1.LOS MISTERIOS DE JESUCRISTO SON NUESTROS MISTERIOS

1.LOS MISTERIOS DE JESUCRISTO SON NUESTROS MISTERIOS

 

 

Al leer atentamente las Epístolas de San Pablo, procurando sintetizar en ellas la doctrina y la obra del gran apóstol, claramente percibimos desde la primera página que en él todo reduce al conocimiento práctico del misterio de Jesucristo.

En su carta a los Efesios nos dice: «Por la lectura de lo que os he escrito, podéis conocer mi inteligencia del misterio de Cristo... a mí, el menor de todos los santos, me fijé otorgada esta gracia de anunciar a los gentiles la incalculable riqueza de Cristo, y darles luz acerca de la dispensación del misterio oculto desde los siglos en Dios».

Pues de este misterio inefable, aunque con muchas limitaciones, quisiera, con la ayuda del Espíritu Santo, hablaros esta mañana, siguiendo a san Pablo, el mayor o uno de los mayores conocedores del misterio de  Cristo, su Dios y Señor, constituido por el mismo Cristo heraldo de su evangelio.

Como todo sabéis por su mismo testimonio, al día siguiente de su conversión, recibió Pablo la misión de dar a conocer el nombre de Jesucristo. Su único anhelo fue, desde entonces, cumplir este mandato, emprendiendo frecuentes viajes, llenos de innumerables peligros, predicando en todas partes, en las sinagogas, en el Areópago, delante de los judíos, de los sabios de Atenas, de los procuradores romanos; hasta en la misma prisión siguió predicando y escribiendo largas cartas a sus fieles, sufriendo mil persecuciones por todos lado porque solo deseaba «llevar el nombre de Jesucristo a todas las naciones y a todos los reyes e hijos de Israel».

Es en su predicación a los gentiles donde mejor se aprecia cuán hondamente vivía y estaba penetrado San Pablo de este misterio, del cual había sido constituido Apóstol para los gentiles. Se presenta ante el mundo pagano para regenerarle, renovarle y salvarle.

Y ante esta sociedad tan corrompida no hace gala de la superioridad de su linaje, ni de la sabiduría de los filósofos, ni de la ciencia de los doctos, o la fuerza de los conquistadores.  Nada de eso posee el Apóstol. Confiesa que no es más que un aborto.

Escribiendo a los Corintios, dice que se presenta a ellos “en debilidad, temor y mucho temblor”» y recuerda a los Gálatas “que cuando por vez primera les predicó el Evangelio estaba consumido de enfermedades”. Por todo lo cual san Pablo no hacia las gentes apoyado en la seducción de su persona, ni en el prestigio de la ciencia, ni en la autoridad de su sabiduría humana, ni en el brillo de la elocuencia, ni los atractivos de la palabra humana; siente desprecio por todo eso ¿Qué lleva, pues, el Apóstol en su haber? Sólo a Jesucristo, y a Éste, crucificado. Y a esta ciencia reduce toda su predicación, y en este misterio cifra toda su doctrina.

Y tan penetrado está de ello, que la pide también en su oración para sus discípulos: «Doblo mis rodillas ante el Padre de Nuestro Señor Jesucristo para que os otorgue en abundancia la fuerza de su Espíritu y se forme en vosotros
el hombre interior, de forma que lleguéis a comprender, con todos los santos, la anchura y la longitud y la altura y profundidad del misterio de su Hijo; también le pido que lleguéis a conocer la caridad de Jesucristo, que rebasa todo humano conocimiento, y seáis plenamente colmados (por Jesucristo) de toda la plenitud de Dios”

¡Sublime oración! Y ¡cómo se siente a través de esas líneas la íntima convicción del Apóstol, y ese llamear de su alma que quiere comunicar a todos los hombres!

Pero, además, esta oración no se interrumpe un momento. “No cesamos de orar y pedir por vosotros, para que seáis llenos del conocimiento de la voluntad de Dios, con toda sabiduría e inteligencia espiritual»

Queridos hermanos ¿Con qué fin insiste San Pablo una vez y otra vez sobre este punto, y es para él el único tema doctrinal de toda su enseñanza?
¿Por qué eleva a Dios, en favor de sus queridos cristianos, tan fervientes y continuas súplicas? ¿Por qué se abrasa en deseos de ver conocido y vivido por todos los cristianos el misterio de Jesucristo?

Y ya sabéis que San Pablo no dirige su carta a unos cuantos iniciados, sino a todos los fieles de las iglesias que había fundado; sus escritos estaban destinados a leerse públicamente en las asambleas cristianas.

Es el mismo Apóstol el que nos lo declara en su carta a los Colosenses: “Deseo que tengáis conocimiento de mi continua solicitud por vosotros, y cuánto ansío que vuestros corazones se enriquezcan con una cumplida inteligencia del misterio de Dios Padre y de Jesucristo, ya que en Él están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia».

Esta última frase nos revela la razón de todo el modo de obrar de San Pablo. Está convencido de que en Jesucristo lo encontramos todo; de “que teniéndole a Él, nada nos falta”;  “esel mismo Jesucristo que existía ayer, vive hoy y permanecerá por todos los siglos».

Para renovar la sociedad pagana y levantar al mundo caído, San Pablo no aduce otro medio si no es a Jesucristo, y a Jesucristo crucificado. Cierto que este misterio es “ escándalo para los judíos y necedad para los sabios de Grecia»; pero contiene «la virtud del Espíritu divino» 1» el único «capaz de renovar la faz de la tierra».

Sólo en Jesucristo se halla «toda sabiduría, toda justicia, toda santificación y toda redención» y de ellas tienen necesidad las almas de todos los tiempos. Y por eso reduce San Pablo toda la formación del hombre interior al conocimiento práctico del misterio de Jesucristo. En relación con esto hace mucho tiempo leí en el Cardenal Mercier:

“Cuántas veces perdemos el tiempo en especulaciones estériles y laboriosos rodeos, y tenemos a mano un medio tan sencillo como es Jesucristo, para ir camino recto a Dios y vivir en unión íntima con Él.. Y cuando los portavoces del Verbo Eterno, en vez de comunicar a las almas al que es «la resurrección y la vida, es decir, a Jesucristo, las quitan el gusto de Dios, dándolas a comer y a beber esas disoluciones empalagosas del pensamiento humano de una literatura sin consistencia, no se puede por menos de exclamar con San Pablo: «¿Dónde andan los fieles dispensadores del Evangelio?» (Cardenal José Mercier, La clévot ion au Christ et é sa saínte Mére.)

 

 

 

 

 

2. CUÁNTO DESEA DIOS QUE EL MISTERIO DE CRISTO SEA CONOCIDO

 

La doctrina del Apóstol Pablo, aunque no escuchó a Cristo en Palestina, no es más que un eco fiel de su divino Maestro, ya que fue instruido por el mismo Jesucristo, desde su conversión, especialmente por los tres años que pasó en el desierto de Arabia.

 El Señor Jesús, en aquella inefable oración que siguió a la Cena, en la cual nuestro Salvador expresó ante sus discípulos el íntimo sentir de su alma, en aquel momento supremo de su despedida de vida en la tierra, le oírnos estas palabras manifestadoras de su intimidad con el Padre: «Padre mío, esta es la vida eterna, que te conozcan a ti único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo.

Entonces aprendimos de los labios mismos de Jesús, Verdad infalible, que toda la vida cristiana, cuyo desenvolvimiento total y término natural es la vida eterna, se reduce al conocimiento práctico de Dios y de su Hijo.
Seguidamente me diréis que nosotros no vemos a Dios: Deum nemo vidit unquam ». Es cierto. No conoceremos a Dios de modo perfecto hasta que le veamos cara a cara en la eterna bienaventuranza.

Pero ya en este mundo se nos manifiesta Dios a través de nuestra fe en Jesucristo, su Hijo, Jesucristo, el Verbo encarnado, la gran revelación de Dios al mundo: Mas por él estáis vosotros en Cristo Jesús, el cual nos ha sido hecho por Dios sabiduría.. Jesucristo es Dios mismo que vivió con los hombres, conversó con ellos bajo el cielo de Judea, y con su vida humana nos enseña cómo vive un Dios entre los hombres, para que éstos aprendan cómo deben vivir ellos  para Dios. Así que todas nuestras miradas deben centrarse en Jesucristo.

Abrid, si no, el Evangelio: en él veréis que hasta tres veces se deja oír la voz del Padre Eterno en el mundo para decirnos que contemplemos, que escuchemos a su Hijo y así será glorificado el Padre celestial: «He aquí mi Hijo muy amado, en quien tengo puestas todas mis complacencias: escuchadle.» Todas las exigencias que el Padre nos pide se reducen a esto: contemplar a Jesucristo, Hijo suyo, escucharle para amarle e imitarlo porque Jesucristo, por ser su Hijo, es imagen total de su amor de Padre.

Por eso, debemos contemplarle en su persona, en todos los actos de su vida y de su muerte, en todos los estados de su gloria, porque Nuestro Señor, siendo también Dios, las circunstancias más insignificantes de su vida, todos los pormenores de sus misterios deben merecernos nuestra atención.

Queridos hermanos, en la vida de Jesucristo no hay nada pequeño, nada que no tenga un ejemplo y expresión de su amor al Padre y a sus hermanos, los hombres. Por eso, el Padre eterno, mira con más agrado la menor acción de Jesucristo que al mundo entero.

Antes de la venida de su Hijo, Jesucristo, todo lo hace converger Dios en Él; después de su Ascensión, todo lo reduce a Él. Cuanto se refiere a Jesucristo ha sido previsto y predicho; todos los detalles importantes de su vida, todos los pormenores de su muerte fueron prefigurados por la eterna Sabiduría, y anunciados por los profetas mucho antes de que sucedieran. Por esta misma razón todos los evangelistas, inspirados por el mismo Espíritu Santo, Espíritu del Padre y del Hijo, nos dejaron tantos y tantos detalles de la vida y las enseñanzas del Hijo para que nosotros descubramos también y vivamos todo el misterio de Cristo, como nos dice el apóstol Pablo en todas sus cartas.

3. ESTE CONOCIMIENTO DE CRISTO ES EL VERDADERO FUNDAMENTO DE NUESTRA FE Y SALVACIÓN.

 

El conocimiento de Jesucristo, adquirido en la oración por la fe, y con las luces del Espíritu Santo, es ciertamente «la fuente de agua viva que salta hasta la vida eterna» Pues el Padre eterno depositó para nosotros, en Jesucristo, su Hijo, su Palabra, todas las gracias y todos los dones de santificación que ha destinado para las almas. «No podemos ir al Padre sino por Jesucristo… en Él lo tenemos y lo podemos todo y sin Él no poseemos nada, porque en Él habita toda la plenitud de la Divinidad“.

El que comprenda y viva así todo el misterio de Cristo, ése encontró la perla preciosa de que habla el Evangelio, “que es preferida a todos los tesoros, y por ella lo vendió todo para comprarla pues con ella se compra la vida eterna”.

Cuanto más conozcamos a, Jesucristo, y más profundicemos en los misterios de su persona y de su vida, y más comprendamos en la oración, las circunstancias y detalles que la Revelación ha puesto a nuestro alcance, más sólida será también nuestra santidad y más real nuestra piedad.

Porque nuestra piedad debe basarse en la fe y en el conocimiento y seguimiento del Hijo enviado por el Padre para hacernos a todos hijos en el Hijo y llevarnos a todos a la vida y felicidad eterna con el Padre, con la Santísima Trinidad. Esto es construir nuestra vida espiritual, no sobre arena frágil donde puede derrumbarse fácilmente, sino sobre cimentada en la fe firme, en convicciones que son resultantes de un hondo conocimiento por la oración y la vida de los misterios de Jesucristo, único Dios verdadero, juntamente con su Padre y con su común Espíritu».

Este conocimiento por la oración y vida de gracia es además, para nosotros, fuente inagotable de gozo. La alegría es un sentimiento que nace en el alma consciente del bien que posee. El bien de nuestra inteligencia es la verdad; cuanto más abundante y luminosa sea esta verdad, más profundo se hace el gozo del espíritu.

Jesucristo nos ha traído la verdad, Él es la misma Verdad », llena de dulzura reveladora del amor del Amor de nuestro Padre celestial, del Espíritu Santo; «desde el seno del Padre, donde vive siempre, nos revela Jesucristo los secretos divinos», que ya poseemos por la fe, comunicados en plenitud de Amor de Espíritu Santo.

¡Qué festín! ¡Qué hartura y regalo para el alma fiel el contemplar a Dios, al Ser infinito e inefable en la persona de Jesucristo; el escuchar a Dios mismo, al Padre, en las palabras de Jesús; el descubrir, por decirlo así, los sentimientos de Dios en los sentimientos del Corazón de Jesús; el mirar las obras divinas, el penetrar en su misterio, para beber allí, como en la fuente, la vida misma de Dios!

Oh divino Jesús, Dios y redentor nuestro, revelación del Padre, nuestro hermano mayor y amigo nuestro, haz que te conozcamos! Purifica los ojos de nuestro corazón, para que podamos contemplarte con gozo; otórganos que cese el estrépito de las criaturas para que podamos seguirte in obstáculo alguno. ¡Descúbrete tú mismo a nuestras almas, como lo hiciste a los discípulos de Emaús, explicándoles las sagradas páginas que trataban de tus misterios, y sentiremos «arder nuestros corazones” para amarte y unirnos contigo!

 

 

4.CRISTO VIVIÓ TODOS LOS MISTERIOS DE SU VIDA POR NOSOTROS Y PARA NOSOTROS.

 

Meditemos ahora sobre alguno de los principales misterios de Jesucristo, contemplando sus palabras y acciones.  Veremos todo lo que tienen de inefablemente divino y de profundamente humano cada uno de los hechos del Verbo encarnado. Todos los vivió por nosotros y para nosotros. Por eso, es gozo grande para el alma piadosa y una fuente inagotable de confianzasentirse íntimamente ligado por medio de Jesucristo a cada uno de sus misterios. Esta verdad hace que el alma prorrumpa en actos de agradecimiento porque « nosotros.., hemos creído en el amor» .

No cabe duda que el móvil principal de todos los actos de la vida de Cristo, Verbo encarnado fue el amor a su Padre. Jesucristo declaró a sus apóstoles, al terminar su obra, «que todo lo ha hecho y lo hace por amor a su Padre”. En esta admirable oración que dirige a su Padre declara Jesucristo «que cumplió su misión de glorificar al Padre en el mundo» ». «En todos los instantes de su vida, efectivamente, pudo decir con plena verdad que no buscó más que el honor y la gloria de su Padre».

Pero no es sólo el amor del Padre el que hace latir el corazón de Jesucristo; también a nosotros nos ama, y con un amor infinito. Por nosotros realmente bajó de los cielos, para obrar nuestro rescate, para librarnos de la muerte, para darnos la vida.

No tenía Él necesidad de satisfacer ni de merecer, siendo el Unigénito de Dios igual a su Padre, sentado a su diestra en lo más encumbrado de los cielos; y, sin embargo, todo lo padeció por nosotros.

Por nosotros únicamente y por nuestro amor se encamó, nació en Belén, vivió en la oscuridad de una vida de trabajo, predicó e hizo milagros, murió y resucitó y subió a los cielos, nos envió al Espíritu Santo y mora en la Eucaristía.

“Jesucristo, dice San Pablo, "Cristo amó a su Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para consagrarla... y para colocarla ante sí gloriosa, la Iglesia, sin mancha ni arruga ni nada semejante, sino santa e inmaculada...” De forma que Jesucristo vivió todos los misterios en favor nuestro, y para darnos más tarde un puesto junto a Él en la gloria de su Padre, donde está con todo derecho. Todos, ciertamente, podemos decir con San Pablo: «Jesucristo me amó y se entregó por mí» “.

Y esa inmolación no es más que el coronamiento de los misterios de su vida terrenal; por mí, y porque me amó, llevó a cabo todo.
Gracias te sean dadas, Dios mío, por este inefable don que me has hecho en la persona de tu Hijo, nuestra salvación y redención nuestra.


La segunda razón de pertenecernos los misterios de Jesucristo es porque vino para ser nuestro modelo, y como tal se nos muestra en todos ellos. El Verbo se encarnó para algo más que para anunciarnos la salvación y realizar nuestra redención; tenía que ser también el modelo de nuestras almas. Jesucristo es Dios que vive entre nosotros; es Dios que se manifiesta, se hace visible, tangible, se pone a nuestro alcance, enseñándonos con su vida lo mismo que con sus palabras el camino de la santidad, sin que tengamos que buscar fuera de Él otro modelo de perfección.

Todos sus misterios son una revelación de sus virtudes: la pobreza del pesebre, el trabajo y oscuridad de la vida oculta, el celo de su vida pública, el anonadamiento de su inmolación, la gloria de su triunfo, son virtudes que debemos imitar, sentimientos que debemos procurar o estados en que tenemos que tomar parte.

En la última Cena, después de haber lavado Nuestro Señor los pies a sus apóstoles, y haberles dado un ejemplo de humildad, siendo Maestro y Señor, decía a los suyos: «Os he dado ejemplo, para que lo que he hecho con vosotros os hagáis también vosotros, unos con otros”. Y lo mismo podía haber dicho de todo cuanto hizo.

En otro lugar nos dice: «Yo soy el camino, la verdad y la vida…El que me sigue no anda en tinieblas, sino tendrá la luz de la vida… aprended de mí que soy manso y humilde de corazón… y encontraréis vuestro descanso…” Jesús, en sus misterios, ha ido, por decirlo así, señalando las diversas etapas que tenemos que recorrer en pos de Él y en su compañía, en nuestra vida de gracia, mejor dicho, Él mismo arrastra al alma fiel «en su marcha de gigante» . <<Te he creado a mi imagen y semejanza, decía Nuestro Señor a Santa Catalina de Sena; más aún, me he hecho semejante a ti, tomando tu misma naturaleza, y, por consiguiente, no ceso de trabajar por hacerte tan semejante a mí cuanto eres capaz de serlo, y procuro renovar en las almas, en su caminar hacia el cielo, todo lo que se realizó en mi cuerpo.»

De ahí se deriva que la contemplación de los misterios de Jesucristo sea tan fecunda para el alma, pues la vida, la muerte y la gloria de Jesucristo son el modelo de la nuestra. No olvidemos nunca que en tanto agradaremos al Padre .eterno en cuanto imitemos a su Hijo, y en la misma medida en que vea en nosotros la semejanza del Hijo. ¿Por qué? Porque ((desde la eternidad nos tenía predestinados a esa misma semejanza» Y no tenemos otra forma de santidad que la que nos ha enseñado Jesucristo, ni distinta medida de perfección que la fijada por Él, conforme al grado en que le imitemos y sea nuestra unión.

Los misterios de Jesucristo son misterios nuestros, no sólo porque los vivió Jesucristo por nosotros, ni porque son modelos para nosotros, sino sobre todo porque en sus misterios Jesucristo se hace uno con nosotros. No hay verdad en que más haya insistido San Pablo; por eso deseo vivamente hacer presente su doctrina y vivencia: “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo, según nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él, 
en amor habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo, según el puro afecto de su voluntad, 
para alabanza de la gloria de su gracia, con la cual nos hizo aceptos en el Amado,  en quien tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados”.

Es tan estrecha la unión que Dios quiere realizar entre Jesucristo, su Hijo, y los escogidos, que en frase de San Pablo se compara a la que existe entre los miembros y la cabeza de un mismo cuerpo. La Iglesia, dice el Apóstol, es el cuerpo. de Cristo, y Cristo es la cabeza unidos entrambos, forman lo que San Agustín llama el « Cristo total»: “El Cristo total lo forman la cabeza y el cuerpo; la cabeza es el Hijo unigénito de Dios, y el cuerpo su Iglesia» ». Tal es el plan divino: “Dios lo sometió todo a Él y sujetó todas las cosas bajo sus pies y le puso por cabeza de toda la Iglesia».

Jesucristo es la cabeza de ese cuerpo místico que se forma con la Iglesia, porque es su jefe y soberano y la fuente de vida para todos sus miembros. La Iglesia y Jesucristo son, por decirlo así, un solo cuerpo con el mismo ser: «Somos miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos» . De tal modo unió Dios Padre a los escogidos con su divino Hijo, que todos los misterios los vivió Jesucristo como cabeza de la Iglesia.

San Pablo es en esta materia bien explícito: «Dios, dice, que es rico en misericordia, movido por el excesivo amor con que nos amó, aun cuando por nuestras ofensas estábamos muertos para la vida eterna, nos volvió a la vida con Jesucristo, nos resucitó con El, nos hizo sentar en los cielos con Jesucristo, para demostrar en los siglos venideros las infinitas riquezas de su gracia, por la bondad para con nosotros, en Jesucristo».

Este pensamiento reaparece varias veces en la pluma del Apóstol: «Dios nos ha sepultado con Jesucristo» y quiere que seamos uno con Jesucristo en su resurrección y en su ascensión: nos ha resucitado con Él, y nos hizo sentar con Él también a a derecha del Padre.

En el pensamiento divino no existe nada que se afirme tanto como esta unión de Jesucristo con sus elegidos; de ahí viene que los misterios de Jesucristo son también nuestros, principalmente porque el Padre eterno nos vio con su Hijo en cada uno de esos misterios vividos por Jesucristo y realizados por Él como cabeza de la Iglesia.

Por eso, apurando un poco más, podemos decir que los misterios de Jesucristo son más nuestros que suyos. Jesucristo, como Hijo de Dios, no habría padecido las humillaciones de la Encarnación ni los dolores y sufrimientos de la Pasión; tampoco habría necesitado del triunfo de la Resurrección, que sucedió a la ignominia de su muerte. Pasó por todo como cabeza de la Iglesia; tomó sobre Sí nuestras iniquidades y nuestras enfermedades; quiso pasar por donde teníamos que pasar nosotros y nos mereció, como cabeza, la gracia de caminar en pos de Él en todos sus  misterios.

 Jesucristo tampoco nos deja a un lado en todo lo que obra. Afirma muchas veces que «Él es la vid y nosotros los sarmientos». ¿Qué mayor unión puede darse que ésta, puesto que la misma savia y la misma vida circula por la cepa que por los sarmientos. ((Como desarrollo de estas ideas, remitimos al lector a la conferencia La Iglesia, cuerpo místico de Jesucristo,, de nuestra obra Jesucristo, vida del alma. Véase al fin del capítulo la nota 4.
6. Juan)).

Y tan verdadera y real es esta unión que el Señor nos dice que “todo cuanto hagáis a otra persona conmigo lo hicisteis”. Jesucristo quiere que la unión que le liga con sus discípulos, mediante la gracia, sea la misma que tienen el Padre y el Hijo por naturaleza. Tal es el fin sublime a que quiere conducirnos por medio de sus misterios.

Por eso mismo, todas las gracias que nos mereció en cada misterio las mereció para repartírnoslas. Recibió de su Padre la gracia en toda su plenitud, pero no para Él solo, puesto que San Juan añade inmediatamente que «de su plenitud todos hemos participado»; de ella recibimos todo, por ser nuestra cabeza y por haberle sometido todo su Padre. De modo que «su sabiduría, y su justicia, y su santidad, y su fortaleza se han convertido en nuestra sabiduría, en nuestra justicia y en nuestra fortaleza». Todo lo que tiene el Hijo nos pertenece, es también nuestro; somos ricos con sus riquezas, santos con su santidad. «Oh hombre, dice el Venerable Ludovico Blosio, si deseas de veras amar a Dios, mira lo que eres en Jesucristo, por más pobre y necesitado que te veas, ya que te puedes humildemente apropiar lo que Jesucristo hizo y padeció por ti».

Jesucristo nos pertenece con toda verdad, puesto que somos su cuerpo místico. Nuestras son sus satisfacciones y sus méritos, sus alegrías y sus glorias... ¡Oh condición inefable la del cristiano, tan íntimamente asociado a Jesucristo y a sus diversos estados! ¡ Oh grandeza admirable la de un alma que no carece de ninguna de las gracias que Jesucristo nos mereció en sus misterios!

 

 

5. LA VIRTUD DE ESTOS MISTERIOS ES SIEMPRE ACTUAL

 

La duración histórica y material de  los misterios de Cristo en su vida terrestre ya pasaron, pero su virtud perdura, y por la gracia participamos de ellos y siguen obrando en nosotros.

Jesucristo, ya glorioso, no puede merecer; sólo pudo merecer en su vida mortal, hasta exhalar el último suspiro en la cruz. Pero no cesa de procurar que hagamos nuestros los méritos que nos adquirió. «Jesucristo es ayer, y  hoy y lo será por los siglos de los siglos ».

No olvidemos que Jesucristo quiere que sea santo su cuerpo místico, y a eso se ordena toda su vida y todos sus misterios, por nosotros y para nosotros los vivió y sufrió: «Amó a su Iglesia y se entregó por ella, para santificarla»  Nuestro Señor no vino tan sólo por los habitantes que entonces vivían en Palestina, sino que «murió por todos los hombres de todos los siglos». La mirada de Jesucristo, por tanto, alcanzaba a todas las almas; su amor se extendía a cada una de ellas, y su voluntad santificadora sigue hoy todavía soberana, tan eficaz como el día en que derramaba su sangre para salvar al mundo.

Aunque ya terminó para Él el tiempo de merecer, sigue y perdura siempre el de comunicar el fruto de sus méritos, hasta que se salve el último de los elegidos; «Jesucristo vive para interceder siempre por nosotros”.  
Levantemos nuestro pensamiento hasta el cielo, hasta el santuario adonde Jesucristo subió cuarenta días después de su Resurrección, y veamos allí a Nuestro Señor colocado siempre ante la faz de su Padre: « entró en el mismo cielo, para comparecer ahora en la presencia de Dios a favor nuestro”.

 Y ¿por qué está Jesucristo continuamente ante la faz de su Padre?
Porque es su Hijo, el único Hijo de Dios. «No reputó codiciable tesoro mantenerse igual a Dios », puesto que es verdadero Hijo de Dios. El Padre eterno le mira y le dice: «Tú eres mi Hijo, hoy te engendré» . En este mismo momento en que os hablo, Jesucristo está ante su Padre diciéndole: «Tú eres mi Padre” , y Yo tu verdadero Hijo. Y como Hijo de Dios, tiene derecho a mirar cara a cara a su Padre, y tratar con Él como a igual, y a reinar con Él por los siglos de bis siglos.

Pero añade San Pablo que si usa de ese derecho es por nosotros y por nosotros también está delante del Padre. Y todo esto quiere decirnos que si Jesucristo está ante la faz de su Padre, no es sólo por ser su Hijo único, objeto de las complacencias divinas, sino también como mediador. Se llama Jesús, es decir, Salvador, nombre divino, porque viene de Dios y Dios se le impuso Jesucristo está en los cielos, a la diestra de su Padre, como nuestro representante, como nuestro pontífice, como nuestro mediador. Y como tal, cumplió en este mundo, hasta en sus mínimos detalles, la voluntad de su Padre, quiso vivir todos sus misterios, y ahora está a la diestra de Dios para presentarle sus méritos y comunicar incesantemente a nuestras almas — para santificarlas — el fruto do sus misterios: «Viviendo siempre para ,interceder por nosotros. »

¡Oh! qué poderoso motivo tenemos de confianza al saber que Jesucristo, cuya vida leemos en el Evangelio, y ¡cuyos misterios celebramos, está alerta, viviendo e intercediendo siempre por nosotros, que la virtud de su divinidad es siempre operante, que el poder que tenía su santa humanidad (como instrumento unido al Verbo) de curar a los enfermos, consolar a los afligidos y dar vida a las almas, continúa siendo siempre el mismo.

Jesucristo es hoy todavía lo que fue antiguamente, el camino infalible que nos conduce a Dios, la verdad que ilumina a todo hombre que viene a este mundo, la vida que nos salva de la muerte: « Cristo es el mismo ayer, y hoy, y siempre y por todos los siglos”.

¡Cristo Jesús, yo así lo creo, pero aumenta mi fe! Tengo entera confianza en la realidad y en la plenitud de tus méritos, pero afiánzala más! Te amo, Señor, ya que nos has manifestado tu amor en todos tus misterios, hasta el fin, pero aumenta mi amor!...


4. — «Aunque cada uno de los elegidos haya sido llamado a su tiempo debido, y todos los hijos de la Iglesia se diferencian por la sucesión de los tiempos, sin embargo, todos los fieles que han salido de las aguas del bautismo han sido engendrados con Jesucristo en su nacimiento, del mismo modo que fueron crucificados con Él en su Pasión, y resucitaron en el día de su Resurrección y se sentaron con Él a la diestra de su Padre el día de su gloriosa ascensión a los cielos.» (San León, Sermón XXVI, in Nativitate Domini, VI, 2.)

 

 

 

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