Lunes, 11 Abril 2022 11:02

II VIDA EN CRISTO

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II

VIDA EN CRISTO

     1. Elegidos y amados en Cristo

     2. Somos hijos en el Hijo

     3. Una "vida escondida con Cristo en Dios"

     Meditación bíblica

                             * * *

     Nuestro ser más hondo está impregnado de vida divina cuando nos abrimos al amor. El encuentro con Cristo y la adhesión personal a él y a su mensaje, producen una nueva vida, un nuevo nacimiento (Jn 3,3). Cristo ofrece generosamente a todos, sin distinción de razas ni culturas, esta nueva vida: "El Hijo a los que quiere les da la vida" (Jn 5,21); "yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante" (Jn 10,10).

     No se trata de una vida humana mejorada en cuestión de grados, sino de una "vida nueva" (Rom 6,4). Es la participación en la misma vida de Cristo: "El que me ama tiene la vida eterna" (Jn 6,47); "el que me come vive en mí y yo en él... vivirá por mí" (Jn 6,56-57). Todo cristiano está llamado a hacer realidad el ideal de Pablo: "Cristo vive en mí" (Gal 2,20).

     El mismo Cristo se hace vida del cristiano: "Cristo es vuestra vida" (Col 3,4). Es vida de unión, relación y transformación: "Permaneced en mí y yo en vosotros... Yo soy la vid y vosotros los sarmientos" (Jn 15,4-5). La vida que estaba en Dios se ha hecho nuestra propia vida: "En él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres" (Jn 1,4). Esta vida "se ha manifestado" y comunicado (1Jn 1,2).

     Cristo, "camino, verdad y vida" (Jn 14,6), a todo creyente le hace partícipe "de su plenitud" de Hijo amado de Dios, "lleno de gracia y de verdad" (Jn 1,16). Es una vida escondida y sólo conocida a la luz de la fe. Si el corazón se enreda en otras vivencias egoístas, no descubre la vida en Cristo: "No queréis venir a mí para tener la vida" (Jn 5,40). En el modo de hablar y de obrar no aparece la vida en Cristo cuando no pensamos ni sentimos como él.

 

1. Elegidos y amados en Cristo

     Las afirmaciones más hermosas de Jesús son aquellas en que se refiere al amor del Padre hacia nosotros.: "El Padre os ama" (Jn 16,27). Es el amor que tiene su máxima expresión en el hecho de darnos a su Hijo: "De tal manera amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo unigénito" (Jn 3,16). Este amor de Dios a los hombres es el mismo amor que tiene a su Hijo: "Les has amado a ellos como me amaste a mí" (Jn 17,23).

     El amor que Dios nos tiene corresponde a nuestra elección en Cristo, puesto que "en él nos eligió antes de la constitución del mundo, para que fuésemos santos e inmaculados ante él en caridad" (Ef 1,4). De esta elección amorosa y eterna arranca nuestra realidad de vida en Cristo: "El amor de Dios hacia nosotros se manifiesta en que Dios envió al mundo a su Hijo unigénito, para que nosotros vivamos por él" (1Jn 4,9).

     Al elegirnos y amarnos en Cristo, Dios nos hace partícipes de su plenitud, nos transforma en él que es luz, palabra, vida, amor y gloria o expresión suya. Por ser elegidos en Cristo, nos hace partícipes de su misma vida de Dios Amor. "El Verbo se ha hecho como nosotros para hacernos a nosotros como es él" (San Ireneo).

     El objetivo de esta decisión amorosa es, pues, nuestra transformación en Cristo. Estos son los planes de Dios Amor sobre nosotros, es decir, "el misterio de su voluntad" (Ef 1,9), "hacernos conformes con la imagen de su Hijo" (Rom 8,29). Este "sí" de Dios hace posible el "sí" libre del hombre. Pero, precisamente apoyados en nuestra elección, por Cristo, ya podemos decir "sí a Dios" (cf. 2Cor 1,20).

     El hombre, en su realidad actual, ya no tiene explicación ni sentido sin la gracia, o vida divina comunicada por Cristo. Cada ser humano concreto es amado de modo irrepetible, tal como es, y capacitado para hacer de la vida una donación. La predestinación, elección y llamada de Dios hacen posible la justificación y transformación en Cristo: "A los que predestinó, también los llamó; a los que llamó, los puso en camino de salvación; y a quienes puso en camino de salvación, los glorificó" (Rom 8,30).

     En Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, que nos comunica su realidad integral, encontramos nuestro verdadero ser de hombre: hemos sido creados por Dios y restaurados en Cristo por la fuerza del Espíritu. Construimos nuestra historia poniendo en práctica los planes salvíficos de Dios: hacernos "expresión de su gloria" (Ef 1,6), expresión de su realidad de Dios Amor. Esto es posible por la "gracia" o don del mismo Dios, que se nos da tal como es.

     La gracia salva al hombre en cuanto que le incorpora a Cristo. Es siempre una elección y llamada que da luz y fuerza, capacitando al hombre para responder libremente a los planes de Dios: "Todo lo puedo en aquel que me conforta" (Fil 4,13).

     Este amor parece "excesivo", pero es una realidad. Es la salvación predicada y realizada por Jesús. Su vida nos pertenece; nuestra vida es parte de su biografía: "Dios, que es rico en misericordia, y nos tiene un inmenso amor, estando muertos por nuestros pecados, nos vivificó con la vida de Cristo... para mostrar a los siglos venideros que habían de venir la soberanas riquezas de su gracia, a impulsos de su bondad para con nosotros en Cristo Jesús" (Ef 2,4-7). El hombre no puede gloriarse de este don, puesto que es pura gracia: "Por la gracia habéis sido salvados mediante la fe" (Ef 2,8). Somos "hechura suya, creados en Cristo Jesús" (Ef 2,10).

     Esta elección en Cristo fundamenta nuestra libertad. Dios crea al hombre haciéndolo libre y lo hace pasar a una nueva creación en Cristo, su Hijo, para una libertad todavía mayor, "la libertad de los hijos de Dios" (Rom 8,21).

     La gracia hace hombres libres. Dios Amor no hiere nuestra libertad, sino que la fundamenta. Atrayéndonos y cautivándonos por amor, hace posible nuestra libre donación: "Me sedujiste, Señor" (Jer 20,7). Construimos nuestra libertad y la de los hermanos, cuando nos realizamos según los planes salvíficos de Dios en Cristo.

     Dios nos libera en Cristo por la fuerza del Espíritu de amor. La elección en Cristo es llamada (vocación) a un proceso constante de respuesta libre y generosa al don de Dios. El obrar de Dios es siempre creativo, porque nace de su amor de donación.

     Esta libertad de Cristo es la única que puede unificar el corazón y hermanar a los pueblos, haciendo caer las barreras de divisiones, injusticias y marginación. Sólo la fe en Cristo hace hombres y pueblos libres: "La verdad os hará libres" (Jn 8,22); "si el Hijo os da la libertad, seréis verdaderamente libres" (Jn 8,36). Por esto, el concepto de libertad, aplicado a la persona y a la comunidad humana, es típicamente cristiano. La libertad sólo se construye en el amor, a imagen del amor de Dios, quien es la fuente de la verdad y de la justicia, por ser la fuente del amor.

     Nuestra unión con Cristo hace que los dones de Dios se nos conviertan en verdaderos méritos propios. Todo es don de Dios, que nos une a Cristo para hacernos plenamente libres. Nuestras obras siguen siendo nuestras, pero , "injertados" en Cristo (Rom 6,5), actuamos como miembros de un cuerpo místico cuya cabeza es el Señor. Sin él, nuestras obras no tendrían valor salvífico (cf. Jn 15,5).

     Por nuestra naturaleza creada, somos "siervos inútiles" (Lc 17,10) respecto a la gracia y salvación en Cristo. Por nuestra unión con Cristo, somos hijos amados, casa solariega y "familiares de Dios" (Ef 2,19).

     La gracia es vida nueva, que se desarrolla haciéndonos crecer en Cristo hasta llegar a la unión perfecta con Dios. La caridad de Dios, infundida en nuestros corazones, nos capacita y ayuda para responder amando. Es mérito nuestro la cooperación a esa acción divina, que enfonca todo nuestro ser hacia la caridad. Esta cooperación es posible porque estamos elegidos, amados y configurados en Cristo.

     Por nuestra unión con Cristo, ya podemos responder a la Alianza de Dios con su pueblo, como pacto mutuo de amor. En Cristo, Dios ha sellado una "Alianza nueva" y definitiva (Lc 22,20; cf. Ex 24,8). "Cuantas promesas hay de Dios, en él son el 'sí'; por esto el 'sí' con que glorificamos a Dios, lo decimos por medio de él. Y Dios es quien a nosotros y a vosotros nos mantiene unidos a Cristo, quien nos ha consagrado y nos ha marcado con su sello y nos ha dado las arras del Espíritu en nuestros corazones" (2Cor 1,20-22).

 

2. Somos hijos en el Hijo

     El mejor "regalo" o gracia que nos ha hecho Dios es el de trasformarnos en hijos suyos. No podía demostrar de modo más adecuado su amor por nosotros: "Ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios y que lo seamos verdaderamente" (1Jn 3,1); "habéis recibido un espíritu de hijos, que os permite clamar 'Abba', es decir, Padre" (Rom 8,15).

     Se trata de la participación en la filiación divina de Jesucristo. Creer en él trae como consecuencia vivir de su misma vida y participar de todo lo que él es: "A cuantos le recibieron dioles poder de venir a ser hijos de Dios... Son nacidos de Dios" (Jn 1,12-13).

     Somos "hijos en el Hijo", en cuanto que la filiación divina la tenemos por participación en la realidad de Cristo, Hijo unigénito de Dios, "pues de su plenitud recibimos todos, gracia sobre gracia" (Jn 1,16). Este es el gran regalo o don de Dios: "nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo" (Ef 1,5). Es la "gracia que nos otorgó en su amado Hijo" (Ef 1,6).

     No se trata de una adopción jurídica, sino de una comunicación de la misma vida de Dios, que es infinitamente superior a nuestra naturaleza creada. No somos, pues, hijos por el hecho de ser creados o por naturaleza, sino por una gracia o don de Dios, como real participación en la misma filiación del Hijo de Dios hecho hombre.

     Somos hijos de Dios gracias al Espíritu Santo que el Padre y el Hijo nos comunican, para poder decir, vivencial y realmente, "Padre" a Dios, con la voz, la vida y el amor de Cristo. "Y pues sois hijos, envió Dios a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: 'Abba', es decir, 'Padre'. De suerte que ya no eres siervo, sino hijo, y como hijo, también heredero por gracia de Dios" (Gal 4,6-7).

     Este don tan extraordinario es fruto de la redención de Cristo, nacido de María la Virgen, cuya maternidad es instrumento de nuestra nueva filiación. Es el mismo Hijo de Dios que es engendrado eternamente por el Padre, que nace de María en cuanto a su nacimiento humano y que nos comunica a nosotros, por obra del Espíritu, el poder participar en su misma filiación: "Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer... a fin de que recobrásemos las filiación adoptiva" (Gal 4,4-5). La maternidad divina de María es, pues, instrumento de nuestra filiación participada, según las palabras de Jesús: "Mujer, he aquí a tu hijo" (Jn 19,26).

     El Padre nos ama eternamente en el mismo acto generador del Verbo y en el amor del Espíritu Santo. Cuando el Padre dice a Jesús, en el Jordán y en el Tabor, "éste es mi Hijo amado" (Mt 3,17; 17,5), nos incluye a nosotros en este amor. El bautismo de Jesús fue el anticipo de nuestro bautismo. Nuestra generación "adoptiva" participa en la generación eterna del Verbo, puesto que, por gracia, somos engendrados y amados en él.

     Quien cree en Cristo "ha nacido de Dios" porque ha sido engendrado con la "simiente" de su Palabra, que es el Verbo hecho hombre (1Jn 3,9). "El Verbo se ha hecho como nosotros para hacernos a nosotros como él es" (San Ireneo).

     Por ser hijos en el Hijo, Dios nos ha hecho imagen de su imagen personal, que es el Verbo, "imagen de Dios invisible" (Col 1,15); nos ha hecho "conformes a la imagen de su Hijo" (Rom 8,29). Cristo nace de nosotros o vive y se prolonga en nosotros. Por esto el Padre ve en nosotros el rostro de su Hijo y nos ama como a él (cf. Jn 17,26). En este sentido, Cristo es "el primogénito de muchos hermanos" (Rom 8,29).

     Cristo vive en nosotros por la comunicación de su misma vida. En Cafarnaum, al prometer la Eucaristía, el Señor anunció esta realidad salvífica: "El que me come vivirá por mí" (Jn 6,57). El apóstol Pablo lo expresa con una actitud vivencial y relacional: "No soy yo el que vivo, sino que es Cristo quien vive en mí" (Gal 2,20). Precisamente por esta comunión de vida, participamos de su misma filiación y podemos decir con él y en él: "Padre nuestro" (Mt 6,9).

     Jesús presentó su mensaje evangélico como llamada a una relación vivencial con nuestro Padre Dios: "Sed perfectos como vuestro Padre celestial" (Mt 5,48). Toda actitud religiosa de oración, limosna y ayuno debe expresarse en actitud filial hacia el Padre: "Vuestro Padre lo sabe" (Mt 6,8); "tu Padre te recompensará" (Mt 6,4.18); "¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?" (Lc 11,13)... Esa es la actitud filial que el mismo Jesús manifiesta continuamente, desde el día de la Encarnación (Heb 10,5-7) hasta la cruz (Lc 23,46). No obstante, Jesús distingue su filiación de la nuestra, en cuanto que nosotros la hemos recibido por gracia y él la tiene como Hijo natural de Dios: "Voy a mi Padre y a vuestro Padre" (Jn 20,17).

     La filiación divina participada no es un adorno, sino un compromiso de vida en Cristo. "El Espíritu Santo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios" (Rom 6,16). La señal de que tenemos de verdad la filiación divina, es el hecho de vivir en el amor: "Los que son movidos por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios" (Rom 6,14).

     Decimos "Padre" a Dios con la voz y el amor de Jesús, si compartimos su misterio pascual de muerte y resurrección: "Si somos hijos, también herederos; herederos de Dios, coherederos de Cristo, supuesto que padezcamos con él para ser con él glorificados" (Rom 6,17).

     La dignidad de hijo de Dios, por gracia recibida de Cristo Redentor, no se cotiza en el mercado de los valores humanos. Hay otras apariencias caducas que deslumbran y desvían la atención del mensaje evangélico. Los valores cristianos no estarán nunca de moda. En cualquier corazón e institución (aunque sea eclesial) en que prevalezca el propio interés sobre el amor y la gloria de Dios, ahí amenaza el ateísmo real. "Por eso el mundo no nos conoce, porque no le conoce a él" (1Jn 3,1).

     Se pierde el sentido de pecado y, por tanto, el sentido del amor a Dios y a los hermanos, cuando se olvida la dignidad de todo ser humano como llamado a participar en la filiación divina de Jesús. Cuando la humanidad entera recupere esta dignidad común de todos los hermanos y de todos los pueblos sin distinción, entonces reinará la justicia y la paz. "El que ha nacido de Dios no peca, porque la simiente de Dios está en él" (1Jn 3,9). "Así, finalmente, se cumple en realidad el designio del Creador, quien creó al hombre a su imagen y semejanza, pues todos los que participan de la naturaleza humana, regenerados en Cristo, por el Espíritu Santo, contemplando unánimemente la gloria de Dios, podrán decir: 'Padre nuestro'" (AG 7).

 

3. Una "vida escondida con Cristo en Dios"

     La vida de la gracia, por ser vida divina, no aparece a los ojos corporales ni a la luz de la razón. Nuestro ser humano continúa siendo débil y quebradizo, zarandeado por pasiones desordenadas, sometido a cualquier enfermedad y a la muerte. Sólo a la luz de la fe, descubrimos esta "vida escondida con Cristo en Dios" (Col 3,3). Por la fe, "hemos sido hechos partícipes de Cristo" (Heb 3,14).

     Es vida "escondida", pero real. Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, vencedor del pecado y de la muerte, vive resucitado en nosotros. Nuestra participación en la vida divina no nos exime de las debilidades humanas, pero hace posible en nosotros la actitud filial de reaccionar en el amor. En esta vida escondida, estamos construyendo una "ciudad futura" (Heb 3,14), "un nuevo cielo y una tierra nueva" (Apoc 21,1). La glorificación de Jesús es el fundamento de nuestra esperanza: "Subió al cielo para hacernos partícipes de su divinidad" (Prefacio de la fiesta de la Ascensión).

     A Cristo, que nos comunica el "don de Dios" y el "agua viva" de la gracia, le encontramos cuando nos decidimos a escondernos con él, es decir, cuando vivimos en sintonía con sus criterios, escala de valores y actitudes. Es la vida escondida de la fe, que se expresa en los gemidos de la esperanza y en las actitudes de caridad. La dinámica de la vida nueva en el Espíritu o vida de la gracia es así: "¿Adónde te escondiste, Amado, y me dejaste con gemido? Como el ciervo huiste, habiéndome herido; salí tras ti clamando, y eras ido" (San Juan de la Cruz).

     Esconderse con Cristo o vivir en él significa "salir de todas las cosas según la afección y la voluntad", salir del propio egoísmo, de las comodidades, honores, ventajas y gustos personales. Es "buscarle en fe y amor" (San Juan de la Cruz), buscarle en el fondo del corazón, no contentarse más que con él, "nada sabiendo sino amor" (idem). Así es cuando uno puede decir, como San Pablo: "Mi vida es Cristo" (Fil 1,21).

     Esta búsqueda produce el sentimiento de una "ausencia", como si faltara todo e incluso como si faltara Dios. Pero el amor es así, y sólo así se descubre a Cristo escondido en el propio corazón, en los signos eclesiales y en todos los hermanos, especialmente en los más pobres. "En esto se conocerá el que de veras a Dios ama, si con ninguna cosa menos que él se contenta" (San Juan de la Cruz).

     La capacidad eclesial de transparentar las bienaventuranzas y el mandato del amor, como capacidad evangelizadora, radica en esos creyentes, casi siempre desconocidos, que se han decidido a vivir la "vida escondida con Cristo en Dios" (Col 3,3). No existen grandes obras de caridad ni amor preferencial por los pobres, sin esta actitud de pobre bíblica que se traduce en aventurarlo todo por Cristo pobre. Es la actitud contemplativa de dejar entrar la palabra evangélica en el corazón como María (Lc 2,19.51), que se convierte en vida pobre y en disponibilidad misionera incondicional. Sólo se puede afirmar con autenticidad, como Pablo, "la caridad de Cristo me urge" (2Cor 5,14), cuando se ha aprendido a decir: "Cristo vive en mí" (Gal 2,20).

     El nuevo ser del hombre en Cristo no aparece ni se cotiza en el mercado de valores económicos. Tampoco puede "contabilizarse" en nuestras estadísticas y en nuestros baremos. Es un nuevo ser por una nueva vida participada de Dios. Como todo lo divino, es "más allá" de todo lo que se puede pesar, palpar y medir. Educar para esta vida escondida, en los grupos apostólicos, en los noviciados y casas de formación, es la tarea más urgente y trascendental que tiene la Iglesia en cada época, para poder disponer de hombres y mujeres apostólicas que busquen sólo "los intereses de Jesucristo" (Fil 2,21).

     Cristo Redentor, comunicando su misma vida, hace salir al hombre de su propio egoísmo, para que se realice amando según Dios. En el camino hacia la Pascua, Cristo purifica a sus discípulos de toda mira egoísta, ofreciéndoles compartir su misma suerte, beber su misma "copa" de bodas o de "Alianza" (Mc 10,38).

     Ser hombres de verdad equivale a dejar vivir a Cristo en nosotros. La oscuridad de la fe deja la sensación de fracaso, pero no es más que "perderse" en Dios para encontrarse con ganancia insospechable: "Todo lo tengo por basura con tal de ganar a Cristo y vivir unido a él" (Fil 3,8).

     La vida de Cristo cabeza se comunica a sus miembros (cf. Ef 1,22-23; 1Cor 12,12-27). La "comunión de los santos" es vida en Cristo, comunicada misteriosa y ocultamente. Los que viven esta vida oculta de la gracia con generosidad se convierten, con su oración, su acción y sufrimiento, en "complemento" de Cristo (cf. Col 1,24; Ef 1,23). Son las vidas "anónimas" y silenciosas de tantos creyentes y apóstoles, cuyos nombres están escritos sólo en el corazón de Dios. La verdadera historia de la Iglesia se escribe en este silencio de Dios, que es la máxima donación.

     Cuando Cristo, en Cafarnaum anunció esta vida nueva, no encontró mucho eco. "Vivir de su misma vida" (Jn 6,57) era algo ininteligible. Los que no aceptaron su mensaje hicieron mucho ruido, mentando incluso los orígenes humildes de Jesús de Nazaret (Jn 6,42); pero el Señor anunció un mensaje que, después de tantos siglos, sigue siendo actual: "Yo soy el pan de vida; el que viene a mí, ya no tendrá más hambre, y el que cree en mí, jamás tendrá sed" (Jn 6,35).

     La vida en Cristo es eminentemente relacional: "Quien come mi carne y bebe mi sangre, en mí permanece y yo en él" (Jn 6,56); "permaneced en mi amor" (Jn 15,9). A Cristo sólo le comprende quien se decide a vivir en sintonía con sus amores: "Si alguno me ama, yo me manifestaré a él" (Jn 14,21). "Nadie puede percibir el significado del evangelio, si antes no ha posado la cabeza sobre el pecho de Jesús y no ha recibido de Jesús a María como Madre" (Orígenes).

     La vida escondida con Cristo no consiste en alejarse de la convivencia con los hermanos, ni tampoco en olvidar las propias responsabilidades, sino que es precisamente "luz", "sal" y "fermento", como participación en la misma realidad de Cristo, quien es "la luz del mundo" (Jn 8,12; 9,5). Es, pues, una vida que no se puede "esconder" bajo el celemín (Mt 5,15), sino que se convierte en anuncio de que "quien tiene al Hijo, tiene la verdadera vida" (1Jn 5,12).

     Quien vive de "la gracia" o del don de la vida en Cristo, tiene en su corazón "el amor del Padre" y la "comunicación" del Espíritu Santo" (2Cor 13,13). Nuestra esperanza, por encima de toda humana esperanza (Rom 4,18), se fundamenta en el mismo amor de Dios, que orienta todo nuestro ser hacia el amor de donación y de servicio (1Jn 3,14).

     A la luz de la fe, todo nos habla de un amor y de una vida de Dios que se nos comunica continuamente. Toda la creación está orientada hacia esta donación íntima de Dios. Pero nuestra experiencia sensible y racional sólo ve sosas que pasan y que no llenan el corazón. Esconderse con Cristo comporta un "gemir" de esperanza, que "no deja confundido" (Rom 5,5). Estos mismos deseos o gemidos son una señal de que la vida de Dios está en nosotros, como esperando una visión y una posesión definitiva: "Sabemos que la creación entera hasta ahora gime y siente dolores de parto, y no sólo ella, sino también nosotros, que tenemos las primicias del Espíritu, gemimos dentro de nosotros mismos, suspirando por la adopción, por la redención de nuestro cuerpo" (Rom 8,22-23).

     Las personas más sensibles a estas realidades cristianas, es decir, los santos, han sido las más comprometidas en la construcción de la comunidad humana según el amor. Con su testimonio de vida, anunciaron que "Cristo murió una vez por nuestros pecados, el Justo por los injustos, para llevarnos a Dios" (1Pe 3,18). Es la vida de Cristo en nosotros, que es vida nueva y renovadora, la vida auténtica que el mundo necesita: "Llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero (la cruz), para que, muertos al pecado, viviéramos para la justicia, puesto que por sus heridas habéis sido curados" (1Pe 2,24).

 

                       MEDITACION BIBLICA

- Vivir en Cristo una vida nueva:

 

     "El que come mi carne y bebe mi sangre, en mí permanece y yo en él... quien me come, vivirá por mí" (Jn 6,55-57)

 

     "Vuestra vida está escondida con Cristo en Dios... Cristo es vuestra vida" (Col 3,3-4)

 

     "No soy yo el que vivo, sino que es Cristo quien vive en mí" (Gal 2,20).

 

- El Padre nos ama como a Cristo:

 

     "El amor de Dios hacia nosotros se manifiesta en que Dios envió al mundo a su Hijo unigénito, para que nosotros vivamos por él" (1Jn 4,9).

 

     "Les has amado a ellos como me amaste a mí" (Jn 17,23).

 

- Correr la misma suerte de Cristo:

 

     "Dios, que es rico en misericordia, y nos tiene un inmenso amor, estando muertos por nuestros pecados, nos vivificó con la vida de Cristo... para mostrar a los siglos venideros que habían de venir la soberanas riquezas de su gracia, a impulsos de su bondad para con nosotros en Cristo Jesús" (Ef 2,4-7). El hombre no puede gloriarse de este don, puesto que es pura gracia: "Por la gracia habéis sido salvados mediante la fe" (Ef 2,8). Somos "hechura suya, creados en Cristo Jesús" (Ef 2,10).

 

- Somos hijos de Dios:

 

     "Ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios y que lo seamos verdaderamente" (1Jn 3,1).

 

     "El Espíritu Santo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios" (Rom 6,16).

 

     "A cuantos le recibieron dioles poder de venir a ser hijos de Dios... Son nacidos de Dios" (Jn 1,12-13).

 

- Decir "Padre" a Dios:

 

     "Habéis recibido un espíritu de hijos, que os permite clamar 'Abba', es decir, Padre" (Rom 8,15).

 

     "Y pues sois hijos, envió Dios a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: 'Abba', es decir, 'Padre'. De suerte que ya no eres siervo, sino hijo, y como hijo, también heredero por gracia de Dios" (Gal 4,6-7).

 

- En la misma maternidad de María:

 

     "Jesús dice a su Madre: Mujer, he ahí a tu hijo. Luego dice al discípulo: He ahí a tu Madre" (Jn 19,26-27).

 

     "Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer... a fin de que recobrásemos las filiación adoptiva" (Gal 4,4-5).

 

- Somos hijos en el Hijo:

 

     "A impulsos del amor, os predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad" (Ef 1,4-5).

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