1- PASCUA: RESUCITAR CON CRISTO POR LA EUCARISTÍA Y LA TRANSFORMACIÓN DE NUESTRAS VIDAS. POR EL BAUTISMO SE INAUGURA EN NOSOTROS LA GRACIA PASCUAL.

1- PASCUA: RESUCITAR CON CRISTO POR LA EUCARISTÍA Y LA TRANSFORMACIÓN DE NUESTRAS VIDAS. POR EL BAUTISMO SE INAUGURA EN NOSOTROS LA GRACIA PASCUAL.

 

En el bautismo recibimos la vida de Cristo resucitado que debe ser modelo de la nuestra. No nos mereció esta vida nueva solo con su resurrección sino con toda su vida, especialmente con su muerte y resurrección, hechos presentes en la Eucaristía, desde la Encarnación hasta su Ascensión, “viviendo siempre ya para interceder por nosotros...Por el bautismo fuimos sepultados con Cristo para morir al pecado, para vivir ya la nueva vida en Cristo”. Hemos resucitado con Cristo para que podamos vivir su vida gloriosa, especialmente por la Eucaristía.

Este «vivir para Dios», la vida resucitada en Cristo, la vida de gracia recibida  en el bautismo y potenciada comprende una infinidad de grados; supone, primero, que uno está totalmente reñido con el pecado mortal, puesto que éste es del todo incompatible con la vida divina. Supone además abstención de pecado venial y de sus raíces y desasimiento de todo lo creado y de todo móvil humano.

Cuanto mayor sea la separación, tanto más libres y espiritualizados estaremos y mayor incremento tomará en nosotros la vida divina; pues a medida que el alma se desliga de lo humano, así va gustando y saboreando las cosas celestiales y vive de la misma vida divina.

En este estado felicísimo, no sólo se ve el alma libre de todo pecado, sino que obra ya solamente a impulsos de la gracia y por un motivo sobrenatural. Ahora bien, cuando este motivo se extiende a todas sus acciones, cuando el alma, por un movimiento de amor habitual y estable, lo endereza y refiere todo a Dios, a gloria de Cristo y del Padre, entonces, se puede decir, ha llegado a la plenitud de la vida, a la santidad: Vivít Deo.

Ya habréis notado que la Iglesia durante el tiempo pascual nos habla muy a menudo de vida, y no tanto por haber vencido Cristo a la muerte con su Resurrección, cuanto por haber vuelto a abrir a las almas las fuentes de vida eterna.

Esta vida la hallamos en Cristo: «Yo soy la vida» ». Por eso también nos hace leer la Iglesia, repetidas veces, la parábola de la viña, en estos santos días... «Yo soy, dice Jesús, la viña, y vosotros los sarmientos; permaneced en mí y Yo en vosotros, porque sin mí no podéis hacer nada» ». Es necesario permanecer en Cristo y que Él permanezca en nosotros para poder cosechar copiosos frutos.

¿Y de qué modo? Por su gracia, por la fe que en Él tenemos, por las virtudes que en Él imitamos como en ejemplar perfecto. Cuando renunciando al pecado morimos a nosotros mismos, «como muere en la tierra el grano de trigo antes de producir sus fecundas espigas»; cuando obramos únicamente bajo la inspiración del Espíritu Santo y conforme a los preceptos y máximas del Evangelio, entonces la vida divina de Cristo se derrama pujante en nuestras almas y entonces vive en nosotros, como dice el Apóstol: «Pero vivo.., no ya yo, sino Cristo vive en mí» ».

Tal es el ideal de la perfección: Vivir para Dios en Jesucristo. Mas no podemos llegar a Él en un día, pues la santidad, que se inicia en el bautismo, no se labra sino poco a poco y como por etapas sucesivas. Procuremos obrar de tal suerte que cada Pascua, cada día de ese sagrado tiempo que abarca desde Resurrección a Pentecostés produzca en nosotros una muerte más completa al pecado, a las criaturas, y mayor acrecentamiento de la vida de Cristo.

Es preciso que Jesucristo reine en nuestros corazones y que todo cuanto tenemos le esté sometido. ¿Qué hace Jesucristo desde el día de su triunfo? Vive y reina g1rioso en Dios, en el seno del Padre: Vivit et regnat Deus. Cristo vive únicamente en el lugar donde reina, y según, el grado en que reina en nuestra alma, así vive en nosotros. Es rey al par que pontífice. Por eso, cuando Pilato le preguntó si era rey, le conjvstó Jesús: «Tú dices que Yo soy rey, pero mi reino no es de este mundo.»

 «El reino de Dios está dentro de vosotros» ». Es menester que Cristo mande en nosotros cada día con más plenitud, como lo pedimos en el padrenuestro: ¡Llegue ya, Señor, llegue ya tu reino! « ¡ Que llegue ese día en el que de veras reinarás en nosotros por medio de tu Ungido!”.

¿Por qué no llegó ya? Porque hay todavía en nosotros muchas cosas: la voluntad, el amor propio, la actividad natural y otras mil que no están aún sometidas a Cristo, porque, conforme a los deseos del Padre Eterno, «no lo hemos puesto todo a los pies de Jesucristo», en cuyo acto estriba parte de la gloria que el Padre quiere dar en adelante a su Hijo: «Le exaltó y le dió un nombre... para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla».

El Padre quiere glorificar a Cristo, porque Cristo es su Hijo, que tanto se humilló; quiere que se hinque toda rodilla ante el nombre de Jesús, y que toda la creación le esté sumisa, en el cielo, en la tierra y en los abismos, y también todo lo que hay en nosotros, voluntad, inteligencia, imaginación y energías.

Vino a nosotros como Rey el día del bautismo, pero el pecado le ha disputado el dominio en nosotros; mas cuando destruimos el pecado, las infidelidades, el apego a las criaturas; cuando vivimos confiados en Él, en su palabra, en sus méritos; cuando procuramos agradarle en todo, Cristo, entonces, es dueño soberano y reina en nosotros de igual, modo que reina en el seno del Padre, vive en nosotros y puede decir de nosotros a su Padre: « Padre mío ! ¡Mira esta alma en la cual yo vivo y reino, para que vuestro nombre sea santificado!»

Éstos son los aspectos más profundos de la gracia pascual: desasimiento de todo lo humano, creado y terrenal y plena entrega a Dios por medio de Cristo. De ahí resultará que la Resurrección del Verbo Encarnado será para nosotros un misterio de vida y de santidad, «por habernos con-resucitado» Dios con Cristo nuestro gran Capitán. Debemos, pues, ver el modo de reproducir en nosotros la fisonomía y la vida de Jesús resucitado.

A eso nos exhorta San Pablo con tanta insistencia estos días: «Si habéis resucitado, dice, con Cristo, es decir, si queréis que Jesucristo os haga partícipes del misterio de su resurrección, si queréis entrar en los sentimientos de su sacratísimo Corazón, si queréis «comer la Pascua» con Él y tener parte un día en su gloria triunfal, buscad las cosas de arriba, aspirad por las cosas del cielo, que son las que perduran, desasíos de las de la tierra»,que son pasajeras: honores, placeres, riquezas. «Porque habéis muerto al pecado y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios.., y así como Cristo resucitado ya no muere, sino que vive siempre para su Padre, así vosotros debéis también morir al pecado y vivir para Dios por la gracia de Cristo »

 

 

5. CÓMO POR LA CONTEMPLACIÓN DEL MISTERIO Y LA COMUNIÓN EUCARÍSTICA ROBUSTECEMOS MÁS EN NOSOTROS
ESTA DOBLE GRACIA PASCUAL

 

Me preguntaréis ahora: ¿De qué modo podremos acrecentar en nosotros esta gracia pascual?

En primer lugar contemplando con rendida fe este misterio;pues cuando Jesucristo, al aparecerse a sus discípulos, manda al apóstol incrédulo Tomás que meta el dedo en sus llagas, ¿qué es lo que le dice?: “No seas incrédulo, sino creyente.» Y al adorarle el Apóstol como a su Dios, añade nuestro Señor: “ creíste en Mí, Tomás, porque me viste y tocaste; bienaventurados los que sin haber visto creyeron».

La fe nos pone en contacto con Cristo; si contemplamos con fe este misterio, Cristo producirá en nosotros la gracia que trajo al aparecerse resucitado a sus discípulos. Vive en nuestras almas, y mientras vive obra sin cesar en ellas, conforme al grado de fe y según la gracia propia de cada unode sus misterios.

Cuéntase en la vida de Santa María Magdalena de Pazzis que, un día de Pascua, sentada a la mesa en el refectorio, se hallaba tan contenta y gozosa, que una novicia quela servía no pudo por menos de preguntarla cuál era la causa de tanta alegría. “La hermosura de mi Jesús — respondió — es la -que me llena de gozo, pues le veo ahora en el corazónde todas mis hermanas. Y ¿qué forma tiene? — replicó la novicia —. Le veo en todas, respondió la Santa, resucitado y glorioso cual hoy nos le representa la Iglesia».

Los frutos de este misterio los asimilamos sobre todo por medio de la Comunión sacramental. Porque en la Eucaristía recibimos el Cuerpo y la Sangre de Cristo resucitado, tal cual ahora existe en los cielos gozando de la plenitud de la gloria de su resurrección.

El Señor que recibimos real y verdaderamente es la fuente de toda santidad y no puede dejar de compartir con nosotros la gracia de su «santa» resurrección, dado que, en éste como en los demás misterios, tenemos que recibir todo de su plenitud. Aun en nuestros días, Cristo, siempre vivo, sigue diciendo a cada una de las almas las palabras que pronunció en presencia de sus discípulos al instituir su Sacramento de amor el día de Pascua: «Con grandes ansias he deseado celebrar con vosotros esta Pascua».

Desea Jesucristo realizar en nosotros el misterio de su Resurrección: Él vive muy por encima de todo lo terrestre, enteramente dado a su Padre, y quiere, para consuelo nuestro, arrastramos consigo en esa corriente divina.

Si después de haberle recibido en la’ Comunión, le dejamos plena libertad de acción, seguramente que dará a nuestra vida, por medio de las inspiraciones de su Espíritu, aquella orientación estable que  mira hacia el Padre y en la cual se cifra toda santidad. De modo que todos nuestros pensamientos, todas nuestras aspiraciones, toda nuestra actividad van enderezados a la gloria de nuestro Padre celestial.

« ¡Oh divino resucitado! Tú eres el que vienes a mí; Tú eres el que después de haber expiado el pecado por medio de tan atroces martirios has vencido a la muerte con tu triunfo, y ya glorioso, sólo vives para tu Padre. Ven a mí para destruir la obra del enemigo, para desterrar el pecado y todas mis infidelidades; ven a mí, para que yo me desapegue de todo aquello que o eres Tú; ven para hacerme participante de esta sobreabundancia de vida perfecta que se desborda ahora de tu Humanidad sacratísima; cantaré entonces contigo un cántico de acción de gracias a tu Padre que te ha coronado en este día de gloria y honor como a Jefe y Cabeza nuestro.»

Estas aspiraciones son las mismas que la Iglesia eleva en una de sus oraciones, en que resume, después de la Comunión, las gracias que de Dios solicita en favor de sus ‘hijos: «Dígnate, Señor, librarnos de todas las reliquias del hombre viejo, y haz que la participación de tu augusto sacramento nos confiera un nuevo ser».

Quiere además la Iglesia que esta gracia perdure en nosotros aun después de la comunión y aun cuando hubieren pasado las solemnidades pascuales: «Haz, Dios omnipotente, que la virtud del misterio pascual persevere constantemente en nuestras almas.”

Es una gracia permanente que nos otorga, según expresión de San Pablo, que podemos renovar continuamente» y aumentar en nosotros la vida de Cristo, copiando más y más los rasgos gloriosos de nuestro divino modelo.

 

 

 

6. LA RESURRECCIÓN DE LOS CUERPOS ACABA DE MANIFESTAR LA GRANDEZA DE ESTE MISTERIO GLORIOSO.

 

Al indicaros antes el doble aspecto del misterio de santidad que la Resurrección d Cristo debe producir en nuestros corazones, no hemos apurado, ni mucho menos, los ricos tesoros de la gracia pascual. Dios se muestra tan generoso en todas las obras que ceden en honra de Cristo, que quiere que el misterio de la Resurrección de su Hijo alcance a nuestras almas y también a nuestros cuerpos, pues es dogma de fe que resucitaremos, y resucitaremos corporalmente, como Cristo y con Cristo.

Cristo es nuestra Cabeza, formando nosotros con Él un cuerpo místico. Si Cristo resucitó — y resucitó con su naturaleza humana —, nosotros, que somos miembros suyos, tenemos que participar de la misma gloria, pues somos miembros de Cristo, no sólo por nuestra alma, sino también por nuestro cuerpo y por todo nuestro ser, ligándonos a Él la unión más íntima que puede darse. De modo que si Jesús resucitó glorioso, los fieles que por medio de su gracia forman parte de su cuerpo, le estarán también unidos hasta en su misma resurrección.

Escuchad, si no, lo que a este propósito nos dice San Pablo: « Cristo ha resucitado y constituye las primacías de los muertos”; representa los primeros frutos de la mies; tras de El seguirá la cosecha: «Por un hombre, Adán, entró la muerte en el mundo, por un hombre debe venir tambien la resurrección de los muertos: pues así como en Adán mueren todos, así en Cristo todos serán vivificados» «Dios, dice aún con más energía el Apóstol, nos con-resucitó en su Hijo Jesucristo» Por medio de la fe y de la gracia, la cual, haciéndonos miembros vivos de Cristo, nos da a participar de sus diversos estados y nos une con Él. Y como la gracia es el principio de nuestra gloria, aquellos que están ya salvados en esperanza, por la gracia, puede decirse que también están resucitados en Cristo.

Ésa es nuestra fe y nuestra esperanza. Pero, «mientras tanto, nuestra vida está escondida con Cristo en Dios»; vivimos ahora sin que la gracia produzca aquella claridad y resplandor que tendrá en la gloria; así como Jesucristo, antes de su resurrección, contuvo la irradiación gloriosa de su divinidad, y no dejó traslucir más que un reflejo a tres de sus discípulos el día de la Transfiguración en el Tabor.

Sólo Dios conoce en este mundo nuestra vida interior, quedando oculta a los ojos de los hombres. Además, si tratamos de reproducir en nuestras almas por medio de nuestra libertad espiritual los caracteres de la vida de Jesús resucitado, ello supone un trabajo para nuestra carne, viciada todavía por el pecado, sujeta a las flaquezas del tiempo; y no llegamos a aquella santa libertad sino a costa de recia y continuada pelea.

También nosotros hemos «de sufrir antes de entrar en la gloria», como Cristo decía a los discípulos de Emaús el día de su Resurrección: «Por ventura no era necesario que el Mesías padeciese y entrase así en su gloria?” «Nosotros, como dice el Apóstol, somos hijos de Dios y herederos suyos, y, por tanto, coherederos con Cristo; pero no seremos glorificados en Él sin que antes padezcamos con Él».

Quiera Dios que estos pensamientos celestiales nos sostengan durante los días que nos restan aquí en la tierra; pues “día vendrá en que no habrá ya ni dolores, ni gemidos ni llantos, y Dios mismo se encargará de enjugar las lágrimas de sus servidores»;  convertidos ya en coherederos de su Hijo, nos sentará consigo en el eterno festín que tiene preparado para celebrar el triunfo de Jesús y de todos sus hermanos.

Si somos fieles cada año en participar de los dolores de Cristo durante la Cuaresma y Semana Santa, también cada año la celebración del misterio de Pascua, al mismo tiempo que nos hace contemplar la gloria de Jesús, venciendo a la muerte, nos hará sentir con más fruto y con más abundancia aún, su divina condición de resucitado.

Esta celebración nos despegará más de todo lo que no es Dios, y acrecentará en nosotros, por la gracia, la fe, el amor y la vida divina. Avivará también nuestra esperanza, porque «al aparecer el último día, Cristo, que es nuestra vida», y nuestra Cabeza, «apareceremos también nosotros con El en la gloria»,por haber antes participado de su vida.

Esta esperanza nos colma de gozo, y como quiera que el misterio de Pascua es misterio de vida, por eso mismo confirma nuestra esperanza y resulta misterio de gozo en grado eminente. Y la Iglesia nos lo demuestra al repetir continuamente a lo largo del tiempo pascual el Alleluya, ese grito de alegría y de felicidad tomado de la liturgia del cielo.

En la Cuaresma prescindió de dicho cántico para manifestar su tristeza y poder tener parte en los dolores de su Esposo; pero ahora que lo ve resucitado, se regocija con Él y vuelve a entonar con nuevo fervor esa exclamación jubilosa que resume todos los sentimientos que la embargan.

No olvidemos nunca que formamos una misma cosa con Cristo, que su triunfo es el nuestro y que su gloria es principio de nuestro gozo. Repitamos también con la Iglesia nuestra Madre, con frecuencia el Alleluya, para demostrar a Cristo nuestra alegría por verle triunfador de la muerte, y para dar gracias al Padre por la gloria que tributa a su Hijo.

El Alleluya, repetido sin cesar por la Iglesia durante los cincuenta días del período pascual, como un eco continuado de aquella oración con la que termina la semana de Pascua: «Te pedimos, Señor, nosconcedas que estos misterios de Pascua sirvan de acción de gracias en nuestra vida , y que la continua operación de la obra de nuestra regeneración sea para nosotros causa de la perpetua alegría».

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