¡O ADMIRABILE COMMERCIUM¡ (Tiempo de Navidad) EL MISTERIO DE LA ENCARNACIÓN, ADMIRABLE INTERCAMBIO ENTRE LA DIV1NIDAD Y LA HUMANIDAD

¡O ADMIRABILE COMMERCIUM¡ (Tiempo de Navidad)


EL MISTERIO DE LA ENCARNACIÓN,  ADMIRABLE INTERCAMBIO ENTRE LA DIV1NIDAD Y LA HUMANIDAD

 

La venida del Hijo de Dios al mundo es un acontecimiento tan notable que Dios quiso irle preparando durante siglos; ritos y sacrificios, figuras y símbolos, todo lo hace converger en Jesucristo; le predice, le anuncia por medio de los profetas que se van sucediendo de generación en generación.

Pero ahora es el Hijo mismo de Dios el que viene a instruirnos: « Muchas veces y en muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres... ahora, en este etapa final, nos ha hablado por su Hijo.  Porque Jesucristo no nació sólo para los judíos de su tiempo, sino que bajó del cielo por nosotros y por todos los hombres. La gracia que mereció en su nacimiento quiere repartirla entre todas las almas.

Y para eso la Iglesia, guiada por el Espíritu Santo, ha hecho suyos los suspiros de los Patriarcas, las aspiraciones de los antiguos justos, y los anhelos del pueblo escogido, para ponerlos en nuestros labios y llenar nuestro corazón: Quiere prepararnos al advenimiento de Jesucristo, como si todos los años se renovase en nuestra presencia.

Observad, pues, cómo, al conmemorar la Iglesia la venida de su divino Esposo al mundo, despliega toda la magnificencia de sus pompas, y celebra con todas las galas de su esplendor litúrgico el nacimiento del «Príncipe de la Paz,  «Sol de Justicia» », que se levanta «en medio de nuestras tinieblas para iluminar a todo hombre» que viene a este mundo; además, concede a sus sacerdotes el privilegio, casi único en todo el año, de poder ofrecer tres veces el santo sacrificio de la misa.

Estas fiestas son grandiosas y llenan de un encanto que embelesa: la Iglesia trae a nuestra mente el recuerdo de los ángeles que cantan en las alturas la gloria del recién nacido; el de los pastores, almas sencillas que acuden a adorarle en el pesebre; el de los Magos, que vienen del Oriente a tributarle sus adoraciones y ofrecerle ricos dones.

Os dije al principio de estas conferencias que todos los misterios de Cristo, además de constituir un hecho histórico realizado en el tiempo, contienen también una gracia propia que sirve de alimento para sostener la vida del alma. La gracia íntima del misterio de Navidad, la que la Iglesia pide para todos en estos días de contemplación del Niño Dios es que nosotros comprendamos el amor extremo de un Dios que se hace humano y finito por nosotros.

En la primera misa, la de la medianoche, nos lo indica nuestra madre la Iglesia, una vez hecha la ofrenda del pan y del vino que dentro de breves momentos se convertirán, en virtud de las palabras de la consagración, en el cuerpo y la sangre de Jesucristo, con la siguiente oración: Dígnate, Señor, aceptar la oblación que te presentamos en la solemnidad de este día, y haz que con tu gracia y mediante este intercambio santo y sagrado reproduzcamos en nosotros la imagen de Aquel que unió contigo nuestra naturaleza»

Pedimos, pues, la gracia de tener parte en esta divinidad con la cual está unida nuestra humanidad. Hay como un intercambio: Dios, al encarnarse, toma nuestra naturaleza humana, y a cambio nos da una participación en su naturaleza divina.

Este pensamiento, tan conciso en su forma, se halla expresado de modo más explícito en la secreta de la segunda misa: «Haz, Señor, que nuestras ofrendas sean conformes con los misterios de Navidad, que hoy celebramos, y así como el niño que acaba de nacer con naturaleza humana resplandece también como Dios, del mismo modo esta sustancia terrestre (a la que se une) nos comunique lo que hay en Él de divino».

La gracia propia de la celebración del misterio de este día consiste en hacernos participantes de la Divinidad a la cual ha quedado unida nuestra humanidad en la persona de Jesucristo, y recibir este divino don por medio de esta misma Humanidad.

Es como una transacción humano-divina: el niño que nace hoy es a la vez Dios, y la naturaleza humana, que Dios asume, le servirá de instrumento para comunicarnos su divinidad. «Que así como el Niño que acaba de nacer con naturaleza humana resplandece también como Dios; del mismo modo esta sustancia terrestre nos comunique lo que tiene de divino».

 Nuestras ofrendas serán conformes a los misterios de la Natividad de este día, si mediante la contemplación de la obra divina en Belén y la recepción del Sacramento Eucarístico participamos de la vida eterna que Jesucristo quiere comunicarnos por su Humanidad.

«Oh comercio admirable, cantaremos estos días, el Creador del género humano, vistiéndose de un cuerpo animado, se dignó nacer de una Virgen, y presentándose en el mundo como un hombre, nos ha hecho partícipes de su divinidad»

Detengámonos unos instantes a admirar con la Iglesia este mutuo préstamo entre la criatura y el Creador, entre el cielo y la tierra, que constituye todo el fondo del misterio de Navidad. Consideremos los actos y la materia, y de qué modo se realiza; luego veremos los frutos que para nosotros se derivan, y finalmente las obligaciones que nos impone.

 


1. PRIMER ACTO DE ESTE INTERCAMBIO: EL VERBO ETERNO NOS PIDE UNA NATURALEZA HUMANA PARA UNIESE A ELLA EN UNIÓN PERSONAL

 

Trasladémonos a la gruta de Belén, y contemplemos al Niño reclinado en el pesebre. ¿Qué es a los ojos de un profano, de un habitante de la pequeña ciudad, que acudiera al establo de casualidad después de haber nacido Jesucristo? No vería más que un niño que acaba de nacer, y que tiene por madre a una mujer de Nazaret; es un hijo de Adán como nosotros, puesto que sus padres se han inscrito en los registros del empadronamiento; puede fijarse la línea de sus progenitores con todo detalle, desde Abraham a David, de David a José y a su madre. No es más que un hombre, mejor dicho, lo será, andando el tiempo, pues ahora no pasa de ser niño, un tierno niño que necesita unpoco de leche para seguir viviendo.

Tal aparece a los sentidos aquella criatura, tan chica, que ven acostada en la paja. Muchos judíos, de hecho, no vieron en Él otra cosa. Más tarde oiréis a sus compatriotas que preguntan, admirados, dónde aprendió tanta Sabiduría, porque para ellos, siempre fué el hijo del carpintero».

Pero los ojos de la fe ven en ese niño otra vida más alta que la simple vida humana; tiene unavida divina. Y, en efecto, ¿qué nos dice la fe sobre este punto? ¿Qué nos revela? La fe nos dice, en una palabra, que este Niño es el mismo Hijo de Dios, el Verbo, la segunda persona de la adorabilísima Trinidad, el Hijo que recibe de su Padre la vida divina, por medio de una comunicación inefable.

“Así como el Padre tiene la vida en Sí mismo, así dio también al Hijo tener vida en Sí mismo» ». Posee la naturaleza divina con todas sus perfecciones infinitas. En los esplendores de los cielos Dios engendra a este Hijo en una generación eterna.

A esta divina filiación de Jesucristo en el seno del Padre se dirige en primer lugar nuestra adoración, y es la que celebramos en la Misa de medianoche. Al romper el día, a la aurora, el santo, sacrificio celebrará el nacimiento de Jesucristo según la carne, en Belén, de la Santísima Virgen; y, finalmente, la tercera misa honra la venida de Jesucristo anuestras almas.

Envuelta enteramente en las nubes del misterio, la misa de medianoche comienza por estas palabras: “El Señor me ha dicho: Tú eres mi Hijo, yo te he engendradohoy».  Es el grito que se escapa del alma de Jesucristo unida a la persona del Verbo, y que por vez primera revela a la tierra lo que están oyendo los cielos desde toda la eternidad. Este “hoy» es el día de la eternidad, día que no conoce aurora ni ocaso.

El Padre celestial contempla ahora a su Hijo Encarnado. El Verbo, por haberse hecho hombre, no deja de ser Dios, y hecho hijo del hombre, sigue siendo Hijo de Dios. La primera mirada que descansa en la persona de Cristo, el primer amor de que se ve rodeado, es la mirada y el amor de su Padre: “El Padre me ama».

¡Y qué mirada y qué amor! Jesucristo es el Unigénito del Padre; ahí está su gloria esencial; es igual y «consustancial al Padre, Dios de Dios, luz de luz». “Por Él fueron hechas todas las cosas y nada se hizo sin Él.» “Por este Hijo fueron creados los siglos; con el poder de su palabra sustenta a todos los seres. Él es quien desde el principio sacó de la nada la tierra, y los cielos obra son de sus manos; ellos envejecerán como un vestido, y se cambiarán como un manto, pero Él, Él sigue siempre el mismo y sus años no acabarán!

Pues bien, este Verbo se encarnó por nosotros: «Jesucristo nos ha nacido. Venid, adorémosle…Un Dios se reviste de nuestra humanidad; concebido por misteriosa operación del Espíritu Santo en el seno de María, Jesucristo fue engendrado de la más pura sustancia de la sangre de la Virgen, y esa vida que Ella le comunica le hace nuestro semejante: «El Creador del género humano se dignó nacer de una Virgen, y se hizo Hombre sin obra de varón.»

Aquí está lo que nos dice la fe: este niño es el Verbo de Dios Encarnado, es el creador del género humano, ahora hecho hombre; si Él necesita un poco de leche para alimentarse, de su mano reciben también su alimento los pájaros del cielo: «El que alimenta a las aves, con un poco de leche se alimentó».  

Contempla a este Niño recostado en el pesebre; cerrados sus ojos, duerme, sin manifestar al exterior todo lo que es; en apariencia es semejante a los demás niños, y, sin embargo, en ese mismo momento, en cuanto Dios, en cuanto Verbo eterno, juzgaba a las almas que ante Él comparecían. « Como hombre, está reclinado sobre unas pajas, y como Dios, sostiene el universo y reina en los cielos».

Este Niño, que pronto comenzará a crecer, «el Niño crecía... y adelantaba en edad»,es el Eterno «cuya naturaleza divina no cambia»: «Tú eres siempre el mismo y tus años no menguarán.» Aunque nacido en el tiempo, es anterior a todos los tiempos; se manifiesta a los pastores de Belén y es el mismo que creó de la nada las naciones «que ante Él son como si no fuesen» ».

De modo que ya lo veis: los ojos de la fe descubren dos vidas en este Niño; dos vidas unidas de manera indisoluble e inefable, porque de tal forma pertenece la naturaleza humana al Verbo, que no existe más que una sola persona, la persona del Verbo, que sustenta a la naturaleza humana con su propia existencia divina.

Esta naturaleza humana es perfecta, no cabe duda: hombre perfecto;nada le falta de lo que esencialmente le compete. Este Niño tiene un alma como la nuestra, y un cuerpo semejante al nuestro también; las facultades de la inteligencia y voluntad, la imaginación la sensibilidad, parecidas a las del hombre: y a lo largo de una existencia de treinta y tres años se revelará como una de tantas criaturas, muy auténticamente humana.

No conocerá el pecado, eso no: «en todo semejante a sus hermanos los hombres menos en el pecado”. Esta naturaleza humana, perfecta en sí misma, conservará su actividad propia y nativo esplendor. Entre estas dos vidas de Jesucristo la divina, que posee siempre por su nacimiento eterno en el seno del Padre, y la humana, que comenzó a tenerla en el tiempo, por su encarnación en el seno de una Virgen no hay mezcla ni confusión.

El Verbo, al hacerse Hombre, continúa siendo lo cine era; lo que no era, lo toma de nuestra especie; pero sin absorber lo divino a lo humano, ni lo humano achicando a lo divino. La unión se realiza en tal forma, os lo he dicho ya bastantes veces, que no resulta más que una persona — la Persona divina — y que la naturaleza humana pertenece al Verbo, es la humanidad propia del Verbo: «Admirable es el misterio que se nos revela el día de hoy: se unieron las dos naturalezas por un prodigio inaudito: Dios se hizo hombre: y siguiendo siendo lo que era, asumió lo que no era: y con todo eso, no sufrió mezcla ni división».  

 

 

 

 

2. SEGUNDO ACTO DE ESTE INTERCAMBIO: AL ENCARNARSE EL VERBO, NOS HACE PARTICIPAR DE SU DIVINIDAD: «LARGITUS EST NOBIS SUAM DEITATEM»

 

Aquí tenemos, pues, si se puede decir así, uno de los actos de este intercambio. Dios toma nuestra naturaleza para unirse con ella en una unión personal.

He aquí los dos actos del comercio admirable que Dios realiza entre Él y nosotros: toma nuestra naturaleza para comunicarnos su divinidad; toma una vida humana para darnos parte en su vida divina; se hace hombre para hacernos dioses. Y su nacimiento humano es el camino para que nosotros lleguemos a la vida divina.

También en nosotros habrá, de aquí en adelante, dos vidas. Una natural, que nos viene de nuestro nacimiento según la carne, y que ante Dios, a consecuencia del pecado original, no sólo carece de mérito, sino también, antes del bautismo, está totalmente manchada, nos hace enemigos de Dios, de su justicia, y nacemos, «hijos de iras>.Otra sobrenatural, por encima infinitamente de los derechos y exigencias de nuestra naturaleza. Ésta es la que Dios nos comunica por su gracia, después de habérnosla merecido el Verbo Encarnado.

De estas dos vidas, lo mismo en nosotros que en Jesucristo, debe dominar la divina, aunque no se manifieste todavía en Jesucristo Niño, y en nosotros esté siempre encubierta bajo las apariencias vulgares del vivir ordinario. La vida divina de la gracia es la que debe mandar y gobernar y hacer también grata al Señor toda nuestra actividad natural, divinizándola de esa manera en su raíz.

¡Oh si la contemplación del nacimiento de Jesús y la participación en este misterio por medio de la recepción del Pan de vida, acabara de una vez con todo lo que destruye o mengua la vida divina en nosotros: con el pecado, del cual viene Jesucristo a librarnos: su nacimiento expulsa todo lo viejo que hay en nosotros» «Enseñándonos a negar los deseosdel mundo» Ojalá nos lleven a entregarnos del todo a Dios, corno lo prometimos un día en el bautismo al nacer a la vida divina; a darnosal cumplimiento total de todo su querer y beneplácito, como lo hacía el Verbo Encarnado al entrar en este mundo: «Heme aquí que vengo.., para hacer, ¡oh Dios, tuvoluntad»;a abundar en las buenas obras por las que somos gratos a Dios: «¡Un pueblo propio, celador de obras buenas!
Entonces, la vida divina que nos trajo Jesucristo desde su nacimiento, no encontraría ya más obstáculos; entonces, y con todas nuestras obras procedentes de la gracia, sí que celebraríamos dignamente el nacimiento de Jesucristo según conviene a la grandeza del misterio yal don inefable que enél se nos hace:

 

 

3. LA ENCARNACIÓN HACE A DIOS VISIBLE, PARA QUE PODAMOS ESCUCHARLE E IMITARLE

 

Lo que hace más admirable todavía este intercambio, es el modo de efectuarse. ¿Cómo se realiza? ¿Cómo nos hace partícipes de su vida divina este Niño que es el Verbo Encarnado? Por su humanidad. La humanidad que nos toma el Verbo le va a servir de instrumento para comunicarnos su divinidad; y esto por dos motivos, en los que brilla de modo infinito la eterna Sabiduría: la humanidad hace visible a Dios y le hace también pasible.

Le hace visible. La Iglesia canta alborozada esta “aparición” de Dios a los hombres, sirviéndose de las expresiones de San Pablo. “Se ha manifestado la gracia salvadora de Dios a los hombres»;»apareció la bondad y el amor de Dios hacia los hombres; «hoy brillará sobre nosotros una luz, porque nos ha nacido el Señor»;«el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros>.

La Encarnación realiza esta maravilla inaudita: los hombres vieron a Dios vivir entre ellos. San Juan se complace en hacer resaltar este aspecto del misterio. «Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos tocante al Verbo de vida, porque la vida se ha manifestado y nosotros hemos visto y testificamos y os anunciamos la vida eterna que estaba en el Padre y se nos manifestó; lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos para que sea vuestro gozo completo».

¡Y qué gozo, por cierto, ver a Dios que se manifiesta a los hombres, no ya en el resplandor deslumbrante de su omnipotencia, ni en la gloria indecible de su soberanía, sino bajo el velo de una humanidad sencilla, pobre, débil, para ser el modelo que debemos imitar, que podemos ver y tocar! 

Hubiéramos podido espantarnos ante la majestad aterradora
de Dios: los israelitas, llenos de temor y terror, se
prosternaban en tierra al hablar Dios a Moisés en el Sinaí,
en medio de relámpagos. Mas nosotros nos vemos atraídos
por los hechizos de un Dios hecho Niño. El Niño del pesebre parece decirnos: «Tienes miedo de Dios?» Vano temor: «El que me ve a Mí, ve también a mi Padare».

 No escuchéis a vuestra imaginación, no os forjéis un Dios a base de vuestras deducciones filosóficas, ni pidáis a la ciencia que os dé a conocer mis perfecciones. El verdadero Dios Todopoderoso soy Yo y como tal me manifiesto; Dios verdadero soy Yo, que me llego a vosotros en la pobreza, en la humildad, en la infancia, pero que un día daré por vosotros mi vida. Soy «el esplendor de la gloria del Padre Eterno y la imagen de su sustancia» », su Hijo único y Dios como Él; en Mí aprenderéis a conocer sus perfecciones, su sabiduría y su bondad, su amor a los hombres y su misericordia con los pecadores: «Hizo brillar la luz en nuestros corazones... la gloria de Dios que brilla en rostro de Cristo». Venid a Mí, que aunque soy Dios, he querido ser hombre como vosotros y no desecho a los que se acercan a Mí con confianza: «Lo mismo resplandeció como Dios que como hombre”.

« ¿Por qué, me preguntaréis, se ha dignado Dios hacerse visible?»  Pues primeramente para instruirnos: “Se apareció dándonos enseñanzas». Y, en efecto, en lo sucesivo, «Dios nos hablara ya por su mismo Hijo»; basta que escuchemos este Hijo carísimo para saber lo que Dios quiere de nosotros. El mismo Padre celestial nos lo dice: Éste es mi hijo amado; escuchadle»; y Jesucristo tendrá el gusto de repetir que su doctrina es la del Padre: «Mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado».

Además, se hace visible el Verbo a nuestras miradas, para ser  el modelo que debemos imitar. Basta que miremos cómo crece este Niño, que le contemplemos cómo vive entre nosotros y como nosotros en cuanto hombre, para aprender cómo debemos vivir nosotros ante Dios y como hijos de Dios; porque todo cuanto es agradable a su Padre: “Hago siempre lo que es su agrado».

Por sus enseñanzas es la misma Verdad, con su ejemplo nos señalará el camino; si vivimos iluminados con su luz y seguimos este camino, llegaremos a vida: «Yo soy el camino, y la verdad, y la vida »»; manera que al conocer a Dios aparecido entre nosotros, vemos impelidos hacia los bienes invisibles» ».

 

 

 

LA ENCARNACIÓN HACE A DIOS PASIBLE Y CAPAZ DE EXPIAR NUESTROS PECADOS

 

La humanidad de Jesucristo hace a Dios visible, pero todo — y aquí se muestra ((admirable» la sabiduría le hace pasible.

El pecado acabó con la vida divina en nosotros, y era toda necesidad, una satisfacción, una expiación, y sin ella, imposible que se nos devolviese esa vida divina. Pues bien, el hombre, criatura como siempre, estaba incapacitado para satisfacer por una ofensa de malicia infinita, y, por otra parte, la divinidad no puede sufrir ni expiar. Y sin borrar el pecado, Dios no puede comunicar la vida; y conforme a un decreto inmutable de la Sabiduría eterna, el pecado sólo se borra con una expiación equitativa.

¿Cómo se resolverá este problema? La encarnación nos responde. Mirad el Niño de Belén, que es el Verbo hecho carne. La humanidad, incorporada Verbo, es pasible; ella sufrirá y expiará. Tales sufrimientos y expiaciones, obras propias y muy propias suyas, pertenecerán, sin embargo, como la misma humanidad, al Verbo, y recibirán de la Persona divina un valor infinito, o bastará para rescatar al mundo, destruir el pecado y hacer aumentar la gracia en las almas, cual río impetuoso y fecundo: «La fuerza del río alegra la ciudad de Dios”.

¡Oh comercio admirable! No nos paremos a indagar cómo pudo Dios obrarle; miremos tan sólo de qué modo lo realizó. « El Verbo nos pide una naturaleza humana para hallar en ella un medio de padecer, un medio de expiar, un medio de merecer y colmarnos de bienes. Por la carne se aparta el hombre de Dios, y Dios libra al hombre encarnándose, como canta el himno de Laudes de Navidad:

 

Beatus auctor saeculi
servile corpus induit
ut carne carrem liberans ne perderet quos condidit
.

 

El santo creador del mundo se viste un cuerpo de siervo para librar a la carne con la carne y los que creó no pereciesen. La carne que viste el Verbo de Dios se convertirá en instrumento de salvación para toda carne. Oh admirable intercambio!
Lo sabéis ya seguramente: hay que esperar la inmolación del Calvario para que la expiación sea completa; pero, como nos lo enseña San Pablo, «desde el primer instante de su Encamación, Jesucristo aceptó el cumplir la voluntad de su Padre y ofrecerse como víctima en favor del género humano. Por lo cual, al entrar en este mundo, dice: « No has querido sacrificios ni oblaciones, pero me has preparado un cuerpo... Entonces dije: Heme aquí que vengo... para hacer, ¡ oh Dios!, tu voluntad”

«Por esta oblación comienza Jesucristo a Santificarnos”;en la cuna inaugura esta existencia de dolor que quiso vivir por nuestra salvación, terminando en el Gólgota con la destrucción del pecado, y nosotros siendo otra vez amigos de su Padre. El pesebre no es más que la, primera etapa, pero en ella está el germen de todas las demás.

Ahora ya sabéis por qué en la solemnidad de Navidad la Iglesia atribuye nuestra salvación al nacimiento temporal del Hijo de Dios. «Señor, que el nuevo nacimiento de tu Hijo según la carne, nos libere de la vieja servidumbre a la que nos tenía sometidos el yugo del pecado.  Aquí está explicado por qué, desde ahora, se estará hablando continuamente de liberación, de redención, de salvación, de vida eterna. Jesucristo es el pontífice y mediador, que por medio de su humanidad nos une con Dios; en Belén se nos ofrece ya esta humanidad.

Ved también como nada más nacer empieza a llevar cabo su cometido. ¿Qué es lo que destruye en nosotros la vida divina? El orgullo. Por creer que iban a ser semejantes a Dios y conocedores de la ciencia del bien y del mal, perdieron Adán y Eva, para ellos y su descendencia, la amistad con Dios. Jesucristo, el nuevo Adán, nos redime y nos vuelve a Dios por la humildad de su Encarnación.

 «Existiendo en la forma de Dios, se anonadó tomando la forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres todas sus manifestaciones”.  ¡Y vaya humillación la suya! Más tarde, es cierto, la Iglesia ensalzará hasta lo más encumbrado de los cielos su gloria prodigiosa de triunfador del pecado y de la muerte; pero en estos momentos Jesucristo no sabe más que de humillaciones y flaquezas.

Al fijar nuestras miradas en ese Niño pequeño, que en todo se parece a los demás y que nosotros creemos que es Dios, el Dios infinito que posee todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia, se siente el alma sobrecogida y confundido nuestro orgullo frente
a un abatimiento como ése.

¿Qué otra cosa nos perdió? Nuestra falta de obediencia. Mirad cómo el Hijo de Dios nos da ejemplo de una obediencia admirable; con la ingenuidad de los niños se entrega en las manos de sus padres; se deja tocar, traer y llevar donde se quiera; y el Evangelio resume en estas breves palabras su infancia, adolescencia y juventud: “Y les estaba sumiso” (Jesús a María y a José).

 ¿Y qué más? Nuestros apetitos: «la concupiscencia de los ojos», todo lo que tiene apariencia, que brilla, que fascina y seduce; y posponemos a Dios ante esa vanidad
esencial que tienela bagatela fugaz. El Verbo se hizo carne, pero nació en la pobreza y en la abnegación. «Siendo rico, se hizo pobre Jesucristo por amor nuestro”.Y aunque era el «rey de los siglos”  con una sola palabra sacó de la nada toda la creación, y le basta «abrir la mano para colmar de bendiciones a todo ser viviente», no por eso nació en un palacio; y no admitiendo a su madre en la posada, tuvo que refugiarse en una gruta: el Hijo de Dios, la Sabiduría increada quiso nacer en la más completa pobreza y dormir sobre unas pajas.

 

 

5. «LOS QUE HAN RECIBIDO AL HIJO DE DIOS HECHO CARNE PODRÁN LLEGAR A SER HIJOS DE DIOS.

 

Resulta que por cualquier parte que dirijamos la mirada de nuestra fe, y sean cuales fueren los detalles en que nos fijemos, nos parecerá siempre admirable este intercambio. ¿Acaso no es admirable, efectivamente, el parto de una Virgen? ». «Una madre jovencita ha dado a luz al Hoy cuyo nombre es eterno: a la honra de la virginidad juntólas alegrías de la maternidad; nadie antes de ella conoció tal prodigio, ni se verá después otro semejante”. Por qué me admiráis, hijas de Jerusalén? El misterio que en mí se ha realizado es del todo divino,.

Admirable, por cierto, se nos presenta esta unión indisoluble, aunque sin confusión, de la divinidad con la humanidad, en la persona única del Verbo. Admirable misterio: se unieron las dos naturalezas por un prodigio inaudito.

Este intercambio resulta admirable por los contrastes de su
realización: Dios nos da parte en su divinidad, pero la humanidad que nos toma para comunicarnos su vida divina es una humanidad paciente que sabrá de dolores, hombre que conoce las miserias, que sufrirá la muerte y con su muerte nos devolverá la vida.

Admirable es este cambio en su origen, que no puede otro que el amor infinito de Dios para con nosotros. “De tal modo amó Dios al mundo, que le entregó su Unigénito”. Dejemos, pues, que nuestras almas rebosen de cantando con la Iglesia «Un pequeñuelo nos ha nacido, un hijo se nos ha dado”.

Y ¿de qué modo «se nos dio»? — «En semejanza de carne pecadora como la nuestra”. Por esoel amor que nos le da de ese modo en nuestra humanidad pasible, para expiar el pecado, es un amor que no conoce medida”. “Por la excesiva caridad con que nos amó Dios, al darnos a su Hijo en semejanza de carne pecadora como la nuestra”.

Admirable es, finalmente, este cambio, por sus frutos y efectos, pues por él Dios nos devuelve su amistad y el derecho de entrar nuevamente en posesión de la eterna herencia; mira otra vez a la humanidad con agrado y con amor.

 De ahí que la alegría es uno de los sentimientos más salientes en la celebración de este misterio. A ella nos invita la Iglesia constantemente, pues nos recuerda las palabras del ángel a los pastores. “Os anuncio una gran alegría, que es para todo el pueblo: Os ha nacido hoy un Salvador. Esta alegría es la alegría de la liberación, de la herencia reconquistada, de la paz hallada otra vez y, sobre todo, de la visión del mismo Dios concedida a los
hombres: «Y le pondrán por nombre Emmanuel».

Y esta alegría será duradera si perseveramos en la gracia que nos viene del Salvador, y nos hace hermanos suyos. “Oh cristiano, exclama San León en un sermón que lee la Iglesia en esta santa noche, reconoce tu dignidad, y una vez hecho participante de la divinidad, guárdate bien de caer de tan sublime estado!».

Si conocieras el don de Dios, decía Nuestro Señor. Sí conocieras quién es este Hijo que se te ha dado»! Pero, sobre todo, ¡si le recibiéramos como Él se merece! Que no se diga de nosotros: «Vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron».

Por la creación, del dominio del Señor somos todos y pertenencia suya; pero hay quienes no le quisieron recibir en este mundo. « Cuántos judíos y Cuántos paganos rechazaron a Cristo tan sólo por verle en la pobreza de una carne pasible!» Almas sumidas en las tinieblas del orgullo y de los sentidos: “La luz nace en las tinieblas, pero las tinieblas no la abrazaron».

Y ¿cómo hemos de recibirle? Con fe. Los que creen en su nombre, en su palabra, en sus obras, ésos recibieron al Niño como Dios, que como tal se les dio, y por eso vinieron a ser hijos de Dios,
Ésta es, en efecto, la disposición fundamental que debe adornarnos para que este cambio admirable produzca en nosotros todos sus frutos.

Únicamente la fe nos da a conocer los términos y el modo de realizarse, y cómo penetrar en las profundidades de este misterio; gracias a ella conseguimos el verdadero conocimiento que Dios se merece.

Porque hay que saber que los modos y grados del conocer son muchos. «El buey y el asno conocieron a su Dios», escribía Isaías, al hablar de este misterio. Esos brutos vieron al Niño reclinado en el pesebre, pero como lo podía ver un animal, es decir, la forma, tamaño, color, el movimiento, un conocimiento tan rudimentario que no traspasa la frontera de los sentidos. Y nada más.

Los transeúntes y curiosos que se acercaron a la cueva también vieron al Niño; pero para ellos fue como uno de tantos. Su conocimiento no pasó tampoco más allá del simple conocimiento natural. Tal vez les llamó la atención la belleza del Niño. Acaso se dolieron de tanta pobreza. Pero este sentimiento les duró poco, y bien pronto la indiferencia le fue ganando terreno.

Están también loi pastores, de corazón sencillo, ilustrados por celestial resplandor”. Seguramente que le comprendieron mejor; vieron en Él al Mesías prometido y deseado, «el Esperado de las naciones»; le tributaron sus homenajes, y sus almas quedaron mucho más henchidas de santa paz y alegría.

Contemplaron, además, al recién nacido, al Verbo Encarnado, los ángeles. Vieron en Él a su Dios, y fue tal el conocimiento de estos espíritus puros, que se maravillaron y pasmaron ante un anonadamiento tan incomprensible, pues no quiso unirse a los ángeles, sino a la naturaleza humana o raza de Abraham.

Y ¿qué diremos del mirar de la Virgen a su Hijo Jesús? Hasta qué honduras del misterio penetraría aquella mirada tan pura, tan humilde, tan tierna y tan llena de complacencia! No hay palabras para describir los esplendores divinos con que el alma de Jesucristo anegaría entonces a su Madre, y las sublimes adoraciones, los perfectos homenajes que María tributaría a su Hijo, a su Dios, en todos los estados y en todos los misterios, cuya sustancía y raíz es la Encarnación.

Tenemos por fin —pero esto es inenarrable la mirada del Padre que contempla a su Hijo que se encarnó por nosotros. El Padre celestial veía lo que jamás podrán comprender ni ei hombre, ni e1 ángel, ni siquiera la Virgen María: veía las perfecciones infinitas de la divinidad, ocultas bajo los velos de la infancia... y esta contemplación era venero de un gozo indecible: «Tú eres mi Hijo amado, en quien yo me complazco».

Al contemplar en Belén al Verbo Encarnado, levantémonos por encima de los sentidos y vean sólo los ojos de la fe. Ésta es la que nos hace participar ya aquí en la tierra del conocimiento que las divinas Personas se tienen mutuamente. Y no exageramos al hablar así.

La gracia santificante, en efecto, nos da participación en la naturaleza divina; pues bien, la actividad de la naturaleza divina consiste en el conocimiento y en el amor recíproco que las Personas divinas se tienen; luego participamos de este conocimiento. Y así como la gracia santificante, al adquirir su completo desarrollo en la gloria, nos dará el derecho a contemplar a Dios como Él es, de igual manera, en esta vida, aunque entre las penumbras de la fe, la gracia nos permite mirar con los ojos de Dios en las reconditeces de sus misterios: «Brilló la luz de tu claridad».

Si nuestra fe se despierta y se perfecciona, no nos detenemos en lo exterior, en la corteza del misterio, sino que vamos al fondo para contemplarle con ojos divinos; pasamos a través de la humanidad para penetrar en la divinidad que aquélla encubre y revela al mismo tiempo; y así vemos los misterios divinos en la luz divina.

El alma que vive de esta fe, admirada y pasmada ante tan grande humillación, cae de hinojos, se entrega sin reserva a procurar la gloria de Dios, que de esa manera — por amor a sus criaturas — oculta la magnificencia innata de sus insondables perfecciones. Le adora, se pone a su disposición, no descansa hasta darle todo ella también, para llevar a cabo el cambio que Dios quiere hacer con esa alma; hasta que no le somete todo, su ser, su actividad, al «Rey pacifico que viene con tanta magnificencia» a salvarla, a santificarla y, por decirlo así, a deificarla.

Acerquémonos, pues, con una gran fe al Niño Dios, aunque no hayamos vivido en Belén, para darle hospedaje. Tan real es la entrega, que nos hace en la Sagrada Comunión, aunque nuestros sentidos no le reconozcan. El mismo Dios Todopoderoso, el mismo Salvador rebosando bondad, es el del tabernáculo y el del pesebre.

Si queremos, el intercambio admirable sigue todavía, pues Jesucristo nos infunde su vida divina lo mismo por medio de su humanidad que por la Sagrada Eucaristía; al comer su cuerpo y beber su sangre, y unirnos a su humanidad, bebemos en la fuente misma dç la vida eterna: «El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene la vida eterna».

De ese modo, cada día continúa y se estrecha más y más la unión entre el hombre y Dios por medio del misterio de la Encarnación. Al dársenos en la comunión, Jesucristo acrecienta en el alma generosa y fiel la vida de la gracia; la permite vivir con más libertad y desarrollarse con más pujanza; «la confiere, además, la prenda de aquella feliz inmortalidad, cuyo germen es la gracia, y en la que se nos comunicará el mismo Dios en toda su plenitud, descorridos todos los velos»: «Que el Salvador del mundo nos ha nacido hoy, así como es el autor de la divina generación que Él mismo sea el que nos conceda la inmortalidad”.

Éste será el coronamiento magnifico y glorioso del comercio que se inauguró en Belén, en medio de la pobreza y humillaciones del establo.

 

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