IX. LA SANTISIMA VIRGEN, LOS MISTERIOS DE LA INFANCIA Y DE LA VIDA OCULTA (Tiempo después de Epifanía)

IX. LA SANTISIMA VIRGEN, LOS MISTERIOS DE LA INFANCIA
Y DE LA VIDA OCULTA (Tiempo después de Epifanía)

 

ELVERBO DIVINO ASUME UNA NATURALEZA HUMANA PARA UNIRSE A ELLA PERSONALMENTE

 

El misterio de la Encarnación puede reducirse a un contrato, ciertamente admirable, entre la divinidad y nuestra humanidad. A cambio de la naturaleza humana que de nosotros recibe, el Verbo Eterno nos da participación en su Vida divina.

Es de notar, efectivamente, que somos nosotros los que damos al Verbo una naturaleza humana. Dios, ciertamente, podía haber producido, para unirla a su Hijo, una humanidad en su pleno desarrollo, en cuanto a la perfección de su organismo, como lo hizo con Adán el día que le creó; de este modo, Jesucristo habría sido con toda verdad un hombre, por no faltarle nada de lo esencial de éste; pero sin relación directa con nosotros por el nacimiento, no se podría considerar propiamente de nuestra raza.

Dios no quiso proceder así. ¿Cuál fue, pues, el plan de la Sabiduría infinita? Que el Verbo nos tomase la humanidad a la que debía unirse. De ese modo Jesucristo será de verdad el «Hijo del hombre»; será miembro de nuestra raza: «nacido de una mujer... de la descendencia de David».

Al celebrar en Navidad la Natividad de Jesucristo, nos remontamos a través de los siglos para poder leer la lista de sus antepasados y recorremos su genealogía humana, y repasando las generaciones, una tras otra, vemos que nace en la tribu de David, de la Virgen María: «De la cual nació Jesús, llamado el Cristo» ».

Dios quiso participar plenamente, por decirlo así, en nuestra raza por la naturaleza humana que destinaba a su Hijo, y darnos, a cambio, una participación en su divinidad:O admirabile comercium!  
Ya lo sabéis: Dios, por su naturaleza, está inclinado a una prodigalidad infinita, ya que es de la esencia del bien el comunicarse: Bonum est difusívum sui.

Si, pues, existe una bondad infinita, ésta se entregará, se comunicará, de una manera también infinita. Dios es esta bondad que no tiene límites; la Revelación nos enseña que existen entre las personas divinas, del Padre al Hijo, y del Padre y del Hijo al Espíritu Santo, infinitas comunicaciones que agotan en Dios esa propensión natural de su Ser a difundirse.

Pero además de esta comunicación natural de la bondad infinita, hay otra que fluye de su amor voluntario a la criatura. Dios, que es la plenitud del Ser y del Bien, se ha desbordado al exterior por amor. ¿Cómo tuvo lugar esto? Dios quiso primeramente darse de un modo particularísimo a una criatura uniéndola en unión personal a su Verbo. Este don de Dios a una criatura es algo único, y hace de esta criatura elegida por la Santísima Trinidad el mismo Hijo de Dios: «Tú eres mi Hijo: hoy mismo te he engendrado».

Jesucristo, el Verbo unido personalmente y de modo indisoluble a una humanidad, es semejante a nosotros en todo, menos en el pecado. A nosotros nos pide, pues, esta humanidad: «Dadme para mi Hijo vuestra naturaleza, parece decirnos el Padre Eterno, y, a cambio, os daré en primer lugar a esta naturaleza y, por medio de ella, a todos los hombres de buena voluntad, una participación en mi divinidad.» Pues Dios se comunica así a Jesucristo, para darse, por medio de Él, a todos nosotros: el plan divino consiste en que Cristo reciba la divinidad en su plenitud «y los demás, sucesivamente, participemos dé ella». Así comunica Dios su bondad al mundo: «Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su Unigénito Hijo». Ordenación admirable que gobierna el comercio maravilloso entre Dios y el género humano.

Y ¿a quién pedirá Dios concretamente el producir esa humanidad a la que quiere unirse de modo tan íntimo y ser el instrumento de sus gracias para el mundo? Hemos nombrado ya a esa criatura que llamarán bienaventurada todas las generaciones: la genealogía humana de Jesucristo termina en María, la Virgen de Nazaret. El Verbo la pidió una naturaleza humana, y por medio de ella a nosotros, y María se la dio; por eso, en lo sucesivo la veremos inseparable de Jesús y de sus misterios por donde ande Jesús, allí la encontraremos a ella también: es su Hijo tanto como lo es de Dios.

Aunque Jesús conserva siempre su cualidad de ser Hijo de María, se nos revela como tal, sobre, todo en los misterios de la infancia y de su vida oculta; y si es cierto que María ocupa siempre un lugar privilegiado, con todo, su oficio se manifiesta exteriormente más activo en estos misterios y hemos de contemplarla con preferencia en estos momentos, ya que en ellos resplandece principalmente su maternidad diviha; y no ignoráis que esta dignidad incomparable es la fuente de todos los demás privilegios de la Virgen Santísima.

Los que no conocen a la Virgen, ni profesan a la madre de Jesucristo un amor sincero, corren el peligro de no comprender fructuosamente los misterios de la humanidad de Jesucristo. Es el Hijo del hombre y es también el Hijo de Dios; caracteres ambos que le son esenciales; es el Hijo de Dios por una generación inefable y eterna, y se ha hecho Hijo del hombre al nacer de María, en el tiempo. Contemplemos, pues, a esta Virgen al lado de su Hijo, y ella, agradecida, nos alcanzará un conocimiento más’ y más íntimo de estos misterios de jesucristo, a los que se siente tan estrechamente unida.

 

 

1. CÓMOEN EL MISTERIO DE LA ANUNCIACIÓN DE LA VIRGEN SE FIRMA EL CONTRATO ENTRE LA DIVINIDAD
Y LA HUMANIDAD; LA MATERNIDAD DIVINA

 

Para hacer posible la unión que Dios quería establecer con la humanidad, se necesitaba el consentimiento de ésta. Es la condición que puso la Sabiduría infinita.

Trasladémonos a Nazaret. Llegó ya la plenitud de los tiempos; Dios, dice San Pablo, determinó enviar a su Hijo al mundo, para nacer de una mujer. El ángel Gabriel, celestial mensajero, trae las proposiciones divinas a la virgencita. Trábase un diálogo sublime, del cual pende la liberación del género humano. El ángel comienza por saludar a la virgen, proclamándola, de parte de Dios, “llena de gracia».

Y, en efecto, no sólo es inmaculada, es decir, ninguna mancha ha empañado su alma — la Iglesia ha definido que ella fue la única entre todas las criaturas a la que no alcanzó el pecado original —, sino también que por estar destinada a ser la madre de su Hijo, el Padre Eterno la colmó de sus dones. Está llena de gracia, pero no como lo estará Jesucristo; Él lo está por derecho y de la misma plenitud dé Dios; mientras que María la recibe por participación aunque no se puede calcular la medida, pero que está en relación con su dignidad eminente de Madre de Dios.

 “He aquí, dice el ángel, que concebirás en tu seno y darás a luz un Hijo, a - quien pondrás por nombre Jesús... llamado hijo del Altísimo; reinará en lá casa de Jacob por los siglos, y su reino no tendrá fin.» Dijo María al Ángel: «Cómo podrá ser esto, pues yo no conozco varón?» La Virgen quiere guardar la virginidad. “El Espíritu Santo vendrá sobre ti. y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra; y por esto el Hijo engendrado será santo, será llamado Hijo de Dios.» “He aquí la’ sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra».

En este instante solemne se ha firmado el contrato; y pronunciado el Fiat (Hágase) por María, la humanidad entera ha dicho a Dios por boca de Ella: « Sí, lo acepto, Dios mío! ¡Así sea!» «Y al instante el Verbo se hizo carne.» Se encarna en las purísimas entrañas de María por obra del Espíritu Santo: el seno de la Virgen viene a ser el Arca de la Nueva Alianza entre Dios y los hombres.

Al cantar la Iglesia en el Credo las palabras que recuerdan este misterio: «Y se encarnó por obra del Espíritu Santo, de la Virgen María, y se hizo hombre», obliga a sus ministros a doblar la rodilla en señal de adoración. Adoremos nosotros también a este Verbo divino que por nosotros se hace hombre en el seno de una virgen; adorémosle con tanto más amor cuanto más se humilla Él, «tomando, como dice San Pablo, la forma de siervo».Adorémosle juntamente con María, que, iluminada de una luz celestial, se postró ante su Creador y ahora Hijo suyo; y por fin, con los ángeles, que estaban pasmados de asombro de la condescendencia infinita de Dios para con nosotros los hombres.

Saludemos después a la Santísima Virgen y démosla gracias por habernos traído a Jesucristo, pues a su consentimiento se lo debernos: «Por Ella hemos merecido al Autor do la Vida». Añadamos, además, nuestro parabién.

Ved también cómo el Espíritu Santo, por boca de Santa Isabel — Isabel estaba llena del Espíritu Santo —, saludaba a la Virgen Santísima al día siguiente de la Encarnación: « Bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! Dichosa la que ha creído que se cumplirá lo que se le ha dichó de parte del Se- flor» Bienaventurada, porque esa fe en la palabra de Dios ha hecho de la Santísima Virgen la Madre de jesucristo. ¿Puede darse criatura alguna que haya recibido jamás elogios parecidos de parte del Ser infinito?

María devuelve al Señor toda la gloria de las maravillas que se obran en ella. A partir del instante en que el Hijo de Dios tomó carne en su seno, canta la Virgen en su corazón un cántico rebosante de amor y de agradecimiento. En casa de su prima Isabel le brotan, hasta desbordarse, los sentimientos íntimos de su alma, y entona el Magníficat, que repetirán con ella sus hijos en el correr de los siglos, para alabar a Dios por haberla escogido entre todas las mujeres: «Mi alma magnífica al Señor y salta de júbilo mi espíritu en Dios, mi Salvador, porque ha mirado la humildad de su sierva..., porque ha hecho en mí maravillas el Poderoso».

María se encontraba ya en Belén para el empadronamiento que había ordenado César Augusto, cuando, como dice San Lucas, «se cumplieron los días de su parto y dio a luz a su Hijo primogénito y le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre por no haber sitio para ellos en el mesón». ¿Quién es este Niño? Es el Hijo de María, pues ella acaba de darle a luz: su Primogénito.

Pero la Virgen ve en este Niño, semejante a los demás, al mismo Hijo de Dios. El alma de María rebosaba de una fe inmensa, fe que comprendía y rebasaba la de los justos todos del Antiguo Testamento; por eso reconoce Ella en su Hijo a su Dios.

Esta fe se traduce al exterior en un acto de adoración. Nada más mirarle, la Virgen se postró interiormente en una adoración cuyo alcance y profundidad noses imposible sondear.
A esta vivísima fe, a estas adoraciones tan hondas, sucedían los ímpetus de un amor inconmensurable.

Primeramente, el amor humano. Dios es amor; y para que nos podamos formar de éste una idea, Dios da a las madres una participación. El corazón de una madre, con su ternura incansable, la constancia en sus preocupaciones, las delicadezas inagotables de sus afectos, es una creación verdaderamente divina, aun cuando no sea más que una chispa del amor que Dios nos tiene.

Sin embargo de ello, por muy imperfectamente que el amor de una madre refleje el amor que el Señor nos profesa, Dios nos concede las madres para suplir ese amor de algún modo en nosotros; desde la cuna están junto a nosotros para guiamos, para cuidarnos, sobre todo en los primeros años en los que tanto cariño necesitamos.

Imaginaos, por consiguiente, con qué predilección modelaría la Santísima Trinidad el corazón de la Virgen que Dios se escogió para ser la Madre del Verbo Encarnado; Dios se ha complacido en derramar el, amor en su corazón, en formarle expresamente para amar a un Hombre Dios. En armonía acabada se juntaban en el corazón de María la adoración de la criatura con respecto a su Dios y el amor de la madre a su único Hijo.

No es menos admirable su amor sobrenatural Lo sabéis: el amor de un alma para con Dios hay que medirle por los grados de gracia que tiene. ¿Qué es lo que embaraza en nosotros el desarrollo del amor, de la gracia? Nuestros pecados, nuestras faltas deliberadas, nuestras la- fidelidades voluntarias, nuestra afición a las criaturas Toda falta voluntaria encoge el corazón y deja echar raíces al egoísmo.

Pero el alma de la Virgen tiene una pureza perfecta; no la mancilló ningún pecado, ni le llegó sombra alguna de falta; está llena de gracia; y lejos de encontrar en ElIa el menor estorbo al aumento de la gracia, el Espíritu Santo halló siempre en el corazón de la Virgen una docilidad admirable a todas sus inspiraciones. A eso se debe que al corazón de María le dilató magníficamente el amor. Cuál, pues, no debió ser la alegría que sintió el alma de Jesucristo al verse así amado por su Madre!

Si exceptuamos el gozo incomprensible que le provenía de la visión beatífica y de la mirada de complacencia infinita con que le contemplaba el Padre celestial, nada le debió alegrar tanto como el amor de su Madre Santísima.

Jesucristo encontraba en ese amor una compensación sobreabundante a la indiferencia de los que se negaban a recibirle; el corazón de esta doncella era un foco inextinguible de amor, cuyas llamas Él mismo animaba con sus divinas miradas y con la gracia interior de su Espíritu.

Entre estas dos almas se producían mutuas y continuas correspondencias que hacían crecer su unión; de Jesús a María existían tales donaciones y entregas, y de María a Jesús una correspondencia tan perfecta que no nos las podemos figurar mayores ni tan íntimas, si exceptuamos la unión de las divinas Personas en la Trinidad y la Unión hipostática en la Encarnación.

Acerquémonos a María con una confianza humilde y completa. Si su Hijo es el Salvador del mundo, Ella tiene gran parte en su misión y ha de compartir el amor que siente por los pecadores, Oh Madre de los pecadores, le cantaremos con la Iglesia, «tú que has dado a luz a tu Creador, sin dejar de ser virgen, socorre a este pueblo caído, que tu Hijo viene a levantar tomándonos la naturaleza humana»; «ten piedad de los pecadores a los que viene a redimir tu Hijo)). Pues para rescatamos, oh María, por nosotros se dignó bajar de los esplendores eternos tu seno virginal.

 


2. LA PURIFICACIÓN DE MARÍA Y LA PRESENTACIÓN DR JESÚS EN EL TEMPLO

 

María comprenderá bien esta súplica, pues está asociada íntimamente a Jesús en la obra de nuestra redención.
Transcurridos ocho días desde el nacimiento de su Hijo, la madre le hace circuncidar conforme a la ley judía; se le impone el nombre de Jesús que había indicado el Ángel, y que traza su misión de Salvador y su obra redentora. Al cumplir Jesús los cuarenta días, la Virgen se asocia ya más directa e íntimamente también. a la obra de nuestra salvación y le presenta en el Templo. Ella fué la primera que ofreció a su divino Hijo al Padre Eterno.

Esta ofrenda de María es la más perfecta, naturalmente, después de la oblación que Jesucristo, supremo Pontífice, hizo de Si mismo en su Encarnación y que terminó en el Calvario. Cae fuera de todos los actos sacerdotales de los hombres, y los excede, porque María es la Madre de Jesucristo, mientras los hombres no son más que sus ministros.

Contemplemos a María en el acto solemne de la presentación de su Hijo en el Templo de Jerusalén. Todo el ceremonial minucioso y magnífico del Antiguo Testamento tenía su punto de referencia en Jesucristo; todo en él era un símbolo oscuro que iba a encontrar su realidad perfecta en la Nueva Alianza.

Sabéis que una de las prescripciones rituales que obligaba a las mujeres judías, una vez madres, era la de presentarse en el Templo unas cuantas semanas después del alumbramiento. La madre tenía que purificarse de la mancha legal que contraía al nacer la prole, como consecuencia del pecado original; además, si se trataba de un primogénito y era varón, tenía que presentarle al Señor para consagrársele como a Dueño Soberano de todas las criaturas. Sin embargo de eso, se le podía «rescatar» por una ofrenda más o menos importante — un cordero o bien un par de tórtolas —, según la situación económica de las familias.

Ciertamente que estas prescripciones no obligaban ni a María ni a Jesús. Éste era el supremo Legislador de todo el ritual judío; su nacimiento fué milagroso y virginal y puro en todo: «El Hijo engendrado será santo, será llamado Hijo de Dios»;por lo tanto, no se hacía necesario consagrarle al Señor, ya que era el mismo Hijo de Dios; tampoco necesitaba purificación la que había concebido por obra del Espíritu Santo y continuó siempre virgen.

Pero María, guiada en esto por el mismo Espíritu Santo, que es el Espíritu de Jesucristo, abundaba en perfecta conformidad de sentimientos con el alma de su Hijo: «Padre, había dicho Jesucristo al entrar en el mundo, no quisiste sacrificios ni oblaciones: son insuficientes para satisfacer a tu adorable justicia y redimir al hombre pecador; pero me has preparado un cuerpo para inmolarle:
Heme aquí que vengo para hacer en todo tu voluntad» .Y la Virgen ¿qué dijo? «He aquí la sierva del Señor, hágase en mí según tu palabra.»

Quiso cumplir esta ceremonia para demostrar cuán profunda era su sumisión. En compañía de José, su esposo, lleva, pues, la Virgen a Jesús, su primogénito, y que será siempre su único Hijo, pero que tiene que ser el primogénito entre muchos hermanos que le serán semejantes por la gracia.

Al meditar este misterio nos vemos obligados a exclamar: « Ciertamente hay un Dios escondido, el Dios de Israel es Salvador!>. En este día, Jesucristo entraba por vez primera en el Templo, que en fin de cuentas era su templo. A Él le pertenecía aquel Templo maravilloso, admiración de las naciones y orgullo de Israel, y en el que tenían lugar todos los ritos religiosos y los sacrificios cuyos detalles Dios mismo había reglamentado: porque aunque le lleva una doncella virgen es el Rey de los reyes y el Señor soberano: «Vendrá a su templo el Señor».

Mas ¿de qué modo viene? ¿Con todo el brillo de su Majestad? ¿Como aquel a quien todas las ofrendas se le deben? De ninguna manera; viene de incógnito completamente.

Pero oigamos más bien lo que nos refiere el Evangelio. Alrededor del recinto sagrado debía de haber una multitud bulliciosa: mercaderes, levitas, sacerdotes, doctores de la Ley. Un grupito cruza y se pierde entre el gentío: son unos pobres que no llevan ni cordero ni ofrendas ricas, únicamente las dos palomas, sacrificio de pobres. Nadie se fija en ellos, pues no llevan séquito de criados; los grandes, los soberbios entre los judíos, ni siquiera les miran; el Espíritu Santo tiene que iluminar al anciano Simeón y a la profetisa Ana, para que ellos, al menos, reconozcan al Mesías. El que es «el Salvador que se prometió al mundo, la luz que tiene que lucir ante todas las naciones», viene a su Templo como Dios escondido.

Por otra parte, en nada se exteriorizaban lo sentimientos del alma de Jesús; los resplandores de su divinidad permanecían ocultos, velados; pero aquí, en el Templo, renovaba Él la oblación que de Sí mismo había hecho en el instante de su Encarnación, se ofrecía a su Padre para ser «cosa suya», le pertenecía con pleno derecho. Esto era como el ofertorio del sacrificio que tenía que consumarse en el Calvario.

Este acto fue también sumamente agradable al Padre Eterno. A los ojos de los profanos, en esta acción tan sencilla que todas las madres judías cumplían, nada de particular se encerraba. Pero Dios recibió aquel día infinitamente más gloria que recibiera antes en ese templo con todos los sacrificios y todos los holocaustos de la Antigua Alianza. ¿Por qué así? Porque en ese día se le ofrecía su propio Hijo Jesucristo, y, a su vez, el mismo Hijo le ofrece infinitos homenajes de adoración, de acción de gracias, de expiación, de impetración. Es un don digno de Dios; el Padre celestial debió de aceptar esta ofrenda sagrada con una alegría que excede a toda ponderación, y toda la corte del cielo fijaba u mirada extasiada en esta oblación única. Hoy no se necesitan ya holocaustos ni sacrificios de animales; la única Víctima digna de Dios acaba de serle ofrecida.

Esta ofrenda tan grata a Dios le es presentada por las manos de la Virgen, de la Virgen llena de gracia. La fe de María es perfecta; llena de las claridades del Espíritu Santo, su alma comprendía hasta dónde llegaba el valor de la ofrenda que a Dios hacía en ese momento; el Espíritu Santo, con sus inspiraciones, ponía a tono su alma con las disposiciones interiores del Corazón de su divino Hijo.

Así como la Virgen había dado asentimiento en nombre de todo el género humano al anunciarle el Ángel el misterio de la Encamación, de igual manera en ese día María ofreció a Jesús en nombre de toda la raza humana. Ella sabe que su Hijo es «el Rey de la gloria, la luz nueva, engendrada antes de la aurora, el Dueño de la vida y de la muerte». Por eso le presenta a Dios para conseguirnos todas esas gracias de salvación que su Hijo Jesús, conforme a la promesa del Ángel, traerá a la Tierra.

No olvidéis tampoco que el que ofrece la Virgen es su mismo Hijo, el que llevó en su seno virginal y fecundo. ¿Qué sacerdote, qué santo presentó jamás a Dios la oblación eucarística en una unión tan estrecha con la divina Víctima como lo estaba la Virgen en este momento? No sólo estaba unida con Jesús por sentimientos de fe y de amor, como podemos estarlo nosotros — aunque en un grado incomparablemente menor —, sino que el lazo que la ligaba a Jesucristo era único: Jesús era el fruto de sus mismas entrañas. Ved ahí por qué María desde este día en que presenta a Jesús como primicias del futuro sacrificio tiene parte principal en la obra de nuestra redención.

Y notad cómo, desde este momento también, Jesucristo quiere asociar a su Madre y hacerla Víctima con Él. He aquí que se acerca el anciano Simeón, guiado por el Espíritu Santo, que llenaba su alma. En este Niño reconoce al Salvador del mundo: le toma en sus brazos y canta su gozo de haber visto por fin con sus ojos al Mesías prometido. Y después de ensalzar «a la luz que tiene que manifestarse un día a todas las naciones”, mirad cómo entrega el Niño a su Madre, y dirigiéndose a Ésta le dice: «Puesto está para caída y levantamiento de muchos en Israel y para blanco de contradicción; y una espada atravesará tu alma”. Era el anuncio, un poco nebuloso, del sacrificio sangriento del Calvario. El Evangelio nada nos dice de los sentimientos que pudieron despertarse en el purísimo corazón de la Virgen al oír esta predicción.

¿Podemos creer que esta profecía nunca desapareció de su espíritu? San Lucas nos revelará más tarde, y a propósito de otros sucesos, que la Virgen «guardaba todo en su corazón”Pues lo mismo se puede decir de esta escena tan imprevista para ella. Sí, la Virgen conservaba el recuerdo de estas palabras, tan terribles como misteriosas para su corazón maternal; desde entonces no cesaron de atravesar su alma. Pero María aceptó, en un acuerdo total con los sentimientos del corazón de su Hijo, en quedar asociada desde ahora y de un modo tan completo a su sacrificio.

Un día la veremos consumar, como Jesús, su oblación en el monte del Gólgota; la veremos de pie— «su Madre estaba de pie»ofrecer también a su Hijo, fruto de sus entrañas, por nuestra salvación, como le ofreció treinta y tres años antes en el Templo de Jerusalén.

Demos gracias a la Santísima Virgen por haber presentado por nosotros a su divino Hijo; rindamos fervientes acciones de gracias a Jesucristo de haberse ofrecido a su Padre por nuestra salvación.
En la santa Misa, Jesucristo se ofrece de nuevo; presentémosle al Padre Eterno; unámonos a Él, y como Él en la misma disposición de una sumisión completa, perfecta a la voluntad de su Padre celestial; unámonos a la fe profundísima de la Santísima Virgen; «por esta fe sincera, por este amor fidelísimo», “nuestras ofrendas merecerán ser gratas a Dios”.

 

 

3. JESÚS SE PIERDE A LA EDAD DE DOCE AÑOS

 

Hasta tanto que se cumpla en toda su plenitud la profecía de Simeón, María tendrá desde ahora su parte en el sacrificio. Pronto se verá obligada a huir a Egipto, país desconocido, para alejar a su Hijo de las iras del tirano Herodes; y allí se queda hasta que el Ángel ordena a José, ya muerto el rey, que emprenda de nuevo el regreso a tierra de Palestina.

La Sagrada Familia se establece entonces en Nazaret. Y allí pasa Jesucristo su vida hasta llegar a los treinta años, y por eso se le llamará «Jesús el Nazareno”. Un rasgo tan sólo nos ha conservado el Evangelio de este período de la vida de Jesucristo: Jesús perdido en el Templo. No desconocéis las circunstancias que motivaron la ida de la Sagrada Familia a Jerusalén. El Niño Jesús cumplía los doce años. A esa edad comenzaban los jóvenes israelitas a estar sometidos a las prescripciones de la ley mosaica, y, de modo especial, a subir al Templo tres veces al año:
en Pascua, Pentecostés y en la fiesta de los Tabernáculos. Nuestro divino Salvador, que ya con su circuncisión quiso someterse al yugo de la Ley, se trasladó a la ciudad santa con María, su Madre, y con su padre nutricio. Sin duda era la primera vez que hacía esta peregrinación.

Al entrar en el Templo, nadie se imaginó que aquel adolescente era el mismo Dios que allí se adoraba. Jesús se mezcló con la turba de israelitas, tomando parte en las ceremonias y en el canto de los salmos. Su alma comprendía, como nadie jamás podrá comprender, el significado de los ritos sagrados y saboreaba la unción que fluye del simbolismo de aquella liturgia cuyos pormenores Dios mismo había dispuesto; Jesús veía en figura lo que tenía que realizarse en su misma persona; al mismo tiempo ofrecía a su Padre, en nombre de los allí presentes y de todo el género humano, una alabanza perfecta. Dios recibió en ese Templo homenajes infinitamente dignos de Él.

«Al fin de la fiesta, dice el Evangelista, quien debió oír relatar el hecho a la Santísima Virgen, el Niño Jesús se quedó en la ciudad, sin advertirlo sus padres» Como sabéis, por la Pascua la afluencia de judíos era muy considerable; de ahí ese amontonamiento embarazoso de que no podemos formarnos idea; al regreso, las caravanas se formaban con suma dificultad, y sólo al fin de la tarde lograban juntarse los diversos parientes.

Además, según costumbre, los jóvenes podían ir, a su gusto, con un grupo u otro de su caravana. María creía que Jesús se encontraba con José, y así seguía su camino tranquila, cantando himnos sagrados; pensaba sobre todo en Jesús, a quien esperaba volver a encontrar muy pronto.

Mas ¡cuál no sería su dolorosa sorpresa cuando, al juntarse con el grupo en que iba José, Ella no vio al Niño. «Y Jesús? ¿Dónde está Jesús?» Éstas fueron las primeras palabras de María y José. ¿Dónde estaba Jesús? Nadie lo sabía.

Cuando Dios quiere llevar a un alma hasta la cima de la perfección y de la contemplación, la hace pasar antes por muy rudas pruebas. Nuestro Señor lo tiene dicho: «Cuando un sarmiento que está unido a Mí, que soy la viña, produce fruto, mi Padre le poda: Le limpiara’. Y ¿para qué? Para que lleve ma’s fruto»  Estas duras pruebas consisten principalmente en tinieblas espirituales, en sentirse abandonada de Dios. Con ellas purifica el Señor a las almas con el fin de hacerlas dignas de más íntima unión y más levantada.

Sin duda, la Virgen María no tenía necesidad de tales pruebas; ¿qué rama pudo ser más fecunda jamás que la que dió al mundo el fruto divino? Pero al perder a Jesús, conoció esos intensosdolores, que tuvieron que aumentar también su capacidad de amor y la extensión de sus méritos.Se nos hace muy difícil medir hasta donde llegó la inmensidad de esta aflicción; para apreciarla, se necesitaría comprender todo lo que era Jesús para con su Madre.

Jesús no había dicho nada, y María lo conocía muy bien para pensar que se había extraviado; si había dejado a sus padres, es que así lo quiere el mismo Jesús. ¿Cuándo volverá? ¿Le verá nuevamente? María, en los pocos años que vivió en Nazaret al lado de Jesús, había sentido que se encerraba en el divino Niño un misterio inefable, y esto era en aquellos momentos causa de indecibles angustias.

Ahora lo urgente era buscar al Niño. Qué días aquéllos! Dios permitió que la Santísima Virgen se viese cercada de tinieblas en aquellas horas de congoja y rebosantes de ansiedad; no sabía dónde se encontraba Jesús, y no comprendía tampoco que no hubiese antes avisado a su Madre; y vivía en un inmenso dolor al verse privada de Aquel a quien amaba a la vez como Hijo suyo y como su Dios.

María y José regresaron a Jerusalén, con el corazón torturado de inquietudes; el Evangelio nos dice que le buscaron por todas partes, entre sus parientes y conocidos,pero nadie daba razón de Él. En fin, como sabéis, después de tres días, le encontraron en el Templo, sentado en medio de los doctores de la Ley.

Los doctores de Israel se reunían en una de las salas del Templo para explicar las Sagradas Escrituras; el que quería podía juntarse al grupo de los discípulos y de los oyentes. Esto mismo hizo Jesús. Había ido allí y en medio de ellos estaba, pero no para enseñar, pues aun no había llegado su hora de presentarse ante el mundo como el único Maestro que Viene a revelar los secretos de lo alto; estaba allí, como tantos jóvenes israelitas, «para escuchar y preguntar» : así dice textualmente el Evangelio.

¿Y qué intentaba el Niño Jesús al preguntar así a los doctores de la Ley? No cabe duda que quería ilustrarles, inducirles a hablar de ia venida del Mesías, a juzgar por las preguntas y respuestas y por las citas que hacía de la Sagrada Escritura, orientar sus indagaciones hacia ese punto, para despertar su atención sobre las circunstancias de la aparición del Salvador prometido. Esto es, al parecer, lo que el Padre Eterno quería de su Hijo, la misión que le encomendaba, y jara lo cual le hace interrumpir por breves momentos su vida escondida y tan callada. Y los doctores de Israel estaban maravillados de la sabiduría de sus respuestas.

María y José, llenos de alegría por haber encontrado a Jesús, se acercan a Él y su Madre le dice: Hijo, ¿por qué nos has hecho así? Y no hay en ello una reprensión — la Virgen humilde era prudente en extremo para osar reprender al que sabía que era Dios—; más bien es el grito de su corazón que revela sus sentimientos maternos. «Mira que tu padre y yo, apenados, andábamos buscándote.» ¿Y qué responde Jesús? «Por qué me buscabais? ¿No sabíais que conviene que me ocupe en las cosas de mi Padre?».

De las palabras que salieron de los labios del Verbo Encarnado y recogió el Evangelio, las primeras son éstas. Ellas resumen toda la persona, toda la vida y toda la obra de Jesús. Esas palabras explican su filiación divina, señalan su misión sobrenatural; toda la existencia de Jesucristo no será más que un comentario brillante y magnífico.

Y para nuestras almas encierran una enseñanza preciosa. Os lo he dicho ya muchas veces: en Jesucristo hay dos generaciones; es Hijo de Dios e Hilo del hombre. Como «Hijo del hombre», estaba obligado a observar la ley natural y la ley mosáica que imponían a los niños el respeto, el amor y la sumisión a sus padres. ¿Y quién lo cumplió mejor que Jesús? Más tarde ha de decir «que no vino a abrogar la Ley, sino a cumplirla, a perfeccionarla».

¿Quién como Él supo hallar en su corazón muestras más sinceras de ternura humana? Como «Hijo de Dios», tenía con respecto a su Padre celestial deberes superiores a los deberes humanos, y que a veces parecían oponerse a estos últimos. Su Padre le había dado a entender que debía quedarse aquel día en Jerusalén.

Con las palabras que Jesús pronunció en esta ocasión, nos quiere enseñar que cuando Dios nos pide que cumplamos su voluntad, no debe haber consideración humana que nos detenga, en estas ocasiones hay que decir: Tengo que entregarme por entero a las cosas de mi Padre celestial.

San Lucas, que debió sin duda recoger la confesión humilde de los labios de la misma Virgen María, nos dice que Esta no comprendió todo el alcance de estas palabras». Bien sabía la Virgen que su divino Hijo no podía merlos de obrar de modo perfecto; pero entonces, ¿por qué no lo previno con tiempo? María no comprendía la relación que existe entre este modo de obrar y los intereses de su Padre. ¿Cómo este modo de portarse Jesús entraba en el programa de salvación que le había dado su Padre celestial? Tampoco esto lo entendía.

Pero si es cierto que no vio entonces todo su alcance, no dudaba que Jesús fuese el Hijo de Dios. Por eso se sometía en silencio a esa voluntad divina que exigía de su amor sacrificio semejante: Ella conservaba en su corazón todas las palabras de Jesús. Las guardaba en su corazón, y en ese santuario adoraba el misterio de las palabras de su Hijo, hasta tanto que le fuese dado el poder gozar de la luz plena.

Dice el santo Evangelio que, después de haber sido encontrado Jesús en el Templo, se volvió a Nazaret con su Madre y San José y que allí permaneció hasta llegar a la edad de treinta años. Y el sagrado escritor resume todo este largo período con estas sencillas palabras: «Y les estaba sujeto». De modo que de una vida de treinta y tres años, el que es la Sabiduría eterna quiso pasar los treinta primeros en el silencio y la oscuridad, en la sumisión y el trabajo.

Hay aquí un misterio y unas enseñanzas cuyo significado completo no alcanzan ni siquiera muchas almas piadosas.
¿De qué se trata, en realidad? El Verbo, que es Dios también, se hizo carne; el que es infinito y eterno, se humilla un día — después de muchos siglos de espera yse viste de forma humana: “Se anonadó, tomando la forma de siervo... y haciéndose semejante a los hombres».

Aunque nace de una Virgen inmaculada, la Encarnación constituye para Él una humillación inconmensurable. «No vacilaste en bajar al seno de la Virgen» ». ¿Y por qué desciende hasta estos abismos? Para salvar al mundo, trayéndole la luz divina.

Ahora bien, salvo raros chispazos que iluminan a ciertas almas privilegiadas: los pastores, los Magos, Simeón y Ana, hay que decir que esta lumbrera se oculta, y queda voluntariamente durante treinta años «bajo el celemín» para manifestarse después únicamente tres años, y escasos.

¿No es esto misterioso? ¿Y no es para sacar de tino a nuestra pobre razón? Si hubiésemos conocido la misión de Jesús, no le hubiéramos dicho como muchos de sus parientes lo hicieron más tarde: «Manifiéstate, pues,. al mundo, ya que nadie hace esas cosas en secreto, si pretende darse a conocer»

Pero los pensamientos de Dios no son nltestroS pensamientos y sus caminos rebasan núestros caminos. El que viene a rédimir al mundo, quiere salvarle primero con una vida escondida a los ojos del mundo.

Durante treinta años, el Salvador del género humano no hace más que trabajar y obedecer en el taller de Nazaret; toda la actividad del que viene a enseñar a la humanidad para devolverle la herencia eterna se reduce a vivir en silencio y obedecer a dos criaturas en los trabajos más ordinarios.

Verdaderamente, oh Salvador mío!, «Tú eres un Dios escondido». “Sin duda, oh Jesús, que creces en edad, en sabiduría y en gracia, ante tu Padre y ante los hombres”, tu alma posee, desde el primer instante de tu entrada en el mundo, la plenitud de la gracia, todos los tesoros de ciencia y sabiduría, pero esta sabiduría y esta gracia se exteriorizan poco a poco y con medirla; a los ojos de los hombres eres un Dios escondido, y tu divinidad se encubre bajo las apariencias de un obrero.

Oh Sabiduría eterna, que para sacarnos del abismo al que nos había arrojado la desobediencia altanera de Adán, quisiste vivir en un humilde taller, y en él obedecer a simples criaturas, yo te bendigo y adoro!

A los ojos de sus contemporáneos, la vida de Jesucristo en Nazaret aparece como la existencia vulgar de un simple artesano. Y podéis ver cuán cierto es esto: andando el tiempo, al darse a conocer Jesucristo en su vida pública, los judíos de su tierra se quedan tan admirados de la sabiduría de sus palabras, de la sublimidad de su doctrina y de la grandeza de sus obras, que se preguntan: ¿De dónde le vienen a éste tal sabiduría y tales prodigios? ¿No es éste el hijo del carpintero? ¿Su madre no se llama María? ¿De dónde, pues, le viene todo esto?». Jesucristo era para ellos una piedra de escándalo, ya que hasta entonces no habían visto en él más que un obrero.

Este misterio de la vida oculta contiene enseñanzas que nuestra fe debe aprovechar con avidez. Y lo primero, que no hay nada grande a los ojos de Dios si no se hace a gloria suya y con la gracia de Jesucristo; cuanto más nos asemejemos a Jesucristo, más gratos seremos a su Padre.

La filiación divina de Jesucristo da a sus más insignificantes acciones un valor infinito; Jesucristo tan adorable y grato es a su Padre cuando maneja el escoplo o el cepillo como al morir en la cruz para salvar a la humanidad. La gracia santificante que nos hace hijos adoptivos de Dios, diviniza en nosotros radicalmente toda nuestra actividad, y nos hace dignos, como Jesús, aunque por diverso título, de las complacencias de su Padre.

Ya sabéis que los talentos más privilegiados, los pensamientos más sublimes, las acciones más generosas y más llamativas, nada valen para la vida eterna si no las vivifica esta gracia. Las puede admirar, las puede aplaudir el mundo, este mundo que pasa; la eternidad, que es lo único estable, no las acepta ni cuentan para nada ante ella. ¿Qué aprovecha, decía Jesucristo,Verdad infalible, de qué sirve conquistar el mundo entero por la fuerza de las armas, por los hechizos de la elocuencia o por el prestigio del saber, si falta mi gracia y queda excluido de mi reino, el único que no tiene fin?

Mirad, por el contrario, ese pobre obrero que gana su pan a fuerza de sudores, esa humilde sirvienta ignorada del mundo, ese pobre infeliz que tiene el desprecio de todos: su vida vulgar no llama la atención ni atrae las miradas de nadie. Pero la gracia de Jesucristo anima esas vidas, y son embeleso de los ángeles, y para el Padre, para Dios, para el Ser infinito que por Sí mismo subsiste, un objeto continuo de amor: estas almas llevan estampadas,
 por la gracia, la imagen de Jesucristo.

La gracia santificante es la fuente primera de nuestra
verdadera grandeza; ella le confiere su verdadera nobleza y un esplendor de eternidad a nuestra vida, por ordinaria y trivial que parezca,

Pero este don está oculto. El reino de Dios se levanta sobre todo en el silencio; es ante todo un reino interior y que se esconde en las profundidades del alma: «Vuestra vida está escondida con Cristo en Dios”. No cabe duda que la gracia posee una virtud que se traduce casi siempre al exterior por la luz que despiden las obras de caridad; pero el principio de su fuerza está muy adentro. La verdadera intensidad de la vida cristiana reposa en el fondo del corazón; allí es donde Dios mora, adorado y servido por la fe, por el recogimiento, por la humildad, por la obediencia, por la sencillez, por el trabajo y por el amor.

Nuestra actividad exterior no es estable ni es fecunda sobrenaturalmente, sino a base de vida interior. Conforme esté caldeado el horno sobrenatural de nuestra vida íntima, así será también el fruto exterior de nuestra irradiación. ¿Podemos hacer algo más grande en este mundo que promover el reino de Cristo en las almas? ¿Qué obra se la puede comparar, y cuál la aventajará? Es obra exclusiva de Jesucristo y de la Iglesia.

Así y todo, nada conseguiremos si empleamos medios distintos de los que empleó nuestro divino Caudillo. Estemos bien convencidos de que trabajaremos más por el bien de la Iglesia, la salvación de las almas y por la gloria de nuestro Padre celestial, buscando ante todo nuestra unión con Dios en una vida pletórica de fe y de amor, cuyo fin único es Él, que con esa actividad devoradora y de fiebre que no nos deja tiempo ni gusto para encontrar a Dios en la soledad, en el recogimiento, en la oración y en el desasimiento de nosotros mismos.

Ahora bien, no hay nada que tanto favorezca esta unión intensa del alma con Dios como la vida escondida. Y ésta es la razón por que las almas interiores, iluminadas por un rayo de luz de lo alto, sienten mi placer especial en contemplar la vida de Jesús en Nazaret; encuentran en ello un encanto particular y abundancia de gracias de santidad.

 


5. SENTIMIENTOS DE MARÍA SANTÍSIMA EN ESOS AÑOS
DE LA VIDA OCULTA

 

De la Santísima Virgen es de quien principalmente alcanzaremos la participación en las gracias que Jesucristo nos mereció con su vida oculta en Nazaret. Nadie conoce tan bien como la humildísima Virgen cuántas y cuáles fueron esas gracias, porque nadie recibió tantas como Ella. Esos años debieron ser para la Madre de Jesús una fuente inagotable de gracias de inestimable valor. Al pensar en esto, se ve uno como deslumbrado y sin palabras para traducir las intuiciones que se agolpan en los umbrales del alma.

Reflexionemos unos momentos en lo que debieron ser para María esos treinta años. Tantos gestos y palabras, tantas acciones de Jesús, tuvieron que ser para Ella verdaderas revelaciones.
Sin duda que había en .todo eso algo incomprensible, aun para la Santísima Virgen; no se puede vivir en contacto continuo con el infinito, como Ella lo hacía, sin sentir y a veces como palpar el misterio. Mas, ¡qué luz tan abundante y tan clara bañaba su alma! ¡ Qué acrecentamiento ininterrumpido de amor debió de obrar en su corazón inmaculado aquel trato inefable con Dios que trabaja y le obedece en todo!

María vivía allí con Jesús en tal unión que excede a cuanto se puede decir. Los dos formaban un todo; el espíritu, el corazón, el alma, todo el vivir de la Virgen estaba en perfecta armonía con el espíritu, con el corazón, con el alma y con la vida de su Hijo. Su existencia era, por decirlo así, una vibración pura y perfecta, serena y muy amorosa, de la vida misma de Jesús.

Pues bien, ¿de dónde venía a María esta unión, este amor? De su fe. La fe de la Virgen es una de sus virtudes más características.
¡Qué fe tan admirable y de confianza plena en la palabra del Ángel! El mensajero divino le anuncia un misterio inaudito que pasa y desconcierta a la naturaleza: la concepción de un Dios en el seno de una virgen. Y a eso ¿qué responde María? “He aquí a la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra».  

Si María mereció ser Madre del Verbo Encarnado, fué por haber dado asentimiento total a la palabra del Ángel: “Concibió antes en la mente que en el cuerpo». Jamás vaciló la fe de María en la divinidad; en su Hijo Jesús verá siempre al Dios Infinito.

Y, sin embargo de esto, ¡a qué pruebas no fue sometida su fe! Su Hijo es Dios, y el Ángel le tiene dicho que ha de ocupar el trono de David, y que Jesús ha de ser un signo de contradicción y motivo de ruina y también de salvación; María tendrá que huir a Egipto para librar al Niño de las furias del tirano Herodes; durante treinta años, su Hijo, que es Dios y que viene a redimir al género humano, vive en un pobre taller, en una vida de trabajo, de sujeción, de oscuridad.

Más tarde verá que a su Hijo le odian a muerte los fariseos, le verá abandonado por sus mismos discípulos, en manos de sus enemigos, colgado en una cruz, colmado de sarcasmos, hecho un abismo de sufrimientos. Le oirá gritar su abandono por el Padre, pero su fe seguirá inquebrantable. Hasta el pie de la cruz su fe brilla en todo su esplendor. María reconocerá siempre a su Hijo como a su Dios, y por eso la Iglesia la aclama la “Virgen fiel» por excelencia: Virgo Fidelis.

Esta fe es la fuente de todo el amor do María para con su Hijo, y la que la hace estar siempre unida con Él, aun en los dolores de su pasión y de su muerte. Pidamos a la Virgen que nos consiga esta fe firme y práctica que remata en el amor y en el cumplimiento de la voluntad divina: “He aquí a la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra»; estas palabras resumen toda la existencia de María; ¡que ellas también gobiernen la nuestra.

Esta fe ardorosa que era para la Madre de Dios una fuente de amor, era también causa de gozo. Nos lo enseña el Espíritu Santo, que sirviéndose de Isabel la proclama «bienaventurada la que creyó».

Lo mismo será con respecto a nosotros. San Lucas nos cuenta que a continuación de un discurso del Señor a las turbas, una mujer, levantando la voz, exclamó: «Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te criaron.» Y Jesucristo dijo: «Más bien, dichosos los que oyen la palabra de Dios y la cumplen».

 Jesús no contradijo en manera alguna la exclamación de la mujer judía; pues sabemos que fue Él quien inundó de alegrías incomparables el corazónde su Madre? Únicamente quiere enseñamos dónde se encuentra el principio de la alegría, lo mismo para nosotros que para Ella.

El privilegio de la maternidad divina es algo único: María es la criatura insigne que Dios escogió, desde toda la eternidad, para la asombrosa misión de ser la Madre de su Hijo: ahí está la raíz de todas las grandezas do María.

Pero Jesucristo quiere enseñarnos que así como merecióla Virgen las alegrías de la maternidad por si fe y por su amor, podemos participar también nosotros, no ciertamente en la gloria de haberle dado a luz, pero sí de la alegría de concebirle en nuestras almas. ¿Cómo alcanzaremos esta alegría? «Escuchando y practicando la palabra de DiosLa escuchamos por la fe, la practicamos, cumpliendo con amor lo que ella nos manda.

Tal es para nosotros, como para la Virgen, la fuente de la verdadera alegría del alma; tal el camino de la verdadera felicidad. Si después de haber inclinado nuestro corazón a las enseñanzas de Jesucristo, obedecemos a sus órdenes y permanecemos unidos con Él, nos amará tanto y es Jesucristo mismo quien lo afirma como si fuésemos «su madre, su hermano, su hermana». ¿Qué unión más estrecha y más fecunda podíamos desear?

 

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