II. NOS ASOCIAMOS A LOS MISTERIOS DE JESUCRISTO MEDITANDO EL EVANGELIO, Y SOBRE TODO PARTICIPANDO EN LA LITURGIA A LA IGLESIA

II. NOS ASOCIAMOS A LOS MISTERIOS DE JESUCRISTO MEDITANDO EL EVANGELIO, Y SOBRE TODO PARTICIPANDO EN LA LITURGIA A LA IGLESIA

 

El conocimiento de Jesucristo y de las diversas situaciones de su vida se adquiere en el Evangelio, antes que en otra fuente cualquiera y se viven en la liturgia de la Iglesia. Las páginas sagradas que inspiró el Espíritu Santo encierran la descripción y las enseñanzas de la vida de Jesucristo en este mundo. Nos basta leer, pero leer con fe y amor, esas páginas tan sencillas y tan sublimes para ver y ofr al mismo Jesucristo.

El alma piadosa que en la oración recorre a menudo ese libro excepcional, poco a poco llegará a conocer y amar a Jesucristo y sus misterios, a penetrar en los secretos de su Sagrado Corazón, a comprender esta magnífica revelación de Dios al mundo que se llama Jesucristo: “El que me ve a mí ve también a mi Padre”.

Como este libro está inspirado, brotan de él una luz y una fuerza que ilumina y fortalece los corazones rectos y sinceros. Dichosa el alma que le abre todos los días ! Bebe en la fuente misma de las aguas vivas.

Hay otro modo de conocer los misterios de Jesucristo:
celebrando la liturgia de la Iglesia (texto del Vaticano II que tengo en mi libro Celebrar la Eucaristía). Ya antes de subir al cielo, dijo Jesucristo a los Apóstoles sobre los que fundaba su Iglesia: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra,..»  «Como mi Padre me envió a Mí, así os envío Yo». «El que a vosotros oye a mí me oye...

Por eso la Iglesia por su liturgia es como una prolongación de la Encarnación, a lo largo de los siglos, y hace las veces de Jesucristo entre nosotros, pues ha heredado de su celestial Esposo divinal ternura; de Él recibió como dote, además del poder de santificar a las almas, las riquezas de gracias adquiridas por Jesucristo en la cruz el día de sus místicos desposorios. Puede, pues, decirse de la Iglesia, en cierto modo, es la prolongación de Cristo en la tierra y puede decir con Cristo “yo soy el camino, la verdad y la vida”.

El camino, porque no podemos llegar a Dios sino por Jesucristo, y nos es imposible estar unidos con Jesucristo sin estar incorporados (de hecho o de deseo) a la Iglesia por la liturgia de los sacramentos que hacen presente a Cristo predicando, consagrando, predicando…

La verdad, porque con toda la autoridad de su Fundador conserva en depósito y ospropone en nombre suyo a nuestra fe las verdades de la Revelación.

Finalmente, la vida, ya que por el culto público que ella sola tiene derecho a realizar así como los sacramentos que administra en nombre de Cristo como única dispensadora, solo ella puede santificar y mantener en los cristianos vida de la gracia. Por eso 
el Señor dirá « El que a vosotros oye, a Mí me oye».

Ya sabéis que es sobre todo por la liturgia que instruye la Iglesia y educa el alma de sus hijos, hasta hacerlas semejantes a Jesús, y de ese modo, dar la última mano «a esa copia de Jesucristo que es el dechado perfecto de nuestra predestinación«.

La Iglesia, guiada por el Espíritu Santo, que es el Espíritu del mismo Jesucristo, descorre ante la vista de todos sus hijos, desde Navidad a la Ascensión, el ciclo completo de los misterios de Jesucristo, unas veces resumiéndoles, y proponiéndoles otras en perfecto orden cronológico, como ocurre en Semana Santa y en el Tiempo Pascual. Y así es como hace revivir ante nosotros, no de una manera cualquiera, sino de modo animado y dramático, todos y cada uno de los misterios de su divino Esposo; merced a Ella, podemos recorrer las diversas etapas de su vida mortal y gloriosa. Y si no abandonamos a guía tan buena, infaliblemente llegaremos a conocer los misterios de Jesucristo, y lo que es más, penetraremos en los sentimientos de su divino Corazón.

Por eso, la Iglesia, que conoce bien los secretos del Sumo y Eterno Sacerdote escoge las páginas del Evangelio que más y mejor ponen de relieve los diversos misterios de su vida, muerte y resurrección; después, con arte exquisito, los ilustra, sirviéndose de ciertos pasajes de los salmos, de las profecías, de las epístolas de San Pablo y demás apóstoles y de citas de los antiguos Padres. Y así logra que aparezcan más luminosas y vibrantes las enseñanzas del divino Maestro, los detalles de su vida, lo esencial de sus misterios.

Además, con la selección de las citas de la Sagrada Escritura y autores antiguos, con las aspiraciones que nos sugiere la Iglesia, con su simbolismo y sus ritos, fuerza a nuestras almas a tomar la actitud que reclama el sentido de los misterios y hace que nazcan en nuestros corazones las disposiciones que se requieren para asimilarnos, lo más posible, el fruto espiritual de todos ellos. (para esta parte tener en cuenta en Vaticano II)

 

 

2.- VARIEDAD Y FECUNDIDAD DE LA GRACIA DE LOS MISTERIOS REPRESENTADOS EN LA LITURGIA

 
        Cada misterio trae a nuestras almas un modo nuevo en la manifestación de Jesucristo, aunque sea siempre el mismo Salvador, el mismo Jesús el que trabaja en esta obra de nuestra santificación; todos tienen su encanto especial, su particular esplendor y gracia propia.

La gracia que dimana y llega hasta nosotros en Navidad tiene diferente carácter que el que nos trae la celebración de la Pasión; Navidad es tiempo de alegría, y, en cambio, nuestros pecados nos tienen que apenar al considerar los indecibles dolores con que Jesucristo expió nuestras culpas; de igual modo, la alegría interior que rebosan nuestras almas en las fiestas de Pascua brota de otra fuente y tiene un brillar muy distinto de la otra alegría que nos hace estremecer al cantar la venida del Salvador al mundo.

Los Padres de la Iglesia hablan con frecuencia de lo que llaman ellos la vis mysterii, es decir, la virtud, la fuerza del misterio, el significado propio del misterio que se celebra. En todos los misterios de Jesucristo podemos aplicar a los cristianos lo que dice San Gregorio Nacianceno de los fieles con ocasión de la fiesta pascual: «Es de todo punto imposible presentar a Dios un don que le sea más grato, que el de ofrecemos a nosotros mismos con una inteligencia cabal del misterio.»

Hay espíritus que no ven más en la celebración de los misterios de Nuestro Señor Jesucristo que lo perfecto e
las ceremonias, la belleza de los cantos, los ornamentos refulgentes, la armonía de los ritos. Todo ello puede dase, y de hecho ahí lo encontramos y de manera excelente.

En primer lugar, porque al ser la Iglesia, Esposa de Jesucristo, la que ha reglamentado todos los detalles del culto de su Esposo, su perfecta observancia honra a Dios y a su divino Hijo. «Hay una ley ya fija para todos los misterios ¡del cristianismo, que antes de pasar a la inteligencia tienen que presentarse a los sentidos, y así tenía que ser para honrar al invisible por naturaleza y que quiso, por amor nuestro, aparecer en forma sensible».

Pero, además, es ley psicológica de nuestra naturaleza
— materia y espíritu — que vayamos de lo visible a lo invisible. Los elementos externos de la celebración de los misterios tienen que servir como de peldaños a nuestras almas para levantarse a la contemplación y al amor de las realidades celestes y sobrenaturales; sin contar que ésta es también la economía de la Encarnación, conforme se canta en Navidad: « que al conocer a Dios visiblemente, seamos arrebatados por Él al amor de las cosas invisibles. ¡Estos elementos externos tienen, pues, su utilidad, pero no podemos detenernos en ellos exclusivamente, ya que no son más que la orla del vestido de Jesucristo. La gloria, el esplendor y la virtud de los misterios de Jesús es sobre todo interior, y ésa es la que tenemos que buscar principalmente una vez y otra vez.

La santa madre Iglesia pide a Dios de cuando en cuando, y como un fruto de la comunión, el que nos conceda comprender la virtud propia de cada misterio, hasta compenetramos y vivir de él Eso se llama conocer a Jesucristo como lo desea San Pablo «en toda sabiduría e inteligencia espiritual». Y es que, en efecto, los misterios de Jesucristo, además de modelos y temas de contemplación, son también veneros de gracias.

Se cuenta de Jesucristo en el Evangelio, viviendo en este mundo, que “una virtud se desprendía de su persona y sanaba a todos”. Jesucristo continúa siendo siempre el mismo; si contemplamos con fe sus misterios, ya en el Evangelio, ya en la liturgia que nos ofrece la Iglesia, produce en nosotros la gracia que nos mereció cuando los vivía.

Vemos en esta contemplación cómo practicó las virtudes nuestro modelo Jesucristo, y compartimos los sentimientos particulares que animaron a su divino Corazón en sus diversos estados; pero principalmente recogemos las gracias especiales que nos mereció entonces.

Los misterios de Jesucristo son como diversos estados de su santa Humanidad; todas las gracias que tuvo, las recibió de su divinidad para comunicarlas a la humanidad y, por ésta, a todos los miembros de su cuerpo místico «en la medida del don de Jesucristo».

El Verbo, al asumir la naturaleza humana de nuestra raza, se desposó, por decirlo así, con toda la humanidad, y todas las almas participan de la gracia que inunda el alma santa de Jesucristo, en una medida que Dios conoce, y con respecto a nosotros, proporcionada al grado de nuestra fe.

Como quiera que todo misterio de Jesucristo representa un estado de la santa Humanidad, nos ofrece, en consecuencia, una participación especial de su divinidad. Un ejemplo: En Navidad celebramos el nacimiento temporal de Jesucristo; cantamos aquel «admirable intercambio» que se obra en Él entre la divinidad y la humanidad: nos toma la humanidad para darnos su divinidad; y cada fiesta de Navidad que celebramos santamente, en virtud de una comunicación más copiosa de la gracia, se convierte para el alma como en un nuevo nacer a la vida divina; en el Calvario, morimos para el pecado, con Jesucristo, y Jesús nos concede la gracia de detestar con todas veras todo lo que sea ofensa suya; en el tiempo pascual participamos de una libertad de alma, de una vida más intensa con Dios, cuyo modelo tenemos en su Resurrección; en el día de la Ascensión nos levanta al cielo con Él y por la fe y. nuestros santos deseos nos quedamos, lo mismo que El, junto al Padre celestial, in sinu Patris, en la intimidad del Santuario de Dios´

Siguiendo, de este modo, a Jesucristo en todos sus misterios, y uniéndonos a Él, vamos teniendo parte lentamente, pero de un modo seguro, y cada vez en mayor escala, y con una intensidad más profunda, en su vida divina. San Agustín expresa esta bella idea: «Lo que un di se realizó en Cristo, se va renovando espiritualmente e nuestras almas por la reiterada celebración de sus miste nos».

Por lo tanto, bien se puede decir que al contemplar en su orden sucesivo los diversos misterios de Jesucristo, lo hacemos no sólo para evocar el recuerdo de aquellos sucesos augustos que ya se cumplieron para salvación nuestra y para glorificar a Dios con nuestras alabanzas y acción de gracias, y ver cómo vivió Jesucristo y tratar de imitarle, sino también para que nuestras almas participen de un estado especial de su santa Humanidad y saquen de cada uno de ellos la gracia propia que plugo al divino Maestro vincularles, ganándola ‘como cabeza de la Iglesia, para su cuerpo místico.

De ahí que el Soberano Pontífice San Pío X, de gloriosa memoria, pudiera escribir que «la participación activa de los fieles en los sacrosantos misterios y en la oración pública y solemne de la Iglesia es la fuente primera e indispensable del espíritu cristiano» (repito, si alguna vez tengo que hablar esta conferencia, mirar el vaticano II)

Y a este propósito hay, en efecto, una verdad de suma importancia que con mucha frecuencia se olvida, y a veces se desconoce también. De dos modos puede el hombre imitar el modelo que tiene en Jesucristo. Puede esforzarse para conseguirlo con un trabajo meramente natural, como aquel que se imagina que está reproduciendo un ideal humano que nos ofrece un héroe o un personaje al que se ama o se admira.

Hay ciertos espíritus que creen que de esta manera hay que imitar a Nuestro Señor y reproducir en nosotros los rasgos de su persona adorable. Pero por este camino se llega a la imitación de un Jesucristo que soñaron nuestros pensamientos humanos.
Eso es lo mismo que perder de vista que Jesucristo es un modelo divino. Su hermosura y sus virtudes humanas hunden sus raíces en su divinidad y de ella sacan todo su esplendor.

Podemos y debemos, sin duda ninguna, con la ayuda de la gracia, poner todo nuestro empeño en conocer a Jesucristo y modelar nuestras virtudes y nuestras acciones conforme a las suyas; pero sólo el Espíritu Santo, «dedo de la diestra del Padre”, es capaz de reproducir en nosotros la verdadera imagen del Hijo, por ser nuestra imitación de orden sobrenatural.

Pero este trabajo del Artista divino se realiza principalmente en la oración que va fundada en la fe y abrasada de amor. Al contemplar con los ojos de la fe y con el amor que ansía entregarse al Amado en los misterios de Jesucristo, el Espíritu Santo, que es el Espíritu de Jesús, obra en lo íntimo del alma y con sus toques soberanamente eficaces, va moldeando a ésta, para reproducir en ella como por una virtud sacramental, los rasgos del divino modelo.

Aquí tenemos la razón de ser tan fecunda en simisma  esta contemplación de los misterios de Jesucristo, y por qué el contacto esencialmente sobrenatural en que la Iglesia — guiada en esto por el Espritu Santo — nos pone en la liturgia con los diversos estados de su Esposo, crea en nuestras almas una corriente de vida. Imposible encontrar camino más seguro ni medio más infalible para transformarnos en Jesucristo

 

3. DISPOSICIONES QUE DEBEMOS TENER PARA BENEFICIARNOS DE TODOS LOS FRUTOS: FE, ADORACIÓN, AMOR

      

Así y todo, esta contemplación de los misterios de
Jesucristo no producirá en nosotros tan copiosos frutos sin aportar de nuestra parte ciertas disposiciones, que pueden reducirse a tres: la fe, la reverencia y el amor.

La fe es la disposición primordial para ponerse en contacto vital con Jesucristo. (Ver citas finales al charla). Yes que celebramos misterios, es decir, signos humanos y visibles de una realidad divina y oculta. Y para comprender y palpar esta realidad necesitamos la fe.

Jesucristo es a la vez Dios y hombre, y en Él lo humano se encuentra siempre junto a lo divino. Veremos que aparecen Dios y el hombre en todos estos misterios, pero sucede con más frecuencia en la Natividad y en la Pasión por ejemplo — que la Divinidad queda más en oculto que en otros pasos de su vida; para sentirla, para rasgar el velo y llegar hasta ella, para ver a Dios en el niño reclinado en el pesebre, en el «maldito» que pende del leño en el Calvario, en las Especies eucarísticas, necesitamos la fe: «Supla la fe lo que falta a los sentidos».

Jamás penetraremos en lo íntimo de los misterios de Jesucristo sin la fe; mas con ella, nada tenemos que envidiar a los contemporáneos del Salvador. Cierto que no vemos a Nuestro Señor como aquellos que vivieron con Él, pero la fe nos permite contemplarle y estar con Él y unirnos a Él de un modo tan eficaz como los de su tiempo.

Decimos algunas veces: Oh, quién me diera haber vivido en sus días, haberle podido seguir con las turbas y los discípulos, servirle como Marta y escucharle de rodillas con la Magdalena! — Jesús dijo un día: «Bienaventurados los que no me vieron y creyeron en mí»  ¿Por qué «bienaventurados? Porque el contacto con Jesucristo por medio de la fe no es ni menos fecundo para nuestras almas, ni sobre todo menos glorioso para Jesús, a quien rendimos este homenaje de la fe a su persona sin haberle visto.

Nada tenemos que envidiar a los discípulos que vivieron con Él. Si tenemos fe, permaneceremos tan unidos a Él como pudieron estarlo los que le vieron y tocaron. Y aun diré más: la medida de esta fe es la que fija y determina, en cuanto a nosotros, el grado de nuestra participación en la. gracia de Jesucristo, encerrada en sus misterios.

Ved lo que pasó en los días do su vida mortal: los que vivieron con Él o tuvieron algún contacto material, como los pastores y los magos en el pesebre, los apóstoles y los judíos en los años de su vida pública, San Juan y la Magdalena al pie de la Cruz, los discípulos que le vieron resucitado y subir al cielo, todas esas almas que le buscaban, recibían la gracia, en razón de su fe. A la fe concede Jesucristo cuantos milagros se le piden; todas las páginas del Evangelio nos están pregonando que en el plan de Jesús la fe es la condición indispensable para recibir su gracia.

Ahora bien, nosotros no podemos ver ya a Jesucristo, pues subió a los cielos. Pero ahí está la fe que hace las veces de nuestras miradas; y el grado de esta fe, como en otro tiempo para los contemporáneos de Jesucristo, es, juntamente con el amor, el grado de nuestra unión con Él.

No olvidemos jamás esta verdad importante: Jesucristo nos dará una participación en su gracia, pero siempre a la medida de nuestra fe, y sin Él nada podemos, y de su plenitud tenemos que recibir todos.

San Agustín dice que «llegamos a nuestro Salvador no caminando, sino cre1 yendo». Por consiguiente, cuanto más viva y profunda sea nuestra fe en Jesucristo, Verbo encarnado e Hijo de Dios, más íntimamente nos uniremos con Él.

Por otra parte, a impulsos de la fe brotan en nuestras almas dos nuevos sentimientos que deben complementar su actitud en presencia de Jesucristo: el respeto y el amor. A Jesucristo hemos de acercarnos con gran reverencia, con una reverencia imponderable. Porque Jesucristo es Dios, y por lo mismo Todopoderoso, el Ser infinito que posee toda sabiduría, toda justicia, y tiene todas las perfecciones, el Dueño Soberano de todas las cosas, el Creador de todo cuanto existe y el fin último de todo lo creado y fuente de toda felicidad.

Jesucristo sigue siendo Dios, esté donde esté. Y aun al entregársenos con toda su bondad y liberalidad no deja tampoco de ser el que «adoran las Dominaciones y ante quien tiemblan las Potestades» y los ángeles más encumbrados se cubren el rostro.
En el pesebre se deja tocar, el Evangelio nos dice «que las turbas le oprimían por todas partes”, en su Pasión permite ser azotado, abofeteado, insultado, pero sin dejar de ser Dios. Aun cuando le azotan y cubrende esputos su rostro y expira en la Cruz, sigue siendo siempre el que con su poder y sabiduría creó y gobierna cielos y tierra; por lo tanto, le debemos tributar nuestra adoración lo mismo al leer una página del Evangelio que al celebrar cualquier misterio de nuestro Señor.

Si alienta viva y pujante la fe, es tan profunda esta reverencia, que nos fuerza a postrarnos en tierra ante este Hombre Dios y adorarle: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo, y cayendo en tierra le adoró».

La adoración es el primer movimiento del alma que por la fe llega a Jesús: el amor es el segundo. ¡Os lo decía hace un momento: en el fondo de todos los misterios de Jesucristo bulle el amor. Todo se debe al amor: la humildad de la cuna, la oscuridad de la vida oculta, los trabajos dé la vida pública, los tormentos de la Pasión, la gloria de la Resurrección: «Como amase a los suyos, les amó extremamente».

En los misterios de Jesús lo que más se revela y brilla es el amor. Y por el amor, principalmente, llegamos a comprenderlos. «Y nosotros hemos creído en el amor.» Si queremos meditar con fruto en los misterios de Jesucristo hay que hacerlo con fe, con reverencia, pero más que nada con ese amor que se afana por darse, por entregarse a la voluntad divina para cumplirla.
De ese modo la contemplación de los misterios de Jesucristo resulta fecunda. «Al que me ama.., me manifestaré a él», decía Nuestro Señor; ¿Qué quiere decir eso? Si alguien me ama en la fe y me contempla en mi Humanidad y en los estados de mi Encarnación, Yo le descubriré también los secretos de mi divinidad.

¡Dichosa y mil veces dichosa el alma en la que se realiza tan magnífica promesa! Jesucristo la revelará “el don divino» 20; la introducirá en el santuario de ese Sacramentum Abscondjtum , que son sus misterios, su Espíritu “que escudriña hasta las profundidades de Dios abrirá esas «bodegas del Rey»  de que habla el Cantar de los Cantares, donde el alma se embriaga de verdad y de alegría.

Sin duda que esta manifestación íntima de Jesucristo al alma, no llegará en este mundo a igualar a la visión beatífica, siendo ésta privilegio...de los bienaventurados en el cielo, pero llenará el alma de claridades divinas que le darán bríos en su ascensión hacia Dios: «conocer la caridad de Cristo, que sobrepuja a toda ciencia, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios>>.

Aquí se encuentra verdaderamente la fuente de agua viva que para nuestro provecho brota hasta la vida eternidad, porque la vida, Dios mío, ¿no consiste acaso en conocerte a Ti, y conocer a tu divino Hijo», en proclamar con nuestros labios y con nuestra vida que Jesucristo es tu Hijo muy amado, el Hijo de tu predilección, en quien tienes puestas todas tus complacencias y en quien quieres que lo busquemos todo?

 

 

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