la inteligencia de las grandes y fecundas verdades de la revelación. Sacerdotem oportet prædicare, dice el Pontifical.

    «Dios nos habló por su Hijo»: Novissime, diebus istis, locutus est nobis in Filio (Hebr., I, 2). El Verbo es la expresión más acabada de la perfección infinita del Padre y Él mismo, en cuanto hombre, nos ha revelado con un lenguaje humano, adaptado a la limitada capacidad de nuestra inteligencia, los secretos de esta vida divina: Unigenitus Filius qui est in sinu Patris ipse enarravit (Jo., I, 18).

    Por medio de Jesús se han hecho asequibles a nuestra inteligencia los pensamientos de la Sabiduría eterna; y la Escritura y la Tradición son los vehículos por los que se han transmitido al mundo. «Estas palabras son como semillas que trasmiten la vida»: Semen est verbum Dei (Lc., VIII, 11). Verba quæ ego locutus sum vobis, spiritus et vita sunt (Jo., VI, 63).

    Cuando el sacerdote anuncia estas verdades, no habla en nombre propio, sino que es un embajador que habla en nombre de su Señor: Pro Christo legatione fungimur (II Cor., V, 20), y obedece a la orden de Cristo, que dijo: «Id, y enseñad» (Mt., XXVIII, 19). Es el mismo Salvador quien se sirve de los labios del sacerdote para dirigirse al pueblo cristiano (Isa., LI, 16). «Cristo ha orado por todos cuantos acepten su palabra» (Jo., XVII, 20). Todo sacerdote debe decir a semejanza del Apóstol: «¡Ay de mí, si no evangelizara!»: Væ mihi si non evangelizavero (I Cor., IX, 16).

    Los pastores protestantes predican a veces con una convicción, que os admiraría; pero el mal está en predicar sin tener «misión» de predicar. Si nosotros tenemos el deber de hacer llegar a los hombres la palabra de Dios, lo tenemos por un principio de autoridad: Deo exhortante per nos (II Cor., V, 20). Vuestro obispo ha recibido su misión de manos de la Iglesia; y si él os «envía» a enseñar a los hombres las verdades de la revelación, vuestra palabra tiene toda la autoridad de un legado divino: Quomodo prædicabunt nisi mittantur? dice San Pablo(Rom., X, 15): «¿Cómo es posible predicar sin haber recibido una misión sobrenatural?»

    Por lo que respecta a la misma predicación, reflexionemos un poco en las breves pero fecundísimas normas que nos da San Pablo: «Predica la palabra, insiste a tiempo y a destiempo, arguye, enseña exhorta con toda longanimidad y doctrina»: Prædica verbum; insta oportune, importune; argue, obsecra, increpa in omni patientia et doctrina (II Tim., IV, 2).  No vamos a hacer un análisis detallado de estas normas; pero vamos, siquiera, a destacar brevemente algunos puntos.

 

    Ante todo, el Apóstol nos dice: «Predica». –El ministerio de la palabra que el Señor ha confiado a los sacerdotes consiste esencialmente en dar a conocer el mensaje evangélico y el valor de las creencias cristianas: Testificari Evangelium gratiæ Dei (Act., XX, 24). Es indispensable que, para cumplir debidamente su cometido, el sacerdote se apoye en un fondo doctrinal. Para predicar bien hay que ilustrar las inteligencias y conmover al mismo tiempo los corazones.

    Para conseguirlo, debéis procurar alimentar vuestra alma con el manjar de la Sagrada Escritura. «Todo cuanto está escrito, para nuestra enseñanza fue escrito, a fin de que por la paciencia y la consolación de las Escrituras estemos firmes en la esperanza» (Rom., XV, 4). Yo creo que para toda alma que busca a Dios sinceramente le basta con lo que enseñaron el Señor y los apóstoles. Si predicamos a Cristo, siempre será eficaz la inmensidad de sus gracias.

    Se requiere, además, una sólida formación teológica para poder exponer las verdades reveladas guardando la fidelidad debida al lenguaje adoptado por la Iglesia.

    A los sacerdotes jóvenes les aconsejo que, al menos durante los tres primeros años de su ministerio, se tomen el trabajo de escribir sus sermones.

 

    «Insiste a tiempo y a destiempo». – San Pablo nos dice con estas palabras que el celo del ministro de Cristo no debe entibiarse nunca. Que siempre y en todas partes su conciencia le recuerde la misión que ha recibido. Pero, con todo, este ardor debe revestirse de moderación y de prudencia, de tal manera que en su acción cerca de las almas nunca falte el buen sentido. Y aún hay casos en que es menester esperar largos años antes de que llegue la hora de la gracia.

 

    «Arguye, enseña». –No podemos quedar indiferentes ante las faltas morales y los errores doctrinales de nuestros fieles. Y llegará la ocasión de que tengamos que reprochar a nuestros cristianos su mala conducta y ponerles en guardia contra los peligros que corre su fe. Seamos diligentes en el cumplimiento de este deber, pero no seamos de los que, cuando suben al púlpito, no hacen otra cosa que demostrar su descontento y bramar contra todo el mundo. Creen equivocadamente que, con proceder de esta manera, anuncian el Evangelio, cuando la verdad es que les anima un celo lleno de amargura y desabrimiento. Y el Apóstol Santiago nos dice estas tremendas palabras: «La cólera del hombre no obra la justicia de Dios»: Ira enim viri justitiam Dei non operatur (I, 20). Los que así obran no pueden decir que practican el consejo del Apóstol, que nos advierte que debemos predicar in omni patientia.

 

    «Exhorta». –El sacerdote deberá animar a sus fieles a la práctica del bien. No puedo detenerme aquí a exponer las diversas formas que puede revestir esta exhortación. Cada uno debe adaptarse a su auditorio. Pero notemos que las más de las veces la propia convicción del predicador será el argumento más eficaz para estimular a sus oyentes: Nos credimus, propter quod et loquimur (II Cor., IV, 13). Habrá ocasiones en que sea preciso que el sacerdote se dirija a su pueblo para instarle a que cambie de conducta, y es posible que una exhortación apremiante dé mejores frutos que una reprimenda, por muy merecida que sea. Y no faltan almas a las que únicamente se les puede llevar a Cristo por el camino de la bondad; recurramos entonces a su rectitud de corazón.

    Si tal es la grandeza del ministerio de la palabra, fácilmente se comprenderá cuán lejos están de este ideal los que en la conversación ordinaria revelan su amargura y se muestran siempre más dispuestos a criticar que a estimular y a consolar. Hay sacerdotes celosos que se complacen en pintarlo todo de colores oscuros, a quienes nada ni nadie les deja satisfechos y no cesan de criticarlo todo, aunque se trate de los mismo superiores. No lo hacen por maldad, sino por una «extravagancia», por una manía que es preciso corregir. La caridad de Cristo es completamente opuesta a esta tendencia que pone en compromiso la influencia sobrenatural del sacerdocio. En la obra de la educación de los jóvenes, este espíritu de crítica estéril actúa como un disolvente, o perjudica al ardor y a la alegría que les es tan necesaria a los jóvenes para hacer frente a la vida.

    Siempre ha habido reformas en las distintas épocas de la vida de la Iglesia. La relajación de la moral cristiana, los errores dogmáticos y las adaptaciones a las nuevas condiciones sociales las han hecho necesarias. Toda reorganización debe partir de la cabeza y no de los miembros. Estos pueden sugerir y solicitar que se adopte una nueva postura por estimar que así lo exigen las circunstancias; pero nunca deben tomar la iniciativa independientemente de la autoridad establecida.

    Recordad lo que sucedió en el siglo XVI. Era evidente que la Iglesia necesitaba una reforma. Y Lutero, Zuinglio, Calvino y Melancton quisieron cambiarlo todo, sin que para ello hubieran recibido misión alguna. Estos innovadores no eran del todo perversos: así, por ejemplo, Melancton detestaba los excesos de Lutero, y su innegable lealtad merece nuestro respeto. Pero todo este movimiento provenía de abajo, y lo que hizo fue desgajar a pueblos enteros de la unidad de la Iglesia.

    El Concilio de Trento fue quien realizó la verdadera reforma. Se hizo de arriba abajo, de la cabeza a los miembros. Así es como Dios la quería; y como se hizo bajo la inspiración del Espíritu Santo, produjo los mejores frutos.

    Tanto en nuestras palabras como en nuestra conducta, debemos procurar dejar siempre a salvo «la unidad en la caridad». Todo lo que divida, bien sea a la Iglesia como a la diócesis, a la parroquia como a la comunidad, todo lo que disgregue la energía, debemos evitarlo como opuesto al verdadero celo que reclama nuestra condición de sacerdotes.

 Permitidme que, antes de terminar, os recuerde un punto de capital importancia.

    Nemo dat quod non habet. –El que no tiene vida interior no podrá ejercer en las almas una acción que sea fecunda. Nada podremos dar a los demás sino de lo que sobra a la plenitud de nuestra vida espiritual y de la firmeza de nuestra convicciones religiosas asimiladas en la oración y en la meditación: Contemplata aliis tradere, como dice hermosamente Santo Tomás[Summa Theol., II-II, q. 188, a. 6].

    El día de vuestra ordenación, el obispo os dijo en nombre de Jesucristo; Jam non dicam vos servos… vos autem dixi amicos (Jo., XV, 15). Si sois verdaderamente «los amigos íntimos de Jesús», vuestra mayor felicidad debe consistir en aumentar el conocimiento y el amor de Cristo en cada alma rescatada con su sangre. La verdadera elocuencia es fruto de la verdad vivamente sentida y expresada. Si no hay profundas convicciones ni unión con Cristo, podrá hacerse mucha retórica que acariciará deleitosamente los oídos del auditorio e hinchará de vanidad al predicador; pero no se hará más que esto.

Y la razón es clara. Porque, para poder conmover a las almas, es preciso que estemos unidos a Aquél que es la fuente de todo bien y que trabajemos con absoluta dependencia de Él. Nunca se repetirá bastante que nosotros no somos otra cosa que causas instrumentales de la gracia. Y es bien sabido que la causa instrumental no obra sino en cuanto está unida a la causa principal: el pincel puede realizar maravillas, pero a condición de que lo maneje un artista. La santa Humanidad de Jesús estaba «siempre unida a la divinidad». Por eso, en lenguaje teológico se dice que es instrumentum conjunctum divinitati. Por el contrario, nosotros por nosotros mismos somos instrumenta non conjuncta. Esta es la razón de porqué debemos unirnos a Cristo por la fe y el amor, para que se digne obrar Él mismo por nuestro ministerio.

    Nuestra misión es sobrenatural. Cuando encuentran un sacerdote completamente consagrado a su misión, los indiferentes y aún los enemigos de la religión se sienten obligados a venerarle. Mirad al Cura de Ars. Miles y miles de hombres de todas partes se sentían atraídos hacia él. Y todo porque era un santo. Dios lo eligió para hacernos ver hasta qué extremos puede extenderse la irradiación sobrenatural de un sacerdote que, olvidándose de sí mismo, vive enteramente del amor de Dios.

    Recordemos, por último, que el acto más excelso de la caridad sacerdotal es la Misa bien dicha. Cuando celebra, el sacerdote no puede pensar exclusivamente en sí mismo, ya que lleva en su corazón la responsabilidad de las almas que le están confiadas. Que ruegue por sus ovejas, por las obras de celo que ha emprendido, por su parroquia, por su diócesis, por toda la Iglesia, y de este cáliz de bendición que él consagra se derramará sobre todas las almas, aún sobre las que están más alejadas, una oleada de gracias y de misericordias.

    En el Calvario, Jesús cargó con nuestras angustias y nuestros dolores. Él era el buen Pastor que da la vida por todas sus ovejas.    Cuando el ministro de Cristo llega en el altar al momento de la ofrenda del cáliz, también él deberá abrazar, en un gesto de desbordante caridad, todas las múltiples necesidades de la humanidad entera: Offerimus tibi, Domine, calicem… ut pro nostra et totius mundi salute, cum odore suavitatis ascendat.

                                  SEGUNDA PARTE

 

LA OBRA DE LA SANTIFICACIÓN SACERDOTAL (CONTINUACIÓN)

 

UNDÉCIMA MEDITACIÓN

 

«HACED ESTO EN MEMORIA MÍA»

 

B) IN IIS QUAE SUNT AD DEUM

 

    La obra de nuestra santificación se consolida a medida que nos aplicamos a la práctica de las virtudes que son propias de nuestra condición de mediadores, es decir, cuando cumplimos las obligaciones que nos imponen los actos del culto y de la vida espiritual. Esta es la doctrina del Apóstol: «Todo Sacerdote tomado de entre los hombres, a favor de los hombres es instituido para las cosas que miran a Dios»: Constituitur in iis quæ sunt ad Deum (Hebr., V, 1).

    Estos actos ya de por sí son santos. Y por eso decimos: la santa Misa, la santa comunión. Y la razón de ello es que estos actos nos ponen en contacto inmediato con la fuente de toda santidad. Lo mismo se puede decir, aunque en menor escala, del oficio divino, de la oración privada y de las acciones ordinarias que practicamos diariamente.

    En los capítulos siguientes veremos cuáles son las acciones que, como ministros de Cristo, debemos ejecutar todos los días. Un conocimiento más profundo de su naturaleza y de los beneficios sobrenaturales que nos proporcionan nos ayudará eficazmente en la obra de nuestra perfección.

    San Pablo coloca el santo sacrificio en el primer plano de Ea quæ sunt ad Deum.

    Y con sobrada razón.

    El sacramento del orden ha sido instituido para conferir a los hombres el poder de consagrar el cuerpo y la sangre de Cristo. La comunicación de este poder constituye la razón de ser de la imposición de las manos.

    Cuando el sacerdote celebra el mysterium fidei, no solamente ejecuta una de las múltiples funciones que son inherentes a su elevada dignidad, sino que realiza el acto esencial de ésta. Este acto sobrepuja en poder a cualquier otro ministerio, bien sea ritual, bien sea pastoral. Por eso es por lo que toda la vida del sacerdote debiera ser un eco o una prolongación de su Misa.

    Para poder hablar como conviene a la dignidad del santo sacrificio, sería preciso ser no ya hombre, sino ángel, y aún ni un ángel sabría explicar toda la sublime grandeza de los misterios del altar, porque sólo Dios puede apreciar en su justo valor la inmolación de todo un Dios. «Si llegáramos a comprender lo que es la Misa, dice el santo Cura de Ars, moriríamos de amor».

    A pesar de todo, nos es de gran utilidad meditar en la grandeza de la santa Misa, porque es el centro de toda la vida de la Iglesia y la fuente de innumerables gracias: aquella fuente mística que describe San Juan en el Apocalipsis, cuyas aguas fecundan la ciudad celestial (XXII, 12).

    Los efectos que estos misterios divinos obran en nuestras almas dependen en gran parte de «nuestra fe y de nuestra devoción»: Quorum tibi fides cognita est et nota devotio.

    Con objeto de ilustrar vuestra fe, voy a proponeros las enseñanzas de la Iglesia, dejando a vuestra piedad el cuidado de profundizar estos mismos pensamientos en la oración.

    Cuando se trata del sacrificio de la Misa, es mucho mejor acudir a las fuentes auténticas para tomar de ellas la doctrina en toda su pureza que detenerse en la consideración de las opiniones teológicas de los autores. No olvidemos nunca que, en las cosas que dependen de su libre voluntad, Dios pudo haber concebido y realizado un plan completamente distinto del actual. Y para conocer lo que en realidad ha querido, necesitamos acudir a la revelación, porque Él es el único que nos puede descubrir sus pensamientos y sus designios. En esta materia, nada podemos saber con certeza por nuestras propias fuerzas.

    Hay dos fuentes para conocer lo que Dios nos ha revelado: la Escritura y la Tradición. Estas fuentes no siempre son fáciles de interpretar; y por eso los protestantes, que las interpretan cada uno a su manera, caen con tanta facilidad en el error. Pero si el Soberano Sacerdote o un Concilio definen un dogma, estamos seguros de poseer la verdad, porque el Espíritu Santo es el Maestro de la Iglesia. La enseñanza de la Iglesia es la norma inmediata de nuestra fe: Regula proxima fidei.

    También la sagrada liturgia nos manifiesta cuál es el pensamiento de la Esposa de Cristo. La Iglesia refleja sus creencias en la oración, indicándonos al mismo tiempo cuál es el sentido genuino de las palabras de la Escritura y la tradición auténtica con respecto a la Eucaristía. En la escuela de la liturgia, somos como niños pequeñitos que aprenden a orar al tiempo que escuchan cómo ora su madre. Y esto se realiza principalmente en la Misa, que es el sol del culto cristiano. Las fórmulas y los ritos con que la Iglesia rodea la celebración del divino sacrificio sirven a maravilla para hacernos comprender cuál es su grandeza.

    El Concilio de Trento es el que, entre todos, ha fijado con mayor amplitud y precisión la doctrina tradicional sobre el santo sacrificio.

    Los principios establecidos por el Concilio fueron, principalmente, éstos: la Misa es «un sacrificio verdadero y real»: verum et propium sacrificium [Sess. XXII, can.1]. Saliendo al paso de lo que enseñaban los reformadores del siglo XVI, definió que la Misa es algo más que un recuerdo de la Cena del Señor, que no es un simple rito en el que se ofrece a Cristo oculto bajo las especies sagradas, ni solamente una representación simbólica de su muerte, sino «un sacrificio verdadero y real».

    En segundo lugar, la oblación de la Misa es la misma que la del Calvario. La única diferencia que existe entre ambos sacrificios consiste en la diversa manera en que se ofrecen: sobre nuestros altares, declara el Concilio, «el mismo Cristo se ofreció en el altar de la cruz de una manera sangrienta, se hace presente y se ofrece incruentamente» [Sess. XXII, cap. 2].

    Es verdad que la Misa no renueva la redención, pero también es cierto que, por medio de la inmolación sacramental, perpetúa a través de los tiempos la oblación de este único sacrificio y «nos aplica ubérrimamente sus frutos»: Oblationis cruentæ fructus per hanc incruentam uberrime percipiuntur [Ibid.].

 

1.­- Naturaleza del sacrificio

    El sacrificio es un acto de religión por el cual reconocemos la majestad infinita de Dios y el supremo dominio que tiene sobre nosotros. Dios es eterno, omnipotente y Señor universal de todas las cosas. Nosotros somos criaturas suyas. Él nos ha creado de la nada y, cuando llegue la hora de la muerte, volveremos a Él, por más que queramos resistirnos. La verdad, el orden y la justicia exigen que reconozcamos este poder de Dios, Señor de la vida y de la muerte, primer principio y último fin de todas las cosas.

    La Sagrada Escritura da frecuentemente el nombre de «sacrificios», en el sentido lato de la palabra, a los actos interiores de adoración, de acción de gracias y de contrición por los que el hombre reconoce su absoluta dependencia: «El sacrificio grato a Dios es un corazón contrito» (Ps., 50, 19).

    Mas, para que haya sacrificio en el sentido estricto de la palabra, el culto religioso debe manifestarse externamente, ya que el sacrificio es la expresión visible de los homenajes íntimos que le son debidos a Dios y la señal que los revela. De ahí su importancia cuando a Dios se le tributa el culto en común.

    Podemos honrar a la Santísima Virgen, a los ángeles, a los santos y aún a los mismos hombres con algunas muestras de respeto, con ofrendas y con dones. Pero hay una acción religiosa que es la expresión más acabada de la nada de la criatura ante «Aquél que es» (Exod., III, 14). Y consiste en la destrucción de una cosa, para significar, por medio de este rito sagrado, el dominio absoluto que Dios tiene sobre el hombre. Su misma naturaleza impulsa al hombre a rendir este homenaje a Dios. Aunque rodeado de misterio, este gesto humano simboliza mejor que ningún otro la soberanía de Dios. La misma ley natural establece que el sacrificio es el acto central del culto.

    En la religión mosaica, eran muchos y muy diversos los sacrificios sangrientos. Todos tenían por fin hacer propicio a Dios. Algunos de aquellos sacrificios eran principalmente expiatorios, mientras otros eran, sobre todo, latréuticos y eucarísticos. Y todos eran figura del sacrificio de la cruz, ya que, como enseña San Pablo, aquellos ritos no eran por sí mismos sino «elementos flacos y pobres» (Gal., IV, 9). Lo mismo que todo el Antiguo Testamento, todo su valor les venía de que eran una figura del sacrificio de la cruz: Hæc omnia in figura contingebant illis (I Cor., X, 11), «eran sombra de las realidades futuras» (Col., II, 17). Por eso, cuando el pueblo hebreo salió de Egipto, tiñeron con la sangre del cordero pascual las puertas de las casas de Israel, para que esta señal preservara de la muerte a los primogénitos.

    También la Misa estaba anunciada y prefigurada en aquellos sacrificios antiguos. Ella es, según nos dice el Concilio, «como su perfección y consumación»: Velut illorum omnium consummatio et perfectio [Sess. XXII, cap.1]. Esto quiere decir que todo el poder de adoración, de propiciación y de acción de gracias que tenían los sacrificios de los patriarcas y los ritos del culto mosaico está también contenido, y de un modo sobreeminente, en el misterio de nuestros altares.

 

2.- Carácter propiciatorio del sacrificio de la cruz

    Para comprender mejor toda la grandeza de la santa Misa, vamos a trasladarnos en espíritu al Calvario para asistir a la inmolación de Jesús.

    Allí está, colgado de la cruz a la que le ha llevado su amor. Adoremos en Él a «nuestro Sacerdote, santo, inocente, inmaculado, apartado de los pecadores» (Hebr., VII, 26). Él es al mismo tiempo la víctima santa: se ha hecho nuestro hermano, y ha cargado sobre sí todos nuestros pecados.

    ¿Tenía su sacrificio un carácter propiciatorio? Sin duda alguna. ¿Y qué significa esta palabra? Se dice que un sacrificio es propiciatorio cuando, en virtud de la inmolación sagrada, se cambia la actitud adoptada por Dios respecto de los hombres y, de irritada que era, se vuelve favorable, inclinada a la clemencia, al perdón y a la reconciliación.

    Ved, por ejemplo, en el Antiguo Testamento, la descripción de un memorable sacrificio de propiciación: el de Noé después del diluvio. Nos refiere el Génesis que, a causa de las iniquidades de los hombres, el Señor había decidido exterminar la raza humana, con la única excepción de Noé y de los suyos. Cuando Noé salió del arca, levantó un altar de piedra y, rodeado de sus hijos, ofreció al Señor un sacrificio de «animales puros». Y la Escritura añade que la actitud del Señor cambió completamente: «Aspiró Yahvé el suave olor, y se dijo en su corazón: No volveré ya más a maldecir a la tierra por el hombre» (Gen., VIII, 21). Y en señal del perdón que otorgaba, el Señor hizo brillar el sol y puso su arco en las nubes, testimoniando de esta manera que aceptaba de nuevo la amistad de sus criaturas (Ibid., IX, 13-20).

    Este sacrificio de Noé, como todos los demás de la Ley mosaica, no era otra cosa que una pálida imagen de la ofrenda que hizo nuestro Salvador en la cruz, que fue, en realidad, y de una manera eminente, un verdadero sacrificio de propiciación. Esta fue la inmolación que Dios hizo a Dios. Así lo afirma San Pablo: «Quien siendo Dios en la forma, no reputó codiciable tesoro mantenerse igual a Dios, antes… se humilló, hecho obediente hasta la muerte» (Philip., II, 6-8). Por su sumisión y su amor, Cristo presentó a su Padre una satisfacción completamente adecuada, en reparación de la ofensa que había inferido a su majestad el desorden de todas las iniquidades del mundo.

    Este homenaje digno de Dios fue totalmente aceptado, porque no solamente había sido previsto, sino incluso preparado por el Padre en los misericordiosos designios de su sabiduría y de su bondad. Por eso pudo decir el Apóstol con toda verdad: «Y plugo al Padre que en Él habitase toda la plenitud de la divinidad y por Él reconciliar consigo, pacificando por la sangre de su cruz todas las cosas» (Col., I, 19-20). Y añade en otro lugar: «Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo»: Deus erat in Chris-to, mundum reconcilians sibi (II Cor., V, 19). Y en la carta a los romanos: «Fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su hijo» (V, 10).

    ¿Acaso no afirmó Jesús en la última Cena que la efusión de su sangre iba a sellar «una alianza  nueva y eterna»?... Gracias a Él, Dios adoptará siempre con nosotros una actitud de perdón, de amor y de misericordia.

    El sacrificio de la cruz fue un sacrificio propiciador.

 

3.- La Misa, sacrificio propiciatorio

   El sacrificio eucarístico es la continuación sacramental del sacrificio de la cruz. «Siempre que celebramos los divinos misterios, quotiescumque, «anunciamos la muerte del Señor»: Mortem Domini annuntiabitis (I Cor., XI, 26). El concilio precisa el sentido de las palabras del Apóstol: Es el mismo [Cristo] el que ahora se ofrece por ministerio de los sacerdotes y el que entonces se ofreció a sí mismo en la cruz»: Idem nunc offerens sacerdotum ministerio, qui seipsum tunc in cruce obtulit [Sess. XXII, cap. 2].

    Procuremos comprender todo el alcance de estas palabras, porque así se nos manifestará en toda su evidencia el carácter propiciatorio de la Misa.

    Para Dios no existe el pasado ni el futuro, porque posee en un inmutable presente toda la infinitud de su vida de conocimiento, de amor y de felicidad. Santo Tomás [Summa Theol., I, q. X, a. 1] emplea la misma luminosa definición de la eternidad que dio Boecio: Interminabilis vitæ tota simul et perfecta possessio. Esto significa que Dios, en un Nunc stans, es decir, en unahora que trasciende todo límite y toda sucesión, «posee de una manera perfecta, total y siempre actual (tota simul), la plenitud de una vida que no tiene principio ni fin». Para nosotros, por el contrario, todo es una continua sucesión; la misma existencia se nos da instante a instante. Por eso se mide por el tiempo. Pero Dios, en su eternidad, contempla de una sola mirada todas las cosas que se suceden en el tiempo y que para el hombre constituyen el pasado, el presente y el porvenir.

    Y por eso, cuando llega el momento de la consagración, se representa ante Dios todo el drama del Calvario, con todo el cortejo de sufrimientos y de humillaciones que experimentó Jesucristo. Y podemos decir con toda verdad que entonces desplegamos a los ojos del Eterno todo aquel divino pasado. Con justo título dice, pues, el Apóstol que en cada Misa «anunciamos al Padre la muerte de su Hijo».

    Recordáis perfectamente la historia de los hermanos de José (Gen., XXXVII, 31-32). Después de haber tramado la muerte de José y luego de haberle vendido a unos extranjeros, tiñeron de sangre sus vestidos y se los enviaron a Jacob para darle a entender que su hijo había muerto.

    Cada vez que el sacerdote celebra la Misa, muestra al Padre, no ya los vestidos de nuestro Salvador como prueba de su pasión, sino a su mismo Hijo que, bajo el velo de las especies sacramentales, realiza una verdadera inmolación, aunque sea sacramental.

    Detengámonos de vez en cuando a considerar esta idea. ¿Qué es lo que ve el Padre sobre el ara donde se ofrece el santo sacrificio? El cuerpo y la sangre del «Hijo de su amor»: Filius dilectionis suæ (Col., I, 13). ¿Y qué es lo que hace su Hijo en el altar? Annuntiat mortem: pone ante los ojos del Padre su amor, su obediencia, sus sufrimientos, el don de su vida. Y entonces el Padre vuelve a nosotros su mirada misericordiosa.

    Son muchas las fórmulas de nuestra liturgia que expresan este carácter propiciatorio de los misterios del altar.

    Cuando en el ofertorio el sacerdote eleva el cáliz, ¿qué es lo que pide la Iglesia en retorno de esta ofrenda? Que, por ella, el Señor se muestre favorable a «la salud de todo el mundo»:Pro nostra et totius mundi salute. Cuando después de la consagración están sobre el altar el cuerpo y la sangre de Jesucristo, pedimos al Padre que se digne mirar a nuestro sacrificio «con una mirada de bondad y de clemencia»: Propitio ac sereno vultu respicere digneris.

    Toda esta doctrina está concisamente expresada en una oración super oblata: Propitiare, Domine, populo tuo… «Vuélvete propicio, Señor, a tu pueblo… para que, aplacado con esta oblación, nos concedas tu perdón y escuches nuestras demandas» [Dominica XIIIª después de Pentecostés. Véase también la secreta de la misa de San Cirilo].

    Fue tan grande la santidad del sacrificio del Hijo de Dios en el Calvario y su poder de propiciación, que ni el crimen de los verdugos, ni su odio, ni sus blasfemias pudieron restar absolutamente nada al valor de aquella ofrenda sagrada, ni impedir el triunfo de la redención. Y lo mismo puede afirmarse del sacrificio de nuestros altares. «No puede mancillarse, nos declara el concilio, por la indignidad ni la malicia de los ministros»: Nulla indignitate aut malitia offerentium inquinari potest [Sess. XXII, cap. 1].

    Reavivemos con frecuencia nuestra fe en la grandeza de la Misa. Lo que más importancia tiene a los ojos del mundo son las cuestiones financieras e industriales, los negocios y los sucesos políticos. Todas estas cosas tienen su valor, como que forman parte de nuestro destino temporal. Pero a los ojos de la fe, la Misa pertenece a un orden de valores infinitamente superior, puesto que glorifica plenamente a Dios. Hay muchos espíritus que son incapaces de comprender esta verdad y nos tratarán de exagerados. Pero cuando en el otro mundo vean la realidad, comprenderán que solamente son grandes aquellas acciones humanas que transcienden a la eternidad.

    Cuántas veces se dice con irreflexivo desdén de un sacerdote, que «dice su misita» y apenas vale para hacer ninguna cosa útil. Pero lo cierto es que, a los ojos de la Verdad infalible, este sacerdote que celebra su Misa con piedad, aunque nadie asista a ella, realiza una obra divina, porque honra al soberano Señor y le vuelve propicio para las miserias de todo el mundo.

 

4.- La Misa, sacrificio de alabanza y de acción de gracias

    Al mismo tiempo que sacrificio propiciatorio, la Misa es «una alabanza, una acción de gracias»: Sacrificium laudis et gratiarum actionis [Sess. XXII, can. 3].

    El culto de alabanza que se le tributa a Dios implica diferentes homenajes. Y esto porque el Señor es digno de toda adoración, de toda bendición y de toda acción de gracias. Estos homenajes, unidos a la satisfacción que ofreció Jesús a la justicia divina, constituyen el fin primario del sacrificio. Por eso es por lo que en la liturgia de la Misa se escuchan tan repetidas veces exclamaciones como éstas: Gloria Patri et Filio… Adoramus te, Glorificamus te… Laus tibi Christe. Deo gratias. La respuesta que da el acólito al Orate fratres indica claramente este propósito: «Que el Señor reciba este sacrificio en alabanza y gloria de su nombre». Sólo en segundo lugar se citan nuestro provecho espiritual y el de la Iglesia.

    La liturgia del cielo no conoce otros transportes que el de la alabanza admirativa, el del amor y el de la alegría. El sacrificio de Jesús será eternamente perenne por su eficacia, ya que por él se salvan y alcanzan su felicidad los elegidos; pero la expiación y la impetración del perdón dejarán de existir en cuanto tales. San Juan, en su Apocalipsis, describe esta luminosa liturgia celestial: él vio al Cordero inmolado echado ante el trono de Dios, rodeado de los ancianos y de la innumerable muchedumbre de los elegidos que habían sido rescatados por su sangre divina, todos los cuales cantaban: «Al que está sentado en el trono y al Cordero la bendición, el honor, la gloria y el imperio por los siglos de los siglos» (V, 13). Aprendamos a ver, a través de los velos de estos símbolos, el esplendor de las realidades del cielo.

    Todas la Misas que se celebran en la tierra se unen a la liturgia del cielo. En el silencio de la hostia, el Hijo de Dios da a su Padre, en cuanto Verbo, una gloria incomprensible, que es insondable para nosotros y sobrepasa nuestros alcances. Pero, con todo, nosotros podemos ofrecer esta misma alabanza, porque el Padre se complace en ello: «¿No es, acaso, el Hijo el mismo esplendor de su gloria?»: Splendor gloriæ et figura substantiæ ejus (Hebr., I, 3).

    Esto no obstante, nuestro primer deber, cuando celebramos la Misa, es el de unirnos a la alabanza que ofrece Jesús en su santa humanidad. Esta alabanza consiste en que la Trinidad sea glorificada por Aquél que, por razón de la unión hipostática, es el único que, en nombre de la Iglesia, ofrece un culto de dignidad infinita.

    Conocéis perfectamente los actos de homenaje esenciales del sacrificio. La adoración debe ser como el fundamento en que los demás se apoyen. ¿No somos, por ventura, pobres criaturas, pobres miserables que necesitan recibirlo todo de la mano de Dios? De Él hemos recibido el ser y la vida y nuestro patrimonio es la nada. Para que sean verdaderas, nuestra alabanza, nuestra admiración y nuestra acción de gracias deben ser una constante adoración. La liturgia nos dice, refiriéndose a los espíritus bienaventurados: Laudant angeli, adorant dominationes, tremunt potestates. Tremunt, «tiemblan», y eso que son naturalezas angélicas purísimas, que no han cometido el menor pecado; pero contemplan la majestad divina y se sienten anonadados en su presencia.

    Si Dios levantara el velo y nos mostrara la grandeza del misterio que se realiza en el altar, a semejanza de Moisés, «no nos atreveríamos a levantar los ojos hacia Él»: Non audebat aspicere contra Dominum (Exod., III, 6). ¿Y qué es lo que nos enseña la Iglesia? Præstet fides supplementum sensuum defectui: «La fe debe hacer que lo sobrenatural se nos muestre tan presente como si lo viéramos con nuestros propios ojos». En algunos santos, como San Felipe de Neri, era tan viva esta fe, que atravesaba el misterio y les hacía palpar la realidad.

    La Misa es, además, una «eucaristía» por excelencia, o lo que es lo mismo, un espléndido homenaje de gratitud. La antigüedad cristiana gustaba de llamar a la Misa con este nombre con preferencia a cualquier otro. «El mismo Señor ha sido quien ha puesto en manos de la Iglesia un don divino»: Offerimus… de tuis donis ac datis. Cuando presentamos al Padre el cuerpo y la sangre de su Hijo, le hacemos una ofrenda de acción de gracias, que siempre encuentra la mejor acogida.

    Las almas nobles experimentan la necesidad de testimoniar su agradecimiento; al paso que hay otras que sólo se preocupan de sí mismas y, como están persuadidas de que todo se les debe, nunca se preocupan de dar las gracias. Un alma de temperamento magnánimo y humilde está siempre ansiosa de demostrar su gratitud. Así, por ejemplo, Santa Teresa, de quien nos dice el Introito de su misa propia que «tenía un corazón tan dilatado como las arenas que bordean el océano»: Dedit ei Dominus latitudinem cordis quasi arenam quæ est in littore maris,experimentaba una verdadera sed de mostrarse agradecida hasta el punto de que su corazón se quebrantaba por la fuerza de este tormento. Los escritos de Santa Gertrudis nos demuestran que también esta santa experimentaba la misma necesidad. En sus arrebatos místicos, se complacía en recordar a la Trinidad todos los favores de que había sido colmada desde su infancia. Todo su hermoso libro de los Ejercicios no viene a ser otra cosa que un cántico de alabanza agradecida.

    Estas grandes santas no hicieron con esto sino imitar a su divino Esposo. Cristo tuvo el corazón más noble que jamás haya existido. Durante el curso de su vida mortal, y aún ahora, continúa dando gracias al Padre. Ante todo, por sí mismo, porque su humanidad ha sido asumida por la persona divina del Verbo, que es suya propia y participa de su misma gloria. Por esta gracia de la unión hipostática, debe a Dios incomparablemente más que el resto de la humanidad.

    También daba Jesús las gracias a su Padre en nombre nuestro, como Cabeza y Salvador nuestro. San Lucas nos refiere que «inundado de gozo en el Espíritu Santo, dijo: Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las revelaste a los pequeños; así es, Padre, porque tal ha sido tu beneplácito» (X, 21). Lo mismo en el milagro de la multiplicación de los panes, que simboliza la sobreabundancia del don de la eucaristía, que cuando la resurrección de Lázaro, dio gracias al Padre. ¿Qué es lo que hizo en el momento mismo de instituir el inefable sacramento? Gratias agens, fregit. Todo esto nos hace entrever el misterio de la vida íntima de su alma.

    Por lo que a nosotros hace, todo se lo debemos a Dios: la existencia, la adopción divina, el sacerdocio. Al recitar el prefacio, debemos pensar en todo este conjunto de favores que nos vienen de la cruz y que constituyen para nosotros un principio de valor y de alegría sobrenaturales. Semper et ubique gratias agere! Siempre que recitamos el prefacio deben abrirse ante nuestros ojos los grandes horizontes de la fe. Mostremos al Señor nuestro agradecimiento porque se ha dignado revelarnos el misterio de la Trinidad, porque nos ha dado a Cristo en los diferentes estados de su vida y nos permite alabar y honrar a Nuestra Señora.

    Asociémonos también en esta ocasión a los ángeles, ya que «ellos, lo mismo que nosotros, rinden su culto de alabanza y de acción de gracias por intercesión de Jesucristo»… Per quem majestatem tuam laudant angeli.

    En las grandes solemnidades litúrgicas, nuestro corazón debe llenarse de sentimientos de gratitud para con Jesucristo, tanto por sus grandezas como por las gracias que otorgó a su Madre, a los santos, a la Iglesia y a nosotros mismos. Nada mejor que la Misa para expresarle nuestro agradecimiento por todos estos favores.

 

5.- La participación de los fieles en la ofrenda de Cristo

    Volvamos de nuevo a la fuente de donde brotan todas nuestras prerrogativas cristianas: el bautismo.

    En virtud del carácter bautismal, puede el cristiano tomar una parte activa en el culto de Dios establecido por la Iglesia. No hace falta repetir que este culto es de orden sobrenatural: Cristo es su Sacerdote soberano; y la Misa su centro y su núcleo. Esto explica que San Pedro dé a la asamblea de los fieles el título de «sacerdocio real»: regale sacerdotium (I Petr., II, 9). No quiere decir esto que puedan equipararse los efectos del bautismo y los del sacramento del orden, sino que, gracias al carácter bautismal, el hombre se ha hecho capaz de unirse legítimamente al sacerdote para ofrecer, con él y por él, el cuerpo y la sangre de Cristo, y de ofrecerse a sí mismo en unión de la santa víctima.

    Es de suma importancia que comprendamos bien esta alta prerrogativa que nos proporciona el bautismo y que instruyamos al pueblo cristiano sobre esta doctrina.

    Examinemos ahora más a fondo estas verdades. El misterio por excelencia de la Misa lo constituye, sin duda, la inmolación sacramental de Jesús. Pero la ofrenda que la Iglesia presenta al Padre comprende también, juntamente con la oblación de Jesús, la de todos sus miembros. Lo mismo en el altar que en la cruz, el Salvador es la única víctima, «santa, pura, inmaculada»; pero quiere que a su ofrenda nos asociemos también nosotros, como complemento de la misma.

    Después de su Ascensión, Jesucristo no se separa jamás de su Iglesia. En el cielo, Él se presenta al Padre juntamente con su Cuerpo Místico, que ha llegado ya a la perfección: «sin mancha ni arruga»: Non habentem maculam aut rugan (Ephes., V, 27). Todos los elegidos, unidos entre sí y con Cristo, participan en la misma alabanza en la luz del Verbo y en la caridad del Espíritu Santo.

    Este misterio de unidad y de glorificación se prepara ya desde aquí abajo siempre que se celebra la Misa. La unión de los miembros con la Cabeza es aún imperfecta, porque está en vías de crecimiento y solamente se obra por la fe; pero, por razón de su oblación en unión con Cristo, los fieles participan realmente de su estado de hostia.

    ¿Qué significa esta expresión: estado de hostia? Que, al unirse a Cristo al tiempo que se ofrece, se inmola y se entrega como alimento, el cristiano acepta el compromiso de vivir en una constante y total oblación de sí mismo a la gloria del Padre. De esta suerte, Cristo injerta su misma vida en la pobreza de nuestro corazón, haciéndolo semejante al suyo y consagrándolo enteramente a Dios y a las almas.

    Entre los fieles que asisten a la Misa hay algunos que se muestran verdaderamente generosos. Seducidos por el ejemplo y por la gracia de Jesús, se deciden a imitarle sin reserva alguna, y así, le ofrecen su vida, sus pensamientos y su actividad y aceptan de buen grado todas las penas, contradicciones y trabajos que la Providencia les quiera imponer.

    Pero hay otros que se unen a la oblación de Jesús, aunque diverso en grado y sin llegar nunca a entregarse totalmente. Hay almas que siempre están comerciando. Pero, con todo, el Señor acepta su ofrenda, porque no rechaza jamás a ninguno de sus miembros, por muy enfermos que sean. Por el contrario, cuando se unen a su inmolación, acepta su buena voluntad, les vivifica y les santifica.

    Estos son los deseos de la Iglesia. El simbolismo de sus ritos manifiesta de la manera más clara que los fieles son invitados a formar una sola oblación con CristoHostia. El pan y el vino del sacrificio eucarístico representan, como San Agustín gusta de explicar, la unión de los miembros de la Iglesia entre sí y con su Cabeza. «¿Por ventura el pan se hace con un solo grano?, dice el santo Doctor. ¿No es verdad que se amasa con muchos granos de trigo?... Y el vino, de semejante manera, se extrae de muchos racimos…, que, después de haber sido prensados en el lagar, no forman sino una sola bebida, que es la que se contiene en la suavidad del cáliz»… Como consecuencia de esto, «vosotros estáis presentes sobre la mesa del altar y en el cáliz»:Ibi vos estis in mensa, et ibi vos estis in calice [Sermones, 227 y 229, P. L., 38, col. 1100 y 1103]. La realidad que la fe contempla en la Misa es que la Iglesia, por la ofrenda de Cristo inmolado bajo las especies sagradas, «se ofrece a sí misma en Él y con Él»: In ea re quam offert, ipsa offeratur [De civitate Dei, X, 6, P. L., 41, col. 284].

    La liturgia actual repite fielmente la misma doctrina: «Suplicámoste, Señor, que concedas propicio a tu Iglesia los dones de la unidad y de la paz, que bajo los dones que ofrecemos están místicamente representados»: Unitatis et pacis propitius dona concede, quæ sub oblatis muneribus mystice designantur [Secreta de la misa de la fiesta del Corpus Christi]. Por eso, cuando el pan y el vino se presentan en el altar, nosotros estamos simbólicamente ocultos en ellos, unidos a Cristo y ofrecidos con Él.

    El Concilio de Trento enseña este mismo misterio cuando explica la significación que tiene la mezcla del agua y del vino en el cáliz, que se realiza en el ofertorio. Este rito «expresa la unión mística de Jesús con sus miembros»: Ipsius populi fidelis cum capite Christo unio representatur [Sess. XXII, cap. 7].

    Al recitar la oración Suscipe Sancta Trinitas, que sigue a la oblación del cáliz, el sacerdote recuerda que ofrece el sacrificio en honor de la Virgen María, de los apóstoles y de todos los santos de la Iglesia triunfante. A través de toda su liturgia, la Iglesia militante, agobiada por tantas necesidades y miserias, tiene plena conciencia de que está unida, formando un solo cuerpo, bajo una sola cabeza y bajo un único rey, con la Iglesia del cielo. En el curso del Canon, esta misma creencia se reafirma en el Communicantes y en el Nobis quoque peccatoribus.

    Después de la consagración, la Iglesia nos hace recitar una oración misteriosa. El sacerdote, inclinado en una actitud de profunda humildad, pronuncia estas palabras: «Rogámoste humildemente, Dios omnipotente, mandes que sean llevados estos dones por las manos de tu santo Ángel a tu sublime altar ante la presencia de tu divina Majestad: para que todos los que participando de este altar recibiéremos el sacrosanto Cuerpo y Sangre de tu Hijo, seamos colmados de todas las bendiciones y gracias celestiales».

    Esta oración nos concierne personalmente, ya que somos nosotros los que debemos ser presentados a Dios. Este hæc se refiere a la «oblata», es decir, a los miembros de Cristo, con sus dones, sus deseos y sus plegarias. Precisamente en cuanto están unidos a su Cabeza es como la Iglesia pide que sean llevados «al altar del cielo»: in sublime altare tuum. El Salvador «penetró con perfecto derecho y de una vez para siempre en el santo de los santos»: Introivit semel in sancta (Hebr., IX, 12); pero nosotros, humildemente apoyados en nuestro Mediador, todos los días en la santa misa atravesamos el velo y penetramos en pos de Él en el santuario de la divinidad, «en el seno del Padre»: in sinu Patris.

    Me diréis vosotros que Jesús siempre está en la presencia del Padre. Y tenéis razón, porque allí está con su humanidad gloriosa: Semper vivens ad interpellandum pro nobis (Hebr., VII, 25). Pero sin tener que abandonar el cielo, también está en nuestros altares con el fin de elevarnos al cielo donde Él vive. En esta oración litúrgica, expresamos el deseo de ser llevados por Él, para que Dios, en su inmensa caridad, se digne acogernos y envolvernos en la misma mirada de amor con que contempla a su Hijo.

    Recordáis, sin duda, lo que la Sagrada Escritura dice a propósito de la dedicación del templo de Salomón: Majestas Dei implevit templum (II Par., VII, 1): «La gloria de Yahvé llenó la casa». Los sacerdotes temían penetrar en el templo, y estaban como fulminados ante la majestad divina. Si esto sucedía en el templo de la Antigua Alianza, ¿qué decir de nuestras iglesias, donde se celebran los divinos misterios? Dios está aquí presente por un prodigio de su misericordia, y Cristo Jesús se inmola a su Padre bajo los velos eucarísticos. Él se ofrece en unión de todos sus miembros, y los dispone de esta suerte para la incesante alabanza del cielo. Este es el pensamiento que la Iglesia expresa en su oración: «Santifica, Señor… la hostia que te ofrecemos, y por ella haz de nosotros mismos un homenaje eterno»: Nosmetipsos Tibi perfice munus æternum [Secreta de la misa de la Santísima Trinidad. Una fórmula casi idéntica se encuentra en la secreta del lunes de Pentecostés].

 

6.- Los frutos de la Misa

   Por institución divina, «el sacrificio de la Misa aplica abundantísimamente las gracias y los perdones que se derivan de la cruz». Así lo proclama nuestra fe: Oblationis cruentæ fructus, per hanc incruentam, uberrime percipiuntur [Concilio de Trento, sess. XXII, cap. 2].

    Santo Tomás había enseñado ya esta misma doctrina: «Los mismos efectos saludables que la pasión de Cristo produjo para bien de toda la humanidad, los aplica este sacramento a cada hombre en particular»: Effectum quem passio Christi fecit in mundo, hoc sacramentum facit in homine [Summa Theol., III, q. 79, a. 1].

    Veamos ahora cuáles son estos frutos destinados «a nuestra utilidad y a la de la Iglesia» y cómo se explica su aplicación a los fieles.

    Estos frutos consisten, ante todo, en un aumento de gracia. Si toda obra buena nos vale un aumento de mérito, de gracia y de gloria, con mayor razón podemos afirmar que la piadosa celebración de la santa Misa nos reporta estas mismas bendiciones sobrenaturales. Al celebrar la Misa, el sacerdote se une a Jesús, y por medio de Él se acerca mucho más a la majestad de Dios, encontrándose como rodeado de la caridad divina. De esta suerte, «la gracia toma posesión del alma y la satura»: Omni benedictione cælesti et gratia repleamur.

    Además, la santa Misa, por ser un sacrificio propiciatorio, satisface por los pecados e inclina a Dios al perdón y a la ostensión de su misericordia. Cualesquiera que hayan sido, pues, nuestras miserias y nuestras debilidades pasadas, tengamos siempre presente ante nuestros ojos lo que afirma el Concilio de Trento: «El Señor, que se nos ha hecho propicio por esta oblación, al mismo tiempo que nos otorga su gracia y el don de la penitencia nos perdona también los crímenes y los pecados por grandes que sean» [Sess. XXII, cap.2].

    Según la mente del concilio, la acción saludable del sacrificio de la Misa se extiende a todo el mundo. La santa Misa debe aplicarse constantemente «para alcanzar el perdón de los pecados que diariamente cometen los hombres»: In remissionem eorum quæ a nobis quotidie committuntur, peccatorum… [Sess. XXII, cap.1].

    No quiere esto decir que el santo sacrificio perdone por sí mismo las ofensas hechas a Dios, como lo hace el sacramento de la penitencia, sino que nos obtiene abundantes gracias de contrición y de verdadero arrepentimiento.

    La Misa nos alcanza también la remisión de la pena temporal debida a nuestros pecados. Por eso, es una fuente de propiciación, tanto para las almas del purgatorio como para nosotros mismos.

    En fin, nuestras demandas en ninguna otra ocasión encuentran un apoyo más eficaz que durante el sacrificio de la Misa, porque el Padre no se fija en nuestra indignidad, sino que escucha la voz de su Hijo que clama en nuestro favor. Es inconmensurable el poder de intercesión que tiene la Misa. La sangre de Abel reclamaba la venganza divina, pero la sangre de Jesús implora no el castigo, sino la misericordia y la gracia. La sangre de Jesús es melius loquentem quam Abel (Hebr., XII, 24).

    ¿Cómo se aplican los frutos del sacrificio?

    Hay que señalar, ante todo, que al celebrante le está reservado un fruto especialísimo. En cuanto ministro de Jesucristo, el celebrante recibe una gracia especialísima. Este don es tan personal, que la opinión común de los teólogos dice que es inalienable. Esta gracia divina tiene por fin transformar al sacerdote en Aquél cuyo lugar ocupa. Porque del sacerdote se puede decir con toda verdad que es otro Cristo, y todas las gracias que recibe tienden a comunicarle las disposiciones interiores que le hagan más y más conforme al ideal de su consagración sacerdotal.

    También reciben un fruto sobrenatural especial todos aquellos que están presentes cuando se celebra la Misa. El Orate fratres y otras oraciones litúrgicas que se dicen en la celebración de la Misa hacen alusión a estas gracias que se aplican a los asistentes. Los ministros y el acólito que sirven al sacerdote ocupan el primer lugar entre los asistentes.

    Toda Misa tiene ante Dios, «ya de por sí misma», ex opere operato, una eficacia propiciatoria e impetratoria, idéntica a la del sacrificio de la cruz. Pero, además, el fervor y el respeto con que el sacerdote ejecuta las ceremonias sagradas contribuyen a aumentar las gracias que de la santa Misa participan los fieles. Pensemos en esto los que tenemos cura de almas y los que por oficio somos intercesores del pueblo ante Dios.

    Aún hay otro fruto que los teólogos llaman «ministerial», que propiamente pertenece a aquel o aquellos por quienes el sacerdote celebra el santo sacrificio. Este fruto es debido a una aplicación especialísima de los méritos y de las satisfacciones de Jesucristo. Las Misas que se celebran con esta intención determinada y concreta pueden producir grandes frutos de misericordia en el alma de los pecadores como en la de los justos, pero ante todo en los miembros de la Iglesia purgante.

    Hay, en fin, un «fruto universal» del que participan todos los fieles. Repetidas veces, tanto en el curso del Canon como en otros lugares, el sacerdote ruega por toda la Iglesia y pide que la gracia del Salvador se irradie sobre todos los cristianos que viven en el mundo y están unidos a Cristo por la fe y el amor. La herejía y la excomunión producen el triste efecto de arrojar las almas lejos de esta corriente de los beneficios divinos.

    El santo sacrificio que el Señor concedió a su Esposa es la manifestación más excelente de su culto y de su plegaria.

    Por eso dice la Iglesia en su liturgia que «cuantas veces se celebra la conmemoración de este sacrificio, se realiza la obra de nuestra redención»: Quoties hujus hostiæ commemoratio celebratur, opus nostræ redemptionis exercetur [Secreta de la dominica IX después de Pentecostés].

    Tengamos la mayor estima de nuestra dignidad de ministros de Cristo. «¿Quién será capaz de explicar cuán puras deben ser las manos que cumplan este oficio y la lengua que pronuncia tales palabras, y cuánto más pura y más santa debe ser aún el alma que recibe el gran soplo del Espíritu?» [De Sacerdotio, VI, 4. P. G., 48 bis, col. 681].

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

  

XII

Sancta sancte tractanda

   El sacerdote ha sido elevado a una dignidad que, en cierto sentido, puede llamarse divina, ya que Jesucristo se identifica con él. Su misión de mediador es lo más grande que puede concebirse en este mundo. Podemos repetirlo una vez más: aunque el sacerdote no hiciera en su vida otra cosa que celebrar fervorosamente cada mañana la santa Misa, y aunque no llegara a celebrarla más que una sola vez, realizaría con ello un acto que en la jerarquía de los valores tiene mucha más importancia que todos los acontecimientos que tanto apasionan a los hombres. Porque cada Misa que se celebra tiene una trascendencia eterna y nada es eterno sino lo que es divino.

    Orientemos, pues, toda nuestra existencia hacia la santa Misa. Ella es el punto central y el sol de cada jornada. Ella viene a ser como el foco de donde nos viene la luz, el fervor y la alegría sobrenatural.

    Deseemos ardientemente que nuestro sacerdocio vaya invadiendo gradualmente toda nuestra alma y toda nuestra vida, de modo que pueda decirse de nosotros: es todo sacerdote y sólo sacerdote. Esto es efecto de una vida eucarística que está completamente penetrada del perfume del sacrificio y que ha hecho de nosotros un Alter Christus.

    ¡Qué hermoso es ver a un sacerdote que, después de muchos años de haber sido fiel a su vocación, vive únicamente de la oblación divina que ofrece en el altar!

    Son muchísimos los sacerdotes que, entregados por entero a Cristo y a las almas, realizan plenamente este ideal. Ellos constituyen el honor de la Iglesia y la alegría del divino Maestro.

    Si también nosotros queremos estar a la altura de nuestra vocación sacerdotal y deseamos que ella imprima su sello en toda nuestra existencia, de suerte que nos inflame de amor y de celo, aprestemos nuestras almas a recibir las gracias que manan de nuestra Misa.

    Pero hay otros, por el contrario, que al cabo de los años se dan cuenta de que ha disminuido su primitivo fervor.

    Son muchas las razones que pueden aducirse para explicar la causa de semejante fenómeno. Recordad, ante todo, que la condición indispensable para el triunfo definitivo de la caridad en nuestra alma es la muerte radical a todo pecado, aún al venial deliberado.

    Sin embargo, lo que mejor explica ordinariamente este abandono espiritual es el hecho de la falta de cuidado en disponerse a celebrar la Misa de cada día con el mayor fervor posible. En efecto, la pureza de conciencia que exige la celebración de la Misa, y la atmósfera de gracia de que rodea al ministro sagrado, hace que el ofrecimiento del santo sacrificio brinde todos los días al sacerdote una ocasión providencial para recogerse, humillarse y renovarse. Si se abandona este medio aptísimo para entrar de nuevo en la corriente de vida sobrenatural, es natural que la rutina y la mediocridad vayan invadiendo gradualmente el alma. Pero si ésta se preocupa de celebrar siempre con la mayor devoción posible, no hay cuidado de que sea arrastrada a la deriva.

 

1.- Importancia de las disposiciones del alma

    Nunca podremos estimar suficientemente el valor que tienen las disposiciones interiores para participar abundantemente de los frutos de la Misa.

    Subamos al Calvario para detenernos allí un momento.

    ¿Quiénes fueron los testigos del drama de nuestra redención? Podemos distribuirlos en tres grupos: la Virgen María, Juan, el discípulo amado, y las santas mujeres forman el primero; los judíos y los verdugos integran el segundo. El tercero es invisible, pues lo forma la Santísima Trinidad, rodeada de innumerables espíritus celestiales. El Padre contemplaba a Cristo que se inmolaba en la cruz. El veía que su Hijo, que es «el esplendor de su gloria y la imagen misma de su sustancia» (Hebr., I, 3), le ofrecía un homenaje sublime de justicia y de perfecto amor. Este sacrificio, que había sido previsto y ordenado por la Sabiduría divina, tributaba a Dios toda la gloria, al tiempo que rescataba a los hombres. Y el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo se complacían en el amor supremo que inspiraba la oblación del Salvador.

    En la cruz, Cristo se inmoló y dio su vida por todos: Pro omnibus mortuus est Christus (II Cor., V, 15).

    ¡Pero qué diferente fue el beneficio espiritual que obtuvieron de su presencia los que asistieron a este divino sacrificio!

    Contemplad primeramente a la Virgen María. Ella es el prototipo de la perfecta santidad; ella acata la voluntad del Padre, le presenta su Hijo e intercede por nosotros. La gracia que de lo alto de la cruz se derrama sobre su alma sobrepasa todo lo que la inteligencia humana puede comprender. María fue santificada mucho más que ninguna otra criatura con la pasión de Jesús. Los méritos de su Hijo fueron el precio de todos sus privilegios y de la plenitud de los favores con que la divinidad quiso colmarla.

    Ante esto, es posible que digamos: «Señor, bien comprendo que vuestra madre reciba dones tan excelsos; pero yo no soy más que un pobre pecador». A lo que Jesús nos responderá: «Fíjate en María Magdalena, que está a su lado. He querido que una mujer pecadora, pero rebosante de amor arrepentido, esté al pie de mi cruz. Porque es tan grande la eficacia de mi sacrificio, que los mayores pecados no suponen obstáculo alguno para recibir las gracias que de él se derivan, con tal de que el alma esté arrepentida».

    ¿Por ventura el buen ladrón no era también un gran pecador? Pero, por los méritos de Cristo, recibió el don de la fe. Confió en Jesús, depositando en Él toda su esperanza, y en el misterioso diálogo que tuvieron de cruz a cruz escuchó que de los labios agonizantes del divino Maestro brotaba la palabra del supremo perdón: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc.,XXIII, 43).

    Para todos éstos, su presencia en la muerte de Jesucristo fue una fuente de santificación.

    Si a nosotros se nos hubiera concedido la gracia de estar presentes a este drama divino, es indudable que hubiéramos deseado estar también en el grupo de la Madre y de los amigos de Jesús.

    El segundo grupo lo forman los fariseos, los sacerdotes y los judíos que exigieron de Pilato la crucifixión de Jesús. Desde lo alto de la cruz, «el Salvador ha rogado por todos ellos»: Pater, dimitte illis; non enim sciunt quid faciunt (Lc., XXIII, 34). Ninguno fue excluido de esta plegaria, que fue, sin duda, eficaz para algunos de ellos, al paso que para otros no surtió efecto alguno. Por lo que respecta a los doctores de la Ley, el Evangelio nos dice que estaban llenos de un odio sacrílego: tenían el alma completamente cegada y el corazón totalmente endurecido. Ellos fueron los que gritaron a Pilato: Sanguis ejus super nos (Mt., XXVII, 25).

    Junto a ellos se encuentran los verdugos: gente ignorante, que asiste con indiferencia al drama del Calvario. También por ellos rogó Jesucristo, pero en aquel momento su alma no experimentaba ninguna inquietud religiosa. No pensaban en nada, su única preocupación era la de saber a quién de ellos le caería en suerte la túnica de Jesús, o quizás se gozaban en contemplar a un hombre que se debatía entre los más atroces dolores.

    Estas mismas son las posturas que adoptan hoy en día muchos hombres, aunque en diferentes grados, mientras se perpetúa en nuestras iglesias el misterio de la oblación del Salvador. La Misa es el mismo sacrificio de la cruz. «La hostia es la misma y única; y el mismo es el que hoy se ofrece» [Conc. Trid., sess. XXII, cap. 2]. La Misa contiene la preciosa sangre de Jesucristo, una de cuyas gotas es más que suficiente para rescatar a todo el mundo. Pero los que asisten a ella con frialdad obtienen poco fruto, al paso que las almas fervorosas extraen de este contacto por la fe con Cristo una luz, una fuerza y un gozo celestial que les hacen triunfar del mundo y de la carne.

    Si esto es verdad de los que simplemente asisten a la Misa, ¡qué no podrá decir de la trascendencia que tienen para su provecho espiritual las disposiciones interiores del sacerdote que la celebra! Contemplad a estos dos sacerdotes que vuelven del altar, donde acaban de celebrar el santo sacrificio. El uno se ha acercado a Dios en la oración, y vuelve lleno de celo y de santa alegría: Ad Deum qui lætificat juventutem meam (Ps., 42, 4). El otro, por el contrario, está tan distraído y tan aburrido, que casi podría decir como los israelitas: «Estamos ya cansados de un tan ligero manjar como éste»: Anima nostra jam nauseat super cibo isto levissimo (Num., XXI, 5). La Misa y la Eucaristía le dejan como indiferente. ¿Es que acaso su sacrificio no es idéntico al del caso anterior? Sí que lo es, pero lo que ocurre es que en este sacerdote la fe no tiene la viveza que busca el amor.

    Al tiempo que ejecutamos las ceremonias rituales y pronunciamos las fórmulas sagradas, debemos procurar despertar en nuestras almas estas dos virtudes teologales, que son las únicas que, por encima de las apariencias, alcanzan la realidad sobrenatural.

    En el caso de que un sacerdote tuviera la osadía de acercarse a celebrar los santos misterios en pecado mortal, ¿tendría derecho a ser contado entre los amigos de Jesús? De ninguna manera, ya que con ello cometería un horrendo sacrilegio. Y por su obstinación en el pecado, se podría decir también de él aquella terrible frase del Apóstol: «Por su parte, volverán a crucificar de nuevo al Hijo de Dios»: Rursum crucifigentes sibimetipsis Filium Dei (Hebr., VI, 6). Bien sé, y así nos lo enseña un artículo de nuestra fe, que no hay pecado que no pueda ser perdonado, pero la experiencia de las almas nos atestigua que esta injuria que se hace al Hijo de Dios produce una terrible ceguera espiritual. ¿Cuál sería la suerte de esta alma si la muerte la cogiera de improviso?

    Antes de celebrar la Misa, debemos pensar que con nosotros sucederá lo mismo que ocurrió con los que asistieron a la muerte del Señor al pie de la cruz: podemos beneficiarnos de las gracias de la Misa, o podemos, por el contrario, endurecernos, según sean nuestras disposiciones.

 

2.- Disposición fundamental: unirnos a Jesucristo sacerdote y hostia

    Por una prerrogativa única de su sacerdocio, Cristo es a un tiempo el sacerdote y la víctima del santo sacrificio de la Nueva Alianza.

    ¿Cuál es la disposición primordial que debe tener un ministro de Cristo para que se asemeje lo más perfectamente posible a su divino modelo? La de sintonizar con los sentimientos íntimos que tuvo el corazón de Jesús en el Cenáculo y en el Calvario y con los que ahora tiene en el cielo. Así es como cumplirá lo que dice el Apóstol: «Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús» (Philip., II, 5).

    Cuando, impulsado por el Espíritu Santo, Jesucristo se inmoló en la cruz, el amor era el sentimiento que dominaba en su alma: Ut cognoscat mundus quia diligo Patrem (Jo., XIV, 31). Su alma estaba también llena de sentimientos de adoración y de acción de gracias ante la majestad divina. Jesús se abrasaba en deseos de sacrificarse para expiar los pecados del mundo y merecer así la salvación de toda la humanidad.

    Importa muchísimo que, siempre que celebramos, compartamos los deseos y las intenciones del único Sacerdote de todo sacrificio. Recordad que, después de haber entrado en su gloria, Cristo continúa amando a su Padre y que nosotros debemos perpetuar en la Iglesia el misterio de la Cena, y de la cruz con las mismas disposiciones de espíritu.

    El sacerdote debe unirse, por consiguiente, al Salvador cuando está realizando la «acción» sagrada. Jesús es el más acabado modelo de aquellos sentimientos de religión y de amor de que debe estar revestido su ministro cuando va a ofrecer el sacrificio.

    Jesucristo es, igualmente, modelo en su estado de hostia.

    También aquí debemos apropiarnos sus sentimientos. El ritual de la ordenación nos recuerda en términos bien expresivos este gran deber nuestro. «Imitad el sacrificio que ofrecéis: de suerte que, celebrando el misterio de la muerte del Señor procuréis mortificar vuestros miembros, huyendo del vicio y de la concupiscencia». Solamente entonces presentaréis al Padre vuestra oblación de la manera más perfecta: de aquella misma manera que Cristo eligió en la cruz.

    ¿Por qué, os preguntaréis, ha querido Jesús consagrarse a Dios por nosotros precisamente en calidad de víctima?

    Hay muchas maneras de hacer dones al Señor: por medio de limosnas, de fundaciones piadosas, u ofreciendo algún objeto precioso, como un cáliz, por ejemplo. Todo esto está muy bien y es del agrado del Señor, con tal de que esté inspirado en un motivo de amor.

    Pero existe una diferencia sustancial entre la hostia y cualquiera otra ofrenda. Los dones que hacemos se ofrecen con un fin concreto, que está determinado o por la naturaleza misma del objeto o por la voluntad del donante. Si yo, por ejemplo, ofrezco un cáliz, este objeto tendrá un destino determinado y no se empleará para ningún otro uso. Pero la hostia, ya por el hecho de serlo, no puede tener otro destino que el de ser consagrada a Dios, a quien pertenece enteramente, de modo que pueda disponer de ella a su talante.

    Esta es la razón íntima de porqué Jesucristo quiso ser hostia.

    Ya antes hemos tratado de esto, pero tiene tanta importancia esta doctrina, que bueno será que volvamos a tratar de ella. La primera palabra que dijo Cristo al entrar en el mundo fue esta: «Los holocaustos y sacrificios por el pecado no los recibiste…; heme aquí; que vengo… para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad» (Hebr., X, 67). ¿Y cuál era esta voluntad? Que muriera en el Calvario después de haber sobrellevado toda una vida de trabajos impregnada de amor. He aquí la ofrenda de Cristo.

    También nosotros en la Misa debemos ofrecernos en calidad de hostia, siguiendo así el ejemplo de Cristo, de modo que Dios pueda hacer de nosotros lo que plazca a su voluntad. Debemos abandonarnos en manos de nuestro Creador y Salvador, ofreciéndonos completamente a su disposición.

    Aceptemos de buen grado, uniéndonos al Verbo encarnado, todas las penalidades y todas las dificultades que nos proporciona nuestro ministerio y aceptémonos a nosotros mismos, con todas nuestras insuficiencias, nuestras miserias y nuestras enfermedades corporales. Habituémonos a morir a las solicitaciones y satisfacciones que nos brinda el mundo, siempre que se opongan al reinado de Dios en nuestras almas. Para el sacerdote regular, esta disposición capital tiene su más cumplida expresión en el espíritu de estricta obediencia.

    Todo lo que precede nos ofrece amplia materia para meditar y para examinar seriamente cuáles son los resortes que determinan nuestra conducta. Porque, ¿podemos afirmar que nos hemos puesto en manos de Dios para que Él disponga de nosotros como mejor le plazca?

    Yo os expreso mi deseo de que toméis la resolución de imitar sinceramente el misterio de la inmolación de Cristo que se perpetúa en el altar entre vuestras manos.

 

3.- Disposiciones sugeridas por el Concilio Tridentino

    El Concilio enumera cuatro: tener un corazón sincero, una fe recta, temor y reverencia, y espíritu de compunción y de penitencia: cum corde vero, et recta fide, cum metu et reverentia, contriti et pœnitentes [Sess. XXII, cap. 4].

    En primer lugar, un corazón verdaderamente sincero, es decir, completamente leal consigo mismo. Es esta una cualidad importantísima, aunque hemos de reconocer que no es demasiado común. A veces nos hacemos la ilusión de que somos realmente sinceros en nuestro fuero interior, cuando la verdad es que suele haber pliegues y repliegues que no los abrimos ni a los ojos de Dios.

    Para llegar a poseer este «corazón sincero», nada mejor que desear ardientemente un conocimiento de sí mismo que coincida con el que el Señor tiene de nosotros, y que la luz divina penetre en la oración hasta los últimos escondrijos de nuestra alma y nos haga ver lo que en realidad somos. No basta con ser sinceros cuando hablamos con los demás, sino que es necesario enfrentarse consigo mismo: Qui loquitur veritatem in corde suo (Ps., 14, 2), y, sobre todo, ser sinceros ante Dios. Si el sacerdote quiere presentarse dignamente ante el Señor en el altar, es preciso que tenga este cor verum.

    Mirad lo que nos sucederá el día que lleguemos al cielo. De la misma suerte que, desde el mismo momento de su encarnación, el alma de Jesús fue elevada a la visión del Padre y como envuelta de gloria, porque era el alma del Hijo de Dios encarnado, así también, por una maravillosa condescendencia de amor, el Señor se comunicará a sus hijos adoptivos. El llenará nuestras almas de su misma luz y de su misma felicidad, de acuerdo con el grado de caridad que hayamos alcanzado en el momento de nuestra muerte. Y Dios se mostrará tan bondadoso con nosotros porque verá en nosotros la imagen de su Jesús.

    Hay una expresión en la Sagrada Escritura que suele pasar desapercibida, pero que expresa admirablemente en qué consistirá la felicidad del cielo: Denudabit absconsa sua illi: «Y le revelará sus secretos» [Eccli., IV, 21. Esta «revelación es atribuida a la Sabiduría personificada, la cual, después de haber sometido a prueba la fidelidad de sus discípulos, los llenará de alegría descubriéndoles sus secretos: Sapientia lætificabit illum et denudabit abconsa sua illi. Dom Marmión la aplica a Dios en el momento en que introduce en la luz de la gloria al alma que ha sido ya purificada]. Fijémonos en esta palabra. Dios se mostrará a sus elegidos tal como es en la unidad de sus esencia y en la trinidad de sus personas; les revelará los secretos de su vida eterna: todo les será descubierto en la luz meridiana de la verdad: «Dios es luz y en Él no hay tiniebla alguna» (I Jo., I, 5).

    Por nuestra parte, nosotros nos uniremos al Señor y le glorificaremos en plena claridad. Allá veremos toda la miseria de nuestra existencia anterior y cómo triunfó la gracia en nosotros. Entonces nuestro corazón será perfectamente humilde, porque comprenderá los abismos de la misericordia de Dios y alabará con sinceridad al Señor.

    Creedme si os digo que Dios desea que, ya desde esta vida, vivamos siempre en su presencia en una actitud de absoluta sinceridad.

    ¡Cuántas veces nos engañamos a nosotros mismos!

    No siempre tenemos valor para enfrentarnos en nuestra alma con la mirada divina, ni para presentarnos ante Dios tal como somos. ¡Cuántos defectos, cuántas complacencias secretas y cuántas aficiones desordenadas hay en nosotros que no nos las confesamos ni a nosotros mismos! ¡Cuántas veces nos falta la necesaria energía para realizar los sacrificios que Dios nos pide!

    Meditemos atentamente estas realidades, y si Dios nos exige en adelante alguna renuncia, no vacilemos en aceptarla. Cuando subimos al altar, presentemos a Dios un corazón sincero, leal y sin doblez. El concilio nos garantiza que, si así lo hacemos, participaremos abundantemente de los frutos del sacrificio.

    La segunda disposición requerida es una fe perfecta: recta fide. El concilio se inspiró en el texto de la epístola a los hebreos: «Teniendo, pues, hermanos, en virtud de la sangre de Cristo, firme confianza de entrar en el Santuario… a través del velo, esto es, de su carne, per velamen, id est carnem suam; y teniendo un gran sacerdote…, acerquémonos con sincero corazón, con fe perfecta»: cum vero corde, in plenitudine fidei (Hebr., X, 19-22).

    La figura del Antiguo Testamento, a la que hace alusión este pasaje de San Pablo, tiene una espléndida realización en el santo sacrificio de la Misa. Porque en la Misa Jesucristo nos hace penetrar con Él, no ya en el Sancta Sanctorum del templo de Jerusalén, sino en el de la divinidad, o lo que es lo mismo, en la presencia de Dios. Y nos introduce allí por la virtud de su pasión, cuyos méritos nos aplica la oblación del altar. Esta fe engendrará en nosotros una confianza sin límites en el infinito valor del sacrificio.

    El misterio eucarístico es con toda verdad Mysterium fidei. La Iglesia ha incluido estas dos palabras en la fórmula de la consagración de la preciosísima sangre. Todo aquí es obra de la fe. El poder de la palabra del sacerdote, la presencia de Cristo en virtud de la transubstanciación del pan y del vino y los frutos de salvación que brotan como de un manantial de cada misa, son otras tantas realidades que únicamente la fe puede comprender.

    Hemos leído que algunas almas privilegiadas han visto a Jesucristo en la santa Misa, ofreciéndose a sí mismo, de tal suerte, que desaparecía por completo el sacerdote y solamente veían a Jesucristo. Esta revelación constituye, sin duda, una gracia extraordinaria; pero este hecho prodigioso se conforma en un todo a lo que enseña la Iglesia. ¿Qué nos dice, en efecto, el Concilio? Que «Cristo en el altar es el mismo sacrificador que en el Calvario»: Idem nunc offerens [Sess. XXII, cap. 2].

    La intervención sacerdotal de Jesús ut nunc offerens no debe extrañarnos lo más mínimo. En efecto: «Jesús ha sido constituido por su Padre como juez de todos los hombres»: Neque enim Pater judicat quemquam, sed omne judicium dedit Filio (Jo., V, 22). Cristo juzga a todos los que mueren y cosa sabida es que los hombres mueren todos los días y en todos los momentos de cada día. ¿Pues qué razón hay para que, siendo esto así, no asista también en cada Misa de una manera activa y explícita a los sacerdotes que perpetúan su sacrificio? Lo mismo podemos colegir de lo que sucede en la administración de los sacramentos. San Agustín expresa clarísimamente la doctrina de la Iglesia. «Sea Pedro quien bautiza, sea Pablo o sea Judas, siempre es Cristo quien, en el Espíritu Santo, regenera el alma»: Petrus baptizet? Hic Christus est qui baptizat… Judas baptizet? Hic est qui baptizat… «Cristo bautiza por su propio poder; ellos como instrumentos» [In Jo., VI, P. L., 35, col. 1428].  Lo mismo cabe decir de la Eucaristía: sea quien sea el que consagra, aunque sea hereje o indigno, siempre es Cristo, el que de una manera real y soberana ofrece y consagra, aunque para ello se sirva del ministerio de un hombre.

    Cum metu et reverentia. Al ofrecer su sacrificio, el corazón de Jesús estaba colmado de una profunda reverencia ante la majestad del Padre. ¿Por ventura no había predicho el profeta Isaías que el Espíritu del temor del Señor colmaría su alma?: Et replebit eum Spiritus timoris Domini (XI, 2).

    Al tratar de la virtud de la religión, os he expuesto hasta qué punto toda la vida terrestre de Jesucristo fue un homenaje de religioso respeto. Pues lo mismo cabe decir de su vida en el cielo, donde Cristo esta in gloria Patris, ya que su naturaleza humana, por lo mismo que es una criatura, debe manifestar siempre su acatamiento ante las perfecciones divinas.

    También nosotros, cuando estamos en el altar, debemos sentirnos llenos de este temor reverencial, impregnado de amor y de confianza, hasta el punto que penetre hasta la medula de nuestro ser: Confige timore tuo carnes meas (Ps., 118, 120).

    En cuanto a la última disposición que menciona el Concilio: el espíritu de contrición y de penitencia, ya hemos tratado de ella al hablar de la compunción y no es necesario que repitamos los conceptos expuestos en aquel lugar. ¿Pero cómo no citar aquí aquellas palabras de San Gregorio que tan bien resumen la tradición cristiana? «Es necesario que en el transcurso de laacción sagrada nos inmolemos a Dios por la contrición del corazón, de suerte que, al celebrar los misterios de la pasión del Señor, imitemos también el sacrificio que ofrecemos» [Necesse est, cum agimus, ut nosmetipsos Deo in cordis compunctione mactemus, quia qui passionis dominicæ mysteria celebramus, debemus imitari quod agimus. Dialog., IV, P. L., 77, col. 428. Parece que este pasaje ha inspirado el texto del actual pontifical romano: Imitamini… Toda esta alocución del obispo a los ordenandos aparece por vez primera en el pontifical de Durand de Mende (siglo XIII)].

 

4.- Preparación inmediata –celebración –acción de gracias

    Las disposiciones de que acabamos de hablar debieran mantenerse siempre vivas en el alma del ministro de Cristo, pero esto requiere un esfuerzo que supera las posibilidades de la debilidad humana. Por eso es tan útil que, antes de celebrar la Misa, procuremos disponernos con una preparación inmediata para reavivar nuestra fe y enardecer nuestro corazón.

    El misal contiene magníficas oraciones preparatorias para la santa Misa, que podemos recitar o meditar con mucho provecho. Voy a limitarme a daros algunos consejos a este respecto.

    Todos los métodos y prácticas pueden resumirse en esta proposición: «Cuanto más nos identifiquemos con Jesucristo en la oblación del sacrificio, tanto mejor nos acomodaremos a los designios del Padre y más abundantes serán las gracias que reportaremos de la celebración de la Misa». La secreta del Jueves Santo expresa admirablemente esta verdad de nuestra fe: «Suplicámoste, oh Señor…, que haga aceptable este sacrificio el mismo Jesucristo, tu Hijo, Señor nuestro, que, al instituirle en este día, mandó a sus discípulos celebrarle en memoria suya»: Ipse tibi… sacrificium nostrum reddat acceptum…

    El sacerdote debe, pues, revestirse de la persona de Jesucristo, ya que obra en su nombre. Antes de subir al altar, debe decir a Jesús: «Señor, Vos lo habéis dicho: Sine me nihil potestis facere (Jo., XV, 5); y reconozco que sin Vos nada puedo hacer, sobre todo en esta acción divina del santo sacrificio. Me confieso completamente incapaz de ser vuestro ministro en esta acción de incomparable grandeza. Aunque toda mi vida la empleara en prepararme, nunca alcanzaría la altura que requiere un ministerio tan elevado. Pero ya que, por vuestro Espíritu, se me ha dado una participación en vuestro sacerdocio, os pido humildemente que me concedáis vuestras mismas disposiciones de sacerdote y de hostia, las mismas que tuvisteis en la última Cena y en la cruz, y dignaos suplir con vuestra misericordia lo que falta a mi miseria».

    ¿Sería decoroso que el sacerdote perpetúe el sacrificio de la cruz, sin tratar de conformar su alma y su ser entero a la inmolación que realiza en el altar? Cuando Cristo habla por su boca y se ofrece por sus manos, ¿cómo es posible que el corazón del sacerdote permanezca frío y ajeno a las disposiciones interiores del Salvador?

    Al hacer su oblación, Jesucristo incluyó en la misma a todo el género humano. Por eso, también nosotros debemos abrir nuestra alma de par en par a las necesidades y sufrimientos de todos, pensando en los pecadores, en los pobres, en los enfermos, en los agonizantes, como si nosotros fuéramos los encargados de presentar al Señor todas sus súplicas y demandas. Así es como seremos los voceros de toda la Iglesia.

    Al revestirnos los ornamentos sagrados, debemos hacerlo siempre con la mayor dignidad. Hay en el Génesis un pasaje que nos puede ayudar en ese momento a elevar nuestros pensamientos hacia las verdades de la fe. Rebeca vistió a Jacob los vestidos de su hermano Esaú para que pudiera así presentarse a su padre Isaac y recibir su bendición. Jacob entonces dijo a su padre: Ego sum primogenitus tuus: «Yo soy tu primogénito» (Gen., XXVII, 19). La Iglesia, nuestra Madre, nos dice: «Vais a representar a Jesucristo, vuestro primogénito:Primogenitus in multis fratribus (Rom., VIII, 29); «revestíos de Él»: Induimini Dominum Jesum Christum (Ibid., XIII, 14). Desde este momento podéis acercaros libremente al Padre, porque, a pesar de toda vuestra indignidad, Él ve en vosotros un alter Christus.

    Otra excelente manera de prepararse para ofrecer el santo sacrificio consiste en unirse a las disposiciones que tuvo la Santísima Virgen cuando estaba al pie de la cruz, participando de los mismos sentimientos con que ella hizo la oblación de su Hijo.

    Mientras celebráis la Misa, debéis procurar observar escrupulosamente las rúbricas, ya que ello constituye un homenaje de respeto y de reverencia. El sacerdote que cumple con espíritu de religión las ceremonias prescritas se hace agradable a Dios.

    Al ofrecer el pan y el vino en el ofertorio, no olvidemos nunca el unir a la hostia que presentamos en la patena y al vino que presentamos en el cáliz, el ofrecimiento de nuestras acciones y aún  la de nuestras mismas personas. Si Jesús comprueba que somos «hostias», nos ofrece a su Padre en unión con Él. Así es como la oblación hecha por la mañana se continúa por la fidelidad que conservamos durante todo el día, y así es como toda la vida del sacerdote viene a ser una irradiación de su Misa.

    Mientras estamos celebrando, procuremos que «nuestra alma sintonice con las fórmulas y los gestos litúrgicos». La norma directiva de San Benito: Mens nostra concordet voci, tiene su mejor aplicación en las oraciones que se dicen en el altar.

    Son muchas las fórmulas del misal que nos recuerdan la obra de glorificación que se realiza por nuestro ministerio. La Misa es el acto de culto de latría más excelente. El Gloria Patri, elSuscipe sancte Pater, el Per Ipsum, el Placeat nos dicen que debemos tener la mirada siempre fija en el Padre, en la Trinidad: Offerimus preclaræ majestati tuæ.

    Pero, de acuerdo con los textos litúrgicos, debemos también considerar los tesoros de la divina misericordia y las necesidades de los hombres. Son muchas las oraciones, impregnadas de la sangre de Jesucristo, que nos invitan a interceder por todos ellos. Con más razón y derecho que el sacerdote de la Antigua Alianza, cuando entraba en el Sancta Sanctorum para presentarse ante Dios, debemos nosotros abogar a favor del pueblo que se prosterna al pie del altar.

    No hay mejor acción de gracias que el mismo Jesucristo: Quid retribuam Domino?... Calicem salutaris accipiam.

    Por grandes que sean los sentimientos de gratitud que embarguen nuestra alma durante la celebración de la Misa, es necesario que después del sacrificio demos gracias al Señor desde lo más íntimo de nuestra alma. En esto, cada uno puede seguir lo que el Espíritu le inspire, pero en ningún caso debemos ser de aquellos a quienes se les pueda reprochar que agradecen tan poco cuando tanto han recibido.

    Las oraciones que la liturgia nos recomienda para recitarlas diariamente después de la Misa nos sugieren magníficos actos de agradecimiento. Por el cántico Benedicite todas las criaturas inanimadas se revisten de vida en nuestra inteligencia para acompañarnos a alabar a Dios y el sacerdote se convierte como en el corazón de todas las cosas que por su naturaleza son incapaces de amar, y les presta su voz para que alaben al Señor.

    Además de estas oraciones vocales, debemos dedicar algún tiempo a hacer una oración más personal. La acción de gracias debe ser, ante todo, un acto de suprema adoración. Cuanto más se abaja y se oculta Jesús, más debemos reconocer su divina majestad: «Vos sois el Cristo, el Hijo de Dios vivo, el objeto de las complacencias del Padre. Así lo creo firmemente, y por eso me entrego a Vos con todo mi corazón para cumplir en todo vuestra santísima voluntad».

    Según la opinión común de los teólogos, el efecto principal del sacramento tiene lugar en el momento mismo de la manducación. Pero mientras permanecen en nosotros las especies sacramentales, el Salvador, en virtud de su unión con el alma, continúa siendo un manantial de bendiciones divinas. Por eso precisamente la hora de la acción de gracias tiene tanto valor para que nuestra alma se acostumbre a adherirse a Cristo y a formar con Él un solo espíritu en el amor. Como la oración se intensifica después de la comunión, esta práctica va creando en el alma un precioso hábito de recogimiento. Fue el mismo Cristo el que, después de la Cena, cuando sus discípulos acababan de comulgar, dijo a su Padre: «Los que Tú me has dado, quiero Yo que donde Yo esté, estén ellos también conmigo» (Jo., XVII, 24). Por la gracia del sacramento, Cristo nos atrae hacia Él, para elevarnos con Él hasta el Padre.

    El sacerdote que, inmediatamente después de celebrar su Misa, tiene que oír confesiones, asistir a funerales o dar catecismo a los niños, no debe descorazonarse si sus ministerios le impiden recogerse como quisiera. Que se persuada, por el contrario, de estas dos verdades: estos ministerios son, en realidad, una prolongación del sacrificio, ya que aplican a las almas los frutos de la redención; y por eso son una especie de manifestación del amor que profesamos a Cristo en la persona de sus miembros. Además, que ya el hecho de recibir respetuosamente la Eucaristía y el recitar con piedad las diversas oraciones con que termina la Misa es de por sí una verdadera acción de gracias. Es cierto que ordinariamente las fórmulas de las post-comuniones no expresan explícitamente un sentimiento de agradecimiento; en ellas solemos pedir una participación en los frutos del sacramento. Pero, con todo, estas súplicas suelen significar la alta estima que tenemos del don divino, y con ello son un testimonio de nuestro profundo agradecimiento.

    Independientemente del valor de acción de gracias que tiene la santa Misa en sí misma, importa muchísimo, aún más, es necesario que después de haber celebrado, y en cuanto lo permitan las circunstancias, el sacerdote se ocupe en dar gracias al Señor, porque nunca debemos olvidar que en estos benditos momentos el Hijo de las complacencias que habita in sinu Patris, reposa in sinu peccatoris.

 

 

XIII

El banquete eucarístico

 

    «Ved, nos dice San Juan, qué amor nos ha mostrado el Padre, que llamados hijos de Dios, lo seamos»: Videte qualem caritatem dedit nobis Pater ut filii Dei nominemur et simus (I Jo.,III, 1). Dios es nuestro Padre y nos ama con un amor incomprensible. Todo el amor que existe en el mundo procede de Él y no llega a ser sino una sombra de su caridad sin límites. «¿Puede la mujer olvidarse del fruto de su vientre?, dice el Señor por boca de su profeta; pues aunque ella se olvidara, yo no te olvidaría» (Isa., XLIX, 15).

    Pero el amor tiende a entregarse, y así se une más al objeto amado. Dios es el mismo amor: Deus caritas est (I Jo., IV, 8), y siempre está ansiando comunicársenos. Por eso es por lo que San Juan escribió: «Tanto amó Dios al mundo, que le dio su Unigénito Hijo»: Sic Deus dilexit (Jo., III, 16).

    El Hijo, que participa del mismo amor del Padre, ha querido aceptar la condición de siervo y entregarse al suplicio de la cruz: Majorem hac dilectionem (Jo., XV, 13).

    Y como si esto fuera poco, ahora se oculta bajo las apariencias del pan y del vino, con el propósito de entrar dentro de nosotros y de unirnos a sí de la manera más estrecha. La santa Eucaristía es el último esfuerzo del amor que aspira a entregarse; es el prodigio de la omnipotencia puesta al servicio de la caridad infinita.

    «Todas las obras de Dios son perfectas» (Deut., XXXII, 4). Por eso el Padre celestial ha preparado a sus hijos un banquete digno de Él. No les sirve un manjar material, ni un maná que ha caído del cielo, sino que les da el cuerpo y la sangre, juntamente con el alma y la divinidad de su único Hijo Jesucristo.

    Nunca llegaremos a comprender en esta vida toda la grandeza de este don; pero cuando lleguemos al cielo, lo comprenderemos perfectamente; porque la Eucaristía es Dios que se comunica y Él sólo se comprende plenamente a Sí mismo.

    En este banquete recibimos al Hijo del Padre, al que constituye la felicidad de los elegidos, al que sacia por toda la eternidad a los ángeles y a los santos. Es más, el mismo Padre eterno declara que tiene en Él todas sus delicias: «Este es mi Hijo muy amado, en quien tengo mi complacencia» (Mt., XVII, 5). Ni el mismo Dios podría hacernos participar de un bien más precioso: «¿No creéis que yo estoy en el Padre y el Padre en mí?» (Jo., XIV, 10). «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Ibid., 9). Por la comunión entramos en posesión de toda la Santísima Trinidad, porque el Padre y el Espíritu Santo están necesariamente allí donde está el Hijo, ya que los tres constituyen una misma y única esencia.

 

1.- Parábola del banquete

    No es empresa fácil decir algo nuevo sobre la Eucaristía.

    Pero me ha parecido que la meditación de una página del Evangelio podría contribuir a ilustrar nuestra fe. Esta página esclarece maravillosamente la unión que la Eucaristía produce entre Cristo y nosotros.

    Conocéis perfectamente la parábola del banquete de bodas. Cristo nos dice: «El reino de los cielos es semejante a un rey que preparó el banquete de bodas de su hijo»: Simile est regnum cœlorum homini regi qui fecit nuptias filio suo (Mt., XXII, 2; Lc., XIV, 16).

    ¿A quién representan este rey y este hijo? ¿Quiénes son los invitados de este banquete? ¿Habrá algún misterio oculto bajo esta alegoría?

    Según los doctores de la Iglesia, el rey es el Padre celestial.

    Cuando, para rescatar al mundo, el Padre decretó la encarnación del Verbo, el mismo hecho de la unión de la naturaleza humana a la persona divina constituyó ya de por sí una maravillosa fiesta nupcial. La encarnación del Verbo es realmente un matrimonio, porque, cuando el Hijo de Dios tomó suya la santa humanidad, la hizo su esposa. Estas fueron en su más elevado sentido las «nupcias del Cordero»: Nuptiæ Agni (Apoc., XIX, 7).

    «Este misterio, nos dice San Gregorio, se obró en María cuando recibió el mensaje del ángel»: Uterus… Genitricis Virginis, hujus Sponsi thalamus fuit [Homil. 38 in Evang. P. L., 76, col. 1283]. Dos naturalezas en una sola Persona: ¡qué unidad más estupenda en el ser y qué abrazo más íntimo en el amor! Quæ est ista quæ ascendit de deserto, deliciis affluens, innixa super dilectum suum? (Cant., VIII, 5). La humanidad del Salvador es «esta esposa inmaculada, rebosando en delicias, que sube del desierto de este mundo, apoyada en el Verbo, su esposo».

    La liturgia canta las «maravillas de esta unión»: Mirabile mysterium… Deus homo factus est. Sin perder nada del esplendor de su perfección eterna, el Hijo de Dios ha asumido una naturaleza creada de la nada: Id quod fuit permansit, et quod non erat assumpsit. Esta unión no implica fusión alguna de Dios y del hombre: non commixtionem passus; sino que, por el contrario, salvaguarda la distinción absoluta de las dos naturalezas, al paso que las hace inseparables para siempre: Neque divisionem [Antífona de la Circuncisión].

    Aquí está comprendida toda la doctrina de la encarnación.

    Es el mismo San Gregorio quien nos dice que «por el misterio de la encarnación, el Padre ha querido que se realice la unión nupcial de su Hijo con la Iglesia»: In hoc Pater Regi Filio nuptias fecit, quo ei, per incarnationis mysterium, sanctam Ecclesiam sociavit [Ibid]. Como sabéis, Cristo se une a su Iglesia, uniéndose a cada alma por medio de la gracia santificante y de la caridad. Por eso San Pablo escribía a los fieles de Corinto: «Os he desposado a un solo marido para presentaros a Cristo como casta virgen» (II Cor., XI, 2). Observad que San Pablo no se refiere aquí únicamente a las vírgenes, sino a todos los bautizados, porque, según él, todo cristiano, en virtud de la gracia de la adopción divina, está llamado a unirse a Cristo por el amor.

    Pero volvamos de nuevo a la parábola. El rey había invitado a muchos comensales, pero todos se excusaron. En vista de ello, mandó a sus criados que saliesen a las encrucijadas de los caminos e invitasen a cuantos pobres encontrasen al banquete que tenía preparado. Y así fue como los pobres, los enfermos y hasta los tullidos encontraron un puesto en la sala del banquete.

    ¿A quién representa esta multitud? Siguiendo la opinión de Orígenes y de San Jerónimo y de acuerdo con el empleo que la sagrada liturgia hace de algunos textos de esta parábola, creemos que en ella está representado el pueblo cristiano al que la munificencia divina ha llamado al banquete eucarístico. Los que participan de los misterios sagrados se benefician de la unión de amor que está reservada a los comensales del banquete. Cristo toma posesión de sus almas y ellos, a su vez, le poseen por la fe y la caridad.

    Tengamos siempre bien presente que esta unión se asemeja de alguna manera a la unión de la santa Humanidad con el Verbo, ya que ésta es el modelo de todas las relaciones de intimidad y de amor entre la criatura y su Dios.

    Por muy admirable que nos parezca, todos hemos sido invitados a alcanzar las cimas de esta vida sobrenatural.

 

2.- La Misa, banquete de los hijos de Dios

    Todos los días se prepara este espléndido banquete. El festín de las bodas del Hijo de Dios se renueva cada mañana en el santo sacrificio. Y tanto el sacerdote como los fieles son invitados a tomar parte en él.

    Este misterio de unión es obra de la Sabiduría divina, la cual lo ha confiado a la Iglesia para que ésta lo dispense a los fieles. En el seno de la Iglesia, la Misa viene a ser el foco de donde irradia la gracia sobre todas las obras de los miembros de Cristo. Y por lo que en particular atañe al sacerdote, el oficio divino, la meditación, los ministerios y la abnegación en todas sus formas reciben su impulso sobrenatural de la virtud santificadora de este divino sacrificio. Así nos lo da a entender una oración del misal: «Que los sacrosantos misterios en que has puesto la fuente de la santidad nos santifiquen de verdad también a nosotros» [Secreta de la misa de San Ignacio de Loyola].

    Veamos ahora cómo llegan hasta nosotros las gracias que brotan de la Misa.

    Ante todo, por medio de la sagrada comunión. La Eucaristía es, por excelencia, el sacramento que comunica al sacerdote y a los fieles los frutos de la sagrada inmolación. Así lo dice clarísimamente la oración Supplices del Canon cuando pide que «todos los que participan de la oblación del altar por la recepción de cuerpo y de la sangre de Jesucristo sean llenos de toda bendición celestial y de gracia»: Omni benedictione cælesti et gratia repleamur. El don de la Eucaristía es la respuesta que nos da la clemencia del Padre a la ofrenda que le hacemos de su Hijo. Por una increíble condescendencia, el Padre quiere que tanto el celebrante como los fieles se alimenten de la misma víctima del sacrificio y lleguen así a poseer todos los inmensos bienes sobrenaturales, de los cuales la santa Misa es el manantial.

    De esta suerte, Cristo se une por amor a todos los miembros de su Iglesia, enriqueciéndoles con todos sus bienes: In omnibus divites facti estis in illo (I Cor., I, 5). Por la Eucaristía, «les hace participar de los frutos de su redención»: Ut redemptionis tuæ fructum in nobis jugiter sentiamus [Oración de la fiesta del Corpus Christi]. Este redemptionis fructus se nos aplica realmente en la comunión. Por eso es por lo que nunca debemos estimar la comunión como una práctica piadosa cualquiera, como un detalle o como un ejercicio de secundaria importancia en el conjunto de nuestra espiritualidad. Porque cuando Jesucristo viene a nosotros, «viene para comunicarnos su vida», como nos dice el Evangelio, y no lo hace con parsimonia, sino «con una divina sobreabundancia»: Ego veni ut vitam habeant, et abundantius habeant (Jo., X, 10).

 

3.- La comunión nos invita a un ideal altísimo de vida

    ¿Cuál es esta vida sobreeminente a la cual invita la unión eucarística a todos los cristianos y en particular a los sacerdotes?

    Es de tanta trascendencia esta doctrina, que debemos recurrir a ella a cada paso.

    Cristo es el modelo perfecto de la santidad humana que el Padre quiere ver reproducida en sus hijos adoptivos: Prædestinavit nos conformes fieri imaginis Filii sui (Rom., VIII, 29). Todos, aunque en diverso grado, estamos obligados a adquirir esta semejanza sobrenatural, so pena de no poder participar en el banquete del cielo. Esta conformidad con el Hijo encarnado es la que produce en nosotros la elevación espiritual y la armonía entre el elemento humano y el elemento divino que el Padre espera de nosotros.

    ¿En qué consiste la santidad de Jesús? En la Trinidad, el Padre es el principio de donde el Hijo ha recibido todo cuanto es. Así lo dijo el mismo Jesús: «Pues así como el Padre tiene la vida en sí mismo, así dio también al Hijo tener vida en sí mismo» (Jo., V, 26).

    También la humanidad de Jesús recibe del Padre toda su incomparable dignidad. Del seno del Padre descendía constantemente sobre Jesús una efusión inagotable de vida divina, que le comunicaba la plenitud de la gracia santificante, la caridad infusa y los dones del Espíritu Santo.

    La unión hipostática santificaba el alma y el cuerpo de Cristo. Esta «gracia de unión» constituía la raíz de todas las demás comunicaciones otorgadas a la humanidad de Cristo para el cumplimiento perfecto de su misión redentora.

    De esta manera, el alma de Jesús no cesaba de contemplar al Padre, al Verbo y al Espíritu Santo. Es verdad que dentro de la unidad de la persona divina, las dos naturalezas continuaban siendo realmente distintas; pero existía entre ambas una unión inefable. Todo lo recibía Jesús del Padre, como de única fuente, y Él, a su vez, se consagraba enteramente a su Padre y le glorificaba en todas sus acciones.

    Este es el ideal de eminente santidad que Cristo quiere establecer en el alma del que comulga.

    Al dar a la Iglesia el gran don de la Eucaristía, Dios lo hizo con la intención de que Cristo fuese ofrecido e inmolado bajo las sagradas especies, de que fuese adorado, visitado y amado en el sagrario; pero quiso también que su Hijo se convirtiese en alimento para hacernos participar de la vida divina: «Si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros» (Jo., VI, 53).

    El pan común, aunque no tiene vida en sí mismo, sostiene, sin embargo, el vigor de nuestro cuerpo; pero cuando tomamos el pan y el cuerpo eucarísticos, es un ser vivo, es Jesús quien penetra en nosotros y toma posesión de nuestro ser y, en virtud de esta unión, nos hace semejantes a Él. Por eso dijo: «Yo soy, Ego sum, el pan vivo bajado del cielo» (Ibid., 51).

    Aunque la vida divina es inaccesible en sí misma, este sacramento hace que venga a nosotros. Todo aumento de santidad que el Padre quiere otorgar a sus hijos adoptivos lo ha puesto en manos de Jesús para que éste nos lo comunique.

    Considerad esta maravilla: el alma del Salvador estaba en contacto ininterrumpido con el Verbo y éste la vivificaba. Nuestra unión sacramental con Cristo no dura cada día más que unos pocos momentos, pero, por breve que sea, ¡qué poder más grande tiene para santificarnos! Aunque esta unión sacramental no es tan íntima como la del Verbo con su humanidad, sin embargo es verdad que el autor de la gracia reposa en el alma, la reviste de sus méritos, le concede el don de vivir la vida de la filiación adoptiva y le abre el acceso hasta la misma Trinidad: «Si alguno me ama…, mi Padre le amará, y vendremos a él y en él haremos morada» (Jo., XIV, 23).

    La unión sacramental guarda una semejanza tan real con la unión del Verbo y su humanidad, que el mismo Jesús es quien nos lo asegura: «Así como me envío mi Padre vivo, y vivo Yo por mi Padre, así también el que me come vivirá por mí» (Jo., VI, 57). No es posible llegar a comprender toda la profundidad del misterio de la unión eucarística si no se tiene en cuenta este paralelismo que el mismo Cristo quiso emplear. Considerad la estupenda elevación que esta comparación deja entrever hasta que lleguéis a empaparos en la verdad que nos descubre. Si así lo hacéis, no os quepa duda de que durante toda vuestra vida sacerdotal sentiréis cómo se afianzan y se estimulan el respeto y la confianza de alcanzar la gracia que os debe acompañar siempre que comulgáis. San Hilario resume en estos concisos términos estas ideas tan elevadas: «Cristo ha recibido su vida del Padre, y así como Él vive por el Padre, así también nosotros vivimos por su carne»: Quomodo per Patrem vivit, eodem modo nos per carnem ejus vivimus [De Trinitate, VIII, P. L., 10, col. 248].

    La Misa cuenta entre sus más altas prerrogativas la de ser realmente un festín nupcial. En el momento de la encarnación, el Padre presentó a su Hijo una naturaleza humana que estaba destinada a unirse a él como una esposa inmaculada. En el altar, el sacerdote presenta a Cristo unas almas para que las vivifique: su propia alma y las de los asistentes, para que el Señor se comunique a ellas y las haga participar de su propia vida.

    Procuremos caer en la cuenta del ideal tan sublime al que nos invita la sagrada comunión. Porque nuestro progreso en la santidad depende, en gran parte, de nuestra manera habitual de participar del banquete eucarístico.

 

4.- Efectos de la comunión

    La consideración de la naturaleza de la unión divina que establece en nuestras almas la Eucaristía no agota todo lo que debemos recordar acerca de este inefable sacramento. Veamos ahora concretamente cuáles son las gracias que produce en el alma cada comunión.

    Los sacramentos producen el efecto expresado por su elemento sensible. Por eso, la Eucaristía, que ha sido instituida en forma de banquete, debe producir en el orden sobrenatural una misteriosa alimentación de la vida del alma.

    El alimento corporal primeramente es absorbido, y luego el organismo lo asimila y, de esta manera, conserva la vida y asegura el crecimiento. El pan eucarístico obra en nosotros de modo análogo. Al tiempo que «lo recibimos por la boca», quod ore sumpsimus, «Cristo se une a nuestra alma»: pura mente capiamus, y fecunda y aumenta en ella la vida divina, cuyo germen recibimos en el bautismo.

    Cuando comemos, transformamos en nuestra propia sustancia el alimento que tomamos; pero cuando recibimos a Jesús en la Eucaristía no sucede así, sino que, por el contrario, es Jesús quien nos transforma en Él. En esta misteriosa unión que produce la Eucaristía, se realiza plenamente la frase que San Agustín pone en labios del Señor: «Yo soy manjar de los que son ya grandes y robustos: crece, y entonces te serviré de alimento. Pero no me mudarás en tu sustancia propia, como sucede al manjar de que se alimenta el cuerpo, sino al contrario, tú te mudarás en mí» [Confessiones, VII, 10. P. L., 32, col. 742].

    Este es el primer efecto sacramental que la comunión produce ex opere operato: el aumento de la gracia santificante. Cada vez que nos acercamos a comulgar con las debidas disposiciones, la gracia nos hace más semejantes a Dios, más «deiformes», en virtud de «una participación sobrenatural de su naturaleza»: Efficiamini divinæ consortes naturæ (II Petr., I, 4).

    Para que llegue a consumarse en toda su plenitud la unión del hombre con Cristo, el Padre ha querido que la virtud propia del sacramento sirva también para avivar y enfervorizar en nosotros la caridad habitual. Este amor que produce en nosotros la Eucaristía no solamente nos acerca a Cristo, sino que llega a unirnos tan estrechamente a Él, que «poco a poco va transformándonos en el objeto amado»: In virtute hujus sacramenti, dice Santo Tomás, fit quædam transformatio hominis ad Christum, per amorem [IV Sententiarum, Distinctio XII, q. 11, 2]. Es tan grande la intimidad de la presencia divina en la sagrada comunión, que el Salvador ha podido decir: «El que come mi carne… está en mí y Yo en él» (Jo., VI, 56).

    Esta voluntaria adhesión de amor a Cristo vivifica y fortalece toda la práctica de las virtudes cristianas, porque la caridad tiene una eficacia soberana para ayudar al sacerdote en su afán de imitar los ejemplos de Jesús. Nunca llegaremos a alcanzar la verdadera santidad si el Padre no encuentra en nuestras almas los rasgos propios de su Hijo encarnado. Debemos procurar asimilarnos de tal manera a Cristo, que el Padre nos reconozca como verdaderos hijos suyos. Y la Eucaristía es la que nos sostiene y estimula en esta empresa de asimilarnos para imitar a Cristo, ya que nos da las gracias que necesitamos para imitar a Jesucristo en la aceptación de la divina voluntad, de la entrega de nuestras personas y de nuestras actividades al bien del prójimo, en la paciencia y en el espíritu de perdón.

    Todos aspiramos a ser sacerdotes fervorosos. No importa que tengamos un temperamento débil o enérgico. La sagrada comunión nos infunde a todos la fuerza que viene del mismo Dios. El pan que recibió Elías «para reanimarle en su desfallecimiento» era una figura de la Eucaristía: Et ambulavit in fortitudine cibi illius usque ad montem Dei (III Reg., XIX, 8). También a nosotros la sagrada comunión nos suministra un «remedio a nuestra flaqueza» como nos enseña la liturgia: Fortitudo fragilium [Postcomunión de las ferias de Cuaresma]. El amor que enciende en nuestras almas nos permite vencer el hastío, la pereza y las tentaciones, ayudándonos eficazmente a llevar nuestra cruz en pos del divino Maestro.

    Otro de los efectos propios de la Eucaristía es el de perdonar los pecados veniales. El amor fervoroso, que es el efecto inmediato de la gracia que este sacramento nos comunica, produce en el alma una gran aversión a todo cuanto obstaculiza la unión. Este aborrecimiento del pecado nos consigue de Dios el perdón de aquellos pecados veniales a los que no tenemos afecto. Esta es la razón de porqué la Eucaristía «purifica al alma de las manchas que en ella han dejado los pecados cometidos»: Ut in me non remaneat scelerum macula. Además que por los auxilios divinos que nos asegura, «corrige nuestras malas inclinaciones»: Vitia nostra curentur [Postcomunión de la dominica XVII después de Pentecostés]. Por eso, todos los días pedimos al Señor en la Misa que la recepción de la Eucaristía nos sirva de «saludable remedio»: Ad medelam percipiendam.

    La alegría espiritual, que tanta importancia tiene en nuestra vida sacerdotal, es otra de las gracias que nos proporciona la Eucaristía, por más que sean muy pocos los que reparan debidamente en ella.

    La sagrada comunión es un inmenso manantial de la más pura, íntima y sólida alegría. Dios es la felicidad por esencia y todo el bien que se encuentra en la creación no es sino un reflejo, una sombra de esta felicidad infinita. Es tan grande la alegría que se experimenta en el cielo, que San Pablo nos dice que «ni el ojo vio, y ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre, lo que Dios ha preparado para los que le aman» (I Cor., II, 9).

    La unión eucarística nos comunica no ya una emanación de esta felicidad celestial, sino a su mismo Autor, que viene a nosotros con todas sus incomparables riquezas. Santa Rosa de Lima decía que en el momento de comulgar le parecía que el mismo sol entraba en su alma [Acta Sanctorum, 39. Augusti, V, pág. 958]. Y puede decirse con toda verdad que, así como en la creación el sol es fuente de luz, de vida y de crecimiento, así también en la intimidad del alma este Jesús a quien recibimos en la sagrada comunión es la fuente de esta alegría siempre floreciente y de este coraje que no conoce el abatimiento que constituyen la fuerza que sostiene al cristiano.

    No hablo ahora de los consuelos sensibles, sino de aquella esperanza, de aquel entusiasmo que hacía exclamar a San Pablo: «Reboso de gozo en todas nuestras tribulaciones» (II Cor.,VII, 4). Esta alegría sobrenatural era la que hacía que los mártires sonrieran y cantaran en medio de los suplicios. Era que antes de salir a la arena del anfiteatro se habían fortalecido con el banquete de las bodas del Cordero, era que habían comulgado.

    Esta felicidad que comunica la Eucaristía se traduce en ciertas almas en un vivo sentimiento de serenidad y de paz. Cuando el general de Sonis estaba en campaña solía comulgar siempre que tenía oportunidad de hacerlo. El día de la batalla de Solferino, escribía después que hubo terminado el combate: «No creo que durante toda esta terrible jornada haya perdido de vista la presencia de Dios ni un solo instante». ¿No es verdad que la actitud que observó este valiente soldado en medio del tumulto y de los peligros de la batalla es un sorprendente y aleccionador ejemplo de lo que puede y debe ser la serenidad y la tranquilidad del alma santificada por la divina presencia?

    Aunque no tengamos una fe muy viva en las maravillas que produce la Eucaristía, debemos, sin embargo, cuando llega el momento de la comunión, esforzarnos en creer con firmeza en la realidad y en la grandeza de este don inefable que Dios hace a nuestra alma. Si así lo hacemos, es seguro que poco a poco irá obrándose en la intimidad de nuestra vida sacerdotal una bienhechora transformación.

    Nunca llegaremos a agotar la vitalidad de los frutos que nos suministra este divino sacramento. Y ya que no podamos agotar la materia, vamos siquiera a señalar un último y supremo efecto: la Eucaristía «nos da la garantía de la felicidad eterna»: Et futuræ gloriæ nobis pignus datur [Antífona de las vísperas del Corpus Christi]. Ella nos prepara y nos dispone para el festín celestial «en el reino del Padre», festín que el mismo Cristo prometió después de la última Cena (Mt., XXVI, 29), festín en el que «hartará a los elegidos de su gloria»: Satiabor cum apparuerit gloria tua (Ps., 16, 15). ¿Pensamos en esto todo lo que debiéramos siempre que decimos: «Que el cuerpo…, que la sangre del Señor guarde mi alma hasta la vida eterna»?...

 

5.- Unidad en Cristo

    Todos los efectos de los que hasta ahora os he hablado conciernen a cada uno de nosotros en particular. Pero la Eucaristía es, además de todo esto, el sacramento que nos une a Cristo en cuanto es Cabeza del Cuerpo Místico. Ella injerta al cristiano en esta plenitud de orden sobrenatural que hace que Cristo y nosotros formemos un todo único e incomparable.

    Debemos tener conciencia clara de que pertenecemos al Cuerpo Místico. Y mucho más nosotros los sacerdotes, porque ella es la que sostiene nuestro celo con las almas que nos han sido confiadas.

    Jesucristo desea ardientemente que los fieles de su Iglesia estén unidos a su Cabeza y que ellos lo estén entre sí. En la última Cena, luego que hubo instituido el sacramento de la Eucaristía, se dirigió a su Padre para pedirle que todos sus fieles estuviesen unidos en Él. «Padre santo, guarda en tu nombre a éstos… para que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y Yo en ti…, para que sean consumados en la unidad» (Jo., XVII, 11, 21, 23). La Misa y la comunión –banquete de las bodas del Hijo de Dios– son los medios sagrados que han sido principalmente destinados a realizar esta unión tan sublime: «Porque el pan es uno, nos dice el Apóstol, somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan»: Quonian unus panis, unum corpus multi sumus, omnes qui de uno pane participamus (I Cor., X, 17). La virtud del sacramento hace que las almas penetren en el misterio del Cuerpo Místico, convirtiéndolas en miembros más unidos al Señor, que viven más de su vida y se consagran más plenamente a su servicio.

    Son tan amplios los frutos de la unión eucarística, que los fieles no solamente se sienten impulsados a amar a Cristo, sino también, con Él y por Él, a todo su Cuerpo Místico. La gracia del sacramento nos hace abrazar el «Cristo total»: la Cabeza, los miembros y todas las almas que han sido redimidas por su sacrificio. La caridad es el aglutinante sobrenatural que tiene el poder, ya desde aquí abajo, de unir entre sí de una manera maravillosa a todos los miembros que forman la ciudad de Dios.

    Hagamos el propósito de que el reinado de la caridad de Cristo en su Iglesia constituya siempre el objeto de nuestros deseos, de nuestro celo y de nuestra predicación. Trabajemos para que sea una realidad en la diócesis, en la parroquia, en las obras que dirigimos, en todo cuanto nos rodea. El fervor de la caridad hará que seamos siempre respetuosos y cariñosos con el prójimo, consagrándonos a su bien con olvido total de nosotros mismos. Y cuando llegue el momento de la comunión, alejará de nuestra alma el recuerdo de las faltas del prójimo, y nos tendrá al abrigo de la indiferencia, de la frialdad y de todo lo que contribuye a la división. Así será como la Eucaristía, que es sacramento de la unidad, nos incorporará cada vez más a Cristo: «Te rogamos, oh Dios omnipotente, que seamos contados entre los miembros de Aquél, con cuyo cuerpo y sangre comulgamos» [Postcomunión del sábado de la 3ª semana de Cuaresma].

    ¿Se puede afirmar que la santa Humanidad de Jesús está presente en el alma de todos y cada uno de los miembros de su Cuerpo Místico?

    No cabe duda que al comulgar nos ponemos en contacto con Jesús y que entonces ejerce en nosotros su soberano dominio. Como declara el Concilio de Efeso: «La carne de Cristo es vivificadora…, porque es la carne del verbo»: Carnem Domini vivificatricem esse… quia facta est propria Verbi [Canon 11]. En el sacramento, Jesús toca, santifica y entra en posesión del alma, irradiando su virtud sobre ella desde el foco glorioso de la Eucaristía. Mientras permanecen sin alterarse las especies sagradas, el alma se beneficia de este contactus virtutis,dependiendo más y más de la acción del Señor y uniéndose más íntimamente a su Cuerpo Místico.

    Pero, aún cuando cese la presencia sacramental, el alma fiel continúa estando siempre bajo la influencia del Señor, del cual es miembro. El Señor continúa asistiéndole tanto desde fuera como desde lo más íntimo de su ser para fecundar su vida sobrenatural. «Él habita siempre de alguna manera en su corazón»: Christum habitare per fidem in cordibus nostris (Eph., III, 17). No se refiere el Apóstol con estas palabras a la presencia eucarística, sino a esa otra unión eficaz, íntima y continua, en virtud de la cual Cristo, el Verbo encarnado, Cabeza del Cuerpo Místico, vive y obra de modo permanente en el alma de todos y cada uno de nosotros.

 

6.- Obstáculos para alcanzar los frutos de la comunión

    A veces nos quejamos de que nuestras comuniones no producen apenas en nuestra alma fruto alguno y lo mismo oímos decir a otras almas piadosas. Y, sin embargo, «este pan bajado del cielo contiene en sí todo sabor espiritual»: Omne delectamentum.

    El poco fervor de nuestras comuniones proviene ordinariamente de múltiples causas. Algunas de ellas son pasajeras. La salud, el ambiente y la desgana que puede venirnos en el momento de ir a celebrar suelen impedir que el alma guste con la debida paz de la divina presencia.

    Pero dejemos a un lado estas razones particulares y fijemos nuestra atención en dos obstáculos que a todos se pueden ofrecer, y a los cuales es menester poner remedio eficaz: la falta de fe viva y la insuficiencia del don de sí mismo.

    La Eucaristía es, por excelencia, el mysterium fidei. Cuando contemplamos la hostia consagrada, nada hay que revele a nuestros sentidos la presencia real de nuestro Salvador. Y, sin embargo, Él está allí, con toda la majestad de su gloria, con el mismo amor que nos profesaba cuando vivía entre nosotros durante su vida mortal. Sola la fe alcanza este misterio, por encima de las apariencias del pan y del vino.

    Si en el momento de comulgar nuestra fe es débil, o permanece como dormida, o si se deja distraer por las cosas exteriores, es natural que no pueda apreciar en su justo valor el don del Padre ni la misericordiosa condescendencia de Jesús. Si nos falta la fe, quedaremos indiferentes ante las riquezas sobrenaturales que nos proporciona la Eucaristía.

    Por el contrario, cuando el alma tiene una fe despierta y atenta, queda como sobrecogida de admiración, y se da perfecta cuenta de que el don de Cristo al mundo y a cada uno de los hombres sigue siendo siempre actual y operante. Este sacramento hace «que seamos llenos de toda plenitud de Dios»: Ut impleamini in omnem plenitudinem Dei (Eph., III, 19).

    Cuando, al contemplar estas maravillas, sufrís porque, a pesar de haberos preparado debidamente, no sentís en vuestro corazón aquel santo ardor que esperabais, no por eso debéis afligiros. Dios no os pide que entréis en contacto con las realidades sobrenaturales por medio del sentimiento, sino que quiere que le sirváis y le améis en la oscuridad de la fe y por la adhesión de vuestra voluntad. Los sentimientos son útiles en cuanto que sirven para avivar nuestra fe. En vuestras comuniones y en vuestras relaciones íntimas con la Eucaristía procurad uniros al Señor por la fe, como lo hacía San Pablo cuando decía: In fide vivo Filii Dei (Gal., II, 20).

    Hay una segunda disposición interior, de cuya falta se siguen grandes inconvenientes para obtener los debidos efectos de la comunión. Me refiero al don de sí mismo. Ya que el Señor se nos entrega en la sagrada comunión, ¿no será conveniente que también nosotros, por nuestra parte, nos entreguemos a Él? Esta donación de sí mismo consiste en poner toda nuestra vida a disposición del Señor, aceptando de antemano todo cuanto su voluntad quiera ordenarnos tanto en el presente como en lo porvenir. Este abandono es la dispositio unionis por excelencia. Gracias a ella, Cristo no encuentra en nosotros nada que pueda oponerse a su reinado en nuestra alma.

    «Comunión» quiere decir «unión con» Jesús. Para que pueda realizarse esta unión hay que presentar al Señor un alma a la cual pueda unirse con su santidad y su amor. Cristo no puede unirse con el que no es humilde, con el que no le acoja plenamente, con el que abandona sus deberes de estado y, sobre todo, con el que no tiene caridad y no sabe perdonar al prójimo. ¿No es verdad que sería cometer una hipocresía el pretender unirse a la Cabeza, al mismo tiempo que se desentiende de las necesidades de sus miembros y se menosprecia su amor? Lo que obstaculiza nuestra unión con Cristo es nuestro amor propio, nuestra susceptibilidad, nuestros proyectos de vanagloria, nuestras aspiraciones egoístas, nuestras miras terrenas o demasiado humanas. Todo esto se opone a que nuestra voluntad se conforme plenamente con la de Jesús.

    No son, pues, nuestra debilidad ni nuestras miserias morales las que nos impiden participar de los frutos del sacramento, cuando lejos de complacernos en ellas las lamentamos. Precisamente Jesús viene a nosotros para darnos la fuerza que necesitamos para combatir nuestros defectos. «Él cargó sobre sí nuestras enfermedades y cargó con nuestros dolores»: Vere languores nostros ipse tulit et dolores nostros ipse portavit (Isa., LIII, 4).

    ¿Dónde encontraremos el modelo más perfecto de este don de sí mismo? En el mismo Cristo. Según la doctrina de los Padres de la Iglesia, la unión de sus dos naturalezas tenía un carácter nupcial. Cuando comulgamos, nos unimos a Cristo por el amor, y Cristo entonces nos atrae y nos une a Él para que seamos siempre suyos.

    ¿Cuál fue la disposición fundamental de la humanidad de Jesús desde el momento mismo de su encarnación? Ella se entregó y se abandonó, como la esposa se entrega y se abandona a su esposo. Ecce venio… ut faciam voluntatem tuam (Hebr., X, 7). ¿Cuál fue la actitud interior que observó la Santísima Virgen durante toda su vida? Sin duda, la misma que nos da a entender la respuesta que dio al ángel el día de la anunciación: «He aquí la esclava del Señor».

    Estas dos palabras: Ecce venio… Ecce ancilla… se hacen eco la una a la otra.

    Esta debe ser también la disposición de nuestra alma cuando nos acercamos a comulgar. Esta disposición es eminentemente sacerdotal y corresponde a la misión que el sacerdote ejerce en la Iglesia. Ella facilita el Imitamini quod tractatis y asegura a nuestras comuniones abundantes frutos de gracia.

    Además de estos dos obstáculos, hay otro tercero del que tendrán seguramente experiencia los sacerdotes celosos que están consagrados de lleno a sus ministerios. Se trata de la dificultad de entretenerse a solas con el Señor, tanto antes como después de la comunión. Cuando quisieran poder dedicar un rato a la oración, por todas partes les molestan e importunan sin cesar.

    Creo que el mejor consejo que puedo darles a los que así se ven asaeteados por sus ocupaciones es que se esfuercen en suplir esta falta de recogimiento con una gran pureza de intención, diciendo con viva fe: «Yo sirvo a Cristo en sus miembros y les dedico todo mi ministerio por amor a Él».

    La mejor preparación inmediata para comulgar bien es celebrar la santa Misa con fe viva.

    Si no podemos dar gracias inmediatamente después de celebrar el santo sacrificio, la podemos suplir más tarde con una oración o con una visita al Santísimo Sacramento. Claro está que no quiero decir con esto que sea lícito el minimizar la importancia de una religiosa y respetuosa acción de gracias. Solamente pretendo recordaros que, si a pesar de vuestro buenos deseos, os asaltan las necesidades urgentes del ministerio, no por eso debéis perder la confianza, porque la dispositio unionis por excelencia consiste en el don de sí mismo.

    El hábito de acordarse durante el día del insigne beneficio de la comunión de la mañana y de prepararse por anticipado a la del día siguiente es también una excelente práctica de piedad para obtener abundantes frutos de la recepción de este sacramento.

    Todas las mañanas encontramos en el altar un amigo infinitamente digno de ser amado, que es Jesús, nuestro Dios. Animémonos a amarle con humildad, a entregarnos a Él sin reserva, con todas las vicisitudes del presente y con todo el misterio que encierra el porvenir. Apoyándonos únicamente en sus méritos y en su gracia para poder alcanzar esta santidad de vida y para llegar a esta plenitud de unión con Él. Así nos lo recomienda San Agustín: «Amemos a Dios por el don que nos ha hecho de sí»: Amemus Deum de Deo [Sermo, 34. P. L., 38, col. 210].

    Un alma que vive con estos sentimientos puede celebrar y comulgar siempre con mucho fruto.

  

XIV

El Oficio Divino

 

    Aun después de haber bajado del altar continuamos siendo sacerdotes. Además del sacrificio de la Misa, tenemos otra función sacerdotal que ofrece a Dios, que consiste en glorificarle mediante la recitación del oficio divino.

    Toda la vida de Jesús fue un homenaje sacerdotal. Desde el momento mismo que entró en el mundo, el Verbo encarnado se presentó a su Padre en calidad de sacerdote y durante toda su existencia terrena Jesús ofreció a su Padre una adoración y una alabanza ininterrumpida.

    Antes de empezar a recitar las Horas, solemos hacer alusión a esta constante oración sacerdotal de nuestro Salvador, cuando expresamos nuestro deseo de «cumplir nuestro deber, de recitar las Horas uniéndonos a aquella divina intención que le animaba cuando alababa a Dios en este mundo».

    Por la diaria recitación del breviario, el sacerdote aspira a imitar a Cristo en su contemplación del Padre y en su oración perfecta. Y así es cómo rinde al Señor la glorificación a que tiene derecho.

    Desde el día mismo que se ordenó de subdiácono, la vida del ministro de Cristo está enteramente consagrada al servicio divino. El culto de Dios es la primera y la principal razón de ser de su estado. Y por eso precisamente la Iglesia no se contenta con recomendarle que sea un hombre de oración, sino que incluso le prescribe hasta la forma en que debe orar. Si se exceptúa la asistencia a la Misa y la recepción de los sacramentos, los simples fieles tienen libertad para escoger sus devociones, pero la oración y la alabanza del sacerdote tiene tal importancia, que la Iglesia las ha reglamentado con todo detalle.

    La Iglesia ha impuesto a los sacerdotes el deber de recitar el oficio divino como una grave obligación. ¿Por qué esta gravedad?

    Ante todo, porque las Horas canónicas constituyen un homenaje de religión que la Iglesia se cree obligada a ofrecer a Dios por los labios de sus ministros. Y, además, porque el sacerdote debe recurrir al gran medio de la oración renovada incesantemente, para evitar la medianía moral y para mantenerse en el fervor.

    Hay quienes se lamentan de que el breviario «no les dice nada» y de que su recitación, en lugar de servirles de aliento y de consuelo, resulta para ellos una carga pesada. Reconozco que la recitación diaria de las Horas canónicas implica un deber que es, hasta cierto punto, penoso. Pero no dudéis que, si os penetráis de las grandes verdades de la fe que os vamos a recordar y seguís las directivas que os vamos a proponer, experimentaréis hasta qué punto puede sobrenaturalizarse toda vuestra vida sacerdotal mediante la digna recitación del breviario.

 

1.- Excelencia del oficio divino

    ¿Cómo podremos formarnos una idea digna y cabal de las excelencias de la oración oficial de la Iglesia?

    En la adorable Trinidad, Dios se da a sí mismo una gloria digna de Él y una alabanza perfecta. Lo sabemos por la revelación, ya que el Verbo, la segunda persona de la Trinidad, es «la gloria del Padre»: Splendor gloriæ et figura substantiæ ejus (Hebr., I, 3). Él constituye en el seno del Padre el sublime cántico eternal: Et Verbum erat apud Deum (Jo., I, 1); Él es, por excelencia, el himno infinito de glorificación que se canta in sinu Patris. Nosotros somos incapaces de formarnos una idea adecuada de esta alabanza que el Hijo tributa al Padre, en cuanto que es la Palabra subsistente que expresa toda su perfección.

    Además, el Verbo, que es uno con el Padre y el Espíritu Santo, «ha creado todas las cosas»: Omnia per ipsum facta sunt. Esta creación la había concebido el Padre en su Sabiduría; en ella, «en el Verbo, la creación tenía ya vida» y cantaba la gloria del Padre: Quod factum est, in Ipso vita erat.

    Al encarnarse, el Hijo no ha dejado de ser la Palabra viviente, el Cántico que era desde toda la eternidad, pero al asumir la naturaleza humana, ha alabado al Padre de otra nueva manera. Desde este punto, existe en la tierra una alabanza humana que es propia del Verbo encarnado.

    Reconocemos, pues, en Cristo un himno divino que sobrepasa nuestros alcances y que adoramos profundamente, y un himno humano. En cuanto hombre, Jesús alababa a su Padre con la alegría que le proporcionaba su participación de la filiación eterna. Su alma contemplaba en el Verbo la vida de la Trinidad.

    Pero, además, toda la naturaleza creada tomaba de Él un nuevo impulso para bendecir al Padre. Jesús era, por decirlo así, la boca de toda la creación. Esta alabanza será siempre la de un Dios, pero se expresaba en un lenguaje humano adecuado a nuestra naturaleza y revestía diversas formas de expresión.

    ¡Qué motivo de contemplación más admirable nos ofrece la oración de Jesús durante su vida mortal!: Erat pernoctans in oratione Dei (Lc., VI, 12).

    Y cuando Cristo cantaba en la sinagoga u oraba en el templo uniéndose a la plegaria del pueblo judío –y se puede, sin duda, afirmar que así lo haría desde los doce años­–, su oración subía a Dios «como un incienso, como un suave perfume», in odorem suavitatis. Jesús conocía los salmos y todas las actitudes religiosas que evocaban estos cánticos inspirados cobraban vida en Él de una manera sublime: «Obras del Señor, bendecir al Señor». «¡Oh Yahvé, Señor nuestro, cuán magnífico es tu nombre en toda la tierra!»: Quam admirabile est nomen tuum in universa terra (Ps., 8, 2).

    Jesús ha ofrecido a Dios el culto de la plegaria que todo hombre debe rendirle en justicia. Jesús honraba a su Padre con la adoración, el amor, la alabanza, la acción de gracias y la plegaria. Y todos estos actos alcanzaban en Él una perfección y un valor infinitos como consecuencia de la unión de su humanidad al Verbo.

    Antes de subir al cielo, Cristo ha legado a la Iglesia, su Esposa, toda la inmensa riqueza de sus méritos, de sus gracias y de su doctrina, como también el poder de continuar en la tierra la obra de glorificar a la Trinidad que Él había inaugurado.

    Y la Iglesia «se apoya en su Esposo»: Innixa super dilectum (Cant., VIII, 5) para hacer que su plegaria llegue hasta Dios. Esta alabanza de la Iglesia Jesús la hace suya en el cielo: «Por Él, dice San Pablo, ofrezcamos de continuo a Dios sacrificio de alabanza, esto es, el fruto de los labios que bendicen su nombre» (Hebr., XIII, 15). En la cruz, Jesucristo se entregó enteramente por amor a su Iglesia y permanece para siempre estrechamente unido a ella. El cántico de los miembros se confunde con el de su Cabeza. Esto es lo que inspiró aquellas sorprendentes palabras que escribió San Agustín: «Son dos en una sola carne; ¿pues por qué no habían de ser dos en una sola voz?... Es la Iglesia quien intercede en Cristo y es Cristo quien intercede en la Iglesia; el cuerpo es uno con la cabeza y la cabeza es una con el cuerpo»: In Ecclesia loquitur Christus; et corpus in capite, et caput in corpore [Enarrat. super psalmos, II, 4. P. L., 36, col. 232].

    Voy a emplear una semejanza que os ayude a comprender mejor este misterio. Las satisfacciones que ofreció Cristo para la expiación de los pecados del mundo fueron sobreabundantes, como la Iglesia nos enseña. Y sin embargo, Dios ha querido reservar una parte de sufrimientos al Cuerpo Místico. Así lo afirma el Apóstol: «Suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia»: Adimpleo ea quæ desunt passionum Christi… pro corpore ejus quod est Ecclesia (Col., I, 24). Lo que es verdad respecto de la expiación, se puede decir también de la obligación que tenemos de adorar a Dios, de alabarle y de darle gracias. Debemos prolongar y «completar los homenajes que Cristo tributa a su Padre»: Adimplere ea quæ desunt laudationum Christi.

    La Iglesia ha organizado esta oración, acomodándola al lenguaje y a los gestos que solemos emplear los hombres. Cualquiera que sea la forma de expresión de que se sirva, la liturgia continúa la obra de alabanza del Salvador, asociándose al cántico del Verbo encarnado. Así es como la oración de la Iglesia se levanta desde el desierto de esta vida hasta el seno del Padre.

    Es verdad que la santa Misa es el sacrificium laudis por excelencia; pero también es cierto que esta glorificación se prolonga a todo lo largo del día por medio del oficio divino, cuyas Horas forman como un halo de luz ininterrumpido en torno a la inmolación sagrada.

    Nosotros los sacerdotes hemos recibido la misión de cumplir estas elevadas funciones. Desde que recibió el subdiaconado, el sacerdote goza del privilegio de «hablar a Dios en nombre de toda la Iglesia»: Totius Ecclesiæ sit quasi os [San Bernardino de Sena, Opera omnia, Venetiis, apud Juntas, 1591. I, Sermo XX, p. 132]. El ruega lo mismo por los pecadores que por las almas que están unidas a Cristo por el vínculo de la caridad. Cuando recita el oficio divino, actúa como un embajador, como un mediador acreditado, porque la Iglesia le ha confiado la misión de alabar a Dios y de interceder por todos los fieles.

    Esta plegaria oficial siempre es escuchada por Dios: Sonet vox tua in auribus meis (Cant., II, 14). El sacerdote siempre tiene abierta la puerta para ser recibido en audiencia por Dios. Aunque sus disposiciones personales no respondan a la dignidad de su misión, con todo, el título que ha recibido de la Iglesia suple con creces sus deficiencias. Un misionero que vive perdido en la selva nunca dice Orem, sino Oremus, y la razón de esto está en que, al elevar a Dios su plegaria, lo hace en nombre de todo el pueblo cristiano esparcido por el mundo.

    Este ministerio sacerdotal de alabanza y de intercesión es uno de los más eficaces para la salud del mundo. «Haced, Señor, que la oración vespertina suba hasta Vos, y que vuestra misericordia descienda sobre nosotros» [Versículo inspirado en los salmos. Oficio monástico del sábado, ad Vesperas]. Aunque el Señor podría santificar las almas sin nuestro concurso, quiere, sin embargo, servirse de nuestra colaboración. El oficio divino juega un papel importantísimo en el orden de la providencia. La recitación del breviario es una gran obra de fe: nosotros no conocemos los resultados de nuestros esfuerzos y de nuestra plegaria, pero Dios los conoce y sabe apreciar todo el mérito que tienen.

    Así se comprende todo el valor que la Iglesia concede a las Horas canónicas, a las que San Benito da el hermoso título de Opus Dei, y de las que San Alfonso nos dice que «cien oraciones privadas no tienen el valor de una sola que se haga en el oficio divino». Es, ciertamente, una obra magnífica la que se nos ha confiado. ¿Qué es lo que espera Dios de sus sacerdotes? Sin duda, que se entreguen con ánimo generoso a trabajar por el bien de las almas, pero hay que tener en cuenta que esta entrega debe ser fecundada por la recitación del breviario. Y de esto debéis estar profundamente convencidos.

 

2.- La preparación

    El oficio divino es la oración oficial de la Iglesia. De ahí procede su valor primordial.

    Pero esta oración no puede elevarse hasta el cielo, sino a través de nuestros labios y de nuestro corazón. De ahí que la piedad personal del sacerdote juegue también un papel importante –aunque de distinto orden– en la recitación de las Horas canónicas. La fe del sacerdote, su amor a Cristo y su espíritu de alabanza contribuyen a que se santifique por medio del oficio divino, aumentando sus méritos y haciendo que su intercesión sea más eficaz en la presencia de Dios.

    Es de suma conveniencia que, antes de recitar el breviario, dispongamos nuestros corazones para rezarlo bien. La primera y más importante condición de esta preparación consiste en que nos recojamos durante unos momentos. Creo que nunca insistiremos bastante en recomendar esta práctica que es de capital importancia.

    Tened en cuenta que, «sin la gracia, somos incapaces» de orar como conviene: Sine me nihil potestis facere (Jo., XV, 5). El Deus in adjutorium del principio de cada hora nos recuerda constantemente esta gran verdad.

    Y, sin embargo, he aquí lo que tantas veces nos ocurre: después de haber estado ocupados en asuntos que nos han tenido completamente distraídos o absorbidos, solemos tomar el breviario y empezamos a rezarlo de repente, sin siquiera recogernos un momento para pedir a Dios su gracia. Y aunque, hablando desde un punto de vista estrictamente canónico, podamos decir que hemos cumplido nuestra obligación, es inevitable que nuestra oración carecerá de toda unción y apenas obtendremos ningún fruto.

    Hace muchos años que rezo el oficio divino y la experiencia me atestigua que, cuando no se tiene cuidado de prepararse convenientemente, siempre se reza distraídamente. No nos engaña la Sagrada Escritura cuando nos recomienda: «Antes de ponerte a orar, prepara tu alma, y no seas como los que tientan a Dios» (Eccli., XVIII, 23). ¿Qué es «tentar a Dios»? Es emprender un trabajo sin hacer todo lo que está de nuestra parte para realizarlo debidamente. Y pretender alabar a Dios en nombre de la Iglesia sin el debido recogimiento y sin pedir su auxilio es una temeridad. Escuchad lo que dice a este propósito San Agustín: «Señor, mis labios no te podrán alabar si no me previene tu misericordia. Si te alabo es por tu propio don»:Dono tuo te laudo [Enarrat. super psalmos, 62, 12. P. L., 37, col. 750].

    ¿Y dónde encontraremos la fe, el respeto y el amor que nos son necesarios para cumplir debidamente este cometido? Ciertamente que no en nosotros mismos, sino en el favor de Dios. Si no nos preparamos pidiéndoselo al Señor, rezaremos el breviario descuidada y maquinalmente.

    Si empezamos a rezar el oficio distraídos, las más de las veces lo terminaremos como lo hemos empezado. Y corremos el peligro de que el Opus Dei se convierta para nosotros en una carga pesada, cuando debiera ser un motivo de alegría y como un rayo de sol en nuestra vida interior.

    Permitidme que os refiera un recuerdo personal que confirma la necesidad de la preparación. Éramos tres amigos en el colegio, que, aunque no teníamos amistad muy estrecha, la conservamos, sin embargo, durante cincuenta años. Entramos a la vez en el seminario y juntos fuimos enviados a estudiar a Roma. Años más tarde, cuando yo era vicario de una parroquia de los arrabales de Dublín, recibí la visita de uno de estos amigos, el cual observó que yo empecé a rezar las Horas sin recogerme antes durante algunos instantes, contra lo que nos habían recomendado en el seminario. Me lo advirtió amablemente y siempre le he estado reconocido por el favor que me hizo. Nos volvimos a encontrar al cabo de veinte años, y entonces tuve ocasión de comprobar con cuánta fidelidad había cumplido mi amigo esta práctica, lo cual me dejó profundamente edificado.

    ¿Qué debemos hacer durante estos momentos de recogimiento?

    Ante todo, procurad esforzaros en alejar cualquier otro pensamiento o preocupación, diciendo al Señor: «No quiero pensar sino en Vos y en la santa Iglesia. Reconozco que soy débil y que me distraigo fácilmente, pero deseo estar atento, prosternándome ante vuestro divino acatamiento con los ángeles y con los santos». Esta intención vale ante Dios para todo el oficio, a pesar de las distracciones que nos puedan sobrevenir, ya que las hemos desechado de antemano.

    Pensad en Dios y en la misión que Jesucristo os ha confiado de rendirle homenaje. En Patmos, se levantó ante los ojos de San Juan el velo que cubre las realidades del cielo y contemplo a millones de ángeles que rodeaban el trono de Dios, cantando el eterno Sanctus. Y a los veinticuatro ancianos que arrojaban sus coronas ante el Señor y proclamaban que «es digno de recibir la gloria, el honor y el poder» (IV, 11). Esta es la actitud de respeto que debemos tener cuando nos proponemos glorificar a Dios.

    Hay otros que prefieren unirse a la Iglesia militante y evocan el recuerdo de los innumerables sacerdotes, religiosos y religiosas que desde todos los ángulos del mundo se unen en una misma alabanza.

    También es una práctica muy laudable el formar una intención que sea como el motivo de nuestra recitación. Es mucho más fácil sostener despierta nuestra atención cuando tenemos presentes ante los ojos los motivos que nos impulsan a orar. Pensemos, pues, antes de empezar el oficio, en los sufrimientos y peligros que experimentan tantas almas, en la innumerable muchedumbre de los pecadores, en toda esta inmensa masa de la humanidad que está a merced del demonio y de los vicios. Cuando se olvida uno de sus propias preocupaciones para acordarse de las necesidades de los demás, entonces es cuando se siente uno os totius Ecclesiæ y animado de devoción.

    Otro medio excelente para recogerse es también el de ir considerando cada una de las palabras de la oración preparatoria Aperi: «Abrid, Señor, mis labios para que bendiga vuestro santo nombre, purificad mi corazón de todo pensamiento vano, perverso o inoportuno, iluminad mi entendimiento e inflamad mi corazón».

    Convenceos de que no es tiempo perdido el que dediquéis a prepararos, sino que, por el contrario, podría decirse que vale oro. Pero os prevengo que, aunque estéis habituados por una larga práctica, este recogimiento exige siempre un esfuerzo; pero sabed también que Dios, que es testigo de ello, os recompensará con largueza. Si alguna vez os sucede que, a pesar de vuestra buena voluntad, os encontráis tan fatigados o tan obsesionados por alguna preocupación que os distraéis en el oficio divino, consolaos pensando que también a los santos les sucede lo mismo y que, a pesar de ello, Dios, que ve vuestra recta intención, aceptará complacido vuestro homenaje.

 

3.- La recitación

    Tratemos ahora del mismo rezo y de las disposiciones que reclama.

    En el Aperi pedimos la gracia de rezar el oficio de una manera «digna, devota y atenta».

    Estas tres disposiciones son absolutamente necesarias si queremos cumplir como conviene nuestra tarea.

    Se dice que recita el oficio de una manera digna el que guarda los debidos miramientos a la majestad de Dios. Nosotros somos mediadores y embajadores, y el embajador está obligado a observar el protocolo establecido en la corte real. Cualquier negligencia en este punto constituiría no solamente una indelicadeza, sino también una falta. ¿Y qué son las rúbricas prescritas por la Iglesia sino la etiqueta o, lo que es lo mismo, el conjunto de actitudes externas que exige el ejercicio de las funciones sagradas?

    Abrid el Antiguo Testamento y veréis cuántas ceremonias requería el transportar de un lado a otro el Arca de la Alianza y los diversos actos de culto. Y eso que todo ello no era sino una «figura». Nosotros somos los que poseemos la verdadera realidad de estos símbolos y de estos ritos.

    Aficionémonos a mostrar a Dios estas atenciones exteriores. Quizás creeréis que todas estas prescripciones apenas tienen importancia, pero el observarlas fielmente constituye un acto de virtud. Y esto por tres razones. Primero, porque así se obedece a las reglas que la Iglesia ha establecido atendiendo al bien común; segundo, porque se realiza un acto de culto externo, por el que se sirve a Dios tanto con el cuerpo como con el espíritu; y por fin y principalmente, porque esta sumisión denota nuestra religión interior para con el Rey de reyes.

    Si le viéramos a Dios en el esplendor de su majestad, quedaríamos muertos, y si nos permitiera vislumbrar algo del mundo invisible, caeríamos de rodillas. Así les sucedió a los tres discípulos en el monte Tabor: «Cayeron sobre su rostro, sobrecogidos de gran temor» (Mt., XVII, 6). ¿De dónde provenía aquel temor que les sobrecogió hasta este extremo? Fue el efecto inmediato de la sensación de la presencia divina. Bastó que entrevieran algo de la claridad divina para que sus almas se abismaran en una profunda adoración.

    Pues nosotros, que vivimos de la fe, debemos hablar a Dios con profunda reverencia. Esta nos ayudará siempre a observar una actitud digna mientras rezamos el oficio divino. Nada sostiene mejor la piedad y nada impresiona tanto a los fieles como esta religiosa reverencia que observa el sacerdote cuando cumple con su deber de rezar el oficio divino.

    Si la palabra digne se refiere principalmente al porte exterior, el término attente dice exclusivamente relación a la aplicación del espíritu. ¿Por qué debemos recitar el oficio con atención?Porque todo el fervor y todo el mérito de nuestra alabanza provienen principalmente del amor, y el amor presupone el conocimiento.

    Santo Tomás distingue tres clases de atención: Ad verba, ad sensum, ad Deum [Summa Theol., IIII, q. 83, a. 13]. El que únicamente presta atención a las palabras, ya con ello cumple con la obligación que le imponen los cánones, aunque este cumplimiento sea imperfecto. Para que la oración sea perfecta, se requiere, además, la atención al sentido de las palabras y, sobre todo, la atención a Dios.

    Esta última es la más importante. Una religiosa que desconozca el latín, puede estar atenta, durante la recitación, al misterio que se celebra, o a Dios, o a las personas de la Trinidad, o a las perfecciones divinas. Y si mantiene viva su voluntad de rendir homenaje al Señor, le glorifica realmente y, lo que es más, puede llegar, por medio de la liturgia, a la verdadera contemplación.

    Nosotros los sacerdotes podremos ordinariamente servirnos de la inteligencia del texto sagrado para mantenernos en la presencia de Dios. El sacerdote que conserva su alma atenta al significado de las palabras que pronuncia vibrará con los innumerables sentimientos que le sugiera la liturgia. Sus convicciones religiosas se harán más y más profundas al contacto de la oración oficial de la Iglesia. Y lo mismo se puede decir de su confianza en la divina bondad, de su gratitud, de su humildad y de su amor. El oficio de cada día le proporcionará una elevación espiritual incomparable si, ante las verdades de la fe que le recuerda la letra de su breviario, el sacerdote sabe responder desde el fondo de su alma: Amen, que es como si dijera: «Si, Dios mío, yo creo firmemente todo cuanto dices y hago mías todas tus palabras».

    Si apreciamos los salmos en su debido valor, esto mismo nos facilitará el sostener la atención. En las épocas de fe, los cristianos se servían más que hoy del salterio, que era para ellos su verdadero libro de preces. Muchos santos prefirieron el salterio a todos los demás libros: «Mi salterio es mi alegría», solía exclamar San Agustín: Psalterium meum, gaudium meum [Enarrat. super psalmos, 137, P. L., 37, col. 1775].

    Es verdad que hay algunos salmos cuyo sentido nos es desconocido, pero esto no es obstáculo para que, en vez de atender al significado de cada uno de los versículos, procuremos que nuestra alma sintonice con los sentimientos que nos sugieren algunos de ellos, atendiendo así a lo que nos dice San Bernardo: «El alimento se saborea en la boca, y el salmo en el corazón»: Cibus in ore, psalmus in corde sapit [In Canticum, VII, 5. P. L., 183, col. 809].

    El salterio es como un arpa divina que la Iglesia pone en nuestras manos para que cantemos las alabanzas de nuestro Amado. En sus cuerdas encontramos la expresión más perfecta de los sentimientos de fe, esperanza y de amor que debemos tener para con el Padre celestial.

    Dios es el único que se conoce a Sí mismo perfectamente, y sólo Él sabe cómo se le debe alabar. En los salmos que el Espíritu Santo ha inspirado, es el mismo Dios quien nos dicta las expresiones con que quiere que le alabemos. Estas luminosas fórmulas nos enseñan a bendecir a la divina Majestad, a proclamar sus infinitas perfecciones, a reconocer los beneficios que nos concede su misericordia, a manifestar al Señor nuestras dificultades, la necesidad que tenemos de ser perdonados, e incluso nuestras alegrías.

    ¡Qué provecho más grande podemos reportar si sintonizamos nuestro espíritu con los sentimientos que nos sugieren los salmos! Estas actitudes son sinceras, humanas, eminentemente bienhechoras. Veamos, por ejemplo, las expresiones de amor y de complacencia que se encuentran en el salmo 109 Dixit Dominus Domino meo. En este salmo el Padre «glorifica a su Hijo en su generación y sacerdocio eternos»: Ex utero ante luciferum genui te… Juravit… Tu es sacerdos in æternum. Ninguna alabanza podríamos ofrecer a Jesucristo que fuese más cumplida y más de su agrado que asociándonos a este testimonio de su Padre. ¡Cómo se nos revela la bondad de Dios en el salmo 88!: «Cantaré eternamente las misericordias del Señor». En este salmo se esboza todo el plan divino de la Redención. En él vemos cómo Dios ha elegido de entre los hijos de nuestra raza un nuevo David, al que ha elevado a la dignidad de Hijo suyo, y cómo este Hijo se dirige a su Padre, diciéndole: Pater meus es tu.

    En el salmo 103, después de haber pasado revista a todas las maravillas de la creación, nos dirigimos al Señor para decirle en un transporte de admiración: «¡Cuántas son tus obras, oh Señor, y cuán sabiamente ordenadas!»

    No es necesario multiplicar los ejemplos para reconocer que es de la mayor utilidad servirnos de vez en cuando como materia de meditación o de estudio de algún salmo o de cualquiera otra parte del oficio divino. De no hacerlo así, corremos el peligro de recitar estas sublimes oraciones de una manera mecánica, como lo pudiera hacer un fonógrafo. Cuánto mejor es que sigamos el consejo de San Jerónimo, que nos exhorta a recitar nuestro salterio «con conocimiento de la Escritura»: in scientia Scripturarum [Comment. ad Ephes, III, 5. P. L., 26, col. 562].

    ¡Qué lejos estaba de seguir este consejo aquel buen sacerdote, a quien conocí en los años de mi juventud, el cual, al terminar el rezo del oficio divino, solía exclamar suspirando: «Bueno; ahora ya puedo empezar a orar!» Y creo que en todas partes se podrán encontrar casos semejantes que revelan una piedad deformada.

    Los diversos movimientos de espíritu que provoca en nosotros el rezo del oficio divino necesitan apoyarse, como en una nota tónica, en la constante atención a Dios. Así es como se cumplirá en nosotros la recomendación del salmo: «Cantadle con maestría»: Psallite sapienter (Ps., 46, 8). Cuanto más se recoja el alma, mayores luces recibirá para penetrar el sentido de los textos: Illuminans tu mirabiliter a montibus æternis (Ps., 75, 5).

    Cuando nos preparamos cuidadosamente para recitar la salmodia, se hace cosa fácil conservar esta presencia de Dios.

    Devote: ¿Qué se entiende aquí por devoción? Hay una opinión bastante extendida que pone la devoción en cierta dulzura que a veces se experimenta en la oración. Pero es una opinión completamente equivocada, porque se puede tener una devoción perfecta en medio de una gran aridez y sequedad espiritual. Santa Juana de Chantal nos da el siguiente elocuente testimonio de la piedad de San Francisco de Sales: «Me dijo en cierta ocasión que para nada tenía en cuenta si estaba en desolación o en consolación, sino que cuando el Señor le consolaba en la oración, se lo agradecía humildemente y cuando, por el contrario, le negaba sus consuelos, no se preocupaba por ello» [Lettres de sainte Chantal, núm. 121, en Œuvres complètes de saint François de Sales. Lyon, Périsse, 1851, pág. 118]. Cuando Jesucristo decía a su Padre: «Dios mío, ¿por qué me has desamparado?», nadie duda que estaba profundamente desolado y que, sin embargo, su oración era perfectísima.

    La verdadera devoción es completamente desinteresada y hace que el alma se entregue a Dios con todas las energías de que su amor es capaz. Así lo sugiere el mismo significado de la palabra latina: devovere.

    Recordad aquellas palabras de Cristo: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón… y con toda tu mente» (Mt., XXII, 37). Observad que no dice: «con el corazón y con la mente», sino «con todo tu corazón»: ex toto corde… Esta palabra totus, así repetida, significa la devoción, es decir, el amor llevado hasta el extremo.

    Cuando rezamos el breviario, debemos consagrarnos a la alabanza divina, poniendo en ella todo nuestro entendimiento y todos nuestros afectos, y especialmente la caridad, concentrando todas las potencias de nuestra alma en este homenaje que tributamos a Dios. Esta aplicación de nuestro espíritu constituye el fondo de toda buena oración y es perfectamente compatible con la aridez espiritual. Y es muy agradable al Señor, porque Dios, que es amor, se complace en nuestro esfuerzo.

    En el cielo comprenderemos cuánta utilidad ha reportado al bien de las almas y de la Iglesia el espíritu de devoción con que hemos cumplido nuestra obra de alabanza. Las Horas son elOpus Dei, y el rezarlas bien tiene bastante más importancia que muchos otros trabajos. Si ponemos todo nuestro empeño en cumplir bien este ministerio, nuestra alma se sentirá penetrada de una santa unción, que nos hará gustar con una paz interior las cosas de Dios. «La miel se encuentra en la cera, dice San Bernardo, y la unción en el texto sagrado»: Mel in cera, devotio in littera.

    Procuremos también que nuestra alma siga con docilidad la influencia del Espíritu Santo. En la ejecución de una sinfonía, cada artista procura seguir con la mayor docilidad el ritmo que marca el director de la orquesta, que a veces acelera y otras, por el contrario, modera el movimiento del conjunto. Si el Espíritu Santo encontrara en nuestras almas una sumisión parecida, haría brotar de las fibras más profundas de nuestra alma la alabanza que Dios espera de nosotros. Tan cierto es esto que, en frase de San Juan Crisóstomo, siempre que el pueblo cristiano se reúne para cantar los salmos, es como una cítara que vibra al impulso del Espíritu Santo, que es su inspirador divino: Cithara fuistis Spiritus Sancti [De Lazaro. P. G., 48, col. 963]. ¡Con cuánta más razón debemos estar nosotros los sacerdotes atentos a seguir las sugerencias que nos vienen de lo alto siempre que recitamos las Horas!

 

4.- Frutos espirituales del oficio divino: asimilación a Jesucristo

    El fin primordial del oficio divino es el de alabar a Dios y rendirle homenaje.

    Pero el Señor es tan bondadoso, que al alma, que cumple con fe y con amor este deber de rezar el breviario, le concede abundantes frutos de santificación. La experiencia de todos los días nos enseña que el sacerdote que reza devotamente su breviario obtiene de ello grandes bienes para su vida interior.

    Y el primero y el más notable de todos es la unión habitual a Cristo en su sacerdocio de alabanza eterna.

    Toda la gloria que a Dios se rinde tanto en la tierra como en el cielo sube hasta su trono por mediación de Jesucristo. Así lo proclamamos cada mañana al fin del Canon de la Misa: Per ipsum, et cum ipso, et in ipso.

    Cuando recitamos nuestras Horas en unión con toda la Iglesia, Cristo, como Cabeza del Cuerpo Místico y centro de la comunión de los santos, reúne en sí todas nuestras alabanzas. Incluso los espíritus bienaventurados deben unirse a su mediación sacerdotal para hacer llegar hasta Dios el canto de su celestial Sanctus: Per quem majestatem tuam laudant angeli. Es verdad que nuestra glorificación es imperfecta y deficiente; pero también es cierto que Cristo suple con creces nuestra debilidad. «Si depositáis en Él vuestros pobres esfuerzos, dice Louis de Blois, vuestro plomo se convertirá en oro de subidos quilates y vuestra agua en vino exquisito».

    Añadid a esto que nadie ha comprendido las excelencias de los salmos como Jesucristo. Cuando los recitaba, se daba perfecta cuenta de que muchos de ellos hablaban de Él, de su misión y de su gloria. ¿No recordáis aquella ocasión en que afirmó que los salmos hacían alusión a su persona? (Lc., XXIV, 44). Tomemos a Cristo como modelo. Pidámosle que nos acompañe para que podamos compartir sus mismos sentimientos de elevada religiosidad, apropiarnos sus intenciones de bendecir al Padre y sus deseos de que se dilate su reino.

    Dios ha concedido a la santa Humanidad de Jesucristo el poder de elevarnos hasta Él: «Padre, los que Tú me has dado, quiero Yo que donde Yo esté, estén ellos también conmigo» (Jo.,XVII, 24). Con el apoyo de sus méritos es como conseguimos ser recibidos ante el trono de Dios, en «una audiencia de misericordia»: in sanctuarium exauditionis, en la que tenemos la seguridad de que el Padre nos ve, nos escucha y nos ama en su Hijo, y donde, como miembros de este Hijo, podemos unirnos a su misma alabanza.

    Si al disponernos a rezar el breviario formamos la intención de unirnos a la plegaria de Jesús, luego, durante la recitación de las Horas, nos será mucho más fácil tener siempre presente que la poderosa mediación de nuestro Sacerdote sirve de apoyo a nuestra oración y suple con creces nuestras deficiencias.

    Otro procedimiento eficacísimo para unirnos a Jesucristo en el cumplimiento de este deber consiste en vivir el espíritu del año litúrgico en sus diferentes ciclos.

    Todos los pasos de la vida terrena de Jesús, además de ser santos en sí mismos, tienen un valor santificador. Y las almas que se detienen a contemplarlos, con el sincero deseo de asociarse a ellos, obtienen abundantísimas gracias que les permiten unirse más estrechamente a la vida del Salvador.

    Y la razón de esto radica en que todo lo que Cristo hizo en este mundo lo hizo, sin duda, por la gloria del Padre, pero también «por los hombres y por su salud»: propter nos homines et propter nostram salutem. Por eso, cada una de sus acciones, de sus palabras y de sus distintos estados constituye para nosotros un manantial de gracias. Belén, Nazaret, el Gólgota, la resurrección, la ascensión y la venida del Espíritu Santo son las fases principales del drama de la redención y de nuestra adopción sobrenatural. Siempre que la Iglesia, en el transcurso del año litúrgico, nos recuerda cada uno de estos misterios, nuestras almas se benefician de su acción santificadora. Para todos los fieles, pero de modo especial para los sacerdotes, estas solemnidades no son únicamente un objeto de admiración, sino también puede decirse, en el sentido más amplio de la palabra, que son «sacramentos» o, mejor aún, «sacramentales», que producen en las almas que están debidamente dispuestas un aumento de amor y de gozo.

    Hay quienes en  las fiestas de la Iglesia no se fijan sino en el canto, en la belleza de los ornamentos y en el resplandor de las luces. Pero todo esto no es más que lo exterior; la franja del vestido de Cristo. Lo que principalmente debemos buscar en estas fiestas es una mayor unión con nuestro divino Maestro, que quiere que, como miembros suyos que somos, evoquemos con espíritu de fe las distintas etapas del misterio de la redención que recorrió paso a paso por salvarnos, y que nos asociemos interiormente a los sentimientos que entonces embargaban su alma. Así es como su gracia hará que en nuestra alma se vaya operando gradualmente una asimilación vital a Jesús, que es lo que constituye precisamente todo el objeto de nuestra predestinación.

    Como veis, gracias al ciclo litúrgico, el Señor se nos manifiesta en una luz siempre nueva, aparece mucho más cerca de nuestro corazón, aviva nuestra fe, estimula nuestra esperanza y sostiene el fervor de nuestro amor. Y así, de año en año, nuestra alma va participando con mayor abundancia de la corriente de vida sobrenatural que fluye de la sucesión incesante de las festividades litúrgicas. Esta variedad combate la rutina, y cada vez que recitamos el oficio divino podemos aplicarnos aquellas palabras del salmo: Cantate Domino canticum novum.

 

5.- Otros frutos espirituales del oficio divino

   Si los que tenemos cargo de almas rezamos el breviario con la debida devoción, nos veremos más de una vez sorprendidos al comprobar cómo nos ayuda el Señor en los trabajos que emprendemos para su gloria. No tengo la menor intención de disminuir en lo más mínimo el mérito de las obras exteriores, pues reconozco que son necesarias y dignas de admiración y que la Iglesia las bendice. Pero hay que reconocer también que esta importancia que les concedemos no puede en forma alguna ser con menoscabo de otro ministerio que es esencial a nuestro sacerdocio. Me refiero a la alabanza que debemos tributar a Dios por medio del rezo del oficio divino, cumpliendo así un deber de estricta justicia. Si exceptuamos la santa Misa, creed que con ningún otro ministerio podemos contribuir más eficazmente a la conquista de las almas, ni a fecundar los esfuerzos de nuestra predicación, ni de cualquier otro ministerio. De la misma obligación que la Iglesia nos impone de rezar el oficio divino podemos deducir el valor que le atribuye, ya que, fuera de casos contados, nos obliga sub gravi a rezarlo todos los días. Y debemos consagrar a esta tarea todo el tiempo que exige, convencidos de que no es tiempo perdido el que dedicamos a esta oración, que es la más eficaz para la salvación y la santificación de las almas.

    Imitemos el ejemplo de San Francisco de Sales, que, cuando empezaba a rezar el oficio divino, se olvidaba completamente de la administración de la diócesis y no pensaba en otra cosa que en alabar a Dios. Y el Señor bendecía este fervor del santo hasta el punto de que, como escribía él mismo, «muchas veces, al salir del coro, me encontraba con que los graves negocios, cuya solución tanto me preocupaba, los resolvía al momento».

    Otro de los frutos que se siguen de la recitación piadosa de las Horas es un conocimiento más íntimo de las Sagradas Escrituras.

    Se puede adquirir por medio de la ciencia un conocimiento profundo de los libros sagrados y ponerse al corriente de las diferentes versiones, como de la historia del texto y de sus múltiples interpretaciones. Pero para calar en el profundo sentido de los textos y poder utilizarlos de una manera personal, tanto en la vida interior como en la predicación, se requiere un don especial del Espíritu Santo. Hay en la Biblia abismos de esplendor y de amor que muchos sacerdotes ni los sospechan siquiera, ni se dan cuenta de que el texto inspirado es un foco de luces divinas que crea en nuestras almas una atmósfera de vida sobrenatural y nos ayuda a conmover a las almas. Estas fórmulas sagradas tienen la virtud sacramental de comunicar fuerza y unción a nuestras palabras, tanto para consolar a los que sufren como para despertar el espíritu de reflexión.

    Si rezáis el breviario con el debido espíritu, acabaréis por asimilaros perfectamente las sentencias de la Sagrada Escritura que pronunciáis. Y experimentaréis que el conjunto de los textos del Antiguo y del Nuevo Testamento, que están engastados en el propio del tiempo y en el Santoral, forman un Promptuarium, «una sala del tesoro», repleta de gracias y de luces. Estas luces ilustrarán vuestra fe acerca de los misterios de Cristo y de la Iglesia y aun de la misma Trinidad.

    Por último, el oficio debidamente recitado es un manantial de grandes alegrías para el sacerdote.

    Porque el breviario le hace vivir todos los días de la esperanza y aun de la posesión de los bienes sobrenaturales que Dios ha concedido a su Iglesia. La liturgia está toda llena de la insondable felicidad que proporcionan a la Esposa de Cristo los innumerables beneficios divinos que ha recibido. El sacerdote que cumple dignamente este deber del oficio divino participa de la «corriente de alegría que vivifica la ciudad santa»: Fluminis impetus lætificat civitatem Dei (Ps., 45, 5).

    Dios es la alegría infinita a la que nada le falta. Cuando hablamos de Dios, según nuestro modo humano de pensar, nos inclinamos a distinguir entre lo que Dios es y lo que Dios tiene. Pero, en realidad, Dios es su propia alegría.

    ¿Qué es la alegría? Es el sentimiento que suscita en nosotros la esperanza y sobre todo la posesión de un bien. Dios es el Bien infinito que se conoce y se posee y se goza plenamente a sí mismo. Su felicidad es perfecta. No necesitaba de nosotros para nada, pero, por efecto de su misma bondad, ha querido rodearse de una creación maravillosa, compuesta de toda una jerarquía de seres múltiples y variados. Toda esta creación alaba a Dios y refleja su alegría. Por eso es por lo que el salmista nos invita con tanta frecuencia a servir a Dios con un corazón dilatado: Jubilate Deo omnis terra, servite Domino in lætitia (Ps., 99, 1). Donde quiera que está Dios, resplandece su gloria y reina su felicidad.

    Si levantamos nuestras miradas a la resplandeciente Jerusalén de los cielos, veremos millones de ángeles que rodean al Cordero y que glorifican a Dios con una alegría común a todos ellos: Socia exultatione concelebrant. Y es tan grande su alegría, que viven como «arrebatados»: exultant. Levantada por encima de ellos, la Virgen María bendice y agradece al Señor y «su dicha no tiene límites»: Gaudens gaudebo in Domino [Introito de la misa de la Inmaculada Concepción]. Todos los bienaventurados participan, cada uno según el grado de su gloria, en esta alabanza y alborozo. «Alégrense en su Rey los hijos de Sion»: Filii Sion exultent in Rege suo (Ps., 149, 2).

    Pero, por la comunión de los santos, nosotros no somos «ni extranjeros ni huéspedes», hospites et advenæ, sino «conciudadanos de los santos y familiares de Dios», cives sanctorum (Ephes., II, 19). Todos los días, en el momento más solemne de la Misa, decimos: Communicantes, y por esta sola palabra entramos a formar parte de la sociedad de la Virgen, de los apóstoles y de todos los elegidos y nos asociamos a su himno de reconocimiento y a la alegría que disfrutan como una participación de la misma felicidad de Dios.

    Cada misterio de Cristo, cada festividad de la Santísima Virgen o de los santos tiene su propia alegría. Esta alegría que se injerta en nuestro corazón durante la oración redundará en toda nuestra vida y ejercerá una bienhechora influencia sobre nuestra predicación, sobre nuestro ministerio y sobre todo nuestro apostolado.

    Antes de terminar, quiero deciros algo sobre las distracciones.

    A los sacerdotes que se lamentan de sus distracciones se les suele responder que todo el mundo las tiene. Pero debemos insistir en que somos responsables de las distracciones que nos sobrevienen durante el rezo del oficio, cuando no nos hemos preparado con el debido cuidado, ya que, ordinariamente, tal cual es al principio suele ser la atención y la devoción que conservamos durante todo el oficio.

    Una vez que os he recordado esto, os he de decir que lo esencial de la recitación del breviario es el firme deseo de rendir homenaje a Dios en unión con Cristo. Y si por cualquier motivo independiente de nuestra voluntad lo recitamos con poca atención, podemos tener la seguridad de que hemos cumplido con nuestro deber por el mismo hecho de que hemos puesto cuanto estaba de nuestra parte para rezarlo con devoción. Yo suelo seguir este consejo que Bossuet da en una de sus cartas: «Cuando nos damos cuenta de que estamos distraídos, debemos de renovar sin esfuerzo y suavemente la intención que formamos al principio para alabar a Dios… No hay por qué precipitarse nunca y hay que desterrar todo escrúpulo; sino que simple y llanamente hemos de continuar como si entonces empezáramos una nueva oración» [Correspondance, t. X. pág. 22. Ed. Les grands écrivains de la France, París, Hachette, 1916].

    Procuremos intensificar el fervor cuando empezamos a rezar el oficio y así nos veremos libres de muchas distracciones que son efecto de la desgana. Este diario esfuerzo para santificar el nombre de Dios será la mejor preparación para la alabanza eterna del cielo. Tertuliano expresaba este  mismo pensamiento que tanto nos debe estimular, cuando escribía, a propósito delPater: «Estamos ahora aprendiendo el oficio que un día hemos de ejercer en la luz futura»: Officium futuræ claritatis ediscimus [De Oratione, III. P. L., 1, col. 1259].

    A medida que se avanza en edad, se va adquiriendo un mayor conocimiento del breviario y se van descubriendo nuevas profundidades. El breviario es como un resumen y una síntesis de toda la Sagrada Escritura y de la vida de la Iglesia y de la santidad cristiana.

    Antes de empezar el oficio, debemos decir a Dios: «Creo firmemente que por esta plegaria oficial, cuyo ministro soy, yo puedo hacer mucho, en unión de Jesucristo, por las necesidades de la Iglesia: para ayudar a los que sufren y están en la agonía, próximos a comparecer ante Vos; para cooperar a la conversión de los pecadores y de los indiferentes; para unirme a todas las almas santas de la tierra y del cielo: «Oh Señor, que todo cuanto hay en mí os confiese y os adore»: Benedic anima mea Domino et omnia quæ intra me sunt nomini sancto ejus (Ps.,102, 1).

 

XV

El sacerdote, hombre de oración

    La raíz de todos los males que aquejan al mundo moderno está en que quiere prescindir de Dios, cuando la verdad es que tenemos una necesidad absoluta de Él.

    Si en el orden natural le debemos todo cuanto tenemos, empezando por la misma existencia, nada digamos de nuestra dependencia en el orden sobrenatural. «Sin mí no podéis hacer nada» (Jo., XV, 5). San Agustín [In Jo., 81, 3. P. L., 35, col. 1841] hace observar que el Señor no dijo: «Sin mí no podéis hacer grandes cosas: Sine me parum potestis facere, sino que afirmó: «Nada podéis hacer»: Sine me nihil potestis facere. Y añade el gran Doctor de la gracia: «De la misma suerte que el alma es el principio de la vida corporal, así Dios es la vida de tu alma: Vita carnis tuæ anima: vita animæ tuæ, Deus tuus [Ibid., 47, 8. P. L., 35, col. 1737].

    Nuestra experiencia de todos los días nos recuerda que, sin el apoyo divino, nuestra naturaleza no puede encontrar por sí misma el perfecto equilibrio moral.

    Y es, sobre todo, en la oración donde reconocemos y proclamamos «la absoluta subordinación respecto de Dios en que se mueve toda nuestra existencia: In ipso enim vivimus et movemur et sumus (Act., XVII, 28).

    Por una ley de su Providencia, Dios no concede de ordinario sus gracias sino en la oración. Y como a todas horas y en todos los momentos tenemos necesidades, de ahí que debemos acudir a Él sin cesar. Así nos lo enseñó el mismo Jesucristo: «Es preciso orar en todo tiempo y no desfallecer» (Lc., XVIII, 1). Respecto de los demás medios de santificación, como, por ejemplo, los sacramentos, el Evangelio nos dice que son necesarios o útiles en determinadas ocasiones. Únicamente de la oración afirma que es necesaria «siempre». Y bien sabemos que todas y cada una de las palabras de Jesucristo tienen su valor y su razón de ser.

    La liturgia expresa en sus oraciones esta humilde confesión de que toda nuestra esperanza se apoya únicamente en Dios: «Que todas nuestras oraciones y obras empiecen siempre por ti y a ti se encaminen también como a último fin»: Cuncta nostra oratio a te semper incipiat et per te cœpta finiatur [Oración de las letanías de los santos]. «Sin ti no podemos serte gratos»:Tibi sine te placere non possumus [Domingo 18º después de Pentecostés]. Y en otro lugar: «Sin ti no puede sostenerse la naturaleza humana mortal»: Sine te labitur humana mortalitas[Domingo 14º después de Pentecostés].

    Con mayor razón que los demás fieles, el sacerdote debe ser hombre de oración si quiere ser fiel a su misión. Cada uno de los latidos de su corazón debiera ser un acto de amor, que fuese como un eco del amor que el Señor le profesa.

 

1.- Naturaleza de la oración

    Sea vocal o mental, la oración, que consiste en hablar a Dios como a un Padre, es un privilegio de aquellos que el Señor ha adoptado como hijos. Por un efecto de su misericordia, todas las «insondables riquezas de Cristo» (Ephes., III, 8), de las que en tantas ocasiones nos habla San Pablo, son patrimonio de todos los bautizados. Cuando el cristiano se presenta ante Dios en la oración no lo hace como simple criatura, sino como hijo adoptivo y miembro de Cristo. Sin dejar de ser Creador y Señor, Dios es para nosotros «Padre de las misericordias»: Pater misericordiarum (II Cor., I, 3). Por eso, siempre que reza, el cristiano debe decir, como Cristo le enseñó: «Padre nuestro que estás en los cielos».

    Esta comunicación que existe entre el alma y Dios debe apoyarse en la fe. Porque ni la experiencia ni la sensibilidad del corazón nos bastan para encontrar a Dios en toda su realidad. Lo mismo podemos decir de las concepciones filosóficas y aun mucho más del arte y de la poesía. Porque todos estos medios pueden servirnos para investigar su existencia y su naturaleza y para calmar hasta cierto punto esta sed de Dios que todos tenemos, pero solamente la fe hace que el hombre penetre en la esfera del mundo sobrenatural. De la misma suerte que vuestra condición de hijos adoptivos hará que un día contempléis a Dios cara a cara en el cielo, así ahora la oración os permite dirigiros directamente a Él, aunque sea en la oscuridad de la fe, y que descubráis vuestras miserias ante la inmensidad de su bondad.

    La siguiente definición expresa perfectamente la verdadera naturaleza de la plegaria cristiana: la oración es «una conversación del hijo de Dios con su Padre celestial».

    La definición que dan San Juan Damasceno y Santo Tomás es también excelente, con la particularidad de que pone de relieve cómo la oración implica una elevación del alma: Ascensus mentis in Deum [Summa Theol. III, q. 21, a. 1 y 2]. La oración es «la elevación del espíritu y del corazón a Dios» para rendirle nuestros homenajes y pedirle remedio a todas nuestras necesidades.

    Para entender todo el alcance de esta magnífica definición, hay que sobrentender que el alma ha sido elevada sobrenaturalmente.

    Como sabemos, después del bautismo hay en nosotros dos vidas: una que hemos recibido de nuestros padres y que nos hace hijos de Adán; y otra que es sobrenatural, un don que hemos recibido de lo Alto, una gracia que nos hace semejantes a Jesucristo, Hijo único del Padre.

    Y así como la existencia natural supone un nacimiento, una alimentación y una imperiosa necesidad de respirar, lo mismo debe decirse de nuestra vida sobrenatural. El bautismo produce en el alma un segundo nacimiento; la Eucaristía es el alimento de esta nueva vida y la oración es el aliento vital que respira el alma cristiana.

    Cuando reza, el alma transpone los límites del mundo de las cosas materiales y transitorias y penetra en una región mucho más alta, en el mundo de las realidades invisibles donde Dios habita. Y nuestra existencia terrestre queda envuelta, por así decirlo, en una atmósfera sobrenatural. Por la oración, el hombre se eleva hacia este reino que de ninguna manera puede alcanzar por los sentidos. La fe le pone en inmediata relación con la majestad del Padre celestial, con Cristo, con la Virgen, con los ángeles y con los santos. En la oración respira una atmósfera divina, y por breve que sea esta ascensión, su espíritu se siente vivificado al entrar en contacto con un elemento de eternidad. La gracia es un soplo divino que orea el alma y la oración lo aspira, abriendo de par en par las intimidades más profundas de nuestro ser a su bienhechora influencia.

    Toda oración, aun la simple recitación del Padrenuestro, constituye para los hijos adoptivos de Dios una elevación del alma, un contacto de fe con el mundo sobrenatural que nos permite entrar en el reino del Padre.

 

2.- Algunos consejos para la oración

    Os voy a dar tres importantes normas para ayudaros a elevar vuestras almas hacia Dios. Están inspiradas en las definiciones que se dan de la oración, pero os servirán mucho más que las definiciones para comprender cómo os debéis conducir en la práctica de la oración.

    Ya que la oración es una conversación sobrenatural, procurad tener una fe firme en el poder que tiene Jesucristo para introducirnos en la presencia de su Padre. Así lo hacían los santos y así conseguían sentirse muy cerca del Señor siempre que se recogían a orar.

    Cuando consideramos la grandeza y la santidad de Dios, no nos atrevemos a arrojarnos en sus brazos. Por eso precisamente necesitamos apoyarnos en Jesucristo. Me diréis: ¡Pero soy tan miserable! Y yo os responderé: ¿Pero no es verdad que Jesucristo se ha mostrado misericordioso con vosotros? ¿Acaso no es cierto que os ha enriquecido con sus méritos? ¡Soy tan impuro!... Concedámoslo; pero recordad que la sangre de Jesucristo os ha purificado de vuestros pecados. ¡Es que vivo tan lejos de Dios! Eso no es cierto, porque, gracias a la fe, no hay distancias entre Dios y nosotros y si vivís unidos a Jesús, tened la seguridad de que vivís cerca de Dios. Recordad lo que dijo el mismo Jesucristo: «Padre, los que Tú me has dado, quiero Yo que donde Yo esté, estén ellos también conmigo»: Ubi sum ego et illi sint mecum (Jo., XVII, 24). ¿Y dónde está Jesús? Nos lo revela San Juan: «Dios Unigénito, que está en el seno del Padre»: Unigenitus qui est in sinu Patris (Jo., I, 18). Siempre que vais a empezar a orar, volveos como por instinto hacia Jesucristo, ya que por el mismo hecho de que participáis de su filiación y de sus méritos, tenéis derecho a presentaros, por su medio, a la divinidad.

    Cuando habláis con una persona, lo primero que esperáis de ella es que os diga la verdad, porque así lo exige vuestra dignidad y la suya. Pues lo mismo nos exige el Señor cuando nos dirigimos a Él en la oración. Cuando le manifestamos nuestra adoración, nuestra gratitud, nuestra confianza y nuestra necesidad de que acuda a socorrernos, debemos tener siempre presente que Dios es la Omnipotencia y que nosotros nada somos por nosotros mismos. Así es como nuestra oración será «verdadera». Porque hay almas que, al cabo de haber pasado un largo rato pronunciando oraciones y más oraciones, se dan cuenta de que no han dicho a Dios nada que haya salido del fondo del corazón. Esto nos enseña que puede ocurrir que nuestro espíritu esté muy ajeno a lo que pronuncian nuestros labios.

    Como condición necesaria para comunicarse a nuestra alma, el Señor nos exige que estemos atentos a lo que rezamos, para que nuestra oración sea realmente sincera. Lo dice el salmista: «Yahvé está cerca de cuantos le invocan, de cuantos le invocan de veras» (Ps., 144, 18). Esta sinceridad se refiere, principalmente, a la humildad, que es tan del agrado de Dios: «Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad»: Veri adoratores adorabunt Patrem in spiritu et veritate (Jo., IV, 23).

    Cuando oramos, debemos procurar entregarnos a Dios con toda nuestra alma y con todo nuestro corazón. Hay una frase de la Sagrada Escritura, que la liturgia la emplea en muchas ocasiones, que nos recuerda este gran ideal de la perfecta oración, en la que «el alma está toda atenta y completamente entregada a Dios»: Justus cor suum tradidit ad vigilandum diluculo ad Dominum qui fecit illum (Eccli., 39, 6).

    Como la lámpara del santuario que se consume hasta el fin, así también nuestra alma debiera entregarse toda entera cuando habla con Dios.

    Convenzámonos de que «es el corazón el que ora», como nos dice el salmista: Tibi dixit cor meum (Ps., 26, 8). Y añade San Agustín: «Tu mismo deseo es tu oración»: Ipsum desiderium tuum, oratio tua est [Enarr. Super Ps., 37, 14. P. L., 35, col. 404].

    Por último, os he de decir que no es posible elevarse hasta Dios sin un perfecto desasimiento interior. Procuremos, pues, desarraigar las preocupaciones y pensamientos vanos y, sobre todo, los afectos que atan nuestra alma a las cosas de la tierra y la impiden consagrarse enteramente al Señor.

    Toda oración supone un esfuerzo, aun para aquellos que encuentran en ella sus delicias. La atención que requiere el conversar con Dios se nos hace siempre algo penosa, porque no es fácil mantener el alma en una atmósfera que está por encima del nivel en que ordinariamente se desenvuelve. Y esta es la razón de porqué la oración puede servir de penitencia sacramental. No nos debe extrañar que se nos haga cuesta arriba la práctica de la oración, porque toda elevación hacia Dios, aun en su menor grado, supone un sobreponerse a sí mismo.

 

3.- Importancia que tiene para el sacerdote el espíritu de oración

    La oración no puede limitarse en la vida del sacerdote a algunos actos aislados y pasajeros. El que es ministro de Jesucristo debe cultivar el espíritu de oración, que es una disposición habitual, en virtud de la cual, en nuestras penas y desalientos, lo mismo que en nuestras alegrías y éxitos, nuestro corazón se vuelve hacia Jesucristo o hacia el Padre como hacia su mejor amigo, hacia el más intimo confidente de nuestros sentimientos y el apoyo de nuestra debilidad. Y no es suficiente que el alma se eleve a Dios de esta manera por la mañana y por la noche, sino que debe hacerlo en todo momento: Oculi mei semper ad Dominum (Ps., 24, 15).

    Por lo mismo que somos sus hijos adoptivos, debemos conducirnos en la presencia de Dios con la sencillez propia de los niños: Nisi efficiamini sicut parvuli, non intrabitis in regnum cœlorum (Mt., XVIII, 3). Un hijo debe tratar a su padre con el mayor respeto; pero esto no impide que confíe en su bondad ni que le abra de par en par su corazón en el seno de la intimidad. Lo mismo se debe decir del sacerdote. Para él, Dios no puede ser un Señor inaccesible, a quien todos los días hay que pagar la deuda de unas cuantas fórmulas dichas a toda prisa. No; Dios es el padre, el consejero y el sostén de su vida. Y aun en el caso de que haya tenido la desgracia de provocar su enojo, nunca debe perder la confianza en su bondad. Antes de emprender cualquiera acción importante, debemos manifestarle nuestro sincero deseo de obrar únicamente por Él.

    A medida que pase el tiempo, se nos irá haciendo natural el hábito de elevar así nuestro espíritu y se irán también multiplicando nuestras relaciones con el mundo invisible: la Misa, el oficio divino y la meditación no serán actos aislados sin influencia alguna en el resto de la vida, sino que serán una continuación más intensa de nuestra amistad con Dios y la gracia de la unión filial se convertirá en el centro de toda nuestra existencia.

    Hay dos principales razones que imponen al sacerdote este espíritu de oración. De una parte, el cuidado que debe tener de su propia perseverancia y de su fidelidad al amor de Jesucristo; y de la otra, la necesidad de atraer las bendiciones divinas sobre su ministerio.

    ¿Es que, por ventura, nosotros los sacerdotes, que estamos consagrados al bien de las almas, podemos vivir en medio del mundo, como Jesucristo después de su resurrección, sin experimentar la atracción de sus seducciones? A pesar de lo sublime de nuestra vocación, somos débiles e imperfectos y somos frecuentemente zarandeados por las tentaciones. Para poder perseverar en el bien, la oración es indispensable a todos y algunos necesitan recurrir a ella casi a cada instante.

    El permanecer firme hasta el último suspiro «es un don luminoso del Padre»: Descendens a Patre luminum (Jac., I, 17), que nuestras buenas obras no pueden merecerlo estrictamente de condigno.

    Pero podemos esperar confiadamente obtenerlo de la divina bondad si lo pedimos con humildad y con perseverancia, procurando guardar fidelidad a Dios. «Este gran don»: Magnum illud usque in finem perseverantiæ donum, como le llama el Concilio de Trento [Sess. VI, can. 16], no nos exime de la posibilidad de pecar ni de ser tentados; pero nos proporciona una ayuda providencial y una serie de gracias que inclina a nuestra voluntad a obrar bien hasta el fin de la vida. De esta suerte, toda la trama de la existencia del cristiano se encuentra como rodeada de misericordia hasta su último término [Summa Theol., III, q. 114, a. 9].

    Como mendigos que llaman incesantemente a la puerta del cielo, debemos estar siempre exponiéndole nuestras miserias. Tal era la conducta de los santos. Hay una nota común a todos ellos: la constancia en buscar a Dios y en procurar hacer siempre su voluntad. Una vez que se consagraron a Dios, perseveraron hasta el fin de su vida con una fidelidad admirable en esta entrega que hicieron de sus personas. En la liturgia de los confesores, la Iglesia dice de ellos que tenían su voluntad anclada en Dios: Voluntas ejus permanet die ac nocte.

    ¿Dónde está el secreto de esta inquebrantable firmeza en la unión con Dios? En el incesante recurso a la oración, cosa que está al alcance de todos.

    No podemos aducir como excusa que nuestras pasiones son demasiado vivas o que nuestras tentaciones son demasiado fuertes. Virtus in infirmitate perficitur (II Cor., XII, 9). Mirad el ejemplo de San Pablo, el cual, aunque había sido transportado al tercer cielo, reconocía, sin embargo, sus miserias y gemía angustiosamente. Pero en lugar de dejarse llevar del desaliento, exclamaba en un trasporte de admirable confianza: Libenter igitur gloriabor in infirmitatibus meis ut inhabitet in me virtus Christi: «Muy gustosamente, pues, continuaré gloriándome en mis debilidades para que habite en mí la fuerza de Cristo» (Ibid., 10). También juegan en nosotros un papel providencial las tentaciones que nos combaten y las mismas faltas en que caemos. En vez de abatirnos, debemos servirnos de ellas para convencernos de que nuestras almas, aunque estén adornadas con los tesoros de la gracia, continúan siendo «vasos frágiles» (Ibid.,IV, 7).

    Nuestras miserias nos enseñarán a orar con humildad y confianza y nos preservarán del orgullo y de la presunción. El Apóstol nos dice que, si Dios las permite, es «para que nadie pueda gloriarse ante Dios»: Ut non glorietur omnis caro in conspectu ejus (I Cor., I, 29).

    Es necesario que aquellos sacerdotes que se dedican a estudios que no se relacionan directamente con las cosas sagradas o que tienen un cargo meramente administrativo se preocupen con más empeño que los demás en conservar siempre vivo el espíritu de oración. Para ello, les ayudará muchísimo la costumbre de elevar oraciones jaculatorias en medio de sus trabajos, escogiendo entre las fórmulas ordinarias aquellas que mejor respondan a sus necesidades, o sirviéndose de algún texto del breviario, o de la Sagrada Escritura, que más les haya llegado al alma.

    Nunca es más feliz un ministro de Cristo que cuando es fiel al espíritu de oración y trabaja únicamente por la gloria de Dios y de la Iglesia, llevado del impulso de la caridad.

    Si la oración tiene una importancia tan grande para vuestra santificación, no la tiene menos para atraer sobre vuestros trabajos las bendiciones divinas.

    Debéis convencernos de que vuestra acción sobre las almas no puede ejercer ninguna influencia que sea realmente provechosa si Dios no la fecunda con su gracia: Ego plantavi, Apollo rigavit, sed Deus incrementum dedit (I Cor., III, 6). Es cierto que la gracia supone la naturaleza y que no podemos echar en olvido la parte que tienen la inteligencia y la voluntad en las obras sobrenaturales: «Nosotros plantamos y regamos»; este es el papel que nosotros desempeñamos, el cual es ciertamente indispensable. Pero no debemos perder de vista que si Dios no «fecunda» nuestro trabajo, éste resultará completamente infructuoso.

    Como dice San Agustín, todo crecimiento en la vida de la gracia «supera las fuerzas humanas, sobrepasa la excelencia de los ángeles y pertenece únicamente a la Trinidad fecundante»:Excedit hoc humanam humilitatem, excedit angelicam sublimitaten, nec omnino pertinet nisi ad agricolam Trinitatem [In Jo., 80, 2. P. L., 35, col. 1840].

    Podéis creerme si os digo que, por grandes que sean vuestro talento, vuestros conocimientos y vuestro entusiasmo al principio de vuestro ministerio, nunca llegaréis a hacer nada que valga la pena si no sois hombres de oración.

    Los santos, que realizaron grandes obras impulsados por su amor, se entregaron con denuedo a la acción; pero eran, sobre todo, hombres de oración. Recordad a San Benito, a San Francisco Javier, a San Carlos Borromeo, a San Francisco de Sales, a San Alfonso de Ligorio, al Santo Cura de Ars: todos ellos pasaban largas horas en coloquio con Dios.

    Sed, pues, «mediadores» conscientes de vuestra misión, hombres de oración que, mediante vuestra constante unión con el Señor, santifiquéis las almas que os han sido encomendadas al mismo tiempo que santificáis también las vuestras.

    Porque los sacerdotes no podemos salvarnos solos, sino que tenemos la sublime misión de llevar las almas al cielo en pos de la nuestra propia. Demos, por ello, gracias a Dios y procuremos serle fieles, para que nuestra falta de fervor nunca sea causa de que alguna alma se entibie o se arruine.

 

4.- Las fuentes de la oración: La naturaleza

   Jesucristo dijo en cierta ocasión, hablando del cielo: «En la casa de mi Padre hay muchas moradas (Jo., XIV, 2). Lo mismo puede afirmarse de la oración. En su admirable tratado Castillo interior, Santa Teresa menciona siete moradas principales. Y no se puede llegar de un salto a la última morada.

    Para ayudaros en este ascensus ad Deum, os voy a proponer, a modo de ejemplo, tres puntos de partida distintos, o tres clases distintas de apoyos, desde lo que el alma puede empezar su ascensión a la mansión del Padre.

    Podemos elevarnos hacia Dios tanto por la contemplación de la naturaleza como por la meditación de las verdades reveladas que se contienen en la Sagrada Escritura, de la vida y de los misterios de Jesucristo, o también uniéndonos a Cristo, creyendo con fe viva en el poder que tiene de introducirnos en el seno del Padre.

    Según sean nuestras disposiciones personales o las circunstancias de cada momento, podemos echar mano de cualquiera de estas tres maneras de ir a Dios. Para que os hagáis una idea más cabal de ellas, me vais a permitir que las compare a los tres recintos del templo de Jerusalén.

    ¿Qué es lo que vemos allí? El recinto más sagrado era el Santo de los santos. Este lugar estaba rodeado de varios atrios, que eran tanto más dignos cuanto estaban más próximos al santuario por excelencia.

    El «atrio de los gentiles» era muy amplio, completamente al descubierto y en él podían entrar todos los que quisieran.

    A través de varios pórticos, a los que los incircuncisos no tenían acceso, se pasaba al atrio de los judíos. En este vasto recinto, el pueblo elegido asistía a los sacrificios, escuchaba la lectura de la Ley, cantaba los salmos y podía entrever, tras el altar de los holocaustos, la parte del santuario que estaba reservada a los ministros del culto.

    Al fondo del lugar llamado «Santo», detrás del velo sagrado del templo, post velamentum, se encontraba el misterioso «Santo de los Santos», donde, según la epístola a los hebreos (IX, 3-4), y a la izquierda del altar de los perfumes, se guardaba el Arca de la Alianza guarnecida de oro, que contenía las Tablas de la Ley, el maná y la vara de Aarón. Solo el Sumo Sacerdote podía entrar en este recinto, y eso una vez al año y después de prolijas purificaciones.

    Volvamos ahora a los grados de oración.

    El primer atrio, el de los gentiles, simboliza la oración, en la que el alma se eleva a Dios, sin servirse de la revelación, apoyándose en la contemplación del orden y de las bellezas de la naturaleza. El mismo San Pablo nos invita a que admiremos las maravillas de la creación, cuando escribe: «Lo invisible de Dios, su eterno poder y su divinidad, se alcanzan a conocer por las criaturas (Rom., I, 20).

    Pero me diréis: ¿Se puede hacer oración con sólo admirar las bellezas de la naturaleza? ¿Y por qué no? Dios es el gran artista. Todo cuanto ha hecho lo ha concebido en su Verbo. En la creación se refleja una huella de su Autor. ¿Por qué creéis que algunas almas se complacen en contemplar los grandes espectáculos de la obra de Dios? La inmensidad del océano, las cimas de las montañas, los paisajes encantadores les impulsan a orar. La razón de esto está en que, tras el telón de la naturaleza, adivinan la presencia oculta de Dios. Todo el universo les grita:Ipse fecit nos et non ipsi nos (Ps., 99, 2). El profeta Baruc escribía: «Los astros brillan en sus atalayas y en ello se complacen. Los llama y contestan: Henos aquí. Lucen alegremente en honor de quien los hizo» (III, 34-5). Contemplad también vosotros el cielo estrellado y elevaos por medio de este sublime espectáculo al amor de Aquel que ha creado la dilatada extensión del Universo.

 

5.- El Evangelio

    En el atrio de los judíos, todo pertenece al orden de la revelación y por consiguiente todo es sobrenatural. Fue el mismo Dios quien prescribió a Moisés los ritos y los sacrificios del culto mosaico: «Mira y hazlo según el modelo que en la montaña se te ha mostrado» (Exod., XXV, 40).

    Procuremos imaginarnos cuál sería la admiración y el amor que embargaba el alma de María cuando entraba en el atrio de las mujeres y asistía a las ceremonias sagradas. ¡Y qué decir de Jesucristo! Entraba en el templo como en la casa de su Padre. Sabía que el templo le representaba a Él mismo. Por eso dijo: «Destruid este Templo y en tres días lo reedificaré» (Jo., II, 19).

    Jesús asistía en el atrio a los holocaustos y al culto judaico. Él, que era el verdadero Cordero de Dios, se daba perfecta cuenta de que todo lo que allí se hacía era una figura profética de la misión que venía a realizar. Cuando el sacerdote rociaba al pueblo con la sangre de las víctimas y entraba sin acompañamiento alguno en el Santo de los santos, Jesús pensaba en que su sangre había de rescatar al mundo y su alma se elevaba a las sublimes realidades de las que los ritos judaicos no eran sino las «sombras»: umbræ futurorum (Hebr., X, 1).

    ¿Qué significado tiene el segundo atrio en nuestra vida de oración? No se trata aquí de una elevación del alma provocada por la contemplación de las maravillas de la naturaleza, sino de la oración que se fundamenta en los documentos de la revelación. Dios nuestro Señor se ha dignado hablarnos y sus palabras están contenidas en los libros inspirados. La oración se nutre principalmente de la Sagrada Escritura. Escuchad, si no, lo que dice San Pablo: «La palabra de Cristo habite en vosotros abundantemente, enseñándoos y exhortándoos unos a otros con toda sabiduría, con salmos, himnos y cánticos espirituales, cantando y dando gracias a Dios en vuestros corazones» (Col., III, 16).

    Hay quien lee la Sagrada Escritura y no encuentra en ella nada que le invite a orar. Pero si la leemos con humildad, como hijos de Dios, la luz de la divina palabra iluminará nuestra alma y la impulsará a una ferviente oración.

    En este atrio debemos entretenernos en contemplar la persona de Jesucristo y los misterios de su vida, para lo cual encontraremos una eficaz ayuda en la liturgia.

    Cuando meditamos en las palabras y en las acciones de Jesucristo, Dios se complace en darnos sus gracias, porque el solo recuerdo de Jesucristo es ya de por sí santificador.

    Debéis meditar en las escenas del Evangelio como si en realidad estuvieseis junto al Señor, como si escuchaseis con vuestros oídos sus palabras o como si le vieseis con vuestros propios ojos. Arrodillaos con los pastores ante el pesebre; adoradle en Nazaret, en su vida oculta, con María y con José; uníos al grupo de los apóstoles para acompañarle en sus correrías, recoged sus benditas palabras, prosternaos ante Él en el lavatorio de los pies y en la Cena. En el huerto de los olivos, a lo largo del drama de la pasión y, sobre todo, al pie de la cruz, contemplad a Jesucristo. ¡Es vuestro Dios! Escuchad sus últimas palabras… ¿No es verdad que a cada uno de nosotros nos dice: «Si yo ofrezco mi vida es por el amor que te tengo»? Este pensamiento arrebataba a San Pablo hasta hacerle exclamar: «Me amó y se entregó por mí» (Gal., II, 20). La persona de Jesús, contemplada en todos los pasos de su vida, desde la infancia hasta su resurrección, «irradia constantemente una virtud santificadora»: Virtus de illo exibat et sanabat omnes (Lc., VI, 19).

    Fijemos en Él nuestra mirada con espíritu de fe para tratar de imitar sus virtudes, «no sólo en lo exterior, sino, sobre todo, en su espíritu interior»: Ut per eum quem similem nobis foris agnovimus intus reformari mereamur [Oración de la octava de la Epifanía].

    Voy a ofreceros ahora algunas breves reflexiones sobre la manera de meditar.

    Hay muchos sacerdotes que se ajustan siempre a un método determinado. Y si comprenden que les va bien con su método, harían mal si lo abandonaran. La Iglesia ha bendecido y recomendado la utilidad de varios de ellos. Pero sería un craso error identificar la oración con los métodos y suponer que no se puede orar si se prescinde de los mismos, porque no son sino medios.

    Para los antiguos, el aprendizaje de la oración mental consistía en habituarse a hacer pausas en la lectura de la Sagrada Escritura o de algún libro de piedad. Durante estas pausas, el alma se reconcentra en sí misma, reflexiona, se persuade, ve cuáles son sus deberes, realiza actos de conformidad con la voluntad divina y manifiesta sus esperanzas y sus peticiones. Y cuando se acaban estos sentimientos de fe, de confianza y de amor, se vuelve a continuar la lectura del libro.

    Esta era la escuela de la oración mental, tal como la entendían aquellos grandes maestros de la santidad que eran los Padres del desierto. San Benito, y con él los monjes de Occidente, continuaron esta tradición. Santa Teresa recomienda también este método [Vida, capítulos XI y XII].

    Por ser tan sencillo, tiene la gran ventaja de que está al alcance de todos y con él se evitan muchas distracciones. Y puesto que durante tantos siglos han sido muchísimas las almas que han llegado a la contemplación por este camino, ¿qué razón hay para que nosotros no podamos conseguir la misma gracia sirviéndonos del mismo método?

    Cada uno debe examinar cuál es el método que más le conviene. Lo que sí debéis procurar es que vuestra meditación sea acomodada a vuestras necesidades espirituales, a las flaquezas que debéis superar, a los deberes que tenéis que cumplir, y que os sirva para que vuestra alma sea cada día más fiel a Dios.

    Si, como es natural, observáis al principio algunos titubeos, no tengáis el menor reparo en echar mano de la ayuda de algún libro. Una antífona de la fiesta de Santa Cecilia nos dice que:Evangelium Christi gerebat in pectore suo, et a colloquiis divinis et ab oratione non cessabat: «Llevaba el Evangelio de Cristo no en el bolsillo, sino in pectore, junto a su corazón». También vosotros iréis adquiriendo el espíritu de oración en la meditación humilde y afectuosa del Santo Evangelio, de las Epístolas y de los demás libros de meditación. Después que hayáis hecho un acto de contrición y os hayáis puesto en la presencia de Dios, debéis abrir de par en par vuestra alma a la influencia santificadora de Jesús y a la acción del Espíritu Santo, y luego podéis abrir el libro, leyendo reposadamente y haciendo una pausa de vez en cuando, y veréis cómo vuestra alma se irá acostumbrando insensiblemente a tratar con su Señor.

    No debemos olvidar que la gran revelación del segundo atrio es el conocimiento de Jesucristo y de sus misterios, y que no podemos abrigar la pretensión de llegar a conocer los caminos y la voluntad de Dios, y menos aún al mismo Dios, si no es contemplando y escuchando a su Verbo encarnado.

 

6.- La contemplación de la fe

    Hablemos ahora del tercer recinto.

    Una vez al año, el Sumo Sacerdote solía atravesar el velo sagrado del Templo y entraba sin acompañamiento ninguno en el Sancta Sanctorum. Pronunciaba el nombre de Yahvé y le hablaba en actitud de suprema adoración.

    Esta ceremonia simbolizaba la entrada del alma en la contemplación de la fe más pura, «a través del velo de la santa Humanidad de Jesucristo»: Per velamen, id est carnem ejus (Hebr.,X, 20).

    Todo cuanto dejamos dicho de la naturaleza de la oración encuentra su más cumplida realización en esta oración de la fe, ya que ella es por excelencia la conversación a la que Dios invita a sus hijos en virtud de la gracia bautismal. Por su unión con Cristo y porque participan de su filiación, tienen acceso al seno del Padre.

    Os formaréis alguna idea de lo que es esta oración si os acordáis de aquel buen aldeano que el Cura de Ars solía encontrar todas las tardes en su iglesia, con los ojos fijos en el tabernáculo y sin proferir palabra alguna. Un día el santo Cura le preguntó qué es lo que hacía, a lo que el aldeano le respondió: «Yo miro a Dios y Dios me mira a mí». Esta es la oración de simple contemplación, en la que se mira, se calla y se ama. Toda alma fiel debería llegar a alcanzar después de cierto tiempo este grado de oración, pues en su estado inicial pertenece propiamente a la oración adquirida, que por nuestro propio esfuerzo, secundado por la gracia, nos permite encontrar nuestro descanso en Dios.

    ¿Qué obstáculos hay para que algunas almas consagradas a Dios no puedan llegar a este grado de oración? Simples bagatelas… Triste es tener que decirlo, pero la verdad es que muchas veces se pasan horas enteras preocupándose de cosas que no tienen la menor importancia, pensando demasiado en sí mismos, o en mil naderías, y entretanto el tiempo va corriendo. No olvidéis nunca que la oración refleja o expresa siempre las disposiciones más íntimas del alma.

    El sacerdote no debe ignorar, tanto para su propia santificación como para la dirección de las almas fervorosas, que Dios se complace en elevar a sus más fieles servidores, ya desde esta vida, a una unión más íntima con Él. Él les manda como Rey y Dueño soberano que es, y las almas están en el deber de responder a su llamamiento, esforzándose por que toda su vida esté gobernada por el amor. Este descanso en el seno del Padre es «lo mejor que hay» aquí abajo: la optima pars (Lc., X, 42).

    Para formarnos una idea cabal de la excelencia de esta oración, nos bastará con decir que la visión beatífica es su más acabado modelo. La luz de la gloria nos permitirá ver a Dios en el cielo cara a cara. La luz de la gloria fortalece y amplía la capacidad de la inteligencia creada para que pueda gozar de la visión intuitiva.

    Los elegidos participan de esta luz en la misma medida de su amor. Por eso, el grado de gloria que disfrutaremos en el cielo corresponderá al grado de caridad que hayamos alcanzado en el momento de nuestra muerte.

    Pero volvamos de nuevo a la contemplación de esta vida. ¿Qué es lo que corresponde aquí abajo a la luz de la gloria? La fe. La fe es una certeza y un conocimiento rodeado de oscuridades que va adquiriendo un perfeccionamiento progresivo y una vitalidad siempre nueva que le va acercando gradualmente a Dios en toda la realidad de su misterio.

    Y así como el grado de la visión beatífica es proporcionado al grado de caridad que cada uno haya alcanzado, así también puede decirse que sucede en esta oración de fe, ya que este conocimiento oscuro y superior a las fuerzas de la naturaleza, que es propio de la fe, brota en el alma como consecuencia de su unión amorosa con Dios. De lo que resulta que la oración que eleva a las almas hasta el Santo de los santos las hace también semejantes al Señor y capaces de conocerle y amarle por la fe de la misma manera que Dios se ama y se conoce a Sí mismo en su Trinidad.

    Aquella frase de la Sagrada Escritura: Deus noster ignis consumens est (Hebr., XII, 29) nos da una idea aún más acabada de la excelencia de esta oración de fe. Si «Dios es un fuego devorador», tanto más nos abrasaremos cuanto más nos acerquemos a Él. Y es precisamente en la oración donde esta chispa prende en nosotros y el alma se siente inflamada de amor por la suprema bondad y experimenta un ardiente deseo de unirse al Padre por medio del Hijo encarnado y de ser atraída por su mutuo y eterno Amor, el Espíritu Santo.

    Quedémonos a los pies de Jesús, «reposando a la sombra del Amado»: Sub umbra illius quem desideraveram sedi (Cant., II, 3). ¿Cuál es esta sombra? La santa Humanidad de Jesús. El Padre «habita una luz inaccesible»: Lumen inhabitat inaccesibilem (I Tim., VI, 16), y el Verbo «es el resplandor de la luz eterna»: Candor est lucis æternæ (Sap., VII, 26), el sol cuyos rayos nos dejan deslumbrados, y el honor cuyos ardores no podemos soportar. Por eso es por lo que el alma, para poder acercarse al Verbo, se apoya en el amor, a la sombra de la santa Humanidad.

    Cuando el alma llega a gozar de esta unión, nada valen para ella el mundo y todas sus seducciones, porque comprende que Dios es «lo único necesario»: Unum est necessarium (Lc., X, 42). Unida a Jesús y oculta en Él, el alma le dice: «Vos contempláis al Padre y yo estoy rodeada de tinieblas; pero yo lo contemplo a través de vuestros ojos».

    ¡Qué hermoso es vivir así bajo la mirada amorosa del Padre, a través del velo de la santa humanidad! «Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiere revelárselo»(Mt., XI, 27).

    Tened bien presente que en la oración de fe nuestro amor no tiende a formarse una concepción o representación intelectual de Dios, sino a poseerle enteramente y a ser enteramente poseída por Él. No hay idea ni concepto alguno de nuestra razón que pueda facilitar al alma esta comunicación con Dios, porque esta unión se consuma únicamente en la oscuridad de una plena adhesión de fe.

    Lo ordinario, aún en las almas más santas, es que su vida de oración empiece por los primeros atrios, donde nuestro esfuerzo personal, ayudado y secundado por la gracia, nos dispone a conseguir que Cristo lo sea todo para nosotros.

    Cuando Dios invita al alma a pasar más adelante en la contemplación de pura fe, hace que está experimente su absoluta impotencia para alcanzarla por sus propias fuerzas. Entonces el alma debe mantener una confianza inquebrantable, aunque la espera le parezca demasiado larga, y aceptar resignadamente el continuar en medio de esta oscuridad, pidiendo insistentemente a Jesús que se digne imprimir en ella su divina imagen. Echaríamos a perder toda su obra si pretendiéramos llegar por nuestras propias fuerzas a adquirir esta semejanza con el Hijo de Dios. No debemos olvidar que el Señor obra en nosotros en la misma medida en que sacrificamos nuestro propio «yo». Acostumbrémonos a decir: «Señor, si mi debilidad y mis tinieblas os glorifican, yo las acepto de buen grado; y si fuera necesario que yo viva siempre ante Vos «como una tierra sedienta de ti, sicut terra sine aqua tibi (Ps., 142, 6), no por eso dejaré de bendeciros».

    Nunca podremos comprender suficientemente la importancia que para nuestras almas sacerdotales tiene el que elevemos frecuentemente nuestras almas a Dios, por muy imperfecta que sea nuestra manera de orar. El Padre nos mira siempre con una mirada que penetra hasta lo más hondo de nuestras almas sacerdotales. «El nos ama en su Hijo Jesús»: Ipse Pater amat vos, quia vos me amastis (Jo., XVI, 27). Correspondamos a esta su mirada de misericordia presentándole, con generosa fidelidad, nuestros humildes esfuerzos para orar.

 

7.- La oración de Jesús

    Pidamos a Jesús que nos enseñe a orar: Domine, doce nos orare. Tanto por su mismo ejemplo como por sus enseñanzas y por el Espíritu Santo que envía a nuestros corazones, Él es el gran maestro de la oración.

    En Nazaret, su vida oculta fue toda de silencio y de recogimiento. Durante su vida pública se entregó sin reservas a todos y a cada uno, pero siempre tenía su mirada fija en el Padre. Vivía en continua oración. Los Evangelios nos dan testimonio de que Jesús oraba, ya en privado, como lo hacía cuando se retiraba al monte, ya en público, como cuando dijo el Padrenuestroante sus discípulos, o cuando dio gracias antes de la multiplicación de los panes (Jo., VI, 11).

    Jesús oraba en cuanto hombre. En cuanto Dios, no podía orar, ya que la oración supone una inferioridad, una necesidad; lo cual es propio de la criatura.

    ¿Podríamos nosotros entrever de alguna manera el secreto de estas sublimes elevaciones del alma de Jesús?

    Aún reconociendo que nos hallamos aquí en el mismo umbral del Sancta Sanctorum, podemos, sin embargo, formarnos alguna idea, si tenemos en cuenta las tres maneras de conocimiento que tenía Jesús en cuanto hombre,  que los teólogos denominan las tres ciencias de Cristo. Cada una de ellas iluminaba la inteligencia de Cristo con una luz propia, y por eso mismo estas tres ciencias eran otras tantas fuentes distintas de oración.

    En virtud de la unión hipostática, Jesús gozaba de la visión de la divinidad. En lo más alto de su alma guardaba un santuario sagrado, en el que sólo Él podía entrar. En la presencia del Padre, Él siempre seguía siendo el Hijo único.

    Cuando nosotros invocamos a Dios, le decimos: «Padre nuestro» en un sentido que es común a todos sus hijos adoptivos. Pero Jesús se dirigía a su Padre y descansaba en Él como Hijo suyo, pero en un sentido que sólo a Jesús le pertenecía, como Hijo único, porque la humanidad de Jesús es la humanidad del Verbo.

    Jesús atravesaba en un vuelo poderoso el espacio infinito que separa lo creado de lo increado, y vivía en unión constante con el Padre, de tal suerte, que con toda verdad pudo decir: «El que me envió esta conmigo; no me ha dejado solo» (Jo., VIII, 29). Por efecto de esta visión beatífica, la oración de Jesús transcendía las oraciones más sublimes. Su oración se realizaba en lo más alto de su espíritu. La oración sacerdotal que dijo después de la Cena, y que requiere San Juan, nos permite entrever en qué consistía la conversación que nuestro Salvador sostenía con el Padre: «Padre…, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique» (Jo., XVII, 1). Este conocimiento era completamente espiritual y sobrenatural. Ni las facultades imaginativas, ni la carne ni la sangre tenían en él parte alguna, ni pudieron impedirlo los sufrimientos más acerbos de la pasión.

    Además de este conocimiento intuitivo, que se realizaba sin el apoyo de las ideas, había también en el alma de Jesús otro género de ciencia, cuyo objeto no era el mismo Dios, y que recibe el nombre de ciencia infusa. En virtud de ella, Jesús conocía de modo muy distinto al nuestro la doctrina que venía a predicar al mundo y cuanto se relacionaba con su obra redentora. Todo esto lo conocía por una irradiación de luz sobrenatural. Esta ciencia no era adquirida, sino que la recibió de lo alto. Gracias a ella, Jesús conocía los decretos de la divina sabiduría referentes a la salvación de los hombres, a su Cuerpo Místico, a su Iglesia, como también la enormidad del pecado, su amor para con los hombres y la ingratitud de éstos.

    Por estas luces que iluminaban su alma, Jesús, al entrar en el mundo, hizo, como nos dice San Pablo, una oración que fue una perfecta oblación de sí mismo: «Heme aquí, Ecce venio…,que vengo para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad» (Hebr., X, 7).

    Durante su vida terrestre, esta ciencia le sirvió para glorificar al Padre y para darle gracias por los beneficios de la enseñanza del Evangelio: «Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y a los prudentes, y las revelaste a los pequeñuelos» (Mt., XI, 25).

    Y fue ella la que le movió a aceptar el cáliz de la pasión y la que inspiró su oración de supremo abandono y amor: «Padre…, no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc., XXII, 42).

    No olvidemos, por fin, que Jesús era un hombre como nosotros, igual en todo a nosotros menos en el pecado. Y por eso precisamente había en Él una tercera manera de conocimiento: una ciencia humana, natural, adquirida, experimental, igual a la que todos los hombres tenemos.

    También esta ciencia constituía para Él una fuente de oración. Cuando recorría los montes y los valles de Galilea, cuando contemplaba los viñedos y las mieses y las flores de que nos habla el Evangelio, en todas las bellezas de la creación veía otros tantos reflejos del esplendor de la divinidad y todo esto despertaba en su alma un canto de alabanza. A través del velo de las criaturas, se levantaba sin esfuerzo alguno a la consideración de las perfecciones divinas, de las que aquéllas no son sino un pálido reflejo.

    Grandes contemplativos como San Juan de la Cruz o Santa Ángela de Foligno atestiguan que, después del éxtasis, el alma queda envuelta en una luz sobrenatural que le permite descubrir, en medio de un gozo indecible, las huellas de Dios en la naturaleza. También el alma de Jesús disfrutaba de este reflejo de la luz divina, pero en un grado sobreeminente. El esplendor de la visión intuitiva se extendía sobre todos sus conocimientos, tanto infusos como adquiridos.

    Insistamos antes de terminar en que, por pobre que sea nuestra oración, es de la mayor utilidad, y para nosotros los sacerdotes mucho más aún que para el resto de los fieles, el considerar las inefables conversaciones de Cristo con su Padre. El Apóstol no tiene el menor reparo en decirnos que «Jesucristo es el ideal hacia el cual debe levantar los ojos nuestra flaqueza, sin descorazonarnos jamás»: Aspicientes in auctorem fidei et consummatorem Jesum… ne fatigemini, animis vestris deficientes (Hebr., XII, 2-3).

 

XVI

La fe del sacerdote en el Espíritu Santo

    El Espíritu Santo es el que realiza toda la obra de santificación en la Iglesia.

    La actividad sobrenatural de los hijos de Dios en sus diversos grados depende enteramente de su influencia vivificante: Qui spiritu Dei aguntur hi sunt filii Dei (Rom., VIII, 14). Esta es nuestra doctrina.

    Si para todos es de la mayor importancia que haya un perfecto acuerdo entre su espiritualidad personal y los dictados de la fe, lo es mucho más cuando se trata de los sacerdotes. Examinemos, pues, si concedemos al Espíritu Santo la parte que le corresponde en nuestra vida interior. ¿Estamos, acaso, convencidos de que para lograr nuestra santificación es de todo punto necesario que abramos de par en par nuestra alma a su acción bienhechora?

    Nada más cierto sino que «Jesús vino a este mundo para revelarnos al Padre»: Pater… manifestavi nomen tuum hominibus (Jo., XVII, 6). Pero también es verdad que, según los planes de la economía divina, no era éste el único fin de su vida, pues era así mismo necesario que el hombre aprendiese de los labios benditos del Salvador a conocer al Espíritu Santo y a venerarle lo mismo que al Padre y al Hijo.

    Esta es la razón de porqué en cierta ocasión Jesucristo dijo aquella frase tan extraña: «Os conviene que Yo me vaya». Si vino a salvarnos, a guiarnos, a entregarse enteramente por nosotros, ¿cómo afirma ahora que nos conviene que se vaya? El mismo Jesucristo nos lo explica con una razón más sorprendente todavía: «Si Yo no me voy, el Abogado no vendrá a vosotros» (Jo., XVI, 7).

    Si hubiéramos estado allí presentes, es posible que le hubiésemos replicado: «Maestro, no necesitamos para nada del Espíritu Santo; nos basta con Vos, quedaos con nosotros. ¿Qué necesidad hay de que nadie os reemplace?»

    Y, sin embargo, Jesús lo dijo bien claramente: «Os conviene que Yo me vaya».

    Según los planes de Dios, la fe es el único medio por el cual los hijos adoptivos pueden ponerse en contacto con el mundo sobrenatural: Cristo, la Iglesia, los sacramentos y, sobre todo, la Eucaristía. Debemos apoyarnos en la fe para esperar, amar y servir a Dios como conviene. Esta doctrina supone, por una parte, que no contamos con la presencia visible de Jesucristo en medio de nosotros, y por la otra, la acción invisible pero vivificante del Espíritu Santo, que tiene la misión de conducir a la Iglesia y a cada una de las almas a su destino eterno.

 

1.- El Espíritu Santo vivifica a la Iglesia

   El Evangelio nos revela que la misión del Espíritu Santo está ordenada a llevar a su última perfección la obra de Jesucristo.

    Cuando Jesucristo pronunció en el Calvario el Consummatum est, puede decirse que no quedaba ningún testigo que pudiera acreditar la eficacia santificadora de su sangre. Es verdad que Jesús había predicado su doctrina, que había formado a sus apóstoles, que pocas horas antes les había dado la primera comunión y que acababa de consagrarles sacerdotales. Y, sin embargo, parecía que todo iba a derrumbarse al llegar la hora aciaga de la pasión: los discípulos huyeron aterrorizados, Pedro renegó de su Maestro…

    Pero el día de Pentecostés los apóstoles se llenaron del Espíritu Santo y entonces «se renovó la faz del mundo»: Emittes Spiritum tuum, et renovabis faciem terræ (Ps., 103, 30). Dejando a un lado todo temor, Pedro se presentó en público en medio de Jerusalén y predicó a Cristo. Los doce apóstoles llevaron su voz hasta los confines del mundo y a los pocos años los cristianos se contaban por millares. ¿Cómo se obró este prodigio? Todos los años lo cantamos en el Prefacio de Pentecostés: «Por Cristo nuestro Señor, quien, subiendo a lo más alto del cielo y estando sentado a tu derecha, derramó en este día sobre sus hijos adoptivos el Espíritu Santo, que había prometido».

    A partir de este momento, la Iglesia ha vivido y ha triunfado de modo maravilloso de todas las persecuciones y luchas doctrinales y aún de las mismas infidelidades de sus propios hijos. Ella sigue su marcha triunfal a través de los siglos, bien segura de sus prerrogativas, que son las señales inequívocas de su institución divina. Ella es siempre una, tanto por su fe como por su comunión, con la sede de Pedro; ella produce en todas las épocas, en virtud de sus propias fuerzas santificadoras, la santidad de sus miembros; ella abraza de derecho a toda la humanidad en su redil, y ella, en fin, apoyada en el fundamento de los apóstoles, permanece siempre inconmovible.

    Una, santa, católica, apostólica y romana, la Iglesia es a un tiempo divina y terrena; ella es constantemente combatida y siempre está rodeada de peligros; pero, a pesar de todo, la Iglesia se mantiene y progresa siempre idéntica a sí misma en su divina constitución, indefectible en su fe e ininterrumpidamente «vivificada por el Espíritu»: Spiritum vivificantem.

    ¿Qué sabemos nosotros de este Espíritu? Elevemos nuestra consideración a la Santísima Trinidad.

    El Hijo, engendrado desde toda la eternidad, es la Imagen perfecta del Padre: Deum de Deo, lumen de lumine. Pero el Hijo refluye al seno del Padre y esta unión del Padre y del Hijo es fecunda. El Espíritu Santo, que procede del soplo único del amor mutuo del Padre y del Hijo, es amor infinito y se refiere todo entero, como tal Amor, a su principio de origen.

    La santidad consiste en ordenarse a Dios por amor. Y porque vuelve toda entera al Padre y al Hijo en un eterno reflujo de amor, la tercera Persona es llamada santa por excelencia: su nombre propio es Espíritu Santo.

    El Espíritu, que procede del amor del Padre y del Hijo, es también el don que sella su unión, el término, el definitivo acabamiento de la comunicación de la vida en Dios.

    Don de amor en el seno de la Trinidad, el Espíritu Santo es para nosotros el don por excelencia del Altísimo: Altissimi donum Dei. En unión con la Iglesia y en el mismo sentido que ella, nosotros veneramos en el Espíritu Santo al huésped de nuestras almas, ya que en ellas habita y las hace «templos del Señor»: Templum enim Dei sanctum est quod vos estis (I Cor., III, 17).

    El Espíritu Santo desciende sobre toda la Iglesia y sobre cada uno de los cristianos con todas las riquezas de la gracia. Fons vivus, Ignis, Caritas [Himno Veni, creator Spiritus]. Él es «fuente viva» del impulso sobrenatural, «fuego» que comunica ardor, «caridad» de donde se deriva la santificación y la unión de los corazones.

    Al venir a nosotros, nos trae sus dones. La liturgia reconoce siete: Sacrum septenarium. Este número es tradicional en la Iglesia y significa la plenitud de las operaciones que el Espíritu Santo obra en nuestras almas.

    Los dones son propios del estado de gracia y son unas disposiciones infusas, permanentes y distintas de las virtudes, que confieren al cristiano una singular aptitud para recibir las luces y los impulsos de lo alto. En virtud de esta acción del Espíritu Santo, los hijos de Dios pueden obrar como movidos por un instinto superior y de una manera que transciende el modo racional, que es propio del ejercicio de las virtudes. La atmósfera en que el ejercicio de los dones sitúa al cristiano es completamente sobrenatural. En ella es donde el cristiano va adquiriendo de la manera más elevada y perfecta su semejanza con el Hijo de Dios.

    En la práctica, las actividades de las virtudes y de los dones se compenetran mutuamente y cuando el alma vive más unida a Cristo, más sumisa está a las influencias del Espíritu Santo, como es fácil comprobarlo en la vida de los santos.

 

2. Necesidad de recurrir al Espíritu Santo

    Toda nuestra vida sacerdotal está consagrada a tratar con las cosas santas y eternas, aunque no puede prescindir de vivir en contacto con las preocupaciones terrenas. No nos es posible sustraernos a la influencia del ambiente que nos rodea y esto entraña el peligro de que ejerzamos nuestro ministerio de una manera demasiado humana y de que nos limitemos a cumplir materialmente nuestras funciones, sin atender debidamente a su carácter sobrenatural. La constante repetición de las ceremonias, por muy sagradas que sean, nos lleva insensiblemente a la rutina.

    Para inmunizarnos contra el naturalismo que nos rodea y contra la negligencia, es indispensable que todas y cada una de nuestras acciones sean fecundadas por el soplo del Espíritu Santo.

    Él es quien «enciende en nuestros corazones la llama del amor»: Tui amoris in eis ignem accende; quien, en las cosas del espíritu, nos otorga la «rectitud de juicio»: recta sapere; quien nos sugiere la actitud filial que debemos adoptar para poder invocar a Dios como a un padre; quien, en fin, «inspira nuestra oración»: Spiritus adjuvat infirmitatem nostram… Postulat pro nobis gemitibus inenarrabilibus (Rom., VIII, 26).

    Estas son algunas de las actividades que en nosotros ejerce el Espíritu Santo. Todo el que quiera vivir como corresponde a un hijo de Dios debe procurar mantener siempre su alma bajo esta influencia. ¿Cuántos son, aún entre los mismos sacerdotes, los que conocen debidamente a este Espíritu de amor? Y, sin embargo, Él es la fuente de toda la vida interior y quien fecunda todo su ministerio sacerdotal.

    ¿Cómo se inaugura un concilio ecuménico? Con el Veni Creator. Pues si esto se hace en las grandes asambleas oficiales de la Iglesia, lo mismo puede aplicarse a toda vuestra vida sacerdotal, en la que no debéis emprender ninguna acción de importancia sin implorar antes la protección del Espíritu Santo. Nunca invocaréis en vano al Espíritu Santo cuando os pongáis a confesar, o subáis al púlpito, o visitéis a los enfermos, porque de Él depende principalmente el gobierno de las almas. Cuando os dediquéis a dirigir las conciencias, tened siempre bien presente que la misión del pastor consiste en abrir las almas a la acción del Espíritu Santo. Y vais a permitirme que os dé, de pasada, un consejo: y es que no debéis, de ordinario, permitir a vuestros penitentes que os escriban largas cartas y que vosotros mismos debéis limitaros a darles unas directivas breves y concisas, que suelen ser tanto más eficaces cuanto más breves sean.

    No pretendo con ello menospreciar el esfuerzo humano, ni la generosidad, la constancia y la prudencia que deben animar nuestro ministerio con las almas. Comprendo el valor que tienen todas estas cosas, pero también es cierto que ningún caso deben hacernos perder de vista el aspecto sobrenatural de nuestro apostolado.

    Y es tanta la importancia de lo que acabo de deciros, que creo necesario insistir sobre ello. Hay en las cartas de San Pablo un texto sorprendente: Nemo potest dicere: Domine Jesu, nisi in Spiritu Sancto (I Cor., XII, 3). ¿Quiere esto decir que no podemos pronunciar con nuestros labios las palabras «Señor Jesús», o que somos incapaces de comprender su sentido literal? De ninguna manera.

    Lo que el Apóstol quiere darnos a entender es que, para decir este nombre bendito y para llegar a la persona de Jesús de una manera saludable, es preciso que seamos movidos desde lo Alto. El Concilio de Orange definió que «sin la iluminación y la inspiración del Espíritu Santo» [Can. VII.] no podemos hacer absolutamente nada que sea eficaz para nuestra salvación. Esto es lo que nos enseña la fe.

    Cuando Jesús vivía en el mundo, todos podían llegar a Él. ¿Acaso no había venido precisamente para salvarnos a todos? Y, sin embargo, ¡qué actitudes tan opuestas podemos observar entre los que se le acercaban! Los unos, como los fariseos, tenían el corazón endurecido y cerrado; los otros, por el contrario, lograban entrever el misterio de su persona y de su misión, creían en Él y se hacían discípulos suyos. ¿Cuál era la causa de esta diferencia? La Escritura nos lo revela en diversos pasajes, ya desde los primeros días de la vida de Jesús. Veamos algunos ejemplos. María va a visitar a su prima Isabel y ésta exclama: «¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!» ¿Quién le había dado a Isabel un conocimiento tan claro? El Evangelio nos lo dice: «Isabel se llenó del Espíritu Santo» (Lc., I, 41). Cuando el niño Jesús se presentó en el templo de Jerusalén, el anciano Simeón reconoció al Mesías en el hijo de la Virgen. ¿Quién fue el que se lo inspiró? El mismo San Lucas nos lo descubre, al decirnos que: «Movido del Espíritu Santo, vino al templo»: Venit in Spiritu in templum (Lc., II, 27).

   No cabe duda que también sentían el impulso secreto pero eficaz del Espíritu todos aquellos enfermos que acudían al Salvador con la seguridad de conseguir su curación. El Espíritu Santo fue el que movió a la Magdalena al arrepentimiento de sus pecados mientras bañaba con sus lágrimas los pies de Jesús, y el que movió a Pedro y a los demás apóstoles a abandonar sus redes por seguir a Cristo y el que invitó a Juan a reposar sobre el pecho de su Maestro y a acompañarle hasta el pie de la cruz.

    Debemos estar persuadidos de que también para nosotros existe un contacto con Jesús tan íntimo, tan inmediato y tan fecundo como este de que os acabo de hablar. Me refiero al contacto que se realiza por medio de la fe y que sólo el Espíritu Santo puede efectuar en nosotros. Si me preguntáis cómo lo realiza, os diré que cuando, en virtud de la eficacia de la gracia, hace a nuestra alma capaz de creer, de esperar y de amar sobrenaturalmente.

    Cuando Jesucristo vivía entre nosotros, su divinidad estaba escondida, al paso que su humanidad era completamente visible y ejercía un atractivo natural. Por eso, no era objeto de fe. Pero ahora no podemos alcanzar ni la humanidad ni la divinidad de Jesús si no es por medio de la fe. Tal es el plan divino. Todas nuestras relaciones con Cristo deben basarse en esta adhesión. Este contacto por medio de la fe es la condición indispensable para que desciendan sobre nosotros los dones divinos. «El que cree en Mí, dice Jesucristo, ríos de agua viva correrán de su seno». Y observad que el evangelista añade que «esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en Él» (Jo., VII, 39). El contacto vivificante con Jesús en la fe no se realiza sino por el don del Espíritu Santo.

    Puede darse muy bien el caso de que se acerque uno al sagrario del altar y que, sin embargo, esté muy lejos de Jesucristo. Por el contrario, si nuestra vida está como penetrada de la influencia del Espíritu Santo, este contacto se establece y entonces podemos decir con toda verdad que estamos cerca de Jesús.

    El Espíritu Santo es el lazo entre el Padre y el Hijo; y es también el vínculo que nos une con Cristo. Esto nos hará comprender cuánto importa para nuestro ministerio que vivamos siempre sometidos a su acción santificadora.

 

3.- Cómo debemos invocar al Espíritu Santo

    Acordaos del sello indeleble que dejaron grabado en vuestra alma los sacramentos del bautismo, de la confirmación y del orden. Estos caracteres son permanentes, y podéis serviros de estas prendas que atestiguan que pertenecéis a Cristo para hacerlos valer, siempre que lo queráis, ante Dios. Gracias a ellos, podéis volver a llamar en vuestras almas al Espíritu Santo y reavivar de esta manera los efectos sobrenaturales que son propios de estos sacramentos. San Pablo lo dice expresamente del sacramento del orden: «Te amonesto que hagas revivir la gracia de Dios que hay en ti por la imposición de mis manos» (II Tim., I, 6).

    Jesús nos dijo que, en el bautismo, el alma nace a una vida nueva «por la virtud del agua y del Espíritu Santo»: ex aqua et Spiritu Sancto (Jo., III, 5). Desde entonces, «el Espíritu de Cristo habita en el alma del bautizado» y toma posesión de ella: Quoniam estis filii, misit Deus Spiritum Filii sui in corda vestra (Gal., IV, 6).

    En virtud de su misma naturaleza, el carácter bautismal clama al cielo e intercede en nuestro favor. Apoyémonos, pues, en él para invocar al Espíritu Santo, para que nos enseñe a orar como conviene a los hijos de Dios y a tratar con el Soberano Señor como con un Padre y para que toda nuestra conducta responda a la plenitud de nuestra gracia bautismal, a imagen de Jesús, que es el único Hijo por naturaleza.

    ¿Qué es lo que hace Jesús en el sacramento de la confirmación por el ministerio del obispo? Extiende la mano sobre la cabeza de los confirmandos y les unge con el santo crisma, al tiempo que traza una cruz sobre su frente, diciendo: Signo te signo crucis. Este signo visible de la cruz representa el carácter invisible que se imprime en el alma. Esta queda grabada con el sello de Cristo, que aparece luminoso a las miradas de los ángeles y de los santos. Este sello es un testimonio del dominio y del amor que Cristo ejerce en el alma. El obispo continúa el rito:Confirmo te chrismate salutis…, es decir, te fortifico, completando la acción del bautismo, te hago perfecto cristiano, soldado de Cristo, apto para defender su causa. El santo crisma que se extiende en la frente del confirmando significa la unción del Espíritu Santo que penetra en el alma y se extiende en ella para fortificarla.

    Invocando este carácter, pidamos al Espíritu divino que, en las luchas y en las dificultades de la existencia, nos dé la fuerza necesaria para ser siempre soldados fieles de Cristo, orgullosos de estar a su servicio y dispuestos a defender y a extender su reinado.

    Vosotros los sacerdotes tenéis un tercer carácter sagrado, el de vuestra ordenación, que permanece siempre en lo más íntimo de vuestra alma como una llamada incesante al Espíritu Santo. Todas las mañanas podéis levantar vuestras manos al cielo «llenos de fe»,  fortes in fide, y mostrar al Señor vuestra alma marcada con el sello de Cristo. El sacerdocio del salvador, su sangre y su muerte están esculpidas en lo más íntimo de vuestro ser. Siempre que abrís ante Dios vuestra alma grabada con este sello, llamáis al Espíritu Santo y le pedís que reanime la gracia que recibísteis en la ordenación sacerdotal.

    Tened en gran aprecio el carácter que en vuestra alma han impuesto estos tres sacramentos y aprovechaos de su valor, porque toda vuestra vida sobrenatural consiste en que desarrolléis con perseverancia las gracias que son propias de vuestra vocación de bautizados, de confirmados y de sacerdotes de Cristo.

    Esta invocación puede expresarse por un simple movimiento del alma, por la oración al Espíritu Santo, por cualquiera de estas ardientes aspiraciones que la liturgia de Pentecostés contiene con tanta abundancia: «Ven, Padre de los pobres… Dispensador de las gracias… Dulce huésped del alma… Cura nuestras heridas…» Es una práctica muy recomendable la de repetir a lo largo del día estas invocaciones en forma de oraciones jaculatorias. El beato Pedro Fabro, de la Compañía de Jesús, tenía tanta devoción a esta práctica, que, aun durante el oficio divino, solía dirigirse al Padre, diciendo mentalmente entre salmo y salmo: «Padre celestial, dadme vuestro Espíritu» [Monumenta historica Societatis Jesu. Monumenta Fabri. Matriti, 1914, pág 505].

 

4.- Los dones del Espíritu Santo en la celebración de la Misa: los dones de temor de Dios, de piedad y de fortaleza

    En todas las acciones de nuestra vida y en cada una de las ceremonias de nuestro ministerio sagrado podemos invocar la intervención santificadora del Espíritu Santo. Detengámonos a considerar más despacio la acción del Espíritu Santo en el momento más sublime de nuestra jornada sacerdotal: en la santa Misa.

    No hay para nosotros honor comparable al de poder asociarnos al sacrificio de Jesucristo, en el que el mismo Hijo de Dios se ha dignado vincularnos al acto sacerdotal más augusto.

    Solamente el Espíritu Santo puede elevar nuestra alma a las alturas de una función tan sublime.

    Hablando de la oblación de Cristo en el Calvario, el Apóstol San Pablo hace notar que se realizó «por un impulso del Espíritu Santo»: Per Spiritum Sanctum semetipsum obtulit immaculatum Deo (Hebr., IX, 14). Ojala pueda decirse también de nosotros que ofrecemos este sacrificio único con el alma abierta al impulso de este Espíritu de amor.

    Quisiera demostraros cómo, mientras celebramos, el Espíritu Santo puede ejercer sobre nosotros, por medio de sus dones, una acción saludabilísima. No abrigo el propósito de exponer en este lugar toda la doctrina de los donessino solamente quiero evocar en breves rasgos las riquezas de gracia que nos comunican estos dones.

Debemos dejar sentado, ante todo, que los dones de temor de Dios y de piedad son de la mayor importancia en la celebración de la Misa, porque son precisamente los que deben inspirar al alma del sacerdote sus disposiciones más íntimas.

    Nunca debemos perder de vista en el altar la majestad inmensa, insondable e infinita del Dios tres veces santo, a quien ofrecemos el sacrificio: Suscipe, sancte Pater… Suscipe, sancta Trinitas… So pena de adoptar una postura falsa ante el Señor, la criatura debe rendirle el homenaje de su adoración y de su anonadamiento y, si en alguna ocasión, es precisamente en la Misa donde el alma debe sentirse penetrada de estos sentimientos. Como ya os lo he demostrado repetidas veces, el divino sacrificio exige que lo celebremos cum metu et reverentia,porque es un acto de culto en el que se reconocen los derechos absolutos de Dios y en el que se rinde homenaje a su plena soberanía. Jesucristo ofreció el sacrificio de la cruz con aquella íntima reverencia para con su Padre y con aquel religioso respeto que, en una acción tan sagrada, son tan propios del sacerdote como de la víctima. Cuando en el altar nos acercamos tan de cerca a la divinidad, debemos unirnos a estos sentimientos del corazón de Cristo.

    A ejemplo de nuestro Salvador, procuremos fomentar en nuestra alma una viva aversión a los pecados del mundo y a las ofensas que se infieren a la suprema Bondad, y un deseo ardiente de repararlas.

    Por el impulso secreto del Espíritu Santo, que nos comunica el don de piedad, llegaremos a experimentar hasta qué punto la atmósfera en que se desarrolla la acción del sacrificio es de carácter filial. ¿Cuál es el nombre que usa la liturgia para dirigirse al Señor? El de Padre. Y tenemos libre acceso a su divina majestad porque acudimos confiados per Jesum Christum, Filium tuum, Dominum nostrum. Y es tan íntima nuestra comunión con el Padre, que nos atrevemos a unirnos y a compartir la complacencia que experimenta en el amor de su Hijo: Ut nobis corpus et sanguis fiat dilectissimi Filii tui. El sacerdote, en el altar, se identifica con Jesucristo. De ahí se deduce hasta dónde debe llegar el espíritu filial que embargue su alma.

    Pidamos al Espíritu Santo que nos inspire una fe viva en el amor que Dios nos profesa y una confianza inquebrantable en nuestro Padre celestial.

    Bajo la influencia del Espíritu Santo, experimentaremos también en el altar la necesidad de solidarizarnos con todas las necesidades y angustias de la humanidad, ya que, por el don de piedad, nos uniremos interiormente a la caridad que desbordaba del corazón de Cristo. Al proyectar nuestra mirada sobre los incontables dolores que atenazan al mundo, pensaremos en los pecadores por los cuales Jesucristo vertió su sangre, lo mismo que sobre los afligidos, sobre los enfermos y sobre los moribundos y, ante este inmenso clamor de miserias que se levanta de este valle en que vivimos, nos sentiremos movidos a implorar la misericordia de Dios sobre todos ellos. O aún mejor, será el mismo Cristo el que, por nuestros labios, pedirá al Padre que tenga piedad de ellos. Jesús ha querido «tomar sobre sí todas nuestras iniquidades»: Vere languores nostros ipse tulit (Isa., 53, 4). Cuando ofrecemos a Cristo al Padre celestial, es el mismo Jesús el que se reviste de todos los males que aquejan a sus miembros e implora la clemencia divina.

    Estos sentimientos de piedad se concilian perfectamente con el temor reverencial, como lo expresa maravillosamente una oración litúrgica: «Señor, haz que tengamos siempre temor y al mismo tiempo amor de tu santo nombre»: Sancti nominis tui, Domine, timorem pariter et amorem fac nos habere perpetuum [2º domingo después de Pentecostés].

    En vez de presentarnos a ofrecer el santo sacrificio con un corazón tibio, procuremos enfervorizarlo con la consideración de estas ardientes verdades, para que el Espíritu Santo nos anime y nos estimule a orar con más devoción.

    Quizás os preguntéis cuál es la ayuda espiritual que proporciona al celebrante el don de fortaleza.

    La necesidad de este don se deduce del gran espíritu de fe que se requiere en el sacerdote y de las muchas tentaciones que la combaten. Si es verdad que todos los hombres están expuestos a las tentaciones contra le fe, mucho más lo está el sacerdote.

    Y no os debéis extrañar de ello, porque la razón es bien clara.

    Cuando los fieles ven la santa hostia es en el momento de la consagración, cuando toda la asamblea se prosterna para adorarla, o cuando se expone en el ostensorio, rodeada de luces y envuelta en nubes de incienso, o al recibirla al acercarse a comulgar. Pero nunca llegan a tocar las sagradas especies.

    El sacerdote, por el contrario, está siempre en contacto inmediato con las especies sagradas, bajo las cuales, como bajo un velo, se oculta Jesucristo. Él pronuncia las mismas palabras que Jesús dijo en la última Cena: él toca la santa hostia, la parte, la lleva de un lado a otro, la tiene a su merced. Y el demonio puede muy bien aprovecharse de esta inefable condescendencia de Jesús para tentar a su ministro. Por eso, precisamente, le concede el don de fortaleza: para que mantenga siempre viva su fe en la sublimidad del acto que realiza, para que supere todas las tentaciones que se le presenten y para que viva persuadido de que realmente se encuentra en presencia de su Salvador, como si le viera con sus propios ojos.

    Este mismo don nos comunicará también el valor y la decisión necesaria para ofrecernos todos los días a Dios como hostias que se entregan voluntariamente para cumplir en todo su voluntad, por muy dolorosa y costosa que sea. Cuando nos sentimos sin fuerzas para aceptar o para llevar la cruz que el Señor nos envía, pidamos al Espíritu Santo que nos otorgue una parte de aquella misma fortaleza que saturaba el alma de Cristo Jesús en el momento de su sacrificio.

 

5.- Dones de ciencia, de entendimiento y de consejo

    Tratemos ahora de los tres dones intelectuales de ciencia, de inteligencia y de consejo. No os preocupéis porque me tomo la libertad de cambiar el orden en que habitualmente se citan, porque, cuando celebramos la Misa, no es lo que más importa el saber si el Señor obra en nosotros por este o por el otro don, sino el tener una fe despierta y el alma enteramente abierta a las influencias de lo Alto.

    Debemos estar persuadidos de que, por muy sublimes que sean las ideas que tengamos acerca de la Santa Misa, serán ineficaces para acercarnos a Dios si el Espíritu Santo no nos ilumina con su luz. Cosa excelente es, sin duda, conocer la teología y en particular lo que nos dice del santo sacrificio, pero puede darse el caso de que, después de haber leído los mejores tratados de la Eucaristía, haya quien celebre la Misa con la misma frialdad que antes. Y la razón de ello está en que todo eso no era más que trabajo de nuestro cerebro. Por eso, es necesario que, al estudio, acompañe un sentimiento sobrenatural de los divinos misterios, que complete lo que conocemos por la letra. Ahora bien, solamente el Espíritu de amor puede darnos un conocimiento profundo y vital de la ofrenda y de la inmolación eucarísticas.

    Por el don de ciencia, el Espíritu Santo nos enseña a apreciar sobrenaturalmente las cosas creadas, es decir, a juzgar de su importancia o de su ningún valor, de acuerdo con el aprecio que merecen al mismo Dios. La Sagrada Escritura da a este género de ciencia el nombre de «ciencia de los santos» (Sap., X, 10). Gracias a esta superior rectitud de juicio, los santos se veían libres de la fascinación del mundo y solían exclamar con el Apóstol: «Todo lo tengo por estiércol, con tal de gozar a Cristo»: Omnia arbitror ut stercora ut Christum lucrifaciam (Philip.,III, 8).

    Este don nos hace comprender también el valor incomparable de las realidades de la fe y de los actos del culto. Por eso, debemos pedir al Espíritu Santo, antes de celebrar, que nos inspire un cabal conocimiento del valor de la Misa, que sea como un eco del pensamiento que el mismo Dios tiene del augusto sacrificio.

    Este conocimiento no es, en manera alguna, fruto del razonamiento, sino que es un conocimiento directo; pero la certeza íntima que en nosotros produce es de una enorme fecundidad para el sacerdote.

    ¡Dígnese el Espíritu Santo hacernos apreciar en el silencio de la oración estos misterios que todos los días se renuevan en nuestras manos de la misma manera que Dios los aprecia!

    Por el don de entendimiento, el Espíritu Santo nos da un conocimiento íntimo de la naturaleza de las verdades de la fe. «El Espíritu todo lo escudriña, dice San Pablo, hasta las profundidades de Dios y Él es quien hace que conozcamos los dones que Dios nos ha concedido»: Ut sciamus quæ a Deo donata sunt nobis (I Cor., II, 10 y 12).

    Cuando en nuestra vida ordinaria leemos un párrafo cualquiera, la inteligencia deduce con sus propias luces el sentido de las palabras. Por eso dice Santo Tomás: Intelligere, quasi intus legere [Summa Theol., II-II, q. 8, a.1].

    En el orden sobrenatural sucede una cosa análoga. Una secreta claridad permite que nuestro espíritu penetre hasta cierto punto en las verdades que el mismo Dios ilumina.

    Aunque el cristiano aceptaba ya estas verdades por el acto de fe, las aceptaba y las conocía, por así decirlo, en su envoltura; pero por el don de entendimiento llega a penetrar en su misma entraña.

    Son muchas las oraciones en las que la Iglesia testimonia la realidad de estas luces interiores: «Señor, te rogamos que el Espíritu Santo, que de Ti procede, alumbre a nuestras almas y nos dé a conocer toda verdad, como lo dejó prometido tu Hijo»: Et inducat in omnem sicut tuus promisit Filius veritatem [Miércoles de las Témporas de Pentecostés]. De esta suerte, entramos, en cierta manera, en el mismo santuario de la divinidad.

    Fácilmente podéis comprender hasta qué punto es útil este don para los que ofrecen el santo sacrificio o participan del mismo. En el altar se realiza una acción divina y no hay hombre ni ángel que sea capaz de comprender todo su valor ni de medir todo su alcance, porque es inefable. El Hijo de Dios está allí, ofreciéndose, inmolándose y dándose bajo las especies sacramentales. El Padre contempla a su Hijo… Sólo un rayo de luz de lo Alto puede hacer que lleguemos a comprender siquiera algo de estos misterios.

    Cuando leemos las palabras de la Escritura y de la liturgia, creamos firmemente que, lo mismo que hizo con los apóstoles después de la resurrección, también a nosotros puede esclarecernos su sentido: Aperuit eis sensum ut intelligerent Scripturas (Lc., XXIV, 45). Si las conservamos religiosamente en nuestro corazón, estas santas palabras se irán haciendo cada vez más ardientes y encenderán en nuestras almas el amor de Dios.

    El don de consejo nos dispone a reconocer, por una especie de instinto superior, cuáles son los actos que nos ayudarán, tanto a nosotros como a los demás, a orientarnos hacia nuestro destino sobrenatural. «Los que son movidos por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios» (Rom., VIII, 14). Gracias a este don, el Espíritu Santo nos previene en el curso ordinario de la vida contra la vehemencia de nuestra naturaleza, contra nuestro orgullo y nuestro presuntuoso juzgar. Todos estos defectos son otras tantas fuentes de ilusiones y de errores en el gobierno de las almas, ya que nos impulsan a obrar sin tener la debida cuenta de los planes de Dios sobre cada alma.

    Pudiera creerse que el don de consejo no juega ningún papel importante en la celebración de la santa Misa. Pero téngase en cuenta que precisamente es entonces cuando el sacerdote debe pedir las luces que tanta falta le hacen y que tan indispensables le son para su predicación, para sus decisiones y para toda su acción pastoral.

    Todo esto no quiere decir, sin embargo, que la fe que el sacerdote tiene en la intervención del Espíritu Santo le autoriza en lo más mínimo a menospreciar los dictados de la sana razón ni los medios humanos de que dispone en el cumplimiento de sus deberes. Dios no concede a sus hijos el don de consejo para suprimir la virtud de la prudencia, sino, muy al contrario, para que venga en su ayuda y la perfeccione: Ipsam (prudentiam) adjuvans et perficiens [Summa Theol., II-II, q. 52, a. 2].

 

 

6.- Don de sabiduría

   El don de sabiduría es el más elevado de todos.

    Consiste este don en un conocimiento de Dios y de las cosas divinas que el Espíritu Santo comunica al alma en el mismo ejercicio de la vida de unión con el Señor. La sabiduría es fruto de la caridad y pertenece a un orden completamente distinto del de la ciencia teórica, que es fruto de la razón. La sabiduría es un conocimiento «sabroso»: sapida cognitio, y establece un contacto íntimo y vital del alma con Dios.

    Esto se hace posible por la acción secreta del Espíritu Santo. Cuando el cristiano ora y sirve a Dios con fidelidad y con amor, el Espíritu Santo le concede esta sabiduría sobrenatural. Entonces el alma «saborea» la presencia de Dios y, hasta cierto punto, llega a experimentar en lo más íntimo de su ser su misericordiosa bondad y la vida que comunica a sus hijos adoptivos.

    Este don hace que el alma prefiera, sin el menor género de duda, la felicidad que proporciona la unión con Dios a todas las satisfacciones que le puede brindar el mundo, y le hace exclamar con el salmista: «Cuán amables son tus moradas, oh Yahvé Sebaot… Porque más que mil vale un día en tus atrios» (Ps., 83, 2 y 11).

    Pero no podemos saborear este gozo espiritual si no desechamos ante los deseos y complacencias mundanas: «El hombre animal no percibe las cosas del Espíritu de Dios» (I Cor., II, 14).

    En la santa Misa, el sacerdote aprende a conocer los misterios eucarísticos de forma muy distinta que cuando se estudian en los tratados de teología, porque, al celebrarla, siente un atractivo indefinible que impulsa a su alma a adoptar el verdadero espíritu de oblación: Imitamini quod tractatis.

    ¿No es, además, cierto que sentimos una inmensa necesidad de la ayuda divina para poder gustar espiritualmente el pan eucarístico? Porque una triste experiencia nos dice que, a pesar de que tantas veces repetimos que: «Este pan bajado del cielo… tiene en sí todas las delicias», al ir a recibirlo en la comunión, no experimentamos ningún deseo de comerlo.

    El don de sabiduría produce también en el alma una paz íntima que la sostiene en medio de las dificultades y de las tristezas de la vida. Esta es la razón por la cual la sagrada liturgia se complace en llamar al Espíritu Santo el consolador por excelencia y nos estimula a que pidamos que logremos «gozar siempre de sus consuelos». ¡Cuán deseable es para el sacerdote esta paz que nos viene de Dios! Gracias a ella, el sacerdote siente cuando está celebrando, en lo más íntimo de su alma, los efectos de la divina bondad.

    Por muy incompletas que sean estas consideraciones que os he hecho, pueden ayudarnos a avivar nuestra fe y nuestra esperanza en la acción del Espíritu Santo cuando celebramos los santos misterios y ayudarnos así a vencer la rutina.

    Cuando nos preparamos a celebrar la santa Misa, podemos inspirarnos en esta oración que trae el misal: «Penetre en mi corazón vuestro Espíritu de amor de modo que se haga oír sin ruido y me enseñe sin estrépito de palabras toda la verdad acerca del divino sacrificio, pues son muy profundas las realidades de este misterio y están cubiertas por un velo sagrado»[Præparatio ad Missam, die dominica].

    La tradición litúrgica proclama la fe de la Iglesia en la intervención del Espíritu Santo en el santo sacrificio. Sin detenernos ahora a estudiar el problema de las antiguas fórmulas de la epiclesis, podemos examinar, por ejemplo, las fórmulas que actualmente se emplean en el ofertorio. Después que el pan y el vino han sido ofrecidos, se añade la ofrenda de todos los asistentes: Suscipiamur a Te…, y a continuación el sacerdote eleva sus manos sobre toda esta oblación, e invoca «la venida del Espíritu Santo»: Veni, sanctificator omnipotens, æterne Deus…

    Recordad también la ceremonia de la consagración de un altar, una de las más bellas de toda la liturgia. Luego que la mesa del altar ha sido purificada por las aspersiones y consagrada por las unciones, sobre las cinco cruces que representan las cinco llagas de Jesucristo se colocan otros tantos granos de incienso, a los que se prende fuego y, mientras se consume el incienso, el sacerdote consagrante y todo el clero que le acompaña elevan al cielo esta oración: Veni, Sancte Spiritus… Es uno de los momentos más solemnes de esta admirable ceremonia. Se pide al Espíritu Santo, que es fuego de amor, que descienda sobre este altar, en el cual, como en otro tiempo en la cruz, Jesús se ofrecerá per Spiritum Sanctum, y se le ruega que santifique todas las ofrendas que se depositarán sobre él y sobre todo que, como efecto de la comunión, se digne unir a la divina víctima el holocausto de toda la asamblea cristiana…

    Por la imposición de las manos del obispo, nosotros los sacerdotes hemos recibido el Espíritu Santo de una manera especialísima. Este divino Espíritu ha marcado nuestras almas con un carácter indeleble y las ha colmado de la gracia sacerdotal. Su presencia en nuestras almas es invisible, pero nos garantiza la ayuda del cielo en todo el curso de nuestra vida: para celebrar los santos misterios, para predicar, para dirigir a las almas con sabiduría y para consolar a los afligidos. Honremos al Espíritu Santo, igual que honramos al Padre y al Hijo, con un culto de adoración, con un homenaje de profundo reconocimiento y de total abandono, con una constante fidelidad a sus inspiraciones. Estas inspiraciones nos moverán a servir a Dios, como recomienda San Pablo, «con la alegría del Espíritu Santo»: cum gaudio Spiritus Sancti (I Thess., I, 6).

    «Oh Espíritu Santo, Amor del Padre y del Hijo, estableced vuestra morada en medio de nuestros corazones y levantad siempre hacia lo alto, como llamas ardientes, nuestros pensamientos y nuestros afectos, hasta el seno del Padre, para que nuestra vida entera sea un Gloria Patri et Filio et Spiritui Sancto».

 

XVII

La santificación por las acciones ordinarias

    La santidad consiste para muchos en pasar largas horas en oración. Para otros, en grandes renunciamientos y sufrimientos tolerados por amor, como si la santidad no tuviera otro objeto que mortificar los movimientos naturales del hombre.

    Saliendo al paso de estos puntos de vista unilaterales, San Benito establece este principio ascético: «Debemos servir a Dios en todo momento con los mismos bienes que se ha dignado concedernos» [Prólogo de la Regla]. Esta es una norma fecundísima de vida espiritual, que busca la entera sumisión a Dios y la perfecta armonía de lo que en nosotros hay tanto de humano como de divino. Nuestro progreso se realiza mediante el ejercicio de nuestras facultades humanas y mediante el cumplimiento de nuestros deberes en el destino que nos ha señalado la Providencia.

    Las jornadas de la mayor parte de todos vosotros están frecuentemente sobrecargadas de múltiples ocupaciones, que aparecen confabularse para impediros el esfuerzo que requiere la vida interior. Por esto no debe haceros perder la confianza, ya que está en vuestras manos serviros de todas vuestras acciones, aun de las más ordinarias, para santificaros. Es lo que nos enseñan las epístolas de San Pablo y de San Juan.

    Hay, sin embargo, ciertas condiciones que son indispensables para asegurar el efecto santificador de estas acciones: deben ser «verdaderas», inspiradas en un motivo de amor sobrenatural, deben unirse a los méritos de las santas acciones de Jesús y, por medio de ellas, nuestra santificación sacerdotal debe encaminarse al bien de la Iglesia.

    No se requiere que estemos trayendo constantemente a la memoria el recuerdo de estas condiciones, sino que basta que pensemos en ellas de tiempo en tiempo, para que aviven nuestra fe y nos estimulen a hacerlo todo por la gloria de Dios. Convenceos de que la vida espiritual no es una vida inquieta y trabajosa, sino pacífica, ya que mira a Dios como a Padre y cifra su esperanza de llegar a la unión con Él, no tanto en nuestro propio esfuerzo como en el poder de su gracia secundada por nuestra fidelidad.

    Es verdad que este empeño en elevarnos hacia Dios a lo largo de cada jornada supone un esfuerzo; pero debemos tener en cuenta que nada durable se consigue en este mundo sin trabajo.

    Recordemos también el dogma de la comunión de los santos. Son muchas las almas consagradas a Dios que en el retiro de sus claustros ofrecen todos los días sus sufrimientos y oraciones por la santificación de los sacerdotes. Apreciemos todo el valor y toda la belleza de este gesto y procuremos apoyarnos en su generosidad.

 

1.- «Caminar en la verdad»

   Esta expresión es del Apóstol San Juan, y se encuentra en diversos pasajes de sus cartas (II Jo., 4; III Jo., 6). ¿Cuál es el significado que quiso dar a estas palabras?

    «Caminar en la verdad» es lo mismo que ajustar toda nuestra conducta a los planes y a las intenciones de Dios, de conformidad con los deberes de nuestro estado.

    Dios, que es el autor de nuestra naturaleza y del orden de la gracia, quiere que todas nuestras acciones estén siempre de acuerdo, tanto con nuestra condición de criaturas como con nuestra doble dignidad de hijos adoptivos y de sacerdotes de Cristo. Se trata, pues, de que en toda ocasión cumplamos los deberes que imponen a nuestra conciencia la ley natural y las exigencias de nuestro bautismo y de nuestro sacerdocio. Este es el plan de Dios respecto de nosotros. Siempre que nuestra conducta se ajusta a la voluntad divina, hacemos «obra de verdad», «caminamos en la verdad».

    El Señor se complace en comprobar que existe una perfecta correspondencia entre nuestras acciones y las leyes que gobiernan nuestra vida. Si no hay tal acuerdo, nuestras obras, por muy hermosas que parezcan, no responden a lo que Dios espera de nosotros.

    De todo cuanto llevamos dicho, se deduce una primera consecuencia para nosotros los sacerdotes, que puede enunciarse de la siguiente manera: por la misma razón de que hemos sido llamados a una santidad más elevada, estamos más obligados que los simples fieles a cultivar las virtudes naturales. Seamos extremadamente justos y ponderados en nuestros juicios y completamente sinceros en nuestras palabras. No toleremos jamás que nuestros procedimientos puedan mellar en lo más mínimo la honestidad natural. Bajo ningún pretexto, ni aun el de servir a la religión, debemos perder de vista las obligaciones que exige a todo hombre la lealtad a su conciencia.

    Nuestra actividad sacerdotal supone naturalmente este fundamento moral.

    El querer establecer en nosotros una perfecta armonía entre los dones de la naturaleza y los de la gracia constituye un esfuerzo para alcanzar un bello ideal. Pero, en la práctica, este ideal no puede realizarse sino mediante la mortificación de muchas tendencias y satisfacciones que son propias de nuestra naturaleza, pero que son incompatibles con nuestra vida sacerdotal. Hay sacrificios que son indispensables, tanto para salvaguardar la elevación de nuestra alma como para ejercer el apostolado. Y así, por ejemplo, por muy legítimos que sean los consuelos y las alegrías que produce el amor humano en el matrimonio, la entrega total que de sí mismo debe hacer el sacerdote y el mismo equilibrio de su vida interior, le exigen que renuncie con generosidad a estas satisfacciones.

    Si la gracia no destruye la naturaleza, tampoco anula la «personalidad». Ella se opone, es verdad, al orgullo, a la inclemencia y a otros defectos que son propios de determinados caracteres vehementes; pero acepta, cuando las encuentra, las grandes cualidades naturales del alma, del corazón y de la voluntad, que constituyen la mejor base para la verdadera personalidad humana. Mirad, si no, a los santos de todos los tiempos. Los dones de la gracia hicieron que se levantaran por encima de la común mediocridad, y muchos de ellos tuvieron una personalidad extraordinaria, decidida y proselitista. Lejos de ahogar sus cualidades naturales, la gracia las encumbró y las sobrenaturalizó, sometiéndolas enteramente a Dios, según el orden y la plenitud de la caridad.

    Siempre que emprendemos alguna obra, se nos impone una elección. Y claro es que, en lugar de dejarnos llevar de la negligencia o del cuidado de nuestras propias conveniencias, debemos preferir la alegría de vivir de acuerdo con la rectitud de nuestra condición humana y la santidad de nuestra vocación sacerdotal. El salmista nos invita a tender hacia este gran ideal, cuando pone en nuestros labios aquellas palabras: «Elegí el camino de la verdad»: Viam veritatis elegi (Ps., 118, 30).

 

2.- Omnia cooperantur in bonum

    «Sabemos que Dios hace concurrir todas las cosas para el bien de los que le aman, de los que, según sus designios, son llamados» (Rom., VIII, 28). ¿Y no hemos sido, acaso, nosotros «elegidos» por Jesús? (Jo., XV, 16).

    Hay algunos que se inclinan a creer que la Misa, el breviario y los ejercicios de piedad son los únicos medios de que disponemos para unirnos a Dios, lo cual es un criterio completamente equivocado. Es cierto que estos actos de religión desarrollan y sostienen nuestra vida interior y avivan en nosotros la convicción de la primacía de lo sobrenatural y de la pureza de intención en el celo de las almas. Gracias a estas disposiciones, el corazón de un sacerdote santo eleva hacia Dios, fortifica y consuela a todo el que se le acerque.

    Se suele decir que estos actos son el alma de todo apostolado. Pero podemos y debemos repetir con San Pablo que todas las obras de un discípulo de Cristo, aun las más ordinarias, cooperan al bien de su alma y la santifican.

    Echemos una ojeada, al llegar a este punto, a todo lo que constituye la trama de nuestra vida y veremos que los deberes de nuestro ministerio ocupan su mayor parte. Pues bien. Podemos servirnos de ellos para santificarnos.

    Los actos del ministerio no están ordenados, por su misma naturaleza, a nuestra santificación personal, sino a la utilidad espiritual del prójimo. Debemos ver, ante todo, en ellos un medio para consagrarnos al bien de los demás, aunque, indirectamente, pueden servir para purificar, iluminar o elevar nuestra alma.

    Pero esta consagración al bien de los demás constituye, sin el menor género de duda, un manantial de méritos y de gracias para nosotros mismos.

    El oír confesiones, el administrar los sacramentos, el enseñar el catecismo y el visitar a los enfermos son otras tantas obras de misericordia para con el prójimo que contribuyen a aumentar en nosotros la vida divina. Lo mismo se diga cuando asistimos a los funerales o nos dedicamos a cualquiera otra obra parroquial o social. Si los cumplimos con espíritu de religión, todos estos deberes nos santifican.

    Muchos de nosotros hacen constantemente esta caritativa entrega de sus personas a todas las horas del día, y a veces hasta la noche, porque son incontables los servicios que los fieles de toda edad reclaman constantemente de nuestro celo. Y si esto es verdad, ¿no será cierto que esta generosidad nos acercará más y más a Dios nuestro Señor?

    A esta incansable consagración, debemos añadir otra virtud: la paciencia. Ella hace que nuestras obras, como dice el Apóstol Santiago, sean perfectas: Patientia opus perfectum habet (I, 4). Esta disposición nos es particularmente necesaria en las múltiples relaciones que tenemos con las almas, y contribuye en gran manera a sobrenaturalizar nuestra vida. Frecuentemente nos encontramos con la indiferencia o la indocilidad de los unos,  o con la hostilidad y el odio de los otros. Pero nunca debemos apartarnos de la mansedumbre de Jesucristo. Nos sucederá muchas veces que las mismas personas que nos rodean sostienen puntos de vista que son opuestos a los nuestros y seremos víctimas de la incomprensión. ¡Cuántas veces se sienten contrariados nuestro celo y nuestra buena voluntad!

Pero no por eso debemos descorazonarnos. Busquemos, más bien, en la paciencia de Jesús la fuerza que sostenga la nuestra. Las virtudes se consolidan cuando aprovechamos fielmente todas las ocasiones, sean pequeñas o sean grandes, que se nos presenten para practicarlas. No se consigue llegar a Dios con estériles lamentos del tiempo perdido ni con bellos proyectos para el porvenir, sino con el cumplimiento exacto de los deberes actuales que cada día nos señala.

    Para conseguir este propósito, nos ayudará mucho el adoptar un «reglamento de vida» y atenernos a él, aunque con la debida elasticidad y sin excesiva meticulosidad.

    Son muchas las ventajas que se siguen de un ordenamiento racional de la jornada: ahorramos tiempo, cumplimos nuestros deberes por espíritu de obediencia a la voluntad de Dios, lo cual es de gran importancia y, por fin, este reglamento constituye un remedio eficacísimo contra nuestra propensión natural a la negligencia y a la ociosidad. Vamos a detenernos ahora en este punto.

    Como todos sabemos, hay sacerdotes que están sobrecargados de trabajos, al paso que a otros les queda mucho tiempo libre. Y la experiencia nos enseña que todos deben tener siempre una ocupación seria y cumplirla con conciencia de su responsabilidad.

    No hay mayor enemigo para un sacerdote que la ociosidadMultam enim malitiam docuit otiositas (Eccli., XXXIII, 29). Un sacerdote dado al ocio no tiene regla ni orden en sus ocupaciones diarias. Como es incapaz de fijar su atención en ningún asunto que merezca la pena, pierde miserablemente el tiempo y, a veces, hasta se ve apurado para terminar a su debido tiempo el rezo del breviario. ¿No es verdad que cuando se llega a este estado se convierte uno en presa fácil del enemigo de nuestra salvación? «No fue precisamente cuando estaban dedicados al trabajo, leemos en un notable sermón atribuido a San Agustín, cuando Sansón, David y Salomón sucumbieron a las solicitaciones de sus sentidos, sino cuando se hallaban ociosos. Pues no nos creamos ni más santos, ni más fuertes, ni más sabios que ellos»: Nec sanctiores David, nec fortiores Samsone, nec sapientiores Salomone [Sermo, 17, inAppend. S. Augustini, P.L., 40, col. 1264].

    El espíritu de trabajo desempeña un papel muy importante en la santificación del sacerdote. Sin él, las cualidades más bellas y los más ricos talentos quedan completamente infructuosos. La utilidad del prójimo y la misma dignidad de su vida exigen de todo ministro de Cristo que se aplique constantemente a sacar el mayor partido del tiempo.

    La ley del trabajo es una ley universal. A todos nos conciernen aquellas palabras que el Señor dijo a Adán: «Comerás el pan con el sudor de tu frente» (Gen., III, 19).

    Jesús, el nuevo Adán, que es nuestro único modelo, ha querido experimentar en sí mismo todas las condiciones penosas de nuestra existencia, a excepción del pecado: Tentatus autem per omnia, pro similitudine, absque peccato (Hebr., IV, 15). La dura necesidad del trabajo ha pesado sobre Él lo mismo que pesa sobre todos nosotros. Él se sometió gustosamente a este decreto de su Padre. Por eso, durante su vida mortal, le tenían por «un hijo de obrero»: Nonne hic est fabri filius? (Mt., XIII, 55).

    Imitemos gustosamente el trabajo de Jesús, de María y de José en su casa de Nazaret. No desdeñemos, si las circunstancias lo exigen, añadir el trabajo manual a las ocupaciones propias de nuestro ministerio. Acordémonos también del ejemplo de San Pablo: «Vosotros sabéis, les decía a los fieles de Efeso, que a mis necesidades y a las de los que me acompañan han suministrado estas manos» (Act., XX, 34). Y en otro lugar: «Con afán y con fatiga trabajamos día y noche, para no ser gravosos a ninguno de vosotros» (II Thes., III, 8). Son muchos los santos que, desde el tiempo del Apóstol hasta nuestros mismos días, se santificaron por el trabajo manual más humilde.

    Hay quienes creen que los únicos que merecen el nombre de trabajadores son los que empuñan la azada o manejan la paleta de albañil. Para ellos, el arquitecto que hace los planos y el patrono que lleva la dirección de la fábrica y organiza la distribución de los productos son geste ociosa. Y son muchos los que en nuestros días aplican los mismos criterios a los que ejercen un ministerio de orden espiritual. Pero la experiencia nos dice cuán equivocados están, porque bien sabemos que los trabajos del espíritu y los del ministerio sacerdotal son las más de las veces mucho más penoso y agotadores que los trabajos manuales.

    Entre los trabajos intelectuales a los cuales os podéis dedicar, debéis preferir el estudio de la teología y de la Sagrada Escritura: Nostræ divitiæ sint, in lege Domini meditari die ac nocte,nos dice San Jerónimo. Y añade en otro lugar: Ama scientiam Scripturarum, et carnis vitia non amabis [Epistolæ, 30 y 125, P. L., 22, col. 442 y 1078].

    Para prepararse seriamente al ministerio de la palabra no hay cosa mejor que el estudio que dedicamos a conservar los conocimientos bíblicos y teológicos que adquirimos en el seminario. Y aun prescindiendo de esta ventaja, lo cierto es que la competencia en las ciencias sagradas y aun en las profanas, eleva el nivel de nuestra vida y aumenta la eficacia de nuestro apostolado.

    Para la misma práctica de la virtud y para que, de cuando es cuando, pueda descansar de sus tareas, es necesario que el sacerdote establezca en su reglamento de vida algunos ratos de recreo y de solaz. Pero importa muchísimo para su santificación que los elija con prudencia, porque hay diversiones que son lícitas para los seglares, pero que son incompatibles con nuestra dignidad sacerdotal.

    Abramos nuestros corazones a la confraternidad y a la amistad de nuestros colegas en el sacerdocio: Frater qui adjuvatur a fratre quasi civitas firma (Prov., XVIII, 19). Sobre todo, cuando nos sentimos agobiados por la soledad, debemos acudir a un hermano en el sacerdocio para abrirle de par en par nuestra alma. ¿No es, acaso, verdad que el mismo Jesucristo en el huerto de los olivos confió sus angustias a sus discípulos? El contar nuestras cuitas a un amigo fiel puede, a veces, servirnos de auxilio bienhechor, y otras, aun de necesario consuelo. Pero, con todo, no debemos confiar exclusivamente en los consuelos humanos, sino que, principalmente, debemos buscar en Dios nuestra fortaleza y nuestra alegría.

 

3.- «Arraigados en la caridad»

    En el orden de la actual Providencia, el hombre no tiene otro último fin que el de la posesión del cielo, donde gozará de la visión beatífica. Por eso, lo que más le importa en esta vida es tender hacia ese fin con todas las fuerzas de su libre actividad.

    La caridad es la virtud que nos hace amar a Dios como a nuestro supremo bien y la que orienta hacia Él todas nuestras acciones. Esta orientación es la que les da a nuestras acciones todo su valor sobrenatural. Por eso, decía San Pablo: «Si tuviere tan gran fe que trasladase los montes…, y se repartiere toda mi hacienda y entregare mi cuerpo al fuego; no teniendo caridad, nada me aprovecha» (I Cor., XIII, 3). San Francisco de Sales expresaba también esta misma verdad en su lenguaje característico: «Un papirotazo tolerado con dos onzas de amor vale más que el martirio soportado con una sola onza».

    No basta que el hombre sirva al Señor y cumpla sus deberes por un sentimiento de decencia humana o de puntualidad natural, sino que en todas sus acciones, lo mismo en las ordinarias que en las más importantes, debe poner su mirada fija en Dios, con la intención de hacer su voluntad y agradarle en todo.

    Aunque no podamos conservar constantemente el pensamiento actual de la presencia de Dios, podemos, no obstante, elevarnos a Él de vez en cuando por medio de actos de amor y realizar lo que dice San Juan: «El que vive en caridad, permanece en Dios y Dios en él» (I Jo., IV, 16).

    La estupenda consecuencia que de esta doctrina se deduce puede enunciarse en los siguientes términos: cuando la caridad ha echado bien sus raíces en un alma, lo que menos importa para nuestra santificación es el género de acciones en que nos ocupamos.

    Voy a explicarme.

    ¿Cuál es la razón de la diferencia que existe entre los santos y las almas vulgares? ¿Acaso la naturaleza de sus ocupaciones? Es evidente que no. Nosotros los sacerdotes realizamos durante nuestra vida muchísimas acciones sublimes y llegamos, quizás, al fin de nuestra carrera cuando todavía estamos muy lejos de haber alcanzado la meta de la santidad. Por el contrario, vemos que algunos simples fieles, como una María Taigi, o un Mateo Talbot, cargador de los muelles de Dublín, que consumieron su vida en oficios rudos y humildes, eran realmente santos. ¿Dónde está, pues, la diferencia? En el amor. El amor, que iba desprendiendo más y más sus almas de cuanto no era Dios, hizo el milagro de que sus vidas, en apariencia vulgares, fuesen realmente un himno de alabanza ininterrumpido y una oración incesante.

    Mirad a Nazaret y veréis que las ocupaciones de María y de José en nada se distinguían de las de la gente humilde. Y, sin embargo, cualquiera de ellas daba a la Trinidad una gloria incomparable. Y esto, no solamente por la eminente dignidad de María y de su esposo, sino porque realizaban sus acciones todas con el amor más perfecto.

    Esto demuestra la importancia capital que la caridad tiene en la vida espiritual.

    A veces, sin embargo, nos sentimos tentados a creer que, si tuviéramos que desempeñar tal función, o si, por el contrario, pudiéramos desembararnos de tal cargo, o nos viéramos libres de la presencia de tal persona que tanto nos molesta, avanzaríamos mucho más rápidamente por el camino de la virtud.

    Esta es una tremenda ilusión, porque, en realidad, estos pretendidos obstáculos no son sino otros tantos escalones que deben ayudarnos a elevarnos a Dios, porque, como acabamos de decir, la esencia de la perfección no depende ni del cargo que ocupamos ni de las circunstancias que nos rodean, sino de la virtud de la caridad que debe ser el móvil de nuestras acciones.

    La experiencia nos enseña, sin embargo, que son muy contadas las almas que han llegado tan lejos en el camino del amor, que no tienen otro móvil para su conducta que el de la caridad sobrenatural. La mayoría de las veces experimentamos la necesidad de un apoyo humano. Las contradicciones, las dificultades y la cruz no constituyen por sí mismas un medio infalible de santificación. El alma cristiana necesita mucha luz, mucha fortaleza y mucha generosidad para recibirlas como venidas de la mano de Dios y para soportar la prueba sin caer en el desaliento.

    El director de conciencia no puede, en general y de una manera continua, exigir que el alma fiel realice todo aquello que él cree que es útil para su progreso espiritual, porque, sin perder nunca de vista el ideal de perfección hacia el que debe tender el alma, ha de tener la prudencia necesaria para atender a las particularidades condiciones de debilidad de cada una y del tiempo que es necesario para el desarrollo de su crecimiento espiritual.

    La caridad, como bien lo sabemos, nos viene de Dios. Ella es la insigne prerrogativa de los hijos adoptivos. ¿No es verdad que Jesús, nuestro divino modelo, sólo vivía de amor? Siempre tenía su mirada fija en el Padre, para que toda su actividad humana estuviera siempre de acuerdo con lo que era de su mayor agrado: Quæ placita sunt ei facio semper (Jo., VIII, 29).

    Sigamos el consejo de San Pablo, y «arraiguemos también nosotros nuestras almas en la caridad»: In caritate radicati (Eph., III, 17); «hagamos todas nuestras obras en caridad»:Omnia vestra in caritate fiant (I Cor., XVI, 14). El santo obispo de Ginebra dice que es absolutamente necesario que la caridad domine todas las actividades de nuestra vida: «No debemos tener otra ley ni otra sujeción que la del amor» [Œuvres de Saint François de Sales, XIII (vol. III des Lettres), éd. d’Annecy, pág. 184]. Para que podáis alcanzar un ideal tan elevado como es éste, os voy a dar el siguiente consejo: renovad con frecuencia durante el curso de cada jornada, pero sin fatigaros por ello, la intención de hacer todas las cosas sólo por amor. Formulad esta intención con una plegaria. Emplead, por ejemplo, un versículo del salmo: Diligam te, Domine, fortitudo mea (Ps., 17, 1); o esta inspiración de San Agustín: Fac, me, Pater, quærere te [Soliloquia, I, 6. P. L., 32, col. 872]; o, también, aquella oración de Prima: Dirigere et sanctificare… Cada uno puede seguir en esto la moción del Espíritu Santo. Pero no olvidéis que en la vida espiritual no se consigue nada que sea duradero si no se tiene perseverancia.

    Y si me preguntáis cuál es, en última instancia, la razón de esta importancia primordial que tiene la caridad, os diré que es, porque Dios, en su vida íntima, es amor: Deus caritas est (I Jo., IV, 8). El Padre engendra a su Verbo y tiene en Él todas sus complacencias. Como el Hijo, a su vez, contempla al Padre y se entrega a Él con todo su infinito impulso. De su mutuo amor procede el Espíritu Santo. Y por eso, precisamente, tanto más se acercará nuestra vida a la plenitud de la perfección cuanto mejor reproduzca con ayuda de la virtud de la caridad la vida misma de la Santísima Trinidad.

 

4.- In nomine Domini Jesu Christi

    Para conseguir que la caridad domine toda nuestra vida, es absolutamente necesario que vivamos en unión con Jesucristo.

    Así nos lo dice San Pablo: «En todo crezcamos en la caridad, llegándonos a Aquel que es nuestra cabeza, Cristo» (Ephes., IV, 15). Y lo mismo nos enseña en otro lugar: «Y todo cuanto hacéis de palabra o de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por Él» (Col., III, 17).

    Procuremos comprender todo el alcance de este pensamiento del Apóstol.

    Tomemos el ejemplo de un embajador. El puede obrar, bien sea como persona privada y a título propio, como cualquier otro hombre, o bien en calidad de legado. En este segundo caso, no deben tenerse en cuenta sus méritos y dones personales, sino las de la autoridad del soberano, cuya dignidad representa y encarna. Pero esta identificación que existe entre el soberano y su embajador es una identificación puramente externa y circunstancial.

    Muy distinta es la unión que existe entre Cristo y nosotros, ya que nos ha hecho suyos para siempre. Nuestras cartas credenciales las llevamos escritas en lo más íntimo del alma y valen para toda la eternidad. Estas cartas son la gracia santificante, el carácter del bautismo y el de la ordenación sacerdotal. Estos dones divinos dan testimonio en lo más profundo de nuestro ser, de una manera irrecusable y permanente, de que pertenecemos a Jesucristo.

    Las palabras del Apóstol: «Todo cuanto hacéis»…, tienen un profundo sentido. No son solamente un consejo para que, antes de ponernos a hacer cualquiera cosa, pronunciemos la fórmula «En nombre de nuestro Señor Jesucristo», sino la más clara afirmación de que, tanto cuando oramos como cuando trabajamos y, sobre todo, cuando nos dedicamos a nuestros ministerios, tenemos el derecho de presentarnos ante Dios con el legítimo orgullo de ser miembros de Cristo y ministros de su sacerdocio. Ahí reside el secreto que nos asegura que seremos siempre escuchados por nuestro Padre y nos garantiza la fecundidad de nuestro apostolado con las almas.

    Todo sacerdote tiene el privilegio de hablar con Dios y de tratar con Él «en nombre de Jesucristo», apoyándose en su dignidad y en sus méritos; pero hay quienes pierden de vista esta prerrogativa, porque les falta la debida fe. Cuanto más prescindamos de nosotros mismos al presentarnos ante el Señor, mejor comprenderemos el misterio de Cristo. Y la razón de ello estriba en que esta confianza sin límites en los méritos del Salvador es la mejor prueba de cuán arraigada es nuestra fe en su divinidad.

    Dice a este propósito el Apóstol San Juan es una de sus epístolas: «Si aceptamos el testimonio de los hombres, mayor es el testimonio de Dios, que ha testificado de su Hijo»: Qui credit in Filium Dei habet testimonium Dei in se (I Jo., V, 9-10). Lo cual viene a demostrar que la fe en la divinidad de Jesús nos hace partícipes del mismo conocimiento personal del Padre: en la generación eterna del Verbo, el Padre le contempla como a su Hijo, consustancial e igual a Él. Por eso, nuestra fe en la divinidad de Jesucristo es el eco de la vida misma del Padre.

    Creed, pues, con toda la firmeza de vuestra alma, que el Hijo de Dios os pertenece con todos sus méritos y con todo el crédito de que goza su divina persona. San Pablo expresaba así su jubilosa admiración por la grandeza de este don: Quomodo non etiam cum illo omnia nobis donavit (Rom., VII, 32). No encontraba palabras que fueran lo suficientemente expresivas para proclamar «la incalculable riqueza de Cristo» (Ephes., III, 8), porque vio «hasta tal punto fuimos en Cristo enriquecidos en todo, que no nos falta ninguna gracia»: Ita ut nihil vobis desit in ulla gratia (I Cor., I, 5 et 7).

    ¡Qué hermosa es nuestra vida de fe cuando la comprendemos de esta manera! La pena es que en muchos cristianos está completamente dormida esta esperanza viva en la persona y en los méritos de Cristo y para ellos es algo desconocido el presentarse ante el Padre, «en nombre de Jesucristo», apoyándose en su título de bautizados y de hijos de Dios por obra de Jesús. Por eso, nosotros, a pesar de nuestra miseria y de nuestra indignidad, debemos tener una santa audacia para acudir al Señor.

    Hay un medio sencillo y eficaz para alejar de nuestra vida el peligro del naturalismo y consiste en que recordemos cómo Jesús santificó en su persona todas las acciones que componen la trama de nuestra pobre existencia de aquí abajo. Al igual que nosotros, Él rezó y trabajó y trató con sus contemporáneos y se sentó a la mesa con ellos. En sus correrías apostólicas, «después de una larga caminata, se sentía fatigado»: Fatigatus ex itinere, sedebat sic supra fontem (Jo., IV, 6). Cuando la tempestad del lago, hubieron de despertarle de su sueño los gritos de alarma de sus discípulos. Los sentimientos de su corazón eran semejantes a los nuestros: amaba sinceramente a los suyos; su alma experimentó la tristeza y la angustia; sufrió la ingratitud y, sobre todo, a la hora de su pasión, el dolor se cebó en su alma más allá de todo límite.

    Jesús realizó todas estas acciones movido de un amor inefable hacia Dios y hacia los hombres y en cada una de ellas nos mereció la gracia de que podamos imitar su conducta y participar de su amor. Debéis estar íntimamente persuadidos de que el divino Maestro no desea otra cosa que comunicar a sus miembros, y en especial a sus sacerdotes, la fuerza necesaria para seguir su ejemplo.

    La misma práctica de la vida sacerdotal es una invitación apremiante para que, en algún modo, continuemos practicando las mismas virtudes que Él practicó. En efecto, al igual que Jesús, nosotros consagramos nuestra existencia a reivindicar entre los hombres los sagrados derechos de Dios y a procurar que su nombre sea glorificado. Mediante el sometimiento a las obligaciones propias de nuestro estado, imitamos la obediencia con que el Salvador acató en toda ocasión la voluntad del Padre. Nuestra vida de sacrificio, de paciencia y de castidad no viene a ser otra cosa que una reproducción de sus ejemplos.

    Nunca se puede decir que estamos solos en medio de nuestros trabajos, de nuestras penas y de las dificultades que se nos presentan a cada paso. Jesús nos asiste desde fuera, como modelo que es de toda santidad; y, lo que es más, nos asiste desde dentro, porque es la fuente de nuestra vida. ¿No somos, por ventura, los «dispensadores acreditados de su gracia», «sus legados cerca de los hombres»? (II Cor., V, 20). Siempre que realizamos un acto de nuestro ministerio, «lo ejercemos con poder que Dios otorga»: Tamquam ex virtute, quam administrat Deus (I Petr., IV, 11). Cristo nos ha escogido, y se complace en mirarnos como si fuésemos otros Cristos y su mayor deseo es que penetremos cada vez más en el misterio de esta asimilación y de esta unión con Él. ¡Ojala que este pensamiento se apodere de nuestras almas, porque es un manantial de viva alegría y de celo fecundo!

    Pongamos a Jesucristo en medio de nuestro corazón. Ya que todas las mañanas celebramos los santos misterios y comulgamos con su mismo Cuerpo y Sangre, este centro divino debe ser el punto de partida y la suprema aspiración de toda nuestra actividad.

 

5.- Christus dilexit Ecclesiam…

    Dios quiere que aspiremos a alcanzar la santidad no es un individualismo aislado, sino dentro de la unidad del cuerpo místico de Cristo.

    Somos miembros de este cuerpo por el mero hecho de ser cristianos; pero, en virtud de nuestro sacerdocio, tenemos la responsabilidad y el deber de vivificarlo por la gracia de los sacramentos y por el ministerio de la predicación. Si la Iglesia nos suministra los medios necesarios para nuestra santificación personal, es evidente que ésta debe contribuir al bien de toda la Iglesia. En el Cuerpo Místico, la santidad se irradia de Cristo a todos sus miembros y de sus ministros a todos los fieles que les están confiados. El sacerdote tiene, por consiguiente, la obligación de santificarse para beneficio de la comunidad.

    Debe, pues, imitar cada día más y mejor al divino Maestro, de quien dijo San Pablo: «Cristo amó a la Iglesia»: dilexit Ecclesiam, «y se entregó por ella»: tradidit semetipsum pro ea. ¿Por qué se entregó hasta el sacrificio de la cruz? «A fin de presentársela a Sí gloriosa, sin mancha o arruga…, sino santa e intachable» (Ephes., V, 25, 27).

    Para que el sacerdote se santifique con miras a la utilidad de los demás necesita tener una fe muy acendrada en la Iglesia.

    Es indudable que el fundamento de toda nuestra vida espiritual lo constituye la fe en la divinidad de Jesucristo; pero, para que sea del todo perfecta, esta fe debe extenderse de la persona del Salvador a la sociedad visible que Él fundó para llevar a los hombres a la consecución de su felicidad eterna.

    Si creemos en Jesucristo, verdadero Dios, debemos creer también en la realidad divina de su Iglesia.

    Esta fe nos recuerda cuán íntimo y vital es el nexo que existe entre Cristo y su Iglesia. San Pablo compara esta unión a la que existe entre la cabeza y los miembros y a la del esposo con su esposa (Ephes., V, 30, 32). La Iglesia perpetúa en el mundo la misma misión del Salvador y lleva a feliz término su obra redentora. Como que es el mismo Jesús el que sigue actuando en ella. Antes de subir a los cielos proclamó abiertamente y de modo irrefragable la indisolubilidad de su unión con ella: «Yo estaré siempre con vosotros hasta la consumación del mundo»(Mt., XXVIII, 20).

    Esta fe en el carácter sobrenatural de la Iglesia implica, además, una adhesión total a su «constitución divina». No son ni el pensamiento humano ni las circunstancias de la historia las que han dado origen a la jerarquía, al poder de orden y de jurisdicción, a la soberanía del Romano Sacerdote, al sacrificio eucarístico y a los demás sacramentos, sino que su aparición se debe a la realización temporal de un propósito preconcebido y decretado por la Sabiduría eterna. No tenemos el menor reparo en admitir que el Señor ha querido servirse del concurso de los hombres y ha aceptado su colaboración en las distintas fases del desarrollo orgánico de la Iglesia, y en la elaboración de las fórmulas doctrinales; pero teniendo siempre en cuenta que Él es quien ha dirigido esta evolución por medio de la acción incesante del Espíritu Santo que vivifica el Cuerpo Místico: Spiritum vivificantem.

    Si tenemos una fe firme en la divinidad de la Iglesia, se nos hará fácil pensar, juzgar, querer y obrar de acuerdo con lo que ella piensa, juzga, quiere y obra: Sentire cum Ecclesia. Tal es el «homenaje» y «la obediencia a la fe» que tanto recomienda el Apóstol: Obsequium fidei… Obeditio fidei (Philip., II, 17; Rom., XVI, 26).

    Dios exige esta sumisión a todos los cristianos, pero de un modo especial a los sacerdotes. Como sabéis, los protestantes no admiten esta renuncia a la libertad del espíritu que se exige a los creyentes, sino que profesan, por el contrario, la doctrina del libre examen. Son como el navegante que quiere orientarse en medio del océano sin brújula, tomando a cada momento el rumbo que mejor le plazca para no comprometer el ejercicio de su plena autonomía. El católico es como el piloto que, para orientar su navegación, se sirve de este instrumento. La brújula que le orienta infaliblemente es la autoridad de la Iglesia, que controla sus convicciones y dirige su pensamiento y su acción. Gracias a esta norma, el discípulo de Cristo puede avanzar a velas desplegadas, sin temor a chocar contra los arrecifes del error. El protestante tiene libertad…, pero para extraviarse y naufragar.

    La fe viva es un manantial de acción. Por eso, nosotros los sacerdotes no debemos ahorrar ningún esfuerzo para extender el reino de Dios y el de su Iglesia. Consagrémonos, pues, esforzadamente al cuidado de la porción del redil que se nos ha confiado. La Iglesia es «Madre»: Mater Ecclesia. Ella ha recibido de Dios la misión de engendrar a todos los hombres a la vida sobrenatural y a procurar su crecimiento en la misma. Pero no puede realizar esta maravillosa obra de fecundidad sin la ayuda de sus sacerdotes. A vosotros os corresponde la tarea de obrar este renacimiento de las almas y de procurar su desarrollo y crecimiento hasta que se conviertan en imágenes vivas de Jesucristo por medio de la administración de los sacramentos, por el ministerio de la predicación y por la irradiación de vuestra caridad. Gracias a este apostolado que vosotros ejercéis en nombre de la Iglesia podéis hablar a vuestras ovejas sirviéndoos de las mismas palabras de San Pablo: «Quien os engendró en Cristo por el Evangelio soy yo (I Cor., IV, 15), y de aquellas otras del mismo Apóstol: «¡Hijos míos, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros!» (Gal., IV, 19).

    Nada hay que estimule tanto al don de sí mismo como la seguridad de alcanzar el triunfo final. Si la Iglesia es divina, podemos abrir nuestros corazones a una esperanza sin límites. Y Cristo ha dicho de su Iglesia: «Las puertas del infierno no prevalecerán contra ella» (Mt., XVI, 18).

    Esta divina promesa debe producir en nuestras almas la certeza de una victoria definitiva. Hay algunos que ponen en duda en nuestros días que la Esposa de Cristo tenga virtud para redimir a todos los hombres, porque la creen poco adaptada a las aspiraciones de nuestro tiempo. Pero nosotros los sacerdotes debemos confiar siempre en la Iglesia, porque el mensaje del Evangelio, del que nosotros somos portadores en su nombre, contiene el recurso supremo de la salvación para todos los hombres.

    Repitamos con santo orgullo las mismas palabras que San Pablo escribía a los romanos: «Yo no me avergüenzo del Evangelio, que es poder de Dios para la salud de todo el que cree»:Non erubesco Evangelium; virtus enim Dei est in salutem omni credenti (I, 16).

    En la Cena, después de haber instituido el sacerdocio, Jesucristo dijo: «Y Yo por ellos me santifico –es decir, Yo me separo del mundo para ofrecerme en sacrificio y unirme plenamente a Vos– para que ellos sean santificados por la verdad» (Jo., XVII, 19).

    Al hacer esta oración en presencia de sus doce apóstoles, el pensamiento de Jesús se dirigía a todos nosotros, los sacerdotes de todos los tiempos, y a toda su Iglesia. Si Él se ofrecía como víctima sagrada, era con el fin de hacer a cada alma en particular y a toda la Iglesia en general participantes de su misma santidad.

    Jesús nos ha distinguido con una vocación especial para que, al santificarnos a nosotros mismos, santifiquemos también a la Iglesia en Cristo. Empleemos todo el ardor de nuestro celo en corresponder con la debida generosidad a esta vocación, que, si es, por una parte, nuestra misión más sublime, es, por la otra, el medio más eficaz y seguro para lograr que sobre todo nuestro ministerio descienda abundantemente el rocío fecundo de las bendiciones divinas.

 

XVIII

La Virgen María y el sacerdote

    María es Reina y Madre de todos los cristianos, y en especial de los sacerdotes. Por la semejanza que tienen con su divino Hijo, ve a Jesús en cada uno de ellos. Y la Virgen los ama no solamente porque son miembros del Cuerpo Místico, sino también por el carácter sacerdotal que llevan impreso en su alma y por los santos misterios que celebran in persona Christi.

    Nadie ha comprendido como ella la misión que ejerce en la Iglesia el sacerdocio. ¿No es cierto que el sacerdote continúa en la tierra la obra de su Hijo por medio del ministerio de la predicación, de la administración de los sacramentos y, principalmente, con la inmolación de la divina víctima bajo los velos de las sagradas especies? Pues el más vivo deseo de María es el de ayudarnos, sosteniendo nuestra fragilidad y elevando nuestra alma.

    Debemos estar íntimamente persuadidos de que es utilísimo encomendarnos frecuentemente, tanto cuando celebramos la santa Misa como en todas las ocasiones de nuestra vida, a la poderosa intervención de nuestra Madre celestial. Por lo mismo que conoce tan bien la dignidad de nuestro sacerdocio, sabe cuán necesario nos es el auxilio de la gracia.

    Aunque no conoció el pecado ni estuvo sujeta a las miserias de los demás mortales, se puede afirmar, sin embargo, que María fue objeto de las mayores misericordias de parte de Dios, no ciertamente para perdonarla, sino para preservarla de toda mancha. Y María, a su vez, se muestra llena de condescendencia para con nosotros: Salve, Regina, Mater misericordiæ.

    No es empresa fácil hablar de la Virgen María, porque lo que de ella se puede decir sobrepasa a cuanto pudiéramos expresar con palabras. Vamos, sin embargo, a intentar todos juntos considerar brevemente los fundamentos teológicos de nuestra devoción a María y la manera de ofrecerle un culto filial.

 

1.- La predestinación de María

    En su acepción original, la palabra «devoción» significa el don total o parcial de sí mismo y de las actividades propias a una persona o a una obra. Ahora bien, los sacerdotes estamos consagrados a Dios y a las cosas de Dios con nuestras personas y con todas nuestras actividades.

    Pero si Dios, en su inmensa bondad, ha querido amar y colmar de honores a una de sus criaturas, nuestra devoción a la suprema Majestad nos impone el deber de imitar su conducta y de rendir a esta criatura privilegiada el homenaje de nuestra veneración más profunda.

    Y bien sabemos que la Santísima Virgen ha sido colmada de todas las gracias por la Santísima Trinidad. Sus prerrogativas la han elevado por encima de todas las demás criaturas y triunfa ahora en el cielo, a la diestra de Jesús, como reina de los ángeles y de los santos.

    Para comprender en todo el alcance de nuestra fe el culto que debemos tributar a María, hay que remontarse hasta el decreto por el cual el Padre «tanto amó al mundo, que le dio su Unigénito Hijo» (Jo., III, 16).

    El Hijo de Dios pudo aparecer entre nosotros, si lo hubiera querido, como hombre maduro y perfecto. Hubiera bastado un simple deseo de su voluntad para revestirse de una naturaleza como la nuestra, sin tener que conocer el seno de una madre. En ese caso, el Salvador no hubiera sido propiamente «hijo del hombre», aunque Dios era muy dueño de otorgar el perdón a cualquiera otra clase de reparación.

    Pero, en los arcanos de su sabiduría, escogió otro camino y quiso que el redentor de los hombres fuese, a semejanza de ellos, «nacido de mujer»: factum ex muliere (Gal., IV, 4). Y por eso, en el mismo decreto de la Encarnación Dios incluyó la elección de una mujer bendita entre todas que fuese madre del Salvador y madre de Dios.

    Para medir la dignidad incomparable de María hay que hacerlo necesariamente a la luz de su predestinación. La Virgen estuvo presente en el pensamiento divino antes que todas las demás criaturas. Y por eso, la Iglesia canta de ella: «Túvome Yahvé como principio de sus acciones, ya antes de sus obras, desde entonces» (Prov., VIII, 22). ¿No es verdad que entre el Verbo encarnado y ella existe un nexo indisoluble? En los planes eternos, la voluntad de Dios se dirige a un mismo tiempo a la maternidad divina y a toda la obra de la redención.

    San Beda expresa en términos precisos esta incomparable y gloriosa dignidad maternal. «Cristo, dice él, no tomó su carne de la nada ni de ningún otro lugar, sino de la Virgen. Si no lo hubiese hecho así, no hubiéramos podido llamar Hijo del hombre a Aquél que no tuvo origen humano» [In Luc., IV, 11. P. L., 92, col. 480]. Por eso, dijo el ángel a María: «Darás a luz un hijo»: Paries filium (Lc., I, 31), y por eso también pudo decir María a Jesús, cuando le encontró en el templo: «Hijo, ¿por qué nos ha hecho así?» (Lc., II, 48). Y el mismo Jesús, por haber nacido «en carne semejante a la del pecado» (Rom., VIII, 3), «no se avergüenza de llamarnos hermanos»: Non confunditur eos fratres appellare (Hebr., II, 11). No hay lengua capaz de expresar la inefable dignidad de la Virgen, cuyo hijo es una persona divina, el mismo que a ella le dio el ser: Genuisti qui te fecit.

    Consideremos otro hecho que viene también a demostrarnos hasta qué punto quiso Dios honrar a María. El ángel le anuncia el altísimo fin para el que ha sido destinada. Pero Dios ha querido contar con el previo consentimiento de María para investirla de la dignidad de Madre de Dios de tal manera, que, en cierto sentido, se puede decir que el Señor ha subordinado la encarnación redentora al fiat de la Virgen. Sólo cuando ella lo pronunció, secundando amorosamente los planes de Dios, sólo entonces el Hijo de Dios se hizo hombre.

    De esta admirable manera el Padre ha hecho de María la criatura más privilegiada de toda la creación, ya que en este solemne momento de la encarnación puede decirse que todo dependió de ella y todo nos vino por ella.

    Esta divina maternidad de María es la razón de todas sus insignes prerrogativas: su Inmaculada Concepción, su exención de todo pecado, su santificación, que, «como la aurora que se levanta», velut aurora consurgens [Antífona de la fiesta de la Asunción], ha ido en continuo progreso desde la infancia de María hasta el día de su gloriosa Asunción, cuando fue coronada de gloria y de poder a la diestra de Jesucristo.

    Como veis, la devoción a la Virgen no es una devoción más o menos voluntaria, sino que pertenece a la esencia misma del cristianismo. Dejaríamos de ser verdaderos discípulos de Jesucristo si no tributáramos a su Madre el respetuoso homenaje que demanda el misterio de la encarnación. La Iglesia reconoce esta incomparable excelencia, tributándole un culto superior al que rinde a los demás santos: el culto de hiperdulía.

    Cuando, al cantar el Te Deum, los antiguos monjes de Cluny llegaban a las palabras: «Tú, deseando salvar al hombre, te dignaste bajar al seno de una Virgen»: non horruisti Virginis uterum, solían inclinarse profundamente. Si nosotros no imitamos este gesto, fomentemos al menos en nuestro corazón una profunda veneración hacia el estupendo misterio de amor que la Virgen María llevó en su seno.

 

2.- María es nuestra Madre

    Por firme que sea este primer cimiento que hemos puesto a nuestra devoción mariana, vamos a considerar ahora otra de las razones que tenemos para honrar a Nuestra Señora: es nuestra Madre. El culto que le tributamos como hijos suyos nos hace más semejantes a Jesús, que tanto ama y venera a su Madre.

    «No somos hijos de Dios sólo de nombre, sino con toda verdad» (I Jo., III, 1); pues de la misma manera somos hijos de la Santísima Virgen, ya que este apelativo no es una metáfora ni una figura, sino la expresión de lo que nos enseña la fe.

    ¿En qué nos fundamos para tener la dichosa certeza de que somos hijos de la Reina del cielo?

    Sobre todo, en el dogma de nuestra incorporación a Cristo como miembros de su Cuerpo Místico. Una mujer se hace madre desde el punto mismo que comunica a otro su misma vida. Ahora bien, ¿de dónde nos viene en el orden sobrenatural esta vida divina que está destinada no a terminar con la muerte como nuestra vida corporal, sino a revestirse de gloria en la eternidad? Eva nos dio la vida natural contaminada con el pecado original; pero la vida de la gracia nos vino por María. María es la nueva Eva que, por su predestinación, está asociada al nuevo Adán. ¡Cuán eficaz fue su cooperación a la obra de la redención! Como acabamos de ver, el día de la Anunciación Dios quiso, en cierta manera, subordinar la venida de su Hijo al consentimiento de María. Desde entonces, la Virgen es la criatura privilegiada que comunica a todos los hombres este gran don de Dios que es la vida sobrenatural, ya que aceptó la dignidad de la maternidad plegándose enteramente a los designios de Dios que desde toda la eternidad la había elegido para que fuera madre de Cristo y madre de todos sus miembros.

    Por eso, la liturgia canta, transportada de júbilo: «Pueblos redimidos, cantad a la vida que se os ha dado por la Virgen»: Vitam datam per Virginem, gentes redemptæ plaudite.

    San Agustín expresa la misma idea: «Madre de Cristo en el sentido natural de la palabra, María se ha convertido espiritualmente en «madre de todos los miembros del cuerpo de su Hijo»»: Plane Mater membrorum ejus, quod nos sumus. ¿Y por qué así? «Porque, por su amor, ha cooperado [con su Hijo] a que nazcan en la Iglesia los fieles, que son sus miembros»:Quia cooperata est, caritate, ut fideles in Ecclesia nascerentur qui illius membra sunt [De santa virginitate, VI. P. L., 40, col. 399].

Pero será al pie de la cruz, en medio de los dolores de su compasión, cuando María será plenamente consagrada madre del género humano. Allí es donde puede decirse que la Santísima Virgen cumplió el último objetivo de su vida, allí es donde realizó en toda su plenitud el fiat de la encarnación y la misión que le había confiado la divina Sabiduría. Asociada a la inmolación de su Hijo y confundida con Él en la llama de un mismo amor, participaba de su misma voluntad de sumisión al Padre y de la misma intención de sufrir y de cumplir los designios eternos. En virtud de esta unión moral, puede decirse que María fue corredentora, aunque con entera subordinación al que es el único Mediador. Así es como ella nos ha engendrado a la vida sobrenatural y se ha convertido con toda verdad en Madre nuestra.

    El mismo Jesús ha querido mostrarnos estas grandes verdades. Trasladémonos en espíritu al Calvario. Desde lo alto de la cruz, donde Él agoniza, ha pronunciado una palabra sublime, que sólo después de muchos siglos se ha llegado a comprender en todo el alcance de su significado. Para el corazón de una madre siempre son sagradas las palabras que pronuncia su hijo en el trance de la muerte. Y María amaba a Jesús como nadie le ha amado. Como madre suya que era y madre adornada y enriquecida con todos los dones de la gracia, amaba a su Hijo con toda la intensidad de su inmenso cariño.

    ¿Cuáles fueron las últimas palabras que Jesús dirigió a su madre? María estaba junto a Él al pie de la cruz, mirando de hito en hito al rostro de su Hijo y recogiendo todas sus palabras: «Padre, perdónalos…» (Lc., XXIII, 34). «Hoy estarás conmigo en el paraíso…» (Ibid., 43). Luego que hubo dicho esto, Jesús fijó sus ojos en ella y en el discípulo amado y pronunció estas palabras: «Mujer, he aquí a tu hijo» (Jo., XIX, 26).

    Estas solemnes palabras de Jesús constituyeron para María un testamento de incomparable valor.

    Nosotros podemos ver representadas en San Juan a todas las almas fieles que desde aquel punto iban a tener por madre a la Virgen María. Pero no debemos olvidar que el Apóstol San Juan fue ordenado sacerdote el día anterior en la última Cena y que, por este título, San Juan representaba de una manera especial a todos los sacerdotes de todos los tiempos. ¡Qué cosa más grata es para nosotros pensar que, en la hora de su muerte, la más solemne de todas, Jesús se dirigió a nosotros y nos confió a su madre en la persona de su discípulo amado!

    Al aceptar nuestra condición de hijos de María, entramos plenamente en los designios misericordiosos del Señor. ¿No es verdad que el Padre nos «predestinó a ser conformes con la imagen de su Hijo?: prædestinavit nos conformes fieri imaginis Filii sui (Rom., VIII, 29).

    Estas palabras se refieren a todos los cristianos, pero de un modo especial a los sacerdotes. En virtud de la ordenación, la perfección sacerdotal consiste en que reproduzcamos en nuestra vida, con mayor perfección que el resto de los fieles, la imagen de Jesucristo.

    Jesucristo es esencialmente Hijo de Dios e Hijo de María. Si no fuera el Verbo consustancial al Padre, no sería Dios; y si no fuera el fruto de las entrañas de la Virgen, consubstantialis matri, como dice San Bedano sería el mediador que, en nombre de sus hermanos, satisfizo por los pecados y nos mereció todas las gracias. No podemos imitar enteramente a Cristo si no somos, como Él, hijos de Dios, aunque adoptivos, al mismo tiempo que hijos de María. Como veis, Jesús desea compartir con nosotros todo cuanto Él tiene de más sublime y aún todo cuanto es.

    Puesto que hemos sido asimilados a Cristo por el bautismo y más aún por la ordenación, confirmemos esta gracia llenando nuestro corazón de respeto, de confianza y de devoción a la Santísima Virgen y esforzándonos por mostrarnos siempre como buenos hijos de tan buena madre, aprendiendo del ejemplo que Jesús nos dio el primero.

    Nada más consolador para un alma sacerdotal que saber que la veneración y el amor que profesamos a la Virgen María es un excelente medio para llevar hasta su última perfección nuestra asimilación a Jesús.

 

3.- La dispensadora de las gracias

   El poder que tiene la Virgen en la dispensación de las gracias constituye un nuevo fundamento de nuestra devoción mariana.

    Bien sabemos que, como nos enseña San Pablo, «porque uno es Dios, uno también el mediador de Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús» (I Tim., II, 5). Tal es el orden establecido por Dios.

    Pero subordinándolas totalmente a la mediación de Cristo, a sus méritos y a su acción eficaz sobre las almas, Dios ha querido establecer en nuestro favor otras mediaciones que nos faciliten el acceso al mundo sobrenatural. A esto obedece el carácter y el papel de intermediario que tiene la Iglesia visible; y a esto obedece también el privilegio de mediación que ha sido otorgado a la Santísima Virgen y el valor de intercesión que tienen los santos.

    María fue la Reina de los mártires, puesto que ella participó más que ningún otro de los sufrimientos y de las humillaciones de Jesús. Por eso se le pueden aplicar, guardadas las debidas proporciones, aquellas palabras que San Pablo dice de Jesús: «Dios la exaltó, exaltavit illam, y le otorgó un nombre que está sobre todo nombre» (Philip., II, 9). La glorificó más que a los ángeles y a los santos y la hizo Reina de los cielos y distribuidora de los tesoros de su gracia.

    Como sabéis, muchos teólogos opinan que es la medianera de todas las gracias. Dios no ha querido darnos a su Hijo sino por ella; y por eso quiere también que todas las gracias nos vengan por ella. Como ha dicho tan egregiamente Bossuet: «Una vez que Dios ha decidido darnos a Jesucristo por María, no cambiará nunca este orden que ha establecido, porque Dios no se arrepiente de sus dones. Es un principio de constante actualidad, que, una vez que hemos recibido por el amor de María el principio universal de todas las gracias, siempre continuaremos recibiendo por su mediación las diversas aplicaciones en los diferentes estados que integran la vida cristiana» [Œuvres oratoires, «Ed. Lebarq», V, pág. 609].

    Esto nos demuestra porqué el Señor se complace en que invoquemos a su Madre como mediadora de sus perdones y de sus beneficios. Ella es nuestra abogada cerca de su misericordia. Sus oraciones y sus méritos interceden sin cesar a favor nuestro, hasta el punto de que la piedad cristiana se gloría desde hace siglos en proclamar que ella es «omnipotente por sus súplicas»: Omnipotentia suplex.

    Siempre que nos postramos a los pies de Nuestra Señora, podemos decirle: «Mirad que soy sacerdote…» «Vuelve a mí esos tus ojos misericordiosos». María ve en nosotros no solamente un miembro del Cuerpo Místico de su Hijo, sino también un ministro de Jesús que participa de su sacerdocio. Ella ve en nosotros a su mismo Hijo y no puede rechazarnos, porque equivaldría a rechazar al mismo Jesús. Por eso, nosotros los sacerdotes podemos repetir siempre con mucha mayor confianza que los simples fieles: «Jamás se ha oído decir que ninguno de los que han acudido a vuestra protección, o reclamado vuestro auxilio, haya sido abandonado de Vos» [Memorare].

    Si alguna vez os sentís abrumados por vuestra miseria, recordad también lo que dice San Bernardo: «Si se levantan vientos de tentaciones…, llama a María. Si, confuso a vista de la fealdad de tu conciencia, aterrado ante la idea del horror del juicio, comienzas a ser absorbido en la sima sin fondo de la tristeza, en el abismo de la desesperación, piensa en María, invoca a María» [Homilía 2ª Super Missus est. P. L., 183, col. 70].

    No ignora Nuestra Señora que todo cuanto tiene lo ha recibido por gracia y privilegio y que todos los favores que lleva aparejados la sublime dignidad de su predestinación son un efecto de las bondades divinas. La Trinidad la eligió para que fuese Madre del Verbo encarnado. Su Inmaculada Concepción es como una diadema con que quiso adornarla desde el primer instante en que entró en este mundo, por los méritos de la pasión y muerte de su Hijo, previstos desde toda la eternidad en los planes divinos: Ex morte Filii sui prævisa, como lo proclama la Iglesia en la oración de la fiesta del 8 de diciembre. Si la Virgen no fue mancillada por el pecado y si la corriente que a todos nos envuelve en sus olas cenagosas no llegó hasta ella, fue únicamente debido a una disposición enteramente gratuita de la divina misericordia.

 

    La Virgen María tenía plena conciencia de que era objeto de un inmenso amor por parte de Dios: Benedicta inter mulieres, y daba incesantes gracias al Señor por haber parado mientes en «la humildad de su sierva» y por haber realizado en ella grandes cosas (Lc., I, 48-49).

    Por eso sabe nuestra Madre hasta qué punto nos es necesaria la gracia a nosotros, pobres pecadores, que somos tan débiles por naturaleza. ¿Cómo iba a poder nuestra alma, sin la ayuda de la gracia, viviendo como vive en contacto tan frecuente con el mundo, mantenerse en la atmósfera sobrenatural que le es indispensable al que es ministro de Jesucristo?

    Tengamos, pues, una confianza inmensa y filial en la mediación de la Santísima Virgen. Acudamos a su patrocinio para presentar a Dios nuestras oraciones y buenas obras. Cuando en el ejercicio de nuestro apostolado nos encontramos con almas reacias, dominadas por el orgullo o víctimas de la desesperación, con almas por las que parece que nada queda ya por hacer, porque hemos agotado todos los recursos, confiémoslas a María.

 

4.- Nuestra devoción a María

    Puede decirse, en términos generales, que la devoción del sacerdote a la Santísima Virgen consiste en comportarse con ella de la misma manera que lo hizo Jesucristo.

    ¿Cuál debe ser la práctica fundamental de nuestra devoción?

    La Santísima Trinidad eligió libérrimamente a Nuestra Señora para que fuese la madre de Jesucristo. También nosotros podemos imitar esta santa elección divina consagrándonos a ella. Debemos ofrecer a María espontáneamente nuestra persona y nuestra vida, y esta práctica fundamental de la devoción mariana la debemos renovar con mucha frecuencia, por ejemplo, después de la Misa, ofreciéndonos a nuestra Madre y rogándola que vele sobre nosotros como veló sobre su Hijo.

    Debemos, también, honrar a María con algunas prácticas especiales de piedad. No es que yo quiera sobrecargaros con demasiados ejercicios. Las devociones son como las flores de un jardín, que se van cortando una a una para formar un ramillete.

    ¿No es verdad que haríamos una cosa agradabilísima a la Santísima Virgen si cada día pusiéramos especial empeño en guardar escrupulosamente una prescripción litúrgica con la intención de honrar con ello a nuestra Madre? Así, por ejemplo, al decir el Communicantes en la santa Misa, las rúbricas nos mandan que hagamos una inclinación de cabeza al pronunciar el nombre de María; pues hagamos esta inclinación con todo respeto y amor. Tengamos también especial cuidado en decir con espíritu de piedad el Avemaría, que tantas veces repetimos al rezar el oficio divino, y lo mismo cabe decir del himno mariano que solemos rezar al fin del oficio.

    Cuando la liturgia celebra las fiestas de la Bienaventurada Madre de Jesús, formemos explícitamente la intención de ofrecer el oficio divino y la Misa en honor de María y agradezcamos al Señor por «haber hecho maravillas en ella» (Lc., I, 49). Una de las más elevadas formas de amor divino es el admirar las perfecciones de Dios, complaciéndose en exaltarlas. Pues lo mismo puede decirse del amor a Nuestra Señora: el gozarse de sus privilegios, de la plenitud de su gracia y de la belleza incomparable de su santidad, bendiciendo por ello al Señor, es un hermoso homenaje de amor. Y cada una de las fiestas que la liturgia ha instituido en honor de la Virgen es un maravilloso cántico, en el que se exaltan todos estos privilegios.

    Por lo que respecta a la devoción del rosario, hay algunos temperamentos que la menosprecian, diciendo que es una devoción propia de niños o de sencillas mujeres. Pero, ¿no fue, por ventura, el mismo Jesucristo quien dijo que para entrar en el cielo debemos ser humildes como los niños? (Mt., XVIII, 3).

    Os voy a proponer una comparación que os ayudará a comprender la eficacia del santo rosario. ¿Os acordáis de la historia de David cuando derrotó a Goliat? ¿De qué se valió el joven israelita para derribar al gigante? De su honda, con la que le lanzó un guijarro que le dio en mitad de la frente. Si el filisteo es el representante de todas las potencias del mal, la herejía, el orgullo, la impureza…, las piedras de la honda, que son capaces de derribar al enemigo, son el símbolo de las Avemarías del rosario. Los caminos de Dios son completamente distintos de los nuestros. Solemos creer que para producir grandes efectos hay que emplear poderosos medios. Pero los criterios de Dios son completamente contrarios a los nuestros y se complace en emplear para sus obras los instrumentos más débiles: Infirma mundi elegit ut confundat fortia (I Cor., I, 27).

    ¿De dónde le viene al rosario su eficacia?

    Ante todo, de las oraciones tan sublimes que lo forman. El Padrenuestro lo recibimos de labios de nuestro Señor Jesucristo como un trasunto del amor y de la santidad del Padre celestial; el Avemaría nos vino del cielo cuando el arcángel San Gabriel saludó a Nuestra Señora. Y la Iglesia, que conoce perfectamente las necesidades de sus hijos, ha añadido una plegaria, que nos hace repetir ciento cincuenta veces, para pedir a la Santísima Virgen que ruegue por nosotros ahora y en la hora de nuestra muerte. ¿Hay, acaso, aún para los sacerdotes, petición que sea más oportuna y conveniente que ésta?

    Además, la recitación del rosario nos trae al recuerdo los misterios más principales de nuestra redención. Aunque ya os lo he dicho en otras ocasiones, no está de más que os repita en este lugar que, de todos los pasos de la vida de Cristo, se desprende como una virtud de la que nos beneficiamos siempre que meditamos en las escenas del Evangelio. Esta devoción del rosario, hace que tributemos al Señor, por mediación de María, el homenaje de una consideración amorosa, al paso que vamos recorriendo los misterios de su infancia, los de su pasión y los de su triunfo glorioso y contribuye, por lo mismo, a que desciendan sobre nosotros con gran abundancia los auxilios divinos.

    Añádase a esto que en todas y cada una de las acciones de la Santísima Virgen, tan sencillas y tan generosas, encontramos magníficos ejemplos de virtudes que imitar, al mismo tiempo que grandes motivos de esperanza, de caridad y de alegría.

    Veamos, por ejemplo, el primer misterio: la Anunciación. ¿Hay algo más estimulante y provechoso que contemplar a la Virgen dialogando con el ángel? También nosotros saludamos a María, llena de gracia…, bendita entre todas las mujeres. Dice San Juan, a propósito de la encarnación: «el Verbo habitó entre nosotros», in nobis. Cuando contemplamos este sublime misterio, podemos acomodar el texto del evangelista, y decir: Verbum habitat in illa: «El Verbo habita en María», y reside en su seno virginal como Hijo suyo concebido por el Espíritu Santo.

    Es un motivo de gran consuelo saber que nuestro Salvador, al entrar en el mundo, encontró un corazón como el de su madre, que le estuvo enteramente consagrado. Es verdad que Jesús vive también en cada uno de nosotros, pero nuestros pecados impiden que su vida alcance el debido desarrollo. Aún en las almas santas, su reinado se ve entorpecido por las imperfecciones a que están sujetas. Pero en María no ocurría así, porque le estaba enteramente consagrada hasta el punto de que no vivía sino de su amor: por eso el ángel la llamó gratia plena. Pidámosle, pues, que nos dé a este Cristo que ella concibió para nosotros.

    En el misterio de la Visitación admiramos la caridad de la Virgen. La avanzada edad de Isabel y la proximidad del nacimiento de San Juan Bautista reclamaban la presencia de María en casa de su prima. La Virgen se trasladó allí «con diligencia»: Abiit… cum festinatione (Lc., I, 39), y apenas entró en la casa, Isabel, movida por el Espíritu Santo, la saludó con esta exclamación: «Bendita tú entre las mujeres», y añadió: «Dichosa tú que has creído. Porque, siguiendo una conducta completamente distinta a la de mi marido, que dudaba en dar fe a las palabras del ángel, tú has creído inmediatamente la maravillosa embajada que te trajo el arcángel San Gabriel».

    La Virgen, al oír esto, prorrumpió en un cántico de agradecimiento al Señor: «Ha mirado la humildad de su sierva… Ha hecho en mí maravillas…» Las fórmulas del Magnificat están tomadas de diversos lugares de la Biblia y la Virgen las hizo suyas para poder expresar mejor los sentimientos de reconocimiento y de alegría que desbordaban su corazón. Todo el mundo interior de María –su humildad, su santa admiración, su amor– se revelan en estos admirables versículos. El espíritu de Jesús, que llenaba su alma, es el que le inspiró estas expresiones.

    La Iglesia ha elegido sabiamente este himno para que lo cantemos nosotros todos los días en Vísperas, enseñándonos a alabar al Señor con los mismos acentos que su Madre.

    De forma parecida podemos meditar los demás misterios que recordamos en el santo rosario. Si nuestra alma llegara a impregnarse de los sublimes misterios que evocamos al practicar esta devoción, encontraríamos una facilidad mucho mayor para nuestra oración.

    Nos quejamos, a veces, de que al hacer la meditación nos encontramos vacíos de ideas. Nada tiene esto de extraño si no procuramos que nuestra alma se alimente de santos pensamientos.

    ¿No se podría afirmar que, si alguno no tiene aprecio a la devoción del santo rosario, es ordinariamente señal de que no se ha esforzado durante algún tiempo en recitarlo con la debida piedad?

    No faltan quienes piensan que se pueden desgranar las cuentas del rosario sin prestar la menor atención a lo que dicen. Y están en un lamentable error, porque en toda oración, para que merezca el nombre de tal, hay que fijar la atención o en las palabras que recitamos o en Aquél a quien nos dirigimos.

    Cuando el alma llega a penetrar el espíritu de la devoción del rosario, encuentra en su práctica las mayores delicias. San Alfonso María de Ligorio, durante su última enfermedad, no lo soltaba de la mano. Un día que el Hermano de su Congregación que le cuidaba estaba impaciente para llevarle a la mesa y servirle la comida, cuanto todavía no había terminado lasAvemarías de la decena que estaba rezando, le repuso el santo: «Espere un momento, porque un Avemaría vale más que todas las comidas del mundo». Otro día que el Hermano le dijo: «Pero, Monseñor, ya habéis rezado el rosario y no es cosa de repetirlo diez veces», le respondió el santo: «Ignoráis, acaso, que mi salvación depende de esta devoción?».

    ¿No os habéis encontrado con sencillas ancianitas que lo rezan siempre con gran fervor? Pues haced cuanto está de vuestra parte para imitar su ejemplo. Humillaos a los pies de Jesús, porque nada hay mejor que hacerse niño cuando nos encontramos en presencia de un Dios tan grande.

    Además de honrarla con el santo rosario, debemos guardar un recuerdo permanente y filial de Nuestra Señora. ¿No es, acaso, verdad que todo buen hijo se complace en recordar todo lo que en otro tiempo hizo su madre por él y cómo aún ahora viene en su ayuda en los trances difíciles de la vida? No olvidemos en nuestras predicaciones el hablar con frecuencia de la Virgen María, que es Madre de Jesús y Madre nuestra.

    Fuera de las prácticas de piedad, debemos, también, mostrarnos filialmente obedientes a Nuestra Señora en todo el curso de la vida.

    ¿Pero es que María nos manda alguna cosa para que podamos decir que debemos obedecerla?

    La respuesta a esta importante pregunta nos la da el mismo Evangelio. En las bodas de Caná, María dijo a los criados, señalándoles a Jesús: «Haced lo que Él os dijere» (Jo., II, 5). ¿No es verdad que también a nosotros nos dice lo mismo? ¿Queremos agradar a Nuestra Señora? Pues imitemos a los criados de Caná. Jesús les habla y ellos escuchan lo que les dice y hacen lo que les manda. Jesús les ordena que llenen de agua las vasijas destinadas a la purificación de los judíos y ellos ejecutan la orden, a pesar de que parecía que aquello no conducía a nada.

    Pues lo mismo puede decirse de nosotros, ya que obedeceremos a María si nos sometemos en todo a Jesús, atendiendo a lo que nos dice y siguiendo sus ejemplos; y conformando nuestra conducta a las normas que recibimos de los que hacen sus veces. Lo que más ambiciona su corazón es que nosotros seamos discípulos fieles y ministros celosos de Jesucristo, animados de las mismas disposiciones interiores que tenía Jesús para con su Padre, para con los hombres y para con ella misma. Tal es nuestra mejor devoción a nuestra Madre celestial.

    Debemos también confiar en la ayuda de la Virgen María para que podamos celebrar dignamente nuestra Misa. Aunque no había recibido la dignidad del sacerdocio, con todo, al pie de la cruz, tomó más parte que nadie en el sacrificio de su Hijo. Se unió a Él con todo el afecto de que era capaz su corazón, hasta el punto de que no hubiera sido posible separar su dolor, su ofrenda, su aceptación y su inmolación de las de Jesús.

    ¿No podemos, acaso, afirmar de su «compasión» en el Calvario, lo mismo que dijo Jesús de su propia pasión: que aquélla fue «su hora» por excelencia?

    ¿Quién podría enseñarnos mejor que ella cuáles son los sentimientos que Jesucristo quiere encontrar en el corazón del sacerdote cuando celebra los santos misterios? Si no contamos con una gracia especial, no debemos intentar gozar durante la santa Misa de una unión continua y sentida con la Santísima Virgen, porque se trata de un favor excepcional que Dios no lo concede a todos los sacerdotes. Pero haremos muy bien si, antes de subir las gradas del altar, nos acogemos a la protección de la Santísima Virgen. Y esta práctica filial es una de las más recomendables. Para ello, podemos servirnos de la siguiente oración, que fue aprobada por León XIII: «Oh Madre de piedad y de misericordia…, te ruego que así como asististe a tu Hijo amadísimo cuando estaba pendiente de la cruz, así también te dignes asistir clemente a mí, pobre pecador, y a todos los sacerdotes que aquí y en toda la Iglesia van a ofrecer hoy el divino sacrificio; para que, ayudados de tu favor, podamos ofrecer una hostia digna y aceptable ante la soberana e indivisible Trinidad».

    Antes de terminar, sólo me queda por recordaros que Jesús, momentos antes de exhalar su último suspiro, confió su madre a San Juan. En aquel momento solemne, Jesús hizo a su discípulo amado el más rico de sus legados.

    Ahora bien, ¿cuál fue la conducta que siguió aquel apóstol, aquel sacerdote a quien Jesús confió el cuidado de su Madre? Como buen hijo, desde aquel momento, el discípulo «la tuvo en su casa»: Accepit eam in sua (Jo., XIX, 27).

    Recibamos también nosotros a María en nuestra casa como todo buen hijo recibe a su madre; vivamos con ella, es decir, asociémosla a nuestros trabajos, a nuestras penas y a nuestras alegrías.

    ¿No es, por ventura, verdad que ella desea más que nadie ayudarnos para que lleguemos a ser sacerdotes santos y a reproducir en nuestras almas las virtudes de Jesús?

 

XIX

Transfiguración

    La vida espiritual del sacerdote se funda en Jesús, se orienta hacia Él y se consuma en Él.

    Esta vida espiritual es una gracia y una obra de transfiguración. Estas palabras expresan una visión general que resume la conclusión de cuanto llevamos dicho y que yo quisiera la retuvierais en vuestra memoria.

    Nos dice San Pablo que el ideal de santidad que todos los hombres deben perseguir, para acomodarse a los planes de la predestinación divina, consisten en «hacerse conformes con la imagen de su Hijo»: Prædestinavit nos conformes fieri imaginis Filii sui (Rom., VIII, 29).

    El don de la gracia que recibimos en el bautismo es el principio de nuestra conformación con Cristo, que debe ir perfeccionándose de día en día. La misma naturaleza del desenvolvimiento de nuestra vida de hijos de Dios exige, por así decirlo, una doble transfiguración: por una parte, la de Cristo, que se da a conocer progresivamente al alma como fuente de toda santidad, y por la otra, la de la misma alma que, mediante su fidelidad a la gracia, tiende a ir transformándose en una imagen viva del divino modelo.

    Si esto es verdad de todos los cristianos, con mucha mayor razón debe aplicarse a nosotros los sacerdotes, por la dignidad de nuestra vocación y por la eminencia del carácter sacerdotal.

    Hay una página admirable del santo Evangelio que nos aclara esta doctrina. Son muchos los milagros que, con parecidos rasgos, nos describe la pluma de los evangelistas a todo lo largo de la vida pública de Jesús. Pero hay un episodio que se distingue de todos los demás, que reviste un carácter único: el de la Transfiguración. No hay en la vida de Cristo otra escena que se le parezca.

    Recordáis perfectamente los hechos. Jesús toma consigo a Pedro, a Santiago y a Juan y los lleva a la cima de una elevada montaña para orar. Y he aquí que, «mientras ora», dum oraret,se obra un cambio repentino en todo su aspecto: se transfigura, su rostro resplandece como el sol y sus vestidos se vuelven blancos como la luz. En medio de estos esplendores, los discípulos ven a Moisés y a Elías conversando con su Maestro, al tiempo que un indecible gozo se apodera de sus corazones. «Señor, ¡qué bien estamos aquí!», exclama San Pedro. Y en esto, les cubre una nube luminosa, y de la nube sale una voz que da testimonio de Jesús: «Este es mi Hijo muy amado, en quien tengo mi complacencia; escuchadle» (Mt., XVII, 5).

    Esta misteriosa transfiguración de Jesús, que dejó sorprendidos a los discípulos, constituyó para ellos una gracia singular: la de confirmarlos en la fe en la divinidad de Jesús. Ya desde entonces no tuvieron nunca la menor duda de que, bajo las apariencias humanas de Aquel con quien trataban todos los días, habitu inventus ut homo (Philip., II, 7), el verdadero Hijo de Dios ocultaba su suprema dignidad. Esta fe sería definitivamente confirmada por el Espíritu Santo el día de Pentecostés.

    Pero la palabra del Padre no bajó de la nube para que la escucharan sólo los discípulos, sino que su eco iba a transmitirse a todas las generaciones cristianas que la habían de acoger con idéntica fidelidad. Como dice San León, «los tres discípulos representaban a toda la Iglesia que está siempre atenta a recibir el testimonio del Padre»: in illis tribus apostolis universa Ecclesia didicit quidquid eorum… auditus suscepit [Sermo 51, 8. P. L., 54, col. 313].

    Más tarde, el mismo Pedro, constituido príncipe de los pastores, recordará con entusiasmo a los primeros cristianos «la visión de la magnífica gloria en el monte santo» (II Petr., I, 18).

    Por eso, precisamente, es por lo que la liturgia evoca tan repetidas veces el recuerdo de este episodio. Así lo hace, por ejemplo, el sábado de las Témporas de Cuaresma, día consagrado a la ordenación de los nuevos sacerdotes, como también al día siguiente, segundo domingo de Cuaresma, y aún le dedica una fiesta especial el día 6 de agosto.

    ¿Cuál es la intención de la Iglesia al evocar este misterio? No es otra, sin duda, que la de llamar la atención de sus hijos, y en especial la de los sacerdotes, sobre la grandeza y el noble destino de su vocación.

    Cristo está siempre dispuesto a transfigurarse para cada uno de nosotros y la voz del Padre no cesa de proclamar, por el magisterio de la Iglesia, la filiación divina de Jesús. Verdad es que Cristo no cambia, sino que permanece eternamente inmutable: Christus hodie, heri et in sæcula (Hebr., XIII, 8), y que siempre se presenta a nosotros «para sernos de parte de Dios sabiduría, justicia, santificación y redención» (I Cor., I, 30).

    Pero, por lo que a nosotros respecta, vamos descubriendo gradualmente y muy poco a poco la divinidad de su persona, el valor incomparable de su redención, la inmensidad de sus méritos y el don de amor que su venida trajo a los hombres.

    Así es como vamos siendo iniciados en este «sublime conocimiento de Cristo Jesús» (Philip., III, 8), del que nos habla el Apóstol. Pero no debemos olvidar que éste no es un conocimiento puramente intelectual, sino que consiste más bien en una iluminación interior de la fe.

    Ante esta revelación tan íntima y sobrenatural, el cristiano experimenta un deseo cada vez mayor de conformar su alma y su vida entera al alma y a la vida de Jesucristo.

    Y este deseo debe ser más ardiente en el corazón del sacerdote, porque, si el Señor nos ha distinguido con una vocación privilegiada y nos ha llamado como a Pedro, a Santiago y a Juan, ha sido, sin duda, para revelársenos más íntimamente que al resto de los fieles. Precisamente nos invita a subir todos los días las gradas del altar para hacer que penetremos más profundamente en su inefable misterio.

    San Pablo se ha complacido en exaltar esta transfiguración que, ya desde este mundo, se realiza en los ministros de Cristo. En su carta a los de Corinto nos habla de cómo Moisés, después de haber hablado con el Señor, bajó del monte Sinaí nimbado de gloria. Moisés llevaba las tablas de la Ley grabadas en la piedra, pero tuvo que cubrirse el rostro para poder anunciar al pueblo la alianza del Señor, porque los israelitas no podían soportar su resplandor. «Si el ministerio de condenación es glorioso, mucho más glorioso será el ministerio de la justicia. Y en verdad en este aspecto aquella gloria deja de serlo, comparada con esta otra eminente gloria mía» (II Cor., III, 9-10).

    ¿En qué consiste esta gloria eminente que San Pablo atribuye a nuestro ministerio sacerdotal? ¿Será solamente porque nosotros anunciamos «a cara descubierta» el don de Cristo y de la Nueva Alianza? Sin duda que no, sino principalmente porque nuestro sacerdocio es una participación del sacerdocio del Hijo de Dios y porque, según la expresión del Apóstol, «contemplamos a cara descubierta la gloria del Señor como en un espejo y nos transformamos en la misma imagen, de gloria en gloria, a medida que obra en nosotros el Espíritu del Señor» In eamdem imaginem transformamur a claritate in claritatem, tanquam a Domini Spiritu (Ibid., 18).

    Estas palabras de San Pablo muestran bien a las claras que en esta vida mortal nuestra transfiguración en Cristo está sometida a una ley de crecimiento bajo la acción del Espíritu Santo.

    Cabalmente, el fin de todas nuestras conversaciones no ha sido otro que el de ayudaros a que os forméis un concepto más acabado de la excelencia de esta gracia y podáis corresponder a la misma con más fidelidad.

    Inspirándome en la doctrina del Apóstol, he intentado mostraros la sublime grandeza y las soberanas prerrogativas del sacerdocio de Cristo. El Hijo de Dios, el Verbo encarnado, se nos ha manifestado como el supremo mediador, sacerdote y hostia a la vez de su propio sacrificio. Este sacrificio, que fue iniciado en el momento mismo de la encarnación y que fue místicamente realizado en la Cena, se consumó cruentamente en la cruz y tiene su remate definitivo en la alabanza eterna del cielo.

    Jesucristo ha querido perpetuar en el mundo su único sacerdocio y su sacrificio único sirviéndose de otros hombres a quienes ha elegido para esa misión y ha hecho participantes de su mismo poder. Toda potestad sacerdotal deriva de la suya y los sacerdotes continúan entre los hombres el misterio y la obra de la encarnación redentora por la vocación que han recibido de lo alto y por la spiritualis potestas de que les ha revestido el carácter sacramental. Por eso, se puede decir con toda verdad que el sacerdote es alter Christus.

    Por el mismo hecho de que participamos de los mismos poderes de Jesucristo, tenemos el deber de aspirar a una santidad que sea digna de la misión que se nos ha confiado. Esta santidad, de la que Cristo es a un tiempo modelo y manantial, tiende a reproducir en nosotros los mismos rasgos y las mismas acciones del Salvador, Hijo de Dios y Sacerdote supremo.

    Nosotros realizamos este ideal mediante la imitación de las virtudes de Jesús y viviendo una vida de unión con Él, de acuerdo con las condiciones y circunstancias propias de nuestra existencia.

    En nuestra vida sacerdotal, la fe ocupa, entre todas las demás virtudes, un puesto de capital importancia. Es verdad que el alma de Cristo gozaba de la visión beatífica y que, por tanto, la fe no tenía para Él ninguna razón de ser; pero para nosotros la fe constituye la atmósfera misma de toda nuestra vida sacerdotal.

    Y permitidme que os lo repita de nuevo, porque esta verdad es esencial para nuestra santificación y para la fecundidad de nuestro ministerio. El objeto de esta fe se concentra en la divinidad de Jesús: en la divinidad de su persona, de su misión, de su sacrificio y de sus méritos. Por muy firmemente que lo creamos, nunca llegaremos a convencernos demasiado de ello. Al leer el Evangelio, os habréis percatado de que las tres veces que se dejó oír la voz del Padre siempre fue, y en especial en el Tabor, para proclamar solemnemente que Jesús es el Hijo de su amor y que nosotros debemos escuchar cuanto nos dice. Este testimonio constituye la más alta y valiosa revelación que Dios ha querido hacer al mundo. Y toda la santidad se reduce a aceptar este testimonio para acatarlo en nuestra vida.

    La fe en la divinidad de Jesús es también la luz que debe irradiar sobre toda nuestra existencia sacerdotal.

    Al presentar ante nuestros ojos la divina figura de Jesús, nos descubre la malicia del pecado, la grandeza de la humildad y la fortaleza de la obediencia. En nuestras relaciones con Dios, nos prescribe el culto de la religión y la primacía del amor. Ella es, en fin, la que nos hace ver en el prójimo al mismo Cristo.

    La fe nos recuerda todos los días la sublime grandeza de la Misa, la alteza de vida a la que nos invita el banquete eucarístico, el valor de nuestro breviario.

    Sin su luz no serían posibles ni nuestra vida de oración y de unión con el Espíritu Santo ni nuestra santificación por las acciones ordinarias que constituyen toda la trama de nuestra existencia.

    Y como nunca llegaremos a asemejarnos perfectamente a Jesús sino a condición de que, a ejemplo suyo, nos hagamos hijos de María, la fe nos hace recurrir a la Virgen, que ha sido predestinada para darnos a Jesucristo en la encarnación y para hacerse nuestra madre al pie de la cruz.

    En la atmósfera cada día más luminosa de esta fe viva, se nos va revelando gradualmente Cristo y todo su estupendo misterio. Y como consecuencia de ello, el ejercicio constante de la virtud, el diario contacto que tenemos en la santa Misa y en la oración con la fuente misma de nuestra santidad y nuestra docilidad a las inspiraciones del Espíritu Santo van perfeccionando la obra de nuestra conformación a la imagen del sacerdote único; y así es como –teniendo en cuenta el tiempo necesario y nuestra propia fragilidad– vamos acercándonos a Aquel que es el ideal de nuestra perfección. La misma generosidad del amor que ponemos en este trabajo de asimilación se convierte en un manantial de nuevas iluminaciones: «Si alguno me ama, dice Jesús, Yo me manifestaré a él» (Jo., XIV, 21).

    Y esto será así hasta que, «habiendo alcanzado, como dice San Pablo, la edad de varones perfectos» (Eph., IV, 13), entremos en la vida eterna.

    Esta doble gracia de transfiguración jugará también en el cielo un papel muy importante en la consumación de nuestra santidad.

    Por una parte, la luz de la visión beatífica nos mostrará a Jesús cara a cara, en todo el infinito esplendor de su divinidad. La irradiación del Verbo hará que su humanidad se manifieste nimbada con la gloria propia del Hijo único del Padre, «lleno de gracia y de verdad». Allí es donde contemplaremos sobrecogidos de admiración esta plenitud de la que todos hemos recibido. La majestad de Cristo, Sacerdote eterno, a quien «el Padre ha dado un nombre sobre todo nombre», se nos revelará mucho más claramente que a los apóstoles en el monte Tabor. Allí es donde comprenderemos la profunda verdad de las palabras del Gloria que tantas veces solemos repetir: «Vos sois el único Santo, el único Señor, el único Altísimo, Jesucristo, con el Santo Espíritu, en la gloria del Padre».

    Por otra parte, desde el momento en que entra en el cielo, cada uno de los elegidos adquiere una perfecta semejanza con el Hijo de Dios. Es tan grande el poder de nuestra gracia de adopción, que termina por transfigurarnos en una imagen viva del mismo Dios. Es San Juan quien nos lo dice: «Sabemos que cuando aparezca, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es» (I Jo., III, 2). ¿Cuál es el motivo de que el hecho de ver a Dios llegue a transfigurar de esta manera nuestras almas? Porque nuestras almas son como espejos que, al contemplar la inefable Belleza, se convertirán para siempre en vivas imágenes de esta misma Belleza.

    Si esto es una consoladora verdad para toda alma cristiana, nosotros los sacerdotes tenemos la certeza de saber que, por razón del carácter sacerdotal de que estamos investidos, gozaremos en el cielo de un aumento de gloria. Este carácter invisible, que nos hace semejantes a Cristo, aparecerá entonces en todo su radiante esplendor y se nos revelará en todo su alcance la verdad de aquellas palabras: «Tú eres sacerdote por toda la eternidad». Nuestra dignidad de ministros de Cristo será para nosotros un honor incomparable, un motivo de acción de gracias y de alabanzas, de un júbilo puro e indecible que no tendrá fin.

    Jesús oró por sus sacerdotes en aquel augusto momento en que instituyó el sacerdocio y les confirió este sacramento. Y rogó por ellos y por todos los sacerdotes que habían de ser llamados para continuar su obra redentora:

    «Padre santo… Yo ruego por ellos…, por los que Tú me diste, porque son tuyos… No pido que los tomes del mundo, sino que los guardes del mal. Como Tú me enviaste al mundo, así Yo los envié a ellos al mundo… Que tengan mi gozo cumplido en sí mismos… Que ellos sean uno… en nosotros… como nosotros somos uno…, para que crea el mundo que Tú me enviaste y amaste a éstos como Tú me amaste. Padre, lo que Tú me has dado, quiero Yo que donde Yo esté, estén ellos también conmigo, para que vean mi gloria que Tú me has dado, porque me amaste antes de la creación del mundo» (Jo., XVII, 9-24).

 

 

Notas de dom Columba Marmión sobre su vida sacerdotal

    La doctrina de Dom Marmión es la expresión de una vida interior intensamente vivida. Hasta el punto de que fue su misma vida la que elaboró la doctrina que expuso en su ministerio de predicación.

    Son muchos los testimonios que acreditan que de la simple lectura de sus obras se desprende la convicción de que su doctrina es más bien fruto de la experiencia que una exposición meramente teórica.

    La publicación de su biografía, «Un maître de la vie spirituelle», compuesta, en su mayor parte, por extractos de sus notas y de sus cartas, ha puesto claramente de relieve hasta qué punto llegaba la compenetración de la vida y de la doctrina de Dom Marmión, singularmente por lo que respecta a su vida sacerdotal y a su doctrina sobre el sacerdocio.

    Para complacer a muchos lectores, deseosos de constatar por sí mismos esta admirable concordancia entre la vida y la doctrina de Dom Marmión, hemos creído que sería muy oportuno añadir al fin de esta obra algunos apuntes tomados de sus notas manuscritas para que puedan comprender mejor cuál era la razón de aquella íntima convicción con que hablaba en sus predicaciones.

    Las páginas que siguen no tienen otro propósito que el de proporcionar a los sacerdotes una mayor satisfacción al poder descubrir por sí mismos cómo vivía Dom Marmión la doctrina sacerdotal que nos legó en sus escritos y predicaciones.

    Hemos distribuido estas notas siguiendo el orden de los capítulos del presente volumen, a excepción de los tres primeros capítulos, de los que hemos prescindido, por ser de carácter estrictamente didáctico. En cada capítulo, hemos seguido un orden cronológico para permitir que el lector pueda seguir más fácilmente la trayectoria de la vida espiritual del insigne maestro.

 

IV.- Ex fide vivit

    1896.– Estoy leyendo las obras de San Juan de la Cruz. Su lectura proporciona a mi alma una verdadera cascada de luz. Ahora es cuando empiezo a comprender en qué consiste la vida de fe y la oración de fe, sin tener en cuenta para nada los cambios de circunstancias y de temperamento. Al mismo tiempo voy dándome cuenta del peligro que corren los que se fían de su propio juicio y se dejan llevar de criterios que no sean precisamente el de la doctrina de la Iglesia y el de la revelación.

    Durante la octava de la Epifanía (1897), he llegado a comprender que la gran realidad, la gran verdad, la verdad por excelencia es que «Jesucristo es el Hijo de Dios».

    1. En dos ocasiones distintas el Padre ha proclamado solemnemente esta verdad: en el bautismo de Jesús y en la Transfiguración: Hic est Filius meus dilectus in quo mihi complacui… Clarificavi et adhuc clarificabo… Ut in nomine ejus omne genu flectatur… La gloria de su Hijo –que se humilló hasta la muerte para demostrar al mundo el amor que profesaba a su Padre: Ut cognoscat mundus quia diligo Patrem– parece ser que constituye la gran «preocupación» del Padre.

    2. El mismo Jesucristo lo proclamó así solemnemente delante de sus jueces y por eso precisamente fue crucificado: Adjuro te per Deum vivum ut dicas nobis si tu es Christus, Filius Dei benedicti? Tu dixisti… Debet mori quia Filium Dei se fecit.

    Este mismo día (15 de diciembre de 1899, octava de la Inmaculada Concepción) el Señor me ha hecho comprender que el gran objetivo de toda mi vida no debe ser otro que el de procurar, como Él lo hace, la gloria de Jesús. Este es, también, el deseo más íntimo de María. He sentido una profunda impresión al meditar estas palabras: «Tanto amó Dios al mundo, que le dio su Unigénito Hijo». El don que nos hizo el Señor es digno de Dios: su propio Hijo. ¡Oh si tú conocieras el don de Dios! Desde toda la eternidad, el Padre encuentra sus delicias en su Hijo, «el Hijo Unigénito que vive siempre en el seno del Padre».

    Este mismo Hijo está «en nuestro seno» por la comunión eucarística y por la fe. «Cristo, dice San Pablo, habita en nuestros corazones por la fe». Y es precisamente por la fe como debemos encontrar nuestras delicias en Jesucristo, de la misma manera que las encuentra el Padre: «He aquí mi Hijo muy amado, en quien tengo todas mis complacencias». Y la fe es la que realiza todo esto: «Hágase en vosotros según vuestra fe».

    25 de febrero de 1900.– Al meditar hoy en la fe de Abraham, he sentido un poderoso movimiento de la gracia que me impulsa a consagrar toda mi existencia y todas mis energías a glorificar a Jesucristo, tanto en mí mismo como en los demás, imitando así al Padre que nos ha hecho el don de su Hijo: Él nos dice que le escuchemos.

    Me he dado cuenta de que por medio de la fe nos identificamos, en cierto modo, con Jesucristo en el Espíritu Santo, y que, como Él ha dicho, podemos conseguir todo cuanto pedimos. Esta es, además, su promesa. Pero, como nos enseña la historia de Abraham, es posible que pase cierto tiempo antes de que se realice su promesa.

    Dominica in albis de 1900.– Todo nos habla hoy de la fe: «Dichosos los que no han visto y han creído». «Ella es el fundamento y la raíz de toda justificación». La fe viva en la divinidad de Jesucristo es la que hace que vivamos la vida divina.

    1. Esta vida divina tiene su principio en la fe: «Los que creen en su nombre… son hijos de Dios». «Todo el engendrado de Dios vence al mundo»… «¿Y quién es el que vence al mundo sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?» Esta convicción íntima de la divinidad de Jesucristo hace que nos postremos a sus pies como el ciego de nacimiento: «El justo vive de la fe»; «El que cree en mí, aunque muera, vivirá».

    2. Por esta fe, nos identificamos, en cierta manera, con el mismo Jesucristo.

    a) En nuestros pensamientos: «El que cree en el Hijo de Dios tiene el testimonio de Dios en sí mismo». Nos apropiamos los mismos pensamientos de Jesucristo: «El que se allega al Señor se hace un espíritu con Él».

    b) En nuestros deseos: «Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús».

    c) En nuestras palabras: «Si alguno habla, sean sentencias de Dios». Cristo se convierte en la fuente inspiradora de todas nuestras palabras: «Que habite Cristo por la fe en vuestros corazones».

    d) En nuestras acciones: «Y todo cuanto hacéis de palabra o de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por Él».

    Entonces es cuando se realizan aquellas palabras: «Y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí… Vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí».

    Febrero de 1906.– La expresión de Nuestro Señor: «La obra de Dios es que creáis en Aquel que Él ha enviado», me hace comprender con mayor claridad que todo lo tenemos en Jesucristo. El que por la fe se entrega sin reserva alguna a Jesucristo cumple perfectamente con Él, en Él y por Él todos los deberes que tiene con el Padre. Jesús es uno con su Padre: «Yo y el Padre somos una sola cosa». Él está «en el seno del Padre y el que se une por la fe a Jesucristo, obra, en la unidad, lo mismo que Jesús obra por su Padre». Los miembros hacen a su modo lo mismo que hace la persona: «Pues vosotros sois el cuerpo de Cristo, y cada uno en parte». Cuando estamos unidos por la fe a Jesucristo y en medio de su oscuridad rendimos nuestra inteligencia a sus pies, aceptando con amor todo cuanto Él hace en nuestro nombre en presencia de su Padre, entonces es cuando nuestra oración se sublima y se puede decir que la hacemos «en espíritu y en verdad».

    15 de diciembre de 1916.– Esta mañana he terminado la predicación de un retiro en…, donde he desarrollado el siguiente tema: la vida y la actividad de Jesucristo es una consecuencia de la contemplación con que su alma estaba siempre embebida en la presencia del Padre: modelo de nuestra vida de fe que se alimenta de su contemplación habitual de Dios, en unión con el alma de Cristo.

 

V.- Morir al pecado

   Pascua de Resurrección de 1900.– Me he sentido vivamente tocado por la gracia al meditar las palabras de San Pablo: «Fue entregado por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación».

    Jesucristo es la Sabiduría eterna e infinita y para expiar nuestros pecados, ha escogido una muerte dolorosa. Estaba exento en justicia de la muerte, ya que el pecado, que es la única razón de la muerte, per peccatum mors, no le alcanzó, y sin embargo, la aceptó libremente, sustituyéndose a nosotros y por nuestro propio bien. He tenido un íntimo sentimiento de la gran eficacia de esta muerte y me he unido a Jesús en su muerte para morir así al pecado. He experimentado grandes sentimientos de abandono, de gratitud, etc.

    Resurrexit propter justificationem nostram.– El fin de la vida de Jesucristo resucitado es nuestra propia justificación. Me he dado perfecta cuenta de cómo Jesucristo tenía en cuenta esta santificación y hasta qué punto tiene eficacia para santificarnos la unión de nuestra vida con la suya: «Porque si, siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más, reconciliados ya, seremos salvos en su vida».

    14 de enero de 1908.– Todas las mañanas hago a Dios el ofrecimiento de mi vida y renuevo la aceptación de la muerte que me quiera enviar y en el tiempo que lo tenga dispuesto.

    1915.– Me siento incapaz de expresaros lo que se siente en aquel momento, porque sólo la experiencia nos puede enseñar lo que se experimenta al verse tan próximo a comparecer ante la presencia de Dios. Siempre que he meditado que algún día me he de encontrar en este trance supremo, me he sentido invadido por el temor y he tomado la resolución, si Dios me diera tiempo para ello, de ordenar de tal manera la vida, que al llegar el momento de la muerte me vea libre de semejante temor.

    1917.– Si hay alguna cosa grande y solemne en la vida, es precisamente la hora de la muerte. San Benito nos recomienda que la tengamos siempre presente ante los ojos: Mortem quotidie ante oculos suspectam habere. Y por lo que a mí hace, os diré que la tengo constantemente presente.

    Principios de 1919.– Dios se muestra muy bueno conmigo. Es verdad que me somete a muchas pruebas, pero, al mismo tiempo, me une cada vez más a Él. Apenas me abandona el pensamiento de Dios, de la eternidad y de la muerte, pero todo esto me proporciona una gran alegría y una gran paz. Siento un gran temor de la majestad, de la santidad y de la justicia de Dios, pero, al mismo tiempo, tengo una gran seguridad de que el amor de nuestro Padre celestial se servirá de todo para lo que más me convenga.

    1 de enero de 1920.– También yo tengo un gran miedo a la muerte. La muerte es el castigo divino del pecado: merces peccati mors, y este temor de la muerte honra a Dios, y si va acompañado de la virtud de la esperanza, le honra mucho más aún. Al recorrer todos los días las estaciones del Via Crucis, me encomiendo a Jesús y a María para el momento de mi agonía y de mi juicio, y tengo la firme convicción de que estarán allí conmigo para ayudarme.

    20 de febrero de 1920.– Siento un deseo grande y ardiente de ir al cielo. Es verdad que tengo miedo al juicio, pero me arrojo en el seno de Dios con todas mis miserias y mis responsabilidades y abrigo la esperanza de que me otorgará su misericordia. No hay ninguna otra cosa que pueda salvarnos, porque nuestras obras son tan pobres, que no merecen ser presentadas a Dios y es solamente su amor paternal el que le mueve a aceptarlas: Non æstimator meriti sed veniæ quæsumus largitor admitte, como decimos en la santa Misa.

    17 de diciembre de 1922.– En la misma medida en que reconocemos nuestra miseria y aceptamos el participar en la Pasión de Jesús y en las debilidades de que se quiso revestir, participamos de su fortaleza divina: gloriabor in infirmitatibus meis… Cum infirmor tunc potens sum. Entonces es cuando nos convertimos en el objeto de las misericordias divinas y de las complacencias del Padre celestial que nos contempla en su Hijo.

    Será en el momento de la muerte cuando experimentaremos principalmente este misterio y nos beneficiaremos de él. Jesucristo ha abolido la pena de muerte al sepultar nuestra muerte en la suya. En adelante, su muerte es la que clama misericordia por nosotros y el Padre ve en nuestra muerte la reproducción de la muerte de su Hijo. Por eso es por lo que «la muerte de los justos es preciosa a los ojos del Señor»: Pretiosa in conspectu Domini mors sanctorum ejus. Hace algún tiempo que todas las mañanas vengo pidiendo al Señor en la santa Misa que a todos los agonizantes les conceda la gracia de que tengan una muerte como la suya. Si pedimos esto, podemos tener la firme convicción de que Jesucristo nos concederá en el momento de nuestra agonía lo mismo que hemos pedido para los demás.

 

VI.- Penitencia y compunción

    1917.– Al decir en la santa Misa: ab æterna damnatione nos eripi, se me ocurre muchas veces esta idea: lo que puede aumentar considerablemente nuestra esperanza de conseguir la salvación es la gracia de haber sido llamados para elevar a Dios todos los días esta oración en el momento preciso en que sustituimos nuestra miseria y nuestra indignidad por la víctima infinitamente digna y perfecta.

    Siento un gran consuelo al contemplar los episodios de la vida de Jesús en los que se manifiesta su bondad y su delicadeza con los pobres pecadores, con la Samaritana, con María Magdalena… Cuanto más leo y medito la Sagrada Escritura, cuanto más me entrego a la oración, más claramente veo que la conducta que Dios observa con nosotros es toda de misericordia: Non volentis neque currentis, sed miserentis est Dei. Esta misericordia de Dios es la misma Bondad infinita que se vuelca sobre nuestros corazones miserables. En todas partes encontramos confirmada esta manera de obrar de Dios. Cuando recito el oficio divino, me parece ver que de cada uno de los versículos de los Salmos brota un rayo de luz que nos habla de la misericordia divina.

    Septiembre de 1918.– Mi vida interior es muy sencilla. Durante mi estancia aquí en B…, el Señor me ha unido íntimamente a Él, pero en la simple fe. He llegado a la firme convicción de que el Señor quiere conducirme por este camino. No tengo nunca consolaciones sensibles, ni las deseo. Pero tengo iluminaciones y conocimientos inesperados e instantáneos de las profundidades de las verdades reveladas. Siento un atractivo especial por la compunción: el Padre del hijo pródigo, el buen Samaritano y la escena de la Magdalena a los pies de Jesús llenan mi alma de un doble sentimiento de compunción y de confianza.

    13 de diciembre de 1919.– Al hacer esta mañana el ejercicio del Via Crucis, he visto claramente que Jesús hizo por nosotros todo cuanto exigía la santidad y la justicia de su Padre, pero también me he dado cuenta de que nos invita a que, como Simón Cireneo, tomemos nuestra partecita. Por ello llevo mi cruz con alegría.

    Cuando me siento desalentado, cuando sufro contradicciones o padezco aridez o sequedad, me basta con meditar en la pasión de Jesús al recorrer las estaciones del Via Crucis para sentirme reconfortado: es como un baño en el que se sumerge mi alma y del que siempre sale con nuevo vigor y nueva alegría. Podría decirse que esta práctica piadosa produce en ella el mismo efecto que un sacramento.

    1 de noviembre de 1921.– Al meditar las palabras de Jesús: Corpus autem aptasti mihi, he llegado a comprender que el Padre no le dio un cuerpo glorioso ni exento de debilidades, sino que, como dice San Juan Damasceno, experimentó todas las flaquezas que no eran indignas de su divina Persona: Vere languores nostros ipse tulit. Por eso nos invita a compartirlas. Él las asume, las diviniza, y de esta suerte se convierten en el manantial de esta virtus Christi, de que nos habla San Pablo.

    29 de diciembre de 1922.– (A una hermana suya religiosa). Todos los días en la santa Misa te meto en el corazón de nuestro amado Salvador. San Pedro nos dice que Jesucristo murió por todos, para presentarnos a todos a su Padre. Él, que era el Justo, murió por nosotros los pecadores, para que podamos llenarnos de la fortaleza y del poder del Espíritu Santo. Todo cuanto Él presenta a su Padre es del mayor agrado de éste, por muy miserables que seamos nosotros. Esta es la razón de por qué te presento todos los días al Señor en la santa Misa.

    Veo claramente que el Señor te va a introducir en la última etapa que tu alma debe atravesar antes de llegar a Él. Nuestro Señor ha tomado sobre sí todos nuestros pecados y los ha expiado plenamente, y esta expiación suya se nos aplica por medio de la compunción y de la absolución. Pero, además de esto, Él se ha cargado sobre sí todas las flaquezas y las debilidades de su Esposa. Y es necesario que,  antes de llegar a Él, vea sienta conozca que todo le viene de Él y que, gracias a que Él ha asumido en su Humanidad nuestra miseria, nuestra pobreza y nuestras flaquezas, han sido elevadas a un valor divino. Este es un gran secreto que muy pocos han llegado a comprender. San Pablo lo expresa en los siguientes términos: «Muy gustosamente, pues, continuaré gloriándome en mis debilidades para que habite en mí la fuerza de Cristo. Por lo cual, me complazco en las enfermedades…»

    Cuando al hacer cada día el ejercicio del Via Crucis considero que Dios, el Infinito, el Todopoderoso sucumbe de debilidad y se echa a temblar en Getsemaní, es cuando mejor comprendo que, en vez de un cuerpo glorioso, tomó al encarnarse un cuerpo sujeto como el nuestro a la flaqueza, para que nuestra debilidad se torne divina en Él.

 

VII.- Humiliavit semetipsum factus obediens

   8 de abril de 1887. Viernes Santo.– (A una hermana suya religiosa). He tenido la felicidad de pasar casi tres horas ante el Santísimo Sacramento y he experimentado un gran deseo de amar a Jesús con todo mi corazón. Los pensamientos que tuve ayer durante el mandatum [Ceremonia del lavatorio de los pies que el Jueves Santo se hacía en la iglesia del monasterio] me afectaron muchísimo y todavía dura hoy su eco en mi alma. Estos pensamientos me dieron una gran luz sobre el amor que tuvo Jesús durante su pasión y sobre el amor y la humildad indecibles que mostró cuando lavó los pies de sus apóstoles. Cuando el abad se acercó a lavarme los pies, comprendí que representaba a Jesús. Quiere el Señor que esta ceremonia, que Él realizó el primero, la renovemos nosotros, con lo que nos da a entender que está dispuesto a practicarla con cada uno de nosotros en la persona de sus sacerdotes. Como Jesús se complace tanto en la virtud de la humildad, creí que me haría alguna gracia especial al lavarme los pies. Me figuré que yo era Judas y que Jesús me decía: «Si quieres llegar a profesarme un gran amor, es necesario que imites mi ejemplo y que te hagas siervo de los demás; póstrate siempre a los pies de los demás y llegarás a alcanzar un gran amor».

    5 de octubre de 1887.– He recibido la gracia de comprender que uno de los mejores medios para alcanzar la verdadera humildad consiste en amar a mis superiores y a mis hermanoshumili caritate.

    La humildad procura, ante todo, no obrar por propio impulso, sino seguir siempre el movimiento de la gracia o, lo que es lo mismo, conceder la iniciativa a Dios y a la gracia, de acuerdo con lo que nos enseña el mismo Jesús: «Y no hago nada de mí mismo, sino que, según me enseña el Padre, así hablo».

    La humildad reconoce en todas las cosas la voluntad divina. De ahí precisamente que nos incline a someternos a todos nuestros superiores y, en especial, a nuestros superiores espirituales. No hay autoridad que no venga de Dios. Sean cuales sean sus condiciones personales, los superiores, en cuanto que son «superiores», participan de algo divino, y por eso la humildad se les somete con toda naturalidad. En esto consiste el fundamento de todos los textos que se refieren a la autoridad: «Yo os he dicho que sois dioses»; «el que a vosotros escucha, a Mí me escucha»; «todo poder viene de Dios», etc.

    Esto mismo se puede afirmar de los hombres y la humildad ve en los demás lo que en ellos hay de divino para rendirles homenaje, al paso que en sí misma no ve sino lo que es su propia obra. Por eso es por lo que no encuentra la menor dificultad en tener mejor concepto de los demás que de sí misma.

    11 de diciembre de 1895.– (A una hermana suya religiosa). Tu carta me ha proporcionado una gran alegría al comprobar que, a pesar de tu indignidad, es Dios quien te guía y se muestra extremadamente misericordioso contigo. Tu mayor empeño debiera ser el de alcanzar una gran humildad, porque es el mejor camino para llegar al amor de Dios. Porque es tan grande el poder de Dios, que puede convertir nuestra misma corrupción en oro puro de su amor, a condición de que no haya obstáculo que lo impida; y el mayor obstáculo es precisamente el orgullo. Puedes creerme cuando te digo que, si eres sinceramente humilde, Dios hará lo demás.

    Quizás te pueda ser provechosa una sencilla práctica de que yo me sirvo, para alcanzar la humildad. Y consiste en hacer cada día tres estaciones.

    Primera estación.– Considera lo que serías. Si alguna vez en la vida has cometido un solo pecado mortal, ya por ello has merecido ser maldecida eternamente por Aquel que es la Verdad y la Bondad infinita. Y esta maldición traería para ti las siguientes consecuencias: separación definitiva de Dios, odio eterno a Dios y a todo lo que es bueno, justo y bello, y vivir para siempre jamás hollada por los pies del demonio. Y esta sentencia, pronunciada por el que es la misma Bondad, hubiera sido justa. ¡Amadísima hermana mía! Quizás nosotros hemos merecido todo esto, y si en este mismo momento no estamos sufriendo las consecuencias de esta sentencia, es debido a la misericordia divina y a los sufrimientos de Jesucristo. ¿Puede haber después de esto, algo que nos parezca demasiado penoso? ¿Seremos capaces de sentirnos heridos si alguna vez nos desprecian?

    Segunda estación.– Lo que somos. No podemos dar un solo paso que nos acerque a Dios si no contamos con su ayuda. Nuestras diarias infidelidades, nuestros pecados e ingratitudes y aun nuestros mejores acciones forman una cosecha bien miserable.

    Tercera estación.– Lo que podemos llegar a ser. Si Dios apartara su mano de nosotros, volveríamos a ser lo que fuimos antes, y aun peores. Dios lo ve perfectamente y conoce bien los abismos de perfidia de que somos capaces. ¿Cómo podemos, pues, ser orgullosos?

    Pero, además de estas tres estaciones, hay otra que siempre debemos tener muy en cuenta. Y es que somos infinitamente ricos en Jesucristo y que, en comparación de nuestras miserias, las misericordias de Dios son como el océano ante una gota de agua. Nunca glorificaremos más a Dios que cuando, a pesar de tener conciencia de nuestros pecados y de nuestra indignidad, estamos llenos de confianza en su misericordia y en los méritos infinitos de Jesucristo, y nos arrojamos con amoroso abandono en su seno, con la firme convicción de que no sabrá rechazarnos: «Oh Dios, Vos no despreciáis a un corazón humillado y contrito».

    1 de abril de 1918.– Hoy he cumplido 60 años. El abismo de mis pecados y de mis ingratitudes ha sido purificado en el abismo infinito de la misericordia del Padre celestial.

    1920.– La sagrada Liturgia nos dice que el Señor manifiesta su omnipotencia maxime miserando et parcendo. Seamos un monumento que acredite su misericordia por toda la eternidad. Cuanto más profundas son nuestra miseria y nuestra indignidad, más grande y adorable se manifiesta su misericordia: Abyssus abyssum invocat: «El abismo de nuestra miseria llama al abismo de su misericordia». Es para mí un motivo de gran consuelo el comprobar que vais avanzando por este camino que es tan seguro, que lleva tan alto y que rinde titulo de gloria a la sangre preciosa de Jesucristo y a la misericordia de Dios. Este es también el camino que yo sigo. Os pido que me ayudéis con vuestras oraciones a proseguirlo sin desmayos.

    29 de diciembre de 1922.– Nunca me siento tan feliz como cuando, prosternado ante la infinita misericordia del Padre para mostrarle mi miseria, mi debilidad y mi indignidad, me ocupo menos de mi propia miseria que de su infinita misericordia.

 

VIII. La virtud de la religión

   1897.– Con el fin de ser y mostrarse siempre como auténtico representante de Jesucristo en el ejercicio de mi ministerio con las almas, pondré el mayor cuidado en estar siempre ainfinita distancia de todo lo que sea puramente natural. Como el mejor exponente del amor que profesa a su Padre, Jesús ha realizado la empresa que le confió para la salvación de los hombres: Ut cognoscat mundus quia diligo Patrem et sicut mandatum dedit mihi Pater sic facio. ¿Y cuál es este mandato? Que derrame su sangre por los hombres. Por eso, ejerceré mi ministerio únicamente por amor a Dios y por cooperar a sus designios amorosos para con los hombres: Él ha entregado a su Hijo por cada uno de ellos y Jesús ha dado «la mayor prueba de su amor»: Majorem hac dilectionem nemo habet.

    4 de enero de 1900.– Al entrar en este nuevo año, he sentido un poderoso impulso de la gracia para hacer que mi vida tenga el mismo objetivo que Dios se ha señalado a sí mismo: la gloria de su Hijo Jesucristo. Me he ofrecido al Padre y a María con esta intención.

    1902.– En el confesonario, el sacerdote es el ministro de Jesucristo y cuanto más se identifique con su divino Maestro mejor participará de sus disposiciones para con Dios y para con las almas, con lo que hará que desciendan sobre su ministerio bendiciones más abundantes:

    1. Que, antes de empezar a oír las confesiones, nos humillemos profundamente en la presencia de Dios, reconociendo que nada podemos hacer por el bien de las almas sin contar con su ayuda: Sine me nihil potestis facere.

    2. Que ofrezcamos esta acción tan santa como un acto de amor al Señor que nos dijo: «En verdad os digo que cuantas veces hicisteis eso a uno de mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis».

    3. Que procuremos, en cuanto sea posible, prescindir de nosotros mismos para que sólo sea Cristo el que obre: Illum oportet crescere, me autem minui. Que cuidemos siempre de hablar y de actuar en nombre de Cristo, manteniéndonos siempre en una gran dependencia respecto de su Espíritu. Si quis loquitur, quasi sermones Dei; si quis ministrat, quasi ex virtute quam administrat Deus ut in omnibus glorificetur Deus per Jesum Christum.

    4. Que evitemos todo afecto personal por parte de los penitentes, actuando siempre con la única intención de llevarlos a Dios, sin buscar ningún interés mundano.

    1 de febrero de 1906.– Desde hace algún tiempo, el Señor me ha hecho ver claramente lo que Él ha dicho de sí mismo: «Yo soy el principio, el mismo que hablo con vosotros». Es necesario, pues, que Él sea el principio de toda mi actividad. Y para ello es preciso que «me renuncie a mí mismo para servir a Cristo». Esta continua inmolación de sí mismo ante Cristo realiza y lleva a su cumplimiento el gran deseo expresado por el Padre: «Todo lo pusiste debajo de sus pies». «Todos sus ángeles le adoran». «La obra de Dios es que creáis en Aquel que Él ha enviado». Jesucristo ha dicho: «Si alguno me ama, guardará mi palabra y mi Padre le amará». La función propia del ministro consiste en poner todas sus facultades a los pies de su señor, para que éste las emplee según su juicio y su querer. Mi divino Maestro ha dicho: «Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra». Mi misión consiste en ejecutar sus órdenes y en cumplir sus designios. Él es la Sabiduría, el Poder y el Amor; y sin Él yo no soy otra cosa que necedad, debilidad y egoísmo: «Sin mí nada podéis hacer».

    Me he convencido de que esto no es posible sin una vida de recogimiento y sin recurrir continuamente al divino Maestro.

    1 de noviembre de 1908.– Pedid para mí la gracia de que Jesús sea el dueño absoluto de mi alma, y que nada se mueva en mí sino por impulso suyo. Este es el objeto de todos mis deseos, aunque reconozco que estoy muy lejos de haberlo conseguido.

    2 de diciembre de 1908.– Para mí Jesús lo es todo. Yo no puedo ni rezar, ni celebrar, ni cumplir el ministerio sagrado sino con una dependencia absoluta respecto de su acción y de su Espíritu. Dios me ha proporcionado un gran deseo de hacer de Jesucristo el Señor absoluto de mi vida interior y el único manantial de que se alimente toda mi actividad. Es verdad que estoy muy lejos de haber llegado a este ideal, debido a mi amor propio y a mis innumerables infidelidades, pero abrigo una gran confianza de que llegará un día en que pueda decir con toda verdad: «Y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí». Entonces será cuando me revelará los secretos de su divinidad, según su promesa: «El que me ama… yo me manifestaré a él».

    15 de diciembre de 1908.– Orad por mí, para que Jesús se convierta en el dueño absoluto de mi alma, y pueda yo vivir en una dependencia cada vez mayor respecto de su Espíritu. Me doy perfecta cuenta de que este es precisamente mi camino, y que si logro alcanzar este ideal, entonces Jesús se servirá de mí para su gloria.

    21 de diciembre de 1908.– Pedid para mí la gracia de que sea humilde y fiel siervo de Jesucristo, que le esté completamente sujeto en todo: Omnia subjecisti sub pedibus ejus, y que me lleve adonde Él está: in sinu Patris.

    13 de diciembre de 1913.– Siento que desde hace algún tiempo el Señor me atrae fuertemente a vivir una vida de unión más íntima con Él. Mi mayor deseo consiste en que Jesús llegue a reinar y a vivir en mi interior de manera que todas mis potencias, facultades y deseos le están perfectamente sometidos. Rogad por esta intención.

 

IX.- El mayor de los mandamientos

   5 de octubre de 1887.– Hay un pensamiento que me llena de consuelo cuando, al leer las vidas de los santos, me siento tentado de descorazonarme ante la imposibilidad en que me encuentro de imitar sus austeridades: Plenitudo legis est dilectio. El amor puede ser perfecto sin estas austeridades y, por el contrario, estas austeridades sin el amor son æs sonans aut cymbalum tinniens. Si yo renunciara a mi propia voluntad en todas mis acciones y las hiciera únicamente por amor de Dios, me sorprendería muy pronto de los progresos realizados. Y verdaderamente, ¿por qué lo he dejado todo y he entrado en este monasterio si no es para alcanzar la meta del amor de Dios?

    18 de abril, martes de Pascua, de 1900.– He recibido muchas luces al meditar en estas palabras: «Cristo vive para Dios». He llegado a sentir la intensidad de esta vida de Jesús consagrada enteramente a Dios. La forma más elevada de perfección consiste en que nuestra vida se una a esta vida de Jesús. Sin Él nada podemos hacer y Él ha venido precisamente para comunicarnos esta vida: «Así como el Padre tiene la vida en sí mismo, así dio también al Hijo tener vida en sí mismo». «Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante». La Resurrección es el misterio de esta vida y Jesús nos la comunica principalmente en la sagrada comunión: «Si no coméis la carne del Hijo del hombre… no tendréis vida en vosotros». Este es el pan que da la vida al mundo. He experimentado un deseo cada vez mayor de asociarme a esta vida divina para que Jesús sea glorificado en mí. Este es precisamente el fin de su vida gloriosa: «Ha resucitado para nuestra justificación», y esta acción la continúa por toda la eternidad: «Siempre vive para interceder por ellos». Esta vida de Jesús no es otra cosa que el amor que profesa a su Padre, y que produce esta maravillosa floración de todas las virtudes humanas que fueron divinizadas en Él. Este es nuestro modelo. Por eso he tomado la resolución de procurar con todas mis fuerzas unir mi pobre vida a esta vida intensa y divina.

    1 de junio de 1901.– Me siento cada día más impulsado a adoptar la práctica de vida interior de perderme en Jesucristo. Que sea Él quien piense y quien quiera en mí y quien me lleve hacia su Padre. La única petición que nos ha enseñado a hacer a Dios por nuestras almas es: Fiat voluntas tua sicut in Caelo. Yo me empeño en amar su santa voluntad en las mil pequeñas contrariedades e interrupciones de cada día.

    4 de noviembre de 1903.– Una vez que nos hemos persuadido de que la voluntad de Dios no se distingue de su esencia, claramente se echa de ver que debemos preferir esta voluntad adorable a toda otra cosa y adoptarla como suprema norma de nuestra voluntad, en cuanto ella hace, ordena o permite. Debemos tener nuestra mirada fija en esta santa voluntad y no en las cosas que nos inquietan y nos preocupan.

    18 de abril de 1906.– Cuando vivimos unidos a Jesús, vivimos in sinu Patris. Esta es la vida de amor puro, que supone la heroica determinación de hacer siempre lo que es del mayor agrado del Padre: «No me ha dejado solo, porque Yo hago siempre lo que es de su agrado». Ni nuestras debilidades ni nuestras miserias pueden impedirnos el estar in sinu Patris, porque este es el seno de la misericordia y del amor infinito; aunque para ello es necesario un profundo menosprecio y anonadamiento de sí mismo, y tanto mayor cuanto más cerca estamos de esta santidad infinita. Es preciso, además, que nos apoyemos en Jesús, «que ha venido a sernos de parte de Dios sabiduría, justicia, santificación y redención». Todo cuanto hacemos in sinu Patris, con espíritu de adopción filial, es de un valor inmenso. Pero este estado supone la ausencia de toda falta deliberada y de toda resistencia voluntaria a seguir las inspiraciones del Espíritu Santo. Porque, si bien es verdad que Jesucristo toma sobre sí «nuestras debilidades y miserias», también es cierto que no acepta el menor pecado deliberado.

    Retiro en Paray-le-Monial, 20 de marzo de 1909.– Meditando hoy en el texto de San Pablo (Ephes., I, 11), me he dado perfecta cuenta de que Jesús es nuestro todo. Mi corazónunido al suyo se convierte en el objeto de las complacencias del Padre. Su corazón es el corazón humano de Dios. Este corazón, en cuanto que es el corazón del Verbo (al cual le está unido personalmente), pertenece enteramente al Padre y, en cuanto que es el corazón de una criatura, obra con absoluta dependencia respecto de Él.

    Y con la misma claridad me he dado cuenta de que esta dependencia es la que da un valor divino a nuestra actividad y he comprendido que es preciso cultivar esta dependencia y pedirla en nuestras oraciones.

    He tomado la resolución de leer la Sagrada Escritura, leyendo habitualmente una epístola de San Pablo entera, siempre que me sea posible; porque esta práctica será, a no dudarlo, una fuente de luz y de paz para mi alma.

    14 de agosto de 1912.– Cantaré la Misa por tus intenciones y por las mías, para que el Padre celestial nos una cada día más en su santo amor y nos lleve a Jesús: «Nadie puede venir a mí si el Padre, que me ha enviado, no la trae». Efectivamente, todo don perfecto (Jesús, María, la gracia, la amistad santa) desciende del Padre. ¡Amémosle, pues, con todo nuestro corazón! «Quienquiera que hiciere la voluntad de mi Padre…, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre». No podemos hacer cosa que sea más grata al corazón de Jesús que unirnos a Él en el amor que profesa a su Padre y en el cumplimiento de su santa voluntad.

    16 de febrero de 1913.– Tengo una gran esperanza de poder vivir en adelante sólo para Dios. Siento que es voluntad de Jesucristo que yo, a ejemplo suyo, viva propter Patrem, y esto de dos maneras: 1) siendo Él quien inspire toda mi conducta; y 2) empleando toda mi actividad para su mayor gloria.

    4 de diciembre de 1917.– Vivamos íntimamente unidos al Corazón de Jesús. Unamos nuestra alma y nuestro corazón a los suyos, para que no veamos sino por sus ojos, y no amemos sino por su corazón.

    El Verbo procede enteramente del Padre. Por eso es por lo que el Padre encuentra en el Verbo su gloria y su gozo infinitos. Este Verbo vuelve enteramente al seno del Padre con un amor infinito.

    Este misterio lo expresa Jesús en su humanidad: a) por su absoluta dependencia del Padre. Toda su doctrina, sus proyectos y su obra los ve en su Padre. Esta es la absoluta perfección divina; b) haciéndolo todo por amor al Padre: quæ placita sunt Patri facio semper.

    Lo mismo cabe decir de nosotros. «El Padre nos ha engendrado voluntariamente en el Verbo». En Él y con Él debemos refluir nosotros con amor in sinum Patris. a) Nuestra alegría debe consistir ut faciam voluntatem ejus qui misit me. Todo proyecto y todo sueño ambicioso se opone directamente a este amor. b) Debemos hacerlo todo por amor: ambulate in dilectione sicut filii carissimi.

    19 de marzo de 1918.– Lo que pido con toda insistencia al Padre por ti es: sanctifica eam in veritate. Debiéramos desear ardientemente ser precisamente aquello que nuestro Padre celestial quiere que seamos, ni más ni menos. Uno de estos últimos días se lo he dicho en un arrebato de amor: «Sé Tú, oh Padre, mi director y haz que yo sea aquello precisamente que Tú quieres que sea: muy débil y muy miserable por mí mismo, pero muy fuerte y muy fiel en Vos y en vuestro Espíritu». Creo en el amor que el Padre nos tiene y quiero, en cambio, que Él vea el amor que yo le tengo en Jesucristo.

    9 de marzo de 1922.– Me encuentro bien. Deo gratias. Dios es quien me sostiene. A pesar de las grandes tentaciones y de las pruebas interiores a que estoy sometido, vivo, no obstante, íntimamente unido a su voluntad. A veces parece que me rechaza, y bien sé que lo merezco; pero yo sigo obstinadamente esperando en Él… Me he dado perfecta cuenta de que el verdadero camino para llegar a Dios consiste en humillarse muchas veces ante Él con un sentimiento profundo de nuestra indignidad y luego creer en su bondad: nos credidimus caritati Dei,y arrojarse a sus brazos y abandonarse a su corazón de Padre.

 

X.- Hoc est præceptum meum

    Mayo de 1889.– Me he sentido vivamente impresionado al pensar que Dios acepta, como si se lo hiciésemos a Él mismo, cuanto hacemos por nuestros hermanos. Jesús se me entrega sin reserva alguna todas las mañanas en el Santísimo Sacramento y me pide en cambio que durante el día le demuestre el amor que le tengo amando a mis hermanos.

    Resolución.– Venerar habitualmente a Jesucristo en la persona de mis hermanos, poniéndome muchas veces en espíritu a sus pies y diciéndome interiormente que lo que yo pienso de ellos o hago en su obsequio es como si lo pensara o hiciera al mismo Jesucristo.

    Cuanto más pienso en el amor de mis hermanos, más me doy cuenta de su importancia y comprendo mejor por qué el Apóstol San Juan no cesaba de inculcarlo. Al meditar en la aparición de Jesús a los discípulos de Emaús, he visto que no se limitaron a ofrecerle hospedaje, sino que le forzaron a entrar en su casa, y esto es lo que me ha proporcionado una gran luz sobre cómo debo practicar la caridad, buscando cuantas ocasiones pueda para ayudar a mis hermanos, aunque sea a expensas de mi propia comodidad.

    1 de junio de 1901.– El Señor me ha invitado en la oración a identificarme con Él: «vivir en Él y Él en mí», y me ha impulsado: 1) a realizar en unión con Él actos de amor a su Padre; 2) a abandonarme enteramente a Él; 3) a amar al prójimo como Él le ha amado. Este último punto ejerce sobre mí una gran atracción desde hace algún tiempo. Siento un gran aumento de amor por la santa Iglesia, Esposa de Jesucristo. Tengo una especie de sentimiento habitual de que el prójimo es el mismo Cristo, y esto me impulsa a mostrarme caritativo con todos. Veo con gran claridad que la caridad comprende todas las demás virtudes y que nos impone un continuo renunciamiento.

    23 de febrero de 1903.– Nuestro Señor me da una confianza cada vez mayor en la eficacia del santo sacrificio y del oficio divino. Cuando celebro la santa Misa o rezo el breviario, me parece que llevo conmigo a todos los que están afligidos, a todos los que sufren, a todos los pobres, en una palabra, todos los intereses de Jesucristo. Cuando me consagro a Jesús, suelo ordinariamente experimentar la sensación de que me une a Él y a todos sus miembros, y me ruega que abrace su mismo ideal, para que pueda decirse de mí lo que el profeta anunció de Él: «Él tomó nuestras enfermedades y cargo con nuestras dolencias».

    20 de enero de 1904.– (A su superior). Hace algún tiempo que el Señor me viene uniendo más íntimamente a Él y me doy más clara cuenta de la nada de las criaturas… Es una cosa curiosa: desde que me entrego más a Dios en la oración, vengo experimentando un sentimiento más vivo de mi unión con todos los miembros de la Iglesia y con algunos en particular. Tengo la impresión de que llevo en mi corazón a toda la Iglesia y esto especialmente en la santa Misa y en el oficio divino, lo cual me evita muchas de las distracciones que antes tenía.

    19 de enero de 1905.– No podéis imaginaros cómo es comido mi tiempo. Y digo comido, porque todas las mañanas me pongo en la patena con la hostia que se va a convertir en Jesucristo; y de la misma manera que Jesucristo se pone allí para ser comido por todos sin distinción –sumunt boni, sumunt mali, sorte tamen inæquali–, así yo también soy comido durante el día por toda clase de gentes. ¡Quiera nuestro amado Salvador ser glorificado por mi destrucción como Él lo es por su propia inmolación!...

    Febrero de 1906.– Jesús está siempre unido a su Iglesia y… esta unión es el modelo de cualquiera otra unión… Jesús ama a su Iglesia y le está unido, porque la contempla en el amor que profesa a su Padre. «Yo ruego por ellos… porque son tuyos». El que está verdaderamente unido a Jesús lo está también a todos los miembros de su Iglesia, y cumple todos sus deberes en Él y por Él. Jesús se presenta a nosotros en nombre de su Iglesia, llevando como suyas todas sus debilidades y todos sus dolores: vere languores nostros ipse tulit et dolores nostros ipse portavit.

    16 de diciembre de 1917.– Os agradezco desde lo más íntimo de mi alma el volumen [Vida de Santo Domingo] que me habéis enviado. Hay en el prólogo del mismo una frase que se refiere a vuestro santo fundador, que ha producido un gran eco en mi alma: «Pasó por el mundo… como el Verbo de Dios… fue la palabra, la predicación, el Verbo siempre en acción»… ¡Qué ideal más hermoso! Sansón (figura de Cristo, que es la «Sabiduría y la Fortaleza de Dios») derrotó a los filisteos con una quijada de asno. Sansón era mucho más poderoso y más fuerte con esta arma tan sencilla que cualquier otro con el arma más perfecta. Y mi mayor deseo es, precisamente, ser un arma así en las manos del Verbo, porque la causa instrumental obra en virtud de la fuerza de la causa principal. Oremos mutuamente el uno por el otro para que podamos llegar a alcanzar este ideal sublime y divino.

 

XI-XII.- El sacrificio de la Misa

    Pentecostés de 1907.– He llegado a comprender claramente que Jesús, que en virtud de su misma esencia está enteramente consagrado al Padre, ha elegido la forma más perfecta de consagrarse también al Padre en cuanto hombre, ofreciéndose a Él como víctima. Por eso precisamente se hizo «sacerdote eterno» desde el primer momento de su encarnación. San Pablo es quien nos revela el primer impulso del alma de Jesús en este primer momento: «Al entrar en el mundo» dirige una mirada retrospectiva al Antiguo Testamento y ve que todos sus sacrificios no son sino «flacos y pobres elementos», incapaces para glorificar debidamente a su Padre: «No quisiste sacrificios ni oblaciones, pero me has preparado un cuerpo». Entonces se ofrece como víctima: «Entonces, yo dije: Heme aquí». Y ya desde ahora Jesucristo es sacerdote: «Por el Espíritu eterno a sí mismo se ofreció inmaculado a Dios». Se ofrece por amor: «Para que el mundo sepa que amo a mi Padre».

    El Apóstol nos exhorta a que imitemos a Jesucristo en esta oblación: «Os ruego, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, que ofrezcáis vuestros cuerpos como hostia viva, santa, grata a Dios, que tal sea vuestro culto racional». Nosotros participamos del sacerdocio de Cristo y de su estado de víctima, porque dice: «Ofreced vuestros cuerpos». Esta es la función propia del sacerdote, porque lo que nosotros ofrecemos es a nosotros mismos, corpora vestra, como hostia viva, etc. Otro de nuestros deberes sacerdotales es el de imitar la reverencia que Jesucristo tuvo para con su Padre: «Fue escuchado por su reverencial temor», y sobre todo porque, al paso que nosotros somos tan indignos, Él es un «Sacerdote santo, inocente, inmaculado, apartado de los pecadores y más alto que el cielo». Como intermediarios que somos entre Dios y los hombres, nuestra actitud debiera ser de adoración y de anonadamiento ante la majestad de Dios. Y en cuanto que somos hostias, debemos entregarnos a Dios y al cumplimiento de su voluntad, como «el cordero inmolado» que yace anonadado entre el supremo Creador y se entrega sin reservas a la suprema Bondad.

    Este sacrificio de Jesucristo se perpetúa constantemente, porque constantemente se inmola en alguno de los altares del mundo, y permanece como hostia en todos los sagrarios. Nuestra vida debiera estar siempre unida a esta vida de sacerdote y víctima de Jesucristo.

    Septiembre de 1910.– He comprendido mejor que nunca:

    1. Que la Iglesia es Israel quem coæquasti Unigenito tuo, y que cuando nos asociamos a ella, nos beneficiamos de todos los méritos de Jesucristo, a pesar de nuestras miserias y de nuestra indignidad.

    2. Jesucristo mereció y nos aplicó todas las gracias en la cruz. En el altar no nos merece las gracias, pero nos las aplica en la misma medida de nuestra fe y de nuestra unión con Él.

    3. Se puede morir de sed junto a una fuente de agua pura. Para beber, hay que acercarse a la fuente y aplicar los labios a ella. Pues lo mismo ocurre en el altar: Sicut credidisti, fiat tibi.

    Durante la Misa conventual que cantamos todos los días, suelo meditar en el gran acto que se realiza en el altar, y os diré que las más de las veces experimento una gran alegría y un profundo reconocimiento al considerar que la presencia de Jesucristo en el altar me proporciona la oportunidad de ofrecer al Padre una reparación que sea digna de Él y una satisfacción de valor infinito. ¡Cuántas gracias se contienen en la santa Misa!

    1910.– He meditado durante largo rato sobre el amor que nos ha mostrado el Padre al darnos su Hijo: Sic Deus dilexit mundum ut Filium suum Unigenitum daret. Y al preguntarme qué es lo que yo le podría dar en retorno, me ha hecho comprender que le dé su mismo Hijo. En el  momento de la consagración, suelo adorar a este Hijo que es objeto de sus complacencias y se lo ofrezco al Padre, y durante todo el día procuro permanecer en esta misma actitud de adoración y de ofrecimiento de Jesús al Padre. Si hacéis esto mismo, llegaréis a desaparecer en Él.

    …Si es cierto que Dios Padre recibe muchas ofensas, no es menos cierto que también es objeto del mayor amor que pueda darse: Majorem hac dilectionem… Jesucristo decía esto principalmente refiriéndose al amor que profesaba a su Padre, porque Él murió, ante todo, por la gloria del Padre: Sicut mandatum dedit mihi Pater. Por eso es por lo que yo experimento un gran consuelo al considerar que tengo entre mis manos y ofrezco al Padre celestial a este Hijo suyo que le profesa un amor infinito.

    4 de abril de 1917.– Al revestirme los ornamentos sagrados antes de celebrar la santa Misa, tengo un vivo sentimiento de que, por medio de la Iglesia, me uno íntimamente con el gran sacerdote Jesucristo y que por ella y con ella participo de las mismas disposiciones de nuestro Salvador.

    4 de septiembre de 1918.– Mi preparación ordinaria para celebrar la santa Misa suele consistir en unirme íntimamente con Jesús sacerdote y víctima.

    Después de la Misa, me parece que Jesús me dice: Ego et Pater unum sumus. Entonces pongo a sus pies mi alma, mi corazón y todas mis fuerzas y le digo: «¡Oh Jesús mío!, Tú eres una misma cosa con el Padre y yo soy una misma cosa contigo, y mi alma no desea más que obrar en todo por ti, contigo y en ti».

    Cuando después de la Misa tengo a Jesús en mi corazón, le estoy íntimamente unido. La fe me dice que Él está en mí y yo en Él. Jesús está en el seno del Padre y yo, pobre pecador, estoy allí mismo con Él. Y le digo al Padre: Yo soy el Amén de Jesús. ¡Amén! Que vuestro Hijo Jesús os diga en mi lugar todo cuanto debiera deciros. Él me conoce y sabe cuáles son mis miserias, mis necesidades, mis aspiraciones y deseos. ¡Qué confianza me inspira este pensamiento!

    1921.– Cuando estoy celebrando la santa Misa, me hago la idea de que el Padre celestial está delante de mí y que todas las debilidades y miserias de mi alma y las de aquellas almas por las que ruego son las miserias y debilidades del mismo Cristo que se identifica con sus miembros: Vere languores nostros ipse tulit.

    Todos los días pienso durante la santa Misa en todos aquellos que gimen en la miseria y en la aflicción y pido a Cristo que se digne servirse de mis labios para interceder por todas estas miserias. Así es como el sacerdote se convierte en totius Ecclesiæ.

 

XIII.- El banquete eucarístico

   Fiesta del Sagrado Corazón de 1888.– Me siento profundamente impresionado por algunos pensamientos que se me ocurren respecto de la Sagrada Eucaristía.

    Me doy perfecta cuenta de que la Eucaristía es el gran manantial de la gracia. Jesús se nos da a sí mismo y nos da también al Espíritu Santo y toda suerte de gracias y de favores.

    También me ha impresionado la idea de que, al darnos a Jesús en la sagrada comunión, el Padre nos da todas las cosas y la prenda más segura de todo cuanto le pedimos, de suerte que no nos puede caber la menor duda de que, por su parte, está dispuesto a concedérnoslo todo: «En Él habéis sido enriquecidos en todo». Por lo tanto, si recibimos poco, es por culpa nuestra.

    1888.– Tengo la costumbre de hacer todos los días al mediodía una breve visita al Santísimo Sacramento, después de la cual suelo recogerme en mi interior, para decir al Señor: «¡Oh Jesús mío!, mañana os recibiré en mi alma, y mi más ardiente deseo es que os pueda recibir de la manera más perfecta posible. Reconozco que por mí mismo soy incapaz de ello. Vos mismo lo habéis dicho: “Sin mí, nada podéis hacer”. Oh, Jesús, Sabiduría eterna, preparad Vos mismo mi alma para que sea vuestro templo, que yo para ello os ofrezco todos los trabajos y sufrimientos de este día, a fin de que hagáis que sean agradables a vuestros divinos ojos y realicéis lo que dijisteis: Santificavit tabernaculum suum Altissimus».

    Jueves Santo de 1901.– Hoy he hecho mi comunión pascual. Cada vez veo más claramente en la oración, y hoy lo he visto con mayor claridad aún, que el principal objetivo que se propuso Jesucristo al instituir la Eucaristía fue el de incorporarnos tanto a Él como a su Cuerpo Místico, a fin de que por Él y con Él pudiésemos realizar la gran obra del Padre: nuestra santificación y la salvación del mundo: Opus consummavi quod dedisti mihi ut faciam. Cada día siento más palpablemente la invitación que me hace el Señor de entregarme a Él sin reservas, sin otro plan ni deseo que el de cumplir su voluntad en la misma medida que se digne manifestármela.

    1904.– La comunión nos une por medio de Jesús a las tres personas. Cuando tengo a Jesús en mi corazón, suelo decir al Padre: «¡Oh Padre celestial!, yo os adoro y os doy gracias y me uno a vuestro divino Hijo y reconozco con Él que todo cuanto tengo y todo cuanto soy lo he recibido de Vos: Omne datum optimum… Manus tuæ fecerunt me»… Después de esto, me uno al Verbo y le digo: «¡Oh Verbo eterno!, nada sé y nada valgo por mí mismo; pero, gracias a la fe, sé todo lo que Vos sabéis y todo lo puedo en Vos». Por fin, me uno al Espíritu Santo, para decirle: «¡Oh Amor sustancial del Padre y del Hijo, yo me uno a Vos; deseo amar como Vos amáis; nada valgo por mí mismo, pero dignaos permitirme que me una a Vos con todo mi corazón y llevadme hasta el seno de Dios».

    A veces, cuando tengo todavía al Señor dentro de mí, suelo recorrer los diferentes pasos de su vida y sus distintos estados y le adoro en el seno del Padre y en el seno purísimo de la Virgen, donde hizo su morada; me traslado a Belén, a Nazaret, al desierto, al calvario… Así es como me uno a Jesús en cada uno de sus estados y este contacto con Él me proporciona la gracia propia de cada uno de sus misterios.

    1918.– Cantar en unión con el Verbo el himno del universo al Padre. En el Benedicite todas las criaturas reciben vida en nuestra inteligencia de la misma manera que existen en aquella idea de la inteligencia del Verbo, que es el arquetipo de todas las cosas: in quo omnia constant, per quem omnia facta sunt. De esta suerte, el hombre se convierte en el ojo de cuanto no ve, en el oído de cuanto no oye y en el corazón de cuanto no ama. Por eso, precisamente, es por lo que la Iglesia pone este himno en los labios del sacerdote, que hace las veces de Cristo.

    Verbum caro factum est, et habitavit in nobis.

    El Dios de la Revelación es «el Padre de Nuestro Señor Jesucristo, el Padre de las misericordias y el Dios de toda consolación».

    Adoración silenciosa de la majestad divina que está oculta en Cristo. (Esto varía según la liturgia del día y la inspiración de la gracia).

    1920.– No sabría explicaros las divinas complacencias que experimenta el Padre celestial, sobre todo después de la comunión, cuando ve a un alma que está sumergida en el Verbo y vive de su vida, adoptando ante Él una postura de humildad y de amor. Esta es la hora del día en que gozo del don de la paz y en que veo a Dios en medio de la oscuridad.

    21 de abril de 1922.– ¡Qué bueno es Dios conmigo! Puedo decir que al presente vivo de la comunión que recibo cada día. Durante la mañana, vivo de la fuerza que me comunica este divino alimento; por la tarde, del pensamiento de la comunión que voy a hacer al día siguiente, ya que la comunión nos fortalece en la misma medida de nuestro deseo y de nuestra preparación. Jesucristo ha prometido que el que le coma vivirá de Él. Su vida se hace nuestra vida y se convierte en el manantial de donde brota toda nuestra actividad.

 

XIV.- El oficio divino

   1 de mayo de 1887.– El pensamiento de que soy un embajador designado por la Iglesia para presentar varias veces al día un mensaje ante el trono del Altísimo, me sirve de gran estímulo para recitar debidamente el oficio divino. Este mensaje debemos presentarlo en los términos y con el ceremonial establecido por la Iglesia.

    1888.– En la oración, y señaladamente en el oficio divino, encuentro una gran ayuda para unirme a Jesús en su condición de cabeza de la Iglesia y de abogado para con el Padre. Jesús ejerce su sacerdocio eterno en el cielo presentándose erguido ante el trono de la adorable Trinidad y mostrando sus sagradas llagas. Dios no puede rechazar su plegaria: Exauditus est pro sua reverentia. Por eso me uno a Cristo, como miembro de su Cuerpo Místico, y siento una gran confianza y recibo grandes luces.

   1914.– Tengo la íntima convicción de que cuanto más se avanza en la vida y más se relaciona uno con Dios, mejor se llega a comprender cuán excelente es la alabanza que tributamos a Dios en el oficio divino. No hay otra obra que ni de lejos se acerque a la alabanza del oficio divino. Enmarcando el santo sacrificio que constituye su centro, el oficio divino constituye la alabanza más pura que el hombre puede tributar a Dios, porque es la asociación más íntima del alma al himno que el Verbo encarnado canta a la adorable Trinidad.

    1921.– Hay un pensamiento que me ayuda mucho en la recitación del oficio divino y es el siguiente: El Espíritu Santo es el Maestro que nos dan el Padre y el Hijo, el Doctor de la perfección. Suelo muchas veces experimentar una gran alegría cuando rezo el oficio divino, al sentir que el Espíritu Santo ruega en nosotros, «con gemidos inenarrables», y al saber que los salmos me proporcionan el gran consuelo de poder expresar al Padre celestial todo lo que debo decirle. ¡Tienen los salmos unas riquezas tan grandes! Cuando los recitamos bajo la dirección del Espíritu Santo, que es quien los ha compuesto, manifestamos a Dios todas nuestras penas, necesidades, alegrías, alabanzas y todo nuestro amor. Tengo también la costumbre de decir en cada salmo: Pater caritatis, da mihi spiritum tuum.

    Nunca empiezo el oficio divino sin hacer antes un acto de fe en Jesucristo, que está presente por la gracia en mi corazón, y sin unirme a la alabanza que tributa a su Padre. Yo le ruego que glorifique a su santa Madre, a todos los santos y, en especial, a los santos del día y a mis santos patronos. Luego me uno a Él como a cabeza de la Iglesia y como a Sacerdote supremo para que defienda la causa de toda la Iglesia. Para esto, dirijo mi vista a todo lo que el mundo encierra de miseria y de necesidades: los enfermos, los agonizantes, los tentados, los desesperados, los pecadores, los afligidos. Yo cargo en mi corazón todos los dolores, todas las angustias y todas las esperanzas de cada una de esas almas…, y dirijo, también, mi intención a todas las obras de celo que se emprenden para la gloria de Dios y la salvación del mundo: las misiones, las predicaciones… Me hago, por fin, cargo de las intenciones de todos los que se han encomendado a mis oraciones, de todos los que amo, de las almas que me están adheridas y de esta manera me preparo a interceder por todos con Jesucristo, qui est semper vivens ad interpellandum pro nobis. Después de esto, me dirijo al Padre celestial para decirle: «Oh Padre, me reconozco indigno de comparecer ante Vos; pero tengo absoluta confianza en la santa Humanidad de vuestro Hijo, que está unida a su Divinidad. Apoyado en vuestro Hijo, me atrevo a presentarme ante Vos, para penetrar en los esplendores de vuestro seno y cantar allí, en unión del Verbo, vuestras alabanzas.

 

XV.- El sacerdote, hombre de oración

    Fiesta del Sagrado Corazón de 1887.– He llegado hoy al firme convencimiento de que nos hacemos agradables a Dios en la misma proporción en que nos conformamos a Jesucristo, principalmente por lo que respecta a sus disposiciones interiores. Por eso le agrada tanto a Dios, que, a pesar de nuestros pecados, mostremos siempre en la oración una confianza de niños. «Yo sé que siempre me oyes», decía Jesús a su Padre. Nosotros somos los hijos adoptivos de Dios, y, por lo mismo, debemos tratar con Dios como con un Padre con humildad y sencillez.

    Después de septiembre de 1893.– Jesús. Cada día estoy más convencido de que Jesús lo es todo para nosotros y que sus riquezas son indecibles, inenarrables. Él es verdadero Dios y verdadero hombre. Como Dios, es el Verbo, el «esplendor de la gloria del Padre y la figura de su sustancia», que contiene en sí toda la vida del Padre. Él vive en nosotros «por la fe», y cuando oramos y obramos unidos a Jesús, nuestras oraciones se convierten en el himno que el Verbo canta sin cesar al Padre, gracias al cual el himno de toda la creación es ofrecido a Dios.

    Jesús ha dicho: «Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que quisiereis y se os dará». Por eso procuro, fiado de esta promesa, tener ante mis ojos alguna palabra del Señor y presentar mi petición «firme en la fe». Esta manera de orar me resulta muy fácil y muy eficaz. Tomo, por ejemplo, esta palabra de Jesús: «Pedid y recibiréis, porque quien pide recibe»…, y me arrodillo en espíritu ante Jesús, para contemplar estas palabras que brotan de la boca del Verbo y para adorar a la Verdad infinita, fortis in fide, por su gracia.

    1894.– Si, por una parte, es verdad que nuestros pecados nos hacen indignos de ser escuchados, también es cierto, por otra parte, que la santidad de Jesús y el fervor con que ruega por nosotros hacen que el Padre se olvide de nuestra indignidad, y que no tome en consideración sino a Aquel que Él ha constituido como abogado nuestro. Debemos tener también en cuenta que por el bautismo nos hemos hecho miembros de Jesucristo, y que, por efecto de esta unión, nuestras necesidades son, en cierta manera, las necesidades del mismo Jesucristo. Y no podemos pedir nada que diga relación a nuestra salvación o a nuestra perfección que no se pueda decir que lo pedimos también por el mismo Jesucristo, y que el honor y la gloria de los miembros redunda en honor y gloria de la cabeza.

    Segundo domingo de Cuaresma de 1896.– He llegado a comprender claramente que todas las promesas que el Padre ha hecho a su único Hijo Jesucristo las ha hecho también a sus hijos adoptivos.

    Cuanto más íntimamente nos unimos a Jesucristo por la fe y el amor, nos hacemos más hijos de Dios –«a cuantos le recibieron, dióles poder ser hijos de Dios»: esta «aceptación» de Jesús comprende diversos grados– y mejor se realizarán en nosotros las promesas divinas.

    Cuando nos presentamos ante el Padre celestial en nombre de Jesucristo, conservando con firmeza nuestra fe en Él, el Padre dice: Vox quidem est vox Jacob, manus autem sunt manus Esau. Lo cual viene a significar que de tal manera estamos «revestidos de Jesucristo», que el Padre no atiende sino a sus méritos y, fascinado «por el perfume de sus virtudes», fragrantiam vestimentorum ejus, se olvida por completo de nuestra indignidad: Ecce odor filii mei sicut agri pleni cui benedixit Dominus, y nos colma de sus bendiciones, y no de bendiciones terrenas como aquellas que el Patriarca Isaac pedía para Jacob, sino de bendiciones celestiales.

    28 de febrero de 1902.– Casi todo el tiempo de la oración lo ocupo en contemplar y adorar la voluntad del Padre que se manifiesta en la sabiduría del Verbo, con el que me confundo en un mismo amor hacia el Padre.

    Septiembre de 1906.– Durante la oración me siento inclinado a prosternarme a los pies de Jesucristo y a decirle: Reconozco que soy muy miserable y que nada valgo, pero Vos lo podéis todo: Vos sois mi sabiduría y mi santidad. Vos contempláis al Padre y le adoráis y le decís cosas inefables. ¡Oh Jesús mío! Yo quiero decirle lo mismo que Vos le decís; decídselo en nombre mío. Vos veis en el Padre todo lo que Él quiere de mí y todo lo que quiere para mí. Vos veis en Él si tendré salud o si estaré enfermo, si gozaré de consuelos o tendré que padecer. Vos veis cuándo y cómo he de morir. Pues aceptadlo todo por mí, ya que yo lo acepto con Vos por ser esa vuestra voluntad.

    Navidad de 1908. Consagración a la Santísima Trinidad. ¡Oh Padre eterno!, postrados a vuestros pies en humilde adoración, queremos consagrar todo cuanto somos y tenemos a la gloria de vuestro Hijo Jesús, el Verbo encarnado. Vos lo habéis constituido rey de nuestras almas. Sometedle, pues, nuestras almas, nuestros corazones y nuestros cuerpos, de modo que nada se mueva en nosotros sin que Él nos lo mande y lo inspire. Que, unidos a Él, seamos llevados a vuestro seno y consumados en la unidad de vuestro amor.

    Oh Jesús, dignaos unirnos a Vos en vuestra vida santísima, que está enteramente consagrada a vuestro Padre y a las almas. Dignaos ser «nuestra sabiduría, nuestra justificación, nuestra redención y nuestro todo». Santificadnos en la verdad.

    Oh Espíritu Santo, amor del Padre y del Hijo, haceos horno ardiente de amor en el centro mismo de nuestros corazones, y levantad siempre como llamas ardientes nuestros pensamientos, nuestros afectos y nuestras acciones a lo alto, hasta el seno mismo del Padre. Que nuestra vida entera sea un Gloria Patri et Filio et Spiritui Sancto.

    Oh María, madre de Cristo, madre del santo amor, dignaos formar nuestro corazón de modo que sea como el corazón de vuestro Hijo.

    Este acto de consagración que coronó un período de generosa fidelidad fue el punto de partida de nuevas ascensiones espirituales.

    10 de diciembre de 1911.– Una manera de orar que me ayuda mucho en medio de mis debilidades y trabajos consiste en echarme a los pies del Padre eterno en nombre de Jesucristo, y decirle: «Oh Padre, Jesús ha dicho que todo lo que se haga al más pequeño de los suyos lo considera como hecho a Él mismo. Pues bien, yo soy uno de los miembros de vuestro Hijo,concorporei et consaguinei Christi, y por eso, todo lo que por mí hacéis lo hacéis también por vuestro Hijo. Tened en cuenta que nunca Jesús os ha negado lo más mínimo y que mis miserias son las suyas: Vere languores nostros ipse tulit». Tengo el convencimiento de que esta oración llega a interesar el corazón del Padre de las misericordias.

    28 de febrero de 1916.– El Señor me atrae cada vez más hacia una vida de oración de pura fe, sin consuelo alguno, pero radicada en la verdad.

    22 de agosto de 1916.– Caro et sanguis non revelavit tibi sed Pater meus qui in cælis est. Yo me esfuerzo por vivir en esta luz de lo alto, porque, según Ruysbroeck, ella es el punto de convergencia donde el alma entra en contacto con el Verbo. Erat Lux Vera quae illuminat omnem hominem venientem in hunc mundum. Únicamente la oratio fidei nos conduce a esta luz. Ella nos purifica, nos diviniza y nos transforma de claridad en claridad.

    12 de diciembre de 1916.– Por lo que a mí respecta, debo repetir las palabras de San Juan Perboyre: «Mi crucifijo sustituye a todos los libros en la oración, porque Cristo es el caminoy por Él es como Dios quiere revelársenos: Illuxit nobis in facie Christi Jesu»: «Nos iluminó en el rostro de Cristo Jesús». Cuando contemplo a Cristo en la cruz, atravieso el velo (su humanidad) y penetro en el Sancta Sanctorum de los secretos divinos.

    4 de abril de 1917.– Experimento siempre en mi alma dos sensaciones: por una parte, una sensación de gran claridad y de extraordinaria facilidad cuando tengo que hablar de Dios o ejercer algún ministerio; y por la otra, en el curso normal de la vida, un sentimiento confuso de vivir unido a Cristo bajo la mirada de Dios, que solamente puedo percibir en medio de una gran oscuridad: Nubes et caligo in circuitu ejus.

    9 de mayo de 1917.– Siento en el fondo de mi alma grandes gracias y luces. Me parece que no solamente Cristo habita en mí, sino que yo estoy como sepultado en Él, rodeado espiritualmente de su presencia. Yo le adoro en respuesta al Padre que me revela su divinidad, y todo esto lo hago dulcemente, sin esfuerzo, y cada vez de un modo más permanente. De aquí brota una gran fe y una confianza ilimitada en la bondad del Padre celestial, a pesar de que tengo conciencia habitual de mi miseria, de mis faltas y de mi indignidad.

    24 de febrero de 1921.– No debéis olvidar nunca que la oración es un estado y que, en las almas que buscan a Dios, la oración continúa siempre de una manera que muchas veces es inconsciente en las profundidades espirituales del alma. Estos deseos callados, estos suspiros son la verdadera voz del Espíritu Santo en nosotros, que conmueve el corazón de Dios:Desiderium pauperum exaudivit auris tua.

 

XVI.- La fe del sacerdote en el Espíritu Santo

    3 de marzo de 1900.– Cuando el Verbo se desposó con su humanidad, le dio su dote. Como el Esposo era Dios, también la dote debía ser divina. Según la doctrina de los Padres y Doctores de la Iglesia, la dote que el Verbo dio a su humanidad fue el Espíritu Santo, que procede del Hijo y del Padre, y que por su misma esencia es la plenitud de la santidad… Desde hace algún tiempo vengo sintiendo un atractivo especial hacia el Espíritu Santo. Tengo un gran deseo de que sea el Espíritu de Jesús el que me guíe, me conduzca y me mueva en todas las cosas. Jesucristo no hacía en cuanto hombre cosa alguna sino bajo el impulso y bajo la dependencia del Espíritu Santo. De donde resulta que, aunque su humanidad le pertenecía únicamente a Él por lo que respecta a la unión hipostática, nada obraba en ella sino por su Espíritu Santo.

    También nosotros hemos recibido este mismo Espíritu Santo en el bautismo y en el sacramento de la confirmación: Quonian estis filii, misit Spiritum Filii sui in corda vestra. Qui adhæret Domino, unus Spiritus est. San Pablo habla constantemente del Espíritu de Jesús, que le guiaba y le iluminaba en todas las cosas.

    Todo cuanto en nuestras actividades procede de este santo Espíritu es santo: Quod natum est ex Spiritu, spiritus est… Spiritus est qui vivificat. El que se entrega sin reservas y sin resistencia a este Espíritu, que es Pater pauperum… Dator munerum, será conducido infaliblemente por el mismo camino que Jesús y de la manera que Jesús tiene destinada a cada uno. Este Espíritu fue el que movió a Isabel a alabar a María y la misma María fue impulsada por este Espíritu de Jesús a proclamar la gloria del Señor.

    El Espíritu Santo nos impulsa a dirigirnos al Padre en los mismos términos en que lo hacía Jesús: Spiritus adoptionis in quo clamamus: Abba, Pater; a glorificar a Jesús: Ipse testimonium perhibebit de me; a orar como conviene, profiriendo en nuestros corazones sus propias demandas gemitibus inenarrabilibus; a la humildad y a la compunción, quia ipse est remissio omnium peccatorum. Gracias a Él es fecundo nuestro ministerio con las almas (hacían tan poca cosa los apóstoles antes de Pentecostés). Él es el que fecunda toda nuestra actividad: Nemo potest dicere: Domine Jesu, nisi in Spiritu Sancto.

    ¡Oh, voy a esforzarme por vivir en este santo Espíritu!

    5 de octubre de 1906.– Dios quiere a aquellos que le buscan en espíritu y en verdad. El Espíritu Santo es el Espíritu del Padre y del Hijo y los que se dejan guiar por Él buscan al Padre y al Hijo en verdad. Él es el Espíritu Santo, porque todas sus inspiraciones son infinitamente santas. Él es el mismo Espíritu que inspiraba a Jesús todas sus acciones y todos sus pensamientos. Es la unión con Él la que hace que nuestros corazones se conformen con el interior de Jesucristo. Él es el «Padre de los pobres» y no cesa de unirse a los que adoptan en su presencia un espíritu de adoración y de anonadamiento. Él es el Espíritu de la santa caridad y, como es el mismo en todos, a todos nos une en un mismo amor santo.

   Pentecostés de 1907.– Jesús se ofrece a su Padre por el Espíritu Santo. Y este mismo Espíritu es el que habita en nuestros corazones: «El habita en medio de vosotros y estará en vosotros». Él está enteramente consagrado al Padre y al Hijo y lleva consigo a toda la creación (que Él ama en su «procesión») al seno del Padre y del Hijo.

    Cuanto más nos entreguemos a este Espíritu Santo de amor, más se orientan a Dios todas nuestras tendencias. Hay tres espíritus que quieren ejercer su señorío sobre nosotros: el espíritu de las tinieblas, el espíritu humano y el Espíritu Santo. Y es de la mayor importancia que aprendamos a distinguir la acción de cada uno de estos tres espíritus para no someternos sino a la acción del Espíritu de Dios.

    15 de noviembre de 1908.– Tengo la impresión de que cuanto más me uno al Señor, más me atrae hacia su Padre y más me quiere llenar de su Espíritu filial. En esto consiste todo el Espíritu de la nueva ley: Non enim accepistis spiritum servitutis in timore, sed accepistis Spiritum adoptionis filiorum in quo clamamus: Abba, Pater.

    Carta del 9 de abril de 1917.– Durante este tiempo pascual, la Iglesia nos invita a resucitar en nosotros la gracia de nuestro bautismo (como San Pablo exhorta a su discípulo Timoteo a que resucite la gracia de su ordenación sacerdotal). Los tres sacramentos del bautismo, de la confirmación y del orden nos dejan el pignus Spiritus, «la señal del Espíritu», la cual está siempre exigiendo la gracia del sacramento. El bautismo contiene en germen toda la santidad.

    1) Gracia: Participación de la naturaleza divina, que reside en la esencia del alma; 2) virtudes teologales: fe, esperanza y caridad, que residen en las potencias del alma; 3) dones del Espíritu Santo; 4) virtudes morales infusas. Todos estos dones constituyen el patrimonio de los hijos del Padre celestial que han sido redimidos por Jesucristo.

    La confirmación fortifica y perfecciona este germen, y la Eucaristía lo alimenta. La fe es su raíz y su vida: Justus ex fide vivit.

    Todos los ritos y todas las oraciones que se emplean en la administración de estos tres sacramentos tienen efectos duraderos, que siempre podemos resucitar por la fe y por el Espíritu Santo.

    Muchas veces suelo hacer mi oración mirando al Padre celestial en Jesucristo, para pedirle que renueve en mi alma todo cuanto la Iglesia ha pedido en mi favor y cuanto ha realizado en mí desde que recibí estos sacramentos. A esto es a lo que suelo limitarme, a no ser que el Espíritu de Cristo me dé a entender que debo ocuparme en otros pensamientos.

 

XVII.- La santificación por las acciones ordinarias

    1888.– Una vez que he llegado a la convicción de que mis obras no serán satisfactorias ni meritorias sino en la medida en que se unan a los méritos de Jesucristo, debo proponerme como objetivo de mi vida el unirme a Jesucristo en todas mis acciones de la manera más íntima que me sea posible, sin que importe gran cosa el valor propio de las ocupaciones a que me entrego.

    1 de enero de 1899.– La Iglesia comienza el año con la fiesta del nombre de Jesús. Pongamos este nombre en nuestros labios y en nuestro corazón. Aunque nuestros esfuerzos son débiles, tienen un gran valor si los unimos a Él y a sus méritos: «Por Él, con Él y en Él sea dado al Padre todo honor y gloria».

    Los comerciantes y negociantes suelen hacer al fin del año un balance que les sirva de orientación para el futuro. Pues hagamos nosotros lo mismo. Gastos: 365 días. Fuerzas físicas y morales. Sufrimientos. Ingresos: Dios y todo cuanto hemos hecho por Dios: «Sus obras les siguen». Todo lo demás se desvanece.

    Este año hagámoslo todo por Dios. ¡Y, con todo, son tan imperfectas nuestras mejores acciones! Dice la Sagrada Escritura que, a los ojos de Dios, toda nuestra justicia es como vestido inmundo. Cuanto más las conocemos, mejor nos damos cuenta de su imperfección: «todos ofendemos en mucho».

    Pero Jesús es quien lo suple todo. Él nos pertenece, porque bajó del cielo por nosotros y por nuestra salud. Sus riquezas son innumerables e inefables. Él habita en nuestro corazón. Hagámoslo todo en unión con Él. Él ha santificado todas nuestras acciones. Por eso nos dice San Pablo que lo hagamos todo en su nombre: «hacedlo todo en nombre de Nuestro Señor Jesucristo».

    28 de octubre de 1902.– Me siento cada vez más inclinado a perderme y a ocultarme en Jesucristo: Vivens Deo in Christo Jesu. Tengo la impresión de que Él es el ojo de mi alma y de que mi voluntad se confunde con la suya. Me siento inclinado a no desear nada fuera de Él, para permanecer en Él.

    1 de enero de 1906.– La Iglesia imprime el nombre adorable de Jesús a todo lo largo del año: «Y le impusieron el nombre de Jesús». Siento un gran deseo de imprimir este bendito nombre en todo mi ser, en todas mis acciones, «para abundar en buenas obras en el nombre del Hijo amado».

    Cada día me percato mejor de que el Padre lo ve todo en su Hijo, que todo lo ama en su Hijo; porque le está enteramente consagrado. Nosotros nos hacemos agradables a sus ojos en la misma medida en que nos ve en su Hijo. «El que permanece en mí y Yo en él, ése da mucho fruto». Cualquiera cosa, por pequeña que sea, si la hacemos en nombre de Jesús, es mayor a los ojos de Dios que las cosas más extraordinarias que hagamos en nuestro propio nombre.

    Me afanaré por desaparecer para que sea Jesús el que viva y obre en mí: «Es necesario que Él crezca y yo mengüe». San Pablo estaba lleno de este espíritu: «Todo lo tengo por daño…, y lo tengo por estiércol, con tal de gozar a Cristo y ser hallado en Él no en posesión de mi justicia de la Ley, sino de la justicia que procede de Dios… que nos viene por la fe de Cristo». Y por eso es por lo que dice en otro lugar: «Todo cuanto hacéis de palabra o de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por Él». Es decir, que obremos como miembros de Cristo, de acuerdo con sus disposiciones y designios.

    20 de enero de 1906.– Jesús ha aceptado enteramente, tanto para sí como para sus miembros, la voluntad de su Padre y nosotros le honramos cuando nos unimos a Él en esta aceptación y le pedimos que aparte de nuestro corazón todo deseo y toda ansia de hacer la menor cosa que se salga del propósito de su voluntad. (Se puede meditar en la vida de Jesucristo a la luz de este pensamiento con abundante fruto de paz y de unión con Él). Así es como realizaremos de la manera más perfecta esta recomendación que nos hace San Pablo: «Todo cuanto hacéis, hacedlo en el nombre de Nuestro Señor Jesucristo».

    Porque no hacemos en su nombre sino lo que Él ve que es la voluntad que el Padre tiene respecto de nosotros. Así es como se cumple aquella frase: «Que Él crezca y yo disminuya», y así es como vendremos a ser el objeto de las complacencias del Padre, de quien desciende «todo buen don y toda dádiva perfecta». Las menores acciones se convierten en grandes, porque las realizamos en Dios.

    Carta del 9 de noviembre de 1910.– El Señor me proporciona un atractivo muy grande para que siga el camino de la entrega total y continua (de todo mi ser) a los pies del Verbo encarnado. Deseo imitar a la santa Humanidad de Jesús en su unión (con el Verbo) y en su sumisión y dependencia absoluta respecto del Verbo. Ayudadme a realizar este ideal, porque todo está en eso. Una vez que el Padre ve que un alma está así unida a su Verbo, no hay gracia ni favor que no le conceda.

    La santa Humanidad de Jesús es «el camino». Su poder para unirnos al Verbo es infinito. Seamos, pues, santos para su gloria: In hoc clarificatus est Pater meus ut fructum plurimum afferatis.

 

XVIII.– La Virgen María y el sacerdote

    Fiesta de los Siete dolores de la Virgen y Fiesta de Nuestra Señora de la Merced de 1888.– He experimentado un gran aumento en mi devoción a la Santísima Virgen. Nuestra perfección es proporcionada a nuestra semejanza con Jesucristo: «Este es mi Hijo muy amado, en quien tengo todas mis complacencias». El amor y la reverencia de Jesús hacia su Madre eran realmente inmensas. Por eso, debo yo procurar imitarle en esto, ya que, por ser alter Christus, debo distinguirme sobre los demás fieles.

    En la fiesta de Nuestra Señora de la Merced, he experimentado una gran devoción al rezar el oficio divino in persona beatæ Mariæ Virginis, elevando en su nombre, tal como ella lo solía hacer, mis alabanzas y oraciones al Padre eterno, por Jesucristo, tratando de penetrar en sus sentimientos de profunda adoración y de humildad, de confianza y de alegría al pensar en el triunfo de su Hijo.

    He recibido una luz que me ha hecho ver que, así como toda alabanza que se tributa a María, se ofrece enteramente a la Santísima Trinidad (por ejemplo, el Magnificat), así también, cuando yo me consagro a ella, la Virgen acepta este don para ofrecerlo inmediatamente a Dios.

    1888.– Me he sentido muy estimulado al pensar en la confianza heroica que la Bienaventurada Virgen María tuvo en la verdad de la encarnación del Verbo, tanto en Caná como en el Calvario y cuando el cuerpo del Señor estuvo sepultado en el sepulcro. La confianza es una virtud viril que debe ser constantemente reanimada y defendida de las tentaciones del demonio.

    25 de marzo de 1900.– El día de la Anunciación he recibido una gran luz sobre estas palabras: «Hágase en mí según tu palabra». Toda la vida de María ha sido secundum Verbum, el cual es la Sabiduría infinita. He experimentado un gran impulso de abandonarme a esta Sabiduría, sustituyéndola por la mía: «Cristo Jesús ha venido a seros de parte de Dios sabiduría», bajo la moción del Espíritu Santo. Jesús, que es la Sabiduría infinita, lo ha hecho todo bajo la moción del Espíritu vivificantem, y nosotros poseemos (por la gracia) este mismo Espíritu: «El Espíritu de adopción, por el que clamamos: ¡Abba, Padre!»

    22 de marzo de 1918.– He visto hoy (Viernes Santo) que María fue perfecta en su fe sublime al pie de la cruz. ¡Que ella nos obtenga esta gracia insigne de una fe perfecta, aún en la desnudez de la prueba! Nada hay que glorifique tanto al Padre como esta fe inquebrantable en Cristo en medio del Calvario.

    1920.– Cuando, después de celebrar la santa Misa, tengo aún en mi pecho a Jesús, suelo presentarme a la Santísima Virgen para consagrarme a ella y le suelo decir: Ecce Filius tuus:«He aquí a tu Hijo». ¡Oh Virgen María, yo soy tu hijo y además participo del sacerdocio de Jesús! Acéptame como hijo tuyo lo mismo que aceptaste a Jesús. Reconozco que soy indigno de tus dones, pero ten en cuenta que soy un miembro del Cuerpo Místico de tu divino Hijo y que Él ha dicho de sí mismo: «Todo lo que hicieseis al menor de los que en mí creen, a mí me lo hacéis». Yo soy uno de estos pequeños. Si me rechazáis, rechazáis al mismo Jesús.

 

XIX.- Transfiguración

    Carta del 13 de diciembre de 1919.– Es algo realmente estupendo el que, fundados y enraizados en Jesús, podamos contemplar constantemente por la fe este mismo rostro del Padre que contemplaremos en el cielo por toda la eternidad. Y como allá en el cielo similes ei erimus quia videbimus eum sicuti est, porque esta visión es la fuente de donde brota nuestra santidad, así también en la tierra esta visión por la fe es un manantial de vida: Quoniam apud te est fons vitæ. Os ruego que oréis mucho por mí, a fin de que, en medio de tantos afanes y cuidados, no cese de contemplar el rostro del Padre.

 

Documentos inéditos relativos al sacerdocio

I

    En el Prólogo, en el primer párrafo,  hemos hecho alusión a una carta de Dom Marmión, en la que manifestaba su intención de publicar un cuarto volumen con destino a los sacerdotes. Damos a continuación el texto íntegro de esta carta.

 

6 de marzo de 1918

    Debo manifestaros que vuestra amable carta me ha llenado de consuelo y de entusiasmo. Si es cierto que el sacerdote –«sacerdos»: el que otorga los dones sagrados– no tiene otra razón de ser que la de ofrecer en primer lugar a Cristo a su Padre en el santo sacrificio y el de ofrecerlo luego a las almas por medio de los sacramentos y de la divina palabra, no cabe para mí mayor consuelo que el enterarme de que por la publicación de mis conferencias he contribuido algún tanto a esta obra divina. Jesús dijo a la Samaritana: Si scires donum Dei! ¡Ay si las almas comprendieran siquiera un poco todo lo que ellas tienen en Jesucristo! Si llegaran a comprender, como durante siglos lo han comprendido, que nuestra vida espiritual no viene a ser otra cosa que Jesús viviente en nosotros, esta centella de vida divina que recibimos de Él el día de nuestro bautismo, entonces la santidad estaría al alcance de todos y tan sencillamente en nosotros como en Él. Esta vida divina que se deriva del Padre al Hijo y de éste a nosotros es tan simple como el mismo Dios.

    Si mis conferencias contribuyen algún tanto a restablecer la conciencia de estas verdades, es cuanto puedo desear aquí abajo. La obra constará de cuatro volúmenes: Jesucristo, nuestra vida – Los misterios de Jesucristo – Ascética benedictina – Sacerdos alter Christus.

 

 

II
Santidad eclesiástica

    Bajo este título, Dom Marmión envió al cardenal Mercier, atendiendo a su ruego, la siguiente memoria. Aunque no tenemos una indicación precisa, podemos fijar la fecha de este documento entre el 25 de marzo de 1906, fecha de la consagración de Mons. Mercier para el Arzobispado de Malinas, y el 28 de septiembre de 1909, en que Dom Marmión fue elegido abad de Maredsous.

 

    Es innegable que Dios exige una santidad verdaderamente positiva de los ministros del altar. En efecto, aunque los sacrificios de la Ley Antigua no eran sino figura y sombra del sacrificio de nuestros altares y de los sacramentos de la Nueva Ley –San Pablo los llama egena elementa, umbra futurorum–, exigían, con todo, una gran santidad por parte de quienes los ofrecían o los celebraban, por ser santo Aquel a quien eran ofrecidos. Sancti erunt Deo suo et non polluent nomem ejus; incensum enim Domini et panes Dei sui offerunt; et ideo sancti erunt… Sint ergo sancti, quia ego sanctus sum, Dominus, qui sanctifico eos. (Lev., XXI, 6-8).

    El Concilio de Trento nos enseña que el santo sacrificio de la Misa comprende todos los bienes que significaban los sacrificios de la Antigua Ley, y que viene a ser como su consumación y perfección: Hæc illa est (munda oblatio) quæ per varias sacrificiorum, naturæ et Legis tempore, similitudines figurabatur, ut pote quæ bona omnia per illa significata, veluti illorum omnium consummatio et perfectio complectitur (Conc. Trid. Sess., XXII, cap. I). Pero de tal manera están vinculados el sacrificio y el sacerdocio, según el plan de Dios, que el uno supone al otro(Conc. Trid. Sess., XXIII, cap. 1), y cuanto más sobrepasa en dignidad y en santidad el sacrificio de la Nueva Ley a los antiguos sacrificios, mayor es la pureza y santidad que exige Dios de sus ministros.

    Y esto explica porqué en las disposiciones auténticas, por medio de las cuales suele la Iglesia manifestar la voluntad del Espíritu Santo que la guía (e. g. el Pontifical, los concilios, etc.), aparece claramente establecido que la Iglesia exige un elevado grado de santidad personal en todos sus ministros y señaladamente en sus sacerdotes. Así, por ejemplo, en la ordenación de los Lectores, la Iglesia les dirige estas palabras: Dum legitis, in alto loco ecclesiæ stetis, ut ab omnibus audiamini et videamini, figurantes positione corporali vos in alto virtutum gradu debere conservari, quatenus cunctis a quibus audimini et videmini cælestis vitæ normam præbeatis (Pont. Rom.).

    A los que desean recibir el subdiaconado, les dice que deben mostrarse tales qui sacrificiis divinis et Ecclesiæ Dei hoc est Corporis Christi digne servire valeant, in vera et catholica fide fundati (Ibid.). Después de haber expuesto a los que van a recibir el diaconado la grandeza de la dignidad a que aspiran, se dirige a Dios con esta oración: Abundet in eis totius forma virtutis, auctoritas modesta, pudor constans, innocentiæ puritas et spiritualis observantia disciplinæ. In moribus eorum præcepta tua fulgeant ut suæ castitatis exemplo, imitationem sanctam plebs acquirat (Ibid.).

    Pero es, sobre todo, de los sacerdotes de quienes la Iglesia reclama esta santidad. San Pablo exhorta a los cristianos a que llenen sus corazones de los mismos sentimientos que tuvo Cristo en su Pasión: Hoc enim sentite in vobis quod et in Christo Jesu (Philip., II, 5), y les ruega por la misericordia de Dios que «ofrezcan sus cuerpos como hostia viva, santa, grata a Dios»(Rom., XII, 1). Pero la Iglesia exige una santidad mucho más elevada a los sacerdotes, que hacen en el altar las veces de Cristo sacerdote y víctima: Una eademque est hostia, idem nunc offerens sacerdotum ministerio, qui seipsum tunc in cruce obtulit (Conc. Trid. Sess., XXII, cap. 2), que llegan a identificarse de tal manera con Cristo en el santo sacrificio y en la administración de los sacramentos, que hablan y obran en su nombre y que de toda la antigüedad cristiana recibieron el sobrenombre de alter Christus.

   Siendo como son los instrumentos de que Cristo se sirve para comunicar en los sacramentos los frutos de su pasión y muerte, es claro que deben vivir en íntima unión de conocimiento y amor con su Jefe divino. Jesucristo es el modelo divino que el mismo Dios ofreció a todos los cristianos: Prædestinavit nos conformis fieri imaginis Filii sui (Rom., VIII, 29). Pero la Iglesia propone a Cristo a los sacerdotes en su cualidad de sacerdote: Imitamini quod tractatis (Pont. Rom. Ord. Presbyteri), y este Sacerdote es Sanctus, innocens, impollutus, segregatus a peccatoribus, excelsior cælis factus (Hebr., VII, 26).

    Lo cual, dicho en otros términos, significa que la Iglesia no quiere que el sacerdote administre los sacramentos y ejerza las ceremonias sagradas válida pero rutinariamente, sino que exige que viva él mismo la vida que comunica a los demás y que sea el bonus odor Christi, esparciendo por todas partes la gracia y la unción por su presencia y por su doctrina: Sit odor vitæ vestræ delectamentum Ecclesiæ Christi ut prædicatione et exemplo ædificetis domum, id est familiam Dei (Pontif. Rom. Ord. Presbyteri).

    Y aunque bien es verdad que puede Dios elevar a un alma en un momento a un grado de santidad sublime, como lo hizo con María Magdalena y con tantos otros, con todo no es ésa la norma ordinaria de su Providencia. Lo mismo que en el orden natural hace que las plantas y los árboles vayan creciendo y perfeccionándose paulatinamente antes de que lleguen a alcanzar su perfecta madurez y fecundidad, así también ocurre ordinariamente en la vida de la gracia. Quiere Dios que las almas pasen por una larga preparación y por diversas vicisitudes antes de que adquieran la perfección y la madurez que requiere la fecundidad espiritual. Dice Santo Tomás que los pastores deben comunicar a sus ovejas lo que sobra a la plenitud de su propia vida espiritual. Por eso es por lo que los obispos están obligados en conciencia a no admitir a las sagradas órdenes sino a los que judicio sui episcopi sunt utiles aut necessarii suis Ecclesiis (Conc. Trid. Sess., XXIII).

Medios

    ¿Cuál será el medio más adecuado para asegurar esta santidad, al menos en la mayor parte de los sacerdotes? Es necesario, ante todo, que aquellos que el obispo llama a las sagradas Órdenes sean no solamente correctos e irreprochables en su vida moral, sino que hayan llegado también a alcanzar un determinado grado de santidad sobrenatural y que conozcan, al menos en sus principales líneas, la naturaleza de la vida interior. Me parece que los medios más aptos para garantizar este resultado serán:

    1. Las conferencias espirituales, eligiendo para ello a un sacerdote celoso y que esté lleno de espíritu sobrenatural. Convendría que estas pláticas se diesen ya desde el seminario menoruna vez por semana… En el Seminario de Oscott, en Inglaterra, estas conferencias están a cargo de un monje, y es muy notable el fruto que se obtiene de ellas. Además en el seminario mayor hay un curso de teología mística.

    2. En el seminario mayor es imprescindible un director espiritual que únicamente se ocupe de la enseñanza ascética y de la santificación de los seminaristas. Porque ocurre con demasiada frecuencia que todo esto se deja al azar, o se confía al celo de los profesores, los cuales no suelen disponer del tiempo necesario para este importantísimo ministerio, y aun a veces carecen de los conocimientos imprescindibles para la debida dirección de las almas. Yo he podido comprobar por mí mismo los grandes frutos que alcanzó un director santo y celoso en el Seminario Mayor de Clonliff, cerca de Dublín, y en el Seminario Mayor de Brujas.

    3. Es, además, necesario que los seminaristas tengan siempre a su disposición algunos buenos confesores Qui apti sint ad lucrandas animas (Regula sancti Benedicti). También esto se deja muchas veces al azar.

    4. Creo que es de la mayor importancia, al menos en el seminario mayor, que la meditación no se lea públicamente, sino que cada uno aprenda a hacerla por sí mismo, bien sea en la celda (como se acostumbra a hacer en el Colegio de Propaganda de Roma), bien sea estando todos reunidos. El director debería ocuparse de enseñar la manera de hacer oración y de comprobar de vez en cuando los progresos realizados por cada uno.

    5. De acuerdo con los deseos expresados por el Beato Pío X, deberá estimularse a los seminaristas a que reciban la sagrada comunión con la mayor frecuencia.

    6. Deberá inculcarse una gran afición a la lectura de la Sagrada Escritura y se les hará ver los grandes tesoros de vida espiritual que se encierran en los Santos Evangelios y en las Epístolas de San Pablo.

 

 

III

Plan de un retiro sobre la Santa Misa

    Este plan de retiro, que data de 1905, es autógrafo, y está escrito a lápiz, con trazos rápidos. Sabemos que lo predicó a una comunidad religiosa que no era benedictina. Desgraciadamente, no hemos podido encontrar ninguna referencia ni nota alguna tomada por sus oyentes. Damos a continuación el texto exacto, con sus giros elípticos y con sus repeticiones. El interés de estas páginas consiste en que en ellas Dom Marmión toca, a veces con una sola palabra, todas las principales ideas que se han desarrollado en el presente volumen.

 

1

Introibo ad altare Dei, ad Deum qui lætificat juventutem meam (Ps., 42)

    Nosotros lo hemos abandonado todo: riquezas, amor, libertad, por agradar a Dios y ser amados por Él. «Buscar a Dios». Se le puede buscar de tres maneras: a) humanamente, viviendo una vida moral; b) sobrenaturalmente, apoyándonos más o menos en la gracia; c) divinamente, por Jesucristo.

    Hay tres clases de personas: purgantes – illuminandæ – uniendæ. Para todas ellas, el camino más seguro y más corto es Jesucristo. Cum illo omnia donavit.

    En el santo sacrificio encontramos a Jesús con todo lo que necesitamos para santificarnos: Sapientia et justitia, sanctificatio, redemptio.

    Si pudiéramos ver a Jesucristo, como lo ve su Padre, inmolado e inmolándose en la santa Misa, tendríamos ante nuestros ojos el ejemplar perfecto de todas las virtudes y de la santidad más encumbrada. Tu solus sanctus, Jesu Christe; pero, sobre todo, en el Santísimo Sacramento. Las oraciones, instrucciones y ceremonias que acompañan a esta acción, inspiradas por el Espíritu Santo, presentan ante nuestros ojos y de una manera acomodada a nuestra condición, todo lo que el Padre ve de un solo golpe de vista.

    Nuestro retiro: la meditación y la unión de nuestra vida con el santo sacrificio.

    Meditación. Misa: epítome de todos los ejemplos de perfección que nos da Jesucristo.

    Unión de nuestra vida. Las acciones de Jesucristo producen los efectos correspondientes, principalmente en la santa Misa. Porque Él está allí precisamente para esto.

    Introibo ad altare Dei. El altar: el resumen de un buen retiro. a) consagrado: separado de todo lo que no sea Dios; b) ofrecido a Dios con todo lo que en Él se pone; c) ungido con el crisma: unión con el Espíritu Santo; d) incienso: oraciones; e) Jesucristo; f) reliquias: unión con el Cuerpo Místico de Jesucristo; los mártires han depositado allí su fortaleza.

    Todos suben al altar con el sacerdote.

    Reglamento [del retiro]. Lætificat, Alegría. Expansión del corazón. Delectare in Domino et dabit tibi petitiones cordis tui.

    Disposiciones. Cum vero corde et recta fide, cum metu et reverentia misericordiam consequimur et gratiam invenimus (Trid. Sess., XXII, cap. 11).

    No es posible agotar las gracias de la santa Misa. Debemos tener las mismas disposiciones del buen ladrón, de María Magdalena, de San Juan y de la Virgen María. In hoc sacramento continetur ille qui est totius sanctitatis causa; et ideo omnia quæ ad consecrationem hujus sacramenti pertinent, etiam consecrata sunt (S. Thomas, IV, Sent. Dist., XIII, q. 1, a. 2).

    Efectos de este retiro: Conocimiento y unión de nuestra vida con la santa Misa.

    a) Consecratio altaris significat ipsius Christi perfectissimam sanctitatem.

    b) Altare quidem sanctae Ecclesiæ ipse est Christus, teste Joanne qui in Apocalypsi sua altare aureum se vidisse perhibet stans ante thronum, in quo et per quem oblationes fidelium Deo Patri consecrantur. (Ordinatio Subdiaconi. Cfr. Officium Dedicationis Arch. Sancti Salvatoris, Brev. 9 novembris).

 

2

Imitamini quod tractatis

    1) El santo sacrificio, epítome de toda santidad.

    2) Jesucristo en la Misa: a) expía; b) ruega; c) agradece y adora; d) aplica sus méritos.

    3) Nosotros hacemos todo esto con Él y por Él.

    4) Toda nuestra vida unida así al sacrificio, y cada misa ofrecida por todos.

   

3

Hanc igitur oblationem placatus accipias

    Pecado. Dios sólo puede perdonar y, haciéndolo, ejerce en el más alto grado su poder: Qui omnipotentiam tuam parcendo maxime et miserando manifestas. Sacrificios del Antiguo Testamento. La cruz, la Misa, sobreabundancia de la redención. Sacramentos que brotan del corazón lacerado de Jesucristo. Sacramentales. Contrición. Compunción.

 

4

Sanguis qui pro vobis et pro multis effundetur

Confesión

    Aplicación ex opere operato de la expiación de Jesucristo. Continet et confert gratiam non ponentibus obicem.

Virtud de la penitencia

    Actos de esta virtud, verdadera preparación. Cuanto más perfecta es esa virtud, mayor es el fruto que produce el sacramento. El sacramento aumenta la virtud.

    La penitencia impuesta. Nuestras obras elevadas a un valor sacramental. Son muchas las personas que se ocupan escrupulosamente del examen y que descuidan los actos de la virtud de la penitencia.

 

5

Quinimmo beati qui audiunt verbum Dei et custodiunt illud

    Jesús nos ilumina en la santa Misa.

    Las epístolas y los evangelios.

    Razones: a) recta fide, una fe completa; b) Dios nos habla en la lectura y en el sermón; c) Misa de los catecúmenos.

    Por ejemplo: Ecce nos reliquimus omnia. Homo peregre proficiscens… Navidad.

 

6

Lex orandi, lex credendi

    Explicación de las oraciones de la Misa.

    Vía iluminativa. Seguridad de la vía que se inspira en la liturgia. No hay gran necesidad de dirección. Oración de contemplación simple.

    Collectæ, que, con una sola palabra, nos proporcionan tanta luz, por ejemplo, la del domingo XIº después de Pentescostés.

    Omnipotens sempiterne Deus, qui abundantia pietatis tuæ et merita supplicum excedis et vota…

 

7

Oremus

    La oración de Jesucristo. Su eficacia, principalmente en la santa Misa.

 

8

Trium puerorum cantemus hymnum

    El oficio divino, continuación de la Misa.

    1. Unión con Jesucristo.

    2. Boca de la Iglesia.

    3. Quæ desunt orationibus Christi.

    4. Vere languores nostros ipse tulit.

    5. Todo hombre ora.

    6. Generosidad al recitar Exhibeamus nosmetipsos hostiam vivam Deo placentem.

    7. Grave responsabilidad de los que perturban la recitación: a) disminución de la alabanza divina; b) responsabilidad por las distracciones, etc.; c) orgullo en presencia de la majestad divina.

 

9

Suplices te rogamus, omnipotens Deus

    1) Jesús adora; 2) honra todos los atributos del Padre; 3) exinanivit semetipsum.

    Virtud de la religión: a) para con Dios; b) para con los santos; c) para todo lo que está consagrado a Dios.

    Unión continua a las adoraciones de Jesucristo: Vivit in me Christus. Práctica.

    Ofertorio: unión con la ofrenda. Consagración. Votos.

 

10

Consagración

    Sacrificio de obediencia. Diferencia con los sacrificios de animales. Por qué obedecer a un hombre. Un verdadero sacrificio.

 

11

Quorum tibi fides cognita est et nota devotio

La fe

    Cuanto más penetrados están los asistentes de esta fe (práctica), más capaz será su alma de recibir los dones de Dios.

 

12

Comunión

    1. Unión con Jesucristo por amor, fe y abandono.

    2. Unión con Jesucristo que vive por su Padre.

    3. Unión con Jesucristo en el seno de la Santísima Trinidad.

    4. Unión con Jesucristo con la Iglesia del cielo.

    5. Unión con Jesucristo unido con la Iglesia y con sus miembros: Ut sint consummati in unum.

    Preparación: 1) Pater. 2) Fracción de la hostia, recuerdo de la Pasión. 3) Agnus Dei, recurso a Jesucristo. 4) Unión con la Iglesia y Pax. 5) Frutos del santo sacrificio: Domine Jesu Christe, Fili Dei vivi, etc. 6) Tutamentum mentis et corporis.

    Basta que una sola pieza de un automóvil no funcione para que no pueda correr el vehículo. A veces ocurre que es muy difícil encontrar esa pequeña pieza.

    Debemos examinar todas las pequeñas piezas de nuestra alma para comprobar si no hay nada que falte a nuestra unión, porque allí precisamente es donde se encuentra la clave de la fecundidad o de la esterilidad de nuestras comuniones.

 

Sacramentum unionis

    Unión: unum esse cum. Para esto se requieren dos cosas:

    a) Unirnos con Cristo: in me manet.

    b) Que Cristo pueda unirse a nosotros: et ego in eo: 1) por la fe, el amor y el abandono; 2) ausencia de obstáculos (sacramento). Nuestras miserias no son un obstáculo: vere languores,etc., sino que todo le acerca a la criatura, porque es santo. Orgullo: Superbiam et arrogantiam detestor. Todo vicio que no tratamos de corregir. De ahí procede la falta de fecundidad de nuestras comuniones. Cristo no puede unirse ni identificarse con el que no es santo.

 

13

Quid retribuam?

    Acciones de gracias. Gratitud.

    1) Nobleza de corazón (Bentham: «un vivo sentimiento de los beneficios que aún hemos de recibir»). 2) Humildad. 3) Novicios desagradecidos. 4) Abre el corazón de Dios. 5) Beneficios generales y particulares. 6) Sic Deus dilexit mundum ut Filium suum… Cum illo omnia nobis donavit. Acciones de gracias tan importantes después de la comunión (San Luis). 7) Calicem salutaris accipiam. Recibir con corazón reconocido es ya una acción de gracias. 8) El mismo Jesús es el gran don. «Agradecer tan poco cuanto tanto se ha recibido» (Santa Teresa).

    Comunión y poscomunión. Alabanza y petición. Los santos.

 

14

Trium puerorum cantemus hymnum

    El oficio divino, prolongación de la Misa.

    1) Jesús, víctima inmolada a la gloria de su Padre y entregada a los hombres. 2) El oficio, sacrificio de todo nuestro ser. 3) Jesús nos emplea para alabar a su Padre: quæ desunt. 4) En el oficio divino encontramos, bajo diferentes formas, los cuatro frutos del sacrificio:

    a) Expiación: Miserere, Domine. Ne in furore tuo… De profundis.

    b) Alabanza: Dixit Dominus. Confitebor. Confitemini Domino quoniam bonus. Gloria Patri.

    c) Acción de gracias: Benedic anima mea Domino. Misericordias Domini in æternum cantabo.

    d) Intercesión: Deus Deus meus. Domine in nomine tuo salvum me fac. Deus in adjutorium. Domine exaudi. Las oraciones.

    e) Mérito: a) obediencia; b) actos de todas las virtudes; c) caridad; d) obediencia litúrgica.

    f) Opus Dei, que no solamente es santo por la intención que se pone, sino por su propia naturaleza.

 

15

Quorum tibi fides cognita est et nota «devotio»

    Devoción. Fidelidad.

    Fidelidad del fariseo. Fidelidad del amor. Aparente semejanza. Enorme diferencia.

    Diferencia entre tibieza y desaliento.

    1. La tibieza se conforma con su estado y se contenta con él.

    2. El desaliento produce desolación. Es un mal. Es hijo de un error y de una verdad.

    3. Los ángeles han adquirido su perfección y su destrucción por un acto intenso. Así es su naturaleza. El hombre no se hace ni perfecto ni perverso, sino gradualmente. No se llega a dominar un arte, pongamos por ejemplo la música, sino muy poco a poco y después de muchos tropiezos. Así es nuestra naturaleza. El desaliento proviene de que queremos ser como los ángeles. Dios se complace en los deseos eficaces de nuestra voluntad, aunque, a veces, no lleguemos a ponerlos en práctica. Una persona apasionada que lucha sin cesar, es muchas veces más grata a Dios que otra que no pone pasión en sus cosas.

    Sólo Dios es capaz de apreciar todos los elementos que integran nuestra responsabilidad.

    Nolite judicare.

 

16

Imitamini quod tractatis

    La vida de un religioso imita perfectamente la vida de Jesucristo en el Santísimo Sacramento.

    1) Inmolado por el oficio divino y la oración que eleva a la gloria de Dios. 2) Inmolado y entregado como Jesús a los demás que comen nuestra vida. 3) En todo esto, debemos proponernos como único fin la santidad, lo mismo que Jesús cuando nos instruye y nos consuela. 4) Paciencia ante los fracasos: Sumunt boni sumunt mali. 5) Tomemos en Cristo la vida que debemos dar a los demás.

 

17

Jube hæc perferri per manus sancti angeli tui

    Hæc se refiere a Jesús, que vive unido a nosotros y que sobrelleva todos nuestros dolores y todas nuestras penas. En las penas, Jesús nos une a Él. Su deseo es ut sint consummati in unum, y Él es santo Tu solus sanctus Jesu Christe. «Santo» quiere decir apartado de todo lo que es creado por: a) naturaleza; b) por intención.

    a) Naturaleza; gracia santificante.

    b) Intención. Dios nunca obra por un motivo que sea inferior a Él: Nosotros somos santos –y, por tanto, unidos a Aquel in quem nihil inquinatum incurrit– por lo mismo que estamos unidos con Él: (Él) en cuanto que Vivo propter Patrem, (nosotros) viventes Deo in Christo Jesu.

    Nosotros somos llevados hasta el altar de Dios por nuestra unión con Jesucristo: Introivit semel in sancta. Él es el único que entró allí y solamente en Él es como nosotros podemos entrar.

    Omne datum perfectum et donum optimum.

18

Hoc facite in meam commemorationem

    Abandono. Explicación.

    Ejercicio de la fe, de la esperanza y del amor.

    Adoración del poder, de la sabiduría y del amor de Dios. La sabiduría de este mundo.

 

19

In gratiarum actione semper maneamus

    Espíritu de oración. Nuestra vida de unión con el santo sacrificio. Oblación de Dios a los demás.

 

20

Stabat juxta crucem Jesu Mater ejus

    Unión con María.

    En una hoja suelta hemos encontrado el siguiente texto que debió servir de plática de entrada a este retiro.

    Inmola Deo sacrificium laudis et redde Deo vota tua; Ofrece a Dios sacrificios de alabanza y cumple tus votos al Altísimo (Ps., 49, 14).

    La razón primordial de ser del estado religioso es la de tributar a Dios el culto a la religión. Virtud de religión. Su acto más importante consiste en reconocer a Dios como primer principio y como último fin, como alfa y omega. Esta adoración y consagración de sí mismo a Dios constituye el sacrificio interior. Los votos religiosos son la expresión más acabada de este sacrificio interior. Pero aun hay algo más grande y sublime. Es el sacrificio litúrgico instituido por el mismo Dios, en el que la víctima es digna de Dios. El sacerdote es él mismo. Uniendo nuestro sacrificio interior a este sacrificio es como nos hacemos agradables a Dios. Como el santo sacrificio ha sido instituido por Dios, y la liturgia que lo encuadra ha sido inspirada por el Espíritu Santo, por eso es por lo que expresa de un modo perfecto todos nuestros deberes y todos nuestros sentimientos para con Dios. En este retiro me propongo meditar con vosotros en el santo sacrificio de la Misa, considerándolo como el centro y el resumen de todos nuestros deberes para con Dios y para con el prójimo.

    1. Porque el Concilio de Trento, en su Sesión XXII, capítulo VIII, nos dice que la santa Misa contiene una sublime enseñanza para el pueblo fiel: Magnam continet populi fidelis eruditionem, y recomienda a los sacerdotes que la expliquen con mucha frecuencia.

    2. Como la santa liturgia está compuesta de palabras de Jesucristo, de los apóstoles y de los soberanos sacerdotes, no solamente está exenta de todo error, sino que respira una santidad y una piedad verdaderamente sublimes, que eleva hacia Dios las almas de los que la ofrecen, (cap. IV). Además, las ceremonias y ritos sagrados que la acompañan «estimulan a las almas de los fieles a la contemplación de las cosas sublimes que están ocultas en este sacrificio»: Mentes fidelium per hæc visibilia religionis et pietatis signa ad rerum altissimarum, quæ in hoc sacrificio latent, contemplationem excitantur (cap. V).

    3. La forma más segura de piedad es la liturgia. Los fieles de los primeros siglos. T. Moro.

    Mortui estis et vita vestra abscondita est cum Christo in Deo. La santa Misa es la expresión de la perfección cristiana.

    1. Morir con Jesucristo, reconociendo a Dios como nuestro primer principio por la ofrenda del pan y del vino, símbolos que significan que todo deriva de Él, que es el Autor de la vida. Esta muerte se hace perfecta por su unión a la de Jesucristo, Panis vivus, que hace que el sacrificio de su Esposa sea digno de su Padre. La Iglesia no puede ofrecer otra cosa que el pan y el vino, que simbolizan muy imperfectamente el soberano dominio de Dios. Pero Jesús los convierte en el Panis vivus y en el Calix inebrians. Cristiano. Religioso.

    2. Entregarse a Dios por Jesucristo. Dios es nuestro fin. Las oblaciones se le ofrecen a Él y no pueden ofrecerse a otro que a Él, que es el último fin.

    3. Con el fin de que esta nueva vida consagrada enteramente a Dios sea perfecta, Él nos da el pan celestial: Panis quem Pater dabit.

 

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