DEL PRETORIO AL CALVARIO SIGUIENDO LOS PASOS DE CRISTO

DEL PRETORIO AL CALVARIO SIGUIENDO LOS PASOS DE CRISTO

 

La Pasión constituye el Sancta Sanctorum de los misterios de Cristo. Es también como el coronamiento de su vida pública, la cumbre de su misión en la tierra, la obra en la que convergen todas las demás y de la cual reciben su valor.

Todos los años, en Semana Santa, la Iglesia conmemora en particular las diferentes fases; todos los días, en el sacrificio de la Misa, hace presente este misterio para aplicarnos los frutos.

A este acto céntrico de la liturgia viene a agregarse una práctica de piedad que, sin formar parte del culto público y oficial de la Iglesia, por la abundancia de gracias que de ella manan como de un venero copioso, ha llegado a ser muy amada de las almas. Me refiero a la devoción a la Pasión de Jesucristo en la forma conocidísima del Vía crucis.

La preparación inmediata que hizo el Salvador a su oblación de Pontífice en el Calvario fijé la de llevar su cruz desde el pretorio al Gólgota, abrumado de dolores y oprobios. La Santísima Virgen y los primitivos cristianos, andando el tiempo debieron recorrer piadosamente y más de una vez este itinerario, regando con sus lágrimas los lugares santificados por los dolores del Hombre-Dios.

Tampoco ignoráis con qué entusiasmó y fervor los cristianos de Occidente en la Edad Media emprendían el largo y penoso viaje a los Santos Lugares para venerar en ellos los pasos y sangrientos recuerdos del Salvador: su piedad se nutría en una fuente fecunda de gracias de incalculable valor.

Y ya en su tierra, tomaban a pechos el mantener vivo el recuerdo de los días que habían pasado en oración en Jerusalén. Y, sobre todo, desde el siglo xv en adelante, se comenzó a reproducir en casi todos los pueblos los santuarios y las estaciones de la Ciudad Santa. Y de esa manera se satisfacía la piedad de los fieles con una peregrinación espiritual que se renovaba a gusto de cada uno. Y más tarde, en una época relativamente reciente, la Iglesia enriqueció dicha práctica con numerosas indulgencias.


1. LA CONTEMPLACIÓN DE LOS DOLORES DEL VERBO ENCARNADO ES SUMAMENTE FECUNDA PARA LAS ALMAS. NO HAY DETALLE QUE PUEDA PASAR INADVERTIDO EN LA PASIÓN DE CRISTO DONDE  JESUCRISTO MANIFIESTA DE UN MODO ESPECIAL SUS VIRTUDES; SIEMPRE VIVO, AHORA REPRODUCE EN NOSOTROS ESTOS SENTIMIENTOS.

Esta consideración de los sufrimientos de Jesucristo es fecundísima. Estoy convencido de que, aparte los sacramentos y los actos de la liturgia, no existe práctica alguna más provechosa a nuestras almas que el Vía crucis ejecutado con devoción. Su eficacia sobrenatural es incomparable.

Esto es debido en primer lugar, a que la Pasión de Jesucristo es su obra por excelencia; fue profetizada en casi todos sus pormenores, y no hay misterio de Jesús en el que hayan sido anunciadas sus circunstancias con tanto esmero por el Salmista y los profetas. Y al leer en el Evangelio el relato de la Pasión llama la atención el cuidado que tiene Jesucristo de “cumplir» todo lo que sobre Él estaba anunciado.

Si consiente que el traidor se halle presente en la Cena es “para que se cumpla la palabra de la Escritura» ; a los judíos que le vienen a prender les dice el mismo Señor que se entrega a ellos para que “se cumpliesen las Escrituras ». Y estando en la Cruz «todo iba ya a consumarse”, dice San Juan, y el Salvador recuerda que había profetizado el Salmista de Él: «Y en mi sed me abrevaron con vinagre» ». Después de esto, sabiendo Jesús que todo estaba ya consumado para que se cumpliera la Escritura, dijo: «Tengo sed». Todo aquí es grande y digno de que reparemos en ello, ya que todos estos detalles puntualizan los hechos de un Hombre Dios.

Todas las obras de Jesucristo son materia de las complacencias de su Padre. El Padre contempla a su Hijo con amor, no sólo en el Tabor, cuando brilla en todo el esplendor de su gloria, sino también al presentarle Pilato ante todo el pueblo, coronado de espinas y convertido en el desecho de la humanidad; el Padre envuelve a su Hijo en unas miradas de infinita complacencia, lo mismo en las ignominias de la Pasión que en los esplendores de la Transfiguración: «Éste es mi Hijo amado, en quien tengo mis complacencias”.

Jesucristo en su Pasión honra y glorifica a su Padre con un amor infinito, no sólo por ser Hijo de Dios, sino también porque se pone en sus manos para todo lo que exijan la justicia y el amor de su Padre. Si pudo decir, a lo largo de su vida pública, «hago siempre lo que es de su agrado”, esto es más verdad todavía en aquellas horas en que se entregó a la muerte, y a la muerte de cruz, para dar a conocer los derechos de la divina majestad ultrajada por el pecado y salvar al mundo: «Para que sepa el mundo que amo al Padre”; «El Padre le ama con un amor que no tiene límites porque da la vida por sus ovejas», y por medio de sus dolores y de sus satisfacciones, nos merece todas las gracias que nos devuelven la amistad con su Padre: «Por esoel Padre me ama, porquedoy mi vida””.

Además, nos debe agradar la meditación de la Pasión de Cristo porque en ella resaltan más sus virtudes. Su amor inmenso a su Padre, su caridad con los hombres, el odio al pecado, el perdón de las injurias, la paciencia la mansedumbre, la fortaleza, la obediencia a la autoridad legítima, la compasión, todas estas virtudes brillan de modo heroico en esos días de sus dolores.

Al contemplar a Jesús en su Pasión, le vemos como ejemplar y modelo de nuestra vida, modelo admirable y accesible a la vez, de esas virtudes de compunción, de abnegación, de paciencia de resignación, de abandono, de caridad, de mansedumbre que tenemos que practicar nosotros para ser semejantes a nuestro Jefe y modelo divino. «El que quiera venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga».

Existe un tercer aspecto que muy a menudo olvidamos, y que, sin embargo, tiene suma importancia. Al contemplar los sufrimientos de Jesús nos concede, conforme a la medida de nuestra fe, la gracia de practicar las virtudes que Él mismo manifestó en esas horas santas. Porque cuando vivía en la tierra, “una virtud omnipotente emanaba de su divina persona que curaba los cuerpos», iluminaba los espíritus y vivificaba las almas.

Algo parecido ocurre cuando, por la fe, nos ponemos en contacto con Jesús. Seguramente que Jesucristo concedió gracias especiales a los que con amor le iban siguiendo camino del Gólgota, o presenciaron su inmolación. Tal poder lo conserva aún, y si con espíritu de fe y para compadecer sus amarguras e imitarle le seguimos del Pretorio al Calvario, y nos mantenemos firmes al pie de la Cruz, nos otorga esas mismas gracias, nos da participación en los mismos favores.

Porque no conviene olvidar nunca que Jesucristo no es un modelo inerte y muerto; al contrario, está lleno de vida y produce sobrenaturalmente en los que se acercan a Él con las debidas disposiciones la perfección que ven en su Persona.

Nuestro divino Redentor se nos presenta en todas las estaciones con este triple carácter de mediador que nos salva por sus méritos, de modelo acabado de virtudes sublimes, y finalmente como causa eficaz que puede realizar en nuestras almas, por su omnipotencia divina, las virtudes de que nos da ejemplo;
Me diréis que tales caracteres aparecen en todos los misterios de jesucristo. Es cierto; pero, ¡con cuánta mayor plenitud brillan en su Pasión, que es el misterio de Jesús por excelencia!

Por lo tanto, si todos los días, por unos momentos, interrumpiendo vuestros trabajos, dejando a un lado vuestras preocupaciones, poniendo silencio en vuestro corazón a los ruidos de las criaturas, acompañáis al Hombre Dios camino del Calvario, con fe, humildad y amor, con el deseo sincero de imitar sus Virtudes que en su Pasión nos enseña, tened por seguro que vuestras almas recibirán gracias especiales, que la transformarán poco a poco hasta hacerla semejante a Jesús, y a Jesús crucificado.

Para recoger los frutos sabrosos de esta práctica, y para ganar las numerosas indulgencias con que la Iglesia la ha enriquecido, basta detenernos en cada estación y meditar algo sobre la Pasión del Señor. No está prescrita fórmula alguna de oración ni tampoco de meditación y ni siquiera el tema que nos sugiere «la estación». Cada cual tiene plena libertad conforme a su gusto y siguiendo la inspiración del Espíritu Santo.

 

 


2. MEDITACIONES SOBRE LAS ESTACIONES DEL CRUCIS.

 

Recorramos juntos ahora las «estaciones» del Vía crucis; las consideraciones que voy a presentaros sobre cada una de las estaciones no tienen otro objeto (no se necesita advertirlo) que ayudar a la meditación. Cada cual puede escoger lo que sea de su gusto y variar estas consideraciones y estos afectos conforme a sus aptitudes y las necesidades de su alma.

Antes de comenzar, recordamos la recomendación do San Pablo: «Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús... Se humilló, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz». Repasando la vía dolorosa ahondaremos más y más en las disposiciones que tenía el corazón de Cristo: amor a su Padre, caridad con los hombres, odio al pecado, humildad y obediencia, y nuestras almas se llenarán de más luces y gracias, ya que el Padre Eterno verá en nosotros una imagen más acabada y perfecta de su divino Hijo.

Oh Jesús mío! Por mi amor y cargado con tu Cruz has recorrido este itinerario. Yo también quiero andarlo contigo y como Tú; haz llegar a mi corazón los sentimientos que se desbordaban del tuyo en esas horas santas. Ofrece a tu Padre por mí la sangre preciosa que entonces derramaste por mi salvación y mi santificación.


1ª. Jesús condenado a muerte por Pilato

 

« Jesús, inocente, pero cargado con los pecados del mundo, tiene que expiarlos con su sacrificio sangriento. Los príncipes de los sacerdotes, los fariseos, su mismo pueblo, «le cercan como novillos furiosos». Nuestros pecados claman, dan voces y exigen osadamente la muerte del Justo: « Fuera, fuera, Crucifícalo! “. Y el cobarde gobernador romano «les entregó la víctima para ser crucificada».

¿Y qué hace Jesús? Porque es nuestro Jefe, está de pie, y  como dice San Pablo, «da testimonio» de la verdad de su doctrina, de la divinidad de su persona y de su misión, y se somete interiormente a la sentencia que pronunció Pilato: porque acepta en él al poder legítimo: «No tendrías ningún poder sobre Mí si no te hubiera sido dado de lo Alto» ». Y ¿qué hace? « Someterse al que le juzga injustamente», obedeciendo hasta la muerte, y muert de cruz por nosotros para devolvernos la vida la sentencia de condenación: «Como por la desobediencia de un solo hombre (Adán), muchos murieron, así también por la obediencia de uno (Cristo Jesús), todos volverán a la vida”.

Hermanos, debemos unirnos a Jesús en su obediencia y aceptar cuanto nuestro Padre celestial quiera imponernos, sin mirar a quién nos manda, ya sea un Herodes o un Pilato, si su autoridad es legítima. Aceptemos también desde ahora la muerte en expiación de nuestros pecados, con todas las circunstancias con que la divina Providencia nos la quiera enviar. Recibámosla como un tributo debido a la justicia y santidad divinas, que nuestras maldades han ultrajado; si nuestra muerte va unida a la de Jesús, será «preciosa a los ojos de Dios”.

Divino Maestro, me uno a tu Sagrado Corazón en su sumisión perfecta y en su conformidad total a los designios del Padre. Produzca la virtud de tu gracia en mi alma ese espíritu de sumisión que me entregue sin reserva y sin replicar al beneplácito de lo alto, a todo lo que gustes enviarme al tener que dar el último adiós a este mundo.

 


2ª. Jesús  cargado con la cruz

 

«Pilato les entregó a Jesús para ser crucificado, y ellos se lo llevaron cargado de su cruz». Jesús había hecho un acto de obediencia; habíase entregado a los designios de su Padre, y ahora el Padre le señala lo que esa obediencia le impone: la cruz. Acéptala entonces Jesús como venida de su Padre, con todo su cortejo de dolores e ignominias.

En este momento, Jesús aceptaba el cúmulo de penalidades que, cual pesada carga, recaerían sobre sus magulladas espaldas, las torturas indecibles de la crucifixión; aceptaba los amargos sarcasmos, las aborrecibles blasfemias con que sus rabiosos enemigos, triunfantes en apariencia, iban a abrumarle luego que le viesen colgado del patíbulo infame; aceptaba la agonía de tres horas, el abandono de su Padre... Jamás ahondaremos bastante en el abismo de aflicción que nuestro divino Salvador sintió al tomar la cruz.

También en este momento Cristo Jesús, que a todos nos representaba y que por todos iba a morir, acepta la cruz por todos sus miembros, que somos nosotros: «Verdaderamente, sufrió nuestras penalidades y padeció nuestros dolores”. Unió entonces a las suyas todas las penas de su cuerpo místico, y en esta unión estriba su valor y su precio.

Aceptemos, pues, nuestra cruz en unión con Él, y como Él, para ser dignos discípulos de este Maestro divino; aceptémosla sin deliberar, sin murmurar; por pesada que haya sido para Jesús la cruz que el Padre le imponía, ¿pudo tal vez entibiar su amor y la confianza en su Padre? Muy al contrario. « ¿Y no beberé, dice, el cáliz de amargura que mi Padre me presenta?”. Ojalá hagamos nosotros otro tanto. « Si alguien quiere ser mi discípulo, tome su cruz y sígame.  No seamos de los que San Pablo llama «enemigos de la cruz de Cristo « Carguemos con la cruz que Dios nos impone, porque hallaremos la paz en su aceptación generosa. Nada tranquiliza tanto a un alma que padece,
como esta entrega total al beneplácito de Dios.

Oh Jesús mío, acepto todas las cruces, toda las contradicciones, todas las adversidades que el Padre quiera o permitan que me sucedan! Dame la unción de tu gracia y fortaleza para llevarlas con la misma conformidad que Tú nos enseñaste al recibir la tuya por nosotros. a ¡Pero a mi jamás me acaezca gloriarme en otra cosa sino en la cruz de Nuestro
Señor Jesucristo!”

 

3ª.-Jesús cae por primera vez

 
“Será varón de dolores y conocerá la debilidad”. Esta profecía de Isaías se cumple a la letra cuando Jesús, agotado por el padecer de alma y cuerpo, sucumbe al peso de la cruz. ¡La omnipotencia cae al suelo abatida por la debilidad! Esta flaqueza de Jesús honra su poder divino. Por ella expía nuestros pecados repara las rebeliones de nuestro orgullo, «levanta al mundo caído por medio de la
humildad de su Hijo» ». Además, en este momento nos mereció la gracia de humillarnos por nuestras culpas, de reconocer nuestras caídas y confesarlas sinceramente; nos mereció la fortaleza que sostiene nuestra debilidad.

Con Cristo, prosternado ante su Padre, detestemos nuestro altivo amor propio y nuestra ambición; reconozcamos lo poquito que somos. Dios, que aplasta a los soberbios, se aplaca con la humilde confesión de nuestra pobreza, la cual atrae sus misericordias». Imploremos estas misericordias cuando nos sintamos flacos en presencia de la cruz, de la tentación y del cumplimiento de la voluntad divina.

“Señor, ten piedad de mí, porque soy débil». De este modo, proclamando humildemente nuestra debilidad, triunfará en nosotros la gracia que  solo puede salvarnos. “La fuerza se perfecciona en la flaqueza».

¡Oh buen Jesús! Prosternado a los pies de tu Cruz, te adoro. «Fortaleza de Dios». Tú te nos muestras débil y flaco para enseñarnos la humildad y confundir nuestro orgullo. «Oh Pontífice lleno de santidad, que has pasado por nuestras pruebas para poderte asemejar a nosotros y compadecerte de nuestros achaques! ” “No me abandones a mí mismo, ya que soy tan poca cosa; que tu virtud habite en mí», para que no sucumba al mal.

 

 

4ª.- Encuentro de Jesús con su Madre santísima

 

Llegó para la Virgen María el día en que debía realizarse plenamente la profecía de Simeón: “Una espada traspasará tu alma» ». Así como se había unido a Jesús al ofrecerle en el Templo, así ella quiere más que nunca abundar en sus mismos sentimientos y compartir sus penas en esta hora en que Jesús va a consumar su sacrificio. Y se va al Calvario, donde sabe que su Hijo ha de ser crucificado, y se encuentran en el camino. Pero ¡qué inmenso dolor el suyo al verle en estado tan lastimosol Míranse
Uno a otro, y el abismo de dolores del Hijo atrae el abismo de compasión de la Madre. ¡Qué no haría Ella por Él!

Este encuentro, que fue una fuente de penas fue también un principio de alegría para Jesús. Se dolía de ver la profunda desolación de su santísima Madre, pero le alegraba el pensar que sus dolores iban a pagar el precio de todos los privilegios con que Ella debía ser hermoseada.

Por eso, apenas se detiene. Cristo tenía el corazón más tierno que pudo jamás existir; derramó lágrimas junto a la tumba de Lázaro y lloró la triste suerte de Jerusalén. Jamás hijo alguno amé tanto a su madre como Él; por eso, al encontrarla tan apenada en el camino del Calvario,» debió de sentir conmoverse las fibras todas de su corazón amantísimo.

Sin embargo de ello, sigue caminando hacia el lugar de su suplicio, porque tal es la voluntad de su Padre. María se asocia a este sentimiento, sabe que debe cumplirse todo para nuestra salvación, y como quiere beber del mismo cáliz de Jesús, síguele hasta el Gólgota, en donde será corredentora.

Nada terreno debe embarazarnos en nuestra marcha hacia Dios; ningún amor natural debe estorbar nuestro amor por Cristo; por el contrario, hemos de ir más allá y permanecer unidos a Él.
Pidamos a María que nos asocie a la contemplación de los dolores de Jesús y nos dé algo de la compasión que Ella le tenía, para sacar de ahí gran odio al pecado que tan dura expiación exigió.

Plácele a Dios, a las veces, para manifestar sensiblemente el fruto que produce la contemplación de la Pasión, imprimir en el cuerpo de algunos santos, como fue San Francisco de Asís, los estigmas de las llagas de Jesús. No debemos desear esas señales exteriores, pero sí hemos de pedir que la imagen de Cristo paciente se grabe muy honda en nuestro  corazón. Solicitemos de la Virgen esta preciosa gracia.

¡Oh Madre, «ahí tienes a tu Hijo». Por lo mucho que le amas, haz que el recuerdo de tus tormentos nos acompañe en todas partes; te lo pedimos en su nombre; rechazarlo sería rechazarle a Él mismo, ya que somos sus miembros.

¡Oh Cristo Jesús!, «he ahí a tu Madre». Por ella, concédenos compadecer tus dolores para que lleguemos a asemejamos a Tí.

 

 

5ª. Simón Cirineo ayuda a Jesús a llevar su Cruz

 

«Según salían, encontraron un hombre de Cirene llamado  Simón y le ajustaron para llevar la cruz» ». Jesús se halla exhausto de fuerzas; aunque Omnipotente, quiere que su santa humanidad, cargada con todos los pecados del mundo, sienta el peso de la justicia y de la expiación. Pero quiere que le ayudemos a llevar su cruz.

Simón es figura de todos nosotros; y es a todos a quienes Cristo pide compartir sus dolores: sólo así seremos discípulos suyos: «Si alguien quiere seguirme, tome su cruz y vaya en pos de mí.»

El Padre Eterno quiso que una parte de los dolores se reservara al cuerpo místico de su Hijo, y que algo de la expiación quedara para sus miembros. «Completo en mi carne lo qu falta a la pasión de Cristo por su cuerpo que es la Iglesia”. Jesús también lo quiere, y para manifestar este decreto divino aceptó que le ayudase el Cirineo.

Mas también nos mereció en este momento la gracia de la fortaleza para aguantar generosamente las pruebas, colocando en su cruz esa suave unción que hace llevadera la nuestra, porque es cierto que llevando nuestra cruz llevamos la suya. Une nuestras penas a su dolor, y les confiere, por esta unión, un valor inestimable, fuente de grandes méritos. «Como mi divinidad atrajo hacia sí, decía Nuestro Señor a Santa Matilde, los tormentos de mi Humanidad, y los ha hecho suyos (es la dote de la esposa),
así yo traspasaré tus penas a mi divinidad y las uniré a mi Pasión, y te haré participante de aquella gloria que mi Padre ha conferido a mi santa Humanidad por todos sus dolores>.

San Pablo nos da a entender esto mismo en su epístola a los hebreos, para reanimarnos y movemos a sufrirlo todo por amor de Cristo. Corramos, dice, con perseverancia por la carrera que se nos tiene abierta, los ojos fijos en Jesús, guía y consumador de la fe; quien en lugar de la alegría que se le brindaba, despreciando la ignominia, sufrió la cruz, y desde entonces mereció estar sentado a la diestra del trono de Dios. Considerad a Aquel que ha soportado contra su persona tan gran contradicción de parte de los pecadores, para que no os dejéis abatir por el desaliento”.

Oh Jesús mío!, acepto de tu mano las astillitas que arrancas para mí de tu cruz; acepto todas las contrariedades, penas, dolores, que permitas o te plazca enviarme; las acepto como parte de mi expiación. Une lo poco que hago a tus indecibles amarguras, porque por ellas llegarán a valer algo las mías.

 

 

 


VIª. — Una mujer enjuga el rostro de Jesús

 

La tradición cuenta que una mujer, movida de compasión, se acercó a Jesús y le ofreció un lienzo para enjugar su faz adorable.
El Evangelio nos dice que los soldados le daban brutales bofetadas, y que le escupían a la cara; la corona de espinas le había hecho correr la sangre por su sacratísimo rostro. Cristo Jesús quiso padecer todo esto para expiar nuestros pecados; «quiso curarnos “por las salivas y bofetadas)) que recibió su divina faz.
Siendo nuestro hermano primogénito, nos quiso dar, al padecer por nosotros, la gracia que nos hace hijos de su eterno Padre.

Desfigurado y todo como está por nuestros pecados, Cristo sigue siendo en su Pasión el Hijo muy amado, el objeto de todas las complacencias de su Padre. En esto somos semejantes a Él si conservamos en nuestro corazón la gracia santificante que es el principio de nuestra semejanza divina. Lo somos también al practicar las virtudes que en su Pasión resplandecen y si tenemos algo de aquel amor que Él tiene a su Padre y a las almas, su paciencia, su fortaleza, su mansedumbre, su dulzura.

¡Oh Padre celestial!, en pago de las amarguras que tu Hijo quiso padecer por vosotros, glorifícale, sublímale, comunícale aquella claridad que mereció cuando su faz adorable quedó desfigurada por nuestra salvación.

 


VIIª. — Jesús cae por segunda vez

 

Consideremos ahora nuestro divino Salvador que sucumbe una ver más bajo la pesada cruz. «Dios cargó sobre sus espaldas los pecados del mundo entero» Son nuestros pecados los que le aplastan; los ve todos, uno por uno; los toma como suyos, hasta el punto de parecer, según la expresión de San Pablo, que “por nosotros se hizo pecado».

Como Verbo, Jesús es omnipotente; sin embargo de ello, quiere probar toda la flaqueza de una humanidad abatida; esta debilidad, enteramente voluntaria, honra la justicia de su Padre y nos merece el don de fortaleza.

No nos olvidemos nunca de nuestras miserias; no nos dejemos hinchar jamás del orgullo; por muy grandes que nos parezcan los progresos realizados, es cierto que seguimos siendo siempre flacos para llevar nuestra cruz en seguimiento de Jesús: “Sin mí nada podéis hacer». “Todo lo puedo en aquel que me conforta”. Únicamente en la virtud divina que de Él nos viene, encontraremos fuerza para llevarla; pero no se nos dará sino implorándola con frecuencia.

¡Oh Jesús!, tan débil por mi amor, abrumado por el peso de mis pecados, dame la fortaleza que hay en ti, para
que tú solo seas glorificado por mis obras.

 


VIIIª. Jesús habla a las mujeres de Jerusalén

 

Seguían a Jesús gran multitud de pueblo y de mujeres que golpeaban su pecho y se lamentaban por Él; mas
volviéndose hacia ellas Jesús, les dice: “Hijas de Jerusalén: no lloréis por mí, más bien llorad por vosotras y por vuestros hijos, porque han de venir días en que se dirá: Bienaventuradas las estériles...”

Jesús conoce las exigencias inexorables de la justicia
y santidad de su Padre. Recuerda a las hijas de Jerusalén que esta justicia y santidad son perfecciones adorables del Ser divino. Jesús es un “pontífice santo, inocente, puro, separado de los pecadores»; no hace más que sustituirse por ellos; sin embargo, considerad con qué golpes tan rudos le hiere la justicia divina. Si esa justicia exige de Él tan grande expiación, ¿cuál no será el rigor de sus castigos contra los culpables obstinados que hayan rehusado hasta el último día unir su parte de expiación a los tormentos de Cristo?

Imploremos la misericordia de Jesús para el día terrible en que venga, no ya como víctima desfallecida por el peso de nuestros pecados, sino como Juez soberano «a quien el Padre ha sometido todo poder» ».

¡Oh buen Jesús, ten misericordia de mí! Tú, que eres la vid, dame que permanezca unido contigo por la gracia y mis buenas obras, para que dé buenos frutos y sean dignos de Ti.

 

 

IXª. Jesús cae por tercera vez

 

Jesús es aplastado por la justicia. Jamás podremos, ni siquiera en el cielo, ponderar lo penoso que fue a Jesús someterse a las exigencias de la justicia divina. Ninguna criatura, ni siquiera los condenados, pudo cargar con todo su peso. Pero la santa Humanidad de Jesús, unida a esta justicia divina por contacto inmediato, experimenté todo su rigor y todo su poder.

Por eso, como víctima entregada a sus venganzas, Jesús fueen su Humanidad aplastado por el abatimiento de sus sufrimientos.

 

Xª. Jesús es despojado de sus vestiduras


«Sortearon mis vestidos y echaron a suertes mi túnica». Así lo profetizó el Salmista. Jesús, despojado de todo y reducido a extrema pobreza, no dispone ni siquiera de sus vestidos, pues una vez levantado en la cruz, los soldados han de repartírselos y los han de echar a suertes.

Jesús «por el Espíritu Santo se ofreció a Dios» », y se abandona a sus verdugos, como víctima de nuestras culpas.
Nada hay tan glorioso para Dios, ni tan útil para nuestras almas, como el ofrecernos del todo juntamente con Jesús, cuando se ofrecía a los verdugos para ser despojado de sus vestiduras y ser clavado en la cruz, «a fin de enriquecernos con su pobreza» ».

 Esta oblación de nosotros mismos es un verdadero sacrificio; esta inmolación a la voluntad divina es la base de toda vida espiritual. Sin embargo de ello, para que logre todo su valor, debemos unirla a la de Jesús, «ya que por esta oblación nos quiso santificar a todos».

Oh Jesús mío! Toma la ofrenda que te hago de todo mi ser y júntala con la que hiciste a tu Padre celestial al llegar al Calvario; desnúdame de todo apego a la criatura, y aun de mí mismo.

 

 


XIª.  Jesús clavado en la Cruz


«Le crucificaron y a otros dos con Él, uno a cada lado y Jesús en medio». Jesús se pone en manos de sus verdugos «cual manso cordero sin gemir. La tortura de la Crucifixión es crudísima. Pues ¿quién podrá apreciar los sentimientos del Sagrado Corazón de Jesús en medio de tan gran suplicio? Sin duda que repetiría las palabras que había dicho al entrar en este mundo: «Padre, no quieras ya más holocaustos de reses; son ineficaces para reconocer tu santidad..., pero Tú me has dado un cuerpo a propósito. Heme aquí».

Jesús contempla siempre la faz de su Padre, y ardiendo en llamas de amores, entrega su cuerpo para reparar los ultrajes hechos a la eterna Majestad. Le crucifican entre dos ladrones: «Se hizo obediente hasta la muerte.» Y ¡qué muerte la suya!... ¡La muerte de cruz! Porque así está escrito: «Maldito todo el que pende del madero». Quiso ser contado « entre criminales” a fin de reconocer los derechos soberanos de la santidad divina.

Se entrega también por nosotros. Jesús, como Dios que era, nos veía a todos en este momento; se ofrece para rescatamos, pues a Él, pontífice y mediador, nos dió el Padre: Pues tuyos son» Qué revelación inefable del amor de Jesús! «Nadie puede mostrar mayor amor que dar la vida por sus amigos» »». No pudo hacer más por los hombres: «Los amé hasta el último extremo” y ese amor es también del Padre y del Espíritu Santo, pues los tres no son más que uno...

«Oh Jesús!, que, obedeciendo a la voluntad del Padre
y por la cooperación del Espíritu Santo, diste vida al
mundo con tu muerte, líbrame, por, tu cuerpo y tu sangre sacratísimos, de todas mis culpas y de todos mis males,
y haz que yo me adhiera inviolablemente a tusmandamientos, y no permitas que me separe jamás de ti»

 

 
XIIª. Jesús muere en la Cruz

 

Y clamando con voz potente Jesús dijo: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu. Y dicho esto, expiró». Después de tres horas de tormentos indecibles, Jesús muere. «La única oblación digna de Dios, el único sacrificio que rescata al mundo y santifica las almas, queda cumplido».

Cristo Jesús había prometido que, «una vez levantado de la tierra lo atraería todo a Sí». Le pertenecemos por doble título: como criaturas a quienes sacó de la nada y para Él, y «como almas rescatadas por su sangre preciosa».

Una sola gota de la sangre de Jesús, Hombre Dios, habría bastado para salvarnos, porque todo en Él tiene un valor infinito; pero entre muchas razones, por las que quiso derramar hasta la última gota, permitiendo fuese atravesado  su sagrado corazón para manifestarnos su amor entrañable.

Por nosotros todos la derramó, y cada cual bien puede decir con toda verdad aquello de San Pablo: «Me amó y se entregó por mí”.

Pidámosle que nos arrastre hacia su corazón sagrado por la virtud de su muerte de cruz, y que «nos haga morir a nuestro amor propio y a nuestra propia voluntad, origen de tantas infidelidades y pecados, y vivir para Él, ya que Él murió por nosotros».

Y si a su muerte debemos la vida de nuestras almas, ¿no será justo que vivamos sólo para Él? “Para que los que viven no vivan ya para sí mismos, sino para aquel que por ellos murió» ».

Oh Padre!, glorifica a tu Hijo pendiente del patíbulo. «Puesto que se ha humillado hasta la muerte y muerte de cruz, ensálzale ahora y que sea exaltado el nombre que le diste. Toda rodilla se doble ante Él, y toda lengua confiese que tu Hijo Jesús vive desde ahora en tu eterna gloria. »



XIIIª.  El cuerpo de Jesús es entregado a su Madre

 

El cuerpo exánime de Jesús es puesto en brazos de su Madre; no podemos imaginarnos cuál fue el dolor de la Virgen en esta hora. No hay madre alguna que ame tanto a sus hijos, como María amó al suyo; su corazón de madre fue modelado por el Espíritu Santo para amar a un Hombre Dios. Jamás un corazón humano latió con tanta ternura por el Verbo Encarnado como el corazón de María, porque estaba llena de gracia y su amor no encontraba obstáculo alguno a sus expansiones.

Además, ella lo debía todo a Jesús: su inmaculada concepción, los privilegios que la hacen criatura única, se le habían concedido en previsión de la muerte de su Hijo. Pues, según esto, ¿cuál no sería su dolor al recibir en sus brazos el cuerpo ensangrentado de Jesús?

Echémonos a sus pies para pedirle perdón de los pecados que fueron causa de tanto quebranto. Oh dulce Madre, fuente de amor, hazme comprender la fuerza de tu dolor para tomar parte en él: haz que mi corazón se abrase en amor a Cristo, mi Dios, para no pensar más que en agradarle!.

 

 

 

 


XIVª. Jesús puesto en el sepulcro

 

« Descolgado ya de la cruz el cuerpo de Jesús, José de Arimatea lo envolvió en un lienzo y lo colocó en un sepulcro cavado en la roca, en donde nadie había sido aún enterrado».
San Pablo decía que Cristo debía «asemejarse en todo a nosotros» ; hasta en su sepultura se nos parece Jesús: “Se le sepultó — dice San Juan —- a la manera judía, con lienzos y aromas»

Mas el cuerpo de Jesús, unido al Verbo, «no podía sufrir la corrupción’”. Quedará en el sepulcro apenas tres días; pero luego, por su propia virtud, saldrá Jesús triunfantede la muerte, resplandeciente, lleno de vida y de gloría, y «la muerte no tendrá ya imperio sobre Él».

Nos dices el Apóstol, además, que «por nuestro bautismo hemos sido sepultados en Cristo, a fin de morir para Él al pecado» ». Las aguas del bautismo son como un sepulcro donde debemos dejar el pecado y de donde salimos animados de una nueva vida, la vida de la gracia.

Unidos por la fe y el amor a Cristo yacente en el sepulcro, renovamos esa gracia de «morir para el pecado a fin de vivir sólo para Dios»

¡ Oh Jesús, Señor mío!, entierre yo en tu tumba todos mis pecados, todas mis culpas e infidelidades; por tu muerte y tu sepultura, dame la gracia de dar el adiós, cada día con más firmeza, a todo aquello que me aparta de ti: al diablo, a las máximas del mundo, a mis concupiscencias. Y por la virtud de tu resurrección, haz que, como Tú, sólo viva para gloria de tu Padre.

 

 

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