Lunes, 11 Abril 2022 11:00

Juan Esquerda Bifet LOS SIGNOS DEL ENCUENTRO

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                              Juan Esquerda Bifet

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                           LOS SIGNOS DEL ENCUENTRO


                                    INDICE

 

Documentos y siglas

 

Introducción: Los signos del encuentro con Cristo

 

I. Huellas vivas de Cristo resucitado

      1. Presencia activa

      2. Iglesia: comunidad de signos y de servidores

      3. Encuentro vivencial y transformante

      4. Hacia el encuentro pleno y definitivo

      Meditación bíblica

 

II. Los signos de la vida nueva

      1. Un nuevo nacimiento

      2. Madurez en el Espíritu

      3. Pan partido y donación plena

      Meditación bíblica

 

III. Los signos de la recuperación

      1. Conversión y reconciliación

      2. La salud para servir

      3. Compartir la Pascua de Cristo

      Meditación bíblica

 

IV. Los signos de la misión

      1. Iglesia, comunión misionera

      2. Familia cristiana en el mundo

      3. Los servidores del Pueblo de Dios

      Meditación bíblica

 

V. El signo levantado ante los pueblos

      1. Iglesia sacramental y santa

      2. El evangelio escrito en la vida

      3. Comunidad de fe: adhesión personal comprometida

      Meditación bíblica

 

Conclusión: Las huellas de Cristo en nuestro caminar

 

Orientación bibliográfica


Documentos y siglas

 

AA    Apostolican Actuositatem (C. Vaticano II, sobre el apostolado de los laicos).

AG    Ad Gentes (C. Vaticano II, sobre la actividad misionera).

CA    Centesimus Annus (Encíclica de Juan Pablo II, en el centenario de la "Rerum novarum", sobre la doctrina social de la Iglesia: 1991).

CEC   Catechismus Ecclesiae Catholicae (Catecismo "universal", 1992).

CFL   Christifideles Laici (Exhortación apostólica de Juan Pablo II, sobre la vocación y misión de los laicos: 1988)

DM    Dives in Misericordia (Encíclica de Juan Pablo II, sobre la misericordia: 1980).

DEV   Dominum et Vivificantem (Encíclica de Juan Pablo II, sobre el Espíritu Santo: 1986).

DV    Dei Verbum (C. Vaticano II, sobre la revelación).

EN    Evangelii Nuntiandi (Exhortación Apostólica de Pablo VI, sobre la evangelización: 1975).

ET    Evangelii Testificatio (Exhortación Apostólica de Pablo VI, sobre la vida consagrada: 1971).

EV    Evangelium Vitae (Encíclica de Juan Pablo II, sobre el valor de la vida humana: 1995).

FC    Familiaris Consortio (Exhortación Apostólica de Juan Pablo II, sobre la familia: 1981).

GS    Gaudium et Spes (C. Vaticano II, sobre la Iglesia en el mundo).

LE    Laborem Exercens (Encíclica de Juan Pablo II, sobre el trabajo: 1981).

LG    Lumen Gentium     (C. Vaticano II, sobre la Iglesia).

MC    Marialis Cultus (Exhortación apostólica de Pablo VI, sobre el culto y devoción mariana: 1974).

MD    Mulieris Dignitatem (Carta Apostólica de Juan Pablo II, sobre la dignidad y la vocación de la mujer: 1988).

MR    Mutuae Relationes (Directrices de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada: 1978).

OT    Optatam Totius (C. VAticano II, sobre la formación para el sacerdocio).

PC    Perfectae Caritatis (C. Vaticano II, sobre la vida religiosa).

PDV   Pastores Dabo Vobis (Exhortación Apostólica postsinodal de Juan Pablo II sobre la formación de los sacerdotes: 1992).

PM    Provida Mater (Constitución Apostólica de Pío XII, sobre los Institutos Seculares: 1947).

PO    Presbyterorum Ordinis (C. Vaticano II, sobre los presbíteros).

PP    Populorum Progressio  (Encíclica de Pablo VI sobre cuestiones sociales: 1967).

RC    Redemptoris Custos (Exhortación Apostólica de Juan Pablo II, sobre la figura y la misión de San José: 1989).

RD    Redemptionis Donum (Exhortación Apostólica de Juan Pablo II, sobre la vida consagrada: 1984).

RH    Redemptor Hominis (Primera encíclica de Juan Pablo II: 1979).

RM    Redemptoris Mater (Encíclica de Juan Pablo II, sobre el Año Mariano: 1987).

RMi   Redemptoris Missio (Encíclica de Juan Pablo II, sobre el mandato misionero: 1990).

SC    Sacrosantum Concilium (C. Vaticano II, sobre la liturgia).

SD    Salvifici Doloris (Exhortación Apostólica de Juan Pablo II, sobre el sufrimiento: 1984).

SDV   Summi Dei Verbum (Carta Apostólica de Pablo VI, sobre la vocación: 1963).

SRS   Sollicitudo Rei Socialis (Encíclica de Juan Pablo II, sobre la cuestión social: 1987).

TMA   Tertio Millennio Adveniente (Carta Apostólica de Juan Pablo II como preparación del Jubileo del año 2000).

UUS   Ut Unum Sint (Encíclica de Juan Pablo II, sobre el empeño ecuménico: 1995).

VS    Veritatis Splendor (Encíclica de Juan Pablo II, sobre la doctrina moral de la Iglesia: 1993).


INTRODUCCION: Los signos del encuentro con Cristo

 

      En nuestra comunidad de creyentes, Cristo ha dejado huellas vivas de su presencia, a modo de signos de un encuentro que transforma la vida humana en vida verdadera y eterna. ¿Por qué?

 

      Nuestra existencia es un ensamblado de relaciones que tienen lugar a partir de un encuentro. Efectivamente, nos encontramos con las cosas que nos rodean y con las personas que se cruzan en nuestro camino. Y de ahí brotan unas preferencias y condicionamientos respecto a objetos concretos y a personas de nuestro ambiente. No hay nadie que no esté relacionado por lazos de convivencia, amistad y familia. Todos necesitamos sentirnos amados y poder amar.

 

      En estas coordinadas del espacio y del tiempo de nuestra vida, se ha insertado Cristo, desde el día de su concepción en el seno de María: "el Verbo habitó entre nosotros" (Jn 1,14), estableciendo su tienda de caminante en medio nuestro. La obra redentora de Jesús, que se fue desenvolviendo por cercanía, predicación, sanación y perdón, culminó en su misterio pascual de muerte y resurrección.

 

      Con gestos y palabras, se hizo encontradizo con todos, para relacionarse con cada ser humano, comunicando una vida nueva: "he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia" (Jn 10,10). Esta presencia activa y salvífica sigue siendo una realidad hoy.

 

      La obra salvífica de Jesús continúa con sus mismos gestos y sus mismas palabras. A esos gestos y palabras les llamamos "sacramentos", porque son signos eficaces, portadores de una presencia y de una acción salvífica de Cristo. De hecho son un encuentro relacional con él, que se inserta en nuestro caminar concreto para salvarlo y trascenderlo. Nuestro "tiempo" pasa a ser "plenitud", participando de su misma vida eterna y definitiva.

 

      Estos signos del encuentro son como huellas vivas de su presencia de resucitado, que es presencia operante y cumplimiento de su promesa: "voy y vuelvo" (Jn 14,2-3). El encuentro de esta vida no es definitivo, sino sólo un punto de partida para un encuentro de plenitud.

 

      Cada sacramento, como signo peculiar de este encuentro, nos dispara hacia la relación profunda y la transformación plena. Son signos de contemplación y perfección, que un día nos llevarán a la visión y encuentro definitivo. Mientras tanto, se nos hacen signos de misión, porque Cristo los ha instituido por nosotros y "por todos" (Mc 10,45).

 

      Los sacramentos no son signos mágicos, precisamente porque son portadores de la presencia activa de Cristo resucitado: "estaré con vosotros" (Mt 28,20). No somos nosotros los que conquistamos un poder por medio de unos ritos, sino que es él quien se nos acerca para un encuentro relacional y salvífico. Porque él "ha venido para buscar y salvar lo que estaba perdido" (Lc 19,10).

 

      Es el mismo Jesús el gran signo del encuentro, del que proceden los demás, a modo de actualización y presencialización de su misterio de encarnación y redención. Y esos signos constituyen su comunidad eclesial, como familia de servidores ("ministros") de esos mismos signos de encuentro y de salvación universal. "Para que los hombres puedan realizar este encuentro con Cristo, Dios ha querido su Iglesia. En efecto, ella desea servir solamente para este fin, que todo hombre pueda encontrar a Cristo, de modo que Cristo pueda recorrer con cada uno el camino de la vida" (VS 7; RH 13).

 

      Para rehacer el tejido cristiano de la sociedad, hay que redescubrir esos signos del encuentro que brotan del corazón de Cristo. Un cristiano se distingue por ser una persona profundamente relacionada con él. Y a Cristo se le encuentra en esos signos eclesiales, humanamente pobres, que suscitan una fe viva a modo de "adhesión plena y sincera a Cristo y a su evangelio" (RMi 46).

 

      A partir de este encuentro relacional, ya es posible construir una vida cristiana auténticamente "moral", que "consiste fundamentalmente en el seguimiento de Jesucristo, en el abandonarse a él, en el dejarse transformar por su gracia y ser renovados por su misericordia, que se alcanza en la vid de comunión de su Iglesia" (VS 119).

 

      El Señor se nos ha insertado e inculturado en nuestro mismo ambiente histórico y cultural. Los sacramentos son la "inculturación" de sus misterio en nuestra vida. De nuestras mismas circunstancias y espacios vitales, ha entretejido sus signos de salvación: nacemos, vivimos, caminamos, respiramos, morimos y pasamos al más allá, en él, con él y por él. Este encuentro se nos hace celebración comunitaria de los mismos misterios del Señor.

 

      Cuando le encontramos en la eucaristía y en su palabra viva, entonces descubrimos el hilo conductor de todos los signos sacramentales. Se nos hace encontradizo, como "pan de vida" (Jn 6,35.48), en todas las etapas de nuestro caminar terreno, de camino hacia "el cielo nuevo y la tierra nueva" (Apoc 21,1).

 

      Mientras tanto, a los que hemos comenzado a encontrar a Cristo, se nos recuerda que esos signos los instituyó él para toda la humanidad. La misión consiste en hacer que todos los pueblos gocen de los signos del encuentro con Cristo resucitado, el único Salvador, "camino verdad y vida" (Jn 14,6).

 

      La Iglesia, como María, es invitada a compartir "la hora" de la redención de Cristo, que sigue comunicando el vino nuevo y el "agua viva" por medio de los signos del encuentro. María y la Iglesia son "la mujer" asociada esponsalmente a esa historia de gracia, como "torrentes de agua viva" para toda la humanidad sedienta (Jn 7,37-39; 19, 25-37).

 

      A Jesús le exigieron y le siguen exigiendo signos aparatosos de su presencia salvífica y mesiánica. Pero él no se doblega a esas exigencias tontas. Sus signos son sencillos y pobres, como "la hermana agua" y el signo del hermano. El mismo se ha hecho "signo de Jonás" (Mt 12,39), es decir, se ha quedado bajo los signos pobres de Belén, Nazaret, Calvario y sepulcro vacío, para hacernos partícipes de su resurrección. Ahora sus signos eclesiales tienen esta misma cualidad. Solamente le encontrará quien se decida a perderlo todo para vivir su misma vida: "una vida escondida con Cristo en Dios" (Col 3,3).

 

      En los sacramentos aparece toda la dinámica del misterio de la encarnación y de la redención: "si Dios va en busca del hombre, creado a su imagen y semejanza, lo hace porque lo ama eternamente en el Verbo y en Cristo lo quiere elevar a la dignidad de hijo adoptivo... El Hijo de Dios se ha hecho hombre, asumiendo un cuerpo y un alma en el seno de la Virgen, precisamente por esto: para hacer de sí el perfecto sacrificio redentor... El Espíritu Santo, que el Padre envió en el nombre del Hijo, hace que el hombre participe de la vida íntima de Dios; hace que el hombre sea también hijo, a semejanza de Cristo, y heredero de aquellos bienes que constituyen la parte del Hijo (cfr. Gal 4,7)" (TMA 7-8).


I.

 

HUELLAS VIVAS DE CRISTO RESUCITADO

 

 

 

 

      1. Presencia activa

      2. Iglesia: comunidad de signos y de servidores

      3. Encuentro vivencial y transformante

      4. Hacia el encuentro pleno y definitivo

      Meditación bíblica


1. Presencia activa

 

      La presencia de Jesús en nuestro mundo, durante su vida mortal, se resume en pocas palabras: "pasó haciendo el bien" (Act 10,30). Todos buscaban "tocarle" para quedar "curados" (Mt 14,16). Su cercanía, sus palabras y sus gestos comunicaban paz, perdón, salvación, reconciliación. Cristo "está presente (en su Iglesia) con su virtud en los sacramentos" (SC 7).

 

      Aquel paso terreno y temporal de Jesús fue fugaz, apenas de 33 años. Pero desde entonces, nuestro mundo ha quedado marcado con sus huellas. Porque, después de morir y resucitar, vive presente entre nosotros por medio de unos signos instituidos por él. Esta presencia verdadera es activa y salvífica: "estaré con vosotros" (Mt 28,20).

 

      La palabra "sacramento" indica una acción sagrada, como signo portador de gracia. "El sacramento pertenece al género del signo" (Santo Tomás). De hecho, es un signo que hace presente el "misterio" de Cristo. Lo "íntimo" de Dios Amor se nos ha comunicado por medio del Señor (Ef 3,4; Col 4,3; 1Tim 3,16).

 

      Jesús mismo es el "sacramento" o signo eficaz, original y fontal, del que deriva la eficacia de todos los signos sacramentales y eclesiales. "Cristo es la fuente y fundamento de los sacramentos" (CEC 1121). Se puede decir que la vida de Cristo se prolonga en ellos: "lo que era visible en nuestro Salvador ha pasado a sus misterios" (San León Magno). Sus palabras y gestos siguen presentes y eficaces en nuestra historia.

 

      En los sacramentos nos encontramos con la misma humanidad vivificante de Cristo. "Los sacramentos, como fuerzas que brotan del Cuerpo de Cristo, siempre vivo y vivificante, y como acciones del Espíritu Santo que actúa en su Cuerpo que es la Iglesia, son las obras maestras de Dios en la nueva y eterna alianza" (CEC 1116).

 

      El Señor ha querido quedarse en la comunidad eclesial bajo signos portadores de su presencia y de su acción redentora. Podemos "tocar" al mismo Cristo, escuchar sus palabras y experimentar su cercanía. Los signos sacramentales están constituidos por gestos y palabras, que son la prolongación del mismo Cristo.

 

      Los sacramentos son, pues, portadores del mismo Jesús. "No hay otro sacramento de Dios, sino Cristo" (San Agustín). El Señor, que es "el esplendor de la gloria del Padre" (Heb 1,3) y "la imagen de Dios invisible" (Col 1,15), nos manifiesta y comunica todo el misterio de Dios Amor. Al "verle" y encontrarle, vemos y encontramos al Padre y al Espíritu Santo (Jn 14,9). Y en cada signo sacramental, Cristo se transfigura, como en el Tabor, para dejar oír la voz del Padre: "éste es mi Hijo amado, escuchadle" (Mt 17,5). La "nube" de la fe se hace "luminosa" y salvífica a la vez (ibídem).

 

      Esos signos salvíficos, portadores del "agua viva", son fruto de la encarnación y redención. "Salieron del costado de Cristo" (Santo Tomás). La humanidad de Cristo resucitado presente sigue siendo fuente de nuestra salvación. "La virtud salvadora deriva de la divinidad de Cristo a los sacramentos, por medio de su humanidad" (Santo Tomás). El es el autor de los sacramentos y sigue siendo su agente salvífico enviando su Espíritu. Su humanidad vivificante es el primer sacramento y el resumen de todos ellos, porque es el "instrumento unido" a su divinidad.

 

      El evangelio de Juan nos invita a "ver a Jesús" (Jn 12,21) más allá de la superficie, en la manifestación de "su gloria" por medio de "signos". El mismo Juan nos describe su actitud de fe: "lo que hemos visto y oído... el Verbo de la vida" (1Jn 1,1ss). En la cercanía sacramental de Cristo, que es el Verbo encarnado obrando por medio de signos, también nosotros podemos "ver su gloria" (Jn 1,14) y "creer en él" (Jn 2,11).

 

      En cada uno de los sacramentos, Jesús se manifiesta y comunica de modo peculiar. Sus palabras y sus gestos indican su presencia activa de resucitado. El misterio pascual se hace presente y operante, y se nos comunica por el anuncio (las palabras) y por los gestos. Es un anuncio que se hace donación y comunicación. Por esto, el encuentro sacramental con Cristo es vivificante y transformador.

 

      Nos encontramos con la misma humanidad de Cristo que se prolonga en el tiempo. Propiamente es él quien sale al encuentro para salvarnos en nuestras circunstancias concretas. "Se ha manifestado la bondad de Dios nuestro Salvador y su amor a los hombres" (Tit 3,4).

 

      Lo que Cristo hizo antes de la Pascua, se realiza ahora en los sacramentos, como fruto de la misma Pascua. Cristo sigue operando en su Iglesia, como a través de un conjunto de signos sacramentales que tienen en él su origen y su fuente de vitalidad. Los sacramentos hacen posible el encuentro con Cristo vivo.

 

      La eficacia del encuentro sacramental deriva del hecho de tratarse de actos realizados ahora por el mismo Cristo. Porque "es Cristo quien bautiza" (San Agustín). Con sus palabras y sus gestos prolonga sus misterios en nuestro tiempo y espacio.

 

      La presencia activa de Jesús resucitado es una realidad vivificante. El acompaña a cada creyente por las diversas etapas del camino de la vida. Es presencia relacional y transformadora, como de una "vid" que vivifica a sus "sarmientos" (Jn 15,5). La "inserción" en él, por el bautismo (Rom 6,5) constituye la primera etapa de este camino donde la presencia de Jesús hace "arder el corazón" (Lc 24,32).

 

      Las palabras de Jesús siguen siendo "espíritu y vida" (Jn 6,63). Al realizar los mismos gestos de Jesús por la celebración sacramental, las palabras indican una presencia suya que quiere hacerse encuentro interpersonal y transformante: "en mí permanece y yo en él" (Jn 6,56); "permaneced en mí y yo en vosotros" (Jn 15,4). Este encuentro tiende a ser permanente y de donación plena: "permaneced en mi amor" (Jn 15,9).

 

      La presencia de Cristo en las bodas de Caná, en la noche del diálogo con Nicodemo, en las idas y venidas de la samaritana hacia la fuente y en la vida de cada ser humano necesitado de perdón y de salvación, es una presencia del Buen Pastor que "conoce" amando a sus ovejas, que las guía, defiende y busca, y que "da la vida" por ellas (Jn 10).

 

      Los sacramentos indican que la presencia salvífica de Jesús es para toda la comunidad y para cada uno en particular. La "compasión" de Jesús ante una muchedumbre (Mt 14,14; 15,32) es la misma que deja sentir ante cada leproso, ciego y marginado (Mc 1,41; Mt 20,34; Lc 7,13). El pan partido por Jesús llega a cada uno de los que forman la multitud hambrienta en el desierto (Mt 14,13-21).

 

      Esa presencia activa de Cristo en los sacramentos, y de modo especial en la eucaristía, solamente se capta por la fe. Encontrar a Cristo es un don de Dios (Jn 6,44; Lc 10,22). Sólo quien está dispuesto a admitir con el corazón las palabras de Cristo como "palabras de vida eterna" (Jn 6,68), será capaz de encontrarle en los signos pobres de la Iglesia y en medio de las tempestades de la vida: "soy yo, no temáis" (Jn 6,20); "estaré con vosotros" (Mt 28,20).

 

2. Iglesia: comunidad de signos y de servidores

 

      Jesús resucitado se ha quedado presente en medio de su comunidad de creyentes. A esa comunidad "convocada" por él, la llama cariñosamente "mi Iglesia" (Mt 16,18). Los que se reunen "en su nombre" se hacen signos portadores de su presencia activa: "allí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18,20). Es en esa comunidad de "hermanos" (Mt 12,49), donde Cristo se hace presente con sus palabras y sus gestos salvíficos. Es una comunidad materna, a ejemplo de María, porque recibe a Cristo para transmitirle a la humanidad entera.

 

      La comunidad eclesial está integrada por signos "sacramentales" instituidos por Jesús y también por servidores ("ministros") de estos mismos signos. Cada cristiano, según su propia vocación y carismas recibidos, es profeta, sacerdote y rey, en relación con los signos sacramentales. Son signos acompañados por el anuncio evangélico (profetismo), la donación sacrificial y amorosa (sacerdocio) y el compromiso de extender el Reino de Cristo (realeza). Todo creyente forma parte de los signos sacramentales de Cristo, porque la Iglesia es una comunidad profética, sacerdotal y real.

 

      La Iglesia es, pues, toda ella "sacramento", es decir, un conjunto de signos eficaces de la presencia salvífica de Cristo. De este modo actúa en el mundo como "signo o instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano" (LG 1). Cuando la Iglesia se renueva y purifica, "avanzando por la senda de la penitencia y de la renovación" (LG 8), entonces se hace signo claro, transparente y portador de Cristo para todos los pueblos.

 

      Esta sacramentalidad santificadora y evangelizadora de la Iglesia tiene lugar en cada creyente que se dispone al encuentro sacramental con Cristo y al servicio sacramental del mismo Cristo. Por esto, en la Iglesia todo lo que no sea servicio y todo lo que no suene a caridad, es caduco y, por tanto, está llamado a desaparecer (1Cor 12-13). "La Iglesia es el gran sacramento de la comunión" (CEC 1108), como expresión de la comunión trinitaria de Dios Amor.

 

      La Iglesia vive su sacramentalidad especialmente en las celebraciones litúrgicas. La "comunicación de los frutos del misterio pascual de Cristo" tiene lugar principalmente "en la celebración de la liturgia sacramental de la Iglesia" (CEC 1076). Así se actualizan los designios divinos, como dispensación o "economía sacramental". La vida litúrgica "gira en torno al sacrificio y a los sacramentos" (CEC 1086).

 

      Los misterios de Cristo se hacen presentes y operantes por medio de los signos sacramentales de la Iglesia. Estos signos son, pues, un camino "para encontrar al Señor" (CEC 1098). Mientras se "recuerdan" y actualizan los misterios de Cristo, el Espíritu Santo se comunica a los creyentes, haciéndoles participar en la misma vida del Señor. Por esto, la celebración litúrgica, especialmente sacramental, es "anámnesis" (memoria) y "epíclesis" (invocación del Espíritu Santo).

 

      Es todo el Cuerpo Místico de Cristo, cabeza y miembros, como "Cristo total", quien sigue actualizando y celebrando los misterios de la redención. Los signos y símbolos que se usan en la celebración litúrgica y sacramental indican la encarnación del Verbo en nuestras circunstancias, como asumiendo toda la creación y toda la historia, con su conjunto de valores culturales, para hacerlos pasar a una nueva creación. Las palabras y los gestos, las imágenes y las expresiones, los lugares y los tiempos, quedan asumidos por la humanidad de Cristo que se prolonga en la Iglesia.

 

      Todos estos signos, por la presencia activa de Cristo y el ministerio de la Iglesia, pasan a ser signos eficaces de la nueva alianza sellada con la sangre de Cristo Redentor. "la Iglesia de los bautizados es el misterio-sacramento de la nueva alianza" (San Agustín).

 

      La Iglesia es "el sacramento de la acción de Cristo que actúa en ella gracias a la misión del Espíritu" (CEC 1118). Cada uno de los siete sacramentos es una concretización peculiar de esta sacramentalidad eclesial, puesto que "existen por ella y para ella" (ibídem). Según San Agustín y Santo Tomás, "los sacramentos constituyen la Iglesia". La sacramentalidad de la Iglesia se expresa principalmente por la palabra anunciada, los sacramentos celebrados y la caridad practicada.

 

      Por ser la Iglesia, en Cristo, "como un sacramento" (LG 1), toda su estructura es sacramental, a modo de prolongación de la humanidad de Cristo en el tiempo. Por esto, en esa estructura eclesial actúa el mismo Espíritu que consagró y envió a Cristo para evangelizar a los pobres (Lc 4,18). Toda la Iglesia es instrumento vivo de la humanidad de Cristo, vivificada por el Espíritu Santo. Por esto, en la Iglesia, "la vida de Cristo se comunica a los creyentes, que se unen misteriosa y realmente a Cristo, paciente y glorifica­do, por medio de los sacramentos" (LG 7).

 

      La Iglesia es toda sacramental, como signo portador de Cristo, en el anuncio, la celebración y el servicio de caridad. Los sacramentos son la autorealización de la Iglesia. Su ser sacramental se manifiesta en las diversas situaciones humanas. Por esto, los sacramentos incorporan a la Iglesia (bautismo), comunican la misión (confirmación, orden), reconcilian con la comunidad (penitencia), realizan la Iglesia doméstica (matrimonio), transforman la vida en donación solidaria y sacrificial (eucaristía), sanan y unen a los sufrimientos del Cristo total (unción de los enfermos).

 

      El cristiano que "sirve" estos signos, es decir, el "ministro" del sacramento, se convierte en el "vínculo sacramental que une la acción litúrgica a lo que dijeron y realizaron los Apóstoles, y, por ellos, a lo que dijo y realizó Cristo, fuente y fundamento de los sacramentos" (CEC 1121). Los ministros o servidores de los sacramentos son "dispensadores de los misterios de Dios" (1Cor 4,1). La eficacia salvífica viene de Cristo, por medio de sus instrumentos vivos. Por esto, los ministros obran en nombre de Cristo, deben tener la intención de hacer lo que hace el Señor en su Iglesia y están llamados a dar testimonio en sus vidas de lo que ellos mismos realizan.

 

      La celebración litúrgica, principalmente en los sacramentos, es "la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza" (SC 10). La liturgia gira en torno al misterio pascual, anunciado, celebrado y comunicado. Es, pues, "la obra de Cristo Sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia" (SC 7).

 

      La Iglesia se hace "signo levantado en medio de las naciones" (SC 2; Is 11,12), principalmente cuando anuncia, vive y celebra los misterios de Cristo. Por esto, no puede haber evangelización si no se apunta a la celebración sacramental. El signo evangelizador de la caridad (Jn 13,34-35) aparece en la comunidad eclesial, que vive la donación y solidaridad fraterna como fruto de la celebración eucarística. La fecundidad materna y evangelizadora de la Iglesia depende de su sacramentalidad.

 

      Al "recordar" celebrando los misterios de Cristo, se aprende el mensaje evangélico, se agradece la salvación y se transforma la propia vida haciéndola más insertada y comprometida. "Por tanto, la liturgia de los sacramentos y de los sacramentales hace que, en los fieles bien dispuestos, casi todos los actos de la vida sean santificados por la gracia divina que emana del misterio pascual de la pasión, muerte y resurrección de Cristo, del cual todos los sacramentos y sacramentales reciben su poder, y hace también que el uso honesto de las cosas materiales pueda ordenarse a la santificación del hombre y a la alabanza de Dios" (SC 61).

 

      Los sacramentos son acciones salvíficas por las que Cristo edifica su Iglesia y por las que comunica su vida divina a toda la humanidad. Por esto, en los sacramentos se manifiestan los valores esenciales de la Iglesia: ser signo transparente y portador de Cristo para todo corazón humano. La voluntad salvífica universal de Cristo se realiza por medio de la Iglesia y, más concretamente, por medio de los sacramentos. Estos, aunque celebrados por los cristianos, son ya patrimonio de toda la humanidad.

 

      El ministro y el receptor del sacramentos son portadores de una acción eclesial en la que se hace presente Cristo. La eficacia proviene del Señor, a condición de que se prolongue su palabra y sus gestos con la intención de hacer lo que hace la Iglesia. Esta eficacia, por la realización correcta de los signos ("ex opere operato"), no ahorra las exigencias de fe y coherencia por parte del ministro y de los que reciben los sacramentos. La validez no exime de la idoneidad.

 

      Toda la sacramentalidad de la Iglesia es fruto de los amores de Cristo (Ef 5,25ss). "Del costado de Cristo dormido en la cruz, nació el sacramento admirable de la Iglesia entera" (SC 5). Toda su razón de ser consiste en expresar a Cristo, por los sacramentos propiamente dichos (como signos instituidos por Cristo) y por los signos sencillos de la vida cotidiana de la Iglesia ("sacramentales"): bendiciones, oraciones, devociones, celebraciones, peregrinaciones, reuniones comunitarias, servicios de caridad...

 

      En la celebración de los sacramentos se aprende que "todo es gracia", porque toda la vida humana está polarizada por la presencia activa y salvífica de Cristo resucitado, que hace de toda su Iglesia una expresión y un instrumento vivo de su humanidad vivificante. Entramos en un humanismo integral, donde todo lo humano se orienta hacia Cristo para participar de su misma realidad gloriosa.

 

3. Encuentro vivencial y transformante

 

      Los sacramentos no son un rito mágico ni tienen que reducirse a un acto rutinario. Son más bien un espacio vital para un encuentro personal con Cristo, que transforma toda nuestro existir. Los encuentros narrados en el evangelio acontecen de nuevo. No son nuevas relaciones de sociedad, sino "nuevo nacimiento" (Jn 3,5), comunicación del "agua viva" del Espíritu (Jn 4,10; 7,37-39), sanación desde la raíz del pecado (Jn 5,14), instrumento de "vida eterna" (Jn 6,47), iluminación (Jn 8,12; 9,5), vida verdadera y abundante (Jn 10,10).

 

      Las gracias y dones del Espíritu, que Cristo comunica por medio de sus sacramentos, son para configurarse con el mismo Cristo y para entablar una relación personal, transformante y permanente con él. Cada sacramento comunica estas gracias de modo peculiar. El bautismo, la confirmación y el orden, comunican, además, un sello ("carácter"), que es don permanente e imborrable del Espíritu. Entonces el corazón humano queda marcado con sello de amor y de pertenencia total a Cristo y a sus planes salvíficos.

 

      El don permanente del Espíritu (el "carácter") es la garantía de que no sólo somos llamados a la santidad como participación de la misma vida de Cristo, sino que podemos aspirar y llegar a una plena transformación en él (Jn 17,10). En esta vida terrena es siempre un proceso que nunca llega a la plenitud. El "carácter", según Santo Tomás, es una "potencia cultual", para hacer de la vida una oblación unidad a la oblación amorosa de Jesús al Padre (Jn 17,19).

 

      El encuentro sacramental con Cristo es aceptación, por la fe, de su persona y de su mensaje. En este encuentro se reciben los frutos o efectos de su redención. Es, pues, encuentro transformante. El sacramento es causa instrumental de gracia o de vida en Cristo. No es un simple recuerdo ni una mera ocasión para recibir esa gracia.

 

      Los sacramentos nos ayudan y acostumbran a ver a Dios invisible a través de los signos visibles de la vida humana. "Porque lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de sus obras" (Rom 1,,20). Los espacios y los tiempos de la vida que Jesús vivió, se han convertido en gestos permanentes de su presencia y de su actuar salvífico. Esos momentos fuertes del encuentro vivencial y vivificante con él, son una escuela para encontrarle en cada acontecimiento y en cada hermano.

 

      Los sacramentos son signos de reconocimiento y de reencuentro, a modo de "símbolo". El "símbolo" era un objeto dividido en dos partes, de las que se entregaba una para identificarla en un encuentro futuro. En el sacramento hay el elemento divino (la gracia) y el elemento humano (los gestos, cosas y palabras). Al celebrar los sacramentos, se realiza aquello que los gestos y palabras significan: la comunicación de la gracia o vida divina. Los misterios de la vida de Cristo se nos hacen presentes y se nos comunican de verdad.

 

      El Señor resucitado se ha querido acomodar a nuestro estilo de vida. Nosotros, para relacionarnos, necesitamos de palabras y de gestos o imágenes; necesitamos hablar y escuchar, ver y mirar. Pero esos signos de la vida son para expresar nuestra intercomunicación personal. Lo más importante del encuentro sacramental con Cristo es que él, por medio de estos signos, se nos comunica personalmente para "vivir de su misma vida" (Jn 6,57).

 

      Los signos sacramentales instituidos por Jesús son signos operativos de la Pascua. Por ellos, nos llega a nosotros el fruto de la muerte y resurrección del Señor. Son signos portadores de su presencia misericordiosa y salvífica. En este sentido, se puede decir que los signos sacramentales tienen estructura cristológica (son presencia activa de Cristo), pneumatológica (comunican el Espíritu), eclesiológica (expresan la sacramentalidad de la Iglesia), antropológico-salvífica (llegan al hombre en su situación concreta).

 

      En los sacramentos encontramos nuestra salvación en su misma fuente, que es Jesús resucitado. Son signos recordativos, porque hacen referencia al hecho histórico de la redención; son signos demostrativos, porque nos comunican la gracia salvífica; son signos prefigurativos o escatológicos, porque anticipan la vida futura.

 

      Los sacramentos son signos que estimulan la fe y comunican la gracia, porque recuerdan el misterio pascual ("anámnesis"), transforman el corazón con los dones del Espíritu Santo ("epíclesis"), son prenda de la vida futura. De modo especial y como referencia culminante, estas realidades se encuentran en la eucaristía, como "memorial de la pasión", donde "el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria venidera" (SC 47).

 

      La "gracia" que se nos comunica es la misma vida divina participada, que es vida en Cristo y vida en el Espíritu Santo. Es una donación que santifica (gracia "santificante") con matices especiales de configuración con Cristo, según el sacramento recibido (gracia "sacramental"). En algunos sacramentos (bautismo, confirmación y orden), como se ha recordado anteriormente, se comunica la gracia especial o sello permanente del Espíritu ("carácter"). La fisonomía de Cristo se nos va grabando en el corazón con el fuego del Espíritu, para que la vida concreta sea sintonía comprometida con su mismo modo de pensar, sentir y amar.

 

      Son, pues, signos portadores del Espíritu Santo y de sus dones, que deifican al hombre haciéndole "consorte de la naturaleza divina" (2Pe 1,4). Son signos eficaces por su misma naturaleza, porque se realizan en virtud de la obra salvífica de Cristo y en su nombre.

 

      El anuncio de los misterios de Cristo (por la predicación, catequesis y testimonio) lleva necesariamente a la celebración de los mismos. Sólo a partir de esta celebración será posible transformar la vida personal y comunitaria. El anuncio evangélico no pasaría de ser una teoría, si no condujera al encuentro sacramental con Cristo.

 

      La urgencia de comprometerse en la vida comunitaria y social, no sería factible sin la presencia activa y eficaz de Cristo, que ha querido quedarse en los signos sacramentales. El misterio pascual se anuncia, se celebra, se vive y se comunica a los demás, cuando la Iglesia concretiza su realidad sacramental en los signos salvíficos que llamamos sacramentos.

 

      El ser humano ha quedado restaurado en Cristo. Ya es posible recuperar el rostro primitivo del ser humano, donde se reflejaba el rostro de Dios Amor. Este proceso de recuperación es la garantía de que toda la familia humana puede llegar a estar unificada universalmente, apoyándose en la comunión divina del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

 

4. Hacia el encuentro pleno y definitivo

 

      Cuando, con su palabra y su presencia, Jesús asume nuestras cosas y nuestros gestos, no solamente los transforma en signos eficaces de su gracia, sino que los convierte en signos de un encuentro pleno y definitivo en el más allá. Por esto, los sacramentos son también signos "escatológicos", como anunciadores de un encuentro "final".

 

      De hecho, celebramos los signos sacramentales y, de modo especial, la eucaristía, "hasta que él vuelva" (1Cor 11,26). La dinámica del encuentro con Cristo es la de una búsqueda de plenitud. Al encontrarle a él resucitado y presente en sus signos eclesiales, nos invita a asumir la historia para enrolarla en la misma realidad de Cristo: "voy a mi Padre y a vuestro Padre" (Jn 20,17); "voy a prepararos lugar, y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo, estéis también vosotros" (Jn 14, 2-3).

 

      Los sacramentos, como signos de la nueva alianza, indican unas bodas que comienzan ya en este vida, pero que sólo se consumarán en el "nuevo cielo y nueva tierra" (Apoc 21,1; 2Pe 3,13). El pacto de amor (la "alianza") se ha sellado con la donación sacrificial de Cristo Esposo, con su "sangre", es decir, con su vida donada (Lc 22,20). En esta tierra, los signos de esta nueva alianza son sólo un inicio de una realidad pascual, que será plenitud "cuando llegue el reino de Dios" (Lc 22,16).

 

      La Iglesia, como "sacramento universal de salvación", y, por tanto, con toda su realidad sacramental de signo transparente y portador de Cristo, se prepara continuamente, celebrando los sacramentos, para la "parusía" o última venida de Cristo resucitado. Cada celebración sacramental y, de modo especial, cada celebración eucarística, es una "prenda de la gloria venidera" (SC 47). La sacramentalidad de la Iglesia debe enraizarse, antes de la parusía, en todas las culturas y en todos los pueblos.

 

      El dinamismo de la vida sacramental de la Iglesia es el mismo de Cristo resucitado, presente en ella, para hacer que la humanidad entera participe en los signos pascuales de la nueva alianza: "porque Cristo levantado en alto sobre la tierra atrajo hacia sí a todos los hombres (Jn 12,32); resucitando de entre los muertos (Rom., 6,9) envió a su Espíritu vivificador sobre sus discípulos y por El constituyó a su Cuerpo que es la Iglesia, como sacramento universal de salvación; estando sentado a la diestra del Padre, sin cesar actúa en el mundo para conducir a los hombre a su Iglesia y por ella unirlos a sí más estrechamente, y alimentándolos con su propio Cuerpo y Sangre hacerlos partícipes de su vida gloriosa.      Así que la restauración prometida que esperamos, ya comenzó­ en Cristo, es impulsada con la venida del Espíritu Santo y conti­núa en la Iglesia, en la cual por la fe somos instruidos también acerca del sentido de nuestra vida temporal, en tanto que con la esperanza de los bienes futuros llevamos a cabo la obra que el Padre nos ha confiado en el mundo y labramos nuestra salvación (Fil 2,12)" (LG 48).

 

      Especialmente en la celebración litúrgica y sacramental, "Cristo asocia siempre consigo a su amadísima esposa la Iglesia" (SC 7). De hecho, su presencia es una invitación a abrirse de nuevo al "primer amor" (Apoc 2,4). El esposo "llama a la puerta" e invita a "la cena" de las bodas eternas (Apoc 3,20).

 

      Los sacramentos comienzan a entenderse, siempre a la luz de la fe, cuando se viven desde los deseos profundos de Cristo. Los encuentros salvíficos de Cristo, narrados en el evangelio, son ahora realidad salvífica en las celebraciones sacramentales. Pero Cristo aspira a un encuentro definitivo con él, para hacernos partícipes de su misma "glorificación" (Jn 17,24). Así quiere compartir con nosotros su realidad de resucitado: "para que donde esté yo, estéis también vosotros" (Jn 14,3; cfr. Jn 12,26).

 

      La historia humana camina definitivamente hacia "la recapitulación de todas las cosas en Cristo" (Ef 1,10). Los misterios de Cristo, anunciados en la predicación, se hacen presentes y eficaces por la celebración. Sólo a partir del anuncio y de la celebración, es posible transformar la propia vida en vida de Cristo. Por esto, la evangelización tiene su punto culminante en la celebración del misterio pascual de Cristo (PO 5).

 

      Todo sacramento coloca a la comunidad eclesial y, por ella, a toda la comunidad humana, en la dinámica "escatológica" del encuentro definitivo con Cristo. Este encuentro comienza ya o debe comenzar en la historia presente. De aquí que la acción evangelizadora de la Iglesia tiende necesariamente a que, en cada comunidad humana, echen raíz estos signos sacramentales del encuentro. La tendencia escatológica de la misión, si es auténtica, se convierte en mayor inserción en el tiempo presente. "La espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien avivar, la preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del siglo nuevo" (GS 39).

 

      La dinámica interna del signo sacramental consiste, pues, en una relación estrecha entre el pasado, el presente y el futuro. "El sacramento es, a la vez, signo conmemorativo de la pasión de Cristo, que ya pasó; signo manifestativo de la gracia, que produce en nosotros mediante esta pasión, y anuncio y prenda de la gloria futura" (Santo Tomás). Así aparece, una vez más, que "ayer como hoy, Jesucristo es el mismo, y lo será siempre" (Heb 13,8).

 

      El Espíritu Santo, comunicado a los creyentes por medio de los sacramentos, constituye "las arras de la herencia" y de las bodas (Ef 1,14; 2Cor 1,22). Es el mismo Espíritu que urgió a la Iglesia primitiva a preparar el encuentro con Cristo: "oiga la Iglesia lo que le dice el Espíritu" (Apoc 2,7ss). Preparando el encuentro definitivo por medio del ensayo cotidiano del encuentro sacramental, la Iglesia recibe el Espíritu Santo para poder decir con él un "sí" definitivo: "el Espíritu y la esposa dicen: ven... ven, Señor Jesús... amén" (Apoc 22,17-21).

 

      Por ser signos prefigurativos de este encuentro definitivo, los sacramentos se remiten a la Pascua del Señor, que tuvo lugar en el pasado, para tomar de ella el significado esponsal de la celebración presente. La Pascua, en la que se selló la nueva alianza como pacto esponsal, se hace presente en los sacramentos con toda su eficacia salvífica. Este dinamismo pascual llegará a la plenitud en el más allá, cuando los signos sacramentales dejarán de existir, porque Cristo se deja ver, encontrar y poseer para siempre. El "alfa" se hace "omega" en Cristo, "el que es, el que era y el que ha de venir" (Apoc 1,8; cfr. 21,6). "Cristo es el Señor del tiempo, su principio y su cumplimiento" (TMA 10).

 

      En la celebración sacramental, los creyentes se sienten invitados a un encuentro vivencial y plenamente transformante, que sólo será posible en el más allá. "Bienaventurados los que han sido invitados a las bodas del Cordero" (Apoc 19,9). Entonces todos los dones pasajeros de la vida presente se harán realidad plena. El dador de esos dones se nos dará él mismo en persona, cuando todo será novedad definitiva: "he aquí que hago nuevas todas las cosas" (Apoc 21,5).

 

      Bebiendo el "agua viva" por medio de los sacramentos, llegaremos a la misma "fuente" (Apoc 21,6). Quien se nos hizo encontradizo en el camino de la vida presente, como "inicio" de un encuentro pleno, se nos hará "fin" y término definitivo.

 

      Los signos sacramentales son, pues, sacramentos de vida eterna y definitiva. Su "cumplimiento" tendrá lugar cuando "llegue el Reino de Dios" (Lc 22,16). En todo sacramento se preanuncia y anticipa la "vida eterna". En el encuentro con Cristo a nivel de fe y de adhesión personal, se hace transformación en él. La creación, la historia, la humanidad entera y todo nuestro ser de cuerpo y alma, está pasando ya, por Cristo, a la "resurrección" de una vida definitiva (Jn 6,38-40; Rom 8,22-23).

 

      Los que, con Cristo, peregrinamos en la tierra, participamos ya de la liturgia del cielo. Los sacramentos revelan el sentido de la existencia. La vida es hermosa porque todo momento presente, transformado en donación, queda salvado por Cristo para recuperarlo en el más allá. "En realidad el tiempo se ha cumplido por el hecho mismo de que Dios, con la Encarnación, se ha introducido en la historia del hombre. La eternidad ha entrado en el tiempo... Entrar en la «plenitud de los tiempos» significa, por lo tanto, alcanzar el término del tiempo y salir de sus confines, para encontrar su cumplimiento en la eternidad de Dios" (TMA 9).

 

                              Meditación bíblica

 

- Cristo, sacramento fontal, humanidad vivificante:

 

      "A Jesús de Nazaret le ungió Dios don Espíritu y poder, y así pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos" (Act 10,38).

 

      "Le trajeron todos los enfermos. Le suplicaban que les dejara tocar tan sola la orla de su manto; y todos los que la tocaban, quedaban curados" (Mt 14,35-36).

 

      "Grande es el Misterio de la piedad: ha sido manifestado en la carne, justificado en el Espíritu" (1Tim 3,16).

 

      "Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amo, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo; por gracia habéis sido salvados" (Ef 2,4-5)

 

      "Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo... el que me coma vivirá por mí" (Jn 6,51.57).

 

      "El espíritu es el que da vida; la carne no sirve para nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida" (Jn 6,63).

 

      "Permaneced en mí y yo en vosotros" (Jn 15,4; cfr. Jn 6,56).

 

      "La Vida se manifestó, y nosotros la hemos visto y damos testimonio... lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos" (1Jn 1,1-2; cfr. Jn 1,14).

 

      "Se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador y su amor a los hombres" (Tit 3,4).

 

      "Yo soy, no temáis" (Jn 6,20).

 

      "Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo. Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo" (Lc 24,39).

 

      "Estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28,20).

 

 

- Iglesia, sacramento, signo transparente y portador de Cristo:

 

      "Sobre esta piedra edificaré mi iglesia" (Mt 16,18).

 

      "La Iglesia es su Cuerpo, el complemento del que lo llena todo en todo" (Ef 1,23).

 

      "Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18,20).

 

      "Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado" (Mt  28,19-20).

 

      "Para que la multiforme sabiduría de Dios sea ahora manifestada... mediante la Iglesia, conforme al previo designio eterno que realizó en Cristo Jesús, Señor nuestro (Ef 3,10-11).

 

      "Uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua" (Jn 19,34; cfr. 7,37-39).

 

      "Que nos tengan los hombres por servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios" (1Cor 4,1).

 

      "Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha" (Lc 10,16).

 

      "Una gran señal apareció en el cielo: una Mujer, vestida del sol, con la luna bajo sus pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza" (Apoc 12,1).

 

      "Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella" (Ef 5,25).

 

      "Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos... hasta los confines de la tierra" (Act 1,8; cfr. 15,27).

 

- Del encuentro inicial, al encuentro definitivo:

 

      "Maestro, ¿dónde vives? Les respondió: Venid y lo veréis. Fueron, pues, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día" (Jn 1,38-39).

 

      "El agua que yo le daré se convertirá en él en fuente de agua que brota para vida eterna" (Jn 4,14).

 

      "Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia" (Jn 10,10).

 

      "Voy a prepararos lugar, y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo, estéis también vosotros" (Jn 14, 2-3).

 

      "Esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que vea al Hijo y crea en él, tenga vida eterna y que yo le resucite el último día" (Jn 6,40).

 

      "Pues su divino poder nos ha concedido cuanto se refiere a la vida y a la piedad... por medio de las cuales nos han sido concedidas las preciosas y sublimes promesas, para que por ellas os hicierais partícipes de la naturaleza divina" (1Pe 1,3-4).

 

      "Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer; porque os digo que ya no la comeré más hasta que halle su cumplimiento en el Reino de Dios" (Lc 22,15-16).

 

      "Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo" (Apoc 3,20).

 

      "Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero" (Apoc 19,9).

 

      "Yo soy el Alfa y la Omega, dice el Señor Dios, aquel que es, que era y que va a venir, el Todopoderoso" (Apoc 1,8; cfr. 21,6).

 

      "El Espíritu y la Esposa dicen: ¡Ven!... Sí, vengo pronto. ¡Amén! ¡Ven, Señor Jesús! Que la gracia del Señor Jesús sea con todos. ¡Amén!" (Apoc 22,17-21).

 

      "Hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra... Fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la Promesa, que es prenda de nuestra herencia, para redención del Pueblo de su posesión, para alabanza de su gloria" (Efes 1,10-14).

 

      "Y es Dios el que nos conforta juntamente con vosotros en Cristo y el que nos ungió y el que nos marcó con su sello y nos dio en arras el Espíritu en nuestros corazones" (2Cor 1:21-22).


II.

 

 

LOS SIGNOS DE LA VIDA NUEVA

 

 

 

 

      1. Un nuevo nacimiento

      2. Madurez en el Espíritu

      3. Pan partido y donación plena

      Meditación bíblica


1. Un nuevo nacimiento

 

      La cosmovisión de Nicodemo, cuando de noche fue a hablar con Jesús, quedó desbordada por la doctrina evangélica. Ya no se trataba de un perfeccionismo farisaico, sino de un nuevo nacimiento: "en verdad, en verdad te digo: el que no nazca de lo alto ... el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios" (Jn 3,3-5). Nosotros somos "bautizados", como invitados a iniciar un itinerario permanente para hacernos "hijos en el Hijo" (Ef 1,5).

 

      El agua en la biblia es símbolo de la vida. El agua que ofrece Jesús es una vida nueva en la "fuerza" o el "fuego" del Espíritu de amor (Mt 3,11). Es el "agua pura", anunciada por los profetas, que comunica "un corazón nuevo" y "un espíritu nuevo" (Ez 36,25-26). Por el bautismo instituido por Jesús, renacemos "no de un germen corruptible, sino incorruptible, por medio de la Palabra de Dios viva y permanente" (1Pe 1,23). Esta agua es fruto de la "sangre" de Jesús, es decir, de su donación sacrificial en la cruz (Jn 19,34).

 

      La misión que Cristo encargó a los apóstoles fue de "bautizar, es decir, de hacer que la humanidad fuera partícipe de la misma vida divina del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo (Mt 28,19). Esta acción transformante abarca todos los momentos y signos de la evangelización, pero se inicia con el bautismo propiamente dicho: "Pedro les contestó: Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo" (Act 2,38).

 

      La celebración del sacramento del bautismo es, pues, un punto de partida para "revestirse de Cristo" (Gal 3,27). A partir de este momento, nuestra vida se transforma en la suya, como "injertados" en sus misterios de encarnación, muerte y resurrección (Rom 6,5). El bautizado está llamado a "caminar en una vida nueva" (Rom 6,4), "caminar en el amor" (Ef 5,1).

 

      La vida se hace camino o proceso "bautismal", como el de una "esponja" que se va empapando de agua. Cada sacramento, ministerio, carisma y vocación, ayudarán al crecimiento armónico de la "vida nueva" recibida en el bautismo (Rom 6,4). A partir del bautismo, todo cristiano está llamado, urgido y posibilitado para ser santo y apóstol. "Los fieles, incorporados a la Iglesia por el bautismo, quedan destinados por el carácter al culto de la reli­gión cristiana y, regenerados como hijos de Dios, tienen el deber de confesar delante de los hombres la fe que recibieron de Dios por medio de la Iglesia" (LG 11).

 

      La llamada a la "conversión" o "metanoia" (Mc 1,15) va unida a la llamada a la fe y al "bautismo" (Act 2,38). Es una llamada a "configurare" con Cristo (Rom 8,29), a "revestirse" de él (Gal 3,26-28), a ser "engendrados de semilla incorruptible" (1Pe 1,23). Es, pues, "esponjarse" (bautizarse) en la vida nueva del Espíritu (1Cor 12,13). "Hemos sido redimidos por el autor de la vida, a precio de su preciosa sangre y mediante el baño bautismal hemos sido injertados en El, como ramas que reciben savia y fecundidad del árbol único. Renovados interiormente por la gracia del Espíritu, que es el Señor de la vida, hemos llegado a ser un pueblo para la vida y estamos llamados a comportarnos como tal" (EV 79).

 

      La apertura a esas gracias de Dios Amor se llama "conversión", a modo de cambio interior profundo o a modo de cambio radical de camino, para quedar "lavados, santificados y justificados" (1Cor 6,11). La vida externa debe reflejar esa apertura al amor. Ha quedado borrado el pecado original, para poder recuperar el rostro primitivo del ser humano creado a imagen de Dios.

 

      Este "lavado (baño) de regeneración y renovación en el Espíritu" (Tit 3,5) será un proceso permanente urgido y posibilitado por el "sello" (carácter) o don permanente del mismo Espíritu (Ef 1,14; 2Cor 1,22). Así llegamos a ser "en Cristo una nueva criatura" (2Cor 5,17). "El esfuerzo de actualización sacramental podrá ayudar a descubrir el bautismo como fundamento de la existencia cristiana" (TMA 41).

 

 

      Por el bautismo, el cristiano adopta una opción fundamental y una adhesión personal total y libre a Cristo. La fe se convierte en una actitud personal y comprometida: "Urge recuperar y presentar una vez más el verdadero rostro de la fe cristiana, que no es simplemente un conjunto de proposiciones que se han de acoger y ratificar con la mente, sino un conocimiento de Cristo vivido personalmente, una memoria viva de sus mandamientos, una verdad que se ha de hacer vida... La fe es un decisión que afecta a toda la existencia; es encuentro, diálogo, comunión de amor y de vida del creyente con Jesucristo, Camino, Verdad y Vida (cfr. Jn 14,6). Implica un acto de confianza y abandono en Cristo, y nos ayuda a vivir como él vivió (Gal 2,20), o sea, en el mayor amor a Dios y a los hermanos" (VS 88).

 

      Esta es la fe proclamada solemnemente en la celebración del sacramento del bautismo. Porque esta fe, que conduce al bautismo (Act 8,12-13; 18,8), se profundiza por la celebración del mismo sacramento (1Cor 10,1-13), hasta convertirse en una verdadera "iluminación" que da sentido a la existencia (Heb 6,4; 2Cor 4,6; 2Tim 1,10). Debe ser, pues, fe viva, que cambie la orientación del propio existir, para injertarse en el mismo destino de Cristo y así participar en la vida nueva del Espíritu. Somos "hijos de la luz" (1Tes 5,5).

 

      El bautizado entra a formar parte de la comunidad eclesial, que es "comunión" fraterna como reflejo de la "comunión" trinitaria de Dios Amor. Esta comunión eclesial se hace "germen segurísimo de unidad, de esperanza y de salvación..., comunión de vida, de caridad y de verdad..., como instrumento de caridad universal" (LG 9). La comunidad eclesial forma "un solo cuerpo" de Cristo porque ha recibido "un mismo bautismo", tiene "una misma fe" y "un mismo Espíritu" (Ef 4,4-5).

 

      Al ser bautizados "en el nombre de Jesús" (Act 2,37) o en unión íntima con él, se comparte su mismo destino de Pascua, es decir, de muerte y resurrección (Rom 6,1-11). El perdón del pecado original originado (heredado) y de los demás pecados, equivale a quitar el obstáculo para participar en la vida trinitaria. El "bautismo" es "inmersión" en la vida divina, que es vida en Cristo y en el Espíritu Santo. Por esto, adquirimos una "vestidura de inmortalidad" (San Gregorio Nacianceno).

 

      En el sacramento del bautismo se hace presente o acontece el "bautismo" de Cristo, que, en el Jordán, nos representaba a todos nosotros. Las palabras del Padre se dirigen ahora a todos cuantos nos hemos "injertado" en Cristo: "éste es mi Hijo amado, en quien me complazco" (Mt 3,17). Unidos a él, participamos en el "bautismo" de fuego de su misterio pascual (Mc 10,39; cfr. Lc 12,50). "Por el bautismo, los hombres son injertados en el misterio pascual de Jesucristo" (SC 6; cfr. Rom 6,3-4; Col 2,12).

 

      El proceso de una vida cristiana tiene las mismas etapas que la celebración del bautismo: escucha de la palabra, conversión, profesión de fe, efusión del Espíritu Santo, acceso a la comunión eucarística para construir la comunidad eclesial y humana, como reflejo de la comunión trinitaria. El bautismo es la puerta por la que se entra en este caminar eclesial de santidad, de fraternidad y de misión.

 

      La "gracia" que se recibe en el bautismo es la misma vida de Cristo. Es gracia de justificación o santificación, que, sanándonos y perdonándonos, nos hace hijos de Dios por participación. En esa gracia van incluidas las virtudes teologales y morales, así como los dones del Espíritu Santo. El sello o don permanente del Espíritu ("carácter") garantiza la respuesta fiel y generosa en un proceso de crecimiento hasta llegar a la "perfección" o "plenitud": "hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo" (Ef 4,13).

 

      Toda vocación cristiana enraíza en el bautismo, para llevarlo a plenitud. La vocación laical tiende a "recapitular todas las cosas en Cristo" (Ef 1,10), desde sus cimientos de secularidad. La vocación sacerdotal se orienta a que toda la comunidad eclesial responda a la llamada a la oblación sacrificial y a la guía del Buen Pastor. La vocación de vida consagrada expresa radicalmente las exigencias bautismales del seguimiento evangélico.

 

      Los ya bautizados, si viven de verdad las exigencias del bautismo, experimentan la urgencia de bautizar "a todos los pueblos" (Mt 28,19), para que a todos lleguen los medios salvíficos instituidos por Jesús. Los no bautizados tiene "derecho a recibir (de los ya bautizados) el anuncio de la Buena Nueva de salvación" (EN 80). Cristo puede salvar a todos por medios extraordinarios, pero encarga a los suyos el hacer llegar la redención por los medios ordinarios del bautismo y de los demás sacramentos. Si "es el Espíritu quien esparce la semilla del Verbo en los ritos y culturas", es también el mismo Espíritu quien "los prepara para su madurez en Cristo" (RMi 28). En este sentido se puede decir: "El Verbo Encarnado es, pues, el cumplimiento del anhelo presente en todas las religiones de la humanidad" (TMA 6).

 

2. Madurez en el Espíritu

 

      La realidad eclesial consiste en ser signo portador del Espíritu Santo enviado por Jesús. En ello se manifiesta su sacramentalidad. En cada uno de los sacramentos, se comunican las gracias y dones del Espíritu, especialmente en el bautismo, confirmación y orden.

 

      Todo cristiano ha recibido la "prenda" del Espíritu Santo (Ef 1,14; 2Cor 1,22; 5,5), para vivir la filiación divina participada o adoptiva: "la prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!" (Gal 4,6). Gracias al mismo Espíritu, Cristo vive y ora en el corazón del creyente (Rom 8,14-17). El cristiano es "templo del Espíritu" (1Cor 3,16), vive según el Espíritu (Gal 5,25) y obra con la libertad del Espíritu de amor (2Cor 3,17).

 

      Es en el bautismo cuando se reciben principalmente estas gracias del Espíritu Santo, quien establece su morada en el corazón (Jn 14,17.23), guía a la verdad plena (Jn 14,26; 16,13) y transforma en Cristo (Jn 15,26-27; 16,14). Por esto, el bautismo "en el nombre de Jesús" es el mismo bautismo en el Espíritu (Act 2,38), que nos hace partícipes de la vida trinitaria (Mt 28,19).

 

      Así es el "único bautismo" cristiano en el Espíritu, que fundamento "la misma fe" y que construye "el único cuerpo" de Cristo que es la Iglesia (Ef 4,4-6). Por esto, la unidad o comunión de la comunidad eclesial consiste en "conservar la unidad del Espíritu" de amor (Ef 4,3).

 

      Cada sacramento es una comunicación peculiar de las gracias y dones del Espíritu. Por medio del sacramento de la confirmación, se recibe una nueva "señal" o prenda del Espíritu, con abundancia de sus gracias y dones, que robustecen al cristiano para incorporarse más plenamente a la Iglesia, para luchar contra el mal y para defender y comunidad la fe.

 

      Fue en la comunidad de creyentes de Samaría, ya "bautizados en el nombre de Jesús" (Act 8,16), donde aparece por primera vez el sacramento de la confirmación, en relación con el bautismo: "Pedro y Juan... oraron por ellos para que recibieran el Espíritu Santo... les impusieron las manos y recibieron el Espíritu Santo" (Act 8,14-17).

 

      Los ya bautizados, "por el sacramento de la confirmación se vinculan más estre­chamente a la Iglesia, se enriquecen con una fortaleza especial del Espíritu Santo, y de esta forma se obligan con mayor compro­miso a difundir y defender la fe, con su palabra y sus obras, como verdaderos testigos de Cristo" (LG 11). El "confirmado" asume la responsabilidad de colaborar activamente en la comunidad eclesial, que es misionera por su misma naturaleza. Por ello mismo, participa más profundamente en la función profética, sacerdotal y real de la Iglesia.

 

      Se puede decir que la gracia del sacramento de la confirmación viene a ser una cierta plenitud de la gracia bautismal. Es un don especial del Espíritu que completa las gracias del bautismo, dentro de un crecimiento armónico abierto al infinito de Dios Amor. El rito de la imposición de las manos y de la unción indican una comunicación especial de la unción y consagración del Espíritu, como participación en la misma unción de Cristo (el "ungido" o Mesías). La comunidad de los bautizados y confirmados constituye el pueblo "mesiánico" (Ez 36,25-27), hecho partícipe de la misma unción sacerdotal de Cristo por el Espíritu (Act 10,39; Lc 4,18).

 

      El encuentro con Cristo resucitado, presente en la Iglesia bajo signos sacramentales, se convierte en comunicación de su Espíritu: "sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo" (Jn 20,22). Cada sacramento es una comunicación peculiar de los dones del Espíritu, que corresponde a situaciones y etapas diferentes de la vida humana. El crecimiento en la vida nueva necesita el refuerzo de nuevas gracias del Espíritu.

 

      La "unción" del Espíritu indica que su acción salvífica penetra todo el ser humano, purificándolo, embelleciéndolo, haciéndolo más ágil, santificándolo, haciéndolo partícipe de la misma vida divina, comunicándole el gozo de la esperanza. En el sacramento de la confirmación se comunica la fortaleza del Espíritu para vivir, defender y comunicar la fe, asumiendo la responsabilidad de construir la comunidad eclesial como comunidad profética, sacerdotal y real.

 

      El "sello" (carácter) es indicativo de una presencia y acción permanente del Espíritu Santo. Esta "marca" es indeleble en los sacramentos del bautismo, confirmación y orden, para garantizar la posibilidad de responder a las exigencias del encuentro con Cristo. En la confirmación significa especialmente la pertenencia total a Cristo, a modo de opción fundamental y decisiva. La presencia y acción del Espíritu Santo hará posible que esta opción se reestrene todos los días, para afrontar las dificultades de la existencia humana y transformarlas según la verdad y el amor. El cristiano está marcado por la cruz, que equivale a la donación total: "Cristo crucificado revela el significado auténtico de la libertad, lo vive plenamente en el don total de sí y llama a los discípulos a tomar parte en su misma libertad" (VS 85).

 

      Los efectos de esta comunicación del Espíritu se manifiestan en el crecimiento o profundización de la gracia y filiación divina recibidas en el bautismo. Los dones del Espíritu se comunican con un nuevo impulso, para que el creyente reaccione más espontáneamente según el programa de amor de las bienaventuranzas.

 

      La filiación divina participada hace que el corazón y la vida del creyente sean como el "Abbá" ("Padre") de Jesús, pronunciado en la oración y hecho realidad en la vida concreta por el mandado del amor. Así aparece que "Jesús es la síntesis viviente y personal de la perfecta libertad en la obediencia total a la voluntad de Dios. Su carne crucificada es la plena revelación del vínculo indisoluble entre libertad y verdad, así como su resurrección de la muerte es la exaltación suprema de la fecundidad y de la fuerza salvífica de una libertad vivida en la verdad" (VS 87).

 

      La fortaleza para vivir, confesar, defender y difundir la fe, manifiesta una cierta adultez, no tanto unida a la edad cuanto a la madurez de la vida cristiana iniciada en el bautismo. La "lucha" cristiana consiste siempre y sólo en de afrontar las dificultades para transformarlas en donación. Es contraria a la fortaleza cristiana, tanto la agresividad y violencia, como la impaciencia, el desánimo y la huida. La adultez cristiana se concreta en ser signo de cómo amó el Señor, quien transformó la creación y la historia amando y perdonando.

 

      Por el sacramento de la confirmación, el creyente se integra o incorpora más responsablemente a la Iglesia particular (presidida por un sucesor de los Apóstoles) y a la Iglesia universal (presidida por el sucesor de Pedro). Esta incorporación significa tanto la disponibilidad para la misión sin fronteras, como la inserción comprometida, humilde y perseverante en el servicio de la pequeña comunidad eclesial a la que se pertenece, por medio de "una vida escondida con Cristo en Dios" (Col 3,3).

 

      El martirio cristiano, tanto el de todos los días como el de los momentos más difíciles de persecución, es la manifestación más clara de la presencia y acción del Espíritu Santo enviado para hacer "testigos" del evangelio (Jn 15,26-27; Act 1,8). "La caridad, según las exigencias del radicalismo evangélico, puede llevar al creyente al testimonio supremo del martirio" (VS 90). "En el martirio, como confirmación de la inviolabilidad del orden moral, resplandecen la santidad de la ley de Dios y, a la vez, la intangibilidad de la dignidad personal del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios" (VS 92). "Finalmente, el martirio es un signo preclaro de la santidad de la Iglesia: la fidelidad a la ley santa de Dios, atestiguada con la muerte es anuncio solemne y compromiso misionero «usque ad sanguinem» para que el esplendor de la verdad moral no sea ofuscado en las costumbres y en la mentalidad de las personas y de la sociedad... Si el martirio es el testimonio culminante de la verdad moral, al que relativamente pocos son llamados, existe no obstante un testimonio de coherencia que todos los cristianos deben estar dispuestos a dar cada día, incluso a costa de sufrimientos y de grandes sacrificios" (VS 93).

 

3. Pan partido y donación plena

 

      La presencia de Jesús resucitado entre nosotros tiene su máxima expresión en la eucaristía, que es, al mismo tiempo, sacramento y sacrificio, pan partido y donación plena al Padre para nuestra redención. Su presencia actualiza el misterio pascual de muerte y resurrección, para comunicarse a los creyentes en unidad de vida y en sintonía de vivencias.

 

      El misterio eucarístico se comienza a "entender", siempre a la luz de la fe, a partir de las palabras y de las vivencias de Cristo. Su presencia ("esto es mi cuerpo... mi sangre") es de donación sacrificial ("cuerpo entregado... sangre derramada"), para hacerse vida en nosotros ("tomad y comed... bebed") (Lc 22,19-20). No es la lógica humana la que cuenta, sino las palabras vivas y actuales pronunciadas por quien, "habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo" (Jn 13,1).

 

      En la eucaristía celebramos la Pascua de Cristo, es decir, el misterio de su muerte y glorificación. Sólo a partir de este misterio, recobra sentido la vida de la Iglesia y de toda la comunidad humana.

 

      Si los sacramentos son los signos del encuentro, éste tiene lugar principalmente en la eucaristía, celebrada y adorada, como presencia sacramental y sacrificial. Es presencia de donación plena expresada en los signos sacramentales. El Señor se da en sacrificio y se comunica totalmente.

 

      Cada sacramento encuentra su fuente y su punto culminante en la eucaristía, por ser la presencialización del misterio pascual de Cristo. Todos los sacramentos dicen relación a la eucaristía, como punto de partida y de llegada. Es "el sacramento de los sacramentos", porque "todos los sacramentos están ordenados a éste como a su fin" (Santo Tomás).

 

      El encuentro con Cristo, que tiene lugar en todos los sacramentos, se convierte en especial actitud relacional y transformante cuando se realiza en la eucaristía. Es entonces cuando son más reales las palabras de Jesús: "soy yo mismo, palpad y ved" (Lc 24,39).

 

      En toda acción litúrgica se realiza "el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo", que "está siempre presente en su Iglesia" (SC 7). Cristo se une a los creyentes para que "la cabeza y sus miembros" sean una misma oblación al Padre en el Espíritu Santo (ibídem). En la eucaristía, Cristo se hace presente como sacrificio y como banquete. Es "nuestra Pascua" (1Cor 5,7) y nuestro "maná" o "pan de vida" (Jn 6,35ss), para unirnos a la entrega (oblación) de su vida, de su muerte y de su resurrección. "Nosotros nos convertimos en aquello que recibimos" (San León Magno).

 

      El único sacrificio de Cristo, desde la encarnación hasta su glorificación, que tiene su punto culminante en la muerte y resurrección, se hace presente en nuestro espacio y en nuestro tiempo por medio de la celebración eucarística. Cristo, Sacerdote, víctima y altar, nos une a su realidad sacerdotal para que podamos celebrar con él y en él la misma oblación. Somos su "complemento" (Ef 1,23) y, consecuentemente, "complementamos" y prolongamos en el tiempo su presencia sacrificial (Col 1,24).

 

      Sólo el ministro ordenado realiza el servicio de presidencia, pronunciando eficazmente las palabras del Señor y obrando en su nombre y persona, como representante de Cristo Esposo. Pero es toda la comunidad eclesial, en cada uno de los creyentes, la que se hace oblación, se ofrece y ofrece (cfr. LG 11). Por esto, la eucaristía continúa en la vida ordinaria por medio de la "comunión" fraterna o donación mutua entre los hermanos. Cuando Jesús instituyó la eucaristía, también instituyó el servicio sacerdotal: "haced esto en memoria mía" (Lc 22,19).

 

      La eucaristía es "fuente y cumbre de la vida cristiana" (LG 11). Ella "contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua" (PO 5). Es, pues, "el compendio y la suma de nuestra fe" (CEC 1327). "La eucaristía construye la Iglesia" (RH 20) y la Iglesia hace posible la eucaristía.

 

      Los nombres que damos a este sacramento-sacrificio indican diversos aspectos del mismo: eucaristía (acción de gracias), banquete, "fracción del pan" (Act 2,42), synaxis (asamblea), memorial de la pasión y resurrección... En cualquiera de esos aspectos hay que armonizar la presencia, el sacrificio y la comunión sacramental.

 

      La presencia es por la acción del Espíritu Santo en la substancia del pan y del vino, para transformarlos en el cuerpo y sangre de Jesús ("transubstanciación"). El sacrificio es actualización del único sacrificio de Cristo, que ahora él ofrece con la Iglesia. Los frutos de la comunión (en relación con la presencia y el sacrificio) se resumen en la unión con Cristo: "el que come mi carne y bebe mi sangre, en mí permanece y yo en él... y vive por mi misma vida" (Jn 6,56-57). "Quien bebe esta sangre en el sacramento de la eucaristía y permanece en Jesús, queda comprometido en su mismo dinamismo de amor y de entrega de la vida, para llevar a la plenitud la vocación de amor, propia de todo hombre" (EV 25).

 

 

      Al comer de mismo pan, llegamos a ser un mismo cuerpo por la comunión fraterna y eclesial: "porque aun siendo muchos, somos un solo pan y un solo cuerpo, pues todos participamos de un solo pan" (1Cor 10,17). La eucaristía es "el signo de la unidad" (San Agustín; cfr. SC 47).

 

      El pan y el vino, simbolizados ya en el sacrificio de Melquisedec (Gen 14,18), indican que todo el trabajo y toda la vida humana van pasando, por Cristo, a la realidad definitiva del "cielo nuevo y tierra nueva" (Apoc 21,1). Por esto, al recordar y hacer presente al Señor, "anunciamos su muerte hasta que vuelva" (1Cor 11,26). Es "la prenda de la vida eterna" (SC 47). Por la eucaristía, todo el cosmos y toda la humanidad ya están pasando a la realidad gloriosa del final de los tiempos.

 

      La invocación del Espíritu Santo ("epíclesis") recuerda su venida al seno de María, para tomar de ella carne y sangre para el Señor. María dijo el "sí", como asociada a Cristo Redentor (Lc 1,38). Cuando viene ahora el Espíritu Santo en la celebración eucarística, transforma el pan y el vino en cuerpo y sangre del Señor. "Cuerpo" indica todo el ser humano en su expresión externa. "Sangre" significa la vida humana entera donada en sacrificio. Por esto, Jesús está todo entero en cada una de las especies sacramentales. A esa nueva venida del Espíritu, la Iglesia, con María y como ella, responde con un "sí", es decir, con el "amén" final de la oración eucarística. El "Padre nuestro", la paz y la comunión eucarística indican que es un "sí" en el caminar de una familia de hermanos.

 

      Los dos momentos de la misma celebración eucarística (la liturgia de la palabra y la de la eucaristía) son "un solo acto de culto" (SC 56). Lo que se anuncia en la celebración de la palabra (el misterio pascual), se hace presente de modo especial en la celebración eucarística. Esta realidad litúrgica se prolonga en toda la vida cristiana. En este sentido, la eucaristía no termina nunca, sino que tiende a transformar toda la humanidad en Cuerpo místico de Cristo y en Pueblo sacerdotal (1Pe 2,5-8; Apoc 5,10).

 

      Quien ha encontrado a Cristo presente e inmolado en la eucaristía, espontáneamente busca momentos de adoración y de amistad con él, que sigue presente bajo las especies eucarísticas. La comunidad eclesial, que ha celebrado la eucaristía, busca espontáneamente momentos de adoración, reparación y manifestación festiva y ambiental. La celebración y adoracón eucaristía es el momento culminante de la experiencia contemplativa de la Iglesia, porque en ese sacramento-sacrificio-comunión encuentra su verdadera razón de ser: hacerse pan partido como Jesús.

 

      La eucaristía se hace "misión" como encargo de comunicarla a toda la humanidad: "bebed de ella todos, porque ésta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos (todos) para perdón de los pecados" (Mt 26,28). La comunidad eclesial no es suficientemente madura ni implantada, si la eucaristía no es el centro a donde se orientan todos los ministerios proféticos, cultuales y de caridad, porque "los trabajos apostólicos se ordenan a que, una vez hechos hijos de Dios por la fe y el bautismo, todos se reúnan, alaben a Dios en medio de la Iglesia, participen en el sacrificio y coman la cena del Señor" (SC 10). "En el sacramento de la eucaristía, el Salvador, encarnado en el seno de María hace veinte siglos, continúa ofreciéndose a la humanidad como fuente de vida divina" (TMA 55).

 

 

                              Meditación bíblica

 

- Vivir el bautismo de modo permanente:

 

      "En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios" (Jn 3,5).

 

      "Nos ha elegido de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad" (Ef 1, 5).

 

      "Habéis sido reengendrados de un germen no corruptible, sino incorruptible, por medio de la palabra de Dios viva y permanente" (1Pe 1,23).

 

      "Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo" (Act 2,38; cfr. Mt 28,19).

 

      "Todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo" (Gal 3,27).

 

      "Fuimos con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva. Porque si hemos sido injertados en él por una muerte semejante a la suya, también lo seremos por una resurrección semejante" (Rom 6,4-5).

 

      "El nos salvó, no por obras de justicia que hubiésemos hecho nosotros, sino según su misericordia, por medio del baño de regeneración y de renovación del Espíritu Santo" (Tit 3,5).

 

- Crecer en la vida del Espíritu:

 

      "La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!. De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios" (Gal 4,6-7).

 

      "Al enterarse los apóstoles que estaban en Jerusalén de que Samaría había aceptado la palabra de Dios, les enviaron a Pedro y a Juan. Estos bajaron y oraron por ellos para que recibieran el Espíritu Santo" (Act 8,14-15).

 

      "Nos marcó con su sello y nos dio en arras el Espíritu en nuestros corazones" (2Cor 1,22; cfr. 5,5; Ef 1,14).

 

      "El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo, ya que sufrimos con él, para ser también con él glorificados" (Roma 8,16-17).

 

      "¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?" (1Cor 3,16).

 

      "El Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad" (2Cor 3,17).

 

      "Y yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce. Pero vosotros le conocéis, porque mora con vosotros" (Jn 14,16-17).

 

      "Sopló sobre ellos y les dijo: recibid el Espíritu Santo" (Jn 20,22).

 

      "Os exhorto, pues, yo, preso por el Señor, a que viváis de una manera digna de la vocación con que habéis sido llamados, con toda humildad, mansedumbre y paciencia, soportándoos unos a otros por amor, poniendo empeño en conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz. Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados" (Ef 4,1-4).

 

- Ser pan partido para todos:

 

      "Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer" (Lc 22,15).

 

      "Tomó luego pan, y, dadas las gracias, lo partió y se lo dio diciendo: éste es mi cuerpo que es entregado por vosotros; haced esto en memoria mía" (Lc 22,19).

 

      "Yo soy el pan de la vida. El que venga a mí, no tendrá hambre, y el que crea en mí, no tendrá nunca sed... Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo" (Jn 6,35.51).

 

      "El que come mi carne y bebe mi sangre, en mí permanece y yo en él... y vive por mi misma vida" (Jn 6,56-57).

 

      "Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones" (Act 2,42).

 

      "La multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma. Nadie llamaba suyos a sus bienes, sino que todo era en común entre ellos" (Act 4,32).

 

      "Porque aun siendo muchos, somos un solo pan y un solo cuerpo, pues todos participamos de un solo pan" (1Cor 10,17).

 

      "Cada vez que coméis este pan y bebéis de este cáliz, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga" (1Cor 11,26).

 

 

III.

 

 

 

LOS SIGNOS DE LA RECUPERACION

 

 

 

 

      1. Conversión y reconciliación

      2. La salud para servir

      3. Compartir la Pascua de Cristo

      Meditación bíblica


1. Conversión y reconciliación

 

      El proceso de "conversión", que comenzó con ocasión del bautismo, como apertura a la "configuración" con Cristo (Rom 8,29), debe continuar toda la vida. Es un itinerario de cambio profundo ("metanoia"), para pensar, sentir y amar como Cristo. En este camino se encuentra frecuentemente el obstáculo del pecado. Entonces la conversión adquiere los matices de "arrepentimiento" o penitencia, para reconciliarse con Dios Amor (Mc 1,15; Act 2,37-41).

 

      El mismo día de la resurrección, según San Juan, Jesús comunicó a los suyos el ministerio de perdonar. Fue su regalo de Pascua, como fruto de haber derramado su sangre "para el perdón de los pecados" (Mt 26,28). Mostrando, pues, sus manos y su costado abierto, dijo: "recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados, les serán perdonados" (Jn 20,22-23).

 

      El sacramento del perdón recibe diversos nombres, como indicando diversas perspectivas. Es sacramento de la "penitencia", que significa cambio o rectificación en la marcha del camino, con una actitud de arrepentimiento de los pecados. Es sacramento de la "reconciliación" y de perdón, para volver a sintonizar con los planes de Dios, unirse a su voluntad y rehacer la unión con los hermanos. Es también sacramento de la "confesión", en cuanto que se reconocen lo propios pecados ante la Iglesia (ante el ministro del Señor). Todos estos aspectos quieren expresar la actitud fundamental descrita por Jesús en las parábolas del hijo pródigo y del publicano: "Padre, he pecado contra el cielo y contra ti" (Lc 15,21); "apiádate de mí que soy un pecador" (Lc 18,13).

 

      El perdón se recibe siempre que uno se reconoce pecador ante el Señor misericordioso, con la disponibilidad de corregirse y confesarse. El sacramento del bautismo borra tanto el pecado original como los pecados personales si los hubiere. Pero la gracia del sacramento de la reconciliación es un perdón que llega más a la raíz del pecado cometido después del bautismo y sana sus imperfecciones y desvíos, potenciando al creyente para "convertirse" o abrirse más a la perfección del amor.

 

      El sacramento de la reconciliación mantiene el tono "esponsal" de la conversión permanente. Es la conversión de volver continuamente al "primer amor" (Apoc 2,4). Cristo esposo urge a un amor cada vez más fiel y, por tanto, a un "cambio" más profundo (Apoc 2,16), para que la vida cristiana sea sintonía con "los mismos sentimientos de Cristo Jesús" (Fil 2,5).

 

      La verdadera penitencia y reconciliación es "interior", es decir, radica en los criterios, escala de valores, motivaciones y actitudes. Pero, precisamente por ello, debe expresarse concreta y exteriormente en la vida personal, comunitaria y social. Por esto, la "reconciliación" es con Dios y con los hermanos, especialmente en la comunidad eclesial. Así se construye la verdadera paz, a partir de un corazón unificado. "En la medida en que el hombre es pecador, amenaza y amenazará el peligro de guerra hasta el retorno de Cristo" (GS 78).

 

      La actitud penitencial se expresa de diversas maneras: oración filial, limosna o solidaridad fraterna, ayuno o sacrificio, tiempos litúrgicos especiales (cuaresma), inicio de la celebración eucarística, etc. En el sacramento de la reconciliación, es Cristo quien perdona por medio del ministro ordenado y de los actos penitenciales del creyente. La acción salvífica de Cristo se hace presente por las palabras de la absolución y por la actitud del penitente. El signo eficaz de gracia se hace encuentro con Cristo Buen Pastor.

 

      Los actos del penitente son relacionales, como de un encuentro vivencial y transformante: ante Cristo presente reconoce (confiesa) su propio pecado, expresa su arrepentimiento y se compromete a satisfacer y corregir. El ministro, que obra en nombre de Cristo, debe reconocer en el penitente la persona del mismo Cristo que "cargó con nuestros pecados" (1Pe 2,24). Su servicio es de quien ya ha experimentado la misma misericordia del Señor. Las leyes del Cuerpo Místico, que son de comunión y de corrección fraterna, encuentran en este sacramento una expresión privilegiada.

 

      Los efectos del sacramento no se reducen al perdón, sino que también llegan a las actitudes del creyente, para abrirle más decididamente al camino de perfección. Sin el deseo sincero de perfección, será difícil comprender el por qué del sacramento, especialmente para quienes han superado relativamente el pecado grave.

 

      La celebración del sacramento es esencialmente festiva y gozosa, en cuanto que va dirigida al reencuentro con el Padre y con el Buen Pastor. Jesús quiso describir este perdón con tintes de fiesta y de gozo (Lc 15,5-7.9-10.22-32). Los santos han subrayado el sentido del perdón como un paso hacia las bodas definitivas, que sólo tendrán lugar en el más allá, mientras la "esposa" (los creyentes) van preparando y "lavando su túnica en la sangre del Cordero" (Apoc 7,14). San Juan de la Cruz describe el "matrimonio espiritual" con estas palabras: "el Buen Pastor se goza con la oveja sobre sus hombros, que había perdido y buscado por muchos rodeos".

 

      Cuando se vive el encuentro con Cristo, escondido bajo los signos eclesiales, se hace más comprensible la celebración frecuente y periódica del sacramento de la reconciliación. A Cristo se le encuentra en ese sacramento, cuando se ha aprendido a encontrarle habitualmente en el signo de la eucaristía, de la palabra viva, de los demás sacramentos, de la comunidad y de cada hermano.

 

      Los signos sacramentales de la Iglesia tienen unas características comunes: son signos pobres (débiles) y eficaces o portadores de vida nueva. Pero su relación con la comunión eclesial y con el signos del hermano, las hace más cercanas a nuestra misma pobreza radical.

 

      No sería posible captar el significado sencillo y profundo del sacramento de la reconciliación, sin vivir el sentido y amor de Iglesia misterio, comunión y misión. El ministro, que ha sido llamado a servir este signo eclesial, es un hermano que ha experimentado y sigue experimentando el encuentro con Cristo misericordioso escondido en la propia pobreza.

 

      La Iglesia aprende de María la experiencia y la actitud de misericordia. "María es Madre de misericordia porque Jesús le confía su Iglesia y toda la humanidad... María condivide nuestra condición humana, pero con total transparencia a la gracia de Dios. No habiendo conocido el pecado, está en condiciones de compadecerse de toda debilidad. Comprende al hombre pecador y lo ama con amor de Madre" (VS 120).

 

2. La salud para servir

 

      Jesús ha venido a salvar al ser humano en toda su integridad y unidad de cuerpo y alma (cfr. GS 14). Sólo él "manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación" (GS 22). Jesús "pasó haciendo el bien" (Act 10,38); de este modo "cargó con nuestras enfermedades" (Mt 8,17).

 

      Vemos en el evangelio que Jesús perdonaba, sanaba, consolaba, resucitaba. Es que amaba a las personas en toda su integridad. Los enfermos buscaban tocarle para quedar curados (Mt 14,36). A veces les sanaba imponiéndoles las manos (Lc 4,40) o ungiéndolos con oleo (Mc 6,13). Se puede decir que se describe a sí mismo en la parábola del buen samaritano: "un samaritano que iba de camino llegó junto a él, y al verle tuvo compasión; y, acercándose, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; y montándole sobre su propia cabalgadura, le llevó a una posada y cuidó de él" (Lc 10,33-34).

 

      La sanación forma parte de la misión confiada por Jesús a sus apóstoles: "sanad a los enfermos" (Mt 10,8). En la comunidad eclesial primitiva, según el testimonio de Santiago, ya encontramos este signo sacramental que alivia a los enfermos, como haciendo presente al mismo Jesús en medio de la comunidad: "¿está enfermo alguno entre vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia, que oren sobre él y le unjan con óleo en el nombre del Señor. Y la oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor hará que se levante, y si hubiera cometido pecados, le serán perdonados" (Sant 5,14-15).

 

      Hoy, en la Iglesia, el sacramento de la unción de los enfermos se celebra con estas palabras: "Por esta unción y su piadosísima misericordia, te ayude el Señor, con la gracia del Espíritu Santo, para que, liberado de los pecados, te salve y propicio te alivie". Es, pues, una oración eficaz, en la que se pide perdón y curación.

 

      La presencia activa de Cristo en su Iglesia continúa siendo la de un médico que ha venido para los enfermos: "no necesitan médico los que están fuertes sino los que están mal" (Mt 9,12). La vida humana, en efecto, desde el pecado de los primeros padres (pecado original), ha quedado herida en su raíz, y esta herida se manifiesta en el pecado, la enfermedad, la muerte, las injusticias y el mal en general. La división interna del corazón se manifiesta también en las expresiones corporales (enfermedades) y sociales (cfr. GS 13).

 

      El Espíritu Santo se comunica en el sacramento de la unción de los enfermos por medio de gracias y dones especiales, para perdonar los pecados y para sanar o también dar fortaleza para afrontar la enfermedad cristianamente. La verdadera y más profunda sanación es la actitud de unirse a la voluntad salvífica de Dios. Esta paz del corazón es una gracia (no es conquista humana) y sana todas las raíces del pecado y de la enfermedad. La sanación física puede darse por medios extraordinarios (un milagro) o también por la acción ordinaria de la Providencia que orienta para encontrar los medios adecuados de curación. La oración debe ser humilde, sin exigencias, queriendo vivir, como Cristo, en sintonía con la voluntad del Padre.

 

      Por el perdón y por la sanación, del corazón o del cuerpo, el Espíritu une el creyente a Cristo en su vida, pasión, muerte y resurrección. En el dolor, la unión con Cristo doloroso hace que el creyente prolongue o "complete" a Cristo (Col 1,24). La unción, como comunicación de los dones del Espíritu Santo, hace de la vida cristiana una preparación para el último momento (la muerte), como participación e la donación sacrificial de Cristo.

 

      Es toda la comunidad eclesial la que acompaña al enfermo en la celebración del sacramento de la unción. Es celebración festiva en la esperanza: "si sufre un miembro, todos los demás sufren con él. Si un miembro es honrado, todos los demás toman parte en su  gozo" (1Cor 12,26). "La Iglesia entera encomienda al Señor, paciente y glorifica­do, a los que sufren, con la sagrada unción de los enfermos y con la oración de los presbíteros, para que los alivie y los salva (cfr. Sant 5,14-16); más aún, los exhorta a que uniéndose libre­mente a la pasión y a la muerte de Cristo (cfr. Rom 8,17; Col 1 24; 2 Tim 2,11-12; 1Pe 4,13), contribuyan al bien del Pueblo de Dios" (LG 11).

 

      La enfermedad o la vejez son, pues, un momento especial para el encuentro con Cristo. Es entonces cuando se celebra el sacramento de la unción (SC 73). Cristo se hace sentir más cercano, a condición de que el creyente reconozca su propia debilidad y confíe en su amor.

 

      La vida humana, en su caminar de peregrinación, se encuentra con la sorpresa de la presencia del buen samaritano, que unge con óleo, como indicando la participación en su misma unción. El precio de la curación lo paga él con su donación pascual. Con su unción, ya se puede seguir caminando y afrontando otras vicisitudes y sorpresas de la vida terrena. El dejará sentir su presencia, como él quiera, en el momento oportuno.

 

      La celebración de la unción tiene lugar en ambiente de familia eclesial. Frecuentemente, en la propia familia, como "Iglesia doméstica" (LG 11), o también en la propia comunidad: catedral, parroquia, comunidad religiosa o apostólica. A veces, se celebra con el sucesor de Pedro, que "preside la caridad universal" (San Ignacio de Antioquía). Los acontecimientos del caminar eclesial se viven siempre en comunión de hermanos.

 

      La salud "corporal" o la falta de ella afecta a todo el ser humano. Se podría incluso decir que afecta a toda la humanidad y a todo el cosmos. Por esto, hay que cuidar el precioso don de la vida terrena, como un don irrepetible y, al mismo tiempo, preparatorio de una vida definitiva, que será transformación de la vida presente, sin aniquilarla, en vida eterna. Alabamos a Dios por sus dones en la creación, con el compromiso de conservar y de mejorar esos dones ("ecología"). Al celebrar los sacramentos, reconocemos a Cristo como centro del "cosmos", porque, gracias a él, "el mundo de las criaturas se presenta como «cosmos», es decir, como universo ordenado" (TMA 3).

 

      La salud humana es un de estos dones que nos hacen descubrir que la vida merecer vivirse. En el tiempo en que una flor vive y comunica su fragancia, hay que cuidarla lo mejor posible; cuando se marchitará, habrá que descubrir un don mayor: Dios que se da a sí mismo, más allá de sus dones, y que nos comunica su misma vida eterna.

 

      Algunos santuarios marianos (como en Lourdes) acostumbran a ser lugar donde se celebra comunitariamente el sacramento de la unción. El aspecto mariano de la celebración indica el sentido de familia eclesial, que siente cercana y presente la ternura materna de María, como expresión de la ternura materna de Dios. Nadie como María de Nazaret, ha conocido tan profundamente el amor cariñoso de Cristo, que tenía la costumbre de visitar y curar a los enfermos el día de sábado (Mc 6,2-5; Lc 6,6-11; 13,10-17).

 

      En todo momento de nuestro caminar eclesial histórico, se están celebrando los sacramentos y, por tanto, también el de la unción. La celebración sacramental, siendo personal, es eminentemente comunitaria. Es siempre toda la Iglesia la que celebra y participa, como misterio de comunión fraterna. En este sentido, toda la vida del cristiano está impregnada por los sacramentos, que continuamente se celebran en la Iglesia universal. Vivimos unidos a quienes se bautizan, se confirman, comulgan, se reconcilian, celebran sus bodas o son ungidos en su enfermedad. El sacramento de la unción nos recuerda, pues, nuestra unión con quienes sufren, por enfermedad o ancianidad; con ellos "completamos" la vida, pasión, muerte y resurrección del Señor (Col 1,24; Ef 1,23).

 

      El sentido cristiano de la vida es de amor al presente, para transformarlo en vida eterna del más allá: "la espera de una tierra nueva no debe amorti­guar, sino más bien avivar, la preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del siglo nuevo" (GS 39).

 

      La realidad de las enfermedades y de la muerte, a la luz de la fe, se convierte en mayor aprecio de la salud y de la vida terrena, para transformarla según el espíritu de las bienaventuranzas y del mandato del amor. Entonces la vida y la salud recuperan su pleno sentido: el de servir amando a Dios y a los hermanos. Esa es la vida que, por medio de los sacramentos, pasa a ser complemento o prolongación de la misma vida de Cristo en su caminar hacia la Pascua.

 

      Por medio de cada uno de los sacramentos, nuestras acciones, actitudes y situaciones, se convierten en la "materia" para que la palabra de Cristo las transforme en suyas. Entonces, todo se hace "pan" y "vino", trabajo y vida, para ser "eucaristía" y para pasar al "cielo nuevo y tierra nueva" (Apoc 21,1). El sacramento de la unción lleva a la eucaristía el sufrimiento humano, para hacerlo una sola oblación con la oblación de Cristo: "Ofrezcamos sin cesar, por medio de él, a Dios un sacrificio de alabanza, es decir, el fruto de los labios que celebran su nombre" (Heb 13,15; cfr. 2Cor 1,20; 1Pe 2,5).

 

 

3. Compartir la Pascua de Cristo

 

      Todos los sacramentos y, de modo especial, la eucaristía, son signos eficaces del encuentro con Cristo muerto y resucitado. Son, pues, sacramentos del misterio pascual. Cada uno de ellos se concreta en relación con alguna situación humana particular: nacimiento, crecimiento, nutrición, reparación, servicio, desposorio, enfermedad, muerte. Todos ellos son una ayuda para compartir la Pascua del Señor.

 

      Hay una situación humana peculiar, que se encuentra en todo el proceso de la vida terrena: el dolor, en relación con la cruz de Cristo. Si fuera sólo la enfermedad o la ancianidad, sería el sacramento de la unción el destinado a santificar este momento trascendental del hombre, que camina hacia la muerte y hacia el más allá. En cuanto al "tránsito" o muerte, el sacramento del "viático" es el de la eucaristía, recibido en aquellos momentos para completar la muerte del Señor.

 

      Pero la situación del dolor no se ciñe a esas circunstancias de enfermedad y de muerte. Hay dolores más profundos: humillación, incomprensión, marginación, soledad, abandono, separación de seres queridos, fracasos, persecución, injusticia, ingratitud... A veces, es el aparente silencio y ausencia de Dios. Todos los sacramentos ayudarán al cristiano a transformar el dolor en "cruz", es decir, en hacer de la vida la misma oblación amorosa de Jesús. La vida es hermosa porque, aún en el dolor, si se transforma en donación, podemos correr la misma suerte de Cristo. El encuentro con él, gracias a los sacramentos, se convierte en encuentro "esponsal": "¿podéis beber el cáliz (la copa de alianza o de bodas) que yo he de beber?" (Mc 10,38).

 

      No existe una explicación satisfactoria sobre el dolor. Pero, en la realidad concreta, el creyente puede encontrar a Cristo que se le hace encontradizo y que le acompaña. Cristo no dio explicación teórica sobre el tema; pero calificó a su pasión como "copa de alianza" (o de bodas) preparada por el Padre (Jn 18,11; Lc 22,20): El cristiano que se habitúe al encuentro con Cristo en el evangelio, en su eucaristía y en los que sufren, aprenderá fácilmente que el camino del dolor es camino de Pascua, camino de bodas. La invitación de Jesús sigue siendo actual: "bebed todos de esta copa" (Mt 26,27; cfr. Mc 10,38).

 

      El misterio de la encarnación comienza a "entenderse", a la luz de la fe, cuando se aprende que Cristo comparte nuestro existir, para hacer de cada uno su "complemento" o prolongación (Col 1,24). A Cristo se le conoce amando (Jn 14,21). Y su amor llega hasta "dar la vida por sus amigos" (Jn 15,13). Para él, "dar la vida" es el misterio de Belén (pobreza), Nazaret (humildad) y Calvario (sufrimiento). Es siempre el misterio de vivir, sufrir y morir amando.

 

      En su cuerpo de resucitado, Jesús conserva las llagas de su pasión. Por esto, al aparecer a sus discípulos, "les mostró las manos y el costado" (Jn 20,20), "las manos y los pies" (Lc 24,40). Aquellas "apariciones" siguen aconteciendo, de otro modo más profundo, por medio de los signos y huellas que él ha dejado en su Iglesia y en la vida de cada ser humano. Los sacramentos son los signos eficaces de esta manifestación de Jesús.

 

      Los momentos de sufrimiento son momentos privilegiados para mostrar que "la libertad se realiza en el amor, es decir, en el don de uno mismo" (VS 87). Pero esta libertad sólo se aprende ante el crucifijo: "Cristo crucificado revela el significado auténtico de la libertad, lo vive plenamente en el don total de sí y llama a los discípulos a tomar parte en su misma libertad" (VS 85). "La sangre de Cristo manifiesta al hombre que su grandeza, y por tanto su vocación, consiste en el don sincero de sí mismo" (EV 25).

 

      No existe cristianismo sin cruz. Pero la cruz no es el sufrimiento en sí mismo, sino una vida donada que, ordinariamente comporta el sufrimiento. La fe cristiana tiene estas exigencias de moral y de santidad, "para no desvirtuar la cruz de Cristo" (1Cor 1,17).

 

      El haber celebrado los sacramentos durante la vida no significa que la gracia recibida ya pasó. Todos ellos fueron un encuentro activo y salvífico con Cristo. Cuando en el camino de la vida se tropieza con el dolor, entonces reviven las gracias sacramentales recibidas, para saber descubrir a Cristo presente que nos invita a beber su misma copa de bodas, es decir, correr su misma suerte pascual. En esos momentos, más que nunca, se aprende el significado de la afirmación de Pablo: "estoy crucificado con CRisto, que me amó y se entregó por mí" (Gal 2,19-20).

 

      Si los sacramentos son la actualización de las acciones salvíficas de Cristo y, por tanto, la prolongación de su humanidad vivificante, el sufrimiento vivido con amor es la escuela para seguir encontrando a Cristo en todos los signos de la vida humana. "Sufrir significa hacerse particularmente receptivos, particularmente abiertos a la acción de las fuerzas salvíficas de Dios, ofrecidas en la humanidad de Cristo" (SD 23).

 

      Los signos sacramentales, por "pobres" que puedan parecer, son portadores de la presencia activa de Cristo resucitado. En ellos se aprende que "los manantiales de la fuerza divina brotan precisamente en medio de la debilidad humana" (SD 27). Por esto, "la Iglesia siente necesidad de recurrir al valor de los sufrimientos humanos para la salvación del mundo" (ibídem).

 

      El misterio pascual, actualizado y celebrado en los sacramentos, se concreta en el misterio de la cruz, como "humillación" y como "exaltación" de Cristo (Fil 2,5-11; Jn 12,32). En el sufrimiento, transformado en amor, aparece que "la cruz es como un toque del amor eterno sobre las heridas más dolorosas de la existencia terrena del hombre" (DM 8).

 

      En la acción apostólica, la cruz es señal de garantía. No ha existido nunca un verdadero apóstol que no haya sido crucificado con Cristo. El fracaso momentáneo o aparente, los malentendidos y la misma persecución de los buenos, están dentro de la lógica evangélica: "si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto" (Jn 12,24). Por esto, "la cruz fecunda cuanto toca" (Concepción Cabrera de Armida).

 

      El encuentro con Cristo, escondido en sus signos sacramentales y eclesiales, se traduce en "comunión íntima" con él. Se trata de compartir su mismo estilo de vida para evangelizar el mundo. Su misterio de encarnación y redención es de "anonadamiento", como paso para llegar a la resurrección. Es el "despojamiento total de sí, que lleva a Cristo a vivir plenamente la condición humana y a obedecer hasta el final el designio del Padre. Se trata de un anonadamiento que, no obstante, está impregnado de amor y expresa el amor. La misión recorre este mismo camino y tiene su punto de llegada a los pies de la cruz" (RMi 88).

 

      Si la celebración litúrgica y sacramental no llevara a compartir la Pascua de Cristo, muerto y resucitado, la vida cristiana no sería signo creíble del evangelio. En cada sacramento y, de modo especial, en la eucaristía, Cristo mismo invita a un encuentro transformante: "venid y lo veréis. Fueron, pues, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día" (Jn 1,39).

 

      Después de la crucifixión de Jesús, Juan invita a "mirar" con ojos de fe el costado abierto del Señor, del que brota sangre y agua, como símbolo de la Iglesia y de sus sacramentos (Jn 19,33-37). A partir de esta mirada contemplativa y vivencial, el apóstol se afirma en la ciencia amorosa y fecunda de la cruz: "nosotros predicamos a un Cristo crucificado" (1Cor 1,23); "no quise saber entre vosotros sino a Jesucristo, y éste crucificado" (1Cor 2,2).

 

 

                              Meditación bíblica

 

- Apertura permanente al amor:

 

      "El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva" (Mc 1,15).

 

      "Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo" (Act 2,38).

 

      "Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados, les serán perdonados" (Jn 20,22-23).

 

      "El Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido" (Lc 19,10).

 

      "El mismo, sobre el madero, cargó nuestros pecados en su cuerpo, a fin de que, muertos a nuestros pecados, viviéramos para la justicia; con cuyas heridas habéis sido curados" (1Pe 2,24).

 

      "Padre, he pecado contra el cielo y contra ti" (Lc 15,21); "apiádate de mí que soy un pecador" (Lc 18,13).

 

      "Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más" (Jn 8,11).

 

      "Han lavado sus vestiduras y las han blanqueado con la sangre del Cordero" (Apoc 7,14).

 

 

- La unción que sana el corazón:

 

      "Toda la gente procuraba tocarle, porque salía de él una fuerza que sanaba a todos" (Lc 6,19).

 

      "No necesitan médico los que están sanos, sino los que están mal" (Lc 5,31).

 

      "Todos cuantos tenían enfermos de diversas dolencias se los llevaban; y, poniendo él las manos sobre cada uno de ellos, los curaba" (Lc 4,40).

 

      "Un samaritano que iba de camino llegó junto a él, y al verle tuvo compasión; y, acercándose, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; y montándole sobre su propia cabalgadura, le llevó a una posada y cuidó de él" (Lc 10,33-34).

 

      "Curad enfermos, resucitad muertos, purificad leprosos, expulsad demonios. Gratis lo recibisteis; dadlo gratis" (Mt 10,8).

 

      "¿Está enfermo alguno entre vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia, que oren sobre él y le unjan con óleo en el nombre del Señor. Y la oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor hará que se levante, y si hubiera cometido pecados, le serán perdonados" (Sant 5,14-15).

 

      "Vio mucha gente, sintió compasión de ellos y curó a sus enfermos" (Mt 14,14).

 

 

- Sufrir amando:

 

      "Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame" (Mt 16,24).

 

      "¿Podéis beber la copa que yo he de beber?... Podemos" (Mc 10,38-39).

 

      "Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia" (Col 1,24).

 

      "¡Hijos míos!, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros" (Gal 2,19).

 

      "Jesús, cargando con su cruz, salió hacia el lugar llamado Calvario" (Jn 19, 17).

 

      "Corramos con fortaleza la prueba que se nos propone, fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la fe, el cual, en lugar del gozo que se le proponía, soportó la cruz sin miedo a la ignominia y está sentado a la diestra del trono de Dios" (Heb 12,1-2).

 

      "Estoy crucificado con Cristo" (Gal 2,19).

 

      "Nosotros predicamos a un Cristo crucificado" (1Cor 1,23); "no quise saber entre vosotros sino a Jesucristo, y éste crucificado" (1Cor 2,2); "para no desvirtuar la cruz de Cristo" (1Cor 1,17).

 

      "Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo... que se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre, que está sobre todo nombre" (Fil 2,5-9).

 

 

IV.

 

 

 

LOS SIGNOS DE LA MISION

 

 

 

      1. Iglesia, comunión misionera

      2. Familia cristiana en el mundo

      3. Los servidores del Pueblo de Dios

      Meditación bíblica


1. Iglesia, comunión misionera

 

      La comunidad eclesial, donde está presente Cristo resucitado, se debe construir como reflejo de la "comunión" trinitaria (cfr. LG 4). Esta fue la petición del Señor en la última cena: "que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado" (Jn 17,21). "Iglesia" significa comunidad "convocada" por Jesús, para ser su expresión en el mundo. Hay "comunión" donde se vive el mandato del amor, que hace presente a Jesús en medio de la comunidad.

 

      La fe de la Iglesia se expresa en la comunión: "Creer en Cristo significa querer la unidad; querer la unidad significa querer la Iglesia; querer la Iglesia significa querer la comunión de gracia que corresponde al designio del Padre desde toda la eternidad. Este es el significado de la oración de Crsito: «que sean uno»" (UUS 9).

 

      Esta comunión de hermanos se construye en la celebración de cada sacramento y, de modo especial, en la celebración de la eucaristía como "signo de unidad, vínculo de caridad" (SC 47). Todo cristiano es servidor responsable de esta comunión. El sacramento del matrimonio construye la comunión en la familia como "Iglesia doméstica" (LG 11). El sacramento del orden instituye servidores (ministros) para construir la comunión en la Iglesia particular y universal. Todos los sacramentos han sido instituidos para crear servidores de la Iglesia misterio, comunión y misión.

 

      Toda comunidad eclesial se evangeliza a sí misma y, a su vez, se hace evangelizadora por la celebración de los sacramentos, en los que se anuncia y se hace presente el misterio pascual de Cristo. Entonces se construye la comunión, que es fruto principalmente de la participación en la eucaristía. "No se edifica ninguna comunidad cristiana si no tiene como raíz y quicio la celebración de la Sagrada Eucaristía; por ella, pues, hay que empezar toda la formación para el espíritu de comunidad. Esta celebración, para que sea sincera y cabal, debe conducir lo mismo a las obras de caridad y de mutua ayuda que a la acción misional y a las varias formas del testimonio cristiano" (PO 6).

 

      La comunión fraterna es un signo eficaz de evangelización. El mundo admitirá el evangelio, en la medida en que vea el signo de la comunión: "yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí" (Jn 17,23). Por esto, la fraternidad apostólica, además de ser exigencia de los sacramentos, es ella misma "sacramental" (PO 8) a modo de "hecho evangelizador" (Puebla 663). "De cara al mundo, la acción conjunta de los cristianos... asume también las dimensiones de un anuncio, ya que revela el rostro de Cristo" (UUS 75).

 

      En el grado en que la Iglesia sea signo comunitario de Cristo presente, se hará signo portador del evangelio. En este sentido, es Iglesia "misterio" (signo de Cristo presente), comunión (signo de fraternidad), misión (signo evangelizador). Por esto, la sacramentalidad de la Iglesia tiene como objetivo construir la comunión en la humanidad entera: "la Iglesia es en Cristo como un sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano... se propone declarar con toda precisión a sus fieles y a todo el mundo su naturaleza y su misión universal" (LG 1).

 

      La comunión eclesial es, pues, esencialmente misionera, como "sacramento universal de salvación" (LG 48; AG 1). La presencia de Cristo resucitado en la comunión de hermanos (cfr. Mt 18,20) se hace comunicación a toda la humanidad, puesto que entonces "actúa sin cesar en el mundo, para conducir a los hombres a la Iglesia y, por medio de ella, unirlos a sí más estrechamente y para hacerlos partícipes de su vida gloriosa, alimentándolos con su cuerpo y sangre" (LG 48).

 

      La "naturaleza misionera" de toda la Iglesia y de cada vocación cristiana en particular, se expresa en esta comunión fecunda, que "dimana del amor fontal o caridad de Dios Padre" (AG 2). De la vivencia de esta comunión nace el compromiso de la misión universal. "Esta es la esperanza de la unidad de los cristianos que tiene su fuente divina en la unidad Trinitaria del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (UUS 8).

 

      La renovación eclesial empieza por la unificación del corazón y de la comunidad. En este sentido, es renovación "interior". Los compromisos de misión sólo son posibles a partir de la comunión. La "inserción", a la luz del misterio de la encarnación, significa construcción de la comunidad de hermanos. Sólo a partir de la comunión, es posible asumir "la propia responsabilidad en la difusión del evangelio" (AG 35).

 

      Al vivir la comunión fraterna, se descubre mejor la presencia de Cristo en la Iglesia como fruto de los signos sacramentales. Entonces se aprende por experiencia que no puede haber evangelización sin apuntar al establecimiento permanente de esos signos instituidos por Jesús. "Cada elemento de división se puede trascender y superar en la entrega total de uno mismo a la causa del Evangelio" (UUS 1).

 

      Oponer evangelización a sacramentalización, es un juego de palabras elaborado por teóricos no comprometidos. Si se anuncia a Cristo, hay que señalarlo como presente, celebrarlo y vivirlo en los signos establecidos por él. El anuncio o proclamación del evangelio lleva a "realizar la salvación mediante el sacrificio y los sacramentos" (SC 6).

 

      La misionariedad de la Iglesia encuentra su fuente en su sacramentalidad, como signo portador de Cristo, que es el sacramento "original". Esa sacramentalidad eclesial se expresa en la comunión de hermanos.

 

      Por ser "sacramentos de la fe", los sacramentos educan y ayudan a la comunidad y a cada uno de los fieles, a celebrar, vivir y anunciar esta misma fe. Pero este anuncio incluye el testimonio de comunión (cfr. Jn 13.35).

 

      Los sacramentos construyen esta comunión misionera universal en cada comunidad cristiana. Esa es la nota que garantiza una celebración auténtica. Si los sacramentos no contagian el deseo y la decisión de comunión, perfección y misión, es señal de que no se han celebrado bien.

 

      En la comunidad donde se vive la presencia de Cristo compartida con los hermanos, las palabras del Señor resuenan como recién salidas de su corazón: "id... a todos los pueblos" (Mt 28,19); "seréis mis testigos hasta los confines de la tierra" (Act 1,8).

 

      A partir de la comunión fraterna, la misión se redescubre como encuentro con Cristo que envía, acompaña y espera: "Precisamente porque es «enviado», el misionero experimenta la presencia consoladora de Cristo, que lo acompaña en todo momento de su vida. «No tengas miedo... porque yo estoy contigo» (Act 18, 9-10). Cristo lo espera en el corazón de cada hombre" (RMi 88).

 

 

2. Familia cristiana en el mundo

 

      La comunión de hermanos se vive en el pequeño grupo de pertenencia y en la sociedad humana en general. El encuentro con Cristo en sus signos sacramentales capacita y compromete a construir esta comunión fraterna. El Señor dio la vida por esta unidad que refleja a Dios Amor: "por ellos me inmolo, para que ellos también sean santificados en la verdad... para que sea uno" (Jn 17,19-21).

 

      El ambiente normal en que se aprende a vivir esta comunión es la familia, donde cada uno de los componentes se hace donación generosa y gratuita a los demás. La presencia activa de Jesús en el sacramentodel matrimonio y a partir de él, hace posible esta donación desinteresada, que construye la comunión familiar y que es indispensable para construir la sociedad entera.

 

      Por el sacramento del matrimonio, los esposos se recuerdan continuamente la donación total de Cristo. Por esto, es una donación fiel, generosa y fecunda, que fundamenta una "íntima comunidad de vida y amor" (GS 48), "como reflejo del amor de Dios y del amor de Cristo por la Iglesia su esposa" (FC 17; cfr. Ef 5,25ss). De este modo, "la Iglesia encuentra en la familia su causa" (FC 15), porque la familia "tiene la misión de custodiar, revelar y comunicar el amor" (FC 17). Así aparece como "Iglesia doméstica" (LG 11).

 

      En la familia, la comunión se hace indisoluble, como indicando la "perennidad del amor conyugal que tiene en Cristo" (FC 20). La presencia activa de Cristo, especialmente a partir del sacramento del matrimonio, hace posible la unidad, fidelidad, indisolubilidad y fecundidad. La familia se hace entonces "escuela de humanidad más completa y más rica" (GS 52).

 

      La familia cristiana, vivida en esta perspectiva de amor esponsal de Cristo presente, recuerda a toda la Iglesia su desposorio con el Señor y, de modo especial, deja entrever la posibilidad de vivir el desposorio con Cristo de manera radical en la vida sacerdotal y consagrada (cfr. FC 11). La vivencia de la Alianza, desde la encarnación del Verbo, tiene estas dos modalidades: el matrimonio como sacramento y el seguimiento evangélico radical (sacerdocio y vida consagrada).

 

      Las vocaciones al desposorio radical con Cristo nacen ordinariamente en la familia auténticamente cristiana, como fruto espontáneo y maduro. "En esta como Iglesia doméstica, los padres han de ser para con sus hijos los primeros predicadores de la fe, tanto con su palabra como con su ejemplo, y han de fomentar la vocación propia de cada uno, y con especial cuidado la vocación sagrada" (LG 11).

 

      Al mismo tiempo, la fidelidad matrimonial necesita el testimonio de amor generoso de quienes están llamados al seguimiento evangélico radical. Los carismas se complementan y postulan mutuamente. La fidelidad o infidelidad de un sector repercute en el otro. Los divorcios son correlativos a las secularizaciones. La santidad se contagia y comunica como por vasos comunicantes. Cristo Esposo se hace presente en la Iglesia, por medio del matrimonio cristiano y por medio de la vida consagrada y sacerdotal.

 

      La Alianza o pacto esponsal de Dios con los hombres, tiene este sentido matrimonial de acompañamiento amoroso y salvífico. La tienda de campaña (la "shekinah") y el templo indicaban una presencia de Dios "consorte" o esposo. La nueva Alianza, sellada con la sangre de Jesús, indica que el mismo Verbo hecho hombre es el Esposo desde el día de la encarnación (Jn 1,14). El desposorio de Cristo con toda la humanidad, como consorte, protagonista, mediador, hermano, hace posible que el matrimonio humano sea elevado a categoría de sacramento, es decir, signo eficaz del encuentro con él. Los esposos son mutuamente signo personal de Jesús, de su amor y de su presencia.

 

      Es el amor de Jesús y a Jesús el que está en juego desde la celebración del sacramento del matrimonio. Pablo recuerda a la comunidad que ha sido desposada con Cristo: "celoso estoy de vosotros con celos de Dios, pues os tengo desposados con un solo esposo para presentaros cual casta virgen a Cristo" (2Cor 11,2).

 

      De hecho, la vida cristiana entera tiene este sentido de desposorio, es decir, de seguimiento de Cristo para compartir su misma suerte. El cristiano que no viviera este seguimiento, ni entendería ni sabría vivir la moral cristiana. "La moral cristiana... consiste principalmente en el seguimiento de Jesucristo, en el abandonarse a El, en el dejarse transformar por su gracia y ser renovados por su misericordia, que se alcanzan en la vida de comunión de su Iglesia... porque el seguimiento de Cristo clarificará progresivamente las características de la auténtica moralidad cristiana y dará, al mismo tiempo, la fuerza vital para su realización" (VS 119).

 

      Este desposorio se convierte en signo radical y fuerte por medio de la vida consagrada y el seguimiento apostólico de los sacerdotes. Y este mismo desposorio se hace signo sacramental (signo eficaz y portador) por medio del sacramento del matrimonio.

 

      El amor entre esposo y esposa encuentra, pues, como modelo al mismo Cristo Esposo de la Iglesia: "maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada" Ef 5,25-27). Este es el "gran sacramento", que se inspira en el amor entre Cristo y su Iglesia (Ef 5,32).

 

      El amor de Cristo, que es punto necesario de referencia, es amor de donación gratuita, perenne, irrepetible, fiel. Es la donación de verdadera amistad, por la que se busca el bien de la persona, amada por sí misma, sin utilizarla: "nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos" (Jn 15,13).

 

      La donación implica todo el ser. En la vida matrimonial, todo el ser, cuerpo y alma, expresa esta donación fecunda. Por el sacramento del matrimonio, esta donación es camino de santidad, camino de configuración con Cristo. El amor de donación tiende siempre al olvido de sí mismo, para buscar el bien de la persona amada, sin condicionarla. El amor esponsal de San José respecto a María, fue todavía más profundo, porque amó a María tal como era, la siempre Virgen, según los planos salvíficos de Dios.

 

      El amor, cuando es verdadero, proviene siempre de un corazón unificado, "indiviso". El matrimonio es escuela de esta unidad de donación, dentro de la familia como "Iglesia doméstica" (LG 11). Para Pablo, la virginidad por el Reino, conserva el corazón "indiviso" para servir a toda la Iglesia (1Cor 7,34; cfr. PO 17).

 

      No hay que olvidar que el amor, en esta tierra, es una anticipación de un amor pleno y definitivo en el más allá. El sacramento del matrimonio hace posible este paso "escatológico" o final. El amor, sellado de modo indisoluble en el sacramento, queda custodiado para la eternidad. El amor que proviene de Dios tiende a ser eterno y definitivo. La muerte no puede romper este vínculo de amor. Unas eventuales segundas nupcias, siendo legítimas, se integran, gracias a Cristo, en esa unidad indisoluble del amor.

 

      El amor de Dios creador se comunica a la familia humana, para continuar y perfeccionar la creación. Por el sacramento, la familia es colaboradora también en la nueva creación, que es vida en Cristo. Los hijos se engendran para que puedan ser hijos adoptivos de Dios por el Espíritu (Gal 4,5-6), "hijos en el Hijo" (Ef 1,5; cfr. GS 22). María, "la mujer", es modelo, intercesora y ayuda de esta nueva fecundidad (Gal 4,4).

 

      Si "toda la vida cristiana está marcada por el amor esponsal de Cristo y de la Iglesia" (E 1617), el matrimonio es un signo transparente, cercano y eficaz de este amor. Los mismos esposos, con su consentimiento libre y consciente, son los ministros del sacramento y, por tanto, se dan el consentimiento mutuo en nombre de Cristo Esposo. El vínculo matrimonial indisoluble es una gracia indicadora de que "el auténtico amor conyugal es asumido en el amor divino" (GS 48).

 

      A la luz del amor de Cristo Esposo, el amor matrimonial , asumido con la propia responsabilidad, es siempre "apertura a la fecundidad" (CEC 1652). Es fecundidad responsable, donde ninguna autoridad humana puede intervenir. Esta apertura generosa a la fecundidad va acompañada de la propia responsabilidad y prudencia respecto al número de hijos, para hacer posible la educación integral de los mismos. "Como iglesia doméstica, la familia stá llamada a anunciar, celebrar y servir el Evangelio de la vida. Es una tarea que corresponde principalmente a los esposos... En la procreación de una nueva vida los padres descubren que el hijo, si es fruto de una recíproca donación de amor, es a su vez un don para ambos, un don que brota del don" (EV 92).

 

      El deseo de santidad, que es connatural a toda vocación cristiana y que brota de la celebración sacramental, acentúa, en el matrimonio y en la vida consagrada, el tono de desposorio con Cristo: compartir la vida con él. El sacerdote, que representa a Cristo Esposo en la comunidad eclesial, realiza un servicio cualificado para que ambas vocaciones de desposorio se vivan con la peculiaridad propia de la generosidad evangélica.

 

3. Los servidores del Pueblo de Dios

 

      Una de las características más relevantes de la vida de Cristo, es su actitud de "servicio" (Mc 10,43-45; Lc 22,27; Jn 13,14). Los discípulos que recibieron el encargo de prolongar y de representar su persona y su acción salvífica, tendrán que caracterizarse por esta misma vida sin privilegios ni ventajas temporales. Entre los que le siguieron y dejaron todo (cfr. Lc 5,11; Mt 19,27), Jesús escogió a doce, los "Apóstoles", cuyos sucesores se llamarían más tarde sacerdotes ministros.

 

      Para todo cristiano, el punto de referencia es el mismo Jesús, que "pasó haciendo el bien" (Act 10,38). El se hizo hermano, protagonista, consorte de nuestra historia. Esta realidad suya de "mediación" (como de Hijo de Dios y hermano nuestro) se expresó en una donación total, desde el día de la encarnación (Heb 10,5-7) hasta la cruz (Jn 19,30). Por esto, es Sacerdote y Víctima. De esta realidad sacerdotal de Cristo, participamos todos, porque "de su plenitud hemos recibido todos, y gracia por gracia" (Jn 1,16).

 

      Toda la Iglesia es "pueblo sacerdotal" (1Pe 2,9; Apoc 1,5). Por el bautismo y la confirmación, nos injertamos en el misterio sacerdotal y pascual de Cristo. Todo cristiano participa de la consagración y de la oblación sacerdotal de Cristo: "pues todas las promesas hechas por Dios han tenido su sí en él; y por eso decimos, por él, «amén» a la gloria de Dios" (2Cor 1,20; cfr. Heb 13,15). Nuestra vida se hace un "sí" o "amén" unido al "sí" de Jesús al Padre (Lc 10,21). Toda la ilusión de Jesús es hacer de cada ser humano su prolongación, su misma oblación o donación al Padre en el Espíritu Santo (1Pe 3,18).

 

      A los que Cristo "escogió" (Jn 15,16) para ser su signo personal y sacramental (como fueron los Doce y sus sucesores), les comunicó la potestad de prolongar su misma palabra (Lc 10,16), su sacrificio redentor (Lc 22,19-20), su perdón (Jn 20,23), sus misma misión (Jn 20,21; Mt 28,19-20).

 

      Ya en el envío de los Doce y de los setenta y dos, les había dado el encargo de anunciar su mensaje y de transmitir su acción salvífica de sanación (Mt 10,3ss; Lc 10,1ss). Estos "elegidos" (Mc 3,13) le van a representar como pastor que guía a las ovejas y también que da la vida por ellas (Jn 10). Son los servidores que, como "expresión" personal de Cristo (Jn 16,14; 17,10), dan "gratuitamente" lo que gratuitamente han recibido (Mt 10,8). Por esto, la comunidad eclesial tendrá derecho a ver en ellos el signo de cómo amó el Buen Pastor. Serán ellos principalmente lo que, en su vida, serán transparencia de la donación sacerdotal de Cristo (Jn 17,19).

 

      Lo que los Apóstoles recibieron de Jesús, lo comunicaron a otros por "la imposición de manos" (2Tim 1,6; Act 6,6). Es el signo sacramental que, más tarde, se llamará sacramento del "Orden", por el que se reciben diversos grados del ministerio apostólico: episcopado, presbiterado, diaconado. Estos ministros "ordenados" participan de modo especial en la consagración y misión de Jesús. Por esto, son "sellados" con el don permanente del Espíritu (el "carácter"). De este modo, pueden representar a Cristo Sacerdote y Víctima (Cabeza, Pastor, Siervo, Esposo), obrando en su nombre y persona, para prolongar su palabra magisterial, su sacrificio redentor (en la eucaristía), sus signos salvíficos (en algunos sacramentos) y su acción pastoral de dirección, animación y servicio.

 

      Las gracias recibidas en el sacramento del Orden (carácter y gracia sacramental), no sólo capacitan para realizar válidamente los ministerios, sino que también hacen posible ejercerlos santamente. Los ministros ordenados han sido llamados a formar parte de la sucesión apostólica y, consiguientemente, a prolongar en el tiempo el seguimiento evangélico radical de los mismos Apóstoles.

 

      La característica principal de la vida sacerdotal es la caridad pastoral (cfr. Jn 10), que, como en Cristo, deriva hacia la obediencia, virginidad y pobreza (PO 15-17; PDV 28-29). Por el hecho de ser "instrumento vivos de Cristo Sacerdote" (PO 12), los sacerdotes ministros se caracterizan por "la ascesis propia del pastoral de almas" (PO 13).

 

      Todos y cada uno de los ministerios tienen como objetivo guiar la comunidad eclesial hacia el Padre, por el Hijo y en el Espíritu Santo. "Para el sacerdote, el lugar verdaderamente central, tanto de su ministerio, como de su vida espiritual, es la eucaristía" (PDV 26), porque en ella "se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, a saber, Cristo mismo, nuestra Pascua y pan vivo" (PO 5).

 

      El sacerdocio ministerial, en su triple grado (episcopado, presbiterado, diaconado), forma una fraternidad llamada Presbiterio, donde el Obispo es cabeza, hermano y amigo. Es una "verdadera familia" (PDV 74) y una "fraternidad sacramental" (PO 8), como exigencia del sacramento del Orden y como signo eficaz de santificación y de evangelización. "El Presbiterio en su verdad plena es un mysterium: es una realidad sobrenatural porque tiene su raíz en el sacramento del Orden. Es su fuente, su origen; es el 'lugar' de su nacimiento y de su crecimiento. En efecto, los presbíteros, mediante el sacramento del Orden... quedan insertos en la comunión del Presbiterio unido con el Obispo" (PDV 74).

 

      El servicio a la comunidad de la Iglesia particular tiene sentido esponsal de pertenencia a Cristo y a la Iglesia. La pertenencia a esa Iglesia por la "incardinación", es un hecho de gracia, que delinea la fisonomía espiritual del ministro. "En este sentido, la «incardinación» no se agota en su vínculo puramente jurídico, sino que comporta también una serie de actitudes y de opciones espirituales y pastorales, que contribuyen a dar una fisonomía específica a la figura vocacional del presbítero" (PDV 31).

 

      La relación con el carisma episcopal tiene sentido de dependencia filial y fraternal, principalmente para trazar las líneas del seguimiento evangélico, de la vida fraterna y de la disponibilidad misionera local y universal. En todo Presbiterio debe reflejarse la "vida apostólica" de los primeros seguidores de Jesús.

 

      El servicio del sacerdote ministro tiene características de maternidad eclesial, puesto que se trata de "formar a Cristo" en los corazones (Gal 4,19). Concretamente es un servicio de anuncio, celebración y dirección o animación, gracias al cual "la comunidad eclesial ejerce, por la caridad, la oración, el ejemplo y las buenas obras de penitencia, una verdadera maternidad para conducir las almas a Cristo" (PO 6).

 

      Esa maternidad eclesial, en la que colabora el apóstol y, de modo especial, el sacerdote ministro, encuentra en María, "la mujer" (Gal 4,4), el modelo más acabado. "La Virgen en su vida fue ejemplo de aquel afecto materno, con el que es necesario estén animados todos los que en la misión apostólica de la Iglesia cooperan para regenerar a los hombres" (LG 65).

 

      Si María ama a cada creyente con amor materno, al sacerdote le ama como signo personal y sacramental de Cristo Sacerdote y Buen Pastor, como "viva imagen de su Jesús" (Pío XII). Por esto, "la espiritualidad sacerdotal no puede considerarse completa, si no toma seriamente en consideración el testamento de Cristo crucificado... Todo presbítero sabe que María, por ser Madre, es la formadora eminente de su sacerdocio, ya que ella es quien sabe modelar el corazón sacerdotal" (Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros 68).

 

      El "carácter" (como signo y don permanente del Espíritu Santo) es una "potencia cultual", según Santo Tomás. El sacerdote ministro, por el carácter recibido en el sacramento del Orden, ayuda a desarrollar en los fieles el carácter del bautismo y de la confirmación.

 

      La distinción entre el sacerdocio ministerial y el sacerdocio común de los fieles, se convierte en servicio y dedicación para que todo creyente y toda la comunidad eclesial se haga oblación unida a la oblación de Cristo Sacerdote y Víctima. El objetivo final de este servicio sacerdotal es que la comunión trinitaria de Dios Amor se refleje en cada corazón y en toda la humanidad.

 

 

                              Meditación bíblica

 

- En la Iglesia, misterio de comunión y misión:

 

      "Que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado" (Jn 17,21).

 

      "Yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí" (Jn 17,23).

 

      "Donde están dos o más reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18,20).

 

      "Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella (Mt 16,18).

 

      "Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones" (Act 2,42).

 

      "Id, haced discípulos a todos los pueblos" (Mt 28,19).

 

      "Seréis mis testigos hasta los confines de la tierra" (Act 1,8).

 

      "Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada" Ef 5,25-27).

 

- Familia cristiana, desposorio con Cristo:

 

      "Celoso estoy de vosotros con celos de Dios, pues os tengo desposados con un solo esposo para presentaros cual casta virgen a Cristo" (2Cor 11,2).

 

      "Guardaos mutuamente respeto en atención a Cristo. Que las mujeres respeten a sus maridos como si se tratase del Señor... Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia... Los maridos deben amar a sus mujeres como a su propio cuerpo... Gran misterio es éste, que yo relaciono con la unión de Cristo y de la Iglesia" (Ef 5,21-32).

 

      "Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos" (Jn 15,13).

 

      "Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos, si os tenéis amor los unos a los otros" (Jn 13,34-35).

 

      "La multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma. Nadie llamaba suyos a sus bienes, sino que todo era en común entre ellos" (Act 4,32).

 

      "Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva" (Gal 4,4-5).

 

- Amar y servir como el Buen Pastor:

 

      "Subió al monte y llamó a los que él quiso; y vinieron donde él. Instituyó Doce, para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar" (Mc 3,13-14).

 

      "Llevaron a tierra las barcas y, dejándolo todo, le siguieron (Lc 5,11).

 

      "Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido" (Mt 19,27).

 

      "El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos, porque tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos" (Mc 10,43-45).

 

      "Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca" (Jn 15,13-16).

 

      "Yo he sido glorificado en ellos" (Jn 17,10).

 

      "Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha" (Lc 10,16).

 

      "Este es mi cuerpo que es entregado por vosotros; haced esto en memoria mía" (Lc 22,19-20).

 

      "Como el Padre me envió, también yo os envío. Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados les quedan perdonados" (Jn 20,21-23).

 

      "Gratis lo recibisteis; dadlo gratis" (Mt 10,8).

 

      "Yo soy el Buen Pastor. El Buen Pastor da su vida por las ovejas" (Jn 10,11).

 

      "Apacentad la grey de Dios que os está encomendada, vigilando, no forzados, sino voluntariamente, según Dios; no por mezquino afán de ganancia, sino de corazón; no tiranizando a los que os ha tocado cuidar, sino siendo modelos de la grey. Y cuando aparezca el supremo Pastor, recibiréis la corona de gloria que no se marchita" (1Pe 5,2-4).

 

      "Te recomiendo que reavives el carisma de Dios que está en ti por la imposición de mis manos (2Tim 1,6).

 

      "Pero yo no considero mi vida digna de estima, con tal que termine mi carrera y cumpla el ministerio que he recibido del Señor Jesús, de dar testimonio del Evangelio de la gracia de Dios... Yo de nadie codicié plata, oro o vestidos" (Act 20,24.33).

 

      "¡Hijos míos!, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros" (Gal 4,19).

 

 

V.

 

 

EL SIGNO LEVANTADO ANTE LOS PUEBLOS

 

 

 

      1. Iglesia sacramental y santa

      2. El evangelio escrito en la vida

      3. Comunidad de fe: adhesión personal comprometida

      Meditación bíblica

 

1. Iglesia sacramental y santa

 

      Todo cristiano está llamado y potenciado para hacer de la vida una donación, como imagen de Dios amor. La vocación a la santidad y al apostolado corresponde a todo bautizado, sin excepción. "Fluye de ahí la clara consecuencia que todos los fieles, de cualquier estado o condición, son llamados a la plenitud ­de la vida cristiana y a la perfección de la caridad, que es una forma de santidad que promueve, aun en la sociedad terrena, un nivel de vida más humano" (LG 40).

 

      La Iglesia, aunque esté constituida también por pecadores, es "santa" y redimida por el amor de Cristo Esposo, que "amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla" (Ef 5, 25-26). "La Iglesia, recibiendo en su propio seno a los pecadores, es santa al mismo tiempo que necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la renovación" (LG 8).

 

      La santidad de la Iglesia aparece en muchos creyentes de toda la historia, aunque ordinariamente queda oculta en el anonimato. La Iglesia es santa porque ha sido y sigue siendo santificada por el Señor, que le ha dado medios eficaces de santidad: los sacramentos, la palabra, los ministerios, los carismas del Espíritu Santo, las vocaciones...

 

      Al celebrar los sacramentos y, especialmente, a partir del bautismo, la vocación a la santidad es una exigencia, un compromiso y una posibilidad. Todo sacramento es un encuentro vivencial y eficaz con Cristo presente, que llama al seguimiento evangélico y, por tanto, a las bienaventuranzas y al mandato del amor.

 

      La realidad sacramental es, pues, una llamada y una potenciación para configurarse con Cristo. "El sacramento es un signo de una cosa sagrada, en cuanto que santifica a los hombres" (Sant Tomás). Significa y comunica la gracia que nos viene de Cristo Salvador. Cada sacramento comunica la vida en Cristo y los dones y gracias peculiares del Espíritu Santo.

 

      La gracia, como participación en la vida divina (que es vida e Cristo y en el Espíritu), es siempre una misma realidad, con efectos diferenciados. Se llama gracia "santificante", porque transforma al creyente en imagen de Dios Amor, el único "Santo". La "santidad" es la característica de Dios como primer principio, el que es y salva, Dios amor, uno y trino. En esta realidad "misteriosa" (que va más allá de nuestras perspectivas), participamos por la fe y los sacramentos.

 

      En los diversos sacramentos, la misma gracia santificante produce efectos especiales. Entonces se llama gracia "sacramental", como "vigor especial" o aplicación peculiar de la misma gracia. A veces, es un don o "sello" ("carácter") del Espíritu Santo, como en el caso del bautismo, confirmación y orden. Siempre es una comunicación peculiar del Espíritu, con sus dones y carismas. En todos los sacramentos se comunica la gracia santificante; pero en cada uno se comunica con efectos peculiares de la misma gracia.

 

      Por las gracias recibidas en los sacramentos, se participa de la vida y santidad divina. Esta santidad real (ontológica) debe manifestarse en la práctica de las virtudes (santidad moral). Los sacramentos insertan en el Cuerpo Místico de Cristo. "La vida de Cristo en este cuerpo se comunica a los creyentes, que se unen misteriosa y realmente a Cristo, paciente y glorifica­do, por medio de los sacramentos" (LG 7).

 

      Por el bautismo, se comienza un proceso o crecimiento de "vida nueva" (Rom 6,4), para transformarse o "revestirse de Cristo" (Gal 3,27). El camino de santificación es "caminar en el amor" (Ef 5,2); por los sacramentos, se aspira a llegar a la plenitud o perfección de la caridad. A partir del amor de Cristo, que hizo de su vida una "oblación a Dios a favor nuestro" (Ef 5,2), es posible "vivir para él" (2Cor 5,15). La eficacia salvífica de los sacramentos (por su misma celebración o "ex opere operato") requiere y hace posible nuestra colaboración libre ("ex opere operante").

 

      Por los sacramentos, la Iglesia nace, crece, se santifica y se comunica a toda la humanidad. En ellos se realiza la presencia activa, iluminadora y santificadora del Espíritu Santo prometido por Jesús. El Señor resucitado continúa enviando su Espíritu, para que el corazón humano quede orientado hacia el amor por la efusión de sus "torrentes de agua viva", que brotan del costado de Cristo muerto en cruz (Jn 7.38; cfr. 19,34).

 

      El Espíritu Santo distribuye sus dones y carismas como quiere, y "santifica y dirige al Pueblo de Dios mediante los sacramentos" (LG 12). Por esta efusión de gracia sacramental, todo cristiano es llamado a poner en práctica la perfección cristiana de las bienaventuranzas. "Los fieles todos, de cualquier condición y estado que sean, fortalecidos por tantos y tan poderosos medios, son llamados por Dios cada uno por su camino a la perfección de la santidad por la que el mismo Padre es perfecto" (LG 11).

 

      La santidad es un proceso de crecimiento en la "vida según el Espíritu" (Gal 5,25). "La existencia cristiana es vida espiritual, o sea, vida animada y dirigida por el Espíritu Santo hacia la santidad o perfección de la caridad" (PDV 19).

 

      Esta vida en Cristo (cfr. Gal 2,20) se va concretando en la sintonía de criterios, de escala de valores y de actitudes, hasta pensar, sentir y amar como Cristo. La acción del Espíritu Santo en cada sacramento va modelando cada vez más el corazón y la vida según la fisonomía de Cristo. Es una acción que se ha hecho realidad desde la encarnación del Verbo en le seno de María, porque es la misma humanidad del Señor el sacramento fontal.

 

      Los signos sencillos de los sacramentos indican que el camino de la santidad pasa por las cosas ordinarias de todos los días. Los sacramentos ayudan a amar la vida como conjunto de signos del encuentro con Cristo, en el Espíritu Santo, hacia el Padre (Ef 2,18). "Nazaret" seguirá siendo la pauta preferida por el Espíritu Santo para hacernos entrar en "una vida escondida con Cristo en Dios" (Col 3,3).

 

      El "amén" del final de la plegaria eucarística indica la actitud de quien quiere encontrarse con Cristo en cada sacramento. El encuentro se resume en un "sí": "Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito" (Lc 10,21).

 

      Por esto, los santos acostumbraban a decir que la santidad consiste en estrenar cada jornada en sintonía con la voluntad de Dios. La experiencia del amor de Dios en el encuentro con Cristo, hace posible la decisión, renovada todos los días, de amarle del todo y hacerle amar de todos. Esta decisión se concreta en las cosas pequeñas y, de modo especial, en el amor y el servicio a los hermanos, que son parte integrante de la sacramentalidad de la Iglesia. Los sacramentos construyen la comunión, como reflejo de la comunión de Dios Amor, en el corazón y en la comunidad.

 

 

2. El evangelio escrito en la vida

 

      Por los sacramentos, aprendemos que la palabra de Dios está escrita en la vida. Efectivamente, al ofrecer al Señor nuestra colaboración (agua, óleo, vino, pan) y nuestras actitudes (penitencia, disponibilidad), el mismo Señor asume estas nuestras "cosas" (la "materia" del sacramento), como "símbolo" de nuestra vida. Entonces su palabra (la "forma" del sacramento) se inserta en nuestra realidad para transformala y hacerla instrumento de las gracias y dones del Espíritu Santo. "La palabra viene al elemento sensible y éste se hace un sacramento, como una palabra visible" (San Agustín).

 

      La palabra del Señor es salvífica y eficaz, entrando en acción al presentarle nuestro ser y nuestras situaciones humanas. La vida se va transformando en Cristo, por medio de la actitud de escucha de la palabra de Dios. En nuestras circunstancias, Dios nos da a su Hijo por amor (Jn 3,16). Cada sacramento se hace "transfiguración" de Cristo. El Padre nos dice también ahora: "Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle" (Mt 17,5). Nos manifiesta a su Hijo y nos lo da, y "con él nos da todas las cosas" (Rom 8,32).

 

      La vida es hermosa, porque el camino humano, con sus luces y sombras, se hace "Tabor" y transparencia de Cristo, "camino, verdad y vida" (Jn 14,6). Ya no importa si el caminar es más de "Nazaret", de vida pública o de Calvario; lo que importa es la presencia activa de Cristo, "en quien se apoyan todas las cosas" (Col 1,17) y de quien todas ellas reciben su sentido más profundo. "Gracias al Verbo, el mundo de las criaturas se presenta como «cosmos», es decir, como universo ordenado" (TMA 3).

 

      La palabra de Dios y nuestras realidades se complementan en los sacramentos. Se trata de la palabra aceptada con fe y oración, es decir, con actitud filial. Nuestros signos y realidades necesitan la interpretación por parte de la palabra de Dios. La realidad humana no sería salvífica sin la palabra creadora y redentora, que ahora es el Verbo encarnado, Jesús de Nazaret. Por esto, el análisis de la verdad sólo es auténtico cuando se hace a partir del evangelio. Otro análisis de la realidad sería una alienación y la destrucción del mismo hombre.

 

      El signo "religioso" es una afirmación de las realidades humanas. Estas, concretadas en nuestras acciones, son como la parte determinante que se abre a la iniciativa divina. La palabra del Señor es la parte determinante que transforma nuestra realidad en participación de la vida divina. "En los sacramentos, la palabra se une a la materia sensible; de donde resulta que los sacramentos se asemejan a la causa primera de toda santificación, que es el Verbo encarnado, en el cual se unió la palabra de Dios a una carne sensible" (Sant Tomás).

 

      Toda la historia se hace signo de Dios viviente, gracias a la palabra ("dabar") que se inserta en los acontecimientos. Dios, ya presente con su inmensidad, se ha querido relacionar con nosotros con su palabra personal, creadora y redentora que es Jesús, el Verbo encarnado, el Emmanuel.

 

      Por medio de los sacramentos, instituidos por Jesús, la encarnación del Verbo se prolonga en nuestra historia concreta, para hacerse realidad "mística" (vivencial y salvífica) en nuestro corazón. La misma vida íntima de Dios (su "misterio") se hace nuestra vida por participación gratuita. Nuestro encuentro con Cristo se hace vital y transparente.

 

      Los sacramentos no son magia ni mito, porque en ellos la misma realidad humana (no la fantasía) queda salvada por Dios y convertida en instrumento de vida nueva. No conquistamos a Dios con nuestros ritos, sino que es él quien nos sale al encuentro, se acerca, se manifiesta, se comunica, se da a sí mismo. La revelación, que es comunicación de la palabra divina, encuentra en los sacramentos el momento culminante de su eficacia. Dios nos da su palabra, su Verbo, en nuestro camino histórico y circunstancial.

 

      El encuentro sacramental con Cristo es real. El signo y "símbolo" del encuentro (palabras y gestos o cosas) ha sido elegido por el mismo Cristo, para comunicarnos la vida nueva, que es la gracia significada y comunica por los signos sacramentales. Lo que no se ve (lo interior) se vislumbra por lo que se ve (los signos visibles).

 

      El signo exterior es materia y forma (gestos o cosas y palabras), como "sólo sacramento" ("sacramentum tantum"). La nueva vida que se nos comunica (la gracia) es la realidad profunda del sacramento ("res sacramenti"). En el momento en que se celebra el sacramento, encontramos a Cristo mismo que unifica en él todos los componentes del signo ("res et sacramentum").

 

      Cuando entra la palabra viva de Cristo en el signo, éste se convierte en portador del mismo Cristo. Las palabras realizan verdaderamente lo que expresan. Son palabras vivas y operantes. El ministro, con su servicio de representar a Cristo, hace posible que los signos sacramentales expresen lo que Cristo dijo y obró, para hacerlo realidad salvífica actual. Por este servicio sacramental, nuestro presente se une realmente al pasado de los dichos y hechos de Jesús.

 

      Ya podemos relacionarnos vivencialmente con Cristo en los momentos fundamentales de la vida, como personas y como miembros de la comunidad eclesial y humana. En cada sacramento se realiza un encuentro temporal y pasajero, pero que tiende a hacerse realidad permanente y a abarcar toda la existencia. El encuentro "final" o definitivo será en el más allá, en la "escatología".

 

      Desde la encarnación, la vida humana queda acompañada por "alguien". Ahora Cristo resucitado se hace protagonista y consorte ("esposo") de la vida de todo ser humano, sin excepción ni privilegios.

 

      Las etapas de la vida humana son ya etapas de la misma biografía de Cristo que vive en nosotros y en medio nuestro. Los inicios de la vida quedan santificados por el bautismo, confirmación y eucaristía. Los momentos de debilidad, enfermedad y pecado, quedan restaurados por la reconciliación y unción. La convivencia y responsabilidad humana quedan transformadas por la misión del matrimonio y del Orden. Siempre es Cristo resucitado presente, especialmente por su eucaristía, quien asume nuestro trabajo (el pan) y nuestra vida (el vino), para hacernos partícipes de su misma vida. El evangelio sigue aconteciendo.

 

 

3. Comunidad de fe: adhesión personal comprometida

 

      En los signos sacramentales vivimos nuestra fe como actualización ("memoria") de los misterios de Cristo y como conocimiento vivencial de su persona y de su mensaje. Se trata de los "sacramentos de la fe" (SC 59), porque suponen la fe como aceptación de Cristo, y expresan la fe con gestos y palabras. Por esto, los sacramentos "alimentan y robustecen la fe" (ibídem).

 

      La celebración tiende a que "los fieles comprendan" los misterios de Cristo que se celebran y se comunican (SC 59). El lenguaje tiene que adaptarse a la mentalidad y a la cultura de los creyentes, para que comprendan, participen activamente y se comprometan a transformar su propia vida.

 

      Los sacramentos son "sacramentos de la fe" porque, en ellos, "la fe nace y se alimenta de la palabra" (PO 4). Efectivamente, "el sacramento es preparado por la palabra de Dios y por la fe, que es consentimiento a esta palabra" (CEC 1122). La fe se expresa por las palabras y los gestos sacramentales, se alimenta y se fortalece con los mismos signos.

 

      La fe que se alimenta de los sacramentos y que se presupone en su celebración, es la fe viva, como "adhesión plena y sincera a Cristo y a su evangelio" (RMi 46). Es fidelidad al mensaje en sí mismo ("ortodoxia") y también disponibilidad para las exigencias de mismo ("ortopraxis"). Se trata de una vida coherente con el evangelio y comprometida en la comunidad y situación histórica, a partir del evangelio. "La fe, si no tiene obras, realmente está muerta" (Sant 2,17).

 

      En los sacramentos como en toda celebración litúrgica, la Iglesia expresa su fe orando. El modo de orar deja entrever los contenidos de la fe ("lex orandi, lex credendi"). Los efectos de los sacramentos dependen de esta fe eclesial, la cual forma parte, en cierto modo, del mismo signo sacramental. No habría sacramento si faltara la intención de hacer lo que hace y cree la Iglesia.

 

      La fe cristiana se va modelando en la celebración sacramental, como adhesión personal a Cristo resucitado presente bajo signos sacramentales. Los sacramentos, vividos con autenticidad, son una escuela privilegiada de fe. Por esto, "urge recuperar y presentar una vez más el verdadero rostro de la fe cristiana, que no es simplemente un conjunto de proposiciones que se han de acoger y ratificar con la mente, sino un conocimiento de Cristo vivido personalmente, una memoria viva de sus mandamientos, una verdad que se ha de hacer vida" (VS 88). "Los cristianos, reconociendo en la fe su nueva dignidad, son llamados a llevar en adelante una «vida digna del Evangelio de Cristo» (Fil 1,27). Por los sacramentos y la oración reciben la gracia de Cristo y los dones de su Espíritu que es capacitan para ello" (CEC 1692).

 

      El diálogo de salvación entre Dios y el hombre se realiza de modo eficiente por medio de los signos eclesiales. Este diálogo sacramental tiene carácter de encuentro y de relación interpersonal. La escucha de fe y de amor por parte del hombre, se convierte en apertura a la autocomunicación de Dios. Los gestos y palabras sacramentales constituyen un diálogo eficaz que transforma el corazón.

 

      Los signos sacramentales son manifestativos y comunicativos de la fe y de la gracia. En esos signos se "recuerda" actualizándolo (memoria o "anámnesis"), el misterio pascual; entonces se comunican los frutos salvíficos de este mismo misterio y se anticipa el encuentro y comunicación plena y definitiva, que sólo tendrá lugar en el más allá (en la escatología). La invocación de la venida y acción del Espíritu Santo (la "epíclesis") es siempre eficaz, si el corazón humano se abre a esta acción salvífica.

 

      Precisamente por esta relación estrecha con la fe, los sacramentos son parte esencial de la acción evangelizadora. Sin ellos, el anuncio del misterio de Cristo quedaría sólo como teoría abstracta, y la acción pastoral carecería de fuerza vital. Así, pues, "la misión sacramental está implicada en la acción de evangelizar" (CEC 1122).

 

      La finalidad de la acción sacramental consiste en la santificación de la persona y de la comunión humana; para ello se necesita la instrucción en la fe, que tiene lugar en la celebración adecuada de los signos sacramentales. La acción santificadora de los sacramentos es precedida por el anuncio y por la celebración de la fe.

 

      En los signos sacramentales (y litúrgicos, en general) se expresa la actitud orante de la Iglesia, como respuesta a la palabra recibida. Precisamente esta oración manifiesta con autenticidad la fe de la Iglesia, porque ésta cree lo que ora. A veces, no se da el fortalecimiento de la fe a partir de los sacramentos. Entonces habrá que revisar las actitudes del ministro y de los participantes.

 

      La celebración sacramental forma a los evangelizadores para que anuncien aquella misma fe que celebran, puesto que el misterio pascual es para toda la humanidad. La misma comunidad eclesial, que celebra los sacramentos, se hace evangelizadora. Sin la nota de universalismo, se perdería el dinamismo interno de los sacramentos instituidos por Jesús. El "agua viva", ofrecida por Jesús y que brotó de su costado, es una invitación universalista (cfr. Jn 7,37-39; 19, 34). "La fe se fortalece donándola" (RMi 2).

 

      El anuncio evangélico perdería su punto de apoyo, si no partiera de la celebración sacramental en la comunidad evangelizada y evangelizadora. El anuncio parte de esta celebración y lleva a la misma. "El anuncio está animado por la fe" (RMi 45) y "tiende a la conversión cristiana, es decir a la adhesión plena y sincera a Cristo y a su evangelio mediante la fe" (RMi 46). Se anuncia a Cristo, su persona y su mensaje, para invitar a un encuentro con él en los sacramentos (especialmente en el bautismo y en la eucaristía), y para transformar la vida según los contenidos evangélicos.

 

      La fe celebrada en los sacramentos da una orientación vital a los contenidos de la misma. El misterio de Cristo, celebrado en los signos sacramentales, es el mismo misterio escondido en Dios desde la eternidad, preparado y manifestado en el tiempo, presente en los signos eclesiales, comunicado a los corazones para hacerse vida propia y que un día será visión, encuentro y comunicación plena. Estos son los contenidos del dogma y de la moral cristiana.

 

      La fe vivida en la comunidad que celebra los sacramentos, es una llamada al compromiso de santificación, de comunión y de misión. La Iglesia, por los signos sacramentales (portadores de Cristo), es Iglesia misterio, que tiene el encargo o misión del Señor, de construir la comunión (reflejo de Dios Amor) en sí misma y en todos los pueblos. Por esto, en el tercer milenio, "deberá resonar con fuerza renovada la proclamación de la verdad: «nos ha nacido el Salvador del mundo»" (TMA 38).

 

      Este anuncio misionero exige la comunión eclesial: "Una comunidad cristiana que cree en Cristo y desea, con el ardor del Evangelio, la salvación de la humanidad, de ningún modo puede cerrarse a la llamada del Espíritu que orienta a todos los cristianos hacia la unidad plena y visible. Se trata de uno de los imperativos de la caridad que debe acogerse sin compromisos" (UUS 99).

 

      El mensaje de la Navidad, de "gloria a Dios" y de "paz a los hombres, se actualiza continuamente por medio de los "pañales" o signos pobres de la Iglesia "sacramento": "os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es el Cristo Señor; y esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre" (Lc 2,11-13).

 

 

                              Meditación bíblica

 

- Un camino de santidad:

 

      "Sed, pues, imitadores de Dios, como hijos queridos, y vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave aroma" (Ef 5,1-2).

 

      "Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla" (Ef 5, 25-26).

 

      "Ofreced vuestros miembros ahora a la justicia para la santidad" (Rom 6,19).

 

      "Amad..., sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial" (Mt 5,44-48).

 

      "Todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo" (Gal 3,27).

 

      "Cristo murió por todos, para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos" (2Cor 5,15).

 

      "Si vivimos según el Espíritu, obremos también según el Espíritu" (Gal 5,25).

 

      "Seréis santos, porque yo soy santo" (1Pe 1,16; Lev 11,44).

 

 

- La palabra de Dios en nuestra vida:

 

      "Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad" (Jn 1,14).

 

      "Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle" (Mt 17,5).

 

      "De tal manera amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna" (Jn 3,16).

 

      "El existe con anterioridad a todo, y todo se fundamenta en él" (Col 1,17).

 

      "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida; nadie va al Padre sino por mí... el que me ha visto a mí, ha visto al Padre" (Jn 14,6-9).

 

      "Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna" (Jn 6,68).

 

      "Mis palabras son espíritu y vida" (Jn 6,63).

 

      "Mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen la Palabra de Dios y la cumplen" (Lc 8,21).

 

 

- Fe sacramental comprometida:

 

      "Creed en el evangelio" (Mc 1,15).

 

      "Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios" (Jn 6,69),

 

      "La fe, si no tiene obras, realmente está muerta" (Sant 2,17).

 

      "El que crea en mí, no tendrá nunca sed" (Jn 6,35).

 

      "El que cree, tiene vida eterna" (Jn 6,47).

 

      "Dichosos los que no han visto y han creído" (Jn 20,29).

 

      "A todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre" (Jn 1,12).

 

      "¿Tú crees en el Hijo del hombre? El respondió: ¿y quién es, Señor, para que crea en él? Jesús le dijo: Le has visto; el que está hablando contigo, ése es. El entonces dijo: Creo, Señor. Y se postró ante él (Jn 9,35-38).

 

      "Yo soy la resurrección. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto? Le dice ella: Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo" (Jn 11,25-27).

 

      "El que crea y sea bautizado, se salvará" (Mc 16,16).

 

      "¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!" (Lc 1,45).

 

                                  CONCLUSION:

                   Las huellas de Cristo en nuestro caminar

 

      Nuestro caminar histórico está jalonado de huellas de Cristo resucitado. Son como los pañales "pobres" de Belén o como el sudario y los lienzos humildes dejados en el sepulcro vacío. A veces son como el aliento de un amigo en nuestro camino de Emaús, cuando arde el corazón sin saber por qué (Lc 24,32).

 

      Cristo nos ha dejado su palabra viva, recién salida de su corazón, que ahora podemos encontrar en la escritura, predicada, celebrada y vivida en la comunidad eclesial. Pero esa misma palabra la ha dejado también injertada en nuestras realidades cotidianas, por medio de sus "sacramentos", que son signos portadores de su presencia activa y salvífica.

 

      Los signos sacramentales y eclesiales, que Cristo ha dejado en nuestro caminar, invitan a un encuentro de verdadera relación amistosa y transformante con él. Por la vivencia de este encuentro, le será posible al creyente dar una "respuesta a la llamada divina en el proceso de su crecimiento en el amor, en el seno de la comunidad salvífica" (VS 111).

 

      Los signos que Cristo nos ha dejado se entrecruzan con las etapas de nuestro crecimiento. Desde nuestro nacimiento hasta nuestro "paso" al más allá, Cristo se hace compañero, consorte y protagonista. Cada huella del presente es también un eco y una repetición de las huellas que ya encontramos en el pasado. Las gracias de Dios o dones del Espíritu, recibidas en los sacramentos, se pueden reestrenar, porque Cristo, en cada uno de sus signos, se nos da él tal como es.

 

      Cristo resucitado presente nos acompaña con su humanidad vivificante. Entrando en nuestros gestos y en nuestra realidad, sigue pronunciando su palabra, que hace renacer, que fortifica, alimenta, perdona, sana, transforma. Así continúa enviando su Espíritu a nuestros corazones, como brotando de su costado abierto (cfr. Jn 20,20-23).

 

      El evangelio sigue acontecimiento en nuestra vida. Jesús, todavía hoy, "pasa haciendo el bien" (Act 10,38). Los misterios de su vida se nos hace actuales y, en cierto modo, presentes. Los signos eficaces que nos ha dejado (sus sacramentos) siguen siendo suyos, como un regalo a su esposa la Iglesia y a cada uno de nosotros, como estímulo y ayuda para nuestra fe, como fuente de salvación y de vida eterna.

 

      Los sacramentos son "signos eficaces de la presencia y de la acción salvífica del Señor Jesús en la existencia cristiana. Ellos hacen a los hombres partícipes de la vida divina, asegurándoles la energía espiritual necesaria para realizar verdaderamente el significado de vivir, sufrir y morir... ayudando a vivir estas realidades como participación en el misterio pascual de Cristo muerto y resucitado" (EV 84).

 

      Son signos de un "paso" de Jesús, por los que llama a un encuentro aquí y ahora, para invitar a un encuentro definitivo. Porque mientras celebramos este encuentro sacramental, quedamos dinamizados hacia un encuentro sorprendente: "hasta que vuelva" (1Cor 11,26). Los sacramentos son la garantía de que el Señor "vendrá" definitivamente (Act 1,11).

 

      Por las repetidas celebraciones sacramentales, las "huellas" vivas de Jesús, que ya hemos encontrado en nuestro caminar anterior, se nos hacen más cercanas y nuestras. Es la misma persona de Jesús que se nos comunica cada vez más. En cada encuentro sacramental, se renuevan y recuperan los anteriores encuentros. Pero él, al identificarse más con nosotros, parece como si borrara sus propias huellas, para sorprendernos con una presencia más honda y más allá de la sensibilidad humana.

 

      Los sacramentos son un camino y una escuela de fe: cuando Jesús parece más ausente, entonces está más presente en el corazón. Las huellas de su presencia se encuentran en nuestro dolor y en nuestra "queja" por su ausencia. Si le sentimos lejano, es que el amor quiere ya el encuentro definitivo. Esta búsqueda es ya un encuentro más auténtico.

 

      Por medio de los sacramentos, nos ensayamos para encontrar a Cristo en los signos más "pobres" de su presencia: los hermanos y los acontecimientos de todos los días. Ya podemos "comulgar" a Cristo en esos signos de nuestro Nazaret o de nuestro Calvario. Basta con decir "fiat". Cristo viene todas las veces que oye o intuye esta palabra, que hizo bajar el Verbo al seno de María. Como la Virgen y con ella, será posible recibir las palabras del Señor en nuestra vida, ya toda ella sacramental: "todo es gracia".

 

      Siempre es posible el encuentro con Cristo cuando el "camino" es él. En cada circunstancia de la vida, el Padre nos dice: "Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle" (Mt 17,5). "En El, el Padre ha dicho la palabra definitiva sobre el hombre y sobre la historia" (TMA 5; cfr. Apoc 1,8; 21,6).

 

                           ORIENTACION BIBLIOGRAFICA

 

 

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