8.-PANIS VITÆ LA COMUNIÓN EUCARÍSTICA ES EL MEDIO MÁS EFICAZ PARA ALIMENTARNOS Y VIVIR LA VIDA DE CRISTO

8.-PANIS VITÆ

 

LA COMUNIÓN EUCARÍSTICA ES EL MEDIO MÁS EFICAZ PARA ALIMENTARNOS Y VIVIR LA VIDA DE CRISTO

 

«Haz, Señor, que todos los que participemos de este altar, recibamos el sacrosanto cuerpo y sangre de tu Hijo y seamos llenos de toda y bendición celestial » [Ut quotquot, ex hac altaris de toda graciaparticipatione, sacrosanctum Filii tui corpus et sanguinem sumpserimus, omni benedictione cælesti et gratia repleamur. Canon de la Misa].

Con estas palabras finaliza una de las oraciones que en el santo sacrificio de la Misa se dicen después de la consagración. Cristo, bien lo sabéis, está realmente presente en el altar, no ya sólo para tributar al Padre homenaje perfecto con su inmolación, sino también para darse en alimento a nuestras almas bajo las especies sacramentales.

Claramente manifestó Jesús esta intención de su corazón al instituir este sacramento: «Tomad y comed, ésto es mi cuerpo»; «tomad y bebed, ésta es mi sangre» (1Cor 11,24; Lc 22,17 y 20).

Si Nuestro Señor quiso quedarse presente bajo las especies de pan y de vino, fue para ser nuestro alimento de vida espiritual. Mi cuerpo es verdadera comida y mi sangre, verdadera bebida... si no coméis mi carne, no tendréis vida en vosotros… el que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo le resucitaré en el último día, porque la Eucaristía es el cuerpo de Cristo resucitado.  Y también, recibiendo a Cristo Eucaristía, permanecemos unidos a Él, “el que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en Él. La Comunión sacramental, fruto del sacrificio eucarístico, es para el alma el medio más seguro de vivir unida a Cristo Jesús.

La verdadera vida del alma, la santidad sobrenatural, consiste, ya lo he dicho también, en esa unión con Cristo. Jesús es la vid, nosotros los sarmientos; la gracia es la savia que del tronco pasa a las ramas para que den fruto. Pues bien, es sobre todo al venir  nosotros por la Eucaristía, cuando esa savia divina, Jesucristo en persona, nos colma de sus gracias.

Contemplemos con reverencia y fe, con amor y confianza, este misterio de vida, en el cual nos unimos con Aquel que es a un mismo tiempo nuestro alimento, nuestro divino modelo, nuestra satisfacción y la fuente misma de toda santidad. Luego veremos cuales son las disposiciones requeridas para recibirle y llegar así a la perfecta unión con Él.

1. FRUTOS DE LA COMUNIÓN: ES LA CENA DEL SEÑOR EN LA QUE CRISTO SE NOS DA COMO PAN DE VIDA

 

Cristo Jesús,  al anunciarnos la institución de la Eucaristía después de la multiplicación de los panes y de los peces, en el sermón del pan de vida, nos ha dicho a todos: «Como el Padre que vive me envió, y yo vivo por el Padre, así el que me comiere vivirá por mí» (Jn 6,58). Como si dijera: Todo mi anhelo es comunicaros mi vida divina. A mí, el ser, la vida, todo me viene de mi Padre, y porque todo me viene de El, vivo únicamente para El; así, pues, yo sólo ansío que vosotros también, que todo lo recibís de mí, no viváis más que para mí.

Vuestra vida corporal se sustenta y se desarrolla mediante el alimento; yo quiero ser manjar de vuestra alma para mantener y dar auge a su vida, que no es otra que mi propia vida. El que me comiere, vivirá mi vida; poseo en mí la plenitud de la gracia, y de ella hago partícipes a los que me doy en alimento.

El Padre tiene en sí mismo la vida, pero ha otorgado al Hijo el tenerla también en sí (Jn 5,26); y como yo poseo esa vida, vine para comunicárosla abundante y plena (ib. 10,10). Os doy la vida al darme a mí mismo como manjar. Yo soy el pan de vida, el pan vivo que bajó del cielo para traeros la vida divina; ese pan que da la vida del cielo, la vida eterna, cuyo preludio es la gracia (Jn 6,35,48,51). Los judíos en el desierto comieron el mana, alimento corruptible; pero yo soy el pan que siempre vive, y siempre es necesario a vuestras almas, pues «si no le comiereis, pereceréis sin remedio» (ib.6,54).

Tales son las palabras mismas de Jesús. Luego Cristo no se hace realmente presente sobre el altar tan sólo para que le adoremos, y le ofrezcamos a su Eterno Padre como satisfacción infinita; no viene tan sólo a visitarnos, sino para ser nuestro manjar como alimento del alma, y para que, comiéndole, tengamos vida, vida de gracia en la tierra, vida de gloria en el cielo.

«Como el Hijo de Dios es la vida por esencia, a El le corresponde prometer y comunicar la vida. Él es el pan de la vida divina en nosotros, porque ese pan sagrado es la carne de Cristo, carne viva, carne unida a la vida, carne llena y penetrada del espíritu vivificador. ´

Pues si el pan común, que carece de vida, mantiene y conserva la del cuerpo, ¿cuán admirable no será la vida del alma en nosotros, que comemos un pan vivo, que comemos la vida misma en la mesa del Dios vivo? ¿Quién oyó jamás semejante prodigio: que la vida pudiera ser comida? Sólo Jesús pudo darnos tal manjar. Porque Él es vida por naturaleza, por eso, quien la come, come la vida, la vida auténtica, divina, llena de amor y de vida divina, llena de Dios. ¡Oh sagrado banquete, en que Cristo es nuestra comida, el alma se llena de gracia…  Por eso hace años, el sacerdote, al dar la Comunión, decía al comulgante: «¡El cuerpo de Cristo guarde tu alma para la vida eterna!».

Ya os dije que los sacramentos producen la gracia que significan.- En el orden natural, el alimento conserva y sustenta, aumenta, restaura y prolonga la vida del cuerpo. [Son, según Santo Tomás, los cuatro efectos del alimento: el santo Doctor los aplica a la Eucaristía, alimento del alma. III, q.79, a.1]. Así, ese pan celeste es manjar del alma que conserva, repara, acrecienta y dilata en ella la vida de la gracia, puesto que le comunica al Autor mismo de la gracia.

Por otras puertas puede entrar en nosotros la vida divina, pero en la Comunión inunda nuestras almas «cual torrente impetuoso». De tal modo es la Comunión sacramento de vida que, por sí misma, perdona y borra los pecados veniales, a los que no sentimos apego; obra de tal manera, que, recobrando en el alma la vida divina su vigor y su hermosura, crece, se desarrolla y da frutos abundantes. ¡Oh sagrado banquete, en que Cristo es nuestra comida, el alma se llena de gracia y se nos da la prenda de la vida futura…, [O sacrum convivium in quo Christus sumitur... mens impletur gratia. Antíf. del Magnificat de las II Vísperas del Corpus].-

Oh Cristo Jesús, Verbo encarnado!, «en quien habita corporalmente la plenitud de la divinidad» (Col 2,9), ven a mí para hacerme partícipe de esa plenitud; ahí está mi vida, puesto que recibir es llegar a ser hijo de Dios (Jn 1,12); es tener parte en la vida que del Padre recibiste y mediante la cual vives para el Padre; vida que de tu Humanidad se desborda sobre todos tus hermanos en la gracia: ¡Ven, Señor, sé mi manjar, para que tu vida sea la mía!

 

 

 

2. POR LA COMUNIÓN, JESUCRISTO MORA EN NOSOTROS Y NOSOTROS EN EL

 

Una de las intenciones del Corazón de Jesús, al instituir el sacramento de la Eucaristía, fue el convertirse en el pan celestial que conserve y aumente en nosotros la vida divina; pero aun perseguía Cristo otra finalidad que viene a completar la anterior: «El que come mi carne y bebe mi sangre, habita en Mí y yo en él» (ib.6,55). No hay unión más estrecha que la del Padre y del Hijo en la Trinidad adorable, puesto que entrambos poseen, en unión también con el Espíritu Santo, la misma y única vida divina; pues bien: San Juan dice que «el Padre vive en el Hijo»

«Vivir en Cristo» es ser uno con El, vivir su misma vida. Es la unión íntima y fundamental, a la que el mismo Cristo alude en la parábola de la viña: «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos: el que mora en mí y yo en él, ese da frutos abundante» (Jn 15,5).

Vivir en Cristo es identificarse con El en todo lo tocante a nuestra inteligencia voluntad y actividad.- «vivimos» en Cristo por la inteligencia, al acatar por un acto de fe simple, puro e íntegro cuanto Cristo nos enseña. El Verbo está siempre en el seno del Padre, ve los divinos arcanos y nos manifiesta lo que ve (ib. 1,18). Por la fe respondemos «así es», Amén, a cuanto el Verbo encarnado nos dice; creemos en su palabra, y de este modo nuestra inteligencia se identifica con Cristo.

La sagrada Comunión nos hace vivir en Cristo y como Cristo por la fe; no podemos recibirle si no aceptamos por la fe cuanto El es y cuanto enseña. Mirad cómo, al anunciar Jesús la Eucaristía les dice: «Yo soy el pan de vida; el que viene a Mí, no tendrá hambre y el que cree en Mí no tendrá sed jamás» (ib. 6,35). Y viendo que los judíos incrédulos murmuran, repíteles sus palabras: «En verdad, en verdad os digo, el que cree en Mí tiene la vida eterna» (ib. 6,47). Cristo, pues, se nos da en alimento, mediante la fe, y unirse a El es aceptar, inclinando la inteligencia ante su palabra, todo cuanto El nos revela. Cristo es alimento de nuestra inteligencia al comunicarnos toda verdad.

Vivir en El es también someter nuestra voluntad a la suya y hacer que toda nuestra actividad dependa de su gracia. Es decir, que debemos permanecer en su amor, acatando reverentes su santísima voluntad: «Si guardáis mis preceptos, permaneceréis en mi amor, del mismo modo que yo he guardado los preceptos de mi Padre y permanezco en su amor» (ib. 15,10).

Es anteponer sus deseos a los nuestros, abrazar sus intereses, entregarnos a El enteramente, sin cálculo ni reserva alguna, pues no puede permanecer quien no es constante y estable, con la confianza ilimitada de los buenos y verdaderos amigos o esposos. Nunca un amigo o una esposa es más grata al esposo como  cuando se fía y confía totalmente en él. De aquí que este pan celestial sea el mejor alimento para, siendo sustento del amor, conserve la vida de nuestra voluntad.

Tal es la divina disposición que Cristo quiere despertar en el alma del que le recibe. El Señor viene a ella para que ella «permanezca en El», esto es, para que, teniendo confianza plena en su palabra, se abandone a El dispuesta a cumplir en todo su divino beneplácito, sin tener otro móvil en toda su actividad que la acción de su Espíritu. «El que se une al Señor es un espíritu con El» (1Cor 6,17).

Nuestro Señor también mora en el alma. «Y yo en él» (Jn 15,5).- Mirad lo que ocurría en el Verbo encarnado. Existía en El una actividad natural, humana muy intensa pero el Verbo, al que estaba indisolublemente unida la humanidad, era la hoguera en que se alimentaba y de donde irradiaba toda su actividad.

Lo que Cristo anhela obrar al darse al alma es algo parecido. Sin que la unión llegue a ser tan estrecha como la del Verbo con su santa humanidad, Cristo se da al alma para ser en ella, por medio de su gracia y la acción de su Espíritu, fuente y principio de toda su actividad interior.

Por la comunión eucarística Cristo viene a cada uno de nosotros pero no para permanecer inactivo, sino para ser vida del alma, alimentándola con su vida de entrega, con su palabra y sentimientos; está en el alma, mora en ella, quiere obrar en ella (Jn 5,17), y cuando el alma se entrega de veras a El, a su voluntad, tan poderosa se manifiesta entonces la acción de Cristo, que esa alma llegará infaliblemente a la más alta perfección, en conformidad con los designios que Dios tenga sobre ella.

Pues Cristo viene a ella con su divinidad, con sus méritos, sus riquezas, para ser su luz, su camino, su verdad, su sabiduría, su justicia, su redención; «Cristo al que hizo Dios nuestra sabiduría y justicia y santificación y redención» (1Cor 1,30); en una palabra, para ser la vida del alma, para vivir El mismo en ella: «Vivo yo, mas no yo, sino Cristo vive en mí» (Gál 2,20). El anhelo del alma es no formar más que una sola cosa con el amado; la Comunión, en la que el alma recibe a Cristo en alimento, realiza ese anhelo, transformando poco a poco al alma en Cristo.

 

 

 

 

 

 

3. POR LA COMUNIÓN EUCARÍSTICA CRISTO NOS TRANSFORMA EN EL

 

Los Padres de la Iglesia hicieron notar la enorme diferencia que hay entre la acción del alimento que da vida al cuerpo y los efectos que en el alma produce el pan eucarístico.

Al asimilar el alimento corporal, lo transformamos en nuestra propia sustancia, en tanto que Cristo se da a nosotros a modo de manjar para transformarnos en El. San León lo expresa así: «No hace otra cosa la participación del cuerpo y sangre de Cristo, sino trocarnos en aquello mismo que tomamos» [Nihil aliud agit participatio corporis et sanguinis Christi, quam ut in quod sumimus transeamus. Sermón LXIV, de Passione, 12, c. 7].

Más categórico es aún San Agustín, quien pone en boca de Cristo estas palabras: «Yo soy el pan de los fuertes; ten fe y cómeme. Pero no me cambiarás en ti, sino que tú serás transformado en mí» (Confess., Lib. VII, c. 4).

Y Santo Tomás condensa esta doctrina en pocas líneas, con su habitual claridad: «El principio para llegar a comprender bien el efecto de un Sacramento no es otro que el de juzgarlo por analogía con la materia del Sacramento... La materia de la Eucaristía es un alimento; es, pues, necesario que su efecto sea análogo al de los manjares. Quien asimila el manjar corporal, lo transforma en sí; esa transformación repara las pérdidas del organismo y le da el desarrollo conveniente. No ocurre así en el alimento eucarístico, que, en vez de transformarse en el que lo toma, transforma en sí al que lo recibe. De ahí que el efecto propio de ese Sacramento sea transformar de tal modo al hombre en Cristo, que pueda con toda verdad decir: "Vivo yo; mas no yo, sino que vive Cristo en mí" (Gál 2,20)» (In IV Senten., Dist. 12, q.2, a.1).

¿Cómo se realiza esa transformación espiritual? Al recibir a Cristo, lo recibimos todo entero: su cuerpo, su sangre, su alma, su divinidad y su humanidad. Nos hace participar de cuanto piensa y siente, nos comunica sus virtudes, pero sobre todo «enciende en nosotros, el fuego que vino a traer a la tierra» (Lc 12,49), fuego de amor, de caridad. En esto consiste la transformación que la Eucaristía produce. «La eficacia de este sacramento, escribe Santo Tomás, consiste en transformarnos de algún modo en Cristo mediante la caridad. Ese es su fruto específico. Y propio es de la caridad transformar al amante en el amado».

Así pues, la venida de Cristo a nosotros tiende por naturaleza a establecer entre sus pensamientos y los nuestros, entre sus sentimientos y nuestros sentimientos, entre su voluntad y la nuestra, tal intercambio, correspondencia y semejanza, que ya nuestros pensamientos, nuestro sentir y nuestro querer no sean otros que los de Jesucristo. « Hoc, enim, sentite in vobis…Tened vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo  Jesús» (Fil 2,5).

Y esto tan sólo por amor: el amor entrega a Cristo la voluntad entera, y con ella todo nuestro ser, todas nuestras energías; de aquí que, siendo el amor el que somete enteramente el hombre a Dios, sea también el que origina nuestra transformación y nuestro desarrollo espiritual. Bien dijo San Juan: «Dios es amor, quien  permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él» (1Jn 4,16).

Si eso falta, ya no hay verdadera «Comunión»; recibimos a Cristo con los labios, comemos pero no comulgamos con Cristo; no comulgamos con su espíritu, con el corazón, con su voluntad, con su alma, con sus sentimientos de tal modo que sea Él ya quien va viviendo cada día más en nosotros y nosotros en Él, pudiendo decir con san Pablo “no soy yo es Cristo quien vive en mí”.

Bien claramente lo indica una oración que la Iglesia pone en labios del sacerdote después de la Comunión: «Haz, Señor, que nuestra alma y nuestro cuerpo estén tan rendidos a la operación de este don celestial, que no sea nuestro propio sentir, sino el efecto de este sacramento el que siempre domine en nosotros» [Mentes nostras et corpora possideat, quæsumus, Domine, doni cælestis operatio; ut non sensus in nobis, sed iugiter eius præveniat effectus. Postcomunión del 15º Domingo después de Pentecostés].

 De esta oración de la Iglesia se colige que la acción de la Eucaristía trasciende del alma aun sobre el mismo cuerpo. Cierto que Cristo se une inmediatamente al alma; cierto que viene, en primer lugar, a asegurar y confirmar su deificación [Ut inter eius membra numeremur cuius corpori communicavimus et sanguini. Postcomunión del sábado de la 3ª semana de Cuaresma]. Pero la unión del cuerpo y del alma es tan honda e íntima, que a la vez que acrecienta la vida del alma y la hace desear ardientemente las delicias de lo Alto, la Eucaristía mitiga los ardores de la carne y pone en paz todo nuestro ser.

Los Padres de la Iglesia [San Justino, Apolog. ad Anton. Pium, n.66. San Ireneo, Contra haereses, lib.V, c.2. San Cirilo de Jerusalén, Catech., XII (Mystag. IV), n.3; Catech., XIII (Mystag. V), n.15] hablan de una influencia aun más directa; y ¿qué tiene esto de particular?

Cuando Jesucristo vivía en el mundo, bastaba el solo contacto con su Humanidad para sanar los cuerpos. Y, ¿habrá disminuido esta virtud curativa porque Cristo se esconda tras los velos de las especies sacramentales? «¿Pensáis, decía Santa Teresa, que no es mantenimiento, aun para estos cuerpos, este santísimo manjar, y gran medicina aun para los males corporales? Yo sé que lo es, y conozco una persona de grandes enfermedades, que estando muchas veces con grandes dolores, como con la mano se le quitaban, y quedaba buena del todo... Cierto, nuestro adorable Maestro no suele mal pagar la morada que hace en la posada de nuestra alma cuando recibe buen hospedaje» (Camino de perfección, cap.34). [La Santa es aún más explícita en el cap.30 de su Vida].

Antes de comulgar, el sacerdote suplica a Cristo que «la recepción de su carne santísima aproveche para defensa del alma y del cuerpo». La misma oración nos hace repetir la Iglesia en varias de sus postcomuniones, al dar gracias a Dios por el don celestial que nos otorga: «Purifica, Señor, nuestras almas, renuévalas por tus celestiales sacramentos, para que aun nuestros cuerpos experimenten tu virtud todopoderosa así en esta vida como en la otra» [Sit nobis, Domine, reparatio mentis et corporis cæleste mysterium. Postcomunión 8º domingo de Pentecostés; Purifica quæsumus, Domine, mentes nostras et renova cælestibus sacramentis: ut consequenter et corporum præsenspariter et futurum capiamus auxilium. Postcomunión 16º dom. de Pentecostés].

No echemos en olvido que Cristo está siempre vivo y activo; cuando viene a nosotros, purifica, eleva, santifica, transforma en cierto modo nuestras facultades, de suerte que, conforme al hermoso pensamiento de un autor antiguo, amamos a Dios con el corazón de Cristo, le alabamos con sus labios, nuestra vida es su vida. La presencia divina de Jesús y su virtud santificadora impregnan tan íntimamente todo nuestro ser, cuerpo y alma con todas sus potencias, que llegamos a ser otros Cristos.

Tal es el efecto verdaderamente sublime de nuestra unión con Cristo en la Eucaristía, unión que cada Comunión tiende a estrechar más y más. ¡Si conociésemos el don de Dios! Porque los que en esta fuente beben el agua de la gracia no tendrán ya más sed quedan satisfechos (Jn 4,13); hallan en esa fuente todos los bienes. «¿Cómo, juntamente con El, no nos dará todas las cosas?» (Rm 8,32). Del altar fluye para nosotros toda bendición y toda gracia.

 

 

4. LA PREPARACIÓN ES NECESARIA PARA ASIMILAR LOS FRUTOS DE LA COMUNIÓN

 

Para recibir los frutos tan abundantes de la comunión es necesario que el alma se prepare convenientemente. Es verdad teológica que los sacramentos producen por sí mismos los frutos para los que fueron instituidos por Cristo, pero para esto el alma tiene que evitar también los obstáculos que se opongan a su acción, como significó el Señor lavando los pies de los discípulos en la Última Cena.

Desde entonces, Cristo desea darse totalmente a sus seguidores y discípulos; vino para esto al mundo, para llenarnos de sus gracias y salvación, de vida eterna ya en el tiempo. Pero sobre todo, quiere darse Él personalmente a cada uno con sobreabundancia, repitiéndonos a cada uno de nosotros lo que decía a sus Apóstoles la víspera de la institución de este Sacramento: «Ardientemente he deseado comer esta cena pascual con vosotros» (Lc 22,15).

Hermanos, no olvidemos nunca que la sagrada Comunión no es invención humana, sino un sacramento instituido por Cristo. Por los tanto, si nuestro divino Salvador instituyó la Eucaristía para unirse a nosotros y hacernos vivir su vida, tengamos por cierto que este Sacramento contiene cuanto es menester para realizar esa unión y llevarla hasta el supremo grado. Virtud y eficacia incomparable contiene esta invención maravillosa para obrar en nosotros una transformación divina.

Es conveniente, queridos hermanos, no olvidar nunca, que Cristo lavó los pies de sus discípulos y les dio el mandato nuevo: “amaos los unos a los otros como yo os he amado” Por lo tanto, todo cuanto se opone a la vida sobrenatural y a la unión y al amor de Dios y de los hermanos es obstáculo para recibir y sacar fruto de la Eucaristía, para comulgar verdaderamente con los sentimientos de Cristo.

El pecado mortal, que causa la muerte del alma es obstáculo absoluto; como el alimento no se da más que a los vivos, así la Eucaristía no se da más que a los que tienen ya la vida de la gracia. Es la primera condición, y basta ella, con «la recta intención», para que todo cristiano pueda acercarse a Cristo y recibir el pan de vida. Así lo declaró en un memorable documento el gran Pontífice Pío X [Decreto del 20-XII-1905. 1905. El Sumo Pontífice explica así la recta intención: «Consiste en acercarse a la sagrada mesa no por rutina, o por vanidad, o por miras humanas, sino por cumplir la voluntad de Dios, unirse a El más estrechamente por la caridad, y, merced a este divino remedio, combatir los propios defectos y debilidades»]. Y El sacramento obra todo esto ex opere operato, por el mero hecho de recibirlo, como afirmamos en teología; la Eucaristía, por sí misma, nutre al alma y acrecienta la gracia, al propio tiempo que el hábito de la caridad. Ese es el fruto primario y esencial del sacramento.

La Eucaristía bien celebrada o recibida produce otros muchos frutos, como son gracias actuales para vivir mejor el amor a Dios y a los hermanos, nos estimulan a cumplir la voluntad divina, a evitar el pecado, y llenan de gozo el alma: «La Dulzura de ese pan celestial, lleno de suavidad», se comunica al alma para avivar su devoción en el servicio de Dios, y fortalecerla contra el pecado y las tentaciones [+Catecismo del Concilio de Trento, cap.XX, 1].-

Ahora bien, estos efectos secundarios pueden ser más o menos abundantes; y, de hecho, dependen, en no corta medida, de nuestras disposiciones, máxime cuando el amor, principio de unión, es el móvil que nos impulsa a preparar al Señor una morada menos indigna y a tributarle nuestro mayor afecto y ternura al venir a nosotros.

Por eso, antes de comulgar, debemos recogernos en oración para prepararle, en cuanto nos sea posible, una morada digna en nuestro corazón, y nos recompense en fervores divinos como recompensó los deseos y esfuerzos de Zaqueo. Este príncipe de los publicanos sólo quería ver a Jesús; y el Señor, al encontrarle, se adelanta a sus deseos y le dice que va a alojarse en su casa. Y la visita le vale el perdón y la salvación.

Ved también lo que acontece cuando Simón el fariseo recibe a nuestro Señor. Durante el convite, una mujer, Magdalena, entra en el aposento, se acerca a Jesús y derrama olorosos perfumes sobre sus pies, y los besa reverente. Los comensales saben que aquella mujer es una pecadora, y Simón fariseo se indigna y piensa en su interior: «¡Si Jesús supiese quién es esa mujer!...» Conoce Cristo aquellos pensamientos secretos y se convierte en abogado de la mujer, poniendo en parangón lo que ella hace por agradarle con lo que el fariseo ha dejado de hacer al ejercer su hospitalidad para con Jesús: «¿Ves esa mujer?, dice Jesús a Simón. Entré en tu casa y no me has dado agua con que lavar mis pies, pero ella los ha bañado con sus lágrimas y enjugado con sus cabellos. Tú no me has dado el ósculo de paz; pero ésta, desde que llegó, no ha cesado de besar mis pies. Tú no has ungido con óleo mi cabeza, y ésta ha derramado perfumes sobre mis pies. Por todo lo cual te digo que le son perdonados sus muchos pecados, porque ha amado mucho...» Luego dijo a la mujer: «Perdonados te son tus pecados, tu fe te ha salvado; vete en paz» (Lc 7, 36-39; 44-50).

Ya veis, pues, cómo el Señor tiene en cuenta las disposiciones, las pruebas de amor con que le recibimos. La Eucaristía es el sacramento de la unión, y cuantos menos estorbos encuentra Cristo para que esa unión sea perfecta, tanto más obra en nosotros la gracia del sacramento. El Catecismo del Concilio de Trento nos dice que «recibimos toda la plenitud de los dones de Dios cuando recibimos la Eucaristía con corazón bien dispuesto y perfectamente preparado» (Cap. XX, 3).

 

 

 

 

 

5. DISPOSICIONES NECESARIAS ANTES DE COMULGAR: ORIENTAR TODA NUESTRA VIDA EN ORDEN A LA COMUNIÓN

 

Hay, con todo, una disposición general muy importante, fundada en la misma naturaleza de nuestra unión con Cristo, y que sirve admirablemente de preparación permanente y perfección de la comunión sacramental, y es vivir durante el día en deseos de santidad y de donación total de uno mismo a Jesucristo.

Cuanto más arraigo tenga en nosotros esa disposición fundamental de santidad y unión con Cristo, renovada durante el día, mantenida con deseos de morir al pecado y vivir para Dios, tanto mejor será nuestra preparación remota para recibir la abundancia de la gracia eucarística.

Porque guardar apego, aunque sea al pecado venial y a las imperfecciones y negligencias deliberadas y consentidas son cosas que impiden la unión total de amor en la comunión sacramental cuando el Señor viene a nosotros para llenarnos de sus sentimientos y deseos de amor y entrega total.

Si ansiamos esa unión perfecta, no hemos de «regatear» a Cristo nuestra libertad de corazón; ni reservar en ese corazón un lugar, por angosto que sea, a la criatura amada en cuanto tal. Hemos de vaciarnos de nosotros mismos, desasirnos de las criaturas, suspirar por el advenimiento perfecto del reino de Jesucristo a nosotros mediante la sumisión de todo nuestro ser a su voluntad: “Sed santos como vuestro Padre celestial es santo”, y esto se realiza en nosotros por el amor y la acción santificadora del  Espíritu Santo.

Lo que impide a Cristo el identificarnos completamente con Él cuando viene a nosotros son nuestras pecados e imperfecciones en las que caemos y volvemos a caer, pero es precisamente este deseo que Cristo nos llene totalmente de su ser y existir, de sus virtudes y carismas lo que no impulsa cada día  a empezar de nuevo con su presencia y su fuerza dentro de nosotros por la comunión diaria. El motivo principal de comulgar es llegar a la plena identificación de vida con Cristo. Y Él viene con amor a nosotros cada día para ayudarnos a corregir esas faltas y a llevar con paciencia esas flaquezas; “ porque es compasivo y misericordioso” y «ha cargado con todas nuestras dolencias» (Is 53,4).

Lo que pone trabas a la perfecta unión son los hábitos malos, consentidos y de los que no queremos despegarnos, y a los que, por falta de generosidad, no nos atrevemos a combatir; es el apego voluntario a nosotros mismos y a nuestros fallos. Mientras no trabajemos eficazmente por desarraigar esos malos hábitos y por romper esas ligaduras a fuerza de una constante vigilancia sobre nosotros mismos y de la mortificación, Cristo no podrá hacemos participantes de la plenitud de su gracia. Precisamente para esto comulgamos o celebramos la Eucaristía todos los días.

Precisamente como Cristo en la Eucaristía se ofreció con amor extremo por nosotros al Padre para perdonar nuestros pecados y deficiencias de amor y se no dio como alimento de vida y amor total amor al Padre y a los hermanos es por lo que nosotros tenemos que conseguir este amor y caridad en la misa y comunión eucarística, especialmente luchando contra las deficiencias y faltas deliberadas o habituales de caridad contra el prójimo. Ya desarrollaré este punto cuando exponga los motivos que tenemos para amarnos mutuamente, pero no estará de más decir aquí algunas palabras.

Cristo es uno con su cuerpo místico, toda la iglesia, todos los cristianos, todos los hombres. Cuando comulgamos, debemos hacerlo con Cristo total, entero, es decir, unirnos por la caridad con Cristo en su ser físico y humano, y con su ser o cuerpo místico y espiritual, con toda su iglesia de la que Él es cabeza. «Quiso Nuestro Señor, dice el Concilio Tridentino, dejarnos este Sacramento como símbolo de la íntima unión de ese cuerpo místico, cuya cabeza es El» (Sess. XIII, cap.2). «No hay más que un solo pan, dice San Pablo hablando de la Eucaristía; así también, aunque seamos muchos, formamos sólo un cuerpo todos los que participamos de un mismo pan» (1Cor 10,17).

Escuchad lo que el mismo Cristo dice: «Si al tiempo de presentar tu ofrenda en el altar, te acuerdas de que tu hermano tiene alguna queja contra ti, deja allí mismo tu ofrenda delante del altar, y ve primero a reconciliarte con tu hermano, y después vuelve a presentar tus dones». (Mt 5, 23-24).

Por eso, hermanos, cualquier gesto o palabra consentida o el más leve resentimiento para con el prójimo, albergado en el corazón, impiden una comunión verdadera con Cristo que nos dijo “amaos los unos a los otros como yo os he amado” y constituye un obstáculo serio para la perfección de esta unión que Nuestro Señor quiere entablar con nosotros en la Eucaristía.

Si en nuestro corazón descubrimos algún apego voluntario y desordenado a nuestro propio juicio o a nuestro amor propio, o sobre todo si anidan en nosotros hábitos contrarios a la caridad, estemos ciertos de que mientras no luchemos por superarlos, será limitada la percepción de los frutos del Sacramento.

En cambio, si luchamos por corregirnos de estos defectos y vivimos y comulgamos con esta actitud puedo aseguraros por la experiencia personal y por las palabras de Cristo que no encontraremos mejor ayuda y medicina y vitaminas de amor fraterno que comulgando con el Cristo que murió perdonándonos a todos: Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen. En la Comunión con Él encontramos la fuerza que necesitamos para vivir como Él y con Él, para tener su misma vida y sentimientos

Verdad es, repitámoslo, que nuestras disposiciones no causan la gracia del Sacramento, no hacen sino dejar que la gracia fluya libremente, apartando todos los impedimentos; pero debemos, no obstante, abrir y dilatar nuestros corazones cuanto podamos a la efusión de los dones divinos.

Disposición excelente es, por tanto, procurar con diligencia no rehusar nada a Cristo: un alma que habitualmente se halla dispuesta a desechar de sí todo aquello que en algo puede herir la vista del Divino huésped, y a cumplir siempre su voluntad adorable, está admirablemente dispuesta para recibir la fuerza y la gracia del Sacramento.

Y la razón es obvia. La Eucaristía es Sacramento de unión, como lo indica su mismo nombre. Cristo viene a nosotros para unirnos a El. Unir es hacer de dos cosas una sola. Y nosotros nos unimos a Cristo tal como El es. Pues bien, toda Comunión supone el sacrificio del altar, y, por consiguiente, el de la Cruz. En la ofrenda de la Misa, Cristo nos asocia a su cualidad de sacerdote y víctima; en la Comunión nos hace partícipes de esta condición. El santo sacrificio supone, según hemos explicado, la oblación interior y plena que Jesús hizo de sí mismo a la voluntad de su Padre al entrar en el mundo, oblación que renovó a menudo durante su vida y a la que dio remate con su muerte cruenta en el Calvario.

Todo esto, en frase de San Pablo, nos lo recuerda la sagrada Comunión.«Siempre que comáis de este pan y bebais de este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que vuelva» (1Cor 11,26). Cristo se nos da a todos nosotros como alimento de vida eterna, pero sólo después de haber muerto por nosotros.

Por eso, en la Eucaristía -sacrificio y comunión, los caracteres de víctima y alimento son inseparables. Por eso es tan importante esta disposición habitual de oblación total de sí mismo por Cristo al Padre por amor extremo hasta dar la vida. Así tenemos nosotros que celebrar y comulgar, amando hasta el extremo al Padre y a Cristo entero, esto es, a Cristo místico, a todos nuestros hermanos, que son los miembros de su cuerpo místico.

Cuando el Señor halla un alma así dispuesta, entregada del todo y sin reserva a su divino querer, se manifiesta en ella con aquella virtud divina que por no encontrar obstáculo ninguno, obra maravillas de santidad. La carencia de esa disposición requerida para que la unión sea más íntima es la razón de que muchas almas adelanten tan poco en la perfección, aunque comulguen a menudo.

Cristo no encuentra la docilidad sobrenatural que reclama para obrar libremente en ellas; sus afectos están divididos y repartidos entre Dios y las criaturas, por el apego voluntario que conservan a su vanidad, a su amor propio, a su susceptibilidad, a su egoísmo, a sus celos, a su sensualidad, cosas todas que impiden que la unión entre ellas y Cristo se realice con esa intensidad, esa plenitud mediante la cual se realiza de un modo total y perfecto la transformación del alma.

Pidamos al Señor que El mismo nos ayude a adquirir poco a poco esa disposición fundamental; es sobremanera deseable porque prepara maravillosamente nuestra alma para la acción del Sacramento de amor y unión divina.

A esta disposición de unión, que sirve admirablemente de preparación habitual, podemos añadir otra, remota igualmente, pero más bien actual, que consiste en orientar cada día, por un acto explícito, todas nuestras acciones hacia la comunión, de modo que nuestra unión con Cristo en la Eucaristía sea verdaderamente el sol y centro de nuestra jornada, de nuestra vida.

Cuando San Francisco de Sales se ordenó sacerdote, tomó la resolución de convertir todos los momentos del día en preparación al sacrificio eucarístico que había de celebrar al día siguiente, de manera que pudiese responder con verdad, si le preguntaban en qué se ocupaba: «Me preparo a celebrar la Misa» (Hamon, Vida de San Francisco de Sales, t.I, lib.II, cp.1). Es práctica recomendable y excelente.

Porque si es cierto, queridos hermanos, lo que nos dijo el Señor «sin mí no podéis hacer nada», nunca es más verdad esto que cuando tratamos de llevar a cabo la acción más santa de cada día. Unirse sacramentalmente a Cristo en la Eucaristía es para la criatura el acto más sublime que puede realizar; en su comparación nada es toda la sabiduría humana, por eminente y grande que ella sea. Sin la ayuda de Cristo, somos incapaces de disponernos convenientemente para unirnos a El. Nuestras plegarias demuestran el respeto que Jesús nos inspira; pero ha de ser El mismo quien se ha de preparar una morada en nosotros, como lo afirma el Salmista: «El Altísimo ha de santificar su tabernáculo» (Sal 45,5).-

Estas debieran ser nuestras peticiones cuando vayamos a visitar al Señor Sacramentado: «Señor mío Jesucristo, Verbo humanado, quiero prepararte una morada en mí, pero me reconozco incapaz de hacerlo: Tú, que eres sabiduría eterna, por tus méritos infinitos, prepara mi alma para ser templo tuyo, haz que sólo a Ti me adhiera; te ofrezco los actos y penas de este día, para que los tornes gratos a tus divinos ojos, de forma que al celebrar la santa misa no me presente ante ti, vacío de ofrenda y sacrificio».

Esta oración es excelente, pues mediante ella enderezamos todas las obras del día a la unión con Cristo; el amor, principio de unión, inspira todos nuestros actos. Lejos de murmurar, si algo nos acaece penoso o desagradable, por un acto de amor ofrezcámoslo al Señor para que al celebrar la santa misa y la comunión nos encontremos preparados para hacer y recibir estos sacramentos por Cristo, con Él y en Él, y sean así una eucaristía y comunión perfecta con Él al Padre. 

 

 

 

 

 

6. DISPOSICIONES PRÓXIMAS PARA LA COMUNIÓN: FE, CONFIANZA Y AMOR; LA COMUNIÓN ES LA MÁS ALTA UNIÓN CON CRISTO

 

Una de las disposiciones inmediatas de mayor importancia es la fe.- La Eucaristía es por esencia [Mysterium fidei, «misterio de fe» profesión que se proclama en la misa en la consagración de la preciosa Sangre]. Cierto que todos los misterios de Cristo son misterios de fe, pero en ninguno se requiere y se ejercita tanto la fe como en este sacramento, porque en él ni la razón ni los sentidos ven cosa alguna de Cristo.

Recorramos toda la vida de Cristo: en el pesebre: Cristo es un niño recién nacido, pero los ángeles cantan su venida para manifestar que es Dios y el Salvador de los hombres. Durante su vida pública, sus milagros, especialmente la resurrección de tres muertos y la sublimidad de su doctrina “jamás hombre alguno habló como este” dan testimonio de que es Hijo de Dios; en el Tabor, su humanidad se transfigura en su divinidad; hasta en la Cruz no se vela del todo su divinidad; la Naturaleza proclama, al conmoverse, que el crucificado es el creador del mundo: “ Y el centurión que estaba delante de él, al ver que, después de clamar así, había expirado, dijo: ¡Verdaderamente este hombre era el Hijo de Dios!”  (Lc 23,44 y 45).

En cambio, en el altar no aparecen ni la humanidad ni la divinidad [Latet simul et humanitas. Himno Adoro te]. Para los sentidos, vista, gusto, tacto, no hay sino pan y vino. Para rebasar esas apariencias y penetrar por entre esos velos hasta las realidades divinas, menester son los ojos de la fe: es lo primero que se requiere.

Con claridad meridiana se echa esto de ver cuando se lee el capítulo de San Juan en que se narra cómo Jesús anunció a los judíos el misterio de la Eucaristía (Jn 6, 30-70). La víspera acaba el Señor de mostrar su bondad y su poder dando de comer a unos cinco mil hombres con sólo cinco panes y algunos pececillos. Al ser testigos de este milagro estupendo, los judíos exclamaron: «Este es el profeta que ha de venir». Y pasando del pasmo a la acción, quisieron arrebatarle para crearle rey.-

Entonces Jesús les revela un misterio mucho más grandioso que el prodigio que acaban de presenciar: «Yo soy el pan de vida que ha bajado del cielo». Y esas palabras bastan para que al punto se alcen murmullos entre los judíos. «¿No es acaso el hijo de José? Conocemos a su padre y a su madre; pues ¿cómo dice él: He bajado del cielo?» -Y Jesús les responde: «No andéis murmurando entre vosotros. Yo soy el pan de vida; vuestros padres comieron el maná en el desierto, y murieron. Este es el pan que desciende del cielo, a fin de que, quien comiere de él, no muera. Quien comiere de este pan, vivirá eternamente; y el pan que yo daré es mi misma carne entregada por la vida del mundo».

Comenzaron entonces los judíos, cada vez más incrédulos, a discutir unos con otros, diciendo: «¿cómo puede éste darnos a comer su carne?» -Cristo, empero, no retira o desdice ninguna de sus afirmaciones, antes al contrario, las confirma de un modo más explícito, diciendo: «En verdad, en verdad os digo que si no comiereis la carne del Hijo del hombre y no bebiereis su sangre, no tendréis vida en vosotros. Quien come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna; y Yo le resucitaré en el último día, porque mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida».

La incredulidad llega también hasta sus mismos discípulos. Algunos de entre ellos lo oyen y protestan. «Dura es esta doctrina, y, ¿quién puede escucharla?». Y desde ese momento, añade San Juan, muchos de sus discípulos, escandalizados, perdieron la fe en Jesús; le abandonaron y ya no andaban con El...- Cuando se hubieron ido, Jesús, vuelto a los doce Apóstoles, les dijo: «Y vosotros, ¿queréis también retiraros?» Y Simón Pedro dijo: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. Y nosotros hemos creído y conocido que Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios».

Queridos hermanos, creamos también nosotros con Pedro y los Apóstoles que permanecieron fieles. Que supla la fe a nuestros sentidos [Præstet fides supplementum sensuum defectui. Himno Pange lingua]. Cristo lo ha dicho: Este es mi cuerpo, ésta es mi sangre; tomad, comed, y tendréis vida».

Tú lo has dicho, Señor; basta la fe, yo creo. Ese pan que nos das, eres Tú mismo, Cristo, Hijo amado del Padre; Tú mismo, que te encarnaste y entregaste por mí, que naciste en Belén, que viviste en Nazaret, que sanaste a los enfermos, que diste vista a los ciegos, que perdonaste a la Magdalena y al Buen Ladrón, que en la última Cena dejaste a San Juan reclinar su cabeza sobre tu corazón.

Ese pan eres Tú, que eres camino, verdad y vida, que diste tu vida por mi amor, que subiste a los cielos, y ahora, a la diestra del Padre, reinas con El e intercedes sin cesar por nosotros.

¡Oh Jesús, Verdad eterna! Tú afirmas que estás presente en el altar, real y sustancialmente, con tu humanidad y con todos los tesoros de tu divinidad; yo lo creo, y porque lo creo, me postro en tu presencia para adorarte. Recibe, como mi Dios y mi todo, este tributo de mi adoración.

Queridos hermanos, este es el acto de fe más sublime que podemos hacer, y el homenaje más completo de adoración que debemos tributar a Cristo Eucaristía por este amor extremo a todos los hombres hasta el punto, no solo de hacerse hombre, siendo Dios, sino un trozo de pan. Y todo por amor a ti y a cada uno de nosotros.

Debemos  también, queridos hermanos, tributar a Cristo un acto de confianza, pues Cristo, al que contemplamos con los ojos de la fe, viene a nosotros como cabeza nuestra y como el primogénito de entre nuestros hermanos. Avivemos, pues, nuestros deseos. «¡Oh Señor Jesús!, debemos decirle con el sacerdote, al tiempo de la comunión, no mires mis pecados, que detesto, sino a la fe de tu Iglesia, que me dice que estás realmente presente bajo los velos de la hostia, para venir a mí. Tienes, Señor, poder para atraerme enteramente a Ti, para transformarme en Ti. Me entrego por completo a Ti para que te hagas dueño de todo mi ser, de toda mi actividad, para que yo no viva sino de Ti, por Ti y para Ti».

Si pedimos esa gracia, no dudemos que Cristo nos la otorgará; por eso hemos de llegar hasta importunarle, sin poner límites a nuestros santos deseos. Si nos diéramos cuenta de las riquezas que este sacramento encierra -son infinitas, puesto que contiene al mismo Cristo [continet in se Christum passum. Santo Tomás, In Ioan. Evg. c.VI, lect. 6. Y también: effectus quem passio Christi fecit in mundo, hoc sacramentum facit in homine. III, q.79, a.1]-, si pudiésemos comprender los frutos que en nosotros es capaz de producir la venida de Cristo, arderíamos en deseos de verlos convertidos en realidad. Todos los frutos de la Redención están en él contenidos «para nuestro provecho», «para que sintamos constantemente en nosotros los frutos de tu Redención» [ut redemptionis tuæ fructum un nobis iugiter sentiamus. Oración de la fiesta del Santísimo Sacramento].

El Señor viene a nosotros por la Eucaristía porque desea ardientemente comunicárnoslos; pero exige que dilatemos nuestros corazones por medio del deseo y de la confianza. «Dios sabe ciertamente lo que necesitamos, dice San Agustín [Epist. CXXX, c. 8. Lo dice de la vida eterna, pero puede muy bien aplicarse a la Eucaristía, que es prenda de esa vida: Et futuræ gloriæ nobis pignus datur]; pero quiere que nuestro deseo se inflame en la oración para hacernos más capaces de recibir lo que El nos prepara.

Y tanto más capaces seremos de recibir el pan de vida cuanto nuestra fe en esta vida sea más grande nuestra esperanza más firme, nuestro deseo más ardiente». «Abre tu boca y Yo la llenaré», nos dice Cristo, como antaño al Salmista (Sal 80,11), «Abrete por la fe, por la confianza, por el amor, por santos deseos, por el abandono en Mí, y Yo te llenaré».

-¿De qué, Señor? -De Mí mismo. Yo me daré a ti, todo entero, con mi humanidad y mi divinidad, con el fruto de mis misterios con el mérito de mis trabajos, con la satisfacción de mis dolores, con el valor de mi Pasión. Bajaré a ti, como cuando vine a la tierra, para «destruir y arruinar la obra de Satanás» (1Jn 3,8), para tributar a mi Padre juntamente contigo, homenajes divinos, te haré partícipe de los tesoros de mi divinidad, de la vida eterna que yo recibo del Padre y que mi Padre quiere que te comunique para que en todo te asemejes a mí; te colmaré de mi gracia para ser yo mismo tu sabiduría, tu santificación, tu camino, tu verdad y tu vida. Serás como otro yo mismo, en quien, como en mí y a causa de mí, pondra el Padre todas sus complacencias... «Dilata tu alma y yo la llenaré».

¿No bastarán estas palabras para entregarnos de todas veras a Cristo, a fin de que su gracia nos invada y realice en nosotros todos sus divinos anhelos? Observad cómo Cristo nos devuelve lo que le damos, cómo acrecienta en nosotros esa fe, esa confianza, ese amor con que nos disponemos a recibirle.-

Es el Verbo, la palabra eterna, que susurra en lo íntimo de nuestro corazón los secretos divinos y nos inunda con su luz esplendorosa, pues el Verbo ilumina a todo hombre que viene a este mundo.-

Es también el que bajó a la tierra para nuestra salud, y el que en esa unión eucarística nos va a aplicar los méritos infinitos de su muerte. ¡Qué paz y qué inquebrantable seguridad comunica Jesús al alma que le recibe! No contento con aplicarle sus méritos satisfactorios, le da prenda segura de la futura gloria [Et futuræ gloriæ nobis pignus datur. Antífona de Vísperas de la festividad del Corpus].

Por fin, Cristo aviva el amor; el amor vive de unión. Es éste Verdaderamente, el sacramento de vida y del acrecentamiento espiritual. Cada comunión bien hecha, nos acerca más y más a nuestro modelo; y en especial, nos hace penetrar y ahondar más en el conocimiento, en el amor y en la práctica del misterio de nuestra predestinación y de nuestra adopción en Cristo Jesús, nuestro hermano mayor, perfeccionando en nosotros la gracia de la filiación divina.

Tan importante es esto, que insistiré sobre ello. Toda nuestra santidad se reduce a participar, por medio de la gracia, de la filiación divina de Jesucristo, a ser, por la adopción sobrenatural, lo que Cristo es por naturaleza. Cuanto mayor sea esa participación, tanto más elevada será nuestra santidad.-

¿Qué es lo que nos hace coherederos de Cristo e hijos de Dios? Nos lo dice San Juan: «Es la fe, mediante la cual recibimos a Cristo, origen de toda gracia». «A todos los que le recibieron les dio facultad para convertirse en hijos de Dios; a todos los que creen en su nombre» (Jn 1,12).

Por tanto, cuanto más arraigada y profunda sea la fe con que a Cristo recibimos, mayor donación nos hará de lo que en El hay de más sublime: su cualidad de Hijo de Dios; tanto mayor será el grado de nuestra participación en su filiación divina.

Pues bien; no hay acto en que nuestra fe pueda ejercitarse con mayor intensidad que el de la Comunión, no hay homenaje de fe más sublime que el de creer en Jesucristo, oculto en cuanto Dios y en cuanto Hombre tras los velos de la sagrada hostia.-

Cuando los judíos veían a Cristo realizar los más estupendos milagros, como la multiplicación de los panes en el desierto, se sentían inclinados por la realidad extraordinaria de esos hechos, a reconocer la divinidad de Jesús, era ése un acto de fe, es cierto pero no difícil de hacer.-

En cambio, cuando el Señor decía a los judíos: «Yo soy el pan de vida, que ha bajado del cielo», era ya cosa más ardua el asentir a sus palabras, tanto, que muchos de sus oyentes no fueron capaces de este acto, y abandonaron a Cristo para siempre.-

Mas cuando Cristo, mostrándonos un poco de pan, y un poco de vino, nos afirma: «Este es mi cuerpo», «ésta es mi sangre», y nuestra inteligencia, descartando lo que ante los sentidos aparece, presta asentimiento a estas palabras, y nuestra voluntad nos lleva a la sagrada mesa con respeto y amor, para mostrar con obras ese asentimiento nuestro, hacemos el acto de fe más excelso y más absoluto que un hombre puede rendir.

Recibir a Cristo sacramentado es, pues, hacer el acto de fe más elevado, y por tanto, participar en sumo grado de su filiación divina. Y he ahí por qué toda comunión bien hecha es para el cristiano tan vital y tan fecunda; no ya sólo porque en ella recibimos al mismo Cristo, sino también porque de ningún, modo puede manifestarse nuestra fe más viva y más intensa; porque el acto de fe que ejecutamos no es sólo de la inteligencia, sino que todo nuestro ser concurre a él cuando nos acercamos al altar.

Así, pues, la comunión eucarística es el acto más perfecto de nuestra identificación con Cristo por la adopción divina.- No hay instante en que con mayor razón podamos decir a nuestro Padre celestial: «Oh Padre celestial, yo vivo en tu Hijo Jesús, y tu Hijo vive en mí. Tu Hijo, que procede de Ti, recibe con toda plenitud comunicación de tu vida divina; yo he recibido con fe a tu Hijo, la fe me dice que en este momento yo estoy con El; y, puesto que participo de su vida, mírame, Señor, en El, por El y con El, como a hijo de tus complacencias». ¡Qué gracias, qué luz, qué fuerza infunde a los hijos de Dios semejante plegaria! ¡Qué sobreabundancia de vida divina, qué unión tan estrecha, qué adopción tan profunda no nos comunica este acto de fe! Llegamos al último grado, a la cumbre más alta de la adopción divina, que nos es dado alcanzar en este mundo.

 

 

 

7. ACCIÓN DE GRACIAS DESPUÉS DE LA COMUNIÓN: «MEA OMNIA TUA SUNT ET TUA MEA»

 

Después de recibir al Señor, la acción de gracias es totalmente personal. Por eso hay respetarlas siempre que estén dentro la fe y el amor a Cristo y a los hermanos. Unos, silenciosamente recogidos, adoran al Verbo en su pecho. La humanidad que recibimos es la humanidad del Verbo Eterno- el Verbo está todo entero en su Padre; El nos lleva a esos actos de adoración intensa que la humanidad de Cristo tributa a la Trinidad beatísima.

Otros, sentados como Magdalena a los pies de Jesús, se entretienen familiarmente con El, escuchando sus palabras en el fondo del alma y dispuestos a darle todo cuanto les pida; pues en esos momentos en que mora en nosotros la luz divina, suele Jesús, no pocas veces, mostrar al alma lo que de ella quiere y reclama. «Este, pues, es buen tiempo, dice Santa Teresa, para que os enseñe nuestro Maestro, para que le oigamos y besemos los pies, porque nos quiso enseñar, y le supliquemos no se vaya de con nosotros» (Camino de Perfección, cap.34).

También puede leerse reposadamente, como si escuchásemos a Cristo, el magnífico discurso después de la Cena, cuando Jesucristo hubo instituido este Sacramento: «Creed que yo estoy en el Padre y el Padre está en Mí...; el que guarda mis mandamientos, ése me ama, y quien me ama, será amado de mi Padre, y Yo también le amaré y me manifestaré a él... Como mi Padre me amó, así también Yo os he amado; permaneced en mi amor... Os he dicho estas cosas para que mi gozo esté en vosotros y vuestro gozo sea cumplido... Os he llamado mis amigos, porque todo cuanto he escuchado de mi Padre os lo he manifestado... El mismo Padre os ama porque vosotros me habéis amado y habéis creído que Yo he salido del Padre... Estas cosas os he dicho para que en Mí tengáis paz; el mundo os perseguirá, pero confiad en Mí; Yo he vencido al mundo» (Jn 14 y 15).

También podemos conversar mentalmente con Nuestro Señor, como si estuviéramos al pie de la cruz, o bien orar vocalmente rezando los salmos referentes a la Eucaristía. «El Señor me gobierna, nada me faltará; El me hace descansar entre sabrosos pastos; me ha conducido junto a las aguas refrescantes y hace revivir mi alma. Aunque anduviese envuelto por las sombras de la muerte, no temeré ningún mal, pues tú, Señor, estás conmigo» (Sal 23, 1-4).

Todas esas disposiciones del alma son excelentes; la inspiración del Espíritu Santo es infinitamente variada. Todo estriba en que reconozcamos la magnitud del don divino, que San Pablo llama «inefable» (2Cor 9,15) y vayamos a sacar de los tesoros de ese don infinito cuanto necesitamos nosotros, nuestros hermanos y la Iglesia entera; pues «el Padre ama al Hijo y todo lo ha puesto en sus manos» (Jn 3,35) para que nos lo comunique.

Cristo, pues, al darse, nos da todas las cosas con El; igualmente nosotros debemos entregarnos a El enteramente, repitiéndole, desde lo íntimo del corazón, aquellas sus palabras: «Quiero obrar siempre lo que es grato a sus ojos» (ib. 8,29); o también aquellas palabras de Jesús a su Padre en la última Cena, palabras que son la expresión acabada de la unión perfecta: «Todas mis cosas son tuyas, como las tuyas son mías» (ib. 17,10).

Ese es, lo repito, el fruto propio de la Eucaristía: la identificación del hombre con Cristo, por la fe y el amor. Si recibís bien el cuerpo de Cristo, dice admirablemente San Agustín, sois eso mismo que recibís. [La virtud peculiar de este alimento es producir la unidad, unirnos tan estrechamente al cuerpo de Cristo que, hecho miembros suyos, seamos nosotros mismos aquello que recibimos. Virtus ipsa quæ ibi intelligitur unitas est, ut redacti in corpus eius, effecti membra eius, simus quod accipimus. Sermo LVII, c. 7].

Cierto que el acto mismo de la comunión es transitorio y pasajero; mas el efecto que produce, la unión con Cristo, vida del alma, es de suyo permanente, y se prolonga todo el tiempo y en la medida que nosotros queremos.

La Eucaristía no es el sacramento de la vida sino porque es el sacramento de la unión; preciso es que «permanezcamos en Cristo y que Cristo permanezca en nosotros». No dejemos que en el transcurso del día se amengüe el fruto de la unión y de la recepción eucarística, por causa de nuestra ligereza, de nuestra disipación, de nuestra curiosidad, de nuestra vanidad, de nuestro amor propio. Es un pan vivo, pan de vida, pan que hace vivir, el que hemos recibido. Acabamos de realizar el acto vital sobrenatural por excelencia.

Por lo tanto, debemos ejecutar obras de vida, obras de hijos de Dios, después de habernos alimentado con este pan divino para transformarnos en El, pues el que afirma que permanece en Cristo, ha de vivir como Cristo mismo vivió (1Jn 2,6). [Eso mismo nos manda pedir la Iglesia en la misa del segundo domingo después de Pentecostés: «Haz, Señor, que esta oblación de tu divino Hijo... nos vaya llevando de día en día a la práctica de una vida del todo celestial»].

Y no digamos, para excusar nuestra pereza y ocultar la falta de generosidad, que somos flacos y débiles. Cierto es y más de lo que pensamos, pero al lado de ese abismo de nuestra flaqueza, que Cristo conoce mejor que nosotros, hay otro abismo: el de los méritos y tesoros infinitos de Cristo; y mediante la comunión, nuestros son esos méritos y esos tesoros, pues Cristo está en nosotros.

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