ESCRITOS Y PASTORALES DE OBISPOS

ESCRITOS Y PASTORALES DE OBISPOS (168)

LA EUCARISTÍA FUENTE DE VIDA ECLESIAL

Carta Pastoral del Obispo de Ourense Luis Quinteiro Fiuza

 

LA EUCARISTÍA, FUENTE DE VIDA ECLESIAL CARTA PASTORAL DEL

 

INTRODUCCIÓN

 

1. En la Carta Apostólica “Novo millennio ineunte” de carácter programático, Juan Pablo II, describe una perspectiva de compromiso pastoral basado en la contemplación del rostro de Cristo: “Los hombres de nuestro tiempo, quizás no siempre conscientemente, piden a los creyentes de hoy no sólo ‘hablar’ de Cristo, sino en cierto modo hacérselo ‘ver’. ¿Y no es quizás cometido de la Iglesia reflejar la luz de Cristo en cada época de la historia y hacer resplandecer también su rostro ante las generaciones del nuevo milenio?. Nuestro testimonio sería, además, enormemente deficiente si nosotros no fuésemos los primeros contempladores de su rostro” 1 .

Desde la contemplación del rostro de Cristo se puede avanzar por la senda de la santidad mediante el arte de la oración. Este compromiso pastoral “se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste” 2 .

En este marco pastoral ha de situarse la contemplación del rostro eucarístico de Cristo. En este sentido, nuestra Diócesis vivió con gozo el Año de la Eucaristía, durante el cual hemos compartido celebraciones y acontecimientos singulares, entre los que cabe destacar la realización en nuestra Catedral de la exposición «Camino de Paz. Mane Nobiscum Domine». Una oportunidad que, sin interrumpir el propio camino pastoral, nos ha permitido acentuar “la dimensión eucarística propia de toda la vida cristiana” 3 .

No hay que olvidar que “la mirada de la Iglesia se dirige continuamente a su Señor, presente en el Sacramento del altar, en el cual descubre la plena manifestación de su inmenso amor” 4 .

En efecto, la Eucaristía es fuente, centro y cumbre tanto de la vida del cristiano como de la vida de la Iglesia y, en consecuencia, de su pastoral 5 .

La experiencia gozosa y profunda del Año de la Eucaristía representa para nosotros un programa pastoral para vivir la fe cristiana en este momento histórico. Por este motivo, después de haber recibido con inmenso gozo, con toda la Iglesia, la primera Encíclica del Santo Padre Benedicto XVI, «Deus Caritas est», deseo entregaros esta Carta Pastoral sobre la Eucaristía, fuente de vida eclesial. En ella quiero mostrar las dimensiones fundamentales del misterio eucarístico cuya celebración es tan decisiva para la vida cristiana y para el ejercicio de la Caridad.

 

I EL MISTERIO DE LA EUCARISTÍA 2.

 

El misterio de la Eucaristía, tan extraordinariamente rico, incluye diversas dimensiones íntimamente unidas entre sí. Al hablar de la institución de la Eucaristía y de su relación con el misterio pascual, afirma el Concilio Vaticano II: “Nuestro Salvador, en la última Cena, la noche que le traicionaban, instituyó el sacrificio eucarístico de su Cuerpo y Sangre, con el cual iba a perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz y confiar a su Esposa, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección: sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad, banquete pascual, en el cual se recibe como alimento a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria venidera” 6 .

El texto conciliar recoge los aspectos fundamentales del misterio eucarístico. Se puede afirmar que la Eucaristía es la actualización y recapitulación sacramental de todo el misterio cristiano. Es el legado recapitulador de la vida, muerte y resurrección de Jesucristo; es glorificación de Dios y salvación para el ser humano; vivencia personal a la vez que eclesial; don al mismo tiempo que tarea. La Iglesia ha contemplado siempre en la Eucaristía el misterio central de su fe.

Es evidente que este misterio no puede ser entendido a partir de uno solo de sus aspectos. De modo conciso deseo subrayar algunas dimensiones del único misterio eucarístico. 1) La Eucaristía, un don de Dios 3. El sacramento de la Eucaristía es la manifestación del amor fontal del Padre que envía a su Hijo y al Espíritu Santo para nuestra salvación. En la celebración de la Santa Misa actualizamos la historia de la salvación donde actúan la Trinidad Santa. La institución de la Eucaristía nos conduce al Cenáculo donde se encuentra el Señor con sus discípulos. En efecto, “para dejarles una prenda de este amor, para no alejarse nunca de los suyos y hacerles partícipes de su Pascua, (el Señor) instituyó la Eucaristía como memorial de su muerte y de su resurrección y ordenó a sus apóstoles celebrarlo hasta su retorno, constituyéndoles entonces sacerdotes del Nuevo testamento”7 .

No se trata de un don entre otros muchos, aunque sea muy valioso, sino del “don por excelencia”. Con palabras que rezuman una intensa emoción Juan Pablo II, se preguntaba: “¿Qué más podía hacer Jesús por nosotros? Verdaderamente, en la Eucaristía nos muestra un amor que llega ‘hasta el extremo’ (Jn.13,1), un amor que no conoce medida”8 .

El Concilio Vaticano II describe de esta forma la inmensa riqueza del don de la Eucaristía: “Y es que en la santísima Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, a saber, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan vivo por su carne, que da la vida a los hombres, vivificada y vivificante por el Espíritu Santo”9 . 2)

La Sagrada Eucaristía es un misterio de fe 4. El sacerdote después de la consagración exclama: “Este es el misterio de nuestra fe”. El pueblo fiel contesta con esta aclamación: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ¡ven, Señor Jesús!”. La Eucaristía es el misterio al que debemos acercarnos “con humilde reverencia, no buscando razones humanas que deben callar, sino adhiriéndonos firmemente a la Revelación divina” 10.

Este misterio supera totalmente la luz de la inteligencia humana, sólo puede ser acogido y contemplado con los ojos de la fe. Los Santos Padres y Doctores de la Iglesia han destacado esta dimensión de la Eucaristía. S. Juan Crisóstomo habla de esta realidad con términos claros y precisos: “Inclinémonos ante Dios, y no le contradigamos aun cuando lo que Él dice pueda parecer contrario a nuestra razón y a nuestra inteligencia, sino que su palabra prevalezca sobre nuestra razón e inteligencia.

Observemos esta misma conducta respecto al misterio eucarístico, no considerando solamente lo que cae bajo los sentidos, sino atendiendo a sus palabras, porque su palabra no puede engañar” 11. S. Cirilo de Jerusalén, exhorta a los fieles con estas palabras: “No veas en el pan y en el vino meros y naturales elementos, porque el Señor ha dicho expresamente que son su cuerpo y su sangre: la fe te lo asegura, aunque los sentidos te sugieran otra cosa” 12.

Los fieles cristianos, haciéndose eco de las palabras de Santo Tomás de Aquino, cantan frecuentemente: “En ti se engaña la vista, el tacto, el gusto; solamente se cree al oído con certeza. Creo lo que ha dicho el Hijo de Dios, pues no hay nada más verdadero que la Palabra de la verdad” 13. Cristo en la Eucaristía está realmente presente y vivo y actúa con su Espíritu 14 A lo largo de la historia de la Iglesia, la teología ha realizado notables esfuerzos para mostrar el genuino sentido de esta verdad. La tarea teológica ha de conjugar el ejercicio crítico del pensamiento con la fe vivida de la Iglesia 15.

Pablo VI, después de alabar los notables esfuerzos de los teólogos, advierte con toda claridad que “toda explicación teológica que intente buscar alguna inteligencia de este misterio, debe mantener, para estar de acuerdo con la fe católica, que en la realidad misma, independiente de nuestro espíritu, el pan y el vino han dejado de existir después de la consagración, de suerte que el Cuerpo y la Sangre adorables de Cristo Jesús son los que están realmente delante de nosotros” 16. 3) Un misterio de Luz 5.

Juan Pablo II presentó el año de la Eucaristía siguiendo el icono de los dos discípulos de Emaús 17. El camino emprendido por estos dos discípulos es también el camino del hombre de hoy. En efecto, “En el camino de nuestras dudas e inquietudes, y a veces de nuestras amargas desilusiones, el divino Caminante sigue haciéndose nuestro compañero para introducirnos, con la interpretación de las Escrituras, en la comprensión de los misterios de Dios” 18.

Durante su vida pública Jesús se presentó a sí mismo como la verdadera y única luz del mundo: “Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no caminará a oscuras, sino que tendrá la luz de la vida”19. El signo de la curación del ciego de nacimiento adquiere en este punto una significación especial. Jesús declara entonces: “Mientras estoy en el mundo yo soy la luz del mundo”.20 De hecho Él vino al mundo para ser luz: “Yo he venido al mundo como luz, para que todo el que cree en mí no siga en tinieblas” 21.

Ante la persona de Jesús es necesario decidirse. La luz es incompatible con la tiniebla. Así el drama que se establece ante Jesús es un enfrentamiento de la luz y de las tinieblas. La luz brilla en las tinieblas 22 y el mundo trata de sofocar la luz, porque sus obras son malas.

Cuando Judas sale del Cenáculo, para entregar a Jesús, el evangelista nota intencionadamente: “Era de noche” 23 ; el mismo Jesús al ser arrestado declara: “Esta es vuestra hora y el poder de las tinieblas” 24.

En el relato de la aparición a los dos discípulos de Emaús encontramos una clave para hablar de la Eucaristía como misterio de luz. En efecto, “la Eucaristía es luz, ante todo, porque en cada Misa la liturgia de la Palabra de Dios precede a la liturgia eucarística, en la unidad de las dos ‘mesas’, la de la Palabra y la del Pan” 25.

Este es el mismo ritmo que se nos presenta en la narración del encuentro del Resucitado con los discípulos. El Señor interviene para mostrar “comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas, cómo toda la Escritura lleva al misterio de su persona” 26. Las palabras del Resucitado hacen ‘arder’ los corazones de los discípulos, les rescatan de la tristeza de la oscuridad y desesperación y suscitan el deseo intenso de permanecer con Él: “Quédate con nosotros, Señor”27.

Al hablar de las diversas presencias de Cristo en la Iglesia, el Concilio Vaticano II enseña que “está presente en su palabra, pues es Él mismo el que habla cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura” 28 Sin perder de vista que “la liturgia de la palabra y la eucarística, están tan íntimamente unidas que constituyen un solo acto de culto” 29, deseo subrayar la importancia de la mesa de la Palabra dentro de la celebración eucarística. Hay que reconocer que actualmente ‘los tesoros bíblicos’ son más asequibles para todos los fieles 30.

La proclamación de la Palabra de Dios en el contexto de la Asamblea litúrgica favorece ante todo el diálogo de Dios con su pueblo. La enseñanza conciliar es muy clara al respecto: “En los Libros sagrados, el Padre, que está en el cielo, sale amorosamente al encuentro de sus hijos para conversar con ellos. Y es tan grande el poder y la fuerza de la Palabra de Dios, que constituye sustento y vigor de la Iglesia, firmeza de fe para sus hijos, alimento del alma, fuente límpida y perenne de vida espiritual” 31.

Más concretamente, cuando proclamamos la Palabra de Dios en la liturgia, Cristo en persona nos habla 32. 6. Transcurridos cuarenta años desde la clausura del Concilio Vaticano II y al finalizar el año de la Eucaristía, sería oportuno revisar personal y comunitariamente “de qué manera se proclama la Palabra de Dios, así como el crecimiento efectivo del conocimiento y del aprecio por la Sagrada Escritura en el Pueblo de Dios” 33.

Juan Pablo II se mostraba muy realista a la hora de hacer dicha revisión. Se situaba en las circunstancias precisas que preceden y están presentes en la celebración litúrgica. He aquí sus palabras: “En efecto, no basta que los fragmentos bíblicos se proclamen en una lengua conocida si la proclamación no se hace con el cuidado, preparación previa, escucha devota y silencio meditativo, tan necesarios para que la Palabra de Dios toque la vida y la ilumine” 34.

Estas advertencias tan concretas suponen para nosotros un compromiso activo a reflexionar previamente sobre la Palabra de Dios, a escucharla atentamente en la celebración y a practicarla en nuestra vida cotidiana.

En la mesa de la Palabra aprendemos diariamente a vivir como hijos de la luz. La Palabra de Dios ha de ser para un creyente como la lámpara que alumbra sus pasos. Dios es quien “nos llamó de las tinieblas a su admirable luz” 35. En otro tiempo éramos tinieblas, ahora somos luz en el Señor36. El fruto apetecido de la luz es todo lo que es bueno, justo y verdadero. Es necesario caminar en la luz para estar en comunión con Dios que es del todo luz, sin mezcla alguna de tiniebla 37. El criterio básico para saber si caminamos en la luz es el amor fraterno: “Quien ama a su hermano permanece en la luz y nada le hará tropezar” 38. En consecuencia, “Dios, al comunicar su Palabra, espera nuestra respuesta; respuesta que Cristo dio ya por nosotros con su ‘Amén’ (cfr.IICor. 1,20-22) y que el Espíritu Santo hace resonar en nosotros de modo que lo que se ha escuchado impregne profundamente nuestra vida” 39. 4) La presencia real del Señor resucitado en la Eucaristía 7.

Todos los aspectos del misterio eucarístico “confluyen en lo que más pone a prueba nuestra fe: el misterio de la presencia real” 40. Creemos firmemente que bajo las especies eucarísticas está realmente presente el Señor. Esta es la fe de la Iglesia que hunde sus raíces en la misma Verdad revelada. a) En la fuente de la Sagrada Escritura 8. En los relatos de la institución de la Eucaristía se nos indica que Jesús se da a sí mismo bajo las apariencias de pan y de vino como el nuevo sacrificio pascual (carne y sangre) para la comida 41. También en el cuarto evangelio se afirma esta presencia real sacramental de Cristo en la Eucaristía 42.

Por voluntad del Padre es el mismo Jesús quien da a comer su carne y a beber su sangre: “Mi Padre es quien os da a vosotros el verdadero pan del cielo... El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo” 43. De los datos bíblicos brota la convicción de que Cristo se hace realmente presente en la Eucaristía para dar a sus discípulos, en las especies de pan y de vino su propio cuerpo y sangre como alimento y bebida44.

Desde esta perspectiva de presencia y donación los apóstoles Juan y Pablo sacaron algunas consecuencias para la vida personal y comunitaria del creyente. San Juan insiste en la dimensión personal: “El que come mi carne y bebe mi sangre vive en mí y yo en él. El Padre, que me ha enviado, posee la vida, y yo vivo por Él. Así también, el que me coma vivirá por mí» 45.

San Pablo incide especialmente en la perspectiva comunitaria: “Pues si el pan es uno solo y todos participamos de ese único pan, todos formamos un solo cuerpo” 46. b) El testimonio de los Padres de la Iglesia 9.

Desde los primeros siglos, los Padres de la Iglesia, frente a las afirmaciones de carácter gnóstico, afirmaron la presencia real de Cristo en la Eucaristía con diversas expresiones. Son abundantes los testimonios al respecto. Ellos afirmaron con fuerza la fe de la Iglesia en la eficacia de la Palabra de Cristo y de la acción del Espíritu Santo para obrar la conversión del pan y del vino en el Cuerpo y en la Sangre del Señor.

Frente al pensamiento gnóstico de carácter dualista, S. Ireneo subraya, por una parte, la encarnación y resurrección de Cristo y, por otra, la Eucaristía y la resurrección final: el pan y el vino, parte de este cosmos material, han sido asumidos para un sacramento salvador por el mismo Cristo y nos dan la garantía de la resurrección corporal. He aquí sus palabras: “En cambio, nuestras creencias están en armonía con la Eucaristía y a su vez la Eucaristía es confirmación de nuestras creencias. Porque ofrecemos lo que es de él, proclamando de una manera consecuente la comunidad y la unidad que se da entre la carne y el espíritu. Y así como el pan que procede de la tierra, al recibir la invocación de Dios, ya no es pan común, sino Eucaristía, compuesta de dos cosas, la terrena y la celestial, así también nuestros cuerpos cuando han recibido la Eucaristía, ya no son corruptibles, sino que tienen la esperanza de la resurrección” 47.

Por su parte, S.Juan Crisóstomo sostiene: “No es el hombre quien hace que las cosas ofrecidas se conviertan en Cuerpo y Sangre de Cristo, sino Cristo mismo que fue crucificado por nosotros. El sacerdote, figura de Cristo, pronuncia estas palabras, pero su eficacia y su gracia provienen de Dios. ‘Esto es mi cuerpo’, dice. Esta palabra transforma las cosas ofrecidas” 48. c) las afirmaciones del Magisterio de la Iglesia 10. El Magisterio de la Iglesia, ha expresado esta verdad de fe en diversas ocasiones. Recordaré algunas afirmaciones que considero fundamentales. El Concilio de Trento enseña el sentido verdadero e íntegro del misterio eucarístico. Los Padres conciliares de Trento sostienen que en sacramento de la Eucaristía están “ CARTA PASTORAL DEL SR. OBISPO ABRIL • 517 contenidos verdadera, real y substancialmente el Cuerpo y la Sangre junto con el alma y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo, y, por consiguiente, Cristo entero” 49. El Concilio tridentino habla, pues, de presencia real, verdadera y sustancial de Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, bajo la apariencia sensible del sacramento. Además, apoyándose en las palabras de Cristo, el Concilio de Trento enseña que la Iglesia siempre tuvo la persuasión de “que por la consagración del pan y del vino se realiza la conversión de toda la sustancia del pan en la sustancia del Cuerpo de Cristo nuestro Señor, y de toda la sustancia del vino en la sustancia de su sangre. Esta conversión fue llamada oportuna y propiamente, por la Iglesia católica, transustanciación” 50.

Sobre la presencia real, el Concilio Vaticano II afirma que la Eucaristía es memorial de del sacrificio de la cruz: “Cristo instituyó el sacrificio eucarístico de su cuerpo y sangre, con el cual iba a perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz, y a confiar así a su Esposa, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección” 51 11.

Pablo VI se hace eco de las diferentes presencias que Cristo tiene en la Iglesia52 y, en el contexto de éstas resalta la peculiaridad de la presencia eucarística: “Esta presencia se llama ‘real’ no por exclusión, como si las demás no fueran ‘reales’, sino por antonomasia, ya que es sustancial, ya que por ella ciertamente se hace presente Cristo, Dios y hombre, entero e íntegro” 53.

       Siguiendo la tradición viva de la Iglesia, afirma que sólo en virtud del cambio sustancial del pan y del vino se puede afirmar que los elementos eucarísticos son el cuerpo y la sangre de Cristo 54. Una vez realizada esta conversión sustancial, se puede decir que las especies de pan y de vino adquieren un nuevo significado, porque contienen una nueva realidad.

Así lo declaraba Pablo VI con estos términos tan precisos: “Realizada la transustanciación, las especies de pan y vino adquieren, sin duda, un nuevo significado y un nuevo fin, puesto que ya no son el pan ordinario y la ordinaria bebida, sino el signo de una cosa sagrada, signo de un alimento espiritual; pero en tanto adquieren un nuevo significado y un nuevo fin en cuento contienen ‘una realidad’ que con razón denominamos ontológica.

Porque bajo dichas especies ya no existe lo que había antes, sino una cosa completamente diversa; y esto no únicamente por el juicio de la Iglesia, sino por la realidad objetiva, puesto que, convertida la sustancia o naturaleza del pan y del vino en el cuerpo y la sangre de Cristo, no queda ya nada del pan y del vino, sino las solas especies” 55.

Pablo VI recalcaba que esta presencia tiene lugar en la realidad objetiva, más allá de la fe de los creyentes. La conexión entre la presencia real y la transustanciación aparece muy resaltada en el “Credo del Pueblo de Dios”.

Pablo VI después de afirmar la presencia verdadera, real y sustancial del Señor en la Eucaristía 56, sostenía: “En este sacramento, Cristo no puede hacerse presente de otra manera que por la conversión de toda la sustancia de pan en su cuerpo y la conversión de toda la sustancia de vino en su sangre, permaneciendo solamente íntegras las propiedades del pan y del vino que percibimos por nuestros sentidos. La cual conversión misteriosa es llamada por la santa Iglesia, conveniente y propiamente, transustanciación” 57.

El Papa deseaba mostrar que el cambio tiene lugar “en la misma naturaleza de las cosas, independientemente del conocimiento del creyente” 58. Posteriormente, el Catecismo de la Iglesia Católica y Juan Pablo II hablaron de la presencia real del Señor en la Eucaristía en los mismos términos, citando expresamente la doctrina del Concilio de Trento y de Pablo VI 59 En la Eucaristía actualizamos el misterio pascual de Cristo.

En efecto, como nos dice el Santo Padre, “después de la consagración, la Asamblea de los fieles, consciente de estar ante la presencia real de Cristo crucificado y resucitado, hace esta aclamación: Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ¡ven Señor Jesús!. Con los ojos de la fe la comunidad reconoce a Jesús vivo con los signos de su pasión y, junto con Tomás, llena de maravilla, puede repetir: Señor mío y Dios mío (Jn.20,28)” 60 5)

 La reserva eucarística y adoración del Santísimo Sacramento 12. Como una consecuencia lógica de la fe en la peculiar presencia real de Cristo en la Eucaristía, la Iglesia ha legitimado la práctica de la reserva eucarística. En efecto, “la presencia eucarística de Cristo comienza en el momento de la consagración y dura todo el tiempo que subsistan las especies eucarísticas” 61.

La Iglesia primitiva solicitaba a los fieles a conservar con suma diligencia la Eucaristía que llevaban a los enfermos. Así nos lo recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica: “El sagrario (tabernáculo) estaba primeramente destinado a guardar dignamente la Eucaristía para que pudiera ser llevada a los enfermos y ausentes fuera de la misa” 62.

Pablo VI con palabras sencillas pero muy sentidas nos recordaba que “la Eucaristía es conservada en los templos y oratorios como el centro espiritual de la comunidad religiosa y parroquial, más aún, de la Iglesia universal y de toda la humanidad, puesto que bajo el velo de las sagradas especies contiene a Cristo, Cabeza visible de la Iglesia, Redentor del mundo, centro de todos los corazones, ‘por quien son todas las cosas y nosotros por Él’ (ICor.8,6)” 63.

Esta presencia sacramental es una manifestación elocuente del amor hasta el extremo del Hijo de Dios por nosotros: “Puesto que Cristo iba a dejar a los suyos bajo su forma visible, quiso darnos su presencia sacramental; puesto que iba a ofrecerse en la cruz por nuestra salvación, quiso que tuviéramos el memorial del amor con que nos había amado ‘hasta el fin’ (Jn.13,1), hasta el don de su vida.

En efecto, en su presencia eucarística permanece misteriosamente en medio de nosotros como quien nos amó y se entregó por nosotros, y se queda bajo los signos que expresan y comunican este amor” 64. 13. La Iglesia manifiesta su fe en la presencia real del Señor en la Eucaristía no solamente durante la Santa Misa, sino también fuera de su celebración. Cristo en el tabernáculo es para nosotros una llamada continua al encuentro personal con Él. Supone una invitación a reproducir en nosotros sus mismos sentimientos

¿Cómo olvidar a Cristo presente en el sagrario? Si Cristo ha querido regalarnos esta presencia tan singular, ¿no será que a través de ella quiere entablar con nosotros un diálogo muy personal? Si somos sinceros hemos de reconocer que debemos mucho al trato íntimo con Cristo presente en el sagrario. Deseo recordar varios testimonios muy esclarecedores al respecto.

Pablo VI nos advertía: “Durante el día, los fieles no omitan el hacer la visita al Santísimo Sacramento, que debe estar reservado en su sitio dignísimo, con el máximo honor en las Iglesias, conforme a las leyes litúrgicas, puesto que la visita es prueba de gratitud, signo de amor y deber de adoración a Cristo nuestro Señor allí presente” 66. Seguidamente destacaba el carácter dinámico de esta presencia que transforma nuestra existencia cotidiana: “Pues día y noche (Cristo) está en medio de nosotros, habita con nosotros, lleno de gracia y de verdad (cfr.Jn.1,14); ordena las costumbres, alimenta las virtudes, consuela a los afligidos, fortalece a los débiles, invita a su imitación a todos los que se acercan a Él, a fin de que con su ejemplo aprendan a ser mansos y humildes de corazón y a buscar no las propias cosas, sino las de Dios” 67.

La visita al Santísimo se desarrolla en un clima de diálogo de amor con quien sabemos que nos amó hasta la muerte, y muerte de Cruz. Es una conversación que nos ayuda eficazmente a caminar por la senda de la santidad: “Cualquiera, pues, que se dirige al augusto sacramento eucarístico con particular devoción y se esfuerza en amar, a su vez, con prontitud y generosidad a Cristo, que nos ama infinitamente, experimenta y comprende a fondo, no sin grande gozo y aprovechamiento de espíritu, cuán preciosa sea la vida escondida con Cristo en Dios (cfr.Col.3.3) y cuánto valga entablar conversaciones con Cristo; no hay cosa más suave que ésta, nada más eficaz para recorrer el camino de la santidad” 68. Años más tarde, Pablo VI calificaba la adoración del Santísimo Sacramento como de verdadera obligación: “Estamos obligados, por obligación ciertamente suavísima, a honrar y adorar la hostia santa que nuestros ojos ven, al mismo Verbo encarnado que éstos no pueden ver y que, sin embargo, se ha hecho presente delante de nosotros sin haber dejado los cielos” 69.

14. Juan Pablo II nos apremiaba también al culto de adoración que se da a la Eucaristía fuera de la Santa Misa. Lo consideraba de un valor inestimable en la vida de la Iglesia. La adoración debe mantenerse permanentemente como algo necesario para la vida de las comunidades cristianas: “La Iglesia y el mundo tienen una gran necesidad del culto eucarístico. Jesús nos espera en este sacramento del amor. No escatimemos tiempo para ir a encontrarlo en la adoración, en la contemplación llena de fe y abierta a reparar las graves faltas y delitos del mundo. No cese nunca vuestra adoración” 70. Es necesario crecer en el ‘arte de la oración’ que se va descubriendo en el trato personal e íntimo con Cristo presente en el sagrario: “Es hermoso estar con Él y, reclinados sobre su pecho como el discípulo predilecto (cfr.Jn.13,25), palpar el amor infinito de su corazón. Si el cristianismo ha de distinguirse en nuestro tiempo sobre todo por el ‘arte de la oración’ (cfr.NMI. n.32) ¿cómo no sentir una renovada necesidad de estar largos ratos en conversación espiritual, en adoración silenciosa, en actitud de amor, ante Cristo presente en el Santísimo Sacramento?” 71. Él nos hablaba del diálogo espiritual con Jesús Sacramentado desde su propia experiencia: ¡Cuántas veces, mis queridos hermanos y hermanas, he hecho esta experiencia y en ella he encontrado fuerza, consuelo y apoyo!” 72 Con motivo de la XX Jornada Mundial de la Juventud, el Santo Padre Benedicto XVI nos hablaba así de la adoración: “La palabra latina adoración es ‘ad-oratio’, contacto boca a boca, beso, abrazo y, por tanto, en resumen, amor. La sumisión se hace unión, porque aquel al cual nos sometemos es Amor... Volvamos de nuevo a la Última Cena” 73. Precisamente el Sínodo de los Obispos sobre la Eucaristía, “reconociendo los múltiples frutos de la adoración eucarística en la vida del pueblo de Dios”, pide que “sea mantenida y promovida, según las tradiciones, tanto de la Iglesia latina como de las Iglesias orientales” 74. 15.

Estos testimonios consideran a la Eucaristía como un tesoro inestimable que nos ofrece la posibilidad de acercarnos al manantial de la gracia. En consecuencia, “Una comunidad cristiana que quiera ser más capaz de contemplar el rostro de Cristo, en el espíritu que he sugerido en las Cartas Apostólicas Novo millennio ineunte y Rosarium Virginis Mariae, ha de desarrollar también este aspecto del culto eucarístico, en el que se prolongan y multiplican los frutos de la comunión del cuerpo y sangre del Señor” 75.

Conviene fomentar, tanto en la celebración de la Santa Misa como en el culto fuera de ella, la conciencia viva de la presencia real de Cristo, tratando de testimoniarla con el tono de la voz, con los gestos, con el modo de comportarse 76. No hay que olvidar que la adoración eucarística nace del sentimiento profundo de acción de gracias y de reconocimiento porque Cristo, Dios y hombre, está realmente presente entre nosotros.

La presencia personal de Cristo en la Eucaristía justifica por sí misma nuestra gratitud y nuestra adoración. Se adora porque se cree firmemente que Cristo está entre nosotros de una forma singular en el sagrario. No hay nada que engrandezca, tanto a la persona humana como arrodillarse ante el Santísimo. Este es realmente el misterio de nuestra fe.

6) La Eucaristía, sacramento del único sacrificio de Cristo 16.

Entre las denominaciones del misterio eucarístico se nombra el de ‘Santo Sacrificio’ porque actualiza el único sacrificio de Cristo Salvador e incluye la ofrenda de la Iglesia; o también Santo Sacrificio de la Misa, ‘sacrificio de alabanza’ (Hch.13,15), sacrifico espiritual, sacrifico puro y santo, puesto que completa y supera todos los sacrificios de la Antigua Alianza” 77

El Catecismo de la Iglesia Católica recoge los diversos calificativos que la Sagrada Escritura da al Sacrificio de la Misa. a) En la Eucaristía se actualiza el mismo sacrificio de Cristo 17. La Eucaristía es verdadero sacrificio por ser memorial de la Pascua de Cristo. El carácter sacrificial de la Eucaristía nos lo recuerdan las mismas palabras de la institución: “Esto es mi Cuerpo que será entregado por vosotros” y “Esta copa es la nueva Alianza en mi sangre, que será derramada por vosotros (Lc.22, 19-20)”.

Así pues, “en la Eucaristía, Cristo da el mismo cuerpo que por nosotros entregó en la cruz y la sangre misma que ‘derramó por muchos... para la remisión de los pecados’ (Mt.26,28)” 78. En la Santa Misa se hace presente el sacrificio de la cruz, porque es su memorial y gracias a él los hombres pueden acoger su fruto 79.

El Catecismo de la Iglesia Católica, para explicitar esta verdad eucarística, nos remite a un texto básico del Concilio de Trento donde se describe con cierto detalle el carácter sacrificial de la Eucaristía: “Cristo, nuestro Dios y Señor (…) se ofreció a Dios Padre (…) una vez por todas, muriendo como intercesor sobre el altar de la cruz, a fin de realizar para ellos (los hombres) una redención eterna. Sin embargo, como su muerte no podía poner fin a su sacerdocio (Heb.7,24.27), en la última Cena, ‘la noche en que fue entregado’ (ICor.11,23), quiso dejar a la Iglesia, su esposa amada, un sacrificio visible (como lo reclama la naturaleza humana) (…) donde sería representado el sacrificio sangriento que iba a realizarse una única vez en la cruz, cuya memoria se perpetuaría hasta el fin de los siglos y cuya virtud saludable se aplicaría a la redención de los pecados que cometemos cada día” 80.

De esta forma, mediante la Eucaristía llega a los hombres de hoy la gracia de la reconciliación obtenida por Cristo de una vez para siempre 81. Así el sacrificio de Cristo y el de la Eucaristía son un único sacrificio, porque “Es una y la misma víctima, que se ofrece ahora por el ministerio de los sacerdotes que se ofreció a sí misma entonces en la cruz. Sólo difiere la manera de ofrecer” 82

b) La Eucaristía, sacrificio de la Iglesia 18. La Eucaristía es también sacrificio de la Iglesia, porque sus miembros se ofrecen a sí mismos junto con la Víctima divina 83. En la Eucaristía el sacrificio de Cristo lo ofrecemos en Él y con Él, lo presentamos ante el Padre y participamos en su misma actitud de sacrificio pascual y de auto-ofrenda. El sacrificio pascual se prolonga en la historia en el Cuerpo de Cristo. Es el sacrificio también de la comunidad unida a Cristo.

Con ello la Iglesia no pretende hacer una obra suya, meritoria. No se intenta hacer un nuevo sacrificio al lado del de Cristo. Al contrario, la Iglesia es y vive por el Espíritu del sacrificio de Cristo, acogiéndolo en la fe, desarrollando toda su virtualidad, asociándose activamente a él. La Iglesia es consciente de que sólo lo puede hacer “en memoria de él” y lo que ella hace tiene eficacia sólo “por él, con él y en él”.

Los creyentes aceptan profundamente el acontecimiento de la Cruz de Cristo y se dejan penetrar por su fuerza salvadora. La Iglesia es, vive y celebra el memorial del sacrificio pascual con su Señor y Esposo. Esto acontece sacramentalmente en el gesto eucarístico, pero también se realiza en su vida entera.

Al sacrificio ritual le corresponde el sacrificio vivencial, espiritual, de la ofrenda de toda la vida84. En este sentido se trata de vivir a fondo las exigencias eucarísticas del sacerdocio común de todos los bautizados. La vida de Cristo fue una entrega ofrecida al Padre por todos los hombres. Toda su vida fue una verdadera “diakonía” que culmina con su pasión y muerte en la Cruz. Toda la Iglesia se une a la ofrenda y a la intercesión de Cristo.

La Iglesia que peregrina en este mundo, pastores y fieles, participa en la celebración del sacrificio eucarístico de Cristo: “Encargado del ministerio de Pedro en la Iglesia, el Papa es asociado a toda celebración de la Eucaristía en la que es nombrado como signo y servidor de la unidad de la Iglesia universal.

El Obispo del lugar es siempre responsable de la Eucaristía, incluso cuando es presidida por un presbítero; el nombre del Obispo se pronuncia en ella para significar su presidencia de la Iglesia particular en medio del presbiterio y con la asistencia de los diáconos. La comunidad intercede también por todos los ministros que, por ella y con ella, ofrecen el Sacrificio Eucarístico” 85.

La Iglesia celebra el santo Sacrificio de la Misa como comunidad jerárquica. Cada miembro participa activamente desde su misión concreta en la comunidad cristiana.

19. Los miembros que gozan de la gloria del cielo se unen también a la ofrenda de Cristo.

En la celebración eucarística estamos en comunión “con la santísima Virgen María y haciendo memoria de ella, así como de todos los santos y santas. En la Eucaristía, la Iglesia, con María, está como al pie de la cruz, unida a la ofrenda y a la intercesión de Cristo” 86. Juan Pablo II nos invitaba a todos a entrar en la escuela de María, Mujer ‘eucarística” 87 También se ofrece el sacrifico eucarístico “por los fieles difuntos que han muerto en Cristo y todavía no están plenamente purificados, para que puedan entrar en la luz y la paz de Cristo” 88.

Considero muy oportuno recordar aquella recomendación tan llena de fe de santa Mónica dirigida a san Agustín y a su hermano poco antes de fallecer: “Enterrad este cuerpo dondequiera, y no tengáis más cuidado de él; lo que únicamente pido y os encomiendo muy de veras es que os acordéis de mí en el altar del Señor, dondequiera que os halléis” 89. Es muy consoladora la verdad de la comunión de los santos que no se rompe ni siquiera con la muerte: “La unión de los viadores con los hermanos que se durmieron en la paz de Cristo, de ninguna manera se interrumpe, antes bien, según la constante fe de la Iglesia, se robustece con la comunicación de bienes espirituales” 90.

En la Eucaristía actualizamos sacramentalmente la comunión entre todos los miembros del Cuerpo de Cristo. En la celebración litúrgica alcanza su verdadera expresión el carácter sacrificial de la Eucaristía sobre todo en las anáforas. En ellas se une la anamnesis con la acción de gracias como sacrificio vivo y santo, a la vez que se afirma que la ofrenda de la Iglesia está unida a la víctima inmolada que nos reconcilia, y transforma nuestra vida en ofrenda permanente: “Así pues, Padre, al celebrar ahora el memorial de la pasión salvadora de tu Hijo (…), te ofrecemos, en esta acción de gracias, el sacrificio vivo y santo. Dirige tu mirada sobre la ofrenda de tu Iglesia, y reconoce en ella la Víctima por cuya inmolación quisiste devolvernos tu amistad (…). Que Él nos transforme en ofrenda permanente” 91.

En la santa Misa se ofrece el único sacrificio agradable por el que Cristo nos ha redimido, pero un sacrificio que el mismo Dios “ha preparado a su Iglesia”, para una salvación actual que se extiende a todos los hombres y también a los difuntos 92. En las diversas anáforas se destacan la dimensiones cristológica (“Dirige tu mirada, Padre santo, sobre esta ofrenda: es Jesucristo que se ofrece con su cuerpo y con sus sangre y, por este sacrificio nos abre el camino hacia ti”) 93 pneumatológica sin la cual no hay Eucaristía (“santifica estos dones con la efusión de tu Espíritu”)94 y eclesiológica del sacrificio eucarístico (“Acéptanos también a nosotros, Padre santo, juntamente con la ofrenda de tu Hijo” )95.

 

7) La Eucaristía es un verdadero banquete 20.

 

El misterio de la Eucaristía es, a la vez e inseparablemente sacrificio y “banquete sagrado de la comunión en el Cuerpo y en la Sangre del Señor” 96. Más todavía, “la celebración del sacrificio eucarístico está totalmente orientada hacia la unión íntima de los fieles con Cristo por medio de la comunión. Comulgar es recibir a Cristo mismo que se entregó por nosotros” 97.

En la última Cena Jesús tomó el pan dio gracias, lo partió y lo dio a comer a sus discípulos; y tomó el vino dio gracias después de comer, y lo dio a beber a sus discípulos. Jesús se mantiene en le marco de la cena pascual judía. Lo que cambia es el contenido y el sentido del rito, expresándolo por las palabras que acompañan: “Esto es mi cuerpo... ésta es mi sangre”. Jesús renueva el contenido y sentido, que en adelante ya no remitirán a la antigua Pascua, sino a la nueva.

Así nos lo enseña el Catecismo de la Iglesia Católica: “Al celebrar la última Cena con sus apóstoles en el transcurso del banquete pascual, Jesús dio su sentido definitivo a la Pascua judía. En efecto, el paso de Jesús a su Padre por su muerte y su resurrección, la Pascua nueva, es anticipada en la Cena y celebrada en la Eucaristía que da cumplimiento a la Pascua judía y anticipa la Pascua final de la Iglesia en la gloria del Reino” 98.

a) La invitación apremiante de Cristo y de la Iglesia a participar adecuadamente en este banquete 21. El mismo Señor nos invita con fuerza a recibirle en la Eucaristía: “En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros” 99. Él es el pan de vida que ha bajado del cielo para que tengamos vida y la tengamos en abundancia. Para acoger a esta apremiante invitación del Señor es necesario prepararnos adecuadamente. El mismo Apóstol llamaba la atención sobre este deber: “Examínese, pues, cada cual, y coma así el pan y beba de la copa” 100 Con la fuerza de su elocuencia y con toda claridad, S. Juan Crisóstomo exhortaba con estos términos a sus fieles: “También yo alzo la voz, suplico, ruego y exhorto encarecidamente a no sentarse a esta sagrada Mesa con una conciencia manchada y corrompida. Hacer esto, en efecto, nunca jamás podrá llamarse comunión, por más que toquemos mil veces el cuerpo del Señor, sino condena, tormento y mayor castigo” 101. En este mismo sentido el Catecismo de la Iglesia Católica establece: “Quien tiene conciencia de estar en pecado grave debe recibir el sacramento de la Reconciliación antes de acercarse a comulgar” 102.

Juan Pablo II se hacía eco de todas estas advertencias y reiteraba la vigencia de la norma del Concilio de Trento que sostiene que para recibir dignamente la Eucaristía, “debe preceder la confesión de los pecados, cuando uno es consciente de pecado mortal” 103. Desde esta perspectiva se comprende la estrecha vinculación existente entre el sacramento de la Eucaristía y la Penitencia. Así pues, “La Eucaristía, al hacer presente el Sacrificio redentor de la Cruz, perpetuándolo sacramentalmente, significa que de ella se deriva una exigencia continua de conversión, de respuesta personal a la exhortación que san Pablo dirigía a los cristianos de Corinto: ‘En nombre de Cristo os suplicamos: ¡Reconciliaos con Dios!’ (IICor.5,20)” 104. Al tratarse de una valoración de conciencia, el juicio sobre el estado de gracia corresponde al propio interesado. En casos de un comportamiento externo grave, la Iglesia en su cuidado pastoral no debe, por el buen orden comunitario y por respeto al Sacramento, mostrarse indiferente.

A esta situación de manifiesta indisposición moral alude la norma del Código de Derecho Canónico que no permite la admisión a la comunión eucarística a las persona que “obstinadamente persistan en un manifiesto pecado grave” 105.

b) Los frutos del banquete eucarístico 22. Los frutos de la Eucaristía son decisivos para la vida de los creyentes. Ante todo la comunión nos une muy estrechamente a Cristo. El mismo Cristo lo había anunciado: “Quien come mi Carne y bebe mi Sangre permanece en mí y yo en él” 106.

La comunión sacramental fundamenta nuestra vida en Cristo: “Lo mismo que me ha enviado el Padre, que vive, y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí» 107. La Eucaristía une a los fieles con Cristo en la mayor unión de intimidad y de amor. El pan eucarístico incorpora a los hombres a Cristo y hace así de ellos un único cuerpo espiritual.

S. Agustín describe esta unión íntima de forma magistral con estas palabras: “Yo soy el pan de los fuertes, ¡cómeme! Pero no serás tú el que me transformes a mí, sino que seré yo quien te transformaré a ti en mí» 108.

En las comidas habituales el hombre es el más fuerte y asimila los alimentos. Pero en nuestra relación con Cristo sucede a la inversa: el más fuerte es Él, Él es el protagonista. Al comulgar somos despojados de nosotros mismos y asimilados a Él. Somos hechos uno con Él.

Al llegar a la aldea de Emaús, adonde iban, el Caminante hizo ademán de seguir adelante. Los dos discípulos le rogaron que se quedase con ellos. El Caminante accedió “y entró para quedarse con ellos” 109. En el sacramento de la Eucaristía, el Resucitado encontró el modo de quedarse no sólo “con” ellos, sino también “en” ellos. La alegoría de la vid y los sarmientos evoca esta íntima unión entre Cristo y los cristianos 110.

En dicha alegoría se repite varias veces el verbo “permanecer”. Juan Pablo II, aplicando estas palabras a la Eucaristía, comentaba así esta permanencia: “Esta relación de íntima y recíproca ‘permanencia’ nos permite en cierto modo el cielo en la tierra. ¿No es quizás éste el mayor anhelo del hombre? ¿no es esto lo que Dios se ha propuesto realizando en la historia su designio de salvación? Él ha puesto en el corazón del hombre el ‘hambre’ de su Palabra (cfr.Am.8,11), un hambre que sólo se satisfará en la plena unión con Él. Se nos da la comunión eucarística para ‘saciarnos’ de Dios en esta tierra, a la espera de la plena satisfacción en el cielo”111. 23. La comunión nos separa del pecado.

El pan de vida que recibimos en la Eucaristía es el Cuerpo entregado por nosotros y la Sangre derramada por muchos para remisión de los pecados. La Eucaristía nos une a Cristo, purificándonos de los pecados cometidos y preservándonos de futuros pecados 112.

 En la vida normal el alimento corporal sirve para restaurar la pérdida de fuerzas. De modo análogo, la Eucaristía robustece la caridad que, en el trato cotidiano, puede debilitarse. La caridad vivificada por la comunión “borra los pecados veniales” 113. Cristo, nuestro alimento, reaviva en nosotros el verdadero amor, nos capacita para romper los lazos desordenados que nos atan a las criaturas y nos arraiga más en su amor. En efecto, “cuanto más participamos en la vida de Cristo y más progresamos en su amistad, tanto más difícil se nos hará romper con Él por el pecado mortal 114. 24.

 La unión con Cristo conlleva la unidad del Cuerpo místico. Los dos discípulos de Emaús, cuando descubren y reconocen el rostro del Resucitado al partir el pan, “en aquel mismo instante se pusieron en camino y regresaron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los once y a todos los demás”115.

El encuentro con el Resucitado impide la dispersión y los vuelve al lugar de la unidad. En la misma alegoría de la vid y los sarmientos, el Señor nos presenta el mandamiento nuevo: “Mi mandamiento es éste: Amaos los unos a los otros como yo os he amado. No existe mayor amor que dar la vida por los amigos” 116.

No es posible estar unidos a la Vid verdadera, si no estamos en comunión con los demás miembros del Cuerpo de Cristo. Mediante el sacramento de la Eucaristía se va edificando la Iglesia como misterio de comunión. No me detengo en el análisis de este fruto concreto de la Eucaristía; lo haré en el capítulo siguiente, al tratar de la relación entre Eucaristía e Iglesia. 25.

En la Carta de convocación del año de la Eucaristía Juan Pablo II mencionaba con fuerza el carácter de compromiso con los más pobres que brota de la celebración de este sacramento. La viva tradición de la Iglesia recuerda desde siempre esta dimensión del misterio de la Eucaristía. De modo muy claro y preciso nos lo hace saber el Catecismo de la Iglesia Católica: “La Eucaristía entraña un compromiso a favor de los pobres: para recibir en la verdad el Cuerpo y la Sangre de Cristo entregados por nosotros debemos reconocer a Cristo en los más pobres, sus hermanos (cfr. Mt.25,40)” 117. Como dice Juan Pablo II, “se trata de su impulso para un compromiso activo en la edificación de una sociedad más equitativa y fraterna”118. En el último capítulo de esta Carta abordaré esta temática, al hablar de la espiritualidad de comunión. 26.

La Eucaristía es prenda de la gloria futura.

“Si la Eucaristía es el memorial de la Pascua del Señor y si por nuestra comunión en el altar somos colmados ‘de gracia y bendición’, la Eucaristía es también la anticipación de la gloria celestial” 119

En nuestra economía sacramental tenemos un medio de salvación proporcionado a nuestra esperanza de resurrección. El mismo Señor nos garantizó que la Eucaristía es fuente auténtica de resurrección: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día” 120.

En este sentido la Eucaristía es “medicina de inmortalidad, alimento contra la muerte, alimento de eterna vida en Jesucristo” 121. En un mundo de múltiples contradicciones como el nuestro debe brillar con intensidad la esperanza cristiana 122. Ahora bien, Cristo fundamenta nuestra esperanza con su resurrección y con su promesa de su venida gloriosa a la tierra 123. Sin embargo, no puede haber mejor garantía de la segunda venida de Cristo que su venida continua en la Eucaristía 124.

Este sacramento anima desde dentro la esperanza que colma las aspiraciones del corazón del hombre. Al hacerse presente por el Espíritu Santo el cuerpo y la sangre de Cristo, anticipan ya la transformación gloriosa que esperamos: “El Señor dejó a los suyos prenda de tal esperanza y alimento para el camino en aquel sacramento de la fe en el que los elementos de la naturaleza, cultivados por el hombre, se convierten en el cuerpo y la sangre gloriosos con la cena de la comunión fraterna y la degustación del banquete celestial” 125.

Celebramos la Eucaristía, mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo. 27. Como se puede deducir de todo lo dicho, el misterio eucarístico encierra en sí mismo una pluralidad de aspectos que en esta ocasión os he querido señalar brevemente.

Recojo un texto de la Instrucción “Eucharisticum mysterium” que nos ofrece una admirable síntesis de los aspectos centrales de la Eucaristía: “Por eso la Misa o Cena del Señor es a la vez e inseparablemente: sacrificio en el que se perpetúa el sacrificio de la cruz; memorial de la muerte y resurrección del Señor, que dijo: ‘Haced esto en memoria mía’ (Lc.22,19); banquete sagrado, en el que, por la comunión del cuerpo y de la sangre del Señor, el pueblo de Dios participa en los bienes del sacrificio pascual, renueva la nueva alianza entre Dios y los hombres sellada de una vez para siempre con la sangre de Cristo, y prefigura y anticipa en la fe y en la esperanza el banquete escatológico en el reino del Padre, anunciando la muerte del Señor hasta que venga” 126.

 

 

 

II LA EUCARISTÍA Y LA IGLESIA 28.

 

Existe un vínculo estrechísimo entre el misterio de la Eucaristía y la Iglesia. Como nos recordaba Juan Pablo II: “si la Eucaristía edifica la Iglesia y la Iglesia hace la Eucaristía, se deduce que hay una relación sumamente estrecha entre una y otra. Tan verdad es esto, que nos permite aplicar al Misterio eucarístico lo que decimos de la Iglesia cuando, en el Símbolo niceno-constantinopolitano, la confesamos una, santa, católica y Apostólica” 127.

San Agustín formuló en toda su profundidad en el fragor del cisma donatista la íntima relación entre Eucaristía e Iglesia. Llama a la Eucaristía “signo de unidad” y “vínculo de caridad” 128. Ambas afirmaciones aparecen permanentemente en la memoria de la Iglesia. Nuestro Salvador en la última Cena instituye la Eucaristía que es a la vez sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad y banquete pascual 129.

Dentro de esta amplia temática me fijaré inicialmente en algunos aspectos.

1) Antecedentes de la Asamblea eucarística en la historia de la salvación 29. La vida y la historia de una comunidad en marcha se convierte, tanto en el pueblo de Israel como en el cristianismo, en símbolo primordial de la presencia de la divinidad como manifestación del misterio. En efecto, “fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente” 130.

a) La realidad de la Asamblea en el Antiguo Testamento El Antiguo Testamento nos remite a las Asambleas que tuvieron lugar en las diversas etapas de la historia de la salvación. El mismo pueblo de Israel se entiende como una verdadera Asamblea, como pueblo convocado y congregado por Dios. Este pueblo liberado de la esclavitud de Egipto, celebra la Alianza en el Sinaí 131.

El acontecimiento de la Pascua y de la consiguiente Alianza hace de Israel el pueblo de Dios, la congregación de los elegidos, una Asamblea adornada con estas connotaciones: Convocada por iniciativa de Dios, a través de Moisés 132. Presencia de Dios en medio del pueblo reunido, expresada por la teofanía. Dios se comunica con el pueblo en Asamblea y le expresa su voluntad en las tablas de la Ley 133.

Respuesta de la Asamblea, como aceptación del compromiso y profesión de fe: “Nosotros haremos todo cuanto ha dicho Yahvé» 134 Rito sacrificial de la alianza135. Las reuniones cultuales posteriores serán conmemoración del acontecimiento pascual. La Asamblea anual de la Pascua es una reunión familiar y religiosa cuyos ritos, puestos en relación con la liberación de la esclavitud de Egipto, son como el memorial, la expresión de la salvación concedida por Yahvé a su pueblo 136.

En esta celebración, además del rito, es importante el diálogo, recordando las maravillas del Dios liberador. En los libros del Antiguo Testamento se describe la relación de Dios con el pueblo escogido con categorías que, de alguna forma, expresan la comunión. Se utilizan términos como palabra, alianza, fidelidad, misericordia, justicia, amor. Para concretar tal relación, Dios “eligió al pueblo de Israel como pueblo suyo, pactó con él una alianza y le instruyó gradualmente, revelándose a Sí mismo y los designios de su voluntad a través de la historia de este pueblo, y santificándolo para Sí» 137.

La Asamblea pascual constituye al pueblo de Israel como tal pueblo. En la historia de la salvación esta Asamblea no será definitiva 138. Los profetas de modo progresivo anuncian una futura Asamblea, una reunión escatológica que será más perfecta y que reunirá en sí todos los pueblos. Del resto fiel de Israel Dios convocará un nuevo pueblo y establecerá con él una nueva Alianza: “Así dice el Señor Yahvé: He aquí que voy a recoger a los hijos de Israel de entre las naciones a las que marcharon. Voy a congregarlos de todas partes para conducirlos a su suelo (…) Concluiré con ellos una alianza eterna. Los estableceré, los multiplicaré y pondré mi santuario en medio de ellos para siempre. Mi morada estará junto a ellos, seré su Dios y ellos serán mi pueblo” 139.

Las palabras del profeta nos indican ya los rasgos esenciales de esta Asamblea definitiva: Dios convoca a esta nueva Asamblea al pueblo disperso de Israel y a todos los pueblos. Será la Asamblea definitiva. Con este pueblo se realizará un nuevo pacto o Alianza. En ella se ofrecerá un culto espiritual. Dios estará presente y habitará en su nuevo pueblo para siempre.

b) La Asamblea en el Nuevo Testamento 30.

Toda la actuación de Dios en la antigua Alianza “sucedió como preparación y figura de la Alianza nueva y perfecta que había de pactarse en Cristo y de la revelación completa que había de hacerse por el Verbo de Dios hecho carne” 140.

El Nuevo Testamento nos presenta a Jesús como el que ha venido a dar cumplimiento a las promesas. Su misión es reunir a todos los hombres en el reino del Padre. En la vida pública comienza reuniendo a sus discípulos, a los “Doce”, a la gente que escucha sus palabras y contempla sus signos y milagros. En su predicación anuncia el Reino. Más todavía, Él es en persona el Reino. El signo definitivo de que Cristo es el convocador y fundamento de la nueva Asamblea será su misterio pascual. Cristo es el Salvador que ha constituido un nuevo Pueblo, lo adquirió con su sangre 141. Concretamente, la última Cena es la Asamblea culminante de Cristo con los discípulos y la Asamblea cultual referente de la comunidad cristiana.

Juan Pablo II describía la analogía entre la alianza del Sinaí y la nueva Alianza sellada con la sangre de Cristo con estas palabras: “Análogamente a la alianza del Sinaí, sellada con el sacrificio y la aspersión con la sangre, los gestos y las palabras de Jesús en la Última Cena fundaron la nueva comunidad mesiánica, el pueblo de la nueva Alianza” 142.

San Pablo resalta especialmente la relación que existe entre el cuerpo eclesial y el cuerpo eucarístico de Cristo. Ante las divisiones y discriminaciones incipientes, el Apóstol corrige la actuación de la comunidad no sólo porque no se atiende al bien de toda la comunidad y a las exigencias de la verdadera fraternidad, sino también porque una actitud insolidaria con los más pobres está en evidente contradicción con la participación eucarística del cuerpo y la sangre de Cristo 143.

Existe, por tanto, una estrecha relación entre la Cena del Señor, que el Apóstol transmite siendo fiel a la tradición recibida, y la comunidad de hermanos que se reúne en Asamblea eucarística para celebrar y conmemorar esta Cena y la participación en la misma Eucaristía expresando la unidad en la fe en el mismo Señor.

La primitiva comunidad cristiana tiene conciencia de ser el nuevo Pueblo de Dios. Si la venida del Espíritu en el Jordán inaugura la vida pública de Cristo, el acontecimiento de Pentecostés representa el inicio de la vida pública de la Iglesia. La comunidad que brota de Pentecostés se caracteriza por ser: Asamblea universal donde tienen cabida todos los pueblos y razas sin distinción. Asamblea escatológica, ya que en ella se cumplen las promesas 144. Asamblea que vive intensa y conscientemente la presencia del Espíritu que es enviado sobre ella de modo extraordinario. Asamblea que acoge en su seno y proclama a todas las gentes el Evangelio.

Asamblea que celebra los signos de salvación.

Esta Asamblea tendrá como día propio para la reunión el domingo, el día del Señor. Ninguna Asamblea será signo tan real y eficaz de la presencia del Señor y de la realización de la misma Iglesia como la Asamblea del domingo, cuando se reúne para celebrar la Eucaristía.

2) Eucaristía e Iglesia, una relación constitutiva 31. La Asamblea eucarística y la Iglesia forman, desde los comienzos mismos, una unidad. Así pues, “la Iglesia es comunidad eucarística” 145. No hubo un tiempo inicial de la Iglesia en el que todavía no existiera la Eucaristía. Desde sus orígenes la Iglesia se entendió a sí misma como Asamblea eucarística.

Juan Pablo II señalaba que “hay un influjo causal de la Eucaristía en los orígenes mismos de la Iglesia. Los evangelistas precisan que fueron los Doce, los Apóstoles, quienes se reunieron con Jesús en la Última Cena (cfr. Mt.26,20; Mc.14,17; Lc.22,14). Es un detalle de notable importancia, porque los Apóstoles ‘fueron la semilla del nuevo Israel, a la vez que el origen de la jerarquía sagrada’... Los Apóstoles, aceptando la invitación de Jesús en el Cenáculo: ‘Tomad, comed... Bebed de ella todos...’ (Mt.26,26.27), entraron por vez primera en comunión sacramental con Él. Desde aquel momento, y hasta el final de los siglos, la Iglesia se edifica a través de la comunión sacramental con el Hijo de Dios inmolado por nosotros: ‘Haced esto en recuerdo mío... Cuantas veces la bebiereis, hacedlo en recuerdo mío” (ICor.11,24-25; cfr. Lc.22,19)” 146.

Por el bautismo somos incorporados al Cuerpo único de Cristo 147.

El Apóstol afirma algo parecido sobre la participación en el único cáliz eucarístico y en el único pan eucarístico 148. De esta forma, “la incorporación a Cristo, que tiene lugar por el Bautismo, se renueva y se consolida continuamente con la participación en el Sacrificio eucarístico, sobre todo cuando ésta es plena mediante la comunión sacramental. Podemos decir que no solamente cada uno de nosotros recibe a Cristo, sino que también Cristo nos recibe a cada uno de nosotros…” 149.

La Iglesia está allí donde quiera que los cristianos se acercan para celebrar la Cena del Señor en torno a la mesa del Señor. Comunidad eucarística y comunidad eclesial forman una unidad y no pueden ser separadas. La Iglesia celebra y vive los misterios de nuestra fe. En una obra clásica del P. Henri de Lubac, cuyas aportaciones han ayudado a profundizar en la relación vital entre Eucaristía e Iglesia, se puede leer: “Es la Iglesia la que hace la Eucaristía; pero es también la Eucaristía la que hace la Iglesia. En el primer caso, es la Iglesia en cuanto la hemos considerado en su sentido activo, en el ejercicio de su poder de santificación; en el segundo, se trata de la Iglesia en su sentido pasivo, de la Iglesia de los santificados. Y en virtud de esta misteriosa interacción, es el Cuerpo único, en fin de cuentas, el que se construye, en las condiciones de la vida presente, hasta el día de su definitiva perfección” 150. Más adelante, el P. Henri de Lubac afirma de modo sintético: “Es en la Eucaristía donde la esencia misteriosa de la Iglesia encuentra su expresión más plena y, correlativamente, es en la Iglesia, en su unidad católica, donde florece en frutos efectivos la misma Eucaristía” 151 La relación entre Eucaristía e Iglesia es tan profunda y tan íntima que ni la Eucaristía podría existir sin la Iglesia, ni puede haber Iglesia sin Eucaristía. Cristo es, en la Eucaristía, el corazón de la Iglesia. Es decir, Eucaristía e Iglesia conforman el único Cuerpo de Cristo.

2.1. La Iglesia hace la Eucaristía 32.

Jesucristo es el único sumo Sacerdote de la nueva Alianza. Él es el gran celebrante de la Eucaristía. A través del Espíritu Santo se hace presente de múltiples maneras en la celebración de la Eucaristía: en su Palabra y bajo las especies del pan y del vino, en la persona del sacerdote y en la propia comunidad que celebra 152. La Eucaristía tiene, por tanto, su origen en Cristo y es un don de Dios.

       Sin embargo, desde un punto visible y externo, la Eucaristía es el sacramento central de la Iglesia, en el que se manifiesta de modo especial la verdadera naturaleza, la estructura ministerial y la acción sacerdotal de todo el pueblo de Dios. Es la Iglesia entera la que está de algún modo presente, como pueblo sacerdotal, ejerciendo su universal sacerdocio.

Así se reconoce en el Misal de Pablo VI, cuando se dice: “La celebración de la Misa, como acción de Cristo y del pueblo de Dios jerárquicamente ordenado, es el centro de toda la vida cristiana para la Iglesia, tanto universal como local y para cada uno de los fieles” 153.

a) Toda la Iglesia, como Pueblo sacerdotal, participa en la celebración de la Eucaristía 33.

El Concilio Vaticano II recordó de nuevo la doctrina del sacerdocio común 154, invitando a todos los fieles presentes en la celebración de la Eucaristía a participar en ella de forma consciente, piadosa y activa.155 Promover y facilitar esta participación de todos en la celebración eucarística es uno de mis grandes deseos como Obispo de la querida diócesis de Ourense. Participación activa no puede ser entendida de un modo meramente exterior y activista.

Al hablar del ejercicio del sacerdocio común en los sacramentos, el Concilio describe la participación en la Eucaristía con estos términos: “Participando (los fieles) del sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida cristiana, ofrecen a Dios la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con ella. Y así, sea por la oblación o sea por la sagrada comunión, todos tienen en la celebración litúrgica una parte propia, no confusamente, sino cada uno de modo distinto. Más aún, confortados con el Cuerpo de Cristo en la sagrada liturgia eucarística, muestran de un modo concreto la unidad del pueblo de Dios, significada con propiedad y maravillosamente realizada por este augustísimo sacramento” 156.

 La participación en la santa Misa conlleva interrumpir la actividad y la rutina cotidianas para alabar la bondad de Dios, de la que vivimos y de la que tenemos experiencia día tras día y para darle gracias a Dios por habernos dado a Jesucristo como Camino, Verdad y Vida 157. En la celebración eucarística tenemos también la oportunidad de descubrir lo que es esencial para nuestra vida, sobre aquello que nos sustenta y sostiene. En la Eucaristía tomamos conciencia de la fuente de la que nos alimentamos y del fin para el que vivimos. Está claro que no nos alimentamos de nosotros mismos, ni vivimos por nosotros mismos ni para nosotros mismos.

La celebración de la Eucaristía no debería ser un acto ceremonioso y triste, sino una fiesta alegre y viva. Todos los que en ella participan –niños, jóvenes, adultos y ancianos– deberían hacerlo con todas las dimensiones de la persona. El gozo en el Señor es nuestra fuerza 158.

El Apóstol nos insiste: “Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres. Que todo el mundo os conozca por vuestra bondad. El Señor está cerca. Que nada os angustie; al contrario, en cualquier situación presentad vuestros deseos a Dios orando, suplicando y dando gracias” 159. La Eucaristía ha de ser una verdadera celebración festiva llena del gozo más auténtico. 34.

Por otro lado, en la celebración de la Eucaristía ha de mantenerse el respeto ante el Dios santo y ante la presencia de nuestro Señor en el sacramento. Debe ser también un espacio para el silencio, la meditación, la adoración y el encuentro personal con Dios. En este sentido, la liturgia nunca es un medio para un fin, sino un fin en sí misma. Contribuye a la glorificación de Dios y, por eso mismo, a la salvación del ser humano. Es necesario redescubrir la riqueza de la Eucaristía y elucidar su sentido. La verdadera formación litúrgica, que llegue al fondo no sólo del entendimiento, sino del corazón, es imprescindible para una participación más provechosa en el don de la Eucaristía.

Son múltiples los ministerios que los fieles laicos pueden y deben asumir en la celebración eucarística. Todos ellos desempeñan un auténtico ministerio litúrgico que merecen nuestra gratitud y reconocimiento 160. Desde esta perspectiva, la Eucaristía es expresión de una Asamblea participativa.

Todo el pueblo de Dios es sujeto participativo de la acción litúrgica de la Iglesia. De ahí que “las acciones litúrgicas no son acciones privadas, sino celebraciones de la Iglesia, que es ‘sacramento de unidad’, pueblo santo congregado y ordenado bajo la dirección de los obispos. Por eso, pertenecen a todo el cuerpo de la Iglesia, lo manifiestan y lo implican; pero cada uno de los miembros de este cuerpo recibe un influjo diverso según la diversidad de órdenes, funciones y participación actual” 161. Se trata, como ya dije, de una participación que actualiza el sacerdocio universal y que expresa la unidad en la diversidad de oficios y ministerios.

b) La Eucaristía y el ministerio ordenado 35.

La acción eucarística de la Iglesia se expresa y ejerce de modo diferenciado, haciendo en ella cada uno todo y sólo aquello que le pertenece 162. No se debe caer, por tanto, ni en una confusión de funciones y ministerios, ni en una absorción de los mismos. Jesús no sólo llamó al pueblo en general. A los Doce los llamó y envió de un modo especial, confiándoles también la celebración de la Cena: “Haced esto en memoria mía” 163.

La Eucaristía manifiesta la participación y comunión de todo el Pueblo de Dios en su estructura jerárquica. Esta ordenación jerárquica se manifiesta sobre todo en la Eucaristía presidida por el Obispo, rodeado del presbiterio y con la actuación adecuada de todos los servicios y ministerios 164.

En la Eucaristía dominical, donde se reúne la Asamblea en un determinado lugar, se representa a la Iglesia entera en comunión con el Obispo y con las otras Iglesias 165. Juan Pablo II describe con cierta amplitud el tema de la apostolicidad de la Iglesia y de la Eucaristía 166. Me detendré en aquellos aspectos que muestran cómo la Eucaristía es esencialmente Apostólica.

Los Apóstoles están en íntima relación con la Eucaristía, porque Jesús les confió este Sacramento y ellos y sus sucesores lo trasmitieron hasta nosotros. “La Iglesia celebra la Eucaristía a lo largo de los siglos precisamente en continuidad con la acción de los Apóstoles, obedientes al mandato del Señor” 167.

En un segundo sentido la Eucaristía es Apostólica, pues se celebra en conformidad con la fe de los Apóstoles. Durante la bimilenaria historia del Pueblo de la nueva Alianza, el Magisterio de la Iglesia ha ido precisando con sumo cuidado la doctrina sobre la Eucaristía. De este modo se ha salvaguardado la fe Apostólica en este Misterio tan excelso. “Esta fe permanece inalterada y es esencial para la Iglesia que perdure así» 168.

En tercer lugar, la sucesión Apostólica conlleva necesariamente el sacramento del Orden. Esta sucesión es esencial para que haya Iglesia en sentido propio y pleno. Más todavía, la sucesión de los Apóstoles en la misión pastoral afecta esencialmente a la celebración eucarística. “En efecto, como enseña el Concilio Vaticano II, los fieles ‘participan en la celebración de la Eucaristía en virtud de su sacerdocio real’, pero es el sacerdocio ordenado quien ‘realiza como representante de Cristo el sacrificio eucarístico y lo ofrece a Dios en nombre de todo el pueblo” 169. 36. Ni el ministerio sacerdotal ni la Eucaristía pueden ser derivados ‘desde abajo’, a partir de la comunidad. Ambos superan radicalmente la potestad de la Asamblea.

Para la celebración eucarística es irrenunciable el ministerio del sacerdote ordenado. La Eucaristía, que se funda en la previa acción salvífica de Dios, es signo pleno de la permanente donación y condescendencia del Padre por Cristo en el Espíritu Santo. Este advenimiento de la salvación ‘desde fuera’ y ‘desde arriba’, cobra expresión simbólico-sacramental en el envío del sacerdote a la comunidad.

Es cierto que el sacerdote, en cuanto destinatario de la salvación, forma parte de la comunidad cristiana. Como cualquier otro cristiano depende a diario y siempre de nuevo del perdón y la misericordia de Dios, de su ayuda y de su gracia. Sin embargo, en el ejercicio de su ministerio sacerdotal se halla frente a la comunidad como representante de Aquel que es Cabeza de la Iglesia y verdadero Celebrante primordial. En este sentido, el sacerdote ordenado “realiza como representante de Cristo el Sacrificio eucarístico” 170. El sacerdote actúa, entonces, “in persona Christi Capitis”.

La palabra autorizada de Juan Pablo II nos ofrecía el significado preciso de esta expresión: “in persona Christi quiere decir más que ‘en nombre’ o también, ‘en vez’ de Cristo. In ‘persona’: es decir, en la identificación específica, sacramental con el ‘sumo y eterno Sacerdote’, que es el autor y el sujeto principal de su propio sacrificio, en el que, en verdad, no puede ser sustituido por nadie” 171. El ministerio del sacerdote ordenado “es insustituible en cualquier caso para unir válidamente la consagración eucarística al sacrificio de la Cruz y a la Última Cena” 172.

El ministerio sacerdotal es constitutivo para la celebración eucarística.

La Asamblea que es convocada para celebrar la Eucaristía necesita absolutamente un sacerdote ordenado que la presida. La función de presidir la Eucaristía no consiste sólo en realizar determinados ritos o en pronunciar ciertos textos, sino en actuar permanentemente “en la persona de Cristo”, a quien representa, y “en nombre de la Iglesia”, elevando al Padre la plegaria y la ofrenda del Pueblo santo, siendo instrumento dócil en las manos del Señor para la santificación de la comunidad eclesial. 37.

Si la Eucaristía es centro y cumbre de la vida de la Iglesia, lo es también del ministerio sacerdotal. La praxis de la celebración diaria de la Eucaristía tiene una importancia decisiva para la vida espiritual de los presbíteros 173. La Eucaristía “es la principal y central razón de ser del sacramento del sacerdocio, nacido efectivamente en el momento de la institución de la Eucaristía y a la vez que ella” 174.

Son múltiples y variadas las actividades pastorales del presbítero. Hoy día existe en su vida un serio peligro de dispersión. La caridad pastoral debe ser el vínculo que dé unidad a toda la vida del presbítero 175. Esta caridad pastoral que tiene su fuente específica en el sacramento del Orden, halla su expresión plena y su alimento supremo en la Eucaristía. “El alma sacerdotal ha de reproducir en sí misma lo que se hace en el ara sacrificial” 176. En consecuencia, “la caridad pastoral del sacerdote no sólo fluye de la Eucaristía, sino que encuentra su más alta realización en su celebración, así como también recibe de ella la gracia y la responsabilidad de impregnar de manera ‘sacrificial’ toda su existencia” 177.

En la celebración cotidiana de la Eucaristía el sacerdote encuentra la fuerza necesaria para afrontar, sin caer en la dispersión, los diversos quehaceres pastorales. “Cada jornada será así verdaderamente eucarística” 178. En este sentido, “el presbítero tiene que ser ante todo adorador y contemplativo de la Eucaristía a partir del mismo momento en que la celebra” 179.

c) La prioridad de una pastoral vocacional para el ministerio ordenado 38.

De la importancia capital de la Eucaristía en la vida de la Iglesia y de la necesidad absoluta del ministerio ordenado para celebrar el sacrificio eucarístico deriva la imperiosa necesidad de la pastoral de las vocaciones sacerdotales.

La pastoral vocacional sobre todo para el ministerio sacerdotal es para mí una gran prioridad. En varias ocasiones me pronuncié sobre ello desde mi llegada a la diócesis de Ourense. Una vez más deseo urgir a los jóvenes, padres, educadores y, especialmente, a los sacerdotes en este cometido vocacional. Dios “se sirve a menudo delejemplo de la caridad pastoral ferviente de un sacerdote para sembrar y desarrollar en el corazón del joven el germen de la llamada al sacerdocio” 180.

Yo mismo escribí al respecto: “Cuando un joven encuentra a un sacerdote que siendo un verdadero hombre ha encontrado en Cristo Jesús el desarrollo más auténtico de su inteligencia y la plenitud de su vida afectiva, la pregunta vocacional queda definitivamente planteada” 181.

La oración ocupa un lugar de gran importancia en la pastoral vocacional, “porque la plegaria por las vocaciones encuentra en ella (la Eucaristía) la máxima unión con la oración de Cristo sumo y eterno Sacerdote” 182. Además quienes rezan hacen suya la exhortación de Jesús y oran para que el Señor mande trabajadores a su mies 183.

La misma diligencia y esmero de los sacerdotes en el ministerio eucarístico, unido a la promoción de la participación consciente, activa y fructuosa de los fieles en la Eucaristía es un testimonio y un incentivo para la respuesta generosa de los jóvenes a la llamada de Dios. Soy consciente del gran esfuerzo que los sacerdotes y los colaboradores laicos están llevando a cabo para celebrar con dignidad la Eucaristía.

Todos los que tienen alguna responsabilidad en lo referente a la correcta celebración de la liturgia, y en especial de la Eucaristía, merecen mi más sincero agradecimiento. Hemos de profundizar más y más en la comprensión de la liturgia e intentar que ésta sea fecunda en nuestra vida.

De este modo podremos contagiar a otras personas el gozo de celebrar la Eucaristía. 39. No podemos, sin embargo, cerrar los ojos ante algunas circunstancias especialmente dolorosas.

La participación en la Eucaristía, por lo que al número se refiere, está descendiendo en los últimos años. Además, la comprensión que buena parte de quienes acuden a las celebraciones tiene de los textos y símbolos litúrgicos es cada día más deficiente. Se va desconociendo paulatinamente que la Eucaristía es, ante todo, un acontecimiento sagrado en el que se actualiza “la obra de nuestra salvación” 184.

A numerosos jóvenes, sobre todo, les va resultando un tanto extraño el lenguaje y las formas de la liturgia. Comienza a notarse ya la escasez de sacerdotes y ya no es posible celebrar cada Domingo la Eucaristía en cada comunidad parroquial, siendo así que “la parroquia es una comunidad de bautizados que expresan y confirman su identidad principalmente por la celebración del Sacrificio eucarístico. Pero esto requiere la presencia de un presbítero, el único a quien compete ofrecer la Eucaristía in persona Christi” 185.

Todas estas circunstancias me preocupan hondamente, ya que son realidades que afectan esencialmente a la vida diocesana. Urge una comprensión más profunda de la Eucaristía, para avanzar en la vivencia de la fe cristiana.

2.2 La Eucaristía hace la Iglesia 40.

La relación entre el misterio de la Eucaristía y la Iglesia implica también el efecto de la Eucaristía en la Iglesia. La influencia de la Eucaristía es tal que puede decirse que la Iglesia es objeto de la Eucaristía o, con otras palabras, “la Eucaristía hace la Iglesia”. De esta forma la Iglesia es objeto principal de la Eucaristía que ella ‘hace’; es beneficiaria primera del acontecimiento que celebra. Mediante la Eucaristía “la Iglesia vive y crece continuamente” 186.

La significación de la Eucaristía para la vida de cada Iglesia particular es tal que “no se construye ninguna comunidad cristiana si no tiene su raíz y quicio en la celebración de la santísima Eucaristía, por la que debe, consiguientemente, empezar toda la formación en el espíritu de comunidad” 187.

a) En la Eucaristía la Iglesia toma conciencia de su identidad y de su misión 41. Mientras peregrina en la tierra, la Iglesia está llamada a mantener y promover tanto la comunión con el Dios trinitario como la comunión entre los hombres 188.

La Eucaristía hace y significa a la Iglesia como comunión.

No es casualidad que el término “comunión” sea uno de los nombres específicos del Santísimo Sacramento. Se llama “comunión, porque por este sacramento nos unimos a Cristo que nos hace partícipes de su Cuerpo y de su Sangre para formar un solo cuerpo” 189.

En la Eucaristía la Iglesia toma conciencia de su identidad y de su misión. Se puede afirmar que la Eucaristía es el lugar más privilegiado de expresión, realización e identificación de la Iglesia, el momento decisivo de su crecimiento en verdadero Cuerpo de Cristo, al servicio de toda la humanidad. El misterio entero de la Iglesia, en su ser, su aparecer y sus signos más auténticos, se manifiesta de modo especial en la Eucaristía 190.

Como nos indica el Santo Padre, “la Eucaristía podría considerarse también como una ‘lente’ mediante la cual comprobar continuamente el rostro y el camino de la Iglesia, que Cristo fundó para que todo hombre pudiera conocer el amor de Dios y hallar en él plenitud de vida” 191. Por ser la persona de Cristo, la Eucaristía puede considerarse como fundamento y base de la Iglesia. Como enseña el Concilio de Trento, los otros sacramentos poseen la fuerza de santificar; en la Eucaristía, en cambio, está presente el mismo autor de la santificación.

Más todavía, enseña el Concilio Vaticano II : “En la sagrada Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo en persona, nuestra pascua y pan vivo, que, por su carne vivificada y vivificante por el Espíritu Santo, da vida a los hombres, que de esta forma son invitados y estimulados a ofrecerse a sí mismos, sus trabajos y todas las cosas creadas, juntamente con él” 192

En la Eucaristía se actualiza el misterio pascual de Cristo. La Iglesia celebra en la Eucaristía el sacrificio mismo de Cristo, que es origen y fuente de la comunidad cristiana. Cristo es el redentor de la Iglesia, que se entregó por ella para acogerla como Esposa santa e inmaculada 193. Este amor hasta el extremo del Esposo a su Esposa se perpetúa hasta el final de los tiempos en la celebración eucarística. Compenetrándose plenamente con el misterio pascual, la Iglesia realiza en la Eucaristía la plenitud de su ser.

b) En la Eucaristía se va generando el misterio de la Iglesia 42. La Eucaristía es generadora de Iglesia que brota y nace cada día del misterio eucarístico como fuente inagotable de comunión. Es en la Eucaristía donde una multitud de seres humanos llegan a ser el Cuerpo de Cristo, al participar de su persona –de su Cuerpo y Sangre– e incorporarse a ella. La Eucaristía es “la suprema manifestación sacramental de la comunión en la Iglesia” 194.

La Eucaristía a la vez que actualiza la obra de nuestra redención, representa y realiza la unidad de la Iglesia: “La unidad de los fieles, que constituyen un solo cuerpo en Cristo, está representado y se realiza por el sacramento del pan eucarístico (cfr.ICor.10,17).

Todos los hombres están llamados a esta unión en Cristo, luz del mundo, de quien procedemos, por quien vivimos y hacia quien caminamos” 195. La unión con Cristo conlleva la unión con los hermanos. Los dos discípulos de Emaús, cuando descubren el rostro del Resucitado al partir el pan, vuelven a Jerusalén junto a los demás: “En aquel mismo instante se pusieron en camino y regresaron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los once y a todos los demás” 196.

En la misma alegoría de la vid y los sarmientos, el Señor nos recuerda el mandamiento nuevo: “Mi mandamiento es éste: Amaos los unos a los otros como yo os he amado” 197 No es posible permanecer unidos a la Vid verdadera, sino estamos en comunión con los demás miembros del Cuerpo de Cristo. En el misterio eucarístico tenemos la oportunidad de participar del único Pan de vida: “Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre... el que come mi Carne y bebe mi Sangre, tiene vida eterna... permanece en mí y yo en él” 198.

La participación en el único Pan y en la única Sangre nos hace un solo Cuerpo: “El cáliz de bendición que bendecimos, ¿no nos hace entrar en comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no nos hace entrar en comunión con la sangre de Cristo? Pues si el pan es uno solo y todos participamos de ese único pan, todos formamos un solo cuerpo” 199.

En el sacramento de la Eucaristía se va edificando la Iglesia como misterio de comunión. San Agustín comenta admirablemente el texto del Apóstol: “Si vosotros mismos sois Cuerpo y miembros de Cristo, sois el sacramento que es puesto sobre la mesa del Señor, y recibís este sacramento vuestro. Respondéis ‘amén (es decir, ‘sí’, ‘es verdad’) a lo que recibís, con lo que, respondiendo, lo reafirmáis. Oyes decir ‘el Cuerpo de Cristo’, y respondes ‘amén’. Por lo tanto, sé tú verdadero miembro de Cristo para que tu ‘amén’ sea también verdadero” 200. 43.

 La reflexión cristiana que arranca sobre todo del mensaje paulino, ha utilizado constantemente la conocida comparación del pan formado por muchos granos de trigo, molidos, convertidos en harina, amasados por el agua del bautismo y cocidos por el fuego del Espíritu, para mostrar las raíces de la unidad de la Iglesia y para exhortar a los cristianos a la convivencia concorde y pacífica.

La Constitución “Lumen Gentium” sintetiza la doctrina paulina en los siguientes términos: “En la fracción del pan eucarístico compartimos realmente el cuerpo del Señor, que nos eleva a la comunión con Él y entre nosotros. Porque el pan es uno, aunque muchos, somos un solo cuerpo todos los que participamos de un mismo pan (ICor.10,17). Así todos somos miembros de su cuerpo (cfr.ICor.12,27) y cada uno miembro del otro (Rom.12,5)” 201.

Es evidente, nos indicaba Juan Pablo II que “la Eucaristía crea comunión y educa a la comunión” 202. Las divisiones que puedan existir entre los fieles cristianos contradicen abiertamente las exigencias radicales de la Eucaristía. En la celebración eucarística el día del Señor ha de convertirse también en el día de la Iglesia: “Precisamente a través de la participación eucarística, el día del Señor se convierte también en el día de la Iglesia, que puede desempeñar así de manera eficaz su papel de sacramento de unidad” 203.

En cada Eucaristía nos sentimos urgidos a reproducir entre nosotros aquel mismo ideal de comunión que animaba a los primeros cristianos. Aquella Iglesia, congregada en torno a los Apóstoles y convocada por la Palabra de Dios para la fracción del pan, vive en profundidad la comunión entre todos sus miembros 204

El Santo Padre nos habla de la Eucaristía como fuente de comunión con Cristo y entre nosotros con estas palabras: “En la Eucaristía, el Señor se nos da con su cuerpo, con su alma y su divinidad, y nosotros nos convertimos en una sola cosa con él y entre nosotros” 205. 3) María, mujer “eucarística” 44.

Hemos visto cómo la Iglesia hace la Eucaristía, pero también cómo la Eucaristía hace la Iglesia. Allí donde está la Eucaristía, allí está la Iglesia. Ahora bien, enseñaba Juan Pablo II, “si queremos descubrir en toda su riqueza la relación íntima que une Iglesia y Eucaristía, no podemos olvidar a María, Madre y modelo de la Iglesia” 206. Al ser la Virgen el miembro humano más excelso de la Iglesia, es obvio que se puede hablar de ella como mujer “eucarística”.

En la Carta Apostólica “Rosarium Virginis Mariae”, Juan Pablo II, al hablar de la Virgen como Maestra en la contemplación del rostro de Cristo, incluyó entre los misterios de luz la “institución de la Eucaristía”. María puede guiarnos en la contemplación del rostro eucarístico de Cristo, porque tiene una relación muy estrecha con él: “A primera vista, el Evangelio no habla de este tema. En el relato de la institución, la tarde del Jueves Santo, no se menciona a María. Se sabe, sin embargo, que estaba junto a los Apóstoles, ‘concordes en la oración’ (cfr.Hech.1,14), en la primera comunidad reunida después de la Ascensión en espera de Pentecostés. Esta presencia suya no pudo faltar ciertamente en las celebraciones eucarísticas de los fieles de la primera generación cristiana, ‘asiduos en la fracción del pan’ (Hech.2,42)” 207. a) María, mujer eucarística en todas las dimensiones de su vida 45. La relación de María con la Eucaristía se puede mostrar indirectamente a partir de su actitud interior. María es mujer eucarística en toda su vida. La Eucaristía es misterio de fe que supera totalmente la luz de nuestro entendimiento. Es necesaria la luz de la fe. María puede ser apoyo y guía en toda actitud creyente 208. En efecto, “María es la ‘Virgen oyente’, que acoge con fe la palabra de Dios: fe, que para ella fue premisa y camino hacia la Maternidad divina” 209. Ante la propuesta del Arcángel, la Virgen responde: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” 210. La Iglesia desde el día de la institución de la Eucaristía no dejó de cumplir el mandato del Señor: “Haced esto en memoria mía”. Estas palabras nos recuerdan aquellas de la Virgen que nos invitan a obedecer a su Hijo sin titubeos: “Haced lo que Él os diga” 211.

Juan Pablo II comentaba la relación entre ambas expresiones con estas palabras: “Con la solicitud materna que muestra en las bodas de Caná, María parece decirnos: ‘no dudéis, fiaros de la Palabra de mi Hijo. Él, que fue capaz de transformar el agua en vino, es igualmente capaz de hacer del pan y del vino su cuerpo y su sangre, entregando a los creyentes en este misterio la memoria viva de su Pascua, para hacerse así pan de vida” 212.

 A lo largo de su vida, la Virgen vivió una permanente actitud eucarística, incluso antes de la institución de este sacramento. En primer lugar “por el hecho mismo de haber ofrecido su seno virginal para la encarnación del Verbo de Dios” 213.

Con timidez humilde, pero con fe confiada, la Virgen pronuncia su “Sí». La Virgen nos muestra en su “Sí» un corazón generosamente obediente. La morada de un pecho casto se hace de repente templo de Dios. En la “comunión” de María gestante, Jesús vive en Ella día y noche durante nueve meses. Así pues, “María concibió en la encarnación al Hijo divino, incluso en la realidad física de su cuerpo y de su sangre, anticipando en sí lo que en cierta medida se realiza sacramentalmente en todo creyente que recibe, en las especies del pan y del vino, el cuerpo y la sangre del Señor” 214. La Virgen “no fue un instrumento puramente pasivo en las manos de Dios, sino que cooperó a la salvación de los hombres con fe y obediencia libres” 215.

 Hemos de seguir las huellas de la fe de María: una fe generosa que se abre a la Palabra de Dios y que acoge la voluntad de Dios. Cada uno de nosotros debe estar pronto a responder así, como Ella, en la fe y en la obediencia, para cooperar, cada uno en la propia esfera de responsabilidad, a la edificación del Reino de Dios.

En este sentido existe una notable analogía entre el “fiat” pronunciado por María en las palabras del ángel y el “amén” que cada fiel pronuncia cuando recibe el Cuerpo del Señor 216. 46. Después de su “fiat”, María sintió que el Verbo se hizo carne en su seno. Llena de Dios se pone en camino para visitar y ayudar a su parienta, Isabel. De esta forma se convierte en el Arca de la nueva Alianza.

Es la primera Custodia que preside la primera procesión del Corpus Christi. Juan Pablo II nos ofrecía un comentario de tinte eucarístico del encuentro de María con Isabel: “Cuando en la Visitación, lleva en su seno el Verbo hecho carne, se convierte de algún modo en ‘tabernáculo’ –el primer ‘tabernáculo’ de la historia– donde el Hijo de Dios, todavía invisible a los ojos de los hombres, se ofrece a la adoración de Isabel, como ‘irradiando’ su luz a través de los ojos y la voz de María” 217.

Más tarde, María al contemplar embelesada el rostro de su Hijo recién nacido, se convierte en modelo de amor en el que ha de inspirarse cada comunión eucarística. María durante toda su vida hace suya la dimensión sacrificial de la Eucaristía. En la presentación del niño Jesús en el templo, Simeón y Ana representan a todas las gentes expectantes que salen al encuentro del Salvador. Jesús es reconocido como “luz de las naciones” y “gloria de Israel”, pero también como “signo de contradicción” 218.

Precisamente la espada de dolor predicha a María, su Madre, profetiza otra oblación perfecta y única, la de la Cruz que dará la salvación a todos los pueblos 219. El anciano Simeón se dirige a María con estas palabras: “Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción... a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones. Y a ti misma una espada te atravesará el alma” 220. En estos términos se describe la concreta dimensión histórica en la cual el Hijo de Dios cumplirá su misión, es decir, en la incomprensión y en el dolor. María ha de vivir en el sufrimiento su obediencia de fe al lado del Salvador que sufre 221. La profecía de Simeón se va cumpliendo y “María vive una especie de ‘Eucaristía anticipada’ se podría decir, una ‘comunión espiritual’ de deseo y ofrecimiento, que culminará en la unión con el Hijo en la pasión y se manifestará después, en el período postpascual, en su participación en la celebración eucarística, presidida por los Apóstoles, como ‘memorial’ de la pasión” 222.

Las palabras de la institución de la Eucaristía “Esto es mi cuerpo que es entregado por vosotros” tienen un eco especial en el corazón de María, pues “aquel cuerpo entregado como sacrificio y presente en los signos sacramentales, ¡era el mismo cuerpo concebido en su seno!” 223.

En la Eucaristía Jesús se nos da como “Pan de vida” en la comunión. Este momento de la celebración eucarística tuvo en la vida de la Virgen una intensidad especial y única: “Recibir la Eucaristía debía significar para María como si acogiera de nuevo en su seno el corazón que había latido al unísono con el suyo y revivir lo que había experimentado en primera persona al pie de la Cruz” 224.

En la Eucaristía actualizamos el misterio pascual de Cristo.

 

En el trance fundamental de su vida histórica Jesús pone en evidencia un nuevo vínculo entre Madre e Hijo. La maternidad espiritual emerge de la definitiva maduración del misterio pascual de Cristo. María es entregada al hombre (Juan) como madre de todos los hombres.

b) La Eucaristía es toda ella un ‘Magnificat’ 47. Este sacramento se llama “Eucaristía porque es acción de gracias a Dios” 225. En el cántico del “Magnificat” María da gracias por las maravillas que Dios ha realizado en ella y en toda la humanidad. En este cántico vertió, como en una ánfora, los secretos de su corazón y las más íntimas efusiones de su alma. El “Magnificat” refleja el interior de María. “La Eucaristía, en efecto, como el canto de María, es ante todo alabanza y acción de gracias... María rememora las maravillas que Dios ha hecho en la historia de salvación... María canta el ‘cielo nuevo’ y la ‘tierra nueva’ que se anticipan en la Eucaristía ¡La Eucaristía se nos ha dado para que nuestra vida sea, como la de María, toda ella un Magnificat!” 226.

En el proceso de nuestra configuración con Cristo hemos de aprender de su Madre, dejándonos acompañar por Ella. Así como Iglesia y Eucaristía son un binomio inseparable, lo mismo se puede decir del binomio María Eucaristía. “Por eso, el recuerdo de María en la celebración eucarística es unánime, ya desde la antigüedad, en las Iglesias de Oriente y Occidente” 227. 48. Basta con leer los Evangelios para percibir que Jesús no se conformó con ser, con sus palabras y con sus obras, el signo vivo del Reino que anunciaba. Es un dato incontestable que reunió en torno a sí a un grupo de discípulos, para que atestiguaran públicamente su llamada universal a la salvación y el Reino de amor que venía a instaurar.

 Todavía hoy, cuarenta años después del Concilio Vaticano II, resuenan con fuerza aquellas palabras de Pablo VI: “La Iglesia se sitúa entre Cristo y la humanidad, pero no prendada de sí misma..., no como constituyéndose en su propio fin, sino muy al contrario, constantemente preocupada por ser toda de Cristo, en Cristo y para Cristo; por ser toda de los hombres, entre los hombres, para los hombres, humilde y gloriosa intermediaria, trayendo, conservando y difundiendo desde Cristo a la humanidad la verdad y la gracia de la vida sobrenatural” 228.

 La Iglesia existe para la misión.

 

La Iglesia se siente enviada por el Dios Uno y Trino. En la Eucaristía ofrece al Padre el sacrifico de Cristo, gracias a la invocación del Espíritu. Antes de mostrar la relación entre la Eucaristía y la misión de la Iglesia, quiero recordar algunas dimensiones básicas de la Iglesia como misterio de comunión y de misión.

1) La Iglesia, misterio de comunión 49.

 

La Iglesia se halla inserta en el designio de Dios Padre de comunicarse a los hombres por Jesucristo en el Espíritu Santo. La reflexión eclesiológica no puede disociar la fuente trinitaria de la Iglesia de su manifestación en la vida de los hombres 229. La Iglesia es como “un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” 230.

a) La Iglesia es fruto del amor gratuito de Dios

 

La Iglesia no existe como tal más que en el ‘Abba’ incesante que dirige al Padre por el Hijo en el Espíritu Santo. Nacida del amor del Padre, la comunidad eclesial se siente fruto de su amor gratuito. El Padre “estableció convocar a quienes en creen en Cristo en la santa Iglesia, que ya fue prefigurada desde el origen del mundo, preparada admirablemente en la historia del pueblo de Israel y en la Antigua Alianza, constituida en los tiempos definitivos, manifestada por la efusión del Espíritu y que se consumará gloriosamente al final de los tiempos” 231. Desde la raíz de la iniciativa del Padre, al Hijo pertenece poner en ejecución el plan de salvación de su

 Padre. Éste es el motivo de su “misión”. En efecto, “el misterio de la santa Iglesia se manifiesta en su fundación. Pues nuestro Señor Jesús dio comienzo a la Iglesia predicando la buena nueva, es decir, la llegada del reino de Dios prometido desde siglos en la Escritura: ‘Porque el tiempo está cumplido, y se acercó el reino de Dios’ (Mc.1,15; Cfr. Mt.4,17)” 232.

Para cumplir la voluntad del Padre, Cristo inaugura el Reino de los cielos en la tierra. La Iglesia es el Reino de Cristo “presente ya en misterio” 233. Ahora bien, la Iglesia no es sólo memoria y fidelidad a los orígenes. Se edifica gracias a la acción del Señor resucitado. 50. El Espíritu Santo influye permanentemente en la marcha de la Iglesia por la historia desde una triple perspectiva.

 La tercera Persona divina santifica a la Iglesia. Así nos lo enseña el Concilio: “Consumada, pues, la obra que el Padre confió al Hijo en la tierra, fue enviado el Espíritu Santo en el día de Pentecostés, para que indeficientemente santificara a la Iglesia” 234. El mismo Espíritu que es fuente de comunión en la relación trinitaria, es también fuente de comunión en la relación eclesial: “el mismo en la Cabeza y en los miembros” 235. Él es, también la novedad creadora de la historia, en la espera activa del Reino escatológico.

En síntesis, se puede afirmar que el Padre origina la Iglesia mediante la misión conjunta del Hijo que la instituye y del Espíritu que la constituye. De modo muy conciso sostiene Tertuliano: “Donde los tres, es decir, el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo, allí está la Iglesia que es el cuerpo de los tres 236.

En este sentido “La Iglesia es una misteriosa extensión de la Trinidad en el tiempo, que no solamente nos prepara a la vida unitiva, sino que nos hace ya partícipes de ella. Proviene de la Trinidad y está llena de la Trinidad” 237.

b) La Iglesia se reconoce como misterio de comunión 51. El concepto de comunión vertebra la eclesiología del Concilio Vaticano II. Esta noción impregnó durante el primer milenio la conciencia de la Iglesia.

En el Sínodo extraordinario de 1985 se reconoce que “la eclesiología de comunión es una idea central y fundamental en los documentos del Concilio” 238. En su primer artículo la Carta “Communionis notio” afirma: “El concepto de comunión (koinonia), ya puesto de relieve en los textos del Concilio Vaticano II, es muy adecuado para expresar el núcleo profundo del misterio de la Iglesia, y ciertamente, puede ser una clave de lectura para una renovada eclesiología católica” 239.

La teología está prestando una gran atención a esta aportación conciliar. El Secretario especial de la primera Asamblea extraordinaria del Sínodo de Obispos de 1969, escribía: “La innovación del Vaticano II de mayor trascendencia para la eclesiología y para la vida de la Iglesia ha sido el haber centrado la teología del misterio de la Iglesia sobre la noción de comunión” 240. Hace años sostenía también, con toda claridad, el teólogo alemán, Walter Kasper que “Una de las ideas fundamentales de la eclesiología del Concilio, la idea fundamental más bien, es la de ‘comunión’... Los textos conciliares y su eclesiología de comunión en modo alguno están superados. Podría incluso decirse que su recepción no ha hecho más que comenzar” 241.

 

c) Dimensiones básicas del misterio de la Iglesia como comunión 52.

 

El Dios cristiano no es soledad, es comunión. El modelo acabado de comunión lo encuentra la Iglesia en el misterio de la Santísima Trinidad 242. El pueblo de Dios está incardinado en el movimiento de autocomunicación y automanifestación de Dios Padre por Jesucristo en el Espíritu Santo 243. El misterio trinitario de Dios se refleja en tres imágenes eclesiológicas básicas: Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu. Estas tres imágenes son prioritarias, porque expresan el misterio más fundamental y más vital de la Iglesia.

En el pueblo de Dios que vive como Cuerpo de Cristo todos son sujetos de comunión: “Esta comunión comporta una solidaridad espiritual entre los miembros de la Iglesia, en cuanto miembros de un mismo Cuerpo, y tiende a su efectiva unión en la oración, inspirada en todos por un mismo Espíritu, el Espíritu Santo que llena y une toda la Iglesia” 244. Es connatural al ser cristiano actuar corresponsablemente ‘pro sua parte’ en la comunión y misión de la Iglesia. Ésta es comunión en ‘igualdad diferenciada’.

La comunión eclesial tiene una auténtica base sacramental 245. Más concretamente, la comunión eclesial y la Eucaristía son realidades inseparables: “La participación del cuerpo y sangre de Cristo hace que pasemos a ser aquello que recibimos” 246. En consecuencia, “la expresión paulina: la Iglesia es el Cuerpo de Cristo, significa que la Eucaristía, en la que el Señor nos entrega su Cuerpo y nos transforma en un solo Cuerpo, es el lugar donde permanentemente la Iglesia se expresa en su forma más esencial: presente en todas partes y, sin embargo, sólo una, así como uno es Cristo” 247.

 La celebración de la Eucaristía es, en cuanto mesa del Señor compartida, hogar de fraternidad cristiana, fermento de la solidaridad con todos los hombres y fundamento y exigencia que clama por la efectiva comunicación. La Iglesia católica, una y única se constituye en y a base de las Iglesias particulares y subsiste en ellas 248. La Iglesia no se fragmenta en sucursales ni resulta de la organización internacional con entidades administrativas en determinados lugares. La Iglesia no es suma de partes, sino comunión de totalidades. La universalidad de la Iglesia se realiza localmente.

La Iglesia es el Cuerpo de las Iglesias 249. 53.

La comunión eclesial es un regalo de la familia divina. La realidad de la Iglesia-Comunión forma parte integrante del designio divino de salvación. Es el Espíritu vivificador quien realiza la admirable unión dentro de la Iglesia 250.

Con estas palabras precisas se describe esta acción del Espíritu: “Aquel Espíritu que desde la eternidad abraza la única e indivisa Trinidad, aquel Espíritu que ‘en la plenitud de los tiempos’ (Gál.4,4) unió indisolublemente la carne humana al Hijo de Dios, aquel mismo e idéntico Espíritu es, a lo largo de todas las generaciones cristianas, el inagotable manantial del que brota sin cesar la comunión en la Iglesia y de la Iglesia” 251.

La comunión es fruto también de la Palabra y de los Sacramentos, especialmente de la Eucaristía. No es, por tanto, fundamentalmente el resultado de esfuerzos humanos. Ahora bien, esta comunión tiene un carácter dinámico. Está exigiendo una expansión y una profundización personal y comunitaria. La comunión iniciada como don de Dios reclama la colaboración de cada creyente y de cada comunidad. La comunión se va configurando como comunión ‘orgánica’. Está caracterizada por la simultánea presencia de la diversidad y de la complementariedad de las vocaciones y condiciones de vida, de los ministerios y carismas.

2) La Iglesia, misterio de comunión y de misión 54. Hemos visto cómo la eclesiología de comunión representa el corazón de la doctrina conciliar sobre la Iglesia. Ahora bien, la Iglesia, misterio de comunión, ha nacido para la misión. Comunión y misión son dos dimensiones inseparables del único misterio de la Iglesia. Por su naturaleza, la Iglesia durante su peregrinación en la tierra es misionera, ya que ella misma deriva su origen de la misión del Hijo y de la misión del Espíritu Santo según el designio de Dios Padre.

La misión, pues, encierra un significado trinitario y teologal. Nace de la caridad del Padre 254, actualiza en cada momento de la historia la misión de Jesús, el Hijo de Dios 255 y se hace posible por el Espíritu Santo 256.

 

a) La Iglesia existe para la misión 55.

 

La misión abarca también a la entera existencia de la Iglesia. En este sentido, la misión significa mucho más que una tarea de la Iglesia. Es la expresión misma de su ser. La Iglesia existe para la misión. Pablo VI declaraba con palabras lapidarias que la evangelización representa la vocación propia de la Iglesia: “Evangelizar constituye, en efecto, la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar, es decir, para predicar y enseñar, ser canal del don de la gracia, reconciliar a los pecadores con Dios, perpetuar el sacrificio de Cristo en la Santa Misa, memorial de su Muerte y Resurrección” 257.

 Los que se sienten discípulos de Jesús, hijos de Dios y hermanos entre sí, son constituidos por la fuerza del Espíritu Santo en comunidad evangelizadora 258. La Iglesia surge de la persona y de la misión evangelizadora de Jesús y es enviada por el Señor Resucitado a evangelizar hasta su segunda venida.

La comunidad Apostólica continúa la presencia y la acción salvadora de Jesús de Nazaret muerto y resucitado. En el libro de los Hechos de los Apóstoles se pone de manifiesto el dinamismo misionero de las primeras comunidades cristianas.

El envío de Cristo ‘hasta los confines del mundo’ sigue siendo tan actual como en la era Apostólica. Juan Pablo II asumía muy en primera persona aquel grito del Apóstol: “¿Ay de mí si no predicara el Evangelio!” 259.

El testimonio apostólico se apoya en cuatro aspectos que no se han difuminado con el paso del tiempo. Una certeza: la de Cristo resucitado que sigue estando vivo, “exaltado por la diestra de Dios”; un envío: “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes” 261; una seguridad: “Sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” 262 ; y una fuerza interior: “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo” 263.

b) El centro del mensaje es la salvación en Jesucristo 56. La única misión de la Iglesia y su carácter progresivo la describe el Apóstol con estas palabras: “Capacita así a los creyentes para la tarea del ministerio y para construir el Cuerpo de Cristo, hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del pleno conocimiento del Hijo de Dios, hasta que seamos hombres perfectos, hasta que alcancemos en plenitud la talla de Cristo” 264. En la oración sacerdotal Jesús manifiesta el contenido esencial de la evangelización: “Padre, ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo” 265.

La evangelización explicita el amor gratuito y universal de Dios comunicado en la persona de Jesucristo por la acción del Espíritu Santo. Lo nuclear del mensaje evangelizador es la salvación en Jesucristo. En consecuencia, “No hay evangelización verdadera mientras no se anuncie el nombre, la doctrina, la vida, las promesas, el reino, el misterio de Jesús de Nazaret Hijo de Dios” 266. Él nos hace presente la cercanía de Dios, su misericordia entrañable, nos da la filiación divina y nos promete la vida que no tiene fin.

El mensaje cristiano afecta a todo el hombre y a todos los hombres. La tarea evangelizadora “es única e idéntica en todas partes y en toda situación, si bien no se ejerce del mismo modo según las circunstancias 267

Los inmensos horizontes geográficos de la misión no deben ocultar los nuevos espacios humanos que marcan las mentalidades y las opciones de nuestros contemporáneos: “Existen otros muchos areópagos del mundo moderno (además del de la comunicación) hacia los cuales debe orientarse la actividad misionera de la Iglesia. Por ejemplo, el compromiso por la paz, el desarrollo y la liberación de los pueblos; los derechos del hombre y de los pueblos, sobre todo los del niño; la salvaguardia de la creación... Hay que recordar, además, el vastísimo areópago de la cultura, de la investigación científica, de las relaciones internacionales…” 268.

La misión de la Iglesia es única, pero se realiza en tareas diversas. Esto da a la evangelización una gran riqueza de formas y de cauces. 57. El anuncio del Evangelio incumbe a todo cristiano consciente de su vocación de bautizado.

La Iglesia entera es la que ha recibido de Cristo el mandato de ir por todo el mundo y anunciar el Evangelio. A todo el pueblo de Dios incumbe este mandato 269. Por tanto, “no se da, por ende, miembro alguno que no tenga parte en la misión de Cristo” 270. Por consiguiente, “no hay lugar para el ocio: tanto es el trabajo que a todos espera en la viña del Señor” 271.

Evangelizar es un acto ‘eclesial’ que ha de realizarse en comunión con la Iglesia y en nombre de ella 272. Ahora bien, la Iglesia universal se hace presente en cada una de las Iglesias particulares con todos sus elementos constitutivos.

 

La Iglesia universal se manifiesta como ‘Cuerpo de Iglesias’ 273. 3)

El Espíritu Santo, protagonista de la misión 58. Sin el Espíritu Santo ni se realiza ni se produce su efecto en nosotros la salvación que Cristo nos ha traído 274. El don del Espíritu Santo es el don constante; es expresión de la perennidad de la acción salvadora de Dios cumplida de una vez para siempre en Cristo, pero que el Espíritu Santo constantemente universaliza, actualiza e interioriza 275.

 

a) El Espíritu Santo, principio vital de la Iglesia

 

La Iglesia es de algún modo el lugar ‘natural’ del Espíritu, como lo fue la humanidad de Jesús en el tiempo de su vida mortal. San Ireneo formula así esta CARTA PASTORAL DEL SR. OBISPO ABRIL • 545 realidad: “Donde está la Iglesia allá está el Espíritu de Dios, y donde está el Espíritu de Dios allí está la Iglesia y toda gracia, pues el Espíritu es la verdad” 276.

Más tarde, San Juan Crisóstomo sostiene con toda claridad que “si el Espíritu Santo no estuviera presente no existiría la Iglesia; si existe la Iglesia, esto es un signo abierto de la presencia del Espíritu” 277.

El Espíritu santifica constantemente a la Iglesia, mora en ella, la introduce en la plenitud de la verdad, la unifica y la dirige, la enriquece con diversos dones jerárquicos y carismáticos y la lleva a la perfección 278. Constituye como el principio vital de la Iglesia, su alma 279.

En el Cenáculo, la víspera de su pasión, Jesús promete a sus discípulos el envío del Espíritu Santo 280. Dios cumple siempre sus promesas. El día de Pentecostés fue enviado el Espíritu Santo sobre los Apóstoles y sobre la primera comunidad de los discípulos del Señor que en el Cenáculo “perseveraban en la oración, con un mismo espíritu”, en compañía de María, la madre de Jesús 281.

En el relato de este acontecimiento se recogen tres elementos externos: el ruido del viento, las lenguas de fuego y el carisma del lenguaje. Todos ellos indican no sólo la presencia del Espíritu Santo, sino también su particular venida sobre los presentes, su donarse que provoca en ellos una verdadera transformación 282. Pentecostés supuso una efusión de vida divina. Junto con la Pascua, Pentecostés constituye el coronamiento de la economía salvífica de la Trinidad divina en las historia humana. En el evento de Pentecostés se revela al mundo la Iglesia, el nuevo Pueblo de Dios. La relación entre el Espíritu Santo y la Iglesia no es de tipo externo, sino de carácter profundo y vital: “A la Iglesia, de hecho, le ha sido confiado el Don de Dios, como soplo a la criatura formada, a fin de que todos los miembros, participando en él, sean vivificados; y en ella ha sido depositada la comunión con Cristo, es decir, el Espíritu Santo, prenda de incorruptibilidad, confirmación de nuestra fe y escalera de nuestra subida a Dios” 283.

El decreto conciliar “Ad gentes” destaca la relación de la tercera Persona divina con la misión de la Iglesia. El decreto recuerda que “el Señor Jesús, antes de dar voluntariamente su vida para salvar el mundo, de tal manera organizó el ministerio apostólico y prometió enviar el Espíritu Santo, que ambos están asociados en la realización de la obra de la salvación en todas partes y para siempre” 284.

La misión de la Iglesia no es sólo fruto de la obediencia al ‘mandato de Cristo’, sino que se hace presente en todos los pueblos y naciones impulsada “por la caridad y gracia del Espíritu Santo” 285. Además, la presencia y acción del Espíritu es imprescindible para que la palabra de la predicación sea acogida por las personas en sus corazones 286.

 

b) El Espíritu Santo, agente principal de la evangelización 59.

 

Pablo VI en la exhortación Apostólica “Evangelii nuntiandi” (1975) dedica todo el número 75 para mostrar la relación entre la tercera Persona divina y la evangelización. Comienza sentando este principio básico: “No habrá nunca evangelización posible sin la acción del Espíritu Santo” 287. A continuación describe a grandes trazos la presencia activa del Espíritu en la vida pública de Jesús de Nazaret.

El mismo Espíritu, después de Pentecostés influye tan decisivamente en la vida de los Apóstoles que sin Él no sería posible la gran obra de la evangelización. Más todavía, “el Espíritu que hace hablar a Pedro, a Pablo y a los Doce, inspirando las palabras que ellos deben pronunciar, desciende también ‘sobre los que escuchan la Palabra”288. Por ello, “gracias al apoyo del Espíritu Santo, la Iglesia crece” 289. Él anima desde dentro toda la actividad Apostólica de la Iglesia. Él actúa en cada evangelizador. Es necesario recordar que las habilidades personales, los medios técnicos y los recursos humanos no suplen la acción del Espíritu Santo que es quien alza los corazones a la gracia, mantiene la comunión eclesial y alienta la vida evangélica. El evangelizador que es dócil a la acción del Espíritu Santo vive con ilusión, alegría y esperanza.

Pablo VI, después de resaltar la bondad de las técnicas de la evangelización, señala con toda claridad que “ni las más perfeccionadas podrían reemplazar la acción discreta del Espíritu. La preparación más refinada del evangelizador no consigue absolutamente nada sin Él. Sin Él, la dialéctica más convincente es impotente sobre el espíritu de los hombres. Sin Él, los esquemas más elaborados sobre bases sociológicas o psicológicas se revelan pronto desprovistos de todo valor” 290. Sin temor alguno puede “decirse que el Espíritu Santo es el agente principal de la evangelización” 291. 60.

Todo lo dicho muestra que, cuando la Encíclica “Redemptoris missio” (1990) de Juan Pablo II trata del Espíritu como protagonista de la misión, está siguiendo las huellas de la viva Tradición de la Iglesia. Mientras que la “Evangelii nuntiandi” habla del Espíritu como “agente principal”, la Encíclica “Dominum et vivificante” (1986) lo presenta como “protagonista transcendente de esta obra salvífica” 292, de aquí pasó este título al capítulo tercero de la “Redemptoris missio”. Juan Pablo II no duda en afirmar que “el Espíritu Santo es en verdad el protagonista de toda misión eclesial” 293. Mediante la acción del Espíritu, el Evangelio va tomando cuerpo en las conciencias y en los corazones de las personas y se va difundiendo en la historia.

En toda actividad eclesial está presente el Espíritu que da la vida. Después de Pascua, “los Apóstoles viven una profunda experiencia que los transforma: Pentecostés” 294. El Espíritu les capacita para ser testigos de Jesús con toda libertad. Tras el primer anuncio de Pedro y las conversiones consiguientes, se forma la primera comunidad 295.

Es el Espíritu el que hace misionera a toda la Iglesia. Las primeras comunidades eran dinámicamente abiertas y misioneras. En ellas se cumple este principio tan saludable: “Aun antes de ser acción, la misión es testimonio e irradiación” 296. El Espíritu está presente y operante en todo tiempo y lugar. Es verdad que el Espíritu se manifiesta de manera especial en la Iglesia, sin embargo su presencia y acción no quedan circunscritas de modo exclusivo al ámbito eclesial.

El Concilio Vaticano II recalcó esta realidad. Enseña que el Espíritu actúa en el corazón del hombre, mediante las “semillas de la Palabra”, “incluso en las iniciativas religiosas, en los esfuerzos de la actividad humana encaminados a la verdad, al bien y a Dios” 297.

El Espíritu actúa realmente en la sociedad, la historia, en las culturas y en las religiones. Él que “sopla donde quiere” 298 nos invita a considerar su acción presente en todo tiempo y lugar. Como Iglesia particular, nuestra Diócesis ha de prestar atención a la presencia y a la voz del Espíritu. Ha de afrontar las tareas evangelizadoras, confiando plenamente en el Espíritu “¡Él es el protagonista de la misión!” 299.

4) La Eucaristía, un eficaz descendimiento del Espíritu Santo 61.

Hay que reconocer que en la liturgia es toda la Santísima Trinidad la que actúa: El Hijo encarnado es el centro viviente, el Padre es el origen primero y el fin último y el Espíritu Santo es el que hace presente a Cristo en el hoy de la Iglesia. El Catecismo de la Iglesia Católica de la Iglesia Católica destaca el papel activo del Espíritu como pedagogo, preparador, memoria, animador y actualizador del misterio de Cristo en la celebración litúrgica 300.

a) La presencia activa del Espíritu Santo en la Liturgia La Liturgia es llamada ‘el sacramento del Espíritu’, porque, como en el día de Pentecostés, llena de sí mismo las acciones litúrgicas. Más todavía, “la gracia del Espíritu Santo tiende a suscitar la fe, la conversión del corazón y la adhesión a la voluntad del Padre” 301.

 Por la presencia del Espíritu en la liturgia los misterios de la vida de Cristo llegan a ser para el creyente actuales y eficaces. El Espíritu Santo operante en el tiempo de la Iglesia es el que hace a Cristo nuevamente vivo en medio de los suyos.

La Palabra de Dios, proclamada y escuchada en la liturgia, posee una particular vitalidad y una eficacia real. En síntesis se puede decir que “la finalidad de la misión del Espíritu Santo en toda acción litúrgica es poner en comunión con Cristo para formar su Cuerpo” 302. Los Padres de la Iglesia pusieron de manifiesto la presencia activa del Espíritu Santo en la vida sacramental de la Iglesia. “Nuestros misterios, sostiene San Juan Crisóstomo, no son acciones teatrales: aquí todo está regulado por el Espíritu” 303. San Cirilo de Jerusalén enseña que el Espíritu “transforma siempre lo que toca” 304. “Sólo en la Iglesia, afirma San Isidoro de Sevilla, se celebran fructuosamente los sacramentos; de hecho, es el Espíritu Santo el que habita en ella y opera secretamente el efecto” 305.

b) El Espíritu Santo y la Eucaristía 62.

 

Bien sabemos que en la Eucaristía “se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, a saber, Cristo mismo, nuestra Pascua” 306. Dada la riqueza de la Eucaristía, es evidente que la acción del Espíritu en ella es muy destacada. De algún modo se puede afirmar que la presencia del Espíritu en la Eucaristía hace que la celebración de este sacramento sea un Pentecostés, un eficaz descendimiento del Espíritu. Juan Pablo II nos recordaba cómo la Iglesia pide la presencia del Espíritu en la celebración eucarística: “La Iglesia pide este don divino (el Espíritu Santo), raíz de todos los otros dones, en la epíclesis eucarística.

Se lee, por ejemplo, en la ‘Divina Liturgia’ de San Juan Crisóstomo: ‘Te invocamos, te rogamos y te suplicamos: manda tu Santo Espíritu sobre nosotros y sobre estos dones…para que sean purificación del alma, remisión de los pecados y comunicación del Espíritu Santo para cuantos participan de ellos’.

Y, en el Misal Romano, el celebrante implora que: ‘Fortalecidos con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu’. Así, con el don de su cuerpo y su sangre, Cristo acrecienta en nosotros el don de su Espíritu, infundido ya en el Bautismo e impreso como ‘sello’ en el sacramento de la Confirmación” 307. El mismo Espíritu que obró la encarnación del Hijo de Dios es el que realiza ahora el misterio eucarístico. El sacerdote, imponiendo las manos sobre el pan y el vino, pronuncia la epíclesis anteconsecratoria: “Te suplicamos que santifiques por el mismo Espíritu estos dones que hemos preparado para ti, de manera que sean Cuerpo y Sangre de Jesucristo” 308.

En la epíclesis de después de la consagración se invoca la acción del Espíritu sobre la comunidad que va a participar en la comunión. Se pide a Dios que, por medio de su Espíritu, conceda a la comunidad, que está celebrando el memorial de la pascua de Cristo y que va a participar de su donación sacramental, los frutos del sacramento: el amor, la vida, la unidad.

Como en Pentecostés el Espíritu llenó de vitalidad a la Iglesia naciente, ahora, al celebrar la Eucaristía, la comunidad desea ser transformada en el Cuerpo de Cristo: “Danos tu Espíritu de amor a los que participamos en esta comida, para que vivamos cada día más unidos en la Iglesia” 309. 5) La Eucaristía, fuente y cumbre de la misión de la Iglesia 63.

La Eucaristía es generadora de Iglesia, que brota y nace cada día del misterio eucarístico. Es en la Eucaristía donde una multitud de personas se hace Cuerpo de Cristo 310. En virtud de esta misteriosa interacción es el Cuerpo único el que se va construyendo en las condiciones de la vida presente, hasta alcanzar la perfección definitiva al final de los tiempos. No existe auténtica celebración y adoración de la Eucaristía que no conduzca a la misión. De hecho, “la Eucaristía es fuente de misión” 311. A su vez, la misión presupone otro rasgo eucarístico esencial, la unión de los corazones. Toda la tarea evangelizadora de la Iglesia nace y tiende a la Eucaristía: “Así, la Eucaristía es la fuente y, al mismo tiempo, la cumbre de toda la evangelización, puesto que su objetivo es la comunión de los hombres con Cristo y, en Él, con el Padre y con el Espíritu Santo” 312.

El Santo Padre, Benedicto XVI, nos recuerda el perfil evangelizador de la Eucaristía. He aquí sus palabras: “La Eucaristía hace presente constantemente a Cristo resucitado, que se sigue entregando por nosotros, llamándonos a participar en la mesa de su Cuerpo y su Sangre.

De la comunión plena con él brota cada uno de los elementos de la vida de la Iglesia, en primer lugar la comunión entre todos los fieles, el compromiso del anuncio y de testimonio del Evangelio y el ardor de la caridad hacia todos, especialmente hacia los pobres y los pequeños”

 

a) Fundamento eucarístico de la misión 64. De la Iglesia como comunión a la misión de la Iglesia, gracias al misterio de la Eucaristía, porque “la liturgia en la que se realiza el misterio de la salvación se termina con el envío de los fieles (‘missio’) a fin de que cumplan la voluntad de Dios en su vida cotidiana” 314. Mediante la participación activa en la Eucaristía, nos alimentamos de la savia de la Vid verdadera que es Cristo. Unidos especialmente a la Vid, los sarmientos son llamados a dar fruto 315.

Durante el encuentro del Señor resucitado con los discípulos de Emaús, el Señor les explica el acontecimiento de su muerte y resurrección y, ‘al partir el pan’ le reconocen. Entonces se sienten impulsados a volver a Jerusalén para anunciar a los Once la noticia: “Y, levantándose al momento, se volvieron a Jerusalén y encontraron reunidos a los Once y a los que estaban con ellos, que decían: ‘¡Es verdad, el Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!’. Ellos, por su parte, contaron lo que había pasado en el camino y cómo le habían reconocido en el partir el pan” 316.

 Esto pone de manifiesto, al menos en parte, que a la Eucaristía se le llame también, con razón, la “Misa”. Juan Pablo II hablaba de la “Misa a la misión” 317. El discípulo de Cristo se siente deudor para con los hermanos de todo lo que ha recibido en la celebración de la Eucaristía. Todo aquél que, en la Santa Misa, ha reconocido la presencia del Señor, se siente urgido a transmitir a los demás el Evangelio. El creyente escucha dentro de sí el mandato del Señor: “Id y anunciad a mis hermanos” 318. 65.

 Terminada la celebración eucarística, el fiel cristiano vuelve a su ambiente habitual con el compromiso de hacer de toda su vida un don, un sacrificio espiritual agradable a Dios 319. La Asamblea se dispersa para cumplir una misión o tarea y no precisamente por cuenta propia o en solitario, sino por encargo de Cristo en solidaridad eclesial y con la bendición del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. La misma oración después de la comunión insiste normalmente en la responsabilidad y en el compromiso que brota de la Santa Misa. Es imposible que la Eucaristía alimente la fe y no lleve a comunicarla; convierta el corazón y no mueva a predicar la conversión; realice la unidad y no impulse a superar las divisiones de la vida.

Al recordar con palabras solemnes la institución de la Eucaristía, San Pablo nos advierte: “Siempre que coméis de este pan y bebéis de esta copa, anunciáis la muerte del Señor hasta que Él venga” 320. En estos términos el Apóstol refiere la dinámica misionera de la Eucaristía.

 Después de la consagración el sacerdote proclama ante los fieles: “Éste es el Sacramento de nuestra fe”. El pueblo fiel responde: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!”. La comunidad creyente es convocada para celebrar y proclamar ante el mundo la Pascua del Señor. En su vida pública Jesús asoció pronto a los Doce y a los setenta y dos a su misión 321. Resucitado de entre los muertos, los envió para que hicieran discípulos de todas las gentes 322.

Antes de su Ascensión a la derecha del Padre, les comunicó: “Vosotros recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los confines de la tierra” 323. Con el Cuerpo y la Sangre del Resucitado, los que participan en el banquete eucarístico, reciben el Espíritu Santo que los capacita para el testimonio público. La Asamblea eucarística es misionera, ya que actualiza el dinamismo profundo de la comunión. Esta comunión hace posible que el mundo crea y reconozca a Jesús como enviado del Padre. Así lo expresa Jesús en el Cenáculo en la oración al Padre, impetrando para sus discípulos el don de la unidad: “Te pido que todos sean uno. Padre, lo mismo que tú estás en mí y yo en ti, que también ellos estén unidos a nosotros; de este modo, el mundo podrá creer que tú me has enviado…” 324.

Desde esta perspectiva, la comunión es fuente y meta de la misión. Por otra parte, la celebración eucarística es proclamación pública de la muerte y resurrección del Señor hasta su venida gloriosa. Los fieles cristianos reunidos en Asamblea anuncian su fe, esperanza y determinación de vivir en el amor.

 Dios se reveló como amor y la comunidad eucarística da a conocer esta buena nueva: “Dios es amor…El amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo para librarnos de nuestros pecados” 325. Los cristianos, reunidos en torno al altar del sacrificio donde se consuma el amor hasta el extremo, celebran e invitan a todos al banquete del amor, a comulgar con el cuerpo y la sangre del Primogénito de la nueva creación. 66.

 

La Eucaristía es prenda de la gloria futura. Imprime a la Iglesia una tensión escatológica.

 

El pan y el vino eucarísticos están transidos del poder de la resurrección que empieza a obrar ya en nosotros: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día…el que coma de este pan vivirá para siempre” 326. A su vez, la Eucaristía es alimento del Pueblo peregrino327. Es fuente de esperanza activa y comprometida con la historia concreta.

El Concilio Vaticano II, tras indicar que la actividad humana encuentra su perfección en el misterio pascual y que es preciso entregarse al servicio temporal de los hombres, concluye: “El Señor dejó a los suyos una prenda de esta esperanza y un alimento para el camino en aquel sacramento de la fe, en el que los elementos de la naturaleza, cultivados por el hombre, se convierten en su cuerpo y sangre gloriosos en la cena de la comunión fraterna y la pregustación del banquete celestial” 328.

La comunidad cristiana se reúne para celebrar la Eucaristía y así poder recorrer la historia con Cristo en su paso hacia el Padre. La Eucaristía es fuente de reconciliación y nos da fuerza para ir en busca de los ausentes.

 

b) La Eucaristía, fuente de renovación de la misión 67. De la Eucaristía nace el deber de cada cristiano de cooperar al crecimiento del Cuerpo de Cristo, para llevarlo cuanto antes a la plenitud 329. En efecto, “mediante la Eucaristía la Iglesia vive y crece continuamente” 330. De la fuente eucarística debe brotar un renovado compromiso por la misión eclesial.

La Eucaristía es un verdadero lugar de renovación en la misión de la Iglesia por varias razones. La Eucaristía influye positivamente en los fieles que participan en ella. El sujeto de la celebración de la Eucaristía es la persona iniciada en la vida de Cristo y de la Iglesia a través de los sacramentos.

El Concilio Vaticano II nos describe cómo cada fiel va ejercitando el sacerdocio común en la vivencia de los sacramentos 331. El bautismo incorpora los fieles a la Iglesia y “quedan destinados por el carácter al culto de la religión cristiana, y, regenerados como hijos de Dios, están obligados a confesar delante de los hombres la fe que recibieron de Dios mediante la Iglesia” 332.

El sacerdocio común no es, pues, solamente espiritual, sino comunitario y público. La confirmación fortalece el lazo de unión con la Iglesia; el confirmando recibe de un modo especial el don del Espíritu Santo para dar testimonio de Cristo en el mundo y el confirmado se convierte en un cristiano adulto capaz de defender y de proteger la fe. Quien, desde esta realidad de confirmado en la fe, participa en la Eucaristía no puede menos de renovar la misión que ya ha recibido al ser iniciado y que expresa y celebra permanentemente en la cena del Señor.

La Eucaristía es la fuente y la cumbre de toda la vida cristiana 333. Esta vida brota del altar y a él vuelve como a su punto más alto. La Eucaristía es centro y culmen de la evangelización, porque es centro del Evangelio, de la Iglesia, de la vida cristiana y de la misión.

En este sentido, la Santa Misa se constituye como el espacio de revisión y renovación de la misión, en momento oportuno para una auténtica toma de conciencia sobre el derecho y el deber de participar en las tareas de edificación de la Iglesia en el mundo 334. 68.

 La Eucaristía es también causa de renovación de la misión, porque en ella se celebra el misterio del cual arranca y en el que se funda la misión de la misma Iglesia. En efecto, el nuevo Pueblo de Dios y los sacramentos nacen del Misterio Pascual: muerte y resurrección, ascensión y envío del Espíritu. En este momento es cuando el Señor Jesús transmite el Espíritu y la misión, el poder de perdonar y bautizar, la encomienda de predicar el Evangelio y de ser sus testigos “hasta los confines de la tierra” 335.

La actualización del Misterio Pascual en la Eucaristía conlleva el compromiso por la misión que arranca de la Pascua. “La Eucaristía, en efecto, es el centro propulsor de toda la acción evangelizadora de la Iglesia, un poco como el corazón en el cuerpo humano.

Las comunidades cristianas, sin la celebración eucarística, en la que se alimentan en la doble mesa de la Palabra y del Cuerpo de Cristo, perderían su naturaleza auténtica: sólo al ser ‘eucarísticas’ pueden transmitir al propio Cristo a los hombres, y no sólo ideas o valores, todo lo nobles e importantes que se quiera.

 La Eucaristía ha forjado insignes apóstoles misioneros, en todo estado de vida: obispos, sacerdotes, religiosos, laicos; santos de vida activa y contemplativa” 336 Desde esta perspectiva, la Eucaristía representa la llamada, el memorial de la misión pascual de Cristo en su visibilidad histórica.

La comunidad que celebra conscientemente la Eucaristía, se sitúa de cara a las exigencias e implicaciones de la Alianza nueva y definitiva. La Eucaristía rejuvenece incesantemente a la Iglesia. Por este motivo es causa de renovación de la misión de todo el Pueblo de Dios. La Eucaristía exige la evangelización y es a la vez evangelizadora. La Asamblea eucarística es epifanía de la Iglesia, ya que es “el centro de toda la vida cristiana para la Iglesia, universal y local, y para todos los fieles individualmente” 337. La Eucaristía, como todo sacramento, se estructura sobre una articulación de palabra y signo, anuncio y gesto, verbo y acción.

En la Eucaristía culminan la evangelización, la catequesis, el ministerio sacerdotal y la caridad. Pero, al mismo tiempo, de la Eucaristía dimanan la nueva fuerza y el nuevo compromiso de la comunidad entera y de cada fiel concreto para seguir realizando con empeño y audacia la misión recibida y celebrada 338.

Se trata, por tanto, de una evangelización que encierra tres momentos integrantes: implica una preparación antecedente del presbítero, los servicios y ministerios, la comunidad entera, incluye, además, una verdadera mistagogía eucarística en el desarrollo y realización elocuente de las palabras y signos y, por último, un compromiso consecuente para la vida ordinaria.

La realización del triple ministerio profético, sacerdotal y real dentro de la Eucaristía es para la Iglesia como memorial permanente de los objetivos de su misión: suscitar la fe por la Palabra, compartir la vida por la caridad, dar gracias y animar la esperanza por el culto. Estoy firmemente persuadido de que, si nuestra diócesis de Ourense celebra y vive el misterio eucarístico en sus dimensiones fundamentales, responderá adecuadamente a la llamada urgente que supone la Nueva Evangelización 339.

 

IV LOS CRISTIANOS, TESTIGOS DEL AMOR EN ELMUNDO 69.

 

Juan Pablo II señalaba que “el Obispo es el primero que, en su camino espiritual, tiene el cometido de ser promotor y animador de una espiritualidad de comunión, esforzándose incansablemente para que ésta sea uno de los principios educativos de fondo en todos los ámbitos en que se modela al hombre y al cristiano” 340. Todo el ministerio episcopal debe estar animado por la espiritualidad de comunión. Como sucesor de los apóstoles tengo el deber de promover y animar las diversas tareas diocesanas con una auténtica espiritualidad de comunión. En este sentido, las instituciones eclesiales han de actuar impregnadas por la comunión.

 Soy consciente de que “la comunión se manifiesta siempre en la misión, que es su fruto y consecuencia lógica” 341. En el capítulo precedente he mostrado cómo la comunión es la forma de existencia, de vida y de misión de la Iglesia. El ser cristiano está radicalmente modelado por la fraternidad y la comunión.

El Concilio Vaticano II “insiste en la comunión, convirtiéndola en su idea inspiradora y en el eje central de todos sus documentos” 342. La comunión encarna y manifiesta la entraña misma del misterio de la Iglesia. La fidelidad al designio divino y el anhelo de responder a la profunda esperanza del mundo nos impelen en este comienzo de milenio a llevar a cabo un gran desafío: “hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión” 343.

Antes de exponer algunas consecuencias concretas que derivan de la espiritualidad de comunión, intentaré mostrar sus rasgos esenciales.

 

1) Rasgos esenciales de la espiritualidad de comunión 70. La espiritualidad de comunión está enraizada en el misterio de la Santísima Trinidad. De esta forma “la Iglesia aparece como un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” 344. La Iglesia procede del misterio trinitario. El designio salvífico universal del Padre, la misión del Hijo y la obra santificadora del Espíritu fundan la Iglesia como misterio de comunión 345. La espiritualidad de comunión significa también “capacidad de sentir al hermano de fe en la unidad profunda del Cuerpo místico” 346. Existe fraternidad porque Jesús, el Hijo, nos hace partícipes de la filiación divina y de la comunión con el Padre.

La condición filial del Primogénito se va ensanchando en una multitud de hermanos suyos e hijos del Padre. Dios nos llama a “reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera el primogénito entre muchos hermanos” 347.

Jesucristo es la piedra angular sobre la que se levanta el templo de Dios en el Espíritu 348. Él es también la Cabeza del cuerpo de la Iglesia 349. La puerta de entrada a la fraternidad eclesial es el bautismo, por el cual somos hijos de Dios. Un nuevo nacimiento nos introduce en el seno de una nueva familia. El cristiano es en realidad ‘co-cristiano’. Invocamos a nuestro Dios como ‘nuestro Padre’. La oración cristiana por excelencia expresa y ahonda la relación con Dios como Padre y la relación fraternal con sus hijos.

En el seno de la Iglesia no tienen sentido las barreras que impiden la existencia fraterna: “Los que os habéis bautizado en Cristo os habéis revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” 350.

San Pedro exhortaba a los primeros cristianos con estas palabras: “Amad a los hermanos” 351. La comunión, pues, “es saber ‘dar espacio’ al hermano, llevando mutuamente la carga de los otros (cfr.Gál.6,2) y rechazando las tentaciones egoístas” 352.

La Iglesia es en Cristo un cuerpo de hermanos que se alimenta y crece participando en el mismo Cuerpo eucarístico del Señor. El sacramento de la Eucaristía es fuente y expresión permanente de la fraternidad cristiana. Al recibir la Eucaristía, el cristiano no comulga solamente con Cristo; por Cristo recibe también a sus hermanos cristianos. La espiritualidad de comunión es como un principio educativo donde día a día se va formando la persona humana y el cristiano. Se extiende, por tanto, a todas las personas y actividades eclesiales. Esta espiritualidad ha de estar presente en los distintos espacios eclesiales. El entramado de la vida de cada Iglesia debe ser informado por la comunión 353.

Además, nos advertía Juan Pablo II que “no nos hagamos ilusiones: sin este camino espiritual, de poco servirían los instrumentos externos de la comunión. Se convertirían en medios sin alma, máscaras de comunión más que sus modos de expresión y crecimiento” 354. El capítulo cuarto de la exhortación Apostólica “Novo Millennio Ineunte” lleva por título: “Testigos del amor”. Siguiendo de cerca su contenido, deseo exponer sintéticamente los aspectos básicos que configuran la espiritualidad de comunión. Cada uno de estos aspectos se relaciona estrechamente con el misterio eucarístico.

2) Variedad de vocaciones 71. La Iglesia es una comunión orgánica, análoga a la de un cuerpo vivo y operante. En consecuencia, “está caracterizada por la simultánea presencia de la diversidad y de la complementariedad de las vocaciones y condiciones de vida, de los ministerios, de los carismas y de las responsabilidades” 355.

Desde esta perspectiva cada fiel cristiano se encuentra en relación con todo el Cuerpo místico de Cristo y le brinda su propia colaboración. La comunidad cristiana ha de acoger todos los dones del Espíritu. En efecto, “la unidad de la Iglesia no es uniformidad, sino integración orgánica de las legítimas diversidades” 356.

Es el único e idéntico Espíritu el principio dinámico de la variedad y de la unidad en la Iglesia y de la Iglesia. Los diversos ministerios y carismas son para la edificación de la Iglesia y para el cumplimiento de su misión salvadora en el mundo. “Servir al Evangelio de la esperanza mediante una caridad que evangeliza es un compromiso y una responsabilidad de todos” 357.

Para llevar a cabo la nueva evangelización es imprescindible seguir despertando el sentido de la corresponsabilidad de todos los bautizados. El momento actual nos está urgiendo un generoso esfuerzo en la promoción de las vocaciones al sacerdocio y a la vida de especial consagración. “No se puede pasar por alto la preocupante escasez de seminaristas y de aspirantes a la vida religiosa, sobre todo en Europa occidental” 358. Es necesario pedir insistentemente al Dueño de la mies que mande operarios a su mies 359. ´

La pastoral vocacional adquiere entre nosotros una dimensión dramática “debido al contexto social cambiante y al enfriamiento religioso causado por el consumismo y el secularismo” 360. Como dije en la Carta “Un Seminario para la Nueva Evangelización”: “En este trabajo pastoral, marcado por esta urgencia eclesial, hemos de trabajar con ilusión, unidos todos como la familia del Señor” 361.

Si existe una respuesta positiva por parte de todos, será posible llevar a cabo una pastoral amplia y capilar que se haga presente en las familias, en las parroquias y en los centros educativos. Es imprescindible llevar el anuncio vocacional al terreno de la pastoral ordinaria.

a) El ministerio ordenado 72.

 

Entre los diversos ministerios que existen en la comunidad eclesial, hay uno que posee una característica especial: el ministerio ordenado. Los ministros ordenados reciben de Cristo Resucitado el carisma del Espíritu Santo, mediante el sacramento del Orden. De esta forma reciben la autoridad y el poder sagrado para servir a la Iglesia, personificando a Cristo Cabeza y para congregarla en el Espíritu Santo por medio del anuncio del Evangelio y de la celebración de los sacramentos 362.

En el ejercicio de su ministerio están “llamados a prolongar la presencia de Cristo, único y supremo Pastor, siguiendo su estilo de vida y siendo como una transparencia suya en medio del rebaño que les ha sido confiado” 363.

Considero que “el ejercicio del sagrado ministerio encuentra hoy muchas dificultades, bien debidas a la cultura imperante, bien debido por la disminución numérica de los presbíteros, con el aumento de la carga pastoral y de cansancio que esto puede comportar. Por eso son más dignos aún de estima, gratitud y cercanía los sacerdotes que viven con admirable dedicación y fidelidad el ministerio que se les ha confiado” 364. Los ministros ordenados son ante todo una gracia para la Iglesia entera. El sacerdocio ministerial está esencialmente finalizado al sacerdocio común de todos los bautizados y a éste ordenado 365.

 

b) La vida consagrada 73.

La vida consagrada no es fruto de la voluntad humana. Al contrario, “enraizada profundamente en los ejemplos y enseñanzas de Cristo el Señor, es un don de Dios Padre a su Iglesia por medio del Espíritu” 366. A lo largo de la historia nunca han faltado hombres y mujeres que, dóciles a la llamada divina, eligieron libremente un camino de especial seguimiento de Cristo, para dedicarse a él con corazón ‘indiviso’ 367.

La vida consagrada es, pues, “una planta de muchas ramas, que hunde sus raíces en el Evangelio y produce copiosos frutos en toda estación de la Iglesia” 368. El bautismo es la tierra fértil de donde brotan ulteriores compromisos y consagraciones. Como se ha dicho más arriba, es el Espíritu el que establece la igual dignidad básica, pero también la pluriformidad de vocaciones, carismas y consagraciones 369. La consagración, como signo de las realidades definitivas, se convierte en profecía y en testimonio sobre todo por los desafíos lanzados por la vida consagrada al hedonismo, al materialismo y a la libertad exacerbada 370.

La práctica de la pobreza, castidad y obediencia va configurando a la persona consagrada con el Señor Jesús. Hay que reconocer que una Iglesia particular sin personas de vida consagrada, se encontraría fuertemente debilitada.

Toda familia de vida consagrada recibe sentido en cuanto edifica el Cuerpo de Cristo en la unidad de sus diversas funciones y actividades. La Iglesia particular constituye el espacio histórico en el que una vocación se expresa en la realidad y en el que se efectúa su comportamiento apostólico. La solicitud para con las personas de vida consagrada forma parte esencial de mi ministerio episcopal.

 En efecto, “el Obispo ha de estimar y promover la vocación y misión específicas de la vida consagrada, que pertenece estable y firmemente a la vida y a la santidad de la Iglesia” 371.

 

c) La vocación específica de los fieles cristianos laicos 74.

 

La riqueza de la vida nueva recibida en el Bautismo incluye, además del ministerio ordenado y de la vida consagrada, la vocación propia de los laicos. “Éstos, en virtud de su condición bautismal y de su específica vocación, participan en el oficio sacerdotal, profético y real de Jesucristo, cada uno en su propia medida” 372. La aportación de los laicos a la misión eclesial es irrenunciable.

Los pastores deben, por tanto, reconocer y promover los ministerios, oficios y funciones de los fieles laicos, que tienen su base sacramental en el Bautismo y en la Confirmación, y para muchos de ellos, en el Matrimonio. Además, por medio de los fieles laicos, el Pueblo de Dios se hace presente en los más variados sectores del mundo.

Es verdad que toda la Iglesia tiene una auténtica dimensión secular, inherente a su naturaleza y a su misión, que hunde sus raíces en el misterio del Verbo Encarnado. La Iglesia vive en el mundo, aunque no es del mundo 373. Es enviada a continuar la obra salvadora de Cristo, la cual “al mismo tiempo que mira de suyo a la salvación de los hombres, abarca también la restauración de todo el orden temporal” 374.

Ahora bien, “el carácter secular es propio y peculiar de los laicos”. A ellos “corresponde, por propia vocación, tratar de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios” 375. Los fieles laicos son llamados por Dios para contribuir desde dentro, a modo de fermento, a la santificación del complejo y dilatado mundo de la realidad social, de la política, de la familia, de la cultura, de la educación y del trabajo.

A los fieles laicos compete de modo especial la animación cristiana de las realidades temporales 376. Es de gran importancia para la comunión la tarea de promover y favorecer el fenómeno asociativo laical que en la vida actual de la Iglesia se está caracterizando por una particular variedad y vivacidad 377.

La razón profunda que justifica y exige la asociación de los fieles laicos es de orden teológico. Así lo reconoce el Concilio Vaticano II, cuando contempla el apostolado asociado como un “signo de la comunión y de la unidad de la Iglesia en Cristo” 378. La libertad de asociación de los fieles laicos en la Iglesia es un verdadero y propio derecho. Se trata de una libertad reconocida y garantizada por la autoridad eclesiástica y que debe ejercerse siempre en la comunión de la Iglesia 379. 75.

Un campo de ejercicio del sacerdocio común es el matrimonio y la familia. La unión sacramental del esposo y la esposa participa en la alianza de Dios con la humanidad a través de la sangre de Cristo. En la visión cristiana del matrimonio, la relación entre un hombre y una mujer (unidad e indisolubilidad) responde al plan original de Dios.

Cristo eleva el matrimonio a la dignidad de sacramento y así es signo del amor esponsal de Cristo a su Iglesia 380. La pastoral familiar adquiere hoy día una urgencia especial, ya que “se está constatando una crisis generalizada y radical de esta institución fundamental” 381.

Tratándose de una realidad tan básica, la Iglesia no puede ceder a las presiones de una cultura que contradice abiertamente la visión cristiana del matrimonio. Nunca se ponderará demasiado la trascendencia de la familia tanto para la sociedad como para la Iglesia.

La familia cristiana es, además, célula de la Iglesia, una Iglesia en pequeño. El hogar, comunidad de vida y amor, es el ámbito en que la vida se transmite, los hijos son esperados y no temidos y son acogidos como regalo de Dios. En la familia, escuela del más rico humanismo, se fragua la persona y el cristiano, ya que no basta el engendramiento sin los desvelos, la compañía, el amor, la educación, la siembra de las virtudes y los valores humanos y cristianos.

Los padres de familia han recibido el encargo inestimable de ser los primeros transmisores de la fe cristiana a los hijos. Desde el seno de un hogar cristiano, los hijos acuden a la parroquia que es familia y fermento de una vida nueva en Cristo.

Conviene tener presente, además, “que es en la familia donde nacen las vocaciones al sacerdocio y de donde parten aquellos que, en nombre de Jesucristo, están llamados a servir desde su ministerio sacerdotal a toda la comunidad eclesial” 382.

En la pastoral vocacional tiene una responsabilidad muy especial la familia cristiana que, en virtud del sacramento del matrimonio, participa en la misión educativa de la Iglesia 383. En la Iglesia, misterio de comunión, es también comunión en las vocaciones y servicios diferentes y complementarios.

El sujeto de la celebración eucarística es la Iglesia. Toda la comunidad reunida es sujeto activo de la ofrenda a Dios; los fieles, que han acudido a la celebración, se unen al ministro ordenado y concurren con él en la oblación de la Eucaristía 384.

El sacerdocio común y el sacerdocio ministerial están recíprocamente referidos por diversos motivos: porque participan del único sacerdocio de Cristo, porque ambas modalidades pertenecen al mismo Pueblo sacerdotal y porque están al servicio de la misión que la Iglesia ha recibido de su Señor.

Las necesarias distinciones no deben oscurecer la unidad fundamental de la Iglesia y de todos sus miembros. Por el contrario, no se puede obnubilar la específica participación de ministros y comunidad nivelando todo y confundiendo todo en una vaga generalización. Esta participación real de la comunidad cristiana en el santo Sacrificio de la Misa tiene su expresión celebrativa y debe tener su repercusión espiritual.

En consecuencia, los cristianos, ministros y comunidad entera, han de tener los mismos sentimientos de Cristo y reproducir en su interior las mismas actitudes que tenía cuando ofrecía el sacrificio de sí mismo al Padre por la salvación de todos. La Eucaristía es vínculo de comunión entre todas las vocaciones de la Iglesia. 3) Eucaristía y movimiento ecuménico. Al ser la Eucaristía signo eficaz de la comunión eclesial no se puede pasar por alto las implicaciones ecuménicas de este sacramento 385.

La Eucaristía contiene el fundamento mismo del ser y de la unidad de la Iglesia: el Cuerpo de Cristo ofrecido en sacrificio y dado a los fieles como Pan de vida. La verdad del Cuerpo eucarístico del Señor produce, a la vez que significa, la unidad de todos los comensales del banquete eucarístico. Lo que une a los fieles en la celebración eucarística es la realidad objetiva del Cuerpo del Señor. Con otras palabras, la unidad que Cristo ha querido para su Iglesia sólo se edifica sobre la base de la presencia real sustancial del Señor resucitado en la Eucaristía.

De ahí que S. Agustín ante la grandeza del misterio eucarístico exclamase: “¡Oh sacramento de piedad, oh vínculo de unidad, oh vínculo de caridad!” 386. El hecho de la división dentro de la familia cristiana no permite a todos los discípulos de Cristo reunirse en torno a la mesa del Señor y participar en la única Cena del Señor. Esto supone una profunda herida en el cuerpo del Señor. Los bautizados no podemos resignarnos a vivir esta circunstancia como si fuera algo normal. Al contrario, “la aspiración a la meta de la unidad nos impulsa a dirigir la mirada a la Eucaristía, que es el supremo Sacramento de la unidad del Pueblo de Dios 387. Al celebrar el Sacrificio eucarístico, la Iglesia eleva su plegaria al Padre, impetrando la presencia del Espíritu Santo, admirable constructor de la unidad eclesial 388. 78.

En el diálogo ecuménico, al referirnos a la íntima relación entre Eucaristía y unidad de la Iglesia, hay que distinguir entre las Iglesias orientales, que han conservado la Eucaristía de una forma completamente válida 389y las Comunidades eclesiales que no han conservado la realidad originaria y plena del misterio eucarístico 390.

La declaración “Dominus Iesus” interpreta de forma autorizada la doctrina conciliar con estas palabras: “Las Iglesias que no están en perfecta comunión con la Iglesia católica pero se mantienen unidas a ella por medio de vínculos estrechísimos como la sucesión Apostólica y la Eucaristía válidamente celebrada son verdaderas iglesias particulares… Por el contrario, las Comunidades eclesiales que no han conservado el Episcopado válido y la genuina e íntegra sustancia del misterio eucarístico, no son Iglesia en sentido estricto…” 391.

Para comprender esta situación muy plural cuando se desciende a lo concreto, son muy orientadores estos principios: “No es lícito considerar la comunicación en las funciones sagradas como un medio que pueda usarse indiscriminadamente para restablecer la unidad de los cristianos.

Esta comunicación depende principalmente de dos principios: de la significación obligatoria de la unidad de la Iglesia y de la participación en los medios de la gracia. La significación de la unidad prohíbe la mayoría de las veces esta comunicación. La necesidad de procurar la gracia la recomienda a veces. La autoridad episcopal local determine prudentemente el modo concreto de actuar, atendiendo a todas las circunstancias de tiempo, lugar y personas, a no ser que la Conferencia episcopal, según las normas de sus propios estatutos, o la Santa Sede determinen otra cosa” 392.

 El decreto “Unitatis redintegratio” declara la posibilidad de que la ‘comunicación en la cosas sagradas’, si se usa discriminadamente o prudentemente, sea medio que coadyuve a lograr la unidad de los cristianos. Después establece los dos principios que deben dar el criterio de ese ‘uso discriminado’. Las disposiciones concretas para la aplicación de estos principios se hallan expuestas en el Directorio ecuménico 393.

 

4) Diálogo interreligioso y misión 79.

El diálogo interreligioso es también un elemento esencial de la espiritualidad de comunión. Como cristianos reconocemos con gozo que un nuevo milenio y un nuevo siglo se abren a la luz de Cristo. Pero no todos los hombres conocen y son conscientes de esta luz. A nosotros que tenemos la inmensa dicha de creer en Jesucristo, hemos de transmitir la luz de Cristo a todas las gentes 394.

Diálogo interreligioso y misión son realidades que guardan entre sí una estrechísima relación. En efecto, el diálogo interreligioso “entendido como método y medio para un conocimiento y enriquecimiento recíproco, no está en contraposición con la misión ‘ad gentes’, es más, tiene vínculos especiales con ella y es una de sus expresiones” 395.

Existe una creciente interdependencia entre los distintos lugares de la tierra. Las migraciones están también de actualidad. Es obvio que la tecnología y la industria modernas hacen posibles numerosos intercambios entre países muy variados. Ciertos hábitos culturales de países lejanos y desconocidos, gracias a los medios de comunicación, se nos hacen más familiares y los interpretamos con más detalle. Estos factores de interdependencia y comunicación entre diversos pueblos y culturas favorecen una conciencia más clara y concreta del pluralismo religioso existente en el mundo 396. 80.

Dentro de esta nueva configuración de la sociedad, el diálogo interreligioso adquiere una importancia y urgencia especiales. Este contexto está exigiendo el establecimiento y el desarrollo de relaciones que permitan una convivencia más fluida y fecunda entre las personas y las distintas tradiciones religiosas.

Sobre todo, a partir de las afirmaciones del Concilio Vaticano II, se han ido perfilando las dimensiones del diálogo que debe existir entre la Iglesia católica y las demás religiones no cristianas 397. Hay que reconocer que la práctica del diálogo interreligioso suscita dificultades en la mentalidad de muchas personas. Conviene, por tanto, conocer, ante todo, la orientación doctrinal y pastoral que el Magisterio de la Iglesia nos ha ido ofreciendo.

Una auténtica actitud dialogal ha de conjugar el binomio: fidelidad y apertura. Por un lado se trata de la exposición sincera y clara de la propia fe sin miedo, eliminando toda ambigüedad; por otro, se intenta comprender en profundidad la postura del interlocutor.

Cada tradición religiosa profesa su ‘credo específico’. Éste no es negociable en el diálogo interreligioso. Es decir, el diálogo “no puede basarse en la indiferencia religiosa, y nosotros como cristianos tenemos el deber de desarrollarlo ofreciendo el pleno testimonio de la esperanza que está en nosotros (cfr.IPe.3,15)” 398.

La integridad de la propia fe prohíbe cualquier compromiso de reducción. El falso irenismo daña la pureza de la fe y oscurece su genuino y definitivo sentido. No es aceptable tampoco el sincretismo que, en la búsqueda de un terreno común, pasa por alto la oposición y las contradicciones entre los credos de tradiciones religiosas diferentes, mediante alguna reducción de su contenido. 5) Apostar por la caridad 81.

La contemplación del rostro de Cristo orienta nuestra existencia hacia el mandamiento nuevo que Él nos dio: “Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros” 399. Ser testigos del amor es el gran testimonio que nos está pidiendo el mundo a los discípulos de Cristo 400.

El libro del Apocalipsis recoge las palabras que el Espíritu dice a las Iglesias. Se trata, ante todo, de un juicio sobre la vida. Se refiere a los hechos, al comportamiento: “Conozco tu conducta: tu caridad, tu fe, tu espíritu de servicio, tu paciencia” 401. Es un llamada a servir al evangelio de la esperanza. La Iglesia no sólo debe anunciar y celebrar la salvación que viene del Señor, sino que debe vivirla en la existencia concreta de las personas.

Al margen del amor la persona humana permanece un enigma para sí misma. El amor es la experiencia originaria de la que brota la esperanza 402. La buena noticia que la Iglesia debe transmitir a todos los hombres consiste en que Dios nos ha amado primero y que Jesús concretiza este amor, amándonos hasta el extremo, como nos acaba de recordar el Papa Benedicto XVI en su primera Encíclica «Deus caritas est» 403.

En el seno de las familias y de las comunidades cristianas ha de vivirse con intensidad el Evangelio de la caridad. «Las organizaciones caritativas de la Iglesia, sin embargo, son un opus proprium suyo, un cometido que le es congenial, en el que ella no coopera colateralmente, sino que actúa como sujeto directamente responsable, haciendo algo que corresponde a su naturaleza. La Iglesia nunca puede sentirse dispensada del ejercicio de la caridad como actividad organizada de los creyentes y, por otro lado, nunca habrá situaciones en las que no haga falta la caridad de cada cristiano individualmente, porque el hombre, más allá de la justicia, tiene y tendrá siempre necesidad de amor»404. Es decir, “nuestras comunidades eclesiales están llamadas a ser verdaderas escuelas prácticas de comunión” 405.

La opción por la caridad nos proyecta “hacia la práctica de un amor activo y concreto con cada ser humano” 406. El cristiano que siente dentro de sí el amor de Dios, descubre el rostro de Cristo en los demás: “He tenido hambre y me habéis dado de comer, he tenido sed y me habéis dado de beber; fui forastero y me habéis hospedado; desnudo y me habéis vestido, enfermo y me habéis visitado, encarcelado y habéis venido a verme” 407.

Esta página sobre el juicio definitivo nos ilumina el misterio de Cristo. Acoger y servir a los pobres significa acoger y servir al mismo Cristo. 82. El amor preferencial por los más pobres ha de manifestarse en una caridad activa y concreta. «Mi prójimo es cualquiera que tenga necesidad de mí y que yo pueda ayudar. Se universaliza el concepto de prójimo, pero permaneciendo concreto. Aunque se extienda a todos los hombres, el amor al prójimo no se reduce a una actitud genérica y abstracta, poco exigente en sí misma, sino que requiere mi compromiso práctico aquí y ahora»408.

En el ambiente en que nos movemos son múltiples las necesidades que interpelan la sensibilidad cristiana. Juan Pablo II describe con claridad y valentía el rostro de las pobrezas de siempre y también de las nuevas. Al hablar de las nuevas, dice “que afectan a menudo a ambientes y grupos no carentes de recursos económicos, pero expuestos a la desesperación del sinsentido, a la insidia de la droga, al abandono en la edad avanzada o en la enfermedad, a la marginación o a la discriminación social” 409.

El momento histórico que estamos viviendo nos señala con toda urgencia, como nos dice el Santo Padre Bendicto XVI que: «en un mundo en el cual a veces se relaciona el nombre de Dios con la venganza o incluso con la obligación del odio y la violencia, éste es un mensaje de gran actualidad y con un significado muy concreto.

 Por eso, en mi primera Encíclica deseo hablar del amor, del cual Dios nos colma, y que nosotros debemos comunicar a los demás»410. Constato con gozo que en los planes diocesanos de pastoral, se insiste en la urgencia de implantar ‘caritas’ donde todavía no exista y de fortalecerla en las comunidades parroquiales donde ya esté funcionando.

La calidad cristiana de una comunidad se refleja en la vivencia en todos sus aspectos de la dimensión caritativa. Para construir la civilización del amor, es necesario acudir a la doctrina social de la Iglesia. Así nos lo recuerda el Santo Padre en su Encíclica: «En la difícil situación en la que nos encontramos hoy, a causa también de la globalización de la economía, la doctrina social de la Iglesia se ha convertido en una indicación fundamental, que propone orientaciones válidas mucho más allá de sus confines: estas orientaciones —ante el avance del progreso— se han de afrontar en diálogo con todos los que se preocupan seriamente por el hombre y su mundo»411. 6) Eucaristía y acogida a los más pobres: 83.

Benedicto XVI señala: «Jesús ha perpetuado este acto de entrega mediante la institución de la Eucaristía durante la Última Cena. Ya en aquella hora, Él anticipa su muerte y resurrección, dándose a sí mismo a sus discípulos en el pan y en el vino, su cuerpo y su sangre como nuevo maná (cf. Jn 6, 31-33). (...) La Eucaristía nos adentra en el acto oblativo de Jesús»412. La viva tradición de la Iglesia recuerda siempre esta dimensión de este sacramento. Nos lo enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, al afirmar: “La Eucaristía entraña un compromiso a favor de los pobres: para recibir en la verdad el Cuerpo y la Sangre de Cristo entregados por nosotros debemos reconocer a Cristo en los más pobres, sus hermanos (cfr.Mt.25,40)” 413.

 a) En la fuente de la Sagrada Escritura 84. Desde su dimensión social y caritativa, en la Eucaristía se recogen y actualizan los gestos básicos del comportamiento de Cristo. Hay que reconocer que el amor ha sido siempre el alma de su vida. No es casual que en el Evangelio según San Juan no se mencione el relato de la institución de la Eucaristía. En cambio se recoge el gesto del lavatorio de los pies. Conviene profundizar en este gesto donde “Jesús se hace maestro de comunión y servicio” 414.

La Eucaristía ha de ser un banquete de caridad y de amor sin discriminación social al que todos somos invitados 415. El apóstol S. Pablo sostiene que no es lícita la celebración eucarística en la que no esté presente el espíritu de comunión y de caridad más concreta 416; este mismo testimonio se reivindica para la comunidad de Jerusalén 417.

Desde los primeros momentos de la vida de la Iglesia, en las reuniones de la comunidad se realizan colectas para los pobres 418. No se puede compartir el pan eucarístico sin compartir el pan cotidiano. Mas todavía, el servicio de caridad y comunión que se presta en las colectas es designado por el Apóstol con el nombre de liturgia, la cual, a su vez, mueve de nuevo a dar gracias a Dios 419. b) Testimonio de los Padres de la Iglesia 85. Los Padres de la Iglesia ofrecen un testimonio constante del aspecto caritativosocial de la Eucaristía.

S. Justino, que nos ha transmitido la primera narración de la Eucaristía, destaca la dimensión social de la misma con estos términos: “Los que tienen y quieren, cada uno según su libre determinación, da lo que bien le parece, y lo recogido se entrega al presidente y él socorre con ello a los huérfanos y viudas, a los que por enfermedad o por otra causa están necesitados, a los que están en las cárceles, a los forasteros de paso, y, en una palabra, él se constituye en provisor de cuantos se hallan en necesidad” 420.

S. Juan Crisóstomo relaciona con vigor y elocuencia algunas afirmaciones de Jesús: “¿Deseas honrar el Cuerpo de Cristo? No lo desprecies, pues, cuando lo contemples desnudo en los pobres, ni lo honres aquí, en el templo, con lienzos de seda, si al salir lo abandonas en su frío y desnudez. Porque el mismo que dijo: ‘Esto es mi cuerpo’, y con su palabra llevó a realidad lo que decía; afirmó también: ‘Tuve hambre y no me disteis de comer’, y más adelante: ‘Siempre que dejasteis de hacerlo a uno de estos pequeñuelos, a mí en persona lo dejasteis de hacer’. El templo no necesita vestidos y lienzos, sino pureza de alma; los pobres, en cambio, necesitan que con sumo cuidado nos preocupemos de ellos” 421.

La Eucaristía posee, por su propia naturaleza, una dimensión caritativo-social. Es el sacramento de la caridad de los cristianos. Con razón la Iglesia ha unido la fiesta del Corpus Christi y Cáritas, urgiendo que de la misma celebración eucarística nazca la exigencia del amor fraterno. El servicio caritativo-social de la Iglesia está radicado en la Eucaristía.

c) Las afirmaciones de la misma Liturgia: 86. Los mismos textos litúrgicos destacan el aspecto caritativo-social de la Eucaristía. Deseo fijarme, ante todo, en algunas afirmaciones de las plegarias eucarísticas. En ellas aparece Cristo como el verdadero servidor que se entrega del todo por nuestra salvación.

 De una forma especial son los necesitados, los pobres, enfermos y oprimidos por cualquier causa quienes son objeto del amor del Padre manifestado en Cristo: “Porque Él, en su vida terrena, pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el mal. También hoy, como buen samaritano, se acerca a todo hombre que sufre y en su espíritu y cura las heridas con el aceite del consuelo y el vino de la esperanza” 422.

La razón del servicio en Dios no es otra que el amor del todo gratuito. Jesús es el modelo perfecto de caridad: “Te damos gracias, Padre fiel y lleno de ternura, porque tanto amaste al mundo, que le has entregado a tu Hijo, para que fuera nuestro Señor y nuestro hermano. Él manifiesta su amor para con los pobres y los enfermos, para con los pequeños y pecadores. Él nunca permaneció indiferente ante el sufrimiento humano; su vida y su palabra son para nosotros la prueba de tu amor; como un padre siente ternura por sus hijos, así tu sientes ternura por tus fieles” 423.

Una de las finalidades principales de este servicio es la recuperación de la amistad y la comunión con Dios mismo mediante el sacrificio de la nueva alianza y también la recuperación y el fortalecimiento de la reconciliación de la humanidad, a menudo amenazada por la división, la enemistad y hasta la misma guerra.

 En la ‘Plegaria sobre la reconciliación II’ se dice al respecto: “Pues, en una humanidad dividida por las enemistades y las discordias, tú diriges las voluntades para que se dispongan a la reconciliación. Tu Espíritu mueve los corazones para que los enemigos vuelvan a la amistad, los adversarios se den la mano y los pueblos busquen la unión. Con tu acción eficaz consigues que las luchas se apacigüen y crezca el deseo de la paz, que el perdón venza al odio y la indulgencia a la venganza” 424.

La Iglesia ha de ser servidora de la reconciliación realizada por Dios y actualizada en la Eucaristía. Los fieles no sólo deben compartir los bienes con los más necesitados, sino también han de promover en todo momento la justicia, la paz y la reconciliación: “Danos entrañas de misericordia ante toda miseria humana, inspíranos el gesto y la palabra oportuna frente al hermano solo y desamparado, ayúdanos a mostrarnos disponibles ante quien se siente explotado y oprimido. Que tu Iglesia sea un recinto de verdad y de amor, de libertad, de justicia y de paz, para que todos encuentren en ella un motivo para seguir esperando” 425.

 Esta tarea caritativo-social, que se expresa y promueve por la Eucaristía, incumbe a todos los fieles cristianos. Este servicio compromete a toda la comunidad eclesial, representada por la Asamblea reunida: “Tú lo llamas (al hombre, al cristiano) a cooperar con el trabajo cotidiano en el proyecto de la creación, y le das tu Espíritu para que sea artífice de justicia y de paz, en Cristo, el hombre nuevo” 426. Todos hemos de seguir a Cristo en su amor a los ‘pobres y enfermos, a los pequeños y pecadores’, sin ‘permanecer indiferentes ante el sufrimiento humano’ 427.

He aquí, en síntesis, algunos textos litúrgicos que expresan la dimensión caritativo-social de la Eucaristía. Lo que se expresa en la ‘gran oración’ de la Iglesia tiene un carácter fundamental y central: unidad y caridad, justicia y paz, salvación y reconciliación, ayuda y solicitud por los más pobres. 87.

El horizonte de nuestro momento histórico se halla oscurecido por múltiples y variadas cuestiones. También en nuestro mundo ha de brillar la esperanza cristiana: “Por eso el Señor ha querido quedarse con nosotros en la Eucaristía, grabando en esta presencia sacrificial y convival la promesa de una humanidad renovada por su amor” 428.

En efecto, “nuestro Dios ha manifestado en la Eucaristía la forma suprema del amor, trastocando todos los criterios de dominio, que rigen con demasiada frecuencia las relaciones humanas, y afirmando de modo radical el criterio del servicio: ‘Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y servidor de todos’ (Mc.9,35)” 429.

 La Eucaristía es el momento más intenso de la vida de la Iglesia. Cada celebración eucarística ha de ser el signo más claro de la reconciliación en un mundo tan dividido y manifestación concreta del amor de Dios hacia los más necesitados.

 

CONCLUSIÓN 88. La hora de Jesús es la hora en que vence el amor. Ha de ser también nuestra hora. Lo será de verdad cuando la Eucaristía sea el centro de nuestra vida.

Desde esta profunda convicción, el Santo Padre, Benedicto XVI, les decía con toda claridad a los jóvenes: “No os dejéis disuadir de participar en la Eucaristía dominical y ayudad también a los demás a descubrirla.

Ciertamente, para que de esa emane la alegría que necesitamos, debemos aprender a comprenderla cada vez más profundamente, debemos aprender a amarla. Comprometámonos a ello, ¡vale la pena!” 430.

La extraordinaria riqueza del misterio eucarístico nos alienta para seguir avanzando por la senda de la Nueva Evangelización. Os invito a contemplar, celebrar y vivir las dimensiones fundamentales del sacramento de la Eucaristía. En este misterio se halla la fuente inagotable de toda renovación cristiana.

En nuestra Diócesis, de honda tradición mariana, es necesario volver nuestra mirada hacia la Virgen María, mujer “eucarística” en todos los aspectos de su vida.

Que nuestro patrono, San Martín de Tours, nos ayude con su protección para vivir la Eucaristía como manantial perenne de caridad 431.

En la perspectiva del undécimo centenario del nacimiento de San Rosendo, para cuya celebración ya nos estamos preparando, es oportuno fijar nuestra mirada en el rostro eucarístico de Cristo, y en Aquélla que cantó con la “Salve”, oración que llegó al corazón y a los labios de tantos católicos.

Os bendice y reza con vosotros Luis Quinteiro Fiuza Obispo de Ourense. Ourense, 1 de marzo de 2006 Miércoles de Ceniza.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

NOTAS 1 Juan Pablo II, Carta Apostólica, Novo millennio ineunte, (NMI), (2001), n.16. 2 NMI. n.29. 3 Juan Pablo II, Carta Apostólica, Mane nobiscum Domine, (MND), (2004), n.5. 4 Juan Pablo II, Carta Encíclica, Ecclesia de Eucharistía, (EE), (2003), n.1. 5 Cfr. Concilio Vaticano II, Constitución, Lumen Gentium, (LG), n. 11. 6 Concilio Vaticano II, Constitución, Sacrosanctum Concilium, (SC), n.47. 7 Juan Pablo II, Catecismo de la Iglesia Católica, (CEC), n. 1337. 8 EE. n.11. 9 Concilio Vaticano II, Decreto, Presbiterorum Ordinis, (PO), n.5. 10 Pablo VI, Carta Encíclica, Mysterium fidei, (MF), en Ecclesia, 1261 (18-IX-1965) p.11. 11 S. Juan Crisóstomo, In Math. Homil, 82,4: (PG. 58,743). 12 S. Cirilo de Jerusalén, Catequesis mistagógicas, IV,6: SCh. 126,138. 13 Secuencia de la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo. 15 EE. n. 15. 16 Pablo VI, El Credo del Pueblo de Dios, (Madrid, 1968), n.25. 17 Cfr. Lc. 24,13-35. 18 MND. n. 2. 19 Jn. 8, 12. 21 Jn. 12, 46. 22 Cfr. Jn.1, 4.5.9. 23 Jn. 13, 30. 24 Lc. 22, 53. 25 MND. n. 12. 26 Ibid. 27 Lc.24,29. 29 SC.n.56. 30 Cfr. Concilio Vaticano II, Constitución, Gaudium et Spes, (GS), n.51. 31 Concilio Vaticano II, Constitución, Dei Verbum, (DV), n.21. 32 Cfr. SC.n.7. 33 Juan Pablo II, Carta Apostólica, Dies Domini, (DD), (1998), n.40. 34 MND.n.13. 35 IPe.2,9. 36 Cfr.Ef.5,8. 37 Cfr.IJn.1,5-ss. 38 Cfr. IJn.2,8-11. 39 DD.n.41. 40 MND.n.16. 41 Cfr. Mt.26,26-29; Mc. 14,22-25; Lc.22,15-20; ICor.11,23-25. 42 Cfr. Ratzinger, J., La Eucaristía centro de la vida, (Valencia, 2003), p.84. 43 Jn. 6,32.35. 44 Cfr. Benedicto XVI, Homilía en la Misa de Clausura del Congreso Eucarístico Italiano (Bari) AAS, 97 (2005) 785-789; Homilía en la Solemnidad del Corpus Christi, Ciudad del Vaticano, AAS, 97 (2005) 782-785 45 Jn. 6,56-57. 46 ICor. 10,17. 47 S.Ireneo, Adversus haereses, IV,18,4-5: (PG. 7,1027); cfr. también: Ibid. V, 2,2-3: (PG. 7,1124). 48 S. Juan Crisóstomo, De proditione Iudae homilía, 1, 6: (PG. 49,380); Cfr. Solano, J., Textos eucarístico primitivos, Madrid, 1978; Cfr. Sánchez-Caro, J.M., Eucaristía e Historia de la Salvación, Madrid, 1983. 49 Concilio de Trento, Decreto sobre la Santísima Eucaristía, canon 1: (DS. 1651). 50 Ibid. cap.IV: (DS.1642). 51SC. n. 47; cfr. también: SC. nn. 6, 10; LG, n. 28; PO n. 13. 52 Cfr. SC. n. 7. 53 MF, lc.p.16. 54 Cfr. Ibid. lc. pp.16-17 55 Ibid. lc. p.18. 56 Cfr. Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios, lc. n. 24. 57 Ibid. n.25. 58 Ibid. 59 Cfr. CEC. nn. 1373-1377; EE N. 15; MND. n. 16. 60 Benedicto XVI, Mensaje en el Angelus (11-9-2005): en ‘Ecclesia’, 3.282 (5-XI-2005), p.28. 61 CEC.n.1377. 62 Ibid. n.1379. 63 MF. lc. p.19 64 CEC. n.1380. 65Cfr. Flp. 2, 5. 66 MF. lc. p.19 67 Ibid. 68 Ibid. 69 Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios, lc.n.26 70 Juan Pablo II, Carta a los Obispos sobre el misterio y el culto a la Eucaristía, (1980), n.3. 71 EE. n.25. 72Ibid. 73 Benedicto XVI, Homilía en Marienfield en la Eucaristía de clausura de la XX Jornada Mundial de la Juventud (21-VIII2005): en ‘Ecclesia’, 3.272-73 (27-VIII y 3-IX-2005), p.41. 74 Proposiciones del Sínodo de los Obispos sobre la Eucaristía, n.6: en ‘Ecclesia’, 3.282 (5-XI-2005), p.33. 75 Ibid. 76 Cfr. MND. n.18. 78 Ibid. n. 1365. 79 Cfr. n. 1366. 80 Concilio de Trento, Doctrina del Santo Sacrificio de la Misa, c. 2: (DS. 1740). 81 Cfr. EE. n.12. 82Concilio de Trento, Doctrina del Santo Sacrificio de la Misa, c. 2: (DS. 1743). 83 Cfr. LG.n.11; PO.n. 5; CEC. n. 1368. 84Cfr. Arostegui, M., Lugar que ocupa la oración en el culto según San Ireneo de Lyon, en: Teología y Catequesis 95 (2005) 175-197. 85CEC. n. 1369. 86Ibid. n.1370. 87Cfr. EE. nn. 53-58. 88CEC. n.1371. 89 S.Agustín, Confesiones, 9, 11,27: (PL. 32,773). 90 LG.n.49. 91 Plegaria Eucarística (PE), III. 92 PE. IV. 93 PE. V/a. 94 PE, II. 95 PE para la Reconciliación II. 96 CEC. n.1382. 97 Ibid. 98 Ibid. n. 1340 99 Jn.6,53. 101 S. Juan Crisóstomo, In Isaiam, 6,3: (PG. 54,480). 102 CEC. n. 1385. 103 EE. n.36. 104 EE. n. 37. 105 CIC. c. 915. 106 Jn. 6,56. 107 Jn. 6,57. 108 S. Agustín, Confesiones, 7,10,16: (PL. 32,742). 109 Lc.24, 28-29. 110 Cfr. Jn.15,1-17. 111 MND. n. 19. 113 Concilio de Trento, Decreto sobre la Eucaristía, c.2: (DS.1638). 114 CEC. n. 1395. 115 Lc. 24,33. 116 Jn. 15,12-13. 117 CEC. n. 1397. 118 MND. n.28. 120 Jn. 6,55. 121 S.Ignacio de Antioquía, Ad Eph”, 20,2: (PG. 5,611); cfr. también, S.Ireneo, Adv.haer., 5,2,2-3: (PG. 7,1124). 122Cfr. EE.n.20. Cfr. Conferencia Episcopal Española, Una Iglesia esperanzada: “¡Mar adentro! (Lc 5, 4)”, (2002). 123Cfr. Juan Pablo II, Exhortación apostólica, Ecclesia in Europa (EinE.) (2003). En este documento se indica una y otra vez que la resurrección de Cristo es el único fundamento de la esperanza humana. 124 Cfr. CEC. n. 1405. 125 GS. n.38. Cfr. San Ireneo Adv.haer., V, 2-3 (PG, 7. 1125-1128). 126 Pablo VI, Instrucción, Eucharisticum mysterium, (EM) (1967), n.3. 127 EE. n.26 128 S. Agustín, In Ioan., 26,6,13: (PL. 35,1608). 129 Cfr. SC.n. 47. 130 LG.n.9. 131 Cfr. Ex.19,24. 132 Cfr.Ex. 19,7. 133 Cfr.Ex. 19,17-18; Dt. 9,10; Ex.20,1-ss. 135 Cfr. Ex. 24,8. 136 Cfr. Ex.13, 14-16. 137 LG. n. 9. 138 Cfr. Jr.23,3; 29,14. 139 Ez. 37,21.23-24.26-27. 140 LG. n. 9. 141 Cfr. IPe.1,9-10. 142 EE. n.21. 143 Cfr. ICor. 10,16-17; 11, 23-29. 144 Cfr. Hech. 2,16-21; Jn.14-17. 145 Ratzinger, J., Lc. p.128. 146 EE. n. 21. 147 Cfr. Rom. 6,3-5; ICor.12,12-ss; Gál. 3,27-ss. 148 Cfr. ICor. 10,16-ss. 149 EE. n.22. 150 de Lubac, H., Meditación sobre la Iglesia, (Madrid, 1980) p.112. 152 Cfr. SC.n. 7. 153 Ordenación General del Misal Romano (OGMR), cap.I, n.1. 154 Cfr. LG.nn.10-12. 156 LG.n.11. 157 Cfr. Jn.14,6. 158 Cfr. Neh. 8,10. 159 Fil.4,4-6. 160 Cfr. SC. n.29. 161 Ibid. n. 26. 162 Cfr. Ibid. n.28. 163 Lc.22,19; ICor.11,24ss. 164 Cfr. SC. nn. 41.29. 165 Cfr. Ibid. 42. 166 Cfr. EE., cap. III. 167 EE. n.27. 168 EE. n.27. 170 LG.n.10 171 EE. n.29. 172 Ibid. 173 Cfr. PO. n.18. 174 Juan Pablo II, Carta Apostólica, Dominicae Cenae, (DC) (1980) n.2. 175 Cfr. Juan Pablo II, Exhortación Apostólica, Pastores Dabo Vobis, (PDV) (1992), n.23. 177 PDV.n.23. 178 EE.n.31. 179 Benedicto XVI, Mensaje del Angelus, (18-9-2005): en ‘Ecclesia’, 3.282 (5-XI-2005), p.28. 180 Ibid. 181 Quinteiro Fiuza, Luis, Un Seminario para la Nueva Evangelización, (Ourense, 2003) n.9. 182 EE. n.31. 183 Cfr. Mt.9,38. 184 SC.n.2. 185 EE.n.32. 187 PO. n.6. 188 Cfr. LG.n.1. 189 CEC.n.1331. 190 Cfr. LG.n.3; CEC nn.1325-1329. 191 Benedicto XVI, Mensaje del Angelus, (2-10-2005), en ‘Ecclesia’, 3.282 (5-XI-2005), p.30. 193 Cfr. Ef.5,21-33. 194 EE. n.38. 195 LG. n.3. 196 Lc.24,33. 198 Jn. 6,51.54.56. 199 I Cor. 10,16-17. 200 S. Agustín, Sermón, 272: (PL. 38,1246). 201 LG. n.7. 202 EE. n.40. 203 Ibid. n. 41. 205 Benedicto XVI, Mensaje del Angelus, (25-9-2005), en ‘Ecclesia’, 3.282 (5-XI-2005), p.29. 206 EE. n. 53. 207 Ibid. 208 Cfr. Ibid. n.54. 209 Pablo VI, Exhortación Apostólica, Marialis Cultus, (MC) (1974), n.17. 210 Lc.1,38. 211 Jn. 2,5. 212 EE. n. 54. 213 Ibid. n. 55. 214 Ibid. 215 LG. n. 56. 216 Ibid. 217 Ibid. 218 Cfr. Lc. 2,22-38. 219 Cfr. CEC. n. 529. 220 Lc. 2, 34-35. 221 Juan Pablo II, Carta Encíclica, Redemptoris Mater, (RMa.) (1987), n.16. 222 EE. n. 56. 223 Ibid. 224 Ibid. 225 CEC. n.1328. 226 EE. n. 58. 227 Ibid. n. 57. 228 Pablo VI, Discurso pronunciado en la apertura de la tercera sesión del Concilio Vaticano II, (14-IX-1964), n.11. 229 Cfr. LG. nn.2-4. 230 LG. n.4. 231 LG. n.2. 232 LG. n.5. 233 LG. n.3. 234 Cfr. LG. n.4. 235 Ibid. n.7. 236 Tertuliano, De bapt., VI, en (CCL 1, 282). 238 Relación Final II, c.1. 239 Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio, (CN) (1992), n.1. 240 Antón Gómez, A., Primado y colegialidad, (Madrid, 1970) 34. 241 Kasper, W., La Iglesia como comunión, en ‘Communio’ 1 (1991) 51-52. 242 Cfr. LG. nn.2-4; UR. n.2. 243 Cfr. Ef. 1,3-ss; Col. 2,24-ss. 244 CN. n. 6. 245 Cfr. LG. n.11. 246 S. León Magno, Sermo, 63,7: (PL.54,357C). 247 CN. n. 5. 249 Cfr. CN. nn. 7-10. 250 Cfr. UR. n.2. 251 Juan Pablo II, Exhortación Apostólica, Christifideles laici, (ChL) (1988), n.19. 252 Cfr. Ibid. n. 20. 253 Cfr. AG. n.2. 255 Cfr. LG. n.13; AG. n.5; RM. Nn.20.24. 256 Cfr. RM. Nn.21-30. 257 Pablo VI, Exhortación Apostólica, Evangelii Nuntiandi, (EN), (1975), n.14. 258 Cfr. IPe. 2,9. 259 ICor. 9,16; cfr. RM. n.1. 261 Mt. 28,19. 262 Mt. 28,20. 263 Hech. 1,8. 264 Ef. 4,12-13. 265 Jn.17,3. 266 EN. n.22. 268 RM. n.37. 269 Cfr. AG. n. 23. 270 PO. n.2. 271 ChL. n.3. 272 Cfr. AG. n.35; EN. n.60. 273 Cfr. LG. n.23. 274 Cfr. LG. n.4; GS. n.22; RM. Nn. 28.29.56; cfr. También, Juan Pablo II, Carta Encíclica, Dominum et vivificantem, (DetV) (1986) nn. 23-53. 275 Cfr. Rom. 5,5; Gál. 4,6; cfr. también, Ladaria, L., El Dios vivo y verdadero, (Salamanca, 1998) 324-ss. 276 S. Ireneo, Adv. Haer. ” II, 24,1: (PG. 7,870). 277 S. Juan Crisóstomo, Hom. Pent., I,4: (PG. 53,97). 278 Cfr. LG. n.4. 279 Cfr. LG.n.7. 280 Cfr. Jn. 14, 16.26; 15,26. 281 Cfr. Hech. 1,14. 282 Cfr. Hech. 2,1-4. 283 S. Ireneo, Adv. Haer., III, 4,1: (PG. 7,855). 284 AG. n.4. 285 Ibid. n.5. 286 Cfr. Hech. 16,14; AG. nn. 13.15. 287 EN. n.75. 288 Ibid. 289 Ibid. 290 Ibid. 291 Ibid. 293 RM. n. 21. 294 Ibid. n.24. 295 Cfr. Hech.2,42-47; 4, 32-35. 296 RM. n. 26. 297 RM. n.28; cfr. también: GS. nn. 10.11.22. 26.38.41.92-93; AG. nn. 3.11.15. 298 Jn.3,8. 299 RM. n.30. 300 Cfr. CEC. nn. 1091-1109. 301 Ibid. n. 1098. 302 CEC. n. 1108. 303 S. Juan Crisóstomo, In Espist. I ad Corint.”, 41,4: (PG. 61,345). 304 S. Cirilo de Jerusalén, Catecheses, V, 7: ( PG. 33,516). 305 S. Isidoro de Sevilla, Etimologías, VI, 19, 40-41. 306 PO, n. 5. 307 EE. n. 17. 308 PE. III. 309 PE. para niños II. 310 Cfr. LG. n.11. 311 Sínodo de los Obispos sobre la Eucaristía, Proposición, n.42: en ‘Ecclesia’, 3.284 (19-XI-2005) p.35. 312 EE. n. 22. 313 Benedicto XVI, en su primer mensaje (20-IV-2005), n. 4, en: Boletín Oficial del Obispado de Ourense (2005) p. 390. 314 CEC. n.1332. 315 Cfr. Jn. 15,5. 316 Lc. 24,23-25. 317 DD. n.45. 318 Mt. 28.10. 319 Cfr. Rom. 12,1. 320 ICor. 11,26. 321 Cfr. Mt. 10,1-25; Lc. 9,1-6; 10, 1-24. 322 Cfr. Mt.28, 16-20; Mc. 16,14-20. ,323 Hech. 1,8. 324 Jn. 17,21-23. 325 IJn. 4,8.10. 327 Cfr. Conferencia Episcopal Española, La Eucaristía, alimento del Pueblo Peregrino, (1999). 328 GS. n.38. 329 Cfr. AG. n. 36. 330 LG. n.26. 332 Ibid. 333 Cfr. Ibid. 334 Cfr. SC. n.10; AG. n.36; AA. nn. 3-7; PO. n.5. 335 Mc. 16,15-16; Mt. 28,18-19; Jn. 20,22-23; Hech. 1,8. 336 Benedicto XVI, Mensaje del Angelus, (2-10-2005), en ‘Ecclesia’, 3.282 (5-XI-2005), p.30. 337 OGMR. n.1. 338 Cfr. SC. n. 10. 339 Precisamente el cap.V de los Lineamenta del último Sínodo de los Obispos sobre la Eucaristía llevaba por título: Mistagogía eucarística para la Nueva Evangelización. 340 Juan Pablo II, Exhortación Apostólica, Pastores Gregis, (PGr) (2003), n. 22. 342 Juan Pablo II, Discurso a la Curia romana, (20-XII-1990), en ‘Ecclesia’ 2511 (19-1-1991) 18. 343 NMI. n.43. 344 LG. n.4. 345 Cfr. LG. nn.2-4. 346 NMI. n. 43. 348 Cfr. IPe. 2,4-8. 349 Cfr. ICor. 12,12-13.16. 350 Gál. 3,27-28; cfr. Col.3,11. 351 IPe. 2,17. 352 NMI. n.43. 353 Cfr. Ibid. nn.43.45. 354 Ibid. n.43. 355 ChL. n.20. 356 NMI. n.46. 357 EinE. n. 33. 358 Ibid. n. 39. 360 NMI. n.46. 361 Quinteiro Fiuza, Luis; lc. n.3. 362 ChL. n. 22. 363 PDV. n.15. 364 EinE. n. 36. 366 Juan Pablo II, Exhortación Apostólica, Vita Consecrata, (VC) (1996) n.1. 367 Cfr. ICor. 7,34. 368 VC. n. 5. 369 Cfr. Ibid. n.31. 371 PGr. n.50. 372 ChL. n.23. 373 Cfr. Jn. 17,16. 374 Concilio Vaticano II, Decreto, Apostolicam Actuositatem (AA), n.5. 376 Cfr. ChL. n. 15. 377 Cfr. Ibid. n.29; cfr. También, NMI. n.46. 378 AA. n.18. 379 Cfr. AA. nn. 19.15; LG. n. 37; Código de Derecho Canónico, (CIC), c.215. 380 Cfr. NMI. n.47.; Cfr. Benedicto XVI, Carta Encíclica, Deus Caritas est (DCe) (2006) n. 11. 381 Ibid. 382 Quinteiro Fiuza, Luis; lc. n.5. 383 Cfr. PDV. n. 41. 384 Cfr. LG. n. 10. 385 Cfr. EE. n.43. 386 S. Agustín, In Io.Evang. Tractatus, 26, 13: (PL 35, 1613); cfr. SC. n.47. 387 388 Cfr. UR. n.2. 389 Cfr. Ibid. n.15. 390 Cfr. Ibid. n. 22. 391 Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración, Dominus Iesus, (DI) (2000) n.17 392 UR. n.8. 393 Cfr. Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, Directorio para la aplicación de los principios y normas sobre el ecumenismo, (1993) nn.122-136. En estos números se aborda el tema de la ‘communicatio in sacris’, especialmente la Eucaristía. A esta normativa se alude también en la Encíclica, EE, nn. 44-46. 394 Cfr. Ibid. n. 54. 395 RM. n.55. 396 Cfr. Comisión Teológica Internacional, El Cristianismo y las Religiones, (1996), (Madrid, 1998) 557-558. 397 Cfr. LG. n.16; GS.n.22; Concilio Vaticano II, Declaración Nostra aetate, (NA). 398 NMI.n. 56; cfr. DI; Cfr. EinE. n. 55. 399 Jn. 13,34. 400 Cfr. NMI. n. 42. 401 Ap.2,1-3. 402 EinE. nn.83.84. 403 Cfr. IJn.4,10.19; Jn. 13,1. Cfr. DCe (2005) n. 1 404 DCe. n. 29. 405 EinE. n. 85. 406 NMI. n. 49. 407 Mt. 25,35-36. 408 DCe. n. 15. 409 Cfr. Ibid. n.50; cfr. también, EinE. nn. 86-89. 410 DCe. n. 1. 412 DCe. n. 13. 413 CEC. n. 1397. 415 Cfr. Lc. 14,15-ss. 416 Cfr. ICor. 11,17.22.27.34. 417 Cfr. Hech. 2,42-ss; St.2,1-ss. 418 Cfr. Hech. 11,29; Gál. 2,9-ss; ICor. 16,1-4; IICor.8-9. 419 Cfr. Rom. 15,27; IICor. 9,12-ss. 420 S. Justino, Apología, I, 67: (PG. 6,429). Cfr. DCe. nn. 22-23. 422 Prefacio común, VIII. 423 Prefacio de la PE. V/c. 424 Prefacio de la PE. sobre la reconciliación II. 425 PE. V/b; cfr. también PE sobre la reconciliación II. 426 Prefacio III sobre la Cuaresma. 427 PE.V/b. 428 EE. n.20. 429 MND. n. 28. 430. Benedicto XVI, Homilía en Marienfield en la Eucaristía de clausura de la XX Jornada Mundial de la Juventud (21-VIII2005): en ‘Ecclesia’, 3.272-73 (27-VIII y 3-IX-2005), p. 41. 431. El Papa cita expresamente a nuestro patrono, San Martín de Tours, como modelo de caridad, cfr. DCe. n. 40.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

LA EUCARISTÍA, FUENTE DE VIDA ECLESIAL CARTA PASTORAL DEL SR. OBISPO

 

Carta Pastoral do Bispo de Ourense Luís Quinteiro Fiuza Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . 577

 

Capítulo I. O misterio da Eucaristía . .. . . . . 578

 

1. A Eucaristía, un don de Deus   . . . . . . 578

2. A Sagrada Eucaristía é un misterio de fe . 579

3. Un misterio de luz . . . . . . . . . . . . . . . . . 579

4. A presencia real do Señor na Eucaristía . . 581

5. A reserva eucarística e adoración do Santísimo Sacramento………………………………………………… . 583

6. A Eucaristía, sacramento do único sacrificio de Cristo . .. …………………………………………………. . . 585

7. A Eucaristía é un verdadero banquete . . . 588

 

Capítulo II. A Eucaristía e a Igrexa .  . . . . . . 591

 

1.Antecedentes da asemblea eucarística na historia da salvación……………………………………..591

2. Eucaristía e Igrexa, unha relación constitutiva…………………….593

3. María, muller “eucarística” . . . . . . . . . 601

 

Capítulo III. A Eucaristía e a misión da Igrexa ……………………………………………………………………603

1. A Igrexa, misterio de comunión . . . . 604

2. A Igrexa, misterio de comunión e de misión……………………………………………………………606

3. O Espírito Santo, protagonista da misión  . 608

4. A Eucaristía, un eficaz descendimento do Espírito Santo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 610

5. A Eucaristía, fonte e cumio da misión da Igrexa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 611

 

Capítulo IV. Os Cristiáns, Testigos do Amor no Mundo . . . . …………………………………………………615

1. Trazos esenciais da espiritualidade de comunión ………………………………… . . . . . . . . 615

2. Variedade de vocacións …………… . . . . . 616

3. Eucaristía e movemento ecuménico . . . . 619

4. Diálogo interrelixioso e misión . . . . . . . . 620

5. Apostar pola caridade . . . . . . . . . . . . . . 621

6. Eucaristía e acollida ós máis pobres .. . . . 623

 

Conclusión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 625

LA PRESENCIA Y LA ACCION DEL ESPIRITU SANTO EN NUESTRA VIDA

(Carta a los presbíteros) 

         

Sumario

 

 1. Motivos y contenido de esta Carta

           I. EL ESPIRITU SANTO Y EL SACERDOCIO

 2. "El Espíritu del Señor sobre mí" (Lc 4,18): Unción sacerdotal de Cristo

3. "En virtud del Espíritu Eterno" (Hb 9,14): Oblación sacerdotal de Cristo.

4. "Se llenaron todos del Espíritu Santo" (Hch 2,4): La Iglesia sacramento de Cristo

5. "Enviados por el Espíritu Santo" (Hch 13,4): Discípulos y evangelizadores

6. "El don conferido por la imposición de manos" (1 Tm 4,14): El ministerio apostólico y sacerdotal

           II. EL "ESPIRITU DE SANTIDAD" EN LOS PRESBITEROS

 7. "Renueva en sus corazones el Espíritu de santidad"

8. Para que "la palabra del Evangelio dé fruto"

9. Sean "fieles dispensadores de los misterios"

10. "Formen un único pueblo"

11. Y den "testimonio constante de fidelidad y amor"

           III. AVIVAR LA GRACIA RECIBIDA POR LA IMPOSICION DE MANOS

 12. Cuidar la salud espiritual

13. Tiempos y espacios para la vida interior

14. Compartir la experiencia espiritual

15. Acompañamiento espiritual

16. Conversión y renovación por el Espíritu

17. Creer "contra toda esperanza"

18. Docilidad al Espíritu

19. El ejemplo de María

         

 Conclusión

 

 

 

 

 

LA PRESENCIA Y LA ACCION DEL ESPIRITU SANTO EN NUESTRA VIDA

          (Carta a los presbíteros)

 "Cristo, en virtud del Espíritu Eterno, se ha ofrecido a Dios como sacrificio sin mancha" (Hb 9,14).

 

           Queridos hermanos presbíteros:

 

           Al comenzar la Cuaresma de este año dedicado al Espíritu Santo, siguiendo la práctica de los años anteriores, quiero compartir con vosotros unas reflexiones que nos ayuden a todos a celebrar con mayor profundidad y aprovechamiento espiritual el misterio pascual de Jesucristo, atendiendo a la llamada que la Iglesia nos hace, al llegar este tiempo santo, para que nos convirtamos al Señor y renovemos nuestra vida.

           Os saludo con todo el afecto fraternal, deseando que "el Padre, de los tesoros de su gloria, os conceda por medio de su Espíritu robusteceros en lo profundo de vuestro ser y que Cristo habite por la fe en vuestros corazones" (Ef 3,16-17). Desde que el Señor me llamó al ministerio episcopal en favor de nuestra Iglesia Civitatense, mi propósito es dedicaros lo mejor de mí mismo y de mi tarea, hermanos y amigos.

 

 

 1. Motivos y contenido de esta Carta

 

          El contenido de esta carta está motivado en primer lugar por el hecho de encontrarnos en el segundo año de preparación del Gran Jubileo de la Encarnación y del Nacimiento del Señor, año centrado en el "reconocimiento de la presencia y de la acción del Espíritu Santo en la vida de la Iglesia en nuestro pueblo", como señala el objetivo pastoral de nuestra Diócesis en el presente curso. Entre los varios aspectos que lleva consigo este objetivo se encuentra la vida espiritual de los sacerdotes. Recordad que os decía en la Exhortación pastoral de comienzo de curso: "Se trata de que todos nos comprometamos en este año dedicado al Espíritu Santo a cuidar con todo interés nuestra salud espiritual y de que, al mismo tiempo, procuremos fomentarla en las personas más cercanas a nosotros y especialmente en aquellas que nos han sido confiadas por razón de nuestro ministerio o tarea... La vida espiritual está en la base de cualquier acción apostólica o pastoral" (n. 28).

           Pero hay un segundo motivo. El año pasado, también con vistas a la Cuaresma, os escribía sobre El ejercicio del ministerio presbiteral en nuestra diócesis [1]. La primera parte de la carta era una invitación a discernir lo que el Espíritu Santo quería decirnos (véanse los nn. 4 y 6 especialmente). En este sentido la carta de este año prosigue aquellas reflexiones y sugerencias ahondando en lo significa en nuestra vida la presencia del mismo Espíritu que inspiró, acompañó, sostuvo y fortaleció a Jesús desde el bautismo en el Jordán hasta el gesto supremo de la cruz.

           La carta tiene tres partes. La primera es un breve recordatorio de la presencia y de la acción del Espíritu Santo en la persona de Jesús y en la vida de la Iglesia, desde el punto de vista del sacerdocio ministerial del que el Señor ha hecho partícipes a los obispos y presbíteros, con el fin de suscitar una conciencia agradecida de lo que significa la especial vinculación a Jesucristo y al Espíritu que confiere el sacramento del Orden. La segunda parte señala algunas de las consecuencias de esta realidad para nuestra vida "en el Espíritu" o "según el Espíritu". Y la tercera señala algunas actuaciones, en la confianza de que os servirán para vivir más intensamente la participación sacramental en el sacerdocio de Cristo por su Espíritu.

 

 

          I. EL ESPIRITU SANTO Y EL SACERDOCIO

 

2. "El Espíritu del Señor sobre mí" (Lc 4,18): Unción sacerdotal de Cristo

           El pasaje del profeta Isaías que Jesús leyó en la sinagoga de Nazaret al comienzo de su ministerio público, aplicándoselo a sí mismo (cf. Lc 4,16-21), nos sitúa una vez más ante la misteriosa realidad de la íntima unión y total compenetración entre Cristo y el Espíritu Santo. El curso pasado, centrado en el conocimiento de Jesucristo, y lo que llevamos recorrido del curso actual, en el que nuestra mirada se fija en la persona del Espíritu Santo, deben haber consolidado en nosotros la convicción de que "nadie puede decir 'Jesús es Señor' sino es bajo la acción del Espíritu Santo" (1 Cor 12,3b), y de que ninguno puede pretender conocer al Espíritu de Dios al margen de Jesús, que lo posee en plenitud desde la encarnación y lo ha manifestado y comunicado después de su resurrección (cf. Jn 20,22).

           Si queremos de veras reconocer la presencia y la acción del Espíritu Santo en la Iglesia y en la sociedad, hemos de tener en cuenta que no existe otro cauce de comunicación del Espíritu a los hombres y mujeres y aún a la creación entera, que la humanidad resucitada de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. Él se hace presente en la Iglesia por medio de la Palabra y de los sacramentos, en los que se manifiesta la fuerza del Espíritu. Y Él continúa actuando en el mundo prolongándose en los fieles cristianos, miembros de su Cuerpo, a los que el Espíritu Santo llama, consagra y envía.

           "De su plenitud todos hemos recibido gracia tras gracia", afirma el evangelista San Juan (Jn 1,16). En efecto, de la misma manera que la unción del Espíritu Santo se manifestó en el bautismo de Cristo, a quien constituyó Mediador único y fuente del mismo Espíritu, así también la vocación y misión de los fieles laicos tiene su origen en los sacramentos de la Iniciación cristiana, mientras que el sacerdocio ministerial lo tiene en el sacramento del Orden. Ahora bien, la donación y comunicación del Espíritu Santo a los discípulos de Jesús no se efectuó hasta la muerte y resurrección del Señor, es decir, en la Pascua-Pentecostés. 

 

3. "En virtud del Espíritu Eterno" (Hb 9,14): Oblación sacerdotal de Cristo

 

          La donación-efusión del Espíritu se produjo, por tanto, en la cruz, es decir, en el momento en que el Sumo Sacerdote y Mediador de la Nueva Alianza, se ofreció a sí mismo como víctima inmaculada al Padre (cf. Hb 9,14). San Juan dice en su Evangelio que Jesús, "inclinando la cabeza, entregó el Espíritu" (Jn 19,30), significado inmediatamente después por el agua y la sangre que brotaron del costado abierto del Salvador (cf. Jn 19,34-35; 7,37-39; Ap 22,1).

 

          El Espíritu santificó así el sacrificio del nuevo Cordero pascual sin defecto ni tacha (cf. 1 Pe 1,19; Ex 29,1) sobre el ara de la cruz, convirtiendo a Jesús en Sacerdote y Víctima, capaz de ofrecer y de ser ofrecido. Jesús fue a la vez Oferente y Ofrenda, porque tuvo con Él al "Espíritu Eterno" que le dio la fuerza para elevarse hasta Dios y para que el suyo fuera el sacrifico verdadero y definitivo. Esta identificación perfecta, imposible para los sacerdotes de la Antigua Alianza, que tenían que ofrecer víctimas sustitutorias por el pueblo y por sus propios pecados (cf. Hb 5,1-3; 7,27; etc.), se produce ya desde la entrada de Jesús en el mundo cuando dice: "¡Heme aquí, oh Dios, que vengo para hacer tu voluntad" (Hb 10,7; cf. 10,5-9). En efecto, toda la vida de Jesús fue un continuo "hacer la voluntad del Padre" (Jn 6,38; cf. Mt 26,42; Fl 2,8).

 

          En virtud de esta oblación "todos hemos sido santificados" (Hb 10,10; cf. 10,14). Y la humanidad de Jesús, hasta ese momento humillada y masacrada, es glorificada y resucitada, es decir, transformada en "carne vivificante" (cf. 1 Pe 3,18; 1 Cor 15,45) y en manantial del agua viva del Espíritu Santo (cf. Jn 4,10). La fragilidad, la miseria y la finitud de la condición humana son definitivamente superadas no sólo para Jesús sino también para todos los que, por su encarnación, nos convertimos en sus hermanos (cf. Hb 2,11.17; 10,19). La resurrección, obra también del Espíritu Santo, ha restablecido la dignidad humana perdida por el pecado y ha restaurado el curso de la historia como espacio de salvación integral para toda la humanidad y aún para las demás criaturas (cf. 1 Cor 8,21-22). Aquí radica la esperanza que debe alentar a los laicos en su vocación y en su misión en la sociedad y en el mundo (cf. LG 31; 34).

 

4. "Se llenaron todos del Espíritu Santo" (Hch 2,4): La Iglesia sacramento de Cristo

 

 

          La cruz y la resurrección culminan en el nacimiento de la Iglesia, pues "del cuerpo de Cristo dormido en la cruz nació el sacramento admirable de la Iglesia entera" (SC 5), en su bautismo "con Espíritu Santo y fuego" y en su envío misionero por obra del mismo Espíritu (cf. Lc 3,16; Hch 2,1-4). A partir de Pentecostés, el Espíritu Santo constituyó a la Iglesia en cuerpo de Cristo, dotado de muchos miembros que prolongan su humanidad glorificada. Por eso la Iglesia está en el mundo como un "sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano" (LG 1; cf. 9; 48).

           Pentecostés significa, por tanto, el comienzo del "tiempo de la Iglesia" o "tiempo del Espíritu", en el que Éste se hace "memoria viva" para recordar todo lo que ha dicho y hecho Jesús, actualiza eficazmente en los sacramentos los acontecimientos salvíficos de la vida de Cristo, hace posible la comunión dentro de la Iglesia y constituye el ministerio como mediación personal y representación del que es Cabeza y Pastor (cf. Catecismo de la Iglesia Católica [= CEC], 1.076; 1.092 ss.; 1.548 ss.). El Espíritu enriquece verdaderamente a la Iglesia y la hace crecer con toda clase de carismas, ministerios y funciones (cf. 1 Cor 12,4-31; Ef 4,4-16). Esta representación personal a través del medio humano, sobre todo en el ministerio ordenado, pone de relieve la voluntad divina de seguir salvando a los hombres por medio de los hombres.

 

5. "Enviados por el Espíritu Santo" (Hch 13,4): Discípulos y evangelizadores

 

          Desde Pentecostés se repite lo que había ocurrido con Jesús: El Espíritu Santo, que lo guió y sostuvo en su ministerio mesiánico (cf. Lc 4,1.14.18; 10,21; etc.), acompaña y anima ahora a los discípulos en el anuncio del Evangelio y en la realización de la salvación que anunciaban (cf. Hch 2,2,4.8; 4,31; 6,3; 8,29.39; 11,12; 13,2; etc.). El Evangelio según San Lucas y el libro de los Hechos de los Apóstoles tienen como protagonista común e invisible al Espíritu Santo.

 

          El Espíritu actúa, por tanto, en todos los discípulos sobre los que ha sido derramado (cf. Hch 2,38; 8,15-17). Su presencia y acción en el corazón de los bautizados produce numerosos frutos (cf. Gál 5,22), el principal de los cuales es la filiación divina (cf. Rm 8,16-17) y la conciencia de haber recibido el amor del Padre (cf. Rm 5,5; 1 Jn 4,7-10). A nivel comunitario y social el Espíritu garantiza la fidelidad de la Iglesia a su Señor y hace que la diversidad de dones, de ministerios y de funciones se transforme en unidad (cf. Ef 4,4-6.13). La máxima expresión de esta unidad se produce en la participación eucarística (cf. 1 Cor 10,16-17). De manera que lo que aconteció en los primeros tiempos de la Iglesia, se realiza también hoy en todas las comunidades cristianas. 

          Por eso el Papa Juan Pablo II describe así la obra del Espíritu en nuestro tiempo: "El Espíritu es también para nuestra época el agente principal de la nueva evangelización. Será por tanto importante descubrir al Espíritu como Aquel que construye el Reino de Dios en el curso de la historia y prepara su plena manifestación en Jesucristo, animando a los hombres en su corazón y haciendo germinar dentro de la vivencia humana las semillas de la salvación definitiva que se dará al final de los tiempos" (Carta Apost. Tertio Millennio Adveniente, 45).

 

6. "El don conferido por la imposición de manos" (1 Tm 4,14): El ministerio apostólico y sacerdotal

 

           Así pues, el Espíritu Santo es el que "según su riqueza y las necesidades de los ministerios (cf. 1 Cor 12,1‑11), distribuye sus diversos dones para el bien de la Iglesia. Entre estos dones destaca la gracia de los Apóstoles, a cuya autoridad el Espíritu mismo somete incluso los carismáticos (cf. 1 Cor 14)" (LG 7). El origen del ministerio apostólico se encuentra, por tanto, en el mismo Cristo que lo ha instituido y le ha dado su naturaleza sacramental y su finalidad (cf. CEC, 1.548-1.551). Este ministerio en el espiscopado y en el presbiterado es, por otra parte, sacerdotal, es decir, participación ministerial en el sacerdocio de Jesucristo. No obstante el ministerio del diaconado se confiere también mediante el sacramento del Orden (cf. ib. 1.554). 

          "El ministerio de los presbíteros, por estar unido al orden episcopal, participa de la autoridad con la que el propio Cristo construye, santifica y gobierna su cuerpo... Se confiere por aquel sacramento peculiar que, mediante la unción del Espíritu Santo, marca a los sacerdotes con un carácter especial" (PO 2), quedando "consagrados como verdaderos sacerdotes de la Nueva Alianza, a imagen de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote (Hb 5,1-10; 7,24; 9,11-28), para anunciar el Evangelio a los fieles, para dirigirlos y para celebrar el culto divino" (LG 28). El gesto sacramental es la imposición de manos del Obispo, acompañado de la plegaria de ordenación, pero su efecto es una verdadera unción interior y especial del Espíritu Santo que configura al elegido con Cristo de manera que puedan actuar como representantes de Cristo Cabeza (cf. PO 2).  

          Los presbíteros sois, pues, verdaderos "ungidos del Espíritu", como Jesús (cf. supra n. 2), y "unción" quiere decir compenetración plena entre el hombre santificado y el Espíritu santificador, que hace fecundo y eficaz el ejercicio del ministerio. En este sentido, en el nivel del ser, todo sacerdote es verdaderamente "otro Cristo", como reza la frase clásica. Esta gracia que transciende a la persona, de manera que su eficacia salvífica no está condicionada por la situación moral del ministro de Cristo, requiere sin embargo una elevada santidad de vida como adecuada respuesta por parte del que ha sido llamado, consagrado y enviado con el poder del Espíritu Santo. De esta respuesta, favorecida por la propia gracia sacerdotal, trata lo que viene a continuación

 

 

          II. EL "ESPIRITU DE SANTIDAD" EN LOS PRESBITEROS

 

7. "Renueva en sus corazones el Espíritu de santidad"

 

          Esta frase está tomada de la plegaria de ordenación de los Presbíteros, de las palabras esenciales:

 

Te pedimos, Padre todopoderoso,

que confieras a estos siervos tuyos la dignidad del Presbiterado;renueva en sus corazones el Espíritu de santidad, reciban de ti el segundo grado del ministerio sacerdotal y sean, con su conducta, ejemplo de vida.

 

          A su vez está inspirada en el salmo 50: "Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme" (Sal 50,12). Naturalmente la plegaria de ordenación va más lejos que la súplica del salmista. Éste pide la creación de un nuevo corazón -centro de toda la persona-, que sustituya al que ha quedado endurecido por el pecado, y la presencia de un espíritu firme y generoso. Es lo que había anunciado el Señor por medio del profeta Ezequiel: "Os daré un corazón nuevo, y os infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de vuestra carte el corazón de piedra y os os daré un corazón de carne; os infundiré mi Espíritu..." (Ez 36,26-27).

           La plegaria de ordenación pide la renovación del corazón del elegido para el ministerio sacerdotal. El Espíritu que recibió en el Bautismo y en la Confirmación es dado ahora de nuevo para transformar al que es ordenado, santificando radicalmente su persona, con vistas a un ministerio que es santificador, y fundamentando el nuevo estado de vida en la santidad que comunica. La dignidad del Presbiterado consiste, entre otros aspectos, en la presencia en los presbíteros del Espíritu Santo que produce la gracia de esta santidad radical y exige a su vez, una conducta coherente y el ejemplo de vida.

            Por eso el Papa Juan Pablo II ha escrito también: "Nuestra fe nos revela la presencia operante del Espíritu Santo en nuestro ser, en nuestro actuar y en nuestro vivir, tal como lo ha configurado, capacitado y plasmado el sacramento del Orden. Ciertamente, el Espíritu del Señor es el gran protagonista de nuestra vida espiritual. Él crea el 'corazón nuevo', lo anima y lo guía con la 'ley nueva' de la caridad, de la caridad pastoral. Para el desarrollo de la vida espiritual es decisiva la certeza de que no faltará nunca al sacerdote la gracia del Espíritu Santo, como don totalmente gratuito y como mandato de responsabilidad" (PDV 33).

 

8. Para que "la palabra del Evangelio dé fruto"

 

          La presencia y la acción del Espíritu Santo en los presbíteros hace que se cumplan también en vosotros, queridos hermanos, las palabras de Jesús en la sinagoga de Nazaret: "El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido; y me ha enviado..." (Lc 4,18). De este modo el Espíritu Santo se manifiesta en vuestra vida "como fuente de santidad y llamada a la santificación" (PDV 19). Una santidad y una santificación que se nutren no sólo de la configuración personal con Cristo Cabeza y Pastor de la Iglesia que ha producido el sacramento del Orden, título que añade una segunda exigencia de perfección evangélica a la que procede de la consagración bautismal (cf. PO 2), sino también del ejercicio del ministerio en su triple función: la Palabra, los sacramentos y la guía del pueblo de Dios (cf. PO 13).

           El Concilio Vaticano II subrayó, en efecto, la íntima relación que existe entre la espiritualidad -vida "en el Espíritu"- de los presbíteros y las condiciones y las exigencias de cada una de las funciones ministeriales (cf. PO 4-6; 12-13). Esta relación ha sido desarrollada por la Exhortación Apostólica Pastores Dabo Vobis (n. 26) y por el Directorio para el ministerio y la vida de los Presbíteros (cf. nn. 45-56) [2].

           En primer lugar respecto del ministerio de la Palabra (cf. PO 4; 13 a). Sin la presencia y la acción del Espíritu Santo, que actúa en los ministros que la anuncian y la explican y en los oyentes que la escuchan y acogen, esta función no pasaría de ser un acto de mera comunicación humana o de retórica. Por eso la plegaria de ordenación de los Presbíteros, en su última parte, pide para los que son ordenados: "que por su predicación, y con la gracia del Espíritu Santo, la palabra del Evangelio dé fruto en el corazón de los hombres, y llegue hasta los confines del orbe". El ejercicio del "ministerio del Espíritu", como llama San Pablo a la predicación evangélica (cf. 2 Cor 3,8), reclama del ministro una muy íntima unión a Cristo Maestro y una particular docilidad al Espíritu (cf. PO 13), que sólo serán realidad si el que predica procura primero recibirla en el corazón, antes de transmitirla a los demás (cf. DV 25) [3].

 

9. Sean "fieles dispensadores de los misterios"

 

          El ministerio de la santificación y del culto, que se ejerce en la celebración de la Eucaristía, de los demás sacramentos y sacramentales y en la Liturgia de las Horas, depende de una manera aún más patente de la presencia y de la acción del Espíritu Santo en la liturgia y, de manera especial, en la persona del ministro. No es otro el significado de la epíclesis o invocación al Padre para que envíe el Espíritu Santo con su poder transformador sobre las ofrendas en el caso de la Eucaristía, o sobre los otros elementos sacramentales y, naturalmente, sobre quienes van a recibir los sacramentos (cf. CEC 1.105-1.107). El Espíritu de santidad recibido en la ordenación actúa en el sacerdote garantizando la eficacia de su ministerio y santificando, por su mediación, a la Iglesia y a los hombres. Pero la acción santificadora del Espíritu alcanza también al ministro en orden a su propia santificación. Por eso sería un contrasentido no corresponder a esta presencia del Espíritu. 

          El sacerdote, en la celebración de los sacramentos y en la Liturgia de las Horas, está llamado a vivir la gracia que él mismo ofrece a los fieles en el ejercicio de su ministerio. Especialmente en el Sacrificio de la Misa, al mismo tiempo que enseña a los demás a ofrecer al Padre la Víctima eucarística y a asociarse a esta ofrenda, el presbítero debe unirse con la acción de Cristo Sacerdote "en cuya persona" actúa. Lo mismo ha de hacer en la celebración de los demás sacramentos, singularmente en el sacramento de la Penitencia y en la oración de las Horas, en la que presta su voz a la Iglesia (cf. PO 5; 13 b).

           La presidencia litúrgica requiere de todos nosotros una fina sensibilidad para unirnos cada día más a Jesucristo y para imitar el misterio que realizamos, dando muerte en nosotros al pecado y procurando caminar en la novedad de vida (cf. Rito de la Ordenación de Presbíteros, Homilía). Sólo así los sacerdotes seremos dignos ministros de Cristo y "fieles dispensadores de los misterios" de Dios (cf. 1 Cor 4,1), como pide también la plegaria de ordenación.

 

10. "Formen un único pueblo"

 

          La tercera función ministerial es la guía del pueblo de Dios, edificando la comunidad cristiana por la caridad pastoral, el ejemplo personal y la solicitud especialmente por los más pobres y los más débiles. Rigiendo y apacentando la porción de los fieles que le ha sido confiada, todo sacerdote ha de hacer suya la actitud del Buen Pastor dispuesto a entregar su vida por las ovejas (cf. Jn 10,11; PO 6; 13 c). En esta función rectora del pueblo de Dios se requiere también la presencia y la acción del Espíritu Santo que hace que todos los dones converjan en la unidad y sean para la edificación de la Iglesia (cf. Ef 4,7-12). El Espíritu ayuda al presbítero en la difícil y a veces compleja tarea de suscitar vocaciones, valorar y coordinar carismas, especialmente entre los fieles laicos, manteniendo siempre la necesaria comunión con el Obispo dentro de la Iglesia local y particular.   

          Sobre la espiritualidad de esta función, que revive el servicio y la autoridad de Jesucristo Cabeza y Buen Pastor de la Iglesia, afirma el Papa Juan Pablo II: "Se trata de un ministerio que pide al sacerdote una vida espiritual intensa, rica de aquellas cualidades y virtudes que son típicas de la persona que 'preside' y 'guía' una comunidad; del 'anciano' en el sentido más noble y rico de la palabra. En él se esperan ver virtudes como la fidelidad, la coherencia, la sabiduría, la acogida de todos, la afabilidad, la firmeza doctrinal en las cosas esenciales, la libertad sobre los puntos de vista subjetivos, el desprendimiento personal, la paciencia, el gusto por el esfuerzo diario, la confianza en la acción escondida de la gracia que se manifiesta en los sencillos y en los pobres (cf. Tit 1,7-8)" (PDV 26). 

          La plegaria de ordenación termina pidiendo que el Espíritu de santidad haga fecundo el ministerio sacerdotal, de manera que "todas las naciones, congregadas en Cristo, formarán un único pueblo tuyo que alcanzará su plenitud en tu Reino". En esta parte final de la súplica, el ministerio de los presbíteros se abre a una perspectiva universal y escatológica.

 

11. Y den "testimonio constante de fidelidad y amor"

 

          Hasta aquí unas líneas de espiritualidad sacerdotal basadas en la referencia a las tres funciones ministeriales clásicas, cuya eficacia garantiza el Espíritu de santidad recibido en la ordenación. El discurso puede alargarse mucho más, ampliándolo a cada una de las virtudes teologales, comunes a todos los bautizados -no se puede olvidar que el primer fundamento de la vida "en el Espíritu" de todo sacerdote es su consagración bautismal (cf. PO 12)-, y a aquellos otros valores exigidos por el sacramento del Orden, tales como la ya aludida caridad pastoral, el sagrado celibato, la fraternidad sacramental y apostólica, la obediencia jerárquica, la pobreza y disponibilidad para el servicio de la Iglesia, etc.

           Todas estas virtudes y valores, objeto de repetidas reflexiones e invitaciones a la puesta en práctica, son a la vez exigencias de vida sacerdotal y frutos del Espíritu que va perfeccionando día a día la obra iniciada en el momento de la ordenación (cf. Fl 1,6). En esta clave, la existencia entera de todo sacerdote debería aparecer como una obra maestra del Espíritu. Él es el artífice que hace siempre maravillas en nosotros, sobre todo cuando somos fieles y nos dejamos esculpir por Él.

           Como síntesis de esta segunda parte, se podrían meditar las palabras finales del prefacio de la Misa Crismal y de la fiesta de Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote:

 

      Tus sacerdotes, Señor, al entregar su vida por ti   y por la salvación de los hermanos, van configurándose a Cristo, y así dan testimonio de fidelidad y amor.

 

           III. AVIVAR LA GRACIA RECIBIDA POR LA IMPOSICION DE MANOS

 

          En esta última parte, como se ha dicho antes, os propongo algunas sugerencias para activar vuestra vida espiritual. Permitidme recordaros algo que escribí también en la Exhortación pastoral de principio de curso: "Es preciso que vivamos nuestro ministerio en profundidad, sobre la base de una vida espiritual madura y consciente, radicada en la vocación a la santidad, si queremos que sea eficaz y fecundo... La espiritualidad ha de tener primacía absoluta en nuestra vida, evitando descuidarla por muchas actividades que tengamos. Especialmente hemos de fomentar el encuentro con el Señor en la oración personal y en los restantes medios para la vida espiritual" (n. 28).

 

12. Cuidar la salud espiritual

 

          Con frecuencia se habla de la salud integral de los presbíteros, que comprende un buen estado físico, un notable equilibrio psicológico y afectivo, madurez y libertad en las relaciones personales y sociales, capacidad y gusto por aprender y alcanzar un grado mayor de conocimientos y de experiencias y, cerrando el arco, la alegría que procede de vivir intensamente la condición de hijos de Dios en el Hijo Jesucristo y de configurados a Él por el sacramento del Orden. Vivir gozosamente esta doble realidad es la mejor señal de poseer una buena salud espiritual.  

          Ahora bien, la espiritualidad sacerdotal es un conjunto de actitudes vitales que se adquieren, que es preciso cuidar y que manifiestan su buen estado en la práctica diaria no sólo del ejercicio del ministerio sino también de aquellos actos que nutren la vida "en el Espíritu" y que contribuyen también a definir un estilo de vida calcado en el de Jesucristo. En realidad toda nuestra existencia ha de ser conforme a la presencia y a la acción del Espíritu Santo que nos ha ungido, consagrado y enviado haciéndonos partícipes de la unción mesiánica y sacerdotal del Señor. De este modo el ejercicio de nuestro ministerio será alimento eficaz de nuestra espiritualidad. 

          Por eso la primera condición para que se haga realidad esta identificación personal y existencial con Jesucristo, es cultivar y, si fuera necesario, recuperar o restaurar la interioridad de nuestra vida espiritual. Lo pide también la conciencia de lo que significa la inhabitación del "dulce huesped del alma" en el corazón de los creyentes, presencia más intensa si cabe cuando va acompañada de la gracia del sacerdocio ministerial recibida en el sacramento del Orden. El Espíritu ha penetrado en lo más íntimo de nuestro ser y allí se convierte en fuente de nuestro pensar y de nuestro querer, para hacerlos conformes a la voluntad divina, cuando tratamos de ser fieles a la vocación y a la misión que se nos ha confiado. "¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?" (1 Cor 3,16; cf. 6,19).

 

13. Tiempos y espacios para la vida interior

 

          Frente a las tentaciones de la evasión y de la superficialidad, del activismo que es una especie de neurosis y que termina generando "stress", ansiedad y agotamiento espiritual, y ante los abundantes "ruidos" que distraen o que interfieren la comunicación con Dios, es necesario que nos procuremos espacios y tiempos que faciliten bucear en nuestro interior. De este modo podremos recomponer criterios y actitudes, enderezar la dirección de nuestra vida y recuperar el sosiego y la paz. Pero, sobre todo, será más fácil escuchar la suave voz de Dios que se deja oír en la quietud y en la brisa, más que en la tormenta y el huracán (cf. 1 Re 19,11-12), disfrutando de la oración que es "tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama" (Sta. Teresa de Jesús, Vida, 7).  

          Es necesario, pues, equiparse interiormente, nutrir el organismo espiritual y cultivar los recursos recomendados por la Iglesia, que favorecen y mantienen viva la espiritualidad: retiros, ejercicios espirituales, meditación u oración mental, lectura espiritual o lectio divina, examen al final de la jornada, etc., medios muy útiles que no se deben dejar con la excusa de tareas ineludibles. La celebración del Oficio Divino, cuando se hace a solas o en un grupo reducido, requiere calma, reflexión sobre lo que se lee, apertura al mensaje de los salmos y de los restantes textos, y actitud orante. Dada la íntima correspondencia que existe entre nuestro estado físico y anímico y la vida espiritual, el descanso oportuno, el sosiego y el silencio, el saber hasta dónde se puede llegar para evitar la ansiedad y la sensación de agobio son buenos aliados para dedicarse un poco a Dios y atender "los asuntos del alma". El mismo Señor invitaba a sus discípulos: "Venid vosotros solos a un sitio tranquilo a descansar un poco" (Mc 6,31), para instruirlos más detenidamente.   

          Por eso es preciso evitar también el riesgo que entrañan hoy algunos medios audiovisuales que, si no se saben dosificar o utilizar bien, lo que hacen es saturar la mente de imágenes, a veces perniciosas, e inducir a la pasividad restando tiempo a la reflexión personal, al diálogo y al cultivo de otros valores, entre ellos la oración.

 

14. Compartir la experiencia espiritual

 

          A veces la voz de Dios y la inspiración del Espíritu, no siempre se perciben con claridad, a pesar de nuestros esfuerzos. No faltan incluso "noches oscuras" en las que se mezclan situaciones de desaliento, cansancio y falta de gusto por el alimento que el Señor nos ofrece por medio de su Espíritu. En estas situaciones se desorbitan las cosas, se acumulan los problemas y se exagera su importancia. Pero, lo que es peor, sobreviene una especie de anemia espiritual apenas perceptible para uno mismo, salvo que se tenga el hábito del autoexamen frecuente o del "chequeo" periódico, por ejemplo, con ocasión del retiro o de los encuentros sacerdotales. Es ciertamente una buena costumbre el que, además de la expresión de confianza que supone el abrir el alma a un amigo, se aprovechen estos momentos para curar las heridas y aliviar la tensión en el marco del sacramento de la Penitencia. 

          Pero probablemente para ayudar a salir del aislamiento y objetivar la propia situación espiritual, no es suficiente este medio, cuya finalidad es muy precisa en el orden de la gracia. En efecto, la fraternidad sacerdotal debe ser para todo presbítero un elemento característico que le ayude a vivir el sacerdocio y sus exigencias en comunión fraterna, dando y recibiendo -de sacerdote a sacerdote- el calor de la amistad, de la asistencia afectuosa, de la comprensión, de la corrección fraterna si fuere necesario, sabiendo que la gracia del Sacramento del Orden "asume y eleva las relaciones humanas, psicológicas, afectivas, amistosas y espirituales..., y se concreta en las formas más variadas de ayuda mutua..." (PDV 74; cf. Directorio, 27).

 

          Las distintas formas de fraternidad sacerdotal, cuando están basadas en una verdadera caridad, ayudan decisivamente a vivir los distintos aspectos de la entrega personal al Señor y al ministerio, como el celibato, la gratuidad en el servicio pastoral, la obediencia libre, etc. aun en medio de las limitaciones humanas, de la pobreza de medios o de la escasez de los resultados.

 

15. Acompañamiento espiritual

 

          Dicho de otro modo, el presbítero necesita hoy superar esa soledad generada en parte por el temor a compartir experiencias y fracasos en el orden espiritual y en parte también por esa especie de pudor o de timidez que impide abrirse a los demás, y que en el fondo está sujeta a la tentación de no consultar a nadie. De lo que se trata es de que los presbíteros os acompañéis verdaderamente en vuestra vida espiritual y pastoral. Por mi parte y por obra de la Vicaría Episcopal del Clero se promueven convivencias y otras formas de comunicación constante dentro del ámbito del presbiterio diocesano, y se procura mejorar las relaciones personales y la cercanía especialmente en las situaciones delicadas. Pero todo esto no es suficiente.  

          Por eso, aunque encontrar un amigo del alma, en el que poder depositar gozos y esperanzas, fracasos y propósitos, es muy difícil en estos tiempos de subjetivismo y de egolatría, el acompañamiento y la orientación espiritual siguen siendo muy útiles para todos. El confiar a un hermano el seguimiento de la vida espiritual para avanzar juntos por el camino de la vida "en el Espíritu" es, aunque no lo parezca, un signo de profunda maduración. Naturalmente que para esto se requieren unas buenas dosis de trasparencia de espíritu, de sinceridad y de amistad sana y verdadera. Pero el Espíritu del Señor, que todo lo sondea y conoce (cf. Sab 1,7), sin duda está detrás de los que se reúnen para ayudarse mutuamente en la búsqueda de la verdad, sugiriendo a cada uno lo que debe decir para común edificación (cf. Ef 4,7.15).

 

16. Conversión y renovación por el Espíritu

 

          El presbítero, como todo fiel cristiano, está llamado a convertirse cada día más profundamente al Señor, debiendo buscar insistentemente la santidad y la perfección dentro de su propio estado (cf. LG 42). Para los sacerdotes vale también la invitación paulina: "Cristo os ha enseñado a abandonar el anterior modo de vivir, el hombre viejo corrompido por deseos de placer, a renovaros en la mente y en el espíritu. Dejad que el Espíritu renueve vuestra mentalidad, y vestíos de la nueva condición humana, creada a imagen de Dios: justicia y santidad verdaderas" (Ef 4,20-24). 

          Como se ha dicho más arriba (cf. supra, n. 11) la vocación a la santidad del sacerdote tiene su primer fundamento en la consagración bautismal, como para todos los demás fieles. El carácter sacerdotal, comunicado por el sacramento del Orden, añade un nuevo título a esa vocación inicial que no modifica esa exigencia básica, que consiste en vivir "en justicia y santidad verdaderas". No son dos espiritualidades yuxtapuestas, la bautismal y la sacerdotal, sino una sola vida "en el Espíritu" que asume e integra las dos dimensiones. Y en ambas actúa el mismo y único Espíritu Santo que transforma los corazones y los "rejuvenece", al hacerlos más ágiles para buscar y cumplir la voluntad de Dios. La espiritualidad sacerdotal se apoya así, y encuentra expresión adecuada, en la renovación de la mente y del corazón por obra del Espíritu que opera en todos los creyentes que se dejan guiar por Él. 

          Cuando llega la Cuaresma o cualquier otro tiempo penitencial, en el que la Iglesia convoca a sus hijos y anuncia la necesidad de la conversión, nosotros no podemos dejar al margen de esta urgencia nuestra condición de ministros de Cristo y de dispensadores de los misterios de Dios (cf. supra, n. 10). Los frutos de penitencia que hemos de dar han de incluir necesariamente nuestra vida y nuestro ministerio. Por eso, en la medida en que respondamos a la llamada de la Iglesia a la conversión y a la renovación, experimentaremos que "se renueva nuestra juventud como un águila" (Sal 102,5). 

          No importa la edad, ni la experiencia acumulada, que a veces se traduce en falta de ilusión o en "acopio" de decepciones. Con la ayuda del Espíritu y nuestra colaboración, el pesimismo se convierte en serena confianza, la búsqueda de éxito se transforma en fidelidad perseverante y las crisis de sentido o de identidad dan paso al encuentro real con el Dios de la bondad y de la misericordia. Aunque nos cueste entender las palabras del Señor: "mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos" (Is 55,8), la verdad y la fuerza que buscamos están siempre del lado de Dios que nos dice una y otra vez: "Volveos a mí y yo me volveré a vosotros" (Zac 1,3). La celebración periódica y consciente del sacramento de la Penitencia tiene, entre otros frutos, el fortalecimiento de la fe y del espíritu de conversión.

 

17. Creer "contra toda esperanza"

 

          En este año dedicado al Espíritu Santo, en el que todos los creyentes hemos sido llamados también a "redescubrir la virtud de la esperanza" como actitud fundamental de nuestra vida (cf. Carta Apost. Tertio Millennio Adveniente [= TMA], n. 46), nosotros los pastores hemos de ser los primeros es acoger esta invitación. Y no sólo porque, de este modo, ayudaremos a los fieles que nos han sido confiados a vivir la esperanza y a "dar razón de ella" a quienes la pidan (cf. 1 Pe 3,15), sino también porque la necesitamos nosotros. 

          En una sociedad como la actual, sumamente competitiva y que sobrevalora los éxitos inmediatos, resulta más tentadora la actividad del técnico ejecutando rápidamente cualquier iniciativa que la labor paciente del campesino que echa la semilla después de trabajar bien la tierra, y que, no obstante, tiene que esperar el resultado de su trabajo, condicionado por otros factores ajenos a él. Por eso nuestro ministerio fue ya comparado por nuestro Maestro con la tarea del sembrador que esparce generosamente la semilla (cf. Mc 4,3 ss. y par.). En ocasiones la siembra es regada con las lágrimas (cf. Sal 126 -Vg 125-, 6), porque el fruto no acaba de llegar y todo nuestro trabajo parece realizado en vano. En todo caso el sembrador ha de unir la paciencia a la esperanza, oteando el cielo (cf. Sant 5,7).

           Precisamente es aquí donde se manifiesta la acción del Espíritu que transforma la espera en confianza, y la necesidad de éxito en perseverancia y en fidelidad. "La actitud fundamental de la esperanza, afirma la Tertio Millennio Adveniente, de una parte, mueve al cristiano a no perder de vista la meta final que da sentido y valor a su entera existencia y, de otra, le ofrece motivaciones sólidas y profundas para el esfuerzo cotidiano en la transformación de la realidad para hacerla conforme al proyecto de Dios" (n. 46). Esta mirada "a lo lejos" es, precisamente, la que permite percibir, aun en los signos más insignificantes, la obra del Espíritu que reconduce todas las cosas hacia donde Dios quiere. Esos pequeños signos, cuando los descubrimos y los analizamos a la luz de la Palabra de Dios o los llevamos a la oración, son suficientes para comprobar que, con el soplo del Espíritu, puede brotar otra vez la llama de la esperanza de ese rescoldo que está todavía encendido debajo de las cenizas. 

          La confianza se apoya entonces, no en nosotros mismos, sino en la fuerza intrínseca de la Palabra del Señor y en la eficacia de su Espíritu. Por eso a nosotros, en el ejercicio de nuestro ministerio, no se nos pide que tengamos éxito, sino que seamos fieles, imitando a Cristo, "pontífice fiel en lo que toca a Dios" (Hb 2,17), que "en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas... y fue escuchado por su actitud reverente" (Hb 5,7). Todo ministro de Cristo debe saber, aunque a veces resulte difícil aceptarlo, que "el que planta no significa nada, ni el que riega tampoco; cuenta el que hace crecer, o sea, Dios" (1 Cor 3,7). Esto significa creer "contra toda esperanza", como Abrahán, el hombre de la fe (cf. Rm 4,18).   

 

18. Docilidad al Espíritu

 

          El sacramento del Orden nos ha hecho a los sacerdotes "hombres del Espíritu", a semejanza de Cristo (cf. Hch 10,38), y nos ha marcado con un carácter indeleble. Fiados en las promesas del Señor, de que el Espíritu estará siempre "con" nosotros y permanece "dentro de" nosotros (cf. Jn 14,16-17), hemos de tomar conciencia de esta presencia permanente del Espíritu Santo en nuestra vida y en nuestro ministerio, que los hace fecundos y eficaces en orden a la santificación de nuestros hermanos y a nuestra propia perfección espiritual.

           Pero es necesario que esta conciencia se traduzca en una profunda comunión con el Espíritu Santo, especialmente en el ejercicio de todas y cada una de las funciones del ministerio y en el cuidado y mantenimiento de la vida espiritual. Y comunión quiere decir docilidad a las mociones e inspiraciones que proceden del Espíritu. Para estar seguros de que estas mociones e inspiraciones proceden de Él, puede ser suficiente el comprobar su coherencia con lo que la Iglesia ha dispuesto y con lo que exige el bien superior de los fieles que nos han sido encomendados. Al igual que para Cristo, que "aprendió sufriendo a obedecer" (Hb 5,8), también para todos nosotros las determinaciones de la Iglesia son reflejo de la voluntad de Dios, de manera que la disponibilidad para llevarlas a cabo debe ser entendida como consecuencia de una elección realizada desde la libertad interior y madurada constantemente en la oración.

           Ciertamente, no todas las determinaciones tienen el mismo grado de obligatoriedad. En efecto, hay normas del Derecho general y particular que son ineludibles. Pero en la Iglesia existen también decisiones, líneas de acción y proyectos de actuación, que sin tener el alcance estrictamente jurídico de las normas del Derecho, han sido tomadas o respaldadas por quien tiene la misión de ejercer el oficio pastoral a nivel diocesano (cf. LG 27; CD 16). A este grupo de determinaciones pertenecen los objetivos pastorales, las orientaciones para la catequesis, la liturgia y la acción caritativa y apostólica en general, los medios para fomentar la formación permanente y la fraternidad entre los presbíteros, las pautas para la cooperación en el ministerio parroquial, la distribución de tareas y responsabilidades, la renovación de los cargos, las unidades pastorales, etc.

           Secundar y aplicar todas estas determinaciones es una exigencia también de la docilidad al Espíritu, que procura siempre la unidad y la comunión aun dentro de la diversidad de pareceres o criterios. Lo pide también el servicio al pueblo de Dios, para edificación de la Iglesia y crecimiento del cuerpo de Cristo (cf. Ef 4,12-13).

 

          Conclusión

 

19. El ejemplo de María

 

          Para realizar todos estos ideales y para poner en práctica los medios que alimentan la vida "en el Espíritu" contamos con la intercesión y el ejemplo de María, "la mujer dócil a la voz del Espíritu" (TMA 48). Ella misma, identificada plenamente con la misión y con la obra de su Hijo, aparece en la vida de Éste y en los comienzos de la Iglesia, dejándose guiar por el Espíritu.  

          Desde el primer instante de su existencia, María fue santificada por una gracia singular, que la hizo "sagrario del Espíritu Santo" (LG 53). Esta santidad original no fue meramente pasiva, porque desde que María tomó conciencia de su condición "agraciada" se dedicó a hacer fructificar esa misma santidad comunicada por el Espíritu, en sí misma y en el desempeño de su misión maternal. Desde la anunciación hasta la espera del Espíritu, estando reunida con los discípulos (cf. Hch 1,14), ejerció una verdadera acción apostólica, sustentada en la oración íntima y meditativa de lo que observaba y oía acerca de su Hijo (cf. Lc 2,19.51).

 

          Queridos hermanos presbíteros: Para nosotros no resulta difícil descubrir en María un modelo acabado de cómo hemos de ser fieles al "Espíritu de santidad" que actúa en nosotros desde el día de nuestra ordenación sacerdotal. En síntesis, a la vista de lo que os he tratado de ofrecer en las páginas precedentes, se trata de mantener viva la conciencia de la gracia que hemos recibido, de cooperar con ella para que fructifique cultivando la vida interior y aquellos medios que la hacen posible, y de pedir humildemente cada día la fuerza y el poder del Espíritu (epíclesis) para que venga en ayuda de nuestra debilidad y haga eficaz nuestro ministerio santificador.

 

                 Ciudad Rodrigo, 11 de febrero de 1.998

                  Nuestra Señora de Lourdes

                    + Julián, Obispo de Ciudad Rodrigo


[1]. En el Boletín Oficial del Obispado de marzo-abril de 1.997, pp. 119-146.

[2]. Además existe una abundante bibliografía especialmente en los materiales que en los últimos años ha brindado la Comisión Episcopal del Clero de la Conferencia E. Española, por ejemplo: Espiritualidad del Presbítero diocesano secular. Simposio (EDICE 1.987); y Espiritualidad sacerdotal. Congreso (EDICE 1.990).

[3]. Véanse las actitudes de los ministros de la Palabra que expuse en El ministerio de la Palabra de Dios en la Cuaresma. Carta a

LA PALABRA DE DIOS EN LA INICIACION CRISTIANA Y EN LA VIDA DE LA COMUNIDAD PARROQUIALExhortación pastoral ante el curso apostólico 1995-1996

 SUMARIO

 Introducción

1. Balance de este primer año
2. La aplicación del objetivo del curso 1994-1995
3. Ante un nuevo objetivo pastoral diocesano

 I. LA INICIACION CRISTIANA EN LA VIDA DE LA IGLESIA

4. Importancia de la Iniciación cristiana en la actualidad
5. "En el umbral del Tercer Milenio"
6. ¿Qué es la Iniciación cristiana?
7. Finalidad y elementos que integran la Iniciación cristiana
8. Dificultades actuales de la Iniciación cristiana
9. La Iniciación cristiana en la vida de la Iglesia
10. La Palabra de Dios en la Iniciación cristiana

 II. REVALORIZAR LA PALABRA DE DIOS

11. Uno de los mayores frutos del Concilio Vaticano II
12. El amor a la Palabra de Dios entre nosotros
13. El misterio de la Palabra de Dios
14. Dios nos habla en la Sagrada Escritura
15. Cristo resucitado, centro y clave de toda la Escritura.
16. La Iglesia, reunida por la Palabra de Dios y misionera 
17. La evangelización como anuncio actual del Evangelio
18. La catequesis fundamentada en la Palabra de Dios
19. La liturgia, lugar privilegiado para escuchar la Palabra de Dios
20. La función del lector
21. El ministerio de la homilía
22. Preparación y celebración de la homilía
23. La "lectura divina" de la Palabra de Dios
24. Cómo hacer la "lectura divina" de la Palabra de Dios
25. La Biblia en la familia
26. La aplicación de la Palabra de Dios a la vida de los hombres
27. La interpretación de la Escritura en el contexto de la vida

 A modo de conclusión

28. Indicaciones operativas
29. Invitación final


LA PALABRA DE DIOS EN LA INICIACION CRISTIANA Y EN LA VIDA DE LA COMUNIDAD PARROQUIAL

 Exhortación pastoral ante el curso apostólico 1995-1996

 

 Introducción
 

 Queridos hermanos presbíteros, religiosas y fieles laicos de Ciudad Rodrigo: 

 Está a punto de cumplirse un año desde que fui ordenado obispo para esta amada Iglesia Civitatense. La costumbre, ya consolidada, de presentar el objetivo diocesano al comienzo del curso, mediante una Exhortación pastoral, me permite dirigiros, con este motivo, un saludo cordial lleno de gratitud hacia el Señor y hacia todos vosotros.
 Para ello hago mías estas palabras de san Pablo: "Doy gracias a mi Dios cada vez que me acuerdo de vosotros. Siempre que rezo por todos vosotros lo hago con gran alegría, a causa de vuestra colaboración en la obra del Evangelio desde el primer día hasta hoy. Tengo la confianza de que el que comenzó en vosotros la obra buena, la llevará adelante hasta el día de Cristo Jesús. Lo que siento por vosotros está plenamente justificado, pues os llevo en el corazón, porque... todos compartís la gracia que me ha tocado. Testigo me es Dios de lo entrañablemente que os quiero en Cristo Jesús" (Fil 1,3-8).

1. Balance de este primer año

 Tengo muchos motivos para dar gracias. Este primer año me ha permitido conoceros y apreciaros. He podido encontrarme con todos los presbíteros diocesanos que trabajan en la diócesis, e incluso con algunos de los que están fuera de ella, con los seminaristas y con las comunidades religiosas, con movimientos apostólicos y de espiritualidad, con los ancianos y enfermos acogidos en las residencias, con los alumnos de religión de algunos centros de enseñanza, con grupos de Confirmación y con otros jóvenes. He estado en unas cuarenta parroquias para celebrar la Eucaristía el domingo y en fiestas patronales, para administrar el sacramento de la Confirmación y para otros actos.
 En todas partes he sido acogido con alegría y con un gran cariño. He podido comprobar el concepto tan elevado que tenéis del ministerio del Obispo en la comunidad cristiana. Vosotros me habéis mostrado la realidad diocesana, la situación humana, religiosa y apostólica de nuestra Iglesia, y los gozos y las esperanzas, las dificultades y las preocupaciones de nuestro pueblo. Me habéis transmitido vuestra confianza en la ayuda de Dios y vuestra perseverancia y tenacidad. Por eso podremos desarrollar unas líneas de acción pastoral preferente, en continuidad con quienes nos han precedido en el servicio de la Iglesia Civitatense y mirando al futuro inmediato (1).
 El pasado curso se han renovado también los arciprestes, el Consejo de Economía y el Consejo Presbiteral, y se han reorganizado las Delegaciones y Secretariados de pastoral. 

2. La aplicación del objetivo del curso 1994-1995

 Ahora hace un año, yo asumía el objetivo pastoral elegido para el curso apostólico 1994-1995: Potenciar la comunidad parroquial como lugar propio para la acogida de la Palabra de Dios, para la celebración de la fe y para el servicio de la caridad. El objetivo se centraba en la parroquia, "modelo de apostolado comunitario" (cf. AA 10) y "célula de la diócesis" (cf. CD 11). 
 Al realizar el balance de lo que ha representado este curso se constata la existencia de realidades pequeñas pero significativas de una comunidad, realidades de tipo litúrgico y festivo y de solidaridad en los momentos de dolor. Existen además grupos de adultos que se reúnen con fines catequéticos y de colaboración con la parroquia tanto en la celebración dominical como en la acción social y caritativa. En muchas parroquias hay grupos de catequistas y en algunas Junta Parroquial y Consejo de Pastoral. Ante las dificultades que se encuentran en la programación y en la actuación pastoral, tanto a nivel parroquial como arciprestal, se postula una mayor corresponsabilidad y participación de los laicos. La programación diocesana incide todavía poco en las parroquias, pero se va comprendiendo la necesidad de trabajar conjunta y fraternalmente, y de superar el aislamiento pastoral y la dispersión de criterios. 
 Puede parecer escaso el resultado del objetivo del curso pasado, pero no se puede olvidar que la programación pastoral diocesana no queda reducida a la formulación de un objetivo y de unas acciones que han de realizarse de acuerdo con un plan y un calendario. En realidad todos los objetivos pastorales de los años precedentes siguen abiertos en cuanto cauces de reflexión y de mentalización, y en cuanto hitos que marcan una ruta. En este sentido permitidme recordar de nuevo que los objetivos pastorales de los últimos años son "un camino recorrido hacia unas metas que comprenden un espíritu apostólico y un estilo pastoral, y que contribuyen a configurar la sensibilidad misionera e integradora de los distintos aspectos de la presencia y de la acción de la Iglesia en nuestro pueblo" (2).
 El "espíritu apostólico" y el "estilo pastoral" no son otros que la evangelización y la misión que corresponden, en esta tarea, a la Iglesia local y particular.

3. Ante un nuevo objetivo pastoral diocesano

 La perspectiva de un nuevo curso apostólico pedía determinar un nuevo objetivo pastoral. Y en efecto, después de meditarlo con ayuda de la Vicaría de Pastoral y del Clero, el 27 del pasado mayo propuse al Colegio de Consultores, dado que todavía no estaba constituido el nuevo Consejo Presbiteral, y el 28 de junio a los Arciprestes y Delegados diocesanos, el siguiente objetivo para el curso 1995-1996: Revalorizar la Palabra de Dios en la Iniciación cristiana y en la vida de la comunidad parroquial. 
 Ahora bien, poner en marcha un nuevo objetivo pastoral diocesano supone una voluntad de continuidad y al mismo tiempo de avance. Continuidad en "el espíritu apostólico" y en el "estilo pastoral" señalados antes. En concreto el objetivo pastoral del curso pasado nos permitió acentuar la importancia de la comunidad parroquial dentro de la Iglesia particular, para llevar a cabo la acción evangelizadora y cualquier otra tarea eclesial.
 El avance se produce no sólo en lo que tiene de nuevo el objetivo de 1995-1996, sino también en el propósito de que este objetivo se inscriba en un proyecto más amplio que comprenda varios años. Alguna vez se ha hablado de la conveniencia de perfilar objetivos que no limiten su vigencia a un solo curso pastoral. 
 A esto se añade el hecho de que toda la Iglesia ha sido convocada por el Papa Juan Pablo II a prepararse para el Jubileo del año 2000 por medio de una serie de iniciativas de tipo espiritual y de tipo operativo apuntadas en la Carta Apostólica Tertio Millenio Adveniente ("En el umbral del Tercer Milenio") (3).
 Lo que sigue es una reflexión de carácter doctrinal y práctico sobre el alcance del objetivo para el próximo curso. Pero hecha en dos partes, una primera dedicada a lo que va a ser la constante de los objetivos pastorales de los próximos cursos, la Iniciación cristiana, y una segunda que afecta de manera más directa al objetivo de 1995-1996.
 
 

 I. LA INICIACION CRISTIANA EN LA VIDA DE LA IGLESIA

 En efecto, el contenido del objetivo pastoral del próximo curso es la revalorización de la Palabra de Dios. Ahora bien, esta revalorización ha de hacerse en el marco concreto de la Iniciación cristiana y, en general, en todo el ámbito de la vida de la comunidad parroquial. 
 Este aspecto de la Iniciación cristiana, que va a estar presente en los objetivos pastorales de los próximos años, es el que ahora quiero tratar antes de referirme al contenido del objetivo concreto para el próximo curso.

4. Importancia de la Iniciación cristiana en la actualidad

 ¿Por qué se ha pensado precisamente en la Iniciación cristiana como factor de continuidad de los objetivos diocesanos? Es indispensable responder a esta pregunta para comprender mejor lo que pretendemos. No ha sido solamente para contar con un objetivo que dure varios años. Existen además otras razones. 
 En primer lugar la preocupación, bastante generalizada entre los sacerdotes, los catequistas y otros colaboradores de la pastoral de la comunidad cristiana por el modo como se producen en la actualidad la entrada en la Iglesia y la formación cristiana de los creyentes. Esta preocupación, que no es diferente de la inquietud por la evangelización como misión esencial de la Iglesia, en realidad se fija en un aspecto que es fundamental también: ¿cómo estamos haciendo cristianos hoy?, ¿cómo introducimos a los niños, a los jóvenes, a los adultos, en la vida de la comunidad eclesial de manera que permanezcan en ella como verdaderos discípulos de Jesús y miembros vivos de su cuerpo. La incorporación a Cristo y a la Iglesia, con todo lo que lleva consigo, es lo que se conoce con el nombre de Iniciación cristiana.
 Expresión de la preocupación aludida ha sido el XV Encuentro de Arciprestes que tuvo lugar en Villagarcía de Campos del 6 al 10 de marzo de este mismo año, organizado por la Secretaría pastoral de la Iglesia en Castilla y al que asistieron nuestros actuales Arciprestes.

5. "En el umbral del Tercer Milenio"

 En segundo lugar tenemos también la invitación, ya mencionada, del Papa Juan Pablo II en la Carta "En el umbral del Tercer Milenio". Resulta significativa la dimensión catequética y sacramental, con su transfondo teológico y pastoral, que el Santo Padre quiere dar a la preparación del Jubileo del año 2000. Partiendo de la "articulación de la fe cristiana en palabra y sacramento", que da lugar a la estructura que une "la memoria" y "la celebración", para que no nos limitemos "a recordar el acontecimiento sólo conceptualmente, sino haciendo presente el valor salvífico mediante la actualización sacramental" (TMA 31), Juan Pablo II propone:
 - para el curso 1996-1997 la reflexión catequética sobre Cristo (TMA 40) y la actualización sacramental del Bautismo como fundamento de la existencia cristiana (TMA 41), en orden a fortalecer la fe y el testimonio de los cristianos (TMA 42);
 - para el curso 1997-1998 la reflexión sobre el Espíritu Santo en la Iglesia (TMA 44) y la actualización de su acción sobre todo en la Confirmación (TMA 45), para redescubrir la esperanza (TMA 46);
 - para el curso 1998-1999 la reflexión sobre el Padre misericordioso (TMA 49) y la celebración de la Penitencia (TMA 50), para un mayor compromiso de amor con la justicia y con los pobres (TMA 51-52);
 - para el curso 1999-2000 el objetivo será la glorificación de la Trinidad, especialmente en el sacramento de la Eucaristía (TMA 55).
 Es fácil percibir la presencia de los sacramentos de la Iniciación cristiana en la preparación del Jubileo del año 2000. Por eso este programa constituye una buena referencia para los objetivos de los próximos años. Pero también para el curso 1995-1996, puesto que el Papa nos invita en su Carta apostólica citada a volver una vez más al Concilio Vaticano II, y a examinar, entre otros factores, "en qué medida la Palabra de Dios ha llegado a ser plenamente el alma de la teología y la inspiradora de toda la existencia cristiana" (TMA 36).

6. ¿Qué es la Iniciación cristiana?

 Para llevar adelante el objetivo del próximo curso y los que nos marquemos en años sucesivos en relación con la Iniciación cristiana, es indispensable tener un concepto claro de lo que significa esta expresión en el vocabulario cristiano. 
 Ya se ha aludido antes a la preocupación sobre el modo como se produce hoy la incorporación de los hombres a la Iglesia. En esta preocupación subyace la inquietud por la evangelización. En efecto, la Iniciación cristiana está intimamente ligada a la acción evangelizadora. Más aún, la evangelización como primer anuncio de Jesucristo, no sólo precede a la Iniciación cristiana sino que configura también toda acción posterior de tipo catequético o formativo de los fieles.
  El Catecismo de la Iglesia Católica, inspirado en las Observaciones generales de la Iniciación cristiana que aparecen en el Ritual del Bautismo de los Niños y en el Ritual de la Iniciación cristiana de los Adultos, ofrece un concepto básico de la Iniciación cristiana. La Iniciación cristiana consiste en la "participación en la naturaleza divina que los hombres reciben como don mediante la gracia de Cristo" (Catecismo, n. 1212) y "se realiza mediante el conjunto de los tres sacramentos: el Bautismo, que es el comienzo de la vida nueva; la Confirmación, que es su afianzamiento; y la Eucaristía, que alimenta al discípulo con el Cuerpo y la Sangre de Cristo para ser transformado en él" (Catecismo, n. 1275) (4)4. 
 Ahora bien la Iniciación cristiana está íntimamente unida y depende en cierto modo de la Catequesis o "educación en la fe de los niños, de los jóvenes y de los adultos, que comprende especialmente una enseñanza de la doctrina cristiana, dada de modo orgánico y sistemático con miras a iniciarlos en la plenitud de la vida cristiana" (Catecismo, n. 5).
 Según esto la Iniciación aparece como la serie de actos y de etapas sucesivas que debe seguir hasta su plena integración en la comunidad cristiana todo el que es admitido en la Iglesia. En clara analogía con las primeras fases de la vida humana, a saber, el nacimiento, el sustento y el desarrollo, la Iniciación pone los fundamentos de toda la existencia cristiana (cf. Catecismo, n. 1212). Pero la Iniciación cristiana es también un proceso socializador, que introduce gradualmente a las personas en un grupo y en una forma de vida, en este caso, la comunidad de los discípulos de Jesús, la Iglesia. 

7. Finalidad y elementos que integran la Iniciación cristiana

 "Desde los tiempos apostólicos, para llegar a ser cristiano se sigue un camino y una iniciación que consta de varias etapas. Este camino puede ser recorrido rápida o lentamente. Y comprende siempre algunos elementos esenciales: el anuncio de la Palabra, la acogida del Evangelio que lleva a la conversión, la profesión de fe, el Bautismo, la efusión del Espíritu Santo, y el acceso a la comunión eucarística" (Catecismo, n. 1229). 
 El conjunto de elementos catequéticos, litúrgicos y morales, indispensables para llevar a cabo el proceso de la Iniciación cristiana, hace posible la opción personal, libre y consciente de quienes entran en la Iglesia, para que alcancen la madurez en la fe y asuman responsablemente su vocación y su misión en la comunidad.
 En este sentido la Iniciación cristiana tiene, entre otros, los fines siguientes: "el despertar religioso, la iniciación en la oración personal y comunitaria, la educación de la conciencia moral, la iniciación en el sentido del amor humano, del trabajo, de la convivencia y del compromiso en el mundo, dentro de una perspectiva cristiana" (5)5.
 La Iniciación cristiana, manteniendo los elementos y los fines esenciales, ha variado mucho a lo largo de los siglos. Pero siempre ha tenido un comienzo, un camino y una meta. En la Iglesia antigua comprendía un tiempo de Catecumenado y una serie de ritos preparatorios que jalonaban litúrgicamente el itinerario y que desembocaban en la celebración de los tres sacramentos de la Iniciación. Esta forma ha sido restaurada por el Concilio Vaticano II para los países de misión (cf. SC 64), y es la prevista también para los adultos y para los niños en edad escolar no bautizados (6).
 En el caso de los hijos de padres cristianos el comienzo de la Iniciación cristiana es el Bautismo en la fe de la Iglesia, al que siguen la catequesis de la comunidad y la celebración de los otros sacramentos. El Bautismo de niños, por su naturaleza, exige un Catecumenado postbautismal, no sólo en orden a alcanzar una instrucción adecuada sino también para desarrollar la gracia bautismal e integrarla en el crecimiento de la persona.
En todos los casos la meta es siempre la plena y consciente integración de los hombres en la comunión y en la misión de la Iglesia, cuerpo de Cristo y sacramento de salvación en medio del mundo. 
 Por tanto la Iniciación cristiana no consiste sólo en la celebración de los sacramentos del Bautismo, de la Confirmación y de la Primera Eucaristía, aunque estos momentos rituales constituyen de hecho la cumbre de todo el proceso. La Iniciación cristiana tampoco se reduce a la catequesis general y a las catequesis presacramentales. Es decir, no es un mero programa educativo de la fe ni una preparación para el compromiso cristiano, ni siquiera en el caso de los adultos en proceso de redescubrimiento o de maduración de su fe. La Iniciación cristiana comprende a la vez todos los aspectos señalados, conectados entre sí.

8. Dificultades actuales de la Iniciación cristiana

 Sin embargo no es fácil lograr, tanto a nivel diocesano como parroquial, que la Iniciación cristiana se lleve a cabo de forma unitaria, global, coherente e integradora de todos los aspectos que están implicados en ella, porque afecta simultáneamente y de manera directa a la pastoral del Bautismo de los niños, con la preparación de los padres y padrinos; a la catequesis de la infancia y de la adolescencia; a la pastoral de las Primeras Comuniones y a la iniciación al sacramento de la Penitencia; a la pastoral de la Confirmación; al catecumenado y a la catequesis de los niños no bautizados en edad escolar y a la de los adultos que no recibieron una formación cristiana suficiente o que deben completar su Iniciación, por ejemplo, los novios que no se han confirmado aún. 
 De manera indirecta tienen que ver también con la Iniciación cristiana la pastoral familiar y la preparación para el matrimonio; la enseñanza religiosa en las etapas primaria y secundaria; la pastoral juvenil y la pastoral vocacional; otras modalidades de la catequesis de adultos, distintas de la apuntada antes; la pastoral de la Eucaristía dominical y festiva, etc.
 Por otra parte las acciones pastorales concretas que tienen que ver con la Iniciación cristiana no siempre están bien coordinadas y, en ocasiones, adolecen de planteamientos distintos. Esto ocurre, por ejemplo, cuando en la catequesis se pretende tan sólo transmitir ideas o actitudes de comportamiento sin cuidar la dimensión expresiva y celebrativa de la fe. Y también cuando, de cara a la celebración de los sacramentos, no se atiende suficientemente al nivel de fe ni a la preparación catequética exigidos por la Iglesia. O cuando, en la celebración misma, se olvida la dimensión nutritiva de la misma fe que tienen los sacramentos y todos los signos litúrgicos establecidos.

9. La Iniciación cristiana en la vida de la Iglesia

 La Iniciación cristiana está en el origen no sólo de la vida de la fe personal de cada uno de los cristianos, sino también de toda la comunidad eclesial, ya que es un proceso socializador, como se ha dicho antes. Por eso la atención y el enfoque que se prestan a la Iniciación determinan en gran medida la orientación pastoral de una Iglesia local, tanto a nivel parroquial como diocesano. 
 Por este motivo la pastoral de la Iniciación cristiana afecta no solamente a los que han de ser introducidos en la Iglesia, sino también a toda la comunidad eclesial. Es toda la Iglesia particular la que ha de interesarse por esta realidad y colaborar en ella, imitando la pedagogía divina manifestada en la historia de la salvación. El Obispo es el moderador de toda la Iniciación, que realiza ya sea por sí mismo, ya sea por medio de los presbíteros, diáconos y catequistas (Ceremonial de los Obispos, n. 404). La importancia de la Iniciación cristiana para la Iglesia particular y local radica en que, gracias a ella, nace y se transmite la vida misma de la comunidad cristiana. 
 En este sentido conviene recordar que, aunque existen diversos ámbitos y niveles donde se manifiesta la Iglesia de Cristo, por ejemplo, comunidades religiosas, movimientos apostólicos y de espiritualidad, asociaciones de fieles, etc., solamente la parroquia encarna la maternidad espiritual de la Iglesia local (7). Tan sólo en esta comunidad eclesial se nace como cristiano, y este hecho que es común y básico para todos los miembros de la Iglesia, no es transferible a ninguna otra comunidad o grupo. De ahí la necesidad de ubicar debidamente todo el proceso de la Iniciación cristiana, y de potenciar la calidad evangelizadora y comunitaria de las parroquias como lugar donde se vive y se aprende a vivir como hijos de Dios y discípulos de Jesucristo. La parroquia es hogar y mesa común de todos los fieles sin excepción. 
 Todo esto supone un reto para las comunidades y para sus pastores. Está en juego la vinculación efectiva al misterio de Cristo y de la Iglesia por parte de todos los miembros de la comunidad cristiana, y está en juego también el estilo pastoral que identifica a una parroquia y a una diócesis. Confío en que en este curso y en los próximos, todos los presbíteros, catequistas y colaboradores de la acción pastoral tomen conciencia de lo que significa la función maternal de la Iglesia que ha de engendrar y alimentar continuamente a nuevos hijos en la Iniciación cristiana. 

10. La Palabra de Dios en la Iniciación cristiana

 Después de estas nociones básicas sobre la Iniciación cristiana, sobre las que habrá que volver en los próximos cursos, y antes de entrar en la segunda parte, que afecta más directamente al objetivo pastoral del curso 1995-1996, conviene explicar brevemente el significado de la Palabra de Dios en la Iniciación cristiana, para poder revalorizarla en este ámbito concreto.
 La Palabra de Dios en la Iniciación cristiana responde a la necesidad de llamar a los hombres a la fe y a la conversión antes de celebrar los sacramentos: "¿Cómo invocarán a aquel en quien no han creído? Y ¿cómo creerán sin haber oído de él? Y ¿cómo oirán si nadie les predica? Y ¿cómo predicarán si no son enviados?" (Rm 10,14-15). Por eso la proclamación del Evangelio y el uso de toda la Escritura en la evangelización, en la catequesis y en la celebración de los sacramentos del Bautismo, de la Confirmación y de la Eucaristía, prepara la mente y el corazón del hombre para cooperar libre y generosamente con la acción de Dios y recibir de manera fructuosa la gracia de los sacramentos (cf. SC 9; AG 13-14). 
 En la Carta a los Efesios se lee: "En Cristo también vosotros, que habéis escuchado la Palabra de la verdad, el Evangelio de nuestra salvación, en el que habéis creído, fuísteis sellados con el Espíritu de la promesa, que es prenda de nuestra heredad" (Ef 1,13-14). San Pablo se refiere a los gentiles que han acogido el anuncio de la salvación, es decir, la Palabra de la verdad que es el Evangelio. No se trata solamente de haber "dado oídos" a la buena noticia de la salvación, sino también de haber sido salvados por el Evangelio en el que han creído (cf. Rm 1,16; 1 Cor 1,18) y que han confesado al recibir el Bautismo (cf. Hch 2,38; 8,37-38; Rm 10,9-10; etc.). El fruto de la acogida del Evangelio, de la confesión de fe y del Bautismo es el "sello" o marca del Espíritu, que asimila a los bautizados a Cristo y los incorpora a su cuerpo. 
 En el comienzo, en la meta y en el desarrollo de todo el proceso de la Iniciación cristiana están siempre presentes la Palabra de Dios como fuerza de salvación para todos los que creen (cf. 1 Cor 1,18), y la acción del Espíritu Santo que autentifica la fe y produce la regeneración y el nuevo nacimiento (cf. Tit 3,4-6; Jn 3,5). El servicio de la Palabra de Dios en la Iniciación cristiana está orientado a suscitar y a avivar la fe de los que realizan y celebran este acontecimiento. 
 
 

 II. REVALORIZAR LA PALABRA DE DIOS

 Anunciar y exponer la Palabra de Dios es un aspecto verdaderamente neurálgico de la acción pastoral y de gran transcendencia para la misión de toda comunidad cristiana. El itinerario seguido durante los últimos años por nuestra Iglesia Civitatense, marcado por la nueva evangelización y por la toma de conciencia de la Iglesia particular y local, y que nos disponemos a proseguir con un nuevo objetivo diocesano, tiene una gran semejanza con el camino de Emaús en el que el Señor en persona se hizo compañero de ruta de unos discípulos para hablarles al corazón y, después de sentarlos a la mesa eucarística, enviarlos a cumplir la misión de anunciar el Evangelio (cf. Lc 24). 
 La transformación de aquellos caminantes que "reconocieron a Jesús en el partir el pan" (Lc 24,35), se produjo mientras el Señor "les explicaba las Escrituras" (Lc 24,32). La Palabra de Dios, anunciada por el Resucitado y comprendida bajo la luz del Espíritu Santo, convirtió aquel desconsolado viaje en un camino de esperanza. En nuestra Iglesia particular y en cada una de sus comunidades locales podemos sentir la luz y el calor de la Palabra de Dios que nos congrega en torno a Jesucristo el Señor y que nos impulsa a anunciar y a realizar el Evangelio de la salvación para todos los hombres.

11. Uno de los mayores frutos del Concilio Vaticano II

 Como todos sabéis, uno de los mayores frutos del Concilio Vaticano II ha sido el conocimiento y la estima del pueblo cristiano hacia la Palabra de Dios. El uso de las lenguas modernas en la liturgia, la abundancia de versiones y de ediciones de la Biblia, el esfuerzo realizado en la catequesis, en la predicación, en la teología y en la espiritualidad, para fundamentarlo todo en la Palabra de Dios, han contribuido a un contacto cada vez más frecuente e intenso de todos los fieles con la Sagrada Escritura.
 El Concilio Vaticano II quiso restablecer "una lectura de la Sagrada Escritura más abundante, más variada y más apropiada" (SC 35) y dispuso que se abrieran con mayor amplitud "los tesoros bíblicos de la Iglesia" en la "mesa de la Palabra de Dios" (cf. SC 51; DV 21; PO 18). De este modo la Misa del domingo y de las grandes fiestas, con los tres ciclos de lecturas y la recuperación del Antiguo Testamento, al que se pone en relación con el Evangelio, asegura para la mayoría de los fieles que son asiduos a la celebración, un acercamiento más continuado y profundo a la Palabra de Dios. Acercamiento que algunos saben prolongar en otros momentos, como la meditación, la lectura espiritual, los encuentros de oración y las reuniones pastorales, los actos de devoción, etc. Uno de los signos más palpables del contacto con la Palabra de Dios es la celebración comunitaria de la Liturgia de las Horas por parte de los sacerdotes, de los seminaristas, de las religiosas y de algunos grupos de laicos.
 "La Palabra de Dios es ahora más conocida en las comunidades cristianas, pero una verdadera renovación pone hoy y siempre nuevas exigencias: la fidelidad al sentido auténtico de la Escritura debe mantenerse siempre presente..., el modo de proclamar la Palabra de Dios para que pueda ser percibida como tal, el empleo de medios técnicos adecuados, la disposición interior de los ministros de la Palabra con el fin de desempeñar decorosamente sus funciones en la asamblea litúrgica, la esmerada preparación de la homilía a través del estudio y de la meditación, el compromiso de los fieles a participar en la mesa de la Palabra, el gusto de orar mediante los salmos y -al igual que los discípulos de Emaús- el deseo de descubrir a Cristo en la mesa de la Palabra y del Pan" (8).

12. El amor a la Palabra de Dios entre nosotros

 En efecto, la evangelización y la renovación de la vida cristiana en nuestras parroquias y comunidades no se podrán realizar si no se da, entre los fieles pero especialmente entre los sacerdotes y los demás agentes de pastoral, un "amor suave y vivo hacia la Sagrada Escritura" (SC 24). Por eso resulta estimulante saber que se organizan cursos sobre la Sagrada Escritura por el Centro Teológico Civitatense, y que se cuida la formación bíblica de los sacerdotes y de las religiosas en los retiros y en las convivencias. Esta formación está muy presente también en los planes de formación de nuestros seminaristas.
 Pero todavía nos queda mucho por hacer en este campo. A la abundancia de medios y al progresivo perfeccionamiento de los instrumentos de acceso a la Sagrada Escritura que poseemos hoy, no se corresponde aún una suficiente familiaridad con la Palabra de Dios, de manera que ésta informe efectivamente los pensamientos, los proyectos de vida y la conducta de los cristianos. En el campo de la catequesis se ha producido una renovación extraordinaria de contenidos y de lenguaje desde el punto de vista bíblico, pero el aprovechamiento de esta realidad es todavía pequeño.
 En las celebraciones litúrgicas se echa en falta en muchos lugares el ejercicio de la función del lector por fieles laicos, hombres o mujeres, unas veces porque el sacerdote está habituado a hacerlo todo y otras porque los fieles se resisten a prestar esta colaboración por timidez o por falta de preparación.
 La misma predicación resulta difícil, no sólo para asimilar y articular los contenidos de las lecturas de la Palabra de Dios sino, sobre todo, para iluminar los hechos y las situaciones de los hombres y aplicar a las circunstancias concretas de la vida la verdad permanente del Evangelio, como quería el Concilio Vaticano II (cf. PO 4). Resulta preocupante la pobreza bíblica de la letra de los cantos que se usan en muchas celebraciones, ocasionada en parte por los mismos compositores que no ponen música a los textos de la liturgia, pero en buena medida también por la falta de criterios a la hora de seleccionar lo que se ha de cantar. 
 Otro desafío no pequeño es el de dar un adecuada orientación bíblica a las manifestaciones populares de la fe y a los ejercicios de piedad. En todos estos aspectos están en juego la transmisión de la fe y una expresión genuinamente cristiana de lo que se vive y se celebra. Sólo cuando hay una auténtica proclamación y celebración de la Palabra de Dios, se produce el encuentro efectivo entre el Evangelio y la vida. 

13. El misterio de la Palabra de Dios

 En nuestro lenguaje habitual solemos hablar de la Palabra de Dios, de la Biblia, de la Sagrada Escritura, del Antiguo y del Nuevo Testamento, del Evangelio, etc. Las expresiones son semejantes pero el contenido no es siempre idéntico. En rigor "Palabra de Dios" abarca más que "Sagrada Escritura", que es la "Palabra de Dios escrita". La Biblia, como todos saben, es el conjunto de los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento.
 Para comprender qué es la Palabra de Dios, resulta revelador el episodio del centurión romano que se acercó a Jesús para pedirle la curación de un criado enfermo (cf. Mt 8,5-13; y par.). Jesús se ofreció a ir a casa del centurión, pero éste, convencido del poder del Señor, comparó la palabra humana de un jefe o de un amo con la palabra de Jesús: "Dí una sola palabra y mi criado quedará sano, porque yo tengo soldados a mis órdenes, y digo a uno, ven y viene, y a otro haz esto, y lo hace" (Mt 8,8). Si la palabra humana es capaz de obtener un resultado, cuánto más la palabra de Cristo, en la que descubrimos el poder de Dios, podrá curar y salvar a los hombres. Este poder lo reconoció también san Pedro cuando dijo a Jesús: "Sólo tú tienes palabras de vida eterna" (Jn 6,68).
 Por eso la palabra de Cristo "resuena" en todas la Sagradas Escrituras, que han sido inspiradas por el Espíritu Santo (cf. 2 Tm 3,15-16; 2 Pe 1,19-21). En efecto, en las Sagradas Escrituras se manifiesta siempre el que es la Palabra viva de Dios, es decir, Cristo Jesús, "la Palabra que estaba junto a Dios, la Palabra que era Dios... la Palabra que se hizo carne y habitó entre nosotros" (Jn 1,1.14). La Iglesia sabe que cuando abre las Escrituras, encuentra siempre en ellas a Cristo, Palabra que ha salido de la boca de Dios (cf. Mt 4,4) y Pan verdadero venido del cielo (cf. Jn 6,32; etc.). 

14. Dios nos habla en la Sagrada Escritura

 Dios nuestro Padre, habló progresivamente y de muchas maneras a nuestros antepasados por medio de los profetas hasta que llegó el momento de hablarnos por medio de su Hijo Jesucristo (cf. Hb 1,1-2). Toda la historia de la salvación ha sido una continua automanifestación de Dios en la que el Señor ha ido desvelando su voluntad de salvación y su amor a los hombres en las distintas etapas, hasta que, en la plenitud de los tiempos, nos envió a su propio Hijo como Palabra encarnada, consumándose así la revelación divina. 
 Pero después de Cristo y del envío del Espíritu Santo, Dios ha querido "que todo lo que había revelado para la salvación de los hombres permaneciera íntegro para siempre y se fuera transmitiendo a todas las generaciones" (DV 7). Surge entonces la misión de la Iglesia, confiada por el Señor a los Apóstoles, de predicar el Evangelio a todas las gentes y de bautizarlas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (cf. Mt 28,19; Mc 16,15-16). Esta misión se realizó tanto por la predicación oral que comunicaba lo que los discípulos de Jesús habían visto y oído, como por la consignación por escrito, bajo la inspiración del Espíritu Santo, del mensaje de la salvación.
 De este modo Dios sigue hablando hoy a los hombres para que no les falte nunca el anuncio de los hechos cumplidos en Cristo (Evangelio) ni el recuerdo de los acontecimientos que los prepararon o de las profecías que los anunciaron (Antiguo Testamento), ni la explicación y la actualización de estos hechos en la Iglesia (Nuevo Testamento). Por eso el Evangelio significa la cumbre de la revelación divina y el centro de todo el ministerio de la Palabra (cf. DV 18). 
 La lectura y particularmente la proclamación litúrgica de la Palabra de Dios en la asamblea de los fieles, entraña una verdadera presencia del Señor en medio de los suyos: "En efecto, en la liturgia Dios habla a su pueblo, Cristo sigue anunciando el Evangelio; y el pueblo responde a Dios con el canto y la oración" (SC 33; cf. 7). Más aún, el Espíritu Santo, hace que la Palabra de Dios sea recibida con fe y produzca su fruto en el corazón de los creyentes y en la vida de la Iglesia. El tiene la misión de ir recordando las enseñanzas de Jesús y de conducir a todos hacia la verdad completa (cf. Jn 14,15-17.25-26; 15,26-16,15). Por la acción del Espíritu "la voz del Evangelio permanece viva en la Iglesia" (DV 8; cf. 9; 21).

15. Cristo resucitado, centro y clave de toda la Escritura.

 Jesús mismo enseñó a sus discípulos la manera de acercarse a la Sagrada Escritura, es decir, a él mismo como Palabra divina y eterna. El invitó a leer las Escrituras "para conocerle a él y el poder de su resurrección en él" (Flp 3,10), y para saber ir, desde él, hacia los tiempos de la Promesa, es decir, al Antiguo Testamento (cf. Lc 24,25-27.32.44-48), y para entrar en el Nuevo Testamento, que es continuación del Antiguo a través de Cristo. 
 Jesús citaba los salmos y todas las Escrituras del Antiguo Testamento, aplicándolas a su persona y a su obra. Por eso mandó a sus oyentes: "Escrutad las Escrituras, ellas dan testimonio de mí" (Jn 5,39), y nos dio ejemplo al ejercer como lector como homileta en la sinagoga del Nazaret (cf. Lc 4,16-21). Después de la resurrección explicó a los discípulos de Emaús "cuanto se refería a él comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas" (cf. Lc 24,27), y "abrió la inteligencia" de los discípulos para que comprendiesen el sentido último de las Escrituras (cf. Lc 24,44-45).
 Los hechos y palabras de Jesús, sus gestos y actitudes, pusieron siempre de manifiesto no sólo que "Dios estaba con él" (Hch 10,38), sino que el Hijo es una sola cosa con el Padre (cf. Jn 10,30; 17,11.22). Por eso, ver a Jesús era ver al Padre, escuchar a Jesús es escuchar al Padre y creer en Jesús es creer en el que lo ha enviado (cf. Jn 5,24; 6,40; 12,45, etc.). Además, el Padre había mandado solemnemente en la transfiguración de Jesús: "Este es mi Hijo amado, escuchadle" (Mt 9,7).
 Cristo resucitado, el Señor que da el Espíritu (cf. Jn 19,21-22; Hch 2,32-33; etc.), es el centro de las Escrituras, de forma que toda lectura personal o comunitaria, meditación, estudio o proclamación de la Palabra, máxime en la evangelización, en la catequesis y en la celebración litúrgica, ha de girar en torno a El. Esta interpretación cristológica y pascual del Antiguo Testamento era la preferida por los Santos Padres y tiene una importante aplicación en la catequesis y en la liturgia. La Biblia tiene en Cristo su unidad fundamental.
 Esta realidad tiene su expresión litúrgica en la relevancia que tiene la proclamación del Evangelio entre las demás lecturas: "La lectura del Evangelio constituye el punto culminante de la liturgia de la Palabra; las demás lecturas, que, según el orden tradicional, hacen la transición del Antiguo al Nuevo Testamento, preparan a la asamblea reunida para esta lectura evangélica" (9).

16. La Iglesia, reunida por la Palabra de Dios y misionera 

 El Dios que nos habla por medio de su Hijo Jesucristo, espera siempre una respuesta de nosotros. En efecto, la Palabra de Dios convocaba ya al pueblo de Israel (cf. Ex 12; 20,1-2) y lo constituía en asamblea litúrgica (cf. Ex 12; Hch 1-2) como pueblo de su pertenencia, para anunciar a todo el mundo las obras de Dios: "Calla y escucha, Israel. Hoy te has convertido en el Pueblo del Señor tu Dios. Escucha la voz del Señor tu Dios, y pon en práctica los mandatos y preceptos que yo te prescribo hoy" (Dt 27,9-10; cf. Sal 95,1.7-8; Hb 3,7-11).
 Y, en efecto, el pueblo del Antiguo Testamento se reunía cada año en el Santuario, ante el Arca de la Alianza, para escuchar la lectura de la Ley del Señor y renovar su adhesión y su fidelidad. El Arca contenía las tablas de la Ley, palabra permanente del Señor, y el vaso del Maná, alimento espiritual para el pueblo (Ex 25,10-16; Dt 10,1-5).
 La misma realidad, llevada a su plenitud por Cristo, se aprecia también en el Nuevo Testamento. En la última Cena, después de haber ofrecido su Cuerpo y su Sangre para la Alianza nueva y eterna, Jesús apeló también a la fidelidad a su palabra: "Si me amáis, guardad mis mandamientos" (Jn l4,15); "el que me ama, guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él... La palabra que escucháis no es mía, sino del Padre que me ha enviado" (Jn 14,23.24).
 La Iglesia, nuevo pueblo de Dios está llamada, por tanto, a escuchar continuamente la Palabra de Dios y a ponerla en práctica (cf. Jn 14,15; Rm 10,8-17) porque ha de vivir de esta Palabra. Por esto en la asamblea extraordinaria del Sínodo de los Obispos de 1985, se denominó a sí misma "Iglesia bajo la Palabra de Dios" que "celebra los misterios de Cristo para la salvación del mundo" (10). Toda comunidad cristiana ha de sentirse Iglesia de Jesús, entre otros motivos, por estar reunida "escuchando su palabra", como hizo María, la hermana de Marta (cf. Lc 10,39.42), y como hicieron los discípulos del Señor "con María la Madre de Jesús", en la espera del Espíritu (cf. Hch 1,14).
 Pero, además, la Iglesia de Cristo, "pueblo de la Palabra", está caracterizada por la misión recibida del Señor de anunciar el Evangelio a todas las gentes (cf. Mt 28,18-20), para que todos los hombres vengan a formar parte de la asamblea de los discípulos del Señor (cf. Hch 2,1-11). En este sentido todo bautizado y confirmado es servidor de la Palabra, y puede decir como san Pablo: "¡Ay de mí, si no anuncio el Evangelio!" (1 Co 9,16). La Palabra de Dios no se ha recibido realmente, si el que la escucha no se hace mensajero del Evangelio y portador de esa Palabra de salvación a los hombres.

17. La evangelización como anuncio actual del Evangelio

 Ya se ha aludido antes al significado de la Palabra de Dios en el conjunto de la Iniciación cristiana (cf. supra, n. 10) y a la renovación de la catequesis desde el punto de vista bíblico (cf. n. 11). Ahora se trata de mostrar cómo la evangelización y la catequesis se apoyan en la Palabra de Dios y en el Evangelio y están a su servicio.
 En efecto, la evangelización tiene "como base, centro y a la vez culmen de su dinamismo, una clara proclamación de que en Jesucristo, Hijo de Dios hecho hombre, muerto y resucitado, se ofrece la salvación a todos los hombres, como don de la gracia y de la misericordia de Dios" (11). El Evangelio de salvación que resuena en toda la Escritura es el mensaje esencial y el fundamento de toda la acción evangelizadora. 
 Por eso, aunque toda la Biblia habla de Cristo (cf. Jn 5,39), son los cuatro Evangelios los que contienen la narración de los hechos y de las palabras realizados por el Señor para salvarnos, y en particular de su muerte y resurrección, centro de la historia de la salvación y verdadero núcleo de la predicación apostólica (cf. 1 Cor 15,1-5; Hch 2,22-24; etc.). De ahí la importancia para todos los cristianos de conocer, entre todos los libros de la Sagrada Escritura, los Evangelios. 
 Por este motivo durante el curso 1991-1992, el objetivo pastoral diocesano estuvo dedicado a "Conocer el Evangelio para una nueva evangelización en nuestra Iglesia Civitatense". Recomiendo la lectura de la Carta pastoral de mi antecesor, Mons. Antonio Ceballos, escrita como presentación de dicho objetivo (12).
 Por medio de la evangelización la Iglesia realiza hoy la misión de Jesús, actualizando sus hechos y palabras de salvación, llamando a los hombres a la conversión y procurando que la vida de todos los discípulos de Cristo sea un testimonio de la presencia salvadora de Dios en todo lugar y en todo tiempo. Pero además la acción evangelizadora de la Iglesia se tiene que desarrollar hoy en medio de un ambiente de debilitamiento de la fe y de extensión del fenómeno de la increencia. Todo esto requiere un esfuerzo de revisión de muchos procedimientos pastorales habituales en nosotros, y de revitalización del espíritu religioso y misionero de nuestras comunidades (13)

18. La catequesis fundamentada en la Palabra de Dios

 La catequesis, cuya definición se ha dado más arriba (cf. n. 6), es una profundización y una continuación de la evangelización, y está orientada hacia la vida plena de los fieles en la Iglesia y en el mundo. Por este motivo su contenido, su fuente, su norma y su inspiración no pueden ser otros que la Palabra de Dios, transmitida mediante la Tradición y la Escritura (14). Esto condiciona no sólo el carácter propio de la catequesis como acción pastoral que transmite el mensaje auténtico del Evangelio de la salvación, sino también el estilo y el lenguaje que se deben emplear para educar en la fe y en la vida cristiana.
 La fe y su transmisión y explicación requieren un lenguaje propio de la fe y, en este sentido, de la catequesis. "El primer lenguaje de la catequesis es la Escritura y el Símbolo. En esta línea la catequesis es una auténtica introducción a la lectio divina, es decir, a la lectura de la Sagrada Escritura hecha según el Espíritu que habita en la Iglesia. Las Escrituras permiten a los cristianos hablar un lenguaje común. Es normal que a lo largo de la formación, se aprendan de memoria ciertas sentencias bíblicas, en especial del Nuevo Testamento, o determinadas fórmulas litúrgicas, que son expresión privilegiada del sentido de dichas sentencias bíblicas, así como otras plegarias comunes" (15)
 La catequesis debe partir del contexto histórico de la revelación divina, para presentar personajes y acontecimientos del Antiguo y del Nuevo Testamento a la luz del designio de Dios. Pero no debe utilizar tan sólo los relatos, sino también los oráculos de los profetas, la enseñanza sapiencial y, muy especialmente, los grandes discursos evangélicos. En particular la presentación de los Evangelios, que "son el testimonio principal de la vida y de la doctrina del Verbo encarnado, nuestro Salvador" (DV 18), debe provocar un auténtico encuentro vital con Cristo, poseedor de la clave de las Escrituras y que transmite la llamada de Dios, a la que cada uno debe responder. 
 La Palabra de Dios ha de iluminar toda la acción catequética, para que los destinatarios se dejen interpelar por ella, la conozcan en profundidad y la vivan orientando por ella toda su existencia. Por eso la catequesis será tanto más rica y eficaz cuanto más se impregne y transmita el pensamiento, el espíritu y las actitudes bíblicas y evangélicas. 
 No se puede olvidar que la catequesis, que tiene su origen en la confesión de fe bautismal y conduce a la confesión de la fe en la celebración, en el testimonio y en la vida moral y espiritual, ha consistido siempre en el desarrollo de cuatro grandes "documentos": el Símbolo (la profesión de la fe), los sacramentos (la celebración), los Mandamientos y las Bienaventuranzas (la vida moral) y el Padrenuestro (la oración) (16). Estos "documentos" contienen lo esencial de la Sagrada Escritura y, al mismo tiempo, el criterio de su interpretación en los diferentes ámbitos de la vida cristiana.

19. La liturgia, lugar privilegiado para escuchar la Palabra de Dios

 Todas las Iglesias de Oriente y Occidente han reservado un puesto relevante a la Sagrada Escritura en todas las celebraciones, siguiendo el ejemplo de Jesús y el modelo de la Sinagoga. Desde el principio, la liturgia cristiana ha seguido la práctica de proclamar la Palabra de Dios en las reuniones de oración y, en particular en la Eucaristía. Los Apóstoles, especialmente san Pablo, realizaban el ministerio de la Palabra para las comunidades cristianas en el contexto de las asambleas litúrgicas (cf. Hch 20,7-11). 
 Hacia el año 155 en Roma, San Justino es testigo de que la Eucaristía dominical comenzaba con la liturgia de la Palabra, en la que se leían "los recuerdos de los apóstoles y los escritos de los profetas" y se hacía la homilía (17). La liturgia de la Palabra con varias lecturas y salmos, y con el Evangelio como cumbre, al que sigue la homilía, aparecen desde entonces en todas las liturgias (18). De este modo, siguiendo el año litúrgico, se celebra el misterio de Cristo, se hace memoria de la Santísima Virgen María y de los Santos, y se viven otros acontecimientos de la vida de la comunidad, como los sacramentos, las exequias y otros sacramentales. Y se pone de manifiesto también que los destinatarios de la Palabra divina no son únicamente los fieles aislados, sino la Iglesia en oración, es decir, el Pueblo de Dios reunido por la Palabra divina y por el Espíritu Santo.
  Como se ha dicho antes, "en la liturgia Dios habla a su pueblo... y el pueblo responde a Dios con el canto y la oración" (SC 33). La celebración es un verdadero diálogo entre Dios y su pueblo. La certeza que la Iglesia tiene de este diálogo, la ha llevado a no omitir nunca la lectura litúrgica de la Palabra de Dios, "leyendo cuanto se refiere a Cristo en toda la Escritura" (Lc 24,27; SC 6) y a venerar con honores rituales el Leccionario de la Palabra de Dios, de modo semejante a lo que hace con el Cuerpo del Señor (cf. DV 21).
 Ahora bien, el Leccionario de la Palabra de Dios es mucho más que un libro litúrgico, es el modo normal, habitual y propio, según el cual la Iglesia lee y proclama en las Escrituras la Palabra viva de Dios siguiendo los diferentes "hechos y palabras de salvación" cumplidos por Cristo, y ordenando en torno a estos hechos y palabras los demás contenidos de la Biblia. El Leccionario aparece como una prueba de la interpretación y profundización en las Escrituras que la Iglesia ha hecho en cada tiempo y lugar, guiada siempre por la luz del Espíritu Santo.

20. La función del lector

 La lectura de la Palabra de Dios en las celebraciones litúrgicas es un verdadero servicio a esta Palabra y a la asamblea de los fieles. La figura de Jesús en la sinagoga de Nazaret ilumina esta función y ayuda a descubrir su importancia. En efecto, Jesús "según su costumbre entró el sábado en la sinagoga y se levantó para hacer la lectura; le entregaron el libro del profeta Isaías, y desenrollándolo, dio con el pasaje donde está escrito..." (Lc 4,16-17). La función de leer la Palabra divina a la comunidad eclesial reunida para la celebración litúrgica, es una mediación necesaria en el diálogo entre Dios y su pueblo, de manera que el lector o la lectora es el último eslabón para que llegue a los hombres lo que Dios ha querido comunicar en las Escrituras Santas.
 En todas las parroquias y comunidades debería haber algunas personas, normalmente laicos, hombres y mujeres que, debidamente preparados, ejerzan de manera habitual esta función en la liturgia de la Palabra. En cualquier caso el diácono y el presbítero no deben hacer las lecturas y recitar el salmo, habiendo fieles laicos que puedan hacerlo. Otra cosa es el Evangelio, reservado al diácono y, en la falta de éste, al presbítero. Recuérdese el criterio apuntado ya en el Concilio Vaticano II de que "en las celebraciones litúrgicas, cada cual, ministro o simple fiel, al desempeñar su oficio, hará todo y sólo aquello que le corresponde por la naturaleza de la acción y las normas litúrgicas" (SC 28). 
 Pero es preciso realizar la función de leer la Palabra de Dios con  actitud adecuada, sentido de lo que se hace, preparación personal y conocimiento de algunas técnicas de la comunicación. "Por amor a esta Palabra y por agradecimiento a este don de Dios, el lector litúrgico tiene que hacer un acto de entrega y un esfuerzo diligente. Si su voz no suena, no resonará la palabra de Cristo; si su voz no se articula, la Palabra se volverá confusa; si no da bien el sentido, el pueblo no podrá comprender la Palabra; si no da la debida expresión, la Palabra perderá parte de su fuerza. Y no vale apelar a la omnipotencia divina, porque el camino de la omnipotencia, también en la liturgia, pasa por la encarnación" (19)
 El aprecio que una comunidad siente por la Palabra de Dios se pone de manifiesto también por el esmero con que trata el Leccionario de la Palabra de Dios y, en particular, el Evangeliario, libro muy recomendable para las celebraciones dominicales y festivas. Así mismo, la dignidad del ambón, su visibilidad e iluminación, el cuidado en los ritos que acompañan la proclamación de las lecturas, los espacios de silencio recomendados, la belleza del Leccionario y su colocación abierto en un lugar visible, etc., hablan también de la importancia que se da a estos signos relacionados con la presencia de la Palabra divina en la Iglesia. 

21. El ministerio de la homilía

 En el mismo contexto de la asamblea litúrgica que escucha y celebra la Palabra de Dios, sobresale la homilía como la forma más destacada de la predicación (cf. CDC, c. 767, &1), ya que es "parte de la misma liturgia, en la que se exponen durante el ciclo del año litúrgico los misterios de la fe y las normas de la vida cristiana" (SC 52). Por este motivo la homilía está reservada al ministro ordenado, es decir, al obispo, al presbítero o al diácono. Tan sólo en las misas con niños y en las celebraciones dominicales en ausencia de presbítero, un catequista o el laico que dirige la celebración puede comentar la Palabra de Dios o dar lectura a la homilía preparada por el sacerdote.
 La homilía, cuya misión es ser "un anuncio de las maravillas de Dios en la historia de la salvación, es decir, del misterio de Cristo, que está siempre presente y obra en nosotros, sobre todo en las celebraciones litúrgicas" (SC 35,2), goza también de una cierta presencia del Señor, como afirma el Papa Pablo VI: "(Cristo) está presente en su Iglesia que predica, puesto que el Evangelio que ella anuncia es la Palabra de Dios y solamente en el nombre, con la autoridad y con la asistencia de Cristo, Verbo de Dios encarnado, se anuncia..." (20)
 El mismo Señor aparece constantemente en los Evangelios desempeñando el ministerio de la predicación desde su homilía en la sinagoga de Nazaret, cuando "los ojos de todos estaban fijos en él" (cf. Lc 4,20), o cuando hablaba a la muchedumbre desde una barca (cf. Lc 5,3), o cuando exponía a solas a sus discípulos el sentido de las parábolas (cf. Mc 4,34; etc.), o cuando explicó el cumplimiento de las Escrituras a los discípulos de Emaús (cf. Lc 24,32).
 Pero la homilía no es una catequesis, ni una exposición sistemática de la fe, ni una exhortación moral, ni un panegírico de un santo ni un elogio fúnebre. No obstante la homilía ha de estar impregnada de sentido evangelizador y catequético, inspirándose en los textos de la liturgia, especialmente en las lecturas de la Palabra de Dios, a cuyo servicio está. "La homilía vuelve a recorrer el itinerario propuesto por la catequesis y lo conduce a su perfeccionamiento natural, al mismo tiempo que impulsa a los discípulos del Señor a emprender cada día su itinerario espiritual en la verdad, en la adoración y en la acción de gracias... La predicación, centrada en los textos bíblicos debe facilitar, a su manera, que los fieles se familiaricen con el conjunto de los misterios de la fe y de las normas de la vida cristiana" (21).

22. Preparación y realización de la homilía

 Lo específico de la homilía dirigida a los fieles en el marco de la acción litúrgica, es mostrar la íntima conexión entre la Palabra divina como anuncio de la salvación, y el acontecimiento sacramental que se está celebrando, de manera que los fieles perciban que las maravillas obradas por Dios en otro tiempo y referidas en las lecturas, se cumplen y se actualizan aquí y ahora en los sacramentos y aun en la vida de cada día. Al mismo tiempo la homilía contribuye a aplicar la Palabra de Dios a las circunstancias concretas de los hombres (cf. PO 4). El homileta debe iluminar sobria e inteligentemente las situaciones y las necesidades de la comunidad y de los fieles para que, ellos mismos, acojan la Palabra divina y la lleven a la práctica de forma que el anuncio del mensaje no haya sido en vano. 
 La homilía requiere también una preparación remota y próxima esmerada, en la que no pueden faltar el estudio, la reflexión y la oración. Sin entrar en detalles de las lecturas, es preciso sacar a la luz los aspectos más esclarecedores para la fe y más estimulantes para la vida personal y comunitaria de los fieles. El mensaje bíblico debe conservar su carácter de buena noticia de salvación, ofrecida por Dios y cumplida en la Iglesia, en la acción litúrgica y en la vida de los hombres. Para preparar así la homilía es precisa una adecuada formación bíblica y litúrgica, en la que se tengan en cuenta los principios hermenéuticos, entre los que sobresale la unidad en Cristo de toda la Escritura (cf. supra, n. 15). El homileta debe tener también conocimiento de la situación concreta de los fieles. 
 La homilía debe realizarse, además, de una manera sencilla, coloquial y cercana, como si fuera una conversación del padre de familia con sus hijos. La posesión de algunas técnicas para hablar en público y para servirse del micrófono, ayudará también al homileta a desempeñar de manera más eficaz su misión. 

23. La "lectura divina" de la Palabra de Dios

 Se conoce como lectio divina o "lectura divina", según una práctica conocida ya en los primeros siglos y muy extendida en el monacato, la lectura individual o comunitaria de la Sagrada Escritura, acogida como Palabra de Dios y que se hace bajo la moción del Espíritu Santo en meditación, oración y contemplación (22). Se trata, en efecto, de uno de los medios más eficaces para los fieles de recibir con mayor fruto la Palabra de Dios y traducirla en la vida.
 El Concilio Vaticano II insiste en la lectura asidua de la Sagrada Escritura, no sólo para los sacerdotes y religiosos, sino también para los fieles laicos, invitándoles a adquirir, por medio de ella, "la eminente ciencia de Cristo" (Flp 3,8; cf. DV 25). La Liturgia de las Horas, en el Oficio de lectura, busca esto mismo ya que "se orienta a ofrecer al pueblo de Dios, y principalmente a quienes se han entregado al Señor con una consagración especial, una más abundante meditación de la Sagrada Escritura y de las mejores páginas de los autores espirituales" (23). La celebración de esta hora del Oficio Divino, con el necesario sosiego y concentración, logra los objetivos apuntados antes. No en vano se ofrece una esmerada selección de textos bíblicos siguiendo el año litúrgico, a los que acompañan, como un eco y una clave para su asimilación, los responsorios, además de los textos patrísticos y hagiográficos, comentario muchas veces de la Palabra de Dios. Los sacerdotes tenemos en esta hora una ayuda valiosísima para nuestra vida espiritual y para la predicación, además de un deber de nuestro ministerio.

24. Cómo hacer la "lectura divina" de la Palabra de Dios

 La "lectura divina", tanto en particular como en grupo, se puede hacer siguiendo dos movimientos. El primero parte del texto para llegar a la transformación del corazón y de la vida, según el esquema clásico: lectura, meditación, oración y contemplación. El segundo parte de los hechos de vida para comprender su significado a la luz del mensaje de la Palabra de Dios, respondiendo a estas preguntas: ¿cómo se manifiesta el Señor en este acontecimiento? ¿qué pide o espera a través de este hecho?, y tratando de verificar la autenticidad de las respuestas a la luz de los ejemplos y de las palabras del Señor o de sus enviados. Este segundo modo es semejante al conocido método del "ver, juzgar y actuar", pero en la "lectura divina" el acento está puesto no tanto en el análisis del hecho y en la actuación posterior, como en la intensidad de la reflexión y de la meditación sobre el mensaje de la Palabra divina. 
 Ambas formas de hacer "lectura divina" se completan mutuamente. La primera puede ser muy apta para la lectura personal, la segunda para la lectura en comunidad o para la reunión del grupo. Lo importante es acercarse a la Sagrada Escritura buscando en ella, con espíritu de fe y de oración, la Palabra de Dios, y con ella la luz, el bien, la alegría, el consuelo, la misericordia, la paz, etc. La plegaria de una comunidad o de un fiel cristiano, siguiendo la Biblia, y especialmente cuando usa los salmos y las lecturas de la Liturgia de las Horas es verdaderamente "la voz de la Iglesia que habla con su Esposo, más aún, la plegaria que Cristo, con su cuerpo, eleva al Padre" (SC 84).

25. La Biblia en la familia

 Como una aplicación concreta de cuanto se dice en el número anterior, la familia cristiana es una comunidad ideal para acercarse a la Palabra de Dios y, al mismo tiempo, para transmitir ese "suave y vivo amor a la Escritura" que la Iglesia desea en todos los fieles (cf. SC 24). Pero se da la paradoja de que en numerosos hogares se ha adquirido o se ha recibido como regalo, muchas veces del sacerdote con ocasión del matrimonio o de la celebración de otros sacramentos, un ejemplar a veces espléndido de la Biblia, ejemplar que reposa cerrado entre otros libros que parecen estar de adorno.
 Quizás faltan hábitos de práctica religiosa y de oración en el seno de las familias. Especialmente en los matrimonios jóvenes se nota una ausencia de vida de fe y un vacío espiritual que se traducen en la incapacidad para desarrollar la misión de los padres en el despertar religioso de los niños y para ser los primeros educadores en la vida cristiana de sus hijos. Es cierto que estos jóvenes padres piden los sacramentos del Bautismo y de la Eucaristía para sus hijos, y se preocupan de que reciban también la Confirmación, e incluso piden para ellos la formación religiosa en la Escuela pública. 
 Pero no es suficiente, especialmente en estos tiempos de secularización y de neopaganismo que impregnan totalmente el ambiente y, como si fuera una verdadera cultura, están produciendo un tipo de hombre y de mujer carente de otros valores que no sean la vida fácil, el consumo y el disfrute inmediato. A la familia se le está poniendo cada día más difícil su papel, incluso en nuestros pueblos y parroquias, donde todavía conserva una gran fuerza como espacio humano, social y solidario. 
 Hay que volver a la plegaria familiar, la que han de hacer juntos el marido y la mujer, la madre con su hijo pequeño antes de acostarlo, los padres y los hijos juntos en la mesa, especialmente en algunas ocasiones, como la Navidad, los aniversarios gozosos, los acontecimientos que jalonan la vida de los hijos, las enfermedades y los fallecimientos (24). Las oraciones del cristiano, entre las que sobresalen el Padrenuestro y el Avemaría, el Santo Rosario, algunas invocaciones o jaculatorias, son bíblicas o se inspiran en la Sagrada Escritura. Pero, además, no sería muy difícil tomar en las manos ese casi olvidado ejemplar de la Biblia y leer directamente en él, a solas o en familia, la narración de los hechos de la historia de la salvación, las parábolas del Reino, los milagros de Jesús y los testimonios de la Iglesia de los primeros tiempos, dialogando después e improvisando una sencilla oración en la que aparezca lo que se ha leido. 
 Pido a los sacerdotes y a los catequistas, al Movimiento Familiar Cristiano y a los grupos parroquiales de adultos o de matrimonios que insistáis en el valor de la lectura de la Palabra de Dios y de la oración en familia y que preparéis materiales sencillos y fáciles para realizarlas.

26. La aplicación de la Palabra de Dios a la vida de los hombres

 "La Palabra de Dios es viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo, penetrante hasta la división del alma y del espíritu, hasta las conyunturas y la médula, y juzga los pensamientos y las intenciones del corazón" (Hb 4,12). Todo lo que se ha dicho hasta aquí, especialmente en la segunda parte, quiere poner de manifiesto la importancia de la Palabra de Dios en la vida de la Iglesia y en la existencia de cada uno de los fieles. El objetivo pastoral diocesano ha de contribuir a que todos, pastores y fieles,  dejemos que la Palabra de Dios informe eficaz y efectivamente nuestra existencia de creyentes y, a la vez, de ciudadanos de este mundo.
 ¿De qué manera la Palabra de Dios se expresa y se traduce en la vida? No es cuestión solamente de reflexionar, a la luz del Evangelio y de toda la Sagrada Escritura, sobre los acontecimientos que ocurren, o de tratar de iluminar la existencia y las situaciones concretas con esa misma luz. La Palabra de Dios quiere introducirse en nuestras propias palabras, en nuestro pensamientos y deseos, en nuestras actitudes y en nuestra conducta (cf. supra, n. 12). "Las palabras que yo os digo, son Espíritu y vida" (Jn 6,63), dice el Señor. 
 La Palabra divina no significa una intromisión en nuestra vida ni tampoco una imposición, porque Dios respeta siempre, y de qué manera, la libertad de sus hijos. La Palabra de Dios que desciende como la lluvia suave o como la nieve que empapa la tierra y la hace fecunda (cf. Is 55,10), es un verdadero don que abre el diálogo y la comunicación divina con los hombres. 
 La Palabra de Dios no sólo interpela las conciencias y denuncia las situaciones del mal y del pecado, sino que sugiere caminos de conversión y de cambio de mentalidad y de conducta, tanto para las personas como para los grupos. Al mismo tiempo esa Palabra hace posible la comunión entre los mismos hombres. 
 Para que se produzca el verdadero diálogo con Dios y la comunión entre los hombres, es preciso "que la Palabra de Cristo habite abundantemente en todos" (Col 3,16). Es decir, es indispensable que cada uno acoja de corazón la Palabra divina, se deje interpelar por ella y se deje fortalecer y estimular por ella. La comunicación posterior, en comunidad o en grupo, de la Palabra divina y de su acción interior, tendrá que estar presidida también por la fe, por la humildad, por la caridad y, en definitiva, por el propósito de construir la comunidad eclesial (cf. 1 Cor 14,4-5; Ef 4,12).

27. La interpretación de la Escritura en el contexto de la vida

 Sólo por esta vía se llega a una verdadera interpretación comunitaria de la Palabra de Dios, que tenga en cuenta las diversas situaciones humanas. Frente a interpelaciones urgentes del mundo, de los problemas sociales, de los jóvenes, de la educación, del trabajo, de la cultura, de la vida política, etc. nuestros cristianos y nuestras comunidades se quedan mudos e impotentes, porque no están habituados a una confrontación en la que la referencia a la Palabra de Dios se entrelaza con la atención a la situación humana concreta contemplada en toda su complejidad y facetas. Sólo en esta perspectiva la Palabra divina revela y actualiza su capacidad de ser "fuerza de Dios" para los creyentes (cf. 1 Cor 1,18).
 Ahora bien, para pasar del texto bíblico a su significado salvífico en una circunstancia concreta, será necesario superar el comentario superficial y tratar de interpretar el mensaje de la Palabra divina transcendiendo los factores culturales, sociales y lingüísticos, en un esfuerzo por lograr el enraizamiento del mensaje en los más diversos ámbitos. En todo caso el mensaje bíblico debe conservar su carácter principal de buena noticia de salvación ofrecida por Dios, y ayudar a los creyentes a conocer primero "el don de Dios" (Jn 4,10) y después a comprender las exigencias que se derivan de él. 
 En este sentido, cuando se trata de grupos eclesiales que se reunen para leer y comentar juntos el Evangelio o la Sagrada Escritura en una perspectiva de fe y de compromiso cristiano, es importante crear un clima de acogida comunitaria de la Palabra divina y, al mismo tiempo, de atención a las claves  eclesiales de la interpretación bíblica apuntadas más arriba, en los nn. 15 y 18. 
 Para evitar interpretaciones puramente subjetivas y acomodaticias, es conveniente atender al contenido global y a la unidad de toda la Escritura, teniendo en cuenta la tradición vida de la Iglesia manifestada en la liturgia, en el Magisterio y en la sana teología. Porque todo lo referente a la interpretación de la Sagrada Escritura está sometido en última instancia a la autoridad de la Iglesia, "que tiene el mandato y el ministerio divino de conservar e interpretar la Palabra de Dios" (DV 12). 
 
 

 A modo de conclusión

28. Sugerencias operativas

 Hasta aquí la reflexión de carácter doctrinal y práctico que he querido ofreceros al comienzo del curso apostólico 1995-1996, como fundamentación de las diversas acciones que los organismos diocesanos, los arciprestazgos y las paroquias y otras comunidades se deben proponer para revalorizar la Palabra de Dios en el ámbito de sus propias competencias.
 Para asegurar un fruto mayor en la vida cristiana con la revalorización de la Palabra divina (cf. DV 26) que ha de venir, en primer lugar, de la energía operante del Espíritu Santo y de la vitalidad misma de la Palabra de Dios (cf. Jn 3,63), pero que ha de encontrar una acogida generosa y activa en todos, sacerdotes, catequistas, religiosas y fieles laicos, conviene concretar todavía algunas sugerencias e iniciativas.
 1. En primer lugar la conversión para superar tanto la atonía o indiferencia ante el "don de Dios" que representa su Palabra de salvación en la Sagrada Escritura, como la ligereza y la superficialidad en programar actuaciones carentes de continuidad y de solidez. La misma Palabra de Dios nos revela que los caminos del Señor son misteriosos y que la actuación del hombre, si quiere unirse a la eficacia divina, debe recorrer un camino de paciencia y de adaptación de los propios criterios y actitudes a lo que propone el Señor.
 2. En segundo lugar crear las condiciones para que la proclamación litúrgica de la Palabra de Dios se realice con toda verdad, decoro, dignidad y silencio, por los ministros adecuados y en el lugar establecido, ya que constituye el momento más solemne y, sin duda, más eficaz de la transmisión viva de la Palabra divina a su destinatario principal que es la Iglesia. En referencia a esta proclamación se revalorizará espontáneamente el uso de la Sagrada Escritura en la catequesis, en la homilía y en la lectura personal y en grupo. 
 3. Para conocer en profundidad, usar con soltura e interpretar de acuerdo con el Espíritu con que fueron escritos (cf. DV 12) los textos de la Escritura que se usan en las lecturas litúrgicas, en los cantos, en la catequesis, en la homilía, etc., se requiere una mínima formación bíblica, que ha de estar al alcance aun de los fieles más sencillos. Pero esta formación no se improvisa y ha de constituir una preocupación de los sacerdotes y de todos los educadores cristianos. Para poder impartir esta formación es indispensable que quienes han de darla, la posean ellos mismos en grado mayor. Intensifíquense, por tanto, los grupos de estudio y de lectura de la Palabra de Dios y provéase a las familias y a los fieles de ayudas oportunas.
 4. Es muy importante también facilitar a las familias, a los niños y a los jóvenes, a los alumnos de religión, a los enfermos, etc. ediciones asequibles de la Biblia, o al menos del Nuevo Testamento, y que se estimule su lectura. En las escuelas de catequistas, en las reuniones de grupos apostólicos o de espiritualidad, en los cursos de formación de laicos, etc., es conveniente que la Palabra de Dios esté presente de manera constante, incluso significativamente, por medio del Leccionario litúrgico o de una edición completa a la que se acude para leer o comentar un texto. Así mismo es muy instructivo realizar la "entrega de libro" de las Escrituras o del Evangelio a los lectores y a los catequistas que reciben su misión respectiva, a los que se preparan para la Primera Comunión, la Confirmación o el Matrimonio.
 5. Estas y otras sugerencias no deben hacer olvidar el imperativo misionero que surge de todo anuncio o lectura de la Palabra de Dios. Cuando se ha producido un encuentro personal o comunitario con Cristo, el Señor resucitado que comunica el amor del Padre y da el Espíritu Santo, brota espontáneamente el mandato evangelizador que exige "contar lo que se ha visto y oido" (Lc 7,22; etc.): "Ve y dile a mis hermanos..." (Jn 20,17; cf. Mt 28,10). Cerca de nosotros hay muchos hombres y mujeres que ignoran el Evangelio de la salvación. Es necesario dárselo a conocer con la palabra y con el testimonio, de manera explícita y con toda verdad y sencillez. 

29. Invitación final

 No quiero terminar esta Exhortación pastoral sin dirigirme de nuevo y de una manera más directa a mis hermanos los presbíteros y a las religiosas, teniendo en cuenta la importancia que tienen en la vida de la Iglesia tanto el ministerio ordenado como el carisma de la vida religiosa.
 Queridos presbíteros: os invito a asumir con gratitud al Señor, con alegría y con responsabilidad vuestra condición de ministros de la Palabra de Dios y partícipes, en virtud del sacramento del Orden, de la misión profética de Cristo y de la Iglesia. Nuestra familiaridad con la Palabra de Dios ha de ser necesariamente mayor que la de los demás fieles; no nos basta conocer los aspectos exegéticos de la Sagrada Escritura, aunque son necesarios; debemos acercarnos a la Palabra divina con un corazón dócil y con espíritu de fe y de oración. No somos dueños de esta Palabra sino sus ministros y los servidores del pueblo de Dios, que tiene derecho a esperar de nosotros no nuestra propia sabiduría sino esa misma Palabra y la llamada a la conversión y a la santidad (cf. PO 4) (25).
 A las religiosas de vida contemplativa y de vida activa permitidme recordaros también que debéis apoyaros en la Palabra de Dios, de manera que ésta sea punto de partida, llamada, interpelación y sustento de toda vuestra existencia de consagradas. Cada día os alimentáis en la mesa del Señor, mesa de la Palabra y del Pan de la vida, para coformaros más perfectamente con Cristo y entregaros con renovado empeño al servicio de Dios y de los hermanos. Cuando celebráis en comunidad la Liturgia de las Horas, santificación del tiempo, y cuando os dedicáis a la oración, continuáis esa asimilación de la Palabra divina que os hace ser fieles a vuestros respectivos carismas. Gracias a vosotras se enriquece también nuestra Iglesia diocesana.
 "Dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen" (Lc 11,28; cf. Jn 13,17). Esto lo dijo el Señor de todos los que siempre se han esforzado en acoger con fe y con el ánimo dispuesto la Palabra divina. Entre todos ha sobresalido la Santísima Virgen María, que mereció oir también: "Dichosa tú que has creido, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá" (Lc 1,45; cf. 1,38). A ella, Virgen creyente y orante, confío esta Exhortación pastoral y el objetivo diocesano para el próximo curso.

   Ciudad Rodrigo, 22 de agosto de 1995
   Santa María Reina 

 + Julián, Obispo de Ciudad Rodrigo

NOTAS

    1. Estas líneas fueron expuestas en la sesión constitutiva del Consejo Presbiteral, el 29 de junio de 1995, y fueron publicadas en el Boletín Oficial del Obispado, de julio-agosto de este año, pp. 316-321. (Volver)

    2. La comunidad parroquial al servicio de la evangelización hoy, Exhortación pastoral ante el nuevo curso apostólico 1994-1995, p. 4.(Volver)

    3. Juan Pablo II, En el umbral del Tercer Milenio (Carta Apostólica), de 10-XI-1994, Librería Ed. Vaticana 1994 (= TMA).(Volver)
 

    4. Véanse también los nn. 1-2 de las Observaciones generales de la Iniciación cristiana; y el comienzo del Motu proprio Divinae Consortium Naturae del Papa Pablo VI, de 15-VIII-1971, en el Ritual de la Confirmación.(Volver)
 

    5. Comisión Episcopal de Enseñanza y Catequesis, La Catequesis de la Comunidad, Madrid 1983, n. 273.(Volver)
 

    6. Véase el cap. V del Ritual de la Iniación cristiana de los Adultos, y la Nota de la Comisión Episcopal de Liturgia, de 16-IX-1992. (Volver)
 

    7. Véase mi Exhortación pastoral del curso pasado: La comunidad parroquial al servicio de la Evangelización, n. 2.2.3.(Volver)
 

    8. Juan Pablo II, Carta Apost. Vicesimus Quintus Annus, de 4-XII-1988, n. 8.(Volver)
 

    9. Orden de lecturas de la Misa, n. 13.(Volver)
 

    10. Título de la Relación final, en Sínodo 1985. Documentos (Madrid 1986), 3.(Volver)
 

    11. Pablo VI, Exhort. Apost. Evangelii Nuntiandi, de 8-XII-1975, n. 27; cf. n. 22.(Volver)
 

    12. En el Boletín Oficial del Obispado, de agosto septiembre de 1991, pp. 591-622.(Volver)
 

    13. Conferencia Episcopal Española, "Para que el mundo crea". Plan pastoral (1994-1997), EDICE 1994, pp. 17-25.(Volver)
 

    14. Juan Pablo II, Exhort. Apost. Catechesi Tradendae, de 16-X-1979, nn. 26-27; cf. n. 30.(Volver)
 

    15. Sínodo de los Obispos de 1977 sobre la Catequesis de nuestro tiempo, Mensaje al Pueblo de Dios, n. 9.(Volver)
 

    16. Véase la estructura del Catecismo de la Iglesia Católica, descrita en los nn. 13-17. (Volver)
 

    17. I Apol., 67, en RUIZ BUENO, D., Padres Apologistas (BAC 116, Madrid 1954), 258.(Volver)
 

    18. "La lectura del Evangelio constituye el punto culminante de la liturgia de la Palabra; las demás lecturas, que, según el orden tradicional, hacen la transición del Antiguo al Nuevo Testamento, preparan a la asamblea reunida para esta lectura evangélica": Orden de lecturas de la Misa, n. 13.(Volver)
 

    19. L.A. SCHOEKEL, Consejos al lector, en Hodie 17 (1965), p. 82.(Volver)
 

    20. Pablo VI, Encíclica Mysterium Fidei, de 3-IX-1965, n. 20.(Volver)
 

    21. Juan Pablo II, Exhort. Apost. Catechesi Tradendae, n. 48.(Volver)
 

    22. Pontificia Comisión Bíblica, La interpretación de la Biblia en la Iglesia, de 15-IV-1993, IV, C, 2.(Volver)
 

    23. Ordenación general de la Liturgia de las Horas, n. 55. Véanse en el mismo documento los nn. 55-69 y 143-155, donde se explica la estrcutura y organización del Oficio de lectura.(Volver)
 

    24. Véase lo que dice sobre la plegaria familiar el Papa Juan Pablo II, en la Exhort. Apost. Familiaris Consortio, de 22-XI-1981, nn. 59-60.(Volver)
 

    25. Véanse Juan Pablo II, Pastores dabo vobis, de 25-III-1992, n. 26; y Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, de 31-I-1994, nn. 45-47.(Volver)
 
 

 

 

 

Lunes, 11 Abril 2022 09:09

LA MISION EVANGELIZADORA DE NUESTRA DIOCESIS

Escrito por

       LA MISION EVANGELIZADORA DE NUESTRA DIOCESIS

 

          I. LINEAS DE ACCION PASTORAL PARA EL TRIENIO 2000-2003

 

          II. LA MISION DE JESUCRISTO Y LA REVITALIZACION

          DE LA ACCION EVANGELIZADORA DE NUESTRAS PARROQUIAS

          (Objetivo pastoral diocesano para el curso 2000-1)

 

SUMARIO

  

Introducción

 

   I PARTE: LINEAS DE ACCION PASTORAL PARA EL TRIENIO 2000-2003

 

 1. Continuidad con la etapa precedente

2. Necesidad de un mayor compromiso personal especialmente en los presbíteros

3. Propuestas del Consejo Presbiteral de 25-III-2000

4. Significado y alcance de las "líneas de acción"

5. Líneas de acción pastoral para los próximos cursos:

 

1. Atención a la vida espiritual en todos los sectores del pueblo de Dios

 

2. Formación permanente con talante misionero y promoción de un laicado adulto

 

3. Intensificación de la pastoral de la Iniciación cristiana

 

          4. Revitalizar la celebración del domingo

 

          5. Acompañamiento paciente y discernimiento de la piedad popular

 

          6. Desarrollo de la pastoral familiar

 

          7. Pastoral juvenil en clave vocacional

 

          8. Mayor presencia de la Iglesia y de los cristianos en la sociedad

 

9. Promover el desarrollo integral de las personas y de los pueblos en línea con la doctrina social de la Iglesia.

 

10. Adaptación de las estructuras pastorales al servicio de la acción evangelizadora

 

 

          II PARTE: LA MISION DE JESUCRISTO Y LA REVITALIZACION

          DE LA ACCION EVANGELIZADORA DE NUESTRAS PARROQUIAS

          (Objetivo pastoral diocesano para el curso 2000-1)

 

6. El objetivo pastoral de 2000-2001 y las "líneas de acción" del trienio

7. La misión de Jesucristo como fundamento de la misión de la Iglesia

8. El anuncio de la salvación, razón de ser de la Iglesia

9. La evangelización, misión esencial de la Iglesia

10. La nueva evangelización, necesidad de nuestro tiempo

11. La nueva evangelización en España

12. Caminos de re-evangelización

13. Características de una "pastoral de evangelización"

14. La renovación de nuestras parroquias

15. La comunión y la corresponsabilidad en la parroquia

16. A modo de conclusion

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

          "LA MISION EVANGELIZADORA DE NUESTRA DIOCESIS"

  

          Introducción

 

          La celebración del Gran Jubileo de la Encarnación y del Nacimiento del Señor, al que se asoció el 50º del Restablecimiento de la Jerarquía Eclesiástica ordinaria en nuestra diócesis, ha querido ser un canto de alabanza y de glorificación de la SS. Trinidad, conmemorando el misterio de la Encarnación y el Nacimiento de nuestro Salvador y al mismo tiempo un "año intensamente eucarístico" (cf. TMA 55). Estas han sido las notas dominantes del objetivo pastoral diocesano del curso 1999-2000, que culminó con el II Congreso Eucarístico Diocesano, entre los días 18 de junio y 2 de julio. Dicho objetivo era el último de la serie que comenzó en 1.995-96 y que estuvo centrada en la Iniciación cristiana y en la preparación y celebración del Gran Jubileo. Por este motivo tenía un carácter de síntesis y de consolidación de los objetivos anteriores. 

          Al hacer el balance de lo que fue el curso pasado en la reunión de Arciprestes y de Delegados diocesanos los días 27 y 28 de junio, se propusieron unas líneas prioritarias de acción pastoral para los próximos años, que inspiren y den unidad a los objetivos diocesanos que se señalen. Estas líneas son substancialmente las que ahora propongo reelaboradas y enriquecidas. En la misma reunión se logró también diseñar los principales rasgos del objetivo pastoral para el curso 2000-2001.  

          Dada la amplitud de la presentación de las líneas de acción, este año el objetivo diocesano no va acompañado de una Exhortación pastoral. No obstante, en la segunda parte de esta presentación, ofrezco unas breves reflexiones que pueden ayudar a la comprensión y asimilación del objetivo del curso 2000-2001.

 

I

 

          LINEAS DE ACCION PASTORAL PARA EL TRIENIO 2000-2003

         

 

1. Continuidad con la etapa precedente

 

          Hemos recorrido ya un camino en los últimos años. La parroquia, la Palabra de Dios, la catequesis y la liturgia de los sacramentos del Bautismo, de la Confirmación, de la Penitencia y de la Eucaristía, la preparación y celebración del Jubileo son otros tantos hitos del itinerario realizado. Como transfondo de los objetivos y de las acciones hemos tratado de movernos siguiendo estas claves: la realidad de nuestra diócesis, la comprensión de la Iglesia como comunión para la misión, la importancia de la mediación de los presbíteros y de la vocación de los laicos, y la necesidad de una nueva evangelización.  

          Se ha procurado también implicar en el objetivo pastoral a parroquias, arciprestazgos, comunidades religiosas, grupos eclesiales y organismos diocesanos. Y que la formación permanente de los sacerdotes, de las religiosas y de los laicos estuviera en consonancia con el objetivo propuesto en cada curso, sobre la base de la Exhortación pastoral que yo escribía y presentaba durante las convivencias arciprestales del mes de octubre.

           Debemos seguir avanzado por este camino, con idénticas motivaciones de fondo y contando con las mismas personas e instituciones diocesanas. Por otra parte han de proseguir y completarse las misiones parroquiales renovadas en aquellos arciprestazgos donde todavía no han tenido lugar.

  

2. Necesidad de un mayor compromiso personal especialmente en los presbíteros

 

          Sin minusvalorar la aportación de las religiosas y de los laicos, que ha crecido en los últimos cursos, es evidente que la eficacia de los objetivos diocesanos depende en gran medida del grado y calidad de la caridad pastoral de los presbíteros, que se manifiesta en la disponibilidad real al servicio de la diócesis y en la dedicación a las tareas que les han sido confiadas. Por eso creo conveniente recordar una vez más algunas actitudes espirituales y operativas que pide el ejercicio del ministerio presbiteral:  

          - la esperanza que brota de la fe, del "consuelo de las Escrituras" (Rm 15,4) y de la oración;

 

          - la generosidad en el trabajo, "porque la mies es mucha y los obreros pocos" (Mt 9,37);

 

          - la disponibilidad efectiva para el servicio de la diócesis y de la comunidad o tarea encomendada a cada uno, que nunca puede ser considerada como una propiedad personal;

 

          - la gratuidad y la pobreza, que pueden llegar hasta el no aceptar retribución para uno mismo (cf. 1 Cor 9,12; 2 Cor 11,7-9) [1] o el compartir los bienes, sobre todo aquellos adquiridos en el ejercicio del ministerio [2];

 

          - unidad y corresponsabilidad en los criterios y en la acción, como piden la eclesiología de comunión y de misión, y la necesidad de escrutar juntos los signos de los tiempos a la luz del Evangelio (cf. GS 4; PO 9; etc.);

 

          - la fraternidad presbiteral como comunicación de dones y de tiempo, expresada en las relaciones humanas y en gestos concretos de ayuda mutua;

 

          - esta fraternidad se realiza muy especialmente en el trabajo pastoral "en equipo", de acuerdo con las varias modalidades existentes: unidades pastorales, agrupación de comunidades parroquiales pequeñas en una zona, parroquias "in solidum" (cf. CDC, c. 517 & 1), cooperación en tareas concretas, etc.

 

          - una fraternidad apostólica más amplia que promueve la participación de los laicos y de las religiosas en la parroquia y en el arciprestazgo;

 

          Son necesarios por tanto en los presbíteros y en todos los demás colaboradores de la acción pastoral de la Iglesia un empeño más decidido de dedicarse de lleno a evangelizar, además de una fuerte dosis de esperanza, capaz de contrarrestar los signos de cansancio, atonía y de pérdida de ilusión que se detectan a veces. En este empeño juega un papel decisivo el deseo de conversión y de búsqueda personal y comunitaria de los caminos por los que el Espíritu Santo quiere que avance la Iglesia en el desarrollo de su misión.

 

 

3. Propuestas del Consejo Presbiteral de 25-III-2000

 

          La determinación del planteamiento global de la pastoral para los próximos cursos había sido estudiada también en la sesión del Consejo del Presbiterio que tuvo lugar el 25 de marzo de 2000. Allí se hicieron sugerencias muy interesantes que, convenientemente agrupadas, ofrecen el siguiente cuadro:

 

- Insistencia en la evangelización, y en la reevangelización o nueva evangelización ante la situación socio-religiosa y el avance del secularismo, etc., con particular atención a niños, jóvenes y familia. Catequesis misionera. Presencia de la Iglesia en la sociedad, a través de los medios de comunicación social, la cultura, etc. Celebración cristiana del domingo. Atención a la religiosidad popular.

 

- Formación y capacitación de los laicos, atendiendo a la corresponsabilidad y a la participación en la misión de la Iglesia. Formación de agentes pastorales: catequistas, lectores y otros colaboradores de la liturgia, monitores de pastoral juvenil, con especial atención a los pueblos pequeños. 

 

- Revitalización de las parroquias en la catequesis, la liturgia, la acción caritativa y social, el consejo pastoral, etc. Unidades pastorales. Plan de resdistribución de parroquias y reorganización de arciprestazgos.

 

- Formación permanente de los sacerdotes. Potenciación del trabajo en equipo.

 

- Pastoral vocacional con nuevos métodos. Relación Presbiterio-Seminario. Atención a la marcha del Seminario.

 

- Objetivos pastorales dentro de un plan que abarque al menos un trienio. Evaluar mejor la aplicación de los objetivos.

 

 

 

4. Significado y alcance de las "líneas de acción"

 

          Teniendo en cuenta el resultado de las reuniones que he mencionado y ante la evidecia de que estamos viviendo un momento de transición social y eclesial que se manifiesta en la aceleración de los cambios demográficos y culturales, definidos por la globalización de todos los fenómenos que afectan a los creyentes y a los no creyentes: secularización, pérdida de valores morales, desintegración de la familia, estandarización de las costumbres, descenso de vocaciones, atomización de las comunidades cristianas, insignificancia de la presencia de la Iglesia en la sociedad, etc., quiero proponer unas "líneas de acción" para los próximos cursos que sean a modo de "surcos de trabajo" ante todo para la pastoral diocesana, es decir, para los organismos implicados en ellas, pero también para los arciprestazgos y las parroquias teniendo en cuenta las propias necesidades y posibilidades.

           Estas líneas de acción deberán inspirar tanto los objetivos diocesanos que se propongan como las correspondientes acciones que se señalen para llevarlos a cabo. En efecto, las "líneas de acción" y el "objetivo diocesano de pastoral" de cada curso han de ser en verdad una referencia necesaria y vinculante para la programación de los organismos diocesanos, de las parroquias, de los arciprestazgos, de las comunidades religiosas, de los grupos eclesiales y de los movimientos apostólicos que quieran integrarse en la vida diocesana, respetando naturalmente las peculiaridades legítimas de cada comunidad o grupo.

           Denominador común de estas líneas es la necesidad de la evangelización como preocupación general y prioritaria. La Iglesia particular de Ciudad Rodrigo necesita reforzar su misión al servicio del Reino de Dios con la mirada puesta en Jesucristo, origen y dueño de la acción evangelizadora. 

 

 

5. Líneas de acción pastoral para los próximos cursos:

 

1. Atención a la vida espiritual en todos los sectores del pueblo de Dios

 

          No basta saber que es necesario evangelizar. Tampoco sirven de mucho los lamentos sobre la situación. Esta no es mejor ni peor que en otras épocas. Sin embargo es absolutamente necesario suscitar y mantener el deseo de conversión y las demás actitudes espirituales señaladas antes. Uno de los frutos del año dedicado al Espíritu Santo en la preparación del Jubileo (curso 1997-98) fue la atención a la salud espiritual de todos los miembros del pueblo de Dios: sacerdotes, seminaristas, religiosas y fieles laicos. Escrutar los signos de la presencia y de la obra del Espíritu Santo en la Iglesia y en el mundo servirá de muy poco si no hay, en quienes trabajan en la acción evangelizadora, un compromiso decidido en favor de la propia santificación. La vida espiritual o "vida en el Espíritu" está en la base de cualquier tarea pastoral.

           En este sentido el fomento de la espiritualidad de los presbíteros ha de constituir una preocupación prioritaria mediante los ejercicios espirituales que es necesario recordar y urgir cada año como un deber personal. Han de cuidarse también en esta línea los retiros mensuales y las convivencias del Presbiterio, a fin de que el ejercicio del ministerio sea una fuente de santificación. Particularmente necesario es el encuentro cotidiano con el Señor en la oración personal y en los restantes medios para la vida espiritual, evitando descuidarla por muchas actividades que se tengan. Es muy importante también que en el centro de la espiritualidad sacerdotal esté el Misterio eucarístico, "fuente y cima" de nuestro ministerio [3].

           De la misma manera se ha animar a los laicos a que cultiven su vida interior, buscando la intimidad con Jesucristo y la entrega a los hermanos en la caridad y en la justicia, a fin de orientar la actividad humana de acuerdo con los designios de Dios. Pero es preciso ofrecerles los medios adecuados, entre los que sobresale la participación consciente y fructuosa en la Eucaristía y en la Penitencia, la adoración eucarística, tiempos de oración y de profundización en la fe, y acompañamiento espiritual. En este sentido va siendo hora de que en las parroquias o al menos en el arciprestazgo, se organicen encuentros o convivencias y se formen grupos que se reúnan periódicamente para la oración y la reflexión, en los que se ofrezcan dichos medios.

           Responsables de esta línea de acción han de ser la Vicaría Episcopal del Clero, la Delegación Episcopal para la Vida Consagrada, la Delegación para los Laicos,  los formadores del Seminario en lo que se refiere a su tarea y los arciprestes [4].

 

 

2. Formación permanente con talante misionero y promoción de un laicado adulto

           La formación permanente que se ofrece a los sacerdotes, a las religiosas y a los laicos ha de estar orientada no sólo a dar una respuesta a la situación de secularización e increencia, sino también a potenciar la comunión y la corresponsabilidad en la misión de la Iglesia por parte de todos. Cada año deberá elegirse un temario de carácter doctrinal de acuerdo con el objetivo diocesano, pero que tenga en cuenta también las dimensiones espiritual y pastoral del ministerio de los presbíteros, las peculiaridades propias de la vida consagrada en el caso de las religiosas, y la vocación y misión de los laicos.

           Todos los años se organizará al menos un cursillo de pastoral relacionado con el objetivo diocesano en las fechas más oportunas, abierto a sacerdotes, religiosas y fieles laicos, urgiéndose y encareciendo la asistencia especialmente a los presbíteros con ministerio parroquial o docencia de Religión. Así mismo se seguirán ofreciendo y facilitando la participación en los cursos de renovación organizados por la Comisión Episcopal del Clero y por "Iglesia en Castilla".

           Un aspecto que no se puede descuidar en la formación permanente de los presbíteros, de las religiosas y aun de los fieles laicos es el relativo a la misión "ad gentes" o actividad evangelizadora tendente a anunciar a Jesucristo donde no existen o son minoritarias las comunidades cristianas y cuyas culturas no han sido influidas por el Evangelio. "Por tanto, hay que evitar que esta 'responsabilidad más específicamente misionera que Jesús ha confiado y diariamente vuelve a confiar a su Iglesia' se vuelva una flaca realidad dentro de la misión global del pueblo de Dios y, consiguientemente, descuidada u olvidada" [5]

           Por otra parte es indispensable llamar y preparar a los laicos para una mayor y más eficiente colaboración en la misión evangelizadora y pastoral de la Iglesia. Promover la formación de un laicado adulto ha de constituir una preocupación permanente de todos los responsables de la acción pastoral, tanto a nivel diocesano como arciprestal y parroquial.

           Responsables de la formación son, además de los organismos señalados en la primera "línea de acción", la Delegación para la Formación Permanente, la Delegación diocesana de Misiones y OO.MM.PP. y el Centro Teológico Civitatense. Este centro,  con la colaboración de otros organismos diocesanos, debe asumir la tarea de organizar y dirigir escuelas de formación para los laicos, con programas específicos para responsables de la catequesis, ministros extraordinarios de la Eucaristía y de otras funciones litúrgicas, animadores de pastoral juvenil, y animadores de acción social y caritativa.

 

 

 

3. Intensificación de la pastoral de la Iniciación cristiana

 

          Uno de los frutos de los objetivos diocesanos de los últimos años ha sido un mejor conocimiento de la naturaleza de la Iniciación cristiana y de su importancia tiene en la formación de la fe y en la vida de la Iglesia. 

          La línea de acción que se propone requiere, en primer lugar, un esfuerzo mayor en la catequesis de la comunidad cristiana según las directrices actuales de la Iglesia, que piden precisamente una intensificación del anuncio explícito de Jesucristo, una enseñanza más orgánica y sistemática de la fe, centrada en lo nuclear del mensaje cristiano, y una incorporación progresiva e integral de los destinatarios en todos los aspectos de la vida cristiana, como el conocimiento de la fe, la oración y la celebración, la caridad fraterna, la vida moral y el testimonio. La catequesis tiene un apoyo muy importante en el arte sagrado y en todo lo que constituye el patrimonio cultural de la Iglesia que es necesario conocer y valorar al servicio de la evangelización. 

          Ante el grave déficit de formación en la fe y de vida cristiana de muchos adultos, cada día es mayor la necesidad de una verdadera catequesis para éstos que, sin minusvalorar otros medios como la homilía dominical, las catequesis de los tiempos litúrgicos y las conferencias, conduzcan a esos adultos hacia el conocimiento de Jesucristo, la conversión y la plena comunión en la Iglesia. En los casos de preparación para recibir los sacramentos de la Iniciación cristiana se procurará ofrecer un acompañamiento personalizado a cargo del propio párroco o de un catequista laico bien preparado. De la misma manera es preciso atender a la Iniciación cristiana de los niños no bautizados que están en edad catequética. 

          Para lograr todos estos fines es indispensable una mayor unidad y colaboración entre los responsables de la catequesis y de la pastoral litúrgica al servicio de la educación en la fe, articulando oportunamente enseñanza catequística e iniciación en la celebración, sin olvidar los restantes aspectos de la vida cristiana. Habrá que prestar atención igualmente a los otros espacios de la formación en la fe como la familia, la escuela y los grupos apostólicos. De manera particular se ha de cuidar la selección y la preparación de los profesores de Religión.

           Por eso es necesario perfeccionar el trabajo realizado en los últimos cursos preparando un Directorio diocesano para la Iniciación cristiana, intensificando la preparación de los catequistas y eligiendo bien los materiales para la catequesis, de manera que no suplanten a los Catecismos de la Conferencia Episcopal y tengan la debida aprobación o licencia eclesiástica.  

          Responsables de estas actuaciones han de ser la Vicaría Episcopal de Enseñanza y Catequesis, la Delegación diocesana de Pastoral litúrgica, los párrocos y los presbíteros asimilados a ellos. Colaborarán en esta línea de acción las delegaciones de Patrimonio cultural de la Iglesia, de Pastoral Familiar y el Secretariado para la Adolescencia y Juventud.

 

 

          4. Revitalizar la celebración del domingo

 

          Hace tiempo que se viene constatando una pérdida del sentido religioso y cristiano del domingo en la conciencia de los fieles, que se dejan llevar por el fenómeno del fin de semana o que consideran el domingo y las fiestas de precepto como un espacio de libre disposición al margen de toda referencia a Dios, a Jesucristo y a la comunidad eclesial. Las consecuencias de esta actitud para la pertenencia a la Iglesia y para la identidad cristiana de los bautizados son muy graves, ya que conduce a un alejamiento progresivo de la comunidad eclesial, de la Palabra de Dios, de la oración y de la Eucaristía. 

          La celebración del domingo tiene una gran eficacia evangelizadora. En efecto, el domingo es el "día en el que los fieles deben reunirse a fin de que, escuchando la Palabra de Dios y participando en la Eucaristía, recuerden la pasión, la resurrección y la gloria del Señor Jesús y den gracias a Dios, que 'los hizo renacer a la viva esperanza por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos' (1 Pe 1,3)" (SC 106). El domingo constituye un momento álgido e indispensable de la vida cristiana, y de hecho la celebración eucarística dominical es la que reúne mayor número de fieles de manera regular y la que debe convertirse en punto de confluencia de las diversas instancias eclesiales y aun de los más variados grupos de fieles. 

          Se hace necesario mejorar las condiciones que hacen posible la participación plena, consciente y activa, interna y fructuosa de los fieles, como el modo de presidir, la proclamación de las lecturas, la elección de los cantos, etc. Por otra parte es indispensable también la catequesis sobre el significado del domingo, sobre el carácter eclesial de la Misa dominical que pide que la comunidad parroquial no se disgregue a causa de celebraciones para grupos particulares, y otros medios de santificación del día del Señor, como las Vísperas o la adoración eucarística. Es necesario fomentar esta adoración en todas las comunidades, de la que se derivan grandes frutos para la vida de fe, para las vocaciones al ministerio sacerdotal y a la consagración religiosa, y para el testimonio y el apostolado de los laicos. En las parroquias más pequeñas, cuando no se pueda asegurar la Eucaristía todos los domingos, se podrá recurrir a las celebraciones dominicales en ausencia del presbítero una vez obtenida la aprobación expresa del obispo. 

          Responsables de esta línea han de ser la Delegación diocesana de Pastoral litúrgica con la colaboración de la Vicaría Episcopal de Enseñanza y Catequesis, los párrocos y los arciprestes.

         

 

          5. Acompañamiento paciente y discernimiento de la piedad popular

 

          En un proyecto pastoral de dimensión evangelizadora y misionera es preciso dedicar una mayor atención a las manifestaciones de la religiosidad popular, entre las que se encuentran las devociones eucarísticas y marianas, el culto a los santos y el recuerdo de los difuntos, las procesiones de Semana Santa, las cofradías, las fiestas patronales y las romerías. La religiosidad popular tiene valores indudables especialmente en el pueblo sencillo, en cuanto encauzan de alguna manera la necesidad de transcendencia inherente al ser humano y son expresión de una simbiosis entre la fe cristiana y la cultura popular de un determinado lugar. Sin embargo las manifestaciones religiosas están sujetas a numerosos riesgos entre los que se encuentran la deformación de las prácticas piadosas, el individualismo religioso, la marginación respecto de la vida parroquial y la manipulación cultural, económica y turística.  

          Cuando la religiosidad popular está bien orientada mediante una adecuada pedagogía de evangelización, procurando que afloren las raíces auténticas de la adoración a Dios y de la fe cristiana; y cuando los capellanes o consiliarios no se limitan a acompañar las manifestaciones y a ceder a todas las pretensiones sino que tratan de instruir a los fieles y de formar a los responsables de las asociaciones o cofradías, manteniendo la comunión eclesial y la vinculación con la parroquia, los frutos pastorales son muy grandes. Para actuar en este campo son necesarias la claridad de criterio, la adhesión a las orientaciones de la Iglesia, la paciencia y la suavidad no exenta de firmeza.  

          Por otra parte se deben fomentar también aquellos ejercicios piadosos del pueblo cristiano que la Iglesia no solamente ha recomendado siempre sino que ha orientado. En concreto la oración personal y el culto a la SS. Eucaristía fuera de la Misa, el Via Crucis, el Rosario y otras devociones marianas, el culto a los Santos Patronos y la intercesión por los Difuntos. El criterio básico ha de ser: "Los ejercicios piadosos deben organizarse siguiendo los tiempos litúrgicos, de modo que vayan de acuerdo con la liturgia, en cierto modo deriven de ella y hacia ella conduzcan" (SC 13). Para el cultivo de estas devociones se cuenta no sólo con directorios de la Santa Sede y del Episcopado Español sino también con subsidios renovados desde el punto de vista bíblico, litúrgico y antropológico. 

          Esta acción pastoral ha de llevarse a cabo principalmente por los párrocos y por los capellanes y consiliarios de las cofradías, contando con el asesoramiento y el apoyo de la Delegación diocesana de Pastoral litúrgica.

 

 

          6. Desarrollo de la pastoral familiar

 

          En una pastoral evangelizadora y misionera debe ocupar un lugar preferente la formación de los esposos cristianos, primeros educadores en la fe de sus hijos y a los que han de acompañar con la palabra y el testimonio a lo largo de todo el itinerario de Iniciación cristiana e incluso en la juventud. La familia desempeña en este sentido un verdadero ministerio evangelizador (cf. Juan Pablo II, Exhort. Apost. "Familiaris Consortio", 53). Sin embargo todos somos conscientes de las dificultades que atraviesa la institución familiar a causa de las transformaciones profundas y rápidas de la sociedad y de la cultura. Cada vez se hace más difícil la fidelidad a los valores que constituyen el fundamento de la familia. Por otra parte se constata una gran ignorancia y un notable abandono respecto del verdadero significado de la vida conyugal y familiar, así como de la misión de los padres en el despertar religioso de los hijos y en la educación en la fe de éstos. 

          Por todo esto es urgente el acompañar a los matrimonios y a las familias cristianas con una acción pastoral específica, orientada a la transmisión y a la vivencia espiritual de los valores cristianos de la vida conyugal y familiar, con la certeza de que la evangelización depende en gran medida de la familia, verdadera Iglesia doméstica. Esta acción debe comenzar ya en el noviazgo y ha de estar presente en la preparación de la celebración del matrimonio. La solicitud pastoral ha de extenderse también a las familias que se hallan en situaciones difíciles o irregulares, con verdad, comprensión y esperanza, ofreciéndoles ayuda para que puedan acercarse al modelo de familia querido por Dios. 

          Cuidará de esta línea de acción la Delegación diocesana de Pastoral Familiar, con la colaboración del Secretariado para los Mayores, de la Vicaría de Enseñanza y Catequesis, de la Delegación diocesana de Pastoral litúrgica y, muy especialmente, de los párrocos y de los catequistas y educadores cristianos.

  

          7. Pastoral juvenil en clave vocacional

 

          La pastoral juvenil ha de tener necesariamente una fuerte impronta evangelizadora y vocacional. No se trata solamente de ofrecerles una respuesta a los interrogantes y a las inquietudes propias de su edad. Los jóvenes son, en efecto, la esperanza de la Iglesia y de la sociedad del mañana y están llamados a contribuir a la construcción de un mundo fundado en la fuerza del amor y del perdón que superen la injusticia y todas las formas de pobreza física y moral.  

          Por eso es preciso orientar la generosidad y el sentido solidario de los jóvenes hacia un seguimiento de Jesucristo más consciente y comprometido con la fe cristiana y con la comunidad eclesial. Dicho de otro modo, la acción pastoral con los adolescentes y los jóvenes ha de hacer compatibles los valores que propugnan con una opción claramente apostólica y duradera en el tiempo. No se ha de temer el enfrentar a la adolescencia y a la juventud con el radicalismo evangélico y con el riesgo que supone tratar de alcanzar las orillas de la vida consagrada, del ministerio sacerdotal y aun de la cooperación misionera en los países del tercer mundo incluso como laicos.

           Entre las tareas más urgentes en este campo se encuentra la elaboración de un proyecto marco de pastoral juvenil con esta orientación vocacional, que interese lo mismo a las parroquias que a otras instancias, en el que se establezcan unos mínimos de formación, espiritualidad, compromiso y vinculación con la Iglesia local, aun respetando las características de cada grupo. Es indispensable también formar monitores de pastoral juvenil, que puedan estar al servicio de las parroquias para acoger a los adolescentes y jóvenes una vez que han recibido el sacramento de la Confirmación. Habría que arbitrar también alguna forma de acompañamiento de los jóvenes que están en la Universidad.  

          Obviamente, esta tarea de la pastoral juvenil no ha de restar importancia ni prioridad a la búsqueda y fomento de vocaciones al ministerio presbiteral, confiada especialmente al Seminario Diocesano con la colaboración de todos los fieles, especialmente los presbíteros y los educadores cristianos. 

          Responsables de esta acción pastoral son la Delegación diocesana de Pastoral vocacional, el Secretariado diocesano de Adolescencia y Juventud, la Delegación episcopal para la Vida Consagrada, la Delegación diocesana de Misiones, los párrocos con el apoyo del Arciprestazgo y los sacerdotes, religiosas y educadores cristianos que se dedican principalmente a la enseñanza y a los jóvenes.

          

          8. Mayor presencia de la Iglesia y de los cristianos en la sociedad

 

          La acción evangelizadora y misionera, orientada a la implantación del Reino de Dios en el mundo, requiere preguntarse cuáles son las necesidades y las demandas a las que es preciso atender desde la misión de la Iglesia, que no existe para sí misma sino ser "sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano" (LG 1; cf. 48; etc.). Una de esas necesidades es la presencia del mensaje de Jesucristo en los medios de comunicación social tanto bajo la responsabilidad de la Iglesia diocesana -publicaciones, programas de radio o de televisión, internet, etc. propios-, como desde la competencia personal y profesional de los propios fieles laicos.  

          Esta última es una presencia semejante a la que debe existir en todos los demás ámbitos de la vida social, cultural, económica y política, para impregnarlos del espíritu evangélico y de los valores cristianos. Las realidades temporales son campo propio de los laicos, los cuales están llamados por su vocación secular a ordenarlas según Dios (cf. LG 31; GS 35-36; AA 7). A la Iglesia corresponde formar a esos laicos, ofrecerles los principios de orden moral que deben observarse en las cosas temporales y acompañarles espiritualmente (cf. AA 24). 

          Por otra parte en nuestra sociedad se constata una especie de retraimiento vergonzante por parte de muchos cristianos para manifestarse como tales en estos ámbitos. Mientras se alardea de observar costumbres y tradiciones que llevan un indudable sello original religioso y cristiano, muchos fieles que podrían hacerlo, no se sienten urgidos a asumir tareas de responsabilidad pública en favor del bien común. Es una consecuencia más del fenómeno de la modernidad, que ha pretendido escindir la vida de los hombres en "privada" y "pública", estando vigente en esta última únicamente la "razón funcional", es decir, de lo práctico y utilitario que interesa en términos de aprovechamiento o de conveniencia y prestigio, relegando a la vida privada el mundo de la fe y de los valores religiosos y morales, considerados como algo subjetivo. Al reducir lo religioso a lo puramente interior, se priva a la ética cristiana de toda influencia en las conductas sociales y públicas.

           Por todo esto es cada día más necesario fortalecer la fe y el testimonio de los cristianos, objetivo del Jubileo del 2000 que seguirá siendo actual durante mucho tiempo. La única forma de superar las incoherencias señaladas, es una dedicación constante por parte de todos los presbíteros y de los cooperadores en la pastoral, a evangelizar las conciencias suscitando en todas las personas que están a nuestro alrededor un fuerte deseo de conversión y de renovación personal de acuerdo con lo señalado en la primera línea de acción pastoral, sin olvidar las exigencias y los imperativos que brotan de la caridad fraterna y del servicio al prójimo, especialmente del más necesitado.  

          Esta línea de acción afecta a todos los presbíteros, si bien hay varios organismos diocesanos que pueden potenciarla, como la Vicaría de Enseñanza y Catequesis, la Delegación diocesana para los Laicos, la de Acción Caritativa y Social, la de Pastoral de la Salud y la de Pastoral Familiar, etc.  

 

9. Promover todo lo que signifique desarrollo integral de las personas y de los pueblos en línea con la doctrina social de la Iglesia.

 

          En la misión evangelizadora de la Iglesia es muy importante el testimonio social de los cristianos y de las comunidades eclesiales. Este testimonio es en ocasiones la piedra de toque que verifica la autenticidad de otras manifestaciones de la vida personal y comunitaria. Evangelización y educación en la fe, participación en la liturgia, y acción caritativa y social, han de ir hermanadas en todo planteamiento pastoral. Esta acción no es algo que viene exigido desde fuera de la Iglesia y del ser cristiano. De la misma manera que los sacramentos manifiestan y confieren la salvación en el interior de la comunidad eclesial, así también la acción caritativa y social es un signo de amor y de comunicación de bienes para los no creyentes.  

          En nuestra diócesis existe una gran desproporción entre el volumen que alcanzan determinadas colectas, ordinarias y extraordinarias, con fines de ayuda al tercer mundo y la falta casi total de organización caritativa en las parroquias y a nivel arciprestal. La idea tan extendida de que "aquí no hay pobres", esconde muchas veces el desconocimiento de verdaderos problemas como la drogodependencia, el alcoholismo, las enfermedades mentales, el paro, la baja calidad de vida, la falta de perspectivas de futuro, las lagunas en el campo sanitario, etc.  

          Se hace necesario un mayor empeño en la formación en la doctrina social de la Iglesia por parte de los sacerdotes y de los fieles laicos. Esto es tarea ineludible de los organismos diocesanos, tan importante como el encauzar debidamente las aportaciones de la comunidad eclesial hacia sus objetivos. Ahora bien todo lo que sea asistencia social directa y las ayudas inmediatas, deberían realizarse a nivel parroquial. Se imponen por tanto una mayor coordinación y la superación de la tendencia a actuar "por libre" en este campo por parte de las parroquias y de los grupos y asociaciones caritativas. 

          No quiero dejar de aludir al hecho de que nuestra diócesis es prácticamente rural, aunque cada día se difuminan más las diferencias respecto de otras áreas sociológicas. Por eso echo en falta muchas veces una acción pastoral específica más adaptada a la situación de nuestros pueblos, a la existencia en ellos de una población cada día más envejecida, a la carencia de oportunidades para los jóvenes, etc. La existencia de núcleos con una población mínima absorbe mucho tiempo y reduce la mayor parte de las veces la acción pastoral a la Misa del domingo y a algunos sacramentos y sacramentales. Se hace imprescindible estudiar toda esta problemática en los arciprestazgos y emprender una tarea de mayor atención a los problemas humanos y sociales en la perspectiva del servicio que la Iglesia puede y debe prestar a la sociedad en este campo. Para ello hay que suscitar, una vez más, la colaboración de los laicos, y desde las parroquias no tener miedo a promover acciones de carácter social y cultural con un sello netamente cristiano y eclesial, especialmente de cara a los niños y jóvenes, como convivencias, encuentros y acampadas. 

Responsables de esta línea de acción son la Delegación diocesana de Acción Caritativa y Social, la de Pastoral de la Salud, el Secretariado para el Apostolado en Carretera, y Manos Unidas, con la colaboración de la Delegación diocesana para los Laicos, el Secretariado para la Adolescencia y Juventud y el de los Mayores.

  

10. Adaptación de las estructuras pastorales al servicio de la acción evangelizadora

 

          Parece necesario también adaptar las estructuras parroquiales, arciprestales y diocesanas para fomentar la fraternidad sacerdotal y apostólica y facilitar el trabajo en equipo y la colaboración. En algunos casos se tratará de crear los consejos pastorales parroquiales y, donde sea posible, de arciprestazgo. Lo mismo cabe decir de un Foro de Laicos a nivel diocesano, en el que se fomenten el conocimiento y la ayuda mutua entre los movimientos apostólicos y en los grupos eclesiales.

 

          Esta línea de acción comprende también la creación y la animación de las escuelas de catequistas y de centros de formación de adultos; y la adaptación del Centro Teológico Civitatense, mencionada antes, para la preparación de los cooperantes en los distintos campos de la acción evangelizadora y pastoral de la Iglesia.

 

La responsabilidad última de realizar esta línea corresponde al Obispo y al Consejo Episcopal y, en la medida de la competencia de cada uno, a otros organismos diocesanos. Ahora bien, de nada sirven los cambios de las estructuras, si no se produce también una disponibilidad para llevar a cabo las acciones con el talante que requiere la acción evangelizadora.

 

 

          II. LA MISION DE JESUCRISTO Y LA REVITALIZACION DE LA ACCION

          EVANGELIZADORA DE NUESTRAS PARROQUIAS

          (Objetivo pastoral diocesano para el curso 2000-1)

 

          En esta segunda parte voy a ofrecer ahora unas breves reflexiones que pueden ayudar a la comprensión y asimilación del objetivo pastoral del curso 2000-2001. Este objetivo, tal como está formulado, recuerda los que se propusieron para los cursos 1994-95: "Potenciar la comunidad parroquial como lugar propio para la acogida de la Palabra, para la celebración de la fe y para el servicio de la caridad"; y 1996-97: "Conocer, celebrar y anunciar a Jesucristo en la Iniciación cristiana y en la vida de la comunidad parroquial", además de otros de años anteriores [6]. Por este motivo las Exhortaciones pastorales correspondientes a cada objetivo ofrecen fundamentación doctrinal que puede ser útil también para el del próximo curso [7].

 

6. El objetivo pastoral de 2000-2001 y las "líneas de acción" del trienio

 

          El objetivo del próximo curso surgió también en la reunión de arciprestes y delegados diocesanos de los días 27 y 28 de junio, después del estudio de las líneas de acción pastoral para el próximo trienio. Allí se propusieron varias formulaciones para definir su contenido. Prácticamente en todas ellas aparecían de una forma o de otra la invitación a la revitalización de la parroquia en clave misionera y evangelizadora, la misión de Jesucristo como referencia básica y esencial para dicha revitalización y la potenciación de todo cuanto significa comunión, corresponsabilidad y avance por unos caminos ya iniciados. 

          Por este motivo, recogiendo las sugerencias que se hicieron entonces y a la vista de las "líneas de acción pastoral para el trienio 2000-2003" que acabo de exponer, el objetivo pastoral diocesano para el curso 2000-2001, queda formulado así:

 

          "PROFUNDIZAR EN LA MISION DE JESUCRISTO,

          PARA REVITALIZAR LA ACCION EVANGELIZADORA DE NUESTRAS PARROQUIAS

          EN COMUNION Y CORRESPONSABILIDAD"

 

          Teniendo en cuenta este objetivo, cada delegación episcopal o diocesana y cada secretariado formulará también uno o dos objetivos específicos para el curso, en dependencia del objetivo diocesano y procurando aplicar las líneas de acción pastoral que les afecten de manera más directa. Al mismo tiempo señalarán algunas acciones concretas con sus medios y tiempos de realización. Conviene que este trabajo esté realizado antes de comenzar las jornadas diocesanas de presentación del objetivo pastoral durante el mes de octubre en los arciprestazgos. 

          En estas jornadas los arciprestazgos y las parroquias fijarán también sus objetivos específicos con sus acciones y calendario, inspirándose así mismo en el objetivo pastoral diocesano y tratando de aplicar las líneas de acción pastoral del trienio. Vuelvo a recordar que estas líneas señalan cauces o "surcos de trabajo" para tres años, responden a necesidades concretas y proponen sugerencias diversas y variadas.

 

7. La misión de Jesucristo como fundamento de la misión de la Iglesia

 

          El objetivo pastoral diocesano invita a profundizar en la misión de Jesucristo para redescubrir en ella el fundamento de la misión de la Iglesia. En este sentido conviene recordar que el Nuevo Testamento presenta la obra de Jesús como una misión recibida del Padre, confiada después a los discípulos: "Como el Padre me ha enviado, así os envío yo" (Jn 29,21). Jesús es el enviado de Dios y los discípulos prolongan la misión de Cristo (Jn 17,18; 20,21).

 

          Ahora bien, ¿en qué consiste la misión de Jesús? En términos generales la misión de Jesús se concreta en la salvación de los hombres. El vino a buscar y salvar lo que estaba perdido por el pecado (cf. Lc 19,10). De este modo cumplía la voluntad del Padre, llena de bondad y de amor (cf. Jn 3,17). Por eso Jesús es el Salvador, como indica su nombre, porque había de salvar al pueblo de los pecados (cf. Mt 1,12). Más aún, es el único Salvador capaz de redimir al hombre entera y plenamente, porque no hay bajo el cielo otro nombre por el que nosotros podamos ser salvados (cf. Hch 4,12). Su aparición en el mundo, acontecimiento que ha justificado la celebración del Gran Jubileo del 2000, fuela epifanía de la bondad de Dios y de su amor a los hombres (Tit 3,4). 

          Toda la vida de Jesús estuvo definida por el cumplimiento de la misión encomendada por el Padre. En Jesús la salvación tomó cuerpo y realidad palpable, manifestándose en cada una de sus palabras y en cada uno de sus gestos. Movido por el Espíritu Santo Jesús predicó el Reino de Dios y llamó a la conversión y al perdón de los pecados (cf. Mc 1,15; Lc 4,14-21). Pero cuando la palabra de amor se hizo más sonora y el gesto más patente fue en la cruz. Allí se reveló el amor infinito del Padre Dios a los hombres en Jesucristo.  

          Por eso la cruz fue el acto culminante de la misión salvífica de Jesús y la revelación definitiva de la salvación. Una salvación que consiste ante todo en el rescate del pecado y en la transformación radical del hombre que pasa a ser hijo de Dios (cf. Mc 10,45; Jn 1,12; 1 Jn 3,1-8). Jesús transmitió su misión a la Iglesia, la comunidad unida a él por la fe y el amor y que camina en la esperanza hasta la plena consumación del Reino. 

8. El anuncio de la salvación, razón de ser de la Iglesia

         

          La salvación no es algo etéreo, vago e intrascendente. Por el contrario, afecta a lo más íntimo del hombre y, por consiguiente, a su vida. La salvación comienza por el anuncio de Jesucristo, para que "todo el que vea al Hijo y crea en él tenga la vida eterna" (Jn 6, 40). En efecto, creer en el Hijo es conocer al Padre, revelado por Jesús, es aceptar la relación filial que tenía Jesús, mediante la cual no sólo podemos llamarnos hijos de Dios, sino que lo somos en realidad (cf. 1 Jn 3,1). De ese modo, el hombre que recibe el anuncio de Jesús y cree en él, es hecho hijo de Dios al recibir en su corazón el Espíritu del Hijo que da un testimonio irrecusable (cf. Gál 4,6-7; Rm 8,15-17). 

          Para llevar a cabo esta incorporación a su relación con el Padre, Jesús resucitado "envió a los Apóstoles llenos del Espíritu Santo. No sólo los envió a predicar el Evangelio a toda criatura y a anunciar que el Hijo de Dios, con su Muerte y Resurrección, nos libró del poder de Satanás y de la muerte, y nos condujo al reino del Padre, sino también a realizar la obra de salvación que proclamaban, mediante el sacrificio y los sacramentos" (SC 5). Por tanto la única razón de ser de la misión de la Iglesia es continuar en el mundo la misión de Cristo. Esta misión no conoce fronteras ni tiene límite alguno. Es universal por difinición.

 

          Con esta finalidad el Espíritu Santo la construye y la enriquece con diversos dones jerárquicos y carismáticos (cf. LG 4). Los discípulos de Jesús, todos los bautizados, santificados en la verdad (cf. Jn 17,19) y conocedores de la revelación de Dios (cf. Jn 15,15), deberán predicar y ofrecer por todo el mundo la buena nueva de la salvación (cf. Mt 28,18-20).

 

9. La evangelización, misión esencial de la Iglesia

           En la Exhortación Apostólica "Evangelii nuntiandi" [8] el Papa Pablo VI recordaba que "la tarea de la evangelización de todos los hombres constituye la misión esencial de la Iglesia" (EN 14). Por tanto la Iglesia "existe para evangelizar", esto es, para "dar testimonio de una manera sencilla y directa de Dios, revelado por Jesucristo mediante el Espíritu Santo. Testimoniar que Dios ha amado al mundo en su Hijo; que en su Verbo encarnado ha dado a todas las cosas el ser y ha llamado a los hombres a la vida eterna", y anunciar "con franqueza y valentía (parresía) que en Jesucristo Hijo de Dios hecho hombre, muerto y resucitado, se ofrece la salvación a todos los hombres" (EN 27). 

          En el mandato evangelizador se subraya nítidamente el "id al mundo entero" del Señor, que pide salir en busca de todos los hombres para anunciarles la buena noticia e invitarles a ser "hombres nuevos", y "convertir al mismo tiempo la conciencia personal y colectiva de los hombres, la actividad a la que ellos están comprometidos, su vida y ambiente concretos" (EN 18).

           Para llevar a cabo esta misión, el mismo Espíritu que conducía a Jesús en el anuncio del Reino de Dios anima ahora a la Iglesia a desentrañar el mensaje del Evangelio para ofrecerlo y distribuirlo en cada tiempo y en cada lugar. De este modo está siempre brindando las riquezas de Cristo y llamando a los hombres al conocimiento de la verdad y del amor del Padre y del Hijo. En esto se manifiesta también el dinamismo de la encarnación: el Verbo se hizo carne para salvación de todos los hombres de todos los tiempos. 

          El fundamento de la acción evangelizadora de la Iglesia no es otro que la misma persona de Jesucristo. No es una idea ni una doctrina simplemente. El es el que garantiza por el Espíritu de la Verdad (cf. Jn 14,17; 15,26) que la luz sigue brillando en las tinieblas por medio del Evangelio. Innumerables testigos de Cristo han sellado con su sangre en todas las épocas de la historia la proclamación de la esta buena nueva.

 

10. La nueva evangelización, necesidad de nuestro tiempo

 

          El Papa Juan Pablo II ha acuñado la expresión "nueva evangelización" -la explicó por primera vez en Haití en 1983-, para aludir a la necesidad anunciar el Evangelio de una forma "nueva en su ardor, en sus métodos y en su expresión". Se trata de un concepto operativo y dinámico que en ocasiones es utilizado en sentido genérico y otras en sentido específico. En sentido genérico significa evangelizar en un mundo y en una sociedad que ha cambiado, tratando de hacerlo con un nuevo talante y de acuerdo con la conciencia renovada que la Iglesia tiene de sí misma y de su misión. Significa, también, evangelizar de una manera integral la persona, los ambientes y la cultura, dando la prioridad al anuncio de Jesucristo. La idea de la "nueva evangelización" está en continuidad con la expresión "evangelización renovada" de Pablo VI en la Exhortación Apostólica "Evangelii Nuntiandi" (n. 82).

           En sentido específico, como precisa Juan Pablo II en la Encíclica "Redemptoris Missio", "nueva evangelización" o "re-evangelización", se refiere a la situación que se da en los países de vieja cristiandad, en los que "grupos enteros de bautizados han perdido el sentido vivo de la fe o incluso no se reconocen ya como miembros de la Iglesia" (RM 33). Ante las corrientes culturales del secularismo, la Iglesia ha tenido que revisar su quehacer evangelizador y pastoral para que responda a la nueva situación. Sin embargo encuentra una especial dificultad en aquellos que no viven conforme a la fe que han abandonado.

 

11. La nueva evangelización en España

 

          En lo que se refiere a España, este concepto ha sido muy tenido en cuenta en los documentos y en los planes de acción pastoral de la Conferencia Episcopal Española, especialmente a partir de 1990. El Plan del trienio 1990-93 se titulaba precisamente: "Impulsar una nueva evangelización" [9], y aplicaba a la situación española lo que ha de entenderse por evangelización nueva, para que los cristianos, como "alma del mundo", puedan inculturar el Evangelio y evangelizar la sociedad. Como objetivos específicos de aquel plan se señalaban: "fortalecer la vida cristiana", "consolidar la comunión eclesial", "promover la participación de los laicos en la vida y misión de la Iglesia", "intensificar la solidaridad con los pobres y los que sufren y difundir la doctrina social de la Iglesia", e "impulsar la acción misionera de nuestras Iglesias". El Plan del trienio siguiente: "Para que el mundo crea" (Jn 17,21) (1994-97) [10] hacía una nueva reflexión y marcaba las siguientes metas: "impulsar una pastoral de evangelización", "intensificar la comunión eclesial" y "dedicar especial atención a la formación integral de los agentes de acción pastoral evangelizadora". En 1997 se celebró además un Congreso de Pastoral evangelizadora titulado: "Jesucristo, la Buena Noticia" [11].

           Decir "nueva evangelización" o "evangelización renovada" significa, por tanto, poner en marcha en continuidad con la evangelización de los orígenes, un proyecto evangelizador que despliegue santidad de vida y testimonio, comunión eclesial, impulso misionero, interés por la promoción y formación de los laicos, opción preferente por los pobres, renovación de los métodos pastorales, etc., para afrontar de manera corresponsable el anuncio de Jesucristo único Salvador en una sociedad como la española que "sufre una particular erosión en las convicciones religiosas y éticas de una buena parte de su población, para la que el relativismo imperante y el mito del progreso materialista se sitúan como valores de primer orden y de máxima actualidad, relegando los valores religiosos como si fueran piezas de museo o realidades del pasado" [12].

 

          Esta realidad en la que crecen desde el punto de vista religioso el pluralismo y la increencia, el afán de libertad y el distanciamiento respecto de la Iglesia institucional; y desde el punto de vista social la abundancia y la pobreza, la conciencia democrática y la corrupción pública y privada, la búsqueda de la paz y la violencia terrorista, las posibilidades de vida y las realidades de muerte, exige a la Iglesia una presencia más humilde y servicial en la sociedad, más dialogante y trasparente, y más responsable y solidaria con los problemas de los hombres y mujeres de nuestro tiempo.

 

12. Caminos de re-evangelización

 

          Ahora bien, junto a la dificultades que he señalado, existen también muchos aspectos positivos que es necesario valorar para seguir construyendo sobre ello, con la ayuda del Señor, pues Él es quien da el incremento. Estos aspectos positivos señalan en realidad verdaderos caminos para la acción evangelizadora de la Iglesia [13].  

          - Hay muchos católicos que se adhieren con fidelidad a la doctrina de la Iglesia y se esfuerzan por vivir con coherencia y autenticidad los principios evangélicos y morales. 

          - La gran mayoría de pastores y consagrados vive su vocación gozosamente y está dando la vida de modo silencioso, con el estilo del buen samaritano, al servicio de toda la sociedad. Muchas personas e instituciones de la Iglesia sirven a los más pobres y marginados con auténtica entrega y cercanía, ante los problemas del paro, la inmigración, las enfermedades crónicas, las drogodependencias, etc. 

          - Han florecido grupos y movimientos de iniciación a la oración y a la contemplación cristiana en medio del mundo. Es comprobable también por todas partes una vuelta a lo sagrado, como consecuencia del deseo y hambre de Dios. 

          - El nivel de la práctica dominical, que es un índice que tiene su importancia, se mantiene en muchos lugares pese a los cambios sociales y eclesiales. Esto quiere decir que existe también una mayor libertad para actuar como católicos.

 

          - Son cada vez más numerosos los fieles laicos que participan y asumen sus responsabilidades tanto en parroquias como en movimientos eclesiales. Es muy apreciable también el número de personas que integran los voluntariados, movidas por su fe y su amor a Cristo en los necesitados.

 

          - Es reconocida socialmente la contribución de la Iglesia en España a la convivencia y reconciliación nacional y su voluntad de mantener una independencia real del poder político y una mayor cercanía a los humildes y sencillos.

 

          "En esta situación parece, pues, necesaria y urgente la propuesta sencilla, clara y confesante de Dios. Ante el anuncio de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, en la soberanía de Jesucristo, pues sólo Él es el revelador de la Trinidad, la respuesta es la fe. Resulta imprescindible en los evangelizadores un crecimiento gozoso de la fe y de la esperanza, que les haga vivir lo que creen y anunciar lo que viven para comunicar y contagiar el Evangelio de Dios. Es necesario también, por lo mismo, examinar y reavivar nuestra respuesta de fe, raíz y fundamento de la vida cristiana y de la evangelización" [14].

 

13. Características de una "pastoral de evangelización"

 

          Las definía así el Plan pastoral de la Conferencia E. Española para el trienio 1994-97 [15]:

 

          1. Es una pastoral pensada y organizada para favorecer la renovación y consolidación de la fe del pueblo cristiano o su difusión y desarrollo en personas y ámbitos dominados por la increencia. Por eso mismo, no todas las actividades pastorales pueden llamarse igualmente evangelizadoras. En sentido estricto lo son aquellas expresamente dirigidas a favorecer la fe, la conversión a Dios y al Evangelio y a una vida cristiana auténtica y operante, bajo la acción del Espíritu Santo.

 

          2. Cuando se habla de la necesidad de consolidar o difundir la fe se tiene en cuenta no una visión exclusivamente intelectual de la misma sino el concepto bíblico, especialmente el del Nuevo Testamento.

 

          3. Es preciso atender con especial intensidad al proceso de secularización que se ha ido desarrollando entre nosotros y que ha acarreado el crecimiento de la increencia o la debilidad de la fe de los cristianos. La secularización ha afectado a la familia, a la fe en Dios y a la vida religiosa y eclesial, a las referencias religiosas en la vida pública, cultural, profesional y política.

 

          4. Por eso "la evangelización no debe limitarse al anuncio de un mensaje, sino que pretende alcanzar y transformar con la fuerza del Evangelio los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la Humanidad que están en contraste con la Palabra de Dios y con su designio de salvación" (EN 19). Una pastoral de evangelización no puede conformarse con ser una pastoral de mínimos, sino que ha de presentar la vida y la vocación del cristiano a la santidad.

 

          5. Es una acción pastoral que corresponde no sólo a los sacerdotes y religiosos sino también a los laicos.

 

          6. En cuando a sus contenidos y métodos, tiene también sus especiales características bien definidas:

 

- Requiere en primer lugar un anuncio de la Palabra de Dios, especialmente en aquellos puntos que ayudan a creer en Dios y en Jesucristo.

 

- Deber ser personalizada, incorporando intensas experiencias religiosas, personales y comunitarias.

 

- Invita a hacer una revisión de muchas de nuestras actividades pastorales ordinarias que, a pesar de los muchos esfuerzos hechos, no consiguen suscitar el vigor religioso y cristiano en las nuevas generaciones.

 

- Requiere también una renovación espiritual, eclesial y apostólica en los agentes de la pastoral, especialmente en los sacerdotes.

 

          7. Pide a todos una fuerte vivencia espiritual y testimonial, sin dudas ni ambiguedades, con una actuación decidida y animada por el Espíritu de Dios y la misión eclesial, vivida en comunión clara y efectiva, y centrada en lo principal.

 

          8. Supone una conciencia viva de que la fe es un don de Dios que nosotros no podemos promover sino colaborando humildemente con la acción sobrenatural del Espíritu Santo en los corazones de loa hombres. Evangelizar es antes que nada orar. Y requiere también un sentido muy agudo de nuestra propia pobreza a la hora de ser instrumentos de Dios en el anuncio y la edificación de su Reino.

 

          9.  La evangelización en una cultura postcristiana y neopagana tiene que tener permanentemente una dimensión apologética, no polémica ni al viejo estilo, para actuar procurando:

 

- Deshacer malentendidos, aclarar nociones deformadas, superar la barrera de suficiencia y menosprecio ante cualquier llamada religiosa.

 

- Llegar a zonas de interés real de las personas ante cuestiones preliminares como la libertad, la responsabilidad, la pervivencia, la autenticidad y el sentido último de la propia vida, etc...

 

- Utilizar un vocabulario y unas nociones que sirvan a la vez para expresar genuinamente la doctrina de la Iglesia y resulten significativos para nuestros interlocutores, con actitudes de diálogo y de servicio.

 

          10. El anuncio del mensaje debe estar fortalecido por el testimonio de la vida renovada y salvada en la paz y la fraternidad, tanto dentro como fuera de la Iglesia, por un servicio de caridad y ayuda a los necesitados que sea verdaderamente llamativo e iluminador. Son los signos que han de acompañar el anuncio de la Palabra.

 

14. La renovación de nuestras parroquias

 

          El objetivo pastoral diocesano del curso 2000-2001 se propone fomentar la revitalización de la función evangelizadora de nuestras parroquias. Esto será posible si se produce al mismo tiempo una profunda renovación de quienes las integran, pastores y fieles, en el sentido apuntado al tratar de la necesidad de "un mayor compromiso personal especialmente en los presbíteros" para hacer eficaces los objetivos pastorales diocesanos (n. 2), y como señalan varias de las "líneas de acción pastoral" que se han propuesto para el trienio. La renovación de las parroquias comprende también, pero en segundo lugar, la "adaptación de las estructuras pastorales" (línea 10).

           Porque creo que conserva todavía su actualidad, me permito recoger algunas de las cosas que escribí en 1994 de cara al objetivo pastoral dedicado a "la comunidad parroquial al servicio de la evangelización".

           En efecto, "de nada sirve cambiar las estructuras externas o la organización parroquial si los miembros de la parroquia no viven en una permanente búsqueda de perfección y de fidelidad a su condición de hijos de Dios y de la Iglesia.

           Estamos, pues, ante la raíz y el fundamento de toda renovación eclesial. Renovación, desde el punto de vista evangélico, es lo mismo que conversión... No en vano la Iglesia nos invita continuamente a una escucha más atenta de la Palabra divina y a una oración más constante, para adaptar nuestra mentalidad y nuestros caminos a la voluntad del Señor. El año litúrgico, con sus tiempos de esperanza y de alegría, de penitencia y de gozo, va introduciendo a lo largo de nuestra existencia unas actitudes de búsqueda del rostro de Dios... El sacramento de la Reconciliación se centra hoy no sólo en la dimensión personal, insustituible siempre, sino también en la dimensión eclesial del perdón de Dios y aún del retorno a la Iglesia, a la que se daña también con el pecado. La Eucaristía, centro, fuente y culmen de la Iglesia local, reclama coherencia de vida... en la existencia cotidiana" (n. 3.2.).

           "El modo mismo de ayudar a los demás y de poner en práctica el amor fraterno... puede ser hoy diferente a como lo ha sido en otros tiempos. La caridad cristiana exige aunar esfuerzos en orden a la promoción social y cultural de los pueblos, estimular iniciativas de desarrollo, apoyar a los jóvenes y a la mujer en la búsqueda de su lugar en la sociedad, infundir esperanza en nuestro mundo campesino y rural, sensibilizando a personas dispuestas a colaborar con su competencia, con su tiempo o con su aportación económica. También por aquí pasa la renovación de nuestras parroquias..." (ib.).

 

15. La comunión y la corresponsabilidad en la parroquia

 

          El objetivo pastoral diocesano del próximo curso ha de procurar el crecimiento de toda la comunidad diocesana en comunión y en corresponsabilidad, cada uno según el carisma y el ministerio que desempeña, pero convencido de que el sujeto último que debe llevar a cabo la obra de la nueva evangelización es el Cristo total, cabeza y miembros. Nadie tiene derecho a "ir por libre", porque se resentiría el espíritu eclesial.

           Como se trata de revitalizar la acción evangelizadora de la parroquia, me fijo fundamentalmente en ella para urgir esta comunión y corresponsabilidad. La parroquia es una "comunidad de fieles" (cf. CDC, c. 515), en la perspectiva de la eclesiología de comunión propuesta por el Concilio Vaticano II. De aquí se deriva la corresponsabilidad dentro del pueblo de Dios y la necesidad de que todos los fieles contribuyan al bien común y a la acción evangelizadora y pastoral de la parroquia, poniendo al servicio de ésta sus carismas y sus aptitudes, su tiempo e incluso los bienes materiales. A los presbíteros les corresponde fomentar y educar en esta participación para que florezca el sentido de la comunión en todos los campos de la evangelización, tratando de no privilegiar ninguna experiencia sobre otra, sino favoreciendo aquello que conduzca realmente a poner en práctica la misión de la Iglesia.

           Por el mismo motivo la parroquia debe acoger las iniciativas de los movimientos apostólicos o de los grupos de espiritualidad, que puedan aportar también sus propias experiencias y métodos de trabajo. Lo importante es que se integren en la vida de la comunidad parroquial sin perder su identidad específica, pero subordinándola al bien común.

           Aun en las parroquias más pequeñas es indispensable hoy la incorporación de los fieles laicos en la actividad pastoral. Son muchas las tareas de tipo catequético, litúrgico, caritativo, social, formativo, cultural, etc. que pueden llevarse a cabo con participación de los laicos, además de la Junta o consejo económico, que es necesario y muy ventajoso crear, pastoralmente hablando (cf. CDC c. 537), y del Consejo parroquial que conviene tener también.

 

16. A modo de conclusión

 

          Cuando aún estamos celebrando el Gran Jubileo de la Encarnación y del Nacimiento del Señor, que debe presidir aún todo el año 2000, hemos esbozado unas "líneas de acción pastoral" para el trienio 2000-2003 y hemos señalado un objetivo diocesano para el curso próximo, el primero de dicho trienio.

           Lo verdaderamente importante no son los planes pastorales sino quienes han de llevarlos a la práctica y el espíritu con que cada uno se entrega a la tarea encomendada. En este sentido vuelvo a insistir una vez más en la importancia de dos actitudes fundamentales: la primera es la conversión personal a Dios y a lo que nos pide en la hora presente; la segunda es la comunión eclesial a la que me acabo de referir en el número anterior.

           Pero así como evangelizar es siempre un acto eclesial (cf. EN 60), y no una iniciativa personal de un individuo, la evangelización requiere también estar abiertos y unidos a la Iglesia universal. En este sentido la comunión exige también la disponibilidad para la "misión ad gentes", aludida en la segunda y en la séptima línea de acción pastoral. Nuestra conciencia eclesial no es verdadera si no tenenos en cuenta esta otra dimensión esencial de nuestra fe y de nuestra pertenencia a la Iglesia de Jesucristo.

           Termino con unas palabras del Santo Padre Juan Pablo II: "El hombre contemporáneo cree más a los testigos que a los maestros (EN 41); cree más en la experiencia que en la doctrina, en la vida y los hechos que en las teorías. El testimonio de vida cristiana es la primera e insustituible forma de la misión: Cristo, de cuya misión somos continuadores, es el «Testigo» por excelencia (Ap 1,5; 3,14) y el modelo del testimonio cristiano. El Espíritu Santo acompaña el camino de la Iglesia y la asocia al testimonio que él da de Cristo (cf. Jn 15,26-27)" (RM 42).

 

          Que la Santísima Virgen María, "Estrella de la evangelización" [16]y señal de esperanza segura para toda la comunidad cristiana (cf. LG 68), nos aliente y sostenga en esta nueva etapa de nuestra actividad pastoral diocesana.

 

                                 Ciudad Rodrigo, 15 de agosto de 2000

                                   Solemnidad de la Asunción de la Santísima Virgen

                                      + Julián, Obispo de Ciudad Rodrigo

 

 

 


[1]. El Sínodo de los Obispos de 1.971 manifestó el deseo de que los ingresos de los sacerdotes estén separados de los actos ministeriales, sobre todo sacramentales: cf. Declaración Ultimis temporibus, II, 4: AAS 63 (1.971), 921.

[2]CD 28; PO 17; 20; PDV 30; CDC, c. 282, 2.

[3]. En este sentido remito a la Carta de Juan Pablo II a los sacerdotes el Jueves Santo de este año, y a la que yo escribí sobre "El ministro de la Eucaristía" dirigida a los presbíteros. en la Cuaresma.

[4]. No se olvide que los arciprestes son delegados del Obispo para la atención a los sacerdotes de su demarcación y están inmeditamente encargados de los encuentros sacerdotales y de promover acciones pastorales en su zona.

[5]. Juan Pablo II, Encíclica "Redemptoris Missio", de 7-XII-1990 (= RM), n. 33.

[6]. Por ejemplo 1.991-92: "Conocer el Evangelio para una nueva evangelización en nuestra Iglesia Civitatense"; y 1.993-94: "Promover, potenciar e instaurar una catequesis de adultos evangelizadora en nuestras comunidades parroquiales civitatenses".

[7]. Especialmente la de 1994-95: "La comunidad parroquial al servicio de la evangelización".

[8]. Pablo VI, Exhortación Apostólica "Evangelii nuntiandi", de 8-XII-1975 (= EN).

[9]Conferencia E. Española, "Impulsar una nueva evangelización", Plan de acción pastoral de la CEE para el trienio 1990-1993, EDICE, Madrid 1990.

[10]Conferencia E. Española, "Para que el mundo crea (Jn 17,21)", EDICE, Madrid 1994.

[11]. Comité para el Jubileo del año 2000, "Jesucristo, la Buena Noticia". Congreso de Pastoral Evangelizadora, EDICE 1997.

[12]. Conferencia E. Española, "Proclamar el año de gracia del Señor". Plan de acción pastoral para el cuatrienio 1997-2000, EDICE 1997, n. 45.

[13]. Los enumero siguiendo el documento citado en la nota anterior, nn. 54 y ss.

[14]. Ib., n. 61. Véase también: Conferencia E. Española, "Dios es amor", Instrucción pastoral en los umbrales del Tercer Milenio, EDICE, Madrid 1998.

[15]. Cf. "Para que el mundo crea" (Jn 17, 21), cit., pp. 17-25.

[16]. Juan Pablo II, Discurso inaugural de la Conferencia de Puebla, de 28-I-1979, n. 94.

 

LA MISION DELA IGLESIA Y LA REVITALIZACION EVANGELIZADORA DE NUESTROS ARCIPRESTAZGOS

Exhortación pastoral sobre el Objetivo diocesano para el curso 2001-02

SUMARIO 
 

Introducción

1. De nuevo la evangelización 
2. Retos y líneas de acción pastoral 
3. Un nuevo objetivo diocesano 
 

I. LA MISION EVANGELIZADORA DE LA IGLESIA

4. De la misión de Jesucristo a la misión de la Iglesia 
5. El Espíritu Santo "protagonista de la misión eclesial" (RM 21) 
6. La misión de la Iglesia hoy bajo la acción del Espíritu 
7. Crecer como Iglesia gracias a la misión 
8. ¿Nuestra Diócesis es misionera? ¿y nuestras comunidades? 
9. Caminos de misión en nuestra Diócesis

 1.- Crecer en comunión 
 2.- Testimonio de vida 
 3.- Autoevangelización 
 4.- Espíritu de oración 
 5. Vida litúrgica y sacramental centrada en la Eucaristía 
 

II. EL ARCIPRESTAZGO AL SERVICIO DE LA EVANGELIZACION

10. El arciprestazgo: configuración canónica y órgano pastoral  
11. Comunión y corresponsabilidad para la evangelización 
12. Reorganización de los arciprestazgos 
13. Necesidad de renovación sobre todo de las personas 
14. La misión del arcipreste 
 

III. LOS CAMPOS DE LA ACCION EVANGELIZADORA EN EL ARCIPRESTAZGO

15. En relación con la vida espiritual y a la formación permanente (líneas 1ª y 2ª) 
16. En relación con la Iniciación cristiana y con la pastoral del domingo (líneas 3ª y 4ª) 
17. En relación con las manifestaciones de la piedad popular (línea 5ª)    
18. La pastoral de la familia y de los jóvenes (líneas 6ª y 7ª) 
19. La acción social de los cristianos (líneas 8ª y 9ª)

20. Amodo de conclusión

 

"Ningún día dejaban de enseñar, en el templo y por las casas, anunciando el Evangelio de Jesucristo" (Hch 5,42)

 


  
 

 Introducción

 Queridos diocesanos:

 Al comenzar esta Exhortación pastoral de cara al nuevo curso (1) , me vienen a la mente las palabras que he puesto al principio y que reflejan la actitud de los Apóstoles y, en general de los primeros cristianos, que se tomaron muy en serio el mandato misionero del Señor (cf. Mc 16,15; etc.), de modo que un día y otro anunciaban y enseñaban la buena nueva de Jesucristo no sólo en el templo sino también por las casas, quizás casa por casa (cf. Hch 5,42).

1. De nuevo la evangelización

 El curso 2001-02 va a ser el segundo en el que hemos de aplicar las "líneas de acción pastoral" señaladas, a modo de "surcos de trabajo pastoral", cuando el Gran Jubileo tocaba a su fin. "Denominador común de esas líneas, escribí hace un año,  es la necesidad de la evangelización como preocupación general y prioritaria. La Iglesia particular de Ciudad Rodrigo necesita reforzar su misión al servicio del Reino de Dios con la mirada puesta en Jesucristo, origen y dueño de la acción evangelizadora" (2) .

 Por este motivo volvemos otra vez al tema de la evangelización, vocación permanente de la Iglesia y urgencia pastoral primordial. En este aspecto nuestro tiempo se parece mucho al de los orígenes del cristianismo. Aunque han pasado dos mil años y somos herederos y depositarios de una rica tradición cristiana, es necesaria una nueva evangelización que dé respuesta a la demanda de muchos de los hombres y mujeres que piden a los creyentes, quizás no siempre de manera consciente, que les hablemos de Jesucristo y que se lo hagamos "ver": ¿No es quizá cometido de la Iglesia reflejar la luz de Cristo en cada época de la historia y hacer resplandecer también su rostro ante las generaciones del nuevo milenio?" (3) .

2. Retos y líneas de acción pastoral

 Puede parecer reiterativo, pero la secularización progresiva y el avance del neopaganismo que parece envolverlo todo reclaman de nosotros un anuncio explícito de Jesucristo, una permanente actitud de conversión del corazón y una vivencia de la fe y de cuanto significa ser cristianos, en íntima vinculación con la comunidad parroquial y diocesana que garantiza la pertenencia a la Iglesia de Jesús y la fidelidad a su mensaje.

 Las diez líneas de acción pastoral para el trienio responden al propósito de continuar la experiencia que supuso la preparación y la celebración del Gran Jubileo, especialmente desde el curso 1996-97, pero también a la necesidad de inspirar los objetivos diocesanos con sus correspondientes acciones. Por otra parte estas líneas concretan entre nosotros lo que el Papa Juan Pablo II ha invitado a hacer a todas las Iglesias particulares, es decir, "establecer aquellas indicaciones programáticas concretas -objetivos y métodos de trabajo, de formación y valorización de los agentes y la búsqueda de los medios necesarios- que permiten que el anuncio de Cristo llegue a las personas, modele las comunidades e incida profundamente mediante el testimonio de los valores evangélicos en la sociedad y en la cultura" (NMI 29).

  He aquí las líneas que propusimos (4) :

 1. Atención a la vida espiritual en todos los sectores del pueblo de Dios. 
 2. Formación permanente con talante misionero y promoción de un laicado adulto. 
 3. Intensificación de la pastoral de la Iniciación. cristiana 
 4. Revitalizar la celebración del domingo. 
 5. Acompañamiento paciente y discernimiento de la piedad popular. 
 6. Desarrollo de la pastoral familiar. 
 7. Pastoral juvenil en clave vocacional. 
 8. Mayor presencia de la Iglesia y de los cristianos en la sociedad.  
 9. Promover el desarrollo integral de las personas y de los pueblos en línea con la doctrina social de la Iglesia. 
 10. Adaptación de las estructuras pastorales al servicio de la acción evangelizadora.

 Estas líneas responden a la situación que nos toca vivir y que nos pide "reavivar en nosotros el impulso de los orígenes, dejándonos impregnar por el ardor de la predicación apostólica después de Pentecostés. Hemos de revivir en nosotros el sentimiento apremiante de Pablo, que exclamaba: "¡ay de mí si no predicara el Evangelio!" (1 Co 9,16)" (NMI 40).

3. Un nuevo objetivo diocesano

 El año pasado dijimos también que los objetivos pastorales del trienio deberían centrarse en la renovación de las parroquias (curso 2000-01), en la renovación de los arciprestazgos (curso 2001-02) y en la renovación de la diócesis (curso 2002-03), siempre en clave misionera y evangelizadora. 

 Por este motivo el objetivo del curso pasado, además de fijarse en la misión de N.S. Jesucristo como fundamento de la misión de la Iglesia, señaló como tarea "la revitalización de la acción evangelizadora de nuestras parroquias" (5) . En el curso 2001-02 se da un paso más. Este curso nos centraremos ya en la actividad misionera de la Iglesia (primer aspecto del objetivo del próximo curso), y en la renovación de los arciprestazgos de cara a la acción evangelizadora en comunión y corresponsabilidad (segundo aspecto del objetivo).

 En consecuencia el objetivo diocesano de pastoral del curso 2001-02 queda formulado así:

 PROFUNDIZAR EN LA MISION DE LA IGLESIA 
 PARA FORTALECER LA COMUNION Y LA CORRESPONSABILIDAD 
 DE LOS ARCIPRESTAZGOS 
 EN LA ACCION EVANGELIZADORA

 La Exhortación pastoral desarrolla el objetivo propuesto en tres partes: la primera versa sobre la misión evangelizadora de la Iglesia, la segunda trata del arciprestazgo al servicio de la evangelización, y la tercera extrae algunas consecuencias concretas de tipo operativo. 
 

 I. LA MISION EVANGELIZADORA DE LA IGLESIA

4. De la misión de Jesucristo a la misión de la Iglesia

 Ciertamente la misión de Jesucristo se prolonga en la misión de la Iglesia, depositaria y continuadora de la obra de salvación de su Señor y Esposo. En este sentido la misión de la Iglesia está íntimamente unida al misterio de las misiones divinas del Hijo y del Espíritu Santo, si bien se manifestó en la vocación de los primeros discípulos, cuando Jesús, después de haber hecho oración al Padre, llamando a sí a los que Él quiso, eligió a los Apóstoles para enviarlos a predicar el Reino de Dios (cf. Mc 3,13-19; Mt 10,1-42), primero a los hijos de Israel y después a todas las gentes (cf. Rom 1,16), para que hiciesen discípulos suyos a todos los pueblos, los bautizasen y les enseñasen (cf. Mc 16,15; Mt 28,16-20; Lc 24,45-48; Jn 20,21-23). Jesús prometió también estar con los enviados hasta la consumación de los siglos (cf. Mt 28,20).

 Fue precisamente en la resurrección de Jesús con la donación del Espíritu Santo cuando la misión eterna del Hijo de Dios y del Espíritu Santo se convirtió en la misión de la Iglesia: "Como el Padre me envió así os envío yo" (Jn 20,21; cf. Mt 28,19; Lc 24,47-48; Hch 1,8). Como enseña el Concilio Vaticano II, la Iglesia es "por su misma naturaleza misionera, porque tiene su origen en la misión del Hijo y en la misión del Espíritu Santo según el plan de Dios Padre" (AG 2). Esto quiere decir que la Iglesia tiene el mismo origen que las misiones del Hijo y del Espíritu Santo, es decir, el amor eterno del Padre que "quiere que todos los hombres se salven" (1 Tm 2,4); y como fin último el hacer participar a todos los hombres en la comunión de la vida trinitaria (cf. CCE 850-851) (6) .

 La misión de la Iglesia, por tanto, arranca de su propio ser. Nacida del costado de Cristo es expansión en el tiempo de la presencia salvadora del Hijo de Dios encarnado para transmitir, bajo el impulso del Espíritu Santo, la vida divina a los hombres que ella misma recibe. En su condición de Cuerpo de Cristo animado por el Espíritu Santo, la Iglesia es camino y medio obligado en la comunicación de la salvación de Dios a los hombres.

5. El Espíritu Santo "protagonista de la misión eclesial" (RM 21)

   La Iglesia existe para la misión. El ser de la Iglesia es ser en la misión, al servicio del Reino de Dios predicado por Jesús e inaugurado con su muerte y resurrección y la donación del Espíritu Santo. Todos estos aspectos están inseparablemente unidos en el acontecimiento de la Pascua-Pentecostés (cf. Jn 19,30; 20,22; Hch 2,1 ss.).

 En efecto, cuando se cumplió la promesa de Jesús: "Seréis bautizados en el Espíritu Santo" (Hch 1,5), el Espíritu empujó a los Apóstoles a predicar el Evangelio precediéndoles, acompañándoles y permaneciendo en ellos (cf. Hch 2,4; 4,31; etc.) como había ocurrido con Jesús desde su encarnación (cf. Lc 1,35; 3,22; 4,1.14; etc.). El Espíritu Santo escogió para la misión a Bernabé y a Saulo (cf. Hch 13,2.46-48), inspiró el concilio de Jerusalén (cf. Hch 15,5-11.28) y llenó a los Apóstoles de audacia y de valentía para predicar y dar testimonio en nombre de Jesús (cf. Jn 15,26-27; Hch 1,8; 4,33; 9,27-28; etc.).

 Desde entonces el Espíritu se manifiesta en la comunidad cristiana y la "la Iglesia se presenta ante el mundo como continuadora de la misión de Cristo, anunciando el Evangelio y dispensando los sacramentos de la salvación (cf. LG 2; SC 6). El Espíritu Santo guía a la Iglesia y hace que todos los creyentes en Cristo, santificados por Él, crezcamos juntos hacia la plena comunión y demos testimonio de la verdad del Evangelio. Él es 'quien vivifica, unifica y mueve todo el cuerpo de la Iglesia' (LG 7)" (7) . El nombre de Jesús y el poder del Espíritu Santo son las constantes de la misión de la Iglesia.

6. La misión de la Iglesia hoy bajo la acción del Espíritu

 El Concilio Vaticano II quiso recordar también la acción del Espíritu Santo en el corazón de cada hombre mediante las "semillas del Verbo" en las iniciativas religiosas y en las actividades humanas que tienden a la verdad, al bien, a Dios. Hablando del misterio pascual afirma: "Esto vale no solamente para los cristianos, sino también para todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo invisible... En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma sólo de Dios conocida, se asocien a este misterio pascual" (GS 22). 

 De hecho es el Espíritu Santo el que mueve los corazones de los hombres para que se conviertan a Dios y se adhieran a Aquel que es "el camino, la verdad y la vida" (Jn 14,6). Dios no está lejos de aquellos que lo buscan sinceramente aun en medio de las sombras, ya que Él es quien da la vida, el aliento y todas las cosas (cf. Hch 17,25-28). Los que desconocen sin culpa el Evangelio de Cristo y, a pesar de ello, se esfuerzan bajo el influjo de la gracia en hacer la voluntad de Dios, conocida a través de la voz de la conciencia, pueden alcanzar la salvación eterna (cf. LG 16). 

 Pero a nosotros debe preocuparnos profundamente la situación de muchos fieles, especialmente jóvenes, que a pesar de haber sido bautizados y confirmados, viven completamente al margen de la comunidad cristiana o han abandonado la práctica religiosa. Esta situación es indicativa del reto que tiene la Iglesia en zonas como la nuestra, en las que la "sociedad cristiana" está adoptando, en el contexto de la globalización y de los cambios culturales, formas de vida cada día más opuestas al mensaje de Cristo (cf. RM 33-34; 37; etc.; NMI 40). Por esto la misión ha de adoptar entre nosotros las características de la "nueva evangelización", o anuncio explícito de Jesucristo con nuevo ínmpetu, nuevos métodos y nuevas expresiones (8) . 

 Ahora bien, como dice el Papa: "Dios abre a la Iglesia horizontes de una humanidad más preparada para la siembra evangélica. Preveo que ha llegado el momento de dedicar todas las fuerzas eclesiales a la nueva evangelización y a la misión ad gentes. Ningún creyente en Cristo, ninguna institución de la Iglesia puede eludir este deber supremo: anunciar a Cristo a todos los pueblos" (RM 3).

7. Crecer como Iglesia gracias a la misión

 Desde el momento en que Jesús dio a la Iglesia el mandato de continuar su misión, toda comunidad cristiana es misionera y se encuentra a sí misma en el servicio de la misión. Por este motivo la fidelidad a la misión lleva a la comunidad a crecer como Iglesia de Cristo.

 En efecto, la Iglesia tiene significado únicamente en esta perspectiva dinámica. La evangelización es la vocación y la identidad de la Iglesia (cf. EN 14). Esta no es un fin en sí misma. Su razón de ser está en la proclamación del mensaje de la salvación y al mismo tiempo en bautizar (santificar), enseñar y dar testimonio de Jesucristo con proyección universal. El resultado de la acción misionera es el establecimiento de la Iglesia mediante la conversión, la fe, el bautismo y la entrada en la comunidad cristiana de quienes deciden seguir a Jesucristo y perseverar en la enseñanza apostólica, en la Eucaristía, en la "comunión del Espíritu" y en las oraciones (cf. Hch 2,39-42).

 En este sentido la evangelización fue la labor más importante de la Iglesia en los orígenes, tal como ha quedado reflejado en el Nuevo Testamento. San Pablo es fue representante más significativo de esta tendencia, como puede verse en sus cartas (cf. Rm 1,14-15; 1 Cor 1,23; 9,14; 15,14; 2 Cor 4,5; Ef 3,8; 2 Tim 1,11; etc.). La urgencia en proclamar el Evangelio, confirmado por el testimonio de vida de los enviados, hacía que la Iglesia se extendiese por todas partes y difundiese la salvación que Cristo había hecho posible. De este modo pasó de Jerusalén a Samaría, a Antioquía y a todos los lugares de los que hay constancia en el Nuevo Testamento. En todas partes se repetía el envío misionero descrito por ejemplo en Hch 13,2-3: los responsables de la Iglesia, después de haber ayunado y orado, imponían las manos sobre los elegidos y los enviaban como misioneros. 

 Lo que ocurrió en los orígenes se repite hoy en nuestras comunidades eclesiales. Estas crecen interiormente y se ensanchan gracias a la acción evangelizadora. Por eso toda Iglesia particular o local, para ser plena y auténticamente ella misma, debe ser misionera manifiestando su fecundidad espiritual en el anuncio del Evangelio a los que no conocen a Jesucristo y en la cooperación en el establecimiento y el desarrollo de otras Iglesias. Por otra parte evangelizar es siempre un acto eclesial (cf. EN 60), es decir, no responde a una iniciativa particular o aislada. El evangelizador ha de estar unido a la misión de la Iglesia que se realiza en cada lugar y que garantiza la fidelidad al mandato del Señor.

8. ¿Nuestra Diócesis es misionera? ¿y nuestras comunidades?

 Todas estas reflexiones nos conducen a hacernos una pregunta: ¿nuestra Iglesia a nivel diocesano y a nivel de las parroquias y demás comunidades, es misionera en el sentido señalado antes? ¿Sentimos todos los miembros de la Iglesia local el imperativo evangelizador y misionero y actuamos en consecuencia? ¿Es suficiente que al llegar las jornadas y colectas misionales o en favor de los pueblos del tercer mundo, recemos por el fruto de la actividad misionera de la Iglesia y colaboremos económicamente? Ciertamente no podemos olvidar que nuestra Diócesis ha cooperado con otras Iglesias enviando sacerdotes, religiosos y religiosas, entre los que se cuenta un notable número de misioneros y misioneras. 

 Pero el problema más acuciante que nos afecta, apuntado ya más arriba en los nn. 1 y 6, es la necesidad de evangelizar de nuevo a los "bautizados que han perdido el sentido vivo de la fe o incluso no se reconocen ya como miembros de la Iglesia, llevando una existencia alejada de Cristo y de su Evangelio" (RM 33). ¿Cómo afrontamos este reto?

 No se trata de entrar en discusiones sobre los conceptos de misión, de actividad misionera, de evangelización y de nueva evangelización, porque en el fondo sólo hay una misión que tiene su origen en Cristo y su objeto esencial en la comunicación de la vida divina a los hombres en la Iglesia bajo la acción del Espíritu Santo. Las preguntas anteriores pretenden en definitiva hacer aflorar en todos los miembros de la comunidad diocesana la inquietud y el afán de responder personal, comunitaria e institucionalmente al mandato misionero de Jesús hacia el interior de nuestras propias parroquias y ambientes sin olvidar la cooperación con otras Iglesias.

 Porque difícilmente una Diócesis será misionera si descuida cualquiera de los dos aspectos que acabo de señalar. Más aún, la dedicación al primero redundará en el segundo, y viceversa. Esto es lo que se deduce de la propia experiencia eclesial avalada por las enseñanzas de la Iglesia: "Las Iglesias de antigua cristiandad ante la dramática tarea de la nueva evangelización, comprenden mejor que no pueden ser misioneras respecto a los no cristianos de otros países o continentes, si antes no se preocupan seriamente de los no cristianos en su propia casa. La misión ad intra es signo creíble y estímulo para la misión ad extra, y viceversa" (RM 34).

9. Caminos de misión en nuestra Diócesis

 Con este título quiero referirme a una serie de factores tanto de renovación de la conciencia misionera y evangelizadora como de actuación concreta para hacer más vivo y operativo el compromiso de nuestra Iglesia en la fidelidad al mandato de Cristo de anunciar el Evangelio a todas las gentes, empezando por "nuestra propia casa". En algunos de estos factores reaparecen las líneas prioritarias de acción pastoral apuntadas en el n. 2. En efecto, "la misión renueva la Iglesia, refuerza la fe y la identidad cristiana, da nuevo entusiasmo y nuevas motivaciones. ¡La fe se fortalece dándola! La nueva evangelización de los pueblos cristianos hallará inspiración y apoyo en el compromiso por la misión universal" (RM 2):

 1.- Crecer en comunión: La comunión eclesial o unidad interna y externa de los discípulos de Jesús es uno de los signos más valiosos "para que el mundo crea" (Jn Jn 17,21). En efecto, la acción evangelizadora nace en comunidades cristianas religiosamente vigorosas en la fe y en la oración, que se esfuerzan en superar las limitaciones y las discrepancias de sus miembros por medio de la caridad, procurando vivir en una comunión efectiva con los pastores de la Iglesia y respetando todos los carismas y funciones y tratando de basar todas las relaciones intraeclesiales en la imagen amorosa de la SS. Trinidad. La comunión eclesial es "comunión misionera", que genera y es fruto a la vez de la misión (cf. Jn 15,16; ChL 32). 

 No es casual que el Santo Padre Juan Pablo II insista tanto en lo que él llama "espiritualidad de comunión", proponiéndola como principio de formación de toda comunidad cristiana: "Espiritualidad de la comunión significa ante todo una mirada del corazón sobre todo hacia el misterio de la Trinidad que habita en nosotros, y cuya luz ha de ser reconocida también en el rostro de los hermanos que están a nuestro lado" (NMI 43). El motivo es que Dios quiere que toda la humanidad sea una familia, según el modelo de la Santísima Trinidad. La Iglesia es signo que anuncia esta comunión y e instrumento que la hace realidad ya en este mundo (cf. LG 1).

 2.- Testimonio de vida: También lo señala el Papa: "El hombre contemporáneo cree más a los testigos que a los maestros (cf. EN 69); cree más en la experiencia que en la doctrina, en la vida y los hechos que en las teorías. El testimonio de vida cristiana es la primera e insustituible forma de la misión" (RM 42). Jesús envió a sus apóstoles con el mandato explícito de ser sus testigos (cf. Hch 1,8). La primitiva comunidad cristiana era consciente de la importancia de una vida recta y santa para proclamar el mensaje evangélico. Se otorgaba mucha importancia al amor fraterno y a la comunicación de bienes (cf. Hch 2,44-47), pero también se esforzaban en ser buenos ciudadanos obedeciendo a la autoridad legítima (cf. Rm 13,1-3). Se daba incluso un gran valor a los sufrimientos como parte de la misión apostólica (cf. 2 Cor 11,31). "Recuerden todos que el testimonio diario, basado en una vida de intimidad con Cristo, es un medio incomparable para la evangelización" (9)  . 

 Junto a la vida misma de los cristianos "el testimonio evangélico, al que el mundo es más sensible, es el de la atención a las personas y el de la caridad para con los pobres y los pequeños, con los que sufren. La gratuidad de esta actitud y de estas acciones, que contrastan profundamente con el egoísmo presente en el hombre, hace surgir unas preguntas precisas que orientan hacia Dios y el Evangelio" (RM 42). Sólo con el testimonio se puede aspirar a la transformación de la sociedad con la fuerza del Evangelio (cf. EN 19). Por eso es necesario "apostar por la caridad", como señala el Papa (cf. NMI 49-50).

 3.- Autoevangelización: La comunidad cristiana, para ser capaz de cumplir su misión de evangelizar con eficacia, necesita evangelizarse constantemente a sí misma. Es lo que pedía el Papa Pablo VI cuando hablaba de la Iglesia como "comunidad evangelizada y evangelizadora", formada por quienes primero han acogido con sinceridad el Evangelio y se reúnen para buscar juntos el Reino de Dios, construirlo y vivirlo. Los que han sido evangelizados "constituyen una comunidad que es a la vez evangelizadora... Aquellos que ya han recibido la Buena Nueva y que están reunidos en la comunidad de salvación, pueden y deben comunicarla y difundirla" (EN 13). Por otra parte la Iglesia, expuesta a los peligros del mundo, ha de escuchar y acoger continuamente el Evangelio. La comunidad consciente de esta necesidad, es capaz de compartir el mensaje de salvación con los demás.

 4.- Espíritu de oración: Nunca se insistirá bastante en este aspecto de la vida cristiana que pone de relieve la primacía de la gracia divina. A pesar de los fenómenos de la secularización de las costumbres y del hedonismo de vida del que no se ven libres ni siquiera los cristianos más fieles, se constata hoy una exigencia creciente de espiritualidad en todos los sectores del pueblo de Dios, manifestada sobre todo en la necesidad de orar (cf. NMI 33). En este hecho ha podido influir la actitud de los creyentes de religiones no cristianas venidas de Oriente. 
   
 Pero es preciso orar como el Señor nos ha enseñado (cf. Lc 11,1-4) y como el Espíritua Santo, que "viene en ayuda de nuestra debilidad" (Rm 8,26), nos impulsa a hacerlo en confianza filial con el Padre y en apertura dialogal a lo que Él quiere manifestarnos a través de su Hijo. Por este motivo "nuestras comunidades cristianas tienen que llegar a ser auténticas "escuelas de oración", donde el encuentro con Cristo no se exprese solamente en petición de ayuda, sino también en acción de gracias, alabanza, adoración, contemplación, escucha y viveza de afecto hasta el 'arrebato del corazón'. Una oración intensa, pues, que sin embargo no aparta del compromiso en la historia: abriendo el corazón al amor de Dios, lo abre también al amor de los hermanos, y nos hace capaces de construir la historia según el designio de Dios" (NMI 33).

 La oración, presente en los planes de pastoral de las comunidades parroquiales y de los movimientos y grupos eclesiales (cf. NMI 34), no sólo no es una pérdida de tiempo sino condición indispensable para la evangelización (cf. Mt 6,10; 9,38; 18,19; RM 78).

 5. Vida litúrgica y sacramental centrada en la Eucaristía. El Cristo que es anunciado en la evangelización, es "palabra y sacramento", es decir, es la suprema Palabra de Dios, el Verbo eterno del Padre en el cual lo ha dicho todo (cf. Jn 1,1 ss.: Hb 1,1-2), y es el supremo y primer sacramento del encuentro del hombre con Dios (cf. Jn 1,14; 1 Jn 1,1-3). El Evangelio, identificado con la persona de Jesús y con su obra de salvación (cf. Mc 1,1; Rm 1,1-4; Lc 17,21), es una realidad que debe ser acogida tanto en la predicación que la anuncia como en los signos sacramentales que la comunican. Por eso creer en Cristo es aceptar su palabra y dejarse santificar por sus sacramentos, comenzando por el Bautismo (cf. Hch 2,41; 8,34-38) y perseverando en la vida litúrgica de la comunidad (cf. Hch 2,42). La palabra predicada y los sacramentos de la Iniciación cristiana hacen nacer y renacer a la Iglesia bajo la acción del Espíritu Santo (cf. Jn 19,30.34; CCE 1091 ss.).

 De ahí la íntima conexión entre palabra y sacramento, entre evangelización y pastoral litúrgica. La palabra anuncia, suscitando la fe, lo que el Padre ha operado en Jesús para la salvación del mundo y el sacramento actualiza y cumple en los fieles el misterio de Cristo (cf. CCE 1100-1102 y 1104). Entre todos los sacramentos sobresale la Eucaristía, "fuente y cumbre" de la actividad de la Iglesia y aun de toda la vida cristiana (cf. SC 10; LG 11; PO 5). Por eso la comunidad cristiana, surgida en la evangelización, vive y expresa su identidad más profunda, la de ser cuerpo de Cristo y templo del Espíritu, en torno a la mesa eucarística (cf. LG 3). Una comunidad que celebra intensamente la Eucaristía, sobre todo el domingo (cf. NMI 35-36), se siente enviada de nuevo (10) . La Eucaristía regenera continuamente a la Iglesia y la nutre con aquel amor que anima toda labor evangelizadora (cf. PO 13; EN 76; RM 51). 
 

 II. EL ARCIPRESTAZGO AL SERVICIO DE LA EVANGELIZACION

 La segunda parte de esta Exhortación se ocupa del arciprestazgo como cauce de comunión y de corresponsabilidad en la acción evangelizadora de la Iglesia diocesana, de la misma manera que el objetivo diocesano de pastoral del curso pasado se refirió a la parroquia (11)  .

10. El arciprestazgo: configuración canónica y órgano pastoral 

 En el contexto de la misión de la Iglesia y de las preguntas hechas en el n. 8: "¿Es misionera nuestra Diócesis? ¿lo son nuestras comunidades?", hagamos ahora una reflexión sobre el arciprestazgo ante todo como unidad de trabajo pastoral, sin olvidar que ha sido primeramente una institución eclesiástica centrada en la figura del arcipreste y contemplada en el ordenamiento canónico de la Iglesia. En las últimas décadas el arciprestazgo o decanato ha conocido una interesante revalorización como unidad al servicio de la pastoral de conjunto y, en terminología acuñada en nuestra región y que hizo fortuna en nuestra Diócesis, como "hogar, escuela y taller".

 En efecto, la figura del arcipreste o "vicario foráneo" es conocida desde el siglo V, época en la que se organizaron las parroquias rurales. El arcipreste era un delegado del Obispo que con el tiempo fue asumiendo diversas tareas desde la visita a las parroquias y la supervisión de la acción pastoral y de los archivos hasta la tutela y las convocatorias del clero. A partir del Concilio Vaticano II (cf. CD 30) el arcipreste debe impulsar y coordinar la acción pastoral en la que participan sacerdotes, religiosos y laicos. El Código de Derecho Canónico dedica varios cánones a los arciprestes e indirectamente a la vida de los arciprestazgos (cf. CDC c. 553-555). Entre las competencias que tiene el arcipreste destaca la de "fomentar y coordinar la actividad pastoral común en el arciprestazgo" (CDC c. 555, 1, &1).

 Para facilitar precisamente esta actividad pastoral común, "varias parroquias cercanas entre sí pueden unirse en grupos peculiares como son los arciprestazgos" (CDC c. 374, 2). El arciprestazgo por tanto no es una superparroquia ni una entidad que las suplante. Tampoco es una fusión de parroquias, de manera que cada una conserva su autonomía y pesonalidad jurídica propia. Sin embargo es un cauce necesario para la misión de la Iglesia en un determinado territorio de la diócesis, con cierta homogeneidad humana y religiosa y con un número significativo de sacerdotes, de manera que haga posible no solamente la acción pastoral común sino también la vivencia de la fraternidad sacerdotal y apostólica. Es este aspecto el que se ha querido fomentar especialmente durante los últimos años en las diócesis de la Región del Duero, hoy "Iglesia en Castilla", haciendo del arciprestazgo renovado un órgano fundamental de la pastoral diocesana (12) .     
  
11. Comunión y corresponsabilidad para la evangelización

 El arciprestazgo es, por tanto, una estructura pastoral y sobre todo un ámbito en el que se ha de vivir intensamente la comunión de la Iglesia como "comunión misionera" y "camino de misión" en el sentido señalado antes (cf. n. 9,1 y 9,5). En efecto, la comunión de la Iglesia se manifiesta primero en la fraternidad entre los presbíteros entre sí, como "fraternidad sacerdotal" basada en el sacramento del Orden y en la pertenencia al mismo presbiterio diocesano: cf. LG 28; PO 7; PDV 17 (13) . Pero se ha de extender también a las religiosas y a los laicos que trabajan al servicio del Reino de Dios en la misión pastoral de la Iglesia particular. Esto es lo que se llama "fraternidad apostólica": cf. PO 9; AA 25; etc. (14)  . 

 Se trata, en definitiva, de que todos los presbíteros, religiosas y laicos que dedicados a la acción pastoral en el arciprestazgo se esfuercen, en un clima de disponibilidad y de apertura a los demás y a la acción del Espíritu Santo, en superar las propias limitaciones personales, en ayudarse unos a otros y, cuando sea necesario, suplirse y atenderse mutuamente. A este respecto escribí en mi primera Exhortación pastoral, recogiendo una importante conclusión del Congreso sobre Parroquia evangelizadora de 1988: "La urgencia de la evangelización exige también compartir lo que se es y lo que se tiene: 'La parroquia actual sólo podrá realizar su función evangelizadora, si se complementa con la acción evangelizadora promovida desde una pastoral supraparroquial de la Iglesia particular (arciprestazgo, zona, servicios de los departamentos diocesanos). En esta pastoral, la parroquia deberá coordinarse con otras parroquias y comunidades religiosas y laicales, así como con los servicios, asociaciones y movimientos de una pastoral especializada y de una pastoral de ambientes'. Complemento y coordinación son una consecuencia de la comunión eclesial dentro de la comunidad diocesana y del presbiterio" (15) .

 Ya he aludido antes al ideal del arciprestazgo como "hogar, escuela y taller". Se trata de un objetivo que no debemos perder de vista nunca como expresión y testimonio de la unidad eclesial, condición para la evangelización (cf. Jn 17,21). 

 - El arciprestazgo debe ser "hogar" de hermanos que comparten oración y experiencia de vida, a imagen de la Familia divina trinitaria cuyas Personas subsisten entre sí, a la vez que en su seno se proyecta y se inicia la obra de nuestra salvación. 

 - Ha de ser también "escuela" en la que se aprende continuamente, mediante una formación teológica y espiritual actualizada, amor fraterno, caridad pastoral y corresponsabilidad en el servicio del Reino de Dios y en las tareas concretas. 

 - Finalmente ha de ser "taller" en el que se elaboran, coordinan y revisan iniciativas, programas y métodos de evangelización para trabajar en las distintas funciones de la misión de la Iglesia: el servicio de la Palabra, el ministerio de la santificación y del culto, la diaconía de la caridad, etc.

12. Reorganización de los arciprestazgos 
  
 Estos bellos ideales deben concretarse en la práctica. Un medio de lograrlo es, ciertamente, el abordar la reordenación de todo el territorio diocesano junto con una mejor distribución de los sacerdotes, tratando al mismo tiempo de incorporar a religiosas y a laicos, para que la actividad pastoral se lleve a cabo de acuerdo con las exigencias de la misión de nuestra Iglesia en la hora presente, atendiendo a las necesidades de cada arciprestazgo o zona para que la solicitud pastoral llegue a todas las comunidades. 

 Lo requieren razones demográficas, como el descenso y el envejecimiento de la población, y la disminución del número de presbíteros. ¿Cómo servir pastoralmente a las parroquias más pequeñas, de modo que los sacerdotes no se pasen el tiempo de un pueblo a otro celebrando misas y otros actos de culto para muy pocas personas cada vez? ¿Cómo vertebrar la diócesis para que en cada arciprestazgo hay un grupo de sacerdotes que pueda formar un equipo pastoral suficiente para hacer realidad los ideales propuestos antes y que pueda ir asumiendo y proyectando el cuidado pastoral de toda la zona a medio y largo plazo, todo ello de acuerdo con el estilo evangelizador y corresponsable que demanda la situación?

 Un primer paso se ha dado ya al reducir el número de arciprestazgos, que han pasado de nueve a siete. Pero en el interior de cada uno, con generosidad y espíritu de disponibilidad, se pueden dar otros pasos, tales como la integración de varias parroquias en una sola, la agregación de las más pequeñas a otras mayores sin que las parroquias pierdan su identidad, o el establecimiento de "unidades parroquiales de acción pastoral" sancionadas canónicamente y confiadas a un solo párroco o a varios in solidum con el apoyo de religiosas y de laicos (16)  . Quizás sea necesario disponer primero de de un estudio sociológico no demasiado complicado que haga posible un diagnóstico de la realidad y facilite la previsión de las necesidades más o menos inmediatas desde el punto de vista pastoral.

 En la misma línea de búsqueda de una mayor eficacia evangelizadora y pastoral, conviene ir creando también pequeñas estructuras de comunicación, encuentro y formación en el interior de los arciprestazgos, como el "Consejo Pastoral Arciprestal", en el que junto a los sacerdotes y las religiosas y los laicos que trabajan en cada uno estén representadas las distintas comunidades parroquiales, una "Escuela de catequistas", cursos para lectores y animadores de grupos juveniles, y otras sugerencias que aparecerán en la tercera parte.

 El objetivo diocesano del próximo curso, al estar centrado en el arciprestazgo, y la Visita Pastoral que me dispongo a comenzar por segunda vez, nos brindan la ocasión para plantear debidamente estas cuestiones.

13. Necesidad de renovación sobre todo de las personas

 Pero todo lo anterior no puede hacerse solamente por la vía de las reformas estructurales si previamente o al mismo tiempo no se produce una especie de conversión o cambio de mentalidad en todos los protagonistas de la acción pastoral en orden a asumir las exigencias de la nueva evangelización, de la comunión para la misión y de la corresponsabilidad. También se debe producir este cambio en el pueblo fiel, al cual hay que explicar las cosas con toda claridad para que las comprenda y asuma aunque sea más lentamente. Un factor importante de renovación se encuentra en la convicción de que es preciso siempre "respetar un principio esencial de la visión cristiana de la vida: la primacía de la gracia" ante la tentación de pensar que los ersultados dependen de nuestra capacidad de hacer y de programas (cf. MNI 38). 

 Las medidas señaladas antes ayudan a formar comunidades misioneras, abiertas a una acción evangelizadora que transciende los límites de la parroquia o del grupo de los más cercanos y asiduos; comunidades servidoras de la Palabra de Dios bajo todas las formas de su transmisión (primer anuncio, catequesis, formación, medios de comunicación social, etc.); comunidades centradas en una celebración más viva y fructuosa de la Eucaristía sobre todo del domingo y con una especial dedicación a la Iniciación cristiana; comunidades atentas a la promoción integral de las personas y de los pueblos y a la presencia de los laicos en vida social y pública.

 En efecto la superación del individualismo pastoral y del aislamiento y la soledad, la búsqueda de criterios comunes y el propósito de compartir con los laicos y con las religiosas la misión y las tareas pastorales redundará en una mayor eficacia evangelizadora dentro del arciprestazgo y aun de la Iglesia diocesana. No se puede olvidar que todo este movimiento que se constata ya en muchos lugares no es una moda más o menos pasajera. Se trata de pasos que se están dando desde hace tiempo ya en otras Iglesias, incluso dentro de nuestra misma Provincia eclesiástica, pasos basados en la experiencia de los países de reciente evangelización, que con muy poco personal y ante poblaciones muy superiores a las nuestras nos dan ejemplo a los que tenemos que enfrentarnos a los problema de la pérdida de la fe y del alejamiento casi masivo de la vida cristiana. 

 Ya he dicho alguna vez que el Espíritu Santo está detrás de todo lo que signifique comunión misionera, diálogo, búsqueda de unidad y de cooperación, de manera que no es bueno ni saludable resistirse a esta dinámica, sobre todo cuando se dan los pasos requeridos canónicamente y debidamente sancionados por el Obispo. 

14. La misión del arcipreste

 He dejado para el final de esta parte la referencia a la persona del arcipreste, sobre el que recae en buena medida la tarea de animar la acción evangelizadora de la zona y de estimular a sus hermanos presbíteros y a los demás agentes de pastoral. Más allá de lo que señala el Derecho Canónico acerca del modo como debe ser elegido por el Obispo después de oir, según su prudente criterio, a los sacerdotes que ejercen el ministerio en el arciprestazgo (cf. CDC c. 553,2; 554,1-2), es evidente que su labor será tanto más eficaz cuanto mayor sea la autoridad y el prestigio personal de que goce ante sus compañeros. Deberá estar también en sintonía con las directrices diocesanas.

 La tareas canónicas que tiene encomendadas (cf. CDC, c. 555) deben ser conocidas por todos los sacerdotes para que le faciliten su labor. El suyo es un servicio fraterno en orden a incrementar la comunión para la misión en todo el arciprestazgo, pero especialmente entre los presbíteros. Debe preocuparse por tanto de los diferentes aspectos de la vida sacerdotal, como la espiritualidad, la formación teológica y pastoral, la salud y la atención en las necesidades materiales, la unidad y la coordinación del trabajo pastoral, el descanso, etc. En nuestra diócesis se ha recorrido ya un largo trecho en cuanto a la función del arcipreste como responsable de los aspectos señalados antes, en particular los retiros sacerdotales, las reuniones de formación y otro tipo de encuentros y convivencias de laicos, jóvenes, etc. 

 Los arciprestes ayudan también al Obispo en los movimientos de personal, en las tomas de posesión de los párrocos, en la programación diocesana y en todo lo que tiene que ver con el arciprestazgo teniéndole informado, sugiriendo soluciones a los problemas y haciendo muchas veces de intermediario entre el Obispado y las parroquias. Un servicio importante para los fieles de las parroquias y aun de cara a la historia diocesana, lo constituye la supervisión de los libros parroquiales y la vigilancia sobre la administración de los bienes eclesiásticos. Por este motivo debe intervenir, de acuerdo con el Derecho general y particular diocesano, en numerosos actos relacionados con los citados bienes. Por estos motivos debe practicar la visita a las parroquias prevista en el canon 555,4, con discreción y prudencia, tarea que los sacerdotes deben facilitar también con buen ánimo. El arcipreste desempeña un gran papel en la Visita pastoral como coordinador de la misma y, si el Obispo lo desea, actuando como secretario en el ámbito del arciprestazgo. 
 

 III. LOS CAMPOS DE LA ACCION EVANGELIZADORA EN EL ARCIPRESTAZGO

 En esta tercera parte se trata de concretar unas sugerencias operativas sobre la base de lo expuesto en las dos primeras partes de la Exhortación pero atendiendo también a las diez líneas prioritarias de acción pastoral para el trienio, recogidas en el n. 2. Lo que sigue a continuación pretende promover el discernimiento y la programación ante todo de los arciprestazgos pero tienen aplicación también a las parroquias y a los diversos grupos eclesiales.

15. En relación con la vida espiritual y a la formación permanente (líneas 1ª y 2ª)

 Las dos primeras líneas que proponíamos para el trienio tienen en el arciprestazgo un espacio privilegiado de realización. Por una parte están las convivencias de comienzo de curso y los encuentros mensuales de retiro, de formación permanente y de pastoral para los sacerdotes, encuentros en los que en algunos lugares participan ya las religiosas y algunos laicos. Se trataría de mejorar estos medios, dedicándoles el tiempo necesario y la preparación debida para que sean verdaderos espacios de oración y de reflexión sosegada, y estableciendo quizás otro medio día para dedicarlo exclusivamente a temas pastorales. 

 A nivel arciprestal se pueden realizar convivencias trimestrales de oración y de formación con ocasión de los principales tiempos litúrgicos, abiertas a todos los fieles o a algún sector: matrimonios, catequistas, profesores de religión, confirmandos, niños, enfermos y discapacitados, etc.

 A partir del próximo curso se empezará a dar una nueva configuración al Centro Teológico Civitatense para que programe y coordine escuelas de ministerios laicales para la catequesis, la liturgia, la pastoral juvenil y la acción social y caritativa.

16. En relación con la Iniciación cristiana y con la pastoral del domingo (líneas 3ª y 4ª)

 La publicación del Directorio pastoral de la Iniciación cristiana en la Diócesis de Ciudad Rodrigo, en el que se recoge la experiencia y las orientaciones en torno a los sacramentos del Bautismo, la Confirmación, la Primera Eucaristía (y la Penitencia) de los años de la preparación y celebración del Gran Jubileo, debe ir acompañada de un serio esfuerzo por conocer el documento y llevarlo a la práctica. Está redactado como respuesta a los retos que tiene hoy la Iglesia en el ámbito de la formación de la fe de los nuevos hijos de Dios, con una especial atención a la evangelización y a la catequesis en las diferentes etapas del itinerario de la Iniciación. Como tal documento será objeto de estudio en la formación permanente durante todo el curso, pero sería bueno que a nivel arciprestal y de las parroquias, se expusiese o se explicase su contenido a los fieles.

 Momento oportuno pueden ser las conferencias cuaresmales, dado que la Cuaresma es preparación para los sacramentos pascuales y tiempo propicio para la conversión y la celebración de la Penitencia. Los cursos de preparación para el matrimonio, acción que sólo puede realizarse a nivel arciprestal, son una buena ocasión para informar a los futuros padres sobre la misión y las exogencias de la educación en la fe de los hijos. 

 Respecto de la pastoral del día del Señor, aunque descansa sobre el ministerio de los párrocos, sin embargo requiere la cooperación de distintas funciones laicales (lectores, cantores, responsables del cuidado de la iglesia). Preparar esta cooperación se puede hacer a nivel arciprestal. Más aún, sería muy conveniente que en los encuentros dedicados a la pastoral se planteara el problema del número y de la coordinación de las misas del domingo dentro del arciprestazgo, se hiciera un análisis sociorreligioso serio sobre la asistencia a la Eucaristía dominical, y si fuera necesario se estudiara la necesidad de Celebraciones dominicales en ausencia de presbítero, medida que requiere la intervención del Obispo.

17. En relación con las manifestaciones de la piedad popular (línea 5ª)    
  
 Aunque las fiestas patronales y otras manifestaciones religiosas de la piedad popular tienen de suyo ámbito local, sin embargo especialmente las primeras tienen una proyección supraparroquial, sobre todo si están ligadas a algún santuario a alguna imagen del Señor o de la Santísima Virgen cuya devoción está más extendida. En todo caso es frecuente que en las fiestas se reúnan los sacerdotes del arciprestazgo en la concelebración eucarística y en otros actos de la fiesta. 

 ¿No es una buena ocasión para examinar cómo se hacen las cosas desde el punto de vista de una pastoral misionera para que la piedad popular sea, como quiere la Iglesia, cauce de evangelización? ¿No se dan por supuestas demasiadas cosas y todo se sigue haciendo como si estuviéramos ante un pueblo ampliamente creyente como en otros tiempos? Habría que estudiar a nivel del arciprestazgo los numerosos retos que plantea hoy la promoción de las fiestas religiosas desde el punto de vista turístico, cultural, económico y político, aclarando actitudes y preparando respuesta a los retos planteados. El camino es preparar bien las cosas, explicándolas de manera oportuna, ensayando los cantos más adecuados, dignificando las celebraciones, etc. 

18. La pastoral de la familia y de los jóvenes (líneas 6ª y 7ª)

 Los pastores no podemos permanecer cruzados de brazos ni resignados ante el deterioro creciente de la familia y ante los problemas de una juventud que se deja arrastrar por una pseudocultura de la noche y del vacío espiritual, que tratan de llenar con el alcohol, con el sexo y con todo tipo de drogas. Lamentarse es fácil y señalar la dejación de padres y educadores también, pero el lamento estéril no conduce a nada. ¿Qué se puede hacer, cuando en muchos lugares los padres no colaboran debidamente en la preparación de los sacramentos de la Iniciación cristiana de sus hijos? 

 Sin duda hay que buscar solución a nivel de arcipreztazgo o zona con la dedicación preferente de uno o varios de los sacerdotes a la pastoral familiar y a la formación de los jóvenes, colaborando los demás. Así mismo es necesario fomentar la participación como arciprestazgo en los encuentros y en las iniciativas de la Delegación diocesana de pastoral familiar y del Secretariado de Pastoral de la Adolescencia y la Juventud. Al servicio de los arciprestazgos y de las parroquias está el Camping "San Francisco" de Caritas Diocesana para todo tipo de convivencias. Lo que a veces no es posible llevar a cabo en la propia zona, se hace más fácil saliendo de ella y reuniéndose en un ambiente propicio para escuchar la voz de Dios y reflexionar y orar juntos compartiendo inquietudes y compromisos. Este tipo de actividad pastoral, que sale de las situaciones cómodas y de la instalación en la que "se va tirando", va muy de acuerdo con el talante que requiere la nueva evangelización de busqueda de caminos y de cauces nuevos para encontrarse con las personas.

19. La acción social de los cristianos (líneas 8ª y 9ª)

 La presencia de los laicos, movidos por una opción cristiana, en los diferentes ámbitos de la vida social, cultural, económica y política, así como en los medios de comunicación, para impregnarlos del espíritu evangélico, es una asignatura pendiente en la gran mayoría de nuestro pueblo. Quizás sea un problema de formación más que de inhibición. Por este motivo conviene hacerse eco en la predicación de las enseñanzas del magisterio del Papa y de los obispos españoles sobre los diferentes aspectos de la vida social, especialmente cuando están en juego valores importantes como la vida humana, la salud, la paz, la conservación de la naturaleza, la educación, el trabajo, el acceso a los bienes sociales, los derechos de los extranjeros, etc. Estos son temas sobre los que se han de tener ideas claras, que se adquieren en la lectura y en el estudio personal, pero también en la reflexión compartida en el grupo sacerdotal y con los laicos del arciprestazgo.

 Por otra parte existen también en nuestra diócesis problemas de atención a ancianos, enfermos, personas con minusvalías físicas y psíquicas, marginadas, solas, maltradas, o que no han tenido oportunidades básicas y mínimas para situarse laboral o culturalmente, etc. Detrás de estas y de otras situaciones parecidas hay hombres y mujeres, para los cuales la salvación de Dios integra también la solución de sus problemas humanos. ¿Para cuando la creación a nivel arciprestal de un pequeño equipo de Caritas que haga de fermento concienciador de las parroquias, que estudie los problemas y encauce las ayudas? Caritas es el órgano especializado de la Iglesia diocesana ante todo para sensibilizar, estimular y movilizar la generosidad de todos, pero la tarea asistencial debe realizarse en las parroquias y en los arciprestazgos. ¿No es hora también de procurar la formación de un voluntariado de cristianos comprometidos con la acción social y caritativa en las principales zonas de la diócesis?

 Respecto de la adaptación de las estructuras del arciprestazgo (línea 10ª), ya me he referido a ello sobre todo en el n. 12, y de manera indirecta en toda la segunda parte. No es necesario insistir 

20. Amodo de conclusión

 Termino esta Exhortación pastoral para el curso 2001-02 como la he empezado, apelando al ejemplo de los primeros cristianos para que nos dediquemos de lleno, como ellos, a la evangelización de nuestros hermanos. Se trata de la misión de la Iglesia, recibida del Señor, que hoy adopta entre nosotros unas características nuevas, las de una situación en la que no basta conservar la fe ni la práctica religiosa como en tiempos todavía recientes, sino que es necesario un esfuerzo vigoroso para anunciarla otra vez y transmitirla en total fidelidad al anuncio de Jesucristo y a la tradición eclesial pero tratando también de salir al encuentro de los hombres y mujeres de hoy sin esperar a que ellos vengan a nosotros.

 Para ello hemos de transformar nuestras comunidades parroquiales y nuestros arciprestazgos para que la acción misionera implique a todos los miembros del pueblo de Dios. Como dice el Santo Padre Juan Pablo II: "Quien ha encontrado verdaderamente a Cristo no puede tenerlo sólo para sí, debe anunciarlo. Es necesario un nuevo impulso apostólico que sea vivido, como compromiso cotidiano de las comunidades y de los grupos cristianos" (NMI 40). 

 A la mediación de María, Estrella de la nueva evangelización y referencia perfecta para todos los discípulos de Jesús en su disponibilidad para llevan la Buena Nueva a los hombres (cf. Lc 1,39-40), confío el nuevo curso pastoral 2001-02 y a todos los que sacerdotes, religiosas y laicos de nuestra diócesis que se dedican a cumplir el mandato misionero aquí y en otras Iglesias repartidas por todo el mundo. 

 Pero en este año de su beatificación, y en la proximidad del 65 aniversario de su martirio o nacimiento para el cielo, el día 19 de agosto, pido a la Beata María Nieves Crespo López, hija de nuestra Iglesia Civitatense, que interceda también delante de Dios por el fortalecimiento de la fe de esta comunidad diocesana y por la renovación interior de todos sus miembros.  

     Ciudad Rodrigo, a 15 de agosto de 2001 
    Solemnidad de la Asunción de la Santísima Virgen María

      + Julián, Obispo de Ciudad Rodrigo

NOTAS 
[1]. A lo largo de la Exhortación aparecen varias siglas. Además de las bíblicas y del Vaticano II, bien conocidas, hay que anotar las de los documentos de los Papas Pablo VI y Juan Pablo II recogidas en las notas la primera vez que aparecen, y las del Código de Derecho Canónico (= CDC) y el Catecismo de la Iglesia Católica (= CCE). 

[2]. "La misión evangelizadora de nuestra diócesis": 1. Líneas de acción pastoral para el trienio 2000-2003; 2. La misión de Jesucristo y la revitalización de la acción evangelizadora de nuestras parroquias (Objetivo pastoral diocesano para el curso 2000-1), Ciudad Rodrigo 2000, p. 9.  

[3]. S.S. Juan Pablo II, Carta Apostólica "Novo Millennio Ineunte" (Al comienzo del nuevo milenio), de 6-I-2001 (= NMI), n. 16. 

[4]. Su explicación puede verse en la Exhortación "La misión evangelizadora", cit., n. 5.

[5]. Véase la explicación del objetivo del curso 2000-01 en la segunda parte de la Exhortación "La misión evangelizadora", cit., (nn. 6 y 14-15).  

[6]. Véase también la Encíclica de S.S. Juan Pablo II, "Redemptoris missio", de 7-XII-1990 (= RM), 23. 

[7]. Mons. J. López Martín, "La presencia y la acción del Espíritu Santo en la Iglesia y en el mundo", Exhort. pastoral del curso 1997-98, Ciudad Rodrigo 1997, n. 7. 

[8]. Véase la Exhortación "La misión evangelizadora", cit., nn. 10-13. 

[9]. Juan Pablo II, Meditación antes del Angelus, de 10-VI-2001 (cf. NMI 30-31). 

[10]. Cf. S.S. Juan Pablo II, Carta Apostólica "Dies Domini", de 18-V-1998, n. 45: De la Misa a la misión. 

[11]. En este sentido esta parte es continuación de lo que expuse el año pasado en la Exhortación "La misión evangelizadora", cit., nn. 14-15. 

[12]. Cf. Mons. José Delicado Baeza, El arciprestazgo, ámbito de la fraternidad apostólica, Valladolid 1985. 

[13]. Véase también mi mi Carta a los presbíteros: El ejercicio del ministerio presbiteral en nuestra diócesis, Ciudad Rodrigo 1997, nn. 9 y 15). 

[14]. Véase la misma Carta, cit., n. 20. 

[15]. "La comunidad parroquial al servicio de la evangelización hoy", Ciudad Rodrigo 1994, n. 2.3.2. 

[16]. La configuración concreta, personalidad jurídica y las características de las "unidades parroquiales", se determinarían mediante el decreto episcopal que las establezca (cf. CDC c. 516,2).  
  
 

 

LA COMUNIDAD PARROQUIAL AL SERVICIO DE LA EVANGELIZACION HOYExhortación pastoral ante el curso apostólico 1994-1995


Los documentos y los libros que se citan constituyen el material que puede consultarse como complemento de esta Exhortación. Las siglas de los documentos del Concilio Vaticano II son las más conocidas: CD, Christus Dominus; LG, Lumen Gentium; SC, Sacrosanctum Concilium; etc. En el texto se indican también otras siglas.

 Queridos hermanos presbíteros, religiosas y fieles laicos de Ciudad Rodrigo:  

 La práctica iniciada por Mons. Antonio Ceballos, mi antecesor tan amado por vosotros como admirado por mí, de ofrecer al comienzo del curso apostólico unas reflexiones doctrinales sobre el objetivo pastoral diocesano, me da la oportunidad de dirigirme por primera vez a toda la comunidad diocesana usando este medio. No quiero ocultaros la alegría que supone para mí redactar esta exhortación a modo de carta pastoral. Permitidme deciros como san Pablo: "Mi carta sois vosotros mismos, escrita en mi corazón, conocida y leida por todos los hombres, pues es notorio que sois carta de Cristo... escrita no con tinta sino con el Espíritu de Dios vivo" (2 Cor 3,2-3).

Circunstancias de esta Exhortación Uno de mis deseos al ser nombrado obispo vuestro ha sido que el comienzo del curso apostólico no sufriera apenas retraso. El relevo episcopal en la querida Diócesis Civitatense no debía ralentizar y menos aún paralizar la actividad pastoral de alcance diocesano. Al mantenimiento del pulso vigoroso de la Iglesia de Ciudad Rodrigo en los últimos meses ha contribuido la sabia dirección del Ilmo. Sr. D. Nicolás Martín Matías, Administrador diocesano, con sus colaboradores y la asistencia del Colegio de Consultores. Todos ellos merecen nuestro reconocimiento y gratitud, el vuestro y el mío. La espera del nuevo obispo ha sido breve, por otra parte, de manera que nuestra Iglesia recobra el ritmo habitual, pasado el verano. En este sentido el curso apostólico 1994-1995 en torno a un nuevo objetivo pastoral, se inicia bajo el signo de la continuidad y de la normalidad.

El ministerio episcopal y la necesaria cooperación de todos Pero no se debe olvidar que la llegada de un nuevo pastor ha significado para la Diócesis Civitatense un momento de gracia y una señal de la renovada presencia del Señor en su Iglesia a través del ministerio episcopal. Mons. Ceballos, al despedirse, os pidió "una actitud de espera evangélica y de confianza eclesial" (Boletín Oficial del Obispado (= BOO), febrero 1994, p. 112), y D. Nicolás, al comunicar oficialmente a la diócesis la noticia de mi nombramiento, os invitaba a prestar al nuevo obispo una "acogida agradecida, porque el ministerio episcopal... es un don de Dios y de la Iglesia puesto a nuestro servicio...; filial, porque la misión del obispo es representar a Cristo, cabeza y pastor, que guía y acompaña continuamente a su Iglesia; esperanzadora, porque descubrimos la acción del Espíritu, que alentó a los primeros apóstoles y sigue siendo el alma de la actual comunidad de los discípulos de Jesús..." (15 de julio de 1994). Con estas actitudes que brotan de la fe, la celebración de mi ordenación en la tarde del domingo 25 de septiembre ha representado, para vosotros y para mí, no sólo una vivencia riquísima del misterio de la Iglesia y de la sucesión apostólica sino también el comienzo de una relación entre todos vosotros y yo, definida por la gracia del sacramento del episcopado y significada en el anillo que el Obispo ordenante puso en mi dedo como "signo de fidelidad a la Iglesia, Esposa Santa de Dios".  Esta alianza nos compromete mutuamente en la tarea siempre hermosa del Reino de Dios. Desde este primer escrito episcopal os pido y os agradezco la colaboración que estoy seguro que me vais a prestar, cada uno desde su propio carisma personal, función eclesial o ministerio, "para la edificación de la Iglesia" (cf. Ef 3,7-12).

Los objetivos de los últimos cursos La diócesis de Ciudad Rodrigo posee en los objetivos diocesanos anuales un cauce muy eficaz de programación y de realización de su acción pastoral. Al referirme a los que se han elegido y llevado adelante en los últimos años pretendo subrayar la continuidad y destacar la importancia de este cauce. Tengo delante la valiosa ponencia sobre la Dinámica pastoral de la diócesis, elaborada por el Ilmo. Sr. D. Andrés Bajo, Vicario de Pastoral, en la sesión del Consejo Presbiteral de 18 de diciembre de 1993. En ella se hace una amplia y detallada "memoria, análisis y evaluación del proyecto pastoral en el que está embarcada la diócesis" y que yo con todo cariño asumo en este momento. Doy por supuesto que esta ponencia es conocida, especialmente por los presbíteros y las personas más directamente implicadas en la pastoral diocesana. Un extracto ha sido oportunamente publicado en el BOO de febrero de 1994, pp. 90-96. Durante el curso 1988-89 se marcaron unos objetivos orientados a la renovación espiritual del presbiterio diocesano, intentando generar un proceso de conversión permanente en cada uno de los presbíteros y para hacer más eficaz cualquier planificación pastoral. Pero fue en el curso 1989-90 cuando se inicia la actual dinámica de señalar un objetivo pastoral diocesano para cada año, precedido de una convivencia de dos días en cada arciprestazgo y presentado por una exhortación pastoral del obispo, con diversas acciones de tipo formativo y operativo. Desde ese momento los objetivos han sido formulados como sigue: -1989-90: "Centralidad de la Eucaristía en la vida de la Iglesia diocesana". Al objetivo se une el tema del "arciprestazgo como hogar, escuela y taller".  -1990-91: "Conocer el misterio de la Iglesia particular para impulsar una nueva evangelización". En este curso se realizó un estudio analítico en 85 parroquias. -1991-92: "Conocer el Evangelio para una nueva evangelización en nuestra Iglesia Civitatense". -1992-93: "Conocer, asumir e impulsar la vocación y misión de los laicos para una nueva evangelización en nuestra Iglesia Civitatense". -1993-94: "Promover, potenciar e instaurar una catequesis de adultos evangelizadora en nuestras comunidades parroquiales civitatenses". Además de las acciones directamente relacionadas con el objetivo pastoral diocesano, desde 1989 se vienen realizando otras de gran importancia también para crear conciencia eclesial, consolidar entre los presbíteros el sentido de la corresponsabilidad e impulsar la participación de los laicos y de los jóvenes en la vida de la Iglesia.  Estamos, pues, ante un camino recorrido hacia unas metas que comprenden un espíritu apostólico y un estilo pastoral, y que contribuyen a configurar la sensibilidad misionera e integradora de los distintos aspectos de la presencia y de la acción de la Iglesia en nuestro pueblo. Un componente muy significativo del trabajo pastoral de estos años ha sido, así me parece percibirlo, la espiritualidad de cada uno de los sectores eclesiales comprometidos en la misión de la Iglesia: presbíteros, religiosas, catequistas, laicos, jóvenes. No puede ser de otra manera si queremos que nuestro ministerio o tarea eclesial sea eficaz: "Ni el que planta ni el que riega cuentan, sino Dios que da el crecimiento" (1 Cor 3,8).

Ante el curso 1994-95: un nuevo objetivo En mi primer encuentro con el Sr. Administrador diocesano, a los pocos días de hacerse público mi nombramiento, ya tuve conocimiento del objetivo elegido por el Colegio de Consultores en torno a la parroquia al servicio de la evangelización. En la comunicación de Final del Curso pastoral 1993-1994, D. Nicolás hacía una primera aproximación al objetivo de esta manera: "Se pretende que una realidad existente en nuestras estructuras eclesiales, como es la parroquia, adquiera en todas sus actividades una dimensión decididamente evangelizadora, tratando de buscar medios que despierten y afiancen la acogida del Evangelio y la fe comprometida en los miembros de las comunidades parroquiales. Sin dejar la serie de tareas propias del servicio parroquial, se ha de recalcar el talante evangelizador que corresponde primordialmente a la Iglesia, anunciando, de manera explícita y directa, a Jesucristo como camino, verdad y vida para los hombres de nuestro tiempo" (BOO de julio 1994, p. 440). Recuerdo también que en la entrevista con el Colegio de Consultores y una representación de la diócesis, el día 21 del pasado julio, uno de los presentes se refirió a la parroquia "que lo aglutina todo", como una característica de nuestra Iglesia Civitatense. También se habló del arciprestazgo y de su importancia para el trabajo pastoral.  En otra reunión de información y de trabajo con D. Nicolás y con D. Andrés me fui enterando del planteamiento del objetivo diocesano, de las convivencias previas y de lo que podría ser mi contribución al objetivo, una vez ordenado obispo de Ciudad Rodrigo. Además de recibirlo como un magnífico regalo de la etapa de la Administración diocesana entre el episcopado de Mons. Ceballos y el comienzo de mi ministerio entre vosotros, me complace hacerlo también mío en el clima de continuidad y de normalidad al que me refería al principio de esta Exhortación. En este sentido mi primera contribución al objetivo son las reflexiones que vienen a continuación.  Como todavía es muy pronto para mí el basarme en un conocimiento preciso y completo de la realidad diocesana, me vais a permitir hablar de la parroquia y de la comunidad parroquial en términos más bien generales. Después, con ayuda de vuestra experiencia, contrastad y completad lo que aquí se dice. Quiero, en primer término, tratar de la importancia de la parroquia hoy, y después de la relación entre la parroquia y la Iglesia diocesana, para referirme, finalmente, a algunas cuestiones más prácticas, pero siempre en general, de cara al objetivo de este nuevo curso.

 I. LA PARROQUIA, UNA INSTITUCION CON PLENA VIGENCIA

 Se habla y se escribe mucho últimamente acerca de la parroquia, sobre todo después del Congreso sobre Parroquia evangelizadora celebrado en Madrid del 11 al 13 de noviembre de 1988. El volumen de las actas de dicho congreso, editado por la Conferencia Episcopal Española (Congreso Parroquia evangelizadora, EDICE 1989), es un volumen de lectura obligada. Yo lo voy a tener muy en cuenta. Pero comencemos por recordar algunas ideas fundamentales.

 1.1. Qué es la parroquia. Una mirada a la historia La palabra "parroquia" (gr. paroikía) empieza a designar la comunidad cristiana de un determinado lugar, a partir del siglo II. En este tiempo parroquia y diócesis coincidían, es decir, eran una misma realidad eclesial presidida por un obispo y un colegio de presbíteros, a los que ayudaban los diáconos, sin distribuciones territoriales. Más tarde, con la expansión geográfica y sociológica de la Iglesia, se empezó a encomendar a un presbítero una parte de la Iglesia local para atender mejor a los fieles, pero sin ánimo todavía de fraccionar la comunidad única y haciendo del presbítero un representante de la unidad y de la corresponsabilidad de todo el presbiterio con el obispo.  Esta situación duró dos o tres siglos. La institucionalización de las circunscripciones eclesiásticas siguiendo el modelo de la organización del Imperio Romano y Bizantino y, ya en la Edad Media, la aparición del sistema beneficial, contribuyeron decisivamente a configurar el tipo de parroquia que ha llegado hasta nuestros días. Las parroquias son porciones en las que está dividida una diócesis. El Código de Derecho Canónico (= CDC) define así la parroquia: "es una determinada comunidad de fieles constituida de modo estable en la Iglesia particular, cuya cura pastoral, bajo la autoridad del obispo diocesano, se encomienda a un párroco, como su pastor propio" (c. 515, &1). Nótese que esta definición contiene elementos muy interesantes de carácter teológico además de jurídico.

 1.2. Validez actual de la parroquia Los expertos en el tema de la parroquia coinciden aseguran que se trata de una institución eclesial insustituible pero, a la vez, insuficiente. Es también la primera conclusión de la I ponencia del Congreso Parroquia evangelizadora: "Insustituible porque es a través de ella como la inmensa mayoría de la gente entra en contacto con la Iglesia. para muchos, la dimensión ordinaria de la Iglesia es la parroquia. Pero resulta insuficiente porque no es capaz por sí sola de realizar toda la misión evangelizadora. Debe vivir en comunión con la Iglesia particular y articularse adecuadamente en el arciprestazgo y la zona pastoral, a la vez que puede revitalizarse y potenciarse con los movimientos apostólicos y las pequeñas comunidades" (Congreso, cit., p. 299). De hecho muchos de los movimientos de renovación pastoral de alcance eclesial que se produjeron en las décadas anteriores y posteriores al Concilio Vaticano II tuvieron como denominador común la parroquia. Primero fue el movimiento litúrgico, centrado en la asamblea eucarística dominical. Después ha sido la pastoral misionera con el intento de llegar a los alejados y a las capas más deprimidas de la sociedad. Aunque hubo tensiones y hasta una cierta unilateralidad en algunos planteamientos, especialmente durante el debate en torno a la evangelización y los sacramentos, hoy todos los aspectos de la única misión de la Iglesia se encuentran afectados y aglutinados por la necesidad de la evangelización o, como se viene diciendo desde hace algún tiempo, la nueva evangelización. En todo caso la parroquia hoy, sin perder vigencia desde el punto de vista institucional, está recuperando y afianzando dimensiones que ya estaban presentes en la historia de la configuración de las comunidades cristianas locales. Me refiero en particular a la evangelización, primera urgencia de la misión de la Iglesia. La exclamación paulina "¿Ay de mí si no anuncio el Evangelio!" (1 Cor 9,16) se puede aplicar a toda la comunidad parroquial. Por eso la existencia misma del objetivo pastoral elegido para este curso: Potenciar la comunidad parroquial como lugar propio para la acogida de la Palabra, para la celebración de la fe y para el servicio fraterno, que alude a los tres aspectos básicos de la misión de la Iglesia, están articulados entre sí por la dimensión evangelizadora. 

 II. LA PARROQUIA EN LA IGLESIA PARTICULAR

 Pero la parroquia, con ser plenamente válida hoy, se revela también insuficiente para realizar, por sí sola, toda la misión evangelizadora. De ahí que deba vivir en comunión profunda con la Iglesia particular, o lo que es lo mismo, con la totalidad de las parroquias y comunidades confiadas al ministerio del obispo y del presbiterio diocesano. Nótese, como señala la definición de parroquia ofrecida por el Código de Derecho Canónico, que la parroquia ha sido constituida de modo estable en la Iglesia particular. Esto quiere decir que, para comprender mejor la parroquia y trabajar más eficazmente en favor de la edificación de la comunidad parroquial, es indispensable conocer y vivir la vinculación de la parroquia con la Iglesia particular o diócesis. El tema de la Iglesia particular no es nuevo para vosotros. Con ocasión del objetivo del curso 1990-91: Conocer el misterio de la Iglesia particular para impulsar una nueva evangelización, Mons. Ceballos os dirigía una de sus hermosas e interesantes exhortaciones, en la que se refería al misterio y a la misión de la Iglesia particular y os invitaba a creer, a amar y a adheriros a ella. Os invito a leerla y a meditarla de nuevo, porque ofrece unos presupuestos fundamentales (véase BOO de octubre de 1990, pp. 595-613). Yo quiero referirme tan sólo a la parroquia en su relación con la Iglesia particular.

 2.1. Fundamento eclesiológico y sacramental de la parroquia Como es sabido, durante mucho tiempo ha prevalecido, por razones históricas, una noción preferentemente jurídica de la parroquia. En la actualidad, el concepto de parroquia del Código de Derecho Canónico, tomado del Concilio Vaticano II (cf. CD 30-32), supone una base teológica y una perspectiva pastoral muy rica, en lugar del carácter beneficial de la legislación anterior. Este aspecto estaba llamado a desaparecer (cf. PO 20).  La parroquia se define más como una "comunidad de fieles" que como un territorio, y el párroco aparece ante todo como un "pastor propio", cuya misión consiste en la "cura pastoral" de esa comunidad "bajo la autoridad del obispo diocesano", es decir, en depedencia y como cooperador principal del ministerio de éste (cf. CDC, c. 519). Pero esa "comunidad de fieles" está constituida en una Iglesia particular, es decir, pertenece junto con las demás parroquias a una comunidad diocesana. Nos interesa fijarnos en estos dos aspectos de carácter eclesiológico, la relación de la parroquia con la Iglesia particular y la relación del párroco con el ministerio del obispo.

 2.1.1. La parroquia es Iglesia El marco teológico imprescindible para comprender la parroquia es la eclesiología de comunión del Concilio Vaticano II. De acuerdo con ese marco, la parroquia, confiada a un presbítero que hace las veces del obispo, hace presente de alguna manera la Iglesia de Cristo establecida por todo el orbe (cf. SC 42; LG 28). Tanto la parroquia territorial, en base a un territorio o lugar, como la parroquia personal, formada atendiendo a la homogeneidad sociológica de quienes la integran (cf. CDC, c. 518), es una verdadera asamblea del Señor, signo visible de la Iglesia universal (cf. LG 26; SC 42; AA 10), en un pueblo, barrio o sector de población. En calidad de tal la parroquia evangeliza, engendra en la fe, convoca para la oración, nutre en la vida cristiana y apoya la participación de los laicos en las estructuras temporales.  El carácter "local" o localizado de una parroquia, incluso la de tipo personal, facilita la pertenencia a la Iglesia, al identificar la realidad misteriosa que la constituye, es decir, "la caridad y la unidad del cuerpo místico de Cristo sin la cual no puede haber salvación" (LG 26, cf. 1; 8; etc.), con la imagen, el lugar e incluso el nombre de la parroquia. La parroquia es una verdadera Iglesia con rostro, perfil e identidad humana, además de evangélica y cristiana. No en vano se llama iglesia al edificio destinado a la asamblea de los fieles, especialmente para las celebraciones litúrgicas. Es a través de la parroquia como la inmensa mayoría de la gente entra en contacto con la Iglesia, como se ha dicho antes. En la parroquia están presentes elementos esenciales de la Iglesia de Cristo: la Palabra de Dios, la Eucaristía y los sacramentos, la comunión del Espíritu Santo, el ministerio ordenado, la oración, etc. La parroquia es verdaderamente Iglesia, o sea comunidad de fe, de celebración, de caridad y de presencia misionera en la sociedad y en el mundo. El Concilio Vaticano II llama una vez Iglesia local a la porción del pueblo de Dios guiada por un presbítero, es decir, a la parroquia (cf. PO 6), usando más frecuentemente expresiones como comunidad local de fieles (cf. LG 28), comunidad de fieles (cf. PO 5; AG 15), comunidad local (cf. LG 28; AA 30) o comunidad cristiana (cf. PO 6). De hecho toda comunidad local de los fieles, y no sólo la parroquia, hace presente a la Iglesia visible (cf. SC 42; LG 28) y se puede llamar Iglesia de Dios (cf. LG 28). La especificidad de la Iglesia local viene dada, en el Concilio Vaticano II, por el lugar. Otra cosa ocurre cuando habla de la Iglesia particular, que identifica con la diócesis y con otras circunscripciones que se definen no sólo por el territorio sino también por otros factores como el rito, la tradición litúrgica y el gobierno. "Unificada por virtud y a imagen de la Trinidad" (Misal Romano, prefacio VIII de los domingos del T.O.), la asamblea o congregación de los fieles, cuando se reune para celebrar la Eucaristía, constituye la "principal manifestación de la Iglesia" (cf. SC 41-42; 106). La Eucaristía es, en efecto, "fuente y culmen" de toda la vida de la Iglesia, por la que se significa y se realiza la unidad del pueblo de Dios y se lleva a término la edificación del cuerpo de Cristo (cf. SC 10; LG 11; PO 5; 6). Y esto no se produce solamente en la liturgia presidida por el obispo, sino también en las "parroquias distribuidas localmente bajo un pastor que hace las veces del obispo, ya que de alguna manera representan a la Iglesia visible establecida por todo el orbe" (SC 42).   De ahí la necesidad de fomentar la vida litúrgica parroquial, como señalaba el Concilio Vaticano II: "Hay que trabajar para que florezca el sentido comunitario parroquial sobre todo en la celebración común de la Misa dominical" (SC 42). Lo recordaba también el Papa Juan Pablo II en la parroquia de Orcasitas, en Madrid, en 1982: "Sois parroquia porque estáis unidos a Cristo gracias al memorial de su único sacrificio... Este sacrificio eucarístico traza el constante ritmo de la vida de la Iglesia, también de vuestra parroquia... Deseo recordaros la necesidad de que participéis en la santa Misa los domingos y días festivos" (Mensaje de Juan Pablo II a España, Madrid 1983, p. 109).

 2.1.2. La parroquia es "célula de la diócesis" Ahora bien, aunque la parroquia es Iglesia, no es todavía la Iglesia en plenitud. El Concilio Vaticano II llama a la parroquia "célula de la diócesis" o de la Iglesia particular, lo cual quiere decir que no es la forma completa de la Iglesia ni la estructura esencial, sino una estructura derivada, dependiente de factores históricos y sociológicos. La parroquia tiene muchos elementos que la definen como Iglesia, pero no los tiene todos. Sí los tiene, en cambio, la Iglesia particular "confiada a un obispo para que la apaciente con la cooperación del presbiterio" (CD 11; cf. CDC, c. 369). Es precisamente el ministerio del obispo, al que está unido el ministerio de los presbíteros, el que determina, dando vida y crecimiento, a una Iglesia particular. El obispo es principio visible y fundamento de la unidad de la Iglesia particular (cf. LG 23) y de él depende el ejercicio de los restantes ministerios y funciones eclesiales. Por otra parte el obispo es también el vínculo de la comunión jerárquica de la Iglesia particular con la Iglesia universal, es decir, el garante de la fe apostólica de su Iglesia y el que la representa en el seno de la comunión con las otras Iglesias y con el Sucesor de Pedro (cf. LG 22). Por eso la Eucaristía, que edifica la Iglesia, sólo puede ser presidida legítimamente por el obispo o por un presbítero en comunión con él. De ahí la importancia de la mención del nombre del Papa y del obispo en la plegaria eucarística.  El ministerio del obispo y de los presbíteros en la Iglesia particular integra en la comunión eclesial las comunidades locales de los fieles y, al mismo tiempo, las abre a todas las dimensiones de la misión de la Iglesia. 

 2.1.3. El ministerio del párroco en relación con el obispo Todo esto no resta valor a la parroquia sino que la sitúa en su justo lugar en el conjunto de la comunión con toda la Iglesia y en la referencia a la tradición y a la vinculación de las Iglesias particulares dentro de la sucesión apostólica. Por tanto puede decirse que la Iglesia particular o diócesis vive y se desarrolla en las parroquias y éstas, a su vez, dan vida y crecimiento a aquella. Es esta inserción fecunda de la parroquia en la diócesis donde se revela también en toda su riqueza el ministerio del párroco. A los párrocos se les aplica preferentemente lo que dice el Vaticano II de los presbíteros en general: "En cada una de las congregaciones locales de los fieles representan al obispo, con el que están confiada y animosamente unidos, y toman sobre sí una parte de la carga y de la solicitud pastoral y la ejercen en el diario trabajo. Ellos, bajo la autoridad del obispo, santifican y rigen la porción del Señor a ellos encomendada, hacen visible en cada lugar a la Iglesia universal y prestan ayuda eficaz a la edificiación de todo el cuerpo de Cristo (cf. Ef 4,12)" (LG 28; cf. SC 42). El párroco, por tanto, no es un ejecutivo o un representante territorial de una empresa de amplia implantación, en este caso la diócesis. Tampoco es un mero delegado del obispo al que se le confía una función subsidiaria. La relación del párroco con el obispo, aunque tiene una dimensión jurídica y un puesto en el ordenamiento canónico de la Iglesia -de nuevo encontramos la huella de la configuración histórica del servicio al pueblo de Dios-, se basa en la naturaleza sacramental de los vínculos que unen a todo presbítero con el obispo diocesano. El párroco, como "pastor propio" de la comunidad que le ha sido confiada, ejerce su misión en cuanto participante con el obispo diocesano y bajo su autoridad del ministerio de Cristo. Esta participación la recibe el presbítero en el sacramento del Orden, que le confiere también las funciones de enseñar, santificar y regir (cf. LG 28; CD 30; PO 4-6). Como ocurría ya en los primeros siglos de la Iglesia, la relación del párroco con el obispo y con los demás presbíteros es una relación de corresponsabilidad colegial y de comunión ministerial que debe ponerse de manifiesto a todos los niveles. Aquí radica la colaboración de los presbíteros en las tareas de ámbito arciprestal o de zona y de ámbito diocesano. El Papa Juan Pablo II ha señalado las profundas implicaciones espirituales que lleva consigo la pertenencia y la dedicación de los presbíteros a la Iglesia particular (cf. Exhort. postsinodal Pastores dabo vobis, de 25-III-1992, nn. 31-32; véase también el Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, de 31-I-1994, nn. 25-26). 

 2.2. Características de la parroquia Después de esta exposición de los fundamentos eclesiológico y sacramental de la parroquia y del ministerio del párroco, se puede entrar en el análisis de algunas notas de esta "célula viva de la Iglesia particular". Las características que deseo destacar tienen una incidencia especial en la misión evangelizadora de la Iglesia particular y, por consiguiente, de la parroquia. Me refiero a la globalidad de la misión, a la territorialidad y a la maternidad de la Iglesia. De estas características trató ampliamente la II Ponencia del Congreso Parroquia evangelizadora (cf. volumen Congreso, cit., pp. 110 ss.).

 2.2.1. Globalidad de la misión de la parroquia La globalidad viene a ser la capacidad amplia y la facilidad de la parroquia para acoger a todos los creyentes que desean vivir su pertenencia a la Iglesia. Frente a otras formas de vida eclesial, comunidades o grupos más o menos homogéneos y necesariamente selectivos -aunque no excluyentes- en razón de un carisma o de una espiritualidad o de una actividad específica, la parroquia no requiere otro presupuesto que la profesión de la y el bautismo. El hecho mismo de la residencia dentro de un territorio parroquial, unido al mencionado presupuesto, garantiza ya a los fieles cristiano el acceso a todos los bienes de la Iglesia y, por consiguiente, a todos los servicios que ésta puede ofrecerles.  La parroquia, en este sentido, está abierta a todas las personas, sea cual sea su situación religiosa o espiritual, sea cual sea la asociación, adscripción o pequeña comunidad en la que quieran desarrollar su fe y su vocación cristiana. Esto le permite a la parroquia acoger a todos los demás grupos eclesiales que surjan por necesidades de los fieles o por conveniencia pastoral, sean del tipo que sean. En la parroquia se ponen al alcance de todos los fieles sin excepción los mismos elementos que la constituyen como Iglesia de Cristo en el seno de la Iglesia particular o diócesis, a saber, la Palabra de Dios, la Eucaristía y los sacramentos, la comunión del Espíritu Santo, el ministerio ordenado, la oración, etc.

 2.2.2. Territorialidad La territorialidad de la parroquia conserva todavía hoy una gran importancia, aun con la flexibilidad que requiere nuestra ápoca, caracterizada por una gran movilidad. Esta cualidad de la parroquia debe estimarse de manera particular atendiendo a la necesidad de que el anuncio del Evangelio y la respuesta de la fe, deben tomar cuerpo y encarnarse en unos hombres concretos y en una cultura determinada, o manera de vivir las relaciones con Dios, con los demás y con el mundo. En este sentido la parroquia, constituida por los creyentes y bautizados, es capaz también de mostrar el rostro encarnado de la Iglesia de Cristo en cada lugar, porque su vocación es hacerse presente en todos los pueblos para predicar el Evangelio y hacer discípulos a todas las gentes (cf. Mt 28,19; Mc 16,15-16). Ahora bien, territorialidad no quiere decir limitación. Además de la gran movilidad de hoy, existen grupos de personas que no se integran fácilmente en un lugar, como por ejemplo los gitanos y los emigrantes en general. Las dificultades de idiosincrasia, de lengua o de adaptación a las costumbres se pueden acrecentar si la parroquia no es lo suficientemente abierta y acogedora para estas personas, precisamente porque los que acuden a ella lo hacen no pocas veces esperando que la caridad cristiana les ayude a superar sus problemas. Las exigencias de la evangelización piden hoy a las parroquias y los que trabajan en ellas una sensibilidad especial ante estos hechos y la búsqueda de fórmulas y de soluciones para que la parroquia sea centro y plataforma del anuncio de Jesucristo y de la presencia de la Iglesia en la sociedad.

 2.2.3. Maternidad de la parroquia Se trata de una función esencial de la Iglesia, confiada a la comunidad parroquial. En efecto, la Iglesia "engendra" nuevos hijos de Dios y los nutre con la Palabra divina y con los sacramentos de la fe. Esta función se realiza en todo el conjunto de la Iniciación cristiana, es decir, en el proceso que sigue hasta su plena integración en la comunidad cristiana el que es admitido en la Iglesia. Este proceso, en analogía con las primeras etapas de la vida humana, pone los fundamentos de toda la existencia de los hijos de Dios. En el caso de los niños nacidos de padres cristianos, el comienzo de la Iniciación cristiana es el Bautismo en la fe de la Iglesia, al que siguen la catequesis y la celebración de la Confirmación y de la Primera Eucaristía. La catequesis y la celebración de los sacramentos de la Iniciación no son dos itinerarios paralelos sino un único camino a través del cual la Iglesia, como Esposa de Cristo y Madre nutricia, incorpora a los hombres al misterio pascual. Pero esta función maternal de la Iglesia no termina en la Iniciación cristiana sino que se prolonga en el ministerio de la Palabra y en la celebración de la Eucaristía dominical y en la Penitencia, y en los restantes sacramentos.  Esta función de la Iglesia, esencial y vital para ella, pertenece a comunidad eclesial plena, es decir, a la Iglesia particular. Sin embargo, en cuanto tal función está particularmente confiada a las parroquias. El motivo tiene que ver con la primera característica que se ha apuntado de la parroquia, es decir, con su carácter global y acogedor. En efecto, dar la vida de la fe, engendrar y alimentar al cristiano, es algo primigenio, básico y común, y no puede estar sujeto a ningún tipo de particularismos o condiciones específicas para entrar en la Iglesia que vayan más allá de la profesión de la fe en Cristo en el caso de los adultos o, en el caso de los párvulos, la fe de los padres o la confianza fundada en la futura educación cristiana. Aunque la acción evangelizadora y la educación en la fe en todas sus modalidades, así como la celebración de la Eucaristía y de la Penitencia, pueden y deben realizarse en todas las comunidades eclesiales, sin embargo la catequesis general, la preparación y la celebración de los sacramentos de la Iniciación cristiana han de tener como marco de referencia y como lugar habitual la parroquia. Las excepciones a esta práctica han de contar con razones muy poderosas.

 2.3. La parroquia, plataforma pastoral básica Las características apuntadas de la parroquia la convierten en una verdadera unidad pastoral básica, junto a otras instancias y servicios pastorales que, junto a ella, tienen un carácter complementario. Entre éstos se encuentran el arciprestazgo, las delegaciones pastorales y otros organismos de alcance diocesano, e incluso los supradiocesanos que canalizan diversos objetivos y acciones como, entre nosotros, la secretaría pastoral "Iglesia en Castilla" y los planes de la Conferencia Episcopal Española. Conviene decir también una palabra sobre cada una de estas instancias y servicios. 

 2.3.1. La parroquia, "modelo de apostolado comunitario" El Vaticano II, cuando invita a los fieles laicos a participar en la vida y en la acción de la Iglesia como expresión de su vinculación a Cristo profeta, sacerdote y rey, afirma: "La parroquia presenta el modelo clarísimo del apostolado comunitario, reduciendo a unidad todas las diversidades humanas que en ella se encuentran e insertándolas en la Iglesia universal" (AA 10). Esto quiere decir que la parroquia es una plataforma ideal para que pastores, religiosos y fieles laicos se encuentren en unas tareas eclesiales básicas como son las que la Iglesia particular o diocesana ha confiado a la parroquia. Más aún, a través del trabajo pastoral en la parroquia se pasa más fácilmente al servicio de la Iglesia particular, sujeto último y realización plena de la misión confiada por Cristo a sus discípulos. Naturalmente que esto no quiere decir que se minusvaloren otras acciones de carácter diocesano y aun supradiocesano, necesarias también y con las que es preciso colaborar. Ahora bien, las instituciones, incluidas las de la Iglesia, las configuran y determinan las personas. De poco sirve contar con una organización parroquial espléndida si no hay detrás una verdadera comunidad cristiana que confiesa la fe, celebra los misterios de Cristo y vive la caridad fraterna proyectando también su acción en la sociedad en la que se asienta. En otras palabras, no basta la estructura parroquial, ni los servicios de todo tipo, ni todos los proyectos pastorales juntos, aunque todo esto es muy conveniente, si falta el sentido comunitario y eclesial o éste resulta tan irrelevante que la parroquia parece más una empresa humana que un medio que conduce a los hombres a Cristo y los convierte individual y socialmente en una señal de su presencia salvífica en el mundo. Por esto la primera preocupación de todo párroco y de cada colaborador en la acción pastoral de la parroquia será fomentar y consolidar la comunión personal de cada fiel cristiano con Cristo y de todos los fieles entre sí. Cristo es la piedra angular sobre la que se levanta el templo espiritual de cada uno de los fieles y el templo del Espíritu que es todo el cuerpo de Cristo (cf. 1 Cor 3,16-17; 6,19; 1 Pe 2,5). El sentido comunitario no es sólo una conjunción de objetivos y de acciones, sino también una vivencia fraterna que nace de la participación en la vida del Dios Trinitario. De otra manera la parroquia no reflejará las notas de la Iglesia ni realizará una tarea eficaz de evangelización. La misma celebración eucarística, de donde dimana toda la fuerza de la comunidad cristiana (cf. SC 10), forma parte absolutamente indispensable de la búsqueda del espíritu comunitario de la parroquia (cf. PO 5).

 2.3.2. En comunión con las otras parroquias del arciprestazgo Tampoco aquí se trata solamente de la necesaria coordinación de metas y de proyectos, buscando una mayor operatividad pastoral o una presencia más insistente en unos potenciales destinatarios. Es cierto que la sociedad actual y la forma de vida, dirigida por los poderosos medios de comunicación, reclaman unidad de discernimiento, de opciones y de esfuerzos también en el campo apostólico. Sin embargo en la Iglesia tenemos motivos mucho más profundos y estimulantes para trabajar todos en una misma dirección. Se trata de la comunión eclesial y presbiteral, que nace respectivamente de los sacramentos del Bautismo y del Orden y que conduce a poner todos los carismas, funciones y ministerios al servicio de la edificación de la Iglesia (cf. Ef 4,1-13). El amor de Dios revelado en Cristo y comunicado por su Espíritu a todos los miembros de la Iglesia debe traducirse en un testimonio de unidad "para que el mundo crea" (cf. Jn 17,21). Por otra parte la urgencia de la evangelización exige también compartir lo que se es y lo que se tiene: "La parroquia actual sólo podrá realizar su función evangelizadora, si se complementa con la acción evangelizadora promovida desde una pastoral supraparroquial de la Iglesia particular (arciprestazgo, zona, servicios de los departamentos diocesanos). En esta pastoral, la parroquia deberá coordinarse con otras parroquias y comunidades religiosas y laicales, así como con los servicios, asociaciones y movimientos de una pastoral especializada y de una pastoral de ambientes" (Concl. 19 de la ponencia III: Congreso, cit.,  p. 305). Complemento y coordinación son una consecuencia de la comunión eclesial dentro de la comunidad diocesana y del presbiterio. En la Diócesis Civitatense se viene trabajando con mucho interés en hacer del arciprestazgo "hogar, escuela y taller", especialmente para los presbíteros, y a esta finalidad se han dedicado algunas convivencias (cf. BOO de abril 1992, pp. 290-292). Este es un objetivo que todos debemos apoyar. El arciprestazgo aparece hoy más como una ayuda a las parroquias y a la acción pastoral que como una instancia intermedia entre los párrocos y la diócesis. En este sentido merece ser potenciado en todo aquello que signifique una mayor comunión y cooperación no sólo entre los presbíteros, sino también entre todos los que prestan su concurso a la pastoral de la Iglesia, como las religiosas, los catequistas y los laicos más comprometidos. A nivel arciprestal es posible muchas veces poner en marcha algunas actividades, por ejemplo de tipo formativo, que una parroquia sola no puede abordar.

 2.3.3. Comunión con las demás Iglesias dentro de la Región La parroquia, "célula de la Iglesia particular", vive la comunión con toda la Iglesia visible de Cristo extendida por toda la tierra, a través de la comunidad diocesana presidida por el obispo con la cooperación del presbiterio, como se dicho más arriba. Esta comunión conduce también a la participación en aquellas orientaciones, objetivos pastorales, propuestas de acción y obras que son siempre de la Iglesia, aunque estén impulsadas en instancias y organismos de carácter regional, nacional y universal.  En las diócesis de la Provincia Eclesiástica de Valladolid, a la que pertenece Ciudad Rodrigo, y en algunas otras diócesis de lo que hoy es la Región castellano-leonesa se viene trabajando conjuntamente desde hace 25 años a través de una Secretaría pastoral denominada primero "Región pastoral del Duero" y más tarde "Iglesia en Castilla" (véase la Memoria para la Esperanza. XXV aniversario de la Secretaría pastoral -1968-1993, en Iglesia en Castilla, XIV Encuentro de Arciprestes, Familia e Iglesia en Castilla hoy, Salamanca 1994, pp. 147-212). Con el agradecimiento al Señor y a quienes han dedicado y dedican tiempo, ilusión y energías a esta realidad, debemos mantener el propósito de seguir colaborando en lo que, además de ser un servicio eficaz a nuestras diócesis en diversas funciones y en varios sectores eclesiales, constituye también un modo de hacer presente a la Iglesia en nuestro pueblo.

 2.3.4. Comunión con las demás Iglesias de España A nivel de la Conferencia Episcopal Española se confeccionan planes pastorales por trienios, con el fin de orientar el trabajo de las Comisiones y demás organismos de la Conferencia y las asambleas plenarias. Con respeto a la autonomía de las diócesis, estos planes trienales se proyectan en cada una de ellas, pues no en vano los obispos, al aprobarlos, tienen en cuenta la respectiva realidad diocesana y la comunión que les une como miembros del Colegio episcopal, entre sí y con el Santo Padre Juan Pablo II. En el presente trienio el plan pastoral lleva por título "Para que el mundo crea" (Jn 17,21). Plan pastoral para la Conferencia Episcopal (1994-1997) (EDICE 1974) y ofrece algunas consideraciones sobre la nueva evangelización y unos objetivos comunes en torno a la preocupación evangelizadora. Estos objetivos son: 1. Impulsar una pastoral de evangelización; 2. intensificar la comunión eclesial; y 3. dedicar especial atención a la formación integral de los agentes de la acción pastoral evangelizadora.  Las parroquias pueden asumir perfectamente alguno de estos objetivos, adaptándolo a su medida y señalando las oportunas acciones. El primero de los tres señalados viene a coincidir de hecho con el que se ha propuesto a nivel diocesano para este curso apostólico.

 2.3.5. Comunión con la Iglesia Universal Puede parecer ingenuo que una pequeña parroquia trate de sintonizar en su acción pastoral con las grandes líneas que el Papa o la Santa Sede proponen en un momento determinado. Sin embargo no es así, ya que el fundamento de la fidelidad al magisterio del Sucesor de Pedro que le debemos todos los hijos de la Iglesia se encuentra no sólo en la universalidad de su misión apostólica sino también en los vínculos que brotan de la comunión eclesial. Toda parroquia o comunidad local, se ha indicado antes, es Iglesia en la medida en que está inmersa en la Iglesia particular y realiza su comunión con el obispo y con el Papa, a través del ministerio del presbítero al que está confiada. Por tanto la parroquia como tal, en su programación pastoral, puede y debe recoger las enseñanzas y las orientaciones pontificias e intensificar su colaboración con las obras y actividades propuestas por la Santa Sede. Es muy importante tomar conciencia de que la llamada a la evangelización tiene hoy alcance verdaderamente universal gracias al Sínodo de los Obispos y, muy especialmente, a la convocatoria incansable que viene haciendo el Santo Padre Juan Pablo II prodigándose en sus viajes por todo el mundo. El obispo y los presbíteros en primer lugar, debemos tener una sensibilidad especial para cuanto nos llega de quien tiene la misión, recibida del Señor, de "confirmar a sus hermanos" (Lc 22,32).

 III. SUGERENCIAS DE CARA AL OBJETIVO DIOCESANO DE 1994-1995

 Aunque en la exposición de los dos apartados anteriores han aparecido ya algunas ideas prácticas u operativas, es conveniente completar esta reflexión con algunas sugerencias si bien de tipo general. Estas sugerencias se refieren al aspecto comunitario de la acción pastoral parroquial, a la renovación de la parroquia y a los medios para la evangelización.

 3.1. Dimensión comunitaria de la pastoral parroquial La parroquia se define hoy como "comunidad de fieles", como se ha visto antes, en la perspectiva de la eclesiología de comunión propuesta por el Concilio Vaticano II. Comunidad, en efecto, habla de comunión dentro del pueblo de Dios y de contribución de todos al bien común de este pueblo, al que se pertenece por el Bautismo. Esto hace que tanto el párroco, aunque representa al obispo y es el vínculo con la Iglesia particular, sea también hermano de los demás cristianos. Es cierto que la parroquia no es la única comunidad, pero es la más estable y la de más fácil pertenencia. "La parroquia, enseña el Papa en la Exhortación Christifideles laici, no es principalmente una estructura, un territorio, un edificio; ella es la 'familia de Dios, como una fraternidad animada por el Espíritu de unidad', es 'una casa de familia, fraterna y acogedora', es la 'comunidad de los fieles'" (Christifideles laici, de 30-XII-1988, n. 26). De esta realidad debe brotar el afán de los miembros de la parroquia de poner al servicio de la totalidad sus carismas, sus aptitudes y su preparación personal, su tiempo y hasta los bienes materiales. Pero será necesario fomentar y educar para que florezca el  sentido comunitario parroquial en todos los campos de la acción pastoral, desde la catequesis y la educación de la fe hasta la asistencia social y la comunicación de bienes, pasando por la participación consciente y plena en la vida litúrgica. En la parroquia se deberá conservar con esmero la apertura al entero pueblo de Dios, no privilegiando ninguna experiencia sobre otra, sino favoreciendo en todos los bautizados la conciencia de formar parte viva de la Iglesia y de su camino de fe. No obstante la parroquia estará abierta a las iniciativas de los grupos eclesiales o de los movimientos apostólicos o de espiritualidad, acogiendo, coordinando y acompañando a los miembros de éstos con espíritu de comunión eclesial. Cuando estos movimientos se pueden integrar fácilmente en la parroquia, se debe fomentar esta integración para una mayor eficacia pastoral. Cuando su ámbito de acción sea interparroquial o diocesano, se debe respetar esta característica y desde la parroquia se debe apoyar lo que no es sino una presencia de la Iglesia en ambientes a los que la parroquia no puede llegar a veces, como los campos cultural, social, profesional, educativo, etc. Dentro del ámbito comunitario parroquial es muy importante la búsqueda de una progresiva integración de los fieles laicos en las actividades de la parroquia. Aun en las parroquias más pequeñas hay personas que pueden ser consultadas e invitadas a prestar algún tipo de concurso. El párroco, aunque en un primer momento no logre esa colaboración, no debe desanimarse, porque terminará sintiéndose más solo. No se trata solamente de la Junta económica o del Consejo pastoral, dos realidades que no deben asustar a ningún pastor y que se pueden ir creando lentamente, contando primero con una persona tras otra. Se trata también de llamar y de invitar para otras tareas de tipo catequético, litúrgico, asistencial, formativo, festivo, etc. y dejar hacer a los que han sido llamados, una vez enterados y dispuestos. En muchas parroquias hay personas que se turnan en algunos servicios como la oración por los difuntos o la limpieza de la iglesia. Es preciso valorar esta práctica y darle un significado de servicio a toda la comunidad parroquial. Acerca de la vocación y de la misión de los laicos en nuestra Iglesia Civitatense Mons. Ceballos escribió la Exhortación pastoral previa al objetivo diocesano del curso 1992-1993. En ella tenemos ideas y sugerencias suficientes para avanzar por este camino de la integración de los seglares en la vida de la parroquia y en la diócesis. Sin duda se podría decir algo más acerca del sentido comunitario parroquial, pero no es cuestión solamente de hacer más o menos cosas, sino de formar poco a poco a los miembros de la comunidad en el amor y en el interés por la parroquia, en el sentir como propio todo lo que afecta a cada uno de los fieles, en el impregnar todos los actos relacionados con la vida parroquial de la conciencia de pertenecer a la Iglesia, etc. La pastoral en clave evangelizadora requiere también la presencia de un testimonio constante de comunión y de fraternidad cristiana y de atención a los problemas humanos del pueblo, de los sectores más deprimidos, etc. "Los pobres son evangelizados" (cf. Mt 11,6) constituye siempre una de las señales del Reino de Dios.

 3.2. Renovación de la parroquia La vigencia actual de la parroquia, como se decía al principio, lleva consigo la necesidad de una revitalización y de una renovación. No me refiero a los intentos de las últimas décadas de transformar la institución parroquial, a los que he aludido al principio de esta Exhortación, sino a las actitudes que contribuyen a renovar esa "comunidad de fieles" que es la parroquia. De nada sirve cambiar las estructuras externas o la organización parroquial si los miembros de la parroquia no viven en una permanente búsqueda de perfección y de fidelidad a su condición de hijos de Dios y de la Iglesia. Estamos, pues, ante la raíz y el fundamento de toda renovación eclesial. Renovación, desde el punto de vista evangélico, es lo mismo que conversión y para asegurar una adecuada revitalización de nuestras parroquias, primero hemos de procurar la conversión a Dios de las personas, pastores y fieles. No en vano la Iglesia nos invita continuamente a una escucha más atenta de la Palabra divina y a una oración más constante, para adaptar nuestra mentalidad y nuestros caminos a la voluntad del Señor. El año litúrgico, con sus tiempos de esperanza y de alegría, de penitencia y de gozo, va introduciendo a lo largo de nuestra existencia unas actitudes de búsqueda del rostro de Dios y de relativización de lo que es contingente y material, para centrarnos en lo fundamental. La misma práctica del sacramento de la Reconciliación se centra hoy no sólo en la dimensión personal, insustituible siempre, sino también en la dimensión eclesial del perdón de Dios y aún del retorno a la Iglesia, a la que se daña también con el pecado. La Eucaristía, centro, fuente y culmen de la Iglesia local, reclama coherencia de vida con el misterio que se hace presente y que se prolongue en la existencia cotidiana, a lo largo de la semana o del día, cuanto se ha vivido en la celebración. Renovar las celebraciones litúrgicas, procurando que los que asisten a ellas participen consciente, activa y fructuosamente, de manera interna y externa, es una exigencia ineludible para revitalizar nuestras comunidades. Y lo mismo cabe decir de los ejercicios y de los actos de la piedad popular, tan queridos por el pueblo. Con respeto y con esmero, inspirándose en la liturgia, estos ejercicios contribuyen también a educar el sentido religioso y a impregnarlo de valores evangélicos. El modo mismo de ayudar a los demás y de poner en práctica el amor fraterno, sin cambiar un ápice en los motivos de fondo, puede ser hoy diferente a como lo ha sido en otros tiempos. La caridad cristiana exige aunar esfuerzos en orden a la promoción social y cultural de los pueblos, estimular iniciativas de desarrollo, apoyar a los jóvenes y a la mujer en la búsqueda de su lugar en la sociedad, infundir esperanza en nuestro mundo campesino y rural, sensibilizando a personas dispuestas a colaborar con su competencia, con su tiempo o con su aportación económica. También por aquí pasa la renovación de nuestras parroquias, no en el sentido de que se conviertan en instancias promotoras de empleo o de desarrollo comunitario -no es ésta su misión- sino en cuanto han de estar atentas a la situación humana y socioeconómica del pueblo para apoyar y amparar la acción de sus miembros en este terreno e incluso, en la medida de sus posibilidades, para sostener las obras y secundar las campañas que realizan Caritas y otras instituciones de la Iglesia.  Por último la estructura y los servicios que ofrece la parroquia, aun la más pequeña, pueden mejorarse siempre y adoptar, según el tamaño y las necesidades, todos los medios técnicos al servicio de la misión parroquial, ya sea para la catequesis y la formación en la fe de los adultos, ya sea para mejorar la comunicación en las celebraciones litúrgicas y las condiciones de acogida y de comodidad en la iglesia, ya sea para atender mejor el despacho parroquial y la visita a las familias o a los enfermos, etc.

 3.3. Los medios para la evangelización La evangelización no sólo es un denominador común de toda función, tarea o institución eclesial, y por consiguiente de la parroquia. Es también una acción pastoral concreta, que aparece en casi todos los objetivos diocesanos de los últimos años, especialmente en el de 1991-92: "Conocer el Evangelio para una nueva evangelización en nuestra Iglesia Civitatense", y en el de 1993-94: "Promover, potenciar e instaurar una catequesis de adultos evangelizadora en nuestras comunidades parroquiales civitatenses".  "Aquí, en esta tierra castellana, donde parece que la historia se paraliza y la vida se acaba, el Señor ha sembrado la buena semilla y comienzan ya a despuntar los brotes de la primavera. Ha sido amada esta tierra. Ha sido amada esta Iglesia. Han sido amados los pobres. Estos pueblos y esta tierra necesitan hermanos que les repartan el pan del Evangelio" (Carta pastoral de Mons. Ceballos, de 15-VIII-1991, en Boletín Oficial de agosto-septiembre de 1991, pp. 591-592). Estas palabras, que sin duda os habrán conmovido tanto como a mí, definen perfectamente la urgencia de la hora presente, la hora de Dios, como la llamó el Papa Juan Pablo II el año pasado en su Visita Apostólica a España: "La hora presente debe ser la hora del anuncio gozoso del Evangelio, la hora del renacimiento moral y espiritual... Ha llegado el momento de desplegar la acción pastoral de la Iglesia en toda su plenitud, con unidad interna, solidez espiritual y audacia apostólica. La nueva evangelización necesita nuevos testigos, personas que hayan experimentado la transformación real de su vida en contacto con Jesucristo y sean capaces de transmitir esa experiencia a otros. Esta es la hora de Dios, la hora de la esperanza que no defrauda. Esta es la hora de renovar la vida interior de vuestras comunidades eclesiales y de emprender una fuerte acción pastoral y evangelizadora en el conjunto de la sociedad española" (Discurso a los miembros de la Conferencia Episcopal, en Juan Pablo II en España -Año 1993-. Texto completo de sus discursos, EDICE 1993, p. 51). Nuestra querida Diócesis Civitatense y todas nuestras parroquias y comunidades están llamadas a anunciar explícitamente a Jesucristo a los que están cerca y a los que se han alejado, a los creyentes para que crezcan y maduren en la fe y a los no creyentes para que conozcan al Dios verdadero y a su enviado Jesucristo (cf. Jn 17,3). Ya no es tiempo de "ir tirando" o realizando una pastoral de "puro mantenimiento". Sin duda las características de nuestra Iglesia han de condicionar en buena medida los medios de la evangelización. Sin embargo, en lo que atañe a las parroquias como comunidades evangelizadas y evangelizadoras, los medios de la evangelización han de tener muy en cuenta las tres acciones pastorales básicas a través de las cuales se construye la Iglesia local: la catequesis y la educación en la fe, la celebración de la Eucaristía y de los sacramentos, juntamente con la oración litúrgica y la piedad popular, y el servicio cristiano impulsado por la caridad. Estas tres acciones han de tener como denominador común y como talante o estilo la preocupación misionera y evangelizadora. Además habrá que crear o instaurar cauces para reevangelizar a los bautizados con ocasión de los ciclos del año litúrgico, en una verdadera y propia catequesis de adultos. No se podrá olvidar la importancia de la homilía dominical y festiva para exponer los contenidos evangélicos que se van desgranando siguiendo el Leccionario de la Palabra de Dios, y la preparación de los sacramentos, especialmente del Bautismo de los niños, de la Confirmación y del Matrimonio. Los cursillos o los catecumenados que se preparan con este fin han de estar imbuidos de afán evangelizador. La enfermedad es también una ocasión para mostrar la cercanía de Cristo, Buena Noticia de salvación para el que sufre.  La formación de una comunidad parroquial capaz de evangelizar a los pobres y a los pequeños pasa también por la presencia solidaria del pastor y de los agentes de pastoral junto a los menos favorecidos, junto a los ancianos, junto a los marginados y los marginales. Implica también austeridad de vida, y gestos de amor y de solicitud hacia todas las personas sin distinción. ¡Qué mayor gesto que el de tantos presbíteros que siguen viviendo y trabajando en la aldea que todos quieren abandonar!. 

 IV. A MODO DE CONCLUSION

 Queridos hermanos y amigos: Sin duda el tema es inagotable y aún habría que decir muchas cosas. Pero lo importante es asimilarlas y vivirlas con espíritu de fe y de confianza en la acción invisible del Espíritu del Señor que no abandona nunca a su Iglesia. Quiero terminar poniendo el objetivo pastoral diocesano en las manos de Santa María, a la que sé que amáis entrañablemente y es invocada en toda la diócesis con títulos y nombres a cada cual más hermoso. Ella nos precedió presurosa y llena de júbilo como mensajera del Evangelio cuando fue a la montaña, a casa de Isabel (cf. Lc 1,39 ss.). Ella había recibido la Palabra de parte de Dios, había creido y dado su consentimiento pleno, y la Palabra se había hecho carne en ella (cf. Lc 1,38; Jn 1,14). Por eso mereció ser alabada por Isabel y por su propio Hijo (cf. Lc 1,45; 11,28). Ella, "evangelizada y evangelizadora", imagen y figura de la Iglesia, es la mejor referencia para la comunidad parroquial que quiere ser, como ella y con ella, portadora de la Buena Noticia de la salvación para los hombres. Salió el sembrador a sembrar. El surco está ya abierto esperando la semilla buena arrojada a manos llenas. En Ciudad Rodrigo, a 25 de septiembre de 1994, al término de la ordenación episcopal que me ha consagrado a vuestro servicio. Os saluda a todos y os bendice de corazón:

     + Julián, obispo de Ciudad Rodrigo

 

 

JESUCRISTO NUESTRO SALVADOR EN LA INICIACION

CRISTIANA Y EN LA VIDA DE LA FE

Exhortación pastoral ante el curso apostólico 1.996-1.997

 

          SUMARIO

 

 

          Introducción

 

1. Balance de la aplicación del objetivo del curso 1.995-96.

2. El nuevo objetivo pastoral

3. En conexión con el objetivo anterior y con la "TMA"

 

          I. Conocer, celebrar y anunciar a Jesucristo Salvador,

          "el mismo ayer, hoy y siempre" (Hb 13,8)

 

4. "Creo en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor"

5. Jesucristo, nuestro Salvador

6. "El mismo ayer, hoy y siempre" (Hb 13,8)

7. El acontecimiento de la Encarnación

8. La Iglesia, prolongación de Cristo

9. La Santísima Virgen María en el misterio de Cristo

10. Conocer a Jesucristo

11. Celebrar a Jesucristo

12. Anunciar a Jesucristo

 

          II.  La Iniciación cristiana, inserción en Jesucristo

 

13. El itinerario de la Iniciación cristiana

14. El Bautismo, sacramento de Iniciación

15. Nuestra inserción en Cristo por el Bautismo

16. Incorporación a la Iglesia, Cuerpo de Cristo

17. Función maternal de la Iglesia y pastoral del Bautismo

18. El Bautismo, fundamento de la conducta moral

19. Espiritualidad bautismal

20. El Bautismo y las vocaciones específicas dentro de la Iglesia.

 

          III. La vida de la fe

 

21. La virtud teologal de la fe

22. La fe, un don que ha de crecer sobre el fundamento del Bautismo

23. "Fortalecer la fe de los cristianos"

24. "Fortalecer el testimonio de los cristianos"

25. Fe y obras: el compromiso social de los cristianos

 

          IV. Sugerencias prácticas

 

26. Las fuentes de nuestro conocimiento de Jesucristo

27. La catequesis del misterio de Cristo hoy

28. Dimensión cristológica de la formación permanente

29. Celebrar el misterio de Cristo en el año litúrgico

30. El domingo y las fiestas del Señor

31. Las devociones a Cristo

32. La pastoral del Bautismo de los Niños

33. Necesidad de la pastoral familiar y de la catequesis de adultos

34. El testimonio social entre nosotros

35. Dar también testimonio de unidad

36. Algunos acontecimientos eclesiales del próximo curso

 

 

          Conclusión

 

37. "Muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre"

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

          JESUCRISTO NUESTRO SALVADOR

          EN LA INICIACION CRISTIANA Y EN LA VIDA DE LA FE

 

          Exhortación pastoral ante el curso apostólico 1.996-97

 

 

 

          Introducción [1]

 

 

          Queridos hermanos presbíteros, religiosas y fieles laicos:

 

          Al comenzar esta Exhortación, destinada a presentar el objetivo pastoral diocesano del curso 1.996-97, me complace expresar a toda la comunidad diocesana y a cada uno de sus miembros mi saludo lleno de afecto y de estima en el Señor.

          Y con mi saludo el deseo de que el Padre "de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra, de los tesoros de su gloria, os conceda por medio de su Espíritu, robusteceros en lo profundo de vuestro ser; que Cristo habite por la fe en vuestros corazones; que el amor sea vuestra raíz y vuestro cimiento; y así, con todo el pueblo de Dios, lograréis abarcar lo ancho, lo largo, lo alto y lo profundo, comprendiendo lo que transciende toda ciencia, el amor de Cristo" (Ef 3,16-19; cf. Col 3,16).

 

    1. Balance de la aplicación del objetivo del curso 1.995-96.

 

          El deseo que acabo de manifestar es un eco del objetivo pastoral del pasado curso: Revalorizar la Palabra de Dios en la Iniciación cristiana y en la vida de la comunidad parroquial. En efecto, si durante el curso 1.995-96 nos hemos esforzado por acoger con fe la Palabra de Dios en nosotros mismos y en nuestra propia vida, "Cristo habita" en todos más plenamente, y la asimilación personal y comunitaria del misterio cristiano es más rica y profunda.

          Por otra parte, en este conocimiento "que transciende toda ciencia" consiste también la finalidad última del objetivo del curso próximo, cuya primera parte habla de conocer, celebrar y anunciar a Jesucristo Salvador. Por eso, cuando nos disponemos a iniciar una nueva andadura en el camino de nuestra Iglesia Civitatense, debemos pedir al Padre que nos conceda seguir avanzando en la experiencia viva y consciente del "amor de Cristo", a fin de que el nuevo objetivo resulte eficaz y provechoso para toda la comunidad diocesana.

          En este sentido el Encuentro diocesano de Laicos de la Vigilia de Pentecostés, el 25-V-1.996, y el balance llevado a cabo por los Delegados diocesanos y por los arciprestes a finales de junio, nos hacen ser moderadamente optimistas. Entre las realizaciones directamente relacionadas con el objetivo diocesano de 1.995-96 se encuentran las catequesis de adultos, de adolescentes y de niños en las que se ha dedicado una atención mayor a la Biblia; los grupos eclesiales y apostólicos en los que se han tenido muy en cuenta la lectura, la oración y el comentario de la Palabra de Dios en relación con la vida; y las comunidades que se han esmerado en la proclamación de las lecturas y del canto del Salmo responsorial en la Eucaristía, con un significativo aumento y una mejor preparación de quienes ejercen de manera habitual estos servicios litúrgicos. 

          En términos generales se puede afirmar que en la comunidad diocesana y especialmente en los presbíteros, las religiosas, los catequistas y otros laicos más comprometidos, se ha tomado conciencia de la importancia de la Palabra de Dios como una realidad verdaderamente vital para la fe y para la misión evangelizadora de la Iglesia. En consecuencia el amor a la Sagrada Escritura ha subido algunos enteros entre nosotros. Entre los sacerdotes ha aumentado la inquietud por revalorizar de hecho el ministerio de la Palabra, sobre todo la homilía, fruto sin duda de haber dedicado a toda esta temática los retiros y las sesiones mensuales de la formación permanante.

 

          2. El nuevo objetivo pastoral

 

          Para el próximo curso tendremos un nuevo objetivo formulado así: CONOCER, CELEBRAR Y ANUNCIAR A JESUCRISTO SALVADOR, EN LA INICIACION CRISTIANA (SACRAMENTO DEL BAUTISMO) Y EN LA VIDA DE LA FE. Este objetivo se empezó a perfilar en la reunión del Consejo del Presbiterio de 23 de marzo de 1.996 y fue objeto de un primer análisis en las reuniones de delegados diocesanos y de arciprestes del pasado junio.

          Ahora bien, este objetivo pastoral, de manera semejante a como ha ocurrido con los que le han precedido, no aparece espontáneamente ni representa una novedad absoluta. En primer lugar está situado en las mismas coordenadas pastorales sobre las que se viene insistiendo desde hace años, es decir, en la evangelización y en la Iglesia local -nuestra Iglesia Civitatense-, tanto a nivel diocesano y arciprestal como a nivel parroquial. Estas coordenadas, verdaderas líneas prioritarias de formación y de acción, tratan de crear y de consolidar "un espíritu apostólico y un estilo pastoral, y contribuyen a configurar la sensibilidad misionera e integradora de los distintos aspectos de la presencia y de la acción de la Iglesia en nuestro pueblo" [2].

          Aunque parezca reiterativo, es bueno recordar también que todos los objetivos pretenden "crear conciencia eclesial, consolidar entre los presbíteros el sentido de la corresponsabilidad e impulsar la participación de los laicos y de los jóvenes en la vida de la Iglesia" [3]. Esto sin olvidar la atención a los presbíteros y a las vocaciones al ministerio sacerdotal, y el dar pasos para ir preparando a la diócesis para el futuro inmediato. 

 

          3. En conexión con el objetivo anterior y con la "TMA"

 

          Por otra parte el nuevo objetivo representa además un avance respecto de una realidad que empezamos a tener en cuenta ya el año pasado y que está llamada a ser un factor de continuidad en la formulación de los objetivos y de los programas pastorales de los próximos años. Me refiero a la Iniciación cristiana, cuya naturaleza e importancia empezamos ya a vislumbrar en relación con la Palabra de Dios en el curso pasado. En efecto, ante los problemas que plantea hoy el hacer cristianos y el incorporarlos de manera eficaz a la vida de la Iglesia, los pastores sentimos la necesidad de clarificar la idea que tenemos de la Iniciación cristiana y de analizar los medios catequéticos, litúrgicos y pastorales que empleamos para llevar a cabo la inserción de los hombres en el misterio de Cristo y su incorporación a la vida y a la misión de la Iglesia.

          Así el objetivo del año pasado nos ayudó a tener en cuenta que la proclamación de la Palabra de Dios es la condición primera para llevar a cabo una tarea de Iniciación cristiana, puesto que, antes de celebrar los sacramentos, "es necesario que los hombres sean llamados a la fe y a la conversión" (SC 9; cf. 59), por medio de la evangelización y la catequesis (cf. Rm 10,14-15; AG 13-14).

          Pero existe aún otro factor de continuidad entre el objetivo pastoral del curso 1.996-97 y el del año pasado. Se trata del programa que la Carta Apostólica Tertio Millennio Adveniente -"En el umbral del Tercer Milenio"- del Papa Juan Pablo II, propone como preparación del Jubileo del año 2.000 [4]. Este programa contempla, para el año 1.997 y, por tanto para nuestro curso 1.996-97, la reflexión catequética sobre Cristo (TMA 40) y la actualización sacramental del Bautismo como fundamento de la existencia cristiana (TMA 41), en orden a fortalecer la fe y el testimonio de los cristianos (TMA 42). Tener en cuenta esta referencia de la Carta Apostólica, además de ser un signo de comunión con el Papa y con la Iglesia universal en esta fase de la preparación jubilar, nos ayuda a definir con mayor nitidez y profundidad de campo los contenidos del objetivo pastoral que nos proponemos para el curso próximo.

          La exposición del objetivo se realiza en cuatro partes: la primera se fija en el misterio de Jesucristo, el Hijo de Dios que se hizo "carne" (cf. Jn 1,14) para salvarnos. La segunda se centra en la Iniciación cristiana y de manera particular en el Bautismo, sacramento de nuestra inserción en el misterio de Cristo. La tercera analiza la vida de la fe y el testimonio de los cristianos en la hora presente. Y la cuarta extrae consecuencias prácticas y propone algunas sugerencias operativas.

 

 

           I. CONOCER, CELEBRAR Y ANUNCIAR A JESUCRISTO SALVADOR,

          "EL MISMO AYER, HOY Y POR LOS SIGLOS" (Hb 13,8)

  

          4. "Creo en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor"

 

          Al iniciar esta primera parte, que fundamenta todo el objetivo pastoral, quisiera destacar toda la fuerza que tiene el enunciado que la precede, recordando las palabras del Símbolo Apostólico con las que confesamos nuestra fe en Jesucristo. De este modo yo mismo proclamo personalmente ante vosotros, mis queridos diocesanos, la fe de la Iglesia con la antigua fórmula bautismal que usamos también los domingos y solemnidades en la asamblea eucarística, alternando con el Símbolo de Nicea-Constantinopla: 

 

                   "Creo en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor,

                   que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo,

                   nació de Santa María Virgen,

                   padeció bajo el poder de Poncio Pilato,

                   fue crucificado, muerto y sepultado,

                   descendió a los infiernos,

                   al tercer día resucitó de entre los muertos,

                   subió a los cielos

                   y está sentado a la derecha de Dios, Padre Todopoderoso.

                   Desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos"                  

 

          Estas palabras centrales del Símbolo, aluden a la obra de la redención humana. Pero al referirse a Cristo, revelador del Padre y transmisor del Espíritu Santo a la Iglesia, nos asoman también a todo el Misterio Trinitario. Por eso recitar conscientemente el Símbolo, significa acoger el don de la revelación divina y entrar en comunión con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, y aun con toda la Iglesia que nos transmite la fe y en el seno de la cual creemos y queremos vivir como hijos de Dios.

          Al hacer mías estas palabras del Símbolo renuevo la conciencia de mi ministerio entre vosotros. En efecto, el día de mi ordenación episcopal me comprometí delante de la comunidad diocesana, del Presbiterio y de los obispos presentes, a "conservar íntegro y puro el depósito de la fe, tal como fue recibido de los Apóstoles y conservado en la Iglesia siempre y en todo lugar" [5]. Quiero, por tanto, proclamar y escribir el nombre de Aquel que es, para vosotros y para mí, el principio y el fin, el mediador único, el pontífice misericordioso y fiel, la razón suprema de la historia y de nuestro destino, el amigo incondicional, el hermano mayor... ¡Jesucristo, nuestro Señor!

          Llevar en los labios y sobre todo en el corazón este Nombre divino, el único que puede salvar (cf. Hch 4,12; Rm 10,9), es poseer un tesoro por el que vale la pena cualquier renuncia con tal de tenerle a El, a Jesucristo. San Pablo, al final de su vida, no tuvo inconveniente en asegurar: "Todo lo estimo pérdida, comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él lo perdí todo, y todo lo estimo basura con tal de ganar a Cristo y existir en él... para conocerlo a él y la fuerza de su resurrección, y la comunión con sus padecimientos, muriendo su misma muerte, para llegar un día a la resurrección de entre los muertos" (Fil 3,8-11). 

 

          5. Jesucristo, nuestro Salvador

 

          A lo largo de este curso pastoral 1.996-97, nuestra mirada de creyentes y nuestra misión de evangelizadores y de sujetos activos de la Iglesia Civitatense, deben centrarse en la persona de Jesucristo, Evangelio de Dios (cf. Mc 1,1), "nacido, según lo humano, de la estirpe de David; constituido, según el Espíritu Santo, Hijo de Dios, con pleno poder por su resurrección de la muerte, Jesucristo nuestro Señor" (Rm 1,3-4). Sólo así podremos fortalecer la vida de la fe de nuestras comunidades y realizar la pastoral de la Iniciación cristiana que deseamos.

          En efecto, por Cristo todos hemos sido llamados a la fe y a la vida de los hijos de Dios, y por El hemos sido consagrados y enviados a anunciar la Buena Nueva de la salvación a todos los hombres (cf. Jn 1,12; Mc 16,15-16; Rm 1,5-6; etc.). En El radica nuestro ser, nuestra misión y nuestro ministerio. En El hemos conocido también el amor y la bondad de Dios para con todos los hombres, y en El descubrimos el proyecto divino sobre la humanidad y aun sobre toda la creación. El colma las aspiraciones de todos los hombres y realiza plenamente todos los deseos. Nuestra mirada, por tanto, ha de estar "fija en El", como en la sinagoga de Nazaret, cuando inauguró "el año de gracia del Señor" (Lc 4,19; cf. 4,20).

          Como ya he recordado, el Papa invita a toda la Iglesia a dedicar un año entero, el primero de la preparación del Jubileo del año 2.000, a descubrir y a profundizar en la verdadera identidad de Jesucristo:

 

"El primer año, 1.997, se dedicará a la reflexión sobre Cristo, Verbo del Padre, hecho hombre por obra del Espíritu Santo. Es necesario destacar el carácter claramente cristológico del Jubileo, que celebrará la Encarnación y la venida al mundo del Hijo de Dios, misterio de salvación para todo el género humano. El tema general, propuesto para este año por muchos Cardenales y Obispos, es: "Jesucristo, único Salvador del mundo, ayer, hoy y siempre" (cf. Hb 13,8)" (TMA 40).

 

          6. "El mismo ayer, hoy y siempre" (Hb 13,8)

 

          Este versículo procede de la Carta a los Hebreos y es un texto que nos resulta familiar porque es usado en la preparación del cirio en la Vigilia pascual. La expresión, en la mencionada carta, quiere dejar muy claro que la fe que nos ha sido anunciada por la Iglesia (cf. Hb 13,7), tiene un fundamento muy sólido y estable en la persona misma de Jesús. En efecto, Jesús es Alguien verdaderamente digno de crédito y al que podemos adherirnos totalmente, porque permanece siempre fiel, tanto en lo que toca a Dios, es decir, en su obediencia oblativa y sacerdotal (cf. Hb 2,17; 3,2; 5,7-9), como en lo que nos afecta a nosotros, la misericordia y la capacidad de compadecerse de sus hermanos (cf. Hb 2,10.17-18). Jesucristo es "el mismo", es decir, el Hijo de Dios y el Hermano de los hombres, el Sumo Sacerdote "misericordioso y fiel" (Hb 2,17).

          En este sentido lo que Jesucristo era ayer, lo es igualmente hoy y lo seguirá siendo "por todos los siglos". A El pertenecen no sólo el pasado sino también el presente y el futuro (cf. Ap 1,18; GS 10; TMA 59). Por tanto no cabe buscar otro fundamento para nuestra vida de la fe y para nuestra vocación y misión, porque no existe fuera de Jesucristo. 

          El próximo curso pastoral 1.996-97, en las postrimerías del siglo XX y del segundo milenio de la historia de la Iglesia, vamos a tener la oportunidad de profundizar en nuestro conocimiento de Jesucristo para adherirnos más conscientemente a El, de celebrar su presencia siempre actual y viva entre nosotros, y de anunciar de palabra y con las obras, que Jesucristo nuestro Señor y Salvador, está vivo hoy y sale de nuevo al encuentro de los hombres para "dar la Buena Noticia a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos la vista; para dar libertad a los oprimidos, para anunciar el año de gracia del Señor" (Lc 4,18-19).

          Jesús quiere decir en hebreo "Dios salva", y con esta misión fue anunciado expresamente antes de su nacimiento (cf. Mt 1,21; Lc 1,31). En el nombre de Jesús se condensa toda la historia de la salvación en favor de los hombres. Por eso invocar el nombre de Jesús: "¡Jesús es Señor!" (1 Cor 12,3b; Ap 22,20) significaba en la Iglesia Apostólica acogerse a la salvación divina realizada en la muerte y en la resurrección de Cristo. Esta era, por otra parte, la primitiva fórmula bautismal (cf. Hch 8,37).

          Si queremos activar los "mecanismos" de nuestra fe de cara a la acción evangelizadora y a la Iniciación cristiana y prepararnos para el Jubileo del año 2.000, debemos subrayar con nuestras palabras y con nuestros gestos que Jesucristo es el centro de nuestra vida y de nuestro apostolado, que en todo lo que decimos y hacemos encontramos una persona en la que nos apoyamos, Jesús, "el Hijo Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad" (Jn 1,14), "camino, verdad y vida" (Jn 14,6).

 

           7. El acontecimiento de la Encarnación

 

          Pero nuestro conocimiento, celebración y anuncio de la persona de Jesucristo Salvador, incluye también el acontecimiento de la Encarnación, en la que se manifestó el amor de Dios a los hombres (cf. Jn 3,16; 1 Jn 4,9-10) y que nos hizo "hijos de Dios", "coherederos de Cristo" y "partícipes de la divina naturaleza" (Jn 1,12; Rm 8,17; 2 Pe 1,4). Este acontecimiento tuvo lugar en la "plenitud de los tiempos" (cf. Jn 1,14; Gal 4,4), es decir, cuando la historia humana alcanzó su momento culminante según el designio de Dios. Así lo afirma también el Símbolo Niceno-Constantinopolitano: "por nosotros los hombres y por nuestra salvación, bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen y se hizo hombre".

          Para los creyentes en Cristo, es esencial recordar -hacer memoria- y revivir -celebrar- la Encarnación del Hijo de Dios, no como un hecho del pasado sino como un acontecimiento que está siempre vigente y actual con su poder de salvación: "En Jesucristo, Verbo encarnado el tiempo llega a ser una dimensión de Dios, que en sí mismo es eterno" (cf. TMA 10). Recordar y celebrar con fe este acontecimiento, proclamado por la Palabra de Dios y representado simbólica y eficazmente en los signos del rito sacramental, nos hace contemporáneos de este hecho y nos comunica su fuerza salvadora.

          La Carta Apostólica Tertio Millennio Adveniente, desde el comienzo, subraya la importancia cósmica y humana de la concepción virginal de Jesús y de su nacimiento en Belén (cf. TMA 2 ss.). En efecto, la Encarnación supuso la renovación de todas las cosas creadas por el que es "Primogénito de toda la creación" y "el que tiene la primacía sobre todo cuanto existe" (Col 1,15.18; cf. Jn 1,3; TMA 3). Para la humanidad Jesucristo "manifiesta el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación" (GS 22), devolviéndole la semejanza divina deformada por el pecado y elevando la condición humana a la más alta dignidad (cf. TMA 4).

          Fácilmente se identifica en esta idea la enseñanza de la Constitución Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II sobre la dignidad de la persona humana esclarecida por Jesucristo [6]. Al hablar de este modo del acontecimiento de la Encarnación, el Papa toma de nuevo las líneas básicas del "humanismo auténtico", el que "conduce de Cristo al hombre" y ofrece una respuesta a quienes se hacen todavía la pregunta por el hombre, por su razón de ser y por su libertad, aunque se muestren a veces escépticos y desilusionados de todos los dogmatismos modernos, incluido el de la ciencia.

          De esta toma de conciencia de lo que ha representado la Encarnación para el hombre se deduce además un principio fundamental para configurar toda la acción evangelizadora y pastoral de la Iglesia. El principio es éste: el Evangelio conecta con los deseos más profundos del corazón humano, de los que son testigos las religiones de la humanidad, para infundir luz, vida y libertad (cf. GS 21; TMA 6). La Encarnación está en el origen de una acción evangelizadora y pastoral que ha de buscar al hombre en su situación histórica concreta, para ayudarlo a escuchar y acoger a Jesucristo: En Cristo "Dios habla a cada hombre y el hombre es capaz de responder a Dios" (TMA 6).

 

          8. La Iglesia, prolongación de Cristo

 

          Del acontecimiento de la Encarnación se deriva otra gran verdad que afecta no sólo a la misión de la Iglesia sino a la misma naturaleza de ésta, y que la convierte también en un verdadero acontecimiento de vida y de salvación. Me refiero al misterio de la Iglesia, el cual sólo puede entenderse desde Cristo, Cabeza de todo el cuerpo eclesial. En efecto, la Iglesia tiene en el misterio de la Encarnación no sólo su comienzo en el que es su Cabeza, sino también la referencia de su configuración humana y divina, visible e invisible, terrena y transcendente, sociedad organizada y comunidad espiritual, institución y carisma (cf. LG 8; SC 2). Por este motivo el Concilio Vaticano II enseñó también que "la Iglesia es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano" (LG 1; cf. 48; GS 45).

          En este sentido la Iglesia es prolongación de Cristo, aunque no es identificable totalmente con Cristo, ya que éste es su Cabeza, el fundamento de su ser, el modelo de su actuación y la finalidad de toda su existencia. Sin embargo la correspondencia entre Cristo y la Iglesia es tan grande y profunda que las actitudes que se adoptan ante la Iglesia son actitudes derivadas hacia Cristo. Y a la inversa, la actitud frente a Cristo se proyecta también frente a la Iglesia. Por eso no es posible conocer, celebrar y anunciar a Jesucristo adecuadamente si, a la vez, no se descubre, se valora y se manifiesta el misterio de la Iglesia. No cabe decir: "Cristo sí, la Iglesia no"; sino que es preciso afirmar: "Cristo sí, la Iglesia también" [7].

          Los que formamos la Iglesia debemos mantener una actitud de profundo reconocimiento y gratitud a Dios por este "gran misterio" (cf. Ef 5,32), pero a la vez de humilde búsqueda de conversión y de renovación para que el mundo crea también en la Iglesia, cuerpo de Cristo y prolongación de su presencia encarnada en la historia. Con palabras admirables lo expresó el Papa Pablo VI:

"La Iglesia tiene siempre necesidad de ser evangelizada, si quiere conservar su frescor, su impulso y su fuerza para anunciar el Evangelio. El Concilio Vaticano II ha recordado... este tema de la Iglesia que se evangeliza a sí misma a través de una conversión y una renovación constantes, para evangelizar al mundo de manera creíble" [8]

          Iglesia evangelizada y evangelizadora, nuestra comunidad diocesana, nuestras parroquias, nuestros grupos eclesiales y apostólicos, tienen que volver una y otra vez al Evangelio de Jesucristo "Hijo de Dios", "Hijo de David" (cf. Rm 1,3-4; Mc 1,1) para anunciar explícitamente que no hay otro nombre en el que pueda darse la salvación que el nombre de Jesús.

 

          9. La Santísima Virgen María en el misterio de Cristo

 

          Al hablar de Jesucristo y del acontecimiento de la Encarnación no podemos olvidar la participación tan especial que desempeñó la Santísima Virgen María en dicho misterio. Lo señala expresamente el Papa en su Carta Apostólica:

 

"María Santísima, que estará presente de un modo por así decir transversal a lo largo de toda la fase preparatoria (del Jubileo del año 2.000), será contemplada durante este primer año (1.997) en el misterio de su Maternidad divina. ¡En su seno el Verbo se hizo carne! La afirmación de la centralidad de Cristo no puede ser, por tanto, separada del reconocimiento del papel desempeñado por su Santísima Madre" (TMA 43).

 

          No podía ser de otra manera, porque María, como enseñó el Concilio Vaticano II, está "unida con lazo indisoluble a la obra salvífica de su Hijo" (SC 103). Más aún, según el designio de Dios, con vistas al misterio de Cristo y de la Iglesia, María entró también de manera muy íntima en la historia de la salvación y está presente de varios modos en los acontecimientos de la vida de Cristo, especialmente en la Encarnación y en su manifestación a los hombres (cf. LG 65; 66). Esta vinculación tan singular y tan profunda de María al Hijo de Dios hecho hombre tiene una adecuada expresión en el culto que la Iglesia ha dedicado siempre a la Santa Madre de Dios. Por eso la celebración de los misterios de la vida de Cristo y, de modo particular, el tiempo de Adviento y Navidad-Epifanía, constituyen una prolongada memoria y celebración de la maternidad divina y virginal de María [9].

          Además hay otra razón para tener muy presente a María al considerar el misterio de Jesucristo nuestro Señor. Y es que María, junto a su Hijo, es "la imagen de lo que la Iglesia, toda entera, ansía y espera ser" (SC 103), para presentarse ante Cristo como la Esposa "sin mancha ni arruga, santa e inmaculada" (Ef 5,27). "Tipo y ejemplar acabadísimo de la Iglesia en la fe y en la caridad" la llama también el Concilio Vaticano II (LG 53; cf. 65). María nos ha precedido a todos en la santidad con que es preciso entrar a fondo en el misterio de la Encarnación para asemejarnos cada día más al Hijo de Dios y llevar en nosotros el reflejo de su gloria (cf. 2 Cor 3,18; 4,6). Entregada por entero, como sierva humilde del Señor, a la persona y a la obra de su Hijo (cf. LG 56), nos enseña también a conocer, celebrar y anunciar a Jesucristo Salvador. Con ella y como ella podremos, durante este curso pastoral y siempre, vivir nosotros y comunicar a los demás las riquezas insondables de Cristo.

 

          10. Conocer a Jesucristo

 

          "Esta es la vida aterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo" (Jn 17,3). Conocer a Dios, conocer a Jesucristo, sumergirnos en su luz, dejarnos iluminar por su Palabra encarnada, adherirnos plenamente a la persona de Jesús, "el mismo ayer, hoy y siempre" (Hb 13,8), constituye la vocación, la gracia y la posesión más sublime de los hombres, el gran don revelado y comunicado en el misterio de Cristo y de la Iglesia.

          Conocer a Jesucristo, celebrarlo y anunciarlo: estos tres verbos, que han aparecido ya varias veces, forman parte del enunciado del objetivo pastoral del curso 1.996-97. No han sido escogidos al azar. Cada uno de ellos encierra un significado propio, pero relacionados entre sí y atendiendo a su objeto, el misterio de Jesucristo, ofrecen un cuadro muy completo para comprender la misión actual de nuestra Iglesia Civitatense, dentro naturalmente del diseño que ha hecho el Papa en la carta Apostólica Tertio Millennio Adveniente para la Iglesia universal.

          En efecto, conocer a Jesucristo significa mucho más que adquirir o poseer un conjunto de datos relativos a su persona y a su obra. Aunque esto es también necesario hoy, incluso por cultura humana, dada la relevancia de la figura de Jesús de Nazaret en la historia, para los creyentes no es suficiente. Conocer a una persona lleva consigo entrar en comunión profunda con ella, alcanzar sus pensamientos y sus deseos más íntimos, sintonizar plenamente con ella. Esto vale también, en términos generales, para el conocimiento de Dios y de Jesucristo, tomando conciencia en este caso de lo limitado de nuestros conocimientos y de nuestro lenguaje para expresar lo inefable. No obstante, aunque a Dios nadie lo ha visto jamás, "el Hijo unigénito, el que está junto al Padre, es el que lo ha dado a conocer" (Jn 1,18). En este sentido la entera persona de Jesús y sus palabras y obras, nos han abierto el acceso a Dios (cf. Jn 14,6-10; TMA 6).

          Es necesario, por tanto, volver a la persona de Jesucristo y a su obra de salvación de manera que se produzca en todos nosotros un verdadero  redescubrimiento de nuestro Salvador y de su misión salvífica, un reencuentro en el que nos sintamos ganados y como fascinados verdaderamente por él. En el Evangelio se oye una queja de Jesús que yo no quisiera que se pudiera aplicar a ninguno de nosotros: "¿Tanto tiempo llevo con vosotros, y aún no me habéis conocido?" (Jn 14,9). Jesús es nuestro Buen Pastor y nos conoce a nosotros, pero es preciso que nosotros le conozcamos también a El, reconozcamos su voz y le sigamos siempre (cf. Jn 10,14-16).

 

          11. Celebrar a Jesucristo

 

          Celebrar, desde el punto de vista humano, es estar juntos y participar, es hacer fiesta y cantar, es recordar y hacer presente a alguien, es honrarlo y proclamar sus cualidades, etc. Celebrar es una de las manifestaciones más gratificantes del hombre, tanto a nivel individual como a nivel colectivo o social. Celebrar a Jesucristo y el misterio de la Encarnación entra ya no sólo en el terreno de la liturgia cristiana, cuya acción cumbre es la Eucaristía (cf. 1 Cor 11,23-26; SC 10), sino también en el de toda expresión religiosa o festiva que evoque la vida de nuestro Salvador y lo haga cercano a los hombres. La piedad popular está llena también de gestos y de expresiones de devoción y de amor a Jesucristo. En este sentido supone siempre el reconocimiento de la presencia salvadora del Señor en medio de su pueblo, como cuando estaba visiblemente en esta tierra y la gente acudía en masa para verle y tocarle, "porque de él salía una fuerza que los curaba a todos" (Lc 6,19; cf. Mc 3,7-10).

          No obstante, precisando un poco más desde el punto de vista teológico, celebrar a Jesucristo es, como se ha indicado ya antes en el n. 7, evocar, revivir, actualizar y, en cierto modo, "ponerse en contacto" con los acontecimientos de la vida histórica de Jesús, los misterios que vamos recordando a lo largo del año litúrgico y de manera especial en la Pascua, para "llenarse de la gracia de la salvación" que contienen (cf. SC 102). Estos acontecimientos "se hacen presentes" simbólica y eficazmente para quienes los celebran con fe en los sacramentos y sacramentales (cf. SC 59-61), y en las fiestas del calendario cristiano (cf. SC 103-108).

          El Papa lo ha recordado también:

 

"Conforme a la articulación de la fe cristiana en palabra y sacramento, parece importante juntar también en esta particular ocasión, la estructura de la memoria con la de la celebración, no limitándonos a recordar el acontecimiento sólo conceptualmente, sino haciendo presente el valor salvífico mediante la actualización sacramental" (TMA 31).

 

          Memoria y celebración del acontecimiento de la Encarnación, del que se van a cumplir 2.000 años y que justifica el próximo Jubileo. Pero memoria y celebración que no se quedan en la conmemoración histórica (cf. TMA 15), sino que actualizan aquel acontecimiento haciéndolo presente y operante desde el punto de vista de la salvación. Por eso toda celebración litúrgica es siempre un verdadero acontecimiento, y el año litúrgico revive el "año de gracia del Señor" inaugurado por Jesús en la sinagoga de Nazaret (cf. TMA 10 y 14). Celebrar a Jesucristo es, por tanto, hacerlo presente en nuestra vida y en la vida de los demás por medio de las palabras y de los signos que evocan y actualizan la obra de la salvación.

         

          12. Anunciar a Jesucristo

 

          Anunciar a Jesucristo no es otra cosa que llevar a la práctica su mandato misionero antes de subir a los cielos (cf. Mt 28,19-20; y par.). Dicho de otra manera, "anunciar a Jesucristo" es dedicarse a evangelizar a todos los hombres con la palabra y con el testimonio de vida. ¿Es necesario insistir en lo que tantas veces ha aparecido en los objetivos pastorales diocesanos a lo largo de los últimos años­­. Tan sólo deseo recordar que la invitación de la Tercera Asamblea del Sínodo de los Obispos en 1974 y de Pablo VI en la Exhort. Apostólica Evangelii Nuntiandi en 1975, actualizada por el Papa Juan Pablo II con el término "nueva evangelización" -"con nuevo empeño, nuevo ardor y nuevos métodos"-, sigue siendo en este final de siglo la tarea principal de la Iglesia en la que todos debemos sentirnos comprometidos. En todas estas llamadas late una misma inquietud, un mismo propósito, el de "abrir un amplio espacio a la participación de los laicos, definiendo su específica responsabilidad en la Iglesia, como expresión de la fuerza que Cristo ha dado a todo el pueblo de Dios haciéndole partícipe de su propia misión mesiánica, profética, sacerdotal y regia" (TMA 21).

          Anunciar a Jesucristo es la consecuencia que brota del conocimiento y de la celebración de sus misterios. Ambos aspectos, el conocer y el celebrar a Jesucristo, son un presupuesto necesario para evangelizar. Por esto sólo es verdadero nuestro conocimiento de Jesús y sólo es auténtica nuestra celebración, cuando de ambos brota la misión: "Id y anunciad... lo que habéis visto y oido" (Lc 7,22; cf. 2,20). La Eucaristía termina siempre con el envío misionero, que no es sólo un cortés "podéis ir en paz", sino un exigente "id" por todas partes y dad testimonio de lo que aquí habéis vivido. Evangelizar "anunciando" de manera explícita a Jesucristo y dando razón de nuestra fe y de nuestra esperanza en él (cf. 1 Pe 3,15), es también un aspecto esencial de nuestro objetivo pastoral diocesano.

           

II.  La INICIACION CRISTIANA, INSERCION EN JESUCRISTO

 

 

          Después de haber dirigido nuestra mirada a Jesucristo, el Hijo de Dios que "por nosotros los hombres y por nuestra salvación... se encarnó... y se hizo hombre", ahora hemos de fijarnos en el gran don que nos hizo en la Encarnación, es decir, en la posibilidad de ser "hijos de Dios" y "coherederos con Cristo", participando de su condición divina (cf. Jn 1,12; Rm 8,16-17; 2 Pe 1,4). Este don se hace realidad en los hombres a través de la Iniciación cristiana y se comunica en el Bautismo.

  

          13. El itinerario de la Iniciación cristiana

 

          En la I parte de la Exhortación pastoral de comienzo del curso pasado, ya expuse algunas nociones sobre la Iniciación cristiana que sirvieran de punto de partida para empezar a ocuparnos de este tema tan importante en la misión de la Iglesia y que hoy preocupa mucho a los pastores [10]. La Iniciación cristiana, siguiendo el Catecismo de la Iglesia Católica aparece, ante todo, como un don de Dios mediante la gracia de Jesucristo (cf. Cat., n. 1.212). Ahora bien, en cuanto tarea de la Iglesia, mediadora necesaria de este don por voluntad de Cristo, la Iniciación cristiana comprende un itinerario o proceso gradual en el que se dan todos o la mayor parte de estos elementos: el anuncio primero de Jesucristo, la catequesis y educación en la fe, la iniciación en la plegaria y en la celebración, la formación moral y la celebración de los sacramentos y de otros ritos sacramentales (cf. ib., nn. 4-6; 1.212; 1.275). Por parte del hombre, sujeto de la Iniciación, ésta comprende también la acogida de Jesucristo, la conversión, la fe, la recepción de los sacramentos, la conducta coherente y la incorporación personal y efectiva a la comunidad local de la Iglesia (cf. ib., n. 1.229).

          La Iniciación cristiana, por tanto, es mucho más que la sola catequesis o la sola celebración de los sacramentos de la Iniciación, el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía. Estos sacramentos se llaman así porque santifican o consagran los "comienzos de la vida cristiana", según la famosa analogía del desarrollo de la vida humana (cf. ib., n. 1.212). El prototipo de este itinerario o proceso gradual ha sido, en todos los tiempos y lugares, la Iniciación cristiana de los adultos, configurada en todos sus elementos durante los primeros siglos de la Iglesia, instaurada por el Concilio Vaticano II (cf. SC 64-66; AG 14) y descrita hoy en el Ritual de la Iniciación cristiana de los adultos (Coeditores litúrgicos 1974).

          Ahora bien, en nuestras Iglesias particulares, en las que el Bautismo se celebra en las semanas siguientes al nacimiento de los párvulos, la Iniciación cristiana tiene características peculiares, de manera que requiere que la familia primero y la comunidad parroquial después, sin olvidar otras colaboraciones como la escuela y los grupos eclesiales, realicen una verdadera y propia catequesis tendente a desarrollar en los niños y en los adolescentes la semilla de la fe y de las demás virtudes cristianas, al tiempo que los preparan para celebrar eficaz y fructuosamente los restantes sacramentos de la Iniciación. Recuérdense, a este respecto, las palabras del Ritual del Bautismo de los Niños, al introducir la oración del "Padrenuestro":

 

"Estos niños, nacidos de nuevo por el Bautismo, se llaman y son hijos de Dios. Un día recibirán por la Confirmación la plenitud del Espíritu Santo. Se acercarán al altar del Señor, participarán en la Mesa de su sacrificio y lo invocarán como Padre en medio de su Iglesia" (n. 134).

 

          Antes se ha dicho a los padres: "Vosotros, por vuestra parte, debéis esforzaros en educarlos en la fe, de tal manera que esta vida divina quede preservada del pecado y crezca en ellos de día en día" (n. 124).

 

          14. El Bautismo, sacramento de Iniciación

 

          La Iniciación cristiana de nuestros pequeños y adolescentes ha empezado en el Bautismo, como en el caso de la práctica totalidad de los fieles de nuestra Iglesia Civitatense, dando lugar al proceso de crecimiento que comprende etapas progresivas, un "catecumenado postbautismal" (Cat., n. 1231). Así pues, el Bautismo significa el comienzo de nuestra vida cristiana. De su importancia habla también la Carta Apostólica Tertio Millennio Adveniente. En efecto, dice el Papa:

 

"El esfuerzo de actualización sacramental mencionado anteriormente podrá ayudar, a lo largo del año, al descubrimiento del Bautismo como fundamento de la existencia cristiana, según la palabra del Apóstol: 'Todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo' (Gal 3.27). El Catecismo de la Iglesia Católica, por su parte, recuerda que el Bautismo constituye 'el fundamento de la comunión entre todos los cristianos e incluso con los que todavía no están en plena comunión con la Iglesia Católica' (CIC 1271)" (n. 41).

 

          El Bautismo, lo mismo en los adultos que en los párvulos, es el sacramento que libera al hombre del poder de las tinieblas borrando el pecado original, y hace pasar a los hombres de la condición humana en que nacen como hijos de Adán al estado de los hijos adoptivos de Dios (cf. DS 1.524), hciéndolos nuevas criaturas, miembros del cuerpo de Cristo, e incorporándolos a la Iglesia (cf. Cat., n. 1.213). En el caso de los párvulos el sacramento es el principio y la fuente de todo el itinerario posterior de su educación cristiana, para que que comprendan y asimilen plenamente el misterio de Jesucristo y puedan finalmente, ellos mismos, asumir y ratificar la fe en la que fueron bautizados. También para estos niños el Bautismo es sacramento de Iniciación y el fundamento de su existencia cristiana.

 

          15. Nuestra inserción en Cristo por el Bautismo

 

          No es posible tocar todos los aspectos del sacramento del Bautismo en el corto espacio de una Exhortación pastoral. Pero sí destacar algunos puntos especialmente relacionados con nuestro objetivo diocesano. El primero de estos puntos es el de la inserción del hombre en el misterio de Jesucristo, Hijo de Dios y Cabeza de una nueva humanidad.

          Son varios los textos bíblicos que se refieren a esta realidad. Entre ellos los que utilizan la imagen del vestido nupcial de los que, por Cristo, son hijos de Dios (cf. Ga 3,26-27; Ef 4,24; Col 3,10.12.14). Sin embargo es suficiente fijarse en el gran pasaje bautismal de Rm 6,1-11, especialmente en los vv. 3-5:

 

          "Los que por el Bautismo nos incorporamos a Cristo,

          fuimos incorporados a su muerte.

          Por el Bautismo fuimos sepultados con él en la muerte,

          para que, así como Cristo fue despertado de entre los muertos

          por la gloria del Padre,

          así también nosotros andemos en una vida nueva.

          Porque si nuestra existencia está unida a él

          en una muerte como la suya,

          lo estará también en una resurrección como la suya"

 

          San Pablo, con un lenguaje realista y dinámico, habla de la sepultura simbólica en las aguas del Bautismo como una inmersión eficaz en el poder salvífico de la Muerte y Resurrección del Señor. El bautizado es sepultado de con Cristo, muriendo al hombre viejo, para resucitar a una nueva vida, la vida del Espíritu (cf. Rm 6,6; Ef 4,22-24; Col 3,9-10). El rito bautismal produce el efecto de unir íntimamente a Cristo y ligar a su suerte a quien acepta morir y ser sepultado con Cristo, imitando la perfecta obediencia del Hijo de Dios (cf. Fil 2,8; Hb 5,7-9). La "gloria del Padre" asocia al bautizado al Misterio pascual de Jesús y le hace caminar "en la novedad de vida" como una criatura nueva (cf. Col 2,12; 6,15; 2 Cor 5,17). El bautizado es ya, desde ese momento, miembro del cuerpo de Cristo (cf. 1 Cor 6,15, 12,27) y coheredero con él (cf. Rm 8,17).

          Esta inserción del hombre en Cristo, verdadera participación en el Misterio pascual, es tan profunda que el bautizado puede ser llamado "otro Cristo" y hacer suya la exclamación paulina: "Vivo yo, mas no yo, es Cristo quien vive en mí" (Ga 2,20; cf. Rm 8,10-11). El Padre reconoce en cada bautizado los rasgos de su Hijo y "ama en nosotros lo que amaba en él" (Misal Romano, pref. VII dominical del T. Ordinario). El bautizado es hijo de Dios en el Hijo Jesucristo, de manera que El es el "Promogénito de muchos hermanos" (Rm 8,29; cf. Col 1,15.18; Ap 1,5).

 

          16. Incorporación a la Iglesia, cuerpo de Cristo

 

          El Bautismo es además el sacramento por el que los hombres son incorporados a la Iglesia, "integrándose en su construcción para ser morada de Dios, por el Espíritu" (Ef 2,22). La situación de los baptisterios y de la fuente bautismal, junto a la entrada de las iglesias, significa que este sacramento abre la puerta de la comunidad cristiana visible. Y quiere decir también que en el Bautismo ha nacido y renace el nuevo pueblo de Dios que transciende los límites humanos de las razas, las culturas y las naciones para formar un solo cuerpo en Cristo porque "todos nosotros hemos sido bautizados en un solo Espíritu" (1 Cor 12,13; cf. LG 7). En esta dignidad básica del Bautismo, "no hay distinción entre judíos ni gentiles, esclavos y libres, hombres y mujeres, porque todos sois uno en Cristo Jesús" (Ga 3,28).

          La culminación de esta maravillosa unidad iniciada en el Bautismo, se alcanza en la participación eucarística, cuando la multitud "formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan" (1 Cor 10,17). De este modo cada uno de nosotros nos hemos convertido en miembros del cuerpo de Cristo y hemos sido hechos miembros los unos de los otros (cf. 1 Cor 12,27; Rm 12,5). Esta incorporación hace que todo el cuerpo de Cristo se vea enriquecido por el Espíritu con toda clase de carismas, funciones y ministerios para el bien común (cf. 1 Cor 12,1-11; Ef 4,7-13). Por su parte, cada miembro, al participar en la dignidad profética, sacerdotal y real de Cristo, común a todos fieles cristianos, está llamado a colaborar en la misión salvífica de la Iglesia.

          Ahora bien, la incorporación de los bautizados a la Iglesia de Cristo y su participación en la misión de ésta se producen a través de la pertenencia a una comunidad local, la Iglesia particular o diócesis y la parroquia. La Iglesia universal, como es sabido, "está presente en todas las legítimas congregaciones locales de los fieles que, unidas a sus pastores, reciben también en el Nuevo Testamento el nombre de Iglesias" (LG 26; cf. SC 42; CD 11) [11].

          En nuestra diócesis la parroquia es, junto con el arciprestazgo, la plataforma pastoral principal y básica. Por eso debe tener prioridad como forma de participación en la misión de la Iglesia por parte de todos los bautizados, sin excluir, obviamente, otras instancias de comunión y de misión, como la familia, la escuela, los movimientos apostólicos, los grupos eclesiales, etc. [12].

 

          17. Función maternal de la Iglesia y pastoral del Bautismo

 

          No quiero dejar pasar este aspecto de extraordinaria importancia para comprender el Bautismo como sacramento de la incorporación a la Iglesia. La analogía con lo que ocurre en la familia humana nos ayudará a entender la función que corresponde a toda la comunidad cristiana en este sacramento. El nacimiento de un niño afecta a toda la familia y es siempre un acontecimiento de gran importancia, en el que todos los miembros de la unidad familiar se sienten implicados. Lo mismo ha de suceder en la Iglesia, la gran familia de los hijos de Dios (cf. LG 6).

          La participación, por tanto, de la comunidad cristiana en la pastoral de la Iniciación y, más en concreto, en la del Bautismo de los niños, es signo de la maternidad de la Iglesia que engendra y da a luz a nuevos hijos en este sacramento y los nutre y acompaña en su crecimiento hasta ver configurado a Cristo en cada uno de ellos (cf. Gal 4,19). La función maternal de la Iglesia, esencial y vital para ella y para los futuros hijos de Dios, corresponde a la comunidad eclesial primigenia, es decir, a la Iglesia particular o diocesana como comunidad plena y a las parroquias, en las que se realiza también la Iglesia en torno a un presbítero que hace las veces del obispo. Esta función no es transferible a ningún otro grupo eclesial, en el sentido de que "transmitir la vida de la fe, engendrar y alimentar, al cristiano es algo primigenio, básico y común, que no puede estar sujeto a ningún tipo de particularismos".

          Por este motivo "la catequesis general, la preparación y la celebración de los sacramentos de la Iniciación cristiana han de tener como marco de referencia y como lugar habitual la parroquia. Las excepciones a esta práctica han de contar con razones muy poderosas" [13].

 

          18. El Bautismo, fundamento de la conducta moral y del compromiso cristiana

 

          Entre los numerosos frutos de la gracia bautismal se encuentra también la capacidad para obrar de acuerdo con la condición de los hijos de Dios, o sea, según la moral cristiana. El Bautismo, al insertar a los hombres en el ser divino de Cristo, hace "santos" a todos los bautizados (cf. Rm 1,7; etc. ). Esto lleva consigo la obligación moral de obrar como Cristo en la obediencia filial al Padre (cf. 1 Pe 1,15-16; Fil 2,8). Dicho de otro modo, a esta inserción en Cristo debe seguir para los bautizados el compromiso de traducir en la propia vida las actitudes de fidelidad, servicio, donación de sí mismo, entrega a la causa del Reino de Dios, etc. de Cristo Jesús, "el cual no vino a ser servido sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos" (Mt 20,28). El Bautismo exige "imitar" a Jesucristo, como exige también avanzar siempre por el camino de la perfección evangélica propuesto por el Señor para todos sus seguidores (cf. Mt 5,48; 1 Pe 1,16). El Evangelio es el "programa de vida" de todos los bautizados.

          Esta "imitación" de Cristo es un don del Espíritu Santo enviado a los corazones de los bautizados:

 

"Derramaré sobre vosotros un agua pura que os purificará:

          de todas vuestras inmundicias e idolatrías os he de purificar;

  y os daré un corazón nuevo,

          y os infundiré un espíritu nuevo;

          arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra,

          y os daré un corazón de carne.

          Os infundiré mi Espíritu,

          y haré que caminéis según mis preceptos,

          y que guardéis y cumpláis mis mandatos"

          (Ez 36,25-27; cf. Sal 50,4.9.12-14).

 

          Este bellísimo texto, una de las lecturas de la liturgia bautismal, se refiere a la transformación radical del corazón humano, es decir, el centro de su pensar, sentir y obrar. La presencia del Espíritu Santo hace posible que el hombre conozca con certeza la voluntad de Dios y se sienta movido a ponerla en práctica. El profeta Jeremías, al hablar de la nueva Alianza, prometió también la presencia del Espíritu del Señor en el interior de los corazones para que todos lo conozcan y "no tengan que enseñarse unos a otros ni los hermanos entre sí, diciendo: conoced al Señor; sino que todos me conocerán, desde los pequeños a los grandes" (Jer 31,43-34).

          La "vida de la fe", la "vida en Cristo", la "vida digna del Evangelio" son algunas de las expresiones que el Catecismo de la Iglesia Católica emplea para referirse a la conducta de los que han sido hechos hijos de Dios por el Bautismo y han recibido la gracia de Cristo y los dones del Espíritu para "llevar una vida nueva" (Cat., nn. 16, 1.691 ss.). En efecto, nuestra conducta ha de ser coherente con nuestra condición de hijos de Dios y coherederos de Cristo. En Navidad, al contemplar y celebrar el misterio de la Encarnación, la liturgia medita estas significativas palabras: "Reconoce, cristiano, tu dignidad. Puesto que ahora participas de la naturaleza divina, no degeneres volviendo a la bajeza de tu vida pasada. Recuerda a qué Cabeza perteneces y de qué Cuerpo eres miembro. Acuérdate de que has sido arrancado del poder de las tinieblas para ser trasladado a la luz del reino de Dios" (San León Magno, serm. 21).

 

          19. Espiritualidad bautismal

 

          La Carta Apostólica Tertio Millennio Adveniente insiste en que el Bautismo es "fundamento de la existencia cristiana" (n. 41). Esto quiere decir también que toda nuestra vida ha de estar impregnada de la conciencia de ser hijos de Dios en el Hijo Jesucristo, naturalmente de una conciencia agradecida, gozosa, testimonial. A esto es a lo que se llama espiritualidad bautismal, que se traduce en la alegría de "llamarnos y ser en verdad hijos de Dios" (1 Jn 3,1), en la posibilidad de invocar a Dios con el nombre de "Padre" (cf. Rm 8,15-16; Ga 4,6) y de confesar a Jesucristo como "Señor" (cf. 1 Cor 12,3), en la certeza de orar con la confianza de los hijos (cf. Mt 6,6-13) y en el nombre de Jesús (cf. Jn 14,13-14), en la seguridad de la ayuda del Espíritu frente a nuestra debilidad (cf. Rm 8,26-27), en la capacidad para "hacer nuestros los sentimientos de Cristo" (Fil 2,5), etc.

          Todos los cristianos deberíamos tener más presente el recuerdo del Bautismo, no sólo en la Vigilia pascual, al renovar las promesas bautismales, sino en otros momentos, celebrando, por ejemplo, su aniversario como hacemos con otras fechas importantes de nuestra vida. El domingo, día de la Resurrección del Señor, es, por el mismo motivo, un memorial permanente del Bautismo. Reconocer en nosotros la gracia bautismal es un modo de descubrir, celebrar y anunciar a Jesucristo en nuestra propia existencia unida a la suya.     Las diversas escuelas o métodos de espiritualidad que han aparecido a lo largo de la historia, sobre todo cuando han sido acreditados por la santidad de quienes los crearon, reflejan siempre en su rica diversidad la misma y única base de la obra del Espíritu Santo en el corazón de los bautizados. Por eso no cabe una "vida en el Espíritu" o "según el Espíritu", que no se apoye en esta presencia y en la influencia permanente del Bautismo en los miembros de la Iglesia.

 

          20. El Bautismo y las vocaciones específicas dentro de la Iglesia

 

          En este sentido el Bautismo está también en la base de la espiritualidad específica de los diversos estados de vida de los discípulos de Jesús. Esto lo tuvo muy en cuenta el Concilio Vaticano II, al tratar de la espiritualidad de los sacerdotes: "Por el sacramento del Orden se configuran los presbíteros con Cristo sacerdote, como ministros de la Cabeza, para construir y edificar todo su Cuerpo, que es la Iglesia, como cooperadores del Orden episcopal. Cierto que ya en la consagración del Bautismo, como todos los fieles en Cristo, recibieron el signo y el don de tan gran vocación y gracia, a fin de que, dentro de la flaqueza humana, puedan y deban aspirar a la perfección" (PO 12).

          En el caso de los religiosos y aun de todas las demás personas consagradas, ocurre lo mismo: "El cristiano, mediante los votos u otros vínculos sagrados... hace una total consagración de sí mismo a Dios, amado sobre todas las cosas, de manera que se ordena al servicio de Dios y a su gloria por un título nuevo y especial. Ya por el Bautismo había muerto al pecado y estaba consagrado a Dios; sin embargo, para extraer de la gracia bautismal fruto copioso, pretende, por la profesión de los consejos evangélicos, liberarse de los impedimientos que podrían apartarle del fervor de la caridad y de la perfección del culto divino y se consagra más íntimamente al servicio de Dios" (LG 44) [14].

          Para los fieles laicos, el Bautismo está también en el origen de su vocación y de su misión en la Iglesia y en la sociedad (cf. LG 11; AA 4) [15]. El Bautismo es la fuente de todos sus derechos como miembro del pueblo de Dios y también de sus deberes. Bastaría referirse al sacerdocio común de todos los bautizados, por el que éstos hacen de su vida un sacrificio espiritual grato a Dios (cf. 1 Pe 2,5; Rm 12,1), para encontrar el motivo de su llamada a la santidad y a confesar delante de los hombres la fe que recibieron en el Bautismo (cf. AA 2-3).

          De manera especial en los esposos cristianos actúa la gracia bautismal, ya que en virtud del Bautismo, sacramento de la fe, el hombre y la mujer que contraen matrimonio se insertan en la Alianza de Cristo con la Iglesia, de manera que su comunidad conyugal es asumida en el amor de Cristo y enriquecida con la fuerza de su Espíritu [16]. El Matrimonio de los bautizados es signo eficaz del amor de Cristo a la Iglesia y crea una comunidad de amor, la familia, verdadera Iglesia doméstica. La espiritualidad conyugal y familiar tiene, pues, su primer fundamento en el Bautismo.

 

  

          III. LA VIDA DE LA FE

  

          El Bautismo, en el conjunto de la Iniciación cristiana nos ha asimilado a Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre. Agradecer y valorar este gran don es también una forma de reconocer a Jesucristo presente en nuestra vida. Pero el Bautismo significa además el comienzo de la fe, es decir, de la respuesta del hombre a la acción de Dios. Este va a ser el contenido de esta tercera parte, en la que trataremos de analizar la vida de la fe y el testimonio de los cristianos como exigencia del Bautismo.

          La Carta Apostólica Tertio Millennio Adveniente habla de ambos aspectos como uno de los objetivos del Jubileo del año 2.000 y, en particular, como una de las metas del primer año de la preparación. Dice el Papa:

 

"Todo deberá mirar al objetivo prioritario del Jubileo que es el fortalecimiento de la fe y del testimonio de los cristianos. Es necesario suscitar en cada fiel un verdadero anhelo de santidad, un fuerte deseo de conversión y de renovación personal en un clima de oración siempre más intensa y de solidaria acogida del prójimo, especialmente del más necesitado" (TMA, n. 42).

 

          21. La virtud teologal de la fe

 

          En efecto, la fe es una virtud teologal, esto es, que se refiere directamente a Dios, a quien tiene como origen, como motivo y como objeto (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1.812). Por la fe creemos en Dios y en todo lo que él nos ha revelado y la Iglesia nos propone, y por la fe nos entregamos a Dios entera y libremente (cf. ib., 1.814). Creer significa, en primer término, la adhesión personal del hombre a Dios, confiando en El y sometiéndose a El en lo que se llama la "obediencia de la fe", como en el caso de Abrahán: "Por la fe Abrahán obedeció y salió al lugar que había de recibir en herencia, salió sin saber a dónde iba" (Hb 11,8). Por la fe, a su mujer Sara se le concedió el hijo de la promesa y, por la fe, Abrahán ofreció a su hijo Isaac en sacrificio (cf. Hb 11,17). San Pablo hizo este elogio de la fe de Abrahán: "creyó en Dios y le fue reputado como justicia" (Rm 4,3), de manera que vino a ser "el padre de todos los creyentes" (Rm 4,11.18).

          La Santísima Virgen María, por su parte, es la realización más perfecta de la fe y de la obediencia a Dios. Al anunciárselo el ángel, dio su consentimiento para concebir en su seno al Hijo de Dios con estas palabras: "He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra" (Lc 1,38). Por la fe mereció que Isabel le dedicara este elogio: "Dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá" (Lc 1,45). Desde ese momento toda su vida fue creer en el cumplimiento de la Palabra del Señor (cf. Lc 2,35). La Iglesia se mira continuamente en ella para guardar la fidelidad que debe a Cristo (cf. LG 64).

          Creer en Dios está inseparablemente unido a creer en Jesucristo (cf. Jn 14,1), porque es el Hijo de Dios, "Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero" (Credo), el único que ha visto al Padre y nos lo ha dado a conocer (cf. Jn 1,18; 6,46; Mt 11,27). Pero, al mismo tiempo, creemos en el Espíritu Santo "Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo" (Credo). El Espíritu Santo conoce las profundidades insondables de Dios y es el que nos descubre el misterio de Jesús y nos guía hacia la verdad plena (cf. Jn 14,26; 16,13-15; 1 Cor 2,10-11).

          Pero la fe significa también creer y aceptar todo lo que Dios ha dicho y revelado, porque él es la verdad misma. En este sentido, objeto de la fe son también todas las verdades reveladas por Dios: "Creemos todas aquellas cosas que se contienen en la Palabra de Dios escrita o transmitida y son propuestas por la Iglesia... como divinamente reveladas" (Cat., n. 182).

          La fe, tanto en la dimensión de confianza en Dios como en la dimensión de la adhesión de nuestra inteligencia a lo que él nos ha revelado, es un don de Dios, una verdadera gracia, una virtud sobrenatural infundida por él (cf. ib., n. 153). La fe, fruto de la evangelización y de la escucha de la Palabra de Dios, es necesaria para celebrar los sacramentos. Estos "no sólo suponen la fe, sino que también la fortalecen, la alimentan y la expresan con palabras y acciones; por eso se llaman 'sacramentos de la fe'" (SC 59). Ahora bien la fe que expresan es, ante todo, la fe de la Iglesia, que es anterior a la fe de quienes celebran los sacramentos, los cuales son invitados a adherirse a ella y a profesarla en la misma celebración.

 

          22. La fe, un don que ha de crecer sobre el fundamento del Bautismo

 

          El Bautismo es, por tanto, sacramento de la fe. Ahora bien, la fe que se requiere para el Bautismo no es una fe perfecta y madura, sino un comienzo que está llamado a desarrollarse. La fe ha de crecer y ha de fortalecerse en todos los bautizados, sean niños o sean adultos. Al catecúmeno que va a ser bautizado o, en el caso del bautismo de párvulos, al padrino, se le pregunta: "¿Qué pides a la Iglesia de Dios?". Y él responde: "La fe". Por este motivo la Iglesia ha considerado siempre como una de sus tareas más importantes el reavivar la fe de los catecúmenos o de los padres y padrinos de los párvulos que se van a bautizar. A este fin se ordenan tanto el catecumenado de los adultos y la preparación de los padres y padrinos como la liturgia de la Palabra de Dios en la celebración del Bautismo y la profesión de fe que tiene lugar en el rito bautismal.

          Sobre la base de la necesidad de desarrollar la fe recibida en el Bautismo la Iglesia despliega toda su acción catequética, orientada hacia los niños, los jóvenes y los adultos. La catequesis es concebida como una permanente transmisión de la fe o enseñanza de lo que constituye el objeto de ésta, el misterio de Dios y de Jesucristo como suma verdad, y las verdades reveladas por Dios y presentadas como tales por la Iglesia. Esta enseñanza se caracteriza también por hacerse de modo orgánico y sistemático, con miras a introducir a los hombres más plenamente en la vida cristiana (cf. Cat., n. 5). La catequesis no es, por tanto, una tarea esporádica o que puede estar sujeta a las conveniencias de los destinatarios o de los responsables de las comunidades cristianas locales. Se trata, en efecto, de una acción íntimamente ligada a la vida de la Iglesia y que afecta decisivamente a su crecimiento interior y a su fidelidad al designio divino de salvación.

          El hecho de que la catequesis en sentido estricto esté dirigida a los ya bautizados, sean niños, jóvenes o adultos, para que crezcan en la fe y alcancen la plenitud de la vida cristiana, invita también a descubrir la especial acción del Espíritu Santo que actúa en el corazón de los fieles y los dispone para acoger fielmente la verdad de Jesucristo y los demás contenidos de la catequesis. El es el verdadero Maestro interior que va conduciendo poco a poco a los fieles "hacia la verdad plena" (Jn 16,13) y los mueve a profesar la fe delante de los hombres (cf. 1 Cor 12,3). En realidad esta acción interior del Espíritu, unida a la labor catequética de la Iglesia, es la verdadera mistagogia de la fe, que seguía a la celebración de los sacramentos de la Iniciación en la Iglesia antigua, por la que los bautizados-confirmados eran "iluminados" (cf. Hb 10,32) en las catequesis mistagógicas.

 

          23. "Fortalecer la fe de los cristianos"

 

          Pero junto a la acción catequética, una comunidad cristiana viva no sólo se interesa por el crecimiento en la fe de los niños, de los jóvenes y de los adultos, sino que está preocupada también por el fortalecimiento de la fe de todos sus miembros sin excepción.

          Fortalecer la fe significa robustecer, dar resistencia y solidez a la fe. En este sentido en las páginas del Nuevo Testamento resuena ya una exhortación apremiante para resistir al diablo: "Sed firmes en la fe" (1 Pe 5,9). Como apoyo de esta firmeza se recuerda el ejemplo de muchos fieles en el mundo entero. Una exhortación semejante puede leerse en Ef 6,10-18, que llama a fortalecerse en el Señor, revistiéndose de las armas de Dios, es decir, la verdad como ceñidor, la justicia como coraza, el Evangelio de la paz como calzado, la fe como escudo embrazado con fuerza, la salvación como casco y la Palabra de Dios como espada del Espíritu; y perseverando en la oración asidua y en la vigilancia constante (cf. Mt 24,41; Lc 18,1; 1 Cor 16,13; 1 Tes 5,17). La Carta a los Hebreos exhorta también: "Y ya que tenemos un Sumo Sacerdote eminente que ha penetrado en los cielos, Jesús, el Hijo de Dios, mantengámonos firmes en la fe que profesamos" (Hb 4,14).

          La Iglesia de los primeros siglos tenía que fortalecer a sus miembros frente a una serie de peligros: las persecuciones que tiñeron de sangre los comienzos de la predicación del Evangelio, y sobre todo la tentación de hacer componendas con el paganismo, contemporizando con las bajas inclinaciones del hombre y no luchando suficientemente contra el pecado (cf. Hb 12,4).

          También en nuestro tiempo tenemos necesidad de la virtud de la fortaleza aplicada a nuestra fe y a las demás actitudes cristianas básicas, para no caer en la tentación de la indolencia o de la comodidad en la vida cristiana, en la conducta moral y en el testimonio. Es preciso, por tanto, remover las conciencias y sacudir la modorra de muchos cristianos mediante la llamada insistente y apremiante a la conversión como se hacía en la Iglesia de los primeros tiempos, denunciando los fallos principales y exhortando a un retorno cada día más consciente al Evangelio y al seguimiento de Jesucristo (cf. Rm 13,14; Ef 5,8-16). No podemos olvidar que este seguimiento entraña siempre "tomar la propia cruz" (cf. Mt 16,24-25; Ga 2,19), porque precisamente en la Cruz de Cristo se encuentra la "fuerza de Dios" transformadora de los espíritus (cf. 1 Cor 1,17-23).

          La Iglesia de este final de siglo, como recuerda también el Papa (cf. TMA 37), está siendo de nuevo Iglesia de mártires. Ahí están las penalidades y sufrimientos de los pastores y fieles de las minorías cristianas del Norte de Africa, y de innumerables misioneros en otros lugares del mundo, verdaderos testigos de la fe y del servicio a los más pobres, que afrontan dificultades de todo tipo, incomprensiones y hasta la misma muerte para ser fieles a su vocación evangelizadora y humanitaria.

 

          24. "Fortalecer el testimonio de los cristianos"

 

          Y si la fe es fuerte, lo será también el testimonio de los cristianos, es decir, de los pastores y de los demás fieles. En primer lugar el testimonio diario de vivir con fidelidad y con alegría el haber sido salvados por Jesucristo e incorporados a su cuerpo que es la Iglesia. Es preciso mostrar, de palabra y de obra, que somos verdaderamente libres porque el Señor nos ha redimido de las ataduras del pecado y nos ha dado la posibilidad de ser dueños de nosotros mismos y de encontrar en él, que por nosotros murió y resucitó, la fuente continua de nuestra felicidad y de nuestra esperanza. Cristo debe ser para cada uno de los que creemos en él, el asidero más firme de nuestra existencia según la vocación personal de cada uno.

          El cristiano consciente de que su suerte está unida a la del Señor, no tiene su corazón puesto en los bienes materiales sino en otros valores mucho más necesarios e importantes, como el amor, la amistad, la solidaridad, la justicia, la armonía familiar, la convivencia y la paz, de manera que usa de las cosas de este mundo sin darles más valor y en la medida en que están al servicio de las personas (cf. Mt 6,21; 19,21; Lc 12,21). Incluso es capaz de renunciar a los bienes para ayudar a los demás o para dedicarse más plenamente a su misión en la Iglesia y en la sociedad (cf. Mt 19,21; Hch 2,45; Hb 10,34).

          Actuando así se superará incluso ese grave equívoco de nuestro tiempo, denunciado ya por el Concilio Vaticano II, la separación entre la fe y la vida (cf. GS 43). Esta coherencia entre lo que creemos y el modo de vivir da credibilidad al mensaje cristiano y convence de que la fe en Dios Padre y en su Hijo Jesucristo y en el Espíritu Santo, colma abundantemente las ansias de transcendencia y de felicidad duradera que anidan en el corazón de todo ser humano. Naturalmente esta coherencia se ha de alimentar cada día en la lectura meditativa de la Palabra de Dios, en la plegaria, en la celebración de los sacramentos y de manera especial en la Eucaristía, "fuente y culmen de toda la vida cristiana" (LG 11; cf. SC 10; etc.).

          De manera particular los fieles laicos, al cumplir con fidelidad sus deberes profesionales y ciudadanos, han de poner de manifiesto que saben que aquí no tienen morada permanente (cf. Hb 13,14), pero su fe les impulsa a una más perfecta dedicación a los asuntos de este mundo. En efecto, "todo laico, en virtud de los dones que le han sido otorgados, se convierte en testigo y simultáneamente en instrumento vivo de la misión de la misma Iglesia 'en la medida del don de Cristo'" (LG 33). "Cada laico debe ser ante el mundo un testigo de la resurreción y de la vida del Señor Jesús y una señal del Dios vivo" (LG 38), orientando su vida familiar, profesional, social y, en general, todos los asuntos temporales de acuerdo con el Evangelio (cf. LG 36; GS 42-43; etc.).

 

          25. Fe y obras: el compromiso social de los cristianos

 

          El fortalecimiento de la fe y del testimonio de los cristianos, ha de producir su fruto también en el ámbito de la vocación y de la misión de los laicos en la Iglesia y en la sociedad. En efecto, "la fe, si no tiene obras, está muerta por dentro" (St 2,17; cf. 2,14-18; 1 Jn 3,17). Por esto la incorporación de los bautizados al cuerpo de Cristo mediante la fe y el Bautismo, lleva consigo el que cada fiel cristiano deba sentirse solidario de las alegrías y de los sufrimientos de sus hermanos (cf. 1 Cor 12,26). La caridad fraterna exige, en definitiva, "llorar con los que lloran y reir con los que ríen" (cf. Rm 12,15). La comunicación cristiana de bienes en el interior de la Iglesia tiene que hacerse realidad como un signo de credibilidad de la misma Iglesia de cara a su acción evangelizadora (cf. Hch 2,44-45; 4,32.34-37).

          Pero las exigencias de la caridad no se reducen al ámbito de la comunidad cristiana, sino que han de contemplar a todos los hombres sin excepción. Lo pide también el significado universal del misterio de la Encarnación, acontecimiento por el que Cristo se ha acercado a todos los hombres para liberarlos de todo tipo de opresión (cf. Lc 4,18-19; Hch 10,38). La actualidad de la presencia redentora de Jesucristo, "el mismo ayer, hoy y siempre" (Hb 13,8), en la historia humana forma parte del mensaje evangelizador que la Iglesia debe difundir por todas partes. Pero este mensaje debe ser acreditado por actuaciones concretas al servicio de una sociedad más justa, más tolerante, más solidaria y más fraterna. Anunciar a Jesucristo hoy significa comprometerse con la misión redentora de Jesús en su integridad y ponerse al servicio de los designios de Dios realizando su obra en cada contexto histórico.

          La preparación del Jubileo del año 2.000 no ha olvidado esta dimensión social de los años jubilares en la Biblia, de manera que encuentra incluso en ella una de las raíces de la doctrina social de la Iglesia (cf. TMA 13).

            IV. SUGERENCIAS PRACTICAS

  

          Esta última parte extrae algunas consecuencias de todo lo anterior y propone algunas sugerencias operativas. Los puntos van siguiendo el orden de los temas tratados.

 

          26. Las fuentes de nuestro conocimiento de Jesucristo

 

          La primera consecuencia operativa del objetivo pastoral diocesano de este curso ha de referirse necesariamente a nuestro conocimiento de la persona de Jesucristo y de su obra de salvación, al que hemos dedicado la primera parte, para que Jesucristo ocupe verdaderamente el centro de nuestra reflexión, de nuestra enseñanza, de nuestro ministerio y de todas nuestras tareas eclesiales y apostólicas. Sólo si conocemos a Jesucristo y su poder de salvación en nosotros, podremos celebrarlo y anunciarlo convenientemente:

 "Se trata, por tanto de descubrir en la persona de Cristo el designio de Dios que se realiza en él. Se trata de procurar comprender el significado de los gestos y de las palabras de Cristo, los signos realizados por él mismo, pues ellos encierran y manifiestan a la vez su misterio" [17]

          A lo largo de este curso pastoral hemos de acudir con más frecuencia y con más profundidad a las fuentes de nuestro "conocimiento de Jesucristo", es decir, al Evangelio y a toda la Sagrada Escritura, a la tradición de la Iglesia, a la teología, pero también a la oración e incluso a la experiencia de los santos, de los contemplativos y de otros testigos que se han acercado también a Jesús y se han dejado transformar por él.

          De entre todas estas "fuentes" es preciso destacar la Palabra de Dios, a la que dedicamos el objetivo pastoral del curso 1.995-96. Todo cuanto dijimos acerca del valor de las Escrituras en la vida de la Iglesia y para nosotros, sobre el modo de leerlas e interpretarlas a la luz de Jesucristo Resucitado y sobre la necesidad de intensificar la formación bíblica, el uso de la Biblia en la catequesis, la proclamación litúrgica de la Palabra de Dios, el ministerio de la homilía y la lectura en familia y en grupo de esta divina Palabra aplicada a las circunstancias de la vida, sigue teniendo valor en el presente curso. No se olvide que "desconocer la Escritura es desconocer a Cristo" (DV 25) [18].

 

          27. La catequesis del misterio de Cristo hoy

 

          Pero además de la centralidad de Cristo en todo cuanto reflexionemos, programemos o llevemos a la práctica en el curso 1996-97, es evidente que el objetivo de este año tiene una clara dimensión catequética. Este año habrá que poner un empeño especial en presentar con preferencia la persona y la obra salvadora de Jesús en todas aquellas acciones de carácter doctrinal o formativo, como la catequesis, la predicación, la enseñanza de la religión, los cursos de teología, las conferencias, los artículos en la prensa y en la hoja parroquial, las colaboraciones en la radio, etc.

          Obviamente, la presentación de la persona de Cristo ha de hacerse en todas sus dimensiones: como Dios y como hombre, como Señor de los tiempos y de la historia humana, como revelador del misterio de Dios, como Evangelio y como salvación para los hombres y centro de todo cuanto existe.

          De manera particular corresponde hacer esta presentación primordial de la persona de Cristo a la catequesis, cuya importancia ha sido expresamente recordada por la Carta Apostólica Tertio Millennio Adveniente:

 

"El primer año será, por tanto, el momento adecuado para el redescubrimiento de la catequesis en su significado y valor originario de "enseñanza de los Apóstoles" (Hch 2,42) sobre la persona de Jesucristo y su misterio de salvación. De gran utilidad, para este objetivo, será la profundización en el Catecismo de la Iglesia Católica, que presenta 'fiel y orgánicamente la enseñanza de la Sagrada Escritura, de la tradición viva en la Iglesia y del magisterio auténtico, así como la herencia espiritual de los Padres, de los santos y las santas de la Iglesia, para permitir conocer mejor el misterio cristiano y reavivar la fe del Pueblo de Dios'(Fidei Depositum, 3). Para ser realistas, no se podrá descuidar la recta formación de las conciencias de los fieles sobre las confusiones relativas a la persona de Cristo, poniendo en su justo lugar los desacuerdos contra Él y contra la Iglesia" (TMA 42). 

          La cita no puede ser más explícita, aludiendo incluso a la conveniencia de corregir las desviaciones cristológicas y las presentaciones parciales del misterio de Cristo en los últimos tiempos. Pero no es una buena pedagogía comenzar señalando estos errores y contraponiéndoles la doctrina sana. Tampoco es bueno plantear cuestiones que tratan los especialistas en cristología y que no están al alcance de los lectores y de los oyentes con poca formación teológica.

          Por eso será suficiente presentar de manera positiva e integradora la persona de Jesús como verdadero Dios y como verdadero hombre, que nació de la Santísima Virgen María Madre de Dios, haciéndose uno de nosotros en todo excepto en el pecado y uniéndose en cierto modo a todo hombre, que es imagen de Dios invisible, y que en su muerte y resurrección nos abrió el camino de la salvación (cf. GS 22). Como el Santo Padre señala oportunamente, la mejor síntesis del misterio de Cristo la tenemos en este momento en el Catecismo de la Iglesia Católica. Por este motivo recomiendo y encarezco su lectura y su uso constante en la catequesis de adultos, en los grupos de formación parroquiales y de otro tipo, etc. con la finalidad de dar a conocer a Jesucristo en base al objetivo diocesano.

 

          28. Dimensión cristológica de la formación permanente

 

          Cuanto acabo de decir se aplica también a la formación permanente de los presbíteros, de las religiosas y de los laicos más cultivados teológicamente. Pero, según las dimensiones de la formación permanente, el estudio y la reflexión sobre el misterio de Jesucristo no debe reducirse solamente a la adquisición de unos conocimientos y a la fundamentación de la doctrina cristológica en la Biblia, los Padres, el Magisterio y la teología, sino que ha de procurar también acercar a los destinatarios de esta formación a la experiencia personal y al encuentro con Jesucristo, "camino, verdad y vida" (Jn 14,5). Los presbíteros deben cultivar este año muy especialmente la faceta cristológica de su espiritualidad, faceta que se abre naturalmente a la dimensión trinitaria y pneumatológica [19].

          Por otra parte, la formación permanente ha de tener en cuenta la proyección pastoral en todos los campos de la misión de la Iglesia: catequesis, enseñanza religiosa, liturgia, acción caritativa y social, formación del laicado, apostolado seglar, familia, adolescentes y jóvenes, vocaciones, salud, misiones, etc. Los que siguen un curso de formación permanente están llamados a conocer más profundamente el misterio de Cristo y a vivirlo con intensidad, para comunicar sus propios conocimientos y vivencias como testigos verdaderos de Jesucristo y de su presencia salvadora entre los hombres.

          De manera particular me quiero referir a los educadores cristianos y a los profesores de religión y moral católica. Vuestra misión es cada día más necesaria y digna de reconocimiento. Conocer el misterio de Jesucristo significa poseer la clave para acceder al misterio de Dios y al misterio del hombre y, por tanto, para comprender todo el arco de la doctrina cristiana. La cristología ocupa un puesto neurálgico en el conjunto de los conocimientos teológicos. En vuestro papel científico y testimonial a un tiempo, presentad la figura y el mensaje de Jesús con todo el atractivo que merece, para que vuestros alumnos lo conozcan de verdad y sepan apreciar la contribución del cristianismo al pensamiento y a la cultura humana. En Europa y en España esta cultura no es comprensible adecuadamente si se prescinde de Jesucristo y de la Iglesia.

          Os pido que os preparéis lo mejor posible para vuestra tarea. Aprecio en cuanto vale vuestra dedicación y vuestra generosa entrega, en medio de las dificultades actuales que todos conocéis. Y confío en todos vosotros y en la tarea que realizáis en nombre de la Iglesia y para el bien de la misma sociedad humana.

 

          29. La celebración del misterio de Cristo en el año litúrgico

 

          Uno de los medios más eficaces y de influjo más amplio que tiene la Iglesia para introducir a los fieles en el conocimiento y en la vivencia del misterio de Cristo es el año litúrgico. Siguiendo el ritmo semanal, basado en los domingos, y aun el ritmo de cada día, la comunidad cristiana va recordando y actualizando los distintos acontecimientos de la vida del Señor y su obra salvadora, cuyo centro es justamente el Misterio pascual:

 

"La Santa Madre Iglesia considera deber suyo celebrar con un sagrado recuerdo en días determinados a través del año la obra salvífica de su divino Esposo. Cada semana, en el día que llamó del Señor, conmemora su resurrección, que una vez al año celebra también, junto con su santa pasión, en la máxima solemnidad de la Pascua. Además, en el círculo del año, desarrolla todo el Misterio de Cristo, desde la Encarnación y la Navidad hasta la Ascensión y Pentecostés y la expectativa de la dichosa esperanza y venida del Señor" (SC 102).

 

          El año litúrgico es, por tanto, una forma, y no la menos importante, de hacer presente en el tiempo a Cristo y su obra redentora, a fin de que los hombres se pongan en contacto con los hechos y las palabras en los que se efectuó la salvación de los hombres. Estos hechos y palabras son anunciados y proclamados como acontecimientos actuales en el "hoy de la Iglesia", por medio de las lecturas bíblicas que se hacen en la celebración. De ahí la importancia del Leccionario de la Misa, en el que siguiendo cada año un Evangelio Sinóptico, se desarrolla el misterio de Cristo en su totalidad. Así vivido, este misterio aparece como una epifanía progresiva de la bondad de Dios y de su amor al hombre (cf. Tit 3,4), que se manifiesta en la historia humana, es decir, en los días y en los años de los hombres, haciendo de ellos un signo de salvación, el "año de gracia del Señor" (cf. TMA 10).

          Pero el año litúrgico es también el resultado de la búsqueda, por parte de la Iglesia y de los creyentes, de una respuesta a esa epifanía divina, por medio de la conversión y de la fe. Por eso el año litúrgico posee un gran valor para educar a los fieles en las actitudes que deben adquirir para "imitar" a Jesucristo al que han sido incorporados por el Bautismo (cf. supra, nn. 15 y 18).

          Invito a todos los presbíteros y a los que cooperáis con ellos en la vida litúrgica a que pongáis interés e ilusión en la celebración de los diferentes tiempos litúrgicos, siguiendo las orientaciones del Misal y de las Normas universales sobre el año litúrgico y el calendario que se encuentran al comienzo de dicho libro. De manera particular os sugiero que cuidéis este año el denominado ciclo natalicio o de la manifestación del Señor, es decir, los tiempos de Adviento y Navidad-Epifanía, incluyendo naturalmente las solemnidades marianas que tienen lugar en él. No olvidemos que el tiempo que falta para el año 2.000 es presentado por el Papa Juan Pablo II como un verdadero Adviento presidido por el espíritu del Concilio Vaticano II (cf. TMA 20).

          Un factor muy valioso para celebrar de manera progresiva y completa el misterio de Cristo en el círculo del año lo constituye la homilía de los domingos y de las fiestas. El próximo año litúrgico estará presidido por el Evangelio según San Marcos, cuyo carácter de "buena noticia de Jesucristo, Hijo de Dios" (Mc 1,1), desde el primer versículo, lo hace especialmente apto para anunciar el misterio cristiano con un fuerte acento kerigmático, es decir, centrado en Cristo Redentor y con una insistente llamada a la conversión personal. Predicar siguiendo este Evangelio es una buena ocasión para seguir renovando nuestro ministerio de la Palabra en la línea evangelizadora. También es una oportunidad para volver a estudiar y a meditar el texto de San Marcos, como ya se ha hecho alguna vez.

 

          30. El domingo y las fiestas del Señor

 

          Otro aspecto celebrativo del misterio de Cristo que es muy conveniente cuidar este curso es el domingo, como "día en el que los fieles deben reunirse a fin de que, escuchando la Palabra de Dios y participando en la Eucaristía, recuerden la pasión, la resurrección y la gloria del Señor Jesús y den gracias a Dios, que 'los hizo renacer a la viva esperanza por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos' (1 Pe 1,3)" (SC 106). El domingo constituye un momento álgido de la vida cristiana, y de hecho la celebración eucarística dominical es la más participativa, la que reune mayor número de fieles de manera regular y la que se convierte en punto de confluencia de las diversas instancias eclesiales y aun de los más variados grupos de fieles.

          Pero la importancia de este día, "fiesta primordial" de los cristianos (cf. ib.), no consiste solamente en esta dimensión eclesial, sino que radica ante todo en su carácter de encuentro con el Señor Resucitado y de memorial de la vida nueva comunicada en el Misterio pascual. Lo indica el mismo nombre del domingo, "día del Señor" (cf. Ap 1,10). De todos es conocida la pérdida del sentido de este día festivo en la conciencia de muchos cristianos, que se dejan llevar por el fenómeno del fin de semana o que consideran el domingo como un espacio de libre disposición al margen de toda referencia a Dios, a Jesucristo y a la comunidad eclesial. Las consecuencias de esta actitud para la pertenencia a la Iglesia y para la identidad cristiana de los bautizados son muy graves. Los fieles que no celebran el día del Señor, se apartan poco a poco de la comunidad eclesial, de la Palabra de Dios, de la oración y de la Eucaristía, es decir, de la vida de la fe y del encuentro con Jesucristo.

          Lo mismo cabe decir del olvido de las fiestas del Señor a lo largo del año litúrgico. Junto con los domingos constituyen el despliegue de los acontecimientos de la vida de Cristo en el recuerdo anual que la Iglesia va haciendo de la obra de su divino Esposo. Entre las solemnidades hay que destacar las de Navidad y Epifanía, la Anunciación del Señor, el Triduo pascual, la Ascensión, Pentecostés, la Santísima Trinidad, el Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, el Sagrado Corazón de Jesús, Cristo Rey y el Aniversario de la Dedicación de la S.I. Catedral. En este curso pastoral orientado a conocer, celebrar y anunciar a Jesucristo, deberían potenciarse lo más posible estas y otras fiestas del Señor, como la Presentación en el Templo, la Transfiguración, la Exaltación de la Santa Cruz, etc., cuidando todos los detalles de la celebración, especialmente los signos festivos, como las campanas, los cantos, los vestidos litúrgicos, las flores, el incienso, etc. y naturalmente las homilías y los restantes elementos didascálicos, como moniciones y preces.

          Ruego, por tanto, a los responsables de la vida litúrgica de las parroquias y comunidades que insistan en la celebración cristiana del domingo, explicando a los fieles su significado y los modos de referir a Cristo todos los valores humanos y religiosos del descanso, de la convivencia familiar, del deporte, del encuenttro con la naturaleza y aun del turismo. Pido también que se procure preservar el domingo y las solemnidades del año litúrgico de otras conmemoraciones que distorsionan su significado cristológico, por ejemplo, los trasladados indebidos de fiestas de santos a dichos días o la celebración de misas rituales o exequiales cuando no están permitidas. Es el misterio de Cristo el que, en definitiva, sale perjudicado.

          De la misma manera ruego a los responsables de los grupos eclesiales que no organicen celebraciones eucarísticas para grupos particulares en los domingos y en las fiestas de precepto, que disgreguen las asambleas litúrgicas habituales, especialmente en las parroquias.

 

          31. Las devociones a Cristo

 

          No quiero dejar de aludir tampoco a las manifestaciones de la piedad popular centradas en la devoción a la Humanidad santísima de nuestro Salvador. Me refiero no sólo al amor y a la veneración que siempre han suscitado en el pueblo sencillo determinados momentos o aspectos de la vida del Señor, como su infancia, su pasión y su glorificación, sino también a las expresiones que han adquirido carta de naturaleza y son incluso recomendadas por la Iglesia. Entre estas últimas se encuentra el culto eucarístico fuera de la Misa, el culto al Sagrado Corazón de Jesús, el Via Crucis, la veneración de las imágenes del Señor, las procesiones de Semana Santa, etc.

          Nacidas muchas de estas manifestaciones populares en el contexto de la liturgia, constituyen un testimonio elocuente de la grandeza del misterio de Cristo que no agota su celebración en los actos litúrgicos sino que se desborda de muchas maneras para multiplicar su acercamiento a los hombres y dejarse "poseer" por éstos, especialmente por los sencillos, los humildes y los pobres.

          El objetivo pastoral del próximo curso ofrece una buena ocasión para promover las mejores expresiones de culto a Jesucristo y de encauzar las devociones populares siguiendo las recomendaciones del Concilio Vaticano II y documentos posteriores [20]. La regla de oro sigue siendo ésta: "Los ejercicios piadosos deben organizarse siguiendo los tiempos litúrgicos, de modo que vayan de acuerdo con la liturgia, en cierto modo deriven de ella y hacia ella conduzcan" (SC 13).

          Un último aspecto todavía sobre el sentido que tiene el culto a nuestro Salvador tanto en la liturgia como en la piedad popular. Los fieles bien formados han tenido siempre la conciencia de que los gestos y actitudes corporales que deben realizarse dependen del modo o grado de la presencia del Señor. En efecto, en las celebraciones litúrgicas esta presencia tiene grados diversos: la presencia en la asamblea y en los ministros, la presencia en la Palabra divina y en el Evangelio, la presencia en los sacramentos con su virtud, hasta culminar en la presencia bajo los Dones eucarísticos (cf. SC 7; 33; etc.). Este último modo o grado de presencia, llamada "real" por su carácter singular y eminente, se subraya mediante el gesto de la genuflexión o de la adoración.

          En este sentido la liturgia ha determinado la genuflexión cuando se pasa delante del Sagrario donde está reservado el Santísimo Sacramento, y el permanecer de rodillas durante la consagración de la Misa, salvo que la estrechez del lugar, la aglomeración de la concurrencia u otra causa razonable lo impidan (cf. OGMR 21). En el momento de ir a comulgar está indicado el hacer un gesto de adoración antes de la recepción del Sacramento (cf. OGMR 244 c; etc.), que puede consistir en una sencilla inclinación de cabeza. Celebrar a Jesucristo supone también esmerarse en estos detalles que, convenientemente explicados, son siempre bien acogidos.

 

          32. La pastoral del Bautismo de los Niños

 

          De cuanto se ha dicho más arriba sobre el Bautismo y, en particular en el n. 17 acerca de la función maternal de la Iglesia y la pastoral de este sacramento, se deducen algunas consideraciones de orden práctico. En primer lugar que es toda la comunidad cristiana local, la que debe sentirse interesada por la pastoral del Bautismo dentro de un proyecto más amplio de Iniciación cristiana. Es, por tanto, responsabilidad de todos los bautizados el comunicar la vida de Cristo a nuevos miembros y el ayudarles luego a alcanzar la madurez y plenitud de esta vida.

          En segundo lugar esta pastoral, como la posterior educación de los bautizados en la fe mediante la catequesis y los demás medios de educación cristiana, incumbe a los párrocos como un grave deber (cf. CDC, c. 528-530; 851; etc.), pero pide la colaboración de los catequistas y de otros laicos a los que es preciso llamar, formar y alentar en esta labor. Después habrá que articular la participación de los miembros de la comunidad parroquial en las tareas concretas de la acogida de los padres y padrinos, en las catequesis prebautismales y en la incorporación de éstos a la vida de la Iglesia, si están apartados de ella, y en la preparación de la celebración.

          Tengo la intención de llevar al Consejo Presbiteral, dentro del curso 1.996-97, el estudio de la pastoral del Bautismo.

 

          33. Necesidad de la pastoral familiar y de la catequesis de adultos

 

          La acogida y el diálogo con los padres y padrinos es una tarea especialmente urgente hoy, porque el Bautismo de los párvulos en la fe de la Iglesia se debe realizar en la confianza de la futura educación cristiana de esos niños. Los padres deberían ser los primeros en conducir a sus hijos al conocimiento de Jesucristo y la vida de la fe, por gratitud a Dios y por fidelidad a la misión recibida tanto el día de su Matrimonio como en el Bautismo de éstos. Pero los pastores constatan con dolor que la mayoría de los padres que solicitan el Bautismo para sus hijos, no han hecho un verdadero discernimiento sobre los motivos y sobre las exigencias que comporta esta petición. Frecuentemente actúan movidos por el peso de la costumbre o por un cierto sentimiento de temor a que al niño le pueda ocurrir algo, aunque no faltan padres que, en medio de su escasa formación religiosa, desean de todo corazón que sus hijos sean bautizados como lo fueron ellos.

          Pero lo que hace más agudo el problema es el ambiente de increencia, de conformismo con una forma de vida materialista y hedonista, al margen de todo imperativo ético, es decir, en lo que está siendo de hecho un neopaganismo práctico cada día más extendido, y que está causando un verdadero vacío espiritual en la generación de los matrimonios jóvenes. Se teme con razón que los padres alejados de la Iglesia no sólo no van a ser los primeros educadores en la fe de sus hijos, sino que van a influir negativamente en ellos precisamente en los años más delicados de su formación. ¿Qué hacer entonces? Está claro que un breve cursillo o una visita al domicilio de la familia no resuelve el problema. Tampoco se pueden adoptar soluciones drásticas que pueden empeorar la situación. Un buena fórmula puede ser, cuando en la parroquia funciona algún grupo de catequesis de adultos, el procurar que estos padres acepten de buen grado incorporarse a él para activar su fe y su vida cristiana. Puede proponérseles también un período de maduración con el acompañamiento de otro matrimonio o del mismo sacerdote.

          Después están los casos, cada día más frecuentes, de los padres que viven en una situación irregular, como las denominadas "parejas de hecho", los casados sólo civilmente, o los divorciados y vueltos a casar, etc. Y no siempre se encuentran en el entorno familiar personas que se puedan responsabilizar seriamente de la futura educación cristiana de los niños.

          Por todo esto es necesario activar la pastoral del Bautismo de los niños en nuestras parroquias, pero sobre las bases de una buena pastoral familiar que acompañe a los matrimonios jóvenes durante los primeros años, y de una labor evangelizadora global tendente a formar verdaderas comunidades cristianas. La maduración de la fe de los bautizados, especialmente de los niños y de los adolescentes, requiere la existencia de una comunidad cristiana viva y de unas estructuras mínimas de catequesis de adultos en las parroquias.

         

          34. El testimonio social entre nosotros

 

          Como una aplicación práctica de cuanto se ha dicho en el n. 25 acerca del compromiso social de los cristianos, como testimonio de una fe acompañada de las obras, cabe recordar que una forma de testimonio entre nosotros en la hora actual es la de trabajar individual y comunitariamente, uniendo los esfuerzos a los de todos los hombres y mujeres de buena voluntad, en favor de la promoción social de nuestro pueblo y del desarrollo económico de estas comarcas, las más depauperadas de nuestra región.

          La caridad de Cristo nos exige ser solidarios en los esfuerzos justos de carácter reivindicativo y positivo, tendentes a mejorar las condiciones de vida y las perspectivas de futuro de toda la población, pero de manera especial de quienes sufren en este momento las consecuencias de una situación de postergación económica de la zona, los jóvenes que no han tenido todavía su primer empleo, los trabajadores ocasionales, los pequeños productores de los sectores agrícola, ganadero e industrial que no ven perspectivas de mejora, etc. Intervenir en estos ámbitos económicos y laborales corresponde a los laicos, pero los pastores no podemos inhibirnos sino que hemos de formar a esos laicos y darles a conocer la doctrina social de la Iglesia, así como hacer una llamada a la justicia y a la comunicación de bienes.

          No podemos olvidarnos tampoco de los problemas del mundo de la marginación: mendigos y transeuntes, drogadictos, alcohólicos, enfermos psíquicos, ancianos olvidados, etc. La atención a estas personas requiere no sólo organización sino también generosidad para poner los medios necesarios en manos de quienes se dedican a la acción caritativa y social en nombre de la Iglesia diocesana y de las parroquias.

 

          35. Dar también testimonio de unidad

         

          Un último ejemplo del testimonio que debemos dar todos los creyentes en Cristo lo constituye también el orar y el trabajar por la unidad de los cristianos. "¿Acaso Cristo está dividido?" se preguntaba San Pablo escribiendo a los Corintios (cf. 1 Cor 1,10-13; 3,21-23). El hecho es que durante el milenio que está concluyendo se han producido numerosas y grandes rupturas en la comunión eclesial muy difíciles de superar. Pero todos somos conscientes, sobre todo a la luz del Concilio Vaticano II, de que es necesario intensificar la oración y el compromiso en favor de la unidad deseada por Cristo (cf. Jn 17,21-22; TMA 34).

          Pero el testimonio de unidad no afecta solamente a las confesiones cristianas. También en el seno de nuestra Iglesia Civitatense estamos llamados a vivir gozosamente y a fortalecer cada día la gracia de la comunión eclesial, superando con espíritu de fe y de reconciliación las posibles fisuras que ponen en peligro la unidad de los espíritus. La comunión es un bien que no puede reducirse a los aspectos externos y organizativos de la Iglesia, sino que ha de brotar de lo más profundo del corazón, con ayuda de la gracia divina. Esta comunión "para que el mundo crea" (Jn 17,21; cf. 13,34-35) ha de ser compartida por toda la comunidad diocesana, en el seno de cada una de las comunidades parroquiales y religiosas, y por todas entre sí, en el Seminario Diocesano, en los grupos apostólicos y eclesiales, en las familias, en las asociaciones de fieles, etc. ¡Cristo nos ha salvado a todos y nos congrega en su amor!

          Permitidme insistir en esta vocación y en esta gracia de la unidad eclesial, queridos hermanos presbíteros. Vosotros y yo formamos el Presbiterio diocesano, signo y factor de comunión eclesial en nuestra Iglesia particular. Vivamos todos plenamente la fraternidad sacramental y apostólica, como nos pedía el Concilio Vaticano II (cf. PO 7-8) y nos ha recordado el Papa Juan Pablo II en la Exhortación Pastores Dabo Vobis [21], y tratemos en todo momento de mantener la mayor unidad en cuanto a los grandes criterios pastorales y en cuanto a las exigencias de fidelidad a nuestro ministerio para el bien de la Iglesia Civitatense.

          Las comunidades religiosas sois también, dentro de la gran familia diocesana, un testimonio y una llamada a "tenerlo todo en común" (Hch 2,44), pero no olvidéis que formáis parte también de la Iglesia local y que realizáis vuestra vocación consagrada en comunión de fe y de servicio con ella [22].

          La comunión de la Iglesia es uno de sus mayores bienes y, por tanto, uno de los mayores y más claros signos de evangelización. Por eso no es una cuestión de estrategia pastoral o de coordinación práctica, sino exigencia de un imperativo evangélico, el tratar de hacer visible y palpable en gestos y signos la comunión de la Iglesia diocesana. Uno de estos signos, y muy importante, es el incorporar a los propios planes de formación y de acción el Objetivo pastoral diocesano, de manera que se vea que toda la comunidad diocesana tiene conciencia de formar una familia en torno al Obispo, principio de unidad y de comunión en la Iglesia particular y vínculo con la Iglesia universal y el Sucesor de Pedro. De este modo, la pluralidad de carismas, de funciones y de tareas, lejos de dificultar la unidad, pondrá de manifiesto que todos trabajan por el bien común y la edificación del Cuerpo de Cristo (cf. 1 Cor 12,13; Ef 4,4-16).

 

   36. Algunos acontecimientos eclesiales del próximo curso

 

          El estudio y la puesta en práctica del Objetivo pastoral diocesano durante el curso 1996-97, no puede impedirnos participar en una serie de convocatorias especiales que tendrán lugar en los próximos meses tanto a nivel diocesano como a nivel nacional.

          Me refiero, en primer término, a la Visita pastoral, ya anunciada y que espero comenzar, Dios mediante, en el próximo mes de septiembre. Concebida como un encuentre del Obispo no sólo con los presbíteros sino también con sus colaboradores, con los miembros de la Junta Parroquial o Consejo pastoral, con las asociaciones laicales y con los distintos grupos de fieles nos permitirá orar juntos, escucharnos e intercambiar experiencias y palabras de estímulo [23]. De nuevo pido a todos que contemplen la Visita pastoral como un acontecimiento de gracia que debe desarrollarse en un clima de fe y de diálogo fraterno. Para que las comunidades y los fieles obtengan el mayor fruto espiritual, es necesario orar y pedir las actitudes de conversión a Dios y de escucha de la voz del Espíritu, de corresponsabilidad y de comunión eclesial.

          Otros acontecimientos son el Congreso "La Iglesia frente a la pobreza", coordinado por la Comisión Episcopal de Pastoral Social y que se celebrara los días 26 al 28 de septiembre; el Congreso sobre Educación en valores, organizado por el Consejo General de la Educación Católica, los días 15 al 17 de noviembre de 1.996; y el Congreso de Pastoral evangelizadora, convocado por la Conferencia Episcopal y previsto para septiembre de 1997, cuyo título es "Jesucristo, la Buena Noticia". En todos estos congresos participará una representación diocesana, que deberá acudir debidamente preparada, con la aportación de todas las personas interesadas, según la dinámica de cada congreso.

  

          Conclusión

 

           37. "Muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre"

 

          El Objetivo pastoral diocesano del curso 1996-97 nos invita a descubrir a Jesucristo nuestro Señor y Salvador y a profundizar en el misterio de la Encarnación, al mismo tiempo que nos lleva a renovar la pastoral de la Iniciación cristiana, en particular el sacramento del Bautismo, y a fortalecer la vida de la fe y el testimonio de los cristianos.          El misterio de Jesucristo ha de presidir todas nuestras actividades y ha de ser acogido con alegría confiada, que brote de un conocimiento cada día profundo de dicho misterio, ha de ser celebrado con fe sincera y con gratitud, y ha de ser anunciado por todos los medios y en todas las circunstancias.

          Para llevar a cabo todo esto contamos con la Palabra de Dios y con la presencia luminosa y estimulante del Espíritu Santo, que el Padre y el Hijo Jesucristo envían sin cesar a la Iglesia y a nuestros corazones. Y contamos también con el ejemplo y la intercesión de la Santísima Virgen María, Madre de Dios y Madre nuestra. Ella, como ha dicho el Papa, estará presente a lo largo de toda la preparación del Jubileo del año 2.000. Por tanto contamos ya con ella a lo largo de todo el curso pastoral 1.996-97 y en cada actividad que nos propongamos. Ella es nuestro mejor modelo de la fe y de la respuesta obediente a la llamada de Dios.

          Pero de cara al contenido central del objetivo de este año, Conocer, celebrar y anunciar a Jesucristo, María se convierte también para nosotros en Maestra en el conocimiento de su Hijo, Iniciadora en las actitudes con que es preciso celebrar el culto divino y los sacramentos, y en Mensajera adelantada del Evangelio.

          Por estos motivos no dudo en poner en sus manos todos los contenidos y todas las propuestas y sugerencias de esta Exhortación, así como el curso pastoral que va a comenzar. Y con la confianza del pueblo sencillo, unido a todos vosotros, hermanos presbíteros, estimadas religiosas y queridos seminaristas y fieles laicos, la invoco y le pido:

 

                             "¡Muéstranos a Jesús,

                             fruto bendito de tu vientre,

                             oh clementísima,

                             oh piadosa,

                             oh dulce Virgen María!"

 

 

          Abadía de la Santa Cruz (Madrid),

          6 de agosto de 1.996, fiesta de la Transfiguración del Señor

                              + Julián, Obispo de Ciudad Rodrigo

 


    [1]. Los documentos que se citan constituyen el material que puede consultarse como complemento de esta Exhortación. Las siglas de los documentos del Concilio Vaticano II son las más conocidas: AA: Apostolicam Actuositatem; CD: Christus Dominus; LG: Lumen Gentium; SC: Sacrosanctum Concilium; etc. En nota aparecerán también otras siglas y referencias.

    [2]. La Comunidad parroquial al servicio de la Evangelización, Exhort. pastoral ante el curso apostólico 1.994-95, Introducción.

    [3]. Ib.

    [4]. Juan Pablo II, Carta Apostólica En el umbral del Tercer Milenio, de 10-XI-1.994, Librería Ed. Vaticana 1.994 (= TMA), nn. 39-54. Véase la Exhort. La Palabra de Dios, cit., n. 5.

    [5]. Rito de la Ordenación del Obispo, Interrogatorio del obispo electo.

    [6]. Véase también Juan Pablo II, Encíclica Redemptor Hominis, de 4-III-1.979, nn. 13 ss.

    [7]. Véase R. Blázquez, Jesús sí, la Iglesia también. Reflexiones sobre la identidad cristiana, Salamanca 1.983.

    [8]. Pablo VI, Exhort. Apostólica Evangelii Nuntiandi, de 8-XII-1.975, n. 15.

    [9]. Véase Pablo VI, Exhort. Apostólica, Marialis Cultus, de 2-II-1.974, especialmente nn. 3-5.

    [10]Véase mi Exhortación La Palabra de Dios en la Iniciación cristiana y en la vida de la comunidad parroquial, nn. 4-10.

    [11]. Véase mi Exhortación de comienzo del curso 1.994-95: La comunidad parroquial al servicio de la Evangelización hoy, II parte: "La parroquia en la Iglesia particular".

    [12]. Véase la III parte de la citada Exhortación.

    [13]. Ib., n. 2.2.3.

    [14]. Véase también Juan Pablo II, Exhort. postsinodal Vita Consecrata, de 25-III-1.996, n. 30.

    [15]. Véase Juan Pablo II, Exhort. Apostólica Christifideles laici, de 30-XII-1.988, nn. 10-13.

    [16]. Cf. Juan Pablo II, Exhort. Apost. postsinodal Familiaris Consortio, de 22-XI-1981, n. 13; Ritual del Matrimonio, II ed. típica (Coeditores litúrgicos 1996), Introd. general, n. 7.

    [17]. Juan Pablo II, Exhort. Apost. Catechesi Tradendae, de 16-X-1.979, n. 5.

    [18]. Sobre cuanto acabo de decir, véanse los nn. 17 y ss. de mi Exhort. La Palabra de Dios en la Iniciación cristiana y en la vida de la comunidad parroquial.

    [19]. Véase el Directorio sobre el ministerio y la vida de los presbíteros, de 31-I-1.994, nn. 3-11.

    [20]. Véase el Directorio sobre la piedad popular del Secretariado Nacional de Liturgia, publicado en 1989.

    [21]. Véase el Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, nn. 25-29.

    [22]. Cf. Juan Pablo II, Exhort. Apost. Vita Consecrata, n. 42.

    [23]. Véase el Anuncio de la Visita pastoral, en el Boletín Oficial del Obispado, de julio-agosto de 1996.

 

Lunes, 11 Abril 2022 09:07

EL MINISTRO DE LA EUCARISTIA

Escrito por

          EL MINISTRO DE LA EUCARISTIA

         

          Carta a los presbíteros en la Cuaresma de 2000

 

          Sumario

 

          Introducción

 

1. A las puertas de la Cuaresma del Año Santo

 

          I. SACERDOCIO MINISTERIAL Y EUCARISTIA

 

2. Ministros de Cristo: "Haced esto en memoria mía" (Lc 22,19)

3. Para edificar la Iglesia: "un solo Cuerpo" (1 Cor 10,17)

4. En la persona de Cristo: "a vosotros os llamo amigos" (Jn 15,15)

5. En nombre de la Iglesia: "sacerdocio real, nación consagrada" (1 Pe 2,5)

6. Bendición del Padre: "para alabanza de su gloria" (Ef 1,6)

  

          II. ESPIRITUALIDAD DEL MINISTRO DE LA EUCARISTIA

 

7. Unidos a Jesucristo: nota cristológica

8. Dóciles al Espíritu Santo: nota pneumatológica

9. Vinculados a la Iglesia: nota eclesiológica

10. Transformados por la Eucaristía: nota eucarística

 

          III. APLICACIONES PRACTICAS

 

          A) Actitudes operativas de tipo general

 

11. Presidir como servidores, no como dueños de la celebración

12. Crear y mantener un adecuado clima religioso

13. Actuar con una fidelidad creativa

14. Atender a la dimensión evangelizadora de la Eucaristía

15. Asegurar la participación de los fieles

16. Respetar la estructura de la celebración y el ejercicio de los ministerios

17. Cuidar los aspectos expresivos y comunicativos

18. Preparación personal antes de la celebración

19. Preparar también los libros litúrgicos y otros elementos

 

          B) Sugerencias para cada parte de la celebración

 

20. Los ritos de introducción

21. La liturgia de la Palabra

22. La liturgia eucarística:

          a) La preparación de los dones

          b) La plegaria eucarística

          c) Los ritos de la comunión

23. Los ritos de despedida

 

          A modo de conclusión

 

 

 

 

 

 

          EL MINISTRO DE LA EUCARISTIA

         

          Carta a los presbíteros en la Cuaresma de 2000

 

 

"Que la gente vea en vosotros ministros de Cristo y administradores de los misterios de Dios" (1 Cor 4,1)

  

          Queridos hermanos presbíteros:

 

          Al llegar la Cuaresma del "año de gracia del Señor", el Gran Jubileo de la Encarnación y del Nacimiento de Jesucristo, quiero compartir con vosotros unas reflexiones y orientaciones para ayudaros en vuestro ministerio presbiteral.

           Os saludo deseándoos una fecunda y gozosa celebración de la Pascua, cuyo comienzo coincidirá prácticamente con el Jubileo del Presbiterio diocesano en la mañana del Martes Santo en la Misa Crismal. Debemos prepararnos ya desde ahora para ambos acontecimientos, realizando el itinerario de conversión y de renovación que propone el Año Santo. Os escribo teniendo en cuenta el objetivo diocesano de este curso: "Celebrar el Jubileo del Nacimiento de Jesucristo como glorificación de la SS. Trinidad, especialmente en la Eucaristía, fuente y centro de la comunión y de la misión de la Iglesia".

 

1. A las puertas de la Cuaresma del Año Santo

 

          En efecto, la Cuaresma invita, como lo hace el Año Santo, a la conversión y a la reconciliación. No en vano el Jubileo es "año de perdón de los pecados y de las penas por los pecados, año de reconciliación entre los adversarios, año de múltiples conversiones y de penitencia sacramental y extrasacramental (TMA 14). La Cuaresma facilita el retorno a la casa paterna para renovar la adhesión personal a Jesucristo y acoger con mayor fruto una renovada efusión del Espíritu Santo. Celebrando la Cuaresma experimentaremos con mayor intensidad "el gozo por la remisión de las culpas, la alegría de la conversión" (TMA 32). 

          El Jubileo ha de ser "un año intensamente eucarístico", porque "en el sacramento de la Eucaristía el Salvador, encarnado en el seno de María hace veinte siglos, continúa ofreciéndose a la humanidad como fuente de vida divina" (TMA 55). Por este motivo quiero fijarme ahora en el ministerio de la presidencia de la Eucaristía, de la misma manera que el año pasado, al llegar también la Cuaresma, me ocupé del ministerio de la reconciliación.  

          La primera parte y la segunda de la carta tratan, respectivamente, de la dimensión teológica y espiritual del sacerdocio ministerial en relación con la Eucaristía. La tercera parte ofrece algunas aplicaciones prácticas.

 

 

          I. SACERDOCIO MINISTERIAL Y EUCARISTIA

 

2. Ministros de Cristo: "Haced esto en memoria mía" (Lc 22,19)

 

          Nunca daremos gracias suficientemente al Padre que quiso asociarnos con su Hijo Jesucristo, sumo y eterno Sacerdote, por medio de un don especial del Espíritu Santo. Como enseña el Concilio Vaticano II: "Dios consagra a los presbíteros, por ministerio de los Obispos, para que participando de una forma especial del sacerdocio de Cristo, en la celebración de las cosas sagradas, obren como ministros de quien por medio de su Espíritu efectúa continuamente por nosotros su oficio sacerdotal en la liturgia. Por el Bautismo introducen a los hombres en el Pueblo de Dios; por el Sacramento de la Penitencia reconcilian a los pecado­res con Dios y con la Iglesia; con la Unción de los enfermos alivian a los enfermos; con la celebración, sobre todo, de la Misa ofrecen sacramentalmente el Sacrificio de Cristo" (PO 5).

 

          Por medio del sacramento del Orden nos ha sido concedido participar de un modo especial en la condición sacerdotal de Jesucristo. En virtud de esta participación peculiar, distinta en esencia y en grado del sacerdocio común de los fieles [1], todo sacerdote (obispo o presbítero) representa en medio de la comunidad cristiana a Jesucristo, nuestro único Mediador delante del Padre (cf. 1 Tm 2,5), y actúa en su nombre con una potestad sagrada para perpetuar a lo largo del tiempo la oblación de quien es a la vez "Sacerdote, Víctima y Altar" [2]. Por eso "sólo Cristo es el verdadero Sacerdote, los demás somos ministros suyos" [3]

          Al mandar a los Apóstoles en la última Cena: "Haced esto en memoria mía" (Lc 22,19; 1 Cor 11,25), el Señor los consagró como sacerdotes de la Nueva Alianza, para que ellos y sus sucesores en el sacerdocio hiciesen presente el sacrificio que Cristo ofreció de una vez para siempre en la Cruz [4]. La continuidad de esta misión está garantizada por la sucesión apostólica, mediante la cual aquella misión ha de durar hasta el fin de los siglos (cf. LG 20; CCE 1087).

 

3. Para edificar la Iglesia: "un solo Cuerpo" (1 Cor 10,17)

 

          De la participación especial en el sacerdocio de Jesucristo por medio del sacramento del Orden, brota también la competencia del sacerdocio ministerial. Esta consiste esencialmente en actualizar por el poder del Espíritu Santo el sacrificio redentor de nuestro Salvador. Por eso la presidencia de la celebración eucarística constituye la principal acción sacerdotal del ministro de Cristo y el momento en el que se produce el mayor grado de identificación personal con su Señor. Por eso la Eucaristía constituye no sólo la razón de ser del sacerdocio ministerial en la Iglesia, sino también la cumbre y el centro de la existencia sacerdotal (cf. LG 28; PO 5).    

          Esto es fácilmente comprensible si se tienen en cuenta la importancia que la Eucaristía tiene para la Iglesia, y el hecho de que solamente el sacerdote válidamente ordenado puede presidir la Eucaristía y consagrar el pan y el vino para que se conviertan en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo, garantizando con su actuación ministerial el sacrificio eucarístico [5]. Por eso, cuantas veces se celebra en el altar el memorial del sacrificio de Cristo, se realiza la obra de nuestra redención (cf. SC 2; LG 3). En este sentido el ministerio sacerdotal coopera decisivamente en la edificación de la Iglesia como cuerpo de Cristo (cf. 1 Cor 10,16-17; 14,12). La Eucaristía, sumo bien de la Iglesia, es fuente y cumbre de toda acción evangelizadora y centro de la congregación de los fieles que preside el presbítero (cf. PO 5), pues "no se edifica ninguna comunidad cristiana si no tiene como raíz y quicio la celebración de la sagrada Eucaristía" (PO 6).

 

4. En la persona de Cristo: "a vosotros os llamo amigos" (Jn 15,15)

 

          El ejercicio del sacerdocio ministerial en la Eucaristía pone de manifiesto una doble vinculación en el ministro ordenado. Por una parte con Cristo, a quien está unido por el sacramento del Orden, y por otra parte con la Iglesia, en cuyo nombre actúa también.

           Respecto de Cristo el ministro representa a quien es el sumo Sacerdote y Cabeza de la comunidad cristiana. Ha sido el mismo Señor el que ha querido servirse del sacerdocio ministerial para poner de manifiesto en la Iglesia su presencia santificadora sobre todo en las acciones litúrgicas (cf. SC 7). El sacramento del Orden ha hecho de todo sacerdote "instrumento vivo de Cristo" (PO 12), "representación sacramental de Jesucristo Cabeza y Pastor", a fin de que actúe "in persona Christi", es decir, personificando a Cristo sobre todo en la celebración eucarística, como he indicado antes [6]

          Esto es una gran prueba de amor y de amistad por parte de Cristo: "'Amigos': así llamó Jesús a los Apóstoles. Así también quiere llamarnos a nosotros que, gracias al sacramento del Orden, somos partícipes de su Sacerdocio... ¿Podía Jesús expresarnos su amistad de manera más elocuente que permitiéndonos, como sacerdotes de la Nueva Alianza, obrar en su nombre, in persona Christi Capitis? Pues esto es precisamente lo que acontece en todo nuestro servicio sacerdotal, cuando administramos los sacramentos y, especialmente, cuando celebramos la Eucaristía. Repetimos las palabras que El pronunció sobre el pan y el vino y, por medio de nuestro ministerio, se realiza la misma consagración que Él hizo. ¿Puede haber una manifestación de amistad más plena que ésta? Esta amistad constituye el centro mismo de nuestro sacerdocio ministerial" [7].

 

5. En nombre de la Iglesia: "sacerdocio real, nación consagrada" (1 Pe 2,5)

 

          El sacerdote está vinculado también con la Iglesia Esposa y cuerpo de Cristo, congregada en la unidad y asociada a Él para celebrar el misterio de la salvación. En efecto, el sacerdote "preside la asamblea congregada, dirige su oración, le anuncia el mensaje de la salvación, se asocia al pueblo en la ofrenda del sacrificio por Cristo en el Espíritu Santo a Dios Padre, da a sus hermanos el pan de la vida eterna y participa del mismo con ellos" (OGMR 60; cf. SC 33). Al hacer todo esto el sacerdote interviene "en nombre de todo el pueblo santo" [8], por lo que puede ser llamado también "ministro de la Iglesia".  

          Sin embargo estas expresiones no quieren decir que él sea un delegado de la comunidad o que haya sido constituido por ésta para ejercer el ministerio. En realidad el sacerdote representa a la Iglesia en la medida en que hace presente a Cristo en la comunidad reunida (cf. CCE 1552-1553). Aunque es toda la Iglesia la que ora y celebra, su oración y su ofrenda son inseparables de la oración y de la ofrenda de Cristo, su Cabeza. La liturgia es siempre el ejercicio del sacerdocio del Cristo total, Cabeza y miembros (cf. SC 7).  

          Por eso la asamblea de los fieles alcanza su plenitud expresiva como pueblo sacerdotal cuando es presidida por el ministro ordenado. El sacerdote contribuye de este modo a que la celebración eucarística sea la principal manifestación de la Iglesia (SC 41-42; LG 26). En efecto, en toda legítima reunión local de los fieles unidos a sus pastores se realiza el misterio de la Iglesia, "sacramento, señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género hunmano" (LG 1; etc.).

 

6. Bendición del Padre: "para alabanza de su gloria" (Ef 1,6)

 

          Estos aspectos teológicos del sacerdocio ministerial invitan a considerarlo como una bendición que viene del Padre, "dispensador de todo don y gracia" [9]. No en vano el sacerdocio es un don de Dios a la comunidad cristiana. Pero es también una especial "bendición espiritual" (Ef 1,3) para quienes hemos sido llamados y consagrados para este ministerio mediante la especial efusión del Espíritu Santo efectuada en la ordenación. En ella el Padre renueva en los elegidos el Espíritu de santidad a fin de asimilarlos de un modo especial a su Hijo Jesucristo [10]. La conciencia de este don pide en todos nosotros una actitud de reconocimiento humilde y de acción de gracias continua, "para que la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo, redunde en alabanza suya" (Ef 1,6). 

          Brota de este modo la dimensión trinitaria de la espiritualidad sacerdotal. En efecto, si todo fiel cristiano, por medio del Bautismo, está ya en comunión con Dios Uno y Trino, el sacerdote ha sido constituido además en una relación particular y específica con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo. Con el Padre en cuya realidad misteriosa e insondable hunde sus raíces la identidad sacerdotal, y en quien nuestra vida y ministerio tiene su origen último. Con el Hijo y Señor nuestro Jesucristo, a quien estamos unidos mediante el "carácter" sacerdotal impreso en nuestras almas por el sacramento del Orden. Con el Espíritu Santo que por su acción ha hecho de nosotros, para siempre, ministros de Cristo y de la Iglesia. Nuestro ministerio cobra un gran relieve cuando es contemplado desde el misterio de la Santísima Trinidad [11].

 

         

          II. ESPIRITUALIDAD DEL MINISTRO DE LA EUCARISTIA

 

          Lo que acabo de indicar nos invita a profundizar en la espiritualidad del sacerdocio ministerial. Me voy a referir solamente a algunos aspectos, en concreto a las notas cristológica, pneumatológica, eclesiológica y eucarística. No son las únicas notas, pero las considero muy importantes desde el punto de vista de la finalidad de esta carta cuaresmal. El ejercicio del sacerdocio ministerial nos obliga a buscar la perfección según la palabra del Señor: "Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto" (Mt 5,48).

 

7. Unidos a Jesucristo: nota cristológica

 

           Todo sacerdote, ha sido "enriquecido con una gracia particular para poder alcanzar mejor, por el servicio de los fieles que se le han confiado y de todo el Pueblo de Dios, la perfección de aquel a quien representa" (PO 12). En este sentido la celebración eucarística es momento privilegiado para vivir la configuración personal con Cristo otorgada por el sacramento del Orden. Al presidir la asamblea, el sacerdote ha de estar estrechamente unido a Cristo y manifestar, aun en el porte externo, el carácter santo de la acción que realiza como instrumento vivo de la presencia del Señor en su Iglesia. 

          La facultad de representar a Cristo en medio de los fieles nos pide también que nos esforcemos en "conformar la vida con el misterio de la cruz del Señor", como dice el obispo al neopresbítero al poner en sus manos la ofrenda del pueblo santo para el sacrificio eucarístico. El misterio de la cruz requiere no sólo una identificación con la actitud de servicio y de entrega generosa de Cristo que nos "amó hasta el extremo" (Jn 13,1; cf. 15,12-15), sino también el compromiso constante de perfeccionar la gracia bautismal muriendo cada día al pecado para vivir en la novedad de la resurrección: "Date cuenta de lo que haces e imita lo que conmemoras, de tal manera que al celebrar el misterio de la muerte y resurrección del Señor, te esfuerces por hacer morir en ti el mal y procures caminar en una vida nueva" [12].

 

8. Dóciles al Espíritu Santo: nota pneumatológica

 

          La celebración de la Eucaristía pone de manifiesto también la acción del Espíritu Santo en el misterio eucarístico y en el ministro ordenado. En efecto, el Espíritu Santo actualiza el sacrificio de Cristo transformando los dones del pan y del vino en el Cuerpo y en la Sangre del Señor. Por eso, en el corazón mismo de la plegaria eucarística, nosotros suplicamos al Padre que envíe el Espíritu santificador sobre los dones y sobre todos los fieles que han de recibirlos una vez consagrados. Esta invocación se llama epíclesis y revela el poder eficaz del Espíritu Santo (cf. CCE 1105-1106).  

          Pero también el sacramento del Orden es fruto del Espíritu: "El día de la ordenación presbiteral, en virtud de una singular efusión del Paráclito, el Resucitado ha renovado en cada uno de nosotros lo que realizó con sus discípulos en la tarde de la Pascua, y nos ha constituido en continuadores de su misión en el mundo (cf. Jn 20,21-23)" [13]. Cristo quiso compartir con ellos y a través de ellos con nosotros, su misma consagración sacerdotal. La conciencia de esta participación en la unción y en la misión de Cristo debe impulsarnos a ser especialmente dóciles al Espíritu Santo en toda nuestra vida, ya que estamos también al servicio de su misión santificadora en la Iglesia.

         

9. Vinculados a la Iglesia: nota eclesiológica

 

          En la celebración eucarística el presbítero es también miembro de la asamblea. Su actuación debe estar impregnada de un sentimiento de cercanía afectuosa a los fieles, y sus actitudes deben ser las propias de un hermano mayor, ya iniciado, que inicia a los demás. Pero en su condición de signo personal de Cristo, Cabeza de la Iglesia, el presbítero no puede confundirse con la asamblea. En efecto, la preside en nombre de Cristo, y con la autoridad del Señor proclama la Palabra, la explica, pronuncia la plegaria eucarística y santifica a los fieles. Hacer esto no es un privilegio, sino un servicio necesario que debe ayudarle a no perder su propia identidad ministerial (cf. OGMR 60). Se produce así una especie de alteridad que no sólo no aleja al ministro de los fieles sino que lo relaciona de una manera más viva con ellos: "Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve" (Mt 20,28; cf. PO 12; etc.). La presidencia litúrgica recuerda a toda la comunidad que la Eucaristía es un don y un acto del Señor Jesucristo. 

          Además el presbítero ha de ser consciente de que preside la celebración haciendo las veces del obispo diocesano local, y por tanto en comunión con él y, a través de él, con el Papa y con toda la Iglesia. Las plegarias eucarísticas ponen de relieve esta comunión con distintas fórmulas, coincidentes en lo fundamental: que "toda celebración eucarística legítima es dirigida por el obispo, ya sea personalmente, ya por los presbíteros, sus colaboradores" (OGMR 59; LG 26; 28; SC 26; 42) [14].

 

10. Transformados por la Eucaristía: nota eucarística

 

          La presidencia de la celebración eucarística no debe hacer olvidar al sacerdote que está llamado también a unirse personalmente al Sacrificio de Cristo, ofreciendo su propia vida juntamente con la Víctima santa y participando con las mejores disposiciones del sagrado banquete que su intervención ministerial hace posible. El dinamismo de la acción eucarística debe llevar al sacerdote a un grado tal de participación interna y externa, que sienta cómo toda su existencia se va enraizando cada día más en el misterio de Cristo como sugiere el prefacio de la Misa Crismal: "Tus sacerdotes, Señor, al entregar su vida por ti y por la salvación de los hermanos, van configurándose a Cristo, y han de darte así testimonio constante de fidelidad y de amor". La expresión más clara de esta identificación con Cristo a través de la Eucaristía es la caridad pastoral por la que el sacerdote se entrega a la Iglesia, y que determina su modo de pensar y de actuar, su ministerio y su conducta [15]

          La importancia que la Eucaristía tiene en la vida de todo sacerdote debe conducirnos al compromiso de celebrarla diariamente, aun cuando no estuviere presente ningún fiel (cf. CDC, c. 904), y a vivirla como momento central de la jornada y como la ocasión de un profundo encuentro con el Señor y el Amigo. La centralidad de la Eucaristía en nuestra vida se manifiesta así mismo en el culto y en la devoción eucarística fuera de la Misa según las recomendaciones de la Iglesia [16]. En este punto los sacerdotes hemos de preceder al pueblo con el ejemplo, además de invitarlo con la palabra.

           III. APLICACIONES PRACTICAS

 

          Las sugerencias que siguen, basadas en la Ordenación general del Misal Romano (= OGMR), quieren ser una ayuda para los presbíteros en el ejercicio del ministerio de la presidencia de la Eucaristía. Primeramente aludo a unas actitudes generales de carácter operativo (A). Y finalmente hago una serie de indicaciones para cada una de las partes de la celebración (B).

 

 

          A) Actitudes operativas de tipo general

 

11. Presidir como servidores, no como dueños de la celebración

 

          Todas las acciones litúrgicas son "celebraciones de la Iglesia" que pertenecen a todo el cuerpo eclesial (cf. SC 26). Es "toda la comunidad, el Cuerpo de Cristo unido a su Cabeza quien celebra" (CCE 1140). Por este motivo el ministro no es en ningún supuesto dueño de la celebración. En efecto, en la liturgia apenas se dice "yo" sino "nosotros". Este "nosotros" es la voz de la Iglesia, Esposa de Cristo, unida y asociada a su Señor para dirigirse al Padre en el Espíritu Santo (cf. SC 83-84; LG 4) [17].  

          Cuando ora en nombre de la asamblea, expresa lo que la Iglesia quiere decir a Dios y cuando realiza los gestos sacramentales, es dispensador de unos bienes que pertenecen a Cristo que lo ha elegido y consagrado para que haga sus veces y esté en medio del pueblo santificándolo y ayudándole a hacer de su vida el culto al Padre en el Espíritu Santo y en la verdad (cf. Jn 4,23).

 

12. Crear y mantener un adecuado clima espiritual

 

          Al celebrar la Eucaristía es necesario atender a todos los aspectos de la liturgia, procurando que todo transcurra no sólo con el necesario sosiego y evitando la prisa, la superficialidad y el desorden, sino también con un adecuado clima espiritual y gozoso [18]. Presidir mal no solamente es un síntoma de debilitamiento interior, sino que es una dejación en la función de quien ha de educar continuamente al pueblo con el ejemplo además de la palabra. Por eso es fundamental también cuidar de que todo transcurra con la necesaria dignidad y compostura tanto en la celebración de la Misa como antes y después de ella. Así mismo se debe observar la máxima reverencia hacia el Santísimo Sacramento, por ejemplo, en el modo de trasladarlo y reservarlo, en la genuflexión al pasar por delante del Sagrario, en el silencio que ha de observarse en la iglesia, para evitar lo que sin duda son indicios de la pérdida del sentido de lo sagrado [19].  

          Por tanto no está de más reclamar, con discreción pero con firmeza, que en el interior de las iglesias se guarde el mayor respeto posible. Las visitas turísticas, la concurrencia a funerales, a bodas y a otras celebraciones sacramentales, la toma de fotografías y de imágenes, etc., producen la impresión de que no hay diferencia entre la calle y la iglesia, al contrario de lo que ocurre en los templos de otras religiones. La Eucaristía se ha de celebrar normalmente en la iglesia, a no ser que la necesidad exija otra cosa, que el Ordinario habrá de juzgar dentro de su jurisdicción. 

 

13. Actuar con una fidelidad creativa

 

          Por el mismo motivo el sacerdote no puede organizar la celebración en aquellos aspectos determinados ya por la Iglesia, según su preferencia particular o la de un grupo concreto. El respeto a los aspectos normativos del Misal es algo connatural al ministerio que se le ha confiado. Ahora bien, los mismos libros litúrgicos permiten un margen de flexibilidad, dentro del respeto a las estructuras fundamentales de la celebración, y ofrecen y en ocasiones aconsejan una cierta adaptación (cf. OGMR 313 ss.).  

           De ahí las exigencias de una sana creatividad en la fidelidad, que excluye tanto la introducción de cambios injustificables, como la repetición casi material de las celebraciones sin la debida atención a las adaptaciones que competen al ministro según las diversas situaciones de los fieles contempladas en los libros litúrgicos [20]. A la hora de preparar una celebración y de realizarla, es preciso tener presente, por ejemplo, la distinción entre las funciones que competen a los ministros y las que pueden y deben

desempeñar los laicos, a fin de que unos y otros realicen todo y solo aquello que les corresponde según la naturaleza de la acción y las normas litúrgicas (cf. SC 28).

 

14. Atender a la dimensión evangelizadora de la Eucaristía

 

          La celebración eucarística tiene una gran fuerza evangelizadora, que forma parte de la entraña misma del sacramento de nuestra fe, pues "cada vez que coméis este pan y bebemos de este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que venga" (1 Cor 11,26). El anuncio se realiza mediante los gestos, las palabras y los símbolos que intervienen en la celebración. Es, pues, toda la acción ritual la que es evangelizadora y no solamente algunas partes como las lecturas o la homilía. Con toda razón la Eucaristía "aparece como fuente y cima de toda evangelización" (PO 5), verdad de la que se derivan no pocas consecuencias pastorales especialmente en el campo de la catequesis y de la educación en la fe.

 

          Al presidir la Eucaristía, el presbítero ha de ser consciente también de que ésta es también fuente permanente de la misión evangelizadora. Todo el que participa intensamente en la celebración eucarística, se sentirá llamado a transmitir a sus hermanos lo que ha vivido, compartiendo con ellos la alegría del encuentro con el Señor (cf. Mt 28,30; Lc 24,33‑35) [21].

 

15. Asegurar la participación de los fieles

 

          El presidente de la asamblea eucarística ha de estar convencido de la importante función que le corresponde en orden a asegurar que "en la acción litúrgica no sólo se observen las leyes relativas a la celebración válida y lícita, sino también que los fieles participen en ella consciente, activa y fructuosamente" (SC 11). Ahora bien, el concepto de "participación activa" significa que la liturgia es acción comunitaria, pero esto no quiere decir que tenga que ser esbozada de nuevo, obedeciendo a un permanente cambio de estructuras a fin de hacer intervenir continuamente a todos los participantes. La participación activa pide también la interiorización de la acción litúrgica.  

          Se trata, por tanto, de guiar a los fieles hacia una participación plena, esto es, interna y externa, en el desarrollo de la celebración, no de configurar ésta con vistas a la participación externa. La "viveza" de una celebración es una idea ambigua, y en muchos casos denota una nueva forma de clericalismo condescendiente. A veces la comunidad siente también la tentación de "celebrarse a sí misma", sobre todo cuando la liturgia se convierte en manifestación de realizaciones y compromisos, en vez de atender al misterio celebrado. Habrá que recordar alguna vez el deber de asistir a la Misa dominical y la conveniencia de frecuentar la Eucaristía incluso diariamente, sin olvidar la obligación de recibir el Cuerpo de Cristo con las debidas disposiciones, acudiendo a la confesión sacramental cuando se tenga conciencia de pecado grave.

 

16. Respetar la estructura de la celebración y el ejercicio de los ministerios

 

          El ordenamiento actual de la celebración eucarística y la distinción de ministerios y funciones, facilitan la acción de toda la asamblea como sujeto integral de la celebración y la actuación específica del sacerdocio ministerial en relación con el sacerdocio común de todos los fieles (cf. OGMR proemio 4-5; 7; 58; etc.). Los distintos ministerios están al servicio de la Palabra de Dios y del altar, pero también al servicio de la asamblea. Los signos de la presidencia litúrgica, como la sede y los vestidos litúrgicos, tienen la finalidad de mostrar el carácter jerárquico y ministerial de una asamblea que es presidida por quien hace las veces de Cristo Cabeza (cf. OGMR 60; etc.). 

          El significado de cada parte de la celebración está descrito en el Misal Romano atendiendo a una triple referencia: la naturaleza de cada elemento, fijada por la tradición litúrgica; su función en el interior del rito, que configura el dinamismo de toda la celebración; y las modalidades de su realización práctica, muchas veces según la oportunidad y atendiendo a la situación de los fieles (cf. OGMR 24-57).

 

17. Cuidar los aspectos expresivos y comunicativos

 

          En la liturgia ningún elemento carece de significado. Todo tiene una hermosa unidad y deja entrever la admirable "mistagogia" de la Iglesia, en la que las palabras, los gestos y los signos conducen a los fieles "de lo visible a lo invisible, del signo a lo significado, de los 'sacramentos' a los 'misterios'" (CCE 1075). En la celebración conviene estar atentos a los aspectos expresivos y comunicativos, como los gestos de los ministros, realizados con naturalidad y sin afectación, y las actitudes y movimientos de los fieles, para que éstos no asistan "como extraños y mudos espectadores" (SC 48) [22]. Por eso la mejor "catequesis litúrgica" será siempre una buena celebración en la que encuentren adecuado equilibrio la actuación de los ministros y las intervenciones del pueblo, las lecturas y el canto, la oración común y el silencio. Hoy es fundamental cuidar la visibilidad y la acústica, para que todos puedan ver y oir con facilidad a los ministros.

 

          Por otra parte, "la naturaleza y belleza del lugar y de todos los utensilios sea capaz de fomentar la piedad y mostrar la santidad de los misterios que se celebran" (OGMR 257). En efecto, el espacio celebrativo y todo el conjunto de signos y símbolos, como los vestidos y el resto del ajuar litúrgico, están impregnados de la experiencia del misterio. La misma ornamentación expresa y traduce la vivencia de la fe y de lo que se celebra [23]. La noble sencillez no está reñida con la belleza, y en todo se ha de procurar "que las cosas destinadas al culto sean en verdad dignas, decorosas y bellas, signos y símbolos de las realidades celestiales" (SC 122). Por otra parte, debería usarse más el incienso especialmente en las misas de los domingos y fiestas.

 

18. Preparación personal antes de la celebración

 

          Para asegurar una buena participación en la celebración eucarística es necesario que tanto los ministros como los fieles "se acerquen a la liturgia con recta disposición de ánimo, pongan su alma en consonancia con su voz, y colaboren con la gracia divina, para no recibirla en vano" (SC 11). En particular el sacerdote ha de ser consciente de que va a hacer las veces de Cristo, presidiendo la asamblea congregada, dirigiendo su oración, anunciando el Evangelio, asociando al pueblo al Sacrificio de Cristo que él ha de consagrar, y repartiendo el Pan de la vida a sus hermanos [24]. El que preside es una figura pública que debe actuar con sencillez y normalidad, sin rigideces ni automatismos. También por estas razones es fundamental la ejemplaridad del ministro. "Aunque no sea ésta la intención del sacerdote, es importante que los fieles le vean recogido cuando se prepara para celebrar el Santo Sacrificio, que sean testigos del amor y la devoción que pone en la celebración, y que puedan aprender de él a quedarse algún tiempo para dar gracias después de la comunión" [25]

          Para facilitar la preparación de la comunidad y de los ministros es conveniente, como ya se ha indicado antes, crear un clima religioso y fraterno por medio de la ambientación del lugar, el silencio y la acogida de los fieles; y procurar que todas las personas que han de intervenir, designadas con tiempo suficiente, conozcan el desarrollo del rito y las diversas intervenciones como las lecturas y las intenciones de la oración universal. Es muy oportuno un breve ensayo de los cantos antes de comenzar. "Nada se deje a la improvisación, ya que la armónica sucesión y ejecución de los ritos contribuye muchísimo a disponer el espíritu de los fieles a la participación eucarística" (OGMR 313) [26]

          Corresponde al sacerdote llamar a niños e instruirlos oportunamente para que ejerzan la función del acólito, necesaria no sólo por razones prácticas sino también para resaltar mejor la relevancia del ministro de la Eucaristía. 

 

19. Preparar también los libros litúrgicos y otros elementos

 

          Es indispensable hoy un esfuerzo mayor en la preparación efectiva de las celebraciones (cf. OGMR 73), atendiendo responsablemente "al bien espiritual común de la asamblea", sobre todo a la hora de la elección, cuando es posible hacerla, de los textos, de las lecturas y de los cantos "que mejor respondan a las necesidades y a la preparación espiritual y modo de ser de quienes participan" (OGMR 313), para que la Eucaristía sea siempre la "fuente primera e indispensable" de la vida cristiana (cf. SC 14). En todo caso conviene registrar los libros antes de empezar la celebración, sin olvidar el de la Oración de los Fieles. 

          Es muy importante elegir los cantos de acuerdo con su función y el tiempo litúrgico [27]. Los del Ordinario de la Misa deben tener inalterado el texto, los demás una letra válida doctrinalmente y una melodía apta litúrgica y pastoralmente. Habrá que preparar formas suficientes para que los fieles comulguen del mismo sacrificio en el que participan (cf. OGMR 56h), y que por su consistencia aparezcan verdaderamente como alimento (cf. ib. 283). Si se preparan otros dones además del pan y del vino, para ser presentados en su momento, que estén destinados verdaderamente a los pobres o a la Iglesia.

 

          Conviene adornar el altar con sobriedad y buen gusto, según los tiempos litúrgicos y la forma de la mesa. La cruz y los candelabros no han de estar necesariamente sobre aquel, y menos aún hojas, gafas, micrófonos demasiado visibles, flexos, etc. La colocación de la sede y del ambón han de facilitar la comunicación con el pueblo. Los ornamentos han de ser dignos y limpios, sin necesidad de que sean lujosos; pero en los domingos y fiestas se usarán ornamentos mejores. El que preside ha de llevar la casulla sobre el alba y la estola (cf. OGMR 299). Tan sólo los concelebrantes, si no hay ornamentos suficientes, pueden prescindir de ella (cf. ib. 161).  

          Estas indicaciones tienen aplicación también en las concelebraciones, para que aparezcan como expresión de la unidad del sacerdocio, del sacrificio y del pueblo de Dios (cf. OGMR 153 ss.).

 

          B) Sugerencias para cada parte de la celebración

 

 

20. Los ritos de introducción

 

          "La finalidad de estos ritos es hacer que los fieles reunidos constituyan una comunidad y se dispongan a oir como conviene la Palabra de Dios y a celebrar dignamente la Eucaristía" (OGMR 24). En efecto, además de abrir la celebración, invitan a la conversión y a reconocer la presencia del Señor en medio de los suyos (cf. OGMR 28). Se debería tener en cuenta que:

 

-el canto de entrada debe ser cantado por toda la asamblea y no sólo por un coro y aludir a la fiesta o al tiempo litúrgico; la procesión de los ministros al altar puede resaltarse llevando el Evangeliario o el Leccionario por el diácono o por un lector;

 

-el saludo a la comunidad desde la sede debe hacerse en tono amable y cordial, con las palabras rituales; el sacerdote puede hacer una breve monición alusiva a la celebración;

 

-el acto penitencial se hace con una de las fórmulas previstas; si se usa la tercera forma, bastan unas breves invocaciones, sin señalar motivos para el arrepentimiento; es importante observar el breve silencio a continuación de la invitación a reconocerse pecadores; los domingos, sobre todo de Pascua, es conveniente hacer la aspersión con el agua para recordar el bautismo; en este caso y cuando tiene lugar un rito litúrgico al comienzo de la celebración, se omite el acto penitencial;

 

-el Gloria pide ser cantado por toda la asamblea en directo o a dos coros; nunca puede ser sustituido por otro canto semejante;

 

-la oración colecta, precedida de la pausa silenciosa, debe ser cantada o recitada con voz alta y clara; es importante no abreviar la conclusión, que expresa la orientación trinitaria de la plegaria cristiana.

 

21. La liturgia de la Palabra

 

          "Las lecturas tomadas de la Sagrada Escritura, con los cantos que se intercalan, constituyen la parte principal de la Liturgia de la Palabra; la homilía, la profesión de fe y la oración universal o de los fieles, la desarrollan y concluyen. En las lecturas, que luego comenta la homilía, Dios habla a su pueblo, le descubre el misterio de la redención y salvación, y le ofrece alimento espiritual; y el mismo Cristo, por su palabra, se hace presente en medio de los fieles. Esta palabra divina la hace suya el pueblo con los cantos, y muestra su adhesión a ella con la profesión de fe; y una vez nutrido con ella, en la oración universal hace súplicas por las necesidades de la Iglesia entera y por la salvación de todo el mundo" (OGMR 33).

 

          Se ha de cuidar con especial esmero esta parte de la acción litúrgica, en la que la proclamación del Evangelio ocupa un puesto eminente (cf. OGMR 13; OLM 13 y 17). La mayoría de los fieles que acude a la Misa dominical no suele tener otro contacto con la Palabra de Dios. Por otra parte la liturgia de la Palabra, íntimamente unida a la liturgia del Sacrificio (cf. SC 56), prepara a los fieles para participar en él más fructuosamente (cf. OLM 10). En este contexto la homilía, como "parte de la misma liturgia" (SC 52), ayuda a penetrar en el sentido de las lecturas y en el misterio celebrado (cf. OGMR 41-42) [28]. En concreto:

 

-las lecturas han de ser leídas por lectores que ayuden con su actitud espiritual y su preparación técnica a la adecuada comunicación de la Palabra de Dios [29]; las lecturas no pueden ser sustituidas nunca por textos no bíblicos (cf. OLM 12); en ocasiones se pueden elegir otras, u omitir una pero no el Evangelio, o leer la más breve (cf. OGMR 318-320); es importante el silencio previo a la lectura y durante ésta, así como el buen funcionamiento de la megafonía; una breve monición a cada lectura o una oportuna a todas ellas, contribuye a la comprensión de la Palabra de Dios;

 

-el salmo responsorial, que es también Palabra de Dios, se debe cantar por un salmista o recitar por otro lector; de ningún modo puede ser sustituido por un canto cualquiera [30];

 

-la proclamación del Evangelio va acompañada de la signación y el beso del libro; en la misa dominical y en las fiestas debería hacerse la procesión con luces, la incensación, y cantarse el aleluya (salvo en Cuaresma); es importante también la dignidad del libro;

 

-la homilía expone el misterio que se celebra y los principios de la vida cristiana (cf. SC 52); pero no es exégesis, ni catequesis, ni exposición doctrinal, ni panegírico, ni oración fúnebre; ha de tener una intención evangelizadora y mistagógica, con un lenguaje sencillo y un tono cercano y familiar; después del Evangelio o, en su caso, de la homilía, es conveniente una breve pausa de silencio para que los fieles mediten en su interior la Palabra divina;

 

-la profesión de fe se puede recitar o cantar por toda la asamblea; solamente en la noche de Pascua o en las misas en las que se administran los sacramentos de la Iniciación Cristiana se sustituye por la triple interrogación;

 

-la oración de los fieles debe hacerse confiando al diácono o a un solo lector el enunciado de las intenciones y resaltando la respuesta de la asamblea, la verdadera oración de los fieles, por ejemplo mediante el canto; las intenciones han de ser sobrias, proponiendo los motivos de la petición, no demasiado didácticas y respetando el carácter universal de esta plegaria;

 

 

22. La liturgia eucarística

 

          "La última Cena, en la que Cristo instituyó el memorial de su muerte y resurrección, se hace continuamente presente en la Iglesia cuando el sacerdote, que representa a Cristo Señor, realiza lo que el mismo Señor hizo y encargó a sus discípulos que hicieran en memoria suya... De ahí que la Iglesia haya ordenado toda la celebración de la liturgia eucarística según estas mismas partes, con las palabras y gestos de Cristo. En efecto: 1) En la preparación de los dones se llevan al altar el pan y el vino con el agua; es decir, los mismos alimentos que Cristo tomó en sus manos. 2) En la plegaria eucarística se dan gracias a Dios por toda la aobra de la salvación, y las ofrendas se convierten en el Cuerpo y Sangre de Cristo. 3) Por la fracción de un solo pan se manifiesta la unidad de los fieles, y por la comunión los mismos fieles reciben el Cuerpo y la Sangre del Señor, del mismo modo que los Apóstoles lo recibieron de manos del mismo Cristo" (OGMR 48).

 

          La secuencia de ritos y plegarias de la liturgia eucarística entraña el anuncio eficaz de la muerte del Señor hasta su retorno (cf. 1 Cor 11,26). Por eso todas las liturgias coinciden en lo fundamental de esta secuencia.

 

          a) La preparación de los dones comprende la procesión de ofrendas, gesto que pertenece a los fieles, mientras que la disposición de la mesa eucarística han de hacerla los ministros. El rito incluye también la incensación del altar, la purificación del que preside y la oración sobre las ofrendas, que cierra esta parte (cf. OGMR 49-53). Conviene tener presente que:

 

-la procesión de presentación de los dones puede ir acompañada por un canto apropiado o por música del órgano o de otros instrumentos; en ningún caso se debe "ofrecer" en voz alta o explicar lo que se lleva; la colecta se hace rápidamente, para que, si es posible, se incorpore a la procesión o termine antes de la presentación del pan y del vino en el altar; el cáliz puede ser preparado en la credencia por el diácono y llevado al altar (cf. OGMR 133); sobre el altar se colocarán siempre los corporales, lo suficientemente grandes como sea necesario, así como las patenas o copones para la distribución de la comunión o para los concelebrantes, pero evítese la sensación de abigarramiento;

 

-el sacerdote toma en sus manos el pan y el vino por separado, diciendo las palabras prescritas en voz baja o, si lo prefiere, en voz alta para que responda el pueblo; si se canta o suena la música, es evidente que estas palabras han de decirse en voz baja; el altar, la cruz y los dones pueden ser incensados;

 

-el lavatorio de las manos prepara al sacerdote para la plegaria eucarística, de la que es un preludio ya la oración sobre las ofrendas; los fieles se ponen de pie después de decir la respuesta a la invitación a orar.

 

          b) La plegaria eucarística, "centro y culmen de toda la celebración, es una oración de acción de gracias y de santificación... El sentido de esta plegaria es que toda la congregación de los fieles se una con Cristo en la proclamación de las maravillas de Dios y en la ofrenda del sacrificio" (OGMR 54). La posibilidad de elección entre varios textos responde a que un único formulario no es capaz de recoger toda la riqueza acumulada por la tradición en esta parte de la liturgia aucarística (cf. OGMR 321-322), y a criterios como las circunstancias de la celebración o de la asamblea, por ejemplo, misas por diversas necesidades, misas con niños y misas de la reconciliación. La importancia teológica y eclesial de la plegaria eucarística requiere el máximo respeto al texto, que en ningún caso puede ser modificado por el ministro. En esta parte se ha de tener en cuenta que:

 

-el sacerdote debe esperar a que los concelebrantes (si los hay) se acerquen al altar antes de iniciar el diálogo del prefacio; éste debería cantarse, lo mismo que la aclamación del Santo; cuando hay prefacio propio se usa éste, en otro caso se toma el prefacio del tiempo o del común; cuando hay prefacio propio no es posible usar la plegaria eucarística IV o la V con sus variantes (denominada antes, del Sínodo Suizo);

 

-es conveniente usar todas las plegarias eucarísticas aprobadas de acuerdo con lo que indica el Misal (cf. OGMR 322); las destinadas a las misas con niños y de la reconciliación tienen normas propias; no deben olvidarse las variaciones que propone el Misal para los domingos y para algunas solemnidades, así como las intercesiones propias de algunas misas rituales; la plegaria eucarística requiere ser pronunciada con voz alta y clara por el que preside; los concelebrantes se unen en voz baja en las partes que corresponden a todos (cf. OGMR 170); la plegaria puede ser cantada en la parte central; las intercesiones se pueden confiar a algunos de los concelebrantes; se puede mencionar el nombre del difunto cuando la misa se aplica con este fin, pero no es obligatorio más que en la Misa exequial para evitar que los fieles tengan un concepto privatizador de la eucaristía; durante la plegaria eucarística ningún sonido puede cubrir la voz del que la recita (cf. OGMR 12); durante la consagración los fieles están de rodillas, salvo que lo impida la estrechez del lugar o la aglomeración u otra causa razonable (cf. OGMR 21);

 

-la doxología la dice o canta el celebrante principal sólo o con los concelebrantes (cf. OGMR 191), pero no la asamblea; en la doxología solamente se elevan la patena y el cáliz; conviene destacar con el canto el amén final de la plegaria eucarística.

 

          c) La secuencia de los ritos de la comunión, articulados en torno al Padrenuestro, el gesto de la paz y la fracción, mira ante todo a la comunión sacramental (cf. OGMR 56). Se ha de procurar mantener el equilibrio entre todos los elementos sin desorbitar, por ejemplo, el gesto de la paz. Por tanto:

 

-la monición al Padrenuestro puede hacerse con una de las fórmulas propuestas o con palabras parecidas; el texto del Padrenuestro no puede modificarse y no debe tener otro "arropamiento" que la monición previa y el embolismo con la aclamación "Tuyo es el Reino...";

 

-el rito de la paz ha de ser sobrio, intercambiando un gesto con los más cercanos; es preferible no cantar en este momento para no alargar el rito ni anular el canto del "Cordero de Dios";

 

-la fracción del Pan eucarístico -que dio nombre a la Eucaristía en el Nuevo Testamento- está ligada a la comunión (cf. 1 Cor 10,16-17), por lo que debe hacerse de manera visible y expresiva; el canto propio de este momento es el "Cordero de Dios";

 

-la comunión de los fieles deben darla los ministros ordinarios; sólo si faltan éstos o no son suficientes, pueden actuar ministros extraordinarios según lo establecido [31]; la distribución de la comunión va acompañada del canto oportuno; es importante el diálogo de la fe entre el ministro y el que comulga (cf. OGMR 56 i; 117); los fieles no pueden tomar la comunión por sí mismos; es conveniente que los fieles hagan un reverencia -basta una inclinación de cabeza- antes de recibir la comunión; un acólito sostiene la bandeja para impedir que la Forma eventualmente pueda caer al suelo; en la concelebración los concelebrantes han de hacer genuflexión cuando acceden al altar para tomar el Cuerpo y la Sangre del Señor (cf. OGMR 205);

 

-la comunión bajo las dos especies está ligada a determinados momentos o acontecimientos de la vida cristiana (cf. OGMR 240-242), salvo en la misa conventual o de comunidad, o en una asamblea especial, o en la Vigilia pascual;

 

-independientemente del canto de comunión, después del oportuno silencio, se puede cantar otro canto de acción gracias que concluirá con la oración poscomunión; los vasos sagrados deben limpiarse discretamente, mejor en la credencia que en el altar, pudiéndose hacer incluso después de la celebración.

 

23. Los ritos de despedida

 

          "El rito de conclusión consta de: a) saludo y bendición sacerdotal, que en algunos días y ocasiones se enriquece y se amplía con la oración 'sobre el pueblo' o con otra fórmula más solemne. b) Despedida, con la que se disuelve la asamblea, para que cada uno vuelva a sus quehaceres, alabando y bendiciendo a Dios" (OGMR 57). La bendición de despedida puede incluir también una sencilla monición (cf. ib. 11) en la que se puede invitar a llevar a la existencia cotidiana lo que se ha vivido en la celebración. Así pues:

 

-los avisos o anuncios se dan antes del saludo litúrgico, terminada la postcomunión; la monición de despedida, esencial y cordial, se hace también antes del saludo;

 

-la oración sobre el pueblo y las bendiciones solemnes se deberían hacer con más frecuencia, especialmente en las solemnidades; el saludo, la oración sobre el pueblo, las fórmulas solemnes y la bendición pueden cantarse; hay también varias invitaciones para el "podéis ir en paz", que se pueden elegir;

 

-en principio no está previsto por la liturgia ningún canto "final"; pero puede cantarse una antífona mariana como se hace al finalizar las Completas;

 

-cuando a la Misa sigue otra acción litúrgica, por ejemplo, el rito de última recomendación y despedida en las exequias, o una procesión, o la exposición del Santísimo Sacramento, se omite todo el rito de despedida.

 

 

          A modo de conclusión

 

          Queridos hermanos presbíteros: Desearía que esta carta cuaresmal del "año intensamente eucarístico" os ayude en el ejercicio consciente, gozoso y verdaderamente fructífero del ministerio sacerdotal. La Eucaristía no es un rito desvinculado de vuestra vida, como tampoco lo es de la existencia de la comunidad cristiana. Es la fuente misma de donde mana la fuerza necesaria para ser ministros fieles de Cristo y, al mismo tiempo, para amar a los hermanos con la caridad del Buen Pastor. Lograr una gran profundidad espiritual y personal en vuestra actuación como instrumentos vivos de quien os ha llamado y consagrado para representarle en la comunidad de los fieles, y al mismo tiempo atender a todas las exigencias de la participación de los fieles, es un reto difícil pero también una gozosa tarea.

 

          Pero contáis, contamos todos, con la acción del Espíritu Santo Creador ("Veni Creator Spiritus") que el Padre renovó en nuestros interior el día de la ordenación sacerdotal. Como contamos también con la intercesión de la Santísima Virgen, Madre del Sumo Sacerdote y Madre nuestra, y con la de San Juan de Avila, Maestro de evangelizadores y Patrono del Clero español, en este año del V Centenario de su nacimiento.

                              Ciudad Rodrigo, 22 de febrero de 2000

                             Fiesta de la Cátedra de San Pedro

                             + Julián, Obispo de Ciudad Rodrigo

 

 


[1]. Cf. LG 10-11; CCE 1546-1547. El sacerdocio ministerial entraña por tanto "un vínculo ontológico específico, que une al sacerdote con Cristo, sumo Sacerdote y Buen Pastor": Juan Pablo II, Exhortación postsinodal "Pastores dabo Vobis", de 25-III-1992 (= PDV), n. 11.

[2]. Misal Romano, prefacio V de Pascua (cf. LG 10; 28; PO 2).

[3]. Santo Tomás de Aquino, citado en el Catecismo de la Iglesia Católica (= CCE), 1545.

[4]. Cf. Concilio de Trento, Ses. XXII, cap. 1: DS 1739; CCE 1364-1367.

[5]. "Como pertenece a la misma naturaleza de la Iglesia que el poder de consagrar la Eucaristía sea ortorgado solamente a los obispos y presbíteros, los cuales son constituidos ministros mediante la recepción del sacramento del Orden, la Iglesia profesa que el misterio eucarístico no puede ser celebrado en comunidad alguna, sino por un sacerdote ordenado, como ha enseñado explícitamente el Concilio Lateranense IV": Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta sobre el ministro de la Eucaristía, de 6-VIII-1983, n. 4 (cf. DS 802; CCE 1411).

[6]. Cf. SC 33; LG 10; 28; PO 2; 6; 12; CCE 1548-1549; PDV 15.

[7]. Juan Pablo II, Carta a los sacerdotes en el Jueves Santo de 1997, n. 5.

[8]. Ordenación general del Misal Romano (= OGMR), n. 10.

[9]. Pontifical Romano: Ordenación del Obispo, de los Presbíteros y de los Diáconos, Plegaria de la ordenación de presbíteros.

[10]. "Te pedimos, Padre Todopoderoso, que confieras a estos siervos tuyos la dignidad del presbiterado, renueva en sus corazones el Espíritu de santidad; reciban de ti el segundo grado del ministerio sacerdotal, y sean, con su conducta, ejemplo de vida" (Pontifical Romano..., Plegaria de la ordenación de los presbíteros).

[11]. Cf. Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, de 31-I-1994, nn. 3 ss.

[12]. Pontifical Romano..., Homilía en la ordenación de presbíteros.

[13]. Juan Pablo II, Carta a los sacerdores para el Jueves Santo de 1998, introducción.

[14]. En efecto, los presbíteros son cooperadores necesarios del Orden episcopal y partícipes en grado subordinado del ministerio de los Apóstoles, tal como expresa la misma plegaria de ordenación. Este es el sentido de la fórmula "secundi meriti munus", traducida por "el segundo grado del ministerio sacerdotal", indicando implícitamente que el primer grado de ese ministerio está en el obispo.

[15]. Cf. PDV 23; PO 5.

[16]. Cf. PDV 48; CCE 1418; Ritual de la Sagrada Comunión y del Culto a la Eucaristía fuera de la Misa, Orientaciones generales.

[17]. En efecto "la liturgia es una epifanía de la Iglesia, pues la liturgia es la Iglesia en oración. Celebrando el culto divino, la Iglesia expresa lo que es: una, santa, católica y apostólica": Juan Pablo II, Carta "Vicesimus Quintus Annus", de 4-XII-1988, n. 9.

[18]. "Un ritual auténticamente religioso y sobre todo auténticamente cristiano debe manifestar un último equilibrio. La ación ritual abre al sujeto al sosiego, al gozo, que es un elemento integrante del clima de la celebración y de la fiesta. Un rito debe estar bañado en ese clima tan difícilmente descriptible que llamamos solemnidad. Lo cual no significa que deba de constar de elementos ricos, de muchos celebrantes y de ceremonias complicadas. Por el contrario, la solemnidad supone un clima de sencillez, de recogimiento abierto y transparente, de gratuidad, de gozo, de paz y 'un algo más', 'un no sé qué' que es el signo de la manifestación de lo invisible, de la presencia del Misterio. Ese clima es el que permitirá que, si alguien entra en una asamblea que celebra de esta forma caiga rostro en tierra y confiese: 'Dios está verdaderamente en medio de ellos' (1 Cor 14,24-25)": J. Martín Velasco, Lo ritual en las religiones, Madrid 1986, p. 80.

[19]. Cf. Juan Pablo II, Carta "Dominicae Cenae", de 24-II-1980, n. 8; Instrucción "Inaestimabile Donum", de 3-IV-1980, introd. y n. 11.

[20]. Cf. Comisión E. de Liturgia, Creatividad y fidelidad en la liturgia, Madrid 1986.

[21]. Cf. Juan Pablo II, Carta Apostólica "Dies Domini", de 31-V-1998, n. 45.

[22]. "La expresión está demasiado limitada a las palabras. De tal manera ha prevalecido la palabra que ya no se exige del fiel ninguna expresión corporal... La liturgia todavía no ha descubierto que una actitud corporal significativa de forma consciente podría favorecer la actitud religiosa mucho más que un buen montón de palabras": A. Vergote, La realización simbólica en la expresión cultual: "Phase" 75 (1973) 213-233.

[23]. Cf. Secretariado N. de Liturgia, Ambientación y arte en el lugar de la celebración, Madrid 1987.

[24]. Cf. Secretariado N. de Liturgia, El presidente de la celebración eucarística, Madrid 1988.

[25]. Congregación para el Clero, El presbítero, maestro de la Palabra, ministro de los sacramentos y guía de la comunidad ante el tercer milenio cristiano, Ciudad del Vaticano 1999, III, n. 2; Código de Derecho Canónico, c. 909.

[26]. Cf. Secretariado N. de Liturgia, El equipo de animación litúrgica, Madrid 1989;

[27].  Cf. Secretariado N. de Liturgia, Canto y música en la celebración, Madrid 1992;

[28]. Cf. Comisión E. de Liturgia, Partir el pan de la Palabra. Orientaciones sobre el ministerio de la homilía, de 30-IX-1983, Madrid 1985.

[29]. Cf. Secretariado N. de Liturgia, El ministerio del lector, Madrid 1985.

[30]. Cf. Secretariado N. de Liturgia, El salmo responsorial y el ministerio del salmista, Madrid 1986.

[31]. Cf. Secretariado N. de Liturgia, El acólito y el ministro extraordinario de la Comunión, Madrid 1985.

 

Lunes, 11 Abril 2022 09:06

EL MINISTERIO DE LA RECONCILIACION

Escrito por

EL MINISTERIO DE LA RECONCILIACION

 

Carta a los presbíteros en la Cuaresma de 1999

 

          SUMARIO

 

1. Motivos de esta carta

 

          I. MISTERIO Y MINISTERIO DE LA RECONCILIACION

 

2. "Convertíos y creed en el Evangelio"

3. "Dios, por medio de Cristo, nos reconcilió consigo"

4. "Nos encargó el ministerio de la reconciliación"

5. "En el nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios"

6. "No busco justos sino pecadores"

 

          II. EL SACRAMENTO DE LA RECONCILIACION

 

7. La mediación de la Iglesia en la reconciliación

8.  La función del ministro en esta mediación

9. El sacramento de la Penitencia

10. Los actos del penitente: el examen de conciencia y la contrición

11. Los actos del penitente: la confesión y la satisfacción

12. Penitencia y Eucaristía: relaciones mutuas

 

          III. EL EJERCICIO DEL MINISTERIO DE LA RECONCILIACION

 

13. "Haced vuestros los sentimientos de Cristo"

14. Cualidades humanas y espirituales

15. Dedicar tiempo y energías al ministerio

16. Catequesis sobre el sacramento de la Penitencia      

17. Conocer y usar bien el "Ritual de la Penitencia"

18. "Siendo vosotros mismos asiduos en la recepción de la Penitencia"

 

          A modo de conclusión

 

19. Hermanos mayores capaces de tener misericordia

 

EL MINISTERIO DE LA RECONCILIACION

 

 Carta a los presbíteros en la Cuaresma de 1999

 

"Dios, por medio de Cristo nos reconcilió consigo y nos encargó el ministerio de la reconciliación" (2 Cor 5,18)

  

          Queridos hermanos presbíteros:

 

          Un año más, al llegar la Cuaresma, me pongo a escribiros una carta con el fin de ofreceros unas reflexiones y unas sugerencias que os sirvan de alimento para vuestra vida interior y de estímulo y orientación en vuestro ministerio. El misterio pascual de Jesucristo nos invita a una más profunda y sincera conversión de la mente y de la conducta. De este modo producirá un fruto mayor de renovación y de santidad en nuestra vida y hará más eficaz nuestros trabajos pastorales.

           Para que esta conversión y renovación se hagan realidad hago mía la invocación de san Pablo a su querido discípulo Timoteo para desearos "la gracia, misericordia y paz de Dios Padre y de Cristo Jesús, Señor nuestro" (2 Tm 1,2).

 

 

 

1. Motivos de esta carta

 

          Como sabéis, nos encontramos en el tercero y último año de la preparación al Gran Jubileo de la Encarnación y del Nacimiento del Señor, año centrado, como dice el objetivo diocesano de pastoral de nuestra Diócesis, en "conocer al Padre y acoger su amor, especialmente en el sacramento de la Penitencia, para fundamentar una nueva civilización en la caridad y en la justicia". No voy a repetir lo que escribí en la Exhortación pastoral de comienzo del presente curso. No obstante voy a ocuparme ahora de lo que constituye el signo expresivo y eficaz del amor misericordioso del Padre que debemos conocer y acoger en nuestra vida, es decir, el sacramento de la Reconciliación o de la Penitencia. En efecto, en la Carta Apostólica sobre el Tercer Milenio decía el Papa:  

"En este tercer año el sentido del 'camino hacia el Padre' deberá llevar a todos a emprender, en la adhesión a Cristo Redentor del hombre, un camino de auténtica conversión, que comprende tanto un aspecto 'negativo' de liberación del pecado, como un aspecto 'positivo' de elección del bien, manifestado por los valores éticos contenidos en la ley natural, confirmada y profundizada por el Evangelio. Es éste el contexto adecuado para el redescubrimiento y la intensa celebración del sacramento de la Penitencia en su significado más profundo" [i]

          Pero os escribo a vosotros, hermanos presbíteros, que compartís conmigo el gozo y las dificultades de un ministerio que, gracias a Dios, mantiene aún en nuestra Iglesia un cierto nivel de estima, pero que requiere una dedicación mayor y un compromiso de mejorar algunos aspectos de su celebración. Os escribo, por tanto, desde mi conciencia y responsabilidad de obispo, es decir, de quien en la Iglesia particular "tiene principalmente el poder y el ministerio de la reconciliación" y es "moderador de la disciplina penitencial" [ii]

          Por eso quiero compartir con vosotros unas reflexiones de carácter teológico pastoral (I y II parte) y unas sugerencias (III parte) sobre este ministerio verdaderamente vital para el pueblo de Dios, y de cuyo ejercicio tendremos que rendir cuentas al Supremo Pastor que nos lo ha confiado. 

 

 I. MISTERIO Y MINISTERIO DE LA RECONCILIACION

 

2. "Convertíos y creed en el Evangelio"

 

          La llegada de la Cuaresma es asociada espontáneamente al imperativo evangélico con el que Juan el Bautista, el mismo Señor y los apóstoles comenzaron su ministerio salvífico: "¡convertíos!", "¡arrepentíos (de vuestros pecados)!", "¡haced penitencia!", pues de las tres maneras se puede traducir el grito "metanoeite" neotestamentario (cf. Mt 3,2; Mc 1,15; Hch 3,19). Varias veces suena este imperativo en la liturgia del miércoles de ceniza, especialmente en el momento de imponerla como expresión de una voluntad de emprender el itinerario de la conversión que desembocará en la reconciliación pascual: "¡Convertíos y creed en el Evangelio!" (Mc 1,15).  

          La conversión es una exigencia de carácter personal, como respuesta a la acción reconciliadora de Dios. A cada hombre o mujer le corresponde acoger esta gracia y emprender el camino de regreso a la casa paterna cambiando su mentalidad y su forma de vivir. La conversión es para todos sin excepción. La Iglesia, depositaria del Evangelio y del perdón de los pecados, debe predicar la conversión tanto a los no creyentes para que conozcan al Dios verdadero y a su enviado Jesucristo (cf. Jn 17,3), como a los creyentes para que se renueven interiormente y, o bien se restaure la comunión con el Padre en la Iglesia, rota por el pecado, o bien se intensifique aún más esta comunión de vida.

     Nosotros los sacerdotes, aunque somos ministros de la reconciliación con Dios y del perdón de los pecados, estamos incluidos también en esa apremiante llamada y debemos escucharla y ponerla en práctica como una verdadera oportunidad de cambio radical de toda la persona: mente, corazón y conducta, a fin de adherirnos más firmemente a Jesucristo en el seno de la comunidad eclesial. En este sentido los pastores hemos de ofrecer a los demás fieles no sólo el ejercicio del ministerio sino también el testimonio de purificación y de renovación con nuestra propia vida de convertidos y reconciliados. 

 

3. "Dios, por medio de Cristo, nos reconcilió consigo"

           Por medio de la conversión el creyente, reconociendo su pobreza e indignidad, se reencuentra con el Padre con fe y confianza en el amor paterno. El Padre ha efectuado ya la reconciliación de toda la humanidad en la muerte de su Hijo Jesucristo. Como escribe San Pablo: "Todo esto viene de Dios, que por medio de Cristo nos reconcilió consigo y nos encargó el ministerio de la reconciliación. Es decir, Dios mismo estaba en Cristo reconciliando el mundo consigo, sin pedirle cuentas de sus pecados" (2 Cor 5,18-19a). En esto consiste el misterio o acontecimiento de la reconciliación, que es un don de Dios, fruto de la iniciativa de quien es "rico en misericordia" y nos ha amado con un amor inmenso a pesar de estar nosotros muertos a causa de los pecados (cf. Ef 2,4-8). En efecto, "Dios no quiere la muerte del pecador sino que se convierta y viva" (Ez 18,23) y es siempre fiel a su amor de Padre y no cierra jamás su corazón a ningún hijo, sino que espera, busca, sale al encuentro, abraza y reconcilia, haciendo que de enemigos pasemos a ser amigos (cf. Rm 5,10) [iii].            Este tránsito lo hizo posible Jesús en su vida terrena. En efecto, Él "vino a buscar y a salvar lo que estaba perdido" (Lc 19,8). Por eso perdonó al paralítico (cf. Mc 2,5), a la pecadora (cf. Lc 7,48), a la adúltera (cf. Jn 8,11) y al ladrón arrepentido (cf. Lc 23,43). Los gestos y palabras de Jesús para con los pecadores (cf. Lc 5,29-32; 7,47; etc.) eran la manifestación del amor misericordioso del Padre (cf. Jn 14,9). Esta manera de actuar culminó en el sacrificio pascual de la cruz, por el que Dios "reconcilió consigo todos los seres, los del cielo y los de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz" (Col 1,20). Por eso Jesús es nuestra reconciliación y nuestra paz y "por Él podemos acercarnos al Padre en un mismo Espíritu" (Ef 2,18; cf. 13-18).

4. "Nos encargó el ministerio de la reconciliación"

 

          El misterio de la reconciliación está en el centro mismo del mensaje y de la obra de Jesús. Un mensaje y una obra que no podían quedar interrumpidos con su muerte y resurrección. La reconciliación debía llegar a todos los hombres, y en consecuencia también la llamada a la conversión. Esto es lo que movió al Señor a confiar a sus Apóstoles y en ellos a sus sucesores, el misterio de la reconciliación convertido en una potestad sagrada y en un ministerio. La potestad consiste en perdonar los pecados (cf. Jn 20,23; cf. Mt 16,19; 18,18), algo que sólo a Dios compete (cf. Mc 2,7b.10), por eso va acompañada de la donación del Espíritu Santo con vistas a la misión.  

          El ministerio supone la presencia de esta potestad y del don del Espíritu transmitidos en el sacramento del Orden, y lleva consigo el servicio o encargo de anunciar la reconciliación y de efectuarla en el nombre de Cristo. Como continúa San Pablo: "A nosotros nos ha confiado la palabra de la reconciliación. Por eso nosotros actuamos como enviados de Cristo, y como si Dios mismo os exhortara por nuestro medio. En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios" (2 Cor 5,19b-20). La "palabra de reconciliación" es el anuncio del misterio de la reconciliación efectuado en la muerte del Señor, mensaje que está así mismo en el centro de la predicación apostólica (cf. Lc 24,47; Hch 2,38; 3,19; etc.) y, por tanto, de la misión de la Iglesia:  

"Puesto que Cristo confió a sus apóstoles el ministerio de la reconciliación (cf Jn 20,23; 2 Cor 5,18), los obispos, sus sucesores, y los presbíteros, colaboradores de los obispos, continúan ejerciendo este ministerio. En efecto, los obispos y los presbíteros, en virtud del sacramento del Orden, tienen el poder de perdonar todos los pecados 'en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo'" (CCE 1461). 

          Por eso los obispos y los presbíteros podemos hacer nuestras las palabras del Apóstol citadas antes, en el sentido de que el ministerio de la reconciliación nos ha hecho en la Iglesia "enviados de Cristo", esto es, embajadores, representantes y continuadores de la obra de Cristo y del Padre.

 

5. "En el nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios" 

          Aquí radica, por tanto, la grandeza y al mismo tiempo la responsabilidad de nuestro ministerio. En todo momento hemos de ser conscientes de que actuamos "en el nombre de Cristo", es decir, en "la persona de Cristo Cabeza" según la expresión teológica que recuerda que "en el servicio eclesial del ministro ordenado es Cristo mismo quien está presente en su Iglesia como Cabeza de su cuerpo, Pastor de su rebaño, Sumo Sacerdote del sacrificio redentor y Maestro de la verdad" (CCE 1548). El sacramento del Orden nos ha configurado a Cristo para que, participando de una forma especial de su sacerdocio, consagremos el Sacrificio eucarístico que actualiza el misterio de la reconciliación del hombre con Dios y, en la Penitencia, perdonemos los pecados y reconciliemos a los pecado­res con Dios y con la Iglesia (cf. LG 26; PO 5; CCE 1462). Por eso la Eucaristía y el sacramento de la Penitencia constituyen las dos acciones más significativas del ministerio sacerdotal, que posee todo presbítero aunque dependa del obispo en el ejercicio (cf. LG 28; PO 5). 

          Por eso la II edición típica del Pontifical de la Ordenación del Obispo, de los Presbíteros y de los Diáconos (1989) introdujo en el interrogatorio de los candidatos al Presbiterado la siguiente frase: "¿Estáis dispuestos a presidir con piedad y fielmente la celebración de los misterios de Cristo, especialmente el sacrificio de la Eucaristía y el sacramento de la reconciliación, para alabanza de Dios y santificación del pueblo cristiano, según la tradición de la Iglesia?" (n. 124). Ejerciendo de este modo el ministerio sacerdotal nos unimos con la intención y con la caridad pastoral a Cristo que quiso hacernos sus ministros en la obra de la reconciliación humana.  

 

6. "No busco justos sino pecadores"

 

          El ministerio de la Reconciliación es hoy sumamente necesario. Lo ha sido siempre, pero en la actualidad muchos fieles, especialmente los más jóvenes, no tienen una experiencia suficiente de lo que significan el perdón de los pecados y la reconciliación con Dios y con la Iglesia. La catequesis que han recibido sobre la Penitencia no se puede decir que haya sido completa ni sistemática. Han variado también los ritmos y el hábito de la celebración de la Penitencia en nuestras comunidades y, lo que es más preocupante, la convicción de la necesidad y el aprecio del sacramento. 

          Ahora no se trata de analizar las causas de este hecho, sino de reflexionar sobre el ministerio de la Reconciliación. Miremos una vez más a Jesús, modelo y referencia de todo sacerdote. ¿Qué hacía Él? ¿Esperar a que la oveja perdida encontrara por sus medios la senda para reunirse con las demás o dejar las noventa y nueve ovejas en el redil y salir en busca de la perdida hasta encontrarla? (cf. Lc 15,4). ¿Quedarse tranquilamente en casa hasta que un pecador llamara a la puerta o ir en persona a la casa de éste, sentarse a su mesa y hablarle al corazón como en el caso de los publicanos Leví y Zaqueo? (cf. Mc 2,15-17; Lc 19,5-10). ¿Mantener una estudiada distancia en el diálogo con la mujer samaritana o conducirla poco a poco ante la verdad de su vida? (cf. Jn 4,16-18).

 

 II. EL SACRAMENTO DE LA RECONCILIACION

 

          En esta segunda parte, continuando con la reflexión teológico pastoral, voy a referirme al sacramento de la Reconciliación, pero contemplado desde nuestra perspectiva de ministros, es decir, de quienes ocupamos un puesto verdaderamente decisivo para la renovación de la práctica sacramental de la Penitencia. Nosotros hemos de ser los primeros en conocer y estimar este sacramento, si queremos que nuestro pueblo lo valore debidamente.

 

7. La mediación de la Iglesia en la reconciliación

 

          La reconciliación de los pecadores con Dios Padre continúa siendo una gracia y una oferta permanente en la Iglesia, que prolonga en la historia la presencia salvadora del Hijo de Dios hecho hombre y que ha sido constituida, por la acción invisible del Espíritu Santo, como un sacramento, signo e instrumento de reconciliación [iv]. En efecto, es en la Iglesia donde Cristo, resucitado y vivificado por el Espíritu Santo, se hace cercano al hombre y le facilita el acceso a la reconciliación con Dios. Esto explica la necesidad del "ministerio de la Iglesia", para alcanzar el perdón de los pecados, ministerio al que alude expresamente la fórmula de la absolución. 

          Por eso la Iglesia, por medio de los obispos y de los presbíteros, nunca ha cesado de anunciar la reconciliación facilitando la conversión y la gracia del perdón sobre todo en el sacramento de la Penitencia. Ella misma debe aparecer ante los hombres como una "comunidad reconciliada y reconciliadora", dando testimonio de la misericordia divina. Ante las puertas del tercer milenio la Iglesia, a la vez santa pero necesitada de purificación (cf. LG 8), acoge en su seno a los pecadores y trata de purificar la propia memoria de los aspectos más oscuros de su historia y de los pecados de sus hijos [v]

          En este sentido la Iglesia entera, como pueblo sacerdotal, coopera con la obra divina de la reconciliación en la catequesis sobre el pecado y sobre la penitencia, en la plegaria por los pecadores, en la práctica de obras penitenciales, en la celebración de la Eucaristía y de los demás sacramentos en los cuales se hace presente la eficacia redentora del misterio pascual de Jesucristo, en el testimonio de vida personal y

social de sus miembros y en la promoción de la justicia en la sociedad y en el mundo.

 

8.  La función del ministro en esta mediación

 

           Pero además, "la misma Iglesia ha sido constituida instrumento de conversión y absolución del penitente por el ministerio entregado por Cristo a los Apóstoles y a sus sucesores" [vi], según lo expuesto más arriba, en el n. 4. En efecto los obispos y los presbíteros debemos llamar a los fieles a la conversión por la predicación de la Palabra de Dios y otorgarles el perdón de los pecados en nombre de Cristo y con la fuerza del Espíritu Santo. En el texto paulino comentado antes: "En nombre de Crsito os pedimos que os reconciliéis con Dios", no sólo se insiste en la misión que tienen los apóstoles de ejercer el ministerio de la reconciliación sino también en la necesaria respuesta de aceptación por parte del hombre, que se abre a la intervención de Dios en Cristo mediante la Iglesia.           En esta perentoria invitación se encuentran implícitos los dos aspectos de la reconciliación por parte de Dios que están presentes también en el sacramento de la Penitencia: el eclesial y el personal. El primero consiste en que el misterio de la reconciliación ha sido entregado por Cristo a los apóstoles como una potestad sagrada para que sea efectivo en el seno de la Iglesia a través del ministerio apostólico. El segundo es la expresión de que la reconciliación, aunque se anuncia y ofrece a todos los fieles, se otorga realmente a cada uno en particular. Esto obedece a que el pecado, en su sentido propio, es un acto libre de la persona individual, con consecuencias ante todo sobre el propio pecador en el plano de la comunicación de la vida divina que queda rota o dañada según la gravedad del delito. Por otra parte todo pecado tiene también una repercusión social [vii].

           El ministerio es necesario en todo caso, de acuerdo con el plan de Dios, el autor de la reconciliación que no ha dejado al arbitrio del hombre establecer los caminos de la salvación [viii]. Cristo ha confiado el ministerio de la reconciliación a los hombres designados por Él como ministros, es decir, a los apóstoles y a sus sucesores, que actúan en su nombre y con su misma potestad (in persona Christi). El hombre debe aceptar esta mediación de la Iglesia concretada en la acción de los ministros del sacramento.

 9. El sacramento de la Penitencia

 

          Vistas así las cosas se comprende mejor la estructura del sacramento de la Reconciliación o de la Penitencia, en la que tanto el penitente como el ministro desempeñan, cada uno, un papel imprescindible. Lo enseña explícita y claramente el Catecismo de la Iglesia Católica:  

"A través de los cambios que la disciplina y la celebración de este sacramento han experimentado a lo largo de los siglos, se descubre una misma estructura fundamental. Comprende dos elementos igualmente esenciales: por una parte, los actos del hombre que se convierte bajo la acción del Espíritu Santo, a saber, la contrición, la confesión de los pecados y la satisfacción; y por otra parte, la acción de Dios por ministerio de la Iglesia. Por medio del obispo y de sus presbíteros, la Iglesia en nombre de Jesucristo concede el perdón de los pecados, determina la modalidad de la satisfacción, ora también por el pecador y hace penitencia con él. Así el pecador es curado y restablecido en la comunión eclesial" (CCE 1448). 

          Por tanto el sacramento de la Penitencia en cuanto signo sacramental de la reconciliación con Dios y del perdón de los pecados, está constituido por los actos ya mencionados de la contrición o arrepentimiento -que conviene que vaya precedida del "examen de conciencia" hecho a la luz de la Palabra de Dios-, la confesión o manifestación de los pecados al sacerdote y la satisfacción u obra penitencial -que lleva consigo implícito el propósito de realizar la reparación y el "propósito de la enmienda"-, actos que debe realizar el penitente, y por la absolución del ministro "en el nombre de Cristo" (2 Cor 5,20), con la que "el sacramento de la Penitencia alcanza su plenitud" [ix]

 

10. Los actos del penitente: el examen de conciencia y la contrición  

          Al referirme a estos actos lo hago en la medida en que nosotros, como ministros de la Penitencia, intervenimos de alguna manera en ellos en el ejercicio de nuestro ministerio.  

          El "examen de conciencia" lo debe realizar el penitente a la luz de la Palabra divina, que le ayuda a conocer su situación de pecado y le llama a la conversión recordándole la misericordia del Padre. El examen de conciencia se hace de suyo antes de la celebración de la Penitencia, salvo en el Rito de la reconciliación de varios penitentes con confesión y absolución individual, que puede formar parte del mismo a continuación de la homilía. En todo caso se trata de un ejercicio en el que el creyente revisa su vida desde las exigencias del seguimiento de Cristo. Aquí es donde entra nuestro ministerio. Tenemos el deber de formar las conciencias de los fieles proyectando sobre las circunstancias de la vida los criterios del evangelio y ofreciendo siempre la interpretación auténtica que hace la Iglesia en su magisterio. Esto es válido también cuando nos encontramos con fieles que no saben cómo proceder o es necesario formular alguna pregunta o pedir aclaraciones [x].  

          En cuanto a la contrición o "dolor del alma y detestación del pecado cometido con la resolución de no volver a pecar" [xi], el ministro de la Penitencia tiene también algo que hacer. Nuestro papel no es el de un psicólogo que propone una terapia adecuada para superar una situación emocional o un trastorno de la conducta. Lo propio del ministro de la Penitencia es suscitar en los penitentes el dolor de los pecados por motivos de orden sobrenatural, como por ejemplo, porque constituye un rechazo del amor del Padre y ha causado los sufrimientos de la pasión de Cristo. En esto consiste la contrición perfecta, hacia la que hay que tender, aunque sea suficiente el llamado dolor de atrición o contrición imperfecta, basada en la fealdad del pecado o en el temor a la condenación eterna.

 

11. Los actos del penitente: la confesión y la satisfacción

 

          La confesión o autoacusación de los pecados ha contribuido de manera decisiva a definir la naturaleza de este sacramento llamado "de la confesión" o simplemente "la confesión", y el ejercicio del ministerio de la reconciliación. Desde esta perspectiva conviene recordar también algunas cosas.

           En primer lugar el deber de los ministros y el derecho de los fieles a celebrar la Penitencia en su forma normal y ordinaria por la que un bautizado, consciente de pecado grave, es reconciliado con Dios y con la Iglesia, a saber, "la confesión individual e íntegra y la absolución" a no ser que una imposibilidad física o moral excuse de este modo de confesión [xii]. He aquí como explica el Papa este deber y derecho recíprocos: 

"A este propósito quiero poner en claro que no injustamente la sociedad moderna es celosa de los derechos inalienables de la persona: entonces, ¿cómo, precisamente en esa tan misteriosa y sagrada esfera de la personalidad, donde se vive la relación con Dios, se querría negar a la persona humana, a la persona de cada uno de los fieles, el derecho de un coloquio personal, único, con Dios, mediante el ministerio consagrado? ¿Por qué se querría privar a cada uno de los fieles, que vale 'en cuanto tal' ante Dios, de la alegría íntima y personalísima de este singular fruto de la gracia?" [xiii]

          Pero los ministros de la Penitencia no debemos olvidar, y así lo hemos de enseñar en nuestra catequesis, que la confesión de los pecados no es solamente un gesto de fe y de humildad de quien se reconoce infiel a Dios en el pecado, sino también una verdadera proclamación de la santidad de Dios: "En este sentido, el mismo sacramento de la reconciliación habrá de aparecer... como un acto de culto... La confesión (exomologesis) significa tanto reconocer la fragilidad y miseria propias como proclamar doxológicamente la santidad y la misericordia de Dios" [xiv].

 

          Sobre la satisfacción y el propósito de reparación del mal es preciso tener presente su carácter medicinal y significativo del compromiso o propósito personal de comenzar una existencia nueva. En lo que toca a nuestro ministerio, nos exige procurar que responda a la situación y a las necesidades del penitente. Este es un aspecto que tiene su importancia pastoral y que no debe ser resuelto con fórmulas estereotipadas que banalizan la obra penitencial o que la despojan de su contenido reparador y transformador del sujeto.

 

12. Penitencia y Eucaristía: relaciones mutuas

 

          No quiero terminar esta segunda parte sin referirme brevemente a las relaciones entre los dos sacramentos más característicos del ministerio presbiteral: la Eucaristía y la Penitencia. Ambos sacramentos guardan una íntima relación entre sí, y no sólo porque todos los sacramentos conducen hacia la Eucaristía sino también porque en la Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo en persona con su misterio pascual que ha efectuado la reconciliación de la humanidad (cf. PO 5). El olvido de esta relación es una de las causas de la desafección que padece hoy el sacramento de la Penitencia, y que se puede comprobar en el hecho de que muchos fieles se acercan frecuentemente a la mesa eucarística y, sin embargo, no suelen reconciliarse en el sacramento de la Penitencia. 

          Conviene, pues, recordar a los fieles la necesidad de recibir este sacramento si tienen conciencia de pecado grave, ya que para acceder a la Eucaristía con las debidas disposiciones, es preciso remover todo obstáculo que se anteponga a esa comunión en el amor del Padre (cf. 1 Cor 11,28). Pero hemos de señalar también la conveniencia de recibir el sacramento de la reconciliación de manera periódica para participar con mayor fruto en la Eucaristía y evitar el pecado. Así mismo debemos explicar a los fieles la posibilidad de hacer un acto de contrición perfecta, que incluye el propósito de confesar los pecados graves en la próxima confesión, si tienen urgencia de comulgar y no tienen oportunidad de recibir el sacramento de la Penitencia previamente. Más aún, la misma participación en la Eucaristía contiene también una invitación a volver a la Penitencia:

 

"En efecto, cuando nos damos cuenta de quién es el que recibimos en la comunión eucarística, nace en nosotros casi espontáneamente un sentido de indignidad, junto con el dolor de nuestros pecados y con la necesidad interior de purificación" [xv]

          De este modo el sacramento de la Penitencia se sitúa en el marco de la orientación a Dios de toda la vida de los cristianos, ya que la conversión es una actitud permanente.

 

 

          III. EL EJERCICIO DEL MINISTERIO DE LA RECONCILIACION

 

          Las indicaciones prácticas del número precedente nos introducen en la tercera parte, en la que, guiado por numerosos documentos, os ofrezco una serie de sugerencias que pueden ser muy útiles.

 

13. "Haced vuestros los sentimientos de Cristo"

 

          Esta invitación paulina de Fil 2,5 yo deseo aplicarla a las actitudes humanas y espirituales con las que es preciso ejercer el ministerio de la reconciliación. No en vano "el ministro ordenado es como el 'icono' de Cristo" (CCE 1142; cf. 1549), el cual es a su vez "imagen del Dios invisible" (Col 1,15; cf. Jn 14,9). Esto quiere decir que el ministro de la Penitencia, cuando ejerce este ministerio, cumple una función paternal y queda implicado en todo el dinamismo de la misericordia divina, revelando el corazón del Padre a los hombres y reproduciendo la imagen de Cristo Pastor que puso siempre de manifiesto el amor misericordioso del que lo había enviado (cf. Lc 15,2-32; 19,7.10; etc.) [xvi], a veces con la sola mirada como en la negación de Pedro (cf. Lc 22,61).  

          Para realizar con provecho espiritual esta función, debemos identificarnos con todo lo que significa el sacramento de la Penitencia, asumiendo la actitud, las palabras y los gestos de Cristo conforme al evangelio de la misericordia:

 

"Cuando celebra el sacramento de la Penitencia, el sacerdote ejerce el ministerio del Buen Pastor que busca la oveja perdida, el del Buen Samaritano que cura las heridas, del Padre que espera al Hijo pródigo y lo acoge a su vuelta, del justo Juez que no hace acepción de personas y cuyo juicio es a la vez justo y misericordioso. En una palabra, el sacerdote es el signo y el instrumento del amor misericordioso de Dios con el pecador" (CCE 1465). 

          En efecto, es muy importante que renunciemos a toda pretensión humana, porque no somos nosotros los que devolvemos al pecador su dignidad de hijo de Dios, ni los que sanamos sus males ni los que juzgamos su situación, sino Cristo que está presente en el sacramento con su virtud (cf. SC 7). La Penitencia es llamada "sacramento de curación" porque en él actúa Cristo, "médico de nuestras almas y de nuestros cuerpos" (CCE 1421).

 

14. Cualidades humanas y espirituales

 

          Para lograr el ideal anterior es preciso poseer o tratar de adquirir una serie de cualidades humanas y espirituales que ayudarán sin duda a un mejor y más fructífero ejercicio de nuestro ministerio, haciéndolo más fácil y gratificante, aun sabiendo que la eficacia del sacramento no depende de esas cualidades. De lo que se trata en suma es de ejercerlo como Cristo y la Iglesia desean. En este sentido el Ritual de la Penitencia recomienda: 

"Para que el confesor pueda cumplir su ministerio con rectitud y fidelidad, aprenda a conocer las enfermedades de las almas y a aportarles los remedios adecuados; procure ejercitar sabiamente la función de juez y, por medio de un estudio asiduo, bajo la guía del magisterio de la Iglesia, y, sobre todo, por medio de la oración, adquiera aquella ciencia y prudencia necesarias para este ministerio. El discernimiento del espíritu es, ciertamente, un conocimiento íntimo de la acción de Dios en el corazón de los hombres, un don del Espíritu Santo y un fruto de la caridad (Cfr. Fil 1,9-11)" (RP, praen. 10, a).

 

          Y el Papa Juan Pablo II, en la Exhortación Apostólica Reconciliatio et Poenitentia, dice también:  

"Para un cumplimiento eficaz del ministerio de reconciliación que se le encomienda, el sacerdote debe tener necesariamente cualidades humanas de prudencia, discreción, discernimiento, firmeza moderada por la mansedumbre y la bondad. Él debe tener, también, una preparación seria, no fragmentaria sino integral y armónica, en las diversas ramas de la teología, en la pedagogía y en la psicología, en la metodología del diálogo y, sobre todo, en el conocimiento vivo y comunicativo de la Palabra de Dios. Pero todavía es más necesario que él viva una vida espiritual intensa y genuina" (ReP, 29) [xvii]

          Otros documentos pontificios y episcopales hablan del clima de serenidad y confianza en que debe desarrollarse el diálogo penitencial, de la paciencia y de la bondad, de la caridad y de la comprensión especialmente hacia las personas escrupulosas, de la finura psicológica, etc. El modelo, hay que recordarlo una vez más, es siempre la bondad y el amor de Cristo (cf. Tit 3,4):

 

"Así, dice el Papa, el sacerdote confesor jamás debe manifestar asombro, cualquiera sea la gravedad, o la extrañeza, por decirlo de alguna manera, de los pecados acusados por el penitente. Jamás debe pronunciar palabras que den la impresión de ser una condena de la persona, y no del pecado... Jamás debe indagar acerca de aspectos de la vida del penitente, cuyo conocimiento no sea necesario para la evaluación de sus actos... Jamás debe mostrarse impaciente o celoso de su tiempo, mortificando al penitente con la invitación de darse prisa (con excepción, claro está, de la hipótesis en que la acusación se haga con una palabrería inútil). Por lo que se refiere a la actuación externa, el confesor debe mostrar un rostro sereno, evitando gestos que puedan significar asombro, reproche o ironía. De la misma manera, quiero recordar que no se debe imponer al penitente el propio gusto, sino que es preciso respetar la sensibilidad en lo concerniente a la modalidad de la confesión, es decir, cara a cara o a través de la rejilla del confesonario" [xviii]

          Entre las cualidades y las actitudes del ministro de la reconciliación destacan también la obediencia y la fidelidad a la normativa eclesial referente a las formas de reconciliación, y de modo especial a la confesión y absolución general reservada para los casos extraordinarios contemplados en las disposiciones vigentes y con las condiciones requeridas [xix]. No hay que olvidar tampoco el secreto sacramental, llamado también "'sigilo sacramental', porque lo que el penitente ha manifestado al sacerdote queda 'sellado' por el sacramento" (CCE 1467).

 

15. Dedicar tiempo y energías al ministerio

           Pero de muy poco servirá el poseer estas o aquellas cualidades si falta una disponibilidad real para el ejercicio del ministerio: 

"El presbítero deberá dedicar tiempo y energía para escuchar las confesiones de los fieles, tanto por su oficio (Cf. CIC c. 986; PO 13) como por la ordenación sacramental, pues los cristianos -como demuestra la experiencia- acuden con gusto a recibir este sacramento, allí donde saben que hay sacerdotes disponibles. Esto se aplica a todas partes, pero especialmente, a las zonas con las iglesias más frecuentadas y a los santuarios, donde es posible una colaboración fraterna y responsable de los sacerdotes religiosos y los ancianos" [xx]

          En la práctica será necesario que en cada comunidad parroquial o iglesia abierta al culto se establezcan y se cumplan unos horarios oportunos para que los fieles puedan tener ocasión de celebrar con la calma y profundidad suficientes el sacramento de la Penitencia según el Rito de la reconciliación de un solo penitente. Así mismo es muy conveniente que siguiendo el año litúrgico u otros acontecimientos eclesiales, como la visita pastoral, peregrinaciones, fiestas patronales, etc., se fijen en el calendario pastoral las fechas de algunas celebraciones según el Rito de la reconciliación de varios penitentes con confesión y absolución individual, procurando abundancia de ministros y cuidando de que la celebración transcurra con el sosiego necesario. 

          La iniciación de los niños y de los adolescentes y jóvenes en el sacramento de la Penitencia deberá comprender la celebración según ambas formas, como ha señalado el reciente documento de la Conferencia Episcopal Española sobre La Iniciación cristiana [xxi].

         

16. Catequesis sobre el sacramento de la Penitencia        

          No quiero dejar de aludir a este factor de gran importancia para un ejercicio renovado del ministerio de la reconciliación. La catequesis sobre el sacramento de la Penitencia se da ordinariamente cuando se prepara a los niños para celebrarla por vez primera. Pero ya no se suele volver a tocar este sacramento a no ser que aparezca entre los temas del catecismo o de la clase de religión. Sin embargo, si queremos renovar la práctica y la celebración de la reconciliación hemos de hacer un esfuerzo catequético más generoso, orientado hacia toda la comunidad cristiana: niños, jóvenes y adultos. Esta catequesis ha de tocar siempre los aspectos fundamentales, adaptados a la edad de los destinatarios, y debe incluir también la explicación sencilla de los momentos que comprende la celebración, tanto la individual como la comunitaria con confesión y absolución individual. 

          En cuanto al contenido de esta catequesis es preciso recurrir a las enseñanzas de Jesús en el Evangelio sobre la misericordia divina y el perdón de los pecados, a las introducciones y a las principales fórmulas del Ritual de la Penitencia, al Catecismo de la Iglesia Católica (nn. 1422-1498) y, a partir de ahí, a los materiales que lleven licencia eclesiástica o respondan claramente a la doctrina y a la práctica de la Iglesia acerca de este sacramento: 

"Se precisa una catequesis que insista y destaque la iniciativa y el don de Dios, su juicio y su misericordia, para vivir desde la convicción de que estamos siendo perdonados y justificados gratuitamente por Él... Inspirándose en la fórmula de la absolución, esta catequesis habrá de mostrar que la reconciliación entre Dios y los hombres es una acción realizada en el marco de la historia de la salvación del amor de Dios, irrevocablemente dado en su Hijo por su Espíritu; que Cristo, en su misterio pascual, es ese centro y lugar irrevocable de la reconciliación; que esta reconciliación se actualiza en y por la Iglesia en cada celebración y mediante una acción institucional, que se concreta en el ministerio del sacramento" [xxii]

          Un motivo de especial preocupación lo constituye hoy la ignorancia de muchos fieles, especialmente jóvenes, acerca de la importancia de los actos del penitente como elementos esenciales del sacramento y la escasa experiencia de la celebración del Rito de reconciliación de un solo penitente. De ahí la necesidad de tratar estos aspectos con claridad y prudencia, sobre todo ante aquellos fieles que han vivido en zonas en las que solamente se ofrecían los ritos de reconciliación de varios penitentes, incluso con la absolución impartida de modo general. Poco a poco hay que hacerles ver que, al margen de lo abusiva que es esta última práctica, si falta la intención de someter los pecados graves a la confesión, la absolución es inválida, ya que obviar la confesión de estos pecados significa eliminar un elemento esencial del sacramento. En efecto, cuando hay conciencia de pecado grave, no es suficiente el arrepentimiento si falta o se excluye culpablemente el propósito de acudir a la Penitencia [xxiii].   

 

17. Conocer y usar bien el "Ritual de la Penitencia"

 

          Se trata, en definitiva, de realizar una verdadera acción pastoral orientada hacia la conversión y la reconciliación. Obviamente, aunque en esta acción debe intervenir toda la comunidad cristiana como se ha indicado más arriba (n. 7), es a los ministros de la reconciliación y en particular a los párrocos a quienes corresponde llevarla a cabo. Para ello es necesario guiarse por el Ritual de la Penitencia promulgado en 1973, cuyas líneas de fuerza es preciso conocer. 

          Entre estas líneas destacan: la reconciliación como obra del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; la importancia de la Palabra de Dios; el significado eclesial de la reconciliación (cf. LG 11) confiada por el Señor como un ministerio a los apóstoles y a sus sucesores; la dimensión sacramental de la reconciliación y de la penitencia, que comprende esencialmente los actos del penitente y la palabra de absolución del ministro; las formas de celebración con sus elementos, especialmente el Rito de la reconciliación de un solo penitente con confesión y absolución individual; las celebraciones penitenciales en torno a la Palabra de Dios descritas también en el Ritual (cf. praen. nn. 36-37); los gestos litúrgicos, como la imposición de manos; y otros aspectos teológicos y disciplinares, entre los que se encuentra el significado de las indulgencias [xxiv].

           El Ritual es un instrumento para la preparación de la Penitencia y una guía para su celebración válida y provechosa espiritualmente. Corresponde a los ministros del sacramento extraer de él el máximo partido llevando a la práctica sus orientaciones y sugerencias, eligiendo los textos más oportunos cuando se invita a ello y cuidando de que hasta en los detalles más pequeños todo contribuya a que los fieles tengan la impresión de que están celebrando una verdadera acción sagrada y litúrgica aun en la reconciliación individual. Conocer y usar de manera consciente y creativa el Ritual de la Penitencia, respetando al mismo tiempo sus indicaciones disciplinares, es una gran señal de madurez pastoral y de sentido de la responsabilidad en el ministerio de la reconciliación. 

          Es necesario también que en las iglesias se habilite un espacio apto para la celebración de la Penitencia a modo de capilla de la reconciliación, bien iluminado y, si es posible, presidido por un gran crucifijo. En él se situará la sede penitencial, decorosa y digna, apropiada para que el penitente pueda elegir el encuentro cara a cara o el anonimato a través de la rejilla. La posibilidad de hacer la lectura de la Palabra de Dios antes de la celebración del sacramento, requiere que en el lugar haya asientos y subsidios oportunos para los fieles. Es conveniente que el ministro use la vestidura litúrgica (alba y estola) y que realice bien el gesto de la imposición de manos sobre la cabeza del penitente [xxv]. Se ha educar a los fieles para que acudan a reconciliarse fuera de la celebración de la Misa [xxvi].

 

18. "Siendo vosotros mismos asiduos en la recepción de la Penitencia" 

          Todo cuanto he tratado de exponer de cara a revalorizar el ejercicio del ministerio de la reconciliación tiene un complemento necesario y sumamente eficaz en las exhortaciones y recomendaciones que la Iglesia ha venido haciendo a los que somos ministros de Cristo y dispensadores del misterio de la reconciliación (cf. 1 Cor 4,1; 2 Cor 5,18-20), desde el Concilio Vaticano II hasta los discursos y otros documentos del Papa Juan Pablo II en el sentido de que hemos de "ser asiduos en la recepción de la Penitencia". He aquí lo que ha escrito el Papa Juan Pablo II, desarrollando la doctrina del Concilio Vaticano II sobre este punto: 

"Nosotros sacerdotes que somos los ministros del sacramento de la Penitencia, somos también -y debemos saberlo- sus beneficiarios. La vida espiritual y pastoral del sacerdote, como la de sus hermanos laicos y religiosos, depende, para su calidad y fervor, de la asidua y consciente práctica personal del sacramento de la Penitencia (Cf. PO 18). La celebración de la Eucaristía y el ministerio de los otros Sacramentos, el celo pastoral, la relación con los fieles, la comunión con los hermanos, la colaboración con el Obispo, la vida de oración, en una palabra toda la existencia sacerdotal sufre un inevitable decaimiento, si le falta, por negligencia o cualquier otro motivo, el recurso periódico e inspirado en una auténtica fe y devoción al sacramento de la Penitencia. En un sacerdote que no se confesase o se confesase mal, su ser como sacerdote y su ministerio se resintirían muy pronto, y se daría cuenta también la comunidad de la que es pastor" [xxvii]

          Se podrían citar también, entre otros, los textos del Código de Derecho Canónico (c. 276, &2, 5º, del Directorio para la vida y el ministerio de los presbíteros (n. 53) y de la Instrucción pastoral "Dejáos reconciliar con Dios" (n. 82).

 

          A modo de conclusión

 

19. Hermanos mayores capaces de tener misericordia

 

          Con las últimas referencias a la necesidad de ofrecer a los demás fieles un testimonio personal de aprecio y de celebración frecuente por nuestra parte del sacramento de la Penitencia, permitidme recordaros que, además de las funciones tantas veces resaltadas del ministro de la reconciliación como pastor, padre, buen samaritano y juez justo, el sacerdote es también hermano mayor capaz de compadecerse y de tener misericordia de los pecadores porque él mismo experimenta lo que significa la gracia del perdón de los pecados y la alegría de la reconciliación. En modo alguno podemos ser como el hermano mayor de la parábola que se mostró enojado y displicente ante el amor misericordioso del Padre para con el hijo pródigo (cf. Lc 15,28-30).  

          Todo lo contrario, nosotros mismos, siendo diligentes en este ministerio y procurando realizarlo con la actitud y los sentimientos de Cristo en su acogida de los pecadores, no solamente encontraremos en ello una fuente de alegría espiritual y de santificación personal sino que contribuiremos de manera decisiva a la recuperación y a la renovación del sacramento de la Penitencia en nuestras comunidades.  

          Confiando el fruto de esta Carta cuaresmal a la Santísima Virgen María, Madre de misericordia, al Apóstol Santiago ya que nos encontramos en Año Jubilar Compostelano, al Santo Cura de Ars y a los santos pastores que ejercieron este ministerio de manera ejemplar, me complace desearos a todos una santa y muy fecunda celebración del misterio pascual de Jesucristo en este año dedicado al Padre y al sacramento de su amor misericordioso, en el camino del Gran Jubileo del 2000. Con mi afectuoso saludo: 

 

 

          Ciudad Rodrigo, 17 de febrero de 1999

          Miércoles de Ceniza

 

          + Julián, Obispo de Ciudad Rodrigo

 


[i]. Juan Pablo II, Carta Apostólica Tertio Millennio Adveniente, de 10-XI-1994 (= TMA), 49.

[ii]. Catecismo de la Iglesia Católica, Asociación de Editores del Catecismo 1992 (citado con las siglas de la edición latina = CCE), 1462; cf. LG 26.  

[iii]. Véase la II parte de mi Exhortación pastoral del comienzo de curso apostólico 1998-1999: Dios Padre misericordioso en la Iglesia y en nuestra vida, nn. 12 ss.

[iv]. Cf. Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Reconciliatio et Poenitentia, de 2-XII-1984 (= ReP), 11.

[v]. Cf. TMA 33; Juan Pablo II, Bula "Incarnationis Mysterium" de convocación del Gran Jubileo del año 2000, de 29-I-1998, n. 11.

[vi]. Ritual de la Penitencia, Coeditores litúrgicos 1975 (= RP), praenotanda n. 8.

[vii]. Cf. ReP 16.

[viii]. "En efecto, de acuerdo con el plan de Dios, según el cual la humanidad y la bondad del salvador se han hecho visibles al hombre (cf. Tit 3,4-5), Dios quiere salvarnos y restaurar su alianza con nosotros por medio de signos visibles" (RP praenot., n. 6 d; cf. Conferencia Episcopal Española, Instrucción pastoral sobre el sacramento de la Penitencia "Dejáos reconciliar con Dios", de 15-IV-1989, 46.

[ix]. RP praenot., n. 6 d.

[x]. En este sentido es muy útil el Vademecum para los confesores sobre algunos temas de moral conyugal editado en 1997 por el Pontificio Consejo para la Familia.

[xi]. CCE 1451; cf. Concilio de Trento: DS 1676.

[xii]. Código de Derecho Canónico, c. 969; cf. RP praenot. n. 31.

[xiii]. Juan Pablo II, Discurso a los penitenciarios de Roma de 31-I-1981: L´Osservatore Romano, ed. española de 15 de febrero de 1981; véase también el Discurso de 31-III-1990:  L'Osservatore Romano, ed. española de 15-IV-1990.

[xiv]. Conferencia Episcopal Española, Instrucción pastoral "Dejáos reconciliar con Dios", cit., 70.

[xv]. Juan Pablo II, Carta Apostólica "Dominicae Coenae", de 24-II-1980, 7.

[xvi]. Cf. RP praenot., 10 c. Véanse también Directorio para la vida y el ministerio de los presbíteros, de 31-I-1994 (= Direct.), n. 51; Instrucción "Dejáos reconciliar con Dios", cit., n. 82.

[xvii]. Respecto de la teología moral cabe la posibilidad de que se presenten al ministro cuestiones complejas o muy difíciles: "En tal caso la prudencia pastoral, junto a la humildad, teniendo en cuenta si el penitente siente urgencia o no, si siente ansiedad o no, y teniendo presentes las demás circunstancias concretas, lo llevará a enviar a ese penitente a otro confesor o establecer una cita para un nuevo encuentro y, mientras tanto,  prepararse: a este respecto ayuda tener presente que existen los volúmenes de los probati auctores, y que, salvando el resperto absoluto del sigilo sacramental, se puede recurrir a sacerdotes más doctos y experimentados" (Juan Pablo II, Discurso a los penitenciarios de Roma el 28-III-1993: L'Osservatore Romano, ed. española de 9-IV-1993.

[xviii]. Juan Pablo II, Discurso a los penitenciarios de Roma el 28-III-1993: cit.

[xix]. En España la Conferencia Episcopal determinó lo siguiente: "en el conjunto del territorio de la CEE, no existen casos generales y previsibles en los que se den los elementos que constituyen la situación de necesidad grave en la que se puede recurrir a la absolución general (c. 961, &1.2)": Conferencia Episcopal Española, Criterios acordados para la absolución sacramental colectiva a tenor del canon 961, 2, de 18-XI-1988; en Instrucción pastoral "Dejáos reconciliar con Dios", cit., pág. 111..

[xx]. Direct. 52; véase también la Instrucción pastoral "Dejaós reconciliar con Dios", cit., n. 82.

[xxi]. CCE, La Iniciación cristiana. Reflexiones y orientaciones, de 27-XI-1998, 109.

[xxii]. CEE, Instrucción pastoral "Dejáos reconciliar con Dios", cit., 68.

[xxiii]. Cf. Código de Derecho Canónico, c. 962.

[xxiv]. Cf. Manual de Indulgencias. Normas, concesiones y principales oraciones del cristiano, Coeditores litúrgicos 1995. Véanse también la citada Bula "Incarnationis Mysterium" (nn. 9-10) y el documento anexo de la Penitenciaría Apostólica, Disposiciones para obtener la indulgencia jubilar.

[xxv]. Cuando éste usa la rejilla, será suficiente la extensión de la mano derecha.

[xxvi]. Cf. RP praen. n. 13. Por otra parte, no está permitido celebrar el Rito para reconciliar a varios penitentes con confesión y absolución individual, dentro de la Misa. Si ésta ha de seguir necesariamente, déjese un espacio de tiempo conveniente entre una y otra celebración.

[xxvii]. ReP 31/VI. Véase también la Exhortación Apostólica postsinodal "Pastores Dabo Vobis", de 25-III-1992, 26.

 

EL MINISTERIO DE LA ORACION

 

Carta a los Presbíteros

 

 

                                                      SUMARIO

 

 

                                                                Introducción

 

1. En la perspectiva del reciente Jubileo

2. En coherencia con las líneas de acción pastoral para el trienio 2.000-03

 

                                       I. JESUS, MAESTRO DE ORACION

 

3. Necesidad de la oración

4. Las dificultades de nuestra oración

5. Oración y adoración

6. La oración de Jesús

7. La ayuda del Espíritu Santo

8. Oración al Padre, por Jesucristo, en el Espíritu Santo

9. Jesús y la Iglesia han orado por nosotros

10. El ejemplo de María y de los santos

 

                II. LA ORACION EN LA VIDA Y EL MINISTERIO DE LOS PRESBITEROS

 

11. La oración en la vida del presbítero

12. El ejercicio del ministerio fuente de santificación

13. El ministerio de la oración

14. Oración personal, oración paralitúrgica y oración litúrgica

15. De la oración personal a la oración litúrgica

16. La Eucaristía en el centro de la vida de oración del presbítero

17. La Liturgia de las Horas

18. Otras formas de oración

19. La visita y la oración ante el Santísimo Sacramento

 

                           III PARTE: ALGUNOS RECURSOS PARA LA ORACION

 

20. Oración vinculada siempre a la Palabra de Dios

21. Hay un tiempo para orar y un tiempo para trabajar

22. "Lectio Divina" y oración mental

23. Liturgia de las Horas y oración personal

24. La oración compartida y los grupos de oración

25. Amodo de conclusión

 

                                                EL MINISTERIO DE LA ORACION

                                                       Carta a los Presbíteros

 

"Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos" (Lc 11,1).

 

          Queridos hermanos presbíteros:

 

          En los días que preceden a la Cuaresma me pongo a escribiros una carta como en años anteriores, con el deseo de ofreceros algunas ideas y sugerencias en torno a un tema importante para nuestra vida de ministros de Cristo. Pensando cuál podía ser ese tema y que tuviera además alguna relación con las líneas de acción pastoral propuestas al comienzo del curso, me ha parecido que podía ser la oración. Me he decidido a ello después de haber leído la Carta Apostólica Novo Millennio Ineunte del Santo Padre Juan Pablo II [i].

 

          Recibid mi saludo fraterno en el Señor. La Cuaresma es tiempo de gracia y de salvación (cf. 2 Cor 6,2). Por eso pido al Padre de las misericordias que os conceda a cada uno aprovechar este tiempo para "renovaros en la mente y en el espíritu" (Ef 4,22).

 

1. En la perspectiva del reciente Jubileo

 

          Os decía que he elegido el tema de la oración después de haber leído el bello documento con que nos ha obsequiado el Santo Padre al término de Jubileo. Sorprende gratamente comprobar el énfasis que pone en el retorno a la normalidad después de la grata experiencia de las celebraciones jubilares. Pero, como el mismo Papa ha dicho, "nada es como antes" al reanudar el camino del tiempo ordinario [ii]. El Año Jubilar nos ha dejado una herencia preciosa que hemos de conservar y de acrecentar especialmente en estos dos aspectos: manteniendo a Cristo en el centro de nuestra vida, y dando por todas partes testimonio de reconciliación, de espíritu de servicio y de comunión.

 

          Permitidme citar estas significativas palabras de la Carta Apostólica: "Ahora tenemos que mirar hacia adelante, debemos «remar mar adentro», confiando en la palabra de Cristo: ¡Duc in altum! Lo que hemos hecho este año no puede justificar una sensación de dejadez y menos aún llevarnos a una actitud de desinterés. Al contrario, las experiencias vividas deben suscitar en nosotros un dinamismo nuevo, empujándonos a emplear el entusiasmo experimentado en iniciativas concretas... Sin embargo, es importante que lo que nos propongamos, con la ayuda de Dios, esté fundado en la contemplación y en la oración. El nuestro es un tiempo de continuo movimiento, que a menudo desemboca en el activismo, con el riesgo fácil del «hacer por hacer». Tenemos que resistir a esta tentación, buscando «ser» antes que «hacer»" (NMI 15).

 

2. En coherencia con las líneas de acción pastoral para el trienio 2.000-03

 

          "Dinamismo nuevo""entusiasmo""iniciativas concretas" son palabras estimulantes. Pero es necesario construir sobre una base sólida. Y esta base no puede ser otra que la gracia de Jesucristo, sin el cual "no podemos hacer nada" (cf. Jn 15,5).

 

          Completado el ciclo de objetivos diocesanos centrados en la Iniciación cristiana y en la preparación y celebración del Gran Jubileo (años 1.996-2.000), hemos trazado un nuevo programa que comprende diez líneas de acción pastoral para el trienio 2.000-2.003, de manera que el objetivo de cada curso tenga en cuenta y comprenda estas líneas. "Denominador común de estas líneas es la necesidad de la evangelización como preocupación general y prioritaria. La Iglesia particular de Ciudad Rodrigo necesita reforzar su misión al servicio del Reino de Dios con la mirada puesta en Jesucristo, origen y dueño de la acción evangelizadora" [iii].

 

          La primera línea de acción consiste precisamente en la atención a la vida espiritual en todos los sectores del pueblo de Dios. No puede ser de otra manera. Evangelizar requiere en todos los que hemos de trabajar en ello, especialmente los sacerdotes, un compromiso decidido en favor de la propia santificación, cultivando los medios que la procuran, entre los que sobresale la oración como encuentro cotidiano con el Señor [iv].

 

          Por todos estos motivos he pensado escribiros este año sobre la oración. Divido la Carta en tres partes. En la primera os invito a dirigir una vez más la mirada al Señor, Maestro de oración, para hacerle la misma súplica de los primeros discípulos: "Señor, enséñanos a orar" (Lc 11,1). En la segunda compartiré unas reflexiones sobre la oración en nuestra vida y en nuestro ministerio, ya que hemos sido constituidos en ministros de la oración. Y en la tercera trataré de proponer algunas sugerencias prácticas.

 

 

I. JESUS, MAESTRO DE ORACION

 

3. Necesidad de la oración

 

          De nuevo quiero citar a S.S. Juan Pablo II: "La oración... nos recuerda constantemente la primacía de Cristo y, en relación con él, la primacía de la vida interior y de la santidad. Cuando no se respeta este principio, ¿ha de sorprender que los proyectos pastorales lleven al fracaso y dejen en el alma un humillante sentimiento de frustración? Hagamos, pues, la experiencia de los discípulos en el episodio evangélico de la pesca milagrosa: «Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada» (Lc 5,5). Este es el momento de la fe, de la oración, del diálogo con Dios, para abrir el corazón a la acción de la gracia y permitir a la palabra de Cristo que pase por nosotros con toda su fuerza: ¡Duc in altum!" (NMI 38).

 

          Pero, ¿quién no está convencido de esta necesidad? Entre nosotros, los sacerdotes, que desde que entramos en el Seminario e incluso antes, en el seno de nuestras familias -fueron nuestras madres las que nos enseñaron a rezar-, sabemos lo que es la oración, nadie pone en duda esta necesidad. Pero en la práctica, no vamos a negarlo, padecemos una "cierta mala conciencia afligida", una sensación dolorosa de no estar siendo fieles a esta dimensión fundamental de nuestra existencia [v].

 

          Y es cierto, y las causas no son únicamente las distracciones, la sequedad o falta de sabor, sino también la carencia de unas estructuras sistemáticas para la oración individual, el poco tiempo y la fluctuación de los momentos que le dedicamos, la rutina y la poca interioridad sobre todo en la celebración, tanto de la Eucaristía como de la misma Liturgia de las Horas. Nuestras celebraciones adolecen también de falta de preparación personal.

 

          Quizás nos afectan también a nosotros los factores de una crisis religiosa más general. En efecto hay cristianos a los que se les ha olvidado lo que es rezar, porque han abandonado oraciones y prácticas de piedad que ahora no les dicen nada, o porque su relación con Dios les parece algo irreal y carente de sentido. Para muchos la oración está asociada a los momentos de dificultad, como un recurso último. En todos los casos se advierte un gran déficit de experiencia gozosa y liberadora del encuentro con Dios.

 

4. Las dificultades de nuestra oración

 

           Los sacerdotes constatamos muchas veces que no hemos sabido cuidar la vida espiritual. Desbordados a veces por la actividad, no buscamos la ocasión propicia y el clima para sumergirnos en la oración, con el riesgo que esto comporta de que nos convirtamos en "funcionarios" de la tarea pastoral.

 

          Es cierto que el mundo de la oración es complejo y difícil. Lo reconocen hasta los grandes orantes, que han experimentado en sus propias vidas esa complejidad y dificultad, y no pocas veces la "noche oscura". Santa Teresa decía: "Estas cosas de oración son todas dificultosas" (Vida 13,12). Dada la mentalidad utiliarista y el pragmatismo que nos envuelven, la oración carece de valor de manera que algunos se preguntan: "¿para qué sirve orar?". Esclavo de la eficacia y del rendimiento, al hombre de hoy no le preocupa la oración, aunque después tiene que buscar espacios para superar el stress y la ansiedad de la vida moderna. Quizás alguno de nosotros piensa también que la mejor oración es el compromiso, que basta orar con la vida y que todo es ya oración.

 

          Pero el problema de la debilidad de nuestra oración es probablemente de otra naturaleza. Yo lo veo como un problema de relación o, si queréis, de superación de una idea en cierto modo racionalista o intelectual de la oración. Hemos pretendido que nuestra oración fuera como un raciocinio, una especie de discurso que va procediendo con lógica, por derivación de ideas. Si la oración consistiera en esto, sería una forma de hablar con nosotros mismos, y el Dios a quien nos dirigimos tan sólo la proyección o el espejo de nuestros deseos y frustraciones. Pero la oración es mucho más que una actividad intimista, que un recurso psicológico. Es una necesidad de nuestro espíritu, que quiere estar en contacto con Alguien que nos espera, nos acoge y nos ama.

 

5. Oración y adoración

 

          Uno de los problemas más grandes con que tropezamos hoy y que tiene también su repercusión en la pobreza de nuestras oraciones es el debilitamiento del sentido de la adoración a Dios. Son muchos los signos que denotan este debilitamiento. Basta observar cómo se comporta la mayoría de la gente en el interior de las iglesias, incluso durante las celebraciones. Los gestos de adoración y el silencio religioso brillan por su ausencia muchas veces.

 

          Fuera de la iglesia no se menciona a Dios en los actos públicos y en muchos otros actos, en los que antes se rezaba o se hacía al menos señal de la cruz al empezar. Se evita hablar de las realidades espirituales, incluso en ámbitos confesionales católicos, por temor a herir la susceptibilidad de los no creyentes. Poco a poco se difuminan las diferencias de lenguaje entre creyentes y no creyentes, de manera que todo el mundo se acostumbra a prescindir de lo religioso o a considerarlo como un fenómeno marginal. Es evidente que estamos ante una sociedad fuertemente atacada de secularismo. Y sin embargo se da la paradoja de la fascinación que producen algunas religiones orientales, las sectas y los movimientos pseudoespiritualistas. 

 

          En este clima la oración no existe sencillamente. Por eso debemos preguntarnos qué hemos hecho de la adoración como primer acto de la virtud de la religión, que expresa el homenaje de la criatura hacia su Creador y el reconocimiento de la más profunda dependencia. La adoración entraña admiración ante la insondabilidad del misterio divino y gratitud hacia la bondad de Dios, y se basa en un amor confiado que capacita para celebrar a Dios y darle la gloria y el honor que le son debidos. Por eso la adoración es el alma de todas las formas de culto, tanto personales e indivuales como comunitarias y litúrgicas. Recuperar el sentido de la adoración es hoy un objetivo absolutamente prioritario en la espiritualidad, en coherencia con el diálogo de Jesús con la mujer samaritana (cf. Jn 4,19-24).

 

6. La oración de Jesús

 

          En el Libro de los Salmos, la colección más rica de plegaria que existe, hay innumerables ejemplos que reflejan las dificultades en la oración: "Dios mío, de día te grito, y no respondes; de noche, y no me haces caso" (Sal 22[21],3). Es el salmo que Jesús recitó en la soledad de la cruz. Los mismos sentimientos aparecen en los salmos 77[76], 88[87], etc. Como contraste el salmo 27[26] expresa la confianza en la cercanía de Dios: "El Señor es mi luz y mi salvación, el Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar?" (v. 1). Expresiones semejantes se encuentran en el salmo 18[17]: "En el peligro invoqué al Señor, grité a mi Dios: desde su templo Él escuchó mi voz, y mi grito llegó a sus oídos" (v. 9). En labios de Jesús aparece una afirmación semejante: "Padre, te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que Tú me escuchas siempre" (Jn 11,41-42).

 

          Bastarían estos ejemplos para advertir que la oración de Jesús, nuestro Maestro y modelo en la plegaria [vi], es una oración situada dentro de la tradición bíblica representada por el Salterio y, por esto mismo, una oración que asume las dificultades de nuestra oración y al mismo tiempo expresa la certeza de que Dios escucha siempre a sus hijos. En este sentido Jesús ha revelado su relación singular con el Padre y su íntima unidad con Él en el Espíritu Santo. Basta releer en esta clave los discursos de la última Cena y en especial la oración sacerdotal.

 

          La enseñanza de Jesús más original e importante es la que se refiere al contenido mismo de la oración. Este contenido se condensa en una palabra: ¡Abba, Padre! (Mc 14,36). La manifestación de lo que esta palabra encierra fue seguida de la donación del Espíritu Santo, que hace posible la filiación divina adoptiva y el que todos los discípulos de Jesús podamos invocar a Dios como Él (cf. Rm 8,15; Gá 4,6-7). Por eso Jesús, respondiendo a la petición de de los discípulos de que les enseñara a orar, les dijo: "Cuando oréis decid: Padre..." (Lc 11,2; cf. Mt 6,9).

 

7. La ayuda del Espíritu Santo

 

          Con frecuencia nos ponemos a orar sin preparación inmediata. Y no me refiero sólo al silencio exterior e interior, sino a la conveniencia de invocar la ayuda divina para la oración. Este es el sentido que tiene la recitación del "Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles..." al comienzo de una meditación, y no es otro el significado de la invocación inicial de las horas del Oficio Divino: "Dios mío, ven en mi auxilio", tomada del Salmo 70[69],2.

 

          Estas invocaciones nos recuerdan lo que dice San Pablo: "El Espíritu Santo viene en ayuda de nuestra debilidad, porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables" (Rm 8,26). En efecto, el Espíritu Santo, «es el mismo en Cristo, en la totalidad de la Iglesia y en cada uno de los cristianos» (OGLH 8). Su misión es hacernos participar de la vida de Cristo, de su sabiduría y de su amor. Pero también de la oración de Jesús. Gracias al Espíritu Santo podemos participar en los sentimientos de Cristo en su coloquio con el Padre. "Nadie puede decir ¡Jesús es Señor!, si no es bajo la acción del Espíritu Santo" (1 Cor 12,3). Sin la asistencia del Espíritu, la oración no puede remontar el vuelo de la intimidad con Dios y se queda a lo sumo en una búsqueda de lo transcendente, como sucede en las formas de oración de muchas religiones.

 

          Reconocer nuestra dificultad para orar y nuestra pobre experiencia de oración no es malo, ya que forma parte de nuestra condición humana que se ha alejado de Dios. Pero el Espíritu Santo, "derramado en nuestros corazones" (Rm 5,5), colma esta laguna y salva la distancia inspirando, moviendo, avivando en nosotros la conciencia de que somos hijos de Dios y ayudándonos a encontrar el gozo y la alegría de su presencia. Él mismo ora en nosotros. Por eso «no puede darse oración cristiana sin la acción del Espíritu Santo, el cual... nos lleva al Padre por medio del Hijo» (OGLH 8; cf. CCE 2.623).

 

8. Oración al Padre, por Jesucristo, en el Espíritu Santo

 

          El Espíritu Santo hace de la oración una relación interpersonal. Gracias a Él no oramos dirigiéndonos a Dios de una manera confusa, sino sabiendo quién nos escucha. En este sentido la oración cristiana es una oración trinitaria, pero que pasa necesariamente por la mediación de Jesucristo: "No hay otro camino de oración cristiana que Cristo. Sea comunitaria o individual, vocal o interior, nuestra oración no tiene acceso al Padre más que si oramos 'en el nombre de Jesús'. La santa humanidad de Jesús es, pues, el camino por el que el Espíritu Santo nos enseña a orar a Dios nuestro Padre" (CCE 2.664).

 

          Desde el Nuevo Testamento la ora ción debe dirigirse al Padre, por medio de Jesucristo nuestro Señor en la unidad del Espíritu Santo. De este modo la plegaria se sitúa, como aceptación y respuesta del creyente, dentro de la economía de la salvación que actualiza en el tiempo el designio eterno del Padre (cf. Ef 3,11; 2 Tm 1,9-10). Siguiendo las enseñanzas de Jesús los creyentes, movidos por el Espíritu Santo, debemos invocar a Dios como Padre con afecto filial y ofrecerle cuanto somos y tenemos imitando la oblación de Cristo en la cruz (cf. Hb 9,14). San Pablo recomendaba a los cristianos hacer de su vida una constante acción de gracias a Dios Padre, en el nombre de Jesucristo y por mediación de él (cf. Col 3,17; Ef 5,20). Pero esto sólo se logra dedicando tiempo a la oración que consagra la vida.

 

          Jesucristo no sólo es el Mediador sacerdotal de nuestra plegaria y nuestro intercesor permanente ante el Padre (cf. 1 Jn 2,1; Hb 4,14-16). Es también término de nuestra oración. San Agustín escribió: "Cristo ora por nosotros, ora en nosotros y es invocado por nosotros. Ora por nosotros como sacerdote nuestro, ora en nosotros por ser nuestra cabeza, y es invocado por nosotros como Dios nuestro" (Enarr. In Ps.85,1).

 

          La oración cristiana se apoya en primer lugar en la misteriosa comunicación establecida entre el Hijo de Dios y la humanidad, unida a él en la Encarnación. Su gran valor radica en la presencia prometida por el propio Señor "donde estén reunidos dos o tres en su nombre" (Mt 18,20; 28,20), a fin de que todo lo que pidamos al Padre, nos sea concedido (cf. Jn 16,23).

 

9. Jesús y la Iglesia han orado por nosotros

 

          Los sacerdotes debemos tener presente también que somos fruto de la oración de Jesús y de la oración de la Iglesia. En efecto, hay varios pasajes evangélicos en los que aparece el Señor orando por sus discípulos, los de la primera hora y los que hemos venido después como sucesores de aquellos. San Lucas tiene especial cuidado en señalar que Jesús eligió a los discípulos después de haber pasado una noche en oración: "Por entonces subió Jesús a la montaña a orar, y pasó la noche orando a Dios. Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos, escogió a doce de ellos y los nombró Apóstoles" (Lc 6,12-13) [vii]. A uno de ellos, a Simón Pedro, elegido para ser cabeza y fundamente de todo el colegio, el Señor le dijo expresamente: "Simón... yo he pedido por ti para que tu fe no se apague" (Lc 22,32).

 

          San Juan reproduce la oración de la última Cena, en la que Jesús oró al Padre en el Espíritu Santo pidiendo de manera especial por los discípulos (cf. Jn 17,20). En la oración tenía en cuenta que los iba a enviar al mundo para que continuaran su propia misión. Y añadió: "Yo por ellos me consagro, para que también ellos sean consagrados en la verdad" (Jn 17,19). Era la ofrenda del sacrificio de la cruz, en el que Cristo se santificó a sí mismo y en el cual todos hemos sido santificados: consagrar equivale a santificar. Cristo actualiza continuamente su oración oblativa ante el Padre en el Espíritu Eterno (cf. Hb 7,25; 9,14; 1 Jn 2,1).

 

          Actualización de la oración de Jesús en la presencia del Espíritu Santo, fue la invocación (epíclesis) del Obispo el día de nuestra ordenación sacerdotal. La solemne plegaria consecratoria fue precedida de la súplica de toda la asamblea de los fieles recabando incluso la intercesión de todos los santos, mientras nosotros orábamos también postrados en tierra. La voz de la Iglesia en oración es la voz de Cristo que ora con su cuerpo místico al Padre (cf. SC 83-84). Todo el rito de la ordenación, especialmente la imposición de manos y la unción con el crisma, ponían de manifiesto la presencia del Espíritu Santo que Cristo prometió pedir al Padre para que lo enviara sobre los discípulos y sobre toda la Iglesia (cf. Jn 14,16.26).

 

          No podemos ser indiferentes al origen de nuestro ser ministerial y sacerdotal en la plegaria de Cristo y de la Iglesia. Tampoco podemos olvidar que cada día infinidad de fieles y comunidades religiosas, oran por nuestra santificación, prolongando de alguna manera la oración del Señor. La oración por las vocaciones comprende en primer término a los que hemos sido llamados y enviados ya.

 

10. El ejemplo de María y de los santos

 

          No quiero dejar de recordarlo. Después de a nuestro Señor y Maestro, tenemos en María el modelo más acabado del orante. Ella forma parte también de los grandes testigos de la oración a lo largo de la historia salvífica. Pablo VI escribió una página preciosa sobre María, la Virgen orante, que merece la pena recoger: "Así aparece Ella en la visita a la Madre del Precursor, donde abre su espíritu en expresiones de glorificación a Dios, de humildad, de fe, de esperanza: tal es el 'Magnificat'(cf. Lc 1,46-55)... Virgen orante aparece María en Caná, donde, manifestando al Hijo con delicada súplica una necesidad temporal, obtiene además un efecto de la gracia: que Jesús, realizando el primero de sus 'signos', confirme a sus discípulos en la fe en El (cf. Jn 2,1-12). También el último trazo biográfico de María nos la describe en oración: los Apóstoles 'perseveraban unánimes en la oración, juntamente con las mujeres y con María, Madre de Jesús, y con sus hermanos' (Hch 1,14): presencia orante de María en la Iglesia naciente y en la Iglesia de todo tiempo, porque Ella, asunta al cielo, no ha abandonado su misión de intercesión y salvación" [viii].

 

     El Catecismo de la Iglesia Católica se refiere a la oración de María como la ofrenda generosa de todo su ser, cooperando en la anunciación de manera única con el designio amoroso del Padre para la concepción de Cristo, y en Pentecostés para la formación de la Iglesia, cuerpo de Cristo (cf. CCE 2.617; 2.622).

 

          En cuanto a los santos, en todos sin excepción la plegaria ocupa un puesto preeminente. Como ejemplo basta citar a San Juan de Avila, Patrono del Clero secular español. Su oración era profundamente contemplativa y unitiva, es decir, buscando la familiaridad con Dios: "Por oración, decía, entendemos aquí una secreta e interior habla con que el alma se comunica con Dios, ahora sea pensando, ahora pidiendo, ahora haciendo gracias, ahora contemplando, y generalmente por todo aquello que en secreta habla se pasa con Dios" (Audi Filia, c.70). Nuestro santo consideraba la oración como parte de su ministerio de mediación y de prolongación de la oración de Jesús, especialmente en la Eucaristía y en el Oficio Divino [ix].

 

 

                II. LA ORACION EN LA VIDA Y EL MINISTERIO DE LOS PRESBITEROS

 

11. La oración en la vida del presbítero

 

           Esta referencia a San Juan de Avila nos introduce en la segunda parte de esta Carta. Se trata de conectar vida y ministerio por medio de la oración. O mejor aún, de mantener vivo y fecundo nuestro ministerio con ayuda de la oración, que nos ofrece la posibilidad de estar en sintonía particular y profunda con nuestro Señor y Maestro. El hecho de haber sido configurados con Cristo por el sacramento del orden nos pide cultivar esta sintonía y enriquecerla cada día. Notemos que nuestra vida espiritual, como enseñó el Concilio Vaticano II, se apoya en una doble exigencia: en primer lugar la consagración bautismal, y después pero en íntima conexión con ella el sacramento que nos ha constituido en instrumentos vivos Cristo, el Sacerdote eterno, para que le representemos a través del tiempo (cf. PO 12).

 

          En nuestra vida ha de haber una unidad sobre la base de la vocación universal a la santidad para todos los cristianos, pero que se ha de realizar en la fidelidad al ministerio sacerdotal, cuyo ejercicio es un magnífico medio de santificación (cf. PO 13). La oración contribuye decisivamente a lograr esta unidad de vida. Lo enseña también el Vaticano II aludiendo a la caridad pastoral: "Esta caridad pastoral fluye, sobre todo, del Sacrificio Eucarístico, que se manifiesta por ello como centro y raíz de toda la vida del presbítero, de suerte que lo que se efectúa en el altar lo procure reproducir en sí el alma del sacerdote. Cosa que no puede conseguirse si los mismos sacerdotes no penetran más íntimamente cada vez, por la oración, en el misterio de Cristo" (PO 14).

 

          Más aún, la oración preserva al presbítero del peligro del "funcionalismo", que consiste en la reducción del ministerio a los aspectos puramente funcionales, vaciando de contenido la caridad pastoral [x].

 

12. El ejercicio del ministerio fuente de santificación

 

          "El ejercicio de la triple función sacerdotal requiere y favorece a un tiempo la santidad" (PO 13). Esta afirmación del Concilio Vaticano II ha sido muy fecunda para la espiritualidad de los presbíteros. Sin embargo no parece que se hayan extraído en la práctica todas las consecuencias que entraña. Prevalece todavía una cierta dicotomía entre la espiritualidad, nutrida en el mejor de los casos en la celebración eucarística y en la oración, y la actividad ministerial entendida como tarea o trabajo. Sin embargo de lo que se trata es de unificar toda la existencia bajo el influjo santificador del Espíritu Santo, de manera que la consagración y la misión no sean dos realidades separadas sino íntimamente unidas (cf. PO 12; PDV 24).

 

          Este ideal se logra renovando continuamente en nosotros y profundizando cada vez más la conciencia de que somos ministros de Cristo en virtud de la configuración sacramental con el que es Cabeza y Pastor de la Iglesia. Esta conciencia influye decisivamente en la vida espiritual al comprometer la totalidad de nuestras personas en el deempeño de nuestra misión en favor de la Iglesia y de la humanidad. Jesucristo ha querido contar con nosotros, es decir, con nuestra mediación consciente, libre y responsable. Por eso, aunque la eficacia santificadora de nuestro ministerio procede de Él, en alguna medida también esa misma eficacia está condicionada por la acogida y participación humana. De ahí que la mayor o menor santidad de vida de los ministros influye realmente en la actuación ministerial, que será tanto más fructuosa cuanto mayor es la docilidad y la fidelidad a Jesucristo y a su Espíritu (cf. PO 12; PDV 25).

 

          Por este motivo el día de nuestra ordenación se nos dijo: "imitamini quod tractatis". La expresión dice literalmente: "imitad lo que administráis", pero su sentido es más amplio. Por eso el Rito actual de la ordenación despliega el significado completo al decir en el momento de entregar al neopresbítero la ofrenda del pueblo santo: "considera lo que realizas, imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor" [xi].

 

13. El ministerio de la oración

 

          En este marco de unidad y de fecundación mutua entre vida espiritual y ejercicio del ministerio desempeña un papel de gran importancia la oración. En efecto, los sacerdotes hemos sido llamados a ser "maestros de oración". Por eso es fundamental que experimentemos "el sentido auténtico de la oración cristiana, el de ser un encuentro vivo y personal con el Padre por medio del Hijo unigénito bajo la acción del Espíritu; un diálogo que participa en el coloquio filial que Jesús tiene con el Padre" (PDV 47). La oración no solamente ha de ser alimento de nuestra vida espiritual sino también un servicio al pueblo de Dios, ya que nos ha sido confiado este ministerio cuando fuimos ordenados.

 

          En la revisión del Pontifical de las Ordenaciones del Obispo, de los Presbíteros y de los Diáconos efectuada en 1.989 se han introducido algunas modificaciones muy interesantes en este sentido. Así en el escrutinio o promesas de los candidatos el Obispo pregunta: "Estáis dispuestos a invocar la misericordia divina con nosotros, en favor del pueblo que os sea encomendado, perseverando en el mandato de orar sin desfallecer?" [xii]. La fórmula es totalmente nueva y se ha introducido después de la referencia al Sacrificio eucarístico y al sacramento de la Penitencia, dentro de una remodelación de las preguntas siguiendo las tres funciones del ministerio apostólico: predicar, santificar, gobernar.

 

          Significativa es también la adición en la última parte de la plegaria de ordenación, al señalar la colaboración de los presbíteros con el Obispo en las distintas funciones sacerdotales: la predicación del Evangelio, la dispensación de los misterios de Cristo y la formación del pueblo de Dios. La oración de los presbíteros como función ministerial es mencionada de este modo: "Que en comunión con nosotros, Señor, imploren tu misericordia por el pueblo que se les confía y en favor del mundo entero" [xiii]. La intención que ha motivado esta adiciones es muy clara: explicitar y subrayar que la oración de los presbíteros forma parte de la función santificadora del pueblo cristiano que les ha sido encomendada y para la cual han sido configurados sacramentalmente a Cristo.

 

          Los textos litúrgicos aluden a la Liturgia de las Horas, como puede verse analizando las expresiones paralelas en la ordenación de los diáconos. Estos, al ser ordenados, aceptan la misión y la obligación de orar por toda la Iglesia y en su nombre con el Oficio Divino [xiv]. Pero la perspectiva es más amplia en el caso de los presbíteros. La oración como ministerio presbiteral es preciso contemplarla en relación con la celebración de la Eucaristía y con toda la función santificadora que se les ha confiado.

 

14. Oración personal, oración paralitúrgica y oración litúrgica

 

          Para una mejor comprensión de lo que acabo de decir, me parece indispensable referirme a la cuestión de la relación entre estas tres formas de la oración cristiana, no siempre bien integradas y armonizadas en la vida espiritual. El distinguirlas ayuda a darles su justo valor, pero las tres son necesarias de manera que se enriquecen mutuamente y no suelen darse completamente por separado. Las tres son verdadera oración en la medida en que en ellas el hombre se abre y se sumerge en la presencia de Dios, si bien la última tiene como sujeto no sólo a los fieles cristianos en particular sino también al entero cuerpo de Cristo que es la Iglesia.

 

          La oración personal es la oración recomendada por el Señor al decir: "Cuando vayas a rezar entra en tu cuarto, cierra la puerta y reza a tu Padre, que está en lo escondido, y tu Padre, que ve en lo escondido, te lo pagará" (Mt 6,6). Es la oración practicada por nuestro Salvador cuando subía al monte a orar o trasnochaba en la oración (cf. Mc 1,35, 6,46; Lc 6,12; etc.), y por todos los discípulos de Jesús que se han tomado en serio su mandato de "orar siempre sin desanimarse" (Lc 18,1; cf. 1 Tes 5,17). De suyo esta oración es silenciosa, interior, individual -aunque sea en compañía de otras personas-, de la mente y del corazón, meditativa o contemplativa. Esta oración no puede faltar en la vida de ningún cristiano, menos aún en el sacerdote.

 

          La oración paralitúrgica, llamada también comunitaria, es la oración de los ejercicios piadosos del pueblo cristiano y la que ha configurado muchas veces la religiosidad popular. Se inspira en la liturgia y conduce a ella (cf. SC 13), suele ser oración vocal y exterior, aunque comprenda también el silencio y el recogimiento. Usa fórmulas tradicionales, aunque no necesariamente. Puede parecer reiterativa, pero es sencilla y adaptada a los que oran en estructura y en expresiones. Aunque la Iglesia no da carácter oficial a la oración paralitúrgica, sin embargo la recomieda y encarece cuando se trata del culto eucarístico, el Rosario o el Via Crucis.

 

          La oración litúrgica es toda celebración y toda forma de plegaria cuyo sujeto último es la Iglesia, cuerpo de Cristo, asociada a su Señor y Esposo para dar culto al Padre en el Espíritu Santo. Esta forma de oración está fijada en los libros litúrgicos, el Misal, los rituales de los sacramentos y la Liturgia de las Horas, y posee estructuras y fórmulas propias, heredadas en algunos casos de la tradición bíblica pero configuradas también por la propia tradición eclesial y litúrgica. Pero ha de ser también verdadera oración en todos los que toman parte en ella, de manera que "la mente concuerde con la voz", como pedía San Benito (cf. SC 90).

 

15. De la oración personal a la oración litúrgica

 

          Las tres formas de oración deben darse en la vida de todo presbítero, de manera alternativa o escalonada, pero siempre procurando la unión con el Dios vivo. ¿Cómo se logra esto? Practicando las tres formas, dado que existe una comunicación y un influjo entre las tres.

 

          En efecto la oración personal prepara y capacita para la celebración litúrgica, y al mismo tiempo brota como una derivación de ésta, al tratar de interiorizar lo que se ha escuchado -las lecturas de la Palabra de Dios- o lo que ha sido objeto de la plegaria -la eucología o los cantos- o de la acción ritual en la celebración. Por su parte la liturgia ha de transcurrir en un clima religioso que facilite el diálogo entre Dios y su pueblo, con el necesario ritmo y equilibrio entre la palabra y el silencio, entre el canto y el rito. De ahí la importancia que tienen los silenciosprevistos en la celebración, como el del acto penitencial en la Misa, los que siguen a la invitación a orar, el que se hace después de las lecturas o de la homilía y el que tiene lugar a continación de la comunión.

 

          Por este motivo la participación de los fieles en la liturgia ha de ser a la vez consciente y activa, interna y externa, de manera que los que intervienen en la liturgia "pongan su alma en consonancia con su voz y colaboren con la gracia divina para no recibirla en vano" (SC 11; cf. 14; 19, etc.). En este sentido es absolutamente necesario que antes de la celebración se guarden la debida compostura exterior y el silencio en la iglesia y en los lugares cercanos a ella, para que tanto los ministros como los fieles se dispongan debidamente para la acción sagrada. Los sacerdotes debemos educar al pueblo, especialmente a los niños y jóvenes, en estas actitudes.

 

          En cuanto a los ejercicios piadosos del pueblo cristiano, individuales o comunitarios, según las tradiciones de cada lugar, es cierto que nacieron en un momento en que la liturgia resultaba ininteligible y distante, con el fin de colmar la necesidad del encuentro con Dios. Sin embargo su práctica sigue siendo muy conveniente, entre otros motivos porque son más fáciles y poseen un notable grado de adaptación al sentimiento religioso popular. Es cierto que hay que ejercer sobre ellos un cuidado atento para evitar desviaciones, pero cuando se trata de ejercicios recomendadas por la Iglesia, es evidente que los sacerdotes debemos ir delante del pueblo en estas prácticas porque nos hacen bien a nosotros y constituyen una buena preparación para la celebración litúrgica.

 

16. La Eucaristía en el centro de la vida de oración del presbítero

 

          El año pasado por estas fechas os escribí la carta titulada "El ministro de la Eucaristía". En ella, especialmente en la segunda parte (nn. 7-10), me refería a las actitudes espirituales que hemos de mantener en la celebración eucarística, centro y razón de ser del ministerio sacerdotal y nuestra principal función (cf. PO 13). Os invito a releer esa parte y los nn. 11, 12 y 18 del la tercera.

 

          Pero ahora me quiero referir a la centralidad de la Eucaristía en la vida de oración de los sacerdotes. En efecto la Eucaristía es "fuente y culmen de toda la vida cristiana" (LG 11; cf. CCE 1.324), porque "en la Eucaristía se encuentra a la vez la cumbre de la acción por la que, en Cristo, Dios santifica al mundo, y del culto que en el Espíritu Santo los hombres dan a Cristo y por él al Padre" (CCE 1.325). Si la oración es un acto de culto, la Eucaristía es el más elevado acto de oración y de adoración a Dios. Lo mismo ocurre en nuestra existencia sacerdotal [xv].

 

          Bastaría recordar que toda la celebración se desarrolla dentro de una perspectiva trinitaria y cristológica, desde la invocación inicial hasta la bendición final. Entre los momentos más importantes de la Misa se encuentran la liturgia de la Palabra, en la que "Dios habla a su pueblo y éste le responde con el canto y la oración" (SC 33), y la plegaria eucarística que es "plegaria de acción de gracias y de consagración... oración que el sacerdote dirige a Dios en nombre de toda la comunidad, por Jesucristo, a Dios Padre. El sentido de esta oración es que toda la congregación de los fieles se una con Cristo en el reconocimiento de las grandezas de Dios y en la ofrenda del sacrificio" [xvi]. Toda la celebración está llena de oraciones, toda ella es oración.

 

          No podemos presidir la Eucaristía como si ésta fuera un acto social cualquiera. Hemos de unirnos al "sacrificio de alabanza" (cf. Sal 116[115], 13) que nuestro Redentor realiza precisamente por nuestro ministerio. Más aún, hemos de ser conscientes de que la oración del resto de la jornada es prolongación de las alabanzas, de la acción de gracias y de las súplicas que han tenido lugar en la Eucaristía. Unidos a Cristo desde ese momento, con nuestra oración a lo largo del día seguimos ofreciendo al Padre el "sacrificio de alabanza, es decir, el fruto de unos labios que bendicen su nombre" (Hb 13,15).

 

17. La Liturgia de las Horas

 

          Esta prolongación de la Eucaristía a lo largo del día en la oración de los presbíteros se produce ante todo en la Liturgia de las Horas. Como enseña el Concilio Vaticano II, "en el rezo del Oficio Divino prestan su voz a la Igle sia, que persevera en la oración, en nombre de todo el género humano, juntamente con Cristo que 'vive siempre para interceder por nosotros' (Hb 7,25)" (PO 13).

 

          La Liturgia de las Horas, llamada también Oficio Divino, es "la oración pública de la Iglesia" (SC 98) en la cual todos los fieles, clérigos, religiosos y laicos, ejercen el sacerdocio real de los bautizados. Celebrada "según la forma aprobada" por la Iglesia, la Liturgia de las Horas es"realmente la voz de la misma Esposa la que habla al Esposo; más aún, es la oración de Cristo, con su mismo Cuerpo, al Padre" (SC 84). Cada miembro del pueblo sacerdotal participa en la Liturgia de las Horas según su lugar propio en la Iglesia y las circunstancias de su vida. En concreto nosotros, los sacerdotes, en cuanto entregados al ministerio pastoral, porque hemos sido llamados a permanecer asiduos en la oración y el servicio de la Palabra (cf. SC 86 y 96; PO 5; CCE 1.175). Lo ideal es que celebremos el Oficio Divino con el pueblo o en común, pero si esto no es posible, la recitación individual es verdadera acción litúrgica en nombre de la Iglesia.

 

          Así pues, "quien recita los salmos en la Liturgia de las Horas no lo hace tanto en nombre propio como en nombre de todo el Cuerpo de Cristo, e incluso en nombre de la persona del mismo Cristo" (OGLH 108). Por eso los ministros ordenados, en virtud de la misión de representación de Cristo y de intercesión por la comunidad cristiana y aun por toda la humanidad, estamos formalmente obligados a esta oración "oficial", querida por la Iglesia y hecha en su nombre [xvii].

 

          La obligación, bajo pecado grave, afecta a la recitación cotidiana e íntegra del Oficio (cf. CDC, cn. 276,2-3º; 1174,1), de manera que solamente una causa proporcionada a esa gravedad, por ejemplo, de salud o de servicio pastoral o de caridad o cansancio, nunca una simple incomodidad, puede eximir de esta obligación en todo o en parte. Pero nótese que los Laudes y las Vísperas, dada su importancia (cf. SC 89), requieren una causa de mayor gravedad aún [xviii].

 

18. Otras formas de oración

 

          "El presbítero debe ser un hombre empapado de espíritu de oración. Cuanto más apremiado se sienta por la urgencia de los compromisos ministeriales, tanto más debe cultivar la contemplación y la paz interior, sabiendo perfectamente que el alma de todo apostolado consiste en la unión vital con Dios" [xix]. Por eso es necesario que organicemos nuestra vida de oración de modo que incluya, ante todo, la celebración diaria de la Eucaristía con una adecuada preparación y acción de gracias (cf. CDC, cn 276,2-2º; 904); incluso cuando no se pueda contar con la participación de los fieles, en cuyo caso se ha de procurar al menos un fiel (cf. CDC, cn. 906); y la Liturgia de las Horas (cf. supra).

 

          Pero no deben faltar en nuestra vida el examen diario de conciencia, que se puede incluir en las Completas; la oración mental o meditación (cf. CDC, cn 276,2-5º), la lectio divina u oración con la Sagrada Escritura, la participación en los retiros y ejercicios espirituales periódicos (cf. CDC, cn. 276,2-4º) -cada dos años entre nosotros-, las devociones marianas entre las que destaca el Rosario, y otras prácticas tradicionales, la lectura espiritual y la visita al Santísimo (cf. PO 18) [xx].

 

19. La visita y la oración ante el Santísimo Sacramento

 

          Esta última práctica, definida como "diálogo cotidiano con Cristo mediante la visita al Tabernáculo" (PO 18), es una forma de culto personal a la Eucaristía, derivada también de la celebración eucarística. La fe y el amor al Santísimo Sacramento no pueden permitir que la presencia sacramental del Señor en el Sagrario permanezca solitaria u olvidada: "Puesto que Cristo mismo está presente en el Sacramento del Altar es preciso honrarlo con culto de adoración. 'La visita al Santísimo Sacramento es una prueba de gratitud, un signo de amor y un deber de adoración hacia Cristo, nuestro Señor' (Pablo VI)" (CCE 1.418).

 

          Ya en el Antiguo Testamento el Tabernáculo donde se guardaba el Arca de la Alianza era también la "tienda de la reunión" (cf. Ex 33,7). Aunque la finalidad primera de la Reserva eucarística es la comunión de los enfermos, no se puede olvidar la legitimidad y la necesidad del culto que brota de la conciencia de la presencia sacramental del Señor en la Eucaristía. La reunión o encuentro es también deseada por Él, cuya delicia es "gozar con los hijos de los hombres" (Pr 8,31). El sacerdote, a semejanza de Moisés, es el primer llamado a entrar en esa tienda del encuentro para entablar con Cristo un diálogo cotidiano, "como habla un hombre con su amigo" (cf. Ex 33,8.11).

 

 

                           III PARTE: ALGUNOS RECURSOS PARA LA ORACION

 

          En esta última parte pretendo hacer algunas sugerencias de tipo práctico que nos animen a cultivar la oración en nuestra vida y en el ejercicio de nuestro ministerio sacerdotal al servicio del pueblo de Dios.

 

20. Oración vinculada siempre a la Palabra de Dios

 

          De una manera o de otra todas las formas de oración guardan relación con la Palabra de Dios. Lo indicaba ya el Concilio Vaticano II cuando afirmaba: "Como ministros de la palabra de Dios (los presbíteros) leen y escuchan diaria mente la palabra divina que deben enseñar a otros; y si al mismo tiempo procuran recibirla en sí mismos, irán haciéndose discípulos del Señor cada vez más perfectos, según las palabras del Apóstol Pablo a Timoteo: 'Esta sea tu ocupación, éste tu estudio: de manera que tu aprovechamiento sea a todos manifiesto. Vela sobre ti, atiende a la enseñanza; insiste en ella. Haciéndolo así te salvarás a ti mismo y a los que te escuchan' (1 Tm 4,15-16). (PO 13; cf. 4).

 

          La oración del presbítero, por tanto, está íntimamente vinculada al ministerio de la Palabra de Dios, de manera que la lectura meditativa y orante de la Sagrada Escritura constituye, como dice S.S. Juan Pablo II, "un elemento esencial de la formación espiritual" (PDV 47). Se trata de hacer de la lectura de la Escritura una escucha humilde y llena de amor, buscando la luz para la propia vida y para la vida de los fieles que nos han sido confiados. La familiaridad con la Palabra de Dios facilitará la conversión permanente y alimentará la fe y la caridad pastoral, además de convertirse en criterio de juicio y valoración de los hombres y de las cosas, de los acontecimientos y de los problemas.

 

          Existe una fecundación mutua entre la lectura de la Escritura y la oración. Aquella ha de ir acompañada de ésta, y ésta ha de fundamentarse en aquella para que se entable diálogo entre Dios y el hombre (cf. DV 25). Sólo así se encuentra al Dios que habla al hombre, a Cristo que es "camino, verdad y vida" (Jn 14,6) y al Espíritu que ha inspirado las Escrituras. 

 

21. Hay un tiempo para orar y un tiempo para trabajar

 

          Los ministros ordenados hemos recibido la misión de orar en nombre de la Iglesia, y esta misión se lleva a cabo especialmente en la Liturgia de las Horas. Al mismo tiempo la Iglesia nos exhorta a mantener otras formas de oración. ¿Cómo proceder en la práctica, sobre todo cuando somos clérigos diocesanos, no monjes ni religiosos, llamados a ejercer el ministerio pastoral en medio del mundo?

 

          Esta dificultad ha aflorado alguna vez en reuniones sacerdotales. Pero no es una dificultad que obstaculice realmente la oración, y menos aún que impida el ejercicio del ministerio. En realidad el verdadero riesgo que nos acecha en este punto es el del "activismo exterior", que somete nuestra existencia a un ritmo a veces frenético y estresante. Contra este riesgo y sus consecuencias en la oración tenemos el ejemplo del propio Jesús, que alternaba ministerio y oración y buscaba momentos para que los discípulos estuviesen a solas con Él (cf. Mc 3,13). Algún sacerdote ha resuelto esta dificultad trabajando de día y orando de noche, o levantándose más temprano, o prescindiendo de la televisión.

 

          Bastaría el propósito de procurar el equilibrio entre las actividades de la jornada. Todos los días hemos de dedicar un tiempo a la comida, al necesario descanso y al esparcimiento, y esto requiere un ritmo y un cierto horario. Alterar sistemáticamente este ritmo es altamente peligroso para la salud. ¿Por qué no se establece también un ritmo semejante para la oración y el trato de amistad con el Señor? El Libro del Eclesiastés dice que "todo tiene su momento, y todo cuanto se hace bajo el sol tiene su tiempo" (Ecl 3,1). Cuando el cristiano, especialmente el sacerdote, "se engancha" a la oración, hace lo imposible por no dejarla, incluso a pesar de las noches oscuras. Hasta el paseo puede ser momento de oración, contemplativa o vocal. Y por supuesto, buscar "un sitio tranquilo y apartado" para estar unos días con el Maestro y Señor (cf. Mc 6,31-32).

 

22. "Lectio divina" y oración mental

 

          Más arriba he mencionado la lectio divina entre las formas de oración. La lectio divina se remonta al mundo judío, fue promovida por los Santos Padres y ha sido practicada siempre en la vida monástica.

 

          Consiste en leer y releer una página de la Escritura (lectura), subrayando palabras y deteniéndose en expresiones; en reflexionar después sobre lo que me dice el Señor en el texto aquí y ahora (meditación); en tratar de pasar del texto a Aquel que me habla en él (contemplación); en procurar comunicarse interiormente con el Señor (oración); en sentir íntimamente el gusto de Dios y de las cosas de Dios (consuelo); en discernir lo que debo hace a la luz de la Palabra (deliberación); y en proponerse seriamente a llevarlo a la práctica (acción). Todos estos pasos son posibles, aunque no es necesario que se den todos.

 

          La oración mental, llamada también "meditación cristiana", que no hay que confundir con formas de meditación transcendental y menos aún con técnicas de relajación [xxi], es una actividad más sencilla de lo que parece. Hay muchos modos y métodos de hacerla. Los más frecuentes consisten en dedicar un tiempo a considerar un aspecto o misterio de Dios o de Jesucristo, por ejemplo deteniéndose en una escena evangélica. Puede hacerse también reflexionando desde la fe y en la presencia de Dios con el fin de encontrar luz y fuerza. Como decía Santa Teresa de Jesús: "No está la cosa en pensar mucho, sino en amar mucho" (Moradas III,1,4).

 

          La meditación puede hacerse sobre cualquier tema: contemplando la naturaleza, considerando un acontecimiento, reflexionando sobre una experiencia, deteniéndose sobre una frase de un salmo o de otro texto bíblico, pero siempre invocando la luz del Espíritu Santo y conscientes de hacerlo en la presencia de Dios. Existen libros de meditación, antiguos y actuales, que suelen ser muy útiles especialmente cuando no se sabe cómo empezar.

 

23. Liturgia de las Horas y oración personal

 

          El mejor libro para la oración, después de la propia Sagrada Escritura, es la Liturgia de las Horas. Pero con frecuencia el Oficio Divino es visto más como una obligación que como un cauce de plegaria. Por este motivo surge una dificultad bastante frecuente: cómo compaginar esta obligación, prioritaria y grave -la celebración o recitación del Oficio Divino-, con lo que es una necesidad del espíritu -la oración personal-, además de una recomendación muy clara de la Iglesia para los sacerdotes. En otro tiempo se daba la paradoja de que la recitación del Breviario se procuraba cumplir cuanto antes y a veces de un tirón, al margen del momento propio de cada hora del Oficio, para dar paso a la meditación y a las restantes prácticas piadosas. La Liturgia de las Horas no alimentaba realmente la vida espiritual.

 

          Sin embargo, después de la reforma litúrgica del Vaticano II que ha pretendido, entre otros objetivos, el que el Oficio Divino sea fuente de piedad y nutra verdaderamente la vida espiritual de los que tienen la misión de celebrarlo en nombre de la Iglesia (cf. SC 90; OGLH 18-19), muchos siguen todavía sin encontrar en la Liturgia de las Horas el apoyo de su oración. ¿Qué ocurre? Sin duda hay todavía un déficit de formación bíblica y litúrgica para poder saborear los salmos y sacar gusto de unos textos -himnos, antífonas, lecturas, responsorios- que piden más bien la celebración comunitaria que la recitación individual.

 

          ¿Subsiste aún esa dicotomía entre oración oficial, asumida como una obligación, y oración personal? Porque lo cierto es que quien tiene hábito de oración, no encuentra dificultad alguna en la celebración del Oficio. Más aún, éste le sirve de gran ayuda. La clave está, en cuanto sea posible, celebrarla o recitarla en común, con las pausas necesarias, y cuando esto no es posible, leer con calma, deteniéndose en las frases más enjundiosas. Si hacemos esto, poco a poco nos daremos cuenta de que la Liturgia de las Horas es una veta inagotable para la oración personal. Pero es fundamental también repartir el Oficio Divino durante el día, según el horario natural, situando el Oficio de lectura para el momento propicio. La naturaleza de esta hora, esencialmente sapiencial y contemplativa, permite convertirla en la mejor meditación.

 

          No obstante, a alguno le pueden ayudar más otros libros y otros procedimientos. Lo importante es hacer oración, obviamente sin detrimento de la obligación de asegurar en la Iglesia la oración incesante, ya que en esto consiste la misión de celebrar el Oficio Divino que nos ha sido confiada a los ministros ordenados (cf. OGLH 28-31).

 

24. La oración compartida y los grupos de oración

 

          "Aconsejaría yo a los que tienen oración, en especial al principio, procuren amistad y trato con otras personas que traten de lo mismo" (Santa Teresa de Jesús, Vida, 7,17). Este consejo de la Santa merece ser seguido. En los últimos años han surgido múltiples grupos de oración formados por personas que se sienten animadas no sólo por lazos de amistad sino también por un mismo deseo de enriquecer su vida espiritual. En nuestra Diócesis hay algunos de estos grupos, que son verdaderas escuelas de oración, en las que se cuida la escucha de la Palabra de Dios y se comparte la experiencia de la oración.

 

          Aunque a los sacerdotes les cuesta compartir esta experiencia, sin embargo son los mejores animadores de estos grupos, entre otros motivos por su mayor familiaridad con la Sagrada Escritura. Pueden ser una buena ayuda, y al mismo tiempo un fermento para la renovación de la oración en la comunidad cristiana. Lo ideal es que el sacerdote sea el animador de la oración en la parroquia o grupo de fieles que le han sido confiados.

 

          Por otra parte en los encuentros sacerdotales de espiritualidad o de pastoral se ora en común, al menos con la Liturgia de las Horas. Habría que procurar ampliar estos momentos de plegaria, y dedicando algún tiempo a poner en común lo que ha sido objeto de la oración personal, obviamente con sencillez y discreción.

 

25. Amodo de conclusión

 

          Queridos hermanos presbíteros: Sobre la oración se pueden decir muchas más cosas y mejor todavía. Todos podemos y debemos mejorar nuestra oración: la oración litúrgica en la celebración de la Eucaristía y en la Liturgia de las Horas, la oración comunitaria de los ejercicios piadosos del pueblo cristiano y la oración personal en la lectura de la Palabra de Dios o en la meditación.

 

          La Cuaresma es un tiempo especialmente propicio para ello. Recordad que la oración forma parte, junto con el ayuno y la limosna, de las tres obras tradicionales recomendadas por la Iglesia (cf. Mt 6,1-6.16-18). Pero difícilmente podremos ayudar a los demás fieles a intensificar su oración si nosotros no reavivamos la nuestra. En particular, durante la Cuaresma hemos de pedir una profunda renovación de nuestra mentalidad y de nuestra conducta para poder celebrar gozosos el misterio pascual de Jesucristo. Que Dios nos conceda, por intercesión de Santa María la Virgen Orante, "penetrados del sentido cristiano de la Cuaresma y alimentados por la palabra (divina)... servirle fielmente y perseverar unidos en la plegaria" [xxii].

 

                                      Ciudad Rodrigo, 22 de febrero de 2.001

                                      Fiesta de la Cátedra de San Pedro

                                      + Julián, Obispo de Ciudad Rodrigo

 

 


[i]. S.S. Juan Pablo II, Carta Apostólica "Novo Millennio Ineunte" al Episcopado, al clero y a los fieles al concluir el Gran Jubileo del año 2.000, de 6-I-2.001 (= NMI).

[ii]. S.S. Juan Pablo II, Discurso a los miembros del Comité Central para el Gran Jubileo (11 de enero de 2.001): "L'Osservatore Romano", ed. española de 19-I-2.001, p. 5.

[iii]. "La misión evangelizadora de nuestra diócesis". Líneas de acción pastoral para el trienio 2.000-2.003, octubre de 2.000, n. 4.

[iv]. Cf. ib. n. 5 - 1ª.

[v]. J.M. Uriarte, Ministerio presbiteral y espiritualidad, IDAZ, San Sebastián 1.999, 119-123.

[vi]. Véase la Ordenación general de la Liturgia de las Horas (= OGLH), en el vol. I, nn. 3-4; y el Catecismo de la Iglesia Católica, Coeditores del Catecismo 1.999 (= CCE), 2.599-2.622; Congregación del Clero, Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, Libreria Ed. Vaticana 1994, n. 40. También J. López Martín, La oración de las Horas, Salamanca 1.984, 21-38.

[vii]. "Se podría decir que el presbítero ha sido concebido en la larga noche de oración en la que el Señor Jesús habló al Padre acerca de sus Apóstoles y, ciertamente, de todos aquellos que, a lo largo de los siglos, participarían de su misma misión" Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, cit., n. 38.

[viii]. S.S. Pablo VI, Exhortación Apostólica "Marialis Cultus", de 2-II-1.974, n. 18.

[ix]. Cf. J. Esquerda Bifet, Introducción a la doctrina de San Juan de Avila, BAC 608, Madrid 2.000, 389-394.

[x]. Sobre la caridad pastoral véase la Exhortación Apostólica Postsinodal de S.S. Juan Pablo II, "Pastores Dabo Vobis", de 25-III-1.992 (= PDV), nn. 21-23.

[xi]. Pontifical Romano. Ordenación de presbíteros, formulario I, n. 135. La homilía mistagógica del Pontifical es aún más explícita: "Daos cuenta de lo que hacéis e imitad lo que conmemoráis, de tal manera que, al celebrar el misterio de la muerte y resurrección del señor, os esforcéis por hacer morir en vosotros el mal y procuréis caminar en una vida nueva" (ib., n. 123).

[xii]. Ib. n. 124. En la homilía mistagógica se dice al respecto: "...al ofrecer durante el día la alabanza, la acción de gracias y la súplica no sólo por el pueblo de Dios, sino por el mundo entero, recordad que habéis sido escogidos entre los hombres y puestos al servicio de ellos en las cosas de Dios" (ib., n. 123).

[xiii]. Ib., n. 131.

[xiv]. En efecto, el Obispo les pregunta: "¿Queréis conservar y acrecentar el espíritu de oración, tal como corresponde a vuestro género de vida y, fieles a este espíritu, celebrar la Liturgia de las Horas, según vuestra condición, junto con el pueblo de Dios y en beneficio suyo y de todo el mundo?": ib. n. 200.

[xv]. Aunque se refiere a los seminaristas, tiene aplicación también a los presbíteros: "Es necesario que los seminaristas participen diariamente en la celebración eucarística, de forma que luego tomen como regla de su vida sacerdotal la celebración diaria... Fórmense... según aquellas actitudes íntimas que la Eucaristía fomenta: la gratitud por los bienes recibidos del cielo, ya que la Eucaristía significa acción de gracias; la actitud donante, que los lleve a unir su entrega personal al ofrecimiento eucarístico de Cristo; la caridad, alimentada por un sacramento que es signo de unidad y de participación; el deseo de contemplación y adoración ante Cristo realmente presente bajo las especies eucarísticas" (PDV 48).

[xvi]. Ordenación general del Misal Romano, n. 54 (en la tercera edición del Misal Romano, n. 78).

[xvii]. "Por consiguiente, los obispos, presbíteros y demás ministros sagrados que han recibido de la Iglesia el mandato de celebrar la Liturgia de las Horas deberán recitarlas diariamente en su integridad y, en cuanto sea posible, en los momentos del día que de veras correspondan" (OGLH 29).

[xviii]. Por eso la omisión total o parcial del Oficio por sola pereza o por realizar actividades de esparcimiento no necesarias, no es lícita, más aun, constituye un menosprecio, según la gravedad de la materia, del oficio ministerial y de la ley positiva de la Iglesia. Si un sacerdote debe celebrar varias veces la Santa Misa en el mismo día o atender confesiones por varias horas o predicar varias veces en un mismo día, y ello le ocasiona fatiga, puede considerar, con tranquilidad de conciencia, que tiene excusa legítima para omitir alguna parte proporcionada del Oficio. El Ordinario propio del sacerdote o diácono puede, por causa justa o grave, según el caso, dispensarlo total o parcialmente de la recitación del Oficio Divino, o conmutárselo por otro acto de piedad (como por ejemplo, el Santo Rosario, el Via Crucis, una lectura bíblica o espiritual, un tiempo de oración mental razonablemente prolongado, etc.). La "verdad del tiempo" o momento en que ha de celebrarse cada hora no es de por sí una causa que excuse de la recitación de los Laudes o las Vísperas, porque se trata de "horas principales" (SC, 89) que "merecen el mayor aprecio" (IGLH, 40) (Resumen de una declaración de la Congregación para el Culto Divino, de 15-XI-2.000).

[xix]. S.S. Juan Pablo II, Discurso a los participantes en un Simposio sobre "Pastores Dabo Vobis", el 28-V-1.993: Ecclesia 2.640 (1.993), 1.031.

[xx]. Cf. Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, cit., n. 40.

[xxi]. Existe un documento muy iluminador al respeto de la Congregación para la Doctrina de la Fe titulado "Orationis Formas" de 15-X-1.989: "Ecclesia" 2459 (1990), 82-90.

[xxii]. Misal Romano, Colecta del miércoles de la 3ª semana de Cuaresma.

 

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