ESCRITOS Y PASTORALES DE OBISPOS (168)
LINEAS CONCLUSIVAS
Cuando leemos, escuchamos o meditamos el evangelio, entonces acontece en nuestro corazón y en la comunidad. El mensaje de Jesús sobre un "nuevo nacimiento" (Jn 3,5) y sobre el "agua viva" (Jn 4,10), se hace realidad en nosotros cuando sintonizamos con sus palabras: "Dame de beber... ¡Si supieras el don de Dios!" (Jn 4,8.10).
Cristo ha venido como "pan vivo... para la vida del mundo" (Jn 6,48.51). Si creemos en él y comemos el pan eucarístico que nos ofrece, vivimos "por su misma vida" (Jn 6,57), que él nos da "en abundancia" (Jn 10,10).
Por esta "gracia" o "don de Dios", nos hacemos "hijos de Dios" (Jn 1,12), llegando a participar de su misma vida divina. Entonces Dios Amor, uno y trino, habita en nosotros como en su propio "hogar", comunicándonos todo lo que es él y comunicándose a sí mismo (cf. Jn 14,23). En nuestro corazón se inicia una nueva relación con Dios, como de hijos de comparten la presencia amorosa del Padre. Nuestro ser se transforma en el suyo, como el hierro hecho fuego, sin dejar de ser nosotros mismos.
No es posible esquematizar perfectamente el tema de la "gracia". Es la antropología cristiana a la luz de la configuración con Cristo y con el compromiso de compartir la vida con él y construir con él la historia humana de todos los pueblos, amando. A partir de la fe, podemos reflexionar con garantía. Pero lo más importante es que podemos vivir esta realidad de gracia, compartiéndola con todos los hermanos, hasta que un día Dios se nos hará visión y se nos comunicará del todo.
Este proceso de "vida en gracia" es comprometedor porque quedamos invitados y urgidos a transformar todo nuestro ser en Cristo y a construir la historia de la humanidad amando, como reflejo de la comunión familiar del mismo Dios. Un gesto de nuestro vida, si nace del amor, es un paso certero hacia la "recapitulación de todas las cosas en Cristo" (Ef 1,10).
La "gracia de nuestro Señor Jesucristo" es el mismo "amor de Dios", que se ha "comunicado" realmente a nuestros corazones por el Espíritu Santo (cf. 2Cor 13,13; Rom 5,5). Somos hijos de Dios y hermanos en Cristo (cf. Heb 2,11-12).
Al infundir Dios en nosotros la gracia, como vida divina participada, nuestro ser queda transformado de modo permanente ("estado" de gracia) mientras no se separe conscientemente del camino del amor. Esta presencia amorosa y transformante de Dios nos comunica también luces y mociones (gracias "actuales"), para que nuestro modo de pensar, sentir y querer se haga cada vez más semejante al suyo (proceso de virtudes y de dones del Espíritu Santo).
María, "la llena de gracia" (Lc 1,28), es el modelo y la personificación de toda la comunidad eclesial y de cada creyente que quiere abrirse plenamente a la presencia y a la donación de Dios Amor. "Por esto es nuestra Madre en el orden de la gracia" (LG 61). La maternidad de María "perdura sin cesar... hasta la consumación perpetua de todos los elegidos" (LG 62). Como diría el santo Cura de Ars, "es la Madre más ocupada".
El "don de Dios" es el mismo Dios que se da tal como es. Nuestra participación en su vida divina se llama "vida en Cristo", porque somos hijos en el Hijo; también se llama "vida nueva en el Espíritu Santo", porque es obra del amor de Dios y porque nos hace nacer de nuevo (cf.Jn 3,5). De este modo, la presencia de Dios se nos convierte en presencia amorosa y transformante. Al participar del mismo ser de Dios, quedamos profundamente relacionados con él.
A partir de estos planes salvíficos de Dios, cada ser humano recobra su verdadera fisonomía de imagen de Dios Amor. Nadie es extraño ni forastero. Todos somos, en Cristo, "coherederos" (Rom 8,17). Sería un absurdo marginar al hermano, puesto que somos hijos de un mismo Padre (cf. Mt 23,9).
Sólo con esta sensibilidad cristiana respecto a la gracia o vida divina participada, se puede descubrir la dignidad de cada ser humano. El atropello de tantas personas por la pobreza, la injusticia y la marginación, es un índice de que no se vive la vida de gracia ni, por tanto, se sintoniza con Dios Amor. La experiencia de Dios en nosotros se demuestra en el descubrimiento del hermano como amado eternamente por Dios. "No se trata del hombre abstracto, sino del hombre real, concreto e histórico; se trata de cada hombre, porque a cada uno llega el misterio de la redención, y con cada uno se ha unido Cristo para siempre a través de este misterio... Toda la riqueza doctrinal de la Iglesia tiene como horizonte al hombre en su realidad concreta de pecador y de justo" (CA 53)
Una sensibilidad unilateral respecto a las miserias materiales de la humanidad, puede agostar la perspectiva de fe y aumentar esas mismas miserias. El celo apostólico y la caridad (asistencial y promocional) hacia los necesitados, nacen en el corazón de aquellos apóstoles que, al estilo de tantos santos, comprometen todo su existir para salvar al hombre en toda su integridad de hijo de Dios. "La doctrina social tiene de por sí el valor de un instrumento de evangelización; en cuanto tal, anuncia a Dios y su misterio de salvación en Cristo a todo hombre y, por la misma razón, revela al hombre a sí mismo. Solamente bajo esta perspectiva se ocupa de lo demás" (CA 54).
Dios salva al hombre por medio de Cristo Jesús, "el Salvador del mundo" (1Jn 4,14). La "gracia" o "don de Dios" nos hace "pasar de la muerte a la vida" (1Jn 3,14), nos introduce "en el Reino" del Hijo de Dios (Col 1,13), nos hace partícipes o "consortes de la naturaleza divina" (2Pe 1,4), nos hace hijos de Dios por la comunicación del Espíritu Santo (Gal 4,7; Rom 8,16), nos hace partícipes de la vida, muerte y resurrección de Cristo (Ef 2,5-6). Pero estos dones reclaman y hace posible una respuesta de fe y un agradecimiento profundo, que se traduce en querer comunicar esta vida nueva a todos los hermanos de todos los pueblos. En este sentido, como decían los Santos Padres, "Dios salva al hombre por medio del hombre". "El Reino de Dios, presente en el mundo sin ser del mundo, ilumina el orden de la sociedad humana, mientras que las energías de la gracia lo penetran y lo vivifican" (CA 25).
Es Cristo quien, desde nuestro corazón y desde el corazón de cada hermano, nos dice a todos: "Soy yo" (Jn 6,20), "tengo otras ovejas" (Jn 10,16), "si supieras el don de Dios" (Jn 4,10). Escuchando su voz y viviendo en sintonía con sus amores, hechos hijos en el Hijo, podremos convertirnos, "el hermano universal", para decir, con palabras y gestos de vida: "Padre nuestro"...
"La Sagrada Escritura nos habla continuamente del compromiso activo en favor del hermano y nos presenta la exigencia de una corresponsabilidad que debe abarcar a todos los hombres" (CA 51).
A nadie que viva la vida de gracia le deja indiferente el grito de Francisco de Asís: "El Amor no es amado". Mirando a esas muchedumbres inmensas y a esos pueblos y culturas innumerables, que todavía esperan el evangelio, no podemos menos de sentir en el corazón la voz de Cristo: "Tengo sed" (Jn 19,28); "dame de beber" (Jn 4,7).
VI
VER A DIOS
1. Somos caminantes
2. "Lo veremos tal como es"
3. "Cielo nuevo y tierra nueva"
Meditación bíblica
* * *
La "salud" del corazón humano se manifiesta en la relación personal de encuentro y donación. Dios, que es el autor y el restaurador de nuestra existencia, se nos va manifestando y comunicando para recuperar en nosotros el rostro original. El proceso de esta "sanación" se desarrolla en la vivencia de la sed de Dios: "¡Oh Dios! Tú eres mi Dios; a ti te busco solícito; sedienta de ti está mi alma; mi carne languidece por ti; como tierra árida, sedienta, sin agua" (Sal 62,2); "¿cuándo entraré a ver el rostro de mi Dios?" (Sal 41,3).
El camino hasta ver a Dios es largo y comprometido. Es peregrinación que purifica e ilumina, para llegar a la unión definitiva. Antes de llegar al encuentro pleno con Dios, hay que comprometerse a construir un mundo más humano, donde reine el amor, la justicia y la verdad.
La señal de salud espiritual es la sintonía con esa vida nueva o agua viva que es "rumor" de vida eterna (cf. Jn 4,14). El camino para llegar a ver a Dios es el mismo Jesús: "Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí..., quien me ve a mí, ve al Padre" (Jn 14,6.9).
La "nube" del Sinaí, como signo de la primera Alianza (Ex 24,28), se convierte ahora en "nube luminosa" del Tabor (Mt 17,5), que manifiesta el misterio de Cristo, Hijo de Dios, hombre y salvador. Hay que decidirse a rasgar el velo de la fe, para poder progresar en el encuentro con Dios, por Cristo y en el Espíritu Santo, según los diversos niveles: personal o en nuestro corazón, comunitario o en la relación con los demás, histórico o en la construcción de la historia humana según el amor.
Una esperanza amorosa, que es confianza y tensión permanente, convertirá nuestra fe en visión, encuentro y posesión de amor definitivo y compartido con todos los hermanos.
1. Somos caminantes
La vida nueva de la gracia sigue un proceso o camino de éxodo (desprendimiento del pecado y del egoísmo), desierto (adentrarse en la luz y palabra de Dios), llegada a Jerusalén (encuentro definitivo con Dios). Es el camino de una Iglesia peregrina en medio del mundo.
La Iglesia es un conjunto de signos de la presencia de Cristo resucitado. Son los signos de su palabra, de su acción salvífica y de su misterio pascual, celebrado principalmente en la eucaristía. La comunidad eclesial se hace comunión de hermanos, como fermento de comunión en medio de la comunidad humana. Toda su razón de ser consiste en anunciar, celebrar, vivir y ayudar a vivir el misterio pascual de la muerte y resurrección de Cristo, esperando activamente su última venida: "Anunciáis la muerte del Señor, hasta que él vuelva" (1Cor 11,26).
Hemos sido creados por Dios Amor para que, antes de volver definitivamente a él, construyamos la historia amando. La vida divina, que él nos ha comunicado, es una llamada hacia la plenitud: "Siento en mí una agua viva y sonora, que me dice desde lo más íntimo: ven al Padre" (San Ignacio de Antioquía).
Nuestro conocimiento amoroso de Dios va progresando como relación personal que debe llegar a ser encuentro definitivo. La vida es hermosa porque es peregrinación de hermanos hacia la casa del Padre. Los sinsabores se suavizan con la mirada hacia adelante, recordando la promesa del Señor: "Voy a prepararos lugar; una vez que me haya ido y os haya preparado el lugar, volveré y os llevaré conmigo, para que podáis estar donde voy a estar yo" (Jn 14,2-3).
Nuestra condición de hermanos caminantes, como Iglesia peregrina, nos infunde la confianza en Cristo resucitado presente y nos orienta hacia un encuentro definitivo con él. La fuerza evangelizadora y transformadora de la Iglesia estriba en esta dinámica de esperanza constructiva y responsable: "La Iglesia va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios, anunciando la cruz del Señor hasta que venga. Está fortalecida con la virtud del Señor resucitado, para triunfar con paciencia y caridad de sus aflicciones y dificultades, tanto internas como externas, y revelar al mundo fielmente su misterio, aunque sea entre penumbras, hasta que se manifieste en todo el esplendor al final de los tiempos" (LG 8).
La vida de gracia es inicio de una plenitud. "La gracia es la gloria en nuestro exilio; la gloria es la gracia ya en el hogar definitivo" (J.H. Newman). Nuestra vida actual en Cristo es ya un inicio de vida eterna. Hemos entrado ya en un dinamismo que tiende a la plenitud en Dios. La gracia es una llamada a ser plenamente humanos y, al mismo tiempo, es semilla de eternidad.
El caminar de Iglesia no es indiferencia ante los acontecimientos, sino una mayor inserción "escatológica" hacia el encuentro definitivo de toda la humanidad con Dios. La naturaleza misionera de la Iglesia consiste en su realidad de signo transparente y portador de Cristo para todos los pueblos, es decir, "sacramento universal de salvación" (LG 48). De este modo, Cristo resucitado "actúa sin cesar en el mundo para conducir a los hombres a la Iglesia, y por medio de ella, unirlos a sí más estrechamente y para hacerlos partícipes de su vida gloriosa alimentándolos con su cuerpo y sangre" (LG 48).
El camino de esta peregrinación eclesial pasa por Belén, Nazaret y el Calvario, antes de llegar a la resurrección. Consiste en correr la suerte de Cristo, bebiendo su misma "copa" de "alianza" o de bodas (Mc 10,38; Lc 22,19-20).
La comunidad eclesial, personificada en María, es la "mujer" asociada a la "hora" o suerte de Cristo (Lc 2,35; Jn 2,4; 19,26). Al compartir la vida con Cristo, la Iglesia se hace su transparencia, "mujer vestida de sol" (Apoc 12,1), "signo levantado en medio de las naciones" (Is 11,12; SC 2).
Es posible mantener el ritmo de esta peregrinación eclesial cuando se vive de la palabra y de la eucaristía, porque la palabra "contemplada" conduce a la visión, y la eucaristía lleva al encuentro definitivo. Ambas se han insertado en la historia humana por medio de la Iglesia. Por esto, desde todos los rincones de la tierra surge un mismo grito de esperanza: "¡Ven, Señor Jesús!" (Apoc 22,20).
No sería posible mantener esta tensión salvífica de caminantes, con sólo esperanzas humanas al ras del suelo. Poseer, disfrutar, dominar..., son actitudes caducas, porque no nacen del amor. El "progreso" o "bienestar" que nace de estas actitudes, origina esclavitud de hermanos y de pueblos. El verdadero progreso y bienestar nace del amor, que transforma la creación en bienes parar compartir.
Levantar al hombre de una postración de pobreza y marginación, sólo es factible a la luz de una liberación integral en Cristo. "El hombre cristiano..., asociado al misterio pascual, configurado con la muerte de Cristo, llegará, corroborado por la esperanza, a la resurrección. Esto vale no solamente para los cristianos, sino también para todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo invisible" (GS 22).
La peregrinación cristiana es camino de "esperanza", que "no deja confundido" (Rom 5,5). Nuestra esperanza se apoya en Cristo resucitado, que "ha penetrado los cielos" después de sufrir, morir y resucitar (Heb 4,14; cf. 6,18-20). Cristo comparte nuestro caminar para transformarlo en donación. Sólo así se abren caminos nuevos que otros continuarán. La vida recobra su sentido cuando Cristo es el centro del corazón y de la comunidad: "Jesucristo es el mismo, ayer, hoy y siempre" (Heb 13,8).
Cristo resucitado ha dejado huellas de su presencia en la historia de cada persona y de cada comunidad humana. El se deja encontrar de quien abre el corazón a los hermanos para construir la historia amando. Los destellos de su luz iluminan nuestro caminar, "hasta que despunte el día y el lucero matutino se alce en vuestros corazones" (2Pe 1,19).
La Iglesia es una comunidad de hermanos que, habiendo encontrado a Cristo, se ayudan para ser testigos de este encuentro y para transformar el encuentro en visión y posesión definitiva. El "alma" de esta comunidad peregrina es el Espíritu Santo (cf. LG 7), comunicado por el Padre y el Hijo, como vida nueva y nuevo nacimiento.
2. "Le veremos tal como es"
El deseo de ver a Dios no es una quimera ni una utopía, sino una manifestación espontánea de la vida nueva que Dios ha infundido en nuestros corazones. La vida de gracia es sólo la semilla y el inicio de una plenitud.
Los santos han sido muy sensibles a la presencia de Dios en la creación y, de modo especial, en el corazón de quien se ha abierto al amor. Esta sintonía con la presencia amorosa de Dios les ha hecho vibrar con el deseo de la visión real y definitiva: "Descubre tu presencia"... "Rompe la tela de este dulce encuentro" (San Juan de la Cruz).
A Dios le podemos descubrir en la creación y en la historia, en nuestro corazón y en la palabra inspirada de la Escritura, en cada hermano y, de modo particular, en Cristo su Hijo. Pero esta presencia no es todavía la visión y el encuentro definitivo, sino sólo un ensayo y, a veces, un esbozo. Un día le veremos "cara a cara" (1Cor 13,12). Ya desde ahora se inicia en nosotros un camino hacia la visión: "Todos nosotros, con el rostro descubierto reverberando como espejos la gloria del Señor, nos vamos transfigurando en la misma imagen de gloria en gloria, conforme a como obra el Espíritu del Señor" (2Cor 3,18).
La luz de la vida nueva que Dios nos ha comunicado nos ayuda a ver en el rostro de cada hermano el rostro de Cristo, la imagen de Dios Amor. Un día descubriremos en el rostro de Cristo glorificado las facciones de todos los hermanos que hemos encontrado en nuestro caminar terreno: "Dios que ha dicho: brille la luz de entre las tinieblas, es quien ha encendido esta luz en nuestros corazones, para que irradiásemos el conocimiento de la gloria de Dios, que reverbera en la faz de Cristo Jesús" (2Cor 4,6).
Desde la encarnación del Hijo de Dios, el hombre ha sentido más realizable este deseo de ver a Dios. En Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, el deseo de ver a Dios se comienza a convertir en anticipación de una realidad plena: "Hemos visto su gloria, la gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad" (Jn 1,14).
Quien se encuentra con Cristo, comienza a pregustar la visión y el encuentro definitivo con Dios: "Quien me ve a mí, ve al Padre" (Jn 14,9; cf. Jn 12,45). Ahora es ya el mismo Jesús quien alienta en nosotros el deseo de ver a Dios. Su palabra, contemplada en el silencio del corazón, se va convirtiendo en palabra personal de Dios, que un día será visión: "Este es mi Hijo muy amado; escuchadle" (Mt 17,5). Su cercanía, que a veces parece ausencia, se nos va transformando en presencia de "Emmanuel" o de "Dios con nosotros" (Mt 1,23.24), que un día será encuentro definitivo.
En el corazón de cada ser humano, sin excepción, existe un deseo de trascendencia. A veces parece atrofiarse por sucedáneos que no pueden satisfacer las ansias infinitas de verdad y de bondad. Cuando alguien se encuentra con el mensaje evangélico testimoniado por personas coherentes, no puede menos de sentir el deseo de encontrarse personalmente con el Señor: "Queremos ver a Jesús" (Jn 12,21).
El deseo de ver a Dios se atrofia cuando el corazón se cierra al amor. Las cosas pasajeras sirven como mensaje de un Dios que se quiere dar él mismo. Las cosas pasan, dejando la nostalgia de Dios Amor. Si las cosas se usan sin amor a Dios y a los hermanos, entonces no dejan entrever su verdadero mensaje. Todos los dones de Dios van pasando porque son sólo un ensayo de una donación personal y total. El amor que Dios ha puesto en sus dones pasajeros no pasa nunca. Por medio de los dones de Dios, diseminados en toda la creación redimida por Cristo, nos vamos ensayando para el encuentro final. Ensayamos un "canto nuevo" y definitivo, a partir de un "seguimiento" incondicional de Cristo que se traduce en compartir nuestra vida con él (Apoc 14,3-4).
Siguiendo a Cristo, "el Verbo vuelto hacia Dios" (Jn 1,1), llegaremos a participar de su mirada y de su visión divina: "Si alguien quiere servirme, que me siga; y donde estoy yo, allí estará también mi servidor" (Jn 12,26; cf. 14,2-3).
Comenzamos a vislumbrar que un día veremos a Dios cara a cara, cuando descubrimos el rostro de Cristo en el rostro de cada hermano. En esos rostros de gozo y de dolor, de angustia y de esperanza, se adivina una búsqueda de Dios que es huella inconfundible de que Dios nos ha creado a todos para encontrarle, verle y amarle eternamente. Jesús califica de "bienaventurados" y "benditos" a los que comienzan a ver a Dios en estas huellas pobres del hermano (Mt 5,44-48; 25,34).
El momento más difícil para perseverar en este anhelo de Dios, es cuando parece que calla y está ausente. El Hijo de Dios hecho hombre no quiso ser exento de esta experiencia dolorosa (Mt 27,46). Pero esa "queja" amorosa y confiada de una ausencia sensible de Dios, se convierte en el dintel de la casa del Padre: "En tus manos, Padre, encomiendo mi espíritu" (Lc 23,46). No se puede llegar a ver a Dios sin participar en la cruz de Cristo, que consiste en vivir, sufrir y morir amando.
Hay que "injertarse" en Cristo (Rom 6,5) para participar de su misma mirada que, en su vida mortal, sabía ver al Padre en las flores, en los pájaros y en los hermanos que sufren. Con él y gracias al Espíritu Santo que él nos comunica, ya podemos mirar al Padre y expresarle con "gemidos" nuestro deseo de verle definitivamente. Decir "Padre" ("Abba") a Dios, con la voz, la mirada y el amor de Cristo, es el mejor ensayo para llegar a la visión definitiva: "Recibisteis el Espíritu de filiación adoptiva, con el cual clamamos: ¡Abba! ¡Padre! El Espíritu mismo testifica a una con nuestro espíritu que somos hijos de Dios. Y si hijos, también herederos: herederos de Dios, coherederos de Cristo; si ahora padecemos con él, seremos glorificados con él" (Rom 8,15-17).
"Hasta que claree el día" de la visión (2Pe 1,19), hay que vivir de una presencia amorosa de Dios, experimentada por la fe, que es nuestro cielo en la tierra. Para que Cristo "entregue todo al Padre" (1Cor 15,28), somos llamados a convertirnos en "luz" (Mt 5,14) para los demás compañeros de viaje. Ya desde ahora, comenzamos a entrar en la luz definitiva: "En tu luz, podemos ver la luz" (Sal 35,10).
Ya comenzamos a participar de la misma vida de Dios: "Ahora vemos por medio de un espejo y oscuramente; un día veremos cara a cara. Ahora conozco imperfectamente, entonces conoceré como Dios mismo se conoce" (1Cor 13,12). Un día "seremos semejantes a él, porque le veremos tal como es" (1Jn 3,2).
3. "Cielo nuevo y tierra nueva"
La "vida nueva", infundida por Dios en el corazón del creyente, es el fermento de la creación y de la historia humana, que transformará todas las cosas en "cielo nuevo y tierra nueva" (Apoc 21,1; cf. 2Pe 3,13). Esta es la "esperanza" cristiana, que se traduce en compromiso de construir la historia amando. Es "una esperanza que no engaña" (Rom 5,5), "porque ya estamos salvados, aunque sólo en esperanza..., pero si esperamos lo que no vemos, estamos ejercitando la paciencia" (Rom 8,24-25). Nuestro caminar histórico es una espera activa y responsable de la última venida de Cristo. "Esperamos la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro" (Credo).
El punto de partida de este quehacer histórico es la resurrección de Cristo, como "primicias" de nuestra glorificación final (1Cor 15,20). Sólo la vida de gracia, expresada en el mandato del amor, puede cambiar y renovar las estructuras de la sociedad humana.
La repercusión que una Iglesia renovada evangélicamente puede tener en la sociedad es incalculable. "La llamada universal a la santidad ha sido la consigna fundamental confiada a todos los hijos de la Iglesia, por un concilio convocado para la renovación evangélica de la vida cristiana... Es urgente, hoy más que nunca, que todos los cristianos vuelvan a emprender el camino de la renovación evangélica" (CFL 16).
La Iglesia, precisamente por la vida divina participada de Cristo y en el Espíritu Santo, se convierte en inicio y fermento del Reino definitivo: "La plenitud de los tiempos ha llegado a nosotros, y la renovación del mundo está irrevocablemente decretada y, en cierta manera, se anticipa realmente en este siglo, pues la Iglesia, ya aquí en la tierra, está adornada de verdadera santidad, aunque todavía imperfecta... La Iglesia peregrina lleva en sus sacramentos e instituciones, pertenecientes a este tiempo, la imagen de este siglo que pasa, y ella misma vive entre las criaturas, que gimen con dolores de parto al presente, en espera de la manifestación de los hijos de Dios" (LG 48).
La acción de Cristo resucitado en el mundo pasa por un corazón renovado según las bienaventuranzas y el mandato del amor. Este renovación nace de la actitud filial para con Dios, expresada en la donación a los hermanos.
Todo el universo ha quedado, de algún modo, deificado, en cuanto que el ser humano ha entrado en estos designios salvíficos de Dios. La búsqueda de Dios, que se despierta en cada corazón, son los "gemidos inenarrables del Espíritu" (Rom 8,26), que anhelan la venida definitiva de Cristo: "El Espíritu y la esposa dicen: Ven" (Apoc 22,17). El hombre, deificado por la gracia, descubre que es "toda la creación que gime", mientras que nosotros, los hombres, "esperamos la adopción (definitiva) de hijos de Dios, la redención de nuestro cuerpo" (Rom 8,22-23).
Esta actitud cristiana de esperanza fundamenta el gozo de vivir. La vida es hermosa porque Dios es bueno. Siempre es posible hacer lo mejor de nuestra vida: darnos para construir la historia según el amor.
En nuestro caminar de peregrinos, Dios nos ha puesto una "gran señal": María, "la mujer vestida de sol" (Apoc 12,1). Su plena transformación en Cristo, la hace "Tipo" o personificación de una Iglesia renovada, que ya ha llegado a la glorificación final: "La Madre de Jesús, de la misma manera que, glorificada ya en los cielos en cuerpo y en alma, es imagen y principio de la Iglesia que habrá de tener su cumplimiento en la vida futura, así en la tierra precede con su luz al peregrinante Pueblo de Dios como signo de esperanza cierta y de consuelo, hasta que llegue el día del Señor" (LG 68).
Quien vive en esta tesitura de vida nueva no cae en la trampa de la agresividad, de la desesperación, del pesimismo y de la huida. La vida es camino de bodas, para compartir la suerte de Cristo, muerto y resucitado. La realidad se afronta para cambiarla en participación del misterio pascual. La vida y la muerte del creyente se hacen "complemento" de Cristo, vencedor del pecado y de la muerte: "Ninguno de nosotros vive para sí mismo ni muere para sí mismo; si vivimos, vivimos para el Señor; y si morimos, morimos para el Señor. Así, pues, tanto si vivimos como si morimos, somos del Señor. Para esto murió y resucitó Cristo: para ser Señor de vivos y muertos" (Rom 14,7-9).
No hay victoria sobre el mal si no se convierte la vida en donación. En la actualidad, nuestra vida está entretejida de momentos de Belén, Nazaret, Getsemaní, Calvario y sepulcro vacío. Pero eso no es más que el reverso (lleno de hilachas) de un tapiz maravilloso que ahora ya se está tejiendo. La verdadera cara del tapiz aparecerá al final de este período de nuestra historia terrena. Nuestra sorpresa será grande cuando descubriremos que esta transformación la ha realizado Cristo con nosotros y en nosotros. Lo que llamamos vida del "más allá" sigue siendo don de Dios, que hace posible nuestra respuesta libre y generosa. El hogar de un cielo nuevo y de una tierra nueva lo construimos ahora entre todos. Pero todavía faltan muchos hermanos en la construcción de este hogar común, que ya debe comenzar aquí y ahora.
La dimensión esponsal de la vida da pleno sentido a la historia personal y comunitaria. "Ya viene el esposo; salid a su encuentro" (Mt 25,6). Nos invitan a las bodas. La invitación viene del amor de Cristo Esposo: "Nos amó y nos lavó de nuestros pecados con su sangre" (Apoc 1,5); "Estoy llamando a la puerta; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo" (Apoc 3,20).
La venida de Cristo Esposo acontece en todo momento. Hay que despertar de nuestros sueños engañosos y salir de nuestro sonambulismo. Salir del propio egoísmo es encontrar el verdadero "yo", que fue creado y amado en Cristo para ser definitivamente con él imagen de Dios Amor. Hay que recobrar nuestro rostro primitivo y redescubrir en el rostro de cada hermano esa imagen maravillosa que refleja el amor entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo: "Cuando Cristo, vuestra vida, aparezca, entonces también vosotros apareceréis gloriosos con él" (Col 3,3).
Cada momento de nuestra vida terrena suena a eternidad. El tiempo presente se convierte en definitivo, por el hecho de ser salvador por Cristo y convertido en vida eterna. Hacer cálculos de "tiempo" sobre una venida de Cristo (el año mil o el dos mil) equivale a fabricar fantasmas imaginarios. Cristo "ya" viene ahora, en cada momento, para ayudarnos a transformar la historia en eternidad. Un día, cuando venga el Señor definitivamente en "la resurrección de los muertos", aparecerá esta historia maravillosa construida por el amor. Es aquí y ahora que se decide nuestro futuro personal y comunitario: "Estoy a punto de llegar con mi recompensa y voy a dar a cada uno según sus obras. Yo soy el Alfa y la Omega, el primero y el último, el principio y el fin" (Apoc 22,12-13).
MEDITACION BIBLICA
- El deseo de ver a Dios:
"¡Oh Dios! Tú eres mi Dios; a ti te busco solícito; sedienta de ti está mi alma; mi carne languidece por ti; como tierra árida, sedienta, sin agua" (Sal 62,2); "¿cuándo entraré a ver el rostro de mi Dios?" (Sal 41,3).
"Ahora vemos por medio de un espejo y oscuramente; un día veremos cara a cara. Ahora conozco imperfectamente, entonces conoceré como Dios mismo se conoce" (1Cor 13,12).
"Seremos semejantes a él, porque le veremos tal como es" (1Jn 3,2).
- Cristo en nuestro caminar:
"Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí..., quien me ve a mí, ve al Padre" (Jn 14,6.9).
"Voy a prepararos lugar; una vez que me haya ido y os haya preparado el lugar, volveré y os llevaré conmigo, para que podáis estar donde voy a estar yo" (Jn 14,2-3).
"Si alguien quiere servirme, que me siga; y donde estoy yo, allí estará también mi servidor" (Jn 12,26; cf. 14,2-3).
"Quien me ve a mí, ve al Padre" (Jn 14,9; cf. Jn 12,45)
"Este es mi Hijo muy amado; escuchadle" (Mt 17,5).
- María en la comunidad eclesial peregrina:
"Una gran señal apareció en el cielo: una mujer vestida de sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza" (Apoc 12,1).
"Levantará un signo en medio de las naciones" (Is 11,12; SC 2).
- Esperanza cristiana:
"La esperanza no deja confundido" (Rom 5,5).
"Jesucristo, nuestra esperanza" (1Tim 1,1).
"Jesucristo es el mismo, ayer, hoy y siempre" (Heb 13,8).
"Hasta que despunte el día y el lucero matutino se alce en vuestros corazones" (2Pe 1,19).
"Porque ya estamos salvados, aunque sólo en esperanza..., pero si esperamos lo que no vemos, estamos ejercitando la paciencia" (Rom 8,24-25).
"Esperamos la adopción (definitiva) de hijos de Dios, la redención de nuestro cuerpo" (Rom 8,22-23).
- Hacia el encuentro definitivo con Cristo:
"Todos nosotros, con el rostro descubierto reverberando como espejos la gloria del Señor, nos vamos transfigurando en la misma imagen de gloria en gloria, conforme a como obra el Espíritu del Señor" (2Cor 3,18).
"Dios que ha dicho: brille la luz de entre las tinieblas, es quien ha encendido esta luz en nuestros corazones, para que irradiásemos el conocimiento de la gloria de Dios, que reverbera en la faz de Cristo Jesús" (2Cor 4,6).
"Hemos visto su gloria, la gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad" (Jn 1,14).
"Queremos ver a Jesús" (Jn 12,21).
"Cantaban un cántico nuevo delante del trono... Un cántico que nadie podía aprender... Estos son los que siguen al Cordero a dondequiera que va" (Apoc 14,3-4).
"Y si somos hijos, también herederos: herederos de Dios, coherederos de Cristo; si ahora padecemos con él, seremos glorificados con él" (Rom 8,15-17).
- La venida de Cristo Esposo:
"Ninguno de nosotros vive para sí mismo ni muere para sí mismo; si vivimos, vivimos para el Señor; y si morimos, morimos para el Señor. Así, pues, tanto si vivimos como si morimos, somos del Señor. Para esto murió y resucitó Cristo: para ser Señor de vivos y muertos" (Rom 14,7-9).
"Ya viene el esposo; salid a su encuentro" (Mt 25,6).
"Nos amó y nos lavó de nuestros pecados con su sangre" (Apoc 1,5).
"Cuando Cristo, vuestra vida, aparezca, entonces también vosotros apareceréis gloriosos con él" (Col 3,3).
"Estoy a punto de llegar con mi recompensa y voy a dar a cada uno según sus obras. Yo soy el Alfa y la Omega, el primero y el último, el principio y el fin" (Apoc 22,12-13).
"El Espíritu y la esposa dicen: Ven...¡Ven, Señor Jesús!" (Apoc 22,17.20).
- En la comunidad eucarística:
"¿Podéis beber la copa que yo he de beber? (Mc 10,38).
"Esta es la copa de la nueva Alianza, sellada con mi sangre, que se derrama por vosotros" (Lc 22,19-20).
"Siempre que coméis de este pan y bebéis de este cáliz, anunciáis la muerte del Señor, hasta que él vuelva" (1Cor 11,26).
"Estoy llamando a la puerta; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo" (Apoc 3,20).
- Hacia un nuevo cielo y una nueva tierra:
"Vi un cielo nuevo y tierra nueva" (Apoc 21,1)
"Nosotros esperamos, según la promesa de Dios, unos cielos nuevos y una nueva tierra, en los que habite la justicia" (2Pe 3,13).
"Que el Dios de la paz os haga llevar la vida que corresponde a auténticos creyentes; que todo vuestro ser -espíritu, alma y cuerpo- se conserve irreprochable para la venida de nuestro Señor Jesucristo" (1Tes 5,23).
V
CRISTO EN LOS HERMANOS
1. Cristo en cada hermano
2. Cristo en la comunidad de hermanos
3. Cristo envía a los hermanos
Meditación bíblica
* * *
Cuando un creyente vive de auténticamente la vida divina de la gracia, siente en su corazón la "voz de la sangre". Cada hermano y toda la comunidad humana están llamados a vivir la misma "vida nueva" (Rom 6,4). El amor a la comunidad de hermanos y a toda la Iglesia es garantía de que uno vive la vida divina participada.
La "vida en Cristo", comunicada a nuestros corazones, es "vida en el Espíritu" y constituye la realidad más profunda de la Iglesia como "cuerpo" de Cristo, esposa, sacramento, madre y Pueblo de Dios. Sin la vida de la gracia, la Iglesia se reduciría a simples estructuras. "El Espíritu habita en la Iglesia y en el corazón de los fieles como en un templo, y en ellos ora y da testimonio de su adopción de hijos" (LG 4).
El "murmullo" del "agua viva" en nuestros corazones se traduce en compromisos de misión: "La caridad de Cristo me apremia, al pensar que uno ha muerto por todos. Y Cristo ha muerto por todos para que los que viven no vivan ya para ellos, sino para el que ha muerto y resucitado por ellos" (2Cor 5,14-15). El compromiso apostólico o misionero es la señal de vivir con autenticidad la vida de la gracia. "La urgencia de la actividad misionera brota de la radical novedad de vida, traída por Cristo y vivida por sus discípulos" (RMi 7).
1. Cristo en cada hermano
La propia vida de gracia, como vida divina participada y como inhabitación de Dios Amor en nosotros, se vive siempre en relación a los hermanos. Cada hermano es una historia de amor eterno que comenzó en el corazón de Dios. En cada hermano podemos descubrir destellos de presencia y de vida divina. Esta experiencia de fe comienza descubriendo a Cristo escondido en la vida y en el rostro de cada hermano, especialmente cuando está necesitado: "Cuantas veces hicisteis eso a un de mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis" (Mt 25,40).
La sorpresa de Saulo, al encontrarse con Cristo en el camino de Damasco, consistió en descubrir que el Señor vive en cada creyente: "Saulo, ¿por qué me persigues?" (Act 9,4). Un baso de agua dado a un hermano se convierte en un gesto de amor manifestado a Cristo que vive en él (Mt 10,42).
La vida nueva que Dios nos comunica y su presencia de inhabitación en nosotros como en su propio hogar, son la fuente de nuestra realización como personas humanas, creadas a imagen de Dios Amor. Nuestra personalidad se construye en una actitud de relación, que es donación a Dios y a los hermanos. "El hombre no puede encontrar su propia plenitud, si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás" (GS 24).
El cumplimiento del mandato de Cristo es una exigencia y una manifestación de la vida nueva: "Amaos como yo os he amado" (Jn 13,34). Pero esta actitud evangélica sólo es posible cuando dejamos que Cristo viva en nosotros de verdad: "Sin mí, no podéis hacer nada" (Jn 15,5). Entonces le descubrimos presente en los hermanos. Esta vida en Cristo, compartida con todos, nos hace ser "un solo cuerpo" (1Cor 12,12), donde cada miembro se siente solidario con de los demás: "Si padece un miembro, todos los demás padecen con él" (1Cor 12,26).
En cada hermano podemos descubrir las huellas de Dios Amor. Es siempre "el hermano, por quien Cristo ha muerto" (1Cor 8,11). La vida de cada hermano es biografía de Cristo. Desde el nacimiento hasta la muerte, todo creyente puede "completar" (Col 1,24) lo que falta al "Cristo total". Desde el día de la encarnación, Cristo acompaña a cada ser humana para hacer de él su prolongación, su mismo "sí" o "amén" de donación (2Cor 1,20; Heb 13,15).
La realidad de Iglesia, como "misterio" o signo de la presencia de Cristo, tiene lugar en cada creyente. La Iglesia, en cada uno de sus miembros, es "complemento" de Cristo (Ef 1,23), su expresión, su "consorte". La dignidad fundamental de cada miembro de la Iglesia es la misma. La diversidad de vocaciones y de ministerios se convierte en campo diferenciados donde cada uno debe realizar su vida divina participada. Es más el que ama más, es decir, el que más refleje en su vida la comunión de Dios Amor, uno y trino.
El trabajo que cada hermano realiza, las cualidades que posee y los cargos que desempeña, son sólo medios o instrumentos por los que hará realidad la "vida nueva" en sí mismo y en los demás. La vida divina participada es común a todos los que han abierto el corazón a Dios.
Ver el rostro de Cristo en el rostro de cada hermano es una señal de vivir en sintonía con el pensar, sentir y amar del Señor. Sólo quien descubre y respeta esta realidad del hermano podrá decir, como Pablo, "mi vida es Cristo" (Fil 1,21), "es Cristo quien vive en mí" (Gal 2,20).
El proceso de la propia configuración con Cristo, como proceso de apertura a la vida divina, corre a la par del hecho de saber adivinar en cada hermano su misma realidad, reconociéndola, respetándola y amándola.
Cada hermano está llamado a la perfección de la caridad, de suerte que su vid se haga prolongación y expresión de Cristo. Cada uno debe ser, para los demás, una ayuda en este camino de crecimiento espiritual, que abarca todo el ser del hombre.
La actitud filial del "Padre nuestro" se realiza en cada hermano que ha encontrado a Cristo. A partir de este encuentro, su filiación divina es un proceso indefinido que delinea su dignidad. En cada ser humano hay alguna "semilla" de esta realidad cristiana, que tiende a llegar a la plenitud. El tener, el poseer y el disfrutar de unos bienes terrenos no es determinante para la verdadera personalidad humana, puesto que "el hombre vale más por lo que es, que por lo que tiene" (GS 35).
El mensaje de las bienaventuranzas está moldeando la personalidad de todo creyente sin excepción. Jesús ya vive, de algún modo, en todo corazón humano, para hacer de él su misma imagen filial, de suerte que el pensar, sentir y querer se realicen en cada corazón según el modelo de Dios Amor: "Sed perfectos como vuestro Padre celestial" (Mt 5,48).
La pobreza, limitación y marginación en que se encuentran algunos hermanos no son motivo suficiente para olvidar o prescindir de su dignidad de hijos de Dios y de hermanos en Cristo. Todo hermano es amado por Dios de modo irrepetible. Todo hermano es recuperable para la vida divina y para reencontrar su realidad integralmente humana en Cristo. Cualquier ser humano, aunque fuera un esclavo por su condición social, es ya "parte de nuestro mismo corazón" (Filemón 12), como coheredero de la misma "vida nueva".
A la luz de esta dignidad cristiana, a la que está llamado todo ser humano por el hecho de haber sido redimido por Cristo, ya no existen categorías sociales ni esclavitudes más o menos solapadas. Cada uno es "el hermano queridísimo" (Filemón 16). No aceptable la clasificación que solemos hacer entre buenos y malos, ricos y pobres, puesto que prevalece la realidad profunda de que Cristo hace de cada hermano una página de su biografía. Quien ha encontrado a Cristo ya no tiene más vocación que la de compartir con todo hermano el mismo caminar hacia el Amor, cuando "Dios será todo en todos" (1Cor 15,28).
El "misterio" del hombre se descifra sólo en el "misterio" de Cristo, prolongado en el "misterio" de la Iglesia. El significado profundo de las palabras "libertad", "igualdad" y "fraternidad" está acuñado en el cristianismo, con la particularidad de que estas palabras no pueden separarse de su dimensión universalista, porque "Cristo murió por todos" (2Cor 5,14-15).
2. Cristo en la comunión de hermanos
"Iglesia" ("ecclesia") significa el conjunto de hermanos "convocados" por la presencia de Cristo resucitado. Todos ellos forman una comunidad o "comunión" basada en el amor. Todos ellos son, en Cristo, el reflejo de la unidad de donación que existe en Dios Amor: "Toda la Iglesia aparece como un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (LG 4, citando a San Cipriano). La vida divina participada es la que fundamenta la "comunión" eclesial, dando sentido a la vida fraterna.
La señal de ser partícipes de la vida divina es precisamente esta actitud de amor que quiere construir la comunión de hermanos: "Sabemos que hemos sido trasladados de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos" (1Jn 3,14).
Cristo clasificó a la comunidad de creyentes con una frase llena de ternura: "Mi Iglesia" (Mt 16,16). Su amor por la Iglesia llegó hasta dar la vida por ella: "Amó a la Iglesia y sen entregó a sí mismo por ella, para consagrarla a Dios purificándola por medio del agua y de la palabra. Se preparó así una Iglesia esplendorosa, sin mancha ni arruga ni cosa parecida; una Iglesia santa e inmaculada" (Ef 5,25-27). Este amor lo contagió a sus amigos, hasta hacerlos disponibles para sufrir por ella y de ella: "Me alegro de mis padecimientos por vosotros y suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por el bien de su cuerpo que es la Iglesia" (Col 1,24).
La comunidad de creyentes es verdaderamente Iglesia, es decir, "comunidad convocada", cuando reina el amor fraterno; entonces se convierte en signo claro y portador de Cristo: "Donde están dos o más reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18,20); "amaos los unos a los otros, como yo os he amado... en esto conocerán que sois mis discípulos" (Jn 13, 34-35).
La realidad de la Iglesia es, pues, la de ser signo de la presencia de Cristo (Iglesia "misterio") en cuanto comunidad de hermanos (Iglesia "comunión"). Ahí radica la fuerza de la misión eclesial. Por esto se llama también "cuerpo" o expresión de Cristo (1Cor 12,27; Ef 1,23), "pueblo" o propiedad suya esponsal (1Pe 2,9) y "signo levantado ante los pueblos" (cf. Is 11,12).
La Iglesia es el "Cristo total", como diría San Agustín. Cristo se prolonga en el tiempo y en los diversos lugares a través de los creyentes que viven la nueva ley del amor fraterno. La vida de la Iglesia, como Cuerpo de Cristo y Pueblo de Dios, es vida nueva en el Espíritu Santo: "El Hijo de Dios, en la naturaleza humana unida a sí, redimió al hombre, venciendo la muerte con su muerte y resurrección, y lo transformó en una nueva criatura. Y a sus hermanos, congregados de entre todos los pueblos, los constituyó místicamente su Cuerpo, comunicándoles su Espíritu" (LG 7).
La ley del amor fraterno hace posible que la comunidad eclesial crezca armoniosamente en la vida nueva del Espíritu. "La claridad de Cristo resplandece sobre la faz de la Iglesia" (LG 1) cuando la misma Iglesia se renueva en el amor: "El Espíritu Santo... con la fuerza del evangelio, rejuvenece a la Iglesia, la renueva incesantemente y la conduce a la unión consumada con su Esposo" (LG 4).
Por esta vida de "comunión" o de amor fraterno, la comunidad eclesial es "un solo cuerpo" de Cristo, diferenciado por los diversos servicios o ministerios y vocaciones, alimentado por "un solo pan" y unificado por el amor en el que cada hermano es solidario de los gozos y esperanzas de los demás (1Cor 12,12-26).
Para que la comunidad eclesial sea "un solo corazón y una sola alma" (Act 4,32), es necesario realizar un proceso unificador por medio de la "escucha de la palabra", la oración, la celebración eucarística y el compartir los bienes. "María, la Madre de Jesús", es el modelo y la Madre de esta comunidad unificada y vivificada por el Espíritu Santo (cf. Act 1-4).
Cuando la fraternidad no se basa en la vida divina participada en el corazón, no existe propiamente la "comunión" de hermanos, puesto que "la caridad viene de Dios" (1Jn 4,7). Sin esta caridad verdadera, una comunidad eclesial se diluye o se hace un grupo de presión, que divide a otras comunidades apartándolas de la comunión con la Iglesia particular y universal. No se ama de verdad a los hermanos cuando se siembra entre ellos la amargura del propio corazón.
Como Cristo fue concebido en el seno de María por obra del Espíritu de amor, de modo semejante el cristiano nace a la vid divina en la comunidad eclesial, de la que María es figura y personificación. El bautismo y los demás sacramentos recuperan entonces el significado más profundo, que consiste en transformar la vida en vida divina participada, como proceso indefinido de configuración con Cristo. No existe evangelización sin los "sacramentos de la fe" (SC 59). Por esto la eucaristía es "la fuente y la cumbre de toda la evangelización" (PO 5; cf. SC 10; LG 11).
El hecho de vivir la vida divina, que nos hace participar en la vida trinitaria, "en el Espíritu, por Cristo, al Padre" (cf. Ef 2,18), es el fundamento de la comunión eclesial en "un solo cuerpo" (Ef 2,16). Sólo entonces nace en el corazón y en la comunidad "la paz de Cristo", que se fundamenta en la caridad, como "vínculo de perfección" (Col 3,14).
Las divisiones se manifiestan siempre en problemática de superficie, que cada uno procura fundamentar en razones aparentemente válidas. Pero, en realidad, toda división nace en un corazón ya dividido con anterioridad, que no quiere morir al propio egoísmo y vivir sólo para el amor. El "Cristo dividido" (1Cor 1,13) de tantas comunidades sólo se puede restaurar por medio de un conversión personal y comunitaria, como apertura incondicional a los planes de Dios. "El auténtico ecumenismo no se da sin la conversión interior" (UR 7). El "ecumenismo" más difícil es el de los hermanos que ya viven en la misma casa.
El amor a la Iglesia, tal como es, con sus signos limitados y, al mismo tiempo, portadores de gracia, es la piedra de toque de la "comunión" eclesial. "La fidelidad a Cristo no puede separarse de la fidelidad a la Iglesia" (PO 14). "En la medida en que uno ama a la Iglesia de Cristo, posee el Espíritu Santo" (San Agustín). Cuando el corazón no vive en sintonía con la vida divina, rompe los lazos de comunión eclesial. La vida de gracia no puede convertirse en un adorno ni en una abstracción aséptica.
La palabra de Dios transmitida a la comunidad eclesial es el punto de partida de la "comunión", porque es palabra que tiene su iniciativa en Dios (palabra revelada e inspirada) y que se ha transmitido y predicado a través de la comunión eclesial (magisterio, predicación, liturgia, vida de santos...). Si esta palabra no llegara a ser contemplada en el corazón, como hizo María (Lc 2,19.51), y no se hiciera vida de amor personal y comunitario, se convertiría en simple lenguaje para expresar ideas preconcebidas. Vivir la "gracia" con actitud relacional para con Dios íntimamente presente, se traduce en actitud de escucha humilde y contemplativa de la palabra, que orienta ("convierte") el corazón hacia el amor. La garantía de haber escuchado y contemplado la palabra está en la vivencia de la eucaristía como presencia especial de Cristo, sacrificio y sacramento de unidad.
3. Cristo envía a los hermanos
El "agua viva" o vida divina participada, que Cristo ofreció a la samaritana, es para todos: "Si alguno tiene sed, que venga a mí y beba" (Jn 7,37). El llamado del Señor no tiene fronteras: "Venid a mí todos" (Mt 11,28); "yo soy el pan de vida... para la vida del mundo" (Jn 6,48.51).
Quien vive en sintonía con esta vida nueva, siente continuamente en su corazón la voz de Cristo Buen Pastor:
"Tengo otras ovejas" (Jn 10,16); "tengo sed" (Jn 19,28). Cuando uno escucha los amores de Cristo, como el discípulo amado (Jn 13, 23-25), descubre que el "agua" que brota de su corazón es fruto de una "sangre" derramada "por todos" (Jn 19,34-37; Mt 26,28).
Cuando se encuentra a Cristo de verdad, entonces "arde el corazón" (Lc 24,32) y se siente la necesidad imperiosa de anunciarle a todos los hermanos (Lc 24,33-35). Cuando el Señor deja sentir su presencia, como a la Magdalena junto al sepulcro vacío, es para hacer partícipes a los demás de esta misma gracia: "Ve a mis hermanos" (Jn 20,17).
La vida divina o vida de gracia es participación en la filiación divina de Cristo, que es "el primogénito entre muchos hermanos" (Rom 8,29). La Iglesia, como comunidad "convocada" por Cristo resucitado, ha sido fundada para evangelizar a todos los pueblos: "Id por todo el mundo" (Mt 28,19). La misión que Cristo ha confiado a los suyos es la de comunicar la vida divina: "Bautizad en el hombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (ibídem). "Los pueblos son coherederos" con nosotros del misterio de Cristo (Ef 3,6).
Un creyente o una comunidad cristiana que no viviera la realidad de ser Iglesia "misterio" (signo de Cristo) e Iglesia "comunión" (fraternidad), confundiría la Iglesia "misión" con una empresa técnica, filantrópica o política. La misión nace como urgencia de comunicar la caridad que Dios ha infundido en nuestros corazones: "La caridad de Cristo me urge" (2Cor 5,14); "ay de mí si no evangelizare" (1Cor 9,16). "La misión, además de provenir del mandato formal del Señor, deriva de la exigencia profunda de la vida de Dios en nosotros" (RMi 11).
En algunas comunidades cristianas existe una sensibilidad "estragada" por mil preocupaciones, relativamente buenas, que no corresponden a los deseos profundos de Cristo. Si el Señor se acercó a toda clase de necesidades humanas, fue para salvar al hombre en toda su integridad de Hijo de Dios. Hay sectores humanos que ya han superado la pobreza material y la marginación, pero que han caído en la mayor de las pobrezas: alejarse de Dios Amor y oprimir a los hermanos.
Los santos vivieron un compromiso profundo de encarnación e inserción, a partir de una auténtica experiencia de la vida divina, que Cristo mereció para todos. El "amor preferencial por los pobres" es un contagio de los amores de Cristo, que vino para "salvar lo que estaba perdido" (Lc 19,10) y para "dar la vida en rescate por todos" (Mt 20,28). Este amor sólo es posible cuando se ha entrado en el corazón de Cristo, porque "el amor viene de Dios" (1Jn 4,7).
Quien ha recibido la gracia de la fe, descubre que todo ser humano ha sido amado y "elegido en Cristo" para ser "hijo de en el Hijo", gracias a la "prenda del Espíritu"; de esta vivencia nace la necesidad imperiosa, por agradecimiento y por misión, de trabajar incansablemente para "recapitular todas las cosas en Cristo" (Ef 1,10). Si el amor no fuera así, dejaría de ser amor.
Lo mejor que podemos dar a los hermanos es nuestra colaboración para que reciban el don de la fe y de la vida nueva. Una sociedad que no viviera del amor a Cristo daría origen a nuevas formas de pobreza y de marginación: droga, suicidio, aborto, eutanasia, empobrecimiento de los pueblos más débiles, erotismo... La peor de esas esclavitudes es la de impedir que la persona se realice amando, haciendo de su vida una donación a imagen de Dios Amor. El ser humano sólo se realiza en una relación de entrega sincera a los demás.
Sólo a partir de la vida nueva de la gracia, los hombres recuperarán su dignidad de hijos de Dios. Entonces se podrá "alcanzar y transformar con la fuerza del evangelio los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad, que están en contraste con la palabra de Dios y con el designio de salvación" (EN 19). Sólo a la luz de la vida nueva será posible "proponer una nueva síntesis entre evangelio y vida, y poner el mundo moderno en contacto con las energías vivificantes del evangelio" (Juan Pablo II).
Llegar a sentir y asumir "la propia responsabilidad en la difusión del evangelio", sólo es posible a partir de "una profunda vida interior" (AG 35). La toma de conciencia de ser hijos de Dios produce apóstoles de esta misma filiación. Entonces se siente en el corazón el celo apostólico de Pablo, que saber transformar las dificultades en amor fecundo: "para formar a Cristo en vosotros" (Gal 4,19).
La misión de la Iglesia es la de crear comunidades que vivan la "comunión" o fraternidad como reflejo de la vida divina trinitaria: "Por encima de los vínculos humanos y naturales, tan fuertes y profundos, se percibe a la luz de la fe un nuevo modelo de unidad del género humano, en el cual debe inspirarse en última instancia la solidaridad. Este supremo modelo de unidad, reflejo de la vida íntima de Dios, uno en tres personas, es lo que los cristianos expresamos con la palabra 'comunión'. Esta comunión, específicamente cristiana, celosamente custodiada, extendida y enriquecida con la ayuda del Señor, es el alma de la vocación de la Iglesia"... (SRS 40).
La cercanía al hombre concreto, para liberarlo de todo género de esclavitudes, sólo es auténtica cuando se le ama tal como es, según los designios de Dios: "El camino de la Iglesia pasa a través del corazón del hombre, porque está ahí el lugar recóndito del encuentro salvífico con el Espíritu Santo, con el Dios oculto y precisamente ahí el Espíritu Santo se convierte en fuente de agua que brota para la vida eterna" (DEV 67).
Esta oferta cristiana puede parecer "dura" y utópica, cuando en la publicidad son otros los problemas que aquejan a la humanidad. Pero las palabras de Jesús son "palabras de vida eterna" (Jn 6,68), que no se prestan al juego de la moda. Desde los nuevos "areópagos" del mundo actual, surge el mayor desafío de la historia de la Iglesia: nos preguntan sobre nuestra experiencia del Dios vivo: "El mundo exige a los evangelizadores que le hablen de un Dios a quien ellos mismos conocen y tratan familiarmente, como si estuvieran viendo al Invisible" (EN 76; cfr. RMi 38).
Si el hombre de hoy perdiera su relación con Dios, atrofiaría su relación de respeto al cosmos y de donación a los hermanos. La vida de gracia hace seres humanos profundamente "inculturados", es decir, inmersos en las actitudes culturales básicas: relación con Dios, con la humanidad y con el cosmos. La destrucción indiscriminada de la naturaleza es un signo de haber atrofiado el amor a Dios y a los hermanos. La "ecología" bien entendida tiene raíces morales y espirituales.
Nuestros hermanos, de cualquier raza y de cualquier pueblo, necesitan ver a Cristo en nuestro modo de amar, ver, escuchar, hablar, actuar. Ningún nivel de actuación sociológica (cultural, política, económica...) queda dispensado de esta dimensión evangélica. El Espíritu Santo, enviado por Jesús, si le dejamos actuar en el corazón, nos convierte en "testigos" del Señor "hasta los últimos confines de la tierra" (Act 1,8).
La Iglesia, para cumplir su misión evangelizadora, mira siempre a Nazaret y al Cenáculo: "En la economía de la gracia, actuada bajo la acción del Espíritu Santo, se da una particular correspondencia entre el momento de la encarnación del Verbo y el del nacimiento de la Iglesia. La persona que une estos dos momentos es María: María en Nazaret y María en el cenáculo de Jerusalén" (RM 24). "Como los Apóstoles después de la Ascensión de Cristo, la Iglesia debe reunirse en el Cenáculo 'con María la Madre de Jesús' (Act 1,14), para implorar el Espíritu Santo y obtener fuerza y ardor para cumplir el mandato misionero. También nosotros, mucho más que los Apóstoles, tenemos necesidad de ser transformados y guiados por el Espíritu" (RMi 92).
MEDITACION BIBLICA
- Cristo en los hermanos:
"Cuantas veces hicisteis eso a un de mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis" (Mt 25,40).
"Saulo, ¿por qué me persigues?... Yo soy Jesús, a quien tú persigues" (Act 9,4-5).
"Sabemos que hemos sido trasladados de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos" (1Jn 3,14).
"Amaos los unos a los otros, como yo os he amado... en esto conocerán que sois mis discípulos" (Jn 113, 34-35).
- Cristo en la comunidad:
"Donde están dos o más reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18,20)
"Todos los miembros del cuerpo, por muchos que sean, no forman más que un solo cuerpo; así también Cristo... Si padece un miembro, todos los demás padecen con él" (1Cor 12,12.26).
"Porque tú te las das de sabio, ¿se va a perder... ese que es un hermano, por quien Cristo ha muerto?" (1Cor 8,11)
"Todo lo ha puesto Dios bajo el dominio de Cristo, constituyéndolo cabeza de la Iglesia, que es su cuerpo, y, por tanto, su complemento" (Ef 1,23)
"¿Es que está dividido Cristo?" (1Cor 1,13)
- Amar a la Iglesia como Cristo la ama:
"Amó a la Iglesia y sen entregó a sí mismo por ella, para consagrarla a Dios purificándola por medio del agua y de la palabra. Se preparó así una Iglesia esplendorosa, sin mancha ni arruga ni cosa parecida; una Iglesia santa e inmaculada" (Ef 5,25-27).
"Me alegro de mis padecimientos por vosotros y suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por el bien de su cuerpo que es la Iglesia" (Col 1,24).
- El amor de Cristo urge a la misión sin fronteras:
"La caridad de Cristo me apremia, al pensar que uno ha muerto por todos. Y Cristo ha muerto por todos para que los que viven no vivan ya para ellos, sino para el que ha muerto y resucitado por ellos" (2Cor 5,14-15).
"Venid a mí todos" (Mt 11,28).
"Yo soy el pan de vida... para la vida del mundo" (Jn 6,48.51).
"Tengo otras ovejas" (Jn 10,16).
"Tengo sed" (Jn 19,28).
"Ve a mis hermanos" (Jn 20,17).
"Id por todo el mundo, amaestrad a todos los pueblos, bautizándolos en el hombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (Mt 28,19).
"Seréis mis testigos... hasta los últimos confines de la tierra" (Act 1,8).
"Todos los pueblos comparten la misma herencia, son miembros de un mismo cuerpo y participan de la misma promesa hecha por Cristo Jesús a través del evangelio, del que la gracia y la fuerza de Dios me han hecho servidor" (Ef 3,6-7).
"El Hijo del hombre ha venido para salvar lo que estaba perdido" (Lc 19,10) y para "dar la vida en rescate por todos" (Mt 20,28).
"Recapitular todas las cosas en Cristo" (Ef 1,10).
"Ay de mí si no evangelizare" (1Cor 9,16).
"Hijitos míos, por quienes estoy sufriendo de nuevo dolores de parto, hasta formar a Cristo en vosotros" (Gal 4,19).
- María, Madre de la unidad de la Iglesia:
"La madre de Jesús le dijo: No tienen vino. Jesús le respondió: ¿Qué tenemos que ver tú y yo, mujer? Todavía no ha llegado mi hora. Dice su madre a los que servían: Haced lo que él os diga" (Jn 2,4-5).
"Perseveraban unánimemente en la oración,... con María la madre de Jesús" (Act 1,14). "Se llenaron todos del Espíritu Santo" (Act 2,4). "Y perseveraban asiduamente en la doctrina de los Apóstoles y en la comunión, en la fracción del pan y en la oración... Vivían unidos y tenían todas las cosas en común" (Act 2,42-44). "La multitud de los que creyeron tenía un solo corazón y una sola alma... y con gran fortaleza daban los apóstoles el testimonio que se les había confiado acerca de la resurrección del Señor Jesús" (Act 4,32)
"Dijo Jesús: ¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? Y dirigiendo en torno su mirada a los que estaban sentados a su alrededor, dijo: Ahí tenéis mi madre y mis hermanos. Pues el que hiciere la voluntad de Dios, éste es mi hermano y hermana y madre" (Mc 3,33-35).
IV
EL HOGAR DE DIOS
1. Dios cercano
2. Dios en su casa solariega
3. Presencia reclama presencia
Meditación bíblica
* * *
A Dios no se le encuentra envuelto en ideas y abstracciones, sino conviviendo con nosotros: "Tú estás cerca, Señor" (Sal 118,151). En la creación y en la historia, Dios se ha manifestado y comunicado a los hombres. A Dios se le encuentra en las cosas, en los hermanos y en el propio corazón, "más íntimamente presente que yo mismo" (San Agustín).
Dios está presente para darse. Nos ha creado y sostiene nuestro ser porque nos ama. Todo nos habla de su presencia y de su amor. El hombre es un ser llamado a la existencia por amor, como "única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí misma" (GS 23).
Dios ha entablado relaciones personales con el hombre y espera de él una actitud relacional. Su presencia de inmensidad se quiere transformar en presencia de relación, comunicación y donación. La humanidad entera será una familia de hermanos cuando el hombre permita que Dios haga de su corazón su propio hogar.
1. Dios cercano
Jesucristo presentó a Dios como cercano y familiar, que conoce y comprende nuestras necesidades y deseos *(Mt 6,8.26.32), que cuida con detalle y amorosamente de nuestras vidas *(Mt 7,11), que ve y escucha como quien toma parte activa en nuestra existencia *(Mt 6,4). El mismo Jesús es la expresión de esta presencia paterna de Dios Amor: *"Quien me ve a mí, ve al Padre" (Jn 14,9); "el Verbo se hizo hombre y habitó entre nosotros" (Jn 1,14).
La presencia de Dios es activa y amorosa. No solamente nos da sus cosas, "su sol" (Mt 5,45), sino que se nos da él mismo. Esta presencia es transformante, puesto que la persona humana queda interpelada para abrirse a la acción divina. Pero, de modo especial, es presencia de relación personal ofrecida y postulada. El hombre se realiza viviendo esta relación con Dios presente en su corazón, en los hermanos, en los acontecimientos y en las cosas. Dios debería ser más real que todos los dones que nos ha dado; los mejores dones de la creación sólo tienen explicación en el amor de Dios: *"Uno es vuestro Padre" (Mt 23,9).
No sería posible encontrar la presencia de Dios si se usaran mal las cosas y, sobre todo, si se utilizara a los hermanos. La actitud relacional con los demás es indispensable para encontrar a Dios. De otro modo, sólo se encontraría una idea o una abstracción sobre Dios. Jesucristo, el Hijo de Dios, nos da a conocer a su Padre (Lc 10,22) cuando sabemos verlo y escucharlo en cualquier hermano: *"Lo que hicisteis con uno de mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis" (Mt 25,40.45).
La presencia de Dios no es el producto de nuestra mente, sino una realidad que ha tenido su iniciativa en Dios. El está presente para comunicarse y darse. Nuestra vida tiene sentido cuando se hace relación con él y con los hermanos. Esta verdad la descubrimos en nuestro encuentro con Cristo, no sólo considerando su vida mortal, sino en contacto con él ahora que vive resucitado y presente entre nosotros: *"Estaré con vosotros" (Mt 28,20).
A Dios se le descubre en la realidad concreta de hermanos, acontecimientos y cosas. Pero todo depende de nuestra pureza de corazón. Por esto decimos que Dios nos espera dentro de nosotros: "Estabas dentro de mí" (San Agustín). Quien no sabe unificar su corazón, orientándolo hacia Dios presente, siembra la discordia y la división en la comunidad humana y eclesial. El hombre es menos hombre y se convierte en opresor de los hermanos, cuando prescinde de la actitud relacional con Dios presente en todo y en todos. El mismo atropello tiene lugar cuando se admite a Dios sólo como una idea o como un adorno.
La experiencia de la presencia de Dios depende de la orientación del corazón hacia el amor. El "todo" de Dios sólo se percibe cuando el corazón se desprende de la "nada" de las criaturas. Nada ni nadie puede suplir a dios en el corazón humano. "En esto conocerá el que de veras a Dios ama, si con ninguna cosa menos que él se contenta" (San Juan de la Cruz). Entonces se ama a las personas y a las cosas en su justo valor, queriendo que ellas sean y se realicen según los planes de Dios.
La presencia de Dios es como de quien ama creando y redimiendo, por Cristo su Hijo y en el Espíritu Santo. El "alguien", el "viviente" (Jer 10,10) ha creado y redimido al hombre para relacionarse con él. Cuando el hombre se decide a entablar estas relaciones, todas las cosas y todos los acontecimientos le hablan de su presencia y de su cercanía amorosa: "Mi Amado, las montañas, los valles solitarios nemorosos"... (San Juan de la Cruz). Ya todas las cosas se redescubren como "plantadas por la mano del Amado" (idem).
Dios se ha manifestado y se ha comunicado salvándonos por medio de su Hijo Jesucristo y bajo la acción amorosa del Espíritu Santo. Es, pues, Dios "alguien", uno y Trino, la máxima unidad en el amor. Y así como es, se deja entender cercano, haciendo de nuestra historia la prolongación de su existencia infinita. Conoce, ama, convive, dirige respetando nuestra libertad, restaura sin humillaciones. A cada ser humano, amado eternamente, le deja entender su presencia: *"Estoy contigo" (Sal 138,18).
Hay una presencia de Dios que llamamos de "inmensidad". El está presente dando el ser y sosteniendo la existencia de todas las cosas. Todo nos habla de un "paso" de Dios, que ha dejado huellas imborrables. Pero esta presencia es más profunda respecto al hombre, en cuanto que Dios lo ha creado todo y lo conserva todo por amor a él. Dios ha creado las cosas por Cristo su Hijo, en el amor del Espíritu Santo, para que todo ser humano, hecho hijo en el Hijo e imagen en su Imagen, viva de una presencia divina que es donación de todo lo que es él (cf. Col 1,12-17).
Esta presencia divina nos parece, a veces, ausencia inexplicable. Es que los signos y dones de su presencia tampoco pueden llenar el corazón del hombre. Dios nos "ensaya" para que le descubramos en sus dones, y, luego, nos retira esos dones pasajeros porque se nos quiere dar él mismo. Todo viene de su amor, que respeta la historia y la libertad del hombre. En su presencia bajo signos y dones, y, especialmente, en su aparente silencio y ausencia, es siempre él, cercano, fiel al amor y a la existencia e historia humana. Por medio de Jesús y en cualquier tempestad, deja oír su voz: *"Soy yo" (Jn 6,20).
2. Dios en su casa solariega
Dios ha querido hacerse presente, estar con nosotros y comunicarse de un modo original propio de su amor: vivir en nosotros como en su propio hogar o casa solariega: *"Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y en él haremos morada" (Jn 14,23). Es la presencia amorosa del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo (cf. Jn 14,17; Rom 8,9-11).
Durante la marcha del pueblo de Israel por el desierto, Dios quiso manifestar su presencia por medio de un signo: la tienda o tabernáculo, la "shekinah" (Ex 33,7). Así demostraba su cercanía, como de "esposo" que corre la suerte de su esposa peregrina. A la luz de la encarnación del Verbo (Jn 1,14), Dios nos ha manifestado una presencia suya más íntima, en lo más hondo de nuestro ser: *"El que vive en caridad, permanece en Dios y Dios en él" (1Jn 4,16).
Somos casa o *"templo de Dios vivo" (2Cor 6,16), "templo del Espíritu Santo" (1Cor 6,19). Todo nuestro ser ha sido tocado por esta presencia divina transformante (1Cor 3,16-17). El amor de Dios es así, haciendo que su presencia sea de donación: *"El amor de Dios se ha manifestado en nuestros corazones, por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado" (Rom 5,5).
Dios habita en nosotros tal como es, haciéndonos partícipes de su misma vid trinitaria de Dios amor. Nuestro ser ha empezado a entrar en esta relación amorosa entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. En nosotros, hechos partícipes de la vida divina, el Padre engendra al Hijo, y el Padre y el Hijo "expresan" su amor mutuo en el Espíritu Santo. Nuestra vida es ya la historia del mismo Dios. Por eso el Padre nos ama como a su Hijo en el amor del Espíritu Santo. Así lo declaró Jesús en su oración al Padre: *"Yo les he dado la gloria que tú me diste, a fin de que sean uno como nosotros somos uno y conozca el mundo que tú me enviaste y amaste a estos como me amaste a mí... El amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos" (Jn 17,23.26).
Esta presencia de Dios Amor en nosotros es distinta de su presencia de inmensidad. La llamamos presencia de "inhabitación", como de vivir en la propia casa, y sólo es posible si nuestro corazón se abre al amor (cf. 1Jn 4,16; Rom 5,5). Por ser obra del amor divino, se atribuye al Espíritu Santo, que es la expresión personal del amor entre el Padre y el Hijo. Nuestra vida ya forma parte de esa vida divina de relación profunda, que es presencia de donación: en el Espíritu Santo, por Cristo, nos abrimos filialmente al Padre (cf. Ef 2,18). Somos seres profundamente relacionados. No estamos nunca solos. Nuestra aparente soledad se nos va transformando en una presencia trascendente, más allá de lo que podamos pensar, sentir y decir.
Por esta presencia de "inhabitación", como de hogar familiar, Dios nos engendra en el Hijo y nos vivifica con su misma vida. Nuestro amor se hace partícipe del amor eterno entre el Padre y el Hijo, que se expresa en el Espíritu Santo. De este modo entramos como hijos (herederos) y como amigos en la intimidad divina. Dios está en nosotros como Padre y amigo, haciéndonos capaces de entrar en relación amorosa y en encuentro personal con él. Cuando nuestro corazón se abre a esta presencia divina de donación, "está dando a Dios al mismo Dios en Dios, y es verdadera y entera dádiva del alma a Dios... que es dar tanto como le dan..., dando al Amado la misma luz y calor de amor que recibe... ama por el Espíritu Santo, como el Padre y el Hijo se aman" (San Juan de la Cruz).
Esta presencia nos hace *"familiares de Dios" (Ef 2,19). Por esto hay que decidirse a limpiar la casa de todo lo que no suene a amor. En la medida en que se purifique el corazón de toda escoria, la presencia de Dios se hace más real. Un corazón abierto al amor descubre y vive esta presencia como fuente de entrega y de gozo. "Dios está presente como el objeto conocido en el sujeto que conoce, como el objeto amado en aquel que le ama, y porque por este conocimiento y este amor la criatura racional alcanza al mismo Dios, se dice que Dios habita en ella como en su templo" (Santo Tomás).
Es "comunidad" de amor con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo (cf. 1Jn 1,3). Dios se nos da tal como es, para que podamos convivir con él en plan familiar. Su presencia es *"gracia de nuestro Señor Jesucristo, amor del Padre y comunicación del Espíritu Santo" (2Cor 13,13). Esta presencia de donación hace posible nuestra participación en la vida de Dios. La "gracia" o don de Dios se identifica con esta donación de las personas divinas. La presencia de Dios, como amado en amante, nos transforma en él y da pleno sentido a nuestro existir. Ya nos podemos sentir plenamente amados y capacitados para amar. El nos ama tal como somos y nosotros ya le podemos amar con su mismo amor.
La vida de Cristo en nosotros es esa misma vida de Dios que se expresa en presencia de donación y en relación personal por parte de cada persona de la Santísima Trinidad. Entrando en esta relación, nuestra vida se unifica a imagen de la unidad de Dios Amor en trinidad de personas. El cumplimiento del mandato del amor sólo es posible a partir de un corazón unificado por el amor del Espíritu Santo, en Cristo, "el esplendor" del Padre (Heb 1,3).
La trascendencia de Dios se nos convierte en inmanencia infinita. Su cercanía al corazón del hombre llega hasta hacernos partícipes de su misma presencia amorosa. Apoyados en esta fe, el aparente silencio de Dios y su aparente ausencia, ya se os transforma en palabra y presencia de enamorado, que nos retira sus dones para darse él mismo. Teniendo a él, en esta comunicación de amor infinito, ya todo lo demás nos podrá faltar sin que se tambalee nuestra existencia. En él volvemos a encontrar a todas las cosas y a todos los hermanos en su verdadera perspectiva.
Dios, por su presencia de inhabitación, "toma posesión de nosotros" y permite que nosotros "nos posesionemos de él" (San Buenaventura). Su amor es "esponsal" porque, al comunicársenos él del todo, nos eleva a su mismo nivel y nos capacita para devolverle un amor que es participación de su mismo amor.
3. Presencia reclama presencia
La presencia de Dios no es de adorno ni para quedarse en un simple recuerdo y conocimiento teórico. El está presenta tal como es, dándose como Dios Amor, para entablar relaciones personales de tú a tú. Es presencia relacionada que reclama presencia de relación y de donación. "Toda alma debe vivir de la Trinidad para volver a ella" (Concepción Cabrera de Armida).
Jesús explicó esta relación amorosa de Dios presente, con estas palabras: "Mi padre le amará, vendremos a él" (Jn 14,23). Pero también señaló las coordenadas de nuestra relación: "Si alguno me ama, guardará mi palabra" (ibídem). Esta relación equivale a: *"permaneced en mi amor" (Jn 15,4), en actitud filial y amigable de escucha y respuesta para darse el uno al otro.
Descubrir esta relación personal con Dios es fuente de gozo. No estamos nunca solos. "El alma siente en sí esta divina compañía", hasta habituarse a un trato íntimo con Dios: "traerle siempre consigo" (Santa Teresa). Dios se nos entrega para que gocemos de él: "Tenemos la potestad de gozar de la persona divina" (Santo Tomás).
La "gracia" es la vida divina que el mismo Dios nos comunica para transformarnos en él, haciéndonos capaces de entablar con él relaciones íntimas de amistad y filiación. En esta tierra es sólo un inicio de una realidad que será plenitud sólo en el más allá: "¡Oh, mis Tres, mi Todo, mi felicidad, soledad infinita, inmensidad donde me pierdo! Me entrego a Ti como una presa. Hundíos en mí para que yo me hunda en Vos en espera de ir a contemplar, con vuestra luz, el abismo de vuestras grandezas" (Isabel de la Trinidad).
Dios nos habla en el silencio del corazón y se nos comunica por encima de lo que nosotros podamos percibir. Su relación con nosotros es a partir de su amor de donación total. Se goza de su sabiduría, omnipotenciaa y bondad, porque nos ama hasta hacernos partícipes de todo su ser y cualidades divinas, como si nos dijera: "Yo soy tuyo y para Ti, y gusto de ser tal como soy por ser tuyo y para darme a Ti" (San Juan de la Cruz).
Nuestra relación con Dios ya es posible a nivel de amistad y de filiación. Dios se nos hace luz de verdad y amor de donación, en la medida en que nuestro corazón se vacíe de todo lo que no suene a amor. Nuestra trato con Dios ya puede ser a partir de nuestra pobreza, a modo de "advertencia amorosa a Dios, simple y sencilla, como quien abre los ojos con advertencia de amor" (San Juan de la Cruz).
Todo creyente está llamado a vivir esta relación filial con Dios íntimamente presente. El objetivo de la vida espiritual y de la acción pastoral es que cada creyente llegue a esta unión personal con Dios Amor. La teología cristiana, si es auténtica, no tiene otro objetivo que el de ayudar a escuchar la palabra viva que Dios hace resonar en lo más profundo del corazón. Dios habla de tú a tú, cuando el corazón reconoce su propia pobreza y se quiere abrir al amor.
La presencia de Dios se nos hace intercambio. Dios se nos da tal como es y nos pide una relación auténtica de nuestro ser, "en Espíritu y verdad" (Jn 4,23). El Espíritu Santo, comunicado por el Padre y el Hijo, hace posible nuestra actitud de relación filial, expresada en confianza y unión de voluntades.
El acento de nuestra relación con Dios debe ponerse en el mismo Dios, por encima de sus dones y también por encima de nuestro modo de percibirle. Buscamos al dador en persona, más allá de sus dones. La experiencia de relación con Dios se realiza en este "desierto", donde el Hijo de Dios se nos da en persona: *"Venid y ved" (Jn 1,39). Cristo se nos hace "camino, verdad y vida" (Jn 14,6) porque sólo él nos puede introducir en el misterio de Dios Amor (cf.Lc 10,22).
El hecho de que Dios tenga la iniciativa de hacer de su presencia una relación personal y amorosa, nos capacita para responder con una relación semejante: "Porque me amaste, me has hecho amable" (San Agustín). Su declaración y relación de amor es como "saeta que hiere el corazón, haciéndolo capaz de amar" (idem).
Nuestra relación con Dios es ya posible, gracias al Espíritu Santo que nos transforma en Jesús y nos hace decir, con su mismo amor: "Padre" (Gal 4,7; Rom 8,15). Participamos en la misma relación amorosa entre el Hijo y el Padre. Basta con presentarnos tal como somos, con nuestra pobreza radical, dispuestos a recibir su amor transformante. Entonces nos encontramos con la gran sorpresa de Dios Amor: el Padre nos ama como Padre, engendrándonos (por participación) en su mismo Hijo y haciéndonos participar en el amor del Espíritu Santo. Todo es don suyo y participación en su intimidad divina.
No hay que conquistar interioridades profundas psicológicas, ni tampoco intentar conseguir manifestaciones aparatosas de "religiosidad". Basta con entrar sencillamente en el propio corazón (Mt 6,6; Rom 10,8-10), porque el hombre "por su interioridad es superior al universo entero; en esta profunda interioridad retorna cuando entra dentro de su corazón, donde Dios le aguarda, escrutador de los corazones, y donde él, bajo la mirada de Dios, decide su propio destino" (GS 14).
El camino de la relación personal e íntima con Dios pasa por el corazón. Es camino de amor de retorno, a modo de amistad: "Estar con quien sabemos que nos ama" (Santa Teresa), "una mirada sencilla del corazón" (Santa Teresa de Lisieux), "pensar en Dios amándole" (Carlos de Foucauld), "noticia amorosa" (San Juan de la Cruz), "mirarle de una vez" (San Francisco de Sales). Entonces se experimenta la oración del salmista: *"En Ti está la fuente de la vida y en tu luz podemos ver la luz" (Sal 35,10). Así es la "fiesta del Espíritu" (San Juan de la Cruz).
La experiencia de este encuentro va más allá del pensar, sentir y hablar. Se manifiesta en una convicción profunda de fe, traducida en motivaciones y actitudes de donación a Dios y de servicio a los hermanos. El modo de tratar a los hermanos es la expresión de cómo es nuestra relación con Dios. Las reflexiones se convierten en adoración del misterio. Los sentimientos y afectos pasan a ser admiración gozosa de que Dios quién es y cómo es. Las palabras dejan paso a un silencio activo de enamorado.
La relación personal con Dios se demuestra en la práctica del mandato del amor y en las actitudes de esperanza y de reaccionar amando, según la pauta del sermón de la montaña. La señal de haber entrado en la comunión de Dios Amor es la vivencia, afectiva y efectiva, de la Iglesia como misterio o signo de Cristo presente, comunión de hermanos y misión.
La "puerta" y el "camino" para entrar en esta relación personal con Dios Amor, sigue siendo Jesús: *"Os llamo amigos porque os he dado a conocer todo lo que he oído de mi Padre" (Jn 15,15); "el Espíritu de verdad os guiará hacia la verdad completa... todo lo que os dé a conocer, lo recibirá de mí" (Jn 16,13-14).
MEDITACION BIBLICA
- La cercanía de Dios:
"Tu Padre, que ve en lo secreto, te premiará... Vuestro Padre conoce las necesidades que tenéis antes que se las pidáis" (Mt 6,4.8).
"Fijaos en las aves del... vuestro Padre celestial las alimenta, ¿no valéis vosotros mucho más que ellas?... Ya sabe vuestro Padre celestial que necesitáis estas cosas" (Mt 6,26.32).
- El Hijo de Dios entre nosotros:
"El Verbo se hizo hombre y habitó entre nosotros" (Jn 1,14).
"Quien me ve a mí, ve al Padre" (Jn 14,9).
- Cristo en los hermanos:
"Lo que hicisteis con uno de mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis" (Mt 25,40.45).
"Uno es vuestro Padre" (Mt 23,9)
- En nuestro caminar:
"Estaré con vosotros" (Mt 28,20).
"Estoy contigo" (Sal 138,18).
"Soy yo" (Jn 6,20).
"En Ti está la fuente de la vida y en tu luz podemos ver la luz" (Sal 35,10).
- Somos casa de Dios:
"Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y en él haremos morada" (Jn 14,23).
"El que vive en caridad, permanece en Dios y Dios en él" (1Jn 4,16).
"Nosotros somos templo de Dios vivo" (2Cor 6,16).
"¿No sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que habéis recibido de Dios y habita en vosotros?" (1Cor 6,19)
"El amor de Dios se ha manifestado en nuestros corazones, por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado" (Rom 5,5).
- Amados en Cristo:
"Yo les he dado la gloria que tú me diste, a fin de que sean uno como nosotros somos uno y conozca el mundo que tú me enviaste y amaste a estos como me amaste a mí... El amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos" (Jn 17,23.26).
"Sois conciudadanos dentro del Pueblo de Dios, sois familiares de Dios" (Ef 2,19).
"La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunicación del Espíritu Santo estén con todos vosotros" (2Cor 13,13).
- Trato de amistad:
"Permaneced en mi amor" (Jn 15,4)
"Maestro, ¿dónde vives?... Venid y ved" (Jn 1,39)
"Os llamo amigos porque os he dado a conocer todo lo que he oído de mi Padre" (Jn 15,15); "el Espíritu de verdad os guiará hacia la verdad completa... todo lo que os dé a conocer, lo recibirá de mí" (Jn 16,13-14).
III
VIDA NUEVA EN EL ESPIRITU
1. Agua viva, la prenda del Espíritu
2. "Renacer por el agua y el Espíritu"
3. Un camino hacia el infinito
Meditación bíblica
* * *
La novedad cristiana radica en el amor, a partir de la encarnación del Hijo de Dios, que se ha hecho hombre, ha muerto y ha resucitado por amor. Dios se ha hecho nuestro hermano, ha compartido en todo nuestro existir y nos ha hecho partícipes de su misma vida divina.
A esta "vida nueva" (Rom 6,4) los cristianos la llamamos vida de "gracia", porque es "don" de Dios. En Dios todo suena a amor de donación. El amor eterno entre el Padre y el Hijo se expresa en el Espíritu Santo, como lazo de unión y expresión personal de su máxima unidad.
Dios nos hace partícipes de su misma vida divina de amor eterno. Por esto, nuestra vida nueva es "camino de amor" (Ef 5,1), "vida según el Espíritu" (Rom 8,4) o vida "espiritual". Es la vida que Cristo nos ha merecido muriendo y resucitando: "murió por nuestros pecados, resucitó por nuestra justificación" (Rom 4,25). Cristo vive en nosotros y es nuestra vida (Col 3,3), porque nos comunica su misma vida en el Espíritu Santo.
1. Agua vida, la prenda del Espíritu
Jesús usó el símbolo del agua para hablar de la vida nueva en el Espíritu Santo. El "agua viva" (Jn 4,10), "la fuente de agua que salta hasta la vida eterna" (Jn 4,14) y "los ríos de agua viva" (Jn 7,38) son el símbolo de esa vida de amor entre el Padre y el Hijo, expresada ("espirada") en el Espíritu Santo. Así nos lo indica San Juan: "Esto lo dijo del Espíritu, que habían de recibir los que creyeran en él" (Jn 7,39).
De hecho, es una vida de amor o de unidad, en el corazón y en las obras, como expresión y participación del amor o unidad de Dios. Es la unidad que pide Jesús para cada creyente y para toda la comunidad humana y eclesial: "Que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti" (Jn 17,21).
Esta unidad vital o "gloria" divina se expresa en el amor del Espíritu entre el Padre y el Hijo (Jn 17,5), y también en la unidad del corazón del hombre y de la comunidad (Jn 17,10; 16,14). Entonces el hombre se hace partícipe del amor entre el Padre y el Hijo: "Les has amado a ellos como a mí" (Jn 17,23; cf. 17,26). A través de esta unidad del corazón y de la vida, se manifiesta el evangelio en toda su luz: "Yo en ellos y tú en mí, para que sean consumados en la unidad, para que el mundo crea que tú me has enviado" (Jn 17,23; cf. 13,35).
Por el hecho de tener la "prenda" del Espíritu en nuestro corazón (Ef 1,13; 2Cor 1,21), quedamos capacitados para hacer de la vida una donación a imagen de Dios Amor. "El Espíritu Santo es como un depositario por quien y en quien las otras personas poseen nuestras almas" (M.J. Scheeben).
El Espíritu Santo comunicado por Jesús es como "llama de amor viva" (San Juan de la Cruz), que orienta todo nuestro ser, desde lo más hondo, hacia el amor. Es "el Espíritu que vivifica" (Jn 6,63), el "Señor y vivificador" (Credo), porque nos hace pasar a esa nueva vida, que es el ser humano embebido en Dios Amor. Es una acción que transforma la vida en una "fiesta del Espíritu Santo" (San Juan de la Cruz), donde el dolor se transforma en el gozo de la donación (cf. Jn 16,20-22).
El "sello" o prenda del Espíritu es una exigencia y una posibilidad de amoldar la propia vida a los designios amorosos de Dios sobre el hombre (cf. Ef 1,9). La ruta del hombre está trazada por un camino de libertad en el Espíritu (cf. 2Cor 3,17), "libertad de los hijos de Dios" (Rom 8,21), "libertad con la que Cristo nos ha liberado" (Gal 5,1). Por esto el corazón se siente vacío y triste cuando no se orienta hacia el amor. Poseer, disfrutar, dominar..., no produce más que hastío y sede insaciable. Entonces la vida se arruina en una espiral de atropellos, tanto respecto a la gloria de Dios como al verdadero bien y felicidad nuestra y de los hermanos. "Guardaos de entristecer al Espíritu Santo de Dios, en el cual habéis sido sellados para el don de la redención. Alejad de vosotros toda amargura... Sed más bien unos con otros bondadosos, comprensivos, y perdonaos los unos a los otros, como Dios os ha perdonado en Cristo" (Ef 4,30-32).
La caridad que Dios infunde en nosotros (Rom 5,5) nos hace hombres nuevos, partícipes de la vida trinitaria de Dios Amor. Es vida nueva que se traduce en justicia o justificación inherente en el fondo de nuestro ser. Es un don totalmente gratuito de Dios, que nos capacita para responder con el mismo amor que Dios infunde en nosotros de modo permanente.
La vida es siempre movimiento en el sentido más profundo de la palabra. En Dios, es vida de eterna donación, que origina toda vida creada. En nosotros, la vida nueva del Espíritu nos purifica, ilumina y guía hacia la unidad en el amor, y deja entender una presencia activa y amorosa de Dios, que nos comunica luz para conocer la verdad y fuerza para seguirla. Esta "gracia" de Dios se hace don "actual" (en momentos concretos) y "habitual" (permanente).
Jesús invitó a todos a participar en esa vida nueva del Espíritu, que se nos convierte en "ríos de agua viva" (Jn 7,38). Sólo exige reconocer la propia realidad humana limitada y quebradiza, pero amada por Dios: "El que tenga sed, que venga a mí y beba" (Jn 7,37). La llamada de Jesús es siempre de horizontes universalistas: "Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviaré" (Mt 11,28).
La vida nueva en el Espíritu es "unidad de vida", en el corazón y en la convivencia con los hermanos. El modo de pensar, de valorar las cosas, de decidirse y de actuar, es ya según la nueva ley del amor. Es actitud filial que se expresa en la oración como relación personal de confianza y de unión ("Padre nuestro"). En la vida práctica, esa actitud se expresa como reacción en el amor ("bienaventuranzas" y mandamiento nuevo). "Los que son movidos por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios" (Rom 8,14).
La presencia del Espíritu Santo en nosotros, juntamente con el Padre y el Hijo, reclama relación personal. Su luz exige apertura. Su acción santificadora pide sintonía. La vida nueva es siempre caridad, humildad, verdad, servicio... Es la misma vida de Cristo, concebido en el seno de María por obra del Espíritu Santo (Lc 1,35; Mt 1,18-20), guiado hacia el desierto, ungido y enviado por el mismo Espíritu, para predicar el evangelio a los pobres (Lc 4,1-18).
Vivir la vida nueva produce el "gozo del Espíritu" (Lc 10,21, por el hecho de transformar toda circunstancia en donación. Es el mensaje de las bienaventuranzas: "bienaventurado" quien sepa transformar las dificultades en amor.
El mismo Espíritu Santo, comunicado por Cristo resucitado, nos hace discernir los signos certeros de nuestro caminar de vida nueva: nos hace transformar los momentos de dificultad y de "desierto" (Lc 4,1), en capacidad de darnos a los hermanos más "pobres" (Lc 4,18) según el plan salvíficos de Dios. Entonces nace en el corazón el "gozo en el Espíritu" (Lc 10,21), que es gozo de sentirse unidos a Cristo en su amor filial al Padre: "Sí, Padre, porque así te agrada" (Lc 10,21).
2. "Renacer por el agua y el Espíritu"
La oferta Jesús que hizo Jesús a Nicodemo, sobre una vida nueva, equivale a un nuevo nacimiento: "Quien no naciere del agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de los cielos" (Jn 3,5). El agua es símbolo de la vida nueva en el Espíritu Santo. A Nicodemo, como a nosotros, le costó entender el mensaje de Jesús, porque es un mensaje que se comprender en la medida en que uno lo quiera vivir.
El cristiano ha nacido a la vida nueva por medio del bautismo instituido por Jesús. La misión que el Señor encargó a sus discípulos fue precisamente la de anunciar el evangelio llamando a la conversión y al bautismo: "Id..., enseñad..., bautizad..." (Mt 28,19).
El "bautismo" significa una transformación en Cristo, por la vida nueva o agua viva del Espíritu, como una esponja se empapa de agua. Esto presupone un actitud de conversión o cambio radical, para pensar, sentir y amar como Cristo. Es la conversión que el Señor predicaba desde el comienzo de su vida pública (Mc 1,15) y que encargó predicar a sus discípulos (Lc 24,47).
El día de Pentecostés, San Pedro proclamó a todas las gentes el anuncio de la conversión y del bautismo. Y así lo sigue haciendo la Iglesia en su misión evangelizadora. Es una llamada a cambiar de vida para recibir la vida nueva del Espíritu: "Arrepentíos y bautizaos en el nombre de Jesucristo para remisión de los pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo" (Act 2,38).
El bautismo que Jesús recibió en el Jordán, por manos de Juan el Bautista, fue de "penitencia"o perdón de los pecados, en nombre nuestro. Con ello simbolizaba nuestro bautismo en él, para que el Padre, comunicándonos la filiación divina del mismo Cristo, por obra del Espíritu Santo, pudiera ver en nosotros el rostro y la vida de su Hijo: "Este es mi Hijo amado, en quien tengo puestas mis complacencias" (Mt 3,17). De este modo, participamos de la realidad divina y filial de Jesús (Mt 17,2-5).
Por el bautismo, somos "injertados" en Cristo, participando de su misterio de muerte y resurrección, y de su misma realidad de Hijo. Nuestra vida antigua de "hombre viejo" debe dejar paso a la "vida nueva" (Rom 6,2-6). Participar en la vida de Cristo consiste en "crucificarse" con él (Rom 6,6), de suerte que ya no vivamos sino para él: "Así, pues, haced cuenta de que estáis muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús" (Rom 6,11).
Por este nuevo nacimiento "en el agua y en el Espíritu", Cristo nos hace partícipes de la vida trinitaria de Dios Amor. No es una "cosa" lo que nos da, sino el mismo Dios con todo lo que él es y tiene. Por esto es un bautismo "en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (Mt 28,19). Nuestra vida ya se puede construir en la unidad del amor, recuperando con creces el rostro del primer ser humano salido de las manos amorosas de Dios.
Las exigencias del bautismo y de la vida "cristiana" son las mismas del amor infundido por Dios en nuestros corazones. Todo cristiano está llamado a ser santo sin rebajas y apóstol sin fronteras. La caridad de Dios es y exige donación total: "Dios es caridad, y el que permanece en la caridad permanece en Dios y Dios en él" (1Jn 4,16). Por esto, "es completamente claro que todos los fieles, de cualquier estado y condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad" (LG 40).
Ser consecuente con las exigencias del bautismo, en esta línea de santidad cristiana, "suscita un nivel de vida más humano, incluso en la sociedad terrena" (LG 40). Sólo por medio de esta renovación evangélica, los cristianos pueden ser luz, sal y fermento en las circunstancias y estructuras humanas (Mt 5,3; 13,33), para hacerlas cambiar desde dentro según el mandato del amor y el mensaje de las bienaventuranzas.
Sólo una Iglesia renovada por la vivencia del bautismo podrá responder a las necesidades de cada época y capacitarse para evangelizar a todos los pueblos. Para ello se necesita, por parte de todos, según las directrices conciliares, un "acrecentamiento de la vida cristiana" (SC 1) y "una profunda vida interior" (AG 35).
La renovación eclesial consiste, pues, en una vida cristiana coherente con las exigencias del bautismo. Esta es la realidad de la Iglesia, que "siendo al mismo tiempo santa y necesitada de purificación, avanza continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación" (LG 8).
Sin estas actitudes evangélicas de renovación interior, las personas e instituciones eclesiales caerían en un proceso de descomposición y de esterilidad. Si los laicos deben asumir responsabilidades en las estructuras humanas y eclesiales, lo harán como fermento evangélico. Si los religiosos o personas consagradas deben insertarse en los servicios de caridad, lo harán como signo fuerte de las bienaventuranzas. Si los sacerdotes ministros deben obrar en nombre de Cristo Cabeza, lo harán como signo transparente del Buen Pastor que guía dando la vida.
Sin la vivencia de la vocación bautismal, toda vocación queda abocada a la esterilidad espiritual y apostólica. La falta de vida espiritual se origina en actitudes de búsqueda del propio interés, por encima de las exigencias del amor: "¡Oh almas criadas para estas grandezas y para ellas llamadas!, ¿qué hacéis?, ¿en qué os entretenéis? Vuestras pretensiones son bajezas y vuestras posesiones misioneras... en tanto que buscáis grandezas y gloria, os quedáis miserables y bajos, de tantos bienes hechos ignorantes e indignos" (San Juan de la Cruz).
El nuevo nacimiento, cuando se vive con generosidad, aun dentro de las limitaciones humanas, produce el gozo del Espíritu, por saberse amado y capacitado para amar. En el fondo del propio ser, experimentado como suma pobreza, se deja entender la presencia de Dios Amor como fuente que suena a amor eterno: "¡Oh cristalina fuente, - si en esos tus semblantes plateados - formases de repente - los ojos deseados - que tengo en mis entrañas dibujados!" (San Juan de la Cruz).
Por el bautismo se recibe un don permanente o "prenda" y "marca" del Espíritu Santo (el "carácter"), por el que nos transformamos en Cristo (cf. Ef 1,14; 4,30; 2Cor 1,22). Por este don, el Espíritu Santo nos hace "expresión" o "gloria" del mismo Cristo y partícipes de su mismo ser (cf. Jn 16,13-14). En este sentido estamos "ungidos" por el Espíritu Santo, divinizados por él, que impregna todo nuestro ser orientándolo desde su raíz hacia el Amor (cf. 1Jn 2,20).
El nuevo nacimiento en el Espíritu nos capacita para vivir generosamente la filiación divina participada. Nuestro ser queda relacionado íntimamente con las tres divinas personas en la máxima unidad de Dios Amor: "Por él (Cristo) tenemos el poder de acercarnos al Padre en un mismo Espíritu" (Ef 2,18).
Por el bautismo, Dios nos ha hecho compartir el ser y la vida de Cristo: "nos dio vida en Cristo, nos resucitó y nos sentó en los cielos con Cristo Jesús" (Ef 2,5-6). Este nuevo nacimiento es iniciativa del amor de Dios: "por el gran amor con que nos amó" (Ef 2,4). El bautismo es "el baño de la regeneración y de la renovación del Espíritu Santo" (Tit 3,5).
Cristo quiere manifestar su misterio pascual, de muerte y resurrección, a través de cada bautizado: "Con él fuisteis sepultados en el bautismo y en él mismo fuisteis resucitados" (Col 2,12). El mundo será más humano cuando haya cristianos consecuentes y comprometidos con las exigencias bautismales.
Nuestro nuevo nacimiento se realiza por la presencia activa y santificadora de Dios Amor, uno y trino, en lo más hondo de nuestro ser.
3. Un camino hacia el infinito
El "agua viva" que Dios ha hecho brotar en nuestro corazón, "salta" como torrente de vida eterna. Lo que percibimos es muy exiguo; la fuente es infinita. Nuestra transformación en hijos de Dios no es más que un inicio de una plenitud que un día será realidad en el más allá. Mientras tanto, la vida divina participada va inundando cada vez más todo nuestro ser, en un proceso de crecimiento, "hasta que lleguemos todos juntos a encontrarnos en la unidad de la fe y del pleno conocimiento del Hijo de Dios; a la madurez del varón perfecto, a un desarrollo orgánico proporcionado a la plenitud de Cristo" (Ef 4,13),
Nuestro camino de crecimiento es proceso de "revestirse" de Cristo (Rom 13,14) o de formación armónica de "un solo cuerpo" (Rom 12,5), cada uno según la gracia recibida como miembros peculiares del mismo cuerpo del Señor.
La semilla divina que Cristo ha sembrado en nosotros (Lc 8,11), es la vida nueva en el Espíritu Santo. Desde el día de nuestro nacimiento "espiritual", el crecimiento es ley de vida hasta llegar a la "plenitud del amor" (Rom 13,10).
Crecemos en esta vida divina por la puesta en práctica de la caridad, expresada en obras y virtudes concretas, como respuesta a la acción de Dios, puesto que "la caridad es la fuente y la raíz de todas las virtudes" (Santo Tomás). Lo único que va a quedar de nuestro camino de peregrinación, es el haber amado. Todo pasará, menos el amor: "La caridad no pasa nunca" (1Cor 13,8). "Ahora permanecen estas tres virtudes: la fe, la esperanza y la caridad; pero la más excelente de ellas es la caridad" (1Cor 13,13).
Decidirse a emprender este camino de santidad es como despertar de un largo letargo. Es siempre una respuesta a un don de Dios: "¡Tarde te conocí, Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te conocí! Y tú estabas dentro de mí y yo fuera, y así por fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no existirías. Me llamaste y clamaste, y quebraste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera... Toda mi esperanza estriba sólo en tu muy grande misericordia. ¡Dame lo que me pides y pídeme lo que quieras!" (San Agustín).
El crecimiento de la vida espiritual es una orientación de todo el ser hacia la caridad: "ordenar todo según el amor" (Santo Tomás). Es, pues, un crecimiento armónico en la madurez cristiana de pensar, sentir y amar como Cristo (fe, esperanza y caridad), para obrar como él (virtudes morales, a partir de la caridad). La acción del Espíritu Santo en el ejercicio de estas virtudes se manifiesta más intensamente por medio de los dones del Espíritu Santo. Es siempre la misma gracia santificante y la misma acción divina que, cada vez más, purifica, regenera, ilumina, fortalece y unifica.
El camino espiritual es progreso en la relación personal con Dios (camino de oración) y progreso en la fidelidad generosa a los dones de Dios (camino de perfección). La práctica de las virtudes, como imitación de Cristo y configuración con él, se alimenta de momentos fuertes de oración y de colaboración activa y de esfuerzo decidido (sacrificio). Los sacramentos y las celebraciones litúrgicas, especialmente la celebración eucarística, son momentos privilegiados de este crecimiento en la vida divina. Presupuesto necesario es el deseo y la decisión de entrega total a la santidad y a los planes salvíficos de Dios.
La vida de caridad sólo tiene una regla: querer darlo todo, es decir, darse del todo y para siempre. Se empieza todos los días y se vive este deseo de perfección en las cosas pequeñas, orientándolas hacia el amor. Lo más importante es no ceder en este "primer amor" (Apoc 2,4).
Crecer en el orden de la gracia, para cualquier creyente, significa irse "llenando de la consolación del Espíritu Santo" (Act 9,31). Efectivamente, la acción divina o acción de su Espíritu, cuando se recibe con apertura de corazón, produce el gozo de las bienaventuranzas por haber reaccionado en el amor. Y este gozo del Espíritu "nadie lo puede quitar" (Jn 16,22).
Cada cristiano y cada comunidad alberga en su corazón un "Jesús viviente", que tiene que crecer. El crecimiento es siempre en verdadera "sabiduría", que es "gracia de Dios" (Lc 2,40.52) y que produce la fidelidad generosa a la "unción y misión del Espíritu" (Lc 4,18), para seguir los designios del Padre en vistas a la salvación de los hermanos. Por eso no hay fidelidad a la misión ni verdadero apostolado, sin fidelidad generosa en el camino de la santificación.
En este crecimiento de "Jesús viviente" en nuestro corazón y en la comunidad, María sigue siendo Madre, con "una nueva maternidad en el Espíritu" (RM 37). Ella coopera con "amor materno" (LG 63) y con una "presencia activa y materna" (RM 24,28,31). Jesús quiso nacer de María, "la mujer", y la quiso también asociada a la obra redentora, para que nosotros recibiéramos abundantemente "la adopción de hijos" (Gal 4,4-7).
El crecimiento en la perfección es una exigencia del "amor de Cristo a su Iglesia", que la quiere toda "santa e inmaculada" (Ef 5,25-27). El amor de Cristo hace posible una respuesta generosa y siempre creciente, de suerte que "los que viven no vivan ya para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos" (2Cor 5,15).
Se crece en el amor orientando todo el ser a Dios que es suma verdad y sumo bien, y que se deja entrever en cada hermano y en cada acontecimiento. Es crecimiento de transformación en Cristo, como respuesta y colaboración al amor y a la iniciativa de Dios: "Abrazados a la verdad, en todo crezcamos en caridad, llegándonos a aquel que es nuestra cabeza, Cristo, por quien todo el cuerpo va obrando mesuradamente su crecimiento, en orden a su confirmación en la caridad" (Ef 5,15-16). Se crece, pues, en intensidad de adhesión de fe, esperanza y amor, que transforma nuestra ser en imagen de Cristo.
El mensaje del amor, que reclama crecimiento en la generosidad, es mensaje de cruz. La "conversión" es una orientación creciente del hombre hacia Cristo crucificado y resucitado, para
vivir conforme a su mandato de amor: "Cuando seré levantado de la tierra, atraeré todos a mí" (Jn 12,32).
La vida de gracia, o vida divina en nosotros, crece "según la medida que el Espíritu Santo quiere y según la disposición y cooperación de cada uno" (Trento). Es unión creciente con Dios, que se expresa siempre en la práctica concreta de las virtudes. Es, pues, "unidad de vida", como sintonía con los amores de Cristo, con la acción santificadora del Espíritu y con la voluntad salvífica del Padre.
La caridad, como raíz y fuente de todas las virtudes, informa todo nuestro actuar. Cada virtud es como un rasgo de la fisonomía de Cristo, como una presencia viviente, activa y transformante de Dios en nosotros.
El crecimiento en la perfección de la caridad se expresa en el amor al prójimo tal como Dios le ama, es decir, tal como es o debe ser a imagen de Dios Amor. "En esto hemos conocido que hemos pasado de la muerte a la vida: si amamos a los hermanos" (1Jn 3,14). Nuestra "fe formanda" se expresa en la esperanza y en el amor a Dios y a los hermanos.
"La participación en la naturaleza divina, concedida a los hombres por la gracia de Cristo, mantiene cierta analogía con el origen, el crecimiento y el mantenimiento de la vida natural. Nacidos de una vida nueva por el bautismo, los fieles son fortalecidos por el sacramento de la confirmación y reciben en el Eucaristía el pan de la vida eterna. Así, por estos sacramentos de la iniciación cristiana, reciben cada vez más las riquezas de la vida divina y avanzan hacia la perfección de la caridad" (Pablo VI).
Crecer en santidad es, pues, una exigencia del amor. Es la razón de ser de la redención obrada por Cristo Buen Pastor: "he venido para que tengan vida y la tengan muy abundante" (Jn 10,10). El Padre nos purifica para hacer de nosotros, cada vez más, un Jesús viviente.
MEDITACION BIBLICA
- Fuente de agua viva:
"El agua que yo le daré se hará fuente de agua que salta hasta la vida eterna" (Jn 4,14).
"El que tenga sed, que venga a mí y beba... manarán de sus entrañas ríos de agua viva. Esto lo dijo del Espíritu, que habían de recibir los que creyeran en él" (Jn 7,38-39).
- Una vida que unifica:
"Que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti" (Jn 17,21).
"Yo en ellos y tú en mí, para que sean consumados en la unidad, para que el mundo crea que tú me has enviado" (Jn 17,23; cf. 13,35).
"Por él (Cristo) tenemos el poder de acercarnos al Padre en un mismo Espíritu" (Ef 2,18).
"Nos dio vida en Cristo, nos resucitó y nos sentó en los cielos con Cristo Jesús" (Ef 2,5-6).
"Sí, Padre, porque así te agrada" (Lc 10,21).
- "Vida nueva" en el Espíritu (Rom 6,2-6):
"Guardaos de entristecer al Espíritu Santo de Dios, en el cual habéis sido sellados para el don de la redención. Alejad de vosotros toda amargura... Sed más bien unos con otros bondadosos, comprensivos, y perdonaos los unos a los otros, como Dios os ha perdonado en Cristo" (Ef 4,30-32).
"Arrepentíos y bautizaos en el nombre de Jesucristo para remisión de los pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo" (Act 2,38).
"Los que viven no vivan ya para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos" (2Cor 5,15).
- Horizontes universales:
"Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviaré" (Mt 11,28).
"Los que son movidos por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios" (Rom 8,14).
"Id..., enseñad..., bautizad..." (Mt 28,19).
- Nuevo nacimiento:
"Quien no naciere del agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de los cielos" (Jn 3,5).
"Este es mi Hijo amado, en quien tengo puestas mis complacencias" (Mt 3,17).
"Así, pues, haced cuenta de que estáis muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús" (Rom 6,11).
"Dios es caridad, y el que permanece en la caridad permanece en Dios y Dios en él" (1Jn 4,16).
- La gracia del bautismo:
"Cuando se manifestó la bondad y amor de Dios nuestro Salvador a los hombres, no por obras hechas en justicia que nosotros hubiéramos practicado, sino según su misericordia, nos salvó por el baño de la regeneración y de la renovación del Espíritu Santo, que derramó sobre nosotros abundantemente por Jesucristo nuestro Salvador, para que, justificados por su gracia, seamos constituidos, conforme a la esperanza, herederos de la vida eterna" (Tit 3,4-7).
"Con él fuisteis sepultados en el bautismo y en él mismo fuisteis resucitados" (Col 2,12).
- Camino de plenitud:
"Hasta que lleguemos todos juntos a encontrarnos en la unidad de la fe y del pleno conocimiento del Hijo de Dios; a la madurez del varón perfecto, a un desarrollo orgánico proporcionado a la plenitud de Cristo" (Ef 4,13),
"Abrazados a la verdad, en todo crezcamos en caridad, llegándonos a aquel que es nuestra cabeza, Cristo, por quien todo el cuerpo va obrando mesuradamente su crecimiento, en orden a su confirmación en la caridad" (Ef 5,15-16).
- Sólo quedará el amor:
"La caridad no pasa nunca" (1Cor 13,8). "Ahora permanecen estas tres virtudes: la fe, la esperanza y la caridad; pero la más excelente de ellas es la caridad" (1Cor 13,13).
"En esto hemos conocido que hemos pasado de la muerte a la vida: si amamos a los hermanos" (1Jn 3,14).
- A precio de la sangre de Cristo:
"Cuando seré levantado de la tierra, atraeré todos a mí" (Jn 12,32).
"He venido para que tengan vida y la tengan muy abundante" (Jn 10,10).
"Murió por nuestros pecados, resucitó por nuestra justificación" (Rom 4,25).
"Mirad por vosotros mismos y por toda la grey, en medio de la cual el Espíritu Santo os puso como obispos para pastorear la Iglesia de Dios, que él adquirió con su propia sangre" (Act 20,28).
II
VIDA EN CRISTO
1. Elegidos y amados en Cristo
2. Somos hijos en el Hijo
3. Una "vida escondida con Cristo en Dios"
Meditación bíblica
* * *
Nuestro ser más hondo está impregnado de vida divina cuando nos abrimos al amor. El encuentro con Cristo y la adhesión personal a él y a su mensaje, producen una nueva vida, un nuevo nacimiento (Jn 3,3). Cristo ofrece generosamente a todos, sin distinción de razas ni culturas, esta nueva vida: "El Hijo a los que quiere les da la vida" (Jn 5,21); "yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante" (Jn 10,10).
No se trata de una vida humana mejorada en cuestión de grados, sino de una "vida nueva" (Rom 6,4). Es la participación en la misma vida de Cristo: "El que me ama tiene la vida eterna" (Jn 6,47); "el que me come vive en mí y yo en él... vivirá por mí" (Jn 6,56-57). Todo cristiano está llamado a hacer realidad el ideal de Pablo: "Cristo vive en mí" (Gal 2,20).
El mismo Cristo se hace vida del cristiano: "Cristo es vuestra vida" (Col 3,4). Es vida de unión, relación y transformación: "Permaneced en mí y yo en vosotros... Yo soy la vid y vosotros los sarmientos" (Jn 15,4-5). La vida que estaba en Dios se ha hecho nuestra propia vida: "En él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres" (Jn 1,4). Esta vida "se ha manifestado" y comunicado (1Jn 1,2).
Cristo, "camino, verdad y vida" (Jn 14,6), a todo creyente le hace partícipe "de su plenitud" de Hijo amado de Dios, "lleno de gracia y de verdad" (Jn 1,16). Es una vida escondida y sólo conocida a la luz de la fe. Si el corazón se enreda en otras vivencias egoístas, no descubre la vida en Cristo: "No queréis venir a mí para tener la vida" (Jn 5,40). En el modo de hablar y de obrar no aparece la vida en Cristo cuando no pensamos ni sentimos como él.
1. Elegidos y amados en Cristo
Las afirmaciones más hermosas de Jesús son aquellas en que se refiere al amor del Padre hacia nosotros.: "El Padre os ama" (Jn 16,27). Es el amor que tiene su máxima expresión en el hecho de darnos a su Hijo: "De tal manera amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo unigénito" (Jn 3,16). Este amor de Dios a los hombres es el mismo amor que tiene a su Hijo: "Les has amado a ellos como me amaste a mí" (Jn 17,23).
El amor que Dios nos tiene corresponde a nuestra elección en Cristo, puesto que "en él nos eligió antes de la constitución del mundo, para que fuésemos santos e inmaculados ante él en caridad" (Ef 1,4). De esta elección amorosa y eterna arranca nuestra realidad de vida en Cristo: "El amor de Dios hacia nosotros se manifiesta en que Dios envió al mundo a su Hijo unigénito, para que nosotros vivamos por él" (1Jn 4,9).
Al elegirnos y amarnos en Cristo, Dios nos hace partícipes de su plenitud, nos transforma en él que es luz, palabra, vida, amor y gloria o expresión suya. Por ser elegidos en Cristo, nos hace partícipes de su misma vida de Dios Amor. "El Verbo se ha hecho como nosotros para hacernos a nosotros como es él" (San Ireneo).
El objetivo de esta decisión amorosa es, pues, nuestra transformación en Cristo. Estos son los planes de Dios Amor sobre nosotros, es decir, "el misterio de su voluntad" (Ef 1,9), "hacernos conformes con la imagen de su Hijo" (Rom 8,29). Este "sí" de Dios hace posible el "sí" libre del hombre. Pero, precisamente apoyados en nuestra elección, por Cristo, ya podemos decir "sí a Dios" (cf. 2Cor 1,20).
El hombre, en su realidad actual, ya no tiene explicación ni sentido sin la gracia, o vida divina comunicada por Cristo. Cada ser humano concreto es amado de modo irrepetible, tal como es, y capacitado para hacer de la vida una donación. La predestinación, elección y llamada de Dios hacen posible la justificación y transformación en Cristo: "A los que predestinó, también los llamó; a los que llamó, los puso en camino de salvación; y a quienes puso en camino de salvación, los glorificó" (Rom 8,30).
En Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, que nos comunica su realidad integral, encontramos nuestro verdadero ser de hombre: hemos sido creados por Dios y restaurados en Cristo por la fuerza del Espíritu. Construimos nuestra historia poniendo en práctica los planes salvíficos de Dios: hacernos "expresión de su gloria" (Ef 1,6), expresión de su realidad de Dios Amor. Esto es posible por la "gracia" o don del mismo Dios, que se nos da tal como es.
La gracia salva al hombre en cuanto que le incorpora a Cristo. Es siempre una elección y llamada que da luz y fuerza, capacitando al hombre para responder libremente a los planes de Dios: "Todo lo puedo en aquel que me conforta" (Fil 4,13).
Este amor parece "excesivo", pero es una realidad. Es la salvación predicada y realizada por Jesús. Su vida nos pertenece; nuestra vida es parte de su biografía: "Dios, que es rico en misericordia, y nos tiene un inmenso amor, estando muertos por nuestros pecados, nos vivificó con la vida de Cristo... para mostrar a los siglos venideros que habían de venir la soberanas riquezas de su gracia, a impulsos de su bondad para con nosotros en Cristo Jesús" (Ef 2,4-7). El hombre no puede gloriarse de este don, puesto que es pura gracia: "Por la gracia habéis sido salvados mediante la fe" (Ef 2,8). Somos "hechura suya, creados en Cristo Jesús" (Ef 2,10).
Esta elección en Cristo fundamenta nuestra libertad. Dios crea al hombre haciéndolo libre y lo hace pasar a una nueva creación en Cristo, su Hijo, para una libertad todavía mayor, "la libertad de los hijos de Dios" (Rom 8,21).
La gracia hace hombres libres. Dios Amor no hiere nuestra libertad, sino que la fundamenta. Atrayéndonos y cautivándonos por amor, hace posible nuestra libre donación: "Me sedujiste, Señor" (Jer 20,7). Construimos nuestra libertad y la de los hermanos, cuando nos realizamos según los planes salvíficos de Dios en Cristo.
Dios nos libera en Cristo por la fuerza del Espíritu de amor. La elección en Cristo es llamada (vocación) a un proceso constante de respuesta libre y generosa al don de Dios. El obrar de Dios es siempre creativo, porque nace de su amor de donación.
Esta libertad de Cristo es la única que puede unificar el corazón y hermanar a los pueblos, haciendo caer las barreras de divisiones, injusticias y marginación. Sólo la fe en Cristo hace hombres y pueblos libres: "La verdad os hará libres" (Jn 8,22); "si el Hijo os da la libertad, seréis verdaderamente libres" (Jn 8,36). Por esto, el concepto de libertad, aplicado a la persona y a la comunidad humana, es típicamente cristiano. La libertad sólo se construye en el amor, a imagen del amor de Dios, quien es la fuente de la verdad y de la justicia, por ser la fuente del amor.
Nuestra unión con Cristo hace que los dones de Dios se nos conviertan en verdaderos méritos propios. Todo es don de Dios, que nos une a Cristo para hacernos plenamente libres. Nuestras obras siguen siendo nuestras, pero , "injertados" en Cristo (Rom 6,5), actuamos como miembros de un cuerpo místico cuya cabeza es el Señor. Sin él, nuestras obras no tendrían valor salvífico (cf. Jn 15,5).
Por nuestra naturaleza creada, somos "siervos inútiles" (Lc 17,10) respecto a la gracia y salvación en Cristo. Por nuestra unión con Cristo, somos hijos amados, casa solariega y "familiares de Dios" (Ef 2,19).
La gracia es vida nueva, que se desarrolla haciéndonos crecer en Cristo hasta llegar a la unión perfecta con Dios. La caridad de Dios, infundida en nuestros corazones, nos capacita y ayuda para responder amando. Es mérito nuestro la cooperación a esa acción divina, que enfonca todo nuestro ser hacia la caridad. Esta cooperación es posible porque estamos elegidos, amados y configurados en Cristo.
Por nuestra unión con Cristo, ya podemos responder a la Alianza de Dios con su pueblo, como pacto mutuo de amor. En Cristo, Dios ha sellado una "Alianza nueva" y definitiva (Lc 22,20; cf. Ex 24,8). "Cuantas promesas hay de Dios, en él son el 'sí'; por esto el 'sí' con que glorificamos a Dios, lo decimos por medio de él. Y Dios es quien a nosotros y a vosotros nos mantiene unidos a Cristo, quien nos ha consagrado y nos ha marcado con su sello y nos ha dado las arras del Espíritu en nuestros corazones" (2Cor 1,20-22).
2. Somos hijos en el Hijo
El mejor "regalo" o gracia que nos ha hecho Dios es el de trasformarnos en hijos suyos. No podía demostrar de modo más adecuado su amor por nosotros: "Ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios y que lo seamos verdaderamente" (1Jn 3,1); "habéis recibido un espíritu de hijos, que os permite clamar 'Abba', es decir, Padre" (Rom 8,15).
Se trata de la participación en la filiación divina de Jesucristo. Creer en él trae como consecuencia vivir de su misma vida y participar de todo lo que él es: "A cuantos le recibieron dioles poder de venir a ser hijos de Dios... Son nacidos de Dios" (Jn 1,12-13).
Somos "hijos en el Hijo", en cuanto que la filiación divina la tenemos por participación en la realidad de Cristo, Hijo unigénito de Dios, "pues de su plenitud recibimos todos, gracia sobre gracia" (Jn 1,16). Este es el gran regalo o don de Dios: "nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo" (Ef 1,5). Es la "gracia que nos otorgó en su amado Hijo" (Ef 1,6).
No se trata de una adopción jurídica, sino de una comunicación de la misma vida de Dios, que es infinitamente superior a nuestra naturaleza creada. No somos, pues, hijos por el hecho de ser creados o por naturaleza, sino por una gracia o don de Dios, como real participación en la misma filiación del Hijo de Dios hecho hombre.
Somos hijos de Dios gracias al Espíritu Santo que el Padre y el Hijo nos comunican, para poder decir, vivencial y realmente, "Padre" a Dios, con la voz, la vida y el amor de Cristo. "Y pues sois hijos, envió Dios a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: 'Abba', es decir, 'Padre'. De suerte que ya no eres siervo, sino hijo, y como hijo, también heredero por gracia de Dios" (Gal 4,6-7).
Este don tan extraordinario es fruto de la redención de Cristo, nacido de María la Virgen, cuya maternidad es instrumento de nuestra nueva filiación. Es el mismo Hijo de Dios que es engendrado eternamente por el Padre, que nace de María en cuanto a su nacimiento humano y que nos comunica a nosotros, por obra del Espíritu, el poder participar en su misma filiación: "Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer... a fin de que recobrásemos las filiación adoptiva" (Gal 4,4-5). La maternidad divina de María es, pues, instrumento de nuestra filiación participada, según las palabras de Jesús: "Mujer, he aquí a tu hijo" (Jn 19,26).
El Padre nos ama eternamente en el mismo acto generador del Verbo y en el amor del Espíritu Santo. Cuando el Padre dice a Jesús, en el Jordán y en el Tabor, "éste es mi Hijo amado" (Mt 3,17; 17,5), nos incluye a nosotros en este amor. El bautismo de Jesús fue el anticipo de nuestro bautismo. Nuestra generación "adoptiva" participa en la generación eterna del Verbo, puesto que, por gracia, somos engendrados y amados en él.
Quien cree en Cristo "ha nacido de Dios" porque ha sido engendrado con la "simiente" de su Palabra, que es el Verbo hecho hombre (1Jn 3,9). "El Verbo se ha hecho como nosotros para hacernos a nosotros como él es" (San Ireneo).
Por ser hijos en el Hijo, Dios nos ha hecho imagen de su imagen personal, que es el Verbo, "imagen de Dios invisible" (Col 1,15); nos ha hecho "conformes a la imagen de su Hijo" (Rom 8,29). Cristo nace de nosotros o vive y se prolonga en nosotros. Por esto el Padre ve en nosotros el rostro de su Hijo y nos ama como a él (cf. Jn 17,26). En este sentido, Cristo es "el primogénito de muchos hermanos" (Rom 8,29).
Cristo vive en nosotros por la comunicación de su misma vida. En Cafarnaum, al prometer la Eucaristía, el Señor anunció esta realidad salvífica: "El que me come vivirá por mí" (Jn 6,57). El apóstol Pablo lo expresa con una actitud vivencial y relacional: "No soy yo el que vivo, sino que es Cristo quien vive en mí" (Gal 2,20). Precisamente por esta comunión de vida, participamos de su misma filiación y podemos decir con él y en él: "Padre nuestro" (Mt 6,9).
Jesús presentó su mensaje evangélico como llamada a una relación vivencial con nuestro Padre Dios: "Sed perfectos como vuestro Padre celestial" (Mt 5,48). Toda actitud religiosa de oración, limosna y ayuno debe expresarse en actitud filial hacia el Padre: "Vuestro Padre lo sabe" (Mt 6,8); "tu Padre te recompensará" (Mt 6,4.18); "¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?" (Lc 11,13)... Esa es la actitud filial que el mismo Jesús manifiesta continuamente, desde el día de la Encarnación (Heb 10,5-7) hasta la cruz (Lc 23,46). No obstante, Jesús distingue su filiación de la nuestra, en cuanto que nosotros la hemos recibido por gracia y él la tiene como Hijo natural de Dios: "Voy a mi Padre y a vuestro Padre" (Jn 20,17).
La filiación divina participada no es un adorno, sino un compromiso de vida en Cristo. "El Espíritu Santo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios" (Rom 6,16). La señal de que tenemos de verdad la filiación divina, es el hecho de vivir en el amor: "Los que son movidos por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios" (Rom 6,14).
Decimos "Padre" a Dios con la voz y el amor de Jesús, si compartimos su misterio pascual de muerte y resurrección: "Si somos hijos, también herederos; herederos de Dios, coherederos de Cristo, supuesto que padezcamos con él para ser con él glorificados" (Rom 6,17).
La dignidad de hijo de Dios, por gracia recibida de Cristo Redentor, no se cotiza en el mercado de los valores humanos. Hay otras apariencias caducas que deslumbran y desvían la atención del mensaje evangélico. Los valores cristianos no estarán nunca de moda. En cualquier corazón e institución (aunque sea eclesial) en que prevalezca el propio interés sobre el amor y la gloria de Dios, ahí amenaza el ateísmo real. "Por eso el mundo no nos conoce, porque no le conoce a él" (1Jn 3,1).
Se pierde el sentido de pecado y, por tanto, el sentido del amor a Dios y a los hermanos, cuando se olvida la dignidad de todo ser humano como llamado a participar en la filiación divina de Jesús. Cuando la humanidad entera recupere esta dignidad común de todos los hermanos y de todos los pueblos sin distinción, entonces reinará la justicia y la paz. "El que ha nacido de Dios no peca, porque la simiente de Dios está en él" (1Jn 3,9). "Así, finalmente, se cumple en realidad el designio del Creador, quien creó al hombre a su imagen y semejanza, pues todos los que participan de la naturaleza humana, regenerados en Cristo, por el Espíritu Santo, contemplando unánimemente la gloria de Dios, podrán decir: 'Padre nuestro'" (AG 7).
3. Una "vida escondida con Cristo en Dios"
La vida de la gracia, por ser vida divina, no aparece a los ojos corporales ni a la luz de la razón. Nuestro ser humano continúa siendo débil y quebradizo, zarandeado por pasiones desordenadas, sometido a cualquier enfermedad y a la muerte. Sólo a la luz de la fe, descubrimos esta "vida escondida con Cristo en Dios" (Col 3,3). Por la fe, "hemos sido hechos partícipes de Cristo" (Heb 3,14).
Es vida "escondida", pero real. Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, vencedor del pecado y de la muerte, vive resucitado en nosotros. Nuestra participación en la vida divina no nos exime de las debilidades humanas, pero hace posible en nosotros la actitud filial de reaccionar en el amor. En esta vida escondida, estamos construyendo una "ciudad futura" (Heb 3,14), "un nuevo cielo y una tierra nueva" (Apoc 21,1). La glorificación de Jesús es el fundamento de nuestra esperanza: "Subió al cielo para hacernos partícipes de su divinidad" (Prefacio de la fiesta de la Ascensión).
A Cristo, que nos comunica el "don de Dios" y el "agua viva" de la gracia, le encontramos cuando nos decidimos a escondernos con él, es decir, cuando vivimos en sintonía con sus criterios, escala de valores y actitudes. Es la vida escondida de la fe, que se expresa en los gemidos de la esperanza y en las actitudes de caridad. La dinámica de la vida nueva en el Espíritu o vida de la gracia es así: "¿Adónde te escondiste, Amado, y me dejaste con gemido? Como el ciervo huiste, habiéndome herido; salí tras ti clamando, y eras ido" (San Juan de la Cruz).
Esconderse con Cristo o vivir en él significa "salir de todas las cosas según la afección y la voluntad", salir del propio egoísmo, de las comodidades, honores, ventajas y gustos personales. Es "buscarle en fe y amor" (San Juan de la Cruz), buscarle en el fondo del corazón, no contentarse más que con él, "nada sabiendo sino amor" (idem). Así es cuando uno puede decir, como San Pablo: "Mi vida es Cristo" (Fil 1,21).
Esta búsqueda produce el sentimiento de una "ausencia", como si faltara todo e incluso como si faltara Dios. Pero el amor es así, y sólo así se descubre a Cristo escondido en el propio corazón, en los signos eclesiales y en todos los hermanos, especialmente en los más pobres. "En esto se conocerá el que de veras a Dios ama, si con ninguna cosa menos que él se contenta" (San Juan de la Cruz).
La capacidad eclesial de transparentar las bienaventuranzas y el mandato del amor, como capacidad evangelizadora, radica en esos creyentes, casi siempre desconocidos, que se han decidido a vivir la "vida escondida con Cristo en Dios" (Col 3,3). No existen grandes obras de caridad ni amor preferencial por los pobres, sin esta actitud de pobre bíblica que se traduce en aventurarlo todo por Cristo pobre. Es la actitud contemplativa de dejar entrar la palabra evangélica en el corazón como María (Lc 2,19.51), que se convierte en vida pobre y en disponibilidad misionera incondicional. Sólo se puede afirmar con autenticidad, como Pablo, "la caridad de Cristo me urge" (2Cor 5,14), cuando se ha aprendido a decir: "Cristo vive en mí" (Gal 2,20).
El nuevo ser del hombre en Cristo no aparece ni se cotiza en el mercado de valores económicos. Tampoco puede "contabilizarse" en nuestras estadísticas y en nuestros baremos. Es un nuevo ser por una nueva vida participada de Dios. Como todo lo divino, es "más allá" de todo lo que se puede pesar, palpar y medir. Educar para esta vida escondida, en los grupos apostólicos, en los noviciados y casas de formación, es la tarea más urgente y trascendental que tiene la Iglesia en cada época, para poder disponer de hombres y mujeres apostólicas que busquen sólo "los intereses de Jesucristo" (Fil 2,21).
Cristo Redentor, comunicando su misma vida, hace salir al hombre de su propio egoísmo, para que se realice amando según Dios. En el camino hacia la Pascua, Cristo purifica a sus discípulos de toda mira egoísta, ofreciéndoles compartir su misma suerte, beber su misma "copa" de bodas o de "Alianza" (Mc 10,38).
Ser hombres de verdad equivale a dejar vivir a Cristo en nosotros. La oscuridad de la fe deja la sensación de fracaso, pero no es más que "perderse" en Dios para encontrarse con ganancia insospechable: "Todo lo tengo por basura con tal de ganar a Cristo y vivir unido a él" (Fil 3,8).
La vida de Cristo cabeza se comunica a sus miembros (cf. Ef 1,22-23; 1Cor 12,12-27). La "comunión de los santos" es vida en Cristo, comunicada misteriosa y ocultamente. Los que viven esta vida oculta de la gracia con generosidad se convierten, con su oración, su acción y sufrimiento, en "complemento" de Cristo (cf. Col 1,24; Ef 1,23). Son las vidas "anónimas" y silenciosas de tantos creyentes y apóstoles, cuyos nombres están escritos sólo en el corazón de Dios. La verdadera historia de la Iglesia se escribe en este silencio de Dios, que es la máxima donación.
Cuando Cristo, en Cafarnaum anunció esta vida nueva, no encontró mucho eco. "Vivir de su misma vida" (Jn 6,57) era algo ininteligible. Los que no aceptaron su mensaje hicieron mucho ruido, mentando incluso los orígenes humildes de Jesús de Nazaret (Jn 6,42); pero el Señor anunció un mensaje que, después de tantos siglos, sigue siendo actual: "Yo soy el pan de vida; el que viene a mí, ya no tendrá más hambre, y el que cree en mí, jamás tendrá sed" (Jn 6,35).
La vida en Cristo es eminentemente relacional: "Quien come mi carne y bebe mi sangre, en mí permanece y yo en él" (Jn 6,56); "permaneced en mi amor" (Jn 15,9). A Cristo sólo le comprende quien se decide a vivir en sintonía con sus amores: "Si alguno me ama, yo me manifestaré a él" (Jn 14,21). "Nadie puede percibir el significado del evangelio, si antes no ha posado la cabeza sobre el pecho de Jesús y no ha recibido de Jesús a María como Madre" (Orígenes).
La vida escondida con Cristo no consiste en alejarse de la convivencia con los hermanos, ni tampoco en olvidar las propias responsabilidades, sino que es precisamente "luz", "sal" y "fermento", como participación en la misma realidad de Cristo, quien es "la luz del mundo" (Jn 8,12; 9,5). Es, pues, una vida que no se puede "esconder" bajo el celemín (Mt 5,15), sino que se convierte en anuncio de que "quien tiene al Hijo, tiene la verdadera vida" (1Jn 5,12).
Quien vive de "la gracia" o del don de la vida en Cristo, tiene en su corazón "el amor del Padre" y la "comunicación" del Espíritu Santo" (2Cor 13,13). Nuestra esperanza, por encima de toda humana esperanza (Rom 4,18), se fundamenta en el mismo amor de Dios, que orienta todo nuestro ser hacia el amor de donación y de servicio (1Jn 3,14).
A la luz de la fe, todo nos habla de un amor y de una vida de Dios que se nos comunica continuamente. Toda la creación está orientada hacia esta donación íntima de Dios. Pero nuestra experiencia sensible y racional sólo ve sosas que pasan y que no llenan el corazón. Esconderse con Cristo comporta un "gemir" de esperanza, que "no deja confundido" (Rom 5,5). Estos mismos deseos o gemidos son una señal de que la vida de Dios está en nosotros, como esperando una visión y una posesión definitiva: "Sabemos que la creación entera hasta ahora gime y siente dolores de parto, y no sólo ella, sino también nosotros, que tenemos las primicias del Espíritu, gemimos dentro de nosotros mismos, suspirando por la adopción, por la redención de nuestro cuerpo" (Rom 8,22-23).
Las personas más sensibles a estas realidades cristianas, es decir, los santos, han sido las más comprometidas en la construcción de la comunidad humana según el amor. Con su testimonio de vida, anunciaron que "Cristo murió una vez por nuestros pecados, el Justo por los injustos, para llevarnos a Dios" (1Pe 3,18). Es la vida de Cristo en nosotros, que es vida nueva y renovadora, la vida auténtica que el mundo necesita: "Llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero (la cruz), para que, muertos al pecado, viviéramos para la justicia, puesto que por sus heridas habéis sido curados" (1Pe 2,24).
MEDITACION BIBLICA
- Vivir en Cristo una vida nueva:
"El que come mi carne y bebe mi sangre, en mí permanece y yo en él... quien me come, vivirá por mí" (Jn 6,55-57)
"Vuestra vida está escondida con Cristo en Dios... Cristo es vuestra vida" (Col 3,3-4)
"No soy yo el que vivo, sino que es Cristo quien vive en mí" (Gal 2,20).
- El Padre nos ama como a Cristo:
"El amor de Dios hacia nosotros se manifiesta en que Dios envió al mundo a su Hijo unigénito, para que nosotros vivamos por él" (1Jn 4,9).
"Les has amado a ellos como me amaste a mí" (Jn 17,23).
- Correr la misma suerte de Cristo:
"Dios, que es rico en misericordia, y nos tiene un inmenso amor, estando muertos por nuestros pecados, nos vivificó con la vida de Cristo... para mostrar a los siglos venideros que habían de venir la soberanas riquezas de su gracia, a impulsos de su bondad para con nosotros en Cristo Jesús" (Ef 2,4-7). El hombre no puede gloriarse de este don, puesto que es pura gracia: "Por la gracia habéis sido salvados mediante la fe" (Ef 2,8). Somos "hechura suya, creados en Cristo Jesús" (Ef 2,10).
- Somos hijos de Dios:
"Ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios y que lo seamos verdaderamente" (1Jn 3,1).
"El Espíritu Santo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios" (Rom 6,16).
"A cuantos le recibieron dioles poder de venir a ser hijos de Dios... Son nacidos de Dios" (Jn 1,12-13).
- Decir "Padre" a Dios:
"Habéis recibido un espíritu de hijos, que os permite clamar 'Abba', es decir, Padre" (Rom 8,15).
"Y pues sois hijos, envió Dios a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: 'Abba', es decir, 'Padre'. De suerte que ya no eres siervo, sino hijo, y como hijo, también heredero por gracia de Dios" (Gal 4,6-7).
- En la misma maternidad de María:
"Jesús dice a su Madre: Mujer, he ahí a tu hijo. Luego dice al discípulo: He ahí a tu Madre" (Jn 19,26-27).
"Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer... a fin de que recobrásemos las filiación adoptiva" (Gal 4,4-5).
- Somos hijos en el Hijo:
"A impulsos del amor, os predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad" (Ef 1,4-5).
I
DIOS SE DA A SI MISMO
1. El modo de amar propio de Dios
2. Todo es "gracia"
3. "Si conocieras el don de Dios"
Meditación bíblica
* * *
Cuando nosotros amamos a una persona, le manifestamos este amor con expresiones de afecto. Al mismo tiempo, nos aseguramos de que esta persona merezca nuestro amor y que lo sepa reconocer. No pocas veces, confundimos amor con utilidad; es una persona importante, simpática, útil... Pero cuando cambian las cosas, nuestro "amor" se esfuma sin dejar rastro. Dios no ama así.
El amor que nos tiene Dios es totalmente "gratuito". Nos ama porque él es bueno, dándose a sí mismo y sin que se le siga ninguna utilidad. El amor de Dios es donación total, es "gracia". Nos ama definitivamente, tal como somos, desde siempre y para siempre, para hacernos tal como él es.
San Pablo usa más de cien veces la palabra "gracia" (xaris). Se trata de "la gracia de nuestro Señor Jesucristo", por la que se nos manifiesta "la caridad de Dios", que es "comunicación del Espíritu Santo" (2Cor 13,13). De este modo, "el amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones, en virtud del Espíritu Santo que nos ha sido dado" (Rom 5,5).
A la luz de esta donación divina, descubrimos que todas las cosas son "gracia" o expresión de esta donación y amor. Pero hemos de despertar de un letargo, porque nuestro corazón está inclinado a usar y abusar de las cosas y de las personas, prescindiendo de Dios que se esconde en ellas. Sabe reconocer en cada hermano una historia de "gracia" y de amor divino, es garantía de que hemos comenzado a despertar al amor y a la verdadera vida.
1. El modo de amar propio de Dios
El cristianismo ha aportado una definición original sobre Dios: "Dios es Amor" (1Jn 4,8.16). No solamente ama, sino que es "el Amor", la donación por excelencia, la bondad comunicativa. Nos ama porque es él es bueno. Y ama dándose a sí mismo, con todo lo que es y tiene.
La máxima expresión de este amor divino aparece en Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre: "De tal manera amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo unigénito" (Jn 3,16). Esta es "la señal": "Un niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre" (Lc 2,12). La pobreza de Jesús en Belén y su desnudez en la cruz, indican el modo característico de amar por parte de Dios: no tiene más que a sí mismo, para darse tal como es.
Dios ha creado al hombre por amor. Desde el primer momento le ha hecho partícipe de la realidad divina. El pecado del hombre o ha disminuido este amor y donación, sino que entonces Dios ha manifestado con creces su amor, con toda su intensidad de misericordia: "cuanto más se multiplicó el pecado, más abundó la gracia" (Roma 5,20). Por esto "Dios ha enviado su Hijo al mundo, para que el mundo sea salvo por él" (Jn 3,17).
Este amor es de donación "gratuita", es gracia, que justifica al hombre y le "diviniza", como decían los Santos Padres. Si "el amor de Dios es causa de la bondad de los seres" (Santo Tomás), cuando se trata del hombre, ese amor es fuente de "vida eterna" o vida divina (cf. Jn 3,16).
La "gracia" no es una cosa, sino el mismo Dios que se nos comunica, transformándonos en él. A partir de una relación personal de Dios, por la que se comunica a sí mismo, el hombre ya puede encontrar sentido a la vida haciéndose relación y donación personal a Dios y a los hermanos. La gracia es relación honda, desde lo más profundo del ser humano, transformado por la acción divina. Dios se nos da capacitándonos para hacernos donación.
A partir de esta donación y "gracia" de Dios, nuestra vida ya puede hacerse donación, como imitación y participación en el amor de Dios. Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, como máxima expresión de la "gracia" y donación divina, hace posible que nuestra vida sea prolongación de su misma vida entregada: "Amaos como yo os he amado" (Jn 13,34).
Dios, dándose gratuitamente a sí mismo, nos capacita para que nosotros nos demos los unos a los otros con el mismo amor que Dios nos ama. Vivir y morir amando, a ejemplo de Cristo, ya es posible, gracias a Dios Amor, que vive en nosotros y que se nos comunica tal como es. El amor es "gracia", donación eficaz: nos hace semejantes a él que es "el Amor".
En todas las culturas se encuentran huellas de un Dios que ama y dirige la historia de cada pueblo. En la historia salvífica del pueblo de Israel, según el Antiguo Testamento, estas huelas son especiales, como preparando inmediatamente la venida de Cristo, el Mesías, el Salvador único y universal. Ahí Dios se muestra con amor tierno de madre (Is 49,14-15; 66,13; Deut 32,10-12). Dios es fiel al amor (Deut 4,31; Ex 3,14; 2Sam 7,14). Su amor es "eterno" (Jer 31,3) y "extremo" (Zac 8,2). Es amor de esposo y amigo (Ez 16,8; Os 2,14-19; Is 54,4-10). Es amor de padre que sostiene cariñosamente a su hijo en las rodillas (Deut 1,31; Os 11,1-9; Jer 31,20; Mal 3,17; Sal 102,13).
Este amor parece "excesivo" (Ef 2,4), pero lo podemos constatar hecho realidad palpable en Cristo. En él "apareció la bondad y el amor de Dios, nuestro Salvador, hacia los hombres" (Tit 3,4). Por este amor, Dios "nos da vida en Cristo" (Ef 2,5). Con este amor, Dios "habla al corazón" (Os 2,14) y hace de él "un corazón nuevo" lleno de Espíritu de amor (Jer 24,7; Sal 50,12). Por este amor y donación de Dios, por esta "gracia", ya podemos ser, por participación suyo, lo que Dios es por naturaleza: amor de donación.
Dios ama eficazmente, respetando nuestra libertad. Su amor es acción salvífica y misericordiosa, que libera, redime y justifica. Su amor hace posible nuestra respuesta de amor y en el mismo tono de amor. Es un amor trascendente, que fundamenta la libertad y la dignidad del hombre, dando paso a la justicia y a la paz entre los hombres y los pueblos. El amor y la gracia de Dios no destruyen la naturaleza, sino que la llevan a la plenitud. "Porque me amaste, me hiciste amable" (San Agustín).
Por la gracia, el amor de Dios se hace realidad en el corazón humano. Por Cristo y en el Espíritu, Dios Padre nos hace partícipes de su misma vida. La gracia es la donación del mismo Dios que es misericordioso con el hombre y que se comunica tal como es, divinizando al hombre y haciéndole hijo suyo por amor. La presencia de Dios se hace donación amorosa. El Padre se nos da como Padre del Hijo, haciéndonos "hijos en el Hijo" por obra del Espíritu Santo.
El amor de donación de Dios no humilla, sino que restaura la dignidad y libertad del hombre. "La bondad de Dios para con todos los hombres es tan grande, que quiere que sus dones se conviertan en mérito del hombre" (San Agustín).
Se dice que nuestra sociedad ha perdido el sentido del pecado. Ello es debido a que se ha perdido el sentido de la gracia y del amor de Dios. Entonces el hombre pierde la capacidad de admiración, de escucha, de servicio y de donación. Sólo a la luz del amor divino en nosotros, descubrimos la verdadera malicia del pecado, como un "no" a Dios Amor y, por consiguiente, a los hermanos. Sólo los santos han llegado a un experiencia profunda de la ingratitud del pecado, precisamente porque eran sensibles al amor gratuito de Dios. Sin la perspectiva de la gracia, como vida divina participada, rechazada a veces por el hombre, no tendría sentido la reparación de los pecados. Los santos se entregaron a "hacer amar al Amor" (Santa Teresa de Lisieux), al ver que "el Amor no es amado" (San Francisco de Asís).
Dios nos ama y se nos da en Cristo. Por esto, en Cristo encontramos "el don de Dios", es decir, la "gracia", la filiación divina, la luz, la verdad, la vida, el Amor. Así nos ama Dios. Si estamos "fortalecidos en el hombre interior por el Espíritu... arraigados en la caridad", conscientes y comprometidos en esta "caridad de Cristo que supera toda ciencia", entonces seremos partícipes de "la plenitud de Dios" (Ef 3,17-19). El modo de amar de Dios es a la medida de Dios, para salvar al hombre haciéndole plenamente hombre.
2. Todo es "gracia"
El hombre es "la única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo" (GS 24). Las cosas han sido creadas por su amor. Todo es don de Dios, para hacer que el hombre encuentre a Cristo, centro de la creación y de la historia, ya que "en él fueron creadas todas las cosas" (Col 1,16). Todo ha sido creado para que el hombre se construya libremente como imagen de Dios, moldeado a imagen de su Hijo Jesucristo, "para la alabanza del esplendor de su gracia, que nos otorgó gratuitamente en el Amado" (Ef 1,6).
"Todo es gracia", diría Santa Teresa de Lisieux. Todo invita a hacer realidad los planes salvíficos de Dios en Cristo. Por esto, en la bondad y belleza de los seres creados, descubrimos el amor de Dios que es su causa y origen. El hombre es una amalgama misteriosa de libertad y de pecado, de grandeza y de limitación, de ansia por la verdad y el bien y de tendencias desordenadas. Así, tal como es, se encuentra en un mundo penetrado por la gracia, que le invita a trascenderse.
Los dones de Dios son manifestaciones diferenciadas de su amor. Todo es don y "gracia", pero de manera diversa. Dios se manifiesta por medio de la creación y de la historia. Pero ha querido comunicar al hombre, desde el principio, su misma vida divina. La "naturaleza" del hombre no podía vislumbrar ni menos merecer tal privilegio. A parte de este amor y elección de Dios, todo lo humano se diviniza para participar en la misma vida de Dios.
Hay un misterio de gracia que abarca todo el ser humano desde su creación; pero en el corazón del hombre queda siempre la debilidad y la triste capacidad de rechazar la gracia y el amor de Dios. El "barro", moldeado cariñosamente en la mano de Dios (Sal 2,9; Eccli 33,13; Gen 2,7), sigue siendo barro o criatura quebradiza, que procede de la nada; pero Dios, desde el principio, lo ha besado y le ha infundido su mismo Espíritu de vida, "su misma imagen" (Gen 1,27; 2,7).
Dios, "con lazos de amor", ha atraído al hombre como un padre eleva cariñosamente a su hijo a la altura de su rostro, para darle un beso, símbolo de una misma vida comunicada por amor (Os 11,4; cf. Gen 2,7).
La gracia de Dios, como vida divina participada por el hombre, no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona, según la expresión de Santo Tomás. Es un don que realiza su efecto eficazmente, si el hombre no se cierra al amor. Propiamente, el mismo don de Dios es el que hace que el hombre responda libremente, de modo creativa y responsable, desde el comienzo de su existir hasta el final. Pero al hombre le queda también la posibilidad de cerrarse en sí mismo y decir que no que a la gracia y al amor de Dios.
Todo viene de Dios como de su fuente. Por esto todo es gracia que tiende a hacer hombres libres como hijos de Dios. El bien del hombre consiste en hacerse expresión del amor, de la trascendencia y de la libertad de Dios que es el Amor. El hombre "decide su propio destino personalmente, bajo la mirada de Dios" (GS 14), es decir, guiado por la luz y la fuerza recibidas de Dios.
En Cristo, descubrimos "el don de Dios" (Jn 4,10). Por Cristo, Dios nos comunica la "vida nueva" en el Espíritu y, por ello mismo, estamos "arraigados y fundados en la caridad" (Ef 3,17). Esta "gracia", como "misterio oculto desde los siglos en Dios", Cristo la manifiesta y comunica "por medio de la Iglesia" a todos los hombres (cf. Ef 3,6-10). Por esto la "gracia" es la esencia del cristianismo y la razón de ser de la Iglesia, como comunidad convocada para anunciar a todos los pueblos los planes salvíficos de Dios. La gracia es el "corazón" del mensaje cristiano para toda la humanidad. Jesús es el único Salvador y el único camino de salvación, que ya se encuentra, como "semilla" y "preparación evangélica", en las culturas y comunidades religiosas, llamadas todas ellas a un encuentro explícito y pleno con Cristo por medio de la fe y el bautismo.
El hombre llega a ser plenamente hombre cuando se abre a la gracia y al don de Dios. Entonces queda iluminado y "divinizado" (como afirmaba San Justino), es decir, transformado en imagen de Dios según el modelo e Imagen original: Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre (Rom 8,29). "Dios se ha hecho hombre para que el hombre se hiciera Dios" (San Ireneo).
Si consideramos la gracia en sí misma, nos encontramos con el misterio de la vida divina que se comunica al hombre de muchas maneras. En cuanto al efecto que produce en nosotros, se trata de la orientación de todo nuestro ser humano hacia Dios, para participar en su misma vida. Dios que se nos da él mismo, haciendo que todo nuestro ser se abra al amor y se esponje en él. Seguimos siendo criaturas, pero ya sumergidos en un proceso de transformación en imagen viva de Dios, como el hierro transformado en fuego.
La gracia es la misma acción y vida divina que dispone nuestro ser para participar en Dios. Es la caridad de Dios que se nos infunde en nuestros corazones (Rom 5,5). Este "don" de Dios, recibido en nosotros, nos hace partícipes del mismo Dios: "Nos hizo merced de preciosos y sumos bienes prometidos, para que por ellos os hagáis partícipes de la divina naturaleza" (2Pe 1,4). Esta es la dignidad a la que está llamado el hombre: "Conoce, cristiano, tu dignidad y, hecho partícipe de la divina naturaleza, no quieras volver a la vileza de tu antigua condición" (San León Magno).
Desde que el hombre salió de las manos amorosas de Dios, todo su ser quedó impregnado de vida divina, orientado hacia Dios Amor. El pecado del primer hombre estropeó estos planes maravillosos de Dios. En Cristo, Dios nos hace recuperar "con creces" aquellos dones (Rom 5,20) y nos hace pasar a una "vida nueva". Por la muerte y resurrección de Cristo, Dios llega a nosotros con su voluntad salvífica y misericordiosa, para hacernos recuperar con creces el rostro radiante del primer hombre.
Nuestra razón no llega a percibir esta orientación "sobrenatural" del hombre, hecho partícipe de la vida divina. Vislumbramos un misterio profundo cuando encontramos en nuestro corazón una sed inexplicable de trascendencia y de Dios. "Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón no puede descansar hasta encontrarte" (San Agustín).
Es a través de la revelación del mismo Dios, especialmente por medio de su Hijo hecho hombre, que nos enteramos de nuestro propio misterio. La luz de la fe nos lleva a la vida de la gracia. "Por tu luz, vemos la luz" (Sal 35,10). "En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado"... Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación" (GS 22).
La "gracia" es, pues, un don totalmente "gratuito", como una nueva creación, en cuanto que el primer hombre, ya desde el comienzo de su existir histórico, fue llamado a participar de la vida divina. Su ser de criatura ha sido hecho partícipe de la misma vida del Creador. Desde entonces, toda la creación está orientada hacia este misterio de bondad divina, que nadie hubiera podido sospechar ni merecer. Dios se da gratuitamente y espera del hombre una actitud de donación gratuita expresada en el amor incondicional a los hermanos. Esa es la señal de que el hombre vive su verdadera vida.
La cercanía de Dios al hombre se ha convertido en inmanencia profunda de amor de donación y de comunicación. El ser del hombre queda salvado al aceptar esta cercanía que lo purifica, ilumina y transforma desde lo más hondo del corazón.
El hombre ya puede ser plenamente hombre, transcendiéndose a sí mismo según los planes salvíficos de Dios Amor. "Cuanto más la gracia nos diviniza, tanto más nos humaniza" (San Francisco de Sales).
Hemos sido moldeados eternamente en el corazón de Dios, según el modelo de su Hijo y bajo la acción amorosa del Espíritu (cf. Ef 1,3.14). Nuestra existencia real ha comenzado en el tiempo histórico para realizarnos según los planes eternos de Dios Amor. Ya podemos volver al corazón del Padre, gracias a Cristo que se hace nuestro camino y que nos comunica el Espíritu Santo. "Por él (por Cristo) tenemos el poder de acercarnos al Padre en un mismo Espíritu" (Ef 2,18).
Nuestra participación en la vida de Cristo es luz, vida eterna, verdad, "gracia" que nos Dios nos comunica. Quien cree en Cristo se hacer "portador de Dios", "portador de Cristo" (San Ignacio de Antioquía). Por esto, "el bien de la gracia de un solo individuo es mayor que el bien de naturaleza de todo el universo" (Santo Tomás).
3. "Si conocieras el don de Dios" (Jn 4,10)
Jesucristo ofreció el don de la gracia, "el don de Dios", a una mujer samaritana divorciada por enésima vez. El Señor hizo el mismo ofrecimiento a un fariseo principal, Nicodemo, técnico en problemática religiosa. A éste le habló de "renacer de nuevo por el agua y el Espíritu Santo" (Jn 3,5). A ambos les invitó a reconocer su propia pobreza, como condición indispensable para recibir la vida nueva o "fuente que salta hasta la vida eterna" (Jn 4,14). El "agua viva" de la gracia, o "don de Dios" (Jn 4,10) es la salvación en Cristo, dada por Dios a la humanidad pecadora.
La única condición que Cristo exige para entrar en esta vida nueva es la de tener sed: "Si alguno tiene sed, que venga a mí y beba. El que crea en mí..., manarán de su seno ríos de agua viva" (Jn 7,37-38). La samaritana comenzó a experimentar esa vida nueva cuando reconoció que el agua de su pozo no podría saciarle definitivamente la sed. Por esto le pidió a Cristo el agua viva: "Dame de esta agua" (Jn 4,15).
A nosotros no nos gusta este modo de ofrecer la "gracia". Nos cuesta mucho reconocer la fragilidad de nuestra naturaleza y, sobre todo, nuestra realidad pecadora. Y no acabamos de "entender" que Dios nos ama tal como somos. Pero Cristo "vino a salvar lo que estaba perdido" (Mt 18,11). La gracia de Dios libera, sana, eleva, santifica y diviniza. Si no fuera así, se convertiría en un adorno más. Dios ama tal como es él y salva al hombre en su misma realidad limitada y pecadora.
Dios no da su gracia como un "quita y pon", sino como una donación permanente. Es verdad que nos da sus luces y mociones (y a esto le llamamos gracia "actual"), pero, sobre todo, se quiere dar a sí mismo, su misma vida divina participada por amor (esto es, la gracia habitual o estado de gracia). Dios no niega su gracia a nadie; por eso comunica luz y fuerza a todo ser humano para que se abra definitivamente al amor. Dios está presente en cada corazón; pero comunica su vida divina a quien acepte esta presencia amorosa como programa comprometido de donación. Dios quiere personas libres y, por esto, armoniza el poder de su gracia con la libertad del corazón humano. Dios salva al hombre haciéndole verdadero hombre.
El hombre tiene siempre la tentación de manipular a Dios, haciendo de él una "cosa" o un seguro de vida. Sería como un "bien" más de la creación, aunque fuera el supremo bien. Pero Dios se da a sí mismo, también por medio de sus dones; por esto espera y hace posible una relación personal que sea verdaderamente donación. En el camino de cada ser humano, aún en el más marginado y olvidado, se encuentran las huellas de Cristo presente que, "cansado del camino" (Jn 4,6), se ha hecho consorte de nuestra "sed", para que lleguemos a tener sed de la verdadera vida. En el corazón de cada uno siguen resonando las palabras de Cristo, pronunciadas de tú a tú, de corazón a corazón: "Dame de beber... ¡si supieras el don de Dios!" (Jn 4,10).
Recibir el "agua viva" de la gracia no equivale a recibir una "cosa", sino a participar en la vida nueva comunicada por Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre. Sólo él, que vive "en el seno del Padre" (Jn 1,18) y en el amor y "gozo del Espíritu" (Lc 10,21), nos puede contar y comunicar las intimidades de Dios.
Dios nos llama a una vida "habitual" de relación personal con él, expresada en vida de caridad. La comunicación de su vida no puede reducirse a un paréntesis. La presencia creadora y amante de Dios es eficaz, salvo que el hombre cierre el corazón al amor. Dios espera de nosotros una opción fundamental que se traduzca en orientación radical y dinámica de todo nuestro ser hacia el amor. Por esto, la vida de gracia se llama vida de caridad. Es la vida humana más profundamente vivida.
Jesús anunció este "evangelio del Reino" (Mt 9,35), que quiere entrar "dentro" de nosotros (Lc 17,21). La justificación" del hombre caído y pecador es fruto de la muerte y resurrección de Jesús: "El Hijo del hombre ha venido para dar la vida en rescate (redención) por todos" (Mc 10,45; Mt 20,26).
El evangelio de Juan nos resume diferentes encuentros de Cristo con cada ser humano. Es el encuentro de la luz con las tinieblas. Si las tinieblas reconocen su obscuridad, dejan entrar la luz; pero si se obstinan en su ceguera, se quedan en lo que son, es decir, oscuridad. Para poder participar de la vida divina de Cristo, basta con creer en él, aceptando vivencialmente su persona y su mensaje. Entonces nos hacemos partícipes de su filiación divina, porque "de su plenitud recibimos todos, gracia sobre gracia" (Jn 1,16).
La vida cristiana se convierte en testimonio e instrumento de esta nueva vida en Cristo: "El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria, la gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad" (Jn 1,14). "Dios se ha hecho hombre para que el hombre se hiciera Dios" (San Ireneo).
La gracia comunicada por Cristo es la reintegración ("apocatástatis") del hombre caído, obrada por Cristo y realizada por El Espíritu Santo. Es siempre don de Dios, que requiere y hace posible nuestra colaboración. "La única causa formal de la justificación es la justicia de Dios, por la que somos renovados en los íntimo de nuestro espíritu" (concilio de Trento).
Hay unidad armónica entre la iniciativa de Dios, la redención obrada por Cristo y la comunicación del Espíritu Santo. En el corazón del hombre, la gracia realiza la unión con Cristo, la santificación por el Espíritu, el perdón de los pecados. Es siempre justificación, que se expresa en actitudes de fe, esperanza y caridad. El amor se manifiesta en la unión de voluntades y en el compartir la misma vida con Cristo.
En la historia humana encontramos grandes contrastes. Hay quienes se han moldeado en el amor de Cristo y hay quienes se han encerrado en sí mismos. De ahí provienen, respectivamente, las grandes obras en favor de los hermanos y los grandes atropellos. Jesús ha venido para salvar al mundo (Jn 12,47). Pero hay quien se cierra al amor y, por tanto, a la verdadera vida: "No queréis venir a mí para tener la vida" (Jn 5,40).
La gracia de Cristo ha inaugurado una nueva creación y, por tanto, una nueva relación del hombre con Dios. Es una relación familiar de hijo y amigo, una relación de presencia vivida y amada. Somos hijos "adoptivos" de Dios, hermanos de Cristo y coherederos suyos (Rom 8,17; Heb 2, 11.12). Dios ha tocado nuestro ser haciéndolo partícipe del suyo. Dios se nos hace presente para entablar relaciones de amistad. Nuestro ser más hondo y nuestra experiencia y vivencial relacional, queda orientado hacia el amor. "El corazón se ha afianzado en Dios" (Santo Tomás).
Jesús hoy sigue ofreciendo esta salvación integral: "¡Si conocieses el don de Dios!" (Jn 4,10). El riesgo del hombre de hoy no es el rechazo directo de Dios, sino el intentar hacer de Dios un artículo más de consumo. A Cristo no le encontraron quienes "amaron más la gloria de los hombres que la gloria de Dios" (Jn 12,43).
MEDITACION BIBLICA
- Dios nos ama así:
"De tal manera amó dios al mundo, que le dio a su Hijo unigénito... Dios ha enviado su Hijo al mundo, para que el mundo sea salvo por él" (Jn 3,16-17).
- El amor de Dios en nuestros corazones:
"El amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones, en virtud del Espíritu Santo que nos ha sido dado" (Rom 5,5).
"Que habite Cristo por la fe en vuestros corazones, enraizados y cimentados en la caridad, a fin de que seáis capaces de comprender, con todos los santos... la caridad de Cristo que supera toda ciencia" (Ef 3,17-19).
- Todo es gracia y don de Dios:
"En Cristo fueron creadas todas las cosas" (Col 1,16). "Todo es vuestro..., pero vosotros sois de Cristo, y Cristo es de Dios" (1Cor 3,21-23). "Si entregó a su Hijo a la muerte por todos nosotros, ¿cómo no va a darnos gratuitamente todas las demás cosas juntamente con él?" (Rom 8,32).
"Bendito sea Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, quien nos bendijo con toda bendición espiritual en los cielos en Cristo, según que nos escogió en él antes de la fundación del mundo para ser santos e inmaculados en su presencia" (Ef 1,3-4).
- Somos partícipes de la vida divina:
"Nos hizo merced de preciosos y sumos bienes prometidos, para que por ellos os hagáis partícipes de la divina naturaleza" (2Pe 1,4).
- Renacer a una vida nueva:
"Nadie puede entrar en el Reino de Dios, si no nace del agua y del Espíritu Santo" (Jn 3,5).
"¡Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice 'dame de beber', tú le pedirías a él y te daría agua viva!" (Jn 4,10).
"Si alguno tiene sed, que venga a mí y beba. El que crea en mí..., manarán de su seno ríos de agua viva" (Jn 7,37-38).
LA TRILOGIA MISTERO, COMUNIONE E MISSIONE SINTESI DI OGNI FORMAZIONE SACERDOTALE (Juan Esquerda Bifet)
Escrito por Super UserLA TRILOGIA MISTERO, COMUNIONE E MISSIONE
SINTESI DI OGNI FORMAZIONE SACERDOTALE
(Juan Esquerda Bifet)
Presentazione: Formazione sacerdotale nella Chiesa mistero, comunione e missione
La vocazione sacerdotale è un dono di Dio per partecipare in un modo peculiare al mistero di Cristo che si prolunga nella Chiesa comunione e missione. Per mezzo del sacramento dell'Ordine, il chiamato partecipa all'unzione e alla missione di Cristo Buon Pastore (cf. Lc 4, 18; Gv 16, 14; 20, 21-23). E' partecipazione al suo essere, agire e stile di vita per l'edificazione della Chiesa e la salvezza del mondo.
Dio da il dono della vocazione sacerdotale nelle circostanze e situazioni concrete della storia dove si svolge il mistero dell'uomo. La formazione sacerdotale ha come punto di riferimento il dono di Dio nell'oggi della Chiesa. E una formazione al mistero di Cristo presente nella Chiesa (anch'essa "mistero"), in un mondo secolarizzato, che ha sete di Dio. E' una formazione alla comunione in un mondo diviso che cerca l'unione universale. E' una formazione alla missione in un mondo lontano dai valori evangelici, ma che domanda autenticità evangelica da parte degli evangelizzatori.[1]
Questa formazione al mistero, comunione e missione si concretizza, per ogni cristiano, nell'ambito della Chiesa mistero (segno trasparente e portatore di Cristo), comunione (fraternità) e missione (evangelizzazione). Ogni formazione apostolica deve essere formazione nel senso del mistero, per il servizio dell'unità (comunione) e nello spirito missionario.[2]
Il sacerdote ministro partecipa alla realtà di Cristo Sacerdote, Capo e Buon Pastore, per poter agire a nome suo o "in persona Christi" (cf. PO 2, 6, 12). Questa partecipazione diventa servizio a Cristo presente nella Chiesa mistero, strumento di unità nella Chiesa comunione e coinvolgimento impegnativo nella Chiesa missione. Perciò il sacerdote è servitore del mistero, della comunione e della missione, come "servitore di Cristo Maestro, Sacerdote e Re" (PO 1).
La formazione sacerdotale sarà veramente pastorale nel grado in cui sia veramente diaconale. E' un servizio dei segni sacramentali e profetici della presenza di Cristo risorto. E' un servizio per la costruzione della comunità nella carità. E' un servizio per far diventare la comunità evangelizzatrice e testimone del vangelo.
La formazione sacerdotale di oggi è fedeltà generosa per poter rispondere alle nuove grazie di Dio nelle nuove situazioni umane storiche. "Una società come la nostra, che da una parte tende al materialismo, e d'altra parte avverte il desiderio di Dio, ha bisogno di testimoni del mistero. Una società che è divisa, e avverte nello stesso tempo il bisogno di unità e solidarietà, necessita di servitori dell'unità. Una società che dimentica spesso gli autentici valori mentre chiede autenticità e coerenza, ha bisogno di segni vivi del Vangelo".[3]
1. La formazione sacerdotale al mistero
Il fatto di partecipare all'unzione e missione di Cristo Sacerdote[4] che si fa presente nella Chiesa, presuppone nel sacerdote ministro la coscienza del "mistero" al modo di Paolo: "Dalla lettura di ciò che ho scritto potete ben capire la mia comprensione del mistero di Cristo" (Ef 3,4). Per l'apostolo Paolo, la parola "mistero" ha tre aspetti: "mistero nascosto da secoli nella menti di Dio" (Ef 3,9), "manifestato ora... per mezzo della Chiesa" (Ef 3,10), "annunciato" dallo stesso apostolo a tutte le genti (Ef 3,8-9). Si tratta sempre dei disegni salvifici e universali di Dio fino a "ricapitolare in Cristo tutte le cose" (Ef 1,10). A questo scopo, ogni cristiano riceve il "suggello dello Spirito" (Ef 1,13), che nel sacerdote ministro diventa una "grazia" speciale permanente comunicata "con l'imposizione delle mani da parte del collegio dei presbiteri" (1Tim 4,14) e delle stesse mani di Paolo (2Tim 1,6).[5]
La formazione sacerdotale al mistero ha quindi una dimensione trinitaria, cristologica, pneumatologica, ecclesiologica e antropologica salvifica. La formazione integrale e armonica del futuro sacerdote (spirituale, umana, dottrinale, pastorale) è solo possibile alla luce del mistero di Cristo. Il punto di riferimento sarà dunque Cristo Sacerdote, consacrato e inviato dal Padre e dallo Spirito Santo (cfr Lc 1,8; Gv 10,36). "Il compito della formazione sacerdotale è arduo, impegnativo ed esigente; esso però è anche entusiasmante e gioioso per l'intensa carica di fede che comporta, e per le singolari qualità di carità teologale e pastorale, di comunione e di servizio, di attenzione ai segni dei tempi... Tale compito perciò deve essere assunto con l'intento fondamentale di favorire una piena adesione al modello originario e normativo del Buon Pastore, ed insieme di promuovere una armoniosa integrazione della identità umana, cristiana e sacerdotale dei giovani chiamati".[6]
La formazione spirituale, umana, dottrinale e pastorale dei candidati al sacerdozio è sempre in rapporto al "mistero di Cristo" (OT 16), come atteggiamento di "vivere intimamente uniti a lui, come amici, in tutta la loro vita" (OT 8), "penetrati del mistero della Chiesa" (OT 9), per poter annunciare "il mistero pasquale" (OT 8).
La formazione sacerdotale al mistero potrebbe avere questi indirizzi basilari:
1) Atteggiamento di fede e di contemplazione riguardo alla Parola di Dio: Parola rivelata (di iniziativa divina), predicata nella Chiesa, celebrata nella liturgia, vissuta dai santi, contemplata e pregata per rispondere alle sfide delle situazioni storiche... Il cammino del rapporto con Cristo (preghiera) e di configurazione a Cristo (perfezione) diventa "esperienza" vissuta e impegnativa della presenza e della Parola del mistero di Dio Amore.[7]
2) Prendere coscienza che la vocazione è un dono, iniziativa del Signore (cfr Gv 15,16), per partecipare al suo essere di consacrato e inviato, e in questo modo poter prolungare la sua parola, il suo sacrificio, i suoi segni salvifici e pastorali, come annuncio, attuazione e comunicazione del mistero pasquale.[8]
3) Il servizio a "Cristo Maestro, Sacerdote e Re" (PO 1), diventa servizio e amore al mistero della Chiesa: "Gli alunni siano penetrati del mistero della Chiesa" (OT 9), poiché "la fedeltà a Cristo non può essere separata dalla fedeltà alla sua Chiesa" (PO 14).[9]
4) Alla luce del mistero dell'Incarnazione e del mistero della Chiesa, si chiarisce il mistero dell'uomo e del mondo, in un contesto di storia di salvezza. Perciò l'uomo è "la via" che deve percorrere l'azione evangelizzatrice della Chiesa (cfr enc. "Redemptor Hominis"). "L'uomo vale più per quello che è che per quello che ha" (GS 35). Il mistero dell'uomo appare nella manifestazione dell'amore di Cristo per lui: "Cristo, che è il nuovo Adamo, proprio rivelando il mistero del Padre e del suo amore svela anche pienamente l'uomo a se stesso e gli manifesta la sua altissima vocazione... Con l'incarnazione il Figlio di Dio si è unito in certo modo ad ogni uomo" (GS 22). [10]
5) La spiritualità sacerdotale significa coerenza di vita, in sintonia con lo stile di vita del Buon Pastore. Il fatto di partecipare al suo essere e alla sua funzione pastorale, esige e possibilita il vivere in sintonia con la sua carità di dare la vita. Il sacerdote ministro è un segno personale ("sacramentale") del Buon Pastore. Non soltanto prolunga la sua azione di guida, ma anche il suo atteggiamento di "dare la vita" (cfr Gv 10).[11]
Questo elenco di indirizzi potrebbe allargarsi, specialmente a livello più concreto e pratico: approfondimento del senso di Dio, criteri e scala di valori secondo il Vangelo, educazione per la celebrazione dei misteri (Eucaristia, riconciliazione, liturgia delle ore), il cammino della direzione spirituale (propria e ministeriale), scoprire il volto di Cristo in ogni fratello (specialmente nei poveri), apprezzare la vita divina (grazia di filiazione) che Cristo comunica agli uomini, ecc.[12]
La formazione sacerdotale al mistero è formazione sapienziale e contemplativa, che porta verso l'impegno della carità pastorale. I ministeri diventano sorgente di santificazione quando si vivono in sintonia con Cristo: "I presbiteri raggiungeranno la santità nei loro modo proprio se nello Spirito di Cristo eserciteranno le proprie funzioni con impegno sincero e instancabile" (PO 13).
Nella comunità ecclesiale, al cui servizio si trova, il sacerdote è, in collaborazione e subordinazione al proprio Vescovo, custode de una eredità apostolica di grazia. L'appartenenza a una Chiesa particolare (o a una Istituzione religiosa) e la cooperazione e subordinazione ai carismi episcopali, sono un mistero di grazia, che soltanto può essere apprezzato e vissuto con un profondo spirito di fede.
Dio Amore, per Cristo e nello Spirito Santo, vuol fare partecipe del suo mistero trinitario tutta l'umanità, mediante il ministero della Chiesa. Il sacerdote ministro è "l'uomo di Dio" che ha un compito speciale nell'attuare questi disegni salvifici riguardo all'uomo, come espressione della sua "gloria": "A lode e gloria della sua grazia, che ci ha dato nel suo Figlio diletto" (Ef 1,6).
2. Formazione sacerdotale alla comunione
La Chiesa, a cui serve il sacerdote ministro, è mistero di comunione, cioè, "un popolo che deriva la sua unità dall'unità del Padre, del Figlio e dello Spirito Santo"[13]. E' quindi la Chiesa che riflette il mistero della Trinità: nello Spirito, per Cristo, al Padre (cfr Ef 2, 18).
Alcuni titoli biblici sulla Chiesa indicano questa sua natura di comunione: corpo, popolo, tempio, sacramento... La diversità di carismi, vocazioni e ministeri fa sempre riferimento a Cristo Capo della Chiesa e all'unico Spirito. E' dunque una diversità che, nella carità (agape), costruisce la comunione (coinonia). "Vi sono diversità di carismi, ma uno solo è lo Spirito; vi sono diversità di ministeri, ma uno solo è il Signore" (1Cor 12, 4-5). L'armonia della comunione ecclesiale suppone il servizio apostolico: "edificati sopra il fondamento degli apostoli e dei profeti, avendo como pietra angolare lo stesso Cristo Gesù" (Ef 2, 20).
Per il fatto di essere "sacramento", la Chiesa è "il segno e lo strumento dell'intima unione con Dio e dell'unità di tutto il genere umano" (LG 1). L'efficacia evangelizzatrice della Chiesa dipende dal suo grado di comunione: "Da questo tutti sapranno che siete miei discepoli, se avrete amore gli uni per gli altri" (Gv 13,35). L'unità tra gli apostoli diventa anche un segno efficace dell'evangelizzazione, in modo di far diventare credibile la persona e il messaggio di Gesù: "Come tu, Padre, in me e io in te, siano anch'essi in noi un cosa sola, perché il mondo creda che tu mi hai mandato" (Gv 17,21).
Il servizio sacerdotale nella comunità è servizio di comunione. La comunione col proprio Vescovo si traduce in stretta collaborazione come "necessari collaboratori e consiglieri nel ministero e nella funzione di istruire, santificare e governare il popolo di Dio" (PO 7). Questa "comune partecipazione nel medesimo sacerdozio e ministro" comporta da parte dei Vescovi, "la grave responsabilità della santità dei loro sacerdoti; essi devono per tanto prendersi cura con la massima serietà della formazione permanente del proprio Presbiterio" (ibidem). Ma da parte dei presbiteri, la comunione esige essere "uniti al loro Vescovo con sincera carità e obbedienza... Nessun presbitero è quindi in condizione di realizzare a fondo la propria missione se agisce da solo e per proprio conto, senza unire le proprie forze a quelle degli altri presbiteri, sotto la guida di coloro che governano l a Chiesa" (ibidem).
Il mistero della Chiesa comunione si manifesta in modo particolare nella comunione o fraternità del Presbiterio: "Tutti i presbiteri, costituiti nell'ordine del presbiterato mediante l'ordinazione, sono uniti tra di loro da un'intima fraternità sacramentale; ma in modo speciale essi formano un unico Presbiterio nella diocesi al cui servizio sono ascritti sotto il proprio Vescovo" (PO 8). L'espressione "fraternità sacramentale" indica nel contesto conciliare due aspetti: 1) è un'esigenza del sacramento dell'Ordine; 2) è un segno efficace come parte integrante della "sacramentalità" della Chiesa "sacramento". Il primo aspetto appare più chiaramente nel capitolo terzo della "Lumen Gentium": "In virtù della comune ordinazione e missione tutti i sacerdoti sono fra loro legati da un'intima fraternità, che deve spontaneamente e volentieri manifestarsi nel mutuo aiuto, spirituale a materiale, pastorale e personale, nelle riunioni e nella comunione di vita, di lavoro e di carità" (LG 28). Il secondo aspetto (segno efficace) scaturisce da tutto il contesto conciliare in cui emerge la realtà di "Chiesa sacramento" come "vessillo innalzato di fronte alle nazioni" (SC 2; cfr LG 1).[14]
La comunione col proprio Vescovo e nel proprio Presbiterio (oltre ad altre espressioni di fraternità forse più associativa o religiosa) ha lo scopo di servire la comunione nella comunità ecclesiale. In questo senso, i sacerdoti sono in modo particolare "artefici di unità" (EN 77). Infatti, essi in collaborazione con i Vescovi, come "visibile principio e fondamento dell'unità nelle loro Chiese particolari" (LG 23), sempre in comunione col successore di Pietro, costruiscono la comunità ecclesiale nella comunione. "I presbiteri si trovano in mezzo ai laici per condurre tutti all'unità della carità... A loro spetta quindi di armonizzare le diverse mentalità in modo che nessuno, nella comunità dei fedeli, possa sentirsi estraneo. Essi sono i difensori del bene comune, che tutelano a nome del Vescovo" (PO 9). I ministri ordinati sono sempre, in stretta collaborazione col proprio Vescovo, come successore degli Apostoli, custodi dell'unità e di una eredità apostolica nella Chiesa particolare.[15]
La formazione sacerdotale alla comunione farà attenzione speciale ad alcuni indirizzi basilari, per viverla personalmente e costruirla per mezzo del servizio ministeriale:
1) Il senso e amore di Chiesa si manifesta nel vivere affettivamete ed effettivamente il suo mistero di comunione: col successore di Pietro, con il proprio Vescovo, nel proprio Presbiterio, a servizio della comunità ecclesiale locale e universale.[16]
2) La comunione della comunità si costruisce nell'armonia di vocazioni, carismi e ministeri. Il servizio sacerdotale è garanzia di equilibrio tra queste manifestazioni di grazia. Questo equilibrio non sarà possibile senza l'"unità di vita" nel proprio cuore, con i fratelli, con il cosmo e principalmente con Dio.[17]
3) La generosità evangelica nella "sequela" di Cristo (PO 15-17) e la disponibilità missionaria (PO 10) non sarebbero possibili senza una qualche prassi di fraternità o vita "comunitaria".[18]
4) La formazione per vivere la fraternità nel Presbiterio comincia nel Seminario suscitando lo spirito comunitario: lavoro di "équipe" nella preparazione delle celebrazioni liturgiche, nello studio (senza tralasciare lo studio personale), nell'apostolato, nella stessa vita interna nel Seminario.[19]
Il Seminario dunque è un "cenacolo" dove, con la presenza attiva e materna di Maria, Madre dell'unità, il candidato viene formato per costruire una comunità ecclesiale che sia "un solo cuore e un'anima sola" (At 4,32). E questo non sarà possibile senza un forte spirito comunitario da parte del sacerdote. "Quando Cristo istituì il sacerdozio ministeriale, gli diede una forma comunitaria... E' una delle esigenze della formazione sacerdotale che il Sinodo prenderà in considerazione... Essi devono agire da testimoni della carità di Cristo: e questa si esprime in particolare nelle buone relazioni che intrattengono tra di loro. Lo spirito di reciproco aiuto e di cooperazione deve animare il sacerdote nell'adempimento di tutti i suoi compiti ministeriali".[20]
La comunione di Chiesa, a cui serve il sacerdote ministro, è espressione della comunione trinitaria di Dio Amore. La capacità missionaria della Chiesa corrisponde alla sua realtà di comunione. La formazione sacerdotale alla comunione è la base per poter servire in una comunità ecclesiale che è fermento di comunione per tutta l'umanità.[21]
3. La formazione sacerdotale alla missione
Si potrebbe dire che la formazione sacerdotale cammina verso due punti evangelici: essere con Cristo, essere inviati da lui ad evangelizzare (cfr Mc 3,13-14). Il primo punto ("essere con lui") indica il mistero di Cristo che si prolunga nella Chiesa comunione. Il secondo punto ("evangelizzare") si riferisce alla missione. Ogni vocazione, ma specialmente quella "apostolica", viene indirizzata necessariamente verso il rapporto (incontro) personale con Cristo e verso la missione. Non ci sarebbe vocazione senza missione.
"La Chiesa durante il suo pellegrinaggio sulla terra è per sua natura missionaria, in quanto è dalla missione del Figlio e dalla missione dello Spirito Santo che essa, secondo il piano di Dio Padre, deriva la propria origine" (AG 2). Infatti, la Chiesa esiste per evangelizzare, in quanto che "nasce dall'azione evangelizzatrice di Gesù" e, "a sua volta, è inviata da Gesù" (EN 15).
Il mandato missionario di Cristo non può essere condizionato a nessuna spiegazione sulla missione: "Andate dunque, fate dei discepoli in tutte le nazioni" (Mt 28,19). La Chiesa è "sacramento universale di salvezza" (AG 1; LG 48), poiché è segno trasparente e portatore di Cristo Salvatore per tutte le genti.
La formazione sacerdotale alla missione non può essere riduttiva, poichè si tratta della partecipazione alla stessa missione di Cristo. La grazia dello Spirito Santo, ricevuta nel sacramento dell'Ordine, è una partecipazione alla missione universale che Cristo ha affidato alla Chiesa. "Il dono spirituale che i presbiteri hanno ricevuto individualmente non li prepara a una missione limitata e ristretta, bensì a una vastissima e universale missione di salvezza, 'fino agli ultimi confini della terra' (At 1,8), dato che qualunque ministero sacerdotale partecipa della stessa ampiezza universale della missione affidata da Cristo agli Apostoli... Ricordino quindi i presbiteri che a essi incombe la sollecitudine di tutte le Chiese" (PO 10; cfr AG 38-39).
La disponibilità missionaria universale è il punto di partenza per la disponibilità incondizionata nella missione della Chiesa particolare. Infatti, il presbitero è collaboratore del Vescovo nella sua responsabilità missionaria riguardo a tutta la diocesi e a tutta la Chiesa. "I sacerdoti, saggi collaboratori dell'ordine episcopale e suo aiuto e strumento, chiamati a servire il popolo di Dio, costituiscono con il loro Vescovo un solo Presbiterio... Sempre intenti al bene dei figli di Dio, devono mettere il loro zelo nel contribuire al lavoro pastorale di tutta la diocesi, anzi di tutta la Chiesa" (LG 28).
La missione ecclesiale è profetica (servizio della Parola), cultuale (liturgica) e odegetica o regale (di direzione, organizzazione, animazione, carità...). Tutti i battezzati partecipano a questa missione della Chiesa, ognuno secondo la diversità di vocazioni e carismi. La missione del sacerdote ministro è quella di prolungare la Parola, il sacrificio, i segni salvifici e pastorali di Cristo Sacerdote e Buon Pastore, , "in persona Christi", cioè "in modo di poter agire in nome di Cristo Capo della Chiesa" (PO 2).[22]
La formazione sin dal Seminario deve avere questo indirizzo missionario e pastorale. Nei Seminari Maggiori, "tutta l'educazione degli alunni deve tendere allo scopo di formare veri pastori di anime, sull'esempio di nostro Signore Gesù Cristo Maestro, Sacerdote e pastore" (OT 4)[23]. "Gli alunni siano resi idonei ad esercitare fruttuosamente il ministero pastorale e siano formati allo spirito missionario" (can. 245, par. 1).
La carità è la fonte e radice di tutte le virtù sacerdotali. Il sacerdote è "l'uomo della carità... Si comprende, quindi, perché la preparazione al sacerdozio implichi una seria formazione alla carità".[24]
La formazione sacerdotale alla missione è, quindi, eminentemente pastorale, poiché si tratta di coloro che saranno "strumento vivo di Cristo Sacerdote" (PO 12 e che devono avere un'atteggiamento e "ascetica propria del pastore d'anime" (PO 13). Possiamo riassume alcuni indirizzi basilari che, in questo caso, preferirei chiamare dimensioni della formazione pastorale:
1) La dimensione contemplativa e sapienziale della formazione pastorale appare nel rapporto alla Parola di Dio che deve essere predicata dopo essere approfondita nello studio e nella preghiera. Si tratta di "trasmettere agli altri ciò che hanno contemplato" (PO 13).[25]
2) La dimensione liturgica della formazione sacerdotale gira intorno al mistero pasquale, specialmente nella celebrazione eucaristica. "La liturgia è il culmine verso cui tende l'azione della Chiesa e, al tempo stesso, la fonte da cui promana tutta la sua energia. Il lavoro apostolico, infatti, è ordinato a che tutti, diventati figli di Dio mediante la fede e il battesimo, si riuniscano in assemblea, lodino Dio nella Chiesa, prendano parte al sacrificio e alla mensa del Signore" (SC 10).[26]
3) La dimensione comunitaria della formazione sacerdotale, oltre gli aspetti sopra elencati (la fraternità come esigenza del sacramento del Ordine e come segno efficace di evangelizzazione), comporta un'ambiente familiare e disciplinare del Seminario. L'amore e il rispetto ai fratelli domanda uno spirito di famiglia e, al tempo stesso, una regola di vita. La cooperazione arricchisce le persone quando si rispettano come sono secondo la propria vocazione.[27]
4) La dimensione antropologica cristiana guarda il campo concreto di apostolato nelle circostanze di spazio e di tempo: situazioni culturale, sociologiche e storiche. A questo scopo si vuole una formazione per le virtù umane e una maturità della personalità umana, ma anche uno studio approfondito ed equilibrato delle situazioni sociali (anche di ingiustizie e di povertà) alla luce del Vangelo. Si vogliono apostoli "esperti in umanità" che siano, al tempo stesso, "contemplativi innamorati di Dio".[28]
5) La dimensione diaconale della formazione pastorale conferisce all'azione evangelizzatrice, in tutti i suoi livelli, un senso di servizio: "servire Cristo Maestro, Sacerdote y Re" (PO 1). I vantaggi personali, i propri commodi e interessi non devono inserirsi nel lavoro di chi rappresenta il Buon Pastore ed è il segno personale della sua disponibilità di dare la vita (in contrasto col mercenario.[29]
6) La dimensione mariana della formazione pastorale è eminentemente ecclesiale. In Maria (Gal 4,4), l'apostolo riscopre il senso materno dell'evangelizzazione: "figlioli miei, che io di nuovo partorisco nel dolore finché non sia formato Cristo in voi" (Gal 4,19). L'apostolato attua la maternità della Chiesa prendendo come modello Maria (LG 64-65). "La Vergine infatti nella sua vita fu modello di quell'amore materno da cui devono essere animati quelli che nella missione apostolica della Chiesa cooperano alla rigenerazione degli uomini" (LG 65).[30]
Linee conclusive
La formazione sacerdotale al mistero, alla comunione e alla missione attualizza e approfondisce la formazione sacerdotale per la "vita apostolica", cioè, per lo stilo di vita degli Apostoli, a imitazione del Buon Pastore: "sequela" di Cristo, fraternità, disponibilità missionaria.
La formazione al mistero aiuta a scoprire la "sequela Christi" come generosità evangelica di incontro con Cristo, imitazione, amicizia e unione. La formazione alla comunione aiuta a vivere la fraternità sacerdotale al servizio della Chiesa comunione. La formazione alla missione spinge verso la disponibilità per l'evangelizzazione.
Alla luce del mistero di Cristo che si prolunga nella Chiesa, la comunione appare come un segno efficace per la missione. Il sacerdote ministro viene formato per essere, nella Chiesa e per il mondo, un segno personale (sacramentale) del Buon Pastore: "Tutta la vita del sacerdote deve essere una testimonianza di come amava il Buon Pastore, che visse povero per manifestare che dava se stesso; fu ubbediente ai piani salvifici del Padre perché non si apparteneva; fu casto perché volle condividere in modo sponsale la nostra esistenza per fare di tutta l'umanità un famiglia di fratelli e una offerta a Dio".[31]
Questa formazione sacerdotale al mistero, alla comunione e alla missione, conferisce armonia e integrità alla formazione in tutti i suoi aspetti: spirituale, umano, dottrinale (intellettuale, culturale), pastorale. Ma anche mette in evidenza che, nel campo delle vocazioni sacerdotali e dei ministri già ordinati, quello che conta principalmente non è la quantità ma la qualità.[32]
Alla luce della Chiesa mistero, comunione e missione, il sacerdote ministro è sempre in un cammino di formazione permanente. La presenza di Cristo risorto nella Chiesa e l'azione sempre nuova dello Spirito Santo, esigono un rinnovamento costante. Il concilio Vaticano II, "per il raggiungimento dei suoi fini pastorali di rinnovamento interno della Chiesa, di diffusione del Vangelo in tutto il mondo e di dialogo con il mondo moderno, esorta vivamente tutti i sacerdoti ad impiegare i mezzi efficaci che la Chiesa ha raccomandato, in modo da tendere a quella santità sempre maggiore che consentirà loro di divenire strumenti ogni giorno più validi al servizio di tutto il Popolo di Dio" (PO 12).[33]
[1]Cf. SYNODUS EPISCOPORUM, De sacerdotibus formandis in hodiernis adiunctis, Lineamenta, 1989, n.7.
[2]Vedere la trilogia Chiesa mistero, comunione e missione in: SYNODUS EPISCOPORUM, Ecclesia sub verbo Dei mysteria Christi celebrans pro salute mundi, 7 dic. 1985. La trilogia si trova ampiamente in Christifideles Laici (cap. I-III).
[3]GIOVANNI PAOLO II, Omelia durante l'ordinazione sacerdotale, Durango (Messico) 9.5.90: Osservatore Romano 11.5.90, p.7.
[6]GIOVANNI PAOLO II, Alloc. ai membri del Consiglio della Segreteria Generale del Sinodo dei Vescovi, 15.2.90. Nella recita dell'Angelus della domenica 10.12.89, il Papa aveva detto: "La riflessione dell'Assemblea sinodale non potrà svilupparsi che alla luce di Cristo. Egli infatti è il Sacerdote unico ed eterno, giacché nella Chiesa, i sacerdoti sono tali in quanto resi partecipi del suo sacerdozio mediante il "carattere", un segno spirituale che li configura a Lui".
[7]Si potrebbe parlare di un nuovo "areopago" dei tempi moderni, nel senso che la società attuale domanda "autenticità" da parte degli evangelizzatori: "Il mondo, che nonostante innumerevoli segni di rifiuto di Dio, paradossalmente lo cerca attraverso vie inaspettate e ne sente dolorosamente il bisogno, reclama evangelizzatori che gli parlino di un Dio, che essi conoscano e che sia a loro familiare, come se vedessero l'Invisibile" (EN 76).
[8]"Il sacerdozio dei presbiteri viene conferito da quel particolare sacramento per il quale i presbiteri, in virtù dello Spirito Santo, sono segnati da uno speciale carattere che li configura a Cristo Sacerdote, in modo de poter agire in nome di Cristo, capo della Chiesa" (PO 2).
[9]Nella dottrina conciliare emerge un aspetto biblico e patristico poco ricordato nei libri di formazione sacerdotale: il servizio della maternità della Chiesa. "Mediante la carità, la preghiera, l'esempio e le opere di penitenza, la comunità ecclesiale esercita una vera azione materna nei confronti delle anime da avvicinare a Cristo" (PO 6). La maternità della Chiesa viene messa in rapporto con la maternità di Maria (cfr LG 64-65).
[10]Il mistero dell'uomo (nella storia e nel cosmo) appare nella sua similitudine con Dio: "Questa similitudine manifesta che l'uomo, il quale in terra è la sola creatura che Iddio abbia voluto per se stesso, non possa ritrovarsi pienamente se non attraverso un dono sincero di sé" (GS 24).
[11]La spiritualità sacerdotale esposta nel concilio indica la linea di "carità pastorale" (LG 41), come "ascesi propria del pastore d'anime" (PO 13), da parte di coloro che sono "strumenti vivi di Cristo" (PO 12). Le virtù sacerdotali si impostano alla luce della carità pastorale (cfr PO 15-17), come segno della carità di Cristo Buon Pastore.
[12]Nella recita domenicale dell'Angelus, il Papa ha sottolineato alcuni aspetti della formazione al "mistero": rapporto a Cristo Sacerdote, azione dello Spirito Santo, fede, parola e Eucaristia, speranza, "l'uomo della carità", "l'uomo di Dio", ministro dei sacramenti, dono della vocazione e collaborazione, "presenza di Maria", sapienza sacerdotale, ministro della riconciliazione, ecc.
[14]Il documento di "Puebla" (CELAM) dice che questa fraternità sacerdotale nel Presbiterio "è un fatto evangelizzatore" (Puebla 663). "Christus Dominus", nel parlare di questa fraternità sottolinea l'aspetto familiare: "essi costituiscono un solo Presbiterio ed una sola famiglia, di cui il Vescovo è come il padre" (D 28).
[15]"Gaudium et Spes" sottolinea questo servizio di unità da parte di coloro che presiedono la comunità, poichè in questo modo "mostrano al mondo un volto della Chiesa, in base al quale gli uomini si fanno un giudizio sulla efficacia e sulla verità del messaggio cristiano" (GS 43). Come custode di una eredità apostolica di grazia, il sacerdote farà attenzione alla realtà della Chiesa particolare: "Così pure esistono legittimamente in seno alla comunione della Chiesa, le Chiese particolari, con proprie tradizioni, rimanendo però integro il primato della cattedra di Pietro, la quale presiede alla comunione universale di carità (cfr S. Ignazio di A.)" (LG 13).
[16]"Gli alunni siano penetrati del mistero della Chiesa, che questo sacro Concilio ha principalmente illustrato, in maniera che, uniti in umile e filiale amore al Vicario di Cristo e, diventati sacerdoti, aderendo al proprio Vescovo come fedeli collaboratori ed aiutando i propri confratelli, sappiano dare testimonianza di quell'unità con cui gli uomini vengono attirati a Cristo. Con animo aperto imparino a partecipare alla vita di tutta la Chiesa, secondo l'espressione di S. Agostino: 'Ognuno possiede lo Spirito Santo tanto quanto ama la Chiesa di Dio'... Con particolare sollecitudine vengano educati alla obbedienza sacerdotale" (OT 9). Questa obbedienza sarà meglio compresa se si presenta nel contesto di accettare gioiosamente il "carisma" episcopale sia per il ministero che per la propria santificazione (cfr PO 7; CD 16).
[17]L'espressione "unità di vita" viene sottolineata nel decreto "Presbyterorum Ordinis" a scopo di acquistare la propria spiritualità nell'esercizio del ministero: "L'unità di vita può essere raggiunta dai presbiteri seguendo nello svolgimento del loro ministero l'esempio di Cristo Signore, il cui cibo era il compimento della volontà di colui che lo aveva inviato a realizzare la sua opera... Ma ciò non è possibile se i sacerdoti non penetrano sempre più a fondo nel mistero di Cristo con la preghiera" (PO 14).
[18]Il concilio Vaticano II accenna spesso a questa vita "comunitaria": per vivere la responsabilità fraterna nel Presbiterio (PO 8), per la missione in altre Chiese più bisognose (PO 10), per vivere la povertà evangelica (PO 17), ecc.
[19]Il canone 245, par. 2 del nuovo Codice invita a questa preparazione: "Mediante la vita comune del Seminario e l'esercizio di un rapporto di amicizia e familiarità con gli altri, si dispongano alla fraterna unione con il Presbiterio diocesano, di cui faranno parte per il servizio della Chiesa". Però rimane un punto di domanda nella mente dei candidati: esiste questo Presbiterio già organizzato comunitariamente?
[20]GIOVANNI PAOLO II, Alloc. domenicale durante la recita dell'Angelus, 25.2.90, Osserv. Rom. 26-27.2.90, p.6.
[21]"La solidarietà è indubbiamente una virtù cristiana... Al di là dei vincoli umani e naturali, già così forti e stretti, si prospetta alla luce della fede un nuovo modello di unità del genere umano, al quale deve ispirarsi, in ultima istanza, la solidarietà. Questo supremo modello di unità, riflesso della vita intima di Dio, uno in tre Persone, è ciò che noi cristiani designiamo con la parola 'comunione'. Tale comunione, specificamente cristiana, con l'aiuto del Signore, è l'anima della vocazione della Chiesa ad essere 'sacramento', nel senso già indicato" (enc. "Sollicitudo rei socialis" n.40).
[22]Nel decreto conciliare "Presbyterorum Ordinis", i ministeri sacerdotali e l'azione pastorale vengono descritti nei nn. 4 (predicazione), 5 (sacramenti, specialmente Eucaristia), 6 (azione pastorale diretta). La caratteristica di questa dottrina conciliare è l'equilibrio tra i ministeri profetici, cultuali e odegetici.
[23]Questa formazione "pastorale" (descritta in OT 4) non riguarda soltanto l'azione diretta, ma specialmente lo studio e contemplazione della Parola, la celebrazione dei misteri (specialmente l'Eucaristia), l'azione pastorale diretta nei diversi campi di apostolato. La formazione del pastore di anime va verso l'annuncio, la celebrazione e la comunicazione del mistero pasquale di Cristo morto e risorto.
[25]Cfr S. Tommasso, Summa Theol., II-II, q.188, a.7. "Lumen Gentium", nel presentare la santità sacerdotale nell'esercizio dei ministeri, dice: "nutrendo e dando slancio con l'abbondanza della contemplazione alla propria attività" (LG 41).
[26]Sulla centralità dell'Eucaristia,"come fonte e culmine di tutta l'evangelizzazione" (PO 5), vedere anche "Lumen Gentium" 11.
[27]"La disciplina nella vita del Seminario deve considerarsi non solo come un sostegno della vita comune e della carità, ma anche come un elemento necessario di una formazione completa in vista di acquistare il dominio di sé, assicurarsi il pieno sviluppo della personalità e formare quelle altre disposizioni di animo che giovano moltissimo a rendere equilibrata e fruttuosa l'attività della Chiesa" (OT 11). Non ci sarebbe formazione comunitaria veramente spontanea e familiare, se non si fosse formazione per la solitudine e il silenzio nei tempi opportuni. "Tutta la vita del Seminario, compenetrata di vita interiore, di silenzio e di premurosa sollecitudine verso gli altri, va ordinata in maniera tale da essere come una iniziazione alla futura vita sacerdotale" (OT 11).
[28]GIOVANNI PAOLO II, Alloc. 11.10.85 al Consiglio delle Conferenze Episcopali d'Europa. Il tema dei "segni dei tempi" nella dottrina conciliare: GS 4, 11, 44. Nella vita sacerdotale: PO 9 e 17.
[29]L'atteggiamento di servizio umile e di disponibilità incondizionata per la missione, è una nota caratteristica di Cristo Buon Pastore (Mc 10,45), che il concilio ha ricordato per tutti i ministri: "Cristo Signore, per pascere e sempre più accrescere il Popolo di Dio, ha stabilito nella sua Chiesa vari ministeri, che tendono al bene di tutto il corpo. I ministri infatti che sono rivestiti di sacra potestà, servono i loro fratelli, perché tutti coloro che appartengono al Popolo di Dio, e per ciò hanno una vera dignità cristiana, tendano liberamente e ordinatamente allo stesso fine e arrivino alla salvezza" (LG 18).
[30]Sopra, nella nota 9, abbiamo citato PO 6, in cui si parla del ministero sacerdotale in rapporto alla maternità della Chiesa.
LA FORMACION PARA EL MINISTERIO: EL SEMINARIO Juan Esquerda Bifet
Escrito por Super User
Delimitación del tema
El tema de la formación sacerdotal es, en sí mismo, muy amplio. Puede referirse a la formación inicial en el Seminario y a la formación permanente después de la ordenación. Incluso se puede hablar de una formación anterior al Seminario, en la familia, grupos apostólicos y espirituales, parroquia, etc.
Si nos ceñimos a la formación en el Seminario, todavía hay que distinguir campos muy diferenciados que se entrecruzan: formación espiritual, intelectual, pastoral, humana y disciplinar...[1]
Para nuestro estudio, hay que delimitar más el campo, puesto que no se trata de la doctrina sobre la espiritualidad, la acción pastoral, la teología, la psicología, etc., sino de la formación (naturaleza, contenidos, objetivos, medios, proceso...).
Nosotros nos limitamos a la formación en el Seminario en vistas al ministerio. De suyo, este tema puede abarcar todos los campos de la formación, con tal que se orienten hacia el objetivo de formar "pastores". Así, pues, la formación espiritual, intelectual (doctrinal) y humana debe desarrollarse en la perspectiva de la formación pastoral o, más exactamente, formación para el ministerio. Vamos a acentuar la formación espiritual en vistas al ministerio, puesto que otras conferencias presentan la formación teológica (doctrinal) y humana.
El tema tiene un transfondo de mucha actualidad en el campo de la vida y, más concretamente, de la espiritualidad sacerdotal. De todos es sabido que muchas publicaciones postconciliares han acentuado la espiritualidad del sacerdote en relación a su ministerio, siguiendo la línea de Presbyterorum Ordinis: "Los presbíteros conseguirán de manera propia la santidad ejerciendo sincera e incansablemente sus ministerios en el Espíritu de Cristo" (PO 13).[2]
Unos presupuestos
Nuestro tema no es totalmente nuevo. De hecho hay una historia eclesial que ha insistido en la formación sacerdotal para el ministerio, con tonos diversos según las épocas.[3]
En nuestro tema, hay que conjugar siempre con armonía dos puntos básicos: 1º) la formación al estilo de Cristo Sacerdote y Buen Pastor; 2º) la formación para una situación eclesial y sociocultural concreta. Ambos puntos de referencia son necesarios, sin olvidar la primacía del primero. "Hay una fisonomía esencial del sacerdote que no cambia: en efecto, el sacerdote del mañana, no menos que el de hoy, deberá asemejarse a Cristo. Cuando vivía sobre la tierra, Jesús ofreció en sí mismo el rostro definitivo del presbítero, realizando un sacerdocio ministerial del que los Apóstoles fueron los primeros en ser investidos; está destinado a durar, a reproducirse incesantemente en todos los períodos de la historia. El presbítero del tercer milenio será, en este sentido, el continuador de los presbíteros que, en los períodos precedentes, han animado la vida de la Iglesia. También en el año dos mil la vocación sacerdotal continuará siendo la llamada a vivir el único y permanente sacerdocio de Cristo. Sin embargo, el sacerdocio también debe adaptarse a cada época y a cada ambiente de vida, para poder producir sus frutos... Por nuestra parte, debemos por ello tratar de abrirnos, en cuanto sea posible, a la iluminación superior del Espíritu Santo, para descubrir las orientaciones de la sociedad contemporánea, reconocer las necesidades espirituales más profundas, determinar las tareas concretas más importantes, los métodos pastorales que se han de adoptar, y responder así de modo adecuado a las expectativas humanas. Corresponderá al Sínodo buscar este discernimiento y dar las indicaciones oportunas sobre la formación sacerdotal, para que también en el tercer milenio la Iglesia ofrezca al mundo su mensaje mediante sacerdotes ardientes y adoptados a su tiempo".[4]
Concilio y Postconcilio sobre la formación sacerdotal
A partir del concilio Vaticano II, disponemos de una gran abundancia de documentos sobre la formación sacerdotal. El documento conciliar específico, como es sabido, es el decreto Optatam totius; pero hay abundante materia en otros documentos y de modo particular en el decreto Presbyterorum Ordinis. No se puede olvidar que estos documentos conciliares citan y aprovechan las enseñanzas magisteriales anteriores.[5]
La Congregación para los Institutos de estudio y Seminarios publicó las "Normas fundamentales de la formación sacerdotal" (6 de enero de 1970)[6]. A partir de esta fecha, son muchos los documentos de la Santa Sede que interesan a la formación sacerdotal.[7]
Hay que destacar la importancia de los discursos del Papa, especialmente en audiencias especiales y en sus viajes pastorales, dirigidos a seminaristas y sacerdotes. Las cartas del Jueves Santo, aunque van dirigidas a los sacerdotes, son de sumo interés para la formación inicial. Los Sínodos Episcopales (especialmente los de 1967, 1971 y 1985)[8] no han dejado de llamar la atención sobre el tema. Las Conferencias Episcopales (aunque no todas todavía) han adaptado la "Ratio Fundamentalis" a sus respectivos países ("Ratio Institutionis") e incluso algunas Conferencias han dado directrices doctrinales y prácticas posteriores.[9]
Toda la preocupación de la Iglesia por la formación sacerdotal en los Seminarios, podría resumirse en esta afirmación de Juan Pablo II: "La plena reconstrucción de la vida de los Seminarios en toda la Iglesia, será la mejor prueba de la realización de la renovación, hacia la cual el Concilio ha orientado la Iglesia".[10]
El enfoque pastoral de la formación del sacerdote aparece siempre en los documentos conciliares y postconciliares, con matices diferenciados según los casos. Precisamente el decreto Optatam totius indica claramente esta línea desde el principio: "Toda la educación de los alumnos debe tender a la formación de verdaderos pastores de las almas, a ejemplo de nuestro Señor Jesucristo, Maestro, Sacerdote y Pastor" (OT 4). El mismo decreto presenta un apartado especial sobre la formación pastoral (nn. 19-21). El decreto Presbyterorum Ordinis ofrece esta perspectiva no solamente al hablar de los ministerios (nn. 4-6), sino también y de modo especial al hablar de la santidad; es una santidad necesaria para el ministerio, a manera de "ascesis propia del pastor de almas" (PO 13), que los presbíteros conseguirán precisamente "ejerciendo sincera e incansablemente sus ministerios en el Espíritu de Cristo" (ibídem).
Sería prolijo ir citando afirmaciones conciliares y postconciliares sobre la línea pastoral de la formación en los Seminarios. Desde luego, la Ratio fundamentalis insistió en la formación pastoral que debe impregnar toda la vida del Seminario: "Toda la formación sacerdotal debe estar penetrada de espíritu pastoral, puesto que el fin del Seminario e formar pastores de almas y, por lo mismo, hay que destacar especialmente el aspecto pastoral en todas las disciplinas" (n. 94; cf. n. 20).
Estas afirmaciones se repiten continuamente en los documentos eclesiales. No obstante, los matices son diferentes y queda mucho margen para la reflexión y la investigación. Que la formación en el Seminario debe ser para formar pastores de almas, y que a ellos tiende toda la formación y especialmente la formación espiritual, es una afirmación constante en la Iglesia desde los primeros tiempos y como una continuación de la vida de los Apóstoles a imitación del Buen Pastor. La novedad consistirá, pues, en profundizar la relación entre formación general (especialmente espiritual) y la formación pastoral: fundamentos de esta relación, especificidad de cada aspecto y complementación mutua, motivaciones, actualidad, proceso de esta formación...
Un Sínodo Episcopal (1990) sobre la formación del sacerdote
El tema del Sínodo Episcopal de 1990, como es sabido, se centra en "la formación de los sacerdotes en la situación actual". El tema fue escogido por el Santo Padre, después de un sondeo de opiniones hecho por la Secretaría General del Sínodo, a las Conferencias Episcopales, Iglesias Orientales y unión de Superiores Mayores. Se trata de "un tema de importancia esencial para la vida de la Iglesia". No se trata del tema sacerdotal en sí mismo, ya tratado ampliamente en el concilio y en el postconcilio, sino de la formación. Efectivamente, "las múltiples dificultades que la vida sacerdotal encuentra en nuestro tiempo hace aparecer mejor la urgencia de una formación apropiada que responda plenamente a las exigencias el mundo contemporáneo. Por tanto era oportuno que el tema del sacerdocio ministerial fuera completado con una profunda reflexión sobre la formación sacerdotal".[11]
El documento "Lineamenta", de la Secretaría General del Sínodo, ofrece una primera pista de reflexión[12]. Para nuestro tema es importante especialmente la parte cuarta: "Las grandes orientaciones de la formación al sacerdocio". Se señalan cuatro aspectos de la formación: formación espiritual (como "centro unificador"), formación doctrinal, formación en una disciplina de vida y "formación específicamente pastoral".[13]
Estos cuatro aspectos de la formación se encuadran (según los "Lineamenta") en tres dimensiones del sacerdocio ministerial: el sentido del misterio, el servicio de la comunión y la misión. Es la trilogía señalada por el Sínodo extraordinario de 1985 sobre la Iglesia misterio, comunión y misión.[14]
Se trata de formar sacerdotes cuya misión es la de llevar el evangelio a todos los hombres. Por esto la educación al sentido del misterio se enfoca hacia la relación personal y comunitaria con la persona de Cristo, por medio de la celebración litúrgica, la oración contemplativa y el estudio. La eucaristía es el punto central de esta formación.[15]
La educación al sentido de comunión tiene como objetivo crear conciencia y posibilidades de vida comunitaria, como expresión de la vida de comunión eclesial y con las concretizaciones de regla de vida, obediencia, corresponsabilidad, etc.[16]
Los Lineamenta subrayan la educación al espíritu misionero, como "dimensión esencial de la preparación a un sacerdocio apostólico". Es una formación que tiene lugar a partir del hecho de que "el amor y el conocimiento íntimo de Jesucristo suscitan el deseo y la necesidad de darlo a conocer y amar". Por esto implica sentido y amor de Iglesia que se traduzca en disponibilidad. Para conseguir esta formación se requiere el conocimiento de la realidad actual y especialmente un estudio adecuado de las ciencias eclesiásticas. De este modo los candidatos estarán capacitados para afrontar las diversas situaciones actuales, según la diversidad de culturas, también por el uso de los medios de comunicación y con un recto espíritu ecuménico. Los estudios filosóficos y teológicos, con perspectiva de historia de salvación, debe incluir "los estudios de misionología y de pastoral, que abren a toda la historia de un pueblo, a las grandes religiones y a los problemas que presentan hoy día el ateísmo y la indiferencia religiosa".[17]
Los cuatro aspectos de la formación debe integrarse, sin olvidar la especificidad de cada uno de ellos. Concretamente, "la formación pastoral prepara al servicio de la comunión y de la misión. Debe formar para las actividades pastorales..., pero debe sobre todo educar, en relación con los otros elementos de la formación, al espíritu pastoral".[18]
La preguntas formula el documento Lineamenta sobre las grandes orientaciones de la formación al sacerdocio (correspondientes a la parte cuarta del documento), hacen hincapié en la formación espiritual, vida comunitaria (disciplina y madurez), espíritu misionero y formación integral. Respecto a la formación para el espíritu misionero (formación pastoral), se pregunta sobre la disponibilidad para la misión, sin olvidar la dimensión universalista "ad gentes" y las exigencias espirituales, humanas e intelectuales que requiere esta formación apostólica.
Las "respuestas" a estas preguntas provienen de todas Conferencias Episcopales, Dicasterios de la Curia Romana, Iglesias Orientales, es decir de las instituciones (alrededor de 120) que tiene derecho a aportar oficialmente una respuesta. Otras repuestas se llaman "observaciones" y puede provenir de cualquier ámbito eclesial. El documento llamado Instrumentum laboris se elabora a partir de estas respuestas y observaciones; su elaboración corre a cargo de la Secretaría del Sínodo, con la ayuda de algunos expertos y después de haber reunido repetidas veces a los miembros del Consejo (internacional) de la misma Secretaría. Es, pues, interesante poder disponer de este material para pulsar la opinión eclesial universal sobre nuestro tema.[19]
Desde el domingo día 3 de diciembre de 1989, Juan Pablo II ha dedicado al tema del Sínodo algunas meditaciones dominicales a la hora del Angelus. Los temas han ido variando.El Papa ha ido indicando algunas líneas: responsabilidad de todos los cristianos en este tema de tanta importancia para toda la Iglesia, la figura del sacerdote a la luz de Cristo Sacerdote, el sacerdote hombre de fe, esperanza y caridad, el papel de la familia en las vocaciones y en la formación sacerdotal, el sacerdote como administrados de los sacramentos, la fisonomía del sacerdote a imitación de Cristo y en los momentos actuales, colaboración de los educadores, presencia de María en la vida del sacerdote, fraternidad y colaboración entre los sacerdotes, el sacerdote como hombre de Dios, hombre de oración y dotado de profunda sabiduría, ministro de la reconciliación...[20]
Es de notar el discurso del Papa a los miembros del Consejo de la Secretaría del Sínodo, en el que se señalan dos puntos principales que hay que armonizar para poder delinear la formación sacerdotal de hoy: 1) adhesión a la figura del Buen Pastor, 2) atención a los signos de los tiempos. Estos dos puntos deben ser armonizados en una adecuada integración.[21]
Formación para el ministerio ya desde el Seminario: directrices actuales
El Seminario tiene como objetivo el formar pastores del Pueblo de Dios. La vida de estos pastores está centrada en Cristo, como participando de su mismo ser sacerdotal para poder prolongar su misma misión. Se prolonga la palabra, el sacrificio y acción salvífica de Cristo, así como su acción de cercanía al hombre concreto. De hecho esta prolongación es toda ella pastoral; se puede hablar, en efecto, de pastoral profética, cultual y hodegética o de dirección y animación de la comunidad.[22]
En los comentarios al decreto Optatam totius, sobre la formación sacerdotal, se ha destacado la importancia de esta orientación conciliar: "Toda la educación de los alumnos debe tender a la formación de verdaderos pastores de almas"[23]. De hecho, esta orientación corresponde al contenido de Presbyterorum Ordinis y de modo particular a la indicación sobre la santidad y espiritualidad sacerdotal, que se llevará a la práctica, por parte de los sacerdotes, "ejerciendo sincera a incansablemente sus ministerios en el Espíritu de Cristo".[24]
El principio apuntado por el concilio es de suma importancia y hay que encuadrarlo en su mismo contexto. En efecto, al número 4 de Optatam totius presentan toda la formación del Seminario en línea pastoral, en el sentido de formar pastores "a ejemplo de nuestro Señor Jesucristo, Maestro, Sacerdote y Pastor". De ahí que, el mismo texto conciliar señala todas las facetas de esta formación, ya que no se trata sólo de una acción exterior apostólica.
La formación integral del Seminario debe llevar la marca pastoral. El ministerio de la Palabra supone una formación espiritual de oración contemplativa, una formación intelectual de estudio y una formación para saberla transmitir con medios adecuados y especialmente por medio del testimonio: "Por consiguiente, deben prepararse para el ministerio de la Palabra: para comprender cada vez mejor la palabra revelada por Dios, poseerla con la meditación y expresarla con la palabra y la conducta" (OT 4).
El ministerio cultual supone una formación litúrgica, especialmente para celebrar la eucaristía y los sacramentos, en toda su ambientación catequística, vivencial y de compromiso cristiano: "Deben prepararse para el ministerio del culto y de la santificación: a fin de que, orando y celebrando las sagradas funciones litúrgicas, ejerzan la obra de salvación por medio del sacrificio eucarístico y los sacramentos" (OT 4).
El ministerio hodegético o de dirección y animación de la comunidad supone una formación para la acción directa que es polifacética: servicios de organización y de caridad, movimientos apostólicos, medios de comunicación social, inserción en la cultura y en las situaciones sociales, etc. Por esto, los futuros sacerdotes "deben prepararse para el ministerio del pastor, para que sepan representar delante de los hombres a Cristo, que no vino a ser servido, sino a servir y dar su vida para redención del mundo (Mc 10, 45; cf. Jn 13, 12-17), y hechos servidores de todos, ganar a muchos (cf. 1Cor 9, 19)" (PO 4).
Como puede observarse, la formación pastoral, que debe abarcar todos los aspectos de la formación sacerdotal, no puede reducirse a la formación para la acción inmediata, como si se tratara de solas experiencias de apostolado directo, sino que debe enraizar en una seria formación espiritual, intelectual, litúrgica e incluso disciplinar o de vida de cooperación y de comunidad: "Por lo cual, todos los aspectos de esta formación, el espiritual, el intelectual, el disciplinar, deben estar conjuntamente dirigidos a dicha finalidad pastoral, a cuya consecución han de entregarse con acción diligente y concorde todos los superiores y profesores, obedeciendo con fidelidad la autoridad del obispo" (OT 4).[25]
Con este enfoque armónico de todos los aspectos de la formación, se comprenden mejor las orientaciones más concretas que el mismo decreto Optatam totius ofrece: "La formación pastoral que debe informar por entero la formación de los alumnos, exige también que éstos sean cuidadosamente preparados en todo aquello que se refiere de modo particular al sagrado ministerio, especialmente en la catequesis y en la predicación, en el culto litúrgico y en la administración de los sacramentos, en las obras de caridad, en el deber de ayudar a los que viven en el error o en la incredulidad y en todas las demás obligaciones pastorales" (OT 19). Se detallan a continuación algunos campos especiales, como son: la dirección espiritual según todos los estados de vida, las cualidades del diálogo, la utilización de medios humanos, la acción apostólica conjunta con los seglares, el espíritu misionero hacia toda la Iglesia particular y universal (PO 19-20). Las "prácticas pastorales" durante el período de formación deberán tener en cuenta la edad de los alumnos y las demás circunstancias de lugar y de distribución de tiempo, sin olvidar "la guía de personas entendidas en cuestiones pastorales" (OT 21).
Este enfoque pastoral de la formación está basado, como ya hemos indicado hace poco, en la realidad de que el sacerdote prolonga la misma misión de Cristo. Por esto el concilio, al hablar de la santidad sacerdotal, la relaciona con el ejercicio de los ministerios (PO 13). Esta doctrina se repite en todo el apartado primero del capítulo tercero de Presbyterorum Ordinis (PO 12-14). El título del apartado es: "Vocación de los presbíteros a la perfección". Pues bien, en todo este apartado va apareciendo la línea pastoral como dimensión de la espiritualidad sacerdotal o como parte integrante de la misma: "se convierten instrumentos vivos de Cristo, Sacerdote eterno, para proseguir en el tiempo la obra admirable del que, con celeste eficacia, reintegró a todo el género humano"(PO 12).
La formación en el Seminario debe tender, pues, a aprender a vivir la santidad en relación al ministerio: "por las mismas acciones sagradas de cada día, como por todo su ministerio,... ellos mismos se ordenan a la perfección de vida"(PO 12). Esto no debe hacer olvidar la necesidad de una santidad previa como instrumento de gracia y como testimonio: "Por otra parte, la santidad misma de los presbíteros contribuye en gran manera al ejercicio fructuoso del propio ministerio", puesto que "Dios prefiere mostrar sus maravillas por obra de quienes, más dóciles al impulso e inspiración del Espíritu Santo, por su íntima unión con Cristo y la santidad de su vida, pueden decir con el Apóstol: Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mi (Gal 2, 20)" (ibídem).
Si se pudiera cambiar la palabra "formación" por la palabra "ascesis", se podría decir que la formación pastoral es a modo de "ascesis propia del pastor de almas" (PO 13). Más bien, en este caso, se debe hablar de una espiritualidad de línea pastoral, es decir, a partir de la caridad pastoral. Con esta actitud evangélica, los sacerdotes, "como rectores de la comunidad, practican la ascesis propia del pastor de almas, renunciando a sus propios intereses, no buscando su utilidad particular, sino la de muchos, a fin de que se salven, progresando más y más en el cumplimiento más perfecto de la obra pastoral" (ibídem). Sólo con esta actitud de fidelidad a la caridad pastoral, se pueden encontrar caminos nuevos de acción: "donde fuere menester, prontos a entrar por nuevas vías pastorales bajo la guía del Espíritu de amor, que sopla donde quiere" (ibídem).[26]
Esta orientación pastoral de la formación seminarística queda reconfirmada en la Ratio Fundamentalis o normas fundamentales de la formación sacerdotal[27]. La parte dedicada a la formación pastoral (XVI, nn. 94-99) es lo suficientemente clara y rica de contenido para orientar toda la vida del Seminario a formar pastores de almas.
De hecho esta preocupación pastoral se nota en todo el documento. Así, al hablar del Seminario Mayor, después de repetir la afirmación de Optatam totius n. 4 ("formación de verdaderos pastores de almas, a ejemplo de nuestro Señor Jesucristo, Maestro, Sacerdote y Pastor"), indica que se trata de "prepararlos para el ministerio de la enseñanza, de la santificación y del régimen del Pueblo de Dios" (RF 20). La formación espiritual debe tener también esta orientación pastoral, "teniendo siempre presente el fin pastoral de toda la formación sacerdotal" (RF 45).
El apartado dedicado específicamente a nuestro tema dice que "toda la formación sacerdotal debe estar penetrada de espíritu pastoral, puesto que el fin del Seminario es formar pastores de almas, y por lo mismo hay que destacar especialmente el aspecto pastoral en todas las disciplinas" (RF 94). La formación pastoral, de que habla la Ratio fundamentalis, debe estar "acomodada a las circunstancias de las diversas regiones", concretando esta orientación en algunos aspectos prácticos: catequesis, homilía, celebración de los sacramentos, dirección espiritual según los diversos estados de vida, administración parroquial, trato personal con creyentes y no creyentes (cf. RF 94).
Esta formación no es meramente técnica y metodológica, sino que supone especialmente formación de actitudes, "para estar presentes en la vida de los fieles con verdadero interés y ánimo pastoral"(RF 94). Para ello habrá que tener en cuenta las ciencias psicológicas, pedagógicas y sociológicas (ibídem).
Las nuevas situaciones de la sociedad han abierto nuevas posibilidades de apostolado, que, por tanto, requieren formación pastoral especial: asociaciones apostólicas, diáconos permanentes, mayor inserción de los seglares, relación con los mujeres que colaboración en el apostolado, situaciones especiales de sectores humanos, etc. (RF 95). Y estas situaciones concretas no deben hacer olvidar la visión universalista (misionera) y ecuménica de la acción pastoral (RF 96). Respecto a las prácticas pastorales durante los años de estudio, se dan algunas normas concretas para armonizar todos los aspectos de la formación, y, al mismo tiempo, se señalan unas preferencias: "enseñar el catecismo, tomar parte activa los días festivos en los actos litúrgicos de la parroquia, visitar a los enfermos, a los pobres, a los presos, ayudar a los sacerdotes que trabajan en el bien espiritual de los jóvenes y de los obreros" (RF 98).
El nuevo Código ha sintetizado estas orientaciones dentro del marco de la formación para el sacerdocio, indicando la estrecha relación entre la formación espiritual y pastoral: "Mediante la formación espiritual, los alumnos deben hacerse idóneos para ejercer con provecho el ministerio pastoral, y deben adquirir un espíritu misionero, persuadidos de que el ministerio, desempeñado siempre con fe viva y caridad, contribuye a la propia santificación" (can. 245, par. 1). Precisamente por esta relación entre espiritualidad y pastoral, habrá que "cultivar aquellas virtudes que son más apreciables en la convivencia humana" (ibídem).[28]
Importancia y urgencia actual de la formación pastoral en el Seminario
Durante toda la historia, la Iglesia ha estado preocupada por la formación de sus sacerdotes en vistas al ministerio[29]. El concilio Vaticano II y el postconcilio ha acentuado esta línea pastoral de la formación, debido a las circunstancias actuales y también por la profundización en el tema sacerdotal.[30]
Los textos conciliares y postconciliares sobre la formación sacerdotal hablan de la formación pastoral como de hilo conductor de todos los demás aspectos de la formación. El sacerdocio, en cuanto tal, tiende al ejercicio del ministerio profético, cultual y hodegético, como prolongación del ser, de la misión y de la caridad de Cristo Buen Pastor. La profundización en estos diversos ministerios ha abierto horizontes nuevos para la formación pastoral en el Seminario. Al mismo tiempo, las situaciones nuevas de la sociedad reclaman aplicaciones nuevas de los mismos ministerios, además de "nuevos ministerios" no sacramentales.
Si hiciéramos un breve recuento de las pastorales especializadas, podríamos apreciar la complejidad de este campo de formación. Efectivamente, según los mismos documentos de la Iglesia, hay que formar para la predicación, la catequesis, la celebración litúrgica (especialmente eucarística y sacramental), los diversos campos de caridad... Se habla de pastoral de los medios de comunicación social, pastoral de las pequeñas comunidades y de grupos espirituales y apostólicos, pastoral de asociaciones, pastoral de la sanidad, de las migraciones, de la juventud, de la familia, de la cultura, de los marginados, de los nuevos pobres... Las situaciones que va a encontrar el neosacerdote necesitan una preparación especial, especialmente sobre la doctrina social de la Iglesia y su aplicación concreta a realidades socioeconómicas, políticas y culturales. A veces se trata de situaciones de injusticia, respecto a personas y a pueblos, que necesitan una actuación pastoral particular. Esta complejidad de la pastoral actual no puede olvidar tampoco algunos aspectos imprescindibles: la pastoral parroquial, la pastoral de conjunto en la diócesis o Iglesia particular y la pastoral misionera con derivación universal "ad gentes".
¿Cómo enfocar, pues, la formación pastoral en el Seminario?
La complejidad de aspectos pastorales hará revisar los estudios eclesiásticos en vistas al anuncio del evangelio hoy en las circunstancias concretas. Al mismo tiempo ayudará a profundizar la formación espiritual en vistas a una disponibilidad misionera. La misma vida comunitaria del Seminario deberá orientarse a la formación de quienes realizarán una pastoral de comunión o de conjunto. Y no puede olvidarse la necesidad de una formación humana de quienes han de afrontar situaciones humanas tan complejas.
Hay que tener en cuenta que en la descripción de este tema nos encontramos con una realidad permanente en la historia de la Iglesia: la relación entre la palabra de Dios (la gracia) y la situación humana (la naturaleza). El punto de partida y el de referencia obligada será siempre el Verbo Encarnado, Dios hecho hombre, que salva al hombre por medio del hombre. Los temas actuales sobre los "signos de los tiempos", la "inculturación", la "liberación, la "inserción", etc., indican esta misma problemática de fondo, que es común a todos los períodos históricos, aunque con facetas diferentes.
Según el enfoque de estos temas, la formación pastoral del Seminario se orientará o no de modo adecuado. Las aplicaciones prácticas y metodológicas son fáciles de encontrar cuando se ha acertado en la orientación. La realidad humana, a la que hoy con razón somos tan sensibles, no puede olvidar la primacía de la iniciativa divina en la historia salvífica.
Mi aportación específica, después de todo lo dicho, se va a ceñir a la presentación de unas dimensiones de la formación pastoral en el Seminario, en las que intento resumir las líneas de fondo y algunas derivaciones prácticas. Tengo en cuenta la documentación que he aportado más arriba, además de mi experiencia personal.
La formación pastoral en el Seminario de nuestra época es un verdadero desafío, que yo resumiría aplicando a nuestro caso una afirmación de Juan Pablo II en Christifideles laici: "El concilio Vaticano II ha pronunciado palabras altamente luminosas sobre la vocación universal a la santidad. Se puede decir que precisamente esta llamada ha sido la consigna fundamental confiada a todos los hijos e hijas de la Iglesia, por un concilio convocado para la renovación evangélica de la vida cristiana" (ChFL 16).
La "nueva evangelización"[31] reclama pastores que sean fieles a esta "renovación evangélica". Efectivamente, "la santidad es un presupuesto fundamental y una condición insustituible para realizar la misión salvífica de la Iglesia. La santidad de la Iglesia es el secreto manantial y la medida infalible de su laboriosidad apostólica y de su ímpetu misionero" (ChFL 17).
Dimensiones de la formación pastoral en el Seminario
El hecho de tener que enfocar toda la formación del Seminario con una línea pastoral, hará que todos los otros aspectos de la formación (espiritual, intelectual y humano) tengan que ser repensados y reestructurados para conseguir el fin propuesto, que es el de formar pastores de almas. Pero, al mismo tiempo, este mismo hecho hará que el formación pastoral se vea llamada también a una reestructuración más espiritual, más teológica, más comunitaria y más humana. El "espíritu misionero" se adquiere mediante la formación en todos los aspectos de la formación (cf. can. 245).
Presentamos unas dimensiones de la formación pastoral, a modo de enfoques básicos, desde los que será fácil pasar a un nivel más práctico y concreto[32]. Se trata siempre de una formación que tiene como punto de partida un encuentro con Cristo, que debe profundizarse con el estudio y la contemplación de su palabra, la celebración del misterio pascual y la convivencia fraterna, preparándose de este modo para participar en la misma misión de Cristo, que es profética, cultual y de acción social y caritativa. Sólo así el sacerdote sabrá insertarse en la situación socio-cultural e histórica, para construir la comunidad eclesial.
A) Dimensión contemplativa y sapiencial
No habría auténtica formación pastoral si no se apuntara a suscitar hombres de fe, esperanza y caridad, que pasen del encuentro contemplativo y sapiencial con Cristo, a la misión, en la que habrán de presentar como garantía de autenticidad las actitudes evangélicas del Buen Pastor.
La formación pastoral tiene dimensión contemplativa y misionera, como "unidad de vida" (PO 14), que nace de la armonía entre el encuentro con Cristo y la misión de prolongarle en la historia. En efecto, los sacerdotes, "desempeñando el oficio de Buen Pastor, en el mismo ejercicio de la caridad pastoral hallarán el vínculo de la perfección sacerdotal, que reduzca a unidad su vida y acción" (ibídem).
Cuando el concilio habla del ministerio de la predicación, no deja de señalar la necesidad de una vida contemplativa. Se trata precisamente del contexto en que se relaciona la santidad con el ejercicio del ministerio: "buscando cómo puedan enseñar más adecuadamente a los otros lo que ellos han contemplado" (PO 13).[33]
La acción evangelizadora actual requiere testigos del encuentro con Cristo y de la experiencia de Dios. "El sacerdote es el hombre de Dios, que pertenece a Dios y hace pensar en Dios"[34]. Pablo VI, en Evangelii nuntiandi, había indicado esta dimensión contemplativa del evangelizador como una necesidad urgente en la situación actual de la sociedad: "Paradójicamente, el mundo, que a pesar de los innumerables signos de rechazo de Dios lo busca sin embargo por caminos insospechados y siente dolorosamente su necesidad, el mundo exige a los evangelizadores que le hablen de un Dios a quien ellos mismo conocen y tratan familiarmente, como si estuvieran viendo al Invisible".[35]
Esta dimensión contemplativa puede calificarse de "sapiencial", ya no sólo por la contemplación de la palabra, sino también por el estudio. Efectivamente, los contenidos de la revelación debe llegar a ser, en los candidatos al sacerdocio, reflexión profunda sobre el "misterio de Cristo", que llegue a "empapar toda su vida personal en la fe y a consolidar su decisión de abrazar la vocación con la entrega personal y la alegría de espíritu" (OT 13). El anuncio, la presencialización y la comunicación del misterio de Cristo requieren en el apóstol una asimilación de las verdades reveladas, conscientes de que "su misión es siempre no enseñar su propia sabiduría, sino la palabra de Dios, e invitar a todos instantemente a la conversión y santidad" (PO 4).
B) Dimensión litúrgica
La acción pastoral tiende a crear comunidades que escuchen la palabra, celebren la eucaristía y vivan la comunión o caridad fraterna. Hay que recordar que, entre todas estas facetas pastorales, "la liturgia es la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza" (SC 10). Efectivamente, "los trabajos apostólicos se ordenan a que, una vez hechos hijos de Dios por la fe y el bautismo, todos se reúnan, alaben a Dios en medio de la Iglesia, participen en el sacrificio y coman la cena del Señor" (ibídem).
La formación pastoral en el Seminario debe, pues, alimentarse con preferencia de las celebraciones litúrgicas, vividas en todos sus aspectos: contenidos doctrinales, signos sacramentales, ceremonias, fiestas del año litúrgico, música, arte, etc. El misterio pascual que se anuncia y se comunica en la acción pastoral, tiene que ser vivido en las celebraciones litúrgicas que preside el sacerdote ministro. Esto requiere una formación litúrgica adecuada por parte del sacerdote ministro, puesto que, "con razón se considera la liturgia como el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo" (SC 7).
La celebración eucarística se considera como "el principal ministerio" de los sacerdotes (PO 13), puesto que "la eucaristía aparece como la fuente y la culminación de toda la evangelización" (PO 5)[36]. Esto será realidad si el sacerdote está bien formado en los temas y en la vida litúrgica, de suerte que todos los ministerios (proféticos, cultuales y hodegéticos) encuentren su punto de equilibrio en el misterio pascual celebrado en armonía con su anuncio y su vivencia comprometida.
La "unidad de vida", que ha de manifestarse en toda la acción pastoral de los sacerdotes, supone la relación personal con Cristo, que "permanece siempre principio y fuente de la unidad de vida de ellos" (PO 14). La caridad pastoral hace que el ejercicio de los ministerios "reduzca a unidad su vida y acción". Pues bien, "esta caridad pastoral fluye ciertamente, sobre todo, del sacrificio eucarístico, que es, por ello mismo, centro y raíz de toda la vida del presbítero" (ibídem). La celebración del sacramento de la reconciliación será factor decisivo de unidad en el mismo sacerdote y en toda la comunidad eclesial.
La acción pastoral, enfocada con esta dimensión litúrgica y en armonía con la dimensión profética, hará surgir comunidades vivas. Una liturgia bien organizada, celebrada y vivida, hará que "los fieles expresen en su vida y manifiesten a los demás el misterio de Cristo y la naturaleza auténtica de la verdadera Iglesia" (SC 2).
C) Dimensión comunitaria
Siendo el sacerdote servidor del cuerpo eucarístico y del cuerpo místico de Cristo[37], se convierte en constructor de la comunidad (PO 9). La formación pastoral del futuro sacerdote debe ser, pues, profundamente comunitaria. La predicación de la palabra, la celebración de los misterios y el servicio pastoral directo, necesitan agentes de una pastoral que armonicen carismas, vocaciones y ministerios, para "la edificación del cuerpo de Cristo" (Ef 4,12).
No tiene, pues, nada de extraño que tanto los documentos conciliares como los postconciliares acentúen una formación comunitaria en el Seminario, dando importancia a la convivencia, al espíritu de familia, a la cooperación, a la regla de vida. Este es el sentido de la "formación disciplinar" (OT 4), o "la disciplina de la vida del Seminario, no sólo como eficaz defensa de la vida común y de la caridad, sino como parte necesaria de toda la formación" (OT 11).
La formación comunitaria del Seminario, con el "interés de ayudarse unos a otros", incluyendo un ambiente de "amor a la piedad y al silencio" y estudio, viene a ser "como iniciación para la futura vida del sacerdote" (OT 11).
Puesto que "el sacerdocio ministerial tiene una forma comunitaria... los que reciben el orden sagrado están destinados a trabajar juntos y, por tanto, deben formarse en el espíritu de colaboración. Es una de las exigencias de la formación sacerdotal, que el Sínodo tendrá en consideración"[38]. En efecto, por el hecho de ser llamados a formar parte de un Presbiterio, que es "fraternidad sacramental" (PO 8), los futuros sacerdotes "deben prepararse para una unión fraterna con el Presbiterio diocesano, del cual serán miembros para el servicio de la Iglesia" (can.245).[39]
D) Dimensión antropológico-cristiana
La formación pastoral supone una base antropológica de línea cristiana. El sacerdote debe estar cerca de los hombres en su situación personal y social concreta, como hombre tomado entre los hombres y constituido en favor de ellos (cf. Heb 5,1). Esto requiere una formación en las virtudes y valores "que con razón se estiman en el trato humano" (PO 3). La formación humana será el tema de otra ponencia.[40]
Esta dimensión más antropológica de la formación pastoral, a la luz de la fe, es una llamada a profundizar en el sacerdocio como cercanía y, por tanto, como signo transparente y creíble. Nuestra sociedad "icónica" pide y necesita signos, experiencias, testigos. "El curso de la historia presente es un desafío al hombre que le obliga a responder" (GS 4). Los evangelizadores de hoy y especialmente los sacerdotes deben ser "expertos en humanidad, que conozcan a fondo el corazón del hombre, participen de sus gozos y esperanzas..., y, al mismo tiempo, contemplativos enamorados de Dios".[41]
En una sociedad secularizada, pero que sigue teniendo sed de Dios, se necesitan sacerdotes que sean testigos del misterio de Dios Amor y de Cristo resucitado. En una sociedad dividida por el odio y las injusticias, se necesitan sacerdotes servidores de la unidad. En una sociedad que está lejos de los valores evangélicos, pero que tiene necesidad de ellas, se necesitan signos vivos del evangelio.[42]
E) Dimensión eclesial diaconal y misionera
La formación pastoral es eminentemente eclesial, como hemos visto en las dimensiones ya anotadas y, de modo especial, en la dimensión comunitaria. El concilio ha querido subrayar el amor a la Iglesia como punto fundamental de la formación sacerdotal: "Imbúyanse de tal forma los alumnos en el misterio de la Iglesia, expuesto principalmente por este santo Concilio, que, unidos con humilde y filial caridad al Vicario de Cristo, y, una vez sacerdotes, con la adhesión a sus propios obispos, cuales fieles colaboradores, y trabajen aunadamente con los hermanos, den testimonio de aquella unidad que atrae a los hombres a Cristo. Aprendan a participar con corazón dilatado en la vida de toda la Iglesia, según el aviso de San Agustín: 'En la medida que uno ama a la Iglesia de Cristo, posee el Espíritu Santo'"(OT 9).[43]
Esta dimensión supone, pues, amor, obediencia, fidelidad y disponibilidad apostólica, puesto que "la fidelidad a Cristo no puede separarse de la fidelidad a la Iglesia" (PO 14). Es una exigencia de la caridad pastoral y del hecho de ejercer los ministerios en la comunión de Iglesia: "El ministerio sacerdotal, por el hecho de ser ministerio de la Iglesia misma, sólo puede cumplirse en comunión jerárquica con todo el Cuerpo. Así, la caridad pastoral apremia a los presbíteros a que, obrando en esta comunión, consagren por la obediencia su propia voluntad al servicio de Dios y de sus hermanos" (PO 15).
El amor a la Iglesia se demuestra en la disponibilidad para cualquier servicio y para cualquier misión. Cuando el decreto Optatam totius explica por qué los futuros sacerdotes "deben prepararse para el ministerio del pastor", dice que es "para que sepan representar delante de los hombres a Cristo, que no vino a ser servido, sino a servir y dar su vida para redención del mundo, y hechos servidores de todos, ganar a muchos (cf. 1Cor 9, 19)" (OT 4). Es, pues, un servicio que supone no buscarse a sí mismo: "Entiendan con toda claridad los alumnos que su destino no es el mando ni son los honores, sino la entrega total al servicio de Dios y al ministerio pastoral"(OT 9).
La consecuencia inmediata de este amor a la Iglesia será la de "aceptar y ejecutar con espíritu de fe lo que se manda o recomienda por parte del Sumo Pontífice y del propio obispo, lo mismo que por otros superiores; gastando de buena gana y hasta desgastándose a sí mismo en cualquier cargo, por humilde y pobre que sea, que les fuere confiado" (PO 15).
La dimensión eclesial de la formación pastoral es auténtica cuando tiene derivación misionera estrictamente dicha, es decir, cuando el sacerdote (o futuro sacerdote) se hace disponible para "cooperar en el trabajo pastoral de toda la diócesis e incluso de toda la Iglesia" (LG 28). El "necesario cultivo del sentido íntimo del misterio de la Iglesia" (AG 16) hará que los sacerdotes descubran que "el don espiritual que recibieron en la ordenación no los prepara para una misión limitada y restringida, sino a la misión universal y amplísima de salvación hasta lo último de la tierra (Act 1,8), pues cualquier ministerio sacerdotal participa de la misma amplitud universal de la misión confiada por Cristo a los Apóstoles" (PO 10).[44]
La formación pastoral de los futuros sacerdotes ha de enfocarse con estas perspectivas o dimensiones que acabamos de resumir. La formación para la pastoral profética tiene que ser en clave contemplativa y sapiencial, de suerte que la palabra predicada haya sido asimilada por la contemplación y el estudio. La formación para la pastoral cultual tiene que darse en una ambientación litúrgica, de suerte que la vida y ministerio sacerdotal giren en torno al misterio pascual de Cristo. La formación para la pastoral hodegética tiene que ser impartida en una dimensión comunitaria y antropológico-cristiana, para poder ser hombre de Dios entre los hombres, constructor de la comunidad en el amor. Toda formación pastoral tiene que ser eclesial, diaconal y misionera, puesto que se trata de formar testigos y servidores de la Iglesia misterio, comunión y misión.
El objetivo evangelizador trazado por el concilio Vaticano II se conseguirá cuando haya más sacerdotes que sean auténticos pastores, "instrumentos vivos de Cristo Sacerdote" (PO 12). Mi conclusión sería, pues, la que indica en decreto Presbyterorum Ordinis, precisamente cuando describe la caridad pastoral del sacerdote: "Para conseguir los fines pastorales de renovación interna de la Iglesia, de difusión del evangelio por el mundo entero, así como de diálogo con el mundo actual, este sacrosanto concilio exhorta vehementemente a todos los sacerdotes a que, empleando los medios recomendados por la Iglesia, se esfuercen por alcanzar una santidad cada vez mayor, para convertirse, día a día, en más aptos instrumentos en servicio de todo el Pueblo de Dios" (PO 12).[45]
[1]El decreto conciliar Optatam totius señala, en sendos apartados, la formación espiritual, intelectual y pastoral; pero coloca la formación humana y disciplinar en el ámbito de la formación espiritual (OT 11). Los Lineamenta del Sínodo de 1990, en su cuarta parte, después de aludir a estos cuatro aspectos de la formación, prefiere explicar toda la formación como educación para el misterio, la comunión y la misión. No obstante, en el cuestionario correspondiente a la cuarta parte habla de la formación espiritual, formación comunitaria (disciplinar, madurez humana), formación en el espíritu misionero, formación integral. Cf. SYNODUS EPISCOPORUM, De sacerdotibus formandis in hodiernis adiunctis, Lineamenta (ad usum Conferentiarum Episcopalium), e Civitate Vaticana 1989.
[2]En los estudios postconciliares se ha subrayado la relación entre la espiritualidad sacerdotal y el ministerio. Ver las ponencias y comunicaciones del Congreso de Espiritualidad Sacerdotal: (Comisión episcopal del Clero), Espiritualidad sacerdotal, Madrid, EDICE 1989. Especialmente: C.M. MARTINI, El ejercicio del ministerio, fuente de espiritualidad sacerdotal, ibídem, 173-191. Expongo síntesis actual y bibliografía en: Signos del Buen Pastor, Espiritualidad y misión sacerdotal, Bogotá, CELAM 1989 (cap. IV: Sacerdotes para evangelizar).
[3]La historia de la espiritualidad sacerdotal demuestra este tono histórico, especialmente a partir de los libros de san Juan Crisóstomo (De Sacerdotio) y san Gregorio Magno (Regula Pastoralis). La formación sacerdotal querida por Trento es también eminentemente pastoral: formarse en contacto con la catedral renovada pastoralmente (Sess. 23, canon 18 de reforma). Hay que reconocer que estas directrices no siempre se llevaron a la práctica. Cf. J. ESQUERDA, Historia de la Espiritualidad Sacerdotal, Burgos, Aldecoa 1985: Teología del Sacerdocio, 19 (1985); L. SALA BALUST, F. MARTIN HERNANDEZ, La formación sacerdotal en la Iglesia, Barcelona, Flors 1966.
[4]JUAN PABLO II, Meditación dominical a la hora del Angelus, 14.1.90: Osserv. Rom. esp. 21.1.90, p.4.
[5]Ver bibliografía sobre las encíclicas sacerdotales anteriores al concilio, en: Historia de la Espiritualidad Sacerdotal (citada en la nota 3): cap. VI, resurgir sacerdotal antes del concilio Vaticano II. Comentarios a Optatam totius: Concilio Vaticano II, Comentarios al decreto "Optatam totius" sobre la formación sacerdotal, Madrid, BAC 1970.
[6]CONGREGATIO PRO INSTITUTIONE CATHOLICA, Ratio fundamentalis institutionis sacerdotalis: AAS 62 (1970) 321-384. El 19 de marzo de 1985 se publicó la adaptación al nuevo Código (Tip. Pol. Vaticana). El nuevo Código dedica amplio margen a la formación en el Seminario: can. 232-264.
[7]Sólo indicamos el contenido principal de estos documentos. De la Congregación para la Educación Católica: Sobre la enseñanza de la filosofía (1974), la educación para el celibato sacerdotal (1974), la formación teológica (1976), sobre las vocaciones de adultos (1976), la formación litúrgica (1979), algunas aspectos más urgentes de la formación espiritual (1980), la formación sobre los medios de comunicación social (1986), sobre la pastoral de la movilidad humana (1986), sobre las Iglesias orientales (1987), sobre la Virgen María en la formación intelectual y espiritual (1988), sobre el estudio de los Padres de la Iglesia (1989). De la Congregación del Clero: formación permanente del clero (1969). De la Congregación para la Evangelización de los Pueblos: directrices para la formación en los Seminarios mayores (1987), guía pastoral para los sacerdotes (1989).
[8]"Hoy es absolutamente necesario que los pastores de la Iglesia sobresalgan por el testimonio de santidad. Ya en los Seminarios y en las casas religiosas hay que establecer la formación de manera que los candidatos no sólo sean educados intelectual, sino espiritualmente; deben ser seriamente introducidos en la vida espiritual cotidiana (oración, meditación, lectura espiritual, sacramentos de la penitencia y de la Eucaristía). Según la mente del Decreto Presbyterorum Ordinis, de tal manera se preparen al ministerio sacerdotal, que en el mismo ejercicio de la caridad pastoral encuentren alimento para su vida espiritual (cf PO 18)" (SYNODUS EPISCOPORUM, Ecclesia sub Verbo Dei mysteria Christi celebrans pro salute mundi, 7 dic. 1985, Lib. Edit. Vat. 1985, II, A, 5). Ver todos los documentos de este Sínodo en: El Vaticano II don de Dios, Los documentos del Sínodo extraordinario de 1985, Madrid, PPC 1986.
[9](CONF. EPISC. ESPAÑOLA), La formación para el ministerio presbiteral, Madrid 1986; (CELAM), Perspectivas de la formación presbiteral en América Latina, Medellín 1980. La Congregación para la Evangelización de los Pueblos ha redactado (como fruto de una Plenaria): Guía para los sacerdotes diocesanos de las Iglesias que dependen de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, Roma 1989.
[11]JUAN PABLO II, Meditación dominical a la hora del Angelus, 3.12.89: Osserv. Rom. esp. 10.12.89, p. 4.
[12]SYNODUS EPISCOPORUM, De sacerdotibus formandis in hodiernis adiunctis, Lineamenta (ad usum Conferentiarum Episcopalium), e Civitate Vaticana 1989. En el prólogo y en la introducción se señalan la razones y la actualidad del tema sinodal, así como el valor indicativo y de servicio de este documento para poder facilitar las respuestas. Después de un análisis de la situación actual (1ª parte), pasa a presentar unos presupuestos fundamentales de doctrina sobre el sacerdocio (2ª parte), señalando la importancia de los formadores y ambientes educativos (3ª parte), así como las líneas básicas de formación (4ª parte) y la fidelidad y renovación por medio de la formación permanente (5ª parte).
[13]Hemos señalado en la nota 1 de nuestro estudio la presentación diferente de estos aspectos de la formación, por parte de Optatam totius y Lineamenta.
[14]SYNODUS EPISCOPORUM, Ecclesia sub verbo Dei mysteria Christi celebrans pro salute mundi, 7 dic. 1985, Lib. Edit. Vat. 1985.
[18]Ibídem, n. 30. En los Lineamenta se alude a los Sínodos Episcopales celebrados, que tuvieron como objetivo temas tan pastorales como: la evangelización, catequesis, familia, reconciliación, laicado. Recuerda también que los dicasterios de la Curia Romana han dado directrices concretas respecto a otros puntos (cf. nota 3 de Lineamenta).
[19]El Instrumentum Laboris de los Sínodos Episcopales se publica con tiempo suficiente para que los obispos convocados al Sínodo puedan preparar sus intervenciones.
[20]En otras ocasiones, el Papa ha tenido una serie de meditaciones al principio del año y otra al acercarse la fecha de la celebración del Sínodo.
[21]JUAN PABLO II, Discurso a los miembros del Consejo de la Secretaría General del Sínodo de los Obispos, 15.2.90. Cf. Texto español en: Oss. Rom. Esp. 11.3.90, p.9.
[22]La figura del sacerdote queda descrita en el decreto Presbyterorum Ordinis. El sacerdote participa del ser de Cristo (PO 1-3) para poder obrar en su nombre en el momento de anunciar su palabra (PO 4), hacer presente su sacrificio y su acción salvífica (PO 5) y prolongar su acción pastoral directa (PO 6). El modo de realizar esta acción es en la comunión eclesial (PO 7-9) y en la misión (PO 10-1-). La vivencia de santidad (PO 12-14), según el modelo del Buen Pastor, se concreta en la caridad, pastoral expresada en obediencia, castidad y pobreza (PO 15-17).
[23]Optatam totius, n. 4. Cf Comentarios citados en la nota 5 (supra). AA.VV, Perspectives sur la formation des prêtres, "Bulletin de Saint Sulpice" 5 (1979) (monográfico); M. CAPRIOLI, Studi e scienza pastorale del sacerdote, "Ephemerides Carmelitanae" 27 (1976) 321-381; J. ESQUERDA BIFET, Actitudes básicas en la formación vocacional del apóstol, "Seminarios" 70 (1978) 427-443; Idem, La espiritualidad del sacerdote en el Vaticano II, en: Espiritualidad sacerdotal, Congreso, Madrid, EDICE 1989, 283-299; J. GOICOECHEAUNDIA, Puntos clave en la formación del futuro sacerdote, Vitoria 1989; G. RODRIGUEZ MELGAREJO, Elementos de un curso introductorio para la formación sacerdotal, Bogotá, CELAM, DEVYM 1989.
[24]Presbyterorum Ordinis, n. 13. Ver la nota 2 de nuestro estudio. Una investigación exhaustiva sobre el decreto conciliar sobre la vida y el ministerio sacerdotal: M. CAPRIOLI, Il decreto conciliare "Presbyterorum Ordinis", Storia, analisi, dottrina, Roma, Teresianum 1989 (I); estudia todo el "iter" documental del decreto. Otros comentarios en colaboración: I sacerdoti nello spirito del Vaticano II, Torino, Leumann, LDC 1969; Les prêtres, formation, ministère et vie, Paris, Cerf 1968; Los presbíteros, ministerio y vida, Madrid, Palabra 1969; Los presbíteros a los diez años de "Presbyterorum Ordinis", Burgos, Fac. Teológica 1975 (vol. 7 de Teología del Sacerdocio).
[25]El concilio pide que los formadores estén capacitados para dar esta formación integral:"Han de ser elegidos entre los mejores y deben prepararse diligentemente con sólida doctrina, conveniente experiencia pastoral y especial formación espiritual y pedagógica" (OT 5).
[27]CONGREGTIO PRO INSTITUTIONE CATHOLICA, Ratio fundamentalis institutionis sacerdotalis: AAS 62 (1970) 321-384 (documento adaptado al nuevo Código en 1985). Este documento (que acostumbra a citarse con las siglas RF) presenta las líneas básicas de la formación espiritual (VIII), científica (IX-XV) y pastoral (XVI), sin olvidar el cuidado pastoral de las vocaciones o pastoral vocacional (II) y la formación después del Seminario o formación permanente (XVII).
[28]Cf Lo stato giuridico dei ministri sacri nel nuovo Codex Iuris Canonici, Città del Vaticano, Lib. Edit. Vaticana 1984.
[30]La Guía pastoral para los sacerdotes diocesanos... de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos (1989), señala estos puntos de la acción evangelizadora del presbítero: conciencia misionera y pastoral, fraternidad sacerdotal, ministro de la Palabra, presidente de las celebraciones litúrgicas y ministro de los sacramentos, liberación, promoción humana y opción preferencial por los pobres, artífice de colaboración, evangelización de las culturas, amigo y guía de los jóvenes, promotor de las vocaciones, atención a los laicos, apóstol de la familia, cercano a los enfermos y ancianos, fautor de ecumenismo, diálogo con los no cristianos.
[31]Juan Pablo II hizo esta invitación a los obispos de la Conferencia Episcopal Latinoamericana (CELAM) en Puerto Príncipe (Haití) el día 9 de marzo de 1983, indicando unas pistas de reflexión: ..."una evangelización nueva: nueva en su ardor, en sus métodos, en su expresión". Cf. CONFERENCIA EPISCOPAL ARGENTINA, Documento de trabajo, líneas para una evangelización nueva en su ardor, en sus métodos y en su expresión, San Miguel, Oficina del Libro 1986; J.A. BARREDA, Una nueva evangelización para un hombre nuevo, "Studium" 28 (1988) 2-34; J. ESQUERDA BIFET, Renovación eclesial para una nueva evangelización, "Boletín UISG" (Roma 1990); G. MELGUIZO, En qué consiste la "novedad" querida por el Santo Padre para la evangelización de América Latina, "Medellín" 15 (1989) 3-14.
[32]Tomamos la palabra "dimensión" en el mismo sentido que Pablo VI dirigió el Mensaje a los sacerdotes, presentándoles el sacerdocio en su dimensión sagrada, apostólica, espiritual y eclesial: AAS 60 (1968) 466-470.
[33]El decreto cita a Santo Tomás, Summa Theol., II.II, q.188, a.7. Ver también otro texto conciliar parecido: "las preocupaciones apostólicas, los peligros y contratiempos, no sólo no les serán obstáculo, antes bien asciendan por ellos a una más alta santidad, alimentando y fomentando su acción con la abundancia de la contemplación para consuelo de toda la Iglesia de Dios" (LG 41).
[34]JUAN PABLO II, Meditación dominical a la hora del "Angelus", 4.3.90: Oss. Rom. Esp. 11.3.90, p.1.
[35]Pablo VI formula unas preguntas muy concretas: "¿Qué es de la Iglesia, diez años después del Concilio? ¿Está anclada en el corazón del mundo y es suficientemente libre e independiente para interpelar al mundo? ¿Da testimonio de la propia solidaridad hacia los hombres y al mismo tiempo del Dios Absoluto? ¿Ha ganado en ardor contemplativo y de adoración, y pone más celo en la actividad misionera, caritativa, liberadora?"... (EN 76).
[38]JUAN PABLO II, Meditación dominical a la hora del Angelus, 25.2.90: Oss. Rom. Esp. 4.3.90, p. 12.
[39]Resumo doctrina y recojo bibliografía actual en: El Presbiterio, unión y cooperación fraterna entre los presbíteros, "Teología del Sacerdocio" 7 (1975) 241-265.
[40]Ver especialmente los documentos: Presbyterorum Ordinis 3; Optatam totius 11; Ratio Fundamentalis 51. Esta formación humana, en vistas a la pastoral, debe subrayar estos datos: capacidad de relaciones interpersonales normales, capacidad de criterio para juzgar con equilibrio acerca de personas y acontecimientos, capacidad de diálogo y colaboración, capacidad de autocontrol, sentido de justicia y de responsabilidad, fortaleza, constancia, fidelidad a la palabra dada, amabilidad, imparcialidad, etc.
[41]JUAN PABLO II, Disc. 11.10.85, al Simposio del Consejo de las Conferencias Episcopales de Europa: "Insegnamenti" VIII/2 (1985) 910-923.
[42]Cf. Sínodo de los Obispos, La formación de los sacerdotes en la situación actual, Lineamenta, segunda parte.
[44]G.CAPELLAN, Dimensión misionera, en: Espiritualidad sacerdotal, Congreso, Madrid, EDICE 1989, 419-428; J. ESQUERDA BIFET, Dimensión misionera de la vida y del ministerio sacerdotal, "Omnis Terra" n. 199 (1990) 141-157; J. SARAIVA, Il dovere missionario dei Pastori, en: Chiesa e Missione, Roma, Pont. Univ. Urbaniana 1990, 141-157.
[45]Este texto tiene contenido análogo al primer párrafo de la Const. Litúrgica Sacrosantum Concilium, al insinuar que la puesta en práctica de la reforma conciliar presupone una profunda renovación interior: "Este sacrosanto Concilio se propone acrecentar de día en día entre los fieles la vida cristiana, adaptar mejor a las necesidades de nuestro tiempo las instituciones que están sujetas a cambio, promover todo aquello que pueda contribuir a la unión de cuantos creen en Jesucristo y fortalecer lo que sirve para invitar a todos los hombres al seno de la Iglesia" (SC 1). Cf. Ad Gentes 35.
EUCARISTIA E SACERDOZIO MINISTERIALE PER LA MISSIONE Juan Esquereda Bifet
Escrito por Super UserEUCARISTIA E SACERDOZIO MINISTERIALE PER LA MISSIONE
Juan Esquereda Bifet
Un carisma ricevuto da Dio è sempre un dono per il bene di tutto il Popolo di Dio e di tutta l'umanità.
Il carisma del sacerdozio ministeriale, attuato durante 50 anni, è quindi un dono per il quale dobbiamo ringraziare anche da parte di tutta la comunità ecclesiale. Festeggiare un 50º di sacerdozio non è una questione soltanto personale, ma una vera festa di tutti. Il povero festeggiato deve tacere e unirsi alla festa con umiltà e dimenticanza di se.
Di questi 50 anni, più della metà sono stati al servizio del CIAM e sempre per tutta la Chiesa missionaria. Il 30º de CIAM (1974-2104) è anche una grazia per tutti. Quando ho celebrato il mio 25º di sacerdozio (nell'anno 1979), nella prima sede del CIAM, era il 5º aniversario di questo Centro. Prego il Signore per tutti quelli che, con le loro preghiere, cooperazione, comprensione e vicinanza, hanno fatto possibile lo svolgimento del CIAM e anche il mio cammino sacerdotale missionario.
Uniti nell'amore di Cristo, tutti possiamo dire con Lui: "come il Padre ha amato me, io ho amato voi" (Gv 15,9). L'esperienza dell'amore di Cristo riempie il cuore per amare tutti col suo stesso amore. "Quando si è fatta vera esperienza del Risorto, nutrendosi del suo corpo e del suo sangue, non si può tenere solo per sé la gioia provata. L'incontro con Cristo, continuamente approfondito nell'intimità eucaristica, suscita nella Chiesa e in ciascun cristiano l'urgenza di testimoniare e di evangelizzare" (MND 24).
Durante 50 anni, ogni giorno almeno una volta ho pronunciato le parole della consacrazione, che sono la base dell'identità del sacerdozio ministeriale. L'Eucaristia, per ogni credente, dà senso e pienezza alla propria vita. "Se l'Eucaristia è centro e vertice della vita della Chiesa, parimenti lo è del ministero sacerdotale" (EdE 31). Per ciò il sacerdote ministro "trova nel Sacrificio eucaristico, vero centro della sua vita e del suo ministero, l'energia spirituale necessaria per affrontare i diversi compiti pastorali" (ibidem).
L'Eucaristia è l'attualizzazione del mistero pasquale di Cristo morto e risorto. Questa attualizzazione e presenzializzazione presuppongono l'annuncio ed esigono la comunicazione per farlo vita propria nella propria esistenza. E' quindi sempre annuncio, celebrazione e comunicazione, cioè, profezia, liturgia e diaconia. Ogni programma di pastorale evangelizzatrice gira attorno alla celebrazione eucaristica da dove prende tutta la sua forza.
La spiritualità sacerdotale è, per sua natura, missionaria, perché è eminentemente eucaristica. Una "vita nascosta con Cristo in Dio" (Col 3,3) significa che nessuna creatura può occupare nel cuore e nella vita il posto di Cristo Signore. Il suo amore è sufficiente per riempire il nostro cuore di gioia e far diventare feconda tutta la nostra vita.
Dice S. Paolo: "Io ritenni di non sapere altro in mezzo a voi se non Gesù Cristo, e questi crocifisso" (1Cor 2,2). Cioè, Cristo morto e risorto presente, immolato incruentamente nell'Eucaristia, è la mia ragion d'essere, "per me infatti il vivere è Cristo" (Fil 1,21). La vita di Paolo, espressione della vita di Cristo, si concretizzava nella carità apostolica, "poiché l'amore del Cristo ci spinge" (2Cor 5,14).
La missione, alla luce dell'Eucaristia, appare più che mai l'unica missione possibile, cioè quella di Cristo, ricevuta dal Padre sotto l'azione dello Spirito e comunicata a tutta Chiesa. La presenza eucaristica domanda una presenza di Cristo in tutti i popoli e in tutti i cuori, poiché è il suo corpo e il suo sangue dati "per tutti" (Mt 26,27). Il sacrificio eucaristico attualizza l'oblazione di Cristo che è "morto per tutti" (2Cor 5,14). La comunione è ricevere lo stesso Cristo "pane vivo... per la vita del mondo" (Gv 6,51).
Se nella celebrazione eucaristica "annunziamo la morte del Signore finché egli venga" (1Cor 11,26), lì la Chiesa impara a vivere la sua realtà di "sacramento universale di salvezza" come incarico missionario di speranza, preparando la venuta definitiva del Signore: "fate questo in memoria di me" (1Cor 11,25), "andate dunque e ammaestrate tutte le nazioni" (Mt 28,19). La forza dello Spirito che trasforma il pane e il vino nel corpo e sangue di Gesù, è la stessa forza vitale che trasforma l'intera umanità e tutta la creazione in "un cielo nuovo e una terra nuova" (Ap 21,1).
Vivere tutti i giorni il mistero eucaristico come "miracolo di amore", significa coinvolgere tutta la vita nell'amare e far amare Gesù. L'invito rivolto da Giovanni Paolo II ai sacerdoti, per quest'anno eucaristico, è un programma di santità e di evangelizzazione: "Voi, sacerdoti, che ogni giorno ripetete le parole della consacrazione e siete testimoni e annunciatori del grande miracolo di amore che avviene tra le vostre mani, lasciatevi interpellare dalla grazia di quest'Anno speciale, celebrando ogni giorno la Santa Messa con la gioia ed il fervore della prima volta e sostando volentieri in preghiera davanti al Tabernacolo" (MND 30).
In questa prospettiva si capisce che "ogni Messa, anche quando è celebrata nel nascondimento e in una regione sperduta della terra, porta sempre il segno dell'universalità" (MND 27).
Se "Maria è presente, con la Chiesa e come Madre della Chiesa, in ciascuna delle nostre Celebrazioni eucaristiche" (EdE 57), allora quando tutti i giorni pronunciamo o ascoltiamo le parole della consacrazione ("il mio corpo... il mio sangue"), queste parole trovano un'eco nel Cuore materno di Maria: "Come immaginare i sentimenti di Maria, nell'ascoltare dalla bocca di Pietro, Giovanni, Giacomo e degli altri Apostoli le parole dell'Ultima Cena: «Questo è il mio corpo che è dato per voi» (Lc 22,19)?" (EdE 56).
Maria vede nel sacerdote (e attraverso di lui in tutti i credenti) "un Gesù vivente" da generare sotto l'azione dello Spirito Santo (S.Giovanni Eudes). La maternità di Maria riguardo ai sacerdoti tende a farli diventare "strumenti vivi di Cristo Sacerdote" (PO 12), "ripresentazione sacramentale di Gesù Cristo Capo e Pastore" (PDV 14), "prolungamento visibile e segno sacramentale di Cristo" (PDV 16).
Poiché la grazia del sacerdozio ministeriale è un carisna che appartiene a tutti, vi prego di voler accompagnarmi con le vostre preghiere perché tutta la mia vita sia un Magnificat in rapporto all'Ecuaristia. In questo modo potrò ringraziare per i doni ricevuti, ma anche riparare tanti difetti e imperfezioni, la cui consapevolezza mi servirà di umiltà, fiducia e generosità. "Se il Magnificat esprime la spiritualità di Maria, nulla più di questa spiritualità ci aiuta a vivere il Mistero eucaristico. L'Eucaristia ci è data perché la nostra vita, come quella di Maria, sia tutta un Magnificat!" (EdE 58).
Nella ricorrenza del 150º anniversario della definizione dogmatica dell'Immacolata (1854-2044), domandate per me la grazia di poter sentire e vivere ogni giorno, nel momento di dire le parole della consacrazione, i sentimenti materni di Maria, che sono i sentimenti di Madre per tutti voi e per tutta l'umanità redenta da Cristo. "Per mezzo di lui dunque offriamo continuamente un sacrificio di lode a Dio" (Eb 13, 15), perché tutta l'umanità possa inserirsi nella dinamica trinitaria che sarà un giorno la nostra vita dell'aldilà: "Per mezzo di lui possiamo presentarci, gli uni e gli altri, al Padre in un solo Spirito" (Ef 2,18).
(Omelia nel CIAM, 16 novembre 2004, 50º di sacerdozio)
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Juan Esquerda Bifet
LOS SIGNOS DEL ENCUENTRO
INDICE
Documentos y siglas
Introducción: Los signos del encuentro con Cristo
I. Huellas vivas de Cristo resucitado
1. Presencia activa
2. Iglesia: comunidad de signos y de servidores
3. Encuentro vivencial y transformante
4. Hacia el encuentro pleno y definitivo
Meditación bíblica
II. Los signos de la vida nueva
1. Un nuevo nacimiento
2. Madurez en el Espíritu
3. Pan partido y donación plena
Meditación bíblica
III. Los signos de la recuperación
1. Conversión y reconciliación
2. La salud para servir
3. Compartir la Pascua de Cristo
Meditación bíblica
IV. Los signos de la misión
1. Iglesia, comunión misionera
2. Familia cristiana en el mundo
3. Los servidores del Pueblo de Dios
Meditación bíblica
V. El signo levantado ante los pueblos
1. Iglesia sacramental y santa
2. El evangelio escrito en la vida
3. Comunidad de fe: adhesión personal comprometida
Meditación bíblica
Conclusión: Las huellas de Cristo en nuestro caminar
Orientación bibliográfica
Documentos y siglas
AA Apostolican Actuositatem (C. Vaticano II, sobre el apostolado de los laicos).
AG Ad Gentes (C. Vaticano II, sobre la actividad misionera).
CA Centesimus Annus (Encíclica de Juan Pablo II, en el centenario de la "Rerum novarum", sobre la doctrina social de la Iglesia: 1991).
CEC Catechismus Ecclesiae Catholicae (Catecismo "universal", 1992).
CFL Christifideles Laici (Exhortación apostólica de Juan Pablo II, sobre la vocación y misión de los laicos: 1988)
DM Dives in Misericordia (Encíclica de Juan Pablo II, sobre la misericordia: 1980).
DEV Dominum et Vivificantem (Encíclica de Juan Pablo II, sobre el Espíritu Santo: 1986).
DV Dei Verbum (C. Vaticano II, sobre la revelación).
EN Evangelii Nuntiandi (Exhortación Apostólica de Pablo VI, sobre la evangelización: 1975).
ET Evangelii Testificatio (Exhortación Apostólica de Pablo VI, sobre la vida consagrada: 1971).
EV Evangelium Vitae (Encíclica de Juan Pablo II, sobre el valor de la vida humana: 1995).
FC Familiaris Consortio (Exhortación Apostólica de Juan Pablo II, sobre la familia: 1981).
GS Gaudium et Spes (C. Vaticano II, sobre la Iglesia en el mundo).
LE Laborem Exercens (Encíclica de Juan Pablo II, sobre el trabajo: 1981).
LG Lumen Gentium (C. Vaticano II, sobre la Iglesia).
MC Marialis Cultus (Exhortación apostólica de Pablo VI, sobre el culto y devoción mariana: 1974).
MD Mulieris Dignitatem (Carta Apostólica de Juan Pablo II, sobre la dignidad y la vocación de la mujer: 1988).
MR Mutuae Relationes (Directrices de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada: 1978).
OT Optatam Totius (C. VAticano II, sobre la formación para el sacerdocio).
PC Perfectae Caritatis (C. Vaticano II, sobre la vida religiosa).
PDV Pastores Dabo Vobis (Exhortación Apostólica postsinodal de Juan Pablo II sobre la formación de los sacerdotes: 1992).
PM Provida Mater (Constitución Apostólica de Pío XII, sobre los Institutos Seculares: 1947).
PO Presbyterorum Ordinis (C. Vaticano II, sobre los presbíteros).
PP Populorum Progressio (Encíclica de Pablo VI sobre cuestiones sociales: 1967).
RC Redemptoris Custos (Exhortación Apostólica de Juan Pablo II, sobre la figura y la misión de San José: 1989).
RD Redemptionis Donum (Exhortación Apostólica de Juan Pablo II, sobre la vida consagrada: 1984).
RH Redemptor Hominis (Primera encíclica de Juan Pablo II: 1979).
RM Redemptoris Mater (Encíclica de Juan Pablo II, sobre el Año Mariano: 1987).
RMi Redemptoris Missio (Encíclica de Juan Pablo II, sobre el mandato misionero: 1990).
SC Sacrosantum Concilium (C. Vaticano II, sobre la liturgia).
SD Salvifici Doloris (Exhortación Apostólica de Juan Pablo II, sobre el sufrimiento: 1984).
SDV Summi Dei Verbum (Carta Apostólica de Pablo VI, sobre la vocación: 1963).
SRS Sollicitudo Rei Socialis (Encíclica de Juan Pablo II, sobre la cuestión social: 1987).
TMA Tertio Millennio Adveniente (Carta Apostólica de Juan Pablo II como preparación del Jubileo del año 2000).
UUS Ut Unum Sint (Encíclica de Juan Pablo II, sobre el empeño ecuménico: 1995).
VS Veritatis Splendor (Encíclica de Juan Pablo II, sobre la doctrina moral de la Iglesia: 1993).
INTRODUCCION: Los signos del encuentro con Cristo
En nuestra comunidad de creyentes, Cristo ha dejado huellas vivas de su presencia, a modo de signos de un encuentro que transforma la vida humana en vida verdadera y eterna. ¿Por qué?
Nuestra existencia es un ensamblado de relaciones que tienen lugar a partir de un encuentro. Efectivamente, nos encontramos con las cosas que nos rodean y con las personas que se cruzan en nuestro camino. Y de ahí brotan unas preferencias y condicionamientos respecto a objetos concretos y a personas de nuestro ambiente. No hay nadie que no esté relacionado por lazos de convivencia, amistad y familia. Todos necesitamos sentirnos amados y poder amar.
En estas coordinadas del espacio y del tiempo de nuestra vida, se ha insertado Cristo, desde el día de su concepción en el seno de María: "el Verbo habitó entre nosotros" (Jn 1,14), estableciendo su tienda de caminante en medio nuestro. La obra redentora de Jesús, que se fue desenvolviendo por cercanía, predicación, sanación y perdón, culminó en su misterio pascual de muerte y resurrección.
Con gestos y palabras, se hizo encontradizo con todos, para relacionarse con cada ser humano, comunicando una vida nueva: "he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia" (Jn 10,10). Esta presencia activa y salvífica sigue siendo una realidad hoy.
La obra salvífica de Jesús continúa con sus mismos gestos y sus mismas palabras. A esos gestos y palabras les llamamos "sacramentos", porque son signos eficaces, portadores de una presencia y de una acción salvífica de Cristo. De hecho son un encuentro relacional con él, que se inserta en nuestro caminar concreto para salvarlo y trascenderlo. Nuestro "tiempo" pasa a ser "plenitud", participando de su misma vida eterna y definitiva.
Estos signos del encuentro son como huellas vivas de su presencia de resucitado, que es presencia operante y cumplimiento de su promesa: "voy y vuelvo" (Jn 14,2-3). El encuentro de esta vida no es definitivo, sino sólo un punto de partida para un encuentro de plenitud.
Cada sacramento, como signo peculiar de este encuentro, nos dispara hacia la relación profunda y la transformación plena. Son signos de contemplación y perfección, que un día nos llevarán a la visión y encuentro definitivo. Mientras tanto, se nos hacen signos de misión, porque Cristo los ha instituido por nosotros y "por todos" (Mc 10,45).
Los sacramentos no son signos mágicos, precisamente porque son portadores de la presencia activa de Cristo resucitado: "estaré con vosotros" (Mt 28,20). No somos nosotros los que conquistamos un poder por medio de unos ritos, sino que es él quien se nos acerca para un encuentro relacional y salvífico. Porque él "ha venido para buscar y salvar lo que estaba perdido" (Lc 19,10).
Es el mismo Jesús el gran signo del encuentro, del que proceden los demás, a modo de actualización y presencialización de su misterio de encarnación y redención. Y esos signos constituyen su comunidad eclesial, como familia de servidores ("ministros") de esos mismos signos de encuentro y de salvación universal. "Para que los hombres puedan realizar este encuentro con Cristo, Dios ha querido su Iglesia. En efecto, ella desea servir solamente para este fin, que todo hombre pueda encontrar a Cristo, de modo que Cristo pueda recorrer con cada uno el camino de la vida" (VS 7; RH 13).
Para rehacer el tejido cristiano de la sociedad, hay que redescubrir esos signos del encuentro que brotan del corazón de Cristo. Un cristiano se distingue por ser una persona profundamente relacionada con él. Y a Cristo se le encuentra en esos signos eclesiales, humanamente pobres, que suscitan una fe viva a modo de "adhesión plena y sincera a Cristo y a su evangelio" (RMi 46).
A partir de este encuentro relacional, ya es posible construir una vida cristiana auténticamente "moral", que "consiste fundamentalmente en el seguimiento de Jesucristo, en el abandonarse a él, en el dejarse transformar por su gracia y ser renovados por su misericordia, que se alcanza en la vid de comunión de su Iglesia" (VS 119).
El Señor se nos ha insertado e inculturado en nuestro mismo ambiente histórico y cultural. Los sacramentos son la "inculturación" de sus misterio en nuestra vida. De nuestras mismas circunstancias y espacios vitales, ha entretejido sus signos de salvación: nacemos, vivimos, caminamos, respiramos, morimos y pasamos al más allá, en él, con él y por él. Este encuentro se nos hace celebración comunitaria de los mismos misterios del Señor.
Cuando le encontramos en la eucaristía y en su palabra viva, entonces descubrimos el hilo conductor de todos los signos sacramentales. Se nos hace encontradizo, como "pan de vida" (Jn 6,35.48), en todas las etapas de nuestro caminar terreno, de camino hacia "el cielo nuevo y la tierra nueva" (Apoc 21,1).
Mientras tanto, a los que hemos comenzado a encontrar a Cristo, se nos recuerda que esos signos los instituyó él para toda la humanidad. La misión consiste en hacer que todos los pueblos gocen de los signos del encuentro con Cristo resucitado, el único Salvador, "camino verdad y vida" (Jn 14,6).
La Iglesia, como María, es invitada a compartir "la hora" de la redención de Cristo, que sigue comunicando el vino nuevo y el "agua viva" por medio de los signos del encuentro. María y la Iglesia son "la mujer" asociada esponsalmente a esa historia de gracia, como "torrentes de agua viva" para toda la humanidad sedienta (Jn 7,37-39; 19, 25-37).
A Jesús le exigieron y le siguen exigiendo signos aparatosos de su presencia salvífica y mesiánica. Pero él no se doblega a esas exigencias tontas. Sus signos son sencillos y pobres, como "la hermana agua" y el signo del hermano. El mismo se ha hecho "signo de Jonás" (Mt 12,39), es decir, se ha quedado bajo los signos pobres de Belén, Nazaret, Calvario y sepulcro vacío, para hacernos partícipes de su resurrección. Ahora sus signos eclesiales tienen esta misma cualidad. Solamente le encontrará quien se decida a perderlo todo para vivir su misma vida: "una vida escondida con Cristo en Dios" (Col 3,3).
En los sacramentos aparece toda la dinámica del misterio de la encarnación y de la redención: "si Dios va en busca del hombre, creado a su imagen y semejanza, lo hace porque lo ama eternamente en el Verbo y en Cristo lo quiere elevar a la dignidad de hijo adoptivo... El Hijo de Dios se ha hecho hombre, asumiendo un cuerpo y un alma en el seno de la Virgen, precisamente por esto: para hacer de sí el perfecto sacrificio redentor... El Espíritu Santo, que el Padre envió en el nombre del Hijo, hace que el hombre participe de la vida íntima de Dios; hace que el hombre sea también hijo, a semejanza de Cristo, y heredero de aquellos bienes que constituyen la parte del Hijo (cfr. Gal 4,7)" (TMA 7-8).
I.
HUELLAS VIVAS DE CRISTO RESUCITADO
1. Presencia activa
2. Iglesia: comunidad de signos y de servidores
3. Encuentro vivencial y transformante
4. Hacia el encuentro pleno y definitivo
Meditación bíblica
1. Presencia activa
La presencia de Jesús en nuestro mundo, durante su vida mortal, se resume en pocas palabras: "pasó haciendo el bien" (Act 10,30). Todos buscaban "tocarle" para quedar "curados" (Mt 14,16). Su cercanía, sus palabras y sus gestos comunicaban paz, perdón, salvación, reconciliación. Cristo "está presente (en su Iglesia) con su virtud en los sacramentos" (SC 7).
Aquel paso terreno y temporal de Jesús fue fugaz, apenas de 33 años. Pero desde entonces, nuestro mundo ha quedado marcado con sus huellas. Porque, después de morir y resucitar, vive presente entre nosotros por medio de unos signos instituidos por él. Esta presencia verdadera es activa y salvífica: "estaré con vosotros" (Mt 28,20).
La palabra "sacramento" indica una acción sagrada, como signo portador de gracia. "El sacramento pertenece al género del signo" (Santo Tomás). De hecho, es un signo que hace presente el "misterio" de Cristo. Lo "íntimo" de Dios Amor se nos ha comunicado por medio del Señor (Ef 3,4; Col 4,3; 1Tim 3,16).
Jesús mismo es el "sacramento" o signo eficaz, original y fontal, del que deriva la eficacia de todos los signos sacramentales y eclesiales. "Cristo es la fuente y fundamento de los sacramentos" (CEC 1121). Se puede decir que la vida de Cristo se prolonga en ellos: "lo que era visible en nuestro Salvador ha pasado a sus misterios" (San León Magno). Sus palabras y gestos siguen presentes y eficaces en nuestra historia.
En los sacramentos nos encontramos con la misma humanidad vivificante de Cristo. "Los sacramentos, como fuerzas que brotan del Cuerpo de Cristo, siempre vivo y vivificante, y como acciones del Espíritu Santo que actúa en su Cuerpo que es la Iglesia, son las obras maestras de Dios en la nueva y eterna alianza" (CEC 1116).
El Señor ha querido quedarse en la comunidad eclesial bajo signos portadores de su presencia y de su acción redentora. Podemos "tocar" al mismo Cristo, escuchar sus palabras y experimentar su cercanía. Los signos sacramentales están constituidos por gestos y palabras, que son la prolongación del mismo Cristo.
Los sacramentos son, pues, portadores del mismo Jesús. "No hay otro sacramento de Dios, sino Cristo" (San Agustín). El Señor, que es "el esplendor de la gloria del Padre" (Heb 1,3) y "la imagen de Dios invisible" (Col 1,15), nos manifiesta y comunica todo el misterio de Dios Amor. Al "verle" y encontrarle, vemos y encontramos al Padre y al Espíritu Santo (Jn 14,9). Y en cada signo sacramental, Cristo se transfigura, como en el Tabor, para dejar oír la voz del Padre: "éste es mi Hijo amado, escuchadle" (Mt 17,5). La "nube" de la fe se hace "luminosa" y salvífica a la vez (ibídem).
Esos signos salvíficos, portadores del "agua viva", son fruto de la encarnación y redención. "Salieron del costado de Cristo" (Santo Tomás). La humanidad de Cristo resucitado presente sigue siendo fuente de nuestra salvación. "La virtud salvadora deriva de la divinidad de Cristo a los sacramentos, por medio de su humanidad" (Santo Tomás). El es el autor de los sacramentos y sigue siendo su agente salvífico enviando su Espíritu. Su humanidad vivificante es el primer sacramento y el resumen de todos ellos, porque es el "instrumento unido" a su divinidad.
El evangelio de Juan nos invita a "ver a Jesús" (Jn 12,21) más allá de la superficie, en la manifestación de "su gloria" por medio de "signos". El mismo Juan nos describe su actitud de fe: "lo que hemos visto y oído... el Verbo de la vida" (1Jn 1,1ss). En la cercanía sacramental de Cristo, que es el Verbo encarnado obrando por medio de signos, también nosotros podemos "ver su gloria" (Jn 1,14) y "creer en él" (Jn 2,11).
En cada uno de los sacramentos, Jesús se manifiesta y comunica de modo peculiar. Sus palabras y sus gestos indican su presencia activa de resucitado. El misterio pascual se hace presente y operante, y se nos comunica por el anuncio (las palabras) y por los gestos. Es un anuncio que se hace donación y comunicación. Por esto, el encuentro sacramental con Cristo es vivificante y transformador.
Nos encontramos con la misma humanidad de Cristo que se prolonga en el tiempo. Propiamente es él quien sale al encuentro para salvarnos en nuestras circunstancias concretas. "Se ha manifestado la bondad de Dios nuestro Salvador y su amor a los hombres" (Tit 3,4).
Lo que Cristo hizo antes de la Pascua, se realiza ahora en los sacramentos, como fruto de la misma Pascua. Cristo sigue operando en su Iglesia, como a través de un conjunto de signos sacramentales que tienen en él su origen y su fuente de vitalidad. Los sacramentos hacen posible el encuentro con Cristo vivo.
La eficacia del encuentro sacramental deriva del hecho de tratarse de actos realizados ahora por el mismo Cristo. Porque "es Cristo quien bautiza" (San Agustín). Con sus palabras y sus gestos prolonga sus misterios en nuestro tiempo y espacio.
La presencia activa de Jesús resucitado es una realidad vivificante. El acompaña a cada creyente por las diversas etapas del camino de la vida. Es presencia relacional y transformadora, como de una "vid" que vivifica a sus "sarmientos" (Jn 15,5). La "inserción" en él, por el bautismo (Rom 6,5) constituye la primera etapa de este camino donde la presencia de Jesús hace "arder el corazón" (Lc 24,32).
Las palabras de Jesús siguen siendo "espíritu y vida" (Jn 6,63). Al realizar los mismos gestos de Jesús por la celebración sacramental, las palabras indican una presencia suya que quiere hacerse encuentro interpersonal y transformante: "en mí permanece y yo en él" (Jn 6,56); "permaneced en mí y yo en vosotros" (Jn 15,4). Este encuentro tiende a ser permanente y de donación plena: "permaneced en mi amor" (Jn 15,9).
La presencia de Cristo en las bodas de Caná, en la noche del diálogo con Nicodemo, en las idas y venidas de la samaritana hacia la fuente y en la vida de cada ser humano necesitado de perdón y de salvación, es una presencia del Buen Pastor que "conoce" amando a sus ovejas, que las guía, defiende y busca, y que "da la vida" por ellas (Jn 10).
Los sacramentos indican que la presencia salvífica de Jesús es para toda la comunidad y para cada uno en particular. La "compasión" de Jesús ante una muchedumbre (Mt 14,14; 15,32) es la misma que deja sentir ante cada leproso, ciego y marginado (Mc 1,41; Mt 20,34; Lc 7,13). El pan partido por Jesús llega a cada uno de los que forman la multitud hambrienta en el desierto (Mt 14,13-21).
Esa presencia activa de Cristo en los sacramentos, y de modo especial en la eucaristía, solamente se capta por la fe. Encontrar a Cristo es un don de Dios (Jn 6,44; Lc 10,22). Sólo quien está dispuesto a admitir con el corazón las palabras de Cristo como "palabras de vida eterna" (Jn 6,68), será capaz de encontrarle en los signos pobres de la Iglesia y en medio de las tempestades de la vida: "soy yo, no temáis" (Jn 6,20); "estaré con vosotros" (Mt 28,20).
2. Iglesia: comunidad de signos y de servidores
Jesús resucitado se ha quedado presente en medio de su comunidad de creyentes. A esa comunidad "convocada" por él, la llama cariñosamente "mi Iglesia" (Mt 16,18). Los que se reunen "en su nombre" se hacen signos portadores de su presencia activa: "allí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18,20). Es en esa comunidad de "hermanos" (Mt 12,49), donde Cristo se hace presente con sus palabras y sus gestos salvíficos. Es una comunidad materna, a ejemplo de María, porque recibe a Cristo para transmitirle a la humanidad entera.
La comunidad eclesial está integrada por signos "sacramentales" instituidos por Jesús y también por servidores ("ministros") de estos mismos signos. Cada cristiano, según su propia vocación y carismas recibidos, es profeta, sacerdote y rey, en relación con los signos sacramentales. Son signos acompañados por el anuncio evangélico (profetismo), la donación sacrificial y amorosa (sacerdocio) y el compromiso de extender el Reino de Cristo (realeza). Todo creyente forma parte de los signos sacramentales de Cristo, porque la Iglesia es una comunidad profética, sacerdotal y real.
La Iglesia es, pues, toda ella "sacramento", es decir, un conjunto de signos eficaces de la presencia salvífica de Cristo. De este modo actúa en el mundo como "signo o instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano" (LG 1). Cuando la Iglesia se renueva y purifica, "avanzando por la senda de la penitencia y de la renovación" (LG 8), entonces se hace signo claro, transparente y portador de Cristo para todos los pueblos.
Esta sacramentalidad santificadora y evangelizadora de la Iglesia tiene lugar en cada creyente que se dispone al encuentro sacramental con Cristo y al servicio sacramental del mismo Cristo. Por esto, en la Iglesia todo lo que no sea servicio y todo lo que no suene a caridad, es caduco y, por tanto, está llamado a desaparecer (1Cor 12-13). "La Iglesia es el gran sacramento de la comunión" (CEC 1108), como expresión de la comunión trinitaria de Dios Amor.
La Iglesia vive su sacramentalidad especialmente en las celebraciones litúrgicas. La "comunicación de los frutos del misterio pascual de Cristo" tiene lugar principalmente "en la celebración de la liturgia sacramental de la Iglesia" (CEC 1076). Así se actualizan los designios divinos, como dispensación o "economía sacramental". La vida litúrgica "gira en torno al sacrificio y a los sacramentos" (CEC 1086).
Los misterios de Cristo se hacen presentes y operantes por medio de los signos sacramentales de la Iglesia. Estos signos son, pues, un camino "para encontrar al Señor" (CEC 1098). Mientras se "recuerdan" y actualizan los misterios de Cristo, el Espíritu Santo se comunica a los creyentes, haciéndoles participar en la misma vida del Señor. Por esto, la celebración litúrgica, especialmente sacramental, es "anámnesis" (memoria) y "epíclesis" (invocación del Espíritu Santo).
Es todo el Cuerpo Místico de Cristo, cabeza y miembros, como "Cristo total", quien sigue actualizando y celebrando los misterios de la redención. Los signos y símbolos que se usan en la celebración litúrgica y sacramental indican la encarnación del Verbo en nuestras circunstancias, como asumiendo toda la creación y toda la historia, con su conjunto de valores culturales, para hacerlos pasar a una nueva creación. Las palabras y los gestos, las imágenes y las expresiones, los lugares y los tiempos, quedan asumidos por la humanidad de Cristo que se prolonga en la Iglesia.
Todos estos signos, por la presencia activa de Cristo y el ministerio de la Iglesia, pasan a ser signos eficaces de la nueva alianza sellada con la sangre de Cristo Redentor. "la Iglesia de los bautizados es el misterio-sacramento de la nueva alianza" (San Agustín).
La Iglesia es "el sacramento de la acción de Cristo que actúa en ella gracias a la misión del Espíritu" (CEC 1118). Cada uno de los siete sacramentos es una concretización peculiar de esta sacramentalidad eclesial, puesto que "existen por ella y para ella" (ibídem). Según San Agustín y Santo Tomás, "los sacramentos constituyen la Iglesia". La sacramentalidad de la Iglesia se expresa principalmente por la palabra anunciada, los sacramentos celebrados y la caridad practicada.
Por ser la Iglesia, en Cristo, "como un sacramento" (LG 1), toda su estructura es sacramental, a modo de prolongación de la humanidad de Cristo en el tiempo. Por esto, en esa estructura eclesial actúa el mismo Espíritu que consagró y envió a Cristo para evangelizar a los pobres (Lc 4,18). Toda la Iglesia es instrumento vivo de la humanidad de Cristo, vivificada por el Espíritu Santo. Por esto, en la Iglesia, "la vida de Cristo se comunica a los creyentes, que se unen misteriosa y realmente a Cristo, paciente y glorificado, por medio de los sacramentos" (LG 7).
La Iglesia es toda sacramental, como signo portador de Cristo, en el anuncio, la celebración y el servicio de caridad. Los sacramentos son la autorealización de la Iglesia. Su ser sacramental se manifiesta en las diversas situaciones humanas. Por esto, los sacramentos incorporan a la Iglesia (bautismo), comunican la misión (confirmación, orden), reconcilian con la comunidad (penitencia), realizan la Iglesia doméstica (matrimonio), transforman la vida en donación solidaria y sacrificial (eucaristía), sanan y unen a los sufrimientos del Cristo total (unción de los enfermos).
El cristiano que "sirve" estos signos, es decir, el "ministro" del sacramento, se convierte en el "vínculo sacramental que une la acción litúrgica a lo que dijeron y realizaron los Apóstoles, y, por ellos, a lo que dijo y realizó Cristo, fuente y fundamento de los sacramentos" (CEC 1121). Los ministros o servidores de los sacramentos son "dispensadores de los misterios de Dios" (1Cor 4,1). La eficacia salvífica viene de Cristo, por medio de sus instrumentos vivos. Por esto, los ministros obran en nombre de Cristo, deben tener la intención de hacer lo que hace el Señor en su Iglesia y están llamados a dar testimonio en sus vidas de lo que ellos mismos realizan.
La celebración litúrgica, principalmente en los sacramentos, es "la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza" (SC 10). La liturgia gira en torno al misterio pascual, anunciado, celebrado y comunicado. Es, pues, "la obra de Cristo Sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia" (SC 7).
La Iglesia se hace "signo levantado en medio de las naciones" (SC 2; Is 11,12), principalmente cuando anuncia, vive y celebra los misterios de Cristo. Por esto, no puede haber evangelización si no se apunta a la celebración sacramental. El signo evangelizador de la caridad (Jn 13,34-35) aparece en la comunidad eclesial, que vive la donación y solidaridad fraterna como fruto de la celebración eucarística. La fecundidad materna y evangelizadora de la Iglesia depende de su sacramentalidad.
Al "recordar" celebrando los misterios de Cristo, se aprende el mensaje evangélico, se agradece la salvación y se transforma la propia vida haciéndola más insertada y comprometida. "Por tanto, la liturgia de los sacramentos y de los sacramentales hace que, en los fieles bien dispuestos, casi todos los actos de la vida sean santificados por la gracia divina que emana del misterio pascual de la pasión, muerte y resurrección de Cristo, del cual todos los sacramentos y sacramentales reciben su poder, y hace también que el uso honesto de las cosas materiales pueda ordenarse a la santificación del hombre y a la alabanza de Dios" (SC 61).
Los sacramentos son acciones salvíficas por las que Cristo edifica su Iglesia y por las que comunica su vida divina a toda la humanidad. Por esto, en los sacramentos se manifiestan los valores esenciales de la Iglesia: ser signo transparente y portador de Cristo para todo corazón humano. La voluntad salvífica universal de Cristo se realiza por medio de la Iglesia y, más concretamente, por medio de los sacramentos. Estos, aunque celebrados por los cristianos, son ya patrimonio de toda la humanidad.
El ministro y el receptor del sacramentos son portadores de una acción eclesial en la que se hace presente Cristo. La eficacia proviene del Señor, a condición de que se prolongue su palabra y sus gestos con la intención de hacer lo que hace la Iglesia. Esta eficacia, por la realización correcta de los signos ("ex opere operato"), no ahorra las exigencias de fe y coherencia por parte del ministro y de los que reciben los sacramentos. La validez no exime de la idoneidad.
Toda la sacramentalidad de la Iglesia es fruto de los amores de Cristo (Ef 5,25ss). "Del costado de Cristo dormido en la cruz, nació el sacramento admirable de la Iglesia entera" (SC 5). Toda su razón de ser consiste en expresar a Cristo, por los sacramentos propiamente dichos (como signos instituidos por Cristo) y por los signos sencillos de la vida cotidiana de la Iglesia ("sacramentales"): bendiciones, oraciones, devociones, celebraciones, peregrinaciones, reuniones comunitarias, servicios de caridad...
En la celebración de los sacramentos se aprende que "todo es gracia", porque toda la vida humana está polarizada por la presencia activa y salvífica de Cristo resucitado, que hace de toda su Iglesia una expresión y un instrumento vivo de su humanidad vivificante. Entramos en un humanismo integral, donde todo lo humano se orienta hacia Cristo para participar de su misma realidad gloriosa.
3. Encuentro vivencial y transformante
Los sacramentos no son un rito mágico ni tienen que reducirse a un acto rutinario. Son más bien un espacio vital para un encuentro personal con Cristo, que transforma toda nuestro existir. Los encuentros narrados en el evangelio acontecen de nuevo. No son nuevas relaciones de sociedad, sino "nuevo nacimiento" (Jn 3,5), comunicación del "agua viva" del Espíritu (Jn 4,10; 7,37-39), sanación desde la raíz del pecado (Jn 5,14), instrumento de "vida eterna" (Jn 6,47), iluminación (Jn 8,12; 9,5), vida verdadera y abundante (Jn 10,10).
Las gracias y dones del Espíritu, que Cristo comunica por medio de sus sacramentos, son para configurarse con el mismo Cristo y para entablar una relación personal, transformante y permanente con él. Cada sacramento comunica estas gracias de modo peculiar. El bautismo, la confirmación y el orden, comunican, además, un sello ("carácter"), que es don permanente e imborrable del Espíritu. Entonces el corazón humano queda marcado con sello de amor y de pertenencia total a Cristo y a sus planes salvíficos.
El don permanente del Espíritu (el "carácter") es la garantía de que no sólo somos llamados a la santidad como participación de la misma vida de Cristo, sino que podemos aspirar y llegar a una plena transformación en él (Jn 17,10). En esta vida terrena es siempre un proceso que nunca llega a la plenitud. El "carácter", según Santo Tomás, es una "potencia cultual", para hacer de la vida una oblación unidad a la oblación amorosa de Jesús al Padre (Jn 17,19).
El encuentro sacramental con Cristo es aceptación, por la fe, de su persona y de su mensaje. En este encuentro se reciben los frutos o efectos de su redención. Es, pues, encuentro transformante. El sacramento es causa instrumental de gracia o de vida en Cristo. No es un simple recuerdo ni una mera ocasión para recibir esa gracia.
Los sacramentos nos ayudan y acostumbran a ver a Dios invisible a través de los signos visibles de la vida humana. "Porque lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de sus obras" (Rom 1,,20). Los espacios y los tiempos de la vida que Jesús vivió, se han convertido en gestos permanentes de su presencia y de su actuar salvífico. Esos momentos fuertes del encuentro vivencial y vivificante con él, son una escuela para encontrarle en cada acontecimiento y en cada hermano.
Los sacramentos son signos de reconocimiento y de reencuentro, a modo de "símbolo". El "símbolo" era un objeto dividido en dos partes, de las que se entregaba una para identificarla en un encuentro futuro. En el sacramento hay el elemento divino (la gracia) y el elemento humano (los gestos, cosas y palabras). Al celebrar los sacramentos, se realiza aquello que los gestos y palabras significan: la comunicación de la gracia o vida divina. Los misterios de la vida de Cristo se nos hacen presentes y se nos comunican de verdad.
El Señor resucitado se ha querido acomodar a nuestro estilo de vida. Nosotros, para relacionarnos, necesitamos de palabras y de gestos o imágenes; necesitamos hablar y escuchar, ver y mirar. Pero esos signos de la vida son para expresar nuestra intercomunicación personal. Lo más importante del encuentro sacramental con Cristo es que él, por medio de estos signos, se nos comunica personalmente para "vivir de su misma vida" (Jn 6,57).
Los signos sacramentales instituidos por Jesús son signos operativos de la Pascua. Por ellos, nos llega a nosotros el fruto de la muerte y resurrección del Señor. Son signos portadores de su presencia misericordiosa y salvífica. En este sentido, se puede decir que los signos sacramentales tienen estructura cristológica (son presencia activa de Cristo), pneumatológica (comunican el Espíritu), eclesiológica (expresan la sacramentalidad de la Iglesia), antropológico-salvífica (llegan al hombre en su situación concreta).
En los sacramentos encontramos nuestra salvación en su misma fuente, que es Jesús resucitado. Son signos recordativos, porque hacen referencia al hecho histórico de la redención; son signos demostrativos, porque nos comunican la gracia salvífica; son signos prefigurativos o escatológicos, porque anticipan la vida futura.
Los sacramentos son signos que estimulan la fe y comunican la gracia, porque recuerdan el misterio pascual ("anámnesis"), transforman el corazón con los dones del Espíritu Santo ("epíclesis"), son prenda de la vida futura. De modo especial y como referencia culminante, estas realidades se encuentran en la eucaristía, como "memorial de la pasión", donde "el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria venidera" (SC 47).
La "gracia" que se nos comunica es la misma vida divina participada, que es vida en Cristo y vida en el Espíritu Santo. Es una donación que santifica (gracia "santificante") con matices especiales de configuración con Cristo, según el sacramento recibido (gracia "sacramental"). En algunos sacramentos (bautismo, confirmación y orden), como se ha recordado anteriormente, se comunica la gracia especial o sello permanente del Espíritu ("carácter"). La fisonomía de Cristo se nos va grabando en el corazón con el fuego del Espíritu, para que la vida concreta sea sintonía comprometida con su mismo modo de pensar, sentir y amar.
Son, pues, signos portadores del Espíritu Santo y de sus dones, que deifican al hombre haciéndole "consorte de la naturaleza divina" (2Pe 1,4). Son signos eficaces por su misma naturaleza, porque se realizan en virtud de la obra salvífica de Cristo y en su nombre.
El anuncio de los misterios de Cristo (por la predicación, catequesis y testimonio) lleva necesariamente a la celebración de los mismos. Sólo a partir de esta celebración será posible transformar la vida personal y comunitaria. El anuncio evangélico no pasaría de ser una teoría, si no condujera al encuentro sacramental con Cristo.
La urgencia de comprometerse en la vida comunitaria y social, no sería factible sin la presencia activa y eficaz de Cristo, que ha querido quedarse en los signos sacramentales. El misterio pascual se anuncia, se celebra, se vive y se comunica a los demás, cuando la Iglesia concretiza su realidad sacramental en los signos salvíficos que llamamos sacramentos.
El ser humano ha quedado restaurado en Cristo. Ya es posible recuperar el rostro primitivo del ser humano, donde se reflejaba el rostro de Dios Amor. Este proceso de recuperación es la garantía de que toda la familia humana puede llegar a estar unificada universalmente, apoyándose en la comunión divina del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
4. Hacia el encuentro pleno y definitivo
Cuando, con su palabra y su presencia, Jesús asume nuestras cosas y nuestros gestos, no solamente los transforma en signos eficaces de su gracia, sino que los convierte en signos de un encuentro pleno y definitivo en el más allá. Por esto, los sacramentos son también signos "escatológicos", como anunciadores de un encuentro "final".
De hecho, celebramos los signos sacramentales y, de modo especial, la eucaristía, "hasta que él vuelva" (1Cor 11,26). La dinámica del encuentro con Cristo es la de una búsqueda de plenitud. Al encontrarle a él resucitado y presente en sus signos eclesiales, nos invita a asumir la historia para enrolarla en la misma realidad de Cristo: "voy a mi Padre y a vuestro Padre" (Jn 20,17); "voy a prepararos lugar, y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo, estéis también vosotros" (Jn 14, 2-3).
Los sacramentos, como signos de la nueva alianza, indican unas bodas que comienzan ya en este vida, pero que sólo se consumarán en el "nuevo cielo y nueva tierra" (Apoc 21,1; 2Pe 3,13). El pacto de amor (la "alianza") se ha sellado con la donación sacrificial de Cristo Esposo, con su "sangre", es decir, con su vida donada (Lc 22,20). En esta tierra, los signos de esta nueva alianza son sólo un inicio de una realidad pascual, que será plenitud "cuando llegue el reino de Dios" (Lc 22,16).
La Iglesia, como "sacramento universal de salvación", y, por tanto, con toda su realidad sacramental de signo transparente y portador de Cristo, se prepara continuamente, celebrando los sacramentos, para la "parusía" o última venida de Cristo resucitado. Cada celebración sacramental y, de modo especial, cada celebración eucarística, es una "prenda de la gloria venidera" (SC 47). La sacramentalidad de la Iglesia debe enraizarse, antes de la parusía, en todas las culturas y en todos los pueblos.
El dinamismo de la vida sacramental de la Iglesia es el mismo de Cristo resucitado, presente en ella, para hacer que la humanidad entera participe en los signos pascuales de la nueva alianza: "porque Cristo levantado en alto sobre la tierra atrajo hacia sí a todos los hombres (Jn 12,32); resucitando de entre los muertos (Rom., 6,9) envió a su Espíritu vivificador sobre sus discípulos y por El constituyó a su Cuerpo que es la Iglesia, como sacramento universal de salvación; estando sentado a la diestra del Padre, sin cesar actúa en el mundo para conducir a los hombre a su Iglesia y por ella unirlos a sí más estrechamente, y alimentándolos con su propio Cuerpo y Sangre hacerlos partícipes de su vida gloriosa. Así que la restauración prometida que esperamos, ya comenzó en Cristo, es impulsada con la venida del Espíritu Santo y continúa en la Iglesia, en la cual por la fe somos instruidos también acerca del sentido de nuestra vida temporal, en tanto que con la esperanza de los bienes futuros llevamos a cabo la obra que el Padre nos ha confiado en el mundo y labramos nuestra salvación (Fil 2,12)" (LG 48).
Especialmente en la celebración litúrgica y sacramental, "Cristo asocia siempre consigo a su amadísima esposa la Iglesia" (SC 7). De hecho, su presencia es una invitación a abrirse de nuevo al "primer amor" (Apoc 2,4). El esposo "llama a la puerta" e invita a "la cena" de las bodas eternas (Apoc 3,20).
Los sacramentos comienzan a entenderse, siempre a la luz de la fe, cuando se viven desde los deseos profundos de Cristo. Los encuentros salvíficos de Cristo, narrados en el evangelio, son ahora realidad salvífica en las celebraciones sacramentales. Pero Cristo aspira a un encuentro definitivo con él, para hacernos partícipes de su misma "glorificación" (Jn 17,24). Así quiere compartir con nosotros su realidad de resucitado: "para que donde esté yo, estéis también vosotros" (Jn 14,3; cfr. Jn 12,26).
La historia humana camina definitivamente hacia "la recapitulación de todas las cosas en Cristo" (Ef 1,10). Los misterios de Cristo, anunciados en la predicación, se hacen presentes y eficaces por la celebración. Sólo a partir del anuncio y de la celebración, es posible transformar la propia vida en vida de Cristo. Por esto, la evangelización tiene su punto culminante en la celebración del misterio pascual de Cristo (PO 5).
Todo sacramento coloca a la comunidad eclesial y, por ella, a toda la comunidad humana, en la dinámica "escatológica" del encuentro definitivo con Cristo. Este encuentro comienza ya o debe comenzar en la historia presente. De aquí que la acción evangelizadora de la Iglesia tiende necesariamente a que, en cada comunidad humana, echen raíz estos signos sacramentales del encuentro. La tendencia escatológica de la misión, si es auténtica, se convierte en mayor inserción en el tiempo presente. "La espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien avivar, la preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del siglo nuevo" (GS 39).
La dinámica interna del signo sacramental consiste, pues, en una relación estrecha entre el pasado, el presente y el futuro. "El sacramento es, a la vez, signo conmemorativo de la pasión de Cristo, que ya pasó; signo manifestativo de la gracia, que produce en nosotros mediante esta pasión, y anuncio y prenda de la gloria futura" (Santo Tomás). Así aparece, una vez más, que "ayer como hoy, Jesucristo es el mismo, y lo será siempre" (Heb 13,8).
El Espíritu Santo, comunicado a los creyentes por medio de los sacramentos, constituye "las arras de la herencia" y de las bodas (Ef 1,14; 2Cor 1,22). Es el mismo Espíritu que urgió a la Iglesia primitiva a preparar el encuentro con Cristo: "oiga la Iglesia lo que le dice el Espíritu" (Apoc 2,7ss). Preparando el encuentro definitivo por medio del ensayo cotidiano del encuentro sacramental, la Iglesia recibe el Espíritu Santo para poder decir con él un "sí" definitivo: "el Espíritu y la esposa dicen: ven... ven, Señor Jesús... amén" (Apoc 22,17-21).
Por ser signos prefigurativos de este encuentro definitivo, los sacramentos se remiten a la Pascua del Señor, que tuvo lugar en el pasado, para tomar de ella el significado esponsal de la celebración presente. La Pascua, en la que se selló la nueva alianza como pacto esponsal, se hace presente en los sacramentos con toda su eficacia salvífica. Este dinamismo pascual llegará a la plenitud en el más allá, cuando los signos sacramentales dejarán de existir, porque Cristo se deja ver, encontrar y poseer para siempre. El "alfa" se hace "omega" en Cristo, "el que es, el que era y el que ha de venir" (Apoc 1,8; cfr. 21,6). "Cristo es el Señor del tiempo, su principio y su cumplimiento" (TMA 10).
En la celebración sacramental, los creyentes se sienten invitados a un encuentro vivencial y plenamente transformante, que sólo será posible en el más allá. "Bienaventurados los que han sido invitados a las bodas del Cordero" (Apoc 19,9). Entonces todos los dones pasajeros de la vida presente se harán realidad plena. El dador de esos dones se nos dará él mismo en persona, cuando todo será novedad definitiva: "he aquí que hago nuevas todas las cosas" (Apoc 21,5).
Bebiendo el "agua viva" por medio de los sacramentos, llegaremos a la misma "fuente" (Apoc 21,6). Quien se nos hizo encontradizo en el camino de la vida presente, como "inicio" de un encuentro pleno, se nos hará "fin" y término definitivo.
Los signos sacramentales son, pues, sacramentos de vida eterna y definitiva. Su "cumplimiento" tendrá lugar cuando "llegue el Reino de Dios" (Lc 22,16). En todo sacramento se preanuncia y anticipa la "vida eterna". En el encuentro con Cristo a nivel de fe y de adhesión personal, se hace transformación en él. La creación, la historia, la humanidad entera y todo nuestro ser de cuerpo y alma, está pasando ya, por Cristo, a la "resurrección" de una vida definitiva (Jn 6,38-40; Rom 8,22-23).
Los que, con Cristo, peregrinamos en la tierra, participamos ya de la liturgia del cielo. Los sacramentos revelan el sentido de la existencia. La vida es hermosa porque todo momento presente, transformado en donación, queda salvado por Cristo para recuperarlo en el más allá. "En realidad el tiempo se ha cumplido por el hecho mismo de que Dios, con la Encarnación, se ha introducido en la historia del hombre. La eternidad ha entrado en el tiempo... Entrar en la «plenitud de los tiempos» significa, por lo tanto, alcanzar el término del tiempo y salir de sus confines, para encontrar su cumplimiento en la eternidad de Dios" (TMA 9).
Meditación bíblica
- Cristo, sacramento fontal, humanidad vivificante:
"A Jesús de Nazaret le ungió Dios don Espíritu y poder, y así pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos" (Act 10,38).
"Le trajeron todos los enfermos. Le suplicaban que les dejara tocar tan sola la orla de su manto; y todos los que la tocaban, quedaban curados" (Mt 14,35-36).
"Grande es el Misterio de la piedad: ha sido manifestado en la carne, justificado en el Espíritu" (1Tim 3,16).
"Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amo, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo; por gracia habéis sido salvados" (Ef 2,4-5)
"Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo... el que me coma vivirá por mí" (Jn 6,51.57).
"El espíritu es el que da vida; la carne no sirve para nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida" (Jn 6,63).
"Permaneced en mí y yo en vosotros" (Jn 15,4; cfr. Jn 6,56).
"La Vida se manifestó, y nosotros la hemos visto y damos testimonio... lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos" (1Jn 1,1-2; cfr. Jn 1,14).
"Se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador y su amor a los hombres" (Tit 3,4).
"Yo soy, no temáis" (Jn 6,20).
"Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo. Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo" (Lc 24,39).
"Estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28,20).
- Iglesia, sacramento, signo transparente y portador de Cristo:
"Sobre esta piedra edificaré mi iglesia" (Mt 16,18).
"La Iglesia es su Cuerpo, el complemento del que lo llena todo en todo" (Ef 1,23).
"Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18,20).
"Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado" (Mt 28,19-20).
"Para que la multiforme sabiduría de Dios sea ahora manifestada... mediante la Iglesia, conforme al previo designio eterno que realizó en Cristo Jesús, Señor nuestro (Ef 3,10-11).
"Uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua" (Jn 19,34; cfr. 7,37-39).
"Que nos tengan los hombres por servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios" (1Cor 4,1).
"Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha" (Lc 10,16).
"Una gran señal apareció en el cielo: una Mujer, vestida del sol, con la luna bajo sus pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza" (Apoc 12,1).
"Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella" (Ef 5,25).
"Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos... hasta los confines de la tierra" (Act 1,8; cfr. 15,27).
- Del encuentro inicial, al encuentro definitivo:
"Maestro, ¿dónde vives? Les respondió: Venid y lo veréis. Fueron, pues, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día" (Jn 1,38-39).
"El agua que yo le daré se convertirá en él en fuente de agua que brota para vida eterna" (Jn 4,14).
"Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia" (Jn 10,10).
"Voy a prepararos lugar, y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo, estéis también vosotros" (Jn 14, 2-3).
"Esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que vea al Hijo y crea en él, tenga vida eterna y que yo le resucite el último día" (Jn 6,40).
"Pues su divino poder nos ha concedido cuanto se refiere a la vida y a la piedad... por medio de las cuales nos han sido concedidas las preciosas y sublimes promesas, para que por ellas os hicierais partícipes de la naturaleza divina" (1Pe 1,3-4).
"Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer; porque os digo que ya no la comeré más hasta que halle su cumplimiento en el Reino de Dios" (Lc 22,15-16).
"Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo" (Apoc 3,20).
"Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero" (Apoc 19,9).
"Yo soy el Alfa y la Omega, dice el Señor Dios, aquel que es, que era y que va a venir, el Todopoderoso" (Apoc 1,8; cfr. 21,6).
"El Espíritu y la Esposa dicen: ¡Ven!... Sí, vengo pronto. ¡Amén! ¡Ven, Señor Jesús! Que la gracia del Señor Jesús sea con todos. ¡Amén!" (Apoc 22,17-21).
"Hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra... Fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la Promesa, que es prenda de nuestra herencia, para redención del Pueblo de su posesión, para alabanza de su gloria" (Efes 1,10-14).
"Y es Dios el que nos conforta juntamente con vosotros en Cristo y el que nos ungió y el que nos marcó con su sello y nos dio en arras el Espíritu en nuestros corazones" (2Cor 1:21-22).
II.
LOS SIGNOS DE LA VIDA NUEVA
1. Un nuevo nacimiento
2. Madurez en el Espíritu
3. Pan partido y donación plena
Meditación bíblica
1. Un nuevo nacimiento
La cosmovisión de Nicodemo, cuando de noche fue a hablar con Jesús, quedó desbordada por la doctrina evangélica. Ya no se trataba de un perfeccionismo farisaico, sino de un nuevo nacimiento: "en verdad, en verdad te digo: el que no nazca de lo alto ... el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios" (Jn 3,3-5). Nosotros somos "bautizados", como invitados a iniciar un itinerario permanente para hacernos "hijos en el Hijo" (Ef 1,5).
El agua en la biblia es símbolo de la vida. El agua que ofrece Jesús es una vida nueva en la "fuerza" o el "fuego" del Espíritu de amor (Mt 3,11). Es el "agua pura", anunciada por los profetas, que comunica "un corazón nuevo" y "un espíritu nuevo" (Ez 36,25-26). Por el bautismo instituido por Jesús, renacemos "no de un germen corruptible, sino incorruptible, por medio de la Palabra de Dios viva y permanente" (1Pe 1,23). Esta agua es fruto de la "sangre" de Jesús, es decir, de su donación sacrificial en la cruz (Jn 19,34).
La misión que Cristo encargó a los apóstoles fue de "bautizar, es decir, de hacer que la humanidad fuera partícipe de la misma vida divina del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo (Mt 28,19). Esta acción transformante abarca todos los momentos y signos de la evangelización, pero se inicia con el bautismo propiamente dicho: "Pedro les contestó: Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo" (Act 2,38).
La celebración del sacramento del bautismo es, pues, un punto de partida para "revestirse de Cristo" (Gal 3,27). A partir de este momento, nuestra vida se transforma en la suya, como "injertados" en sus misterios de encarnación, muerte y resurrección (Rom 6,5). El bautizado está llamado a "caminar en una vida nueva" (Rom 6,4), "caminar en el amor" (Ef 5,1).
La vida se hace camino o proceso "bautismal", como el de una "esponja" que se va empapando de agua. Cada sacramento, ministerio, carisma y vocación, ayudarán al crecimiento armónico de la "vida nueva" recibida en el bautismo (Rom 6,4). A partir del bautismo, todo cristiano está llamado, urgido y posibilitado para ser santo y apóstol. "Los fieles, incorporados a la Iglesia por el bautismo, quedan destinados por el carácter al culto de la religión cristiana y, regenerados como hijos de Dios, tienen el deber de confesar delante de los hombres la fe que recibieron de Dios por medio de la Iglesia" (LG 11).
La llamada a la "conversión" o "metanoia" (Mc 1,15) va unida a la llamada a la fe y al "bautismo" (Act 2,38). Es una llamada a "configurare" con Cristo (Rom 8,29), a "revestirse" de él (Gal 3,26-28), a ser "engendrados de semilla incorruptible" (1Pe 1,23). Es, pues, "esponjarse" (bautizarse) en la vida nueva del Espíritu (1Cor 12,13). "Hemos sido redimidos por el autor de la vida, a precio de su preciosa sangre y mediante el baño bautismal hemos sido injertados en El, como ramas que reciben savia y fecundidad del árbol único. Renovados interiormente por la gracia del Espíritu, que es el Señor de la vida, hemos llegado a ser un pueblo para la vida y estamos llamados a comportarnos como tal" (EV 79).
La apertura a esas gracias de Dios Amor se llama "conversión", a modo de cambio interior profundo o a modo de cambio radical de camino, para quedar "lavados, santificados y justificados" (1Cor 6,11). La vida externa debe reflejar esa apertura al amor. Ha quedado borrado el pecado original, para poder recuperar el rostro primitivo del ser humano creado a imagen de Dios.
Este "lavado (baño) de regeneración y renovación en el Espíritu" (Tit 3,5) será un proceso permanente urgido y posibilitado por el "sello" (carácter) o don permanente del mismo Espíritu (Ef 1,14; 2Cor 1,22). Así llegamos a ser "en Cristo una nueva criatura" (2Cor 5,17). "El esfuerzo de actualización sacramental podrá ayudar a descubrir el bautismo como fundamento de la existencia cristiana" (TMA 41).
Por el bautismo, el cristiano adopta una opción fundamental y una adhesión personal total y libre a Cristo. La fe se convierte en una actitud personal y comprometida: "Urge recuperar y presentar una vez más el verdadero rostro de la fe cristiana, que no es simplemente un conjunto de proposiciones que se han de acoger y ratificar con la mente, sino un conocimiento de Cristo vivido personalmente, una memoria viva de sus mandamientos, una verdad que se ha de hacer vida... La fe es un decisión que afecta a toda la existencia; es encuentro, diálogo, comunión de amor y de vida del creyente con Jesucristo, Camino, Verdad y Vida (cfr. Jn 14,6). Implica un acto de confianza y abandono en Cristo, y nos ayuda a vivir como él vivió (Gal 2,20), o sea, en el mayor amor a Dios y a los hermanos" (VS 88).
Esta es la fe proclamada solemnemente en la celebración del sacramento del bautismo. Porque esta fe, que conduce al bautismo (Act 8,12-13; 18,8), se profundiza por la celebración del mismo sacramento (1Cor 10,1-13), hasta convertirse en una verdadera "iluminación" que da sentido a la existencia (Heb 6,4; 2Cor 4,6; 2Tim 1,10). Debe ser, pues, fe viva, que cambie la orientación del propio existir, para injertarse en el mismo destino de Cristo y así participar en la vida nueva del Espíritu. Somos "hijos de la luz" (1Tes 5,5).
El bautizado entra a formar parte de la comunidad eclesial, que es "comunión" fraterna como reflejo de la "comunión" trinitaria de Dios Amor. Esta comunión eclesial se hace "germen segurísimo de unidad, de esperanza y de salvación..., comunión de vida, de caridad y de verdad..., como instrumento de caridad universal" (LG 9). La comunidad eclesial forma "un solo cuerpo" de Cristo porque ha recibido "un mismo bautismo", tiene "una misma fe" y "un mismo Espíritu" (Ef 4,4-5).
Al ser bautizados "en el nombre de Jesús" (Act 2,37) o en unión íntima con él, se comparte su mismo destino de Pascua, es decir, de muerte y resurrección (Rom 6,1-11). El perdón del pecado original originado (heredado) y de los demás pecados, equivale a quitar el obstáculo para participar en la vida trinitaria. El "bautismo" es "inmersión" en la vida divina, que es vida en Cristo y en el Espíritu Santo. Por esto, adquirimos una "vestidura de inmortalidad" (San Gregorio Nacianceno).
En el sacramento del bautismo se hace presente o acontece el "bautismo" de Cristo, que, en el Jordán, nos representaba a todos nosotros. Las palabras del Padre se dirigen ahora a todos cuantos nos hemos "injertado" en Cristo: "éste es mi Hijo amado, en quien me complazco" (Mt 3,17). Unidos a él, participamos en el "bautismo" de fuego de su misterio pascual (Mc 10,39; cfr. Lc 12,50). "Por el bautismo, los hombres son injertados en el misterio pascual de Jesucristo" (SC 6; cfr. Rom 6,3-4; Col 2,12).
El proceso de una vida cristiana tiene las mismas etapas que la celebración del bautismo: escucha de la palabra, conversión, profesión de fe, efusión del Espíritu Santo, acceso a la comunión eucarística para construir la comunidad eclesial y humana, como reflejo de la comunión trinitaria. El bautismo es la puerta por la que se entra en este caminar eclesial de santidad, de fraternidad y de misión.
La "gracia" que se recibe en el bautismo es la misma vida de Cristo. Es gracia de justificación o santificación, que, sanándonos y perdonándonos, nos hace hijos de Dios por participación. En esa gracia van incluidas las virtudes teologales y morales, así como los dones del Espíritu Santo. El sello o don permanente del Espíritu ("carácter") garantiza la respuesta fiel y generosa en un proceso de crecimiento hasta llegar a la "perfección" o "plenitud": "hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo" (Ef 4,13).
Toda vocación cristiana enraíza en el bautismo, para llevarlo a plenitud. La vocación laical tiende a "recapitular todas las cosas en Cristo" (Ef 1,10), desde sus cimientos de secularidad. La vocación sacerdotal se orienta a que toda la comunidad eclesial responda a la llamada a la oblación sacrificial y a la guía del Buen Pastor. La vocación de vida consagrada expresa radicalmente las exigencias bautismales del seguimiento evangélico.
Los ya bautizados, si viven de verdad las exigencias del bautismo, experimentan la urgencia de bautizar "a todos los pueblos" (Mt 28,19), para que a todos lleguen los medios salvíficos instituidos por Jesús. Los no bautizados tiene "derecho a recibir (de los ya bautizados) el anuncio de la Buena Nueva de salvación" (EN 80). Cristo puede salvar a todos por medios extraordinarios, pero encarga a los suyos el hacer llegar la redención por los medios ordinarios del bautismo y de los demás sacramentos. Si "es el Espíritu quien esparce la semilla del Verbo en los ritos y culturas", es también el mismo Espíritu quien "los prepara para su madurez en Cristo" (RMi 28). En este sentido se puede decir: "El Verbo Encarnado es, pues, el cumplimiento del anhelo presente en todas las religiones de la humanidad" (TMA 6).
2. Madurez en el Espíritu
La realidad eclesial consiste en ser signo portador del Espíritu Santo enviado por Jesús. En ello se manifiesta su sacramentalidad. En cada uno de los sacramentos, se comunican las gracias y dones del Espíritu, especialmente en el bautismo, confirmación y orden.
Todo cristiano ha recibido la "prenda" del Espíritu Santo (Ef 1,14; 2Cor 1,22; 5,5), para vivir la filiación divina participada o adoptiva: "la prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!" (Gal 4,6). Gracias al mismo Espíritu, Cristo vive y ora en el corazón del creyente (Rom 8,14-17). El cristiano es "templo del Espíritu" (1Cor 3,16), vive según el Espíritu (Gal 5,25) y obra con la libertad del Espíritu de amor (2Cor 3,17).
Es en el bautismo cuando se reciben principalmente estas gracias del Espíritu Santo, quien establece su morada en el corazón (Jn 14,17.23), guía a la verdad plena (Jn 14,26; 16,13) y transforma en Cristo (Jn 15,26-27; 16,14). Por esto, el bautismo "en el nombre de Jesús" es el mismo bautismo en el Espíritu (Act 2,38), que nos hace partícipes de la vida trinitaria (Mt 28,19).
Así es el "único bautismo" cristiano en el Espíritu, que fundamento "la misma fe" y que construye "el único cuerpo" de Cristo que es la Iglesia (Ef 4,4-6). Por esto, la unidad o comunión de la comunidad eclesial consiste en "conservar la unidad del Espíritu" de amor (Ef 4,3).
Cada sacramento es una comunicación peculiar de las gracias y dones del Espíritu. Por medio del sacramento de la confirmación, se recibe una nueva "señal" o prenda del Espíritu, con abundancia de sus gracias y dones, que robustecen al cristiano para incorporarse más plenamente a la Iglesia, para luchar contra el mal y para defender y comunidad la fe.
Fue en la comunidad de creyentes de Samaría, ya "bautizados en el nombre de Jesús" (Act 8,16), donde aparece por primera vez el sacramento de la confirmación, en relación con el bautismo: "Pedro y Juan... oraron por ellos para que recibieran el Espíritu Santo... les impusieron las manos y recibieron el Espíritu Santo" (Act 8,14-17).
Los ya bautizados, "por el sacramento de la confirmación se vinculan más estrechamente a la Iglesia, se enriquecen con una fortaleza especial del Espíritu Santo, y de esta forma se obligan con mayor compromiso a difundir y defender la fe, con su palabra y sus obras, como verdaderos testigos de Cristo" (LG 11). El "confirmado" asume la responsabilidad de colaborar activamente en la comunidad eclesial, que es misionera por su misma naturaleza. Por ello mismo, participa más profundamente en la función profética, sacerdotal y real de la Iglesia.
Se puede decir que la gracia del sacramento de la confirmación viene a ser una cierta plenitud de la gracia bautismal. Es un don especial del Espíritu que completa las gracias del bautismo, dentro de un crecimiento armónico abierto al infinito de Dios Amor. El rito de la imposición de las manos y de la unción indican una comunicación especial de la unción y consagración del Espíritu, como participación en la misma unción de Cristo (el "ungido" o Mesías). La comunidad de los bautizados y confirmados constituye el pueblo "mesiánico" (Ez 36,25-27), hecho partícipe de la misma unción sacerdotal de Cristo por el Espíritu (Act 10,39; Lc 4,18).
El encuentro con Cristo resucitado, presente en la Iglesia bajo signos sacramentales, se convierte en comunicación de su Espíritu: "sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo" (Jn 20,22). Cada sacramento es una comunicación peculiar de los dones del Espíritu, que corresponde a situaciones y etapas diferentes de la vida humana. El crecimiento en la vida nueva necesita el refuerzo de nuevas gracias del Espíritu.
La "unción" del Espíritu indica que su acción salvífica penetra todo el ser humano, purificándolo, embelleciéndolo, haciéndolo más ágil, santificándolo, haciéndolo partícipe de la misma vida divina, comunicándole el gozo de la esperanza. En el sacramento de la confirmación se comunica la fortaleza del Espíritu para vivir, defender y comunicar la fe, asumiendo la responsabilidad de construir la comunidad eclesial como comunidad profética, sacerdotal y real.
El "sello" (carácter) es indicativo de una presencia y acción permanente del Espíritu Santo. Esta "marca" es indeleble en los sacramentos del bautismo, confirmación y orden, para garantizar la posibilidad de responder a las exigencias del encuentro con Cristo. En la confirmación significa especialmente la pertenencia total a Cristo, a modo de opción fundamental y decisiva. La presencia y acción del Espíritu Santo hará posible que esta opción se reestrene todos los días, para afrontar las dificultades de la existencia humana y transformarlas según la verdad y el amor. El cristiano está marcado por la cruz, que equivale a la donación total: "Cristo crucificado revela el significado auténtico de la libertad, lo vive plenamente en el don total de sí y llama a los discípulos a tomar parte en su misma libertad" (VS 85).
Los efectos de esta comunicación del Espíritu se manifiestan en el crecimiento o profundización de la gracia y filiación divina recibidas en el bautismo. Los dones del Espíritu se comunican con un nuevo impulso, para que el creyente reaccione más espontáneamente según el programa de amor de las bienaventuranzas.
La filiación divina participada hace que el corazón y la vida del creyente sean como el "Abbá" ("Padre") de Jesús, pronunciado en la oración y hecho realidad en la vida concreta por el mandado del amor. Así aparece que "Jesús es la síntesis viviente y personal de la perfecta libertad en la obediencia total a la voluntad de Dios. Su carne crucificada es la plena revelación del vínculo indisoluble entre libertad y verdad, así como su resurrección de la muerte es la exaltación suprema de la fecundidad y de la fuerza salvífica de una libertad vivida en la verdad" (VS 87).
La fortaleza para vivir, confesar, defender y difundir la fe, manifiesta una cierta adultez, no tanto unida a la edad cuanto a la madurez de la vida cristiana iniciada en el bautismo. La "lucha" cristiana consiste siempre y sólo en de afrontar las dificultades para transformarlas en donación. Es contraria a la fortaleza cristiana, tanto la agresividad y violencia, como la impaciencia, el desánimo y la huida. La adultez cristiana se concreta en ser signo de cómo amó el Señor, quien transformó la creación y la historia amando y perdonando.
Por el sacramento de la confirmación, el creyente se integra o incorpora más responsablemente a la Iglesia particular (presidida por un sucesor de los Apóstoles) y a la Iglesia universal (presidida por el sucesor de Pedro). Esta incorporación significa tanto la disponibilidad para la misión sin fronteras, como la inserción comprometida, humilde y perseverante en el servicio de la pequeña comunidad eclesial a la que se pertenece, por medio de "una vida escondida con Cristo en Dios" (Col 3,3).
El martirio cristiano, tanto el de todos los días como el de los momentos más difíciles de persecución, es la manifestación más clara de la presencia y acción del Espíritu Santo enviado para hacer "testigos" del evangelio (Jn 15,26-27; Act 1,8). "La caridad, según las exigencias del radicalismo evangélico, puede llevar al creyente al testimonio supremo del martirio" (VS 90). "En el martirio, como confirmación de la inviolabilidad del orden moral, resplandecen la santidad de la ley de Dios y, a la vez, la intangibilidad de la dignidad personal del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios" (VS 92). "Finalmente, el martirio es un signo preclaro de la santidad de la Iglesia: la fidelidad a la ley santa de Dios, atestiguada con la muerte es anuncio solemne y compromiso misionero «usque ad sanguinem» para que el esplendor de la verdad moral no sea ofuscado en las costumbres y en la mentalidad de las personas y de la sociedad... Si el martirio es el testimonio culminante de la verdad moral, al que relativamente pocos son llamados, existe no obstante un testimonio de coherencia que todos los cristianos deben estar dispuestos a dar cada día, incluso a costa de sufrimientos y de grandes sacrificios" (VS 93).
3. Pan partido y donación plena
La presencia de Jesús resucitado entre nosotros tiene su máxima expresión en la eucaristía, que es, al mismo tiempo, sacramento y sacrificio, pan partido y donación plena al Padre para nuestra redención. Su presencia actualiza el misterio pascual de muerte y resurrección, para comunicarse a los creyentes en unidad de vida y en sintonía de vivencias.
El misterio eucarístico se comienza a "entender", siempre a la luz de la fe, a partir de las palabras y de las vivencias de Cristo. Su presencia ("esto es mi cuerpo... mi sangre") es de donación sacrificial ("cuerpo entregado... sangre derramada"), para hacerse vida en nosotros ("tomad y comed... bebed") (Lc 22,19-20). No es la lógica humana la que cuenta, sino las palabras vivas y actuales pronunciadas por quien, "habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo" (Jn 13,1).
En la eucaristía celebramos la Pascua de Cristo, es decir, el misterio de su muerte y glorificación. Sólo a partir de este misterio, recobra sentido la vida de la Iglesia y de toda la comunidad humana.
Si los sacramentos son los signos del encuentro, éste tiene lugar principalmente en la eucaristía, celebrada y adorada, como presencia sacramental y sacrificial. Es presencia de donación plena expresada en los signos sacramentales. El Señor se da en sacrificio y se comunica totalmente.
Cada sacramento encuentra su fuente y su punto culminante en la eucaristía, por ser la presencialización del misterio pascual de Cristo. Todos los sacramentos dicen relación a la eucaristía, como punto de partida y de llegada. Es "el sacramento de los sacramentos", porque "todos los sacramentos están ordenados a éste como a su fin" (Santo Tomás).
El encuentro con Cristo, que tiene lugar en todos los sacramentos, se convierte en especial actitud relacional y transformante cuando se realiza en la eucaristía. Es entonces cuando son más reales las palabras de Jesús: "soy yo mismo, palpad y ved" (Lc 24,39).
En toda acción litúrgica se realiza "el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo", que "está siempre presente en su Iglesia" (SC 7). Cristo se une a los creyentes para que "la cabeza y sus miembros" sean una misma oblación al Padre en el Espíritu Santo (ibídem). En la eucaristía, Cristo se hace presente como sacrificio y como banquete. Es "nuestra Pascua" (1Cor 5,7) y nuestro "maná" o "pan de vida" (Jn 6,35ss), para unirnos a la entrega (oblación) de su vida, de su muerte y de su resurrección. "Nosotros nos convertimos en aquello que recibimos" (San León Magno).
El único sacrificio de Cristo, desde la encarnación hasta su glorificación, que tiene su punto culminante en la muerte y resurrección, se hace presente en nuestro espacio y en nuestro tiempo por medio de la celebración eucarística. Cristo, Sacerdote, víctima y altar, nos une a su realidad sacerdotal para que podamos celebrar con él y en él la misma oblación. Somos su "complemento" (Ef 1,23) y, consecuentemente, "complementamos" y prolongamos en el tiempo su presencia sacrificial (Col 1,24).
Sólo el ministro ordenado realiza el servicio de presidencia, pronunciando eficazmente las palabras del Señor y obrando en su nombre y persona, como representante de Cristo Esposo. Pero es toda la comunidad eclesial, en cada uno de los creyentes, la que se hace oblación, se ofrece y ofrece (cfr. LG 11). Por esto, la eucaristía continúa en la vida ordinaria por medio de la "comunión" fraterna o donación mutua entre los hermanos. Cuando Jesús instituyó la eucaristía, también instituyó el servicio sacerdotal: "haced esto en memoria mía" (Lc 22,19).
La eucaristía es "fuente y cumbre de la vida cristiana" (LG 11). Ella "contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua" (PO 5). Es, pues, "el compendio y la suma de nuestra fe" (CEC 1327). "La eucaristía construye la Iglesia" (RH 20) y la Iglesia hace posible la eucaristía.
Los nombres que damos a este sacramento-sacrificio indican diversos aspectos del mismo: eucaristía (acción de gracias), banquete, "fracción del pan" (Act 2,42), synaxis (asamblea), memorial de la pasión y resurrección... En cualquiera de esos aspectos hay que armonizar la presencia, el sacrificio y la comunión sacramental.
La presencia es por la acción del Espíritu Santo en la substancia del pan y del vino, para transformarlos en el cuerpo y sangre de Jesús ("transubstanciación"). El sacrificio es actualización del único sacrificio de Cristo, que ahora él ofrece con la Iglesia. Los frutos de la comunión (en relación con la presencia y el sacrificio) se resumen en la unión con Cristo: "el que come mi carne y bebe mi sangre, en mí permanece y yo en él... y vive por mi misma vida" (Jn 6,56-57). "Quien bebe esta sangre en el sacramento de la eucaristía y permanece en Jesús, queda comprometido en su mismo dinamismo de amor y de entrega de la vida, para llevar a la plenitud la vocación de amor, propia de todo hombre" (EV 25).
Al comer de mismo pan, llegamos a ser un mismo cuerpo por la comunión fraterna y eclesial: "porque aun siendo muchos, somos un solo pan y un solo cuerpo, pues todos participamos de un solo pan" (1Cor 10,17). La eucaristía es "el signo de la unidad" (San Agustín; cfr. SC 47).
El pan y el vino, simbolizados ya en el sacrificio de Melquisedec (Gen 14,18), indican que todo el trabajo y toda la vida humana van pasando, por Cristo, a la realidad definitiva del "cielo nuevo y tierra nueva" (Apoc 21,1). Por esto, al recordar y hacer presente al Señor, "anunciamos su muerte hasta que vuelva" (1Cor 11,26). Es "la prenda de la vida eterna" (SC 47). Por la eucaristía, todo el cosmos y toda la humanidad ya están pasando a la realidad gloriosa del final de los tiempos.
La invocación del Espíritu Santo ("epíclesis") recuerda su venida al seno de María, para tomar de ella carne y sangre para el Señor. María dijo el "sí", como asociada a Cristo Redentor (Lc 1,38). Cuando viene ahora el Espíritu Santo en la celebración eucarística, transforma el pan y el vino en cuerpo y sangre del Señor. "Cuerpo" indica todo el ser humano en su expresión externa. "Sangre" significa la vida humana entera donada en sacrificio. Por esto, Jesús está todo entero en cada una de las especies sacramentales. A esa nueva venida del Espíritu, la Iglesia, con María y como ella, responde con un "sí", es decir, con el "amén" final de la oración eucarística. El "Padre nuestro", la paz y la comunión eucarística indican que es un "sí" en el caminar de una familia de hermanos.
Los dos momentos de la misma celebración eucarística (la liturgia de la palabra y la de la eucaristía) son "un solo acto de culto" (SC 56). Lo que se anuncia en la celebración de la palabra (el misterio pascual), se hace presente de modo especial en la celebración eucarística. Esta realidad litúrgica se prolonga en toda la vida cristiana. En este sentido, la eucaristía no termina nunca, sino que tiende a transformar toda la humanidad en Cuerpo místico de Cristo y en Pueblo sacerdotal (1Pe 2,5-8; Apoc 5,10).
Quien ha encontrado a Cristo presente e inmolado en la eucaristía, espontáneamente busca momentos de adoración y de amistad con él, que sigue presente bajo las especies eucarísticas. La comunidad eclesial, que ha celebrado la eucaristía, busca espontáneamente momentos de adoración, reparación y manifestación festiva y ambiental. La celebración y adoracón eucaristía es el momento culminante de la experiencia contemplativa de la Iglesia, porque en ese sacramento-sacrificio-comunión encuentra su verdadera razón de ser: hacerse pan partido como Jesús.
La eucaristía se hace "misión" como encargo de comunicarla a toda la humanidad: "bebed de ella todos, porque ésta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos (todos) para perdón de los pecados" (Mt 26,28). La comunidad eclesial no es suficientemente madura ni implantada, si la eucaristía no es el centro a donde se orientan todos los ministerios proféticos, cultuales y de caridad, porque "los trabajos apostólicos se ordenan a que, una vez hechos hijos de Dios por la fe y el bautismo, todos se reúnan, alaben a Dios en medio de la Iglesia, participen en el sacrificio y coman la cena del Señor" (SC 10). "En el sacramento de la eucaristía, el Salvador, encarnado en el seno de María hace veinte siglos, continúa ofreciéndose a la humanidad como fuente de vida divina" (TMA 55).
Meditación bíblica
- Vivir el bautismo de modo permanente:
"En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios" (Jn 3,5).
"Nos ha elegido de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad" (Ef 1, 5).
"Habéis sido reengendrados de un germen no corruptible, sino incorruptible, por medio de la palabra de Dios viva y permanente" (1Pe 1,23).
"Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo" (Act 2,38; cfr. Mt 28,19).
"Todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo" (Gal 3,27).
"Fuimos con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva. Porque si hemos sido injertados en él por una muerte semejante a la suya, también lo seremos por una resurrección semejante" (Rom 6,4-5).
"El nos salvó, no por obras de justicia que hubiésemos hecho nosotros, sino según su misericordia, por medio del baño de regeneración y de renovación del Espíritu Santo" (Tit 3,5).
- Crecer en la vida del Espíritu:
"La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!. De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios" (Gal 4,6-7).
"Al enterarse los apóstoles que estaban en Jerusalén de que Samaría había aceptado la palabra de Dios, les enviaron a Pedro y a Juan. Estos bajaron y oraron por ellos para que recibieran el Espíritu Santo" (Act 8,14-15).
"Nos marcó con su sello y nos dio en arras el Espíritu en nuestros corazones" (2Cor 1,22; cfr. 5,5; Ef 1,14).
"El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo, ya que sufrimos con él, para ser también con él glorificados" (Roma 8,16-17).
"¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?" (1Cor 3,16).
"El Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad" (2Cor 3,17).
"Y yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce. Pero vosotros le conocéis, porque mora con vosotros" (Jn 14,16-17).
"Sopló sobre ellos y les dijo: recibid el Espíritu Santo" (Jn 20,22).
"Os exhorto, pues, yo, preso por el Señor, a que viváis de una manera digna de la vocación con que habéis sido llamados, con toda humildad, mansedumbre y paciencia, soportándoos unos a otros por amor, poniendo empeño en conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz. Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados" (Ef 4,1-4).
- Ser pan partido para todos:
"Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer" (Lc 22,15).
"Tomó luego pan, y, dadas las gracias, lo partió y se lo dio diciendo: éste es mi cuerpo que es entregado por vosotros; haced esto en memoria mía" (Lc 22,19).
"Yo soy el pan de la vida. El que venga a mí, no tendrá hambre, y el que crea en mí, no tendrá nunca sed... Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo" (Jn 6,35.51).
"El que come mi carne y bebe mi sangre, en mí permanece y yo en él... y vive por mi misma vida" (Jn 6,56-57).
"Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones" (Act 2,42).
"La multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma. Nadie llamaba suyos a sus bienes, sino que todo era en común entre ellos" (Act 4,32).
"Porque aun siendo muchos, somos un solo pan y un solo cuerpo, pues todos participamos de un solo pan" (1Cor 10,17).
"Cada vez que coméis este pan y bebéis de este cáliz, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga" (1Cor 11,26).
III.
LOS SIGNOS DE LA RECUPERACION
1. Conversión y reconciliación
2. La salud para servir
3. Compartir la Pascua de Cristo
Meditación bíblica
1. Conversión y reconciliación
El proceso de "conversión", que comenzó con ocasión del bautismo, como apertura a la "configuración" con Cristo (Rom 8,29), debe continuar toda la vida. Es un itinerario de cambio profundo ("metanoia"), para pensar, sentir y amar como Cristo. En este camino se encuentra frecuentemente el obstáculo del pecado. Entonces la conversión adquiere los matices de "arrepentimiento" o penitencia, para reconciliarse con Dios Amor (Mc 1,15; Act 2,37-41).
El mismo día de la resurrección, según San Juan, Jesús comunicó a los suyos el ministerio de perdonar. Fue su regalo de Pascua, como fruto de haber derramado su sangre "para el perdón de los pecados" (Mt 26,28). Mostrando, pues, sus manos y su costado abierto, dijo: "recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados, les serán perdonados" (Jn 20,22-23).
El sacramento del perdón recibe diversos nombres, como indicando diversas perspectivas. Es sacramento de la "penitencia", que significa cambio o rectificación en la marcha del camino, con una actitud de arrepentimiento de los pecados. Es sacramento de la "reconciliación" y de perdón, para volver a sintonizar con los planes de Dios, unirse a su voluntad y rehacer la unión con los hermanos. Es también sacramento de la "confesión", en cuanto que se reconocen lo propios pecados ante la Iglesia (ante el ministro del Señor). Todos estos aspectos quieren expresar la actitud fundamental descrita por Jesús en las parábolas del hijo pródigo y del publicano: "Padre, he pecado contra el cielo y contra ti" (Lc 15,21); "apiádate de mí que soy un pecador" (Lc 18,13).
El perdón se recibe siempre que uno se reconoce pecador ante el Señor misericordioso, con la disponibilidad de corregirse y confesarse. El sacramento del bautismo borra tanto el pecado original como los pecados personales si los hubiere. Pero la gracia del sacramento de la reconciliación es un perdón que llega más a la raíz del pecado cometido después del bautismo y sana sus imperfecciones y desvíos, potenciando al creyente para "convertirse" o abrirse más a la perfección del amor.
El sacramento de la reconciliación mantiene el tono "esponsal" de la conversión permanente. Es la conversión de volver continuamente al "primer amor" (Apoc 2,4). Cristo esposo urge a un amor cada vez más fiel y, por tanto, a un "cambio" más profundo (Apoc 2,16), para que la vida cristiana sea sintonía con "los mismos sentimientos de Cristo Jesús" (Fil 2,5).
La verdadera penitencia y reconciliación es "interior", es decir, radica en los criterios, escala de valores, motivaciones y actitudes. Pero, precisamente por ello, debe expresarse concreta y exteriormente en la vida personal, comunitaria y social. Por esto, la "reconciliación" es con Dios y con los hermanos, especialmente en la comunidad eclesial. Así se construye la verdadera paz, a partir de un corazón unificado. "En la medida en que el hombre es pecador, amenaza y amenazará el peligro de guerra hasta el retorno de Cristo" (GS 78).
La actitud penitencial se expresa de diversas maneras: oración filial, limosna o solidaridad fraterna, ayuno o sacrificio, tiempos litúrgicos especiales (cuaresma), inicio de la celebración eucarística, etc. En el sacramento de la reconciliación, es Cristo quien perdona por medio del ministro ordenado y de los actos penitenciales del creyente. La acción salvífica de Cristo se hace presente por las palabras de la absolución y por la actitud del penitente. El signo eficaz de gracia se hace encuentro con Cristo Buen Pastor.
Los actos del penitente son relacionales, como de un encuentro vivencial y transformante: ante Cristo presente reconoce (confiesa) su propio pecado, expresa su arrepentimiento y se compromete a satisfacer y corregir. El ministro, que obra en nombre de Cristo, debe reconocer en el penitente la persona del mismo Cristo que "cargó con nuestros pecados" (1Pe 2,24). Su servicio es de quien ya ha experimentado la misma misericordia del Señor. Las leyes del Cuerpo Místico, que son de comunión y de corrección fraterna, encuentran en este sacramento una expresión privilegiada.
Los efectos del sacramento no se reducen al perdón, sino que también llegan a las actitudes del creyente, para abrirle más decididamente al camino de perfección. Sin el deseo sincero de perfección, será difícil comprender el por qué del sacramento, especialmente para quienes han superado relativamente el pecado grave.
La celebración del sacramento es esencialmente festiva y gozosa, en cuanto que va dirigida al reencuentro con el Padre y con el Buen Pastor. Jesús quiso describir este perdón con tintes de fiesta y de gozo (Lc 15,5-7.9-10.22-32). Los santos han subrayado el sentido del perdón como un paso hacia las bodas definitivas, que sólo tendrán lugar en el más allá, mientras la "esposa" (los creyentes) van preparando y "lavando su túnica en la sangre del Cordero" (Apoc 7,14). San Juan de la Cruz describe el "matrimonio espiritual" con estas palabras: "el Buen Pastor se goza con la oveja sobre sus hombros, que había perdido y buscado por muchos rodeos".
Cuando se vive el encuentro con Cristo, escondido bajo los signos eclesiales, se hace más comprensible la celebración frecuente y periódica del sacramento de la reconciliación. A Cristo se le encuentra en ese sacramento, cuando se ha aprendido a encontrarle habitualmente en el signo de la eucaristía, de la palabra viva, de los demás sacramentos, de la comunidad y de cada hermano.
Los signos sacramentales de la Iglesia tienen unas características comunes: son signos pobres (débiles) y eficaces o portadores de vida nueva. Pero su relación con la comunión eclesial y con el signos del hermano, las hace más cercanas a nuestra misma pobreza radical.
No sería posible captar el significado sencillo y profundo del sacramento de la reconciliación, sin vivir el sentido y amor de Iglesia misterio, comunión y misión. El ministro, que ha sido llamado a servir este signo eclesial, es un hermano que ha experimentado y sigue experimentando el encuentro con Cristo misericordioso escondido en la propia pobreza.
La Iglesia aprende de María la experiencia y la actitud de misericordia. "María es Madre de misericordia porque Jesús le confía su Iglesia y toda la humanidad... María condivide nuestra condición humana, pero con total transparencia a la gracia de Dios. No habiendo conocido el pecado, está en condiciones de compadecerse de toda debilidad. Comprende al hombre pecador y lo ama con amor de Madre" (VS 120).
2. La salud para servir
Jesús ha venido a salvar al ser humano en toda su integridad y unidad de cuerpo y alma (cfr. GS 14). Sólo él "manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación" (GS 22). Jesús "pasó haciendo el bien" (Act 10,38); de este modo "cargó con nuestras enfermedades" (Mt 8,17).
Vemos en el evangelio que Jesús perdonaba, sanaba, consolaba, resucitaba. Es que amaba a las personas en toda su integridad. Los enfermos buscaban tocarle para quedar curados (Mt 14,36). A veces les sanaba imponiéndoles las manos (Lc 4,40) o ungiéndolos con oleo (Mc 6,13). Se puede decir que se describe a sí mismo en la parábola del buen samaritano: "un samaritano que iba de camino llegó junto a él, y al verle tuvo compasión; y, acercándose, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; y montándole sobre su propia cabalgadura, le llevó a una posada y cuidó de él" (Lc 10,33-34).
La sanación forma parte de la misión confiada por Jesús a sus apóstoles: "sanad a los enfermos" (Mt 10,8). En la comunidad eclesial primitiva, según el testimonio de Santiago, ya encontramos este signo sacramental que alivia a los enfermos, como haciendo presente al mismo Jesús en medio de la comunidad: "¿está enfermo alguno entre vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia, que oren sobre él y le unjan con óleo en el nombre del Señor. Y la oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor hará que se levante, y si hubiera cometido pecados, le serán perdonados" (Sant 5,14-15).
Hoy, en la Iglesia, el sacramento de la unción de los enfermos se celebra con estas palabras: "Por esta unción y su piadosísima misericordia, te ayude el Señor, con la gracia del Espíritu Santo, para que, liberado de los pecados, te salve y propicio te alivie". Es, pues, una oración eficaz, en la que se pide perdón y curación.
La presencia activa de Cristo en su Iglesia continúa siendo la de un médico que ha venido para los enfermos: "no necesitan médico los que están fuertes sino los que están mal" (Mt 9,12). La vida humana, en efecto, desde el pecado de los primeros padres (pecado original), ha quedado herida en su raíz, y esta herida se manifiesta en el pecado, la enfermedad, la muerte, las injusticias y el mal en general. La división interna del corazón se manifiesta también en las expresiones corporales (enfermedades) y sociales (cfr. GS 13).
El Espíritu Santo se comunica en el sacramento de la unción de los enfermos por medio de gracias y dones especiales, para perdonar los pecados y para sanar o también dar fortaleza para afrontar la enfermedad cristianamente. La verdadera y más profunda sanación es la actitud de unirse a la voluntad salvífica de Dios. Esta paz del corazón es una gracia (no es conquista humana) y sana todas las raíces del pecado y de la enfermedad. La sanación física puede darse por medios extraordinarios (un milagro) o también por la acción ordinaria de la Providencia que orienta para encontrar los medios adecuados de curación. La oración debe ser humilde, sin exigencias, queriendo vivir, como Cristo, en sintonía con la voluntad del Padre.
Por el perdón y por la sanación, del corazón o del cuerpo, el Espíritu une el creyente a Cristo en su vida, pasión, muerte y resurrección. En el dolor, la unión con Cristo doloroso hace que el creyente prolongue o "complete" a Cristo (Col 1,24). La unción, como comunicación de los dones del Espíritu Santo, hace de la vida cristiana una preparación para el último momento (la muerte), como participación e la donación sacrificial de Cristo.
Es toda la comunidad eclesial la que acompaña al enfermo en la celebración del sacramento de la unción. Es celebración festiva en la esperanza: "si sufre un miembro, todos los demás sufren con él. Si un miembro es honrado, todos los demás toman parte en su gozo" (1Cor 12,26). "La Iglesia entera encomienda al Señor, paciente y glorificado, a los que sufren, con la sagrada unción de los enfermos y con la oración de los presbíteros, para que los alivie y los salva (cfr. Sant 5,14-16); más aún, los exhorta a que uniéndose libremente a la pasión y a la muerte de Cristo (cfr. Rom 8,17; Col 1 24; 2 Tim 2,11-12; 1Pe 4,13), contribuyan al bien del Pueblo de Dios" (LG 11).
La enfermedad o la vejez son, pues, un momento especial para el encuentro con Cristo. Es entonces cuando se celebra el sacramento de la unción (SC 73). Cristo se hace sentir más cercano, a condición de que el creyente reconozca su propia debilidad y confíe en su amor.
La vida humana, en su caminar de peregrinación, se encuentra con la sorpresa de la presencia del buen samaritano, que unge con óleo, como indicando la participación en su misma unción. El precio de la curación lo paga él con su donación pascual. Con su unción, ya se puede seguir caminando y afrontando otras vicisitudes y sorpresas de la vida terrena. El dejará sentir su presencia, como él quiera, en el momento oportuno.
La celebración de la unción tiene lugar en ambiente de familia eclesial. Frecuentemente, en la propia familia, como "Iglesia doméstica" (LG 11), o también en la propia comunidad: catedral, parroquia, comunidad religiosa o apostólica. A veces, se celebra con el sucesor de Pedro, que "preside la caridad universal" (San Ignacio de Antioquía). Los acontecimientos del caminar eclesial se viven siempre en comunión de hermanos.
La salud "corporal" o la falta de ella afecta a todo el ser humano. Se podría incluso decir que afecta a toda la humanidad y a todo el cosmos. Por esto, hay que cuidar el precioso don de la vida terrena, como un don irrepetible y, al mismo tiempo, preparatorio de una vida definitiva, que será transformación de la vida presente, sin aniquilarla, en vida eterna. Alabamos a Dios por sus dones en la creación, con el compromiso de conservar y de mejorar esos dones ("ecología"). Al celebrar los sacramentos, reconocemos a Cristo como centro del "cosmos", porque, gracias a él, "el mundo de las criaturas se presenta como «cosmos», es decir, como universo ordenado" (TMA 3).
La salud humana es un de estos dones que nos hacen descubrir que la vida merecer vivirse. En el tiempo en que una flor vive y comunica su fragancia, hay que cuidarla lo mejor posible; cuando se marchitará, habrá que descubrir un don mayor: Dios que se da a sí mismo, más allá de sus dones, y que nos comunica su misma vida eterna.
Algunos santuarios marianos (como en Lourdes) acostumbran a ser lugar donde se celebra comunitariamente el sacramento de la unción. El aspecto mariano de la celebración indica el sentido de familia eclesial, que siente cercana y presente la ternura materna de María, como expresión de la ternura materna de Dios. Nadie como María de Nazaret, ha conocido tan profundamente el amor cariñoso de Cristo, que tenía la costumbre de visitar y curar a los enfermos el día de sábado (Mc 6,2-5; Lc 6,6-11; 13,10-17).
En todo momento de nuestro caminar eclesial histórico, se están celebrando los sacramentos y, por tanto, también el de la unción. La celebración sacramental, siendo personal, es eminentemente comunitaria. Es siempre toda la Iglesia la que celebra y participa, como misterio de comunión fraterna. En este sentido, toda la vida del cristiano está impregnada por los sacramentos, que continuamente se celebran en la Iglesia universal. Vivimos unidos a quienes se bautizan, se confirman, comulgan, se reconcilian, celebran sus bodas o son ungidos en su enfermedad. El sacramento de la unción nos recuerda, pues, nuestra unión con quienes sufren, por enfermedad o ancianidad; con ellos "completamos" la vida, pasión, muerte y resurrección del Señor (Col 1,24; Ef 1,23).
El sentido cristiano de la vida es de amor al presente, para transformarlo en vida eterna del más allá: "la espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien avivar, la preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del siglo nuevo" (GS 39).
La realidad de las enfermedades y de la muerte, a la luz de la fe, se convierte en mayor aprecio de la salud y de la vida terrena, para transformarla según el espíritu de las bienaventuranzas y del mandato del amor. Entonces la vida y la salud recuperan su pleno sentido: el de servir amando a Dios y a los hermanos. Esa es la vida que, por medio de los sacramentos, pasa a ser complemento o prolongación de la misma vida de Cristo en su caminar hacia la Pascua.
Por medio de cada uno de los sacramentos, nuestras acciones, actitudes y situaciones, se convierten en la "materia" para que la palabra de Cristo las transforme en suyas. Entonces, todo se hace "pan" y "vino", trabajo y vida, para ser "eucaristía" y para pasar al "cielo nuevo y tierra nueva" (Apoc 21,1). El sacramento de la unción lleva a la eucaristía el sufrimiento humano, para hacerlo una sola oblación con la oblación de Cristo: "Ofrezcamos sin cesar, por medio de él, a Dios un sacrificio de alabanza, es decir, el fruto de los labios que celebran su nombre" (Heb 13,15; cfr. 2Cor 1,20; 1Pe 2,5).
3. Compartir la Pascua de Cristo
Todos los sacramentos y, de modo especial, la eucaristía, son signos eficaces del encuentro con Cristo muerto y resucitado. Son, pues, sacramentos del misterio pascual. Cada uno de ellos se concreta en relación con alguna situación humana particular: nacimiento, crecimiento, nutrición, reparación, servicio, desposorio, enfermedad, muerte. Todos ellos son una ayuda para compartir la Pascua del Señor.
Hay una situación humana peculiar, que se encuentra en todo el proceso de la vida terrena: el dolor, en relación con la cruz de Cristo. Si fuera sólo la enfermedad o la ancianidad, sería el sacramento de la unción el destinado a santificar este momento trascendental del hombre, que camina hacia la muerte y hacia el más allá. En cuanto al "tránsito" o muerte, el sacramento del "viático" es el de la eucaristía, recibido en aquellos momentos para completar la muerte del Señor.
Pero la situación del dolor no se ciñe a esas circunstancias de enfermedad y de muerte. Hay dolores más profundos: humillación, incomprensión, marginación, soledad, abandono, separación de seres queridos, fracasos, persecución, injusticia, ingratitud... A veces, es el aparente silencio y ausencia de Dios. Todos los sacramentos ayudarán al cristiano a transformar el dolor en "cruz", es decir, en hacer de la vida la misma oblación amorosa de Jesús. La vida es hermosa porque, aún en el dolor, si se transforma en donación, podemos correr la misma suerte de Cristo. El encuentro con él, gracias a los sacramentos, se convierte en encuentro "esponsal": "¿podéis beber el cáliz (la copa de alianza o de bodas) que yo he de beber?" (Mc 10,38).
No existe una explicación satisfactoria sobre el dolor. Pero, en la realidad concreta, el creyente puede encontrar a Cristo que se le hace encontradizo y que le acompaña. Cristo no dio explicación teórica sobre el tema; pero calificó a su pasión como "copa de alianza" (o de bodas) preparada por el Padre (Jn 18,11; Lc 22,20): El cristiano que se habitúe al encuentro con Cristo en el evangelio, en su eucaristía y en los que sufren, aprenderá fácilmente que el camino del dolor es camino de Pascua, camino de bodas. La invitación de Jesús sigue siendo actual: "bebed todos de esta copa" (Mt 26,27; cfr. Mc 10,38).
El misterio de la encarnación comienza a "entenderse", a la luz de la fe, cuando se aprende que Cristo comparte nuestro existir, para hacer de cada uno su "complemento" o prolongación (Col 1,24). A Cristo se le conoce amando (Jn 14,21). Y su amor llega hasta "dar la vida por sus amigos" (Jn 15,13). Para él, "dar la vida" es el misterio de Belén (pobreza), Nazaret (humildad) y Calvario (sufrimiento). Es siempre el misterio de vivir, sufrir y morir amando.
En su cuerpo de resucitado, Jesús conserva las llagas de su pasión. Por esto, al aparecer a sus discípulos, "les mostró las manos y el costado" (Jn 20,20), "las manos y los pies" (Lc 24,40). Aquellas "apariciones" siguen aconteciendo, de otro modo más profundo, por medio de los signos y huellas que él ha dejado en su Iglesia y en la vida de cada ser humano. Los sacramentos son los signos eficaces de esta manifestación de Jesús.
Los momentos de sufrimiento son momentos privilegiados para mostrar que "la libertad se realiza en el amor, es decir, en el don de uno mismo" (VS 87). Pero esta libertad sólo se aprende ante el crucifijo: "Cristo crucificado revela el significado auténtico de la libertad, lo vive plenamente en el don total de sí y llama a los discípulos a tomar parte en su misma libertad" (VS 85). "La sangre de Cristo manifiesta al hombre que su grandeza, y por tanto su vocación, consiste en el don sincero de sí mismo" (EV 25).
No existe cristianismo sin cruz. Pero la cruz no es el sufrimiento en sí mismo, sino una vida donada que, ordinariamente comporta el sufrimiento. La fe cristiana tiene estas exigencias de moral y de santidad, "para no desvirtuar la cruz de Cristo" (1Cor 1,17).
El haber celebrado los sacramentos durante la vida no significa que la gracia recibida ya pasó. Todos ellos fueron un encuentro activo y salvífico con Cristo. Cuando en el camino de la vida se tropieza con el dolor, entonces reviven las gracias sacramentales recibidas, para saber descubrir a Cristo presente que nos invita a beber su misma copa de bodas, es decir, correr su misma suerte pascual. En esos momentos, más que nunca, se aprende el significado de la afirmación de Pablo: "estoy crucificado con CRisto, que me amó y se entregó por mí" (Gal 2,19-20).
Si los sacramentos son la actualización de las acciones salvíficas de Cristo y, por tanto, la prolongación de su humanidad vivificante, el sufrimiento vivido con amor es la escuela para seguir encontrando a Cristo en todos los signos de la vida humana. "Sufrir significa hacerse particularmente receptivos, particularmente abiertos a la acción de las fuerzas salvíficas de Dios, ofrecidas en la humanidad de Cristo" (SD 23).
Los signos sacramentales, por "pobres" que puedan parecer, son portadores de la presencia activa de Cristo resucitado. En ellos se aprende que "los manantiales de la fuerza divina brotan precisamente en medio de la debilidad humana" (SD 27). Por esto, "la Iglesia siente necesidad de recurrir al valor de los sufrimientos humanos para la salvación del mundo" (ibídem).
El misterio pascual, actualizado y celebrado en los sacramentos, se concreta en el misterio de la cruz, como "humillación" y como "exaltación" de Cristo (Fil 2,5-11; Jn 12,32). En el sufrimiento, transformado en amor, aparece que "la cruz es como un toque del amor eterno sobre las heridas más dolorosas de la existencia terrena del hombre" (DM 8).
En la acción apostólica, la cruz es señal de garantía. No ha existido nunca un verdadero apóstol que no haya sido crucificado con Cristo. El fracaso momentáneo o aparente, los malentendidos y la misma persecución de los buenos, están dentro de la lógica evangélica: "si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto" (Jn 12,24). Por esto, "la cruz fecunda cuanto toca" (Concepción Cabrera de Armida).
El encuentro con Cristo, escondido en sus signos sacramentales y eclesiales, se traduce en "comunión íntima" con él. Se trata de compartir su mismo estilo de vida para evangelizar el mundo. Su misterio de encarnación y redención es de "anonadamiento", como paso para llegar a la resurrección. Es el "despojamiento total de sí, que lleva a Cristo a vivir plenamente la condición humana y a obedecer hasta el final el designio del Padre. Se trata de un anonadamiento que, no obstante, está impregnado de amor y expresa el amor. La misión recorre este mismo camino y tiene su punto de llegada a los pies de la cruz" (RMi 88).
Si la celebración litúrgica y sacramental no llevara a compartir la Pascua de Cristo, muerto y resucitado, la vida cristiana no sería signo creíble del evangelio. En cada sacramento y, de modo especial, en la eucaristía, Cristo mismo invita a un encuentro transformante: "venid y lo veréis. Fueron, pues, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día" (Jn 1,39).
Después de la crucifixión de Jesús, Juan invita a "mirar" con ojos de fe el costado abierto del Señor, del que brota sangre y agua, como símbolo de la Iglesia y de sus sacramentos (Jn 19,33-37). A partir de esta mirada contemplativa y vivencial, el apóstol se afirma en la ciencia amorosa y fecunda de la cruz: "nosotros predicamos a un Cristo crucificado" (1Cor 1,23); "no quise saber entre vosotros sino a Jesucristo, y éste crucificado" (1Cor 2,2).
Meditación bíblica
- Apertura permanente al amor:
"El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva" (Mc 1,15).
"Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo" (Act 2,38).
"Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados, les serán perdonados" (Jn 20,22-23).
"El Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido" (Lc 19,10).
"El mismo, sobre el madero, cargó nuestros pecados en su cuerpo, a fin de que, muertos a nuestros pecados, viviéramos para la justicia; con cuyas heridas habéis sido curados" (1Pe 2,24).
"Padre, he pecado contra el cielo y contra ti" (Lc 15,21); "apiádate de mí que soy un pecador" (Lc 18,13).
"Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más" (Jn 8,11).
"Han lavado sus vestiduras y las han blanqueado con la sangre del Cordero" (Apoc 7,14).
- La unción que sana el corazón:
"Toda la gente procuraba tocarle, porque salía de él una fuerza que sanaba a todos" (Lc 6,19).
"No necesitan médico los que están sanos, sino los que están mal" (Lc 5,31).
"Todos cuantos tenían enfermos de diversas dolencias se los llevaban; y, poniendo él las manos sobre cada uno de ellos, los curaba" (Lc 4,40).
"Un samaritano que iba de camino llegó junto a él, y al verle tuvo compasión; y, acercándose, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; y montándole sobre su propia cabalgadura, le llevó a una posada y cuidó de él" (Lc 10,33-34).
"Curad enfermos, resucitad muertos, purificad leprosos, expulsad demonios. Gratis lo recibisteis; dadlo gratis" (Mt 10,8).
"¿Está enfermo alguno entre vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia, que oren sobre él y le unjan con óleo en el nombre del Señor. Y la oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor hará que se levante, y si hubiera cometido pecados, le serán perdonados" (Sant 5,14-15).
"Vio mucha gente, sintió compasión de ellos y curó a sus enfermos" (Mt 14,14).
- Sufrir amando:
"Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame" (Mt 16,24).
"¿Podéis beber la copa que yo he de beber?... Podemos" (Mc 10,38-39).
"Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia" (Col 1,24).
"¡Hijos míos!, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros" (Gal 2,19).
"Jesús, cargando con su cruz, salió hacia el lugar llamado Calvario" (Jn 19, 17).
"Corramos con fortaleza la prueba que se nos propone, fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la fe, el cual, en lugar del gozo que se le proponía, soportó la cruz sin miedo a la ignominia y está sentado a la diestra del trono de Dios" (Heb 12,1-2).
"Estoy crucificado con Cristo" (Gal 2,19).
"Nosotros predicamos a un Cristo crucificado" (1Cor 1,23); "no quise saber entre vosotros sino a Jesucristo, y éste crucificado" (1Cor 2,2); "para no desvirtuar la cruz de Cristo" (1Cor 1,17).
"Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo... que se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre, que está sobre todo nombre" (Fil 2,5-9).
IV.
LOS SIGNOS DE LA MISION
1. Iglesia, comunión misionera
2. Familia cristiana en el mundo
3. Los servidores del Pueblo de Dios
Meditación bíblica
1. Iglesia, comunión misionera
La comunidad eclesial, donde está presente Cristo resucitado, se debe construir como reflejo de la "comunión" trinitaria (cfr. LG 4). Esta fue la petición del Señor en la última cena: "que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado" (Jn 17,21). "Iglesia" significa comunidad "convocada" por Jesús, para ser su expresión en el mundo. Hay "comunión" donde se vive el mandato del amor, que hace presente a Jesús en medio de la comunidad.
La fe de la Iglesia se expresa en la comunión: "Creer en Cristo significa querer la unidad; querer la unidad significa querer la Iglesia; querer la Iglesia significa querer la comunión de gracia que corresponde al designio del Padre desde toda la eternidad. Este es el significado de la oración de Crsito: «que sean uno»" (UUS 9).
Esta comunión de hermanos se construye en la celebración de cada sacramento y, de modo especial, en la celebración de la eucaristía como "signo de unidad, vínculo de caridad" (SC 47). Todo cristiano es servidor responsable de esta comunión. El sacramento del matrimonio construye la comunión en la familia como "Iglesia doméstica" (LG 11). El sacramento del orden instituye servidores (ministros) para construir la comunión en la Iglesia particular y universal. Todos los sacramentos han sido instituidos para crear servidores de la Iglesia misterio, comunión y misión.
Toda comunidad eclesial se evangeliza a sí misma y, a su vez, se hace evangelizadora por la celebración de los sacramentos, en los que se anuncia y se hace presente el misterio pascual de Cristo. Entonces se construye la comunión, que es fruto principalmente de la participación en la eucaristía. "No se edifica ninguna comunidad cristiana si no tiene como raíz y quicio la celebración de la Sagrada Eucaristía; por ella, pues, hay que empezar toda la formación para el espíritu de comunidad. Esta celebración, para que sea sincera y cabal, debe conducir lo mismo a las obras de caridad y de mutua ayuda que a la acción misional y a las varias formas del testimonio cristiano" (PO 6).
La comunión fraterna es un signo eficaz de evangelización. El mundo admitirá el evangelio, en la medida en que vea el signo de la comunión: "yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí" (Jn 17,23). Por esto, la fraternidad apostólica, además de ser exigencia de los sacramentos, es ella misma "sacramental" (PO 8) a modo de "hecho evangelizador" (Puebla 663). "De cara al mundo, la acción conjunta de los cristianos... asume también las dimensiones de un anuncio, ya que revela el rostro de Cristo" (UUS 75).
En el grado en que la Iglesia sea signo comunitario de Cristo presente, se hará signo portador del evangelio. En este sentido, es Iglesia "misterio" (signo de Cristo presente), comunión (signo de fraternidad), misión (signo evangelizador). Por esto, la sacramentalidad de la Iglesia tiene como objetivo construir la comunión en la humanidad entera: "la Iglesia es en Cristo como un sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano... se propone declarar con toda precisión a sus fieles y a todo el mundo su naturaleza y su misión universal" (LG 1).
La comunión eclesial es, pues, esencialmente misionera, como "sacramento universal de salvación" (LG 48; AG 1). La presencia de Cristo resucitado en la comunión de hermanos (cfr. Mt 18,20) se hace comunicación a toda la humanidad, puesto que entonces "actúa sin cesar en el mundo, para conducir a los hombres a la Iglesia y, por medio de ella, unirlos a sí más estrechamente y para hacerlos partícipes de su vida gloriosa, alimentándolos con su cuerpo y sangre" (LG 48).
La "naturaleza misionera" de toda la Iglesia y de cada vocación cristiana en particular, se expresa en esta comunión fecunda, que "dimana del amor fontal o caridad de Dios Padre" (AG 2). De la vivencia de esta comunión nace el compromiso de la misión universal. "Esta es la esperanza de la unidad de los cristianos que tiene su fuente divina en la unidad Trinitaria del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (UUS 8).
La renovación eclesial empieza por la unificación del corazón y de la comunidad. En este sentido, es renovación "interior". Los compromisos de misión sólo son posibles a partir de la comunión. La "inserción", a la luz del misterio de la encarnación, significa construcción de la comunidad de hermanos. Sólo a partir de la comunión, es posible asumir "la propia responsabilidad en la difusión del evangelio" (AG 35).
Al vivir la comunión fraterna, se descubre mejor la presencia de Cristo en la Iglesia como fruto de los signos sacramentales. Entonces se aprende por experiencia que no puede haber evangelización sin apuntar al establecimiento permanente de esos signos instituidos por Jesús. "Cada elemento de división se puede trascender y superar en la entrega total de uno mismo a la causa del Evangelio" (UUS 1).
Oponer evangelización a sacramentalización, es un juego de palabras elaborado por teóricos no comprometidos. Si se anuncia a Cristo, hay que señalarlo como presente, celebrarlo y vivirlo en los signos establecidos por él. El anuncio o proclamación del evangelio lleva a "realizar la salvación mediante el sacrificio y los sacramentos" (SC 6).
La misionariedad de la Iglesia encuentra su fuente en su sacramentalidad, como signo portador de Cristo, que es el sacramento "original". Esa sacramentalidad eclesial se expresa en la comunión de hermanos.
Por ser "sacramentos de la fe", los sacramentos educan y ayudan a la comunidad y a cada uno de los fieles, a celebrar, vivir y anunciar esta misma fe. Pero este anuncio incluye el testimonio de comunión (cfr. Jn 13.35).
Los sacramentos construyen esta comunión misionera universal en cada comunidad cristiana. Esa es la nota que garantiza una celebración auténtica. Si los sacramentos no contagian el deseo y la decisión de comunión, perfección y misión, es señal de que no se han celebrado bien.
En la comunidad donde se vive la presencia de Cristo compartida con los hermanos, las palabras del Señor resuenan como recién salidas de su corazón: "id... a todos los pueblos" (Mt 28,19); "seréis mis testigos hasta los confines de la tierra" (Act 1,8).
A partir de la comunión fraterna, la misión se redescubre como encuentro con Cristo que envía, acompaña y espera: "Precisamente porque es «enviado», el misionero experimenta la presencia consoladora de Cristo, que lo acompaña en todo momento de su vida. «No tengas miedo... porque yo estoy contigo» (Act 18, 9-10). Cristo lo espera en el corazón de cada hombre" (RMi 88).
2. Familia cristiana en el mundo
La comunión de hermanos se vive en el pequeño grupo de pertenencia y en la sociedad humana en general. El encuentro con Cristo en sus signos sacramentales capacita y compromete a construir esta comunión fraterna. El Señor dio la vida por esta unidad que refleja a Dios Amor: "por ellos me inmolo, para que ellos también sean santificados en la verdad... para que sea uno" (Jn 17,19-21).
El ambiente normal en que se aprende a vivir esta comunión es la familia, donde cada uno de los componentes se hace donación generosa y gratuita a los demás. La presencia activa de Jesús en el sacramentodel matrimonio y a partir de él, hace posible esta donación desinteresada, que construye la comunión familiar y que es indispensable para construir la sociedad entera.
Por el sacramento del matrimonio, los esposos se recuerdan continuamente la donación total de Cristo. Por esto, es una donación fiel, generosa y fecunda, que fundamenta una "íntima comunidad de vida y amor" (GS 48), "como reflejo del amor de Dios y del amor de Cristo por la Iglesia su esposa" (FC 17; cfr. Ef 5,25ss). De este modo, "la Iglesia encuentra en la familia su causa" (FC 15), porque la familia "tiene la misión de custodiar, revelar y comunicar el amor" (FC 17). Así aparece como "Iglesia doméstica" (LG 11).
En la familia, la comunión se hace indisoluble, como indicando la "perennidad del amor conyugal que tiene en Cristo" (FC 20). La presencia activa de Cristo, especialmente a partir del sacramento del matrimonio, hace posible la unidad, fidelidad, indisolubilidad y fecundidad. La familia se hace entonces "escuela de humanidad más completa y más rica" (GS 52).
La familia cristiana, vivida en esta perspectiva de amor esponsal de Cristo presente, recuerda a toda la Iglesia su desposorio con el Señor y, de modo especial, deja entrever la posibilidad de vivir el desposorio con Cristo de manera radical en la vida sacerdotal y consagrada (cfr. FC 11). La vivencia de la Alianza, desde la encarnación del Verbo, tiene estas dos modalidades: el matrimonio como sacramento y el seguimiento evangélico radical (sacerdocio y vida consagrada).
Las vocaciones al desposorio radical con Cristo nacen ordinariamente en la familia auténticamente cristiana, como fruto espontáneo y maduro. "En esta como Iglesia doméstica, los padres han de ser para con sus hijos los primeros predicadores de la fe, tanto con su palabra como con su ejemplo, y han de fomentar la vocación propia de cada uno, y con especial cuidado la vocación sagrada" (LG 11).
Al mismo tiempo, la fidelidad matrimonial necesita el testimonio de amor generoso de quienes están llamados al seguimiento evangélico radical. Los carismas se complementan y postulan mutuamente. La fidelidad o infidelidad de un sector repercute en el otro. Los divorcios son correlativos a las secularizaciones. La santidad se contagia y comunica como por vasos comunicantes. Cristo Esposo se hace presente en la Iglesia, por medio del matrimonio cristiano y por medio de la vida consagrada y sacerdotal.
La Alianza o pacto esponsal de Dios con los hombres, tiene este sentido matrimonial de acompañamiento amoroso y salvífico. La tienda de campaña (la "shekinah") y el templo indicaban una presencia de Dios "consorte" o esposo. La nueva Alianza, sellada con la sangre de Jesús, indica que el mismo Verbo hecho hombre es el Esposo desde el día de la encarnación (Jn 1,14). El desposorio de Cristo con toda la humanidad, como consorte, protagonista, mediador, hermano, hace posible que el matrimonio humano sea elevado a categoría de sacramento, es decir, signo eficaz del encuentro con él. Los esposos son mutuamente signo personal de Jesús, de su amor y de su presencia.
Es el amor de Jesús y a Jesús el que está en juego desde la celebración del sacramento del matrimonio. Pablo recuerda a la comunidad que ha sido desposada con Cristo: "celoso estoy de vosotros con celos de Dios, pues os tengo desposados con un solo esposo para presentaros cual casta virgen a Cristo" (2Cor 11,2).
De hecho, la vida cristiana entera tiene este sentido de desposorio, es decir, de seguimiento de Cristo para compartir su misma suerte. El cristiano que no viviera este seguimiento, ni entendería ni sabría vivir la moral cristiana. "La moral cristiana... consiste principalmente en el seguimiento de Jesucristo, en el abandonarse a El, en el dejarse transformar por su gracia y ser renovados por su misericordia, que se alcanzan en la vida de comunión de su Iglesia... porque el seguimiento de Cristo clarificará progresivamente las características de la auténtica moralidad cristiana y dará, al mismo tiempo, la fuerza vital para su realización" (VS 119).
Este desposorio se convierte en signo radical y fuerte por medio de la vida consagrada y el seguimiento apostólico de los sacerdotes. Y este mismo desposorio se hace signo sacramental (signo eficaz y portador) por medio del sacramento del matrimonio.
El amor entre esposo y esposa encuentra, pues, como modelo al mismo Cristo Esposo de la Iglesia: "maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada" Ef 5,25-27). Este es el "gran sacramento", que se inspira en el amor entre Cristo y su Iglesia (Ef 5,32).
El amor de Cristo, que es punto necesario de referencia, es amor de donación gratuita, perenne, irrepetible, fiel. Es la donación de verdadera amistad, por la que se busca el bien de la persona, amada por sí misma, sin utilizarla: "nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos" (Jn 15,13).
La donación implica todo el ser. En la vida matrimonial, todo el ser, cuerpo y alma, expresa esta donación fecunda. Por el sacramento del matrimonio, esta donación es camino de santidad, camino de configuración con Cristo. El amor de donación tiende siempre al olvido de sí mismo, para buscar el bien de la persona amada, sin condicionarla. El amor esponsal de San José respecto a María, fue todavía más profundo, porque amó a María tal como era, la siempre Virgen, según los planos salvíficos de Dios.
El amor, cuando es verdadero, proviene siempre de un corazón unificado, "indiviso". El matrimonio es escuela de esta unidad de donación, dentro de la familia como "Iglesia doméstica" (LG 11). Para Pablo, la virginidad por el Reino, conserva el corazón "indiviso" para servir a toda la Iglesia (1Cor 7,34; cfr. PO 17).
No hay que olvidar que el amor, en esta tierra, es una anticipación de un amor pleno y definitivo en el más allá. El sacramento del matrimonio hace posible este paso "escatológico" o final. El amor, sellado de modo indisoluble en el sacramento, queda custodiado para la eternidad. El amor que proviene de Dios tiende a ser eterno y definitivo. La muerte no puede romper este vínculo de amor. Unas eventuales segundas nupcias, siendo legítimas, se integran, gracias a Cristo, en esa unidad indisoluble del amor.
El amor de Dios creador se comunica a la familia humana, para continuar y perfeccionar la creación. Por el sacramento, la familia es colaboradora también en la nueva creación, que es vida en Cristo. Los hijos se engendran para que puedan ser hijos adoptivos de Dios por el Espíritu (Gal 4,5-6), "hijos en el Hijo" (Ef 1,5; cfr. GS 22). María, "la mujer", es modelo, intercesora y ayuda de esta nueva fecundidad (Gal 4,4).
Si "toda la vida cristiana está marcada por el amor esponsal de Cristo y de la Iglesia" (E 1617), el matrimonio es un signo transparente, cercano y eficaz de este amor. Los mismos esposos, con su consentimiento libre y consciente, son los ministros del sacramento y, por tanto, se dan el consentimiento mutuo en nombre de Cristo Esposo. El vínculo matrimonial indisoluble es una gracia indicadora de que "el auténtico amor conyugal es asumido en el amor divino" (GS 48).
A la luz del amor de Cristo Esposo, el amor matrimonial , asumido con la propia responsabilidad, es siempre "apertura a la fecundidad" (CEC 1652). Es fecundidad responsable, donde ninguna autoridad humana puede intervenir. Esta apertura generosa a la fecundidad va acompañada de la propia responsabilidad y prudencia respecto al número de hijos, para hacer posible la educación integral de los mismos. "Como iglesia doméstica, la familia stá llamada a anunciar, celebrar y servir el Evangelio de la vida. Es una tarea que corresponde principalmente a los esposos... En la procreación de una nueva vida los padres descubren que el hijo, si es fruto de una recíproca donación de amor, es a su vez un don para ambos, un don que brota del don" (EV 92).
El deseo de santidad, que es connatural a toda vocación cristiana y que brota de la celebración sacramental, acentúa, en el matrimonio y en la vida consagrada, el tono de desposorio con Cristo: compartir la vida con él. El sacerdote, que representa a Cristo Esposo en la comunidad eclesial, realiza un servicio cualificado para que ambas vocaciones de desposorio se vivan con la peculiaridad propia de la generosidad evangélica.
3. Los servidores del Pueblo de Dios
Una de las características más relevantes de la vida de Cristo, es su actitud de "servicio" (Mc 10,43-45; Lc 22,27; Jn 13,14). Los discípulos que recibieron el encargo de prolongar y de representar su persona y su acción salvífica, tendrán que caracterizarse por esta misma vida sin privilegios ni ventajas temporales. Entre los que le siguieron y dejaron todo (cfr. Lc 5,11; Mt 19,27), Jesús escogió a doce, los "Apóstoles", cuyos sucesores se llamarían más tarde sacerdotes ministros.
Para todo cristiano, el punto de referencia es el mismo Jesús, que "pasó haciendo el bien" (Act 10,38). El se hizo hermano, protagonista, consorte de nuestra historia. Esta realidad suya de "mediación" (como de Hijo de Dios y hermano nuestro) se expresó en una donación total, desde el día de la encarnación (Heb 10,5-7) hasta la cruz (Jn 19,30). Por esto, es Sacerdote y Víctima. De esta realidad sacerdotal de Cristo, participamos todos, porque "de su plenitud hemos recibido todos, y gracia por gracia" (Jn 1,16).
Toda la Iglesia es "pueblo sacerdotal" (1Pe 2,9; Apoc 1,5). Por el bautismo y la confirmación, nos injertamos en el misterio sacerdotal y pascual de Cristo. Todo cristiano participa de la consagración y de la oblación sacerdotal de Cristo: "pues todas las promesas hechas por Dios han tenido su sí en él; y por eso decimos, por él, «amén» a la gloria de Dios" (2Cor 1,20; cfr. Heb 13,15). Nuestra vida se hace un "sí" o "amén" unido al "sí" de Jesús al Padre (Lc 10,21). Toda la ilusión de Jesús es hacer de cada ser humano su prolongación, su misma oblación o donación al Padre en el Espíritu Santo (1Pe 3,18).
A los que Cristo "escogió" (Jn 15,16) para ser su signo personal y sacramental (como fueron los Doce y sus sucesores), les comunicó la potestad de prolongar su misma palabra (Lc 10,16), su sacrificio redentor (Lc 22,19-20), su perdón (Jn 20,23), sus misma misión (Jn 20,21; Mt 28,19-20).
Ya en el envío de los Doce y de los setenta y dos, les había dado el encargo de anunciar su mensaje y de transmitir su acción salvífica de sanación (Mt 10,3ss; Lc 10,1ss). Estos "elegidos" (Mc 3,13) le van a representar como pastor que guía a las ovejas y también que da la vida por ellas (Jn 10). Son los servidores que, como "expresión" personal de Cristo (Jn 16,14; 17,10), dan "gratuitamente" lo que gratuitamente han recibido (Mt 10,8). Por esto, la comunidad eclesial tendrá derecho a ver en ellos el signo de cómo amó el Buen Pastor. Serán ellos principalmente lo que, en su vida, serán transparencia de la donación sacerdotal de Cristo (Jn 17,19).
Lo que los Apóstoles recibieron de Jesús, lo comunicaron a otros por "la imposición de manos" (2Tim 1,6; Act 6,6). Es el signo sacramental que, más tarde, se llamará sacramento del "Orden", por el que se reciben diversos grados del ministerio apostólico: episcopado, presbiterado, diaconado. Estos ministros "ordenados" participan de modo especial en la consagración y misión de Jesús. Por esto, son "sellados" con el don permanente del Espíritu (el "carácter"). De este modo, pueden representar a Cristo Sacerdote y Víctima (Cabeza, Pastor, Siervo, Esposo), obrando en su nombre y persona, para prolongar su palabra magisterial, su sacrificio redentor (en la eucaristía), sus signos salvíficos (en algunos sacramentos) y su acción pastoral de dirección, animación y servicio.
Las gracias recibidas en el sacramento del Orden (carácter y gracia sacramental), no sólo capacitan para realizar válidamente los ministerios, sino que también hacen posible ejercerlos santamente. Los ministros ordenados han sido llamados a formar parte de la sucesión apostólica y, consiguientemente, a prolongar en el tiempo el seguimiento evangélico radical de los mismos Apóstoles.
La característica principal de la vida sacerdotal es la caridad pastoral (cfr. Jn 10), que, como en Cristo, deriva hacia la obediencia, virginidad y pobreza (PO 15-17; PDV 28-29). Por el hecho de ser "instrumento vivos de Cristo Sacerdote" (PO 12), los sacerdotes ministros se caracterizan por "la ascesis propia del pastoral de almas" (PO 13).
Todos y cada uno de los ministerios tienen como objetivo guiar la comunidad eclesial hacia el Padre, por el Hijo y en el Espíritu Santo. "Para el sacerdote, el lugar verdaderamente central, tanto de su ministerio, como de su vida espiritual, es la eucaristía" (PDV 26), porque en ella "se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, a saber, Cristo mismo, nuestra Pascua y pan vivo" (PO 5).
El sacerdocio ministerial, en su triple grado (episcopado, presbiterado, diaconado), forma una fraternidad llamada Presbiterio, donde el Obispo es cabeza, hermano y amigo. Es una "verdadera familia" (PDV 74) y una "fraternidad sacramental" (PO 8), como exigencia del sacramento del Orden y como signo eficaz de santificación y de evangelización. "El Presbiterio en su verdad plena es un mysterium: es una realidad sobrenatural porque tiene su raíz en el sacramento del Orden. Es su fuente, su origen; es el 'lugar' de su nacimiento y de su crecimiento. En efecto, los presbíteros, mediante el sacramento del Orden... quedan insertos en la comunión del Presbiterio unido con el Obispo" (PDV 74).
El servicio a la comunidad de la Iglesia particular tiene sentido esponsal de pertenencia a Cristo y a la Iglesia. La pertenencia a esa Iglesia por la "incardinación", es un hecho de gracia, que delinea la fisonomía espiritual del ministro. "En este sentido, la «incardinación» no se agota en su vínculo puramente jurídico, sino que comporta también una serie de actitudes y de opciones espirituales y pastorales, que contribuyen a dar una fisonomía específica a la figura vocacional del presbítero" (PDV 31).
La relación con el carisma episcopal tiene sentido de dependencia filial y fraternal, principalmente para trazar las líneas del seguimiento evangélico, de la vida fraterna y de la disponibilidad misionera local y universal. En todo Presbiterio debe reflejarse la "vida apostólica" de los primeros seguidores de Jesús.
El servicio del sacerdote ministro tiene características de maternidad eclesial, puesto que se trata de "formar a Cristo" en los corazones (Gal 4,19). Concretamente es un servicio de anuncio, celebración y dirección o animación, gracias al cual "la comunidad eclesial ejerce, por la caridad, la oración, el ejemplo y las buenas obras de penitencia, una verdadera maternidad para conducir las almas a Cristo" (PO 6).
Esa maternidad eclesial, en la que colabora el apóstol y, de modo especial, el sacerdote ministro, encuentra en María, "la mujer" (Gal 4,4), el modelo más acabado. "La Virgen en su vida fue ejemplo de aquel afecto materno, con el que es necesario estén animados todos los que en la misión apostólica de la Iglesia cooperan para regenerar a los hombres" (LG 65).
Si María ama a cada creyente con amor materno, al sacerdote le ama como signo personal y sacramental de Cristo Sacerdote y Buen Pastor, como "viva imagen de su Jesús" (Pío XII). Por esto, "la espiritualidad sacerdotal no puede considerarse completa, si no toma seriamente en consideración el testamento de Cristo crucificado... Todo presbítero sabe que María, por ser Madre, es la formadora eminente de su sacerdocio, ya que ella es quien sabe modelar el corazón sacerdotal" (Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros 68).
El "carácter" (como signo y don permanente del Espíritu Santo) es una "potencia cultual", según Santo Tomás. El sacerdote ministro, por el carácter recibido en el sacramento del Orden, ayuda a desarrollar en los fieles el carácter del bautismo y de la confirmación.
La distinción entre el sacerdocio ministerial y el sacerdocio común de los fieles, se convierte en servicio y dedicación para que todo creyente y toda la comunidad eclesial se haga oblación unida a la oblación de Cristo Sacerdote y Víctima. El objetivo final de este servicio sacerdotal es que la comunión trinitaria de Dios Amor se refleje en cada corazón y en toda la humanidad.
Meditación bíblica
- En la Iglesia, misterio de comunión y misión:
"Que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado" (Jn 17,21).
"Yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí" (Jn 17,23).
"Donde están dos o más reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18,20).
"Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella (Mt 16,18).
"Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones" (Act 2,42).
"Id, haced discípulos a todos los pueblos" (Mt 28,19).
"Seréis mis testigos hasta los confines de la tierra" (Act 1,8).
"Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada" Ef 5,25-27).
- Familia cristiana, desposorio con Cristo:
"Celoso estoy de vosotros con celos de Dios, pues os tengo desposados con un solo esposo para presentaros cual casta virgen a Cristo" (2Cor 11,2).
"Guardaos mutuamente respeto en atención a Cristo. Que las mujeres respeten a sus maridos como si se tratase del Señor... Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia... Los maridos deben amar a sus mujeres como a su propio cuerpo... Gran misterio es éste, que yo relaciono con la unión de Cristo y de la Iglesia" (Ef 5,21-32).
"Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos" (Jn 15,13).
"Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos, si os tenéis amor los unos a los otros" (Jn 13,34-35).
"La multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma. Nadie llamaba suyos a sus bienes, sino que todo era en común entre ellos" (Act 4,32).
"Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva" (Gal 4,4-5).
- Amar y servir como el Buen Pastor:
"Subió al monte y llamó a los que él quiso; y vinieron donde él. Instituyó Doce, para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar" (Mc 3,13-14).
"Llevaron a tierra las barcas y, dejándolo todo, le siguieron (Lc 5,11).
"Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido" (Mt 19,27).
"El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos, porque tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos" (Mc 10,43-45).
"Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca" (Jn 15,13-16).
"Yo he sido glorificado en ellos" (Jn 17,10).
"Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha" (Lc 10,16).
"Este es mi cuerpo que es entregado por vosotros; haced esto en memoria mía" (Lc 22,19-20).
"Como el Padre me envió, también yo os envío. Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados les quedan perdonados" (Jn 20,21-23).
"Gratis lo recibisteis; dadlo gratis" (Mt 10,8).
"Yo soy el Buen Pastor. El Buen Pastor da su vida por las ovejas" (Jn 10,11).
"Apacentad la grey de Dios que os está encomendada, vigilando, no forzados, sino voluntariamente, según Dios; no por mezquino afán de ganancia, sino de corazón; no tiranizando a los que os ha tocado cuidar, sino siendo modelos de la grey. Y cuando aparezca el supremo Pastor, recibiréis la corona de gloria que no se marchita" (1Pe 5,2-4).
"Te recomiendo que reavives el carisma de Dios que está en ti por la imposición de mis manos (2Tim 1,6).
"Pero yo no considero mi vida digna de estima, con tal que termine mi carrera y cumpla el ministerio que he recibido del Señor Jesús, de dar testimonio del Evangelio de la gracia de Dios... Yo de nadie codicié plata, oro o vestidos" (Act 20,24.33).
"¡Hijos míos!, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros" (Gal 4,19).
V.
EL SIGNO LEVANTADO ANTE LOS PUEBLOS
1. Iglesia sacramental y santa
2. El evangelio escrito en la vida
3. Comunidad de fe: adhesión personal comprometida
Meditación bíblica
1. Iglesia sacramental y santa
Todo cristiano está llamado y potenciado para hacer de la vida una donación, como imagen de Dios amor. La vocación a la santidad y al apostolado corresponde a todo bautizado, sin excepción. "Fluye de ahí la clara consecuencia que todos los fieles, de cualquier estado o condición, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad, que es una forma de santidad que promueve, aun en la sociedad terrena, un nivel de vida más humano" (LG 40).
La Iglesia, aunque esté constituida también por pecadores, es "santa" y redimida por el amor de Cristo Esposo, que "amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla" (Ef 5, 25-26). "La Iglesia, recibiendo en su propio seno a los pecadores, es santa al mismo tiempo que necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la renovación" (LG 8).
La santidad de la Iglesia aparece en muchos creyentes de toda la historia, aunque ordinariamente queda oculta en el anonimato. La Iglesia es santa porque ha sido y sigue siendo santificada por el Señor, que le ha dado medios eficaces de santidad: los sacramentos, la palabra, los ministerios, los carismas del Espíritu Santo, las vocaciones...
Al celebrar los sacramentos y, especialmente, a partir del bautismo, la vocación a la santidad es una exigencia, un compromiso y una posibilidad. Todo sacramento es un encuentro vivencial y eficaz con Cristo presente, que llama al seguimiento evangélico y, por tanto, a las bienaventuranzas y al mandato del amor.
La realidad sacramental es, pues, una llamada y una potenciación para configurarse con Cristo. "El sacramento es un signo de una cosa sagrada, en cuanto que santifica a los hombres" (Sant Tomás). Significa y comunica la gracia que nos viene de Cristo Salvador. Cada sacramento comunica la vida en Cristo y los dones y gracias peculiares del Espíritu Santo.
La gracia, como participación en la vida divina (que es vida e Cristo y en el Espíritu), es siempre una misma realidad, con efectos diferenciados. Se llama gracia "santificante", porque transforma al creyente en imagen de Dios Amor, el único "Santo". La "santidad" es la característica de Dios como primer principio, el que es y salva, Dios amor, uno y trino. En esta realidad "misteriosa" (que va más allá de nuestras perspectivas), participamos por la fe y los sacramentos.
En los diversos sacramentos, la misma gracia santificante produce efectos especiales. Entonces se llama gracia "sacramental", como "vigor especial" o aplicación peculiar de la misma gracia. A veces, es un don o "sello" ("carácter") del Espíritu Santo, como en el caso del bautismo, confirmación y orden. Siempre es una comunicación peculiar del Espíritu, con sus dones y carismas. En todos los sacramentos se comunica la gracia santificante; pero en cada uno se comunica con efectos peculiares de la misma gracia.
Por las gracias recibidas en los sacramentos, se participa de la vida y santidad divina. Esta santidad real (ontológica) debe manifestarse en la práctica de las virtudes (santidad moral). Los sacramentos insertan en el Cuerpo Místico de Cristo. "La vida de Cristo en este cuerpo se comunica a los creyentes, que se unen misteriosa y realmente a Cristo, paciente y glorificado, por medio de los sacramentos" (LG 7).
Por el bautismo, se comienza un proceso o crecimiento de "vida nueva" (Rom 6,4), para transformarse o "revestirse de Cristo" (Gal 3,27). El camino de santificación es "caminar en el amor" (Ef 5,2); por los sacramentos, se aspira a llegar a la plenitud o perfección de la caridad. A partir del amor de Cristo, que hizo de su vida una "oblación a Dios a favor nuestro" (Ef 5,2), es posible "vivir para él" (2Cor 5,15). La eficacia salvífica de los sacramentos (por su misma celebración o "ex opere operato") requiere y hace posible nuestra colaboración libre ("ex opere operante").
Por los sacramentos, la Iglesia nace, crece, se santifica y se comunica a toda la humanidad. En ellos se realiza la presencia activa, iluminadora y santificadora del Espíritu Santo prometido por Jesús. El Señor resucitado continúa enviando su Espíritu, para que el corazón humano quede orientado hacia el amor por la efusión de sus "torrentes de agua viva", que brotan del costado de Cristo muerto en cruz (Jn 7.38; cfr. 19,34).
El Espíritu Santo distribuye sus dones y carismas como quiere, y "santifica y dirige al Pueblo de Dios mediante los sacramentos" (LG 12). Por esta efusión de gracia sacramental, todo cristiano es llamado a poner en práctica la perfección cristiana de las bienaventuranzas. "Los fieles todos, de cualquier condición y estado que sean, fortalecidos por tantos y tan poderosos medios, son llamados por Dios cada uno por su camino a la perfección de la santidad por la que el mismo Padre es perfecto" (LG 11).
La santidad es un proceso de crecimiento en la "vida según el Espíritu" (Gal 5,25). "La existencia cristiana es vida espiritual, o sea, vida animada y dirigida por el Espíritu Santo hacia la santidad o perfección de la caridad" (PDV 19).
Esta vida en Cristo (cfr. Gal 2,20) se va concretando en la sintonía de criterios, de escala de valores y de actitudes, hasta pensar, sentir y amar como Cristo. La acción del Espíritu Santo en cada sacramento va modelando cada vez más el corazón y la vida según la fisonomía de Cristo. Es una acción que se ha hecho realidad desde la encarnación del Verbo en le seno de María, porque es la misma humanidad del Señor el sacramento fontal.
Los signos sencillos de los sacramentos indican que el camino de la santidad pasa por las cosas ordinarias de todos los días. Los sacramentos ayudan a amar la vida como conjunto de signos del encuentro con Cristo, en el Espíritu Santo, hacia el Padre (Ef 2,18). "Nazaret" seguirá siendo la pauta preferida por el Espíritu Santo para hacernos entrar en "una vida escondida con Cristo en Dios" (Col 3,3).
El "amén" del final de la plegaria eucarística indica la actitud de quien quiere encontrarse con Cristo en cada sacramento. El encuentro se resume en un "sí": "Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito" (Lc 10,21).
Por esto, los santos acostumbraban a decir que la santidad consiste en estrenar cada jornada en sintonía con la voluntad de Dios. La experiencia del amor de Dios en el encuentro con Cristo, hace posible la decisión, renovada todos los días, de amarle del todo y hacerle amar de todos. Esta decisión se concreta en las cosas pequeñas y, de modo especial, en el amor y el servicio a los hermanos, que son parte integrante de la sacramentalidad de la Iglesia. Los sacramentos construyen la comunión, como reflejo de la comunión de Dios Amor, en el corazón y en la comunidad.
2. El evangelio escrito en la vida
Por los sacramentos, aprendemos que la palabra de Dios está escrita en la vida. Efectivamente, al ofrecer al Señor nuestra colaboración (agua, óleo, vino, pan) y nuestras actitudes (penitencia, disponibilidad), el mismo Señor asume estas nuestras "cosas" (la "materia" del sacramento), como "símbolo" de nuestra vida. Entonces su palabra (la "forma" del sacramento) se inserta en nuestra realidad para transformala y hacerla instrumento de las gracias y dones del Espíritu Santo. "La palabra viene al elemento sensible y éste se hace un sacramento, como una palabra visible" (San Agustín).
La palabra del Señor es salvífica y eficaz, entrando en acción al presentarle nuestro ser y nuestras situaciones humanas. La vida se va transformando en Cristo, por medio de la actitud de escucha de la palabra de Dios. En nuestras circunstancias, Dios nos da a su Hijo por amor (Jn 3,16). Cada sacramento se hace "transfiguración" de Cristo. El Padre nos dice también ahora: "Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle" (Mt 17,5). Nos manifiesta a su Hijo y nos lo da, y "con él nos da todas las cosas" (Rom 8,32).
La vida es hermosa, porque el camino humano, con sus luces y sombras, se hace "Tabor" y transparencia de Cristo, "camino, verdad y vida" (Jn 14,6). Ya no importa si el caminar es más de "Nazaret", de vida pública o de Calvario; lo que importa es la presencia activa de Cristo, "en quien se apoyan todas las cosas" (Col 1,17) y de quien todas ellas reciben su sentido más profundo. "Gracias al Verbo, el mundo de las criaturas se presenta como «cosmos», es decir, como universo ordenado" (TMA 3).
La palabra de Dios y nuestras realidades se complementan en los sacramentos. Se trata de la palabra aceptada con fe y oración, es decir, con actitud filial. Nuestros signos y realidades necesitan la interpretación por parte de la palabra de Dios. La realidad humana no sería salvífica sin la palabra creadora y redentora, que ahora es el Verbo encarnado, Jesús de Nazaret. Por esto, el análisis de la verdad sólo es auténtico cuando se hace a partir del evangelio. Otro análisis de la realidad sería una alienación y la destrucción del mismo hombre.
El signo "religioso" es una afirmación de las realidades humanas. Estas, concretadas en nuestras acciones, son como la parte determinante que se abre a la iniciativa divina. La palabra del Señor es la parte determinante que transforma nuestra realidad en participación de la vida divina. "En los sacramentos, la palabra se une a la materia sensible; de donde resulta que los sacramentos se asemejan a la causa primera de toda santificación, que es el Verbo encarnado, en el cual se unió la palabra de Dios a una carne sensible" (Sant Tomás).
Toda la historia se hace signo de Dios viviente, gracias a la palabra ("dabar") que se inserta en los acontecimientos. Dios, ya presente con su inmensidad, se ha querido relacionar con nosotros con su palabra personal, creadora y redentora que es Jesús, el Verbo encarnado, el Emmanuel.
Por medio de los sacramentos, instituidos por Jesús, la encarnación del Verbo se prolonga en nuestra historia concreta, para hacerse realidad "mística" (vivencial y salvífica) en nuestro corazón. La misma vida íntima de Dios (su "misterio") se hace nuestra vida por participación gratuita. Nuestro encuentro con Cristo se hace vital y transparente.
Los sacramentos no son magia ni mito, porque en ellos la misma realidad humana (no la fantasía) queda salvada por Dios y convertida en instrumento de vida nueva. No conquistamos a Dios con nuestros ritos, sino que es él quien nos sale al encuentro, se acerca, se manifiesta, se comunica, se da a sí mismo. La revelación, que es comunicación de la palabra divina, encuentra en los sacramentos el momento culminante de su eficacia. Dios nos da su palabra, su Verbo, en nuestro camino histórico y circunstancial.
El encuentro sacramental con Cristo es real. El signo y "símbolo" del encuentro (palabras y gestos o cosas) ha sido elegido por el mismo Cristo, para comunicarnos la vida nueva, que es la gracia significada y comunica por los signos sacramentales. Lo que no se ve (lo interior) se vislumbra por lo que se ve (los signos visibles).
El signo exterior es materia y forma (gestos o cosas y palabras), como "sólo sacramento" ("sacramentum tantum"). La nueva vida que se nos comunica (la gracia) es la realidad profunda del sacramento ("res sacramenti"). En el momento en que se celebra el sacramento, encontramos a Cristo mismo que unifica en él todos los componentes del signo ("res et sacramentum").
Cuando entra la palabra viva de Cristo en el signo, éste se convierte en portador del mismo Cristo. Las palabras realizan verdaderamente lo que expresan. Son palabras vivas y operantes. El ministro, con su servicio de representar a Cristo, hace posible que los signos sacramentales expresen lo que Cristo dijo y obró, para hacerlo realidad salvífica actual. Por este servicio sacramental, nuestro presente se une realmente al pasado de los dichos y hechos de Jesús.
Ya podemos relacionarnos vivencialmente con Cristo en los momentos fundamentales de la vida, como personas y como miembros de la comunidad eclesial y humana. En cada sacramento se realiza un encuentro temporal y pasajero, pero que tiende a hacerse realidad permanente y a abarcar toda la existencia. El encuentro "final" o definitivo será en el más allá, en la "escatología".
Desde la encarnación, la vida humana queda acompañada por "alguien". Ahora Cristo resucitado se hace protagonista y consorte ("esposo") de la vida de todo ser humano, sin excepción ni privilegios.
Las etapas de la vida humana son ya etapas de la misma biografía de Cristo que vive en nosotros y en medio nuestro. Los inicios de la vida quedan santificados por el bautismo, confirmación y eucaristía. Los momentos de debilidad, enfermedad y pecado, quedan restaurados por la reconciliación y unción. La convivencia y responsabilidad humana quedan transformadas por la misión del matrimonio y del Orden. Siempre es Cristo resucitado presente, especialmente por su eucaristía, quien asume nuestro trabajo (el pan) y nuestra vida (el vino), para hacernos partícipes de su misma vida. El evangelio sigue aconteciendo.
3. Comunidad de fe: adhesión personal comprometida
En los signos sacramentales vivimos nuestra fe como actualización ("memoria") de los misterios de Cristo y como conocimiento vivencial de su persona y de su mensaje. Se trata de los "sacramentos de la fe" (SC 59), porque suponen la fe como aceptación de Cristo, y expresan la fe con gestos y palabras. Por esto, los sacramentos "alimentan y robustecen la fe" (ibídem).
La celebración tiende a que "los fieles comprendan" los misterios de Cristo que se celebran y se comunican (SC 59). El lenguaje tiene que adaptarse a la mentalidad y a la cultura de los creyentes, para que comprendan, participen activamente y se comprometan a transformar su propia vida.
Los sacramentos son "sacramentos de la fe" porque, en ellos, "la fe nace y se alimenta de la palabra" (PO 4). Efectivamente, "el sacramento es preparado por la palabra de Dios y por la fe, que es consentimiento a esta palabra" (CEC 1122). La fe se expresa por las palabras y los gestos sacramentales, se alimenta y se fortalece con los mismos signos.
La fe que se alimenta de los sacramentos y que se presupone en su celebración, es la fe viva, como "adhesión plena y sincera a Cristo y a su evangelio" (RMi 46). Es fidelidad al mensaje en sí mismo ("ortodoxia") y también disponibilidad para las exigencias de mismo ("ortopraxis"). Se trata de una vida coherente con el evangelio y comprometida en la comunidad y situación histórica, a partir del evangelio. "La fe, si no tiene obras, realmente está muerta" (Sant 2,17).
En los sacramentos como en toda celebración litúrgica, la Iglesia expresa su fe orando. El modo de orar deja entrever los contenidos de la fe ("lex orandi, lex credendi"). Los efectos de los sacramentos dependen de esta fe eclesial, la cual forma parte, en cierto modo, del mismo signo sacramental. No habría sacramento si faltara la intención de hacer lo que hace y cree la Iglesia.
La fe cristiana se va modelando en la celebración sacramental, como adhesión personal a Cristo resucitado presente bajo signos sacramentales. Los sacramentos, vividos con autenticidad, son una escuela privilegiada de fe. Por esto, "urge recuperar y presentar una vez más el verdadero rostro de la fe cristiana, que no es simplemente un conjunto de proposiciones que se han de acoger y ratificar con la mente, sino un conocimiento de Cristo vivido personalmente, una memoria viva de sus mandamientos, una verdad que se ha de hacer vida" (VS 88). "Los cristianos, reconociendo en la fe su nueva dignidad, son llamados a llevar en adelante una «vida digna del Evangelio de Cristo» (Fil 1,27). Por los sacramentos y la oración reciben la gracia de Cristo y los dones de su Espíritu que es capacitan para ello" (CEC 1692).
El diálogo de salvación entre Dios y el hombre se realiza de modo eficiente por medio de los signos eclesiales. Este diálogo sacramental tiene carácter de encuentro y de relación interpersonal. La escucha de fe y de amor por parte del hombre, se convierte en apertura a la autocomunicación de Dios. Los gestos y palabras sacramentales constituyen un diálogo eficaz que transforma el corazón.
Los signos sacramentales son manifestativos y comunicativos de la fe y de la gracia. En esos signos se "recuerda" actualizándolo (memoria o "anámnesis"), el misterio pascual; entonces se comunican los frutos salvíficos de este mismo misterio y se anticipa el encuentro y comunicación plena y definitiva, que sólo tendrá lugar en el más allá (en la escatología). La invocación de la venida y acción del Espíritu Santo (la "epíclesis") es siempre eficaz, si el corazón humano se abre a esta acción salvífica.
Precisamente por esta relación estrecha con la fe, los sacramentos son parte esencial de la acción evangelizadora. Sin ellos, el anuncio del misterio de Cristo quedaría sólo como teoría abstracta, y la acción pastoral carecería de fuerza vital. Así, pues, "la misión sacramental está implicada en la acción de evangelizar" (CEC 1122).
La finalidad de la acción sacramental consiste en la santificación de la persona y de la comunión humana; para ello se necesita la instrucción en la fe, que tiene lugar en la celebración adecuada de los signos sacramentales. La acción santificadora de los sacramentos es precedida por el anuncio y por la celebración de la fe.
En los signos sacramentales (y litúrgicos, en general) se expresa la actitud orante de la Iglesia, como respuesta a la palabra recibida. Precisamente esta oración manifiesta con autenticidad la fe de la Iglesia, porque ésta cree lo que ora. A veces, no se da el fortalecimiento de la fe a partir de los sacramentos. Entonces habrá que revisar las actitudes del ministro y de los participantes.
La celebración sacramental forma a los evangelizadores para que anuncien aquella misma fe que celebran, puesto que el misterio pascual es para toda la humanidad. La misma comunidad eclesial, que celebra los sacramentos, se hace evangelizadora. Sin la nota de universalismo, se perdería el dinamismo interno de los sacramentos instituidos por Jesús. El "agua viva", ofrecida por Jesús y que brotó de su costado, es una invitación universalista (cfr. Jn 7,37-39; 19, 34). "La fe se fortalece donándola" (RMi 2).
El anuncio evangélico perdería su punto de apoyo, si no partiera de la celebración sacramental en la comunidad evangelizada y evangelizadora. El anuncio parte de esta celebración y lleva a la misma. "El anuncio está animado por la fe" (RMi 45) y "tiende a la conversión cristiana, es decir a la adhesión plena y sincera a Cristo y a su evangelio mediante la fe" (RMi 46). Se anuncia a Cristo, su persona y su mensaje, para invitar a un encuentro con él en los sacramentos (especialmente en el bautismo y en la eucaristía), y para transformar la vida según los contenidos evangélicos.
La fe celebrada en los sacramentos da una orientación vital a los contenidos de la misma. El misterio de Cristo, celebrado en los signos sacramentales, es el mismo misterio escondido en Dios desde la eternidad, preparado y manifestado en el tiempo, presente en los signos eclesiales, comunicado a los corazones para hacerse vida propia y que un día será visión, encuentro y comunicación plena. Estos son los contenidos del dogma y de la moral cristiana.
La fe vivida en la comunidad que celebra los sacramentos, es una llamada al compromiso de santificación, de comunión y de misión. La Iglesia, por los signos sacramentales (portadores de Cristo), es Iglesia misterio, que tiene el encargo o misión del Señor, de construir la comunión (reflejo de Dios Amor) en sí misma y en todos los pueblos. Por esto, en el tercer milenio, "deberá resonar con fuerza renovada la proclamación de la verdad: «nos ha nacido el Salvador del mundo»" (TMA 38).
Este anuncio misionero exige la comunión eclesial: "Una comunidad cristiana que cree en Cristo y desea, con el ardor del Evangelio, la salvación de la humanidad, de ningún modo puede cerrarse a la llamada del Espíritu que orienta a todos los cristianos hacia la unidad plena y visible. Se trata de uno de los imperativos de la caridad que debe acogerse sin compromisos" (UUS 99).
El mensaje de la Navidad, de "gloria a Dios" y de "paz a los hombres, se actualiza continuamente por medio de los "pañales" o signos pobres de la Iglesia "sacramento": "os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es el Cristo Señor; y esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre" (Lc 2,11-13).
Meditación bíblica
- Un camino de santidad:
"Sed, pues, imitadores de Dios, como hijos queridos, y vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave aroma" (Ef 5,1-2).
"Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla" (Ef 5, 25-26).
"Ofreced vuestros miembros ahora a la justicia para la santidad" (Rom 6,19).
"Amad..., sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial" (Mt 5,44-48).
"Todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo" (Gal 3,27).
"Cristo murió por todos, para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos" (2Cor 5,15).
"Si vivimos según el Espíritu, obremos también según el Espíritu" (Gal 5,25).
"Seréis santos, porque yo soy santo" (1Pe 1,16; Lev 11,44).
- La palabra de Dios en nuestra vida:
"Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad" (Jn 1,14).
"Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle" (Mt 17,5).
"De tal manera amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna" (Jn 3,16).
"El existe con anterioridad a todo, y todo se fundamenta en él" (Col 1,17).
"Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida; nadie va al Padre sino por mí... el que me ha visto a mí, ha visto al Padre" (Jn 14,6-9).
"Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna" (Jn 6,68).
"Mis palabras son espíritu y vida" (Jn 6,63).
"Mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen la Palabra de Dios y la cumplen" (Lc 8,21).
- Fe sacramental comprometida:
"Creed en el evangelio" (Mc 1,15).
"Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios" (Jn 6,69),
"La fe, si no tiene obras, realmente está muerta" (Sant 2,17).
"El que crea en mí, no tendrá nunca sed" (Jn 6,35).
"El que cree, tiene vida eterna" (Jn 6,47).
"Dichosos los que no han visto y han creído" (Jn 20,29).
"A todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre" (Jn 1,12).
"¿Tú crees en el Hijo del hombre? El respondió: ¿y quién es, Señor, para que crea en él? Jesús le dijo: Le has visto; el que está hablando contigo, ése es. El entonces dijo: Creo, Señor. Y se postró ante él (Jn 9,35-38).
"Yo soy la resurrección. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto? Le dice ella: Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo" (Jn 11,25-27).
"El que crea y sea bautizado, se salvará" (Mc 16,16).
"¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!" (Lc 1,45).
CONCLUSION:
Las huellas de Cristo en nuestro caminar
Nuestro caminar histórico está jalonado de huellas de Cristo resucitado. Son como los pañales "pobres" de Belén o como el sudario y los lienzos humildes dejados en el sepulcro vacío. A veces son como el aliento de un amigo en nuestro camino de Emaús, cuando arde el corazón sin saber por qué (Lc 24,32).
Cristo nos ha dejado su palabra viva, recién salida de su corazón, que ahora podemos encontrar en la escritura, predicada, celebrada y vivida en la comunidad eclesial. Pero esa misma palabra la ha dejado también injertada en nuestras realidades cotidianas, por medio de sus "sacramentos", que son signos portadores de su presencia activa y salvífica.
Los signos sacramentales y eclesiales, que Cristo ha dejado en nuestro caminar, invitan a un encuentro de verdadera relación amistosa y transformante con él. Por la vivencia de este encuentro, le será posible al creyente dar una "respuesta a la llamada divina en el proceso de su crecimiento en el amor, en el seno de la comunidad salvífica" (VS 111).
Los signos que Cristo nos ha dejado se entrecruzan con las etapas de nuestro crecimiento. Desde nuestro nacimiento hasta nuestro "paso" al más allá, Cristo se hace compañero, consorte y protagonista. Cada huella del presente es también un eco y una repetición de las huellas que ya encontramos en el pasado. Las gracias de Dios o dones del Espíritu, recibidas en los sacramentos, se pueden reestrenar, porque Cristo, en cada uno de sus signos, se nos da él tal como es.
Cristo resucitado presente nos acompaña con su humanidad vivificante. Entrando en nuestros gestos y en nuestra realidad, sigue pronunciando su palabra, que hace renacer, que fortifica, alimenta, perdona, sana, transforma. Así continúa enviando su Espíritu a nuestros corazones, como brotando de su costado abierto (cfr. Jn 20,20-23).
El evangelio sigue acontecimiento en nuestra vida. Jesús, todavía hoy, "pasa haciendo el bien" (Act 10,38). Los misterios de su vida se nos hace actuales y, en cierto modo, presentes. Los signos eficaces que nos ha dejado (sus sacramentos) siguen siendo suyos, como un regalo a su esposa la Iglesia y a cada uno de nosotros, como estímulo y ayuda para nuestra fe, como fuente de salvación y de vida eterna.
Los sacramentos son "signos eficaces de la presencia y de la acción salvífica del Señor Jesús en la existencia cristiana. Ellos hacen a los hombres partícipes de la vida divina, asegurándoles la energía espiritual necesaria para realizar verdaderamente el significado de vivir, sufrir y morir... ayudando a vivir estas realidades como participación en el misterio pascual de Cristo muerto y resucitado" (EV 84).
Son signos de un "paso" de Jesús, por los que llama a un encuentro aquí y ahora, para invitar a un encuentro definitivo. Porque mientras celebramos este encuentro sacramental, quedamos dinamizados hacia un encuentro sorprendente: "hasta que vuelva" (1Cor 11,26). Los sacramentos son la garantía de que el Señor "vendrá" definitivamente (Act 1,11).
Por las repetidas celebraciones sacramentales, las "huellas" vivas de Jesús, que ya hemos encontrado en nuestro caminar anterior, se nos hacen más cercanas y nuestras. Es la misma persona de Jesús que se nos comunica cada vez más. En cada encuentro sacramental, se renuevan y recuperan los anteriores encuentros. Pero él, al identificarse más con nosotros, parece como si borrara sus propias huellas, para sorprendernos con una presencia más honda y más allá de la sensibilidad humana.
Los sacramentos son un camino y una escuela de fe: cuando Jesús parece más ausente, entonces está más presente en el corazón. Las huellas de su presencia se encuentran en nuestro dolor y en nuestra "queja" por su ausencia. Si le sentimos lejano, es que el amor quiere ya el encuentro definitivo. Esta búsqueda es ya un encuentro más auténtico.
Por medio de los sacramentos, nos ensayamos para encontrar a Cristo en los signos más "pobres" de su presencia: los hermanos y los acontecimientos de todos los días. Ya podemos "comulgar" a Cristo en esos signos de nuestro Nazaret o de nuestro Calvario. Basta con decir "fiat". Cristo viene todas las veces que oye o intuye esta palabra, que hizo bajar el Verbo al seno de María. Como la Virgen y con ella, será posible recibir las palabras del Señor en nuestra vida, ya toda ella sacramental: "todo es gracia".
Siempre es posible el encuentro con Cristo cuando el "camino" es él. En cada circunstancia de la vida, el Padre nos dice: "Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle" (Mt 17,5). "En El, el Padre ha dicho la palabra definitiva sobre el hombre y sobre la historia" (TMA 5; cfr. Apoc 1,8; 21,6).
ORIENTACION BIBLIOGRAFICA
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III- El ministerio apostólico al servicio del pueblo de Dios
Escrito por Super UserIII- El ministerio apostólico al servicio del pueblo de Dios
Presentación
Jesús quiso prolongarse en su Iglesia por medio de servicios o ministerios (Mt 28,20). Todo creyente es llamado para ejercer un servicio a los hermanos, haciéndose de este modo complemento o instrumento vivo de Cristo (Col 1,24). Cada uno es otro Cristo según su propia vocación y misión. Las vocaciones y ministerios son, pues, signos de la presencia activa de Jesús resucitado en la Iglesia y en el mundo (ver el capítulo VIII).
Algunos seguidores de Cristo, los Apóstoles, fueron elegidos para ser expresión o signo personal de Cristo en cuanto Cabeza, Sacerdote y Buen Pastor (Lc 6,12-16; Mc 3,13-19; PO 1-3). Jesús quiso dejar, en medio de su Pueblo sacerdotal, este signo especial de su ser, de su obrar y de su vivencia, en la línea de servir en el último puesto, sin privilegios, ni ventajas humanas (Lc 22,28).
Los servicios que los Apóstoles (y sus sucesores e inmediatos colaboradores) prestan al Pueblo sacerdotal son una prolongación del obrar de Jesús, como enviados suyos que participan de su ser y de su misión de modo peculiar. Jesús les comunica (ahora por medio del sacramento del Orden) una gracia especial del Espíritu Santo (Jn 16, 14), para ser su gloria o transparencia (Jn 17,10), para garantizar el significado de su palabra (Lc 10,16; Jn 15,26-27), para prolongar su presencia (Mt 28,20), su sacrificio de Alianza nueva (Lc 22,19), su acción salvífico-sacramental (Jn 20,21; Mc 16,20) y su acción pastoral (Mt 28,19; Hch 1,8). Esta es la misión del ministerio apostólico de los doce Apóstoles y de sus sucesores e inmediatos colaboradores.
Esta elección y ministerio en su servicio o diaconía especial, que participa en la humillación (kenosis) de Cristo (Flp 2,5-8), para ser signo de cómo ama el Buen Pastor y para construir la Iglesia como comunión (Koinonía) con Cristo y con todos los hermanos (1 P 5,3; 1 Co 9,19; Mc 10,44).
La espiritualidad de esta vocación se concreta en el seguimiento, imitación y unión con el Buen Pastor (caridad pastoral), a ejemplo de la vida apostólica de los Doce, que se moldea en la fidelidad al Espíritu Santo como garante y agente de la consagración y de la misión recibida de Cristo (cf. Lc 4,18; Hch 1,4-8).
1- Elección, seguimiento y misión de los Apóstoles
La elección de los Apóstoles y de sus sucesores e inmediatos colaboradores fue y sigue siendo iniciativa de Cristo: «eligió a los que quiso» (Mc 3,13; cf. Jn 15,16). El Señor se acerca a la circunstancia en que vive cada uno para pronunciar el sígueme como declaración de amor (Jn 1,43; Mt 4,18-22; 9,9) 1.
1 Veremos un estudio sistemático sobre la vocación y la formación sacerdotal en el capítulo VIII, con su orientación bibliográfica. Ver: DEVYM, OSLAM, La formación sacerdotal, documentos, Bogotá, 1982; Pastoral de las vocaciones sacerdotales, Bogotá, 1978; AA. VV., Vocación común y vocaciones específicas, Madrid, Soc. Educación Atenas, 1984. Ver también: (Congregación para la Educación Católica), Directrices sobre la preparación de los formadores en los Seminarios, Lib. Edit. Vat. 1993. Documentos publicados en: La formación sacerdotal: Enchiridium, Madrid, Comisión Episcopal de Seminarios y Universidades, 1999. Orientaciones básicas: M. MACIEL, La formación integral del sacerdote, Madrid, BAC, 1990.
El seguimiento apostólico equivale a compartir la vida con Cristo (Mc 3,14; cf. Jn 15,27), a modo de amistad profunda (Jn 15,9-15). Puesto que los Apóstoles iban a convertirse en signo del Buen Pastor, fueron llamados a imitar su modo de vivir, en pobreza, obediencia y castidad (Mt 8,21; 12,50; 19,12). La nota de desprendimiento radical está en relación estrecha con el seguimiento por amor (Mt 19,27), para correr la misma suerte de Cristo a modo de desposorio (Mc 10,38; Jn 11,16;21,18-19).
Jesús les quiso dar el nombre de apóstoles, enviados, para indicar su identidad misionera (Lc 6,13). Dar testimonio de Cristo suponía haber estado conviviendo con él (Jn 1,35-46; 1 Jn 1,1ss; Jn 15,26-27). De este modo participaban en la misma vida y misión de Cristo (Jn 17,18; 20,21) de predicar y sanar, anunciando la penitencia y el perdón (Mt 10,5-42; Mc 6,7-13; Lc 10,1-10). Esta misión se resume en una triple perspectiva: enseñar, bautizar (santificar) y guiar (Mt 28,19-20; Mc 16,15-20; Lc 24,45-49).
Según los textos que acabamos de citar, Jesús comunicó a los suyos esta realidad pastoral y sacerdotal de modo estable, a través de diversas etapas:
- elección,
- envío (antes y después de la resurrección),
- institución de la eucaristía (última cena)
- institución del sacramento del perdón (resurrección),
- comunicación del Espíritu Santo (Pentecostés).
El Concilio Vaticano II resume así estas etapas de la institución apostólica:
El Señor Jesús, después de haber hecho oración al Padre, llamando a sí a los que él quiso, eligió a doce para que viviesen con él y para enviarlos a predicar el reino de Dios...; a estos Apóstoles los instituyó a modo de colegio, es decir, de grupo estable, al frente del cual puso a Pedro... Los envió primeramente a los hijos de Israel y después a todas las gentes... En esta misión fueron confirmados plenamente el día de Pentecostés... (LG19).
Conviene reconocer la estrecha relación que existe entre la eucaristía y la institución del sacramento del sacerdocio ministerial: «con las palabras haced esto en memoria mía (Lc 22,19; 1 Co 11,24), Cristo instituyó sacerdotes a sus Apóstoles» 2.
2 Sesión 22 del conc. de Trento, can. 2; D 949.
Efectivamente, la eucaristía es «la fuente y la culminación de toda la evangelización» (PO 5; cf. LG 11). De este modo, Cristo «dejó a su esposa amada, la Iglesia, un sacrificio visible, como exige la naturaleza de los hombres» 3.
3 Sesión 22 del conc. de Trento, cap. I; D 938. Estudiaremos el tema de la eucaristía en el capítulo IV.
Es el misterio pascual, celebrado (y presencializado) en la eucaristía, que debe ser anunciado y vivido por toda la comunidad eclesial y para toda la comunidad humana.
Los Apóstoles, por encargo de Cristo, comunicaron esta realidad sacerdotal por medio de la imposición de las manos (sacramento del Orden):
El mismo Señor, con el fin de que los fieles formaran un solo cuerpo, en el que no todos los miembros desempeñan la misma función (Rm 12,4), de entre los mismos fieles instituyó a algunos por ministros, que en la sociedad de los creyentes poseyeran la sagrada potestad del orden para ofrecer el sacrificio y perdonar los pecados, y desempeñaran públicamente el oficio sacerdotal por los hombres en nombre de Cristo. Así, pues, enviados los Apóstoles como él fuera enviado por su Padre, Cristo, por medio de los mismos Apóstoles, hizo partícipes de su propia consagración y misión a los sucesores de aquéllos, que son los obispos, cuyo cargo ministerial, en grado subordinado, fue encomendado a los presbíteros, a fin de que, constituidos en el Orden del presbiterado, fuesen cooperadores del Orden episcopal para cumplir la misión apostólica confiada por Cristo (PO 2; cf. LG 28).
La misión sacerdotal, como participación en la función pastoral de Cristo, resultaría incompleta si se separa de la vocación y del seguimiento; se correría el riesgo de profesionalismo privilegiado sin exigencias evangélicas. Cristo confiere la misión sacerdotal a los que él ha llamado para compartir su misma vida de Buen Pastor. La caridad pastoral, como seguimiento e imitación de Cristo, es, la línea básica de la espiritualidad sacerdotal. Sin esta línea evangélica, el sacerdote, como persona no podría encontrar su propia identidad.
2- Los servidores del Pueblo sacerdotal:
sacerdotes ministros
Todo cristiano es servidor de los demás hermanos que forman la comunidad eclesial. Vocaciones y carismas se concretan en servicios y ministerios. En las comunidades fundadas por los Apóstoles había unos ministros (servidores) que ejercían cierta dirección o responsabilidad, siempre en dependencia de ellos: obispos (Act 20,28; 1 Tm 3,2), presbíteros (Hch 11,30; 15,2ss; 1 Tm 5,17), guías, presidentes, liturgos, diáconos (Hb 13,7ss; 1 Ts 5,12; Ef 4,11; 1 Co 1,2; Rm 15,6; 1 Tm 3,12; Flp 1,1) etc. Esta terminología, algo fluctuante, se estabilizó con significado preciso en el siglo II.
La diversidad de carismas y servicios de cada comunidad encontrará en estos ministros, establecidos por los Apóstoles, un principio de unidad, armonía y comunión eclesial. La autoridad apostólica les consideró colaboradores inmediatos. El rito de la imposición de manos, como transmisor de una gracia permanente del Espíritu Santo, era lo que después se llamaría el sacramento del Orden (cf. Hch 6,1-6; 13,1-3; 14,23; 1 Tm 4,14; 2 Tm 1,6; Tt 1,5). Después de la muerte de los Apóstoles, encontramos en todas las Iglesias locales obispos, presbíteros y diáconos, que forman el Presbiterio en comunión estrecha con el obispo (cf. san Ignacio de Antioquia). Se trata, pues, de ministros que continuaban, cada uno según su grado, los ministerios apostólicos 4.
4 Sobre el sacramento del Orden: J. LECUYER, Le sacrement de l'ordination, recherche historique et théologique, París, Beauchesne, 1981; M. NICOLAU, Ministros de Cristo, sacerdocio y sacramento del Orden, Madrid, BAC, 1971; L. OTT, Le sacrement de l'Ordre, París, Cerf. 1971; Idem, El sacramento del Orden, en Historia de los dogmas, IV, 5, Madrid, BAC Major, 1976. Sobre la espiritualidad del rito de la ordenación; J. ESQUERDA, Espiritualidad sacerdotal según el nuevo rito de la ordenación, en «Teología del Sacerdocio» 4 (1972) 329-363; G. FERRARO, Ravviva il dono, catechesi liturgica sul sacerdocio ministeriale, Milano, Paoline, 1986.
Estos ministros no se llaman sacerdotes hasta el siglo III (con Tertuliano, san Cipriano, san Hipólito, etc.). Pero, a la luz de Cristo Sacerdote, los ritos y gestos ministeriales tuvieron siempre una terminología sacrificial y cultual. Son «ministros de la nueva Alianza» (2 Co 3,6) que tiene siempre carácter de sacrificio. Son servidores de Cristo Mediador (1 Tm 2,5), Sumo Sacerdote y Víctima (Hb 9,11-15). Son, pues, ministros o servidores del Pueblo sacerdotal (1 P 2,4-10; Ap 1,5-6; 5,9-10; 20,6).
El hecho de ejercer la presidencia en la celebración del sacrificio eucarístico en nombre del Cristo Sacerdote, será determinante para generalizar el título de sacerdote ministro. No obstante, habrá que recordar siempre que es un servicio polifacético, que incluye armónicamente el anuncio de la Palabra, al servicio de los sacramentos y la construcción de la comunidad en la comunión. Los sacerdotes ministros son testigos cualificados de la muerte y resurrección de Cristo con su propia vida y con la misión del anuncio, de la celebración y de la comunicación del misterio pascual.
Los Apóstoles recibieron esta realidad sacerdotal directamente del mismo Jesús, de su humanidad vivificante como sacramento fontal. Ahora los sacerdotes ministros (sacerdocio miniterial, por medio del sacramento del Orden, reciben esta realidad sacerdotal, que les hace participar en el ser, en el obrar y en la vivencia de Cristo Sacerdote y Buen Pastor. Por el sacramento del Orden se confiere la consagración sacerdotal (carácter y gracia) a los llamados por la Iglesia (por medio del obispo), para ejercer los ministerios apostólicos en el grado de obispo, presbítero o diácono.
Siendo cosa clara por el testimonio de la Escritura, por la tradición apostólica y el consentimiento unánime de los Padres, que por la sagrada ordenación, que se realiza por la Palabra y los signos externos, se confiere la gracia, nadie puede dudar que el Orden es verdadera y propiamente uno de los siete sacramentos de la Santa Iglesia. Dice en efecto el Apóstol: «Te amonesto a que hagas revivir la gracia de Dios que está en ti por la imposición de mis manos» (D 959) 5.
5 Sesión 23 del conc. de Trento, cap. III; D 959.
Esta realidad sacerdotal, participada de Cristo, tiene tres aspectos principales:
- elección divina o vocación del Señor, manifestada por medio de la Iglesia,
- consagración o participación en el ser y en el obrar de Cristo, por medio del sacramento del Orden,
- misión o envío por parte de Cristo y mediante la Iglesia.
La elección o vocación al sacerdocio ministerial continúa siendo don e iniciativa del Señor. Es una gracia o carisma. La elección de todos en Cristo (cf. Ef 1,3ss) se concreta en el sacerdote ministro como signo de Cristo en cuanto Sacerdote, Cabeza y Buen Pastor para obrar en su nombre. Esta vo cación llega al elegido por medio de mediaciones eclesiales: familia, educadores, testimonios, doctrina, comunidad en general, jerarquía...
Sin embargo, esta voz del Señor que llama no ha de confiarse en modo alguno que llegue de forma extraordinaria a los oídos del futuro presbítero. Más bien ha de ser entendida y distinguida por los signos que cotidianamente dan a conocer a los cristianos prudentes la voluntad de Dios; signos que los presbíteros han de considerar con atención (PO 11; cf. OT 2).
La Iglesia, por medio del obispo y de sus colaboradores, garantizará la existencia de la vocación sacerdotal durante el período de formación y especialmente en el momento de recibir el sacramento del Orden (ver el capítulo VIII).
La consagración sacerdotal es participación en la unción de Cristo (Lc 4,18; Jn 10,36). La humanidad de Cristo es ungida en la encarnación por obra del Espíritu Santo, es decir, es unida hipostáticamente (o en unión de persona) al Verbo. El sacerdote ministro participa de esta unción o consagración por medio del carácter y de la gracia que confiere el sacramento del Orden.
Con la efusión sacramental del Espíritu Santo que consagra y envía, el presbítero queda configurado con Jesucristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia, y es enviado a ejercer el ministerio pastoral. Y así, al sacerdote, marcado en su ser de una manera indeleble y para siempre como ministro de Jesús y de la Iglesia (PDV 70).
El carácter sacramental del Orden es una señal o cualidad indeleble (inamisible), que configura al sacerdote ordenado con Cristo Sacerdote para poder obrar en su nombre.
El sacerdocio (ministerial)... se confiere por aquel especial sacramento con el que los presbíteros, por la unción del Espíritu Santo, quedan sellados con un carácter particular, y así se configuran con Cristo Sacerdote, de suerte que puedan obrar como en persona de Cristo cabeza (PO 2).
Todo cristiano ha recibido el carácter del bautismo (y de la confirmación), que configura a Cristo Sacerdote (ver el capítulo 2º, n. 3). El carácter del sacramento del Orden confiere una configuración para obrar en nombre de Cristo Sacerdote, Maestro y Pastor (cf. PO 2,6,12; LG 28) 6.
6 Sesión 23 del conc. de Trento, cap. 4 y can. 4; D 960, 964.
Es una participación en el poder y misión sacerdotal y pastoral del Señor, que destina al servicio de Cristo presente en la eucaristía, en su Iglesia y en el mundo (santo Tomás, III, q. 63, a. 16).
La permanencia de esta realidad, que marca una huella para toda la vida (doctrina de fe, conocida en la tradición de la Iglesia con el nombre de carácter sacerdotal), demuestra que Cristo asoció a sí irrevocablemente la Iglesia para la salvación del mundo y que la misma Iglesia está consagrada definitivamente a Cristo para cumplimiento de su obra. El ministro, cuya vida lleva consigo el sello del don recibido por el sacramento del Orden, recuerda a la Iglesia que el don de Dios es definitivo. En medio de la comunidad cristiana que vive en el Espíritu, y no obstante sus deficiencias, es prenda de la presencia salvífica de Cristo (Sínodo Episcopal de 1971) 7.
7 Documento del Sínodo Episcopal de 1971: El sacerdocio ministerial parte 1ª n. 5. Sobre el carácter y la gracia sacramental, además de los estudios sobre el sacramento del Orden citados en la nota 4, ver: J. COPPENS, Le caractère des ministères selon les écrits du Nouveau Testament, «Teología del Sacerdocio» 4 (1972) 11-39; J. ESPEJA, Estructuras del sacerdocio según los caracteres sacramentales, en El sacerdocio de Cristo, Madrid, 1969, 273-294; J. ESQUERDA, Síntesis histórica de la teología sobre el carácter, líneas evolutivas e incidencias en la espiritualidad sacerdotal, en «Teología del Sacerdocio» 6 (1974) 211-226; J. L. LARRABE, Sentido salvífico y eclesial del carácter sacerdotal, «Estudios Eclesiásticos» 46 (1971) 5-33. Ver en la orientación bibliográfica de este capítulo los estudios sobre el sacerdocio ministerial.
La gracia especial recibida en el sacramento del Orden (distinta del carácter) ayuda a ejercer santamente la función y misión sacerdotal. De este modo nos hacemos «instrumentos vivos de Cristo Sacerdote» (PO 12) en sintonía con su caridad de Buen Pastor. Es, pues, una gracia que delinea la fisonomía de sacerdote, para ayudarle a ser signo claro o expresión de Cristo. Tiene relación estrecha con el carácter, formando una cierta unidad, que hay que reavivar constantemente (2 Tm 1,6). Es un «vigor especial» (santo Tomás) 8.
8 De Viritate, q. 27, a. 5, ad. 2.
- un matiz de caridad pastoral a todas las virtudes sacerdotales,
- sintonía vivencial con los actos sacerdotales que se ejercen,
- unión con Cristo en cuanto Sacerdote y Víctima,
- ser instrumento consciente y voluntario (responsable) de Cristo en todos los momentos de la vida y del ministerio,
- santidad para ser «dispensador de los misterios de Dios» (1 Co 4,1).
Participar fiel y responsablemente en la misión de Cristo es una consecuencia de la vocación y de la consagración sacerdotal. La misión, que enraíza en la realidad sacerdotal, necesita explicitarse por el encargo de la Iglesia. Es, pues, la misión de Cristo confiada a los Apóstoles (Jn 17,18; 20,21), prolongada ahora en la Iglesia y recibida por medio de ella, según diversos grados y modos de participación. Es misión ejercida en la comunión eclesial.
Toda la misión de la Iglesia es profética, cultual y real, es decir, se ejerce por el anuncio de la Palabra, por la celebración litúrgica (especialmente eucarística y sacramental) y por los servicios de caridad y de dirección de la comunidad. El sacerdote ejerce esta misión en nombre de Cristo Cabeza y Buen Pastor, en comunión con la Iglesia y en un equilibrio armónico e integral de anuncio, celebración y comunicación del misterio pascual de Cristo (PO 4-6; cf. capítulo 4º) 9.
9 Sobre el sacerdocio ministerial y la mujer, las orientaciones del magisterio actual siguen la tradición apostólica. Ver: Declaración Inter Insigniores (15 de octubre de 1976), de la Congregación para la Doctrina de la Fe; Carta Apostólica Mulieris Dignitatem (15 de agosto de 1988) de Juan Pablo II, n. 26; Exhor. Apos. Christifidelis Laici (30 de diciembre, 1988, n. 49); Carta Apostólica Ordinatio Sacerdotalis (Juan Pablo II, 22 mayo 1994) n. 4. Ver estudios de la orientación bibliográfica.
3- Líneas de fuerza del seguimiento
evangélico de los Apóstoles
El seguimiento evangélico de los Apóstoles se ha venido llamando vida apostólica a modo de vivir de los Apóstoles (apostólica vivendi forma). Jesús dio poder de prolongar su Palabra, su sacrificio y su acción salvífico- pastoral a algunos de sus discípulos que habían dejado todo para seguirle. El servicio sacerdotal de los Apóstoles va estrechamente unido al seguimiento evangélico. La pauta de toda vida apostólica la resume san Pedro: «nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido» (Mt 19,27).
La vida apostólica es encuentro con Cristo, relación personal con él, opción fundamental por él, seguimiento e imitación, en vistas a la misión de prolongarle en el tiempo y en el espacio. Los textos básicos donde aparecen las líneas de fuerza de este seguimiento apostólico son las siguientes:
- La llamada para un seguimiento incondicional: Mt 4,18-22; Mc 3,13-19.
- El envío con las características de la vida misionera de Cristo: Mt 10,1-42 (4,23-25); Lc 9, 1-6; 10,1-12; Mc 6,7-13.
- La figura del Buen Pastor: Jn 10,2-1-21 (Lc 15,1-7).
- La última cena (eucaristía) y la oración sacerdotal: Jn 13-17 (Lc 22,1-39).
- La vida desprendida del Señor: Mt 8,21 (pobreza); Jn 10,18 (obediencia del Buen Pastor); Mt 18,12 (castidad por el Reino).
- El modo servicial de dirigir la comunidad: 1 P 5,1-5.
- El resumen de la vida apostólica de Pablo: Hch 20,17-38.
Estas líneas aparecen en san Pablo a través de sus escritos y en los Hechos de los Apóstoles:
- llamado por iniciativa divina: Ga 1,5 (Hch 9, 1-19),
- unión con Cristo: Ga 2,19-20; Flp 1,21; 2 Tm 1,12,
- ministerio de Cristo y de su Iglesia: 1 Co 4,1; 2 Co 5,20; Col 1,25ss,
- dispensador de los misterios de Dios y reconciliador de los hombres con Dios: 2 Co 5,18,
- instrumento de gracia: 2 Co 3,8,
- ministro de la eucaristía: 1 Co 11,23-34,
- custodio de la autenticidad de la Palabra: 1 Tm 6,20,
- servidor de la comunidad eclesial con humildad y pobreza: Hch 20,17-38; Flp 2,1-11,
- caridad evangelizadora y celo apostólico sin fronteras: 2 Co 5,14; 11,28 10.
10 Sobre la espiritualidad sacerdotal en San Pablo, ver la nota 3 del capítulo II.
El seguimiento evangélico y radical de Cristo es, principalmente en los Apóstoles, amistad profunda (Jn 13,1; 15,9-17.27). Sólo a partir de este amor pueden comprenderse las exigencias del seguimiento (Mt 8,18-22). Se trata de correr con la misma suerte de Cristo o de beber su copa de alianza (Mc 10,38; cf. Lc 22,19-20; Jn 18,11). En los momentos de dificultad es el amor el que puede salvar airosamente la situación (Jn 6,67-68; 16,20-22).
El seguimiento en relación a la misión apostólica tiene estas características:
- Caridad como la del Buen Pastor: donación, virtudes pastorales, servicio, cercanía...
- Misión totalizante y universal: bajo la acción del Espíritu Santo, para evangelizar a los hombres y a todos los pueblos.
- Fraternidad apostólica al servicio de la comunidad eclesial: unidad apostólica especialmente en el Presbiterio, para construir la comunión de la Iglesia local.
La vida apostólica o vida evangélica de los Apóstoles es sintonía vivencial y comprometida con la caridad y la misión del Buen Pastor, en su amor al Padre (Hb 10,5-7; Jn 4,34; 10,18; 17,4; Lc 23,46), en su amor a los hombres (Mt 11,28-30; 14,14; 15,32; Jn 10,14ss), hasta dar la vida en sacrificio por todos (Jn 10,11ss; Mt 20,28) (ver el capítulo II, n. 1). Es la caridad pastoral que enraíza en la consagración y orienta hacia la misión, para un servicio humilde y pobre de ser pan comido dándose a sí mismo a los demás (ver capítulo V).
De esta caridad fluye la misión totalizante y universal como participación y prolongación de la misma misión de Cristo (cf. Jn 17,18; 20,21), que se orienta hacia todos los pueblos porque no tiene fronteras históricas, geográficas, culturales y sectoriales (cf. Hch 1,8; Mt 28,18-20; MC 16,15-16; ver el capítulo IV).
La fraternidad apostólica es una consecuencia de ser prolongación de Cristo. La unidad o comunión de Cristo con el Padre y el Espíritu Santo se expresa en su propia unidad de vida, en armonía con los planes salvíficos de Dios Amor: «quien me ve a mí, ve al Padre» (Jn 14,9; 12,45-46). Esa misma unidad de comunión se refleja en la comunidad eclesial, especialmente en los apóstoles: «que todos sean uno, como tú, Padre, están en mí y yo en ti,...y el mundo crea que tú me has enviado... y amaste a ellos como me amaste a mí» (Jn 17,21-23). En la Iglesia local, la comunión o unidad fraterna en el Presbiterio es portadora y signo eficaz de esta unidad eclesial (ver el capítulo VII).
En el camino histórico de la Iglesia, la vida evangélica de los Apóstoles (vida apostólica encuentra su fuerza en la celebración eucarística del misterio pascual (SC 7,10,47). El ministerio de hacer presente el sacrificio redentor de Cristo, muerto y resucitado, comporta no sólo el anuncio y la vivencia del mismo, sino también el construir el Presbiterio y la comunidad eclesial en la comunión o unidad de «un solo cuerpo» (Rm 12,5). A partir de la celebración eucarística (como anuncio, celebración y comunicación), la acción apostólica tiende a construir la humanidad entera como comunión, que es reflejo de la comunión en Dios Amor, uno y trino, será la realidad de comuni ón eclesial en el grupo apostólico y en la comunidad de los creyentes.
Estas líneas de fuerza del seguimiento evangélico de los Apóstoles se irán concretando, en cada época histórica, aportando el fundamento de la fisonomía espiritual del sacerdote. La aplicación acertada dependerá de la fidelidad a las nuevas gracias del Espíritu Santo en las circunstancias sociológicas, culturales e históricas. El sacerdote debe ser «olor de Cristo» (2 Co 2,15) o «transparencia» suyo (Jn 17,10) en la circunstancias de lugar y tiempo para el hombre concreto. 11.
11 Sobre la caridad pastoral y las virtudes del Buen Pastor, ver el capítulo 5º. Sobre la vida apostólica, ver el capítulo VII. C. GIAQUINTA, El presbítero «forma del rebaño» en la comunidad cristiana de América Latina, Medellín 10 (1984) 311-325; Cfr. PDV 15-16, 42, 60 (Vida sacerdotal en relación con los Apóstoles).
4- Fidelidad a la misión del Espíritu Santo
Todo bautizado (y confirmado) ha recibido el sello o marca (carácter) y prenda permanente del Espíritu Santo (Ef 1,13-14). Por medio del sacramento del Orden, el sacerdote ministro ha recibido un nuevo sello o nueva gracia permanente del mismo Espíritu (1 Tm 4,14; 2 Tm 1,6-7), que le hace partícipe de la unción y misión de Cristo Sacerdote y Buen Pastor (Lc 4,18; Jn 10,36). La vida y el ministerio sacerdotal será un continuo reavivar este don del Espíritu Santo con una actitud de discernimiento y de fidelidad. La vida espiritual es una «vida según el Espíritu» (Rm 8,4-9).
Jesús Sacerdote y Buen Pastor, fue concebido en el seno de María por obra del Espíritu Santo (Mt 1,18-25; Lc 1,35), guiado por el Espíritu para adentrarse en el desierto (Lc 4,1) y para evangelizar a los pobres (Lc 4,14.18). El mismo Jesús se presentó como «ungido y enviado por el Espíritu» (Lc 4,18; cf Is 61,2ss y 11,1ss). El Espíritu de amor reposa siempre sobre Jesús (Jn 1,33) para guiarlo a la donación total de su vida por la redención del mundo (Hb 9,14).
La acción del Espíritu Santo en toda la historia de salvación concreta de modo especial en la vida y ministerio de Jesús: «Aquel a quien Dios ha enviado, habla palabras de Dios, pues Dios nos dio el Espíritu con medida» (Jn 3,34). El Espíritu en la Sagrada Escritura es misión (salah), mensaje o palabra (dabar) y fuerza espiritual (ruah).
El sacerdote ministro prolonga a Cristo que predica bajo la acción del Espíritu (Lc 4,14; Jn 3,34), anuncia el bautismo «en el Espíritu Santo» (Jn 1,33), se inmola en el amor del Espíritu (Hb 9,14) y comunica una vida nueva o nuevo nacimiento en el mismo Espíritu (Jn 3,5). La identidad sacerdotal de Cristo y de todos sus apóstoles se manifiesta en el «gozo» del Espíritu por secundar los designios salvíficos del Padre (Lc 10,21).
Jesús prometió el Espíritu Santo para todo creyente (Jn 7,37-39). En la promesa hecha a los Apóstoles, durante la última cena y el día de la Ascensión, el Señor habla de:
- presencia: Jn 14,15-17; 16,7,
- iluminación: Jn 16,13,
- acción santificadora: Jn 16,14; Hch 1,5,
- acción evangelizadora: Jn 15,26-27; Hch 1,8.
La acción del Espíritu Santo transforma a los apóstoles en gloria o signo de Cristo Sacerdote (Jn 16,14; 17,10). La misión que Cristo les confía lleva la fuerza del Espíritu (Jn 20,21). Reunidos en el cenáculo con María (Hch 1,14), los Apóstoles y la primera comunidad de discípulos el día de Pentecostés fueron «llenos del Espíritu Santo» (Hch 2,4). A partir de este momento, la comunidad eclesial recibirá con frecuencia nuevas gracias del Espíritu para «anunciar con audacia la Palabra de Dios» (Hch 4,31). Los momentos de cenáculo con María serán continuamente momentos de renovación y fecundidad apostólica (AG 4; EN 82; RH 22; DEV 25,66; RM 24).
La fidelidad al Espíritu Santo se concreta para el sacerdote ministro y para todo apóstol en:
- custodiar el depósito de la fe: 2 Tm 1,14,
- confianza audaz en su acción santificadora y evangelizadora: Rom 15,13-19,
- reavivar constantemente la gracia recibida en la ordenación: 2 Tm 1,6,
- vivir en relación con su presencia y en sintonía con su acción, como Pablo «prisionero del Espíritu»: Hch 20,22.
El Concilio Vaticano II describe la vida del apóstol en unión continua con el Espíritu Santo, puesto que es él quien «sin cesar acompaña la acción apostólica» (AG 4). El sacerdote ministro concretamente:
- edifica la Iglesia como templo del Espíritu, puesto que ha sido ungido por él para esta finalidad (PO 1),
- está atento a sus luces y mociones para evangelizar a los pobres, discernir y suscitar carismas y vocaciones, colaborar en la evangelización universal (PO 6,9,10),
- es dócil a su acción para santificarse en el ejercicio del buen ministerio (PO 12-13),
- se deja conducir por él para imitar y seguir el Buen Pastor en su vida de pobreza y caridad pastoral (PO 17) 12.
12 CL. DILLENSCHNEIDER, El Espíritu Santo y el sacerdote, Salamanca, Sígueme, 1965; J. ESQUERDA, Te hemos seguido, espiritualidad sacerdotal, Madrid, BAC, 1986, cap. 5º (Prisionero del Espíritu); H. A. LOPERA, El poder del Espíritu Santo en el sacerdote, Bogotá, 1975. Algunos aspectos del sacerdocio ministerial en relación al Espíritu Santo: AA. VV., La pneumatología en los Padres de la Iglesia, en «Teología del sacerdocio» 17 (1983).
El discernimiento de la acción del Espíritu por parte del Sacerdote, supone un corazón contemplativo y una vida pobre (PO 17-18). Su propia fidelidad a la voluntad salvífica de Dios será la mejor regla de discernimiento:
Consciente de su propia flaqueza, el verdadero ministro de Cristo trabaja con humildad, indagando cuál sea el beneplácito de Dios y, cómo atado por el Espíritu, se guía en todo por la voluntad de aquel que quiere que todos los hombres se salven; voluntad que pueden descubrir y cumplir en todas las circunstancias cotidianas de la vida, sirviendo a todos los que le han sido encomendados por Dios en el cargo que se le ha confiado y en los múltiples acontecimientos de su vida (PO 15).
Las reglas del discernimiento personal y comunitario se aprenden en sintonía con el actuar de Cristo bajo la acción del Espíritu:
- hacia el desierto: oración, sacrificio, silencio contemplativo... (Lc 4,1),
- para evangelizar a los pobres: caridad, servicio, humildad, vida ordinaria de «Nazaret»... (Lc 4,14-19),
- viviendo en gozo pascual de Cristo resucitado: esperanza, transformar el sufrimiento en amor... (Lc 20,21; Jn 16,7.22).
El discernimiento y la fidelidad sacerdotal a la misión del Espíritu encuentran una aplicación especial en el campo de la dirección espiritual y consejo pastoral de personas y comunidades. El ministerio sacerdotal (ver el capítulo IV) abraza también el camino de la oración y de la perfección. La acción profética, santificadora y hodogética (orientadora) del sacerdote ministro, debe llegar también a estos campos de santidad y perfección cristiana. Es ahí donde tendrá lugar de modo especial el discernimiento personal y comunitario 13.
13 Sobre los carismas del Espíritu Santo, el discernimiento y la fidelidad a su acción: AA. VV., Vivir en el Espíritu, Madrid, CETE, 1980; Y. M. J. CONGAR, El Espíritu Santo, Barcelona, Herder, 1983; F. X. DURWELL, El Espíritu Santo en la Iglesia, Salamanca, Sígueme, 1986; J. ESQUERDA, Prisionero del Espíritu, Salamanca, Sígueme, 1985; IDEM, Agua viva, discernimiento y fidelidad al Espíritu Santo, Barcelona, Balmes, 1985; A. FERMET, El Espíritu Santo en nuestra vida, Santander, Sal Terrae, 1985; H. MUHLEN, Catequesis para la renovación carismática, Salamanca, Secretario Trinitario, 1979; A. ROYO, El gran desconocido, Madrid, BAC, 1973; E. SCHWEISER, El Espíritu Santo, Salamanca, Sígueme, 1985; A. URIBE, Pastoral renovada, Rionegro, 1981.
El sacerdote ayuda a los fieles a discernir y seguir las luces del Espíritu Santo cuando anuncia y escucha (o medita) la palabra, cuando se celebra el misterio pascual de Cristo en la liturgia y cuando se insta a vivir profundamente la vida cristiana de caridad y de apostolado. Hay que educar a los fieles
para que alcancen la madurez cristiana; para promoverla, los presbíteros les ayudarán, a fin de que en los acontecimientos mismos, grandes o pequeños, puedan ver claramente qué exige la realidad y cuál es la voluntad de Dios (PO 6).
Para conocer los signos de los tiempos, el sacerdote necesita escuchar de buen grado a los laicos, considerando fraternalmente sus deseos y reconociendo su experiencia y competencia en los diversos campos de la actividad humana (PO 9).
La fidelidad y el discernimiento del Espíritu, en la vida y en el ministerio del sacerdote, tendrá lugar de modo especial en la respuesta a la propia vocación, en el proceso de la vida espiritual y de la oración, en la acción apostólica y en la convivencia comunitaria. Los signos de la voluntad de Dios, manifestados en los acontecimientos, se descubren «con la ayuda del Espíritu Santo y se valoran a la luz de la Palabra divina» (GS 44).
Guía Pastoral
Reflexión bíblica
- Elección como iniciativa de Cristo y declaración de amor: Mc 3,13; Mt 4,18-22; 9,9; Jn 1,43; 15,16.
- Seguimiento de Cristo para compartir su vida: Mc 3,14; 10,38; Jn 15,9-15; Mt 19,27.
- Misión de anuncio y testimonio: Mt 10,5-42; Mc 6,7-13; Lc 9,1-6; 10,1-10.
- Anuncio, celebración y comunicación del misterio pascual: Lc 22,19-20; 1 Co 11,23-26.
- Servidores del Pueblo sacerdotal: 1 P 2,4-10; 5,1-5; Ap 1,5-6; 5,9-10.
- Seguir a Cristo como los Apóstoles (vida apostólica): Mt 4,19-22; 19,27; Mt 8,21; 19,12; Jn 10,18.
- La fidelidad a la presencia, luz y acción del Espíritu Santo: Jn 14,15-17; 15,26-27; 16,7.13; Hch 1,5-8; 20,22; Rm 15,13-19; 2 Tm 1,6.
Estudio personal y revisión de vida en grupo
- El servicio armónico y responsable del anuncio, celebración y comunicación del misterio pascual (PO 4-6; SC 7,10,47; PDV 16).
- El carácter sacerdotal del sacramento del Orden como signo permanente del amor de Cristo a su Iglesia (1 Tm 4,14; 2 Tm 1,6; PO 2).
- Obrar en nombre de Cristo Cabeza y Buen Pastor (PO 2, 6,12; LG 28; PDV 13).
- Las líneas de la vida apostólica: caridad de Buen Pastor (PO 15-17), disponibilidad misionera (PO 10), fraternidad (PO 7-9). Ver también: PDV 23-24, 16-18, 17 y 74.
- Discernimiento y fidelidad al Espíritu Santo en la vida y en el ministerio sacerdotal (Lc 4,1-19; 10,21; PO 1,6,9,10,12,13,17; PDV 27 y 33. Puebla 198-219).
- Servidor de la comunidad eclesial: «Los ministerios ordenados, antes que para las personas que los reciben, son una gracia para la Iglesia entera» (Juan Pablo II, Christifideles Laici 22).
Orientación Bibliográfica
Ver algunos temas en las notas de este capítulo: sacramento del Orden (nota 4) carácter sacramental (nota 7), Espíritu Santo (notas 12 y 13). Sobre el sacerdocio común de los fieles, ver el capítulo II. Ver otras publicaciones en la orientación bibliográfica general del final de nuestro texto.
AA. VV. El ministerio y los ministerios según el Nuevo Testamento, Madrid, Cristiandad, 1975.
____, Sacerdocio y celibato, Madrid, BAC, 1971.
____, Il prete per gli uomini d'oggi, Roma, Ave, 1975.
BALDUCCI, E. Siervos inútiles, Salamanca, Sígueme, 1972.
CAPRIOLI, M. Il sacerdozio, teologia e spiritualità, Roma, Teresianum, 1992.
COLSON, J. Sacerdotes y pueblo sacerdotal, Bilbao, Mensajero, 1970.
COSTE, R. El hombre sacerdote, Barcelona, Herder, 1969.
DIANICH, S. Teología del ministerio ordenado, Madrid, Paulinas, 1988.
DILLENSCHNEIDER, CL. Teología y espiritualidad del sacerdote, Salamanca, Sígueme, 1965.
ENRIQUE V. y TARANCON. El sacerdocio a la luz del Concilio Vaticano II, Salamanca, Sígueme, 1966.
EPISCOPADO ALEMAN. El ministerio sacerdotal, Salamanca, Sígueme, 1970.
ESQUERDA, J. El sacerdocio hoy, documentos del magisterio eclesiástico, Madrid, BAC, 1983. Teología de la espiritualidad sacerdotal, Madrid, BAC, 1991.
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II- Cristo sacerdote y Buen Pastor prolongado en su Iglesia
Escrito por Super UserII- Cristo sacerdote y Buen Pastor prolongado en su Iglesia
Presentación
La Iglesia es la comunidad de hermanos convocada (ecclesia) por la presencia y la palabra de Cristo resucitado. Cada creyente, como respuesta a esta llamada, decide compartir toda su vida con Cristo. El Señor se prolonga en «los suyos» (Jn 13,1) como en su «complemento» (Ef 1,23), para insertarse en la realidad sociológica e histórica.
En todo momento histórico, la Iglesia revisa, renueva y profundiza su relación con Cristo como punto de referencia y razón de ser de su existir. Los datos sociológicos e históricos irán variando continuamente. Cristo resucitado es y será siempre el mismo, «el que es, el que era, el que viene» (Ap 1,8; Hb 13,8), que comunica a su Iglesia luces y gracias nuevas para responder a nuevas situaciones.
Cristo, con todo lo que es y tiene, se comunica a la Iglesia: «de su plenitud recibimos todos, gracia sobre gracia» (Jn 1,16). Es Hijo de Dios y Mediador. En la Iglesia todos somos hijos de Dios por participación (Jn 1,12) y todo es «mediación», como participación en el ser, en el obrar y en las vivencias de Cristo (Col 1,19-29).
El Señor ha vivido y sigue viviendo su realidad de hermano que comparte la vida, de Mediador y protagonista que asume nuestra existencia como parte de la suya, para insertarla en el paso (pascua) hacia el Padre en el amor del Espíritu Santo. Su vida se hace inmolación, entrega total de Buen Pastor. Es Sacerdote y Víctima, es decir, el Mediador y esposo (consorte) que ofrece su vida en sacrificio para salvar a los hermanos.
Esta realidad de Cristo se prolonga en toda la Iglesia, según dones, vocaciones, ministerios y carismas diferentes. La espiritualidad sacerdotal de toda la Iglesia se traduce en «solidaridad» de comunión con toda la humanidad (cf. GS 1). En el sacerdote ministro, esta espiritualidad tendrá matices especiales por reflejar una participación especial en la realidad sacerdotal de Cristo (cf. capítulos III y siguientes). No podría comprenderse la espiritualidad sacerdotal ministerial si se presentara al margen de la Iglesia Pueblo sacerdotal.
1- El Buen Pastor
Más que las palabras y la terminología, cuenta la realidad. Desde el momento de la encarnación, Jesús (el Verbo hecho hombre) es, actúa y vive como protagonista y consorte de toda la historia humana. Las diversas analogías empleadas por él para indicar su propia realidad (esposo, hermanos, amigo...) se pueden resumir en la de Buen Pastor. Su ser, su obrar y su vivencia corresponden a la realidad profunda.
- Es el Buen Pastor: «Yo soy el Buen Pastor» (Jn 10,11). El «yo soy», tan repetido en el evangelio de Juan, indica su ser más profundo de Hijo de Dios hecho hombre, «ungido» y «enviado» por el Padre (Jn 10,36) y por el Espíritu Santo (Lc 4,18).
- Obra como Buen Pastor: llama, guía, conduce a buenos pastos, defiende (Jn 10,3ss), es decir, anuncia la Buena Nueva, se acerca a cada ser humano para caminar con él y para salvarlo integralmente.
- Vive hondamente el estilo de vida de Buen Pastor, que «conoce amando» y que «da la vida por las ovejas» (Jn 10,11ss), como donación sacrificial según la misión y mandato recibido del Padre (Jn 10,17-18 y 36) 1.
1 En el evangelio de san Juan aparece esta línea de "Buen Pastor". Ver: L. BOUYER; El cuarto evangelio, Introducción al evangelio de san Juan, Barcelona, Estela, 1967; R. E. BROWN, El evangelio según san Juan, Madrid, Cristiandad, 1979; Idem, La comunidad del discípulo amado. Estudio de la eclesiología joánica, Salamanca, Sígueme, 1983; V. M. CAPDEVILA y MONTANER, Liberación y divinización del hombre. La teología de la gracia en el evangelio y en las cartas de san Juan, Salamanca, Secret. Trinitario, 1984; J. ESQUERDA, Hemos visto su gloria, Madrid, Paulinas, 1986; A. FEUILLET, El prólogo del cuarto evangelio, Madrid, Paulinas, 1971; Idem, La mystère de l'amour divin dans la théologie johanique, París, Gabalda, 1972; M. J. LAGRANGE, Evangile selon saint Jean, París, 1984; P. M. DE LA CROIX, Testimonio espiritual del evangelio de san Juan, Madrid, Rialp, 1966; I. DE LA POTTERIE, La verdad de Jesús. Estudios de teología joanea, Madrid, BAC, 1979; J. LUZARRAGA, Oración y misión en el evangelio de Juan, Bilbao, Mensajero, 1978; D. MOLLAT, Iniciación espiritual a San Juan, Salamanca, Sígueme, 1965; Idem, Etudes johaniques, París, Seuil, 1979; A. ORBE, Oración sacerdotal, Madrid, BAC, 1979; S. A. PANIMOLIE, Lettura pastorale del vangelio di Giovanni, Bologna, Dehoniane, 1978; R. SCHNACKENBURG, El evangelio según san Juan, Madrid, Studium, 1972; S. VERGES, Dios es amor. El amor de Dios revelado en Cristo según Juan, Salamanca, Sec. Trinitario, 1982; A. WIKENHAUSER, El evangelio según san Juan, Barcelona, Herder, 1978.
Las actitudes internas de Cristo Buen Pastor arrancan de su ser y se expresan en su obrar comprometido. Su interioridad (espíritu o espiritualidad) es un camino o vida de donación total: «caminad en el amor, como Cristo nos amó y se entregó por nosotros en oblación y sacrificio» (Ef 5,2). El amor afectivo y efectivo de Cristo tiene una triple dimensión: amor al Padre en el Espíritu Santo, amor a los hermanos, dándose a sí mismo en sacrificio.
El amor de Cristo al Padre en el Espíritu Santo equivale a sintonía con su voluntad, para glorificarle y llevar a término sus designios de salvación. Este amor llena toda la existencia de Jesús desde la Encarnación: «He aquí que vengo para hacer tu voluntad» (Hb 10,5-7; cf. Sal 39,7-9).
Su vida es un «sí» a los designios del Padre (Lc 20,21) para cumplir su misión salvífica universal (Jn 10,28; 17,4; 19,30; Lc 23,46). Esa es su «comida» o actitud constante (Jn 4,34; Mt 3,15; Lc 2,49), como garantía de la autenticidad de su misión (Jn 5,30; 8,29).
Toda su vida es una «pascua» o paso hacia «la hora» querida por el Padre, de humillación, muerte y resurrección (Jn 2,4; 13,1; 14,31; Flp 2,5-10). Este «paso» pascual continúa en la Iglesia hasta la restauración final de todas las cosas en Cristo (Ef 1,10; 1 Co 11,26). De este modo Jesús se manifiesta también por medio de la Iglesia, como «el esplendor de la gloria» del Padre e «imagen de su substancia» (Hb 1,3), en armonía y unidad en él (cf. Jn 10,30; 14,9).
El amor a los hombres tiene en Cristo sentido «esponsal», como de hermano (Col 1,13) y de quien asume o carga, como «consorte» (Lc 22,20), la realidad humana es su faceta de miseria y de pecado (Mt 8,17; 1 P 2,24; Is 53,4) y en su dinamismo hacia una victoria final (1 Co 15,24-28) 2.
2 La doctrina del documento de Puebla sobre Cristo Sacerdote y Mediador tiene esta dimensión pastoral a partir de la encarnación del Verbo (Puebla 188-197). La cercanía de Jesús al hombre concreto, hasta asumir como protagonista toda la existencia e historia humana y llega hasta la muerte y resurrección, para comunicar una vida nueva y anunciar una victoria total de Cristo sobre el pecado y la muerte. La realidad latinoamericana queda iluminada con el misterio pascual de Cristo y compromete a asociarse con él. Pastores dabo vobis describe la figura del Buen Pastor, resumiendo estos contenidos bíblicos, en los nn. 21-23, en vistas a poder realizar y transparentar la configuración del sacerdote ministro con Cristo.
La encarnación en el seno de María es el momento inicial de esta sintonía comprometida de Cristo con toda la humanidad y con cada ser humano en particular. El paso pascual de Jesús se concreta en sensibilidad responsable: «pasó haciendo el bien» (Hch 10,38). Es sintonía de compasión (Mt 15,32; Lc 6,19), búsqueda (Lc 8,1; 15,4), cercanía a los que sufren y a los más pobres (Lc 4,18; 7,22; Mt 11,28), deseo de encuentro (Jn 10,16; 19,28) y de unión para siempre (Jn 14,2-3). El amor de Buen Pastor abarca a toda persona humana en su integridad, porque él es «el pan de vida... para la vida del mundo» (Jn 6,48-51).
Este amor al Padre y a los hermanos se hace donación sacrificial y total. Es el modo de amar propio de Dios hecho hombre. No posee nada (Lc 9,59) ni busca sus propios intereses (Jn 13,14-16), para poder darse él mismo totalmente (Jn 10,11-18; 15,13) como rescate o redención (liberación) de todos (Mt 20,28). Para poder comunicarnos la «vida eterna» (Jn 10,10.28) se inmola por nosotros «en manos» o según la voluntad del Padre (Lc 23,46; Mt 26,28).
Su «pascua» hacia el Padre se realiza por medio de esta donación sacrificial (Ef 5,25; Hch 20,28) que es pacto de amor o Alianza sellada con su sangre (Lc 22,20; Hb 9,11-14), como máxima manifestación del amor de Dios a todos los hombres (Jn 3,16; 12,32). Jesús realiza la redención por medio de esta entrega de caridad pastoral inmolativa: «por esto el Padre me ama, porque doy mi vida para tomarla de nuevo... tal es el mandato que he recibido del Padre» (Jn 10,17-18).
Toda la comunidad eclesial, representada por María «la mujer», queda asociada a «la hora» (Jn 2,4; 19,25-27) y a la «suerte» de Cristo (Mc 10,38). Los apóstoles serán servidores o ministros especiales de este anuncio y celebración (Lc 20,19; 1 Co 11,24).
Esta realidad de Cristo Buen Pastor continúa siendo actual, no sólo por unos hechos y un mensaje que son siempre válidos, sino principalmente por la presencia de Cristo resucitado en la Iglesia y en el mundo. Cristo fue y sigue siendo responsable de los intereses del Padre y de los problemas de los hombres como protagonista y consorte de su historia. Jesús es el Hijo de Dios hecho nuestro hermano, cabeza de su cuer po místico, Mediador de todos los hombres, Buen Pastor, Sacerdote y Víctima, «fuente de todo sacerdocio» (santo Tomás, III, q. 22, a. 4). En Cristo se revela el misterio de Dios Amor, del hombre y del mundo amado por él. De este modo, «Cristo manifiesta plenamente el hombre al mismo hombre y le descubre la sublimidad de su vocación» (GS 22).
Cristo es el camino y se hace protagonista del camino humano con su caridad de Buen Pastor:
- no se pertenece porque su vida se realiza en plena libertad según los planes salvíficos del Padre (obediencia),
- se da a sí mismo, sin apoyarse en ninguna seguridad humana, aunque usando de los dones de Dios para servir (pobreza),
- ama esponsalmente, como consorte de la vida de cada persona, haciendo que todo ser humano se realice sintiéndose amado y capacitado para amar en plenitud (virginidad) 3.
3 Ver PDV 21-22, 29, 49, 57, 82. El tema de la caridad pastoral se desarrollará en el capítulo quinto. La doctrina paulina ofrece esta perspectiva apostólica y sacerdotal, Doctrina y espiritualidad sacerdotal según san Pablo: AA. VV., Paul de Tarse, Apôtre de notre temps, Roma, Abbaye S. Paul, 1979, M. BAUZA, "Ut resuscites gratiam Dei", (2Tim 1,6), en El sacerdocio de Cristo, Madrid, Cons. Sup. Investigaciones Científicas, 1969, 55-66; A. CICOGNANI, El sacerdote en las epístolas de san Pablo, Madrid, FAX, 1959; A. COUSINEAU, Le sens de " presbyteros" dans les Pastorales, "Science et Esprit" 28 (1976) 147-162; J. DUPONT, Le discours de Milet, Testament pastoral de saint Paul (Act 20,18-26), París, Cerf, 1962; P. GRELOT, Las epístolas de Pablo: La misión apostólica, en El ministerio y los ministerios, Madrid, Cristiandad, 1975, 40-60; M. GUERRA; Episcopos y Presbyteros, Burgos, Facultad de Teología, 1962; J. P. MEIER, Presbyteros in the pastoral Epistles, "Catholic Biblical Quarterly" 35, 1973, 323-345; J. SÁNCHEZ BOSCH, Le charisme des pasteurs dans le corps paulinien, en Paul de Tarse..., I o. c., 363-397; C. SPICQ, Espiritualidad sacerdotal según san Pablo, Bilbao, Desclée, 1954. Ver autores que estudian la teología de san Pablo: Benetti, Bonsirven, Bover, Cerfaux, Kuss, Lyonnet, Prat, etc. Cfr. más biliografía en J. ESQUERDA, Pablo hoy, un nuevo rostro de apóstol, Madrid, Paulinas, 1984.
2- Cristo Mediador, Sacerdote y Víctima
La realidad de Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, nuestro Redentor, apenas puede expresarse con palabras. La terminología humana es siempre limitada ante el misterio de Dios Amor. Las palabras son signos convencionales. Cuando decimos que Cristo es Sacerdote y Víctima queremos indicar que es responsable de los intereses del Padre y protagonista de la historia humana, hasta hacer de su propia vida una oblación total:
- ante el Padre, en el amor del Espíritu
- Mediador: dando la vida en sacrificio
- por los hombres
El ser y la existencia de Cristo pertenecen totalmente a los designios salvíficos de Dios sobre el hombre. Es el «ungido y enviado» (Lc 4,18; Jn 10,36) para la redención o rescate de todos los hombres (Mc 10,45; Mt 20,28):
- Ungido o consagrado, en cuanto que su naturaleza humana está unida en unidad de persona (hipostáticamente) con el Verbo Hijo de Dios (Jn 1,14), desde el momento de la concepción en el seno de María, por obra del Espíritu Santo (Mt 1,18.21; Lc 1,35).
- Enviado para llevar a término la misión o encargo del Padre, bajo la acción del Espíritu Santo (Lc 4,1.14.18; Hch 10,38), por el anuncio del evangelio (Mc 1,14-15), la cercanía a los pobres (Lc 7,22; Mt 4,23; 11,5) y la donación de sí mismo (Jn 10,11; 6,35.48).
- Ofrecido o inmolado en sacrificio, con todo su ser, cuerpo y sangre (Lc 22,19-20), como servicio de donación total por la redención de todos (Jn 10,17; 17,19; Mc 10,45), hasta morir amando para conseguir la glorificación de Dios y nuestra salvación (Lc 24,26.46; Jn 12,28).
Jesús es, pues, «el único Mediador entre Dios y los hombres» (1 Tm 2,5), porque sólo él es Dios y hombre, con capacidad de hacer de su vida una donación total en bien de toda la humanidad y de todo el universo. «En su sacrificio asumió las miserias y sacrificios de todos los hombres y de todos los tiempos» (Sínodo Episcopal de 1971: El sacerdocio ministerial, principios doctrinales, 1). Sólo él puede hacer partícipe de esta realidad a toda su Iglesia y especialmente a María figura de la misma Iglesia.
Aplicar a Cristo el título de sacerdote (Sacra dans, el que ofrece dones sagrados) y de pontífice (puente, mediador) es legítimo, con tal que se salve la trascendencia del misterio de Cristo, más allá de todo sacerdocio y culto pagano e incluso veterotestamentario. El sacerdote es el hombre que, en nombre de la comunidad, ofrece a Dios un acto de culto, expresado ordinariamente por preces y sacrificios, para reconocer a Dios como primer principio de todas las cosas. En el Antiguo Testamento se da un salto cualificado, puesto que los actos cultuales renovaban una Alianza o pacto de amor de Dios, como anuncio de una nueva y definitiva Alianza que tendría lugar en la venida del Mesías (Cristo).
La carta a los Hebreos llama a Jesús Sacerdote (hiereus), con una novedad que va más allá del Antiguo Testamento, porque se trata del Hijo de Dios hecho hombre (Hb 4,15-16; 5,1-6). Por esto se llama del orden de Melquisedec, es decir, más allá del sacerdocio levítico 4.
4 La carta a los Hebreos es siempre el punto de referencia obligado para el tema de Cristo Sacerdote. En ella se inspira santo Tomás (III q. 22 y 26, q. 46-59), el concilio de Trento (ses. 22, c. 1), las encíclicas sobre el sacerdocio y la encíclica Mediator Dei. Ver: G. MORA, La carta a los Hebreos como escrito pastoral, Barcelona, Fac. de Teología, 1974; R. RABANOS, Sacerdote a semejanza de Melquisedec, Salamanca 1961; C. SPICQ, L'Epître aux Hébreux, París, Gabalda, 1971; A. VANHOYE, Sacerdotes antiguos, sacerdote nuevo según el Nuevo Testamento, Salamanca, Sígueme, 1984.
Es el único sacerdote por ser el único Mediador (Hb 9,15; 1 Tm 2,4-6), con su muerte sacrificial puede cumplir los designios salvíficos de Dios sobre los hombres: «Cristo, constituido Sacerdote de los bienes futuros y penetrando en un tabernáculo mejor y más perfecto... por su propia sangre entró una vez para siempre en el santuario, realizada la redención eterna» (Hb 9,11-12; cf. conc. Trento, ses. 22, cap. 1). La mediación de Cristo es eficaz porque se basa en su realidad divina y humana:
Aunque era Hijo, aprendió por sus padecimientos la obediencia, y al ser consumado, vino a ser para todos los que le obedecen causa de salud eterna, declarado por Dios Pontífice según el orden de Melquisedec (Hb 5,8-10).
La realidad sacerdotal de Cristo es única e irrepetible. Es la mediación de Dios hecho hombre, que se ejerce por el profetismo (anuncio de la palabra), por la realeza o pastoreo (Cristo Rey y Buen Pastor) y por el sacrificio de una oblación o donación total de sí, hasta la muerte de cruz (Flp 2,5-11; Ef 5,1-2). Jesús ha dado la vida «en rescate (redención) por todos» (Mt 20,28).
La terminología sacerdotal usada por Cristo (unción, inmolación, redención...) tiene carácter de misión o encargo recibido del Padre. Los escritores del Nuevo Testamento (no sólo la carta a los Hebreos) también usaron términos sacerdotales, puesto que Jesús es el Salvador «que se entregó a sí mismo como redención de todos» (1 Tm 2,3-6; cf. Ef 5,2.25-27), y que, con su sangre derramada en sacrificio, nos redimió y nos reconcilió con Dios (Rm 5,1-11; 1 P 1,18-19; 1 Jn 1,7; Hb 9,11-12; Hch 20,28).
El sacrificio sacerdotal de Cristo consiste en una caridad pastoral permanente, que se traduce en una obediencia al Padre, desde el momento de la encarnación (Hb 10,5-7) hasta la muerte en cruz y la glorificación (Flp 2,5-11). Su «humillación (Kenosis) de la encarnación y de la muerte se convierte en glorificación suya y de toda la humanidad en él.
La caridad del Buen Pastor es, pues, sacrificial, indicando una donación total de sí, para cumplir la misión recibida del Padre, que atrapa toda su existencia, que continúa en el cielo como intercesión eficaz (Rm 8,34; Hb 7,25) y que se prolonga en la Iglesia (cf. SC 7). Su sacrificio sacerdotal consiste en que «siendo rico, se hizo pobre por amor nuestro, para que vosotros fueseis ricos por su pobreza» (2 Co 8,9). Toda esta realidad sacerdotal de Cristo tiene lugar afrontando las circunstancias ordinarias de todos los días (Nazaret, Belén, vida pública, pasión, muerte...), en una historia humana parecida a la nuestra, puesto que el ser humano se realiza haciendo de la vida una donación.
El sacrificio de Cristo se realiza desde la encarnación y tiene su punto culminante en el misterio pascual de su muerte y resurrección. Así lleva a plenitud el sacerdocio y el sacrificio de todas las religiones naturales y particularmente del Antiguo Testamento. Cristo es Sacerdote, templo, altar y víctima como:
- Sacrificio de Pascua (Ex 12,1-30); es «nuestra Pascua» (1 Co 5,7), como «cordero pascual» que se inmola para hacer «pasar» el pueblo hacia la salvación en una nueva tierra prometida (Jn 1,29; 13,1).
- Sacrificio de Alianza (Ex 24,4-8), como «pacto» de amor, sellado ahora con la sangre del Hijo de Dios (Lc 22,20), para hacer de toda la humanidad un pueblo de su propiedad esponsal (Hch 20,28; Ef 1,7; 1 P 2,9; Ap 5,9).
- Sacrificio de propiciación o de perdón y expiación (Lv 16,1-6), puesto que su muerte y resurrección son sacrificio que libera, rescata y salva de los pecados (Mt 20,28; 26,28; Rm 3,23-25; 4,25; Hb 9,22; 1 P 1.2; 1Jn 2,2) 5.
5 El sacrificio de Jesús (dar la vida en rescate de todos) salva los valores de cada época histórica, de cada pueblo y de cada cultura; pero los lleva a la plenitud insospechada del misterio de la encarnación, de la redención y de la restauración final. El Antiguo Testamento es una preparación inmediata a estos planes salvíficos y universales de Dios en Cristo; por esto, la meditación de la palabra de Dios lleva siempre hacia la armonía de toda la revelación. Los sacrificios antiguos son sombra o reparación de la gran luz en Cristo (Col, 2,17).
En Cristo encontramos la epifanía, cercanía, presencia y palabra personal de Dios Amor (Ga 4,4; Jn 14,9). En él, Dios nos ha dado todo (Rm 8,32). Al mismo tiempo, por Cristo y en el Espíritu Santo que él nos envía, nosotros podemos responder a Dios con un «amén» o «sí» de donación total (2 Co 1,20; Hb 13,15).
Su humanidad, unida a la persona del Verbo fue instrumento de nuestra salvación. Por esto, en Cristo se realizó plenamente nuestra reconciliación y se nos dio la plenitud del culto divino (SC 5; cf. Puebla 188-197).
El hombre encuentra en Cristo su propia realidad de sentirse amado y capacitado para amar libremente (cf. 3,16-17; 1 Jn 4,19). El «misterio» de Cristo Mediador, Sacerdote y Víctima, abarca también el misterio del hombre como instrumento y colaborador libre, para «instaurar todas las cosas en Cristo» (Ef 1,10). Es misterio de un «amor que supera toda ciencia» (Ef 3,19), porque empieza en Dios y abarca toda la humanidad, todo el cosmos y toda la historia, hasta que sea una realidad en «el cielo nuevo y la tierra nueva» (Ap 21,1) donde «reinará la justicia» (2 P 3,13).
Esta realidad sacerdotal de Jesús no puede encerrarse en una terminología humana. Se trata del misterio de Verbo encarnado, que asume como protagonista y consorte la historia de toda la comunidad humana y de cada ser humano en particular. Cristo se manifiesta así:
- con su ser sacerdotal de ungido y enviado, como Hijo de Dios hecho hombre (Hb 5,1-5),
- con su actuar o función sacerdotal, como responsable de los intereses de Dios y de los hombres, hasta dar la vida en sacrificio por ellos (Hb 9,11-15).
- con su estilo o vivencia sacerdotal de caridad pastoral que, conjuntamente con su ser y actuar, le hace sacerdote perfecto, santo, eficaz y eterno (Hb 7,1-28).
El sacerdocio de Cristo hay que enfocarlo, desde el amor de Dios que quiere salvar al hombre por el hombre, y desde el amor de Cristo Buen Pastor. Los sentimientos o interioridad de Cristo (Flp 2,5ss) arrancan de su ser de Hijo de Dios hecho nuestro hermano y están en sintonía con su obrar. «El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre» (GS 22). La caridad pastoral de Cristo es el punto de referencia de toda la espiritualidad sacerdotal (ver capítulo V):
Formar a los futuros sacerdotes en la espiritualidad del Corazón del Señor supone llevar una vida que corresponda al amor y al afecto de Cristo, Sacerdote y Buen Pastor: a su amor al Padre en el Espíritu Santo, a su amor a los hombres hasta inmolarse entregando su vida (PDV 49).
A la luz del sacerdocio de Cristo la historia humana recobra su sentido.
El Señor es el fin de la historia humana, punto de convergencia hacia el cual tienden los deseos de la historia y de la civilización, centro de la humanidad, gozo del corazón humano y plenitud total de sus aspiraciones (GS 45).
Participar en el sacerdocio de Cristo comporta, hacerse con él y como él responsable y solidario del caminar histórico del hombre.
La autoridad de Jesucristo Cabeza coincide, pues, con su servicio, con su don, con su entrega total, humilde y amorosa a la Iglesia. Y esto en obediencia perfecta al Padre: él es el único y verdadero Siervo doliente del Señor, Sacerdote y Víctima a la vez (PDV 21) 6.
6 El tema de Cristo sacerdote ilumina todos los temas de teología, pastoral y espiritualidad sacerdotal, como "fuente de todo sacerdocio" (santo Tomás, Suma Teológica, III, q. 22, a. 4). Hay que destacar los siguientes temas: el siervo de Yavé que ofrece su vida en rescate o liberación de toda la humanidad (Ez 4,4-8; Is 63,7; Ga 1,5; 1 P 1,18s); la humanidad vivificante de Cristo como "sacramento" fontal (es sacerdote en cuanto Verbo hecho hombre); la interioridad o amores de Cristo (que hemos descrito en el texto como amor al Padre y a los hombres hasta dar la vida en sacrificio). Ver: AA. VV., El corazón sacerdotal de Jesucristo, en "Teología del Sacerdocio", Burgos, Fac. de Teología, 18 (1984); M. GONZALEZ MARTÍN, El corazón de Cristo Pastor, en El ministerio y el Corazón de Cristo, centro de la vida y ministerio sacerdotal, ibídem, 177-200.
3- Jesús prolongado en su Iglesia,
Pueblo sacerdotal
La comunidad de los seguidores de Cristo se llama Iglesia (ecclesia) porque es una asamblea fraterna convocada por la presencia y la palabra de Jesús resucitado. Ello quiere decir que en esta comunidad se prolonga Jesús Buen Pastor, Mediador, Sacerdote y Víctima.
La Iglesia, como comunidad de creyentes, es un conjunto de signos de la presencia, de la palabra y de la acción salvífica de Jesús. Cada uno es llamado para una misión que es servicio o ministerio a los hermanos. Los signos de Jesús en su Iglesia se llaman vocaciones, ministerios (servicios), carismas (gracias especiales para servir).
Jesús prolonga en la Iglesia su persona y su sacrificio redentor, además de su palabra y acción salvífica y pastoral.
Cristo está presente en su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica. Está presente en el sacrificio de la misa... Está presente en su palabra... Está presente cuando la Iglesia suplica y canta salmos (SC 7).
La Iglesia es una comunidad o Pueblo sacerdotal, como templo de Dios, donde se hace presente y se ofrece el sacrificio de Cristo piedra angular y fundamento (1 Co 3,10-16; 2 Co 6,16-18; Ef 2,14-22; cf. LG cap. II). Cristo prolonga su realidad sacerdotal (su ser, su obrar y su vivencia) en la comunidad eclesial: Vosotros, como piedras vivas, sois edificados como casa espiritual para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por Jesucristo (1 P 2,5; cf. Ex 19,3-6; Lv 26,12; Ap 1,5-6; 5,10) 7.
7 El tema de Iglesia será tratado en el capítulo VI. El documento de Puebla (220-282) subraya la verdad sobre la Iglesia como Pueblo de Dios, signo y servicio de comunión; de este modo aparece la realidad eclesial como prolongación y expresión de Jesús presente en ella, acentuando la dimensión cristológica, pneumatológica, evangelizadora, espiritual, escatológica, sociológica y antropológica. María es figura y tipo de esta realidad eclesial (Puebla 28ss). Sobre la Iglesia "sacramento", ver la nota siguiente.
En la comunidad eclesial Cristo prolonga su presencia (Mt 28,20), su palabra (Mc 16,15), su sacrificio redentor (Lc 22,19-20; 1 Co 11,23-26) y su acción salvífica y pastoral (Mt 28,19; Jn 20,23). La Iglesia, como signo transparente y portador de Jesús y como Pueblo sacerdotal:
- anuncia el misterio pascual de su muerte y resurrección,
- lo celebra haciéndolo presente,
- lo vive en comunión de hermanos,
- lo transmite y comunica a todos los hombres
(Hch 2,32-37; 2,42-47; 4,32-34).
En este sentido, toda la comunidad participa y vive del sacerdocio de Cristo como profetismo, culto, realeza (pastoreo, apostolado). La Iglesia, gracias a la palabra, al sacrificio y a la acción salvífica y pastoral de Cristo, se construye como comunión, que refleja la comunión de Dios amor, y construye en la humanidad entera una comunión o familia de hermanos que son hijos de Dios (cf. Puebla 211-219; 270-281).
El sacerdocio de Cristo, prolongado en la Iglesia, hace a ésta «solidaria del género humano y de la historia» (GS 1). Cristo Sacerdote, por medio de su Iglesia, llega «al hombre todo entero, cuerpo y alma, corazón y conciencia, inteligencia y voluntad» (GS 3). «El Hijo de Dios asume lo humano y lo creado, restablece la comunión entre el Padre y los hombres» (Puebla 188; cf. LG 1).
La realidad de la Iglesia, por ser prolongación de Cristo (cf. Ef 1,23), es realidad sacerdotal y evangelizadora. La Iglesia es consorte o esposa de Cristo (Ef 5,25-27), participando de su ser sacerdotal que es de consagración y de misión.
El culto que la Iglesia tributa a Dios es una oblación en el Espíritu, por Cristo, al Padre (cf. Ef 2,18), el «sacrificio de alabanza» (Heb 13,15-16), que se centra en la eucaristía, pero que debe abarcar toda la humanidad y toda la creación renovadas por Cristo (Mt 5,13-14.23-24; Mc 9,49-50). Es una «vida escondida con Cristo en Dios» (Col 3,3), que se inserta en las realidades humanas para restaurarlas en Cristo (Ef 1,10). La Iglesia se hace luz y sal en Jesús, para convertir cada corazón humano y todo el cosmos en una oblación sacrificial a Dios por el mandato del amor.
Toda la acción de la Iglesia es sacerdotal, en cuanto que en ella se prolonga la acción sacerdotal de Cristo Buen Pastor; pero, de modo especial, esto tiene lugar en la celebración litúrgica:
La sagrada liturgia es el culto público que nuestro Redentor, como Cabeza de la Iglesia, rinde al Padre, y es el culto que la sociedad de los fieles rinde a su Cabeza y, por medio de ella, al Padre eterno; es, para decirlo en pocas palabras, el culto integral del Cuerpo místico de Jesucristo, esto es, de la cabeza y de sus miembros (Pío XII, Mediador Dei: AAS 39, 1947, 528-529).
«Realmente, es esta obra tan grande, por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados, Cristo asocia siempre consigo a su amadísima esposa la Iglesia, que invoca a su Señor y por El tributa culto al Padre eterno. Con razón, se considera la liturgia como el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo. En ella los signos sensibles significan y cada uno a su manera realizan la santificación del hombre, y así el Cuerpo místico de Jesucristo, es decir, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público íntegro» (SC 7) 8.
8 El tema de Iglesia sacramento o misterio (como signo claro y portador de la presencia y acción de Cristo resucitado) se ha de estudiar en relación a la Iglesia comunión y misión: J. ALFARO, Cristo, sacramento de Dios Padre; la Iglesia, sacramento de Cristo glorificado, "Gregorianum" 48 (1967) 5-27; C. BONNIVENTO, Sacramento di unità, la dimensione missionaria fondamento della nuova ecclesiologia, Bologna, EMI, 1976; Y. CONGAR, Un pueble missianique, l'Èglise sacrement du salut, París, Cerf, 1975; P. CHARLES, L'Eglise sacrement du monde, Louvain 1960; J. ESQUERDA, La maternidad de María y la sacramentalidad de la Iglesia, "Estudios Marianos" 26 (1965) 233-274; CL. GARCIA EXTREMEÑO, La actividad misionera de una Iglesia Sacramento y desde una Iglesia - Comunión, "Estudios de Misionología" 2 (Burgos 1977) 217-252; R. LATOURELLE, Cristo y la Iglesia, signos de salvación, Salamanca, Sígueme, 1971; A. NAVARRO, La Iglesia como sacramento primordial, "Estudios Eclesiásticos" 41 (1966) 139-159; H. RHANER, La Iglesia y los sacramentos, Barcelona, Herder, 1964; C. SCANZILLO, La Chiesa sacramento di comunione, Roma, Ist, Scienze Religiose, 1987; O. SEMMELROTH, La Iglesia como sacramento original, San Sebastián, Dinor, 1965; P. SMULDERS, La Iglesia como sacramento de salvación, en la Iglesia del Vaticano II, Barcelona, Flors, 1966, I p. 377-400.
La Iglesia pueblo sacerdotal, celebra con actitud de escucha y de respuesta:
- la Palabra que actualiza la historia de salvación como mensaje y como acontecimiento (SC 33,35, 52),
- el único sacrificio redentor de Cristo hecho presente en la eucaristía (SC 47ss),
- la acción salvífica de Cristo a través de los signos sacramentales (SC 59ss),
- la oración sacerdotal de Cristo (SC 83ss),
- la acción pastoral de Cristo, que tiende a hacer de la humanidad una oblación a Dios por la práctica del mandato del amor (SC 2).
Por esto, la liturgia es la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza. Pues los trabajos apostólicos se ordenan a que, una vez hechos hijos de Dios por la fe y el bautismo, todos se reúnan, alaben a Dios en medio de la Iglesia, participen en el sacrificio y coman la cena del Señor (SC 10).
En la Iglesia existe una triple consagración sacerdotal, que hace participar del sacerdocio de Cristo en grado y modo diverso:
- El sacramento del bautismo, que incorpora a Cristo Sacerdote para poder actuar en el culto cristiano participando en su ser, obrar y vivencia sacerdotal.
- El sacramento de la confirmación, que hace de la vida un testimonio audaz (martirio), especialmente en los momentos de dificultad (fortaleza), de perfección y de apostolado.
- El sacramento del orden, que da la capacidad de obrar en nombre y en persona de Cristo Cabeza, formando parte del sacerdocio ministerial (jerárquico) o ministerio apostólico.
- El carácter que comunica en cada uno de estos tres sacramentos (en grado y modo diverso) es sello o unción permanente del Espíritu Santo (Ef 1,13-14; 4,30; 2 Co 1,21-22). Es una cualidad espiritual, indeleble, a modo de signo configurativo (o de semejanza) con Cristo Sacerdote y de participación ontológica en su sacerdocio, que consagra a la persona y la potencia para el culto cristiano 9.
9 Sobre el carácter (del bautismo, confirmación y orden), los autores señalan algunos aspectos fundamentales y complementarios entre sí: signo distintivo y configurativo, potencia cultual, consagración o dedicación, participación del sacerdocio de Cristo, capacidad para la misión en la comunión de Iglesia, etc. En el concilio Tridentino; ses. 23, c. 4; en santo Tomás: Suma Teológica, III, q. 27, a. 5, ad 2; q. 63, a. 1-6, etc. Ver: J. ESPEJA, Estructuras del sacerdocio según los caracteres sacramentales, en El sacerdocio de Cristo, Madrid, 1969, 273-294; J. ESQUERDA, Síntesis histórica de la teología sobre el carácter, líneas evolutivas e incidencias en la espiritualidad sacerdotal, en «Teología del sacerdocio» 6 (1974) 211-226; J. GALOT, Le caractère sacerdotal, en «Teología del sacerdocio» 3 (1971) 113-132; J. GALOT, La nature du caractère sacramentel, París, Louvain, Desclée, 1958; J. LARRABE, Sentido salvífico y eclesial del carácter sacerdotal, "Estudios Eclesiásticos" 46 (1971) 5-33. Ver el tema en los tratados sobre los sacramentos (bautismo, confirmación, orden).
Como en todo sacramento, también en el bautismo, confirmación y orden se recibe una gracia especial. En este caso es para poder ejercer digna y santamente el sacerdocio participado de Cristo. Es un don de Dios que se puede perder (si falta la caridad) y que matiza las virtudes cristianas, specialis vigor (dice santo Tomás en la línea de la caridad pastoral de Cristo Sacerdote y Víctima.
El pueblo sacerdotal es diferenciado, no por la dignidad de la persona, ni por una menor exigencia de perfección, que consiste para todos en la caridad sin descuento, sino por recibir una llamada o vocación diferente, para ejercer diferentes servicios o ministerios en la Iglesia (cf. Puebla 220-281).
Todo cristiano está llamado a ejercer ministerios proféticos, cultuales y sociales (o de organización y caridad) en cuanto que los fieles, incorporados a Cristo por el bautismo, integrados al Pueblo de Dios y hechos partícipes, a su modo, de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, ejercen en la Iglesia y en el mundo la misión de todo el pueblo cristiano en la parte que a ellos corresponde (LG 31).
Las líneas básicas y algunas concretizaciones de estos ministerios han sido trazadas por Cristo; pero la Iglesia puede ir concretando más, permitiendo o estableciendo nuevos ministerios, de tipo más institucional, carismático o espontáneo según los casos 10.
10 Sobre los ministerios en general y especialmente sobre los nuevos ministerios: AA. VV., I ministeri ecclesiali oggi, Roma, Borla, 1977; AA. VV., Los ministerios en la Iglesia, Salamanca, Sígueme, 1985; A. ABATE, I ministeri nella missione e nel governo della Chiesa, Roma, Pont. Univ. Urbaniana, 1978; R. BLÁZQUEZ, La teología de una praxis ministerial alternativa; Salmanticenses 31 (1984) 113-135; J. DELORME, El ministerio y los ministerios según el Nuevo Testamento, Madrid, Cristiandad, 1975; J. ESPEJA, Los ministerios en el pueblo de Dios: Ciencia Tomista 114 (1987) 568-594; J. LECUYER, Ministères en Dictionnaire de Spiritualité, 10, 1255-1267; R. LOPEZ, Los nuevos ministerios según el Concilio Vaticano II «Revista Teológica Límense» 18 (1984) 393-423; T. P. O`MEARA, Theology of ministry, New York Ramsey, Paulist Press, 1983; F. A. PASTOR, Ministerios laicales y comunidades de base. La renovación pastoral de la Iglesia en América Latina, "Gregorianum" 68 (1987) 267-305; A. PEELMAN, Les nouveax ministères, "Kerygma" 13 (1979) n. 33; O. SANTAGADA, Naturaleza teológica de los nuevos ministerios, "Teología" 21 (1984) 117-140; P. TENA, Los ministerios confiados a los laicos, "Teología del Sacerdocio" 20 (1987) 421-450.
La vocación al laicado, a la vida consagrada y al sacerdocio ministerial matiza de modo diferente la participación en el ser, en el obrar y en el estilo de vida de Cristo Sacerdote, especialmente cuando se trata de la vocación sacerdotal ministerial, que está en la línea del sacramento del orden.
4- El sacerdocio común de todo creyente
Todo bautizado está llamado a participar responsable y activamente en la vida de la Iglesia, en el anuncio del evangelio, testimonio, oración, celebración litúrgica, apostolado, servicio comunitario, etc. Cada uno realiza un servicio peculiar según su propia vocación y estado de vida (laical, de vida consagrada, sacerdotal), a nivel de profetismo, culto y realeza o acción pastoral directa. Todos forman el Pueblo sacerdotal 11.
11 Sobre la Iglesia Pueblo sacerdotal, cf. Lumen Gentium c. 2; Ex 19,3-6; 1 Co 3,10-16; 2 Co 6,16-18; Ef 2,14-22; 1 P 2,4-10; Ap 1,5-6; 5,9-10; 20,6, etc. Enc. Mediator Dei, AAS 39 (1947) 552ss. Además de los estudios indicados en la orientación bibliográfica, ver: A. BANDERA, El sacerdocio de la Iglesia, Villalba, Ope, 1968; R. A. BRUGNS, Pueblo sacerdotal, Santander, Sal Terrae, 1968; J. COLSON, Sacerdotes y pueblo sacerdotal, Bilbao, Mensajero, 1970; J. ESPEJA, La Iglesia encuentro con Cristo Sacerdote, Salamanca, San Esteban, 1962; CH. JOURNET, Teología de la Iglesia, Bilbao, Desclée, 1960, cap. VIII; F. RAMOS, El sacerdocio de los creyentes (1 P 2,4-10), en «Teología del sacerdocio» 2 (1970) 11-47; J. RATZINGER, El nuevo Pueblo de Dios, Barcelona, Herder, 1972; E. DE SCHMEDT, El sacerdocio de los fieles, Pamplona, 1964, A. VANHOYE, Sacerdotes antiguos, sacerdote nuevo según el Nuevo Testamento, Salamanca, Sígueme, 1984.
Las vocaciones y los ministerios (servicios) son complementarios, para formar la única oblación de Cristo prolongado en su cuerpo que es la Iglesia, y que debe ser la oblación de toda la humanidad y de todo el cosmos.
El sacerdocio común de los fieles o de todo creyente es el que corresponde básicamente a toda vocación y estado de vida, por haber recibido el bautismo y confirmación. Cada creyente, según su propia vocación, realizará básicamente este sacerdocio en relación a la eucaristía y al mandato del amor, pero con matices diferentes:
- de presidencia en la comunidad
(sacerdote ministerial),
- de signo fuerte o estimulante de la caridad
(vida consagrada),
- de inserción en el mundo (laicado).
El acento en la vocación específica de cada uno no puede hacer olvidar lo que es fundamental y común a todos: el sacerdocio de todos los fieles.
No sólo fue ungida la Cabeza, sino también su cuerpo, es decir, nosotros mismos... De aquí se deriva que nosotros somos Cuerpo de Cristo, porque todos somos ungidos y todos estamos en él, siendo Cristo y de Cristo, porque en alguna manera el Cristo total es cabeza y cuerpo - san Agustín, Enarrationes in Ps 26.
Los bautizados son consagrados por la regeneración y la unción del Espíritu Santo como casa espiritual y sacerdocio santo, para que, por medio de toda obra del hombre cristiano, ofrezcan sacrificios espirituales y anuncien el poder de aquel que los llamó de las tinieblas a su admirable luz (LG 10; cf. 1 P 2,4-10).
La diferencia entre las diversas participaciones en el sacerdocio de Cristo indica mutua relación de servicio y de caridad, sin diferencia de privilegios y ventajas humanas.
El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, auque diferentes esencialmente y no sólo en grado, se ordenan, sin embargo, el uno al otro, pues ambos participan a su manera del único sacerdocio de Cristo. El sacerdocio ministerial, por la potestad sagrada de que goza, forma y dirige el pueblo sacerdotal, confecciona el sacrificio eucarístico en la persona de Cristo y lo ofrece en nombre de todo el pueblo de Dios. Los fieles, en cambio, en virtud de su sacerdocio real, concurren a la ofrenda de la eucaristía y lo ejercen en la recepción de los sacramentos, en la oración y acción de gracias, mediante el testimonio de una vida santa, en la abnegación y caridad operante (LG 10).
Todo creyente participa ontológicamente del sacerdocio de Cristo y está llamado a actuar en las celebraciones litúrgicas y en toda la vida de la Iglesia, a fin de convertir la propia existencia y de la humanidad entera en una prolongación de la oblación de Cristo al Padre en el amor del Espíritu Santo.
Con el lavado del bautismo, los fieles se convierten, a título común, en miembros del Cuerpo místico de Cristo Sacerdote, y, por medio del carácter que se imprime en sus almas, son delegados al culto divino participando así, de acuerdo con su estado en el sacerdocio de Cristo (Pío XII, Mediador Dei, AAS 39, 1947, 55ss).
Podemos distinguir en esta participación del sacerdocio de Cristo tres aspectos: el ser, el obrar y el estilo de vida. Del ser deriva el obrar y la exigencia de una vida santa:
- En cuanto al ser: es una participación real en el sacerdocio de Cristo (en su unción y misión), por medio del carácter del bautismo y de la confirmación, a modo de consagración, configuración con Cristo, capacitación para el culto y para la vida cristiana.
- En cuanto al obrar: es capacidad para participar en el anuncio (profetismo), celebración (liturgia) y comunicación del misterio pascual (realeza), el sacrificio de Cristo y ofreciéndose a sí mismos, y comprometiéndose en el apostolado de la Iglesia como inicio y extensión del Reino de Cristo.
- En cuanto al estilo de vida: con una vida santa y comprometida en el servicio de los hermanos, a la luz de las bienaventuranzas, transformando la vida en una oblación agradable (salada) a Dios por el amor (cf. Mt 5,13 en relación a Mt 5,44-48).
La vida cristiana, por su ser, su actuar y su vivencia, es, eminentemente sacerdotal: «Os ruego, hermanos, por la misericordia de Dios, que ofrezcáis vuestros cuerpos como hostia viva, santa, grata a Dios; éste es vuestro culto espiritual» (Rm 12,1). Por esto la vida cristiana está centrada en la eucaristía, que supone el anuncio y el compromiso de caridad:
Participando del sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida cristiana, ofrecen a Dios la víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con ella. Y así, sea por la oblación, sea por la sagrada comunión, todos tienen en la celebración litúrgica una parte propia, no confusamente, sino cada uno de modo distinto (LG 11).
De este modo, «la condición sagrada y orgánicamente estructurada de la comunidad sacerdotal se actualiza por los sacramentos y las virtudes» (ibídem).
Esta línea sacerdotal armoniza los dos niveles de la vida cristiana: el personal y el comunitario. Es la persona, no masificada, la que participa en la realidad de Cristo para ejercer una misión insustituible; pero esta persona es miembro de una comunidad que es comunión (Koinonía) de hermanos a modo de cuerpo, pueblo, templo de piedras vivas, familia. La realidad irrepetible de cada uno (vocación, carismas) se concretiza en la construcción armónica de la comunidad en el amor (ágape) como reflejo de Dios Amor (cf. 1 Co 12-13, en relación a Jn 3-4).
Entre todos, y con la finalidad generosa y personal a la propia vocación (en cuanto distinta y complementaria), realizamos la única oblación de Cristo, en su único cuerpo místico y Pueblo de Dios, que debe abarcar toda la humanidad y toda la creación.
Con esta perspectiva sacerdotal y eclesial hay que enfocar la afirmación de que todo cristiano está llamado a ser santo y apóstol, como partícipe y responsable del camino de la Iglesia con toda la humanidad hacia la restauración final en Cristo. Todo cristiano, según su propia vocación, participa de los ministerios eclesiales y forma parte de los signos de la Iglesia «sacramento universal de salvación» (LG 48; AG 1), signo transparente y portador de Cristo ante el Padre y para todos los pueblos. Cada uno se realiza en su propia vocación y carisma, en la medida en que aprecie y valore los demás, colaborando con ellos.
Aunque todos son miembros del Pueblo de Dios (laicos), dedicados al servicio de Dios (consagrados) y partícipes del único sacerdocio en Cristo (sacerdotes), acostumbrados a calificar con estos títulos a los cristianos que tienen una vocación peculiar de:
- Laicado: «A los laicos corresponde, por su propia vocación, tratar de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios» (LG 31). Son, pues, fermento de espíritu evangélico en las estructuras humanas, desde dentro, en comunión con la Iglesia para ejercer una misión propia (cf. LG 36; AA 2-4; GS 43) 12.
12 Ver LG 30-38; AA; GS 38, 43; AG 2, 6, 13, 21, 41; EN 70-75; CFL 7-8, 64; RMi 71.74; CEC 897-913; CIC 224-231; Santo Domingo 94-103; Puebla 777-849. Exhortación Apostólica Postsinodal Christifideles Laici, de Juan Pablo II (30 diciembre, 1988). Puebla 777-849. Algunos trabajos en colaboración: Vocación y misión del laicado en la Iglesia y en el mundo, en «Teología del sacerdocio» 20 (1987); Los laicos y la vida cristiana, Barcelona, Herder, 1965; Dizionario di Spiritualità dei laici, Milano, OR, 1981; Laicus testis fidei in schola. De munere laicorum in vocationibus fovendis, "Seminarium" 23 (1983) n. 12. Otros estudios: A. ANTÓN, Fundamentos cristológicos y eclesiológicos de una teología y definición del laicado, en «Teología del sacerdocio», 20 (1987) 97-162; J. I. ARRIETA, Formación y espiritualidad de los laicos, "Ius Canonicum" 27 (1987) 79-97; A. BONET, Apostolado laical, los principios del apostolado seglar, Madrid, 1959; Y. M. CONGAR, Jalones para una teología del laicado, Barcelona, Estela, 1963; CONGREGACIÓN EDUCACIÓN CATOLICA, El laicado católico testigo de la fe en la escuela, Roma, 1982; M. D. CHENU, Los cristianos y la acción temporal, Barcelona, Estela, 1968; J. ESQUERDA, Dimensión misionera de la vocación laical, "Seminarium" 23 (1983) 206-214; L. EVELY, La espiritualidad de los laicos, Salamanca, Sígueme, 1980; J. HERVADA, Tres estudios sobre el uso del término laico, Pamplona, Eunsa, 1975; M. TH. HUBER, ¿Laicos y santos? A la luz del Vaticano II, Burgos, Aldecoa, 1968; A. HUERGA, La espiritualidad seglar, Barcelona, Herder, 1964; T. I. JIMÉNEZ URRESTI, La acción católica, exigencia permanente, Madrid, 1973; La missione del laicato, Documenti ufficiali della Assemblea generale ordinaria del Sinodo dei Vescovi, Roma, Logos, 1987; R. BERZOSA MARTINEZ, Teología y espiritualidad laical, Madrid, CCS, 1995; T. MORALES, Hora de los laicos, Madrid, BAC, 1985; S. PIE, Aportaciones del Sínodo 1987 a la teología del laicado, "Revista Española de Teología" 48 (1988) 321, 370; F. A. PASTOR, Ministerios laicales y comunidades de base. La renovación pastoral de la Iglesia en América Latina, "Gregorianum" 68 (1987) 267-305. (Pont. Consilium pro Laicis) Apostolado de los laicos y responsabilidad pastoral de los obispos (Roma, 1982).
- Vida consagrada: es signo fuerte de las bienaventuranzas y del mandato del amor, a modo de «señal y estímulo de la caridad» (LG 42), por medio de la práctica permanente de los consejos evangélicos (cf. LG 43-44; PC 1). Las personas llamadas a esta vocación «son un medio privilegiado de evangelización» porque «encarnan la Iglesia deseosa de entregarse al radicalismo de las bienaventuranzas» (EN 69) 13.
13 Puebla 721-776. Documentos oficiales de la Iglesia en: La vida religiosa, Documentos conciliares y posconciliares, Madrid, Instituto de Vida Religiosa, 1987. Ver especialmente: Perfectae caritatis (Vaticano II), Evangelica Testificatio (Pablo VI), Redemptionis donum (Juan Pablo II), Mutuae Relationes (Congregación de obispos y Congregación de Institutos de vida consagrada. Potissimun Institutioni (idem)); Vita consecrata (Juan Pablo II). Estudios en colaboración: Yo os elegí. Comentarios y textos de la Exhortación Apostólica Vita consecrata de Juan Pablo II, Valencia, EDICEP, 1997; Los religiosos y la evangelización del mundo contemporáneo, Madrid, 1975; La vida religiosa, II Codice del Vaticano II, Bologna, EDB, 1983. Otros estudios: S. Mª ALONSO, La utopía de la vida religiosa, Madrid, Inst. Teol. Vida Religiosa, 1982; J. ALVAREZ, Historia de la vida religiosa, Madrid, Inst. Teol. Vida religiosa, 1987; M. AZEVEDO, Los religiosos: vocación y misión, Madrid, Soc. Educación Atenas, 1985; A. BANDERA, Teología de la vida religiosa, Madrid, Soc. Educ. Atenas, 1985; F. CIARDI, Expertos en comunión. Exigencia y realidad de la vida religiosa, Madrid, San Pablo, 2000; A. DORADO, Religioso y cristiano hoy, Madrid, Perpetuo socorro, 1983; J. LUCAS HERNÁNDEZ, La vida sacerdotal y religiosa, Madrid, Soc. Educ. Atenas, 1986; T. MATURA, El radicalismo evangélico, Madrid, Inst. Teol. Vida religiosa, 1980: Idem, La vida religiosa en la encrucijada, Barcelona, Herder, 1980; A. MORTA, Los consejos evangélicos, Madrid, 1968; A. RENARD, Las religiosas en la hora de la esperanza, Barcelona, Herder, 1982; B. SECONDIN, Seguimiento y profecía, Madrid, Paulinas, 1986; J. M. TILLARD, En el mundo y sin ser del mundo, Santander, Sal Terrae, 1983.
- Sacerdocio ministerial: es signo personal de Cristo Sacerdote y Buen Pastor, a modo de «instrumento vivo» (PO 12), para obrar «en su nombre» (PO 2) y servir en la comunidad eclesial, como principio de unidad de todas sus vocaciones, ministerios y carismas (PO 6.9).
El sacerdocio común de todo creyente es sacerdocio «espiritual» y «real» (1 P 2,4-9; Jn 4,23; Rm 12,1), porque se celebra en el Espíritu de Cristo (en quien ya se cumplen las promesas mesiánicas) y es participación y colaboración en el reino de Cristo.
Los fieles, incorporados a la Iglesia por el bautismo, quedan destinados por el carácter al culto de la religión cristiana, y, regenerados como hijos de Dios, están obligados a confesar delante de los hombres la fe que recibieron de Dios mediante la Iglesia. Por el sacramento de la confirmación se vinculan más estrechamente a la Iglesia, se enriquecen con una fuerza especial del Espíritu Santo, y con ello quedan obligados más estrictamente a difundir y defender la fe, como verdaderos testigos de Cristo, por la palabra y juntamente con las obras (LG 11).
La familia, como la Iglesia doméstica (LG 11), es un lugar privilegiado de este culto cristiano. En ella se aprende la donación personal como encuentro con Cristo en el signo de cada hermano.
Los cónyuges cristianos, en virtud del sacramento del matrimonio, por el que significan y participan el misterio de unidad y amor fecundo entre Cristo y la Iglesia (cf. Ef 5,32), se ayudan mutuamente a santificarse en la vida conyugal y en la procreación y educación de la prole, y por eso poseen su propio don, dentro del Pueblo de Dios, en su estado y forma de vida (LG 11). «La Iglesia encuentra en la familia, nacida del sacramento, su cuna» (FC 15) 14.
14 Puebla 568-616, Ver Exhortación Apostólica Familiaris consortio, de Juan Pablo II (22 noviembre 1981). Estudios en colaboración: La familia, posibilidad humana y cristiana, Madrid, Acción católica, 1977; La familia. Doctrina de la Iglesia católica acerca de la familia, el matrimonio y la educación, Madrid, 1975. Otros estudios: F. ADNES, El matrimonio, Barcelona, Herder, 1979; B. FORCANO, La familia en la sociedad de hoy, problemas y perspectivas, Valencia, CEP, 1975; F. MUSGROVE, Familia, educación y sociedad, Estella, Verbo Divino, 1975; E. SCHILLEBEECKX, El matrimonio, realidad terrena y misterio de salvación, Salamanca, Sígueme, 1968; A. LOPEZ TRUJILLO, Familia, vida y nueva evangelización, Estella, EDV, 2000; A. VILLAREJO, El matrimonio y la familia en la "Familiaris consortio", Madrid, San Pablo, 1984. Documento de la Conferencia Episcopal Española: Matrimonio y familia hoy, Madrid, PPC, 1979. Ver también Documento de la Conferencia Episcopal Española: La familia, santuario de la vida y esperanza de la sociedad, Madrid, San Pablo, 2001.
La oblación cristiana que transforma la vida en donación tiene lugar por medio del trabajo como servicio a los hermanos. Precisamente porque «el hombre vale más por lo que es que por lo que tiene» (GS 35), «el hombre como sujeto del trabajo es una persona independientemente del trabajo que realiza» (LE 12); por esto, «el primer fundamento del valor del trabajo es el hombre mismo como sujeto» (LE 6). El valor del trabajo consiste, en la donación personal a imagen de Dios Creador y de Cristo Redentor (cf. GS, 1ª parte, III) 15.
15 J. ALFARO, Hacia una teología del progreso humano, Barcelona, Herder, 1969; L. ARMAND, El trabajo y el hombre, Madrid 1964; F. BERRIOS MEDEL, Teología del trabajo hoy. El desafío de un diálogo con la modernidad, Pont. Univ. Católica, Santiago, 1994; M. D. CHENU, Hacia una teología del trabajo, Barcelona, Estela, 1965; O. FERNÁNDEZ, Realización personal en el trabajo, Pamplona, Eunsa, 1978; A. NICOLAS, Teología del progreso, Salamanca, Sígueme, 1971; G. THILS, Teología de las realidades terrenas, Bilbao, 1956.
El sacerdocio ministerial comunicado por el sacramento del orden (que será el tema principal de los capítulos sucesivos) es un servicio especial para hacer que toda la comunidad eclesial, con todos sus componentes y sectores, ejerza su sacerdocio común y se haga oblación en Cristo para bien de toda la humanidad. El mismo sacerdote ministro pone en práctica su realidad sacerdotal bautismal a través de este servicio vivido con fidelidad generosa.
Guía Pastoral
Reflexión bíblica
- Sintonía con los amores del Buen Pastor: al Padre (Lc 20,21; Jn 17,4), a los hombres (Mt 8,17; Hch 10,38); dando la vida en sacrificio (Jn 10,11-18; Lc 23,46).
- La realidad sacerdotal de Cristo Mediador: ungido o consagrado (Jn 10,36), enviado para evangelizar a los pobres (Lc 4,18; 7,22), ofrecido en sacrificio (Lc 22,19-20; Mc 10,45), presente en la Iglesia (Mt 28,20).
- El sacrificio total de la caridad pastoral: cordero pascual (Jn 1,29), para establecer una nueva alianza o pacto de amor (Mt 26,28) y salvar al pueblo de sus pecados (M 20,28).
Estudio personal y revisión de vida en grupo
- Cristo Sacerdote, «único Mediador» (1 Tm 2,5): por su ser de Hijo de Dios hecho hombre, por su obrar o función sacerdotal (anuncio, cercanía, sacrificio de inmolación), por su estilo de vida (PO 2; SC 5; Puebla 188-197: PDV 21-23: Dir cap. I).
- Cristo Mediador, centro de la creación y de la historia (GS 22,32,39,45).
- El sacerdocio de Cristo prolongado en la Iglesia, Pueblo sacerdotal (SC 6-7,10; LG 9; Puebla 220-281), especialmente en el anuncio de la Palabra (SC 33,35,52), en la celebración del sacrificio redentor (SC 47ss), en la acción salvífica y pastoral (SC 2,7), en la cercanía solidaria a los hombres (GS 1,40ss).
- Relación armónica entre las diversas participaciones del sacerdocio de Cristo (LG 10-11; PO 2) y las diversas vocaciones (LG 31,42; PC 1; PO 2; GS 43).
- Servicio de unidad por parte del sacerdocio ministro (PO 9).
El sacerdocio, en virtud de su participación sacramental con Cristo, Cabeza de la Iglesia, es, por la Palabra y la Eucaristía, servicio de la Unidad de la Comunidad (Puebla 661).
Orientación Bibliográfica
Ver algunos temas concretos en las notas de este capítulo: sacerdocio en san Pablo (nota 3), san Juan (nota 1), carta a los Hebreos (nota 4), Corazón sacerdotal de Cristo (nota 6), Iglesia sacramento (nota 8), Iglesia Pueblo de Dios (nota 11), ministerios y nuevos ministerios (nota 10), carácter sacerdotal (nota 9), laicado (nota 12), vida consagrada (nota 13), familia (nota 14), trabajo (nota 15).
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Ver bibliografía sobre la Iglesia en el capítulo VI.
I- ESPIRITUALIDAD E IDENTIDAD SACERDOTAL PARA UNA NUEVA EVANGELIZACIÓN
Escrito por Super User
I- ESPIRITUALIDAD E IDENTIDAD SACERDOTAL PARA UNA NUEVA EVANGELIZACIÓN
Presentación
La espiritualidad es un camino y una «vida según el Espíritu» (Rm 8,4.9). Cristo vivió y actuó siempre «movido por el Espíritu» (Lc 4,1.14); por esto se presentó a Nazaret como «consagrado» y «enviado» por el Espíritu para «evangelizar a los pobres» (Lc 4,18). Pablo, ante los presbíteros de Efeso reunidos en Mileto, se llamó «prisionero del Espíritu» (Hch 20,22).
Cada creyente es o debe ser un signo transparente y portador de Cristo. El Señor quiso que sus «Apóstoles» fueran «bautizados» y renovados en el Espíritu para ser sus «testigos hasta los últimos confines de la tierra» (Hch 1,8). Cristo vive hoy resucitado entre nosotros: «estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos» (Mt 28,20).
El sacerdote ministro es «signo sacramental de Cristo» (PDV 16), Buen Pastor, porque participa de modo especial en su ser, prolonga su obrar y sintoniza con sus vivencias. Esta realidad está encumbrada en una geografía y en una historia, aquí y ahora, también en una Iglesia entre dos milenios que comparte los gozos y las esperanzas de un mundo que cambia.
¿Cómo debe ser el apóstol de Cristo en nuestra época? ¿qué significado tiene la espiritualidad para el sacerdote ministro?
1. Tiempo de gracia en un mundo que cambia
El misterio de la Encarnación del Hijo de Dios indica que Cristo vive nuestras circunstancias históricas: «habitó entre nosotros» (Jn 1,14). Es decir, ha establecido su tienda de caminante en medio nuestro para compartir nuestra vida. Todo creyente y especialmente el sacerdote ministro (ordenado), orienta su vida en sintonía con las vivencias de Cristo en cada período histórico y en toda situación humana. Porque «el Hijo de Dios, con su Encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre (GS 22).
Nuestra sociedad humana entre dos milenios sufre cambios rápidos y profundos, que parecen forjar una nueva etapa histórica más técnica y pluralista. El hombre de hoy se siente impulsado hacia un progreso y unas conquistas que parecen ilimitadas: «El Espíritu científico modifica profundamente el ambiente cultural y las maneras de pensar» (GS 5). Nace un profundo sentido de autonomía de las realidades terrenas.
Los cambios profundos sociológicos, psicológicos, morales y religiosos, parecen delinear una persona y una comunidad humana con rasgos y características en las que habrá que reinsertar el evangelio:
- Dominio sobre la naturaleza y progreso ilimitado en los campos de la manipulación de la materia, energía, genética, espacio, microcosmos...
- Elaboración, intercambio y comunicación de datos y noticias: medios de comunicación social (mass media), informática, telemática, ideologías que tienden a monopolizar la humanidad...
- Movilidad humana masiva y permanente: migraciones debidas al trabajo, guerra racismo, grandes ciudades, turismo, encuentros, calamidades naturales, presiones ideológicas, pobreza, centros de riqueza...
- Nace un concepto nuevo de unidad y responsabilidad universal dentro de la valoración y autonomía de las culturas y pueblos: los adelantos, los conflictos, los problemas y la paz son patrimonio de toda la familia humana; se reconoce que hay derechos fundamentales comunes a todos los hombres y a todos los pueblos (cf. GS 4-10).
Es necesario destacar la inversión de valores que pueden producirse cuando estos cambios y logros carecen de enfoque verdaderamente humano y cristiano: «el materialismo individualista... el consumismo... el deterioro de los valores familiares básicos... de la honradez pública y privada» (Puebla 54-58) 1.
1 La Constitución Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II (Sobre la Iglesia y el mundo moderno) resume los fenómenos sociológicos actuales: Proemio y exposición preliminar (GS 1-10). Puebla resume la situación en América Latina; ver especialmente la primera parte (Visión pastoral de la realidad latinoamericana). Ver también Medellín en la introducción y la primera parte (Promoción humana): "América Latina está evidentemente bajo el signo de la transformación y el desarrollo. Transformación que, además de producirse con una rapidez extraordinaria, llega a tocar y conmover todos los niveles del hombre, desde el económico hasta el religioso. Esto indica que estamos en el umbral de una nueva época histórica de nuestro continente" (Introducción, n. 4). Ver también Pastores dabo vobis, cap. I ("tomado de entre los hombres"); Vita consecrata 63,96-99; Santo Domingo, 2ª parte. Los documentos sinodales y postsinodales sobre cada Continente, ofrecen también datos abundantes; ver: Ecclesia in America, cap. II y VI.
Este hombre técnico y universalista siente más que nunca la necesidad de vivencia, experiencia y trascendencia. «A fuer de criatura, el hombre experimenta múltiples limitaciones; se siente, no obstante, ilimitado en sus deseos y llamado a una vida superior» (GS 10). Es, pues, un hombre que pregunta sobre:
- El sentido de la vida, la dignidad de la persona (trabajo, cultura, convivencia), de la historia humana...
- El sentido del dolor, de las injusticias, de la pobreza, del mal, de la muerte...
- El sentido del progreso y de los adelantos, comunicación de bienes con toda la humanidad...
- El sentido de la trascendencia del más allá como base del misterio del hombre...
- El sentido del pensamiento humano que ha fraguado innumerables ideologías (muchas de ellas válidas, pero todas variables y pasajeras) sobre el misterio del hombre...
- El sentido de las normas morales (ética) para la conducta personal, familiar, social, política, económica, internacional...
Este hombre que quiere ver, pesar, medir, experimentar, no deja de pedir espiritualidad:
Por su interioridad es, en efecto, superior al universo entero; a esta profunda interioridad retorna cuando entra dentro de su corazón, donde Dios le aguarda, escrutador de los corazones, y donde él personalmente, bajo la mirada de Dios, decide su propio destino (GS 14).
Mientras se pregunta por el silencio y ausencia de Dios, el hombre no deja de sentir sed de él, como si intuyera que sin Dios la vida sería un absurdo. Este hombre no deja de ser redimido por Cristo.
El espíritu del cristianismo sólo puede ser presentado por apóstoles auténticos que lo hayan experimentado en sus propias vidas como encuentro con Cristo. La sociedad moderna necesita ver signos claros del evangelio.
Paradójicamente, el mundo, que a pesar de los innumerables signos de rechazo de Dios lo busca, sin embargo, por caminos insospechados y siente dolorosamente su necesidad, el mundo exige a los evangelizadores que le hablen de un Dios a quienes ellos mismos conocen y tratan familiarmente, como si estuvieran viendo al Invisible (EN 76; cf. GS 7).
Estas realidades humanas deben ser analizadas objetivamente y a la luz del evangelio. El análisis cristiano de la realidad y de la historia se realiza a la luz del misterio pascual de Cristo (cf. GS 22, 32,28-39, 45). Este análisis señala unas pistas para descubrir en los acontecimientos un hecho o un tiempo de gracia (kairos), que transforma la vida humana en compromiso de donación a Dios y a los hermanos. Sólo es irreversible lo que nazca del amor. Todo lo que no nazca de la caridad es caduco, aunque produzca unos éxitos inmediatos.
Para ser tal, el desarrollo debe realizarse en el marco de la solidaridad y de la libertad, sin sacrificar nunca la una a la otra bajo ningún pretexto... El verdadero desarrollo debe fundarse en el amor a Dios y al prójimo, y favorecer las relaciones entre los individuos y las sociedades. Esta es la civilización del amor de la que hablaba el Papa Pablo VI (SRS 33).
Este análisis cristiano de la realidad equivale a discernir los signos de los tiempos (cf. Mt 16,2-4). Los acontecimientos recobran su orientación a la luz de la hora de Jesús, es decir, de su muerte y resurrección (cf. Jn 13). La realidad aparece entonces en toda su hondura, como reclamando al hombre un compromiso de donación para liberarle integralmente haciéndole pasar a la actitud evangélica del amor universal. «La Iglesia, en la plenitud de la Palabra revelada por Jesucristo y mediante la asistencia del Espíritu Santo, lee los hechos según se desenvuelven en el curso de la historia» (SRS 1; cf. 4,11,44; DH 15) 2.
2 La frase "signos de los tiempos" (Mt 16,4) o equivalente, se encuentra frecuentemente en los documentos del Vaticano II, ya desde la Constitución Humanae salutis por la que Juan XXIII convocó el concilio. Ver: GS 4, 11, 44. Para la vida sacerdotal: PO 6, 9, 15, 17, 18. Tiene relación con la "hora del Padre" que apunta hacia el misterio pascual (Jn 2,4; 7,30; 8,20; 12,23; 13,1). Puebla 12, 15, 420, 473, 653, 847, 1115, 1128. Cf. L. GONZALEZ CARVAJAL, Los signos de los tiempos, el reino de Dios está entre vosotros, Santander, 1987; M. D. CHENU, Los signos de los tiempos, reflexión teológica en la Iglesia, en La Iglesia en el mundo de hoy, Madrid, Taurus, 1970, II, 25-278; M. RUIZ, Los signos de los tiempos, Manresa 40 (1968) 5-18.
La fe sobre el misterio de la Encarnación salva todas las tensiones convirtiéndolas en armonía de humanismo integral.
Esta fe nos impulsa a discernir las interpelaciones de Dios en los signos de los tiempos, a dar testimonio, a anunciar y a promover los valores evangélicos de la comunión y la participación, a denunciar todo lo que en nuestra sociedad va contra la filiación que tiene su origen en Dios Padre y de la fraternidad en Cristo Jesús (Puebla 15).
No hay más que un humanismo verdadero que se abre al Absoluto... El hombre no se realiza en sí mismo, si no es superándose (Pablo VI, Populorum Progressio 42).
Vuélvete a ti mismo; en el hombre interior habita la verdad; y si encuentras que tu naturaleza es mudable, trasciéndete a ti mismo» (San Agustín, De Vera Religione 39, 72: PL 34, 154).
Nos encontramos en una «época hambrienta de Espíritu» (RH 18). Las realidades históricas sólo se pueden discernir y transformar en un compartir profundo de espiritualidad cristiana. Por esto, el objetivo principal de la doctrina social de la Iglesia es el de interpretar esas realidades, examinando su conformidad o diferencia con lo que el evangelio enseña acerca del hombre y su vocación terrena y, a la vez, trascendente, para orientar en consecuencia la conducta cristiana (SRS 41).
El hombre que comienza a delinearse en nuestra historia es un ser profundamente relacionado con todos los hermanos, con todos los pueblos y con el universo entero. Este hombre encontrará su identidad si se abre a la trascendencia. Y esta apertura reclama testigos del Dios vivo y signos transparentes del Buen Pastor 3.
3 Documentos de la Conferencia Episcopal española: Testigos del Dios vivo, identidad y misión de la Iglesia, Madrid, PPC 1985; Los católicos en la vida pública, Instrucción pastoral, Madrid, PPC 1986. Ver PDV 6, 8, 39 ,41.
2- Una Iglesia solidaria de los gozos y esperanzas
La espiritualidad cristiana y sacerdotal es eminentemente eclesial. La Iglesia (ecclesia) es la comunidad humana convocada por la palabra o anuncio del evangelio para celebrar el misterio pascual de Cristo y transformar el mundo según el mandato del amor.
La Iglesia ha sido fundada y amada por Jesús como un conjunto de signos humanos (débiles) portadores de gracia.
Nacida del amor del Padre Eterno, fundada en el tiempo por Cristo Redentor, reunida en el Espíritu Santo, la Iglesia tiene una finalidad escatológica y de salvación, que sólo en el siglo futuro podrá alcanzar plenamente. Está presente y aquí en la tierra, formada por los hombres, es decir, por miembros de la ciudad terrena que tienen la vocación de formar en la propia historia del género humano la familia de los hijos de Dios, que ha de ir aumentando sin cesar hasta la venida del Señor (GS 40) 4.
4 Cf. Algunos textos básicos sobre la fundación de la Iglesia: Mt 16, 18; 28, 19-20; Lc 24,47-49; Mc 16,15-20; Jn 20,21-23; 21,15-18; Hch 1,4-8; 2,41-47; 4,31-34; 20,28; Ef 2,20; 3,9-10; 5,25-33.
La Iglesia se llama misterio o sacramento porque es signo transparente y portador de la presencia de Cristo resucitado (Ef 3,9-10; 5,32). Se llama también comunión (koinoía) porque está constituida por hermanos que se aman en Cristo. Su objetivo es la misión, en cuanto que ha sido fundada para ser enviada a evangelizar o anunciar la buena nueva a todos los pueblos 5.
5 Con estos tres títulos resume la eclesiología conciliar del Vaticano II el documento final del Sínodo Episcopal extraordinario de 1985: Ecclesia sub Verbo Dei Mysteria Christi celebrans pro salute mundi. Traduc. cast.: L'Osservatore Romano, 22.12.85, p. 11-14.
La comunidad eclesial de creyentes es, pues, expresión o cuerpo de Cristo, a modo de complemento o prolongación (Ef 1,23; Col 1,24). Cada persona ha sido llamada (según la propia vocación) y agraciada (según carismas o gracias especiales) para formar parte de la comunidad eclesial y ejercer diversos servicios o ministerios.
Esta Iglesia es esposa o consorte de Cristo, fiel y fecunda, virgen y madre (Ga 4,26), porque comparte esponsalmente la vida del Señor (Ef 5, 25-27; 2 Co 11, 2). Es pueblo de Dios, a modo de propiedad esponsal (1 P 2,9; Ap 1,5-6), como «signo levantado en medio de las naciones» (Is 11,12; cf. SC 2). Es «el germen y el principio del Reino» (LG 5), que un día será plenitud en Cristo.
La Iglesia está inserta en el mundo como:
- Cuerpo o expresión visible de Cristo resucitado (Col 1,24: Ef 1,23).
- Sacramento (misterio) o signo portador y eficaz de Cristo resucitado presente (Ef 3,9-10).
- Esposa o consorte, fiel y comprometida en la misma suerte de Cristo (Ef 5, 25-27; 2 Co 11,2).
- Madre como instrumento de vida en Cristo y vida en Espíritu (Ga 4,4.19.26).
- Pueblo como propiedad cariñosa de Dios y signo de lo que deben ser todos los pueblos (1 P 2,9; Ap 1,5-6).
- Inicio del Reino de Dios anunciado por Cristo, que ya habita en los corazones (dimensión carismática), que está presente en la Iglesia (dimensión institucional) y que un día será encuentro final o plenitud en el más allá (dimensión escatológica) (Lc 10,9; 11,2; 17,21; cf. LG 5).
Desde el día de la Encarnación, Cristo es protagonista de la vida de cada ser humano y de cada pueblo (cf. GS 22). La Iglesia ha sido fundada por Cristo para ser su signo visible que construya la unión o comunión humana en cada corazón y en toda la sociedad: «La Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea, signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG 1). Por esto, «no está ligada a ninguna forma particular de civilización humana ni a sistema alguno político, económico o social», sino que sirve libremente a toda comunidad humana «bajo cualquier régimen político que reconozca los derechos fundamentales de la persona y de la familia y los imperativos del bien común» (GS 42).
Esta Iglesia, fundada y amada por Cristo, es, por su misma naturaleza, solidaria de los gozos, de las angustias y de las esperanzas de toda la humanidad, como «llamada a dar un alma a la sociedad moderna» (J. P. II Disc. 11.10.85).
Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón. La comunidad cristiana está integrada por hombres que, reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el reino del Padre y han recibido la buena nueva de la salvación para comunicarla atodos. La Iglesia por ellos se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia (GS 1).
La naturaleza misionera de la Iglesia (cf. AG 2,6,9) enraíza en su mismo ser de «sacramento universal de salvación» (LG 48; AG 1). Pues bien, esta realidad sacramental de la Iglesia la muestra ante el mundo como signo de la cercanía de Cristo a todo hombre y a todos los pueblos en su situación concreta:
Todo el bien que el Pueblo de Dios puede dar a la familia humana al tiempo de su peregrinación en la tierra, deriva del hecho de que la Iglesia es sacramento universal de salvación, que manifiesta y al mismo tiempo realiza el misterio del amor de Dios al hombre (GS 45).
La espiritualidad cristiana será, pues, vivencia de Iglesia, sentido y amor de Iglesia, que sintoniza con los sentimientos de Cristo en su misterio de Encarnación y redención para la salvación del mundo (cf. Flp 2,5-11; Jn 1,14; 3,16-17). A través del testimonio cristiano y eclesial, «Cristo... manifiesta el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación» (GS 22). Por este mismo testimonio cristiano de las bienaventuranzas y del mandato del amor, aparece que «el hombre... no puede encontrar su propia plenitud sino es en la entrega de sí mismo a los demás» (GS 24). Entonces se hace manifiesto que «el hombre vale más por lo que es que por lo que tiene» (GS 35).
Si fallase el testimonio de la espiritualidad cristiana (por parte de los pastores y de los fieles) la Iglesia no sería signo creíble de su misión. Por la vivencia de la caridad o de las bienaventuranzas, «la Iglesia... puede ofrecer gran ayuda para dar un sentido más humano al hombre y a su historia» (GS 40). Sólo con una auténtica espiritualidad se podrá evitar «el divorcio entre la fe y la vida diaria», que es «uno de los más grandes errores de nuestra época» (GS 43).
El hombre del tercer milenio cristiano necesita ver una Iglesia transparente de Cristo. Por esto, «el hombre se convierte siempre en el camino de la Iglesia» (DEV 58; cf. RH 14). «Una nueva etapa de la vida de la Iglesia» (RH 6) necesita presentar una comunidad eclesial que «avanza continuamente por la senda de la renovación» (LG 8). Así podrá la Iglesia «revelar al mundo su misterio, aunque sea entre penumbras, hasta que se manifieste en todo esplendor al final de los tiempos» (ibídem). Para responder a una nueva época de gracia, la Iglesia descrita por el Concilio Vaticano II está empeñada en una profunda renovación espiritual, que la haga más signo transparente y portador del evangelio. Por esta renovación, «la claridad de Cristo resplandece sobre la faz de la Iglesia» (LG 1). Cada cristiano según su propia vocación forma parte responsable de esta Iglesia que es, según los cuatro documentos (constituciones) principales del concilio, Lumen Gentium (LG), Dei Verbum (DV), Sacrosantum Concilium (SC), Gaudium et Spes (GS):
- Signo transparente y portador de Cristo: Iglesia, sacramento o misterio (LG I), Iglesia «comunión» o pueblo de hermanos y cuerpo de Cristo (LG II), Iglesia «misión y peregrina en la historia como inicio del Reino definitivo, «sacramento universal de salvación» (LG VII).
- Portadora del mensaje evangélico para el hombre concreto y para todos los pueblos: Iglesia de la Palabra (DV).
- Centrada en la muerte y resurrección de Cristo: Iglesia que hace presente en la historia humana el misterio pascual (SC).
- Insertada en las realidades humanas: Iglesia en el mundo y en la historia (GS).
Hacer realidad esta Iglesia descrita por el Concilio Vaticano II, es «el fundamento y el comienzo de una gigantesca obra de evangelización» (Juan Pablo II, Disc. 11.10.85).
La espiritualidad cristiana y sacerdotal es, pues, camino de Iglesia sacramento y Pueblo de Dios (LG I, II, VII), por la fidelidad a la Palabra (DV), la vivencia y celebración del misterio pascual de Cristo (SC), al servicio del hombre en el mundo y en la historia (GS).
Los agentes de pastoral y especialmente los sacerdotes ministros están llamados a suscitar en las comunidades eclesiales una renovación espiritual que responda a la realidad concreta a la luz del evangelio.
Esta realidad exige conversión personal y cambios profundos de las estructuras que respondan a las legítimas aspiraciones del pueblo hacia una verdadera justicia social (Puebla 30) 6.
6 "Desde la I Conferencia General del Episcopado Latinoamericano realizada en Río de Janeiro en 1955 y que dio origen al Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM) y, más vigorosamente todavía, después del Concilio Vaticano II y de la Conferencia de Medellín, la Iglesia ha ido adquiriendo conciencia cada vez más clara y más profunda de que la evangelización es su misión fundamental y de que no es posible su cumplimiento sin un esfuerzo permanente de conocimiento de la realidad y de adaptación dinámica, atractiva y convincente del Mensaje a los hombres de hoy" (Puebla 85; cf. nn. 72-92). Ver el Documento de Santo Domingo, 2ª parte.
La misión de la Iglesia, a la luz de la Encarnación, es la del llegar al hombre concreto para salvarlo o liberarlo en toda su integridad. La Iglesia relee la historia a la luz del evangelio (cf. SRS 1). Por esto la doctrina social cristiana ha reivindicado una vez más su carácter de aplicación de la Palabra de Dios a la vida de los hombres y de la sociedad, así como a las realidades terrenas, que con ellas se enlazan, ofreciendo `principios de reflexión', `criterios' y `directrices de acción' (SRS 8).
Esta doctrina no es una tercera vía entre el capitalismo liberal y el colectivismo marxista, y ni siquiera una posible alternativa a otras soluciones menos contrapuestas radicalmente, sino que tiene una categoría propia. No es tampoco una ideología, sino la cuidadosa formulación del resultado de una atenta reflexión sobre las complejas realidades de la vida del hombre en la sociedad y en el contexto internacional, a la luz de la fe y de la tradición eclesial (SRS 41) 7.
7 La doctrina social de la Iglesia queda resumida principalmente en las encíclicas Rerum novarum de León XIII, Quadragesimo anno de Pío XI, y Mater et Magistra de Juan XXIII. El concilio resume esta doctrina en Gaudium et Spes (parte 2ª cap. III). Después del concilio, en las encíclicas Populorum progressio de Pablo VI, Laborem excercens, Sollicitudo rei socialis y Centessimus Annus de Juan Pablo II.
La solidaridad, de que es portadora la Iglesia (GS 1), nos ayuda a ver al otro; persona, pueblo o Nación; como un instrumento cualquiera para explotar a poco coste su capacidad de trabajo o resistencia física, abandonándolo cuando ya no sirve, sino como un semejante nuestro, una ayuda, para hacerlo partícipe, como nosotros, del banquete de la vida al que todos los hombres son igualmente invitados por Dios. De aquí la importancia de despertar la conciencia religiosa de los hombres y de los pueblos (SRS 39).
La Iglesia, empezando por sí misma, se compromete a defender los derechos fundamentales de las personas y de los pueblos.
De esta manera, el proceso del desarrollo y de la liberación se concreta en el ejercicio de la solidaridad, es decir, del amor y servicio al prójimo, particularmente a los más pobres (SRS 46).
La naturaleza de la Iglesia es esencialmente de comunión porque refleja la comunión de Dios Amor y construye la humanidad entera en comunión de hermanos (cf. SRS 40). Esta actitud de comunión koinonía y de caridad agapé es la base de la espiritualidad cristina y sacerdotal 8.
8 Ver el tema de Iglesia en los capítulos III y VI.
3- Hacia una nueva evangelización
Todo apóstol y especialmente el sacerdote ministro debe afianzar sus «actitudes interiores» (EN 74) para colaborar en una «evangelización renovada» (EN 82), en una nueva etapa de la historia humana. A veces habrá que reevangelizar sectores humanos cuyo cristianismo corre el riesgo de diluirse. Frecuentemente se tratará de emprender una nueva evangelización:
- Nueva en su ardor, por la disponibilidad misionera de los evangelizadores,
- en sus métodos, por un mejor aprovechamiento de los nuevos medios de apostolado,
- en sus expresiones, por la adaptación de la doctrina y de la práctica cristiana sin disminuir sus principios y exigencias evangélicas 9.
9 Juan Pablo II, Alocución al CELAM, 9 de marzo 1983 (Puerto Príncipe, Haití), y 12 octubre 1984 (Santo Domingo). Cf. Discurso inaugural del Papa en el CELAM, Puebla (28 enero 1979: verdad sobre Cristo, verdad sobre la misión de la Iglesia, verdad sobre el hombre). El tema se va repitiendo en todos los viajes del Papa a Latinoamérica. En la encíclica Redemptoris Missio nn. 2-3, 30, 33, 59. En el documento de Santo Domingo: 2ª parte, cap. 1 (la nueva evangelización). En la Exhortación Apostólica Ecclesia in América n. 66. En la carta Apostólica Novo Millennio Inneunte n. 58. Ver: CELAM, Nueva evangelización, génesis y líneas de un proyecto misionero, Bogotá 1990; CELAM, Instrumento preparatorio, Una nueva evangelización para una nueva cultura, Bogotá 1990; ESQUERDA BIFET J., Renovación eclesial y espiritualidad misionera para una nueva evangelización, "Seminarium" 31 (1991) n. 1, 135-147.
El momento actual puede hacer «el desafío más radical que ha conocido la historia» (Juan Pablo II, Disc. 11.10.85). La Iglesia está «llamada a dar un alma a la sociedad moderna» evangelizando «en términos totalmente nuevos» para «proponer una nueva síntesis creativa entre evangelio y vida» (ibídem). Los evangelizadores deben ser «expertos en humanidad, que conozcan a fondo el corazón del hombre de hoy, participen en sus gozos y esperanzas... y, al mismo tiempo, sean contemplativos enamorados de Dios», capaces de «poner el mundo moderno en contacto con las energías vivificantes del evangelio» (ibídem) 10.
10 Citamos este discurso programático de Juan Pablo II al Simposio del Consejo de las Conferencias Episcopales de Europa, 11 de octubre 1985.
La Iglesia «existe para evangelizar» (EN 14) porque «nacida de la misión de Jesucristo, la Iglesia es, a su vez, enviada por él» (EN 15). Ahora bien, evangelizar significa llevar la Buena Nueva a todos los ambientes de la humanidad y, con su influencia, transformar desde dentro, renovar a la misma humanidad (EN 18),
alcanzar y transformar con la fuerza del evangelio los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad, que están en contraste con la palabra de Dios y con el designio de salvación (EN 19).
Todo cristiano participa en esta misión evangelizadora, pero de modo especial los sacerdotes ministros 11.
11 Uno de los documentos postconciliares más citados es la exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi de Pablo VI (año 1975). Su contenido se concreta en la naturaleza de la evangelización, su contenido, medios, destinatarios, agentes y espiritualidad. Ver estudio y bibliografía en: Espiritualidad misionera, Madrid, BAC, 1982. Analizaremos el tema en el capítulo cuarto (sacerdotes para evangelizar).
La nueva evangelización debe llegar al hombre concreto en toda su hondura de criterios, escala de valores y actitudes, así como a la comunidad humana en su propia cultura y situación histórica y social.
A partir de la persona llamada a la comunión con Dios y con los hermanos, el evangelio debe penetrar en su corazón, en sus experiencias y modelos de vida, en su cultura y ambientes, para hacer una nueva humanidad con hombres nuevos y encaminar a todos hacia una nueva manera de ser, de juzgar, de vivir y de convivir. Todo esto es un servicio que nos urge (Puebla 350) 12.
12 La segunda parte del documento de Puebla (designios de Dios sobre la realidad de América Latina) presenta el contenido y la naturaleza de la evangelización, haciendo la aplicación a los temas concretos de: cultura religiosidad popular, liberación, promoción humana, ideologías y política. Cf. J. F. GORSKI, El desarrollo histórico de la misionología en América Latina, La Paz, 1985; J. A. VELA, Las grandes opciones de la pastoral en América Latina a partir del documento de Puebla, "Documenta Missionalia" 16 (1982) 159-179. Número monográfico Os avanços de Puebla en Revista Eclesiástica Brasileira 39 (1979) fasc. 153. Ver: (Secretariado General del CELAM, Medellín, reflexiones en el CELAM), Madrid, BAC, 1977. Documento de Santo Domingo, 2ª parte.
Así como la paz no puede construirse, si no es a escala universal, de modo semejante la misión de la Iglesia no puede ser realidad profunda en ninguna comunidad concreta, mientras no se colabore eficazmente en la evangelización a todos los pueblos (Ad Gentes), aunque sea «dando desde nuestra pobreza» (Puebla 368).
En una nueva evangelización, el problema más urgente es el de la renovación de los agentes de pastoral, y especialmente de los sacerdotes ministros. Las «actitudes interiores del apóstol» (EN 74), es decir, su espiritualidad, son garantía de la autenticidad de la evangelización. Se resumen todas ellas en la «fidelidad que crea comunión» (Puebla 384). Son, pues, actitudes de:
- Una vida de profunda comunión eclesial.
- La fidelidad a los signos de la presencia y la acción del Espíritu en los pueblos y en las culturas...
- La preocupación porque la Palabra de verdad llegue al corazón de los hombres y se vuelva vida.
- El aporte positivo a la edificación de la comunidad.
- El amor preferencial y la solicitud por los pobres y necesitados.
- La santidad del evangelizador... la alegría de saberse ministro del evangelio (Puebla 378-383) 13.
13 Cf. AG 23-26; EN 74-82. Los temas del cap. VII de EN son todo un programa de espiritualidad misionera: actitudes interiores (n. 74), fidelidad al Espíritu Santo (n. 75), autenticidad o testimonio (n. 76), unidad (n. 77), servidores de la verdad (n. 78), caridad pastoral (nn. 79 y 80), María Estrella de la evangelización renovada (n. 81 y 82). Estos temas quedan ampliados en RMi cap. VIII, acentuando el valor de la santidad y de la contemplación.
Estas cualidades del apóstol son exigencia del dinamismo evangelizador de la Iglesia, que da testimonio de Dios revelado en Cristo por el Espíritu... anuncia la Buena Nueva... engendra la fe que es conversión del corazón, de la vida... conduce al ingreso en la comunidad de los fieles que perseveran en la oración, en la convivencia fraterna y celebran la fe y los sacramentos de la fe, cuya cumbre es la Eucaristía (Puebla 356-359).
A la nueva evangelización se le abren nuevos campos de evangelización, en cuanto que las circunstancias de los mismos han cambiado profundamente. De ahí que se pueda hablar de opción preferencial (no exclusiva ni excluyente) por los pobres y los jóvenes (cf. Puebla 1134-1205), y de atención particular a la familia, al campo del trabajo, de la justicia social, de la cultura, etc. 14.
14 La frase opción preferencial la aplica Puebla a los pobres (cuarta parte, cap. I) y a los jóvenes (cuarta parte, cap. II). "Los pobres y los jóvenes constituyen, pues, la riqueza y la esperanza de la Iglesia en América Latina y su evangelización es, por tanto, prioritaria" (Puebla 1132). En este mismo contexto se presenta la acción de la Iglesia en la construcción de una sociedad pluralista (cap. III) y a favor de la persona en la sociedad nacional e internacional (cap. IV). Ver RMi 59-60,83.
La Iglesia está llamada a hacer llegar el evangelio hasta el corazón de los pueblos y de las culturas. Los elementos fundamentales de toda situación humana tienen siempre una raíz cultural. La cultura es un conjunto de criterios, valores y actitudes del hombre frente a la realidad del cosmos sin olvidar la trascendencia humana. Hay que anunciar el misterio del Verbo encarnado (Jn 1,14) en las circunstancias humanas concretas, para valorarlas, purificarlas y llevarlas a la plenitud en Cristo. El apóstol necesita una actitud de fidelidad y de inculturación previa en el mismo evangelio para poder transmitirlo e insertarlo adecuadamente 15.
15 Sobre el proceso de inculturación (inserción del evangelio en una cultura), ver: LG 13,17; GS 53, 58, 62; AG 3,10-11, 22; EN 63-65; RH 12; Puebla 172-178; 385-443; RMi 52-56; Santo Domingo, 2ª parte, cap. 3; PDV 55; CEC 1204-1206; VC 79-80; EAf 62; EAm cap. II. Ver: (Congregación para el Culto Divino, Instrucción) La liturgia romana y la inculturación (25 enero 1994); G. BAENA, Fundamentos bíblicos de la inculturación del evangelio, "Theologia Xaveriana" n. 106 (1993) 125-161; R. BERZOSA, Evangelizar una nueva cultura; Madrid, San Pablo, 1998; (Comisión Teológica Internacional), La fe y la inculturación (Roma 1987); J. ESQUERDA BIFET, Hemos visto su estrella, Madrid, BAC, 1996, cap. IX.
Evangelizar al hombre en su situación concreta es un proceso de liberación, que no puede realizarse sin apóstoles impregnados de evangelio. La liberación integral cristiana está marcada por el signo de la esperanza. Es liberación que abarca todo el ser humano, «inclusive la dimensión política» (Puebla 515) y lo orienta hacia el «más allá del tiempo y de la historia..., más allá del hombre mismo» (EN 28). Es liberación inmanente y trascendente (EN 27) que hace de todo hombre y de toda la comunidad una imagen de Dios amor. «Se funda en tres grandes pilares...: la verdad sobre Jesucristo, la verdad sobre la Iglesia, la verdad sobre el hombre» (Puebla 484). Los medios para conseguir esta liberación serán, pues, «evangélicos» (Puebla 486). Los evangelizadores necesitan una actitud contemplativa de fidelidad a la Palabra, y una vida de auténtica pobreza 16.
16 Cf. Puebla 470-562. Son ya conocidas las dos Instrucciones de la Congregación para la doctrina de la fe: Sobre algunos aspectos de la teología de la liberación (6 de agosto 1984) y Sobre la libertad cristiana y liberación (22 de marzo, 1986).
La nueva evangelización llega al hombre concreto para llamarle a conversión y bautismo. Cristo llama a un proceso de cambio de actitudes, a fin de que el hombre se realice en toda su integridad. «El hombre no puede encontrar su propia plenitud, si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás» (GS 24). La evangelización confronta al hombre consigo mismo y con la comunidad, para revisar su vida y orientarla hacia el amor. La espiritualidad cristiana y sacerdotal consiste en esta dinámica que hace del apóstol un signo de Cristo. Los acontecimientos son una llamada para ver la realidad tal como es, juzgarla a la luz del evangelio y actuar según el mandamiento nuevo.
El anuncio de la fe en el misterio de la Encarnación, de la redención y de la resurrección de Cristo es el fundamento de la evangelización en cada época. Sólo «Cristo manifiesta plenamente el hombre al propio hombre» (GS 22). Es él quien
ordenó a los Apóstoles predicar a todas las gentes la nueva evangélica, para que la humanidad se hiciera familia de Dios, en la que la plenitud de la ley sea el amor... una nueva comunidad fraterna (GS 32).
Caminamos hacia «una nueva tierra donde habita la justicia» (GS 39; cf. 2 Co 5,2; 2 P 3,13).
No obstante, la espera de una tierra nueva no debe amortiguar sino más bien avivar la preocupación de perfeccionar esta tierra... El reino está ya misteriosamente presente en nuestra tierra; cuando venga el Señor, se consumará su perfección (GS 39).
Se necesitan «nuevos santos para evangelizar el hombre de hoy» (Juan Pablo II, Disc. 11.10.85), puesto que los grandes evangelizadores de cada época histórica han sido los santos.
4- Ser sacerdote hoy. Identidad sacerdotal
Todo cristiano está llamado a compartir la vida con Cristo, que se prolonga en la Iglesia y que está presente, resucitado, en la vida de cada persona, en cada comunidad eclesial y en cada época histórica. El sacerdote ministro (consagrado por el sacramento del orden) es signo del Buen Pastor: comparte de modo especial su ser sacerdotal, prolonga su obrar y sintoniza con sus vivencias de caridad pastoral.
El sacerdote es signo del Buen Pastor en las circunstancias sociológicas e históricas, también en el hoy de un tiempo de gracia y de un mundo que cambia (cf. n. 1), formando parte de una Iglesia solidaria de los gozos y esperanzas de la sociedad actual (n.2), comprometido en una nueva evangelización (n. 3). La espiritualidad o estilo de vida (n. 5) corresponderá a estas realidades concretas.
En una sociedad más estática del pasado, el sacerdote ministro, como todo seguidor de Cristo corría el riesgo de anquilosar las virtualidades de su carisma y vocación en unos cuadros sociológicos hechos y más o menos estables y rutinarios. Una época de cambios ideológicos y sociológicos ha cuestionado su vida sacerdotal preguntando por su razón de ser, por la validez de su metodología de acción pastoral y por su autenticidad de vida.
La propia historia está sometida a un proceso tal de aceleración, que apenas es posible al hombre seguirla. El género humano corre una misma suerte y no se diversifica ya en varias historias dispersas. La humanidad pasa así de una concepción más bien estática de la realidad a otra más dinámica y evolutiva, de donde surge un nuevo conjunto de problemas que exige nuevos análisis y nuevas síntesis (GS 5).
Estos cuestionamientos produjeron una crisis (alrededor de los años setenta) cuyos efectos fueron con frecuencia negativos: dudas sobre el sacerdocio, secularizaciones, descenso de vocaciones, desánimo... En realidad, toda situación sociológica nueva cuestiona al creyente para que sea más coherente con el evangelio. El cansancio, el desánimo, el abandono, así como la angustia o el entregarse a ideologías al margen del evangelio, son reacciones caducas y estériles. El análisis cristiano de la realidad (también sacerdotal) hace profundizar en el mensaje evangélico de las bienaventuranzas y del mandato del amor. De una situación sociológica nueva debe salir un cristiano y un sacerdote renovado, gracias a la profundización de los datos evangélicos como encuentro con Cristo. El análisis de la realidad está bien hecho cuando deja traslucir un nuevo modo de transformar la vida en donación a ejemplo del Buen Pastor (cf. GS 24) 17.
17 El documento final del Sínodo Episcopal de 1971 (El sacerdocio ministerial) hace una descripción muy detallada de la situación: "Algunos sacerdotes se sienten extraños a los movimientos que afectan a los grupos humanos y al mismo tiempo impreparados para resolver los problemas de mayor preocupación para los hombres... En semejante situación se presentan graves problemas y muchos interrogantes"... Ver el documento publicado en: El sacerdocio hoy (Madrid, BAC 1983) 385-414. Ver PDV capítulo I.
Ahondar en el evangelio para iluminar unos acontecimientos nuevos significa, para el llamado a ser signo del Buen Pastor, reestrenar la vocación como declaración de amor: «llamó a los que quiso» (Mc 3,13); cf. Jn 13,18; 15,16). El «sígueme» es una llamada siempre reciente, renovada en cada circunstancia histórica personal y comunitaria (Jn 1,43; Mt 4,19; 9,9; Mc 10,21).
La vocación sacerdotal se renueva en toda circunstancia histórica si se vive como encuentro con Cristo y como misión: «los llamó para estar con él y para enviarlos a predicar» (Mc 3,13-14). Sin esta renovación los acontecimientos y las situaciones sociológicas (que son también hechos indicativos de gracia) se convierten en ocasiones de deserción, de rutina, de ruptura o de desviación. Ningún acontecimiento y ninguna circunstancia sociológica puede disminuir las exigencias evangélicas del seguimiento radical de Cristo para ser signo personal de cómo ama él.
El hoy de una etapa histórica nueva es un hecho de gracia (kairós) sólo cuando se respetan las nuevas luces que el Espíritu Santo comunica a su Iglesia, para comprender mejor el contenido maravilloso de la palabra evangélica (cf. Lc 24,45; Jn 16,13). No es el hecho sociológico el que debe condicionar a la palabra de Dios, sino que es ésta la que ilumina el acontecimiento para convertir en «signo de los tiempos» (cf. n. 1). Si lo sociológico prevaleciera sobre las exigencias evangélicas, se produciría un proceso de secularismo que no sería más que un nuevo clericalismo camuflado.
Profundizando en la propia razón de ser como sacerdote, sin admitir dudas enfermizas, se entra en sintonía con las exigencias evangélicas, se renuevan métodos pastorales, se abren nuevos campos a la evangelización y se redescubre que la propia vida debe ser un trasunto más claro y auténtico de la caridad del Buen Pastor. Sólo así se puede responder evangélicamente a una nueva época de gracia y de cambios. «El sacerdocio, que tiene su principio en la última cena, nos permite participar en esta transformación esencial de la historia espiritual del hombre» (Juan Pablo II, Carta del Jueves Santo, 1988, n. 7).
En cada época se plantean tensiones y antimonias que quieren oponer, según los casos, el apostolado a la espiritualidad, la inmanencia a la trascendencia, el carisma a la institución, la gracia a la naturaleza... Las rupturas se producen al faltar la referencia al misterio de Cristo, el Verbo encarnado. Los temas cristianos (como el tema del sacerdocio o del reino) tienen propiamente tres niveles que se postulan mutuamente: nivel de interioridad y carisma, nivel de institución y acción, nivel de plenitud y encuentro final en el más allá (escatológica). El sacerdote se ve siempre zarandeado por estas tensiones; su referencia a Cristo Sacerdote y Buen Pastor le ayuda a situarse en «unidad de vida» (PO 14), que es principio de unidad para la comunidad eclesial y humana de cada época.
La identidad sacerdotal está en la línea de sentirse amado y capacitado para amar. Esta identidad se reencuentra cuando se quiere vivir el sacerdocio en todas sus perspectivas o dimensiones. «Una visión de síntesis, en la que aparezca la convergencia de elementos, a veces presentados como contrapuestos, cobra gran interés» (Puebla 660):
- Consagración o dimensión sagrada: el sacerdote en su ser, en su obrar y en su vivencia, pertenece totalmente a Cristo y participa en su unción y misión.
- Misión o dimensión apostólica: el sacerdote ejerce una misión recibida de Cristo para servir incondicionalmente a los hermanos.
- Comunión o dimensión eclesial: el sacerdote ha sido enviado a servir a la comunidad eclesial construyéndola según el amor.
- Espiritualidad o dimensión ascético-mística: el sacerdote está llamado a vivir en sintonía con los amores de Cristo y a ser signo personal suyo como Buen Pastor 18.
18 PABLO VI, Mensaje a los sacerdotes al terminar el año de la fe (30 de junio 1968). Las dimensiones presentadas por el Papa (sagrada, apostólica, ascético-mística y eclesial) responden a una situación difícil: "en un sector del clero hay una inquietud y una inseguridad en su propia condición eclesiástica. Piensa que ha sido puesto al margen de la moderna evolución social". Ver el documento en: El sacerdocio hoy, o. c., 377-383. Pablo VI repitió las cuatro dimensiones en el Congreso Eucarístico Internacional de Bogotá, durante la ordenación sacerdotal (22 de agosto 1968). Ver los documentos XI, XII y XIII de Medellín.
La clarificación sobre la identidad sacerdotal conduce «a una nueva afirmación de la vida espiritual del ministerio jerárquico y a un servicio preferencial por los pobres» (Puebla 670).
Las líneas espirituales y vivenciales del Buen Pastor serán siempre válidas. En nuestra época se requiere que estas líneas sean realidad y transparencia en quienes son su signo personal.
Recuerden todos los pastores que son ellos los que con su trato y su trabajo pastoral diario exponen al mundo el rostro de la Iglesia, que es el que sirve a los hombres para juzgar la verdadera eficiencia del mensaje cristiano. Con su vida y con sus palabras, ayudados por los religiosos y por sus fieles, demuestran que la Iglesia, aun por su sola presencia, portadora de todos sus dones, es fuente inagotable de las virtudes de qué tan necesitado anda el mundo de hoy (GS 43).
El ministerio jerárquico, signo sacramental de Cristo Pastor y Cabeza de la Iglesia, es el principal responsable de la edificación de la Iglesia en la comunión y de la dinamización de su acción evangelizadora (Puebla 659).
La respuesta de la Iglesia a los desafíos de nuestra época depende en gran parte de la espiritualidad o fidelidad generosa de los sacerdotes.
Por tanto, para conseguir sus fines pastorales de renovación interna de la Iglesia, de difusión del evangelio por el mundo entero, así como el diálogo con el mundo actual, este sacrosanto Concilio exhorta vehementemente a todos los sacerdotes a que, empleando los medios recomendados por la Iglesia, se esfuercen por alcanzar una santidad cada vez mayor, para convertirse, día a día, en más aptos instrumentos en servicio de todo el pueblo de Dios (PO 12).
Para vivir esta identidad sacerdotal se necesita una formación adecuada, es decir, una «formación de verdaderos pastores de almas» (OT 4), que incluye el estudio y la meditación de la palabra, así como la celebración del misterio pascual para vivirlo y anunciarlo. De este modo se preparan «para el ministerio del culto y de la santificación» (ibídem).
El sacerdote está llamado, hoy más que nunca, a ser:
- Signo del Buen Pastor en la Iglesia y en el mundo, participando de su ser sacerdotal (PO 1-3).
- Prolongación del actuar del Buen Pastor, obrando en su nombre en el anuncio del evangelio, en la celebración de los signos salvíficos (especialmente la Eucaristía) y en los servicios de caridad (PO 4-6).
- Transparencia de las actitudes y virtudes del Buen Pastor, presente en la Iglesia «comunión» y «misión» (PO 7-22).
Se trata, pues, de unas actitudes (o espiritualidad) de servicio, consagración, misión, comunión, autenticidad... En una palabra, ser signo transparente de Cristo Buen Pastor y de su evangelio, para un mundo que necesita testigos y que pide experiencias y coherencia.
5- Espiritualidad cristiana y espiritualidad sacerdotal
La espiritualidad cristiana es una vida según el Espíritu. «Caminamos según el Espíritu» (Rm 8,4); «vivís según el Espíritu» (Rm 8,9). Propiamente es el camino o proceso de santidad que consiste en el amor o caridad: «caminar en el amor» (Ef 3,2) 19.
19 Nuestro tema recibe diversos títulos según los autores: espiritualidad, vida espiritual, perfección o teología cristiana, ascética y mística, etc. El tema se desarrolla explicando: naturaleza de la vida espiritual, itinerario, medios. Ver algunos manuales actuales: A. M. BESNARD, Una nueva espiritualidad, Barcelona, Estela 1966; L. BOUYER, Introducción a la vida espiritual, Barcelona, 1965; J. ESQUERDA, Caminar en el amor, Dinamismo de la vida espiritual, Madrid, Soc. Educ. Atenas, 1989; S. GALILEA, El camino de la espiritualidad, Buenos Aires, Paulinas, 1984; I, HAUSHERR, La perfección del cristiano, Bilbao, Mensajero 1971; C. GARCIA, Corrientes nuevas de teología espiritual, Madrid, Studium, 1971; S. GAMARRA, Teología espiritual, Madrid, BAC, 1994; J. GARRIDO, Una espiritualidad para hoy, Madir, Paulinas, 1988; R. GARRIGOU-LAGRANGE, Las tres edades de la vida interior, Madrid, Palabra, 1980; A. GUERRA, Introducción a la teología Espiritual, Santo Domingo, Edit. Espiritualidad, 1994; F. JUBERIAS, La divinización del hombre, Madrid, Coculsa, 1972; B. JUANES, Espiritualidad cristiana hoy, Santander, Sal Terrae, 1967; J. RIVERA, J. Mª IRABURU, Espiritualidad católica, Madrid, CETE, 1982; A. ROYO, Teología de la perfección cristiana, Madrid, BAC, 1968; F. RUIZ, Caminos del espíritu, compendio de teología espiritual, Madrid, EDE, 1988; G. THILS, Santidad cristiana, Salamanca, Sígueme, 1968.
La espiritualidad cristiana es una vida según el Espíritu Santo, que es Espíritu de Amor, se centra en la caridad y hace referencia a Cristo como «maestro, modelo... iniciador (autor) y consumador» de la esta santidad cristiana. Por esto, «todos son llamados a la santidad» (LG 39), en cualquier estado de vida y en cualquier circunstancia: todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad, y esta santidad suscita un nivel de vida más humano incluso en la sociedad terrena (LG 40).
De este modo, toda la Iglesia se hace transparencia de Cristo (Iglesia sacramento) en cada una de las vocaciones y estados de vida:
- Llamada a la santidad (LG V).
- Sacerdotes ministros (LG III): signo de Buen Pastor.
- Laicos (LG IV): signo de Cristo en medio del mundo.
- Vida consagrada (LG VI): signo fuerte de las bienaventuranzas.
Los caminos del Espíritu, a partir del bautismo, pasan por las bienaventuranzas (reaccionar amando en cada circunstancia) y por el mandato del amor (amar como Cristo):
Por tanto, todos los fieles cristianos, en las condiciones, ocupaciones o circunstancias de su vida, y a través de todo eso, se santificarán más cada día si lo aceptan todo con fe, de la mano del Padre celestial y colaboran con la voluntad divina, haciendo manifiesta a todos, incluso en su dedicación a las tareas temporales, la caridad con que Dios amó al mundo (LG 41).
Cada cristiano se santifica en su propio estado de vida y circunstancia por un proceso de sintonía con Cristo, en el Espíritu Santo, según los designios o voluntad del Padre (cf. Ef 2,18). Este proceso es de cambio o conversión (en criterios, escala de valores y actitudes) para bautizarse (esponjarse) en Cristo (pensar, sentir, amar como él). Es, pues: participación y configuración (Ga 3,27; 3ss); unión, intimidad, relación (Jn 6,56-57; 15,9ss); semejanza, imitación (Mt 11, 29); servicio, cumplimiento de la voluntad de Dios (Mc 3,35; 10,44-45; Jn 14,16); caridad, vida nueva (Jn 13,34-35; Rm 6,4; 13, 10).
Los matices de esta espiritualidad cristiana, común a todos, son muy variados. De suerte que se puede hablar de espiritualidades y escuelas diferentes. Hay también diversas dimensiones o perspectivas acentuadas por esas escuelas: trinitaria, cristológica, pneumatológica, eclesial, misionera, contemplativa, sociológico-caritativa, etc. Veamos algunas concretizaciones, todas ellas enraizadas en la misma espiritualidad cristiana básica:
- Espiritualidad laical: a modo de fermento evangélico dentro de las estructuras humanas (LG 31).
- Espiritualidad de la familia: como «testigos y colaboradores de la fecundidad de la madre Iglesia» (LG 41); para «revelar y comunicar el amor, como reflejo del amor de Dios, y del amor de Cristo por su esposa la Iglesia» (FC 17; cf. GS 48).
- Espiritualidad del trabajo: transformándolo en donación, puesto que de este modo «el hombre se realiza a sí mismo... se hace más hombre» (LE 9).
- Espiritualidad de vida consagrada por la práctica permanente de los consejos evangélicos: «como signo y estímulo de la caridad y como un manantial extraordinario de espiritual fecundidad en el mundo» (LG 42).
- Espiritualidad del sacerdote ministro: como «instrumento vivo de Cristo Sacerdote» (PO 12), signo personal de la caridad del Buen Pastor (cf. PO 13), «una representación sacramental de Jesucristo, Cabeza y Pastor» (PDV 15).
- Espiritualidad misionera: como disponibilidad permanente para la evangelización universal Ad Gentes (cf. AG 23,29).
Debe quedar claro que todo cristiano es llamado a la santidad sin rebajas y a la misión sin fronteras.
Quedan, pues, invitados y aun obligados todos los fieles cristianos a buscar insistentemente la santidad y la perfección dentro del propio estado. Estén todos atentos a encauzar rectamente sus afectos, no sea que el uso de las cosas del mundo y un apego a las riquezas contrario al espíritu de pobreza evangélica les impida la prosecución de la caridad perfecta (LG 42).
La espiritualidad sacerdotal es sintonía con las actitudes y vivencias de Cristo Sacerdote, Buen Pastor. Por el sacramento del Orden, se participa del ser sacerdotal en Cristo. Esta participación ontológica capacita para prolongar la acción sacerdotal del Buen Pastor. La sintonía con la caridad pastoral de Cristo es una consecuencia de la participación en su ser y en su función. La gracia recibida en el sacramento del orden hace posible cumplir con esta exigencia. «Imitad lo que hacéis» (rito de ordenación). Esta es la espiritualidad específica del sacerdote; para el sacerdote diocesano secular se concretará en las gracias de pertenencia permanente a una Iglesia local, en relación de dependencia respecto al carisma santificador de un sucesor de los Apóstoles y formando parte de un Presbiterio (también para su vida espiritual); para el sacerdote llamado religioso (o perteneciente a agrupaciones especiales) se concretará en el carisma fundacional y de grupo.
La fisonomía espiritual del sacerdote ministro es una transparencia de la caridad pastoral de Cristo; que cumple los designios salvíficos del Padre, haciendo suyos los problemas de los hombres, dando la vida en sacrificio.
La exigencia y la posibilidad de esta santidad y espiritualidad sacerdotal arrancan de la misma entraña del sacerdocio ministerial, como signo transparente y sacramental del Buen Pastor: por lo que es, por lo que hace, por su relación personal y amistad con Cristo.
La espiritualidad sacerdotal es una respuesta a la llamada de Cristo Sacerdote, que quiere a «los suyos» (Jn 13,1) como «gloria» o transparencia suya (Jn 16, 14; 17,10), en sintonía con su entrega total o inmolación (santificación) al Padre: «santifícalos en la verdad y me victimo (santifico) por ellos, para que ellos sean santificados en la verdad» (Jn 17,17-19) 20.
20 "Cristo es la gran túnica de los sacerdotes, es decir, que la vida del sacerdote debe estar toda ella penetrada de la santidad de Cristo" (Juan XXIII Disc. primera sesión Sínodo romano, 25 de enero de 1960). Ver el Sacerdocio hoy, documentos del magisterio eclesiástico, Madrid, BAC, 1983, donde se recogen los principales documentos sobre la espiritualidad sacerdotal, con notas introductorias, síntesis, índices, etc.: Haerent animo (San Pío X), Ad catholici sacerdotii (Pío XI), Menti nostrae (Pío XII). Sacerdotii nostri primordia (Juan XXIII), Summi Dei Verbum (Pablo VI), y documentos conciliares y posconciliares.
Se trata, pues, de una santidad o espiritualidad «según la imagen del sumo y eterno Sacerdote»; para ser «un testimonio vivo de Dios» (LG 41). El sacerdote es un «Jesús viviente» (san Juan Eudes), es decir, «instrumento vivo de Cristo Sacerdote» (PO 12), puesto que: se hace signo viviente de Cristo en el ejercicio del ministerio (PO 12-13); se hace signo transparente de Cristo viviendo en sintonía o unidad de vida con él (PO 14); se hace signo del Buen Pastor imitando su caridad pastoral y todas las demás virtudes que derivan de ella (PO 15-17), sin olvidar los medios comunes a toda espiritualidad cristiana y los medios específicos de la espiritualidad sacerdotal (PO 18).
Viviendo la espiritualidad sacerdotal, el sacerdote ministro se hace signo creíble del Buen Pastor en un mundo que pide autenticidad (n. 1), en una Iglesia sacramento o transparencia e instrumento de Cristo (n, 2) y en una nueva etapa de evangelización (n. 3), que necesitan sacerdotes fieles a las nuevas gracias del Espíritu Santo (n. 4). La identidad sacerdotal enraíza en esta espiritualidad cristológica, eclesial y antropológica 21.
21 En la realidad latinoamericana, como hemos indicado en los apartados anteriores (citando Puebla y Medellín), hay que acentuar, a la luz del evan gelio, la cercanía a los que sufren (pobreza, injusticias, marginación), a los jóvenes, a la familia, al mundo del trabajo y de la cultura. En esta misma realidad aparecen signos de una espiritualidad especial: acogida, sensibilidad, sentido de Dios, compromiso... Ver: O. PEREZ MORALES, Desafíos actuales a los presbíteros en América Latina, "Medellín" 10 (1984) 427-448. Trabajos presentados en el tercer Congreso Nacional de Teología de Colombia: El ministerio del presbítero en la comunidad eclesial, Bogotá, SPEC, 1977. Cfr. Documento de Santo Domingo, 2ª parte, cap. 2; Pastores davo vobis (1992) y Directorio para el ministerio y vida de los presbíteros, Lib. Edit. Vaticana 1994 (31.1.94). Para la vida consagrada: Vita consecrata, cap. III.
Guía Pastoral
Reflexión bíblica:
- Ser coherente con el estreno de la vocación sacerdotal, como encuentro para la misión: Mc 3,13-14; Jn 1,35-51; Mt 4,18-22.
- Sintonía con la fidelidad de Cristo y de los Apóstoles al Espíritu Santo: Lc 4,1.14.18; 10,21; Hch 20,22.
- Vivir los signos de los tiempos siguiendo a Cristo hacia el misterio pascual: Mt 16,2-4; Jn 13,1; Lc 22,15; cf. GS 4.11.44.
Estudio personal y revisión de vida en grupo:
- Describir y motivar algunas líneas de espiritualidad cristiana y sacerdotal en un mundo que cambia: servicio, comunión, autenticidad, misión... (GS 1-10; EN 76; Puebla 356-359; 378-383; PDV capítulo I; RMi 87-92).
- Armonía entre las dimensiones de la vida sacerdotal para una mayor fidelidad a Cristo, a la Iglesia y al hombre (Puebla 484; Medellín XI y XIII; Documento de Santo Domingo, 2ª parte; EAm capítulo II; Dir capítulo I).
- Necesidad actual de espiritualidad profunda para una nueva evangelización en el ardor, métodos y expresiones; Documento de Santo Domingo, 2ª parte capítulo I.
- Relación entre en ser, el obrar y la vivencia sacerdotal.
Orientación Bibliográfica
Ver bibliografía de los capítulos siguientes según el tema concreto.
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