Lunes, 11 Abril 2022 11:04

VI VER A DIOS

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VI

 

VER A DIOS

 

     1. Somos caminantes

     2. "Lo veremos tal como es"

     3. "Cielo nuevo y tierra nueva"

     Meditación bíblica

                             * * *

     La "salud" del corazón humano se manifiesta en la relación personal de encuentro y donación. Dios, que es el autor y el restaurador de nuestra existencia, se nos va manifestando y comunicando para recuperar en nosotros el rostro original. El proceso de esta "sanación" se desarrolla en la vivencia de la sed de Dios: "¡Oh Dios! Tú eres mi Dios; a ti te busco solícito; sedienta de ti está mi alma; mi carne languidece por ti; como tierra árida, sedienta, sin agua" (Sal 62,2); "¿cuándo entraré a ver el rostro de mi Dios?" (Sal 41,3).

     El camino hasta ver a Dios es largo y comprometido. Es peregrinación que purifica e ilumina, para llegar a la unión definitiva. Antes de llegar al encuentro pleno con Dios, hay que comprometerse a construir un mundo más humano, donde reine el amor, la justicia y la verdad.

     La señal de salud espiritual es la sintonía con esa vida nueva o agua viva que es "rumor" de vida eterna (cf. Jn 4,14). El camino para llegar a ver a Dios es el mismo Jesús: "Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí..., quien me ve a mí, ve al Padre" (Jn 14,6.9).

     La "nube" del Sinaí, como signo de la primera Alianza (Ex 24,28), se convierte ahora en "nube luminosa" del Tabor (Mt 17,5), que manifiesta el misterio de Cristo, Hijo de Dios, hombre y salvador. Hay que decidirse a rasgar el velo de la fe, para poder progresar en el encuentro con Dios, por Cristo y en el Espíritu Santo, según los diversos niveles: personal o en nuestro corazón, comunitario o en la relación con los demás, histórico o en la construcción de la historia humana según el amor.

     Una esperanza amorosa, que es confianza y tensión permanente, convertirá nuestra fe en visión, encuentro y posesión de amor definitivo y compartido con todos los hermanos.

 

1. Somos caminantes

     La vida nueva de la gracia sigue un proceso o camino de éxodo (desprendimiento del pecado y del egoísmo), desierto (adentrarse en la luz y palabra de Dios), llegada a Jerusalén (encuentro definitivo con Dios). Es el camino de una Iglesia peregrina en medio del mundo.

     La Iglesia es un conjunto de signos de la presencia de Cristo resucitado. Son los signos de su palabra, de su acción salvífica y de su misterio pascual, celebrado principalmente en la eucaristía. La comunidad eclesial se hace comunión de hermanos, como fermento de comunión en medio de la comunidad humana. Toda su razón de ser consiste en anunciar, celebrar, vivir y ayudar a vivir el misterio pascual de la muerte y resurrección de Cristo, esperando activamente su última venida: "Anunciáis la muerte del Señor, hasta que él vuelva" (1Cor 11,26).

     Hemos sido creados por Dios Amor para que, antes de volver definitivamente a él, construyamos la historia amando. La vida divina, que él nos ha comunicado, es una llamada hacia la plenitud: "Siento en mí una agua viva y sonora, que me dice desde lo más íntimo: ven al Padre" (San Ignacio de Antioquía).

     Nuestro conocimiento amoroso de Dios va progresando como relación personal que debe llegar a ser encuentro definitivo. La vida es hermosa porque es peregrinación de hermanos hacia la casa del Padre. Los sinsabores se suavizan con la mirada hacia adelante, recordando la promesa del Señor: "Voy a prepararos lugar; una vez que me haya ido y os haya preparado el lugar, volveré y os llevaré conmigo, para que podáis estar donde voy a estar yo" (Jn 14,2-3).

     Nuestra condición de hermanos caminantes, como Iglesia peregrina, nos infunde la confianza en Cristo resucitado presente y nos orienta hacia un encuentro definitivo con él. La fuerza evangelizadora y transformadora de la Iglesia estriba en esta dinámica de esperanza constructiva y responsable: "La Iglesia va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios, anunciando la cruz del Señor hasta que venga. Está fortalecida con la virtud del Señor resucitado, para triunfar con paciencia y caridad de sus aflicciones y dificultades, tanto internas como externas, y revelar al mundo fielmente su misterio, aunque sea entre penumbras, hasta que se manifieste en todo el esplendor al final de los tiempos" (LG 8).

     La vida de gracia es inicio de una plenitud. "La gracia es la gloria en nuestro exilio; la gloria es la gracia ya en el hogar definitivo" (J.H. Newman). Nuestra vida actual en Cristo es ya un inicio de vida eterna. Hemos entrado ya en un dinamismo que tiende a la plenitud en Dios. La gracia es una llamada a ser plenamente humanos y, al mismo tiempo, es semilla de eternidad.

     El caminar de Iglesia no es indiferencia ante los acontecimientos, sino una mayor inserción "escatológica" hacia el encuentro definitivo de toda la humanidad con Dios. La naturaleza misionera de la Iglesia consiste en su realidad de signo transparente y portador de Cristo para todos los pueblos, es decir, "sacramento universal de salvación" (LG 48). De este modo, Cristo resucitado "actúa sin cesar en el mundo para conducir a los hombres a la Iglesia, y por medio de ella, unirlos a sí más estrechamente y para hacerlos partícipes de su vida gloriosa alimentándolos con su cuerpo y sangre" (LG 48).

     El camino de esta peregrinación eclesial pasa por Belén, Nazaret y el Calvario, antes de llegar a la resurrección. Consiste en correr la suerte de Cristo, bebiendo su misma "copa" de "alianza" o de bodas (Mc 10,38; Lc 22,19-20).

     La comunidad eclesial, personificada en María, es la "mujer" asociada a la "hora" o suerte de Cristo (Lc 2,35; Jn 2,4; 19,26). Al compartir la vida con Cristo, la Iglesia se hace su transparencia, "mujer vestida de sol" (Apoc 12,1), "signo levantado en medio de las naciones" (Is 11,12; SC 2).

     Es posible mantener el ritmo de esta peregrinación eclesial cuando se vive de la palabra y de la eucaristía, porque la palabra "contemplada" conduce a la visión, y la eucaristía lleva al encuentro definitivo. Ambas se han insertado en la historia humana por medio de la Iglesia. Por esto, desde todos los rincones de la tierra surge un mismo grito de esperanza: "¡Ven, Señor Jesús!" (Apoc 22,20).

     No sería posible mantener esta tensión salvífica de caminantes, con sólo esperanzas humanas al ras del suelo. Poseer, disfrutar, dominar..., son actitudes caducas, porque no nacen del amor. El "progreso" o "bienestar" que nace de estas actitudes, origina esclavitud de hermanos y de pueblos. El verdadero progreso y bienestar nace del amor, que transforma la creación en bienes parar compartir.

     Levantar al hombre de una postración de pobreza y marginación, sólo es factible a la luz de una liberación integral en Cristo. "El hombre cristiano..., asociado al misterio pascual, configurado con la muerte de Cristo, llegará, corroborado por la esperanza, a la resurrección. Esto vale no solamente para los cristianos, sino también para todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo invisible" (GS 22).

     La peregrinación cristiana es camino de "esperanza", que "no deja confundido" (Rom 5,5). Nuestra esperanza se apoya en Cristo resucitado, que "ha penetrado los cielos" después de sufrir, morir y resucitar (Heb 4,14; cf. 6,18-20). Cristo comparte nuestro caminar para transformarlo en donación. Sólo así se abren caminos nuevos que otros continuarán. La vida recobra su sentido cuando Cristo es el centro del corazón y de la comunidad: "Jesucristo es el mismo, ayer, hoy y siempre" (Heb 13,8).

     Cristo resucitado ha dejado huellas de su presencia en la historia de cada persona y de cada comunidad humana. El se deja encontrar de quien abre el corazón a los hermanos para construir la historia amando. Los destellos de su luz iluminan nuestro caminar, "hasta que despunte el día y el lucero matutino se alce en vuestros corazones" (2Pe 1,19).

     La Iglesia es una comunidad de hermanos que, habiendo encontrado a Cristo, se ayudan para ser testigos de este encuentro y para transformar el encuentro en visión y posesión definitiva. El "alma" de esta comunidad peregrina es el Espíritu Santo (cf. LG 7), comunicado por el Padre y el Hijo, como vida nueva y nuevo nacimiento.

 

2. "Le veremos tal como es"

     El deseo de ver a Dios no es una quimera ni una utopía, sino una manifestación espontánea de la vida nueva que Dios ha infundido en nuestros corazones. La vida de gracia es sólo la semilla y el inicio de una plenitud.

     Los santos han sido muy sensibles a la presencia de Dios en la creación y, de modo especial, en el corazón de quien se ha abierto al amor. Esta sintonía con la presencia amorosa de Dios les ha hecho vibrar con el deseo de la visión real y definitiva: "Descubre tu presencia"... "Rompe la tela de este dulce encuentro" (San Juan de la Cruz).

     A Dios le podemos descubrir en la creación y en la historia, en nuestro corazón y en la palabra inspirada de la Escritura, en cada hermano y, de modo particular, en Cristo su Hijo. Pero esta presencia no es todavía la visión y el encuentro definitivo, sino sólo un ensayo y, a veces, un esbozo. Un día le veremos "cara a cara" (1Cor 13,12). Ya desde ahora se inicia en nosotros un camino hacia la visión: "Todos nosotros, con el rostro descubierto reverberando como espejos la gloria del Señor, nos vamos transfigurando en la misma imagen de gloria en gloria, conforme a como obra el Espíritu del Señor" (2Cor 3,18).

     La luz de la vida nueva que Dios nos ha comunicado nos ayuda a ver en el rostro de cada hermano el rostro de Cristo, la imagen de Dios Amor. Un día descubriremos en el rostro de Cristo glorificado las facciones de todos los hermanos que hemos encontrado en nuestro caminar terreno: "Dios que ha dicho: brille la luz de entre las tinieblas, es quien ha encendido esta luz en nuestros corazones, para que irradiásemos el conocimiento de la gloria de Dios, que reverbera en la faz de Cristo Jesús" (2Cor 4,6).

     Desde la encarnación del Hijo de Dios, el hombre ha sentido más realizable este deseo de ver a Dios. En Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, el deseo de ver a Dios se comienza a convertir en anticipación de una realidad plena: "Hemos visto su gloria, la gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad" (Jn 1,14).

     Quien se encuentra con Cristo, comienza a pregustar la visión y el encuentro definitivo con Dios: "Quien me ve a mí, ve al Padre" (Jn 14,9; cf. Jn 12,45). Ahora es ya el mismo Jesús quien alienta en nosotros el deseo de ver a Dios. Su palabra, contemplada en el silencio del corazón, se va convirtiendo en palabra personal de Dios, que un día será visión: "Este es mi Hijo muy amado; escuchadle" (Mt 17,5). Su cercanía, que a veces parece ausencia, se nos va transformando en presencia de "Emmanuel" o de "Dios con nosotros" (Mt 1,23.24), que un día será encuentro definitivo.

     En el corazón de cada ser humano, sin excepción, existe un deseo de trascendencia. A veces parece atrofiarse por sucedáneos que no pueden satisfacer las ansias infinitas de verdad y de bondad. Cuando alguien se encuentra con el mensaje evangélico testimoniado por personas coherentes, no puede menos de sentir el deseo de encontrarse personalmente con el Señor: "Queremos ver a Jesús" (Jn 12,21).

     El deseo de ver a Dios se atrofia cuando el corazón se cierra al amor. Las cosas pasajeras sirven como mensaje de un Dios que se quiere dar él mismo. Las cosas pasan, dejando la nostalgia de Dios Amor. Si las cosas se usan sin amor a Dios y a los hermanos, entonces no dejan entrever su verdadero mensaje. Todos los dones de Dios van pasando porque son sólo un ensayo de una donación personal y total. El amor que Dios ha puesto en sus dones pasajeros no pasa nunca. Por medio de los dones de Dios, diseminados en toda la creación redimida por Cristo, nos vamos ensayando para el encuentro final. Ensayamos un "canto nuevo" y definitivo, a partir de un "seguimiento" incondicional de Cristo que se traduce en compartir nuestra vida con él (Apoc 14,3-4).

     Siguiendo a Cristo, "el Verbo vuelto hacia Dios" (Jn 1,1), llegaremos a participar de su mirada y de su visión divina: "Si alguien quiere servirme, que me siga; y donde estoy yo, allí estará también mi servidor" (Jn 12,26; cf. 14,2-3).

     Comenzamos a vislumbrar que un día veremos a Dios cara a cara, cuando descubrimos el rostro de Cristo en el rostro de cada hermano. En esos rostros de gozo y de dolor, de angustia y de esperanza, se adivina una búsqueda de Dios que es huella inconfundible de que Dios nos ha creado a todos para encontrarle, verle y amarle eternamente. Jesús califica de "bienaventurados" y "benditos" a los que comienzan a ver a Dios en estas huellas pobres del hermano (Mt 5,44-48; 25,34).

     El momento más difícil para perseverar en este anhelo de Dios, es cuando parece que calla y está ausente. El Hijo de Dios hecho hombre no quiso ser exento de esta experiencia dolorosa (Mt 27,46). Pero esa "queja" amorosa y confiada de una ausencia sensible de Dios, se convierte en el dintel de la casa del Padre: "En tus manos, Padre, encomiendo mi espíritu" (Lc 23,46). No se puede llegar a ver a Dios sin participar en la cruz de Cristo, que consiste en vivir, sufrir y morir amando.

     Hay que "injertarse" en Cristo (Rom 6,5) para participar de su misma mirada que, en su vida mortal, sabía ver al Padre en las flores, en los pájaros y en los hermanos que sufren. Con él y gracias al Espíritu Santo que él nos comunica, ya podemos mirar al Padre y expresarle con "gemidos" nuestro deseo de verle definitivamente. Decir "Padre" ("Abba") a Dios, con la voz, la mirada y el amor de Cristo, es el mejor ensayo para llegar a la visión definitiva: "Recibisteis el Espíritu de filiación adoptiva, con el cual clamamos: ¡Abba! ¡Padre! El Espíritu mismo testifica a una con nuestro espíritu que somos hijos de Dios. Y si hijos, también herederos: herederos de Dios, coherederos de Cristo; si ahora padecemos con él, seremos glorificados con él" (Rom 8,15-17).

     "Hasta que claree el día" de la visión (2Pe 1,19), hay que vivir de una presencia amorosa de Dios, experimentada por la fe, que es nuestro cielo en la tierra. Para que Cristo "entregue todo al Padre" (1Cor 15,28), somos llamados a convertirnos en "luz" (Mt 5,14) para los demás compañeros de viaje. Ya desde ahora, comenzamos a entrar en la luz definitiva: "En tu luz, podemos ver la luz" (Sal 35,10).

     Ya comenzamos a participar de la misma vida de Dios: "Ahora vemos por medio de un espejo y oscuramente; un día veremos cara a cara. Ahora conozco imperfectamente, entonces conoceré como Dios mismo se conoce" (1Cor 13,12). Un día "seremos semejantes a él, porque le veremos tal como es" (1Jn 3,2).

 

3. "Cielo nuevo y tierra nueva"

     La "vida nueva", infundida por Dios en el corazón del creyente, es el fermento de la creación y de la historia humana, que transformará todas las cosas en "cielo nuevo y tierra nueva" (Apoc 21,1; cf. 2Pe 3,13). Esta es la "esperanza" cristiana, que se traduce en compromiso de construir la historia amando. Es "una esperanza que no engaña" (Rom 5,5), "porque ya estamos salvados, aunque sólo en esperanza..., pero si esperamos lo que no vemos, estamos ejercitando la paciencia" (Rom 8,24-25). Nuestro caminar histórico es una espera activa y responsable de la última venida de Cristo. "Esperamos la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro" (Credo).

     El punto de partida de este quehacer histórico es la resurrección de Cristo, como "primicias" de nuestra glorificación final (1Cor 15,20). Sólo la vida de gracia, expresada en el mandato del amor, puede cambiar y renovar las estructuras de la sociedad humana.

     La repercusión que una Iglesia renovada evangélicamente puede tener en la sociedad es incalculable. "La llamada universal a la santidad ha sido la consigna fundamental confiada a todos los hijos de la Iglesia, por un concilio convocado para la renovación evangélica de la vida cristiana... Es urgente, hoy más que nunca, que todos los cristianos vuelvan a emprender el camino de la renovación evangélica" (CFL 16).

     La Iglesia, precisamente por la vida divina participada de Cristo y en el Espíritu Santo, se convierte en inicio y fermento del Reino definitivo: "La plenitud de los tiempos ha llegado a nosotros, y la renovación del mundo está irrevocablemente decretada y, en cierta manera, se anticipa realmente en este siglo, pues la Iglesia, ya aquí en la tierra, está adornada de verdadera santidad, aunque todavía imperfecta... La Iglesia peregrina lleva en sus sacramentos e instituciones, pertenecientes a este tiempo, la imagen de este siglo que pasa, y ella misma vive entre las criaturas, que gimen con dolores de parto al presente, en espera de la manifestación de los hijos de Dios" (LG 48).

     La acción de Cristo resucitado en el mundo pasa por un corazón renovado según las bienaventuranzas y el mandato del amor. Este renovación nace de la actitud filial para con Dios, expresada en la donación a los hermanos.

     Todo el universo ha quedado, de algún modo, deificado, en cuanto que el ser humano ha entrado en estos designios salvíficos de Dios. La búsqueda de Dios, que se despierta en cada corazón, son los "gemidos inenarrables del Espíritu" (Rom 8,26), que anhelan la venida definitiva de Cristo: "El Espíritu y la esposa dicen: Ven" (Apoc 22,17). El hombre, deificado por la gracia, descubre que es "toda la creación que gime", mientras que nosotros, los hombres, "esperamos la adopción (definitiva) de hijos de Dios, la redención de nuestro cuerpo" (Rom 8,22-23).

     Esta actitud cristiana de esperanza fundamenta el gozo de vivir. La vida es hermosa porque Dios es bueno. Siempre es posible hacer lo mejor de nuestra vida: darnos para construir la historia según el amor.

     En nuestro caminar de peregrinos, Dios nos ha puesto una "gran señal": María, "la mujer vestida de sol" (Apoc 12,1). Su plena transformación en Cristo, la hace "Tipo" o personificación de una Iglesia renovada, que ya ha llegado a la glorificación final: "La Madre de Jesús, de la misma manera que, glorificada ya en los cielos en cuerpo y en alma, es imagen y principio de la Iglesia que habrá de tener su cumplimiento en la vida futura, así en la tierra precede con su luz al peregrinante Pueblo de Dios como signo de esperanza cierta y de consuelo, hasta que llegue el día del Señor" (LG 68).

     Quien vive en esta tesitura de vida nueva no cae en la trampa de la agresividad, de la desesperación, del pesimismo y de la huida. La vida es camino de bodas, para compartir la suerte de Cristo, muerto y resucitado. La realidad se afronta para cambiarla en participación del misterio pascual. La vida y la muerte del creyente se hacen "complemento" de Cristo, vencedor del pecado y de la muerte: "Ninguno de nosotros vive para sí mismo ni muere para sí mismo; si vivimos, vivimos para el Señor; y si morimos, morimos para el Señor. Así, pues, tanto si vivimos como si morimos, somos del Señor. Para esto murió y resucitó Cristo: para ser Señor de vivos y muertos" (Rom 14,7-9).

     No hay victoria sobre el mal si no se convierte la vida en donación. En la actualidad, nuestra vida está entretejida de momentos de Belén, Nazaret, Getsemaní, Calvario y sepulcro vacío. Pero eso no es más que el reverso (lleno de hilachas) de un tapiz maravilloso que ahora ya se está tejiendo. La verdadera cara del tapiz aparecerá al final de este período de nuestra historia terrena. Nuestra sorpresa será grande cuando descubriremos que esta transformación la ha realizado Cristo con nosotros y en nosotros. Lo que llamamos vida del "más allá" sigue siendo don de Dios, que hace posible nuestra respuesta libre y generosa. El hogar de un cielo nuevo y de una tierra nueva lo construimos ahora entre todos. Pero todavía faltan muchos hermanos en la construcción de este hogar común, que ya debe comenzar aquí y ahora.

     La dimensión esponsal de la vida da pleno sentido a la historia personal y comunitaria. "Ya viene el esposo; salid a su encuentro" (Mt 25,6). Nos invitan a las bodas. La invitación viene del amor de Cristo Esposo: "Nos amó y nos lavó de nuestros pecados con su sangre" (Apoc 1,5); "Estoy llamando a la puerta; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo" (Apoc 3,20).

     La venida de Cristo Esposo acontece en todo momento. Hay que despertar de nuestros sueños engañosos y salir de nuestro sonambulismo. Salir del propio egoísmo es encontrar el verdadero "yo", que fue creado y amado en Cristo para ser definitivamente con él imagen de Dios Amor. Hay que recobrar nuestro rostro primitivo y redescubrir en el rostro de cada hermano esa imagen maravillosa que refleja el amor entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo: "Cuando Cristo, vuestra vida, aparezca, entonces también vosotros apareceréis gloriosos con él" (Col 3,3).

     Cada momento de nuestra vida terrena suena a eternidad. El tiempo presente se convierte en definitivo, por el hecho de ser salvador por Cristo y convertido en vida eterna. Hacer cálculos de "tiempo" sobre una venida de Cristo (el año mil o el dos mil) equivale a fabricar fantasmas imaginarios. Cristo "ya" viene ahora, en cada momento, para ayudarnos a transformar la historia en eternidad. Un día, cuando venga el Señor definitivamente en "la resurrección de los muertos", aparecerá esta historia maravillosa construida por el amor. Es aquí y ahora que se decide nuestro futuro personal y comunitario: "Estoy a punto de llegar con mi recompensa y voy a dar a cada uno según sus obras. Yo soy el Alfa y la Omega, el primero y el último, el principio y el fin" (Apoc 22,12-13).

 

                       MEDITACION BIBLICA

 

- El deseo de ver a Dios:

 

     "¡Oh Dios! Tú eres mi Dios; a ti te busco solícito; sedienta de ti está mi alma; mi carne languidece por ti; como tierra árida, sedienta, sin agua" (Sal 62,2); "¿cuándo entraré a ver el rostro de mi Dios?" (Sal 41,3).

 

     "Ahora vemos por medio de un espejo y oscuramente; un día veremos cara a cara. Ahora conozco imperfectamente, entonces conoceré como Dios mismo se conoce" (1Cor 13,12).

 

     "Seremos semejantes a él, porque le veremos tal como es" (1Jn 3,2).

 

- Cristo en nuestro caminar:

 

     "Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí..., quien me ve a mí, ve al Padre" (Jn 14,6.9).

 

     "Voy a prepararos lugar; una vez que me haya ido y os haya preparado el lugar, volveré y os llevaré conmigo, para que podáis estar donde voy a estar yo" (Jn 14,2-3).

 

     "Si alguien quiere servirme, que me siga; y donde estoy yo, allí estará también mi servidor" (Jn 12,26; cf. 14,2-3).

 

     "Quien me ve a mí, ve al Padre" (Jn 14,9; cf. Jn 12,45)

 

     "Este es mi Hijo muy amado; escuchadle" (Mt 17,5).

 

- María en la comunidad eclesial peregrina:

 

     "Una gran señal apareció en el cielo: una mujer vestida de sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza" (Apoc 12,1).

 

     "Levantará un signo en medio de las naciones" (Is 11,12; SC 2).

 

- Esperanza cristiana:

 

     "La esperanza no deja confundido" (Rom 5,5).

 

     "Jesucristo, nuestra esperanza" (1Tim 1,1).

 

     "Jesucristo es el mismo, ayer, hoy y siempre" (Heb 13,8).

 

     "Hasta que despunte el día y el lucero matutino se alce en vuestros corazones" (2Pe 1,19).

 

     "Porque ya estamos salvados, aunque sólo en esperanza..., pero si esperamos lo que no vemos, estamos ejercitando la paciencia" (Rom 8,24-25).

 

     "Esperamos la adopción (definitiva) de hijos de Dios, la redención de nuestro cuerpo" (Rom 8,22-23).

 

- Hacia el encuentro definitivo con Cristo:

 

     "Todos nosotros, con el rostro descubierto reverberando como espejos la gloria del Señor, nos vamos transfigurando en la misma imagen de gloria en gloria, conforme a como obra el Espíritu del Señor" (2Cor 3,18).

 

     "Dios que ha dicho: brille la luz de entre las tinieblas, es quien ha encendido esta luz en nuestros corazones, para que irradiásemos el conocimiento de la gloria de Dios, que reverbera en la faz de Cristo Jesús" (2Cor 4,6).

 

     "Hemos visto su gloria, la gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad" (Jn 1,14).

 

     "Queremos ver a Jesús" (Jn 12,21).

 

     "Cantaban un cántico nuevo delante del trono... Un cántico que nadie podía aprender... Estos son los que siguen al Cordero a dondequiera que va" (Apoc 14,3-4).

 

     "Y si somos hijos, también herederos: herederos de Dios, coherederos de Cristo; si ahora padecemos con él, seremos glorificados con él" (Rom 8,15-17).

 

- La venida de Cristo Esposo:

 

     "Ninguno de nosotros vive para sí mismo ni muere para sí mismo; si vivimos, vivimos para el Señor; y si morimos, morimos para el Señor. Así, pues, tanto si vivimos como si morimos, somos del Señor. Para esto murió y resucitó Cristo: para ser Señor de vivos y muertos" (Rom 14,7-9).

 

     "Ya viene el esposo; salid a su encuentro" (Mt 25,6).

 

     "Nos amó y nos lavó de nuestros pecados con su sangre" (Apoc 1,5).

 

     "Cuando Cristo, vuestra vida, aparezca, entonces también vosotros apareceréis gloriosos con él" (Col 3,3).

 

     "Estoy a punto de llegar con mi recompensa y voy a dar a cada uno según sus obras. Yo soy el Alfa y la Omega, el primero y el último, el principio y el fin" (Apoc 22,12-13).

 

     "El Espíritu y la esposa dicen: Ven...¡Ven, Señor Jesús!" (Apoc 22,17.20).

 

- En la comunidad eucarística:

 

     "¿Podéis beber la copa que yo he de beber? (Mc 10,38).

 

     "Esta es la copa de la nueva Alianza, sellada con mi sangre, que se derrama por vosotros" (Lc 22,19-20).

 

     "Siempre que coméis de este pan y bebéis de este cáliz, anunciáis la muerte del Señor, hasta que él vuelva" (1Cor 11,26).

 

     "Estoy llamando a la puerta; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo" (Apoc 3,20).

 

- Hacia un nuevo cielo y una nueva tierra:

 

     "Vi un cielo nuevo y tierra nueva" (Apoc 21,1)

 

     "Nosotros esperamos, según la promesa de Dios, unos cielos nuevos y una nueva tierra, en los que habite la justicia" (2Pe 3,13).

 

     "Que el Dios de la paz os haga llevar la vida que corresponde a auténticos creyentes; que todo vuestro ser -espíritu, alma y cuerpo- se conserve irreprochable para la venida de nuestro Señor Jesucristo" (1Tes 5,23).

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