“SED SANTOS COMO VUESTRO PADRE CELESTIAL ES SANTO” (Para este tema ver textos y doctrina del Vaticano II)

“SED SANTOS COMO VUESTRO PADRE CELESTIAL ES SANTO”

(Para este tema ver textos y doctrina del Vaticano II)

 

1.-“Bendito sea Dios,  Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales. Él nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor. Él nos ha destinado en la persona de Cristo, por pura iniciativa suya, a ser sus hijos según el beneplácito de su voluntad...”. 

Tal es el plan divino, tal nuestra predestinación; ser conformes al Verbo Encarnado, Hijo de Dios por naturaleza y nuestro modelo de santidad: “Nos predestinó a ser conformes con la imagen de su Hijo». De este eterno decreto, de esta predestinación amorosísima proviene esa serie de misericordias que llueven de arriba sobre cada uno de nosotros. Para realizar este plan y llevar a cabo sus soberanos designios, Dios nos da la gracia, esa misteriosa participación de su naturaleza; por esa gracia que Cristo nos mereció, somos hechos verdaderos hijos adoptivos del mismo Dios.

Y al realizar, por medio de nuestra santificación, el plan que Dios tiene sobre nosotros, llegamos a ser para Él como una parte de la gloria que es para Él su Hijo Jesús: «Esplendor de su gloria »: somos como una prolongación, los rayos de esta gloria, siempre que nos esforzamos, cada uno en su puesto y en su cargo, por copiar y realizar en nosotros el ideal divino, cuyo modelo único es este Verbo Encarnado.

Nuestras relaciones con Dios no serán ya simples relaciones de criaturas; no nos uniremos a Él tan sólo por los homenajes y deberes de una religión natural fundada en nuestra condición de seres creados; sin destruir ni mermar nada de todo eso, entramos con Dios en relaciones todavía más íntimas, cuales son las de hijos, que crean en nosotros especiales deberes para con un Padre que nos ama: “Sed imitadores de Dios como hijos muy queridos». Relaciones y deberes puramente sobrenaturales, ya que superan las exigencias y los derechos de nuestra naturaleza, y sólo la gracia de Dios nos los hace posibles.

Ahora podéis comprender ya cuál es el carácter esencial de nuestra santidad. Imposible ser santos sin conformarnos al plan divino: es decir, por la gracia que debemos a Jesucristo; ahí tenemos la condición primordial. Por eso se llama esta gracia, gracia santificante. Y tanto es así, que sin dicha gracia no puede haber salvación.

En el reino de los escogidos sólo entran almas que se asemejan a Jesucristo: pues bien, la semejanza fundamental que con Él debemos tener únicamente la gracia la realiza. Veis cómo Dios mismo ha fijado el carácter de nuestra santidad. Querer darle otro sería, como dice San Pablo, andar a la ventura y «azotar al viento» ».

Dios mismo nos ha señalado también el camino que hemos de seguir; no tomarle es extraviarse y; al fin, perderse: “Yo soy el camino: nadie viene al Padre sino por Mí»; Él mismo puso el fundamento de toda perfección fuera del cual sería cimentar sobre arena: “nadie puede poner otro fundamento, sino el que está puesto, que es Jesucristo». Y esto vale decirlo de la salvación lo mismo que de la santidad: una y otra toman su principio y encuentran su apoyo únicamente en la gracia de Jesucristo.

 

 

2. CRISTO ES FUENTE DE TODA SANTIDAD POR SER EL CAMINO, LA VERDAD Y LA VIDA

 

Debemos ir a Dios del modo que Él quiere que vayamos, pues nunca seremos santos sin adaptarnos al plan divino. Ya llevamos trazadas las grandes líneas de este plan magnífico; veamos ahora más despacio de qué modo es Jesucristo fuente de toda santidad para nosotros.

Supongamos un alma que a impulsos del Espíritu Santo, y en un arranque de generosidad cae de rodillas ante el Padre celestial, y le dice: Padre, te amo, nada deseo tanto como tu gloria; quiero glorificarte eternamente con mi santidad. Mas, para esto, dime lo que he de hacer y muéstrame lo que de mí esperas.

¿Qué le respondería el Padre? Le mostraría a su Hijo Jesucristo y le diría: «Ahí tienes a mi Hijo muy amado, objeto de mis complacencias, escúchale.» Luego se retiraría dejando esa alma a los pies de Jesús. Y Jesús, ¿qué nos dice?: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida». Tres palabras muy profundas en su sentido que yo quisiera meditar con vosotros y que permaneciesen grabadas en el fondo de nuestros corazones.

« ¿Deseáis ir a mi Padre?, dice Jesús. ¿Queréis uniros al que es fuente de todo bien y principio de toda perfección? Santo y buen deseo, que yo mismo sembré en vuestro corazón; pero sabed que sin mi no podéis realizarlo. «Yo soy el Camino; nadie viene al Padre sino por Mí.»

Existe, como ya sabéis, una distancia infinita entre la criatura y el Creador; entre el que posee el ser por participación y el que es el Ser subsistente. Tomemos, por ejemplo, el ángel más encumbrado de las jerarquías celestes: pues entre él y Dios hay un abismo que ninguna fuerza creada puede salvar.

Ahora bien, Dios ha levantado un puente sobre este abismo, Cristo, Hombre Dios que une al hombre con Dios. El Verbo se hízo carne uniendo a la Divinidad una naturaleza humana: entrambas naturalezas, divina y humana, tienen una unión tan apretada, tan indisoluble que no constituyen más que una sola persona, la Persona del Verbo, en quien subsiste la naturaleza humana; y así desaparece el abismo de separación.

Jesucristo; siendo Dios como lo es, y uno con su Padre, es también el camino que nos lleva a Dios. Por eso, si queremos llegarnos a Dios, esforcémonos por adquirir una fe ilimitada en el poder que Jesús tiene para unirnos a su Padre.

Mirad lo que dice: «Padre, quiero que allí donde Yo estoy, estén también ellos conmigo». Y Cristo ¿dónde está? «En el seno del Padre.» Cuando nuestra fe es ardiente y nos damos por completo a Jesús, Él mismo nos arrastra en pos de Sí y nos hace penetrar en el «seno del Padre», pues Jesucristo es a la vez el camino y el término: es el camino por su Humanidad, via qua ibimus, y es el término por su Divinidad, patria quo ibimus ». De ahí que no tiene pérdida este camino; es un camino ideal, pues contiene en sí mismo el término.

Por eso aprovecha tanto ejercitamos cuando oramos, en actos de fe en la virtud omnipotente que Jesús tiene para conducirnos a su Padre.

« Oh Jesús mío!, yo creo que eres verdadero Dios y verdadero Hombre; que eres camino divino e infinitamente eficaz para hacerme franquear el abismo que me separa de Dios; creo que tu sacratísima Humanidad es tan perfecta y poderosa, que puede, a pesar de mis miserias, de mis flaquezas y deficiencias, atraerme allí donde Tú resides, al seno del Padre. Haz que yo escuche tus palabras, siga tus ejemplos y jamás me aparte de Ti.»

Es una gracia, por cierto, de inestimable valor, la de haber hallado el camino que nos conduce al término final; pero preciso es además caminar con luz que nos alumbre. Mas como ese fin es sobrenatural y muy por encima de nuestras potencias creadas, de ahí que la luz que ha de guiar con su claridad nuestro camino, debe también proceder de lo alto.

Dios se muestra tan magnífico que Él mismo será nuestra luz, y en el cielo nuestra felicidad consistirá en contemplar la luz infinita y encontrar en su esplendor la fuente de toda la vida y de toda dicha: “Por tu luz hemos podido ver”. Aquí abajo esta luz nos deslumbra a causa de su excesiva claridad; nuestros ojos son demasiado tiernos para poder resistirla. Sin embargo de ello, nos es de todo punto necesaria para conseguir nuestro fin.

¿Quién será nuestra luz? El mismo Jesucristo. «Yo soy la verdad. » Él solo puede revelarnos las claridades infinitas, pues es «Dios que procede de Dios y luz que dimana de la luz» ». Como verdadero Dios, «es la luz misma, sin sombra de tinieblas»; esa luz que bajó hasta nuestros valles y que sirviéndose de la Humanidad supo atenuar el resplandor inmenso de sus rayos.

 Nuestros ojos, aunque tan débiles, podrán así contemplar esa luz divina que se oculta y a la vez se revela bajo la flaqueza de una carne pasible: “Ha hecho brillar (esa luz) en nuestros corazones, para que demos a conocer la ciencia de la gloria de Dios que Jesucristo, Verbo eterno, nos enseña a mirar a Dios, y al par que nos le revela nos dice: «Yo soy la verdad; si creéis en mí, no sólo aprenderéis a conocer la verdad en todo, sino que permaneceréis en la misma verdad, pues el que me sigue no anda a oscuras, sino que llegará a la luz de la vida».

¿Qué hemos, pues, de hacer para caminar en la luz? Guiamos simplemente por las palabras de Jesús y conforme a las máximas de su Evangelio, considerar todas las cosas a la luz de sus palabras. Jesús nos dice, por ejemplo, que «los bienaventurados que poseen su reino son los pobres de espíritu, los mansos, los que lloran, los que han hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón, los pacíficos y los que sufren persecución por la justicia».

Debemos creerlo así y unimos a Él mediante un acto de fe; depositar a sus pies, como grato obsequio, el asentimiento de nuestra inteligencia a sus palabras, y esforzarnos por vivir humildes, mansos, misericordiosos, puros, guardando paz con todos, soportando las contradicciones con paciencia y confianza.

Si de ese modo vivimos en la fe, el Espíritu de Cristo irá penetrando poco a poco en nuestra alma para guiarla en todo y dirigir su actividad conforme a las máximas del Evangelio. El alma entonces, dejando las luces puramente naturales de su propio juicio, verá todas las cosas por los ojos del Verbo: “El Señor te servirá de luz» .

Viviendo en la verdad, adelantará sin cesar en el camino; unida a la Verdad, vivirá de su espíritu; los pensamientos, sentimientos y deseos de Jesús, serán los suyos, y no hará nada sin estar plenamente de acuerdo con la voluntad de Cristo. ¿No es acaso esto el fundamento mismo de toda santidad?
Mas no nos basta haber dado con el camino y andar por él con luz; es necesario, además, el alimento que nos sostenga durante nuestra peregrinación, y este alimento de vida sobrenatural es también Cristo quien nos lo da. «Es Vida.»

“En está la fuente de la vida» y el torrente de esa vida inefable y subsistente inunda el alma de Cristo con la plenitud de su virtud: “Así como el Padre tiene la vida en sí mismo, así dió también al Hijo tener vida en sí mismo» Y el Hijo, ¿qué hace? “Viene a darnos parte en esa vida y parte abundante». Él mismo nos dice: «Del mismo modo que Yo vivo de la vida que el Padre me comunica, así quien me come, también él vivirá por Mí”.

Si la santidad consiste en vivir esta vida divina, síguese que el apartar de esta vida todo aquello que pudiera destruirla o disminuirla — como es el pecado, las infidelidades, el apego a las criaturas, las miras puramente naturales — y el procurar su expansión con las virtudes de fe, esperanza y amor que nos unen Con Dios, constituyen para nosotros, como ya os lo dije », el doble elemento de nuestra santidad.

Siendo Jesucristo la vida, «se convierte en nuestra santidad”, por ser la fuente misma de ella. Dándose a nosotros en la comunión, comunícanos su humanidad y su divinidad, activa el amor y nos transforma poco a poco en Sí, de modo que ya no vivamos en nosotros, sino en Él y por Él. Establece entre nuestros deseos y los suyos, entre nuestras voluntades y las suyas, tal conformidad y relación, “que no somos ya nosotros quienes vivimos, sino Él quien vive en nosotros”.

 No hay fórmula tan expresiva como estas palabras del Apóstol que pueda resumir toda la obra de la santidad.

 

 

 

3.- SENTIMIENTOS QUE DEBEN GUIARNOS HASTA LA SANTIDAD: HUMILDAD PROFUNDA Y ABSOLUTA CONFIANZA

 

De esta doctrina nacen los sentimientos que deben animarnos en la adquisición de la santidad: una humildad profunda en vista de nuestra flaqueza y una confianza absoluta en Jesucristo. Nuestra vida sobrenatural oscila entre dos polos; por una parte, debemos estar íntimamente convencidos de nuestra impotencia para llegar, sin el auxilio de Dios, a conseguir la perfección; por otra, debe siempre animarnos la firme esperanza de que todo lo podremos con la gracia de Jesucristo.

Como quiera que ésta es algo sobrenatural y Dios es dueño absoluto de sus designios y de sus dones, resulta que la gracia está por encima de las exigencias y derechos de toda la naturaleza creada, y por eso mismo, la santidad a que estamos llamados se hace inaccesible sin la gracia divina. Ya lo dijo Nuestro Señor: « Sin mí nada podéis hacer», y advierte San Agustín que no dice Jesucristo «sin mí no podéis hacer gran cosa», sino que dice: «sin mí no podéis hacer nada en orden a la vida eterna».

San Pablo explica detenidamente esta doctrina de nuestro divino Maestro: «No somos capaces, dice, por nosotros mismos, de concebir un solo pensamiento que algo valga para el cielo, sino que nuestra suficiencia o capacidad viene de Dios». «Él es quien nos da el poder querer y ejecutar todas las cosas conforme a un fin sobrenatural» »». Así, pues, sin la gracia divina, no podemos absolutamente nada, en lo que a nuestra santidad se refiere.

¿Hay algún motivo para entristecernos y abatirnos? Ninguno. La convicción íntima de nuestra propia impotencia no debe desalentarnos ni servir de excusa a nuestra pereza. Es cierto: nada podemos sin Cristo; mas con Él, todo lo podemos. «Todo lo puedo, no por mis fuerzas, sino en Aquel que me conforta» ». Sean cuales fueren nuestras pruebas, dificultades y flaquezas mediante Cristo, podemos llegar a la más encumbrada santidad.

¿Por qué? Porque en Él «se hallan escogidos todos los tesoros de la ciencia y de la sabiduría »; porque «en Él habita la plenitud de la Divinidad», y siendo nuestro jerarca supremo, puede repartirnos algo de todos esos dones. «De esa plenitud de vida y de santidad es de la que todos participamos » »», y de tal modo, que «en punto a gracias, de ninguna carecemos»

Oh, qué seguridad causa la fe en estas verdades! Cristo se da a nosotros y en Él todo lo hallamos. «Cómo no nos ha de dar con Él (su Hijo) todas las cosas?» ¿Qué podrá impedirnos llegar a ser santos? Si el día del juicio nos pregunta Dios: ¿Por qué no habéis subido a la altura de vuestra vocación? ¿Por qué no habéis llegado a la santidad a que yo os llamaba? No podremos responder: « Señor, mi debilidad era tanta y las dificultades tan insuperables, las pruebas tan recias y sobre mis fuerzas... » Mas Dios nos contestará: « Cierto que por vosotros mismos nada podéis, pero os he dado a mi Hijo, y con Él nada os ha faltado de cuanto os era necesario; su gracia es todopoderosa, y por Él podíais uniros a la fuente misma de la vida.»

Es tan cierto esto, que un gran genio, tal vez el mayor que el mundo ha conocido, un hombre que pasó su juventud en los desórdenes, que apuró la copa de los placeres y cayó en todos los errores de su tiempo, el gran Agustín, vencido al fin por la gracia, se convirtió y alcanzó una santidad sublime. Nos  dice él mismo que un día, solicitado por la gracia, pero cautivo de sus viciosas inclinaciones, veía niños, jovencitas, vírgenes, que brillaban por su pureza y  dignas de veneración por su virtud; parecía le oír la dulce invitación de una voz que le decía: «Lo que hacen estos niños, estas vírgenes, ¿no podrás hacerlo tú? ¿ No podrás llegar a ser lo que ellos son? ».

Y a pesar del ardor de la sangre juvenil que hervía en sus venas, a pesar de la tempestad de sus pasiones, de sus extravíos, se entregó Agustín en manos de la gracia, y la gracia hizo de él uno de sus más prodigiosos trofeos.

Al celebrar la festividad de los santos, debemos repetirnos las palabras que oía San Agustín: « ¿Por qué no vas a poder lo que éstos y éstas?» ¿Qué motivos tenemos para no encaminarnos a la santidad? Bien sé que todos podemos decir: «Tengo tal dificultad, se me atraviesa tal contratiempo; por eso no podré llegar a ser santo. » Pero estad seguros de que todos los santos «han tenido también dificultades y contradicciones» y mucho mayores que las Vuestras.

Nadie, pues, puede decir que la santidad no está hecha para él; porque, ¿dónde estaría la imposibilidad. No de parte de Dios, que quiere que seamos santos para gloria suya y Contento nuestro: «Esta es la voluntad de Dios, que os santifiquéis». Dios no se burla de nosotros. Cuando Nuestro Señor nos dice: «Sed perfectos», bien sabe Él lo que nos pide y no exige nada que exceda a nuestras fuerzas si nos apoyamos en su gracia.

El que pretendiese conquistar la santidad por sus propios puños, cometerla el pecado de Lucifer, que decía: «Me elevaré y colocaré mi trono sobre los cielos: seré semejante al Altísimo ». Por lo cual Satanás fué derribado y lanzado al abismo.

¿Qué diremos, qué haremos nosotros? Tendremos la misma ambición que aquel orgulloso; desearemos llegar al fin que se proponía aquel ángel soberbio; pero él pretendía conseguirlo por sí mismo; mas nosotros, al contrario, confesaremos que nada podemos sin Jesucristo; diremos que sólo con Él y por Él podremos penetrar en los cielos.

« ¡Oh Jesús mío! tengo tanta fe en Ti, que te creo bastante poderoso para obrar la maravilla de elevar una deleznable criatura como yo, no sólo hasta las jerarquías angelicales, sino hasta el mismo Dios; únicamente por Ti podemos llegar a ese vértice divino.

Aspiro con todas las ansias de mi alma a esa sublimidad a que tu Padre me predestinó; deseo ardientemente, según Tú mismo lo pediste para nosotros, tomar parte en tu misma gloria y participar de tu propio gozo de Hijo de Dios; aspiro a esta suprema felicidad, pero únicamente por mediación tuya; deseo que mi eternidad se consuma cantando tus loores y repitiendo sin cesar con los escogidos: «Nos has redimido, Señor, con tu sangre.» Tú, Señor, nos has salvado; tu preciosa sangre derramada sobre nosotros nos abrió de par en par las puertas de tu reino; nos preparó morada en la compañía gozosa de tus santos; a Ti sea dada alabanza, gloria y honor por los siglos de los siglos.

Un alma que vive de continuo embebida en esos sentimientos de humildad y confianza, da mucha gloria a Jesucristo, porque toda su vida es como un eco de aquellas palabras: «Sin mí no podéis hacer nada», y porque proclama que Él es la fuente de toda salvación y santidad, y ¡ toda gloria para Él.

“Oh Dios mío, diremos con la Iglesia en una de sus más preciosas oraciones, creo que eres todopoderoso, y que tu gracia es bastante eficaz para elevarme, aunque balo y miserable, a un alto grado de santidad; creo también que eres la misericordia infinita y que si te abandoné más una vez, tu amor y bondad jamás me abandonan; de Ti, Dios mío y Padre celestial, procede todo don perfecto; tu gracia nos convierte en fieles servidores para que te agrademos con obras dignas de tu majestad y de tu honra. Concédeme que, desasido de mí mismo y de las criaturas, pueda correr sin tropiezo alguno por esta senda de la santidad, en la que tu Hijo nos precede cual esforzado gigante, a fin de que por Él y con Él llegue a la felicidad que nos has prometido.

Los santos vivían de estas verdades, y por eso llegaron a las cumbres de la santidad, donde hoy los contemplamos. La diferencia que existe entre ellos y nosotros no proviene del mayor número de dificultades que tenemos que vencer, sino del ardor de su fe en la palabra de Jesucristo y en la virtud de su gracia, y también, de su generosidad fervorosa. Bien podemos, si queremos, hacer otra vez la experiencia, pues Cristo sigue siempre el mismo, tan poderoso y tan espléndido en la distribución de su gracia, y sólo en nosotros se hallan obstáculos para la efusión de sus dones. ¿Por qué desconfiar de Dios, del Dios de todos nosotros, almas de poca fe?

 

 

 

5. TENDER A LA SANTIDAD, COMO LOS QUE HONRAMOS EN ESTE DÍA, UNIDOS A CRISTO Y PERMANECIENDO EN UNIDOS A ÉL EN LAS PRUEBAS Y DIFICULTADES DE LA VIDA

      

¿Qué conclusiones prácticas hemos de sacar de estas verdades tan benéficas de nuestra fe?

Lo primero, celebrar de todo corazón las solemnidades de los santos, persuadidos de que honrar a los santos equivale a afirmar que ellos son la realización de un pensamiento divino, las obras maestras de la gracia de Jesucristo. Dios pone en ellos sus complacencias, porque son los miembros ya gloriosos dé su Hijo muy amado, y forman parte de aquel reino esplendoroso conquistado por Jesús para gloria de su Padre. «Y nos hiciste reyes para nuestro Dios ».

Debemos, en segundo lugar, invocarles. No cabe duda que Jesucristo es nuestro único mediador: “Uno es Dios, uno también el mediador entre Dios y los hombres», dice San Pablo, y sólo por Él tenemos acceso al Padre. No obstante eso, Jesucristo, no para disminuir su mediación, sino para hacerla todavía mayor, quiere que los príncipes de la corte celestial le ofrezcan nuestros votos para presentarlos Él mismo a su Padre.

Los santos, por otra parte, tienen vivísimos deseos de nuestro bien. Contemplan a Dios en el cielo, su voluntad está inefablemente unida a la divina, y por eso quieren también que seamos santos. Forman, además, un solo cuerpo místico juntamente con nosotros, siendo, como dice San Pablo, “miembros de nuestros miembros»; nos tienen inmensa caridad, la cual les viene de su unión con Jesucristo, único Jerarca de esta sociedad, de la que ellos son flor y nata, y en la cual Dios tiene ya señalado el sitial que hemos de ocupar.

A estas relaciones de homenajes y oraciones que nos unen cori los santos, debemos añadir nuestro esfuerzo personal para asemejamos a ellos. Debe estar animado nuestro corazón, no de esas fugaces veleidades que nunca se traducen en obras, sino de un deseo firme y sincero de  perfeccionamiento, de una voluntad eficaz de responder plenamente a los planes misericordiosos de nuestra divina predestinación en Jesucristo: «En la medida del don de Cristo».

¿Qué se requiere para conseguirlo? ¿Qué medios emplearemos para perfeccionar obra tan grande, tan gloriosa para Cristo y tan fecunda para nosotros? Permanecer unidos con Cristo, pues Él mismo nos tiene dicho que si queremos conseguir copiosos frutos y llegar a un grado eminente de santidad, «hemos de estarle unidos como los pámpanos lo están a la vid».

Mas ¿cómo permaneceremos unidos con Él? Primeramente, por la gracia santificante, que nos hace miembros vivos de su cuerpo místico; después, mediante una intención recta y renovada con frecuencia, la cual «nos hace buscar en todas las circunstancias» en que nos haya colocado la divina Providencia « el santo beneplácito de nuestro Padre celestial».

Con esta intención orientamos toda nuestra actividad hacia la gloria de Dios, en unión con los pensamientos, sentimientos y afectos del corazón de Jesús, nuestro modelo y nuestra cabeza: «Hago siempre lo que es de su agrado»; es la fórmula con la que resumía Jesucristo todas las relaciones con su Padre y traduce de modo maravilloso la obra toda de la santidad humana.

Ahora me diréis: Pero, ¿y nuestras miserias? No deben en modo alguno desalentarnos; por desgracia, son muy reales y harto conocidas, pero Dios las conoce aún mejor que nosotros. El reconocer y confesar nuestra flaqueza hace honor a Dios. ¿Y por qué así? Porque hay en Dios una perfección en la que desea le glorifiquemos eternamente, una perfección que explica tal vez todo cuanto nos ocurre en este mundo; y es la misericordia.

La misericordia es el amor frente a la miseria, y no habría misericordia si no hubiese miserias. Los ángeles proclaman la santidad de Dios, pero nosotros seremos en el cielo testimonios vivos de la misericordia divina; al coronar Dios nuestras obras, de hecho, lo que corona es el don de su misericordia: «Quien te corona de gracia y de ayuda compasiva», y nosotros la ensalzamos por toda la eternidad en nuestra bienaventuranza: «Porque su misericordia es eterna.

No nos dejemos abatir ya por las pruebas y contradicciones, que han de ser tanto más grandes y profundas, cuanto más sublime y elevado sea el grado de santidad a que Dios nos llama. ¿Por qué así? Porque ése es el camino que Cristo siguió; de ahí que cuanto más fundidos deseemos estar con Él, tanto más debemos asimilamos a Él en el más íntimo y más profundo de sus misterios.

San Pablo, como sabéis, reduce toda la vida interior « al conocimiento práctico de Jesucristo y de Jesucristo crucificado ». Y es el mismo Señor quien nos dice que el «Padre es el divino viñador que podará la vid para que dé más fruto». Dios, con su potente mano y sus operaciones purificadoras, llega a unos extremos de que sólo saben los santos; con las tentaciones que permite, con las contrariedades que manda, con el abandono y la soledad espantosa que en el alma algunas veces produce, la pone a prueba para desasirla de lo creado, se entra en ella para vaciarla de sí misma; la «persigue» y «la atormenta para conquistarla» llega hasta la medula, «tritura los huesos», como dice en alguna parte de sus escritos Bossuet, «para reinar Él solo».

¡Dichosa el alma que se entrega en manos del eterno Artífice! Por su Espíritu, todo fuego y amor, y que se llama « el dedo de Dios » el divino Artista irá grabando en ella con su buril los rasgos característicos de Cristo para hacerla semejante al Hijo de su dilección, conforme a los inefables designios de su sabiduría y de su misericordia.

Dios halla todas sus glorias en comunicarnos la bienaventuranza, siendo todos los padecimientos que permite o envía, otros tantos títulos de gloria y de felicidad celestial. El mismo San Pablo se declara incapaz de describir el resplandor de aquella gloria y felicidad con que Dios galardona el menor de nuestros dolores, llevados con ayuda de la divina gracia ».

Por eso animaba tanto a sus amados fieles. ¡Mirad, les decía, qué precauciones toman, qué privaciones se imponen y qué esfuerzos realizan los que van a los juegos y a las corridas del estadio! Y al fin de cuentas, ¿para qué? Para recoger los aplausos de una hora, para gozar de una gloria efímera y siempre discutida, para ganar una corona perecedera. Nosotros, en cambio, si luchamos, es para lograr una corona incorruptible, una gloria sin fin, una dicha que ya no perderemos jamás ».

El alma, sin duda, en aquellos momentos tan ricos y tan cuajados de gracias, se ve abrumada por el dolor y el sufrimiento, la frialdad y la aridez. Pero el alma sigue valiente aún con estas pruebas que el Pontífice supremo le envía, pues Dios pone la suave unción de su gracia aun en las amarguras de la cruz.

Mirad San Pablo. ¿Quién como él vivió en tan estrecha unión con Dios en Cristo? ¿Quién, pues, podía separarle de Jesús? «°. Y sin embargo de eso, ved cómo, por divina dispensación, Satanás le affige e insulta en su cuerpo y en su alma con sus dardos malignos, hasta el punto de tener que llamar tres veces a Jesús en demanda de auxilio. Y ¿qué le responde Jesucristo? «Te basta mi gracia, que en la flaqueza llega al colmo el poder» «, es decir, que su poder nunca resplandece tanto como en las dificultades de las que tiene que triunfar.

 

 

6. EL FIN ETERNO DE NUESTRA SANTIDAD ES ENGRANDECER EL PODER DE LA GRACIA DE JESÚS: «IN LAUDEM GLORIAE EJUS».

 

Veamos ya cuál es la razón profunda de esta extraña y providencial disposición. No podríamos terminar mejor esta instrucción que considerando cómo la obra de nuestra santidad se elabora en medio de las pruebas y de la flaqueza.

«De gracia habéis sido salvados por la fe, y esto no bs viene de vosotros, dice San Pablo, es don de Dios; no viene de las obras, para que nadie se gloríe».

¿Quién será el acreedor de todas nuestras alabanzas ¿Sobre quién redundará la gloria de nuestra santidad? Sobre Jesucristo.

El Apóstol expone a sus queridos fieles de Éfeso el plan divino, y les indica en estos términos el fin supremo: Dios dispuso de antemano todas las cosas- para dar más realce a la munificencia de su gracia «.

Dios nos predestinó a ser los coherederos de su Hijo, «a fin de mostrar en los siglos venideros la excelsa riqueza de su gracia, por su bondad hacia nosotros et Cristo Jesús» «.

En este mundo, todo se lo debemos a Jesús, puesto que Él nos mereció con sus misterios todas las gracias de justificación, de perdón y de santidad que necesitamos. Él es el principio mismo de nuestra perfección, y del mismo modo que la vid envía su savia fecunda a todos los sarmientos para que produzcan su fruto, así Cristo derrama sin cesar su gracia sobre todos los que tiene unidos consigo.

Esta gracia es la que anima a los apóstoles, la que ilumina a los doctores, esfuerza a los mártires, sostiene a los confesores y hermosea a las vírgenes con su incomparable pureza.

Toda la gloria de los santos en el cielo dimana también de esta misma gracia; todo el resplandor de su triunfo tiene su origen en esta fuente única; por estar teñidas en la sangre del Cordero, son tan vistosas las vestiduras de los elegidos, cuya santidad se gradúa según la semejanza con el divino modelo.

Por eso, al comenzar la gran solemnidad de Todos los Santos, en la cual junta la Iglesia a todos los escogidos en una misma alabanza, nos invita a adorar a Aquel que es su Señor y a la vez corona de todos los santos«. Comprenderemos en el cielo cómo todas las misericordias de Dios parten del Calvario, y cómo la sangre de Jesús es el precio de la dicha infinita de que gozaremos allá para siempre.

No olvidemos que en la Jerusalén celestial viviremos embriagados de una felicidad divina, pero que la plenitud de esa felicidad la pagarán en cada momento los méritos de la sangre de Cristo Jesús. «La ola de felicidad que eternamente inundará a esta ciudad de Dios», fluirá del sacrificio de nuestro Pontífice divino. ¿Qué gozo no será el nuestro al reconocer y cantar el triunfo de Jesús, diciendo: «Todo lo debemos a Ti, Señor; que se te tribute todo honor, alabanza y acción de gracias»

Entonces, con todos los demás elegidos, arrojaremos a sus pies nuestras coronas para proclamar que de Él nos vienen. Éste es el término final a que se encamina todo el misterio de Cristo, Verbo Encarnado. Dios quiere que su Hijo Jesús sea ensalzado para siempre, precisamente por ser su propio y único Hijo y objeto de sus complacencias, y también porque este Hijo, aunque era Dios, se anonadó para santificar a su cuerpo místico: «Por lo cual Dios le exaltó».

Entremos, pues, con fe profunda en estos pensamientos divinos. Cuando celebramos a los santos, engrandecemos el poder de la gracia que los elevó a tales cimas; nada agrada tanto a Dios como esta alabanza, puesto que por ella nos unimos al más íntimo de sus designios, que es glorificar a su Hijo: “Le glorifiqué y de nuevo le glorificaré». Procuremos realizar, con ayuda de la gracia, el plan que Dios tiene formado sobre todos nosotros, pues a esta perfecta conformidad, digámoslo una vez más, se reduce toda la perfección.

He procurado, en todas estas conferencias, mostraros hasta qué punto nos unía el Padre con su Hijo Jesucristo, tratando de poneros ante la vista el divino modelo, tan incomparable y a la vez tan accesible.

Habéis podido ver cómo vivió por nosotros Cristo cada misterio, uniéndonos a Sí con lazo tan apretado, que poco a poco pudiéramos, bajo la acción de su divino Espíritu, reproducir su fisonomía inefable y asemejamos a Él, conforme al decreto de nuestra predestinación.

No cesemos, pues, de mirar a ese modelo. Jesucristo es Dios que se apareció entre nosotros y con nosotros mora para señalarnos el camino que lleva a la vida. Él mismo nos tiene dicho que la vida eterna consiste en confesar con nuestros labios y también con nuestras obras que su Padre es el verdadero Dios, y que Él es también Dios, juntamente con el Padre, pero que vino a este mundo en carne mortal, para llevar a Dios a todo el género humano.

Si, a lo largo de nuestra existencia, hemos seguido con fidelidad a Jesucristo, si todos los años, con amor y fe, le hemos contemplado en el ciclo de sus misterios, esforzándonos por imitarle y vivir en su intimidad, estemos persuadidos de que la oración ininterrumpida que dirige por nosotros a su Padre, como mediador único, ha de ser atendida; imprimirá en nuestras almas, por medio de su Espíritu, su imagen viva; el Padre nos reconocerá en el último día como miembros de su Hijo predilecto y nos hará coherederos suyos.

El día del juicio final entraremos a formar parte de aquella sociedad que Cristo, nuestro divino capitán, quiso que fuese purísima y esplendorosa, y según dice el mismo apóstol San Pablo tiene que entregar este reino a su Padre como trofeo maravilloso de su gracia todopoderosa. Dios haga que allí nos veamos todos nosotros para dicha inmensa de nuestras almas y gloria de nuestro Padre celestial; para alabanza de la gloria de su gracia.

 

VERBUM MANENS APUD FATREM, VERITAS ET VITA; INDUENS    SE CARNE, FACTUM EST VIA.

 

 

 

 

 

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