XII. — EN LA. CUMBRE DEL TABOR (II Domingo de Cuaresma)

XII. — EN LA. CUMBRE DEL TABOR

(II Domingo de Cuaresma)

 

La vida de Jesucristo en la tierra tiene tal importancia, hasta en sus mismos detalles, que nunca podremos agotar toda su profundidad; una sola palabra del Verbo Encarnado, de Aquel que vive siempre en el seno del Padre es una revelación tan grande que podría bastar, cual fuente siempre viva de aguas saludables, para fecundar toda una vida espiritual.

Una palabra suya, como vemos en la vida de muchos santos, fue suficiente muchas veces para convertir totalmente las almas a Dios. Sus palabras vienen del cielo, y por eso tienen tanta virtud.
Otro tanto se puede decir de sus acciones, pues hasta las más pequeñas son para nosotros modelo, luz y fuente de gracias.

Son muchos los aspectos de su vida pública en que podemos descubrir lo que hay de inefablemente divino e indeciblemente humano en este período de tres años. Hay, sin embargo, una página, única en su género, que encierra un misterio tan hondo, y al propio tiempo tan fecundo para nuestras almas, que merece ser meditado exclusivamente: es el misterio de la Transfiguración ».

Todos sabemos que todo lo referente a Cristo se apoya y se fundamenta en su divinidad, que es a la vez base y fundamento, centro y coronamiento de toda nuestra vida espiritual. Pues bien, la Transfiguración es uno de esos episodios en que, a los ojos humanos, más resplandecen los esplendores de esta divinidad.
Contemplémosle con fe, pero también con amor; cuanto más viva sea nuestra fe, más grande será también el amor con que nos acerquemos a Jesucristo en este misterio, más ancha y más profunda también nuestra capacidad para quedar llenos interiormente de su luz e inundados por su gracia.

¡Oh Jesús, Verbo eterno, Maestro divino, que eres el esplendor de la gloria del Padre y figura de su sustancia! Tú mismo lo has dicho: « Si alguien me ama, me manifestará a él. » Haz, pues, que te amemos con tal fervor que podamos recibir de Ti una vista más clara de tu divinidad, pues ahí está el secreto de nuestra vida y de la vida eterna, como Tú nos dijiste: “la eterna es que te conozcan a Ti único Dios verdadero y a tu enviado Jesucristo”, enviado al mundo para ser nuestro Rey y Pontífice único de nuestra salvación. ¡Alumbra los ojos de nuestras almas con un rayo de esos resplandores divinos que brillaron en el Tabor para que se afiancen y aumenten nuestra fe en tu divinidad, nuestra esperanza en tus méritos y nuestro amor a tu adorable persona.

 
1. EL RELATO EVANGÉLICO DE LA TRANSFIGURACIÓN

 

Vamos a leer atentamente el relato que traen los Evangelios, para meditar luego y ahondar en comprensión y sentido. Corría el último año de la vida pública de Jesucristo. Hasta entonces habían sido muy raras las alusiones a su futura Pasión, pero, dice San Mateo, que «Jesucristo desde entonces comenzó a manifestar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén para sufrir mucho de parte de los ancianos, de los príncipes de los sacerdotes y de los escribas, y ser muerto, y al tercer día resucitar”. Y añadió: «En verdad os digo que hay algunos entre los presentes que nogustarán la muerte antes de haber visto al Hijo del hombre venir a su reino».

Unos días después de esta predicción, Jesús toma consigo a sus tres apóstoles preferidos: Pedro, a quien días antes había prometido fundar sobre él su Iglesia; a Santiago, que iba a ser el primer mártir del Colegio apostólico, y Juan, el discípulo amado. Jesucristo les había escogido ya antes para testigos de la resurrección de la hija de Jairo, ahora les lleva a un monte elevado para presenciar la manifestación más estupenda de su divinidad.

La tradición señala el monte Tabor como sitio donde tuvo lugar la escena. Está situado este «monte elevado» a varias leguas al este de Nazaret, aislado, a unos seiscientos metros de altura y alfombrado de exuberante vegetación; desde su cima se extiende la vista en todas las direcciones.

Y allá se dirige Jesucristo con sus discípulos, a esa cumbre » “apartada” del bullicio del mundo. Y como era su costumbre, se pone en oración. San Lucas apunta este detalle: «Mientras oraba, el aspecto de su rostro se transformó. Su rostro resplandece como el sol, sus vestidos se tornan blancos como la nieve”, y queda envuelto en una atmósfera divina.

Al comenzar su oración Jesucristo, los apóstoles se habían dejado ya vencer por el sueño, pero el resplandor de la luz les despierta y le ven hermoso y radiante, y a su lado, Moisés y Elías  conversando con Él. Pedro, lleno de gozo al ver la gloria de su Maestro, fuera de sí, «sin saber lo que se decía”, exclama: Maestro, «qué bien se está aquí» . ¡Oh Señor, qué bien se está contigo!; cesen las luchas con los fariseos, las fatigas, correrías y viajes; basta de humillaciones y asechanzas; «quedemos aquí, y hagamos tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías».

Los Apóstoles se creyeron ya en el cielo pues era tanta y  tan resplandeciente la gloria de Jesucristo y tanto saciaba también su corazón su sola vista que se taparon los ojos.
Y estando hablando Pedro, una nube luminosa les cubrió y de ella salió una voz que dice: «Éste es mi Hijo muy amado, en quien tengo todas mis complacencias, escuchadle”. Y al instante, los tres apóstoles, sobrecogidos de espanto y respeto, se postraron ante Dios y lo adoraron”.

Pero Jesús les tocó al momento y les dijo: “Levantaos y no temáis”. Ellos ”levantando los ojos al cielo, no vieron a nadie más que a Jesús. Y le vieron como le habían visto momentos antes, al subir junto al monte; vieron al Jesús que estaban acostumbrados a ver, al Jesús hijo del artesano de Nazaret, al Jesús que poco después iba a morir en una cruz.

 

 

2. Lo QUE SIGNIFICA ESTE MISTERIO PARA LOS APÓSTOLES
QUE LO PRESENCIARON: JESUCRISTO, AL MANIFESTARLES
AHORA SU DIVINIDAD, QUIERE PREVENIRLES AHORA CONTRA
EL «ESCÁNDALO» DE SU PASIÓN

 

He aquí el misterio tal como nos le describe el santo Evangelio. Veamos ahora su sentido oculto. En la vida de Jesús, Verbo Encarnado, todo ciertamente tiene un alto significado. Jesucristo es el gran sacramento de la Nueva Ley. Porque todo sacramento es un signo sensible de una gracia interior e invisible; por consiguiente podemos decir que Jesucristo es el gran sacramento de todas las gracias que Dios concedió al género humano. Como nos dice el apóstol San Juan, «Jesucristo apareció en medio de nosotros como Hijo único de Dios, lleno de gracia y  verdad»; y añade a renglón seguido: «y todos hemos de recibir de su plenitud». Jesucristo realizó y nos comunica en todos sus misterios estas gracias como Hombre Dios, ya que como tal nos las mereció, y porque el Padre Eterno le constituyó único pontífice y supremo mediador de los hombres y del mundo.

Los misterios del Señor, como ya sabemos, deben servirnos de tema de meditación, de admiración y de culto; deben ser, además, para nosotros, como unos sacramentos que produzcan en el alma, según el grado de nuestra fe y de nuestro amor, la gracia vinculada a cada uno de ellos. Y esto podemos decirlo de cada uno de los estados de Jesús, do todas las obras del Señor. Porque, si Jesucristo es siempre el Hijo de Dios, si ante todo da gloria a su Padre en cuanto dice y hace, es cierto también que jamás aparta de nosotros su pensamiento; a todos sus misterios asigna una gracia que ha de ayudarnos a comunicárnosla y a vivirla en nosotros y así salvarnos haciéndonos semejantes a Él.

Aquí echamos de ver por qué Jesucristo quiere que conozcamos sus misterios, que ahondemos en ellos, que los meditemos para poderlo comprender y vivirlos. Esto es precisamente lo que nos dice el gran San León al hablar de la Transfiguración: «El relato evangélico que acabamos de oir con los oídos corporales, y que ha cautivado la atención de nuestro espíritu, nos convida a indagar el significado de este gran misterio”. Gracia inestimable es la de poder penetrar en el sentido que tienen los misterios de Jesucristo y en los cuales «se encierra la
vida eterna… esta es la vida eterna, que te conozcan a ti único Dios verdadero y a tu enviado, Jesucristo”.  Y nuestro Señor Jesucristo decía a sus discípulos que esta gracia de espiritual inteligencia sólo era concedida a los que viven unidos a Él: «A vosotros os ha sido
dado el conocer el misterio oculto por los siglos del reino de Dios; a los demás, sólo en parábolas».

Es tan importante para nuestras almas esta gracia, que la Iglesia, guiada en esto por el Espíritu Santo, la pide de modo especial en la poscomunión de la fiesta: «Escucha nuestras súplicas, Dios Omnipotente, y otórganos que, una vez purificadas nuestras almas, tengamos una inteligencia fecunda de los santos misterios de la Transfiguración de tu Hijo que acabamos de celebrar con solemne oficio... ».

Veamos, pues, el significado de este misterio, y primeramente para los apóstoles, ya que tuvo lugar en presencia de tres de ellos.
¿Por qué se transfiguró Jesucristo ante ellos? San León nos lo dice también claramente: “El fin principal de esta Transfiguración era alejar del corazón de los discípulos el escándalo de la Cruz y fortalecer su fe frente a las humillaciones de la Pasión libremente aceptada, una vez conocida la excelencia de su naturaleza divina oculta bajo el velo de su humanidad».

Imposible para los apóstoles el creer que Jesucristo pudiese sufrir, ya que vivían en íntimo trato con el divino Maestro y además estaban imbuidos de los prejuicios de su raza respecto a los destinos de un Mesías glorioso.

Ved, por ejemplo, a San Pedro, príncipe del colegio apostólico. Hacía poco que había proclamado ante todos y en nombre de todos la divinidad de Jesucristo: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» . El amor que profesaba a nuestro Señor y los ideales todavía terrestres que conservaba de su reino le hacían rechazar la idea de la muerte de su Maestro. Además, al hablar Jesucristo, de un modo claro, a sus discípulos días antes de su Transfiguración de su cercana Pasión, Pedro se impresionó y tomando aparte a Jesús exclama resueltamente: « Lejos de ti tal cosa, Señor”. Pero Jesús reprende al momento a su apóstol: «Retírate de mí, Satanás, porque tú piensas como los hombres, no como Dios”.

Había previsto, pues, el Señor, que sus apóstoles no se conformarían con sus humillaciones, y que su Cruz sería para ellos ocasión de caída. Si escogió con preferencia a estos tres apóstoles para que presenciaran su Transfiguración, obedecía también a que dentro de poco habían de ser testigos de su flaqueza, de sus congojas y de su inmensa tristeza al sufrir su agonía en el huerto de los Olivos. Quiere pertrecharles contra el escándalo que sufriría su fe al verle tan humillado, quiere afianzados en su fe por medio de su Transfiguración. Y ¿cómo? En primer lugar, por el misterio en sí mismo.

Jesucristo durante su vida mortal, «se hizo semejante a los nosotros, los hombres, menos en el peccado», dice San Pablo, y lo hizo tan perfectamente, que muchos de los que le ven le toman por un hombre como los demás; hasta aquellos a los que el escritor sagrado, conforme al uso de su tiempo, llama frates Domini,  hermanos del Señor, es decir, primos y parientes cercanos, al oír su doctrina tan extraordinaria le consideran que está fuera de sí; los que le conocieron en Nazaret, en el taller de José, se hacen cruces y se preguntan de ¿dónde le viene a este esta sabiduría? « ¿No es éste el hijo del carpintero?».

No cabe duda que en Jesucristo había una virtud divina totalmente interior que se manifestaba por medio de acciones prodigiosas; «salía de Él una virtud que sanaba a todos »; era como un perfume de la divinidad que se desprendía de Él y atraía a las muchedumbres; leemos en el Evangelio que a veces los judíos, aunque groseros y carnales, se quedaban tres días sin comer para poder seguirle y oirle.

Y la divinidad, sin embargo, estaba en Él exteriormente oculta y velada por una carne flaca y mortal como la de todos; Jesús se hallaba sometido a las condiciones diversas y ordinarias de la vida humana, débil y pasible : sujeto al hambre y a la sed, al cansancio y al sueño, a la lucha y al camino. Tal era el Cristo de todos los días, tal el modesto vivir del cual fueron testigos diariamente los apóstoles.

Pero ahora le ven transfigurado en el monte; los efluvios de la divinidad todopoderosa atraviesan los velos de su santa humanidad; el rostro de Jesucristo brilla como el sol; «Sus vestidos se volvieron resplandecientes, blancos, dice San Marcos, como no los puede blanquear lavandera alguna sobre la tierra». Los apóstoles comprenden por esta maravilla que aquel Jesús es verdadero Dios; la majestad de la divinidad les inunda, la gloria eterna de su Maestro se les revela en toda su integridad.
Y observad también que Moisés y Elías aparecen al lado de Jesús, conversando con Él y adorándole.

Ya lo sabéis; para los apóstoles, lo mismo que para los judíos fieles, Moisés y los profetas resumían todo; Moisés era su legislador, los profetas representados en estos personajes vienen a atestiguar que Cristo es ciertamente el Mesías anunciado y figurado. La presencia de Moisés y de Elías es una prueba ante Pedro y sus compañeros de que Jesucristo respeta la ley y anda de acuerdo con los profetas; no se puede dudar de que es el Enviado de Dios, El que tenía que venir. Finalmente, como digno remate de todos estos testimonios y para acabar de manifestar de modo evidente la divinidad de Jesucristo, se deja oír la voz del Padre Eterno. Dios Padre proclama que Jesucristo es su Hijo, y Dios como Él. De esta manera contribuye todo a consolidar la fe de los apóstoles en Aquel que Pedro reconoció como Enviado e Hijo de Dios vivo.

 

 


3.TRIPLE GRACIA QUE ESTE MISTERIO CONTIENE PARA NOSOTROS: FORTECE NUESTRA FE, SEÑALA DE MANERA ESPECIAL NUESTRA ADOPCIÓN SOBRENATURALNOS HACE DIGNOS DE TENER PARTE UN DÍA EN LA GRACIA ETERNA DE JESUCRISTO

 

Los discípulos de Jesús tal vez no calaron entonces toda la grandeza de esta escena ni toda la profundidad del misterio a que asistían por un privilegio. Les bastaba estar alerta contra el escándalo de la cruz; por eso Jesucristo les ordenó lo siguiente:«No deis a conocer a nadie esta visión”. Mástarde, resucitado ya Cristo, y confirmados en su dignidad apostólica por el Espíritu Santo el día de Pentecostés, Pedro les descubrió los esplendores que habían contemplado en el Tabor.

Pedro, cabeza de la Iglesia, el que recibió del Verbo Encarnado la misión «de confirmar a sus hermanos en la fe»  anuncia que «la majestad de Jesucristo le ha sido revelada, que Jesucristo recibió
de Dios Padre el honor y la gloria en el monte santo». Pedro, supremo Pastor, basándose en esta visión, exhorta a sus fieles y a nosotros en ellos a no vacilar en su fe.

Porque hay que tener en cuenta que la Transfiguración se obró también para nosotros. Los discípulos elegidos para ser testigos, dice San León, representan a toda la Iglesia y el Padre se dirige a ella lo mismo que a los apóstoles al proclamar la divinidad de su Hijo Jesucristo y al mandar escucharle. «Todo esto, carísimos, no se dijo sólo para utilidad de los que lo oyeron directamente, sino que en aquellos tres apóstoles aprendió toda la Iglesia cuanto vieron con su vista y percibieron por su oído».

La Iglesia ha resumido perfectamente en la oración de la fiesta las enseñanzas preciosas de, este misterio. Para nosotros, lo mismo que para los apóstoles, la Transfiguración «confirma nuestra fe»: Con el testimonio de los Padres has vigorizado el misterio de nuestra fe; además, en ella está significada de modo admirable nuestra adopción perfecta de hijos, conforme a aquella voz que bajó de la nube clara; y finalmente, la Iglesia pide que seamos un día coherederos del Rey de la gloria y tengamos parte en. su misma gloria triunfal.

La Transfiguración confirma nuestra fe.

Porque la fe, efectivamente, no es más que la participación misteriosa en el conocimiento que Dios tiene de sí mismo. Dios se conoce como Padre, Hijo y Espíritu Santo. El Padre, al conocerse, engendra desde toda la eternidad un Hijo semejante, igual a Él. Éste es mi Hijo amado en el que me complazco. Estas palabras encierran la revelación más grande que Dios ha hecho al mundo y son como el eco mismo de la vida del Padre.

El Padre, como tal, vive engendrando a su Hijo; esta generación, que no conoce ni principio ni fin, constituye propiedad exclusiva del Padre. En la eternidad, veremos con gran asombro y amor esta procesión del Hijo engendrado en el seno del Padre. Es una generación eterna: Tú eres mi Hijo, hoy te engendré.  Este «hoy»  es el hoy perenne de la eternidad.

Al decirnos que Jesucristo es su Hijo muy amado, el Padre nos revela su misma vida; y al creer en esta revelación participamos del conocimientode Dios mismo. El Padre conoce al Hijo en los esplendores sin fin; y nosotros, nosotros sólo en las sombras de la fe, mientras llegan las claridades de la eternidad.

El Padre declara que el niño de Belén, el adolescente de Nazaret, el predicador de la Judea y el ajusticiad0 del Calvario es Hijo suyo, su Hijo muy amado; nuestra fe consiste en creerlo.
Aprovecha mucho en la vida espiritual tener siempre ante los ojos, por decirlo así, este testimonio del Padre. Nuestra fe no encuentra mayor sostén, prueba y apoyo. Al leer el Evangelio o una Vidade Nuestro Señor Jesucristo, al celebrar sus misterios, al hacer una visita al Santísimo Sacramento, al prepararnos para recibirle en nuestro corazón por medio de la sagrada comunión o en nuestros ratos de adoración; cuandole hemos recibido y lo tenemos dentro de nosotros, muchas veces y a lo largo de toda nuestra vida, procuremos tener siempre muy presente estas palabras: «Éste es mi hijo muy amado, en quien tengo mis complacencias».

Y entonces debemos decir: «Padre mío, sí, lo creo, y quiero repetirlo contigo. Este Jesús que vive en mi por la fe, por la comunión es tu Hijo, y lo creo porque Tú lo has dicho, y porque lo creo, adoro a tu Hijo y le tributo mis homenajes; y por Él y en Él, te doy a Ti también, oh Padre celestial, todo honor y toda gloria, juntamente con tu Santo Espíritu.»

Una oración así es sumamente agradable a nuestro Padre celestial y si es sincera, pura y frecuente, nos convierte en el blanco del amor del Padre, y Dios nos envuelve en las complacencias quetiene con su mismo Hijo Jesucristo. Nos lo tiene dicho nuestro Señor Jesucristo mismo: «El Padre os ama, porque habéis creído que Yo he salido de El y soyHijo suyo. ¡Yqué dicha para un alma ser objeto del amor del Padre, de este Padre “de quien desciende  todo don perfecto» y que regocija los corazones.

Pero, además, es muy grata a Jesucristo pues desea ardientemente que anunciemos su divinidad, que nuestra fe en ella sea viva,firme y profunda y que no conozca la menor vacilación: «Bienaventurado el que no se escandalizare de mí»; el que siga inquebrantable creyendo en Mí y no se avergüence de Mí, a pesar de las humillaciones de mi Encarnación, de los ignorados trabajos de mi vida oculta, de los abatimientos de mi Pasión, de los ataques y de las blasfemias de que soy blanco continuamente, de las luchas que tienen que sostener en el mundo mis discípulos y mi Iglesia.

Recordad la conducta de los apóstoles en la Pasión de Jesucristo: su fe se sintió cobarde y huyeron. Sólo Juan siguió a su divino Maestro hasta el Calvario. Y sabernos que después de la resurrección, al ir por encargo de Cristo la Magdalena y las otras santas mujeres a comunicarles que ellas le habían visto resucitado, no las creyeron; dijeron que eran historias de mujeres y de cuentistas.

Tened presente también a los dos discípulos de Emaús; tiene que juntarse a ellos nuestro Señor, y, descubriéndoles el sentido de la Escritura, mostrarles «que era necesario que todo lo que de Él se escribió en la Ley de Moisés y en los profetas y en los salmos se cumpliese» antes de entrar Cristo en su gloria. Creamos, pues, firmemente en la divinidad de Jesucristo; jamás consintamos que se mengüe esta fe, y para sostenerla recordémonos del testimonio del Padre Eterno en la Transfiguración: en él encontrará nuestra fe uno de sus mejores apoyos.

La oración de la fiesta nos dice también «que nuestra adopción como hijos de Dios fue admirablemente indicada por la voz divina que salió de la nube luminosa». El Padre Eterno nos hace saber que Jesucristo es su Hijo; pero es también, como sabéis, «el primogénito entre muchos hermanos».

Al tomar nuestra naturaleza humana nos hace partícipes de su filiación divina por medio de la gracia. Si Jesucristo es el Hijo propio de Dios por naturaleza, nosotros lo somos por gracia. Por su Encarnación Jesucristo es uno de los nuestros; nos hace semejantes a Él al conferirnos una participación en su divinidad, de suerte que formamos Con Élun solo Cuerpo místico. En eso consiste laadopción divina: «Que seamos llamados hijo de Dios y lo seamos».

Al anunciar que Jesucristo es su Hijo, el Padre nos quiere decir también que los que participan de su divinidad por la graciason igualmente  sus hijos, aunque a título distinto. Por Jesucristo Verbo Encamado, se nos concede esta adopción «Nos engendra por la palabra de la verdad» ». Yal adoptarnos por hijos suyos, el Padre nos da el derecho de tener parte un día en su vida divina y gloriosa. Y éstaes la «adopción perfecta».

Es perfecta de parte de Dios «porque todas sus obras llevan el sello de una sabiduría infinita». Y, en efecto, pensad de qué riquezas colma Dios a sus hijosadoptados en el Hijo al comunicarles este don incomparable, la gracia santificante, las virtudes infusas, los dones del Espíritu Santo, los auxilios que nos concede cada día y todo ese cúmulo de bienes que constituye para nosotros en esta vida el orden sobrenatural.

Y para asegurarnos todas estas riquezas, tenemos la Encarnación de su Hijo, los méritos infinitos de Cristo que se nos aplican en los sacramentos la Iglesiacon todos los privilegios inherentes a su título de Esposa de Jesucristo, porque de parte de Dios, ciertamente, esta adopción es perfecta.

Pero de parte nuestra, mientras vivimos en este mundo, también puede serlo desde el día en que se nos confirió por medio del bautismo y sigue desarrollándose más y más por los sacramentos y las buenas obras; es como un germen que tiene que crecer, un Principio destinado a perfeccionarse una aurora que ha de llegar a pleno día.

Obtendremos la perfección sipersevera mos constantemente fieles, y entonces nuestra adopción alcanzará su desarrollo total, convertida en gloria. « Si Somos hijos, también herederos de Dios y coherederos de Cristo» ».

Por eso la iglesia termina la oración de la fiesta pidiendo para nosotros la gracia de llegar a la perfecta adopción que sólo tendrá su realización cornpleta en el cielo: «Haz propicia, que seamos coherederos del mismo Rey de la gloria y partícipes de su misma gloria. »

Así, pues, vemos en la Transfiguración, revelada ya de antemano nuestra futura grandeza, esa gloria que rodea a Cristo y que será un día la nuestra. ¿Por qué? Porque la herencia que posee como Hijo propio de Dios nos la da como a miembros suyos con derecho a tener parte en ella.

Así piensa también San León, al decir: «La esperanza de la santa Iglesia se fundaba por medio de este misterio de la Transfiguración en una gran providencia; todo el cuerpo místico de Cristo (es decir, las almas que forman su cuerpo místico) desde ahora puede reconocer la transformación que les será concedida, y los miembros pueden estar seguros de que un día tendrán parte en la gloria que ha resplandecido en su Jefe».

Por la gracia «somos hijos de Dios desde este mundo, aunque no se ha manifestado aún todo lo que seremos»; habrá llegado este día en el que «los justos, según la palabra de Jesucristo mismo, brillarán como el sol en el reino de su Padre». Sus cuerpos serán gloriosos como el cuerpo de Cristo en el Tabor, y la misma gloria que vemos brillar en la Humanidad del Verbo Encarnado transfigurará nuestros cuerpos, como lo dice expresamente San Pablo: “Reformará el cuerpo de nuestra vileza, conforme a su cuerpo glorioso».

No es de creer que Jesucristo tuviera en la montaña santa todo el esplendor de que ahora goza en el cielo su Humanidad; apenas descorrió un poco el velo de su gloria, pero bastó eso para deslumbrar a sus discípulos.

¿De dónde procedía, pues, aquella irradiación tan admirable? De la divinidad. Era como un infiltrarse de la divinidad en la santa humanidad, un resplandor del foco de vida eterna que de ordinario se ocultaba en Cristo, y en este momento resplandecía en su sagrado cuerpo con un fulgor maravilloso. No era, luz recibida de prestado ni procedente de fuera, sino un reflejo de la infinita inconmensurable majestad que Jesucristo contenía y como aprisionaba en Sí mismo, para que no saliese al exterior.

Por nuestro amor, a lo largo de su existencia terrena, Jesucristo ocultaba de modo habitual y a través de una vida mortal la vida divina, no le permitía desbordarse en continuo chorro de luz para no cegar nuestros pobres ojos; pero en la Transfiguración el Verbo, dejando en libertad a la gloria eterna, le permitió proyectar sus resplandores en la Humanidad que un día tomó.

Esto nos enseña que nuestra santidad se reduce a semejarnos a Jesucristo; una santidad cuya fuente primera está fuera de nosotros, y es la derivación en nuestras almas de la vida divina.
Esta santidad comenzó «a lucir en nosotros» » por la gracia de Cristo desde el bautismo que inaugura nuestra transformación a imagen de Jesucristo Y, en efecto, la santidad en este mundo, no es más que una transfiguración interior modelada conforme a la imagen de Cristo: « Nos predestinó Dios a ser conformes con la imagen de su Rijo» .

Dicha imagen, si somos fieles a la acción del Espíritu Santo, crece poco a poco, se desenvuelve, se perfecciona, hasta que lleguemos a la luz eterna. Entonces aparecerá la transfigjraj a la vista de los ángeles y de los escogidos y será como la ratificación suprema de la «adopción perfecta», que hará brotar en nosotros una fuente inagotable de gozo.

 

 

 
4.MEDIO DE LLEGAR AL ESTADO GLORIOSO FIGURADO POR LA TRANSFIGURACIÓN: ESCUCHARA JESUCAARISTO EL HIJO
PREDILECTO DEL PADRE. «IPSUM AUDITE»

 

Tal es el estado glorioso que nos espera, porque ése es también el estado glorioso de nuestra cabeza suprema, Cristo Jesús, de quien somos miembros; estado admirable que la Transfiguración del Tabor nos permite entrever y propone también a nuestra fe como un objeto de esperanza.

Y ¿qué hemos de hacer, me diréis, para llegar a ese estado? ¿Qué camino hemos de seguir para alcanzar esta gloria bienaventurada de la cual contemplamos un destello en la Transfiguración de nuestro divino Salvador? No hay más que un camino, y quien nos le puede enseñar es el Padre. El Padre que nos adopta, que nos llama a la herencia celestial para tomar parte en su felicidad, para participar un día sin fin en la plenitud de su vida, el Padre mismo nos señala el camino, nos le indica en este mismo misterio: «Éste es mi Hijo muy amado, en quien he puesto mis complacencias.»

Cierto que ya oímos estas palabras en el bautismo de Jesucristo; pero en la Transfiguración, el Padre añade una nueva palabra que encierra todo el secreto de nuestra vida: Escuchadle. Es como si para hacernos llegar hasta Él, Dios recurriese a Jesucristo. Así es, en efecto, la economía de los planes divinos.

Jesucristo, el Verbo Encarnado, que por ser el Hijo de Dios vive siempre en el seno del Padre, nos da a conocer los secretos divinos: Él mismo nos los ha dado a conocer ». Él es la luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo; donde brilla esa luz no hay tinieblas; oírla, es lo mismo que oír al Padre que nos llama, porque la doctrina de Jesucristo no es doctrina suya, sino la del Padre que le envió: «todo lo que oí de mi Padre os lo he dado a conocer» «. Él es el único camino, «nadie va al Padre sino por Mí» ». « Muchas veces y de muchas maneras habló en otro tiempo a nuestros padres por ministerio de los profetas; últimamente, en estos días, nos habló por su Hijo».

Y mirad cómo para dárnoslo a entender mejor Moisés y Elías desaparecen al oírse la voz del Padre que nos manda escuchar a su Hijo: «Y mientras sonaba la voz (del Padre), Jesús estaba solo». En lo sucesivo, Él es el único Mediador, el único que cumple las profecías y resume la Ley. Él sustituye las figuras y las predicciones por las realidades; Él reemplaza la Ley Antigua, ley de servidumbre, por la Ley Nueva, ley de adopción y de amor. Para ser del Padre Eterno, para llegar a la adopción perfecta y gloriosa sólo necesitamos escuchar a Jesús: «Mis ovejas oyen mi voz».

Y ¿cuándo nos habla? Nos habla en el Evangelio; nos habla por la voz de la Iglesia, de los pastores, por la de los acontecimientos y pruebas, por las inspiraciones del Espíritu Santo. Pero para oírle bien es necesario el silencio; muchas veces hay que retirarse a un lugar solitario, como Jesucristo en su Transfiguración.

A Jesucristo se le encuentra en todas partes, es cierto, aun en la barahunda de las grandes ciudades, pero sólo se le oye bien en una alma serena y silenciosa y únicamente se le comprende en la oración» en esos momentos sobre todo se revela al alma para atraerla hacia Sí y transfigurarla en Él.

En los ratos de oración, pensemos que el Padre nos muestra a su Hijo: Éste es mi Hijo amadísimo. Adorémosle, entonces, con una reverencia profunda, con viva fe y amor ardiente. Y entonces le escucharemos también: «Señor, ¿a quién oiremos? Tú tienes palabras de vida eterna».

Escuchémosle por la fe, aceptando todo cuanto nos diga: «Sí, Dios mío, lo creo, porque Tú lo dices; estás de continuo en el seno del Padre» y ves los secretos divinos en el resplandor de la luz eterna; creemos lo que nos revelas. Para nosotros la fe es aquella lámpara de que habla el apóstol, testigo de tu Transfiguración, «lámpara que luce en lugar tenebroso».

Vamos camino de esta luz rodeada de tinieblas, y a pesar de esta oscuridad debemos andar con paso firme. Escuchar a Jesucristo quiere decir algo más que prestar atención con los oídos materiales, pues el corazón también tiene su oído: es necesario que nuestra fe sea práctica, que se traduzca en obras dignas de un verdadero discípulo de Jesucristo y conformes al espíritu de su Evangelio, lo que San Pablo llama “agradar a Dios » , término que emplea la Iglesia » al pedir a Dios que nos hagamos hijos dignos de nuestro Padre celestial, no obstante las tentaciones, las pruebas y sufrimientos que nos puedan sobrevenir.

No demos oídos a la voz del demonio, porque sus sugestiones son las de un príncipe de las tinieblas; no nos dejemos arrastrar por los prejuicios del mundo, porque sus máximas son falaces; ni nos seduzcan los halagos de los sentidos, ya que satisfacerlos sólo traen al alma desasosiego e inquietud.

Únicamente a Jesucristo debemos escuchar y seguir. Entreguémonos a Él por la fe, la confianza, el amor, la humildad, la obediencia, el abandono total en sus manos. Si nuestra alma se cierra a los ruidos del mundo, al tumulto de las pasiones y de los sentidos, poco a poco se irá adueñando de ella el Verbo Encarnado, y entonces nos hará comprender que los verdaderos goces, las alegrías más hondas son las que se sienten en el servicio de Dios. El alma que, a ejemplo de los apóstoles privilegiados, tiene la dicha de trabar amistad con el divino Maestro, experimentará más de una vez la necesidad de exclamar con San Pedro en tiempos de soledad y oración: « Señor, bien se está aquí ».

No siempre, es verdad, nos conduce el Señor al Tabor, «donde luce claro sol»; tampoco nos concede a todas horas consuelos sensibles; si nos los da, no debemos rechazarlos, pues de Él vienen; al contrario, tenemos que recibirlos con humildad, sin buscarlos por lo que en sí son ni apegamos a ellos.

San León advierte que Nuestro Señor Jesucristo no respondió a Pedro al proponerle éste levantar unas tiendas para quedarse en aquel lugar de tanta dicha; y dice que la petición no era condenable, sino que el momento no había llegado. Mientras dura nuestro peregrinar por este mundo, lo más corriente es que Jesucristo nos lleve al Calvario, es decir, a través de las contradicciones, las pruebas, las tentaciones».

Mirad, ¿de qué hablaba en el monte nuestro Señor con Moisés y Elías? ¿De sus prerrogativas divinas, de la gloria que tenía embelesados a sus discípulos?  no; su conversación versaba sobre su Pasión ya vecina, del exceso de sus padecimientos que causaban a Moisés y a Elías tanta extrañeza cuanta la inmensidad de su amor les deslumbraba.

Por la cruz nos lleva Jesucristo a la vida, y porque sabe que somos flacos en los trabajos, quiso mostrarnos en su Transfiguración el grado de gloria a que estamos destinados con Él, si permaneciéremos fieles: “Coherederos con Cristo, si permanecemos en Él, para ser con Él glorificados». No es esta vida para vivir regalados, sino para trabajar, luchar y ejercitarse en la paciencia con Cristo.

Por eso, contra viento y marea, no dejemos de ser fieles a Cristo. Hemos oído ya que es Hijo de Dios e igual a Dios; su palabra no falla, pues es el Verbo Eterno. Ahora bien, Él mismo asegura que quien le sigue tendrá «la luz de la vida».

¡Dichosa el alma que le escucha a Él solo y le escucha siempre, sin dudar de su palabra, sin dejarse perturbar por las blasfemias de sus enemigos, sin ser vencido en las tentaciones, sin abatirse en las pruebas! « Desconocemos, dice San Pablo, el peso eterno de gloria incalculable que nos está reservado por la transitoria y leve tribulación, tolerada en unión con Jesucristo!”. «Dios es fiel”, es decir, no falta a sus promesas, y a través de todas las vicisitudes por las que pasa un alma, Dios la guía de un modo infalible a esa transformación que la asemeja a su Hijo.

Así, pues, nuestra transformación en Jesucristo se va realizando paulatinamente en nuestro interior hasta que llegue el día en que aparezca radiante entre aquella compañía de elegidos que llevan impresa la señal del Cordero y que el mismo Cordero transfigura porque son propiedad suya.

Nuestro Señor mismo nos lo prometió antes de dejar este mundo: «En verdad, en verdad os digo que lloraréis y os lamentaréis, y el mundo se alegrará”  y «también fue preciso que el Mesías padeciese y entrase así en su gloria». Es necesario padecer, pues así lo tiene dispuesto mi providencia; pero cobrad ánimos. «Tened confianza»; con vosotros estoy hasta la consumación de los siglos».

Ahora vuestra fe me recibe todos los días  en el misterio de  mis humillaciones, pero un día vendré en la manifestación completa de mi gloria y vosotros, fieles discípulos míos, entraréis en mi gozo y participaréis de mi gloria, porque sois una misma cosa conmigo Así lo pedí a mi Padre al saldar vuestras cuentas con mi sacrificio. Padre mío, quieroque mis discípulos, los que me diste, estén también donde yo estoy; que vean, y participen de mi gloria, la que Tú me diste antes de la creación del mundo». Yvosotros, a quienes llamo amigos, a los que confié los secretos de la vida divina, según mi Padre lo ordenó vosotros que habéis creído y no me abandonasteis, vosotros entraréis en mi gozo, viviréis mi misma vida, vida divina y trinitaria, vida perfecta, gozo plenísimo, ya que es mi propia vida y mi gozo personal lo que os daré, mi vida y mi felicidad de Hijo de Dios: “Esto os lo digo para que mi gozo esté en vosotros y vuestro gozo esté cumplido».

 

 

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