EL CORAZÓN DE CRISTO (Fiesta del Sagrado Corazón) EL AMOR EXPLICA TODOS LOS MISTERIOS DE JESÚS. LA FE QUE DEBEMOS TENER EN LA PLENITUD DE ESTE AMOR; LA IGLESIA NOS LO PROPONE COMO OBJETO DE CULTO EN LA FIESTA DEL SAGRADO CORAZÓN

EL CORAZÓN DE CRISTO

(Fiesta del Sagrado Corazón)

 

EL AMOR EXPLICA TODOS LOS MISTERIOS DE JESÚS. LA FE QUE DEBEMOS TENER EN LA PLENITUD DE ESTE AMOR; LA IGLESIA NOS LO PROPONE COMO OBJETO DE CULTO EN LA FIESTA DEL SAGRADO CORAZÓN

 

       Todo lo que poseemos en el campo de la gracia nos viene de Jesucristo, “de cuya plenitud todos hemos participado» ». Él destruyó e] muro de separación que nos impedía llegar hasta Dios; nos mereció todas las gracias con una abundancia infinita, y como cabeza divina del cuerpo místico, tiene poder para comunicarnos el espíritu y la virtud de sus misterios para transformarnos en Él.

¿Cuál es la perfección que más resalta al considerar los misterios de Jesús? El amor. Por él se obró la Encarnación: «Por nosotros... descendió de los cielos y se encarnó» ». El amor hizo nacer a Cristo en carne mortal y pasible, inspiró la oscuridad de su vida oculta y sostuvo el celo de la pública. Si Jesús se entrega por nosotros a la muerte, es cediendo a «un exceso de amor sin límites», si resucita es “para nuestra justificación», si sube al cielo «es para prepararnos como precursor un lugar» en aquella morada de eterna bienaventuranza, si envía “el Espíritu Consolador» es para «no dejarnos huérfanos», si instituye el sacramento de la Eucaristía «,es como memorial de su amor. Todos estos misterios tienen su origen en el amor.

Es menester que nuestra fe en este amor de Jesucristo sea viva y constante. Porque la fe es uno de los más fuertes puntales de la fidelidad. Mira San Pablo: ¿quién trabajó como él y amó y de dió del todo a Cristo? Un día en que sus enemigos atacan la legitimidad de su misión, se vió precisado a trazar él mismo, en su propia defensa, el cuadro de sus obras, de sus tareas y padecimientos.

Ciertamente conocéis ya este cuadro tan emotivo, pero siempre es grato volver a leer esta página, pues es única en los anales del apostolado. «He visto de cerca, más de una vez, la muerte, dice el gran Apóstol; cinco veces fui azotado por los judíos y tres veces con varas, una vez apedreado, tres veces naufragué, estuve una noche y un día como hundido en lo profundo del mar. En mis numerosos viajes me he visto con frecuencia en peligro: peligros en los ríos, peligros por parte de ladrones, peligros de los de mi nación, peligros de los infieles, peligros en las ciudades, en los desiertos, peligros en la mar. Me he visto en toda suerte de trabajos y fatigas, en muchas vigilias, con hambre y sed, en muchos ayunos, en frío y desnudez; sin contar los cuidados de cada día y solicitud de las Iglesias que fundé».

Y en otra parte se aplica a sí mismo aquella palabra del Salmista: «Por ti,Señor, estamos entregados todo el día a la muerte y se nos mira como ovejas destinadas al matadero... «hasta desesperar de la vida» » Y no obstante esto, prosigue diciendo: Pero «en todo esto vencemos”. Y da la razón: en todo esto vencemos por el amor de Cristo…¿dónde encuentra el secreto de ésta victoria? ¿Por qué soporta tantos trabajos» «Por obra de Aquel que nos amó» porque en todas estas pruebas permanece unido a Cristo con invencible firmeza por el amor, de modo que «ni la tribulación, ni la angustia, ni la persecución, ni el hambre, ni la espada, le pueden separar de Cristo».

Lo que a Pablo le sostiene en sus tribulaciones y luchas, lo que le anima y estimula es su profunda convicción de que Cristo le ama: «Me amó y se entregó por mí». Y Pablo asegura que “que no quiere vivir ya sino para Él que murió y resucitó por todos”.

El que blasfemó el nombre de Dios y persiguió a los cristianos ya no quiere vivir y morir “sino para Aquel que tanto le amó y dió su vida por él». Y en otro lugar de sus carta nos dice: “La caridad de Cristo me apremia, para mí la vida es Cristo, no quiero saber más que de mi Cristo y este crucificado», y por eso yo con sumo gusto me gastaré y desgastaré sin reserva ni miramiento por Cristo y las alma de mis fieles».

La persuasión que tiene de que Cristo le ama es la clave que nos explica toda la obra del gran Apóstol. Nada impulsa tanto al amor’ como el sentirse amado. « Siempre que se piense de Cristo, dice Santa Teresa, nos acordemos del amor con que nos hizo tantas mercedes y cuán grande nos le mostró Dios en darnos tal prenda del que nos tiene; que amor saca amor».

Mas ¿cómo conoceremos ese amor que yace en el fondo de del corazón de Pablo y explica y resume todos los estados y situaciones de su vida? ¿Dónde encontraremos esa ciencia, tan saludable y fecunda que pedía a Dios una vez y otra vez en favor de sus cristianos?

Esa ciencia solo la conseguía en la contemplación de los misterios de Cristo. Si los estudiamos y contemplamos con fe en ratos de oración, el Espíritu Santo, que es Amor, todo el Amor de Dios, nos descubriría sus riquezas y nos llevaría hasta ellas.

En la vida y liturgia de la Iglesia existe una fiesta cuyo objeto nos recuerda de modo general el amor que demostró el Verbo Encarnado; es la fiesta del Sagrado Corazón. Inspirándose la Iglesia en las revelaciones de nuestro Señor a Santa Margarita María, cierra, por decirlo así, con esta solemnidad el, ciclo anual de las fiestas del Salvador; cual si al llegar al término de la contemplación de los misterios del Señor, sólo le quedara por celebrar el amor mismo que los inspiró a todos.

De este amor de Cristo, de su sagrado corazón que tanto nos ama y amó hasta dar la vida y el tiempo por nosotros, quiero hablaros un poco, una vez que hemos visto los principales misterios de nuestro divino Salvador, y así nos compenetraremos una vez más de aquella verdad tan capital de que, en realidad, todo se reduce, para nosotros, al conocimiento y amor del misterio de Jesús.

 

 

 
1. QUÉ VIENE A SER, EN CENERAL, LA DEVOCIÓN AL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS Y CUÁN HONDASTIENE SUS RAÍCES
ESTA DEVOCIÓN EN EL DOGMA CRISTIANO

 

«Devoción» deriva de la palabra latina devovere: dedicarse, consagrarse a una persona amada. La devoción, con respecto a Dios, es la consagración total de nuestra vida a Él y la más sublime expresión de nuestro amor. «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todas tus fuerzas » La palabra toda señala la devoción: pues amar a Dios con todo el ser, sin reservarse nada, sin interrupción alguna, y amarle hasta el punto de dedicarse y entregarse a su servicio con prontitud y espontaneidad es lo que genera’ mente llamamos devoción; y así entendida ésta, constituye la perfección, Porque es la flor misma de la caridad.

La devoción a Jesucristo es el obsequio u ofrenda de todo nuestro ser, de toda nuestra actividad a la persona de Jesús Encarnado, haciendo abstracción de tal o cual estado particular de la persona de Jesús o de tal misterio particular de su vida. Mediante esta devoción a Jesucristo procuramos conocer, honrar y servir al Hijo de Dios que se manifiesta a nosotros en su santa Humanidad.

Una devoción particular, o bien es la «entrega» a Dios,
considerado especialmente en uno de sus atributos, o en
una de sus perfecciones, como la santidad la misericordia
o también la entrega hecha a una de las tres personas divinas, o bien hecha a Cristo, contemplado en uno de sus misterios o en uno de sus estados.

Como ya hemos visto a lo largo de estas instrucciones, siempre honramos a Jesucristo y a su persona adorable con nuestros homenajes, sólo que consideramos su persona bajo tal o cual aspecto particular, que nos impresiona más en tal o cual determinado misterio.

Así, por ejemplo, la devoción a la, Santa Infancia es la devoción a la persona misma de Cristo, considerado especialmente en los misterios de su nacimiento y de su adolescencia en Nazaret; la devoción a las cinco llagas es la devoción a la persona del Verbo Encarnado en sus dolores simbolizados en las cinco llagas, cuyas gloriosas cicatrices quiso Cristo conservar después de su resurrección.

La devoción puede también tener un objeto especial, propio e inmediato, pero siempre termina en la persona misma. Por lo dicho comprenderéis cómo ha de entenderse la devoción al Sagrado Corazón. Es, hablando de un modo general, una entrega a la persona misma de Jesús, que nos manifiesta su amor y nos muestra su corazón, símbolo de aquél.

¿A quién honramos, pues, en esta devoción? Al mismo Jesucristo en persona. Pero, ¿cuál es el objeto inmediato, distintivo y propio de esta devoción? El corazón de carne de Jesús, el corazón que latía por nosotros en el pecho del Hombre Dios; pero no le honramos separado de la naturaleza humana de Jesús ni de la persona del Verbo eterno, a quien se unió esta naturaleza humana en el misterio de la Encarnación. ¿Y nada más? — No por cierto. Tenemos también esto: Honramos a este corazón como símbolo del amor que Jesús nos tiene.

La devoción al Sagrado Corazón se reduce, pues, al culto del Verbo Encarnado, que nos manifiesta su amor y nos muestra su corazón como símbolo de ese mismo amor. No necesito justificar ante vosotros una devoción que os es familiar, aunque tampoco dejará de seros útil decir siquiera una palabra sobre el particular.

La Iglesia, a juicio de algunos protestantes, es como un cuerpo sin vida, que recibió desde el principio su total perfeccionamiento y queda después como petrificado; por lo mismo, todo cuanto ha venido a añadirse en el curso de los tiempos, ora en materia dogmática, ora en materia de piedad, no es, según ellos, más que superfetación y pura corruptela.

Pero nosotros concebimos la Iglesia muy de otro modo:
ésta es un organismo vivo, y, como tal, debe desarrollarse y perfeccionarse El depósito de la revelación quedó sellado con la muerte del último Apóstol. Desde ese momento no se admite corno inspirado ningún escrito, ni entran tampoco en el depósito oficial de las verdades de la fe las revelaciones particulares de los santos.

Pero hay que decir que muchas de las verdades contenidas en la revelación oficial sólo se hallan en ella, como en germen, hasta que, presentándose la ocasión poco a poco, por fuerza de los acontecimientos y bajo la dirección del Espíritu Santo, llegan a ser definiciones explícitas que fijan en fórmulas concretas y determinadas lo que antes sólo era objeto de un conocimiento implícito.

Hemos visto cómo Jesucristo, desde el primer instante de su Encamación Poseía en su alma santísima todos los tesoros de ciencia y sabiduría divinas, y cómo fueron revelándose poco a poco; pues a medida que Cristo crecía en edad, se veía aparecer aquella ciencia y sabiduría, y florecer las virtudes contenidas como germen en Él. Cosa análoga ocurre en la Iglesia, cuerpo místico de Cristo.

Encontramos, por ejemplo, en el depósito de la fe esta magnífica revelación: “El Verbo era Dios y el Verbo se hizo carne». Tal revelación encierra en sí tesoros inmensos, que sólo paulatinamente han ido apareciendo manera de semilla que se convierte en fruto de verdad para aumentar nuestro conocimiento de Jesucristo.

 Con ocasión de las herejías que se fueron suscitando, la Iglesia, guiada por el Espíritu Santo, definió que en Jesucristo no hay más que una sola persona divina, aunque en dos naturalezas distintas y perfectas que hay en Él dos voluntades y dos fuentes de actividad, que la Virgen María es Madre de Dios, que todas las partes de la Humanidad Santísima de Jesús son adorables por su unión con la persona divina del Verbo. ¿Diremos acaso que ésto son dogmas nuevos? De ninguna manera. Es el de la fe que se explica, se hace más explícita y se desarrolla.

Pues lo que decimos de los dogmas se aplica perfectamente a las devociones Han nacido, en el curso de los siglos, algunas devociones que la Iglesia, guiada por el Espíritu Santo, admitió e hizo suyas. Pero estas no son innovaciones propiamente dichas, sino efectos que fluyen de los dogmas ya definidos y de la actividad orgánica de la Iglesia.

Desde que la Iglesia docente aprueba una devoción y la confirma con su autoridad suprema, debemos aceptarla con gozo. Obrar de otro modo no sería «sentir con la Iglesia», sentire cum Ecciesia, ni entrar en los planes de Jesucristo, el cual dijo a sus apóstoles y sucesores: «EL que a vosotros oye, a Mí me oye, y el que os desprecia, a Mí me desprecia». Además, ¿cómo iremos al Padre si no escuchamos a Cristo?

Aunque la forma que hoy reviste la devoción al Sagrado Corazón sea relativamente moderna, tiene, no obstante esto, su fundamento dogmático en el depósito de la fe. Hallábase contenida, como en germen, en aquellas palabras de San Juan: “El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros... Como amase a los suyos, los amó hasta el fin» ¿Qué es, en efecto, la Encarnación? Es la manifestación de Dios, es “Dios que se revela a nosotros mediante la Humanidad de Jesús»: Nova mentis nostrae oculis lux tuae claritatis infulsit», es la revelación del amor de Dios al mundo: » Hasta tal punto amó Dios al mundo, que le entregó su propio Hijo»; y este Hijo, a su vez, de tal modo amó a los hombres, que por ellos se entregó: y «no hay amor tan grande que el de dar la vida por sus amigos»: Maiorem hanc dilectione nemo habet«. Toda la devoción al Sagrado Corazón de Jesús se halla contenida en estas palabras suyas.

Y para demostrar que este amor había llegado al supremo grado, quiso Jesucristo que su Corazón, después de exhalar el último suspiro sobre la cruz, fuese traspasado por la lanza de un soldado.

El amor simbolizado por el Corazón en esta devoción es, primeramente, como vamos a ver, el amor creado de Jesús,, mas como Él es el Verbo hecho carne, de ahí que los tesoros de ese amor creado nos manifiesten las maravillas del amor divino, del Verbo eterno.

Ya podéis ver hasta dónde hunde sus raíces esta devoción en el depósito de la fe. No es, pues, ni mucho menos, una alteración o una corrupción, sino una adaptación sencilla, pqeo grandiosa, de las palabras de San Juan sobre el Verbo humanado e inmolado por nosotros.

 

 

 

2.- SUS DIVERSOS ELEMENTOS

 

       Si ahora volvemos a examinar brevemente los diversos elementos de este culto, veremos cómo todos ellos están justificados y tienen perfecta razón de ser.

El objeto propio y directo de esta devoción es el corazón físico de Cristo, el cual es digno de adoración, puesto que forma parte de su naturaleza humana, y que el Verbo unió a su divina persona, por lo cual se llama y es «peefectus homo».

 La misma adoración que tributamos a la persona del Verbo divino se extiende a todo cuanto está unido personalmente a Él, a todo cuanto en El y por El subsiste; por consiguiente, se extiende a toda la naturaleza humana y a cada una de las partes que la integran; el corazón de Jesús es el corazón de Dios.

Ahora bien, este corazón que honramos y adoramos en su Humanidad sirve aquí de símbolo, símbolo de su amor, ya que en el lenguaje corriente el corazón se considera como símbolo del amor. Cuando Dios nos dice en la Escritura: «Hijo mío, dame tu, corazón», entendernos que el corazón aquí es el amor. Se puede decir de uno: le estimo, le respeto, mas no puedo darle el corazón; indicando con estas palabras que la amistad, la intimidad y la unión son imposibles.

Ahora bien, con la devoción al Corazón sacratísimo de Jesús honramos el amor que nos tiene el Verbo Encarnado.
Y lo primero, su amor creado. Cristo es Dios y hombre, Dios perfecto y hombre perfecto. Ahí tenemos el misterio de la Encamación En cuanto es «Hijo del hombre», tiene Cristo un corazón como el nuestro, un corazón de carne, un corazón cuyos amorosos latidos son los más tiernos y sinceros, los más nobles y fieles que jamás existieron.

Escribiendo el Apóstol a los de Éfeso, les decía que rogaba a Dios con insistencia para que se dignase darles a conocer la anchura, largura, altura y profundidad del misterio de Jesús; tanto le maravillaba la consideración de las inmensas riquezas que en él están atesoradas.

Lo mismo hubiera podido decir del amor que nos tiene el corazón de Jesús, aunque ya lo dejó entender al proclamar que «ese amor rebasa todo conocimiento». Jamás, en efecto, podremos agotar los tesoros de dulzura, mansedumbre y caridad que encierra esa hoguera de amor que llamamos el Corazón del Hombre Dios. Bástanos abrir el Evangelio para ver cómo en cada página resalta la bondad, la misericordia, la condescendencia de Jesús para con los hombres. Ya, al exponeros algunos aspectos de la vida pública, procuré mostraros algo de lo humano e infinitamente delicado de este amor.

No es en Cristo este amor una ficción, sino una verdadera realidad fundada en el misterio mismo de la Encarnación. Dígannoslo, si no, la Virgen Santísima y San Juan, Lázaro y Magdalena. No se trata ya tan sólo de un amor frío de voluntad, sino que mueve hasta las fibras más finas de la sensibilidad.
Al decir Jesús: «Me da compasión esta muchedumbre», es que sentía verdadera pena su tiernísimo corazón al verlos hambrientos; cuando vio a Marta y a María llorar la muerte de su hermano, llora Él también con ellas y derrama dulces lágrimas que le arranca e1 sentimiento que oprimía su corazón. Por eso se decían entre sí los judíos testigos de aquella escena: «¡ Mirad cómo le amaba!».

Jesucristo es siempre el mismo, y lo que era ayer, lo es hoy y lo será en el cielo; por eso su corazón será siempre el más amante y amable que darse pueda. San Pablo nos dice, en propios términos, que debemos tener plena confianza en Jesús, por ser pontífice compasivo que conoce nuestras flaquezas, penas y miserias, como quiera que Él también quiso probarlas todas, menos el pecado.

Jesucristo ya no puede padecer: Mors illi ultra non dominabitur 33; pero siempre se le derretía el corazón al ver las miserias de los hombres por quienes sufrió y a quienes rescató por amor: Dilexit me et tradidit semetipsum pro me.

Mas este amor humano de Jesús, este amor creado, ¿de dónde procede? Procede del amor increado y divino, del amor del Verbo eterno, al cual se halla indisolublemente unida su Humanidad, pues aunque haya en Cristo dos naturalezas perfectas y distintas, y éstas conserven sus energías específicas y sus propias operaciones, no hay más que una sola persona divina.

El amor creado de Jesús, como ya llevo dicho, no es una manifestación de su amor increado; y todo cuanto realiza el amor creado lo hace en unión con el amor increado, y por Él. De modo que el Corazón de Cristo bebe su bondad humana del océano divino
Vemos morir en el Calvario a un hombre como nosotros, abrumado de angustias y atormentado como nadie podrá serlo jamás, y llegamos a comprender el amor que este hombre nos demuestra; pero ese amor que, por ser tan excesivo, supera nuestro conocimiento, es la expresión concreta y tangible del amor divino.

El corazón de Jesús, clavado en la cruz, nos revela el amor humano de Cristo; y por entre el velo de su Humanidad, se descubre igualmente el inefable e incomprensible amor del Verbo.
Cuánta y cuán amplias perspectivas nos abre esta devoción al sagrado corazón de Jesús que ofrece un profundo y particular atractivo para el alma fiel, pues que le facilita el medio de honrar lo más grande y subido, lo más eficaz que hallamos en Jesucristo, Verbo encamado, su corazón amante, el amor que tiene al mundo, y cuyas llamas están siempre ardiendo, como horno encendido, en su Corazón sacratísimo.

 

 


3. LA CONTEMPLACIÓN DE LOS BENEFICIOS QUE NOS HA
CONSEGUIDO EL AMOR DE JESÚS, SIMBOLIZADO POR SU CORAZÓN, ES EL ORIGEN DEL AMOR QUE DEBEMOS DEVOLVERLE; DOBLE CARÁCTER DE NUESTRO AMOR‘A JESUCRISTO: DEBE SER
AFECTIVO Y EFECTIVO, COMO LO ES EL DE NUESTRO MODELO

 

El amor es de suyo activo e impetuoso; por eso, el amor que Jesús nos tiene no puede menos de ser manantial inagotable de dones. «En el Sagrado Corazón de Jesús hallaréis el símbolo y la imagen sensible de la infinita caridad de Jesucristo, de esa caridad que nos mueve a pagarle amor con amor., León XIII, bula Annum.  Y Iglesia nos invita en la oración de la fiesta del Sagrado Corazón a «repasar con el pensamiento los principales beneficios que debemos al amor de Jesucristo». Praecipua in nos caritatis ejus beneficia recolimus.

Esta contemplación constituye uno de los elementos de la devoción al Sagrado Corazón. ¿Cómo habíamos de honrar un amor cuyas manifestaciones nos fuesen desconocidas? Pues este amor, según llevamos dicho, es el amor humano de Jesús, que nos manifiesta aquel otro amor increado, que le es común con el Padre y con el Espíritu Santo, y que es principio de donde proviene todo don. ¿Quién, en efecto, sacó a los seres de la nada? El amor. Así lo cantamos en el himno de la fiesta: «la tierra, el mar y los astros son obra del amorii: ille amor almus artificex terrae marísque et siderum.

La Encarnación, aun más que la Creación, se debe al amor, <el cual hizo descender al Verbo de los resplandores del cielo, para unirse a una naturaleza débil y mortal»: Amor coegit te tuus mortale corpus sumere.

Pero los beneficios que sobre todo debemos recordar son: la redención por medio de la Pasión, la institución de los Sacramentos, y de un modo especial, el de la Eucaristía, debido tanto al amor humano de Jesús, como a su amor increado.

Al contemplar aquellos misterios vimos ya el profundo y acendrado amor que nos revelan. Nuestro Señor mismo decía: “No hay mayor amor que el que da la vida por sus amigos»; y Él así lo hizo. Aunque en su sacratísima Pasión brillan un sinnúmero de virtudes, ninguna campea tanto como el amor, pues sólo un exceso de amor nos explica las diversas fases de la Pasión a que libremente se sometió y los abismos de humillaciones, oprobios y dolores.

Y así como el amor obró nuestra Redención, así también inventó los sacramentos, con los cuales se aplican a toda alma de buena voluntad los frutos del sacrificio de Jesucristo. San Agustín se complace en subrayar la expresión elegida de intento por el Evangelio para darnos a conocer la herida producida por la lanza en el costado de Jesús después de morir en la cruz.

El escritor sagrado no dice que la lanzada «golpeó» o «hirió», sino que «abrió» el costado del Salvador: Latus ejus aperuit. Fué la puerta de la vida, dice el gran Doctor, lo que se abrió, para que del corazón traspasado de Jesús se desbordasen sobre el mundo los ríos de gracia que debían santificar a la Iglesia.

Esta contemplación de los beneficios que Jesús nos hizo, debe ser la fuente de nuestra devoción práctica a su Corazón sacratísimo. El amor, sólo se paga con amor. ¿De qué se quejaba Nuestro Señor a Santa Margarita María? De no ver correspondido su amor: «He aquí este corazón que tanto ha amado a los hombres y que no recibe de ellos más que ingratitudes.» Por consiguiente, con amor, esto es, con el don de nuestro corazón, es como hemos de corresponder a Jesucristo. ¿Quién no amará a quien le ama? ¿Qué redimido no amará a su redentor?»: Quis non amantem redamet? Quis non redemptus diligat?».

Para que este amor sea perfecto, deberá ser afectivo y efectivo. El amor afectivo consiste en los diversos sentimientos que hacen vibrar al alma ante la persona amada: sentimientos de admiración, de complacencia, de gozo, arción de gracias. Este amor engendra la alabanza de los labios; y así, nos gozamos de las perfecciones del corazón de Jesús, y celebramos sus hechizos y grandezas, y nos complacemos en la magnificencia de sus beneficios: Exsultabunt labia mea cum cantavero tibi.

Es necesario este amor afectivo, pues cuando el alma contempla a Cristo en su amor, no puede resistir a la admiración, al júbilo y honda complacencia que en sí experimenta. ¿Por qué? Porque debemos amar a Dios con todo nuestro ser, y Dios quiere que este amor sea conforme a nuestra naturaleza, que no es angelical, sino humana, en la cual la sensibilidad entra por mucho. Jesucristo acepta esta forma de amor por estar fundada en nuestra naturaleza que por Él fue creada.

Contempladle, si no, en su entrada en Jerusalén, pocos días antes de su Pasión. Estaba ya Jesús junto a la falda del monte de los Olivos. La muchedumbre de los discípulos, transportada de gozo, se puso a alabar a Dios a grandes voces, por todos los milagros que habían presenciado: ¡Bendito sea, exclamaban, el Rey que viene en el nombre del Señor! ¡Paz en el cielo y gloria en las supremas alturas! Entonces, unos fariseos, mezclados entre las turbas dijeron a Jesucristo: «Maestro, riñe a tus discípulos.» Y a esto ¿qué contesta nuestro Señor? ¿Se impone Él, para que terminen tales aclamaciones? Antes bien, todo lo contrario, pues replica a los fariseos:«En verdad os digo que, si éstos callan, hablarán las piedras”.

Jesucristo se complace en las alabanzas que brotan del corazón a los labios, y por lo mismo, nuestro amor deberá prorrumpir en afectos a ejemplo de los Santos: Francisco, el pobre de Asís, de tal manera le había trocado el amor que cantaba por los caminos las divinas alabanzas 41; Magdalena de Pazzis corría por los claustros de su monasterio gritando: » ¡Oh amor! ¡oh amor! » 42; Santa Teresa saltaba de gozo siempre que cantaba estas palabras del Credo «y su reino no tendrá fin» <. Leed sus Exclamaciones y veréis cómo se traslucen los sentimientos de la naturaleza humana en ardientes alabanzas cuando un: alma está prendada de amor.

No temamos, pues, multiplicar nuestras alabanzas al Corazón de Jesús. Las <‘Letanías» y los actos de reparación y de consagración son otras tantas expresiones de este amor del sentimiento, sin el cual el alma humana no llega a la perfección de su naturaleza.

No obstante eso, este amor afectivo no bastaría por sí solo, pues para tener todo su valor ha de «traducirse en obras»: Probatio dilectionis exhibitio operis”. «Si me amáis, decía el mismo Jesús, guardad mis mandamientos» Ésta es la piedra de toque.

Y así veréis almas que tienen abundancia de afectos y don de lágrimas, y que, sin embargo de ello, no se preocupan poco ni mucho de reprimir sus dañadas inclinaciones, de destruir sus hábitos viciosos, de huir de las ocasiones de pecar, que sueltan riendas cuando les asalta la tentación, o murmuran en presencia de cualquier contratiempo.

Es que en ellas el amor afectivo es pura ilusión y fuego de pajas, que no puede durar y que luego se reduce a cenizas. Si amamos de veras a Jesucristo, no sólo nos gozaremos de su gloria, cantaremos sus perfecciones con todos los bríos de nuestra alma, lamentaremos las injurias hechas a su corazón, y le ofreceremos humildes reparaciones, sino que procuraremos sobremanera obedecerle en todo, aceptar con entusiasmo todas las disposiciones de su Providencia con respecto a nosotros, tratar de extender su reino en las almas, y procurar su gloria, gastándonos, si fuere menester, conforme a aquellas hermosas palabras de San Pablo: «Con sumo gusto gastaré y me desgastaré» 46 Esto decía el Apóstol refiriéndose a la caridad para con el prójimo; pero, aplicado a nuestro amor a Jesús, es fórmula que resume a maravilla la práctica de la devoción a su sagrado Corazón.

Consideremos a nuestro divino Salvador, pues en esto, como en todas las virtudes, es nuestro mejor modelo; en Él hallaremos estas dos formas de amor. Mirad el amor que tiene a su Padre, y veréis que experimenta en su corazón los más tiernos sentimientos de amor afectivo que puedan hacer latir a un corazón humano.

Muéstranos un día el Evangelio, desbordando su corazón de entusiasmo por las infinitas perfecciones del Padre, y prorrumpiendo en alabanzas en presencia de sus discípulos. Henchido Jesús de gozo, y bajo la acción del Espíritu Santo, exclama: «Yo te alabo, Padre mío, Señor de cielos y tierra, porque has encubierto estas cosas a los sabios y prudentes del siglo, y las has revelado a los humildes y pequeñuelos. Así ,Padre, te ha parecido mejor”.

Fijaos también cómo en la Cena su corazón sagrado sólo respira amor a su Padre, y qué bien sabe traducir sus sentimientos en una inefable oración. Para demostrar al mundo la sinceridad de su encendido amor — Ut cognoscat mundus quia diligo Patrem »» — se encamina inmediatamente Jesús al Jardín de los Olivos, donde había de inaugurar la larga serie de humillaciones y dolores de su Pasión.

Encontramos igualmente este doble carácter en su amor para con los hombres: hacía ya tres días que le iba siguiendo una multitud del pueblo engolosinada por el hechizo de sus palabras divinas y la novedad de sus milagros. Al fin, comienza a sentir el cansancio y el hambre, y Jesús, que lo sabe, exclama: «Me da lástima esta pobre gente, porque hace ya tres días que está conmigo y no tiene qué comer. Si los envío a sus casas en ayunas, desfallecerán en el camino, pues muchos de entre ellos han venido de lejos. » Ved qué sentimientos tan tiernos brotan de su corazón, y cómo se traducen en obras: en sus manos benditas se multiplican los panes hasta poder saciarse las cuatro mil personas que le seguían.

Y vedle sobre todo en el sepulcro de Lázaro: Jesús llora, derrama verdaderas lágrimas, lágrimas humanas. ¿Puede acaso darse mayor manifestación, más auténtica y conmovedora, de los sentimientos de su corazón? Inmediatamente, y poniendo su poder al servicio de su amor, exclama: «Lázaro, ven afuera» »°.
El amor sincero se manifiesta en la entrega de sí mismo, pues al desbordarse del corazón se apodera de toda la persona con toda su actividad, para dedicarlas a los intereses y a la gloria del objeto amado.

¿Hasta dónde, pues, habrá de llegar el amor que debemos a Jesús en pago del suyo? Ha de comprender ante todo el amor esencial y soberano que nos hace mirar a Cristo y a su divino querer como a Bien Supremo; el que preferimos a todo cuanto existe, amor que prácticamente se reduce al estado de gracia santificante.

Ya dijimos que la devoción es un sacrificio; pero ¿dónde está el sacrificio de un alma que no procura primeramente conservar a cualquier precio la gracia del Salvador, y que, en la tentación, está vacilando entre la voluntad de Jesús y las sugestiones de su eterno enemigo?

Este amor, como ya sabéis, es el que avalora toda nuestra vida y hace de ella perpetuo y agradable homenaje al corazón de Cristo. Sin este amor esencial no hay cosa que algo valga a los ojos de Dios.

Mirad con qué términos tan expresivos pone de relieve está verdad el apóstol San Pablo: «Si hablare las lenguas de los hombres y de los ángeles, mas no tuviere caridad, vengo a ser como un metal que resuena o campana que retiñe. Y si poseyere la profecía y conociere todos los misterios y toda la ciencia, y si tuviere toda la fe hasta trasladar montañas, mas no tuviere caridad, nada soy. Y si repartiere todos mis haberes, y si entregare mi cuerpo para ser abrasado, mas no tuviere caridad, ningún provecho saco» 51

En otros términos, no puedo agradar a Dios si no poseo aquella caridad esencial, por la cual me uno a Él como a soberano Bien. Es, pues, bien evidente que donde no hay amor no puede haber tampoco verdadera devoción.

Acostumbrémonos después a hacer todas las cosas, aun las más menudas, por amor y por agradar a Jesucristo, trabajemos y aceptemos cuantos padecimientos y penas nos imponen nuestros deberes de estado únicamente por amor y para agradar a Dios nuestro Señor, y unirnos a los sentimientos que experimentó su corazón durante su vida mortal; tal modo de obrar es una excelente práctica de devoción al Sagrado Corazón. Toda nuestra vida ha de mirar siempre a Él y estarle orientada como a único norte, mediante el amor. Éste también la hace subir de quilates y le presta pasmosa fecundidad.

Por otra parte, éste es el que da a nuestra vida nuevos quilates de fecundidad. Todo acto de virtud, de humildad, de obediencia, de religión, como bien lo sabéis, realizado en estado de gracia, tiene su mérito propio, su valor y especial esplendor; pero cuando ese acto va imperado por el amor, entonces se le añade nueva belleza y particular eficacia, y sin perder nada de su propio valor, adquiere el mérito de un acto de amor: « Oh Señor, exclamaba el Salmista, sentada está la reina a tu diestra, ataviada con vestido de oro y variados colores! : Adstitit regina a dextris tuis in vestitu deaurato, circumdata varietate ». La reina es el alma fiel en la que impera Cristo por su gracia. Está sentada a la diestra del Rey, revestida con manto recamado de oro, por donde se significa el amor; los variados colores simbolizan las diferentes virtudes; el amor, como rico venero que es de todas ellas, resalta con brillo particular, aun cuando cada virtud deje ver sus especiales hechizos.

El amor, pues, reina como soberano en nuestro corazón, para enderezar todos los movimientos a la gloria de Dios y de su Hijo Jesús.

 

 

 


4.VENTAJAS DE LA DEVOCIÓN AL SAGRADO CORAZÓN; NOS
HACE POCO A POCO ADQUIRIR LA VERDADERA DISPOSICIÓN
QUE DEBE CARACTERIZAR A NUESTRAS RELACIONES CON DIOS.
NUESTRA VIDA ESPIRITUAL DEPENDE, EN GRAN PARTE, DE LA
IDEA QUE HABITUALMENTE NOS FORMAMOS DE DIOS. DIVERSIDAD DE ASPECTOS EN EL MODO DE CONSIDERAR
LAS ALMAS A DIOS

 

Así como el Espíritu Santo no llama a todas las almas a brillar de igual manera y en las mismas virtudes, de igual modo, en materia de devoción particular, deja a cada cual una santa libertad que todos debemos cuidadosamente respetar. Siéntense éstas movidas a honrar de un modo especial los misterios de la santa infancia de Jesús, aquéllas se ven atraídas por los íntimos hechizos de su vida oculta, y hay quienes no pueden apartarse de la meditación de su Pasión sacratísima.

No obstante eso, la devoción al Sagrado Corazón de Jesús nos debe ser de las más queridas porque en ella se honra a Jesucristo, no ya en uno de sus estados o misterios particulares, sino en la generalidad y totalidad de su amor, de ese amor que nos da la clave para explicar lo más hondamente posible todos los demás misterios.

Esta devoción, aunque sea especial y tenga su carácter propio, a pesar de todo, tiene un algo universal, pues al honrar al Corazón de Jesús, no es ya en Jesús niño, adolescente, o víctima, donde terminan nuestros homenajes, sino en la persona de Jesús en la plenitud de su amor.

Además, la práctica general de esta devoción propende, en último término, a devolver a Nuestro Señor amor por amor », a apoderarse de toda nuestra actividad, y penetrarla de amor que sea agradable a Jesucristo; los ejercicios particulares no son más que medios de expresar a nuestro divino Maestro el recíproco amor que le tenemos.

Es esto efecto, y muy precioso por cierto, de esta devoción, puesto que toda la religión cristiana se reduce a dedicarnos por amor al servicio de Jesucristo, y por Él al servicio del Padre y del Espíritu Santo. Este punto es de importancia potísima; por eso no quiero terminar esta instrucción sin detenerme en él unos instantes.

Es una verdad confirmada por la experiencia de las almas, que nuestra vida espiritual depende en gran parte de la idea que habitualmente nos formamos de Dios. Existen; entre Dios y nosotros, relaciones fundamentales basadas en nuestra condición de criaturas, y relaciones morales que resultan de la actitud que con Él observamos, la cual depende, las más de las veces, del concepto que de Dios tenemos.

Si éste es erróneo, nuestros esfuerzos por adelantar serán generalmente vanos y estériles, por ir fuera de vereda; si fuere incompleto, nuestra vida espiritual estará plagada de lacras e imperfecciones, y si llegare a ser exacto y cabal, en cuanto es dado a una criatura que en este mundo vive de la fe, nuestra alma, ciertamente, se dilatará en esa luz soberana.

Esta idea que habitualmente tenemos de Dios, es, pues, la clave de nuestra vida interior, y no sólo porque regula nuestra conducta para con Dios, sino también porque más de una vez determina las disposiciones de Dios para con nosotros, pues en muchos casos Dios se las ha con nosotros del mismo modo que nosotros con Él.

Pero me diréis ahora: ¿Es que la gracia santificante no nos hace hijos de Dios? Sí, por cierto; pero con todo eso y prácticamente, hay almas que no obran como hijos adoptivos que son del Padre Eterno. Diríase que el ser hijos de Dios no tiene, para ellas, más que un valor nominal, y no comprenden que constituye un estado fundamental que requiere manifestarse de continuo con actos correspondientes, y que toda la vida espiritual debe estar como embebida en ese espíritu de adopción divina que, por virtud de Jesucristo, recibimos en el bautismo.

Encontraréis, sin duda, almas que consideran habitualmente a Dios cual se le representaban los israelitas. Cuando Dios se manifestaba en el Sinaí, entre el fragor de relámpagos y truenos, aquel pueblo, duro de cerviz y siempre pronto a la infidelidad e idolatría, consideraba a Dios como Señor a quien se debe adorar, como Dueño a quien es preciso servir, como Juez a quien se ha de temer.

Los israelitas habían recibido, como dice San Pablo, “espíritu de esclavitud para reincidir de nuevo en el temor». Por eso se les aparecía Dios con todo el aparato de la majestad y del soberano poder, y los trataba con rigor. Se abre la tierra para tragar a los culpables 67, quedan heridos de muerte los que, sin tener derecho alguno, osan tocar el arca de la alianza 58 perecen los murmuradores mordidos de serpientes venenosas», y apenas se atreven a pronunciar el nombre de Jehová. Una vez al año, y aun entonces temblando, entra el Sumo Sacerdote en el Santo de los Santos, provisto de la sangre de las víctimas inmoladas por el pecado». Ahí tenéis hasta dónde llegaba el espíritu de servidumbre.

Hay almas que viven de ordinario penetradas únicamente del temor servil, y que si no fuera por miedo a los castigos de Dios, le ofenderían sin el menor reparo. Consideran a Dios como a un Señor a quien no les interesa dar gusto. Se parecen a aquel siervo de quien habla Jesús en la parábola de las “minas». Antes de ir a lejanas tierras llama un rey a sus siervos y les confía unas minas o monedas de plata, para que negocien con ellas hasta su regreso. Uno de ellos guarda en depósito la mina, sin hacerla producir. Vuelto el rey de su jornada, se presenta aquel siervo, y éste le dice: “He aquí tu mina, que he conservado envuelta en un pañuelo, porque tuve miedo de ti, por cuanto eres un hombre de natural austero, tomas lo que no has depositado y siegas lo que no has sembrado.» Y a esto, ¿qué contesta el rey? Replica al siervo descuidado de esta manera: “De tu propia boca te juzgo siervo perverso. Sabías que soy hombre exigente. . ¿Por qué, pues, no pusiste mi dinero en el banco?””. Y el rey ordena que a ese criado se le quite lo que se le había dado.

Esa clase de almas tratan a Dios como a distancia, Como tratarían a un gran Señor, y Dios las trata de igual modo: no se da plenamente a ellas ni cabe entre ellas y Dios intimidad personal; de consiguiente, se hace imposible toda expansión y confianza.
Otras almas, y éstas abundan tal vez más aún, miran habitualmente a Dios como al gran bienhechor; de ordinario, sólo obran «en vista de la recompensa» 62 Tal idea no es errónea, puesto que el mismo Jesucristo compara a su Padre a un amo que recompensa —y con larga mano — al siervo fiel cuando le dice: «Entra en el gozo de tu Señor» 63 nos dice asimismo que sube al cielo «para preparamos allí una morada» »4. Pero cuando esta disposición es habitual, como en algunas almas, hasta hacerse exclusiva, a más de ser ruin e interesada, no responde plenamente al espíritu del Evangelio.

La esperanza es una virtud cristiana que sostiene poderosamente el alma en medio de la adversidad, de las pruebas y tentaciones, pero no es la única ni la más perfecta de las virtudes teologales, que son las virtudes que distinguen a los verdaderos hijos de Dios. ¿Cuál es, pues, la virtud más perfecta y más noble de todas? Es la caridad, nos responde San Pablo: «Ahora subsisten estas tres, la fe, esperanza y caridad; pero la mayor de ellas es la caridad» 6»

 

 
5. ÚNICAMENTE CRISTO NOS REVELA LA VERDADERA DISPOSICIÓN DEL ALMA ANTE DIOS; LA DEVOCIÓN AL CORAZÓN
DE JESÚS NOS AYUDA A ADQUIRIRLA.

 

Por eso, sin perder de vista el temor, mas no un temor servil, cual es el del esclavo que teme al castigo, sino el temor del agravio causado a Dios nuestro Creador; y sin apartar tampoco del pensamiento la recompensa que nos espera, si somos fieles, debemos procurar tener con Dios de modo habitual una disposición que nace de filial confianza y amor, condición que el mismo Jesucristo nos revela como propia de la Nueva Alianza.

Cristo, en efecto, sabe mejor que nadie cuáles deben ser nuestras relaciones con Dios, pues Él conoce los secretos divinos. Escuchándole, no hay peligro de extraviarse, como quiera que es la misma Verdad. Ahora bien: ¿qué actitud o disposición desea que tengamos con Dios? ¿Bajo qué aspecto quiere que le contemplemos y le honremos? Enseñamos que Dios es, sin duda, dueño y soberano, a quien debemos adorar. Escrito está: «Adorarás al Señor y a Él solo servirás» 66; pero «ese Dios a quien debemos adorar es un Padre»: «Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, pues el Padre busca a los que le adoran de ese modo».

Pero ¿es acaso la adoración el único sentimiento que debe hacer vibrar nuestros corazones? ¿Es lo único que debemos a este Padre tan bueno que es Dios? En modo alguno, sino que Cristo nos pide, además, amor, mas un amor pleno, perfecto, sin restricción ni reserva. ¿Qué respondió, en efecto, Jesús, al preguntarle cuál era el mayor de los mandamientos? «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con todo tu espíritu, con toda tu alma y todas tus fuerzas» 68 Amarás: se trata de un amor de complacencia a este Señor de tanta majestad, a este Dios de infinita perfección; se trata de un amor de benevolencia que procura la gloria del mismo que es su objeto, de un amor recíproco a un Dios que ha sido el primero en amamos» 69

Dios desea, pues, que nuestras relaciones con Él estén impregnadas de filial reverencia, a la vez que de profundo amor. Sin la reverencia, correría riesgo de degenerar el amor en descuido incalificable y sumamente peligroso, y sin el amor que nos empuja hacia Dios, viviría el alma en el error y haciendo a la vez injuria al don divino. Y en defensa de estos dos sentimientos que en nosotros parecen contradictorios, comunícanos Dios el Espíritu de su Hijo Jesús, quien con sus dones de temor y de piedad armoniza en nosotros, eh las proporciones que se requieren, la adoración más íntima y el amor más tierno: “Porque sois hijos, envió Dios el espíritu de su Hijo a vuestros corazones» 70. Este mismo Espíritu es el que, según nos lo enseña Jesucristo, ha de regular toda nuestra vida: es el Espíritu de adopción de la Nueva Alianza, y opuesto, según San Pablo, «al espíritu totalmente esclavo» de la Antigua Ley.

Ahora acaso me interroguéis, ¿de dónde proviene esta diferencia? De que una vez verificada la Encarnación, mira Dios a la humanidad en la persona de su Hijo Jesús y por Él envuelve a toda la humanidad en la misma mirada de complacencia que dirige a Jesús, nuestro hermano mayor; por eso quiere también que como Él, por Él y con Él vivamos «cual hijos carísimos » 71

Me diréis también: Y ¿cómo hemos de amar a un Dios a quien no vemos? Es cierto que «la luz divina en este mundo es inaccesible,>, pero Dios se reveló a nosotros por medio de su Hijo Jesucristo El Verbo Encarnado es la revelación auténtica de Dios y de sus perfecciones, y el amor que nos demuestra Jesucristo no es más que la manifestación del amor que Dios nos tiene.

En efecto, el amor de Dios es en sí mismo incomprensible; nos supera totalmente, no alcanza el espíritu del hombre a comprender lo que es Dios, como quiera que en Él no son las perfecciones distintas de su naturaleza, por lo cual el amor de Dios es Dios mismo

¿Cómo nos formaremos, pues, una idea cabal del amor de Dios? Mirando a Dios que se nos manifiesta bajo una forma tangible. Mas ¿qué forma es ésa? La Humanidad de Jesús, el cual, siendo también Dios, se revela a nosotros. La contemplación de su sacratísima Humanidad es el camino más seguro para llegar al verdadero conocimiento de Dios. «Quien ve a Jesús, ve al Padre» 76, porque el Verbo y el Padre son una misma cosa» , y el amor que el Verbo Encarnado nos manifiesta revela el amor que el Padre nos tiene.

Una vez establecido este orden, ya no varía. El cristianismo es el amor de Dios manifestado al mundo por Cristo, y toda nuestra religión ha de reducirse a contemplar este amor en Cristo y responder al amor de Cristo para llegarnos hasta Dios.
Tal es el plan divino y lo que Dios quiere de nosotros. Si no nos amoldamos a él, no tendremos ni luz, ni verdad, ni seguridad, ni salvación.

Pues bien, la disposición respecto a ese plan que Dios nos exige es la de hijos adoptivos y seres sacados de la nada, que se postran ante un «Padre de inconmensurable majestad», sobrecogidos de profunda humildad reverencia. Pero a estas relaciones fundamentales que nacen de nuestra condición de criaturas, hay que añadir otras que no las destruyen, antes bien completan su obra, y son relaciones infinitamente más elevadas, más amplias y más íntimas derivadas de nuestra adopción divina y todas ellas tienen por objeto servir a Dios por amor.

Esta última disposición, que responde a la realidad de nuestra adopción celestial, es la que fomenta de un modo especial la devoción al corazón de Jesús. Al hacernos contemplar el amor humano que Cristo nos tiene, introdúcenos en el secreto del amor divino, e inclinando nuestras almas a reconocerle por una vida cuyos resortes Son el amor, mantiene en nosotros aquellos sentimientos de piedad que todos debemos tener siempre para con el Padre.

Al recibir a Nuestro Señor en la sagrada Comunión, hospedamos en nosotros a aquel Corazón divino, hoguera de amor. Pidámosle muy de veras nos haga Él mismo comprender este amor, porque un rayo que nos venga de arriba es harto más eficaz que todos los discursos humanos; pidámosle que nos haga amar a su divina Persona. «Porque si una vez, dice Santa Teresa, nos hace el Señor merced que se nos imprima en el corazón este amor, sernos ha todo fácil y obraremos muy en breve y muy sin trabajo».

Si arde en nuestro corazón una chispita siquiera do amor por la persona de Jesucristo, ya se traslucirá en nuestra vida. Aunque encontremos dificultades y estemos sometidos a grandes pruebas y suframos violentísimas tentaciones, si amarnos a Jesucristo, esas dificultades, esas pruebas y tentaciones nos encontrarán impertérritos: «Las muchas aguas (tribulaciones) no pudieron apagar la caridad» »». Cuando «el amor de Cristo nos urge e impele, ya no deseamos vivir para nosotros, sino para Aquel que nos amó y se entregó por nosotros”. 79. viida de Santa Teresa escrita por ella misma, t. 1, pág. 728 del cap. XXII, edic. de los Padres Efrén y Otilio, O. C. D. La BAC, Madrid, 2952. «Empieza por amar a la persona; el amor a la persona te hará amar la doctrina y el amor a la doctrina te llevará suavemente y a la vez con decisión a la práctica. No descuides conocer a Jesucristo y meditar sus misterios; eso te despertará su amor y luego vendrá el deseo de agradarle y ese deseo dará frutos de obra» buenas.»

 

Visto 136 veces