EL SACRIFICIO EUCARÍSTICO LA EUCARISTÍA, FUENTE DE VIDA DIVINA (Superada esta teología, no la espiritualidad con el Vaticano II)

EL SACRIFICIO EUCARÍSTICO

 

LA EUCARISTÍA, FUENTE DE VIDA DIVINA

      (Superada esta teología, no la espiritualidad con el Vaticano II)

 

Queridos hermanos: Para san Juan de la Cruz, la perfección, la santidad del hombre consiste en la unión con Cristo mediante la vida de gracia realizada en ella por las virtudes de la fe, esperanza y caridad que deben potenciarse mediante las purificaciones realizadas en el alma por el Espíritu Santo, único maestro y santificador de la vida sobrenatural o participación de la vida de Dios en nosotros.las almas.

Cuando un alma se percata de la grandeza de la vida sobrenatural y se convence de que el fundamento de ella no es otro que nuestra unión con Cristo por la fe y por la caridad, aspira a la perfección de esa unión, anhela la plenitud de esa vida en Dios Trinidad: “si alguno me ama, mi Padre le amará…”, y posee como semilla que debe crecer por la oración unitiva de amor desde el santo bautismo.

Esta unión y perfección, aunque parezca una cosa sublime, inalcanzable para el hombre, no es pura entelequia o imaginación, ya que el mismo Cristo nos predicó: “sed perfectos, como vuestro padre celestial es perfecto… amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con todas tus fuerzas, con todo tu amor…”.

Para llegar a esta unión, hay que purificarse muchísimo, como explica muy bien san Juan de la Cruz en las noches del espíritu, sobre todo en las virtudes teologales de la fe, esperanza y caridad, que nos unen directamente con Dios, purificación necesaria de todo egoísmo humano para llegar a esta unión o experiencia mística de Dios, cosa imposible para el hombre pero no para Dios, por obra del Espíritu Santo, Espíritu de Amor de Dios Trino y Uno.

Es cierto, en efecto, que todos los esfuerzos de la naturaleza humana abandonada a sí misma, sin Cristo, no pueden hacernos avanzar un paso en la realización de esa unión, ni provocar el nacimiento y desarrollo de esta vida divina y trinitaria que la unión con Dios Trinidad engendra por la oración contemplativa y transformativa, porque solo Dios por el Espíritu de Amor unitario es el origen y dispensador de esta vida y de su crecimiento; pero, como dice San Pablo, (1Cor 3,6), para que esta vida divina crezca desde el bautismo en nosotros y se potencie por la eucaristía y la oración principalmente, es necesario, indispensable, que nosotros plantemos y reguemos esta semilla divina de la gracia que Dios hace correr por nosotros.

Dios Nuestro Señor pone a nuestra disposición los medios necesarios para llegar a esta unión de amor y de santidad  por el Espíritu Santo, espíritu de amor viviente en nosotros, siempre con la colaboración del hombre, especialmente por la vida de oración personal y eucarística, camino necesario y obligado para todos,  superando las diversas etapas de crecimiento y desarrollo de la vida de gracia, de fe y de amor.

Dios nos infunde en el Bautismo el germen de esta vida y las primicias de esta unión, pero la perfección y el desarrollo de la misma se produce en nosotros, como repetiré muchas veces,  principalmente por la oración y por el Sacramento de la Eucaristía.

Dios se ha comprometido con el alma que se dirige a Él: «Si pedís alguna cosa al Padre en mi nombre, dice Jesús, os la concederá»; y añade: «Pedid y recibiréis, a fin de que vuestra alegría sea perfecta»; y esta alegría es la alegría de Cristo -«para que vuestro gozo llegue a su plenitud» (Jn 16, 23-24)-, que se realiza cuando su persona y su vida llegan hasta nosotros por la oración para llenarnos de su mismo amor y felicidad.

Y junto con la oración y muy unido a ella, está la Eucaristía, medio, mucho más poderoso, pero siempre que está iniciada, vivida y realizada en oración personal y litúrgica. Porque en la oración tanto personal como litúrgica, es el mismo Cristo quien se da a nosotros, quien alimenta y perfecciona la unión de Dios y el alma. A ella se refiere particularmente lo que dijo Nuestro Señor: «Yo he venido para que tengáis vida abundante en vosotros» (Jn 10,10). Al recibir a Cristo en la comunión, pasamos a vivir en él, a tener su misma vida y proyectos, a identificarnos con su misión y apostolado porque “no soy yo, es Cristo quien vive en mi.” Pero lógicamente, para todo esto, es necesario el diálogo, el encuentro personal de amor, el ir conociendo más íntimamente a Cristo… y todo esto es por la oración, por el diálogo, por la escucha y la respuesta.

Porque antes de darse Cristo al alma en la santa misa, en la Eucaristía, Cristo se ofrece al Padre por nosotros y se inmola y se hace presente bajo las especies sacramentales en el sacrificio de la Misa, en la consagración.

Por esta razón, debo, en primer lugar, tratar de ofrecerme y ofrecer toda mi vida al Padre en el ofertorio de la misa para luego consagrarme con Cristo al Padre por amor a Dios y a mis hermanos, los hombres, para finalmente en la comunión, recibir al mismo Cristo inmolado por amor y comulgar con sus mismo deseos y sentimientos de amor y entrega total al padre y a los hermano. (Describirlo brevemente con mis ideas escritas, para irnos transformando en Cristo Jesús).

 

 

1.- NATURALEZA DEL SACRIFICIO; CÓMO LOS SACRIFICIOS ANTIGUOS NO ERAN MÁS QUE FIGURAS; LA INMOLACIÓN DEL CALVARIO, ÚNICA REALIDAD; VALOR INFINITO DE ESTA OBLACIÓN

 

San Pablo nos dice que todos los sacrificios de la Ley antigua,  no eran más que figuras (1Cor 10,11); «imperfectos y pobres rudimentos» del sacrificio de la Nueva Ley (Gál 4,9); no agradaban a Dios sino en cuanto representaban el sacrificio futuro, el único digno de El: el sacrificio del Hijo hecho hombre en la Cruz. En la inmolación sangrienta de Cristo en el Calvario, Jesús, dice San Pablo, se ha ofrecido El mismo a Dios por nosotros como una oblación y un sacrificio de agradable olor (Ef 5,2). Cristo ha sido propuesto por Dios a los hombres como la víctima propiciatoria en virtud de su sangre, por medio de la fe (Rom 3,25).

Ahora bien, San Pablo nos dice expresamente que este decreto de la adorable voluntad de su Padre, Cristo lo aceptó desde su entrada en el mundo. Jesucristo, en el momento de la Encarnación, vio con una sola mirada todo cuanto había de padecer por la salvación del género humano, desde el pesebre hasta la cruz, y entonces se consagró a cumplir enteramente el decreto eterno, e hizo la ofrenda voluntaria de su propio cuerpo para ser inmolado.

San Pablo, en su carta a los Hebreos nos dice: «Cristo, entrando en el mundo, dice a su Padre: No quisiste ni víctimas ni ofrendas, pero me adaptaste un cuerpo; no aceptaste holocaustos ni sacrificios por el pecado. Entonces dije: Heme aquí... Vengo, oh Dios mío, a hacer tu voluntad» (Heb 10,5 y 8-9).

Y habiendo comenzado así la obra de su sacerdocio por la perfecta aceptación de la voluntad de su Padre y la oblación de sí mismo, Jesucristo consumó el sacrificio sobre la Cruz con una muerte cruenta. Inauguró su Pasión renovando la oblación total que había hecho de sí mismo en el momento de la Encarnación. «Padre, dijo al ver el cáliz de dolores que se le presentaba, no se haga lo que yo quiero, sino lo que Tú quieres»; y su última palabra antes de expirar será: «Todo está cumplido» (Jn 19,30).

La víctima es santa, pura, inmaculada, pues es el mismo Jesucristo; El es el cordero sin mancha, que con su propia sangre, derramada hasta la última gota como en los holocaustos, borra los pecados del mundo. Jesucristo ha sido inmolado, ha dado su vida, pasión y muerte por nosotros, para que nosotros tengamos vida eterna; cargado con nuestros pecados nos ha sustituido; cargado de todas nuestras iniquidades, se hizo víctima por nuestros pecados.·«Dios cargó sobre El nuestras iniquidades» (Is 53,6).

Jesucristo, en fin, ha aceptado y ofrecido este sacrificio con una libertad llena de amor: «Nadie me quita la vida, soy yo quien la doy por todos vosotros» (Jn 5,18); y Él lo ha querido así únicamente «porque amo a mi Padre… yo doy mi vida por vosotros …lo hago así para que el mundo comprenda que yo amo al Padre, y que como el Padre me ha ordenado, así lo hago» (Jn 14,31).

De esta inmolación de un Cristo, inmolación voluntaria y amorosa, ha resultado la salvación del género humano: la muerte de Jesús nos ha rescatado a todos de la muerte y del pecado, porque nos ha reconciliado con Dios, estableciendo la alianza definitiva de salvación entre Dios y los hombres que nos abre las puertas del cielo y nos constituye herederos de la vida eterna.

Este sacrificio nos ha perdonado a todos y nos ha colmadado de toda gracia y bendición de dios; por eso, cuando Jesucristo muere, el velo del templo de Israel se rasga por medio, para mostrar que los sacrificios antiguos quedaban abolidos para siempre, y reemplazados por el único sacrificio digno de Dios.

En adelante, no habrá salvación, no habrá santidad, sino participando del sacrificio de la Cruz, cuyos frutos son inagotables: «Por esta oblación única, dice San Pablo, Cristo ha procurado para siempre la perfección a los que han de ser santificados» (Heb 10,14).

 

 

 

3. EL SACRIFICIO DE CRISTO ES ÚNICO Y SE RENUEVA Y HACE PRESENTE POR EL SACRIFICIO DE LA MISA

(Para este tema, mi última lección en el seminario)

 

Este sacrificio de Cristo se hace presente en el altar: el sacrificio de la Misa es el mismo sacrificio la Cruz, pero ya del Cristo total, nacido, crecido, predicador de la Palabra, muerto y resucitado, toda la vida de Cristo, desde que nace hasta que muere se hace presente. No puede haber, en efecto, otro sacrificio, sino el del Calvario; esta oblación es única y suficientísima, dice San Pablo; suficientísima, pero Nuestro Señor ha querido que se continúe en la tierra para que sus méritos se  apliquen a todos los hombres, a toda la creación.

Para esto, Cristo ha instituido el sacerdocio católico. Por el sacramento del Orden ha escogido a ciertos hombres, a quienes hace participantes de su sacerdocio. Ciertamente Cristo es el único y supremo sacerdote, pero sigue ejerciendo su sacerdocio a través de la humanidad prestada por otros hombres.

 Cuando el obispo extiende, en la ordenación, las manos para consagrar a los sacerdotes, la voz de los ángeles repite sobre cada uno: «Tú eres sacerdote para siempre; el carácter sacerdotal que recibes, nunca te será quitado; ese carácter lo recibes de manos de Jesucristo, y su Espíritu es quien toma posesión de ti para convertirte en ministro de Jesucristo». Y Jesús va a renovar ya, desde el jueves santo, su sacrificio por medio de los elegidos, los sacerdotes. (Esto está bien, pero está superado; ver lo que yo tengo en mi libro sobre la misa)

 

((((Veamos lo que se verifica en el altar. ¿Qué es lo que vemos? -Después de algunas oraciones preparatorias y algunas lecturas, el sacerdote ofrece el pan y el vino: es la «ofrenda» u «ofertorio»; esos elementos serán muy pronto transformados en el cuerpo y en la sangre de Nuestro Señor. El sacerdote invita luego a los fieles y a los espíritus celestiales a rodear el altar, que va a convertirse en un nuevo Calvario, a acompañar con alabanzas y homenajes la acción santa.

Después de lo cual, entra silenciosamente en comunicación más íntima con Dios, llega el momento de la consagración: extiende las manos sobre las ofrendas como el sumo sacerdote lo hacía en otro tiempo sobre la víctima que iba a inmolar, recuerda todos los gestos y todas las palabras de Jesucristo en la última cena, en el momento de instituir este sacrificio: «En el dia antes de padecer»; después, identificándose con Jesucristo, pronuncia las palabras rituales: «Este es mi cuerpo», «Esta es mi sangre»... Estas palabras verifican el cambio del pan y del vino en el cuerpo y en la sangre de Jesucristo. Por su voluntad expresa y su institución formal, Jesucristo se hace presente, real y sustancialmente, con su divinidad y su humanidad, bajo las especies, que permanecen y le ocultan a nuestra vista.

Pero, como sabéis, la eficacia de esta fórmula es más extensa: por estas palabras, se realiza el sacrificio. En virtud de las palabras: «Este es mi cuerpo», Jesucristo, por mediación del sacerdote, pone su carne bajo las especies del pan; por las palabras: «Esta es mi sangre», pone su sangre bajo las especies del vino. Separa de ese modo, místicamente, su carne y su sangre, que, en la Cruz, fueron físicamente separadas; separación que le produjo la muerte.

Después de su resurrección, Jesucristo no puede ya morir, «la muerte no hará presa en El ya nunca más» (Rom 6,9); «El mismo Cristo que fue inmolado sobre la Cruz es inmolado en, el altar, aunque de un modo diferente»; y esta inmolación, acompañada de la ofrenda, constituye un verdadero sacrificio. [In hoc divino sacrificio quod in Missa peragitur, idem ille Christus continetur et immolatur, qui in ara crucis seipsum cruentum obtulit. Conc. Trid., Sess. XXII, cap.2].

La comunión consuma el sacrificio; es el último acto importante de la Misa.- El rito de la manducación de la víctima acaba de expresar la idea de sustitución, y sobre todo, de alianza, que se encuentra en todo sacrificio. Uniéndose tan íntimamente a la víctima que le ha sustituido, el hombre se inmola a su vez, si así puede decirse; siendo la hostia una cosa santa y sagrada, al comerla, uno se apropia, en cierto modo, la virtud divina que resulta de su consagración.

En la Misa, la víctima es el mismo Jesucristo, Dios y Hombre; por eso la comunión es por excelencia el acto de unión a la divinidad; es la mejor y más íntima participación en los frutos de alianza y de vida divina que nos ha procurado la inmolación de Cristo.

Así, pues, la Misa no es sólo una simple representación del sacrificio de la Cruz; no tiene únicamente el valor de un simple recuerdo, sino que hace presente toda la vida y el sacrificio, el mismo del Calvario, el cual reproduce y prolonga, y cuyos frutos aplica.

 

 

 

4. FRUTOS DEL SACRIFICIO DE LA MISA; HOMENAJE DE PERFECTA ADORACIÓN AL PADRE, SACRIFICIO DE PROPICIACIÓN POR NUESTROS PECADOS; ACCIÓN DE GRACIAS DIGNA DE DIOS; Y SACRIFICIO DE PODEROSA IMPETRACIÓN

( ver mi libros sobre la misa)

 

Los frutos de la Misa son inagotables, porque son los frutos mismos del sacrificio de la Cruz que se hacen presentes por el ministerio de los sacerdotes. El mismo Jesucristo es quien se ofrece por nosotros a su Padre. Es verdad que después de la Resurrección no puede ya merecer; pero ofrece los méritos infinitos adquiridos en su Pasión, muerte y resurrección;¡Tan extensos e inmensos son los frutos de este sacrificio, tan sublime es la gloria que procura a Dios!

Así, pues, cuando sintamos el deseo de reconocer la infinita grandeza de Diosy de ofrecerle, a pesar de nuestra indigencia de criaturas, un homenaje que sea, con seguridad aceptado, ofrezcamos el santo sacrificio, o asistamos a él, y presentemos a Dios la divina víctima el Padre Eterno recibe de ella, como en el Calvario, un homenaje de valor infinito, un homenaje perfectamente digno de sus inefables perfecciones.

Por Jesucristo, Dios y Hombre, inmolado en el altar, se da al Padre todo honor y toda gloria.[Per ipsum et cum ipso et in ipso et tibi Deo Patri omnipotenti... omnis honor et gloria per omnia sæcula sæculorum. Ordinario de la Misa]. No hay, en la religión, acción que calme tanto al alma convencida de su nada, y ávida, no obstante esto, de rendir a Dios homenajes dignos de la grandeza divina.

Todos los homenajes reunidos de la creación y del mundo de los escogidos no dan al Padre Eterno tanta gloria como la que recibe de la ofrenda de su Hijo. Para llegar a comprender el valor de la Misa, es necesaria la fe, esa fe que es a modo de participación del conocimiento que Dios tiene de sí mismo y de las cosas divinas.

A la luz de la fe, podemos considerar el altar, tal como lo considera el Padre celestial. ¿Qué es lo que ve el Eterno Padre sobre el altar en que se ofrece el santo sacrificio? Ve «al Hijo de su amor» [Filius dilectionis suæ. Sess XXII, cap.2], al Hijo de sus complacencias, presente, con toda verdad y realidad, y renovando el sacrificio de la Cruz.

El precio y valor de las cosas lo tasa Dios en proporción de la gloria que éstas le tributan; pues bien, en este sacrificio, como en el Calvario, recibe una gloria infinita por mediación de su amado Hijo; de suerte que no pueden ofrecerse a Dios homenajes más perfectos que éste, que los contiene y excede a todos.

 

El santo sacrificio es también fuente de confianza y de perdón. Cuando nos abate el recuerdo de nuestras faltas y procuramos reparar nuestras ofensas y satisfacer más ampliamente a la justicia divina, para que nos absuelva de las penas del pecado, no hallamos medio más eficaz ni más consolador que la Misa.

       Oíd lo que a este propósito dice el Concilio de Trento: «Mediante esta oblación de la Misa Dios, aplacado, otorga la gracia y el don de la penitencia perdona los crímenes y los pecados, aun los más horrendos». [Si así podemos expresarnos, la Eucaristía como Sacramento procura (o, si se quiere, tiene por fin primario) la gracia in recto (directa o formalmente), y la gloria de Dios in obliquo (indirectamente), en tanto que el santo sacrificio procura in recto la gloria de Dios, e in obliquo la gracia de la penitencia y de la contrición por los sentimientos de compunción que excita en el alma]. ¿Quiere esto decir que la Misa perdona directamente los pecados? -No, ése es privilegio reservado únicamente al sacramento de la Penitencia y a la perfecta contrición; pero la Misa contiene abundantes y eficaces gracias, que iluminan al pecador y le mueven a hacer actos de arrepentimiento y de contrición, que le llevarán a la penitencia y por ella le devolverán la amistad con Dios (Conc. Trid. XXII, c. 1).

Si esto puede decirse con verdad del pecador a quien aun no ha absuelto el sacerdote, con sobrada razón podrá decirse de las almas justificadas, que anhelan una satisfacción tan completa como sea posible de sus faltas y que llegue a colmar el deseo que tienen de repararlas. ¿Por qué así? -Porque la Misa no es solamente un sacrificio laudatorio o un mero recuerdo del de la Cruz es verdadero sacrificio de propiciación, instituido por Jesucristo opara aplicarnos cada día la virtud redentora de la inmolación de la Cruz» (Secreta del Domingo IX después de Pentecostés).

De ahí que veamos al sacerdote, aun cuando ya disfruta de la gracia y amistad de Dios, ofrecer este sacrificio «por sus pecados, sus ofensas y sus negligencias sin número». La divina víctima aplaca a Dios y nos le vuelve propicio. Por tanto, cuando la memoria de nuestras faltas nos acongoja, ofrezcamos este sacrificio: en él se inmola por nosotros Jesucristo: «Cordero de Dios que quita los pecados del mundo» y que «renueva, cuantas veces se sacrifica, la obra de nuestra redención» (Sal 83,10).

 ¡Qué confianza, pues, no debemos tener en este sacrificio expiatorio! Por grandes que sean nuestras ofensas y nuestra ingratitud, una sola Misa da más gloria a Dios que deshonra le han inferido, digámoslo así, todas nuestras injurias.

«¡Oh Padre Eterno, dignaos echar una mirada sobre este altar, sobre vuestro Hijo, que me ama y se entregó por mí en la cima del Calvario, y que ahora os presenta en favor mío sus satisfacciones de valor infinito: "mirad al rostro de vuestro Hijo" (+Rom 5, 8-9), y dad al olvido las faltas que yo cometí contra vuestra infinita bondad! Os ofrezco esta oblación, en la que encontráis vuestras complacencias, como reparación de todas las injurias cometidas a vuestra divina majestad». Semejante oración indudablemente será atendida por Dios, por cuanto se apoya en los méritos de su Hijo, que por su Pasión todo lo ha expiado.

Otras veces lo que nos embarga es la memoria de las misericordias del Señor: el beneficio de la fe cristiana que nos ha abierto el camino de la salvación y hecho participantes de todos los misterios de Cristo, en espera de la herencia de la eterna bienaventuranza; una infinidad de gracias que desde el Bautismo se van escalonando en el camino de toda nuestra vida.

Al echar una mirada retrospectiva, el alma siéntese como abrumada a la vista de las gracias innumerables de que Dios, a manos llenas, la ha colmado; y entonces, fuera de sí por verse objeto de la divina complacencia, exclama: «Señor, ¿qué puedo darte yo, miserable criatura, por tantos beneficios recibido de tu generosidad, qué podré darte que sea digno de tu bondad?»

Aunque Tú, Dios mío, «no tienes necesidad de mis bienes» (Sal 15,2), qué podré darte yo que tú no tengas, sin embargo, es justo que muestre gratitud por tu infinita liberalidad para conmigo; siento esta necesidad en lo íntimo de mi ser «¿cómo, pues, satisfacer, Señor y Dios mío, de una manera digna a vuestra grandeza y liberalidad?» (ib. 115,12). «¿Cómo corresponderé al Señor por todos los beneficios que de Él he recibido?» Tal es la exclamación del sacerdote después de la sunción de la Hostia. Y, ¿cual es la respuesta que en sus labios pone la Iglesia? «Tomaré el cáliz de la salud»...

La Misa es la acción de gracias por excelencia, la más perfecta y la más grata que podemos ofrecer a Dios. Leemos en el Evangelio que, antes de instituir este sacrificio, Nuestro Señor «dio gracias» a su Padre: eujaristesas. San Pablo usa de la misma expresión, y la Iglesia ha conservado este vocablo con preferencia a cualquier otro, sin querer con esto excluir los otros caracteres de la Misa, para significar la oblación del altar: sacrificio eucarístico, esto es, sacrificio de acción de gracias.

Ved cómo, en todas las misas, después del ofertorio y antes de proceder a la consagración, el sacerdote, a ejemplo de Jesucristo, entona un cántico de acción de gracias: «Verdaderamente es justo y necesario, es nuestro deber y salvación, darte gracias siempre y en todo lugar, Señor Dios, Padre omnipotente, por todos tu beneficios…, Por Jesucristo Señor nuestro» (Prefacio de la Misa). Tras esto, inmola la Víctima Sacrosanta: Ella es quien rinde las debidas gracias por nosotros y quien agradece en su justo valor, pues Jesús es Dios, los beneficios todos que desde el cielo, y del seno del Padre de las luces descienden sobre nosotros (Sant 1,17). Por mediación de Jesucristo, nos han sido otorgados, y por El asimismo, toda la gratitud del alma se remonta hasta el trono divino.

Finalmente, la Misa es sacrificio de impetración, se súplica e intercesion.

Nuestra indigencia no tiene límites: necesidad tenemos incesantemente de luz, de fortaleza y de consuelo: pues en la Misa es donde hallaremos todos estos auxilios.- Porque, en efecto, en este sacramento está realmente Aquel que dijo: «Yo soy la luz del mundo; Yo soy el camino; Yo soy la verdad, Yo soy la vida. Venid a Mí todos los que andáis trabajados, que Yo os aliviaré. Si alguien viniere a Mí, no lo rechazaré» (Jn 7,37).

Es el mismo Jesús, que «pasó por doquier haciendo bien» (Hch 10,38); que perdonó a la Samaritana, a Magdalena y al Buen Ladrón, pendiente ya en la Cruz; que libraba a los posesos, sanaba a los enfermos, restituía la vista a los ciegos y el movimiento a los paralíticos; es el mismo Jesús que permitió a San Juan reclinar su cabeza sobre su sagrado corazón.

Con todo, es de advertir, que en el altar se halla de modo y a título especial, a saber, como víctima sacrosanta que se está ofreciendo a su Padre por nosotros; inmolado y, con todo, vivo y rogando por nosotros. «Siempre vivo para interceder por nosotros» (Heb 7,25).

Ofrenda también sus infinitas satisfacciones a fin de obtenernos las gracias que nos son necesarias para conservar la vida espiritual en nuestras almas; apoya nuestras peticiones y nuestras súplicas con sus valiosos méritos; así que nunca estaremos más ciertos que en este momento propicio de alcanzar las gracias que necesitamos. San Pablo, al hablar precisamente del «Pontífice soberano que penetró por nosotros en los cielos y que está lleno de piedad para con aquellos a quienes se digna llamar hermanos suyos, dice refiriéndose al altar donde Cristo se inmola que es el trono de la gracia, al que debemos acercarnos con plena confianza, a fin de alcanzar la gracia y ser socorridos en la hora oportuna» (Heb 4,16).

Notad estas palabras de San Pablo: Cum fiducia: «confianza», es la condición imprescindible para ser atendido. Hemos, pues, de ofrecer el santo sacrificio, o asistir a él con fe y confianza. No obra en nosotros este sacrificio a la manera de los sacramentos, ex opere operato; sus frutos son inagotables, pero, en general, son proporcionados a nuestras disposiciones interiores.

Cada Misa contiene un infinito potencial de perfección y santidad; pero según sea nuestra fe y nuestro amor, así serán las gracias que en ella obtengamos. Habréis reparado en que cuando el celebrante hace memoria, antes de la consagración, de aquellos que quiere recomendar a Dios, termina mencionando «a todos los asistentes», pero con la particularidad de que indica las disposiciones propias de cada uno. «Acordaos, Señor... de todos los fieles aquí presentes, cuya fe y devoción bien conoces» [Et omnium circumstantium quorum tibi fides cognita est et nota devotio. Canon de la Misa].

Estas palabras nos dicen que las gracias que fluyen de la Misa nos son otorgadas en la medida de la intensidad de nuestra fe y de la sinceridad de nuestra devoción. Tocante a la fe, ya os he dicho lo que es; No es otra cosa que la entrega pronta y completa de todo nuestro ser a Dios, a su voluntad y a su servicio; Dios, que es el único que escudriña el fondo de nuestros corazones, ve si nuestro deseo y nuestra voluntad de serle fieles y de ser todo para El son sinceros. Así formaremos parte de aquellos «cuya fe y devoción te son conocidas», por quienes el sacerdote ora especialmente y que recibirán abundantemente del tesoro inagotable de los méritos de Jesucristo, que, a través de la santa Misa, se pone de nuevo a su disposición.

Nosotros, los creyentes, tenemos la convicción profunda de que todo nos viene del Padre celestial por mediación de Jesucristo; que Dios ha depositado en El todos los tesoros de santidad a que los hombres pueden aspirar; que este mismo Jesús está sobre el altar, con todos estos tesoros, no sólo presente, sino también ofreciéndose por nosotros a la gloria de su Padre, tributándole de este modo el homenaje en que más se complace y perpetuando la renovación del sacrificio de la Cruz, a fin de que así podamos aprovecharnos de su soberana eficacia; si tenemos, repito, esta convicción profunda, estad seguros de que podremos solicitar y conseguir cualquier género de gracia.

Porque, en estos solemnes momentos, es lo mismo que si nos halláramos en compañía de la Santísima Virgen, de San Juan y de la Magdalena, al pie de la Cruz, y junto a la fuente misma de donde mana toda salud y toda redención. ¡Ah, si conociésemos el don de Dios!... ¡Si supiéramos de qué tesoros disponemos, tesoros que podríamos utilizar en favor nuestro y de la Iglesia universal!...

 

 

 

5. INTIMA PARTICIPACIÓN EN LA OBLACIÓN DEL ALTAR POR NUESTRA UNIÓN CON CRISTO, SACERDOTE Y VÍCTIMA

 

Sin embargo, no debemos detenernos aquí, si ansiamos investigar cumplidamente las intenciones que tuvo Jesucristo al instituir el santo sacrificio, y que expresa la Iglesia en su liturgia por medio de gestos y palabras que acompañan a la ofrenda. Participando en la santa misa espiritualmente, de forma consciente y activa, como dice el Vaticano II, (verlo en mi libro sobre la misa) podemos ofrecer con Cristo al Dios un acto de adoración perfecto, solicitar la remisión completa de nuestras faltas, tributarle dignas acciones de gracias, y obtener la luz y fortaleza que necesitamos. Pero, repito que no basta una participación rutinaria y de mero espectador sin tomar parte activa en la acción santa.

Tenemos que esforzarnos por llegar a una participación activa y personal que nos haga identificarnos con los sentimientos de Cristo sacerdote y víctima,  a fin de transformarnos en El. Por su Encarnación Cristo nos has unido a sus misterios y a su Persona, por mística unión. Toda la humanidad está llamada a constituir un cuerpo místico cuya cabeza es Cristo, una sociedad de la que El es Jefe y cuyos miembros somos nosotros. Por ley natural, los miembros no pueden separarse de la cabeza ni ser ajenos a su acción.

La acción por excelencia de Jesucristo, que resume toda su vida y le confiere todo su valor, es su sacrificio. Al modo que asumió en sí nuestra naturaleza humana, excepto el pecado, de igual manera quiere hacernos participar del misterio capital de su vida. Sin duda que no estábamos corporalmente en el Calvario cuando El se inmoló por nosotros, ocupando el lugar que debiéramos ocupar nosotros, mas quiso son palabras del Concilio de Trento- que su sacrificio se perpetuase, con su inagotable virtud, por la acción de su Iglesia y de sus ministros [Seipsum ab Ecclesia, per sacerdotes sub signis sensibilibus immolandum. Sess XXII, cap.1].

Verdad es que sólo los presbíteros que son admitidos, por el sacramento del Orden, a participar del sacerdocio de Cristo, tienen el derecho de ofrecer oficialmente el cuerpo y la sangre de Jesucristo.- Sin embargo, todos los fieles pueden, claro está que a título inferior, pero verdadero, ofrecer la sagrada hostia. Por el Bautismo, participamos en algún modo del sacerdocio de Cristo, por lo mismo que participamos de la vida divina de Jesucristo, con sus cualidades y diferentes estados. (Superado, ver Vaticano II)

El es Sacerdote único y nosotros somos sacerdotes con nuestra cabeza, con Él y por Él. Oíd lo que a este propósito dice San Pedro a los recién bautizados: «Sois un pueblo escogido, una familia regia y sacerdotal, una nación santa, un pueblo adquirido por Dios» (1Pe 2,9) [+Ap 1,5-6. «A Aquel que nos amó, que nos purificó de nuestros pecados con su sangre y que nos hizo reyes y sacerdotes de Dios, su Padre, a Él sea la gloria y poderío»]. Así, pues, los fieles pueden ofrecer y ofrecerse con la hostia santa, en unión con Cristo, sacerdote y víctima.

Las oraciones con que la Iglesia acompaña este divino sacrificio nos dan a conocer con evidencia que los asistentes tienen también su parte en la oblación. Lo vemos claramente en las palabras que el sacerdote reza, terminado el ofertorio, antes del canto del Prefacio? «Orad, hermanos, para que este sacrificio mío y vuestro sea agradable a Dios Padare Omnipotente… [Orate, fratres, ut meum ac vestrum sacrificium acceptabile fiat apud Deum Patrem omnipotentem].

De igual manera, en la oración que antecede a la consagración, el celebrante pide a Dios que tenga a bien acordarse de los fieles presentes, de «aquellos, dice, por quienes te ofrecemos o ellos mismos te ofrecen este sacrificio de alabanza y por sí y todos los suyos» [Memento, Domine, famulorum tuorum... pro quibus tibi offerimus vel qui tibi offerunt hoc sacrificum laudis, pro se suisque omnibus].

Y al punto, extendiendo las manos sobre la oblata, ruega a Dios se digne aceptarla «como sacrificio de toda la familia espiritual» congregada en torno del altar [Hanc igitur oblationem servitutis nostræ sed et cunctæ familiæ tuæ quæsumus, Domine, ut placatus accipias]. Bien se echa de ver, por lo dicho, que los fieles, en unión con el sacerdote, y, por él, con Jesucristo, ofrecen este sacrificio. Cristo es el Pontífice supremo y principal, el sacerdote es el ministro por El elegido, y los fieles, en su grado, participan de este divino sacerdocio y de todos los actos de Jesucristo.

«Asistamos, pues, con atención; sigamos al sacerdote, que actúa en nombre nuestro y por nosotros habla, acordémonos de la antigua costumbre de ofrecer cada uno el pan y el vino para suministrar la materia de este celestial sacrificio.

Si la ceremonia ha cambiado, el espíritu, esto no obstante, es el mismo; todos ofrecemos con el sacerdote; nos solidarizamos con todo lo que él hace, con todo lo que él dice... Ofrezcamos, sí, pero ofrezcamos con él, ofrezcamos a Jesucristo, y ofrezcámonos a nosotros mismos con toda la Iglesia católica, diseminada por todo el orbe» (Bossuet, Meditaciones sobre el Evangelio).

No es el único punto de semejanza que tenemos con Jesucristo el que acabamos de enunciar. Cristo es sacerdote, pero también es víctima, y es deseo de su divino corazón el que compartamos con El esta cualidad. Precisamente esta disposición de víctimas es lo que principalmente nos capacita para llegar a la santidad.

Detengamos por un momento nuestra consideración en la materia del sacrificio, a saber, en el pan y en el vino que han de ser transmutados en el cuerpo y la sangre del Señor. Los Padres de la Iglesia han insistido sobre el significado simbólico de ambos elementos. El pan está formado por granos de trigo molidos y unidos para formar una sola masa; el vino, por las uvas reunidas y prensadas para fabricar un solo líquido: ved ahí la imagen de la unión de los fieles con Cristo y de los fieles todos entre sí.

En el rito griego, esta unión de los fieles con Jesucristo en su sacrificio, se patentiza con toda la viveza de las figuras orientales. Al comienzo de la Misa el celebrante, con una lanceta de oro, divide el pan en diferentes fragmentos y asigna a cada uno de éstos, con una oración especial, la misión de representar a las personas o a las distintas categorías de personas en cuyo honor, o en cuyo beneficio, se ofrecerá el sacrificio augusto.

La primera porción representa a Jesucristo; la segunda a la Santísima Virgen como corredentora; otras a los Apóstoles, Mártires, Vírgenes, al Santo del día y a toda la corte de la Iglesia triunfante. Siguen los fragmentos reservados a la Iglesia purgante y a la Iglesia militante; al Soberano Pontífice, a los Obispos y a los fieles asistentes. Acabada esta ceremonia, el sacerdote deposita todas las porciones sobre la patena y las ofrece a Dios, ya que todas serán luego transformadas en el cuerpo de Jesucristo. Esta ceremonia simboliza lo íntima que debe ser nuestra unión con Cristo en este sacrificio.

Si la liturgia latina es más sobria en este particular, no es menos expresiva. Así, conserva una ceremonia de origen muy antiguo, que el celebrante no puede omitir y me refiero a lo que hace, antes del ofertorio, mezclando un poco de agua con el vino en el cáliz. El significado de esta ceremonia nos la proporciona la oración que acompaña este gesto: «Oh Dios, que formaste al hombre en un estado tan noble y, por la obra de la Encarnación, lo restableciste de un modo aun más admirable, haz, te suplicamos, que por el misterio de esta agua y de este vino seamos participantes de la divinidad de Aquel que se dignó formar parte de nuestra humanidad, Jesucristo, Hijo tuyo y Señor nuestro que, siendo Dios, vive y reina contigo en unidad con el Espíritu Santo, por todos los siglos». Al punto, el celebrante ofrece el cáliz para que Dios lo reciba in odorem suavitatis: «como suave aroma».

Así, pues, el misterio que simboliza esta mezcla del agua con el vino es, en primer lugar, la unión verificada, en la persona de Cristo, de la divinidad con la humanidad; misterio del que resulta otro que señala también esta oración, a saber, nuestra unión con Cristo en su sacrificio. El vino representa a Cristo, y el agua figura al pueblo, como ya lo decía San Juan en el Apocalipsis, y confirmó el Concilio de Trento [Aquæ populi sunt. (Ap 17,15). Hac mixtione, ipsius populi fidelis cum capite Christo unio repræ-sentatur. Sess XXII, c. 7].

Debemos, pues, asociarnos a Jesucristo en su inmolación y ofrecernos con El, para que nos tome consigo, e inmolándonos, en unión suya, nos presente a su Padre, en olor agradable; la ofrenda que, unida con la de Jesucristo, hemos de donar, no es otra que la de nosotros mismos.

Si los fieles participan, por el Bautismo, del sacerdocio de Cristo, es, dice San Pedro, «para ofrecer sacrificios espirituales que sean agradables a Dios por Jesucristo» (1Pe 2,15). Tan cierto es esto, que repetidas veces en la oración que sigue a la ofrenda dirigida a Dios, antes del solemne momento de la consagración, la Iglesia atestigua esta unión de nuestro sacrificio con el de su divino Esposo. «Dígnate, Señor -son sus palabras-, santificar estos dones, y aceptando el ofrecimiento que te hacemos de esta hostia espiritual, haz de nosotros una oblación eterna para gloria tuya por Jesucristo Nuestro Señor» [Propitius, Domine, quæsumus, hæc dona sanctifica, et hostiæ spiritualis oblatione suscepta, nosmetipsos tibi perfice munus æternum. Misa del lunes de Pentecostés. Esta oración (secreta) está también en la Misa de la fiesta de la Santísima Trinidad].

Mas, para que así seamos aceptos a los ojos de Dios, preciso es que nuestra oblación vaya unida a la que Jesucristo hizo de su persona sobre la Cruz y que renueva sobre el altar; porque Nuestro Señor, al inmolarse, ocupó nuestro lugar, nos reemplazó; y por esta razón, el mismo golpe mortal que lo hizo sucumbir, nos dio mística muerte a nosotros. «Si murió uno por todos, luego todos murieron» (2Cor 5,14). Por lo que nos toca nosotros, sólo moriremos con Él si nos asociamos a su sacrificio en el altar, uniéndonos a sus deseos e intenciones.

 Dios debe disponer con entera libertad de la víctima que se le inmola; y por lo mismo, nuestra disposición de ánimo debe ser la de abandonar todas las cosas en las manos de Dios, debemos realizar actos de renunciamiento y mortificación, y aceptar los padecimientos, las pruebas y las cruces cotidianas por amor de El, de tal suerte que podamos decir, como dijo Jesucristo momentos antes de su Pasión: « Mas para que el mundo conozca que amo al Padre, y como el Padre me mandó, así hago» (Jn 14,31).

Esto será ofrecerse verdaderamente con Jesucristo. Así, pues, cuando ofrecemos al Eterno Padre su divino Hijo y realizamos al mismo tiempo la oblación de nosotros mismos con la de la «sagrada hostia» en disposiciones semejantes a las que animaban al deífico Corazón de Jesús sobre el ara de la Cruz, como son: amor intenso a su Padre y a nuestros prójimos, ardiente deseo de la salvación de las almas, total abandono a la voluntad y decisiones del Todopoderoso, en particular si son penosas y contrarían a nuestra naturaleza; en tal caso, podemos estar seguros de que tributamos a Dios el homenaje más grato que está a nuestro alcance rendirle.

Disponemos con este sacrificio del medio más poderoso para transformarnos en Jesucristo, particularmente si nos unimos a El por la Comunión, que es el modo más eficaz de participar en el sacrificio del altar. Porque Jesucristo, al vernos incorporados a su Persona, nos inmola consigo y nos hace agradables a los ojos de su Padre, y de este modo, por la virtud de su gracia, nos hace cada día más semejantes a El.

Es lo que quiere dar a entender esta oración misteriosa que el celebrante recita después de la consagración: «Te suplicamos, Dios omnipotente, ordenes que estas nuestras ofrendas sean presentadas por mano de tu santo Mensajero, sobre el altar de la gloria, ante el acatamiento de tu divina Majestad, para que todos cuantos participamos de este sacrificio por la recepción del sacratísimo cuerpo y sangre de tu Hijo, seamos colmados de toda suerte de bendiciones y de gracias».

Por tanto, excelente manera de asistir al santo sacrificio será la de seguir con los ojos, con la mente y con el corazón, todo lo que se hace en el altar, asociándose a las oraciones que en momento tan solemne pone la Santa Iglesia en boca de sus ministros.

Si así nos asociamos, por una profunda reverencia, una fe viva, un amor vehemente y un sincero arrepentimiento de nuestras culpas, a Jesucristo, que hace de Pontífice y de víctima en este sacrificio, El, que mora en nosotros, hace suyas todas nuestras aspiraciones, y ofrece en lugar y en favor nuestro a su divino Padre una adoración perfecta y una cumplida satisfacción.

Tribútale también dignos hacimientos de gracias, y las peticiones que formula siempre son atendidas. Todos estos actos del Pontífice eterno, cuando sobre el ara reitera la inmolación del Gólgota, vienen a ser propios nuestros. [Docet sancta synodus per istud sacrificium fieri ut si cum vero corde et recta fide, cum metu et reverentia, contriti ac pænitentes, ad Deum accedamus, misericordiam consequamur et gratiam inveniamus in auxilio opportuno. Conc. Trid., Sess. XXII, cap.2]

Y en tanto que rendimos a Dios, por intervención de Jesucristo, todo honor y toda gloria [Omnis honor et gloria, Canon de la Misa], un copioso raudal de luz y de vida desciende a nuestra alma e inunda a la Iglesia entera [Fructus uberrime percipiuntur. Conc. Trid., Sess. XXII, cap.2], porque, en efecto, cada Misa contiene en sí todos los merecimientos del sacrificio de la Cruz.

Mas para entrar en posesión de ello es preciso que nuestra alma se encuentre penetrada de aquellas disposiciones que animaron a la de Cristo al realizar su inmolación cruenta. Si compartimos así los sentimientos del corazón de Jesús (Fil 2,5), el eterno Pontifice nos introducirá consigo hasta el Santo de los Santos, ante el trono de la divina Majestad, al borde mismo de la fuente de donde brota toda gracia, toda vida y toda bienaventuranza.

¡Si conocieseis el don de Dios!...

 

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